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Inocencia interrumpida Niños y niñas son obligados a prostituirse desde los diez años en Cartagena, como una oferta más del turismo sexual caribeño Renato Velásquez Es demasiado fácil conseguir niñas prostitutas en Bocagrande. En este acomodado barrio de altos edificios y hoteles frente al mar, las menores se ofrecen a los turistas como caramelitos en fiesta infantil. Frente al hotel El Dorado, cualquier cabeza rubicunda es rápidamente asediada por vendedores ambulantes que ofrecen contactar adolescentes de compañía. “Peladita, peladita”, asegura con el pulgar en la jeta un lavador de autos que deambula por el lugar. A los pocos minutos regresa con la carne más tierna de la calle, tres niñas que no quieren decir sus edades pero sí cuánto van a cobrar: “ya pues, con todo dame 40.000”. La que habla, una trigueña flaquita de figuras recientes, parece una infante que ha jugado a maquillarse. Lleva minifalda ceñida y una blusa sostén que la hacen ver como una Barbie exagerada y mal vestida. “En una noche podía tener hasta cuatro clientes, metiendo bastante perico para no quedarme dormida”, recuerda Jenys, ex prostituta de quince años, en proceso de resocialización. La mayor parte del dinero era para los proxenetas, pues asegura que jamás le permitían amanecer con más de 10.000 pesos, después de haber ganado casi 100. 000 durante toda la noche. “Las tarifas son tan escalofriantes como ridículas. Para un extranjero es una verdadera ganga que el turismo sexual le cueste entre 25 y 40 mil pesos”, sostiene el psicólogo Fabián Cárdenas, director regional de la Fundación Renacer, organización dedicada a rescatar menores víctimas de explotación sexual. Según los sondeos de Renacer, la mayoría de pedófilos que busca sexo con menores en Cartagena proviene de Italia, España y Francia. Además, la ley colombiana los respalda, pues no prevé sanción alguna en su contra a menos que se les encuentre en pleno acto y la chica sea menor de 14. O sea, nunca. “Varios eran muy guapos y pagaban bastante. Me gustaba

Inocencia interrumpida

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Inocencia interrumpida

Niños y niñas son obligados a prostituirse desde los diez años en Cartagena, como una oferta más del turismo sexual caribeño

Renato Velásquez

Es demasiado fácil conseguir niñas prostitutas en Bocagrande. En este acomodado barrio de altos edificios y hoteles frente al mar, las menores se ofrecen a los turistas como caramelitos en fiesta infantil. Frente al hotel El Dorado, cualquier cabeza rubicunda es rápidamente asediada por vendedores ambulantes que ofrecen contactar adolescentes de compañía.

“Peladita, peladita”, asegura con el pulgar en la jeta un lavador de autos que deambula por el lugar. A los pocos minutos regresa con la carne más tierna de la calle, tres niñas que no quieren decir sus edades pero sí cuánto van a cobrar: “ya pues, con todo dame 40.000”. La que habla, una trigueña flaquita de figuras recientes, parece una infante que ha jugado a maquillarse. Lleva minifalda ceñida y una blusa sostén que la hacen ver como una Barbie exagerada y mal vestida.

“En una noche podía tener hasta cuatro clientes, metiendo bastante perico para no quedarme dormida”, recuerda Jenys, ex prostituta de quince años, en proceso de resocialización. La mayor parte del dinero era para los proxenetas, pues asegura que jamás le permitían amanecer con más de 10.000 pesos, después de haber ganado casi 100. 000 durante toda la noche. “Las tarifas son tan escalofriantes como ridículas. Para un extranjero es una verdadera ganga que el turismo sexual le cueste entre 25 y 40 mil pesos”, sostiene el psicólogo Fabián Cárdenas, director regional de la Fundación Renacer, organización dedicada a rescatar menores víctimas de explotación sexual. Según los sondeos de Renacer, la mayoría de pedófilos que busca sexo con menores en Cartagena proviene de Italia, España y Francia. Además, la ley colombiana los respalda, pues no prevé sanción alguna en su contra a menos que se les encuentre en pleno acto y la chica sea menor de 14. O sea, nunca. “Varios eran muy guapos y pagaban bastante. Me gustaba pensar que eran mis enamorados”, cuenta la negrita Keyla, de 14, desde su camarote en el hogar de rehabilitación. Sus fotos todavía aparecen en www.bombonesdulces.com, portal de internet que promociona servicios sexuales en Cartagena.

La Fundación Renacer atiende cada año entre 700 y 800 menores víctimas de explotación sexual, lo que no representa ni el 10% del total de niños y adolescentes cartageneros que sufren el abuso del turismo sexual, la pornografía y la trata de blancas. La mayoría de pacientes son recogidos por el Instituto de Bienestar Familiar y traídos aquí porque el Estado carece de infraestructura y especialistas para atenderlos. Pero en Renacer no sólo lidian con el trauma psicológico indeleble de la violencia sexual. “Casi todas las niñas vienen con problemas de consumo de drogas, desnutrición y enfermedades de transmisión sexual como gonorrea, herpes y condiloma. Incluso tuvimos dos niñas con VIH, de 11 y 13 años”, lamenta Cárdenas.

En la furgoneta rumbo al Hogar de Tratamiento de la Fundación Renacer en Turbaco, una botella de gaseosa ha desatado la euforia. En un abrir y cerrar de ojos, los cánticos infantiles han mutado

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hacia reclamos incontrolables para que se sirva la bebida. En el fondo, tres niñas gritan y ríen mientras forcejean por los vasos de plástico aun vacíos, mientras otras dos se abalanzan entre carcajadas sobre el conductor que se resiste a soltar la botella de dos litros. Todos bromean, juguetean y se dan palmadas que desatan más risas. Pero Yajaira, hundida en un rincón, lloriquea abrazada a un oso de peluche. Su madre, que la obligó a prostituirse desde que tenía once años, morirá de sida en estos días, según ha escuchado decir a los médicos.

“Estos niños desarrollan un nexo emocional muy fuerte con su explotador, en este caso su madre, porque no tienen a nadie más en el mundo”, explica Fabián Cárdenas. La hermana de Yajaira, que sólo tiene 11 años, también era entregada durante días a extranjeros. Ahora padece un trastorno severo de la personalidad. Al presentarse, acaba de decir que es de Estados Unidos.

Henry, de 15, cuenta su tragedia como si despertara de una pesadilla. Se inició en las drogas a los nueve años, cuando cambió las aulas de su colegio por las playas infestadas de bazuco de La Boquilla. Un día se robó la alcancía de su papá y se fue con un millón y medio de pesos a Santa Marta. La plata se le hizo humo y cayó en la indigencia, mientras en Cartagena la Policía ya se cansaba de buscarlo y archivaba la denuncia de su desaparición. Cayó en la indigencia y cierta noche un desconocido lo golpeó hasta la inconsciencia para violarlo. “Desde entonces me volví loco, vivía oliendo pegamento porque quiero olvidarme, ya no quiero acordarme nunca más de eso”, dice mientras refriega las lágrimas sobre sus ojos. “En estos días me voy”, sentencia.

El Hogar de Renacer en Turbaco alberga a 25 ex víctimas de explotación sexual y es difícil huir de él, porque se encuentra en medio del bosque. Sin embargo los intentos son recurrentes, a pesar que se les amenaza con no ser readmitidos si intentan fugar. Pero hay peores riesgos: el año pasado dos chicas que escaparon fueron encontradas muertas en basurales, porque a sus proxenetas les molestó que intentaran reformarse. Los bacanos lo dan todo y lo pueden quitar todo. En su código, la deserción tiene pena de muerte.

A veces el enemigo está en casa. A Tatiana, de doce años, su hermano la violó y sus padres jamás le permitieron denunciarlo. La impunidad provocó que la vejación se repitiera con frecuencia, y que el muchacho drogadicto enviase a Tatiana a traer encargos de las casas de sus amigos. Allí, los otros pandilleros también abusaban de ella y le daban algunos billetes para que le llevara a su hermano. “Todavía en la madrugada me despierto y me pongo a gritar como loca. Extraño a mi mamá porque acá me siento muy solita”, confiesa mientras se encoge en su figura huesuda y morena. Recién lleva tres meses en Renacer y hasta acá la alcanzan los brazos de su vejador.

Adelaida, en cambio, con quince años y ocho fugas de Renacer se muestra más segura a pesar de su drama. Ni siquiera recuerda bien a qué edad papá Mauricio comenzó a tocarla y a golpearla si no se dejaba. Pero es imborrable aquella noche en que su mamá salió a trabajar y su padre se metió en su cama balbuceando obscenidades. Tenía cinco años y la tuvieron que operar para detener la hemorragia. Adelaida jamás olvidará la vergüenza que sintió cuando tantas personas manipularon sus partes más íntimas. El hombre fue a dar al manicomio de San Pablo tras demostrarse sus desórdenes mentales. “Cuando salió fue peor porque de niñita me lo hacía con el

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dedo, y cuando estuve más grande ya quería usar su pene”, cuenta Adelaida como si la tragedia le hubiese pasado a otra persona, como si estuviera narrando la telenovela de la tarde. Pero en el mundo real ella comenzó a jugar fútbol, a boxear y a vestirse con ropas anchas. En la pubertad su deseo despertó hacia las mujeres y empezó a sostener relaciones lésbicas. Por ese tiempo se enroló a una pandilla y aprendió a manejar armas blancas. La última vez que su padre intentó violarla, Adelaida le asestó tres puñaladas por la espalda que le dejaron un pus que no se le quita ahora, según ella. La misma estrategia utilizó en uno de sus escapes de la Fundación Renacer, cuando apuñaló a un instructor en plena fuga.

Pero asegura que ahora está lista para dejarlo todo atrás. “Mi vida era una basura. Pero yo me pongo a pensar: si yo fui verraca peleando, ahora me toca ser verraca con la vida, ser bien verraca para superar todo esto”. El psicólogo Fabián Cárdenas asegura que es complicado pero posible, que felizmente en la fundación conocen gente que realmente renació. “Pero no todos son tan verracos. Esas niñas seguirán despertando asustadas en la madrugada por el resto de sus vidas”.