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Jameson. Syberbeg

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cine

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"Inmerso en el elemento destructivo":

Hans-Jürgen Syberberg y la revolución

cultural

Si Syberberg no hubiera existido, tendría que haber sido in­ventado. Tal vez lo fue. De modo que "Syberberg" acaso sea en realidad el último de esos títeres de míticos héroes germanos que pueblan sus películas. Consideremos lo siguiente, que tiene toda la predecibilídad de lo improbable: durante la guerra cierto es­tereotipo de la tradición cultural alemana (filosofía "teutónica" y música, especialmente Wagner) fue empleado por ambos bandos como munición en el conflicto ideológico concomitante; también fue propuesto como prueba de un "carácter" nacional alemán. Después de la guerra se puso en evidencia que: 1) la historia de la alta cultura no era una guia muy confiable para la historia social de Alemania en general; 2) el canon de este estereotipo excluía muchas cosas que pueden ser más relevantes para noso­tros actualm.ente (por ejemplo, el expresionismo, Weimar, Brecht); y 3) la Alemruua d~l milagro económico, la OTAN y la democracia cristiana oclilpan.un lugar muy diferente del ocupado por la Euro­pa central ~ral o·urbana en el período anterior a Hitler. De modo que el pueblo dejó de culpar a Wagner por el nazismo e inició un proceso más difícil de autoanálisis colectivo, que culminó en los movimientos antiautoritarios de los años 60 y principios de los 70. -También generó una renovación de la producción cultural alema-na, particularmente en el ámbito cinematográfico.

El espacio, por lo tanto, quedó despejado para una contrapo­sición más bien perversa sobre todas estas cuestiones: por une:

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Fredric Jameson

parte, la afirmación de que después de todo Wagner y los demás estereotipos de la historia cultural alemana son una representa­ción válida de Alemania, y por otra, que la crítica contemporánea de la "irracionalidad" cultural y el autoritarismo-en sí misma una empresa superficial, racionalista, de "Ilustración"- al reprimir los -demonios de la psique alemana, los refuerza en vez de exorcizar-los. De este modo, se culpa a la Izquierda por la supervivencia de la tentación fascista, mientras que Wagner, como la culminación misma del irracionalismo germano, es rebatido con métodos que sólo pueden ser descriptos como wagnerianos.

Como Syberberg emprende en sus filmes un programa de re­volución cultural, comparte algunos de los valores y fines de sus enemigos de la Izquierda; su estética es una síntesis de Brecht y Wagner (otra permutación lógica que faltaba ser inventada). La persona wagneriana es por cierto incómoda, improbablemente fuerte en Syberberg; lo atestiguan los manifiestos que afirman que el cine es la verdadera y suprema forma del ideal wagne­riano de !d "música del futuro" y de la Gesamtkunstwerk; poses de aislamiento heroico desde las que fustiga a sus camaradas artistas y criticas filisteos que malinterpretan su obra (pero que están, para él, en general asociados con la Izquierda); denun­cias satíricas en la mejor tradición de Heine, Marx y Nietzsche, de los Spiessbürgers anticulturales de la actual República Federal, completados con un sottisier de las más es.túpidas reseñas de sus filmes.25

Entre tanto, Syberberg es a la vez predecible e improbable ~n otro sentido más: en un medio de alta tecnología, cada vez más especializado y autoconsciente, en el cual la crítica más vanguardista se ha tornado prohibitivamente técnica, repentina­mente reinvierte el rol del artista naif o "primitivo", organizando su visión del arte cinematográfico del futuro no en torno al uso virtuoso de las técnicas más avanzadas (como lo hacen Coppola o Godard, aunque de maneras muy diferentes), sino en torno a

25 Ver en particular los dqs librós de Syberberg, Hitler, ein Film aus Deutschland, (Hamburg, Rowohlt, 1978); y Syberberg Filmbuch (Franklurt, Fischer, 1979).

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algo así como una vuelta a las películas caseras. Lo que produce es el estilo de bajo costo de los actores amateur, los cuadros es­cénicos y los números de tipo vaudeville, esencialmente estáticos y simplemente ensartados unos con otros, todo lo cual al principio debe dejar pasmado al espectador en busca de novedades "ex­perimentales" y vanguardistas.

Aunque al principio resulte asombrosa, la estrategia de Sy­berberg es no obstante del todo defendible. Como en las otras artes, la actitud del amateur, la apología de lo casero que carac­terizaba el ethos artesanal, es a menudo una forma saludable de desreificación, un rechazo del esprit de sérieux de una tecnocra­cia estética o cultural; no necesita ser meramente destructora de lo mecánico y regresiva. Ni tampoco su posición aparentemente anacrónica respecto del pasado cultural alemán carece de jus­tificación teórica: en la obra de Freud, en primer lugar, y en la distinción entre represión y sublimación que hemos llegado a comprnnder y aceptar en otros campos;26 en una crítica ortodoxa de las reversiones dialécticas por las cuales un opuesto binario o polar (formas racionalistas de desmistilicación de la Ilustración) es captado meramente como la réplica especular de lo que pre­tende desacreditar (el irracionalismo alemán), atrapado en la misma problemática; en una ledura periectamente correcta de

26 "Syberberg repetidamente dice que su filme está dirigido a la 'íncapacidad alemana de hacer duelo', que emprende la 'tarea de-hacer duelo' (Trauer­arbeit). Estas palabras evocan el famoso ensayo que Freud escribió duran­te la Primera Guerra MWldial, 'Mourning and Melancholia', que conecta la melancolía con la incapacidad para trabajar estando en pena; y la aplica­ción de esta fórinula a un influyente estudio psicoanalítico de la Alemania de posguerra, O.e Alexander Y Margarete Mitscherlich: The Jnability to Mourn, publicado en Alemania en l 967, que diagnostica que los alemanes están afligidos por una melancolía de masas, el resultado de su continua negación de su responsabilidad colectiva por el pasado nazi y su persistente rechazo a hacer dueio (Susan Sontag, "Eye of the Storm", The New York Review o! Books, XXVI!, 2 [febrero 2 [, t 980], 40). fftrawna de la pérdida no parece sin embargo Wla manera muy apta para caracterizar la relación actual de Ale­mo~ia con l-Iitler; la analogía de Syberberg en vigor aquí es más bien con el réquiem como Lma forma de arte, en la cual la pena es de manera redentora transmutada en júbilo.

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la historia alemana que define la prisión en formas esencialmen­te jacobinas, anteriores a 1848 (Vormfuz), de crítica ideológica burguesa (para las cuales Marx, el marxismo y la propia dialécti­ca todavía no habían sido inventadas) como el precio que los mo­vimientos de oposición habían tenido tradicionalmente que pagar por el subdesarrollo político alemán; en una nueva concepción de revolución cultural, finalmente, que extrayendo su inspiración de la estética y el "principio Esperanza" de Bloch, su impulso ha­cia un futuro utópico, no es meramente extraña fuera de Alema­nia, pero que asimismo -bajo la propia obra de Syberberg- no ha sido puesta a prueba como un programa estético para un nuevo lenguaje artístico.

Si no valiera la pena preocuparse por las películas, claro que sería vano debatir estas cuestiones. ¿Pero qué sentido tendría aplicar juicios tradicionales de valor a algo como Hitler, un fil­me de Alemania (1977, titulado aquí Nuestro Hitler)? lCon qué saldríamos excepto fórmulas como el "no bueno pero importan­te" de un crítico periodístico alemán ("Kein 'guter' Film, dafür ein wichtiger")? La extensión wagneriana implica un proceso en el cual podemos querer o no querer sumergirnos antes que un ob­jeto cuya estructura pueda ser juzgada, apreciada, o deplorada. Mi propia reacción es que, después de tres o cuatro horas, bien podría haber durado para siempre (pero que la primera hora fue simplemente terrible desde todo punto de vista). Quizá~ la apre­ciación más honesta sea la de bajo nivel/ según la cual elegimos los episodíos que nos gustan y nos quejamos de lo que nos abu­rre o exaspera. La estética dominante de este filme, que opera para producir un" efecto de improvisación", parece, en todo caso, anular cualquier otra.

El efecto de improvisación deriva claramente del formato de entrevista del cinéma-vérité. En oposición a los guiones com­puestos y representacionales del cine de iicción, el ciné-verité

fue interpretado como una apertura a la frescura e inmediatez de la experiencia cotidiana. En manos de productores cinema­tográficos como Syberberg y Godard, no obstante, la ilusión de espontaneidad se expresa como una construcción de formas pre-

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existentes. En los filmes de Godard la entrevista es el momento en el que los personajes de ficción son atormentados y sometidos a

' la prueba extrema: a rostro descubierto, la cabeza y los hombros contra un deslumbrante muro monocromático, responden con un asentimiento vacilante o semi-frases inarticuladas a la solicitud de que formulen en palabras sus experiencias y su verdad. La verdad de la entrevista, sin embargo, no reside en lo que es dicho o revelado, sino en el silencio, en la fragilidad de la insuficiencia de la respuesta balbuceada, en el poder masivo y agobiante de la imagen visual, y en la falta de neutrCrlidad del entrevistador que acosa desde afuera de cuadro. Es en la reciente serie televisiva de Godard France/Tour/Détour/Deux/Enfants ( 1978) que el poder tiránico y manipulador de esta posición investigativa se expone más claramente. En ella, el entrevistador, todavía maoista, inte­rroga a escolares cuyos intereses, obviamente, son radícalmente diferentes a los suyos. En un momento dado le pregunta a una niña pequeña si sabe qué es una revolución (no lo sabe). Si hay algo obsceno en el hecho de exhibir algo -la lucha de clases- a una niña que lo deséilbrirá cuando le llegue el momento, también lo hay en que \a pequeña Syberberg (su hija) se pasee durante las siete horas de Nuestro Hitler llevando muñecos de los líderes nazis y otros juguetes del pasado alemán. Estos chicos pueden, sin embargo, ya no ser figuras de la inocencia. En cambio, pau- · tan el futuro y los posibles limites del proyecto político de _estos cineastas, cada uno de los cuales inscribe su obra dentro de una particular concepción de la revolución cultural. En Syberberg, en­tonces, una posteridad mitica, una futura Alemania exorcizada, su pasado sangriento reducido a un cuarto de juegos o una caja de juguetes; en Godard, el evar1escente "sujeto de la historia", el público alguna vez politizadr que ya no responde.

Las técnicas documentule.s y de entrevista de Syberberg se convierten en toda una práctica preparatoria que precede a sus filmes mayores, desde Un temprano documental sobre los méto­dos de entrenamiento de Brecht, pasando por las entrevistas con Fritz Kortner y Romy Schneider (y una imaginaria con el cocinero de Ludwig Il, Theodor Hemeis), a un "estudio" de cinco horas de

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Fredric Jameson

Winifred Wagner. El trasfondo de una entrevista de Syberberg, característicamente diferente del no lJgar del muro godardiano (con sus debidamente utópicos colores, como ha señalado Stan­ley Cavell27) en general es una casa o una mansión .cuyas huellas monumentales y escalonadas del pasado absorben gradualmen­te el trabajo. de la cámara de una manera tal que lo que comenzó como una entrevista se convierte en una "visita guiada". Esta in­esperada apariciór.i formal es una sorprendente solución al dile­ma del aparato esencialmente narrativo del filme en cuanto con­fronta las ausencias del pasado y la tarea de "reelaborar" lo que ya está acabado y despachado. Así, en el documental de Wagner

se llega a ver cómo la utopía burguesa de la vida privada se

convierte en un idilio, cómo todo el sistema se desmorona sin esa

música que el maestro todavía lograba extraer compulsivcnnente de

sí mismo y de la vida. Sin la música de Wagner, Wahnlried [la finca

familiar] estaba condenada a la declinación y caída.25

La primacía misma de la gran casa, así como el estilo de la visita guiada, son dictados por el material de Syberberg y por el peso del pasado esencialmente burgués de la historia cultural alemana tal como él la concibe, desde los palacios decimonóni­cos de Ludwig 1, o de Wagner, o de la Villa_ Shatterhand de Karl May, hasta llegar a la Reichskanzlei de Hitler, es decir,'•a la des­trucción final de esos edificios y el surQifniento de la neblinosa inespacialidad (o mejor aun, el espacio escénico) de Nuestro Hit­ler. No es fácil imaginarse nada más aUá del cordón parisiense externo de las películas de Godard, con sus pretenciosas alturas,

. ruido y tráfico. Ni tampoco puede uno imaginarse a Godard fil­mando un documental, digamos, sobre Versailles, o las casas de Monet o Cézanne. Mas este esfuerzo de la imaginación, como veremos, es la tarea que Syberberg se ha impuesto a sí mismo, la

27 En Stanley Cavell, The World Viewed: Refleclions on the Ontology of Film (New York, Viking, 1971). "Syberberg, Filmbuch, pp.8 l-82 .

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forma de su "efecto de distanciamiento": iimaginemos a Godard escuchando a Wagner! 29 O, para dar vuelta las cosas, imagine­mos a Syberberg confrontando la prostitución de clase media, la mercantilización de la sexualidad.

Igualmente sorprendente es el contraste entre la deliberada revelación de Godard de la manipulación de su entrevistador y el sentido de Syberberg de la lendresse y de la abnegación exigida por el producior de documentales y entrevistas:

El que hace estos filmes debe prestar servicio en el sentido ar­

caico, prácticamente monástico, con toda su concentrada atención

y su conocimiento superior de los motivos y las intersecciones o re­

laciones laterales de lo que ya ha sido dicho y lo que está aún poi

venir, debe permanecer totalmente en un segundo plano durante el

proceso, debe poder hacerse transparente. (. .. ) Se llega a entender

a los grandes maestros de la unio mystica medieval (. .. ) y quizás

es por eso que nos comprometemos en semejcmte asunto suicida.

Cuesta sudor y esfuerzo, a menudo más que el tipo de excitación

que se siente al comprender las fcmtasías del cine de ficción. Uno

se siente totalmente acabado en la cmna, por la noche, todavía tem­

blando terriblemente por haber tenido que escuchar, comprender y

dirigir la cámara. Uno está dirigiendo en base a la partitura de otro

compositor, pero al ritmo propió.3!l

Pero es tal vez esta misma concepción de la misión de pasar inadvertido del artista documental lo que subraya las compla-

29 De hecho no tenemos que imaginarnos a Godard escuchando otras cla­ses de "música clásica", ya que ella eS omriipresente en sus últimos filmes. "La Música es mi Antígena''. declara en el extraordinario Scénario du film "Passion" ( l 982), una prueba de video no sólo de gran interés para lo qu~ es su mejor fihne hasta la fecha (Passion, 1982), sino que puede considerarse como una apoteosis de la vocación visionaria y poética del artista, compara­ble a cualquiera de Syberberg (y que más bien tiende a confirmar la idea de J. F. Lyotard de que lo "moderno" -en este cqso, una tradicional glorificación de lo estético--: viene después de lo "posmodemo", o en otras palabras, del Godard de los 60 y los tempranos 70). "Syberberg, Filmbuch, pp.85-86.

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Fredric Jarneson

' cencias de Nuestro Hitler, las prolongadas indulgencias que se concede. Tal complacencia es la consecuencia de una autoglo­rificación del artista en la sociedad moderna, o más específica­mente capitalista. Los artistas que trabajan en un sistema social que confiere un lugar institucional a la producción cultural (el rol del bardo o el relator tribal de cuentos, el pintor de íconos o pro­ductor de imágenes eclesiásticas, incluso los roles previstos por el patrocinio aristocrático o cortesano) quedaban por ello libres de la necesidad de justificar sus obras a través de una excesiva reflexión sobre el proceso artístico mismo. En cuanto la posición del artista se pone en peligro, la reflexividad aumenta, se convier­te en una condición indispensable para la producción artística, particularmente en las obras de vanguardia o de alta cultura.

La temátic·a de la novela de artista, del arte sobre el arte y la poesía sobre la poesía es .actualmente tan familiar y -uno se siente tentado de decir- tpn pernada de moda (la generación de los estelas de los años cincuenta fue tal vez la última en sostener agresivamente la noción de un rol privilegiado para el poeta) que su acción en la cultura de masas y en otros discursos aparente­mente no estéticos pasa, a menudo, desapercibida. Sin embargo, una de las formas adoptadas por una crisis en un discurso como el de la filosofía profesional es precisamente la superproducción de imágenes de fantasía del papel y la necesidad del filósofo pro­fesional mismo (el althusserianismo fue sólo el último movimien­to filosófico que sintió la necesidad de ju,tificar su obra de este modo, mientras que la reducción wittgensteiniana de la especu­lación filosófica señala una dolorosa y terapéutica conciencia de su pérdida de vocación social). Así, fue ·posible predecir que el surgimiento de ese nuevo tipo de discurso llamado "teoría" ven­dría acompañado por numerosas celebraciones arrogantes del primado de este tipo de escritura. No obstante,- la "alienación" de los intelectuales, su "flotante" carencia de función social no se redime con una semejante reflexividad que cumple con sus deseos. El compromiso político, por ejemplo el apoyo a partidos de la clase obrera, es una respuesta más concreta y realista a este dilema, que es el resultado de la dinámica y las prioridades

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del propio sistema de mercado, su rechazo de legitimación ins­titucional a cualquier forma de actividad intelectual que no esté al menos mediatamente comprometidci en la reproducción social del sistema de gananéias.

En la cultura de masas, la música popular, gracias a su con­tenido y su glorificación del músico, proporciona un ejemplo su­mamente llamativo del accionar de esta temática de la crisis. La rapidez con que el rol del músico ha sido mitificado es pdrticu­larmente evidente en el caso de la música rock: primero como un cantautor (Bob Dylan, por ejemplo), y luego como una figura de Cristo, a través de la fantasía de la redención universitaria o del martirio individual (como en Tommy, de Ken Russell (1975] o en muchos de los ciclos de David Bowie). Mi objeción al conteni­do sobredeterminado de tales obras (que debe entenderse que tienen una resonancia social y psíquica propia, muy distinta de las fantasías suplementarias sobre su propia producción) es una reacción contra la pesadez de su atractivo continuo y fuera de moda. Sin duda, el "héroe de las mil caras", sin incluir la figura de Cristo, ya no excita más a nadie, es imaginativamente irrelevante para los problemas de la sociedad de consumo, y es una señal de bancarrota tanto intelectual como estética.

No obstante, ésta es precisamente la solución a la que Sy­berberg retoma, algo anacrónicamente, en Nuestro Hitler, des­plegando ante nosotros una panoplia de imágenes míticas. Su concepción de lo mítico proviene, es verdad, más de Wagner que de Joyce, Campbell o Frye, pero no es por ello menos exasperante (hasta el mentor filosófico de Syberberg, Ernst Bloch, ha sugerido que sería deseable sustituir el Wagner oficial, épico-aristocrático, por uno de cuentos de hadas, es decir rústico). Inicialmente, sin embargo, los desarrollos complacientes y autorreferenciales en Syberberg parecen derivar de la tradición antiwagneriana de Brecht, con el cual presenta también una identificación "mítica": el anunciador circense'°al comienzo de Nuestro Hitler tiene por cierto más en común con el cantor ccillejero de La ópera de tres centavos que con la decimonónica religión del arle. Pero muy rá­pidamente la apología del filme como "la música wagneriana del

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Fredric Jameson

futuro" y la Gesamtkunstwerk de nuestra época, la fonna más elevada de vocación artística, surge del marco populista. Una ré­plica en miniatura del prtmer estudio cinematográfico, la peque­ña choza de madera que Thomas Edison llamó la "Black Maria" y en la cual hizo experimentos con el "kinetoscopio", el antepasado -de la cámara cinematográfica, se convierte en el Santo Grial. Y la búsqueda, entonces, se convierte en el anhelo por poco me­nos que una "totalidad" lukacsiana, el impulso hacia el Espíritu Absoluto de Hegel, ia autoconciencia de este mundo histórico y el lugar desde el cual, si es que de alguna parte, podría tener es­peranzas de captarse a sí misma por medio de la representación estética.

Seguro que es crucial el problema de la totalización en un mundo en el cucil nuestro sentido de la unidad del capitalismo como un sistema global está bloqueado estructuralmente por la reificación de la vida diaria, así como también por las diferencias clasistas, raciales, nacionales y culturales y por las distintas tem­poralidades por las cuales se las define. Pero el filme va más allá de este interés crucial para hacer una proposición disparatada: no sólo debemos aceptar al cineasta como supremo profeta y guardián del Grial, sino también a Hitler.

La conjunción de Hitler y el cine, el interés que él tenía en el medio está, por supuesto, históricamente docurnentacja. Syber­berg proporciona algunas de las más interesantes especificacio­nes. A Hitler le gustaban en particular lás películas de Fred As­taire y John Wayne; Goebbels no le permitía ver El gran dictador, de Chaplin, pero dejaba proyectar como compensación Lo que el viento se llevó, que disfrutaba a fondo. Después de los prime­ros reveses en el Este comenzó a restringirse a ver noticiarios y documentales del frente, para los cuales a menudo ofrecía suge­rencias editoriales. Pero para 1944 había dejado de ver siquiera estos y había retomado a sus viejos discos de Franz Lehar.

Syberberg, sin embargo, propone que veamos a Hitler no me­ramente como un cinéfilo, ni siquiera como un crítico de cine, sino como un cine9sta por derecho propio, y de hecho el más grande del siglo veinte, el auteur del filme más espectacular de todos los

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tiempos: la Segunda Guerra Mundial. Aunque diversas interpre­taciones de Hitler como un artista frustrado han sido propuestas en el pasado (y renovadas por las memorias del propio Albert Speer, él mismo profeta de una frustrada "música arquitectónica del futuro"), en general han tenido valor de diagnóstico y de des­enmascaramiento, reintegrándose a toda una tradición analítica de los visionarios políticos -y en especial los líderes revoluciona­rios- como intelectuales fracasados y portadores de ressentiment (así, hasta Michelet describió a los jacobinos más radicales como otros tantos artistes manqués). Hay. ciertamente, una sorprenden­te idea de ciencia ficción (no tan sorprendentemente lograda en forma. novelada en El sueño de hierro, de Norman Spinrad) en la cual, en un mundo alternativo, un artista y bohemio llamado Adolf Hitler emigra a los Estados Unidos en 1919 y se convierte en un autor de ciencia ficción. Incorpora sus fantasías más San§fientas en su obra maestra, Señor de la Svástika, que se reproduce como el texto de la propia novela de Spinrad: "Hitler murió en 1953, pero las historias y novelas que dejó continúan siendo un legado para todos los entusiastas de la ciencia ficción"_

El propósito de Syberberg es, sin embargo, mucho más com­plejo y sofisticado, y no aspira nada menos que a una revolu­ción cultural al estilo de Bloch, un psicoanálisis y exorcismo del inconsciente colectivo de Alemania. Es ésta la ambición con la que ahora debemos enfrentarnos. El propio "método" de Bloch, si así podemos llamarlo, consiste en detectar los impulsos positivos que operan dentro de los negativos, en apropiarse de la fuerza motriz de pasiones destructivas pero colectivas como la religión reaccionaria, el nacionalismo, el fascismo, e incluso el consumis­mo.31 Para Bloch, toda pasión, tanto nihilista como constructiva,

31 Ver el capítulo sobre Bloch en mi Marxism and Form (Princeton, Princeton Universlty Press, 1970). En un ensayo seminal, cuya difusión en Alemania seguramente no careció de efecto tanto en la propia estética de Syberberg como en la recepción de sus filines, Jürgen Habermas atribuye un método similar a Walter Benjamin; ver "Consciousness-Raising or Redemptive Criti­cism. The Contemporaneity of Walter Benjamin", New German Critique, Nº 17 (primavera de 1979), 30-59.

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expresa una tendencia fundamental hacia un futuro transfigura­do. Esta esperanzada doctrn'.ia blochiana no moraliza; en <;:am­bio, advierte que el prtmer momento de conciencia colectiva no es un fenómeno benigno, que se autodefine y afirma su unidad con incalculable violencia contra la masa amenazante y sin ros­tro de los Otros que la rodean. La retórica del capitalismo liberal ha confrontado tradicionalmente esta violencia con el ideal del poder "civilizador" del comercio y de una retirada de lo colectivo (sobre todo, de la dinámica de la clase social) hac'ia la seguridad de la vida privada. La apuesta de Bloch, y es la única solución concebible para una izquierda cuyas propias revoluciones (Chi­na, Vietnam, Camboya) han generado a su vez una desalentado­ra violencia nacionalista, es que una recuperación del impulso utópico dentro de estos oscuros poderes es posible. La suya no es una doctrina de autoconciencia del tipo con el cual tanta gen­te impacientada por su inhabilidad para llevar a cabo cualquier práctica o cambio concretos ha quedado insatisfecha. Más bien, exige el desarrollo del programa tan dramáticamente expresado por Stein, el personaje de Conrad (en Lord Jim): "iinmerso en el elemento destructivo!".Pasamos tan completamente a través del nihilismo que resurgimos a la luz en su extremo final. Un progra­ma periurbador, claramente, como pueden atestiguarlo las histó­ricas deserciones de la Izquierda hacia varias forma~ de fascis­mo y nacionalismo en los tiempos actuales.

De acuerdo con esta doctrina, la vision de la historia que sur­ge en la trilogía de Syberberg32 no es simplemente una de los "caminos no emprendidos", no simplemente un proyecto lukác­siano para rescatar y reinventar una tradición alternativa de la cultura alemana. La fascinación de Syberberg por el patrocina­dor real de Wagner, Ludwig 11 de Baviera, no es el resultado de la identificación de un momento de elección éultural, un punto de giro histórico que podría haberlo transformado todo. Aunque por supuesto que también es eso, y representa a Ludwig como

32 La trilogía consiste de: wdwig. Requiem lora Virgin King (1972), Karl May. In

Search of Paradise Lost (1974), y Hitler, A Film fiom Germany/Our Hitler (1977).

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una forma de mecenazgo artístico y desarrollo cultural que sist.e­máticamente yuxtapone con la comercialización de las artes y el analfabetismo cultural de la clase media en la Alemania actual. (De hecho, en una de sus propuestas más interesantes, especial­mente a la luz del desinterés por sus propios filmes dentro de la República Federal, Syberberg se imagina un "Bayreuth" para el cine moderno, en el que teatros estatales especiales para el cine de vanguardia serían financiados por los distintos gobiernos pro­vinciales). Aun más significativa, sin embargo, es su representa­ción de Ludwig 11 como el anti-Bismarck: el simbolo atormentado, diletante, antiheroico y a menudo ridículo de una Alemania no prusiana que encarna la posibilidad de una federación alemana bajo el liderazgo de Baviera más bien que el Estado unificado bajo Brcindeburgo y los ]unkers. Pero el tratamiento que hace Sy­berbérg del "rey virgen" en Réquiem para un rey virgen ( 1972) no es menos deliberadamente ambivalente que su tratamiento de Hitler, como veremos.

Es el segundo filme en la trilogía, Karl May. En busca del pa­raíso perdido (1974), el que emprende más fielmente la indaga­ción blochiana de un paraíso terrenal, la búsqueda de impulsos utópicos dentro de las formas y actividades contingentes de una derrumbada vida social. La película toma como tema al popular escritor Karl May, quien, como una especie de tardía combina­ción decimonónica alemana de Jules Veme y Nick Carter, trans­formó el western en una forma auténticamente alemana, que fue leída por generaciones de adolescentes alemanes, incluyendo al propio Hitler. La yuxtaposición del mecenas wagneriano con este escritor de best-sellers enormemente popular es el aislamiento estratégico de un momento de crisis en la cultura moderna, el momento en el cual la cultura y la incipiente cultura de masas comenzaron a separarse entre sí y a desarrollar estructuras y lenguajes aparentemente autónomos. Este momento dramático en el desarrollo de la cultura señala una ruptura, un salto y una transformación díaléctica, tan ciertamente como, a nivel de la in­fraestructura y de las instituciones, el nacimiento de la forma mo­nopólica. Es verdad que Syberberg ha expresado esta oposición

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emergente en lo que son todavía unificados términos de clase, porque la linea de Karl May y los palacios de Ludwig pueden ser vistos aún como dos variantes de una cultura de la alta burguesía y la aristocracia, pero sólo bajo la condición de que el estilo aris­tocrático "residencial" de Ludwig pueda verse como ya infectado por el gusto kitsch de la clase media del siglo diecinueve.

Está claro que el diagnóstico del filme trasciende al escritor individual y puede extenderse a todas las variantes nacionales de la literatura popular del imperialismo naciente, al misterio de esos "oscuros lugares de la tierra" (Conrad) que repentinamente se hacen perceptibles en el momento de su penetración y abo­lición, como en las novelas de Veme o, en distinta forma, las de Rider Haggard (o aun del propio Conrad), en las que la clausura de la frontera global del capitalismo resuena a través de la forma como su condición de posibilidad y su límite externo.

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A través de su forma de monólogo, el filme presenta el mundo interior de "el último gran místico alemán en el último momento de la decadencia del cuento de hadas", y lo presenta como una especie

monstruosa del drama íntimo, desarrollándose según las leyes de alguna música de cámara de tres horas de duración: "El alma es un vasto paisaje en el cual huimos". Así podemos buscar nuestro paraí­

so, como lo hizo el histórico Karl May; en tan.tas excursiones y viajes

a los sitios reales de sus fantasías, conociendo así el fracOso último,

como lo hizo el propio Mayen su colapso, (. .. ) Karl May transpuso todos sus problemas y sus enemigos a Id~ figuras de sus aventuras

en el salvaje Oeste y. en un oriente que se extendía hasta China. [En

el filme] los devolvemos a sus orígenes y vemos la vida fílmica de él como los mundos proyectados del monólogo interior. Un hombre en busca del pcrraíso perdido en la típica de~orientación alemana,

buscando sin descanso su propia salvación en un infierno fabricado

por él mismo. Job y Fausto combinados, con acento sajón, su fcmá­

tico anhelo dramatizado en un héroe nacional para pobres y ricos por igual, un héroe tanto para Hitler como para Bloch, y actuado con todos los rostros y voces familiares de la UFA [la más importan­te empresa cinematográfica alemana hasta 1945], con música de

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Stalingrado al final, que se. hincha implacablemente con la historia misma. Puede que otras naciones puedcm descansar en paz en su

miseria (quizás tampoco sea tcm grande como la nuestra), pero aquí

podemos verla difundiéndose y buscando su propia liberación como

la de las demás.n

En ninguna parte, pues, el impulso utópico hacia la reapropia­ción de energías es tan visible como en este intento de reescribir las fantasías de una incipiente cultura de masas en su forma au­téntica, como la nostalgia inconsciente de toda una colectividad.

Ludwig, sin embargo, presenta una visión más compleja y di­fícil, como podemos juzgar a través de su delirante imagen final:

Después de su resurrección del patíbulo de la historia, Ludwig se zafa de sus vestiduras reales y en un final wagneriano canta al estilo

tirolés ante el paisaje de los Alpes o el Himalaya desde el techo del palacio real. (. .. ) Hasta el barbado niño Ludwig de la gruta de Erda está incluido, con su soruisa de réquiem a través de la ·niebla. La maldición y salvación de la vida legendaria del niño-rey despliega ante nosotros nuestro propio paisaje existencial de sueños y deseos

en un ameno estilo utópico.34

La dicha o promesse de bonheur de este sublime kitsch, gloc rioso como es, está profundamente marcada, tanto en su afecto como en su estructura de imagen, por su Irrealidad como la au­toconsciente "imaginaria resolución de una.contradicción real".

No obstante, un momento semejante tal vez nos proporcione una captación más segura de la dinámica de la estética de Sy­berberg y de su "crítica salvadora" que el análisis narrativo que hemos asociado hasta ahora con el "método" de Bloch (y en el cual la propia forma de la historia o relato, o la forma narrativa, expresa el movimiento hacia .el futuro). Puesto que las películas de Syberberg no son en ese sentido relatos de historias (aunque

33 Syberberg, Filmbuch, pp. 39, 45-46. 34 Ibid, p. 90.

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son acerca de historias de todas clases), un análisis narrativo o diacrónico les hace menos justicia que el enfoque sincrónico al que ahora nos referiremos, y por medio del cual el movimiento de imágenes fílmicas en el tiempo es captado como el "proce­so de producción" de representaciones relativamente estáticas similares a ésta de la apoteosis de wdwig. Tales momentos, tan caracteristicos del cine de Syberberg, pueden convertirse en em­blemas de los filmes mismos, como en el ampliamente reproduci­do logo de Nuestro Hitler, en el cual Hitler, con una toga, aparece surgiendo de la tumba de Wagner. Tales imágenes que, por anto­nomasia, comparten ciertamente la tradición del simbolismo y el surrealismo, son, como lo ha señalado Susan Sontag, más exac­tamente comprendidas de acuerdo con la concepción de Walter Benjarnin del emblema alegórico.

Pero la originalidad de las imágenes de Syberberg, relaciona­das como lo están con su proyecto político, su intento de psicoa­nalizar y exorcizar el inconsciente alemán, avanza más allá de estas referencias históricas. La imagen surrealista -"él forzado ligamento de dos realidades tan distantes y tan carentes de rela­ción como sea posible"- y la alegoría de Benjamin -un montaje discontinuo de reliquias muertas-, cada una a su manera, subra­ya la heterogeneidad del tableau de Syberberg sin explicar su función terapéutica, puesto que la estética surrealista tenía por fin una liberación inmediata y apocalíptica de la empobrecida y racionalizada vida cotidiana, y el emblema de Benjarnin, en tanto desplegaba los restos y las huellas de "luto y melancolía", no era una elaboración activa de dicho material; era percibido como un síntoma o un ícono, antes bien que, como en Syberberg, "un mé­todo espiritual".

Tal "método" puede caracterizarse como una desreificación: un forzado cortocircuito de todos los cables del inconsciente polí­tico, un intento de purgar los contenidos sedimentados de la fan­tasía colectiva y la representación ideológica, reconectando sus opuestos simbólicos tan escandalosamente que ellos se desreifi­can a sí mismos. La fuerza de las representaciones· ideológicas (y lo que llamamos cultura o tradición es poco más que un in-

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menso y estancado pantano de tales representaciones) deriva de su forzada separación dentro de nuestras mentes, su división en compartimentos, la cual, más que cualquier mero doble estándar, autoriza los múltiples estándares y las diversas operaciones de esa compleja y colectiva mauvaise foi sartreana llamada ideolo­gía, cuya función esencial es impedir la totalización.

En la literatura norteamericana, tenemos una representación notable y programática de ese cortocircuito en el desvalorado Four in America, de Gertrude Stein, donde Ulysses S. Grant es imaginado como un líder religioso, los Hermanos Wright como pintores, Henry James como un general, y George Washington _como un novelista.35 Hay sólo un paso desde este "ejercicio" de una imaginación colectiva reificada a la presentación que Syber­berg hace de Hitler como el máximo cineasta del siglo veinte. La fuerza de su terapia depende de la verdad de su presu¡;osición de que las zonas de alta cultura (Wagner, los castillos de Ludwig), las lecturas populares y adolescentes (Karl May), y los valores e impulsos políticos pequeño-burgueses (Hitler, el nazismo) están tan cuidadosamente separados en la mentalidad colectiva que su interferencia conceptual, su reconexión en la heterogeneidad del collage, volarán a tod'? el sistema hasta el cielo. Es de acuerdo con esta estrategia terapéutica que hay que leer esos momentos en Syberberg que parecen más próximos a la forma tradicional de desacreditar o desenmascarar la falsa conciencia (como en los informes sobre la vida privada burguesa de Hitler). La cues­tión no es permitir que uno de los polos de la imagen se insta­le en la verdad de la otra para desenmascararla (como cuando nuestro sentido del horror de la violencia nazi "desmistifica" el trato cortés de Hitler a su personal), sino más bien mantenerlos apartados como iguales y autónomos, de modo que las energías puedan entrecruzarse entre ellos. Ésta es la estrategia que ope­ia en el monólogo aparentemente banal en el cual el títere de

. -Hitl<or responde a sus acusadores y sugiere que Auschwitz no ha de se> juzgado tan duramente después de Vietnam, ldi Amin, los

35 Gertrude Stein, four in America (New Haven, Yale Uiriversity Press, 1947). ~

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establecimientos de tortura del Sha y las dictaduras latinoame­ricanas, Camboya y Chile. Imaginar a Hitler como Nixon y vice­versa no es meramente subrayar las peculiaridades personales que comparten (manierismos extraños, incomodidad en las rela­ciones personales, etc.), sino también ¡xmer dramáticamente de relieve la banalidad, no del mal, sino del conservadurismo y la reacción en general, y sus ideas estereotipadas de la ley social y el orden, que pueden terminar tan fácilmente en un genocidio como en Watergate.

A esta altura es importante volver a la comparación entre las distintas "revoluciones culturales" de Syberberg y Godard. Am­bos realizadores están comprometidos, como hemos advertido, en intentos de desreificar representaciones culturales. La diferencia esencial entre ellos, sin embargo, reside eri su relación con lo que se llama el "contenido de verdad" del arte, su pretensión de poseer alguna verdad o algún valor epistemológico. Ésta es, ciertamente, la diferencia esencial entre posmodernismo y modernismo clásico (así como la concepción de Lukács del realismo): el segundo toda­vía reclama el lugar y la función que la religión ha dejado vacíos, todavía extrae su resonancia de la convicción de que una autén­tica visión del trabajo se expresa inmanentemente a través de la obra de arte. Los filmes de Syberberg son modernistas en este sen­tido clásico y que actualmente puede· parecernos arcaico.36 Los de Godard son, sin embargo, resueltamente posmodernos en cuanto se conciben a sí mismos como puro texto, como un proceso de producción de representaciones sin contenido de verdad, y que son, en este sentido, pura superficie o superficialidad. Es esta con­vicción la que explica la reflexividad del cine de Godard, su reso­lución de usar la representación contra sí misma para destruir el status absoluto o vinculante de cualquier representación.

Si se entiende al modernismo clásico como un sustituto secu­lar de la religión, yo no sorprende entonces que su formulación del problema de la representación pueda adoptar una termino-

36 Considero que esto es lo que Sontag quiere subrayar en su caracteriza­ción de la estética esencialmente simbolista de Syberberg.

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logía religiosa, que define la representación como "figuración", una dialéctica de la letra y el espíritu, un "lenguaje pictórico" (Vorstellung) que encarna, expresa y transmite otras verdades inexpresables. 37 Para la tradición teológica a la cual pertenece esta terminología, el problema es el de) uso "apropiado" de la figuración y el peligro de volverse fija, objetivada en una exterio­rtdad en la ci:ial el espíritu interior es olvidado o históricamente perdido. Los grandes momentos de iconoclasia en el Judaísmo y en el Islam, así como en ciertas formas de Protestantismo, son el resultado del temor de ·c;ue las figuras, imágenes y objetos sa­grados de sus tradiciones religiosas, en otros tiempos vitales, se hayan convertido en meros ídolos y que deban ser destruidos a fin de que pueda producirse una revigorización por un regreso al auténtico espíritu de la experiencia religiosa. La iconoclasia es, por tanto, una versión temprana (en una forma de producción diferente) de las críticas actuales de la representación (y como en la anterior, la destrucción de la letra muerta o del ídolo se ve, casi enseguida, asociada con una crítica a las instituciones -ya sean los fariseos y saduceos, la jerarquía de la Iglesia Católica Romana, o la "prostituta de Babilonia", o los actuales aparatos ideológicos estatales, tales como el sistema universitario- que perpetúan dicha idolatría con fines de dominación) ..

A diferencia de Hegel, cuya concepción del "fin del arte", es decir, de la bancarrota última y la trascendencia de un lenguaje inmanente y figurativo prevé una sustitución final del arte por parte del lenguaje no figurativo de la filosofía, en el cual la verdad se libera de la obra pictórica y se hace transparente a sí mismo, la re­ligión y el modernismo reemplazan las imágenes difuntas o falsas

- (sistemas de representación) por otras más vivas y auténticas. Esta descripción del modernismo clásico como una "religión del arte" se justifica, a su vez, por la recepción estética y la experiencia de.las obras mismas. En su momento más vital, la experiencia del moder-

37 Ver el capítulo sobre la religión en la Fenomenología del espíritu de Hegel; el libro de Rudolf Bultmann es el tratamiento moderno más influyente sobre el problema de la .figuración en teología.

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nismo no fue la de un movimiento o proceso histórico singular, sino la de un "shock de descubrimiento", un compromiso y adhesión a sus formas individuales a través de una serie de "conversiones religiosas". No leíamos simplemente a D. H. Lawrence o Rilke, no veíamos meramente a lean Renoir o Hitchcock, o escuchábamos a Stravinsky, como distintas manifestaciones de lo que ahora llama­mos modernismo. Más bien se leían todas las obras de un escritor particular, se aprendía un estilo y se accedía a un mundo fenome­nológico. D. H. Lawrence se convirtió en una cosmovisión absoluta, completa y sistemática, a la que uno se convertía. Esto significaba, sin embargo, que la experiencia de una forma de modernismo era incompatible con otra, de modo que se entraba a un mundo sólo al precio de abandonar otro (cuando nos cansábamos de Pound, por ejemplo, nos convertíamos a Faulkner, o cuando Thomas Mann se hacía previsible, nos inclinábamos a Proust). La crisis del moder­nismo como tal se produjo, entonces, cuando repentinamente se hizo evidente que "D. H. Lawrence" no era un absoluto después de lodo, no la figuración finalmente lograda de la verdad del mundo, sino sólo un lenguaje artístico entre otros, sólo un estante de libros en toda una vertiginosa biblioteca. De ahí la vergüenza y la culpa de los intelectuales de la cultura, el renovado atractivo del fin he­geliano, el "final del arte", y el abandono tótal de la cultura por la actividad política inmediata. De ahí también el atractivo ',de la no ficción, el culto de lo experiencia!, como e!Demonio le explica a Adrian en un momento crítico del Doctor Fd~stus de Mann:

La obra de arte, el tiempo y la apariencia estética (Sr:hein) .son lo mismo, y ahora son presa del impulso crítico. La última no tolera

más el juego estético o la apariencia, la .ficción, la autoglorificación

de W1a forma que censura las pasiones y el sufrimiento humano, los

transfOrma en otros tantos roles, los t~aduce en imá9enes. Sólo lo no

ficcional sigue siendo yálido hoy en día, sólo lo que no es actuado o

represéntado [der nicht verspielte], sólo la no deformada ni embelle­cida expresión del dolor en su momento de experiencia.38

38 Thomas Mann, Doktor Faustus (Franklurt, Fischer. 1951), p. 361.

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Muy en ·el mismo espíritu, Sartre señaló que La Náusea no tenía valor en comparación con el hecho del sufrimiento o Id muerte de un solo niño. Pero el dolor es un texto. La muerte o el sufrimiento de los niños nos llegan sólo a través de textos (a tra­vés dl las imágenes de una cadena de noticias, por ejemplo). La crisis ae los absolutos modernos no es el resultado de la yuxta­posición de esas obras de ficción con experiencias no figurativas de dolor o sufrimiento, sino de su mutua relativización. Bayreuth debería ser construida lejos de cualquier otra cosa, lejos de la Babel secular de las ciudades con sus múltiples lenguajes artís­ticos y formas de "reterritorialízación" religiosa o de "registro" (Deleuze). Sólo Wagner podía ser oído allí a fin de anticiparse a la desastrosa comprensión de que él era ''sólo" un composit~r y las obras "sólo" óperas, para que, en otras palabras, el sistema de signos o lenguaje estético de Wagner parecieran absolutos, para imponerse, como una religión, como el código dominante, el sistema hegemónico de símbolos, sobre una entera colectividad. Que ésta no es la soluciór{ para un capitalísmo pluralista y secu­lar lo demuestra el destino del propio Bayreuth, pero.no obstan­te dirige nuestra atención a las mediaciones políticas y sociales que están presentes en el dilema estético. La estética modernista exige und comunidad orgánica que, sin embargo, por sí misma .. no puede generar, sino sólo expresar. Ludwig II es entonces el nombre para ese espejismo pasajero, esa ilusión óptica de una posibilidad histórica concreta: Él es el rey filósofo que, en virtud de un poder político resultante de una situación social y política única e inestable, extiende, por un momento, la promesa de una comunidad orgánica. Más adelante, el nazismo hará esta misma promesa. De wdwig II, así pues, también puede decirse que si no hubiera existido, tendria que haber sido inventado. Porque él es el demiurgo socio-político, una necesidad estructural de la estétic~ modernista, que lo proyecta como una imagen de su fundamento.

¿Qué sucede, entonces, cuando los modernismos empiezan a mirarse uno a otro y a experimentar su relatividad, su propia desnudez estética y su culpa cultural? A partir de ese momento de vergüenza y crisis surge una nueva solución de segundo grado _

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que Bcrrthes describe en una página espléndida, tan a menudo citada por mi que puedo ser excusado de hacerlo nuevamente:

Las más grcmdes obras modernistas permanecen el mayor tiem·

po posible en una especie de estasis milagrosa, en el umbral de la Ll­

teraturanlisma, en una situación cmticipatoria en la cual la densidad de la vi.da es dada y desarrollada sin, no obstcmte, ser destruida por

su consagración como un sistema de signos {institucionalizado].39

Aquí, en esta reflexión contemporánea sobre la dialéctica de figuración e iconoclasia, se considera que la última reificación del sistema figurativo es inevitable. No obstante, esa misma inevi­tabilidad mantiene la promesa de un momento de transición en­tre la destrucción de los antiguos sistemas de figuración (tantas letras muerias, íconos vacíos, o anticuadas lenguas artísticas) y la congelación e institucionalización del nuevo. Una solución wag­neriana algo Qiferente puede ser considerada simultáneamente como el prototipo y la lección objetiva para esta posibilidad de una autenticidad estética de lo provisorio. Bayreuth fue la pro­yección imaginaria de una solución social al dilema modernista: el Leitmotiv wagneriano ahora puede ser visto como una repues­ta intemEi, mucho más concreta a este dilema. Pues el Leitmotiv está destinado, en principio, a destruir todo lo que es reificable en la más antigua tradición musical, más notablemente las. "me­lodías" citables y extraíbles de la música romántica que,. como ha señalado Adorno, son tan fácilmente convertidas en fetiches por la industria cultural contemporánea ("las veinte melodías más encantadoras de las grandes sin/orúas en un único disco long­play"). El Leitmotiv está diseñado, por una parte, de modo que no pueda ser cantad9 o convertido en fetiche de esa manera, y por otra, para impedir que el texto musical se convierta en un objeto al redisolverlo incesantemente en un proceso interminable de recombinación con otros Leitmotive. El fracaso del ·intento, la reconsagración como un sistema de signos institucional, acon-

39 Ro!and Barthes, Writing Degree Zero (Londres, Cape, 1967), p. 39.

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tece después de todo cuando tarareamos Wagner, cuando los Leitmotive son en sí mismos reificados en otras tantas "melodías" propiamente wagnerianas, de las cuales, como cantidades lamí- · liares conocidas, se puede hacer una lista completa, y que ahora se salen del /lujo musical como otros tantos cuerpos extraños.

No debe pensarse que una estética posmodemista tampoco puede eludir este dilema particular. Aun en Godard, la implaca­ble anatomia y disolución de la imagen reificada no impide el triunfo final de ésta última sobre la estética del filme como puro proceso. El análisis estructural de Godard -por el cual su propio "texto" demuestra la heterogeneidad estructural de justamente tales "mitologías" barthesianas- exige, en cierto sentido, que el filme se destruya a sí mismo en el proceso, que se agote sin dejar restos, que sea desechable. No obstante, el objeto de esta disolu­ción corrosiva no es la imagen como tal, sino imágenes individua­les, meros ejemplos de la dinámica general de la imagen en una sociedad mediática y de consumo, en la sociedad del espectácu­lo. Estos ejemplos -representados como no permanentes, no sólo en sí mismos, sino también en virtud del hecho de que podrían ha­ber sido sustituidos por otros- desarrollan entonces una inercia propia y, como velúculos para la _crítica de la representación, se convierten en otras tantas representaciones "características" del cine de Godard. Lejos de abolirse a sí mismos, las películas per­sisten en series fílmicas y programas de estudios de cine, como una secuencia reificada de imágenes familiares que pueden pro­yectarse una y otra vez: el espíritu triunfa sobre la letra, sin duda, pero es la letra muerta la que queda atrás.

La "revolución cultural" de Syberberg parece enfrentar pro­blemas completamente distintos, porque los objetos de su crítica -el peso de figuras com0 Karl May, Ludwig, o el propio Hitler como figuras en el inconsciente colectivo-- son realidades históricas y por lo tanto ya no meros ejemplos de un proceso abstracto, El ca­pitalismo tardio ha proporcionado en otra parte su propio método para exorcizar el peso muerto del pasado: la amnesia histórica, la mengua de la historicidad, el agotamiento sin esfuerzo de los medios o aun el pasado inmediato. La Francia de la sociedad de

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consumo apenas necesita exorcizar a De Gaulle cuando puede simplemente pennitir que el heroico momento gaullista de su construcción caiga en el olvido al ritmo apropiadamente vertigi' noso. En este sentido, es instructivo yuxtaponer Nuestro Hitler, de Syberberg, con ese otro éxito reciente de Nueva York: Nepo]eón, de Abe! Gance (1927), restaurado en 1980 por Kevin Brownlow y, en los Estados Unidos, ligeramente acortado y presentado por los Estudios Zoetrope de Francis Coppola. Aun si dejamos de lado la crítica de la política napoleónica propuesta en las secuelas no fil-

. madas, la reapropiación representacional es muy evidentemente ideológica: la idealización del puritanismo napoleónico y la ley y el orden después de los excesos de la Revolución y el Directorio (leamos: la gran guerra y los años veinte), la proyección de la unificación napoleónica de Europa (esto sonará hitleriano en los años treinta y principios de los cuarenta, y una vez más liberal con la fundación de la OTAN y el Mercado Común). Estos segu­ramente no son intentos de arreglar cuentas con el pasado y con sus representaciones colectivas sedimentadas, sino solamente de usar sus imágenes estándar con propósitos manipulativos.

La estrategia estética de Syberberg presupone una di!erenda social fundamental entre la República Federal de la Restauración y el Wirtschaftswunder, del Berufsverbot y la.dura política mone­taria del Deutschmark, y los otros estados nacionales de capita­lismo avanzado con su dinámica mediáfü:á, sus industrias cultu­rales y su amnesia histórica. Si Alemania· es hoy en dia realmente diferente en este sentido es lo que eufemísticamente se llama una cuestión empírica. La idea de Syberberg es que la misére alema­na es algo distinto e históricamente único y puede ser defendida mediante una explicación de la peculiar combinación de subde­scirrollo político y "modernización'' a salto de ranc;r que caracteri­za la historia alemana reciente. No obstante, queda algllna duda continua sobre si aun en la todavía cohesión de clase relativa­mente conservadora del Spiessbürger que domína actualmente la Alemania Occidental, el secreto del pasado no puede consistir en que no hay ya ningún secreto, y que la representación colecti­va de Wagner, Karl May, e incluso Hitler, no puede ser simplemen-

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te una construcción de los medios (perpetuada y reinventada por Hans-Jürgen Syberberg entre otros).

Pero esto ahora debe ser re!ormulado en términos del siste­ma fílmico de Syberberg y de lo que hemos descripto como su proyecto político, su revolución cultural, o psicoanálisis colectivo. A fin de que este método funcione, estos filmes deben de algún modo continuar "tomando" el mundo real, y sus títeres hitlerianos y otros motivos nazis deben continuar constituyendo su "referen-. cia'', deben conservar sus vinculos como alusiones y designa­ciones de lo históricamente real. Ésta es la garantía última del contenido de verdad que pueden pretender tener películas como ésta. El psicodrama no tendrá electo si se reduce nuevamente a mero juego y alcsoluta ficción; debe ser entendido como un juego terapéutico con mat<;>rial resistente, es dectr, con una u otra forma de lo real (dando por sentado que una representación colectiva de Hitler es tan real y tiene tantas consecuencias prácticas como la biográfica). Obviamente, la naturaleza no ficcional del tema no es una garantía al respecto, ni es ésta sólo una reflexión sobre la naturaleza "textual" de la historia en general, cuyos hechos no están nunca realmente presentes sino que son construidos a nivel historiográfico, como archivos escritos. La distancia estética, la propia "postura" hacia la ficcionalidad misma, esa "suspensión de la in.credulidad" que implica una equivalente suspensión de la creencia, éstas y otras características de la experiencia estética tales como han sido teorizadas a partir de Kant también obran muy poderosamente para convertir a Hitler en "Hitler", un perso­naje en una ficción cinematográfica, y así sacado de la realidad histórica en la que esperamos influir. Del mismo modo es notorio que dentro de la obra de arte en general, las ideologias más re­prehensibles -por ejemplo el antisemitismo de Céline- son mo­mentáneamente reescritas en un sistema temático, se convierten

en un pretexto parce un puro juego estético y no son más ofensivas que, digamos, el "tema" de la paranoia en Pynchon. .

. No obstante, esto no ha de seL simplemente lomado como el resultado de alguna esencia eterna de la obra de arte y de la ex­periencia estética: es un dilema que debe ser historicizado, como

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lo sería si imagináramos una defensa lukácsiana de la proposi­ción que afirma que, en su propio tiempo, los romances históricos de Walter Scott eran más resonantemente referenciales y acor­daban con la historia más concretamente que lo que lo hacen es­tos tilines igualmente históricos de Syberberg. Pues la impercep­tible disociación, en el mundo moderno, de lo público respecto de lo privado, la privatización de la experiencia, la monadización y la relativización del sujeto individual, afectan asimismo al rea­lizador cinematográfico, y ponen en vigencia el casi instantáneo eclipse de esa situación inestable, esa "suspensión milagrosa" que Barthes consideró como la condición necesaria para una autenticidad modernista siquiera efímera. Desde esta perspecti­va, el problema reside en comprender a Syberberg como la de­signación de un lenguaje modernista particular, un sistema de signos rútidamente modernista: leer estos tilines adecuadamente es, como he dicho, una cuestión de conversión, una cuestión de aprender el mundo de Syberberg, los temas y obsesiones que lo caracterizan, los símbolos y motivos recurrentes que lo constitu­yen como un lenguaje figurativo. El problema es· que, a esa altura, las realidades que Syberberg intenta aferrar, realidades marca­das por los nombres de tales actores históricos reales como Wag­ner. Himmler, Hitler, Bismarck y otros semejantes, se transforman inmediatamente en otros tantos signos personales en un l,enguaje privado que se torna público, cuando el qrtista tiene éXito, sólo como un sistema de signos institucionaliz.ádo.

Éste no es, obviamente, un error de Syberberg, sino elresulta­do del peculiar estatuto de la cultura en nuestro mundo. Tampo­co quisiera yo que se interprete que afirmo que la revolución de Syberberg es imposible, y que la tensión única entre el juego re­ferencial y el estético que sus psicodramas eXigen nunca pueda ser sostenida. Por el contrario. Pero cuando lo es, cuando estos filmes repentinamente empiezan a "significarlo" en el sentido de Erik Ericson,40 cuando algo fundamental comienza a suceder a la historia misma, entonces queda en pie la cuestión acerca de

"Erik Erikson, Young Man wther (NewYork, Norton, 1958).

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quién desempeñó el rol más decisivo en el proceso: el sujeto o el objeto, .el espectador o la película. En última instancia parecería que es el espectador quien goza de libertad para considerar ta­les obras como arte político o arte tout court. La elección sobre si estos filmes tienen un significado en sentido fuerte, una resonan­cia auténtica, o son percibidos simplemente como textos, como un juego de significantes, recae en el espectador. Se observará que puede decirse lo mismo acerca de todo arte político, acerca de Brecht mismo (que, de manera similar, se ha convertido en "Brecht", otro clásico en el canon). Pero el público teatral ideal de Brecht mantuvo la promesa de cierta respuesta colectiva y cola­borativa que parece menos posible en el enfoque privatizado del teatro cinematográfico, aun en los Bayreuths locales para filmes de vanguardia con los que Syberberg fantaseara.

En cuanto al "elemento destructivo", el mundo anglo-norte­americano ha estado inmerso en él mucho antes de que se oyera hablar de Syberberg: comenzando con el libro de Shirer y el re­lato de Trevor-Roper sobre el búnker hasta llegar a Albert Speer, con ventas de innumerables uniformes y souvenirs nazis usados por todos, desde pandillas juveniles y grupos punk de rock hasta partidos de extrema derecha. Si no fuera tan largo y tan hablado, Nuestro Hitler, de Syberberg -unci verdadera sumatoria de todos estos motivos- podría muy bien haberse convertido en un filme de culto para semejantes entusiastas, un destino triste y ambiguo para una "crítica redentora". Quizás, ciertamente, éste es un Ima­ginario que sólo puede curarse gracias al intento desesperado de mantener vivo lo referencial.

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