146
México y su moral José Alfredo Torres

José Alfredo Torres - Tomando el Pulso de la Filosofía ...ofmx.com.mx/inicio/wp-content/uploads/2014/03/interiores.pdf · introducción El doctor José Alfredo Torres ha reunido

  • Upload
    others

  • View
    3

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

México y su moral

José Alfredo Torres

Primera edición: 2014

© José Alfredo Torres© Editorial Torrres Asociados

Coras, manzana 110, lote 4, int. 3, Col. AjuscoDelegación Coyoacán, 04300, México, D.F.Tel/Fax 56107129 y tel. [email protected]

Esta publicación no puede reproducirse toda o en partes, para fines comerciales, sin la previa autorización escrita del titular de los derechos.

ISBN 978-607-7945-55-0

Índice

Introducción 5

El abandono de la ética en launiversidad pública 17

El problema de la moral nacional: el caudillismo 63

José Vasconcelos: ¿intelectual ingenuo? 97

¿Enseñanza de valores independentistas novohispanos en la obra de Francisco Javier Clavijero? 111

introducción

El doctor José Alfredo Torres ha reunido en este libro cuatro ensayos que giran en torno a pro-blemas éticos: El problema de la moral nacio-nal: el caudillismo; El abandono de la ética en la universidad pública; ¿Enseñanza de valores independentistas novohispanos en la obra de Francisco Javier Clavijero?; y Vasconcelos: ¿intelectual ingenuo?

En el texto sobre los valores novohispanos, estudia las características de uno de los precur-sores de la conformación de la nación mexicana: Francisco Javier Clavijero, a través de su obra clásica Historia antigua de México publicada en 1780 y de la polémica a la que dio origen (y sigue dando, por cierto). En su estudio, Torres valora la forma específica mediante la cual Cla-vijero realiza la defensa de las culturas indígenas frente a científicos europeos que, como De Paw, hacían gala de su “docta ignorancia” al dar a co-nocer juicios sobre la “inferioridad” de los anti-guos pobladores de América. El autor del ensayo acepta la tesis del filósofo Jaime Labastida en el sentido de que entre los jesuitas, contrariamente a lo que se ha afirmado, no se defendía una con-cepción que pudiera llamarse propiamente “ilus-trada”, sin embargo, agrega una precisión impor-tante: a pesar de todo, no tuvo lugar un “atraso filosófico, sin concesión alguna”, conforme a la

6

conclusión de Labastida, sino “una peculiar ac-tividad política, criolla; una heterodoxia católica de facto, sustentada en la filosofía escolástica adaptada a la peculiaridad histórica de la Nueva España”. Considero que el profesor Torres toca aquí un problema que ha persistido desde los orí-genes de México como nación: la búsqueda de su identidad o de su originalidad que tanto ha preocupado a antropólogos, historiadores, filó-sofos e investigadores de nuestra cultura y que podría tener, también aquí, un fundamento. En torno a las posiciones de Clavijero y De Paw, el problema ético es doble: por un lado, la valien-te defensa y reivindicación que realiza Clavijero ateniéndose a su conocimiento y vivencia sobre la problemática abordada y por otro, la posición de Cornelius De Paw, quien traiciona su voca-ción científica y pretende contribuir a la legiti-midad de la dominación colonial.

En “El problema de la moral nacional: el caudillismo”, se aborda una de las características del sistema político mexicano (y no solo) basado en personas que, en un momento dado, logran colocarse en el centro de las fuerzas políticas y que obtienen a su alrededor la dependencia de un gran número de seguidores. Así tenemos los ejemplos de Obregón o Calles, expuestos ma-gistralmente por Martín Luis Guzmán en su li-bro La sombra del caudillo, o también por Juan Rulfo en su extraordinaria obra Pedro Páramo, en donde describe al señor de “horca y cuchillo” que ejerce un poder omnímodo y fantasmal. El

7

caudillismo es justamente lo opuesto a una for-mación de la voluntad democrática y surge justa-mente por la ausencia de ésta. Ya Weber hablaba de que una de las legitimaciones del poder era la carismática, frente a la tradicional o legal racio-nal. El problema de la legitimación carismática es que resulta muy frágil porque queda elimina-da al sucumbir el líder. No se trata de una adhe-sión consciente a una plataforma de principios sino a las reales o supuestas cualidades de una persona. Este caudillismo que se origina cuando no se tiene el poder luego se ve expresado en las instituciones cuando el caudillo logra apoderarse de ellas. Ahora bien, en nuestro país, al caudillis-mo (que persiste hasta hoy) deberíamos agregar también, desde otra perspectiva, el fenómeno del corporativismo, ya que éste ha sido también un obstáculo para el avance del país. El corporati-vismo se ha logrado mediante la corrupción de los dirigentes sindicales y su adhesión acrítica a la política del Presidente en turno.

En su ensayo “El abandono de la ética en la universidad pública”, el profesor Torres toca una serie de temas cruciales en donde la ética juega un papel central. Como se sabe, la universidad ha sido un lugar de resonancia de todos los con-flictos sociales y de las políticas gubernamenta-les. Esta resonancia ha sido, en algunos periodos de su historia, respondida con movimientos in-telectuales y políticos y en otros mediante una increíble pasividad.

8

En efecto, la Universidad pública no ha es-tado (ni podía estarlo) ajena a los cambios que se han operado en el país en los últimos treinta años. A la Universidad pública se le encomendó desde su fundación por Justo Sierra, entre otras funciones, la de atender las necesidades nacio-nales mediante la ciencia, la técnica y las huma-nidades y, entre ellas, la filosofía, que había sido excluida en sus variadas dimensiones por la con-cepción positivista. Luego, en 1929, el Estado, atendiendo a las peculiaridades de la docencia, investigación y difusión, le otorgó la autonomía para que se autogobernara. A mi juicio, esta me-dida fue muy atinada porque se reconoció que la Universidad era y es una institución muy pecu-liar en donde se gesta el conocimiento científico-técnico y humanista. Más tarde, en 1933-34 sur-ge el conflicto entre los que sostenían posiciones conservadoras, frente al gobierno que había pro-piciado la educación socialista. Esta polémica que trascendió el ámbito puramente académico y que tiene diversos ángulos, ha sido abordada en mi ensayo “La polémica Caso-Lombardo sobre la educación socialista. Revisitada”.

Más tarde, en la década de los sesenta, el movimiento universitario vuelve a levantarse en demanda del respeto a la autonomía universita-ria; pero en especial sobre temas como la modi-ficación de los represivos artículos 145 y 145bis del Código penal, que permitían al gobierno en-carcelar a discreción a sus opositores mediante el cargo de “disolución social”. Se pedía también

9

en aquel periodo la libertad de los presos políti-cos y la destitución de los jefes policiacos que habían agredido a la universidad. El movimiento del 68 que encabezaron valientemente los uni-versitarios (incluyendo al Rector Barros Sierra y otra autoridades universitarias) tenía como tras-fondo el profundo malestar de la sociedad por el autoritarismo, la corrupción y la crisis eco-nómica que ya se estaba sintiendo fuertemente en el país. Podríamos decir que se trató de una gesta heroica que desgraciadamente se malogró por la actitud del gobierno de Díaz Ordaz, quien, recordando la frase porfiriana, ordenó que “los mataran en caliente” en la plaza de Tlaltelolco, el 2 de octubre de 1968. Este movimiento, a pe-sar de su fin trágico, expresó en forma espontá-nea la necesidad de un cambio democrático.

Tanto en la década de los sesenta como setenta, varias universidades del país se convir-tieron en baluartes de la lucha social. La razón fue la ausencia de libertades en el ámbito de la sociedad civil. Fue por ello que, a partir de la reforma política de 1977 (que permitió la activi-dad de los partidos de oposición y despertó la es-peranza de que nuestro país pudiera “transitar a la democracia”), las universidades volvieron a sus actividades regulares sin dejar de cumplir su fun-ción social; sin embargo, en 1982, cuando se ini-cia el neoliberalismo y todavía más evidente, en 1988, cuando se impone desde el poder a Carlos Salinas de Gortari, las universidades públicas re-cibieron un ultimátum: o aplican al pie de la letra

10

las directivas del gobierno a través de la SEP o no hay presupuesto. En forma adicional, se pusieron en marcha una serie de medidas que han tenido el resultado de salvar a las clases intelectuales de las crisis económicas; de propiciar la producción científica, humanística y artística; pero también de desactivar al único sector que puede ser me-diador racional de las demandas populares.

Por cierto, José Alfredo Torres se refiere al movimiento que surgió en la UNAM en 1999 en contra del aumento de pagos. Desde hoy, pue-de entenderse qué es lo que ocurrió: se trató de una reacción espontánea en contra de lo que los estudiantes concibieron como el inicio del neoli-beralismo en la más importante universidad del país. El resultado fue que en esta Universidad (a diferencia de lo ocurrido en otras de los Estados) se impidió que se tomara dicha medida, aunque el costo fue un enorme desprestigio mediático en su contra. Este desprestigio fue planeado por el gobierno y los medios masivos de comunica-ción para propiciar la crisis de la Universidad. Afortunadamente, se pudo salir del bache y el rector De la Fuente pudo remontar con creces esta política. Lo que habrá que lamentar es que los estudiantes que iniciaron el movimiento no tenían idea de qué hacer con la Universidad ni tampoco les interesó convocar a los universita-rios a definir un nuevo proyecto.

Independientemente de lo anterior, en la inmensa mayoría de las universidades públicas del país (así como en toda la educación), el go-

11

bierno ha introducido una serie de medidas que ha tenido el objetivo de cambiar sus estructuras y sus fines sociales. Algunos ejemplos bastarán: 1) se ha reducido la matrícula total y miles de estudiantes quedan fuera de las aulas universita-rias todos los años; 2) a los profesores e investi-gadores de tiempo completo, se les han dividido sus percepciones en dos partes:“salario de base” (50%) y “becas aleatorias” que se obtienen me-diante la productividad académica (el otro 50% que no cuenta para la jubilación); 3) el Estado otorga becas a los investigadores mediante el SNI (Sistema Nacional de Investigadores) , y a los creadores mediante el Sistema Nacional de Creadores, dependiente de Conaculta; 4) la SEP ha diseñado formas de organización de la educa-ción, producto de un traslado de las caracterís-ticas de las universidades norteamericanas, sin que las propuestas sean discutidas y aprobadas por los profesores; 5) a las universidades se les ha dado un mínimo para su funcionamiento y los demás financiamientos dependen de entida-des que se encuentran fuera de las instituciones. En ese mismo sentido, se crearon unos “cuerpos académicos” que dependen de la SEP y no de las universidades, sustrayendo de éstas el impulso de la investigación y duplicando las áreas de in-vestigación existentes. En fin, se ha modificado la estructura de la universidad sin el concurso activo de los profesores e investigadores con el propósito de introducir una tendencia producti-vista y mercantilista. Habrá que decir aquí, en

12

forma enfática, que la Universidad pública pier-de así su sentido social. En forma suplementaria, diríamos que la producción teórica de las uni-versidades se reduce a formar parte del curricu-lum del autor; pero sus resultados no sólo no se aprovechan e incorporan, en términos generales, a las políticas públicas, sino que tampoco son difundidas a un público más amplio. Tenemos entonces un cambio drástico de la función de la universidad por obra del neoliberalismo: an-tes se pretendía que debería ofrecerse educación a las mayorías, hoy no; antes se pretendía que de la universidad pública egresara un estudiante que, aparte de ser un profesional capaz, también tuviera una conciencia social ya que las univer-sidades privadas tenían la función principal de egresar estudiantes adecuados a los intereses y a la ideología de las empresas. Hoy la tendencia es convertir a la universidad en una institución des-tinada a satisfacer las necesidades del mercado, como dice Terry Eagleton que está ocurriendo en Inglaterra y en Europa en general. Por tanto, la universidad deja de ser una institución autónoma con una función social y crítica. Frente a esta si-tuación, Alfredo Torres se pregunta en su ensayo: “¿qué elementos ha desplegado la educación uni-versitaria para incidir en una formación crítica, de modo que se hubiera estado reflejando esta for-mación en acciones influyentes de recomposición social?”. Su propia respuesta es que ninguno.

José Alfredo Torres agrega, con razón: “En México, la ideología del control financiero y em-

13

presarial está siendo determinante y ha afectado el estatuto de la autonomía universitaria. La ac-tualidad informática irradia esta ideología basán-dose en redes, en flujos de información, en tejidos multidireccionales; está sustituyendo a las buro-cracias verticales (sobre la base de unas tecno-logías de la información/comunicación flexibles, asequibles y cada vez más poderosas), insertas en los distintos segmentos o capas de la sociedad como la educación, la política y la economía”.

Si todo lo anterior es así, la pregunta obli-gada es: ¿qué debemos hacer para restituir la función social y crítica de la universidad? O como lo expresa el autor: “¿de qué medios valer-se para sostener éticamente la vida universitaria como vida valiosa para una sociedad anhelante de respuestas por parte de los egresados? Y por último: ¿cómo enfrentar el fenómeno desde el interior mismo de la enseñanza áulica?”

Desde mi punto de vista, los universitarios tienen, por su relación privilegiada con el cono-cimiento, las condiciones necesarias para expli-car y explicarse qué es lo que ha pasado en nues-tro país; cuáles son las soluciones posibles y cuál es el papel que tiene que jugar la Universidad en el actual periodo. Lo que se requiere es, como bien dice Torres, una ética que impulse a los uni-versitarios a oponerse a la conversión de la ins-titución educativa en una empresa mercantil y a responder adecuadamente a las demandas de un país en donde más del 50% de su población está hundida en la pobreza.

14

Finalmente, el autor de este libro, toca la relación entre teoría y práctica en un filósofo y político muy polémico llamado José Vasconce-los. En Vasconcelos tenemos a un filósofo que, a mi juicio, no utilizó su amplio conocimiento en la materia que le hubiera permitido diseñar una estrategia para la toma del poder. Como se sabe, en el campo de la filosofía y la ciencia política, ha habido autores clásicos que desarrollaron teorías del Estado importantes: Hobbes y Maquiavelo; Locke y Rousseau; Hegel y Marx, etcétera. Vas-concelos concebía a la filosofía en sus aspectos metafísicos y estéticos. Le fue útil para reflexio-nar sobre la formación de la cultura mexicana y latinoamericana aunque propuso una extrava-gante teoría de las razas. Cuando formaba parte del Ateneo de la Juventud leía La República de Platón, en donde se sostiene el gobierno de “los que saben” frente a la multitud ignorante, tesis que, traducida a términos actuales, se converti-ría en el “dominio de los técnicos” de nefastas consecuencias; o bien en un fracaso del propio proyecto platónico por su rígida estructuración de las clases y por la utopía del “filósofo-rey”.

Ante sus fracasos durante la campaña hacia la Presidencia en 1929, Vasconcelos descubriría –nos dice Alfredo Torres– que “no es lo mismo lidiar con ideas que con individuos avezados en la trampa y el engaño”. En otras palabras, Vas-concelos confió en su carisma y en sus princi-pios, pero no reflexionó sobre algo esencial en la política: el estudio de las condiciones sociales e

15

históricas por las que atravesaba México, me-diante la ciencias político-sociales y la definición de una estrategia para llegar al poder. La política no se hace con principios exclusivamente, sino con el diseño de una forma práctica-instrumental para organizar a las fuerzas opositoras y poder tejerlas en torno a su objetivo. La ética y la po-lítica deberán encontrase aquí en una relación dialéctica. Con la pura ética se llega al fracaso y con la pura política, tal vez al acceso al poder y al beneficio individual pero dejando una estela de víctimas. El tema es muy interesante y en el caso de Vasconcelos, Torres dice que “se mos-traba muy crítico, pero escasamente autocrítico, como todo caudillo cultural”.

Como hemos visto, Alfredo Torres nos presenta, de manera muy sugerente, varias for-mas de intervención ética en diversos momentos históricos de nuestro país y desde diversos ángu-los. No me resta más que invitarlos a su lectura y a suscitar nuevas reflexiones sobre las temáticas abordadas. Torres hace un llamado a los ciuda-danos pero en especial a los universitarios para que tomen parte, desde su ámbito de acción, en un movimiento comprometido con la justicia so-cial que hace mucha falta en nuestro país.

Gabriel Vargas LozanoMéxico, D.F., 15 de enero de 2014

el abandono de la ética en la universidad pública

antecedentes del abandono

Antaño se ubicaba a los egresados como profe-sionistas al servicio del Estado y su concepción desarrollista; los componentes de una ética pro-fesional se proyectaban en el transcurso de la vida productiva dentro de la empresa privada o estatal, o en los servicios; el Estado mexicano, en general, no cobraba suficientes impuestos; arrastraba un déficit que compensaba abriendo puertas a la inversión extranjera y a los présta-mos bancarios; sin embargo, subsidiaba la pro-ducción económica. Había proteccionismo; pero con ello se aseguraba la lealtad corporativa y el cumplimiento de metas de crecimiento econó-mico.1 La “lealtad corporativa” implicaba con-

1 El proteccionismo estatal y la política de sustitución de importaciones, paradójicamente, se sostuvo mediante el esquema de una economía dependiente “respecto de los bienes de capital importados, es decir, de las impor-taciones de expansión […]”; y para dejar en claro el fe-nómeno, Jorge Eduardo Navarrete añade: “entre 1960 y 1966, la proporción de la demanda interna de equipo de capital satisfecha a través de las importaciones se sitúa por encima del 50%, alcanzando un máximo de 59.8% en 1965 y un mínimo de 52.0% en 1961”. La economía del periodo, lenta pero inexorablemente, iría convirtiéndose

18

formidad con las decisiones centralizadas en el PRI-gobierno.

La Universidad pública, por su parte, veía colmados sus requerimientos financieros acoplándose al interés estatal en la formación de cuadros dirigentes y técnicos al servicio de una producción controlada y una política unipartidis-ta. Con todo, mantenía espacios de investigación y crítica a las estructuras del “Estado benefac-tor”, sustentado en ideales fracasados de justicia distributiva.2

en mecanismo de compra de bienes de capital al extran-jero, necesarios para la expansión industrial y el creci-miento promedio del PIB. Cf. Jorge Eduardo Navarrete, “Desequilibrio y dependencia: las relaciones económicas internacionales de México en los años sesenta”, en S. Wionczek y otros. ¿Crecimiento o desarrollo económi-co?, México, SEP (SepSetentas, 4), 1971, pp. 156-157.

2 Sobre este tópico de los ideales revolucionarios desperdiciados, Daniel Cosío Villegas sostenía en 1961 que “el pueblo mexicano sabe desde hace mucho tiem-po que la Revolución Mexicana está muerta, aunque no comprenda, o comprenda sólo a medias, por qué se oculta este hecho en vez de difundirse”. Cosío Villegas lo de-cía fundamentándose en el empobrecimiento de las ma-sas, aparejado a la explosión demográfica; la influencia política cada día mayor del sector empresarial; el poder presidencial ilimitado, prácticamente feudal; y la pérdida de la autoridad moral del gobierno. Existía crecimiento económico, cierto, pero sin control suficiente de la infla-ción, “de modo que los salarios reales de la fuerza obrera han disminuido visiblemente, siendo los obreros quienes, en última instancia, están pagando por el progreso indus-trial de México”. Cf. Daniel Cosío Villegas. “La Revo-

19

¿Cuál ética proyectaba el profesionista universitario en este contexto? Se podía iden-tificar a un profesionista ligado a intereses in-mediatos de empleo e inclusión dentro de la nómina, con una visión (legítima) de bienestar individual; pero atrapado en un comportamiento dependiente: bastaba incorporarse al cuadro de quienes recibían un salario y prestaciones labo-rales-administrativas; no se necesitaba innovar, no se requería una capacidad técnica compleja, tampoco aptitudes democrático-políticas, sino quedarse dentro de la empresa o la administra-ción pública, sosteniéndose en lealtades. El Esta-do empresario probablemente era ineficiente en términos de gestoría económica, pero ante todo, compensaba, otorgando prerrogativas a cambio de mantenerse como autoridad incontestable. Podía ser corrupto. Podía ser injusto. Pero daba margen al profesionista, a quien dejaba satisfe-cho y en condición de imitar los esquemas de la moral imperante: autoritaria tal vez; corrupta tal vez, o tal vez ineficiente. Lo seguro y efectivo era cooptarlo, y políticamente, desactivarlo.

Gabriel Zaid escribía en 1972: la “gente informada y capaz, o está dentro del régimen o espera llegar a estarlo: no puede darse el lujo de hablar y quemar sus posibilidades, que son tam-

lución Mexicana, entonces y ahora”, en R. Ross, Stanley (coord.). ¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Causas, desarrollo y crisis, México, SEP (SepSetentas, 21), 1972, v. 1, p. 145.

20

bién las de realizar sus ideas”.3 Expresar las ideas y actuar, sólo podía hacerse dentro de los límites fijados por el gobierno; y como una aspiración para intentar influir, se buscaba la oportunidad de insertarse en la burocracia gubernamental. Influir desde lejos, al margen de las estructuras oficiales –remataba Zaid a la sazón– “parece utópico, no hay tal lugar en la vida nacional”. El intelectual, la gente preparada, podía hacer algo dentro del sistema, nunca fuera. Lo que era lo mismo: la posibilidad de independencia crítica, de verdad incidente, estaba cancelada, estructu-ral e individualmente.

Villoro acotaba con claridad el límite del intelectual mexicano reflejado especialmente en los escritores: “la vocación del escritor está en la libertad y universalidad del pensamiento. Pero debe luchar por alcanzarlas. Para ello tiene que liberarse de sus propias ilusiones. Y la primera de ellas consiste justamente en creerse universal y libre”.4 Una deficiencia sustancial, radicaba en la inacción que se alimentaba con la mera expo-sición de las ideas; ¿cómo vivir la libertad sólo abstrayéndola, no actuándola? El intelectual, asentaba Villoro, suele vivir de ilusiones y de pa-labras “y olvidar la realidad económica y social que impide realizarlas”, manteniéndose a distan-cia de acontecimientos opresivos –incluso para él mismo.

3 Revista Plural, Plural suplemento, 13 (Los escritores y la política), octubre de 1972, p. 22

4 Ibid., p. 23

21

Pudiera observarse también, decíamos, una vertiente crítica: la Universidad daba mues-tras de no abandonar su espíritu independiente, en ocasiones de confrontación abierta con polí-ticas estatales aun cuando las aguas (posterior-mente) volvieran a su cauce. Durante el régimen cardenista, por ejemplo, el fenómeno educativo de la Universidad Nacional adquirió un matiz elitista, en contraposición con la educación so-cialista que propugnaba el ascenso de las masas y su educación para que supieran y pudieran de-fender las conquistas alcanzadas: educándolas, se cumpliría el dictum de una mejor distribución de la riqueza. Cárdenas insistió en el viraje que debía dar la Universidad, y esta demanda ya se había reflejado en la polémica Caso-Lombardo, manteniéndose al final la idea de Antonio Caso sobre una educación universitaria plural, inclu-yente y favorecedora de una élite de sabios con méritos propios.

En las postrimerías del Estado desarrollis-ta, la Universidad llevó a cabo una acción abierta en contra del autoritarismo estatal y sus valores de cerrazón democrática. La repercusión de este capítulo en la década de los sesenta fue la épica del 68. A posteriori muchos jóvenes se radica-lizaron, uniéndose a movimientos guerrilleros fuertemente reprimidos por los instrumentos po-licíacos e institucionales como la Dirección Fe-deral de Seguridad y el ejército.

Entre la “moral acomodaticia” y la “moral contestataria”, ha prevalecido hasta la actualidad

22

la primera, con repercusiones profundas en la co-munidad universitaria y la esfera social. ¿Cómo ha intervenido la Universidad mediante la edu-cación impartida, para comprender y orientar la relación dialéctica entre los hechos y las ideas; entre el comportamiento ético y el pensamiento abstracto? Sería un intento de colocar en retros-pectiva lo que parecer ser un abandono de la for-mación ética en la Universidad. O dicho de otra manera: en medio de estructuras políticas, so-ciales y económicas en colapso, ¿qué elementos ha desplegado la educación universitaria para incidir en una formación crítica, de modo que se hubiera estado reflejando esta formación en acciones influyentes de recomposición social?

La respuesta a esta última cuestión, sería negativa desde hace mucho, mucho tiempo: hay una carencia preocupante, si no es que nula for-mación ética universitaria. Monsiváis aclaraba al respecto que en el siglo pasado “y por diferen-tes razones, la gran mayoría de los intelectuales mexicanos (y aquí debe incluirse a muchísimos inquisidores de “izquierda”) se ha asimilado al estado de cosas, ha demandado que se les aplau-da como Conciencias Críticas o Voces del Pue-blo o Primera Fila del País y no han sido sino expresivas, amables, complacidas y autocom-placientes decoraciones de la clase dirigente”.5 ¿Qué ha cambiado desde entonces? Anotemos al respecto el liderazgo que había mantenido la uni-versidad pública en la formación de generacio-

5 Ibid., p. 24

23

nes de abogados, médicos, literatos, contadores, científicos, intelectuales en general, engrosando una clase media pujante, que, al mismo tiempo, habría estado recibiendo –desde el punto de vista ético-político– una educación sin principios de acción social. Según argüía también Cosío Ville-gas, en un contexto más general, el

único rayo de esperanza –bien pálido y distan-te, por cierto– es que de la propia Revolución salga una reafirmación de principios y una de-puración de hombres. Quizá no valga la pena especular sobre milagros; pero al menos me gustaría ser bien entendido: reafirmar quiere decir afirmar de nuevo, y depurar, en este caso, querría decir usar sólo de los hombres puros o limpios. Si no se reafirman los principios, sino que simplemente se los escamotea; si no se de-puran los hombres, sino que simplemente se les adorna con vestidos o títulos, entonces no habrá en México autorregeneración…6

De acuerdo con la visión apuntada, la for-mación de la conciencia traducida en ideales de justicia revolucionaria como la manumisión del indígena o la organización obrera frente a la codicia empresarial; el rechazo a la tiranía po-lítica o la salvaguarda de la soberanía nacional, habrían estado fuera de los intereses de una ju-ventud monopolizada por la educación laica y

6 Cf. Daniel Cosío Villegas. “La crisis de México”, en R. Ross, Stanley (coord.). ¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Causas, desarrollo y crisis, ob. cit., p 116

24

la aculturación, si antes no se hubiera obrado el “milagro” de atraerla a una voluntad de hones-tidad administrativa y política. Pero esto no se logró y, antes bien, se habría transitado de una educación “revolucionaria y justiciera” a otra para la unidad nacional después de la Segunda Guerra Mundial. (Unidad, por decir lo menos, empresarial.)

El análisis crítico, sistemáticamente soste-nido en el campo de las ciencias sociales y las humanidades, ha tenido lugar en el espacio de las aulas como una reflexión a priori y, en estado latente, a posteriori, esto es, en posibilidad de suscitar actos coyunturales: la formación ética universitaria, la comprometida con las acciones que transforman, se habría estado reduciendo a la exposición verbal del análisis que permite co-nocer, no actuar. El maestro promedio universi-tario, ¿cómo enseñará la crítica ético-política si él no se halla inmerso en los antagonismos impe-rantes dentro del espacio social? ¿Cómo enseñar lo práctico sin la práctica?

En las aulas universitarias, pues, se des-menuza la realidad pero no se la trastoca. Quie-nes han iniciado movimientos de protesta, han sido los estudiantes. La huelga universitaria de 1999, por ejemplo, la iniciaron y la sostuvieron los jóvenes de la UNAM debido a un intento de aumentar cuotas y restringir la permanencia y el pase automático del bachillerato a la Uni-versidad. El rector (Francisco Barnés de Cas-tro), sostiene Sergio Zermeño, actuó “a tontas y

25

a locas”:7 no consultó, no antepuso la crítica ni la autocrítica, sólo impulsó la aprobación de las medidas en el Consejo Universitario para definir normas generales sin consenso. El sector estu-diantil se movilizó en condiciones de afectación de sus intereses; los jóvenes, organizados o des-organizados (según el cristal con que se mire), dieron ejemplo de cómo dar un vuelco a los hechos, movidos por el momento político, mo-vidos por la necesidad de sobrevivir cuando su estancia en la universidad corría peligro. Su for-mación ética sólo atiende al intelecto, pero son capaces de reaccionar ante la emergencia. Cuan-do todo hubo vuelto a la normalidad, la voluntad renovadora se desactivó, hasta el advenimiento del conglomerado #Yo soy 132. Quizá la lección sea: esta voluntad de cambio en los estudiantes universitarios, reacciona en momentos de emer-gencia; pero no es permanente, sistemática, asu-mida como una forma de vida implementada en la cotidianidad, en el quehacer cultural, econó-mico, educativo, etcétera.

¿Son entonces reacciones coyunturales y azarosas? Al parecer, sí, de acuerdo a la expe-riencia. Éticamente la enseñanza áulica desa-tiende la voluntad del cambio, la que se necesita para reponer la justicia, la que asume compro-misos morales en la práctica. Aunque se analice una y mil formas de entender la realidad e in-

7 Josu Landa y Carmen Carrión (coords.). Diálogos para la reforma de la UNAM, No. 4 (Sergio Zermeño), FFyL-UNAM, pp. 31-32

26

cluso cómo poder cambiarla, todo se queda en el análisis; analizar mucho para que nada tome un vuelco diferente, parece ser la consigna (a pesar de que el mundo exterior incesantemente proyecta factores de remoción del pensamiento inerte, factores que la juventud en ocasiones no deja pasar por alto con todo y las añosas defi-ciencias educativas). Sería importante investigar la conexión de los movimientos estudiantiles con el modo de vivir la enseñanza éticamente conservadora y áulica.

la actualidad (i): financiamiento, autonomÍa universitaria y discurso

neoliberal basado en redes informacionales

En México, la ideología del control financiero y empresarial está siendo determinante y ha afec-tado el estatuto de la autonomía universitaria. La actualidad informática irradia esta ideología basándose en redes, en flujos de información, en tejidos multidireccionales; está sustituyen-do “a las burocracias verticales” (“sobre la base de unas tecnologías de la información/comu-nicación flexibles, asequibles y cada vez más poderosas”8), insertas en los distintos segmen-

8 Manuel Castells. “Flujos, redes e identidades: una teoría crítica de la sociedad informacional” en Manuel Castells, Ramón Flecha, Paulo Freire et al. Nuevas pers-

27

tos o capas de la sociedad como la educación, la política y la economía. La universidad pública no ha sido la excepción; entidad corporativiza-da durante el gobierno priísta pasado y presente, formadora de cuadros dirigentes en la economía, la política y la cultura, satisfacía una necesidad del desarrollismo impulsado por el Estado. Con el alemanismo, por ejemplo, se construyó Ciudad Universitaria y con el echeverrismo, en pleno dis-curso del desarrollo compartido y populista, se edificaron e impulsaron nuevas entidades univer-sitarias como la UAM y las ENEP-UNAM. Nun-ca ha sido asignado tanto presupuesto a la univer-sidad pública como en la década de los setenta.

Algunas rupturas con el Estado las hubo, particularmente en 1968, año del movimiento estudiantil que cuestionó el autoritarismo polí-tico (un estilo de gobernar que ya empezaba a quedar estrecho frente a nuevas formas de or-ganización económica y social). Igualmente, en la segunda mitad de los setenta se organizaron las “universidades pueblo” como las de Sinaloa, Puebla y Guerrero, atendiendo a una educación para las mayorías desheredadas y castigadas du-ramente por el capitalismo. Ideológicamente se sustentaba este proceso, entre otras doctrinas, en el materialismo histórico. En el 68 –lo sabemos– se reprimió a estudiantes y maestros utilizando al ejército. Y con López Portillo, como antece-dente, se desarticuló la “universidad pueblo”

pectivas críticas en educación, Paidós (Paidós educador, 116), Barcelona, 1994, p. 29

28

mediante la presión del financiamiento. En otras palabras, los márgenes de independencia frente al poder del Estado, se caracterizaban por una amplitud que ahora consideraríamos notable.

En contraste, y siguiendo con las orienta-ciones de Manuel Castells, las tecnologías para la productividad alimentadas por información privilegiada, constituyen hoy en día una lógica invisible pero eficaz; ubican el carácter y el lu-gar que deben tomar las instituciones sociales; cambian “las fuentes de poder en la sociedad y entre las sociedades. El control de la ciencia y la técnica de las tecnologías de la información llega a ser una fuente de poder en sí misma”.9 El modo de entreverar imágenes, audio y mensa-jes, para colocarlos en un diagrama impulsor de conocimiento e impulsor de información estra-tégica, conduce directamente al poder a las or-ganizaciones que hayan acumulado “capacidad de procesar realmente tal conocimiento” en es-tructuras complejas y movibles. La universidad pública, la investigación realizada en su interior, las especificaciones para la evaluación del ren-dimiento académico, la lógica salarial propuesta en función del ingreso per cápita, la adminis-tración gestora, los esquemas curriculares, la normatividad laboral, los moldes de una forma-ción por competencias, van a responder (están respondiendo) a esa realidad virtual basada en flujos de información, que, en efecto, son invisi-bles, pero visibilizan a los sujetos.

9 Ibid., p. 30

29

La nota destacable es que la universidad pública tomaba decisiones autónomas, relacio-nadas con su funcionamiento interno. Ella de-cidía su organización académica y administrati-va, sus criterios de ingreso y egreso; también el rumbo de la investigación y la extensión cultu-ral. Abría sus puertas de par en par a los jóve-nes clasemedieros por una presión política para generar oportunidades de ascenso y movilidad. Satisfacer esta demanda reportaba dividendos al sistema político. Empero, en el momento actual, más bien está respondiendo a una diagramación neoliberal que ignora la autonomía y además apremia una educación supervisada, controla-da y financiada según lineamientos globales de poder corporativo. ¿Qué hacer frente al hecho, poco a poco consumado, del control político, tanto informático, como de exclusión de los ac-tores concretos, entre los cuales algunos están cooperando para ahondar la marginación y la so-brevivencia de profesores e investigadores?

La universidad pública, comenzando por la jerarquía mayor (el rector), encara dilemas pre-sentados por el subsidio gubernamental como la retención del financiamiento, o la confronta-ción con poderes locales o federales, entendien-do que la salida se encuentra en adecuarse a las exigencias del discurso imperante. En otras pa-labras: aspirar a obtener los recursos necesarios (no digamos excedentes) trae consigo ajustarse al lenguaje de la evaluación, el rendimiento, la calidad, la eficiencia, etc., desde un ángulo de

30

racionalidad empresarial; la Universidad Autó-noma de Sinaloa –en boca de su rector, Víctor Antonio Corrales Brugueño–, por ejemplo, tomó posición respecto a la restricción presupuestal que le impuso el gobierno del Estado. Corrales Brugueño hizo apología de los resultados prác-ticos, sustentados en una educación por compe-tencias introducida por la Secretaría de Educa-ción Pública. ¿Por qué le restringían entonces el dinero si había cumplido con el modelo?10

Quedar bien ante la comunidad académi-ca, estatal y nacional, se ha querido justificar sobre la base de una educación estandarizada. La autonomía para decidir lo más conveniente al gremio, se observa lastimada si sólo ha po-dido fundamentarse en decisiones emanadas del poder federal y, tras bambalinas, de organismos internacionales. Mantenerse como universidad

10 “Al hacer un recuento de los logros recientes de esta política de cobertura y excelencia académica, especificó que en el nivel medio superior, la UAS es líder en el marco del Sistema Nacional del Bachillerato, al haber inscrito 31 Escuelas Preparatorias y 41 extensiones, lo que equivale a más del 87% de la matrícula. En licenciatura, 61 progra-mas educativos cuentan con el más alto nivel de reconoci-miento de los Comités Evaluadores, y 51 más han recibido constancias que acreditan su calidad”. El rector entiende el cumplimiento de la responsabilidad universitaria en fun-ción de cifras sobre la adecuación a lineamientos oficiales diseñados desde el centro. V. Jorge Medina Viedas, “Ga-rantizar oportunidades para los jóvenes y respetar la au-tonomía, exige Corrales Brugueño”, Milenio, suplemento Campus, jueves 9 de mayo de 2013, p. 9.

31

cohesionada significa evolucionar hacia una “educación de calidad” alrededor de la compe-titividad laboral.

Corrales Brugueño, ante la problemática apuntada, arengó a los integrantes de la uni-versidad “a mantenernos unidos, a que cerre-mos filas en torno a un proyecto académico que permita potenciar los resultados hasta ahora conquistados”.11 Abanderó un “proyecto acadé-mico” que defiende los valores del centro emisor; la universidad pública, hasta el momento, ha ca-recido de una alternativa propia frente a esos va-lores, y también de condiciones para hacer valer propuestas de formación liberadora; podríamos decir que ha bajado los brazos e imita lo conside-rado en el modelo educativo metropolitano.

Ahora bien, el resorte de la defensa colecti-va, lo sabemos, no está más en los sindicatos uni-versitarios, fundados en la década de los seten-ta y arrancados de la posibilidad de negociar lo más sensible para sus afiliados: el aumento sala-rial; amén de haberse convertido en burocracias aquietadas bajo múltiples presiones. La cuestión a resolver, entonces, sería de qué manera experi-mentar la acción colectiva, el sentido ético de la igualdad, la libertad, la justicia académica y so-cial, al margen de las ruinas de un sindicalismo obsoleto. ¿Cómo resarcir la autonomía dañada? ¿Cómo encarar los esquemas que “formatean” la vida concreta de los universitarios respecto a la evaluación, los ingresos salariales, la super-

11 Ib.

32

visión curricular, la gestión administrativa, etc., todo lo cual, está siendo plasmado en redes in-formacionales sin el consenso mínimo de los destinatarios? Además, ¿de qué medios valerse para sostener éticamente la vida universitaria como vida valiosa para una sociedad anhelante de respuestas por parte de los egresados? Y por último: ¿cómo enfrentar el fenómeno desde el interior mismo de la enseñanza áulica?

Todo en la actualidad se ha reducido a los efectos de una tecnología cuyas consecuencias para la vida dan lugar al emparejamiento artificial de personas, actividades e incluso sentimientos, pues donde alcance “poder lo artificial –esto es, lo creado sobre la base de la objetivación cientí-fico natural de la naturaleza– sustituirá y elimi-nará por doquier a lo creado espontáneamente”.12 Desde la creación del Sistema Nacional de In-vestigadores, instancia evaluadora de la tarea académica, se han multiplicado los órganos de inspección; norman a través de parámetros es-trictos la promoción salarial y el prestigio de profesores e investigadores y, semejante técnica examinadora, subsume a los estudiosos en luga-res homogéneos de eficiencia y productividad.

La tendencia global corporativa rompe –de manera radical– con la posibilidad de consultar a los sectores afectados por turbulencias finan-

12 Godina Herrera, Célida. Hombre y técnica en el mundo contemporáneo. Una mirada desde la ética, Méxi-co, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Faculta de Filosofía y Letras, 2006, p. 52.

33

cieras, modelos educativos o la restricción de políticas públicas. Robert Zoellick (presidente del Banco Mundial) sostuvo en la reunión del G 20 en Los Cabos, Baja California Sur, que “las políticas públicas no están generando confianza en los mercados, por lo que es necesario traba-jar entre los gobiernos y la iniciativa privada”.13 También dijo que parte de las soluciones está en “invertir más en productividad”. La educación es una política pública que deberá, en esa lógica, generar confianza en los mercados, y la manera de lograrlo consistirá en trabajar más de cerca con la iniciativa privada para determinar el sello que debería imprimírsele. Siempre y cuando lo educativo coadyuve a incrementar las tasas de productividad, habrá de tener perspectivas de fi-nanciamiento –considerado como una inversión redituable.

En consonancia, se han estado calcando patrones inspirados en el Plan Bolonia para la educación europea, o inspirados en instituciones anglosajonas como el MIT o la UCLA, donde se trabaja aplicando rigurosamente el discurso hegemónico de habilidades y destrezas. Pero esta mimesis, que gana terreno en la universidad mexicana de una manera irreflexiva, trae como consecuencia no disponer de un punto de apoyo para incidir en la crisis profunda, moral, política y material, que venimos arrastrando desde hace

13 I. Saldaña, I. Becerril y M. Ojeda. “Crisis amerita tomar acciones coordinadas: FMI, BM y OCDE”, El Fi-nanciero, lunes 18 de junio de 2012, p. 5

34

décadas. La respuesta pragmática en la educación superior, desde este punto de vista, no ha sido nuestra, sino “recomendada” en organigramas internacionales con un enfoque economicista, no social ni ético. Para evidenciar esta reproduc-ción, basta hurgar en los programas de estudio, comúnmente organizados mediante técnicas de la pedagogía ingenieril, desde taxonomías tipo B. Bloom, hasta el diseño de marcos por objetivos (ahora llamados “competencias”), arropados –en el fondo– por la psicología del inpout y outpout skinnerianos. Trátase de visiones pedagógicas gestoras, desconectadas de valores humanísticos con compromiso social e individual.

En términos generales, la política educa-tiva actual parece estarse reduciendo –asienta Sara Rosa Medina– a un género de “acciones desarticuladas, de poco impacto y se limitan a responder, de manera reactiva, a las políticas de-lineadas por organismos internacionales, entre los que destaca lo manifestado por la OCDE con respecto a la educación básica (PISA y ENLA-CE) y a los criterios y señalamientos de la propia OCDE, el Banco Mundial y el Banco Interame-ricano de Desarrollo en relación con la educa-ción media y superior”.14 Y cuando Sara Rosa

14 Sara Rosa Medina M. “Los organismos internacio-nales y la evaluación como política educativa en Méxi-co: elementos para un balance” en Medina M., Sara Rosa (coord.). Políticas y educación. La construcción de un destino, México, UNAM-Conacyt (Estudios, Posgrado en Pedagogía, UNAM), 2011, p. 22

35

alude al “poco impacto”, estaría designando el eco inaudible, la falta de beneficio para la so-ciedad. Bajo distintas circunstancias, profesores y alumnos hemos estado aceptando el esquema economicista en la educación superior sin accio-nes de contrapeso. Ello ha traído una merma del sentido crítico-social en dos formas. En primer lugar, la estructura educativa tradicional, basada en esquemas de control del alumno –al modo en que se ha descrito suficientemente en el curricu-lum oculto–, se refina y profundiza mediante una gestión exigente del rendimiento, la vigilancia de conductas como el cumplimiento, la obedien-cia a la norma establecida y la acción en función de premios legitimadores (calificación, certifi-cación, becas). Se podría comprobar fácilmente una adecuación del mundo académico a los crite-rios de eficiencia productivista sin poner en tela de juicio, en los hechos, tales criterios. Se piensa y se actúa para mantener el stablishment académi-co, y se relegan –qué novedad– problemas como la reprobación asociada a la pobreza, el abandono de la escuela debido a su no pertinencia en la con-ciencia del educando, el escaso capital cultural de los alumnos propiciado en el ámbito de la ense-ñanza universitaria, el autoritarismo irracional de funcionarios o la invasión de la ideología corpo-rativo-empresarial, traducida en diversos órdenes de la administración universitaria.

La segunda forma acrítica y pasiva, com-plementa la inacción frente a lo que hemos es-tado viviendo desde hace décadas, a saber: el

36

“destino inevitable”, emanado de los documen-tos del BM y similares. Estos documentos tie-nen una influencia extraordinaria en los modelos pedagógicos concretos y vigentes. Hemos ca-minado sin mirar a nuestra condición histórica con la finalidad de abrevar en ella y privilegiarla ante la influencia de una política educativa he-gemónica.15 Los compromisos adquiridos con instituciones reguladoras de la globalización han sido múltiples y generadores de modificaciones vertiginosas en la educación superior; México, aparte de formar parte de la nomenclatura en ins-tancias como la OCDE, está en vía de inscribirse al Acuerdo de Asociación Transpacífico, articu-lado por nueve países representantes del 26% del PIB global, 15% de las importaciones y 18% de las exportaciones. Esto es, el comportamien-to del país tendrá necesariamente que concen-trarse en la posibilidad de colocarnos como una entidad competitiva en el horizonte de la edu-

15 El Banco Mundial, en alusión a la educación global, “propone –a partir de la extensión de un conjunto de ten-dencias educativas en el mundo– propiciar un cambio en la gestión o gobierno de la educación: de una gestión más bien nacional a una dirección cada vez más internacional […] el Banco ha promovido a lo largo de más de tres dé-cadas una administración gerencial de los recursos edu-cativos que tome en cuenta los costos y rendimientos del servicio educativo; que dé lugar, asimismo, a impulsar polí-ticas que permitan ahorrar recursos y producir los máximos rendimientos”. Cf. Lerner, Bertha. Banco Mundial. Modelo de desarrollo y propuesta educativa (1980-2006), México, IIS-UNAM-Bonilla Artigas Editores, 2009, p. 34

37

cación superior internacional, claramente para cimentar un mercado, en teoría, cada vez más desregulado. La energía de la democracia for-mal, el ímpetu cultural y educativo, la estructura comercial, deberán concentrarse en el descubri-miento de las mejores vías para colocarnos en una posición empresarial impecable, antes que en las mejores formas de la justicia social. Ello se está cumpliendo por decreto, por interés de la macroeconomía. ¿Hay opciones, derivadas de una opinión universitaria autónoma y diferente para la educación superior? ¿Somos la otredad académica subordinada y resignada?

Éticamente, enfrentamos una responsa-bilidad: nos estamos quedando sin voz; nos la han estado cancelando y no parecemos notarlo siquiera. No sólo el presidente del Banco Mun-dial, sino la directora gerente del Fondo Moneta-rio Internacional, Christine Lagarde, y el secre-tario general de la OCDE (José Angel Gurría), ante la crisis económica y financiera mundial, asentaron que se requiere una mayor apertura para recibir opiniones a favor de solucionar los problemas; lo que “amerita –sostuvieron– reali-zar acciones coordinadas entre gobiernos e ini-ciativa privada para recuperar la confianza de los mercados”.16 Queda fuera, en función de lo de-clarado, cualquier otro segmento ajeno al empre-sarial: trabajadores (incluyendo los trabajadores

16 Saldaña, I. Becerril y E. Ortega. “Urge frente co-mún contra la crisis”, El Financiero, lunes 18 de junio de 2012, p. 1

38

académicos), estudiantes, amas de casa, indíge-nas, etc. El propio presidente de la República mexicana por entonces, Felipe Calderón Hino-josa, propuso a los empresarios agrupados en una reunión denominada Business 20 “a seguir trabajando, empujando, impulsando, reclaman-do, orientando, a los líderes del G-20 para que el mundo cambie para bien”. Y las universidades públicas están poniéndose a tono: están siendo entrecruzadas por la información empresarial, que considera la tarea educativa al servicio del capitalismo global. El abandono de la ética se refleja en la pérdida de la brújula social, la que Justo Sierra orientaba hacia la democracia y la libertad; actualmente padecemos, a contrapelo, violencia, corrupción, pobreza y la falta de de-mocracia. El desconcierto de la universidad pú-blica inserta en un marco social de atraso, radica en haber abandonado la formación ética, condi-ción de posibilidad para impregnar a la sociedad del saber universitario.

La dimensión ética de la educación univer-sitaria, sería una dimensión que, de atenderse, po-dría rescatar a la universidad pública de la crisis profunda en la cual está sumida desde hace tiem-po, por lo menos, desde el ascenso de la tecnocra-cia en la década de los ochenta. El académico, el investigador, el difusor del conocimiento, tendría que involucrarse en una enseñanza que permitiera la evolución hacia la convivencia justa en la po-lítica y la economía, tomando como eje rector al ser humano y su bienestar moral y material.

39

Entendemos que la preparación universi-taria debería vincularse a una mayor autonomía para pensar y actuar en un marco histórico de dependencia económica y cultural. Si no somos capaces de crear un paradigma educativo, de in-vestigación y enseñanza, defensor de lo que Jus-to Sierra llamaba la ciencia mexicana (es decir, el desarrollo de las humanidades, la ciencia y la técnica que permita defender la soberanía y el bien común de los mexicanos), careceremos de un fundamento, de una educación que ayude a solucionar nuestro drama. Sierra era explícito al respecto: al inaugurar la Universidad Nacional le otorgó un cometido: formar hombres buenos que abandonaran su torre de marfil; que subsumie-ran las habilidades técnicas a una comprensión y una acción humanista, ética y política, de los problemas sociales infinitos –experimentados en nuestro país. No será la universidad –asumía Sierra– “una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice”.17

Anteponía la educación moral del univer-sitario, entendida como una experiencia virtuosa para darle cauce a la investigación y la tecnolo-gía; una experiencia basada en convicciones y compromisos para elevar las iniciativas justas al plano de la praxis. ¿Qué sentido tendría –afirma-ba él– iniciar una universidad con su escuela de

17 Justo Sierra. Inauguración de la Universidad Nacio-nal, México, UNAM (Cuadernos de cultura latinoameri-cana, 5), 1978, pp. 6-7

40

altos estudios, si sólo fuera para servir a intere-ses egoístas?

Entender el fin ético, expuesto desde un principio por Sierra, implica para el universita-rio imbuirse de una historia nacional donde se consignan nuestras tradiciones y la crónica del presente. No se puede atender a las dificultades desconociendo su naturaleza y su génesis. Tam-bién debió tener influencia el acontecer interna-cional en la época de Barreda, de Sierra, de Vas-concelos; pero necesitamos ser capaces –como lo fueron ellos– de asimilarlo creativamente, en conformidad con la realidad que nos concierne. Nuestro ser histórico y moral permite conocer-nos a nosotros mismos y descubrir los alcances de nuestras acciones, sin caer en la adopción dogmática de moldes extranjeros. Sin embargo, en la actualidad se procede al revés, comenzan-do por el aprendizaje de la técnica (incluso la re-ferida a la enseñanza); pero descontextualizada y, por lo tanto, carente de un significado propio ético y cultural. Y lo que resultaría más lamen-table desde la perspectiva de Justo Sierra y Vas-concelos, sería: está teniendo lugar el aprendi-zaje de modelos importados que profundizan el colonialismo espiritual y material. Por ejemplo, volcarse hacia las exigencias del mercado glo-bal vía la educación, provoca cumplirlas desde el punto de vista de quienes dominan el merca-do; no desde uno singular, emanado de nuestra historia de marginación y dependencia. No se niega que deban tomarse en cuenta las pautas de

41

la economía globalizada; no, sin embargo, deben asimilarse privilegiando lo singular de nuestra cultura y nuestra historia.

la actualidad (ii). la crisis histórica y la universidad pública

La caída de lo que se denominó “el milagro mexi-cano” (el máximo histórico de crecimiento eco-nómico se dio entre 1978 a 1982 con un 8-12%), tuvo como colofón el despilfarro y la falta de vi-sión para adaptarse a las condiciones internacio-nales del mercado en términos de soberanía polí-tica y dignidad económica; de país orgulloso por los más de treinta años de auge, pasamos en 1982 a una nación en debacle, al punto de casi declarar la moratoria de la deuda externa. En forma simul-tánea, estábamos entrando a una era auspiciada por el Consenso de Washington, matriz política dirigida a la indiscriminada apertura de mercados y un liberalismo individualista a ultranza; entrada que se aceleró debido a la caída en picada de la Nación mexicana (1985), equivalente a la banca-rrota de la hacienda pública y una dependencia franca respecto a la banca global.

Las condiciones de “reajuste” se pactaron en 1986 con el FMI, el BM y bancos foráneos, principalmente de EU. Entre aquéllas, por su-puesto, la educación superior no estuvo exenta de seguir un nuevo sendero, acorde a lo que nos convertimos: una sociedad colonizada financie-

42

ramente; de ahí en adelante, la universidad se su-peditaría a criterios extrínsecos, fundamentados en un discurso productivista neoliberal. El dine-ro aportado al nivel educativo universitario, pau-latinamente, tendría que justificarse utilizando esquemas de rendimiento y calidad. Y, una con-secuencia inmediata, será la merma significativa de la autonomía, puesto que el funcionamiento interno tendría que acoplarse a parámetros exter-nos de eficiencia y productividad. A este fenóme-no, desde el régimen salinista, se le bautizó como “modernización educativa”, no otra cosa sino la adaptación al lugar que debía ocupar la formación de trabajadores especializados en un contexto de modificación de las fuerzas productivas a nivel mundial, donde a México, le tocó la categoría de país maquilador, ensamblador y abarrotero.

Una evidencia contundente ha sido el TL-CAN; pero un dato más sobre el carácter de nuestra economía contemporánea de “maquila”, lo encontramos en los acuerdos de apertura co-mercial con cuarenta y cuatro países, en relación a los cuales, México mantiene déficit con treinta y dos en el plano que ha dado en llamarse “eco-nomía de exportación”: nosotros producimos miríadas de piezas que se ensamblarán en terri-torio ajeno al nuestro, para regresarnos el pro-ducto terminado y caro.18

La evolución de la racionalidad técnico-científica en juegos de intercambio de datos y

18 V. “Saldo negativo de la apertura comercial”, El Finan-ciero, viernes 13 de abril de 2012, Informe especial, p. 10

43

flujos de información que otorgan poder, dice Castells, ha producido relaciones de produc-ción sumamente desiguales, y es el caso de la sociedad mexicana en relación a otras socieda-des poderosas y dominantes. “Los intereses do-minantes son aquellos que responden a la racio-nalidad científico-tecnológica y al crecimiento económico. Los intereses alienados (más que los dominados) son los que, a su vez, responden a identidades sociales específicas”.19 Estamos, en efecto, siendo alienados y alineados en estruc-turas globales más complejas de lo imaginado, que hacen emerger oposiciones profundas entre las élites dominantes (favorecidas en la telaraña informacional) y el sentido de comunalidad de amplios sectores pugnando por conquistas como la salud, la educación y la democracia. Estamos siendo atrapados en una identidad implantada, derivada del estatuto que se nos está asignando en la globalización; y al decir, se nos está asig-nando, queremos decir, no estamos participan-do en la asignación. El escenario de los actores universitarios es análogo: se ha estado montando sin su consentimiento un diagrama académico-laboral; pero lo censurable, desde un punto de vista ético, es la pasividad con que se reciben los ordenamientos y los proyectos vertebrales para la academia y la investigación, la extensión de la cultura y la política universitarias. Todo ello, enmarcado en un significado de imposición apa-

19 Manuel Castells. “Flujos, redes e identidades: una teo-ría crítica de la sociedad informacional”, en op. cit., p. 20

44

rentemente disfrazado de tecnología y progreso inminente de la educación nacional. ¿Cuáles son las consecuencias para la autonomía universita-ria, surgidas de vincularla irremisiblemente a los vericuetos financiero-empresariales? ¿Estamos defendiéndola, siendo lo que es, lo más caro a una comunidad de sapiencia, comprometida con la investigación y la enseñanza?20

Dos consecuencias, en síntesis, arroja para la universidad pública el cambio de un Estado nacionalista y benefactor, a otro, desregulador y modernizador de estructuras que lo integrarían al libre mercado. La primera: una pérdida de au-tonomía (conquistada en 1929) traducida en la injerencia del Estado que impuso o avaló for-matos economicistas de productividad, so pena de regatear el financiamiento.21 La segunda: una

20 “Priva el pragmatismo. El Estado se convierte en una especie de facilitador para vincular a la universidad con el mundo de los negocios, para establecer alianzas entre funcionarios públicos, académicos y empresarios. Para el Estado y para la universidad la presencia del mer-cado es la que regula lo social y, por tanto, orienta las relaciones que se establecen entre los dos”. Este criterio entroniza los valores del mercado por encima de cualquier otro, apartándose de la conflictividad social, histórica y humanista; y por supuesto, apartándose también de valo-res como la autonomía universitaria. V. Humberto Muñoz García. “Universidad pública y gobierno: relaciones ten-sas y complejas”, en Muñoz García, Humberto (coord.). Relaciones universidad gobierno, México, UNAM-Mi-guel Ángel Porrúa, 2006, p. 70

21 Dice al respecto Massaro: “Al perder la iniciativa, las universidades se enfrentaron al espectro del conflicto

45

presión fuerte para que la universidad asumiera el discurso de una educación sostenida para el mercado. No han sido posturas adoptadas me-diante la reflexión, el debate o la investigación libre y honesta, sino debidas al embate de los poderes fácticos. Y una tercera consecuencia: la desorientación en la conducta de profesores y actores universitarios en general: ¿cómo actuar ante los sucesos que avanzan a paso lento, pero seguro, envolviendo toda la educación con un sello neocolonialista? ¿Cómo ligarse con la so-ciedad mediante pautas educativas que no aban-donen la ética comunitaria ni la salvaguarda de valores universitarios como el saber honesto, la investigación y la autonomía?

el problema: la universidad pública desli-gada de la crisis histórico-social

Durante el sexenio de Ernesto Zedillo, impor-tantes cantidades de dinero se comprometieron

entre ver que sus temores eran realidad, de que la reduc-ción de fondos llevó a que se convirtieran en instituciones inferiores, o que el gobierno pudiera comprobar que las re-ducciones no habían afectado sustancialmente la calidad. De cualquier forma permitía al gobierno ser el inspector a expensas de la autonomía institucional”. Cf. Vin Massaro. “Respuestas institucionales al aseguramiento de calidad en la educación superior”, en Salvador Malo y Arturo Veláz-quez Jiménez (coords.). La calidad en la educación supe-rior en México. Una comparación internacional, México, UNAM-Miguel Ángel Porrúa, 1998, p. 232.

46

para refinanciar la deuda pública y privada, sa-cando a flote a bancos y empresas en quiebra a través del Fobaproa; pero a la vez, se produjo un control más rígido de los salarios que perdieron drásticamente su poder adquisitivo; la falta de empleo comenzó a sobredimensionar una válvu-la de escape: la economía informal. En efecto, se privatizaron las ganancias y se socializaron las pérdidas. Y la última crisis fue tal vez la más de-vastadora que hemos padecido con un decreci-miento de -8% en 2009, ahondándose la pobreza y la desigualdad: el dato en 2011 del CONEVAL –organismo oficial que mide la pauperización– indica que más de la mitad de la población se encuentra en condiciones de precariedad social y económica. Sólo el 20% del total de mexicanos no tiene problemas de bienestar.

Frente a esta situación, actualmente ¿cómo se está vinculando la universidad con la socie-dad? ¿Cómo está compensado, en otras pala-bras, la universidad a la sociedad que la sostie-ne y espera de sus egresados sensibilidad para resolver los graves problemas que la aquejan? En realidad, la universidad pública no tiene una respuesta clara que ofrecer en términos de una incidencia de sus egresados para transformar el estado de hechos prevaleciente. La cuestión debe entenderse como un problema ético, que ha desprendido a la universidad pública de la sociedad que la ha prohijado y la considera una esperanza de resolución a problemas como la desigualdad, el atraso o la violencia de todo tipo

47

(incluyendo la pobreza alimentaria, de capacida-des o patrimonial). Si la universidad pública se desentiende de su entorno, estará fallando en su responsabilidad de encauzar el conocimiento, de hacer de la verdad, justicia. El distanciamiento universidad-sociedad, en verdad, es el auténtico problema (ético) de riesgo para la sobrevivencia de la propia universidad.

La universidad ahora, debería cumplir su rol sustancialmente moral; “la universidad tie-ne su rol, pero es difícil establecerlo, porque parte importante de la investigación científica es financiada por empresas privadas, nada aje-nas a los intereses empresariales. La universi-dad, con más de mil años de historia, necesita analizar su lugar, con pensamiento crítico nue-vo, teniendo una clara imagen de sí misma”.22 Si la institución universitaria asume como una de sus prioridades, trabajar la investigación científica para optimizar la ganancia de las grandes empresas (dispuestas a financiar los resultados en centros ingenieriles, biológicos, administrativo-contables, de materiales o médi-cos), en efecto, perderá la oportunidad de cana-lizar dichos resultados hacia la sociedad en su conjunto; pero de no hacerlo, se aduce, dejará escapar ingresos urgentemente requeridos por

22 V. Introducción, en María del Rosario Guerra Gon-zález y Rubén Mendoza Valdés (coordinadores). Enfoque ético de la Responsabilidad Social Universitaria. Méxi-co, UAEMex-IESU-Editorial Torres Asociados (Colec-ción Ethos, 5), 2011, p. 5

48

la escasez de recursos públicos, cada vez más regateados y condicionados.

Entendemos la paradoja anterior y, al mis-mo tiempo, la necesidad de renovar “la imagen de sí misma” de la universidad, reconstruyén-dola en un sentido ético-social, viviéndola en el corazón de los problemas, actuándola respon-sablemente en franjas como el curriculum, la libertad de cátedra, la enseñanza en el aula, la especialización y la defensa de los valores que rescaten la deteriorada moral pública y privada. Sería este ethos universitario, condición necesa-ria y suficiente de la reforma total de la institu-ción pública de nivel superior, autónoma, laica y humanista.

Pero el panorama no se presenta fácil, la macroinformación virtual establece, en mapas de localización de funciones y desempeño, estra-tegias para la economía política de la educación. Las líneas cruzadas de una información sin fin, “segmentan a los países y a las personas de acuer-do a metas específicas de cada red”; por ejemplo, las jerarquizaciones para otorgar dinero a los pro-yectos de investigación, se desglosan de acuerdo a títulos profesionales, inversión bibliométrica, intervención en cónclaves académicos, matricu-lación en centros exclusivos para el desarrollo técnico de los temas, aceptación de comisiones evaluatorias, sumisión a cargas de acumulación, etc. La exigencia es la constante movilidad cu-rricular y productivista, sin importar la situación personal que lo posibilite o lo haga imposible.

49

¿Cómo intervenir en estas articulaciones, en es-tos flujos informacionales que otorgan poder a los mejor ubicados? Se parecen a conglomera-dos neuronales emergentes, ordenando el siste-ma mundo, regulando los movimientos hacia los objetos y hacia las personas. La educación por competencias y similares tienen ese talante: se mueven en el sentido de distribución de una ló-gica de la conducta, atravesada por evaluaciones múltiples (diagnóstica, etc.), tiempos, objetivos, cronologías temáticas, portafolios de evidencias, etapas cognitivas, estratagemas didácticas, pre-visión de interferencias, acumulación de méri-tos, e innumerables inserciones más, ajustables dentro de, y por la estructura dominante.

Como pareciera estarse entendiendo, se privilegia el bagaje individual de las competen-cias para desenvolverse mejor en el “mundo del empleo”; sin embargo, está quedando relegado el bien común. Quizá lo más importante desde esta perspectiva, sea el apuntalamiento del sujeto para lidiar en condiciones laborales de competitividad extrema, atendiendo al logro del éxito personal. ¡La consigna es instruir fundamentalmente para la consumación del sujeto individual!, lo cual contrasta con la opinión del fundador de la Uni-versidad Nacional de México, quien no negaba la realización personal; pero ligada a la social o comunitaria, haciendo hincapié en ésta dentro de los términos de una moral cívica y republicana con miras al progreso y la justicia.

50

En consecuencia, la enseñanza teórico-práctica de la moral no debería considerarse un apéndice dentro de los planteamientos curricu-lares. Si respetáramos el sentido que imprimió Justo Sierra a una institución venerable como la Universidad Nacional, entenderíamos la necesi-dad de construirla sobre bases éticas sólidas y apegadas a un perfil del profesionista con com-promiso social. Entendemos que la formación ética no se reduce a un cúmulo de normas guar-dadas en la memoria para aplicarse en la vida diaria sin crítica ni fundamento conceptual, sino tiene lugar mediante el ejemplo y el constante enriquecimiento de la interpretación de los pro-blemas éticos de diversa índole, incluyendo los de índole empresarial y práctica. Plantear el des-ideratum educativo y ético, implica asumir una actividad de aprendizaje consustancial a los va-lores de la universidad; para Sierra, en los más altos peldaños del saber, el cometido sería que “se enseñase a investigar y a pensar, investigan-do y pensando, y que la substancia de la inves-tigación y el pensamiento no se cristalizase en ideas dentro de las almas, sino que esas ideas constituyesen dinamismos perennemente tradu-cibles en enseñanza y en acción, que sólo así las ideas pueden llamarse fuerzas; no quisiéramos ver nunca en ellas torres de marfil, ni vida con-templativa…”,23 ni mucho menos, podría haber dicho el fundador, bonos académicos para inter-

23 Ibid., p. 21

51

cambiar por beneficios económicos en una com-petencia sin fin.

En los planes educativos del presente, en las evaluaciones de toda ralea, cada vez más, va insertándose la guía fundamental de la competi-tividad sin una consumación humanista, anulada por la visión pragmática apabullante y creadora de símbolos a través de, como añade Castells, el espacio de los flujo y la concreción de suje-tos receptivo-pasivos.24 Debemos resignificar el símbolo de la universidad impulsado por Justo Sierra, haciéndolo emerger en su acepción iden-tificable con la acción ética y la especialización del conocimiento. De otro modo, ¿qué perfil del graduado se estará generando, de seguir enfo-cándolo desde las competencias individualistas?

Además de lo anterior, el riesgo, visto por Castells, del acatamiento a una estratificación de las personas y las sociedades, basándose en la lógica previsora de las redes, estriba en la “des-

24 Este autor sostiene: “los cambios ocurren de acuerdo con una lógica simbólica localizada en los procesos de re-presentación del espacio de los flujos”, refiriéndose al perfil adoptado por los cambios sociales o de organización co-lectiva. Ya no se puede vivir, por ejemplo, el proceso de la democracia sin la política mediática, como recientemente quedó demostrado en México; pero igualmente, se obser-van cambios similares en la educación, el trabajo y la cultu-ra. Estaríamos en una etapa novedosa de interpretación del cambio y la correspondiente conducta ética, necesitada de fomentarse en la educación universitaria. V. Manuel Cas-tells. “Flujos, redes e identidades: una teoría crítica de la sociedad informacional”, en ob. cit., p. 48

52

composición del patrón de comunicación entre las instituciones dominantes de la sociedad que trabajan a lo largo de redes abstractas, ahistó-ricas, de flujos funcionales, y las comunidades dominadas que defienden su existencia alrede-dor del principio de la identidad irreductible, fundamental y no comunicable”.25 Tal predic-ción se ha convertido en realidad en torno a la educación pragmática, que gana espacios cada vez más amplios en la universidad pública; pero que, a la par, va dejando rezagadas las necesida-des de solución de una cultura universitaria en crisis, rodeada además por la descomposición, la corrupción y la antidemocracia en el país. An-helamos una educación profesional, atenta a la sociedad, la nuestra, construida sobre cimientos históricos de colonización y rezago; compuesta de una riqueza multiétnica; apabullada por la in-versión extranjera y profundas desigualdades; pero la gramática generacional tecnócrata pro-pende, sólo, a concentrarse en los dilemas del mercado desregulado, haciendo caso omiso del “principio de identidad” de las comunidades que viven un equilibrio frágil. Actuar éticamente, pa-rece colegirse, tiene que ver también con la toma de posición e intervención frente a las redes y los poderes homogeneizantes.

25 Manuel Castells. “Flujos, redes e identidades: una teo-ría crítica de la sociedad informacional”, en ob. cit., p. 44

53

una propuesta de analogÍa

La identidad del académico, del investigador, ha sufrido variaciones: ser “un buen académico se ha vuelto equivalente a ser bien evaluado por los programas de estímulos o ser investigador nacio-nal. Y es que las jerarquías de los programas y los símbolos de prestigio que distribuyen se han convertido en factores de identidad que permiten mantener la frente en alto, cuando la imagen de la institución se palpa vulnerable y existe incer-tidumbre sobre su futuro”26. Se salva el prestigio y la imagen ascendiendo escalones en puntaje y categorías, enmarcados por una estructura insti-tucional en la cuerda floja; no se enaltece el aca-démico en términos de conocimiento y trabajo conjunto para sacar a flote el barco institucional, menos para sacar a flote vivencias que den solu-ción a la crisis nacional. La imagen de sí mismo del académico se ve reflejada en marcadores esta-dísticos, en récords periódicamente publicados en el tablero escolar. E igualmente, cada año o cada tres, se despliega el “avanzado” bagaje curricular para afrontar la prueba de fuego: la aprobación, la evaluación exitosa. Las fórmulas para llevar a la práctica proyectos universitarios de investigación

26 María Herlinda Suárez Zozaya y Humberto Muñoz García. “Ruptura de la institucionalidad universitaria”, en Ordorika, Imanol (coordinador), La academia en jaque. Perspectivas políticas sobre la evaluación de la educa-ción superior, CRIM-UNAM-Cámara de diputados-Mi-guel Ángel Porrúa, 2004, p. 29

54

y sus resultados, están alejadas, por no decir des-entendidas, del quehacer necesario para el bien común, sin pretender relegar el bien individual.

Las grandes empresas también entienden de autoimagen, de la conexión con la sociedad en términos de beneficencia pública controlada institucionalmente; de “apoyo a la comunidad” sin tocar un solo pelo de las causas profundas que la postran. Por ejemplo, cada año “Grupo Fi-nanciero Banamex realiza una jornada de trabajo voluntario”27 organizando a los trabajadores de sus distintas sucursales a nivel nacional, en lo que denomina “Día Global por la Comunidad”. ¡Sólo cada año!, y en la última ocasión celebra-toria añadieron las cifras siguientes: participaron cinco mil personas en 61 ciudades de la Repúbli-ca, incluyendo al Distrito Federal, reforestando 25 mil árboles. Es decir: atendiendo a la partici-pación obligatoria de las cuotas sociales, se pro-pusieron hacerlo anualmente mediante una gran publicidad, resaltando una imagen de elevada ge-nerosidad; lo cual, con el “trabajo voluntario” y la aparición en páginas sociales, se logra. No se con-cibe el trabajo comunitario como un aprendizaje elaborado cotidianamente para la construcción de una civilidad solidaria. Se entiende, más bien, como trampolín para enaltecer la autoimagen.

27 “Celebra Banamex el Día Global por la Comuni-dad”, Reforma, 24 de junio del 2012, Suplemento comer-cial, p. 1

55

la investigación cientÍfica

¿La investigación científica especializada, a qué finalidad responde? La respuesta a esta pregunta está en relación directa con la calidad y el reque-rimiento de temáticas convincentes a los eva-luadores, quienes autorizan los recursos. Existe una disciplina para el análisis y la orientación de los procesos de evaluación denominada “la evaluación de la evaluación de la investigación científica”, cuya tarea consiste en hurgar los ele-mentos para definir aquellos trabajos aceptables, cotejándolos con los rechazables; Jorge Flores y Salvador Malo sostienen que dicha disciplina “constituye un esfuerzo internacional de gran magnitud, que busca medir el retorno de la in-versión en investigación a través de la relación que se da entre su calidad y sus insumos, resulta-dos e impactos. Esto demanda el uso de métodos tanto cuantitativos como cualitativos, incluyen-do entre ellos la aplicación de indicadores bi-bliométricos y la evaluación por pares, es decir, por investigadores expertos”.28 Se refieren a lo que puede ser identificado como la calificación internacional y nacional de los académicos (v. gr., en el Sistema Nacional de Investigadores); y, de acuerdo a las palabras vertidas, el circui-to de indagación para evaluar debe corregir en función de la eficiencia del producto: cuánto se

28 Jorge Flores y Salvador Malo. “La evaluación de la evaluación de la investigación científica”, Este País, junio de 2012, No. 254, p. 44

56

gastará en inversión y qué beneficios acarreará, pero sin hacer alusión a problemáticas fuera del modelo evaluador mismo, por ejemplo, en la co-munidad nacional que eventualmente estuviera incidiendo en el propio modelo y sus resultados.

Los autores mencionados colocan como paradigma de evaluación del mérito académi-co-científico, a organizaciones independientes y públicas en Inglaterra y Francia: “el Higher Education Funding Council for England (HE-FCE), de Inglaterra, y la Agence d´Évaluatiion de la Recherche et de l´Enseigneiment Supériur (AERES) de Francia”, ejemplificando asimismo de qué manera coadyuvan estas agencias a la medición de la “innovación nacional” (propicia-da en el espacio de partida de las universidades mediante la investigación de punta); medición procesada al observar detalladamente el periplo investigación-innovación-productividad-com-petitividad.

De qué manera sería posible una tradición parecida en México, que relacione la investiga-ción con las necesidades de las grandes empre-sas o las pymes, si, como sabemos, en el mer-cado doméstico las trasnacionales automotrices, farmacéuticas, editoras, agroalimentarias o pe-troleras, traen consigo o compran tecnología en el extranjero. El empresario mexicano también ha estado haciendo gala de su pragmatismo al obtener insumos tecnológicos empaquetados y etiquetados por los países productores. ¿Dónde entonces podría descubrirse la “innovación na-

57

cional”, surgida de la investigación en las uni-versidades e influyente de la trayectoria que tomaran la producción industrial y la estructura financiera (el grueso de los movimientos en este rubro, como se sabe, está en manos de institucio-nes foráneas)?

Asumiendo una mirada inicial, el científico evaluador afiliado al Sistema Nacional de Inves-tigadores estaría careciendo de una comprensión de la realidad histórica y contemporánea de Mé-xico, además de aceptar a pie juntillas el punto de vista acerca del progreso de las tecnociencias y su evaluación en países como Inglaterra o Fran-cia: un gran ejemplo que –podría decir el cientí-fico mexicano– sería aplicable a nuestro país. El científico mexicano ha estado, quizá, en medio de una confusión de los hechos referidos a la in-vestigación y su evaluación en nuestro contex-to, haciéndolo equiparable a lo circunstancial de naciones en jauja científica y tecnológica. Allá, les proporciona dividendos, y se asume que acá, mediante la aplicación del mismo modelo, suce-derá lo mismo.

Mientras continúe el planteamiento de una investigación de calidad sustentada en la forma-ción de capital humano (con conocimientos, ha-bilidades y actitudes apropiadas a las necesidades de los modelos de evaluación del primer mun-do), la universidad pública estará difundiendo un panegírico del productivismo, del individua-lismo competente; pero estará desentendiéndose de nuestra sociedad en situación de rezago –muy

58

distinta al primermundismo. De ahí la pregunta: “¿cómo trasladar los conocimientos científicos y tecnológicos para resolver problemas socia-les e impactar la economía del país?”, planteada por el presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, el astrónomo José Franco López.29 No sólo –utilizando el vocablo del presidente de la AMC– “impactar” la economía, sino las distin-tas capas de la sociedad, y permearlas: ¿de qué modo? En alusión a la posible respuesta –dice Franco López– “la AMC y otras organizaciones tendrán mucho qué decir”. Esto es, los científi-cos, de acuerdo a la respuesta de Franco López, no tienen una respuesta; pero algunos de ellos insisten en asumir, desde la periferia política de su participación como investigadores, un “círcu-lo virtuoso” descrito como el “efecto multipli-cador entre educación superior e investigación científica y tecnológica […] clave del círculo virtuoso de la ciencia y el desarrollo”.30

Ni en la ciencia natural, ni en la social, ni en la investigación humanística; ni tampoco los tecnólogos, se han adentrado en la complejidad de unir los conocimientos vertidos con los “pro-blemas sociales” y viceversa. Lo han hecho de modo verbal, vía el análisis –en sí mismo valio-

29 Emir Olivares Alonso. “Los científicos no son re-queridos por los tomadores de decisiones”, La jornada, viernes 18 de mayo de 2012, p. 2a

30 Salvador Vega y León. “El Sistema Nacional de In-vestigadores y su impacto en el sistema de educación su-perior”, Este País, junio de 2012, No. 254, p. 51

59

so–; pero han abandonado la ética de las solucio-nes experienciales, las que pudieran “impactar” en la evolución compleja de los hechos (y no sólo el económico); soluciones éticas que po-drían dar lugar, claro, a conductas afrontadas con el poder establecido, pues ya lo recalcó Franco López: usualmente “los tomadores de decisio-nes no hacen caso a los científicos”. Cierto, y al respecto, se presentaría un par de dilemas: 1) la cúpula externa, la verdaderamente deci-soria, no hará caso de los científicos, salvo que asuman una inclinación abierta por la “evalua-ción de calidad” en condiciones prefijadas; si los juicios de los científicos “no son requeridos por los tomadores de decisiones, ni respaldados con recursos, mucho menos [serán] empleados para la elaboración de políticas públicas. [Y si] lo an-terior se traduce en una muy pobre contribución del conocimiento al desarrollo nacional…”31, entonces, ¿el científico –el profesional de las hu-manidades, el académico–, qué responsabilidad asumirá ante este panorama? Probablemente los científicos vean satisfechas sus expectativas de incremento monetario para beneficio de la cien-cia, la tecnología y la innovación; pero, tratán-dose de un subsidio oficial, es viable pensar que seguirá siendo instrumento para reforzar lo que hasta hoy ha venido aplicándose en la evalua-ción y el control institucional y académico, ¿o para qué se piensa que funcionaría una comisión

31 Emir Olivares Alonso. “Los científicos no son re-queridos por los tomadores de decisiones”, Ib.

60

ad hoc del ramo? 2) Se tendría que modificar la obediencia ciega a los modelos de evaluación vigentes, si auténticamente se persiguiera con-siderar el asunto del beneficio social. ¿Podrá hacerse, después de que “profesores e investiga-dores han seguido una ética individualista en la que cuidan sus intereses personales; se dedican a acumular puntos o currículum para ser evalua-dos [y] no están preocupados por la conducción institucional de sus universidades o con la vida colegiada”32 o con la vida social? Revolucionar la educación de la universidad, salvaguardando el espíritu que le imprimió Justo Sierra, requeri-ría supeditar los conocimientos a un compromi-so ético y una praxis que condujera a formas de convivencia más dignas y más liberadoras de la política hegemónica y corporativa, en la que nos hemos estado subsumiendo.

La universidad pública se está empleando a fondo para sobrevivir a evaluaciones como las aplicadas por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), Fondo para la Moder-nización de la Educación Superior (Fomaes), Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación superior (CIEES), Programa Integral de Fomento al Posgrado (PIFOP), etc. Sería, ciertamente, la evaluación una condición necesaria en los tiempos actuales, pero no sufi-ciente. No queremos egresados aptos sólo para

32 María Herlinda Suárez Zozaya y Humberto Muñoz García. “Ruptura de la institucionalidad universitaria” en ob. cit., p. 30

61

ser apéndices de la computadora y supeditados a la rentabilidad de la corporación, a quienes todo el tiempo se les evalúe su papel subordinado. Queremos egresados, sí, bien preparados en su especialidad; pero con un sentido ético a la hora de responsabilizarse por una sociedad –la nues-tra– en bancarrota moral y económica.

Jorge Flores, Premio Nacional de Ciencias 1994, y Salvador Malo, director general de la Calidad en la Educación y el Trabajo, terminan afinando una propuesta para mejorar la evalua-ción experimentada en el Sistema Nacional de Investigadores, de la manera siguiente: “El mo-delo alternativo que se propone para evaluar los expedientes de los investigadores descansa en: –un formato de solicitud más simple que el ac-tual; –un formato de evaluación más simple (y más transparente) que el actual; –una distribu-ción de la tarea de evaluación entre un número mayor (y más rico) de evaluadores; –un proceso de evaluación más ágil y con menos reuniones presenciales de los evaluadores; –un procesa-miento más expedito tanto de la información de los solicitantes como de los resultados de su evaluación”.33 Aparentemente, las exigencias a considerar en una investigación de calidad, tan-to para ingresar al Sistema Nacional de Inves-tigadores, como para ratificar la permanencia, se fundamentarían en el llenado de formularios

33 Jorge Flores y Salvador Malo. “La evaluación de la evaluación de la investigación científica”, Este País, junio de 2012, No. 254, p. 50

62

más sencillos, analizados por grupos de pares en un “escenario de cinco mil solicitudes por año”. ¿Ante qué grupos y ante qué sectores se exponen a ser evaluadas tantas solicitudes, en espera de enjuiciar cuál es la investigación aprobada? La respuesta parece inevitable: se trata de una bu-rocracia compuesta de “expertos”, comisionados para aplicar moldes que hacen tabla rasa de las condiciones individuales y comunitarias.

En México, el imaginario del evaluador, en un sentido amplio, parecería estar adquirien-do el mecanismo de asumir que lo fundamental es atender nuestra situación de crisis; pero acto seguido, recurre al modelo europeo o sajón para medir la “innovación nacional” a través de apli-car parámetros abstractos sobre la calidad de la investigación. Se deja de lado, en otras palabras, lo propio de la crisis educativa y económica, y se privilegia al prototipo. Es probable que se deba a una larga historia de sometimiento, por la cual el indígena no tenía más opción que adoptar la cultura del conquistador, la “civilizada”, la “pa-radigmática”; el criollo, en su prisa por construir una nación independiente y moderna, se atrajo el canon francés y norteamericano (hasta la fecha).

el problema de la moral nacional: el caudillismo

La simiente del Estado posrevolucionario la identifica Arnaldo Córdova con lo que él ha lla-mado un contrato social para desterrar luchas intestinas, para eliminar a los caudillos enfren-tados entre sí y darle cumplimiento al reparto agrario. Frenar a la burguesía y defender a la naciente clase obrera, también fueron símbolos defendibles entre quienes ascendieron al poder.

La gesta constitucional carrancista arrojó un articulado que daba al Estado la propiedad de los recursos básicos, la defensa de las masas y el anhelo de un desarrollo nacionalista; operar la evolución política y económica constituyó, pues, un proceso que se había iniciado durante el porfiriato y habría de continuar desde un án-gulo de visión diferente, a saber: el de “las refor-mas sociales que cobraron vida institucional con su consagración en los artículos 27 y 123 de la Constitución del 17”.1

Las expectativas originadas por estos pre-ceptos se convirtieron en terreno donde se apro-vecharía la lentitud para aplicarlos; en otras palabras, activar lo pactado en el contenido constitucional, dosificar el tiempo para cumplir

1 Córdova, A. La formación del poder político en Mé-xico, México, Era (Serie popular Era, No. 15), 1979, p. 16

64

las promesas de reivindicación agraria y laboral, se convirtió en un medio de control de la masa campesina y obrera. El derecho quedó transfor-mado, muy a pesar de los liberales progresistas, en antídoto contra la insurrección popular, en adormecimiento y entretenimiento mientras se enarbolaba la meta de su consecución.

Alrededor de los jefes triunfantes (Ca-rranza, Obregón, Calles) nacieron grupos orga-nizados. Culminada la batalla militar, aparen-temente, se habrían de extinguir los caudillos nulificados por un poder hábil que concedió privilegios a cambio de la integración republi-cana. Nuevos terratenientes, nuevos empresa-rios y políticos nacieron al amparo de la estruc-tura institucional, aun cuando no hubieran sido los únicos oportunistas. Llama la atención que historiadores como Semo, Gilly y el propio Ar-naldo Córdova, proclamaran el paso del caudi-llismo al liderazgo ordenado; el paso del triunfo de los alzados, acaudillados por algún paladín, al triunfo de una cúpula inserta en el Partido Nacional Revolucionario, y, a posteriori, en el PRI, que –apunta Luis Villoro– se investía de benefactor de las masas sin dejar de atender al banquero o al empresario: nunca, a despecho de las apariencias, en el discurso de la Revolución Mexicana se habló de suprimir la propiedad pri-vada. Los constitucionalistas –explica Arnaldo Córdova– conservaron como núcleo esencial de su programa social las instancias fundamentales de la revolución política: la defensa a ultranza

65

del principio de la propiedad privada, el proyecto de un desarrollo capitalista para México, la ins-titución de un Estado de derecho independiente de los intereses privados y un sistema jurídico de libertades públicas (se trataba, como puede ver-se, de las más grandes aspiraciones de las clases medias mexicanas).2 Tales anhelos se orientarían por un peculiar sentido del caudillismo, que nun-ca feneció.

La figura del caudillo, cuyo don de mando y solicitud de doblegamiento de las masas, atra-viesa la historia mexicana adquiriendo matices según las circunstancias; pero siempre conser-vando una esencia como aglutinador de volunta-des, director de vidas e intransigente a la hora de tomar decisiones. Representa el caudillismo un discurso guía que somete y pone al descubier-to estructuras profundas de liderazgo, en buena medida caótico y autoritario.

Martín Luis Guzmán ha perfilado al ca-becilla en el paisaje revolucionario; este último dará lugar a la modernización política, al desa-rrollo económico y cultural en el México pos-terior a la lucha armada iniciada en 1910. El prototipo del caudillo impactará la conducción del Estado hacia una aspiración: manumitir a las masas. Puede demostrarse la honda huella que el caudillo dejó en quienes tomarán en sus manos la construcción de la nación después de 1920, una vez concluida la guerra civil. Y no sólo eso, también ha dejado su huella hasta el día de hoy,

2 Ibid., pp. 31 y 32

66

en la experiencia de dirigir, en la connotación de “dirigencia”, afectando prácticamente todos los niveles del ser del mexicano.

¿Quiénes eran los caudillos? ¿Respondían a una sociedad ávida de trascender mediante el ejemplo de cabecillas, acaparadores de volunta-des y bienes? Plantearemos las aristas del com-portamiento caudillista que, a grandes rasgos, constituirá la sustancia moral de una conviven-cia problemática, arrebatada, pero después de todo propia y peculiar de nuestra cultura. Será la base desde la cual deberemos sustentar la po-sibilidad de una cohesión nacionalista –si pudie-ra hallarse algo semejante–; es decir, de lo que pudiera analogarnos en medio de la sistemática dispersión observada en la existencia nacional.

dosis exhibicionista

Bernardo Reyes, según Martín Luis Guzmán, te-nía la esterilidad de la inconstancia: ora decide propugnar por el maderismo, ora lo incrimina; ora toma la decisión del destierro y a poco se desdice, generando inquietud pero ningún acto trascendente. “Acaso pudiera decirse de él que se creía y se sentía un patriota, y que obraba siempre, leal en el propósito, a impulsos de esa convicción, pero que, en realidad, su patriotis-mo no era bastante para señalarle dónde estaba

67

el verdadero bien de la patria”.3 Conspiraba, equivocándose en elegir el momento oportuno o lograr la adhesión popular, tan cara a un líder. ¿Qué creería haber logrado Bernardo Reyes al ponerse al frente del ataque a Palacio Nacional en 1913? ¿Habría pretendido asumirse líder por el solo hecho de una aureola ganada durante el régimen de Porfirio Díaz? Acaso pensaría que su sola presencia al frente de los amotinados gene-raría un respeto atemorizante, sostenido en in-signias pasadas de ministro de la guerra; pero su hora de gloria había pasado y el error de consi-derarse personaje inmarcesible, le costó la vida.

Igualmente, Guzmán describe a ganadores en batallas por Culiacán, Guaymas, Chihuahua; v. gr., Salvador Alvarado, Ramón Iturbe, Juan Ca-rrasco, todos, mílites destacados. Respecto de Al-varado, resalta Martín Luis Guzmán su dosis de megalomanía. Ya despidiéndose de una cita –narra sorprendido Guzmán– soltó a cada visitante un re-galo: ¡su fotografía! Y no contento, la repartió en distintos tamaños conforme a la jerarquía –según la percepción del general– de los huéspedes. Aunado al estilo ensoberbecido y espontáneo, portaba cua-lidades de militar efectivo, organizador brillante, administrador puntual de huestes.4

Lo pintoresco lo encuentra Luis Guzmán en Carrasco: Cierta mañana lo vi pasear por las

3 Martín Luis Guzmán. Caudillos y otros extremos, México, UNAM (Biblioteca del estudiante universitario, No. 115), 1995, pp. 84-85

4 Ib., p. 88

68

principales calles en entera concordancia con lo que de él se decía. Iba en carroza abierta, terciada la carabina a la espalda, cruzado de cananas el pecho y acompañado de varios ofi-ciales masculinos y uno femenino y notorio: la famosa Güera Carrasco. Detrás del coche, a la buena usanza sinaloense, una charanga hasta de cuatro o cinco músicos.5 Transitaba exhausto después de incontables francachelas, aun cuan-do por ningún motivo perdiera la vertical ni la oportunidad de exhibirse como la figura que era: un soldado victorioso. Testigo privilegiado, Mar-tín Luis Guzmán puede decirlo en términos am-plios: a los caudillos se les puede clasificar; eran “casi siempre descreídos e ignorantes, bárbaros, audaces, sin ningún sentido de los valores huma-nos y desconectados de todas las fuentes –falsas o ciertas– originadoras de los impulsos hacia la virtud”.6 La obsesión de fama y honra hace del caudillo un ser necesitado de colocarse en el lugar que considera le corresponde. Puede enarbolar sus méritos de soldado valiente; puede desplazar las insignias militares en aras de una carrera polí-tica, o simple y llanamente buscar escenarios para llamar la atención, concitar envidias, mostrarse atractivo. En Mi general, el protagonista anhela el renombre y para conseguirlo –dice – “necesi-taba ser uno de los grandes generales ganadores

5 Ib., pp. 109-1106 Ib., p. 92

69

de grandes combates”.7 Al triunfo, consumado a pulso, seguía el prestigio de propietario de tierras, gobernador o dirigente solicitado.

Entre incontables ejemplos, está el de Ama-ro, Secretario de Guerra y Marina durante la pre-sidencia de Emilio Portes Gil; este último, casi al término de su mandato (1929), repartió tierras como nunca antes; Amaro fraccionó las suyas para dárselas a campesinos desheredados. Ello daba como resultado popularidad y permitía con-servar bienes extensos. Tanto la aureola de buen soldado como su contribución a las causas nobles, lo colocaban en el centro de las miradas.

John W. F. Dulles en su libro Ayer en México narra cómo, entrando Carranza a la ciu-dad de México, Pablo González se negó rotun-damente a formar parte del acontecimiento, ¿el motivo?, habérsele designado cabalgar a la iz-quierda del Presidente, mientras a Obregón se le indicó cabalgar a la derecha. Salir en primera plana era lo de menos, ¡lo que le dolía era pre-sentarlo como segundón!

López y Fuentes describe a su persona-je al borde del paroxismo ante la posibilidad de ser un perfecto desconocido. Cierto parroquia-no nunca supo decir el nombre del general e, increpándole al asiduo, éste le respondió: –¡No lo menciono, porque no sé su nombre! Palabras hirientes a cuán más: “las copas, el horror al

7 Gregorio López y Fuentes. ¡Mi general!, en Antonio Castro Leal (coomp.). La novela de la Revolución Mexi-cana, México, Aguilar, 1966, p. 324

70

anonimato, la predisposición, todo hicieron que yo –confiesa el general– estallara ante semejante ofensa. ¡No saber mi nombre!”8 Después viene un cuadro de venganza (hija de la frustración). Ser un Don Nadie perfila el vacío insoportable; perfila las carencias en que se ha vivido sin ga-nas de volverlas a experimentar, y menos frente a la oportunidad irrepetible para desterrarlas. El verdadero triunfo habría sido escuchar su nom-bre en boca de cualquiera. Este impulso aflora en la voluntad como necesidad imperiosa y se traduce, frecuentemente, en petulancia.

A Obregón le gustaba publicar a los cua-tro vientos sus triunfos. “Obregón estaba muy lejos de ser modesto”9; le atraía la alfombra roja del halago; pero –sostiene Dulls– “es probable que este orgullo en sus logros fuera una caracte-rística de la que gozaran sus partidarios”.

trasfondo idealista

Una descripción del adalid se despliega en la obra iluminadora La sombra del caudillo. Lo tí-pico del líder a la mexicana, lo narra Martín Luis Guzmán con lucidez en el plano crítico-literario. Dos anhelos inflamaban la conciencia del revo-lucionario: la venganza por la muerte de Made-ro y la salvación de la patria. (Podría traducirse

8 Gregorio López y Fuentes. ¡Mi general!, en ob. cit., p. 324

9 W. F. Dulles. Ayer en México, México, FCE, 2002, p. 23

71

lo anterior como sacar del poder al usurpador, y construir la nación expulsando de una vez por todas al terrateniente rico, al burgués abusivo, al político entreguista y al ejército federal escudo de todos ellos.) Que al caudillo le colgaba en el pecho un blasón justiciero, es cierto; que nece-sitaba mostrarlo en el campo de batalla y en los espacios dejados por la tregua, también es cier-to. Con limitaciones, conforme a Luis Guzmán, por su falta de educación; con exhibicionismo y presunción; con ausencia de modales ético polí-ticos y, sin embargo, ahíto de audacia y determi-nación. Era el jefe quien resolvía dilemas graves de la guerra, pero improvisado en el resto.

Pese a todo, irradiaba un encantamiento insospechado. “Sí, hijos míos [se imaginó Cata-rino Ibáñez, general y gobernador del Estado de México, hablándoles a mil indios en una mani-festación política] cuando la Revolución sea la ley en las ciudades y los campos, ya no habrá más ricos codiciosos, más ricos explotadores de la miseria del pobre, sino que todos seremos ri-cos buenos, ricos revolucionarios y útiles, según algunos lo somos ya: los que vamos, con la ayu-da de Dios y sin quitarle nada a nadie, juntando nuestras economías…”10 Trátase de un carisma edificado sobre el milagro (ancestral) de resarcir e igualar oportunidades, no importando origen ni condición; en México, la población siempre

10 Martín Luis Guzmán. La sombra del caudillo, Mé-xico, Porrúa (Colección de escritores mexicanos, No. 89), 1988, p. 100

72

ha estado ávida de oír palabras justicieras: siem-pre, ahí, ha existido un campo fértil para la inter-pelación de quienes se asumen como paradigma del revolucionario triunfante, solícito en lograr que –tarde o temprano– otros puedan acceder al mismo status que él.

Innegable además el radicalismo del líder: una especie de fanatismo religioso lo impulsa, agravando su tendencia a cerrar los ojos frente a los hechos, frente a posturas contrarias o a sim-ples comentarios adversos. El general Plutarco Elías Calles, ministro de Comunicaciones de Carranza, infundía recelo, “su mismo radica-lismo [da] qué pensar […]. Su rostro no inspira abierta simpatía; la historia de su dureza infunde una vaga sensación angustiosa –escribe Ramón Puente–”.11 ¿Rasgos impertérritos sólo en el as-pecto físico? No, también en la forma de decidir, de tratar al oponente, dictar pronunciamientos, guardar las apariencias; en ello reverbera la in-transigencia, el orgullo irracional, la dificultad para rebasar al propio yo. Este fenómeno tiene su punto de intersección en una postura religiosa inflexible.

¡Hasta en la benevolencia el caudillo es ra-dical, por más que se le demuestre estar en el error! Recuérdese a Carranza ante una pléyade de generales intentando convencerlo para no imponer a su candidato Bonillas (un civil prác-ticamente desconocido). No existían condicio-

11 Puente, Ramón. Hombres de la Revolución: Calles, México, FCE, 1994, p. 69

73

nes mínimas; la imposición era una bomba de tiempo y el tiempo se agotaba. Carranza se negó, bajo el argumento de que este país necesitaba un Presidente civil, no militarista. ¡Craso error! En una geografía donde pululaban soldados que se consideraban presidenciables; donde acechaba el mejor postor con los cañones dispuestos; don-de los gobernadores se conducían como señores feudales en su burgo, al final, sobrevinieron con-secuencias desastrosas. Una de ellas, el homi-cidio de Don Venustiano en el pueblo de Tlax-calantongo. Se le acusó de traidor a la naciente democracia; el pretexto era lo de menos.

Durante la competencia para suceder a Obregón, quedaban Calles y el general Angel Flores, grumete, estibador y soldado augusto. A Elías Calles lo denominaban sus partidarios el “candidato macho”, alabando su talante enérgi-co y apegado a ideales revolucionarios (educa-ción laica a ultranza, repartición de tierras, bene-ficios para el trabajador urbano, etc.). El mote de “macho” sugiere inclinación a favorecer accio-nes extremas; sugiere, incluso, la necesidad de encarnarlas y, hasta resulta de más decirlo, si el personaje incumpliera estos requisitos, no satis-faría los deseos inconscientes de la masa. Angel Flores se retiró de la contienda, convencido de la inutilidad de continuar; ningún indicio señalaba insinceridad, sin embargo, al final resultó afecta-do por una “dolencia” (murió envenenado). Per-seguirlo cuando –en apariencia– nada indicaba peligro, refiere grados de susceptibilidad ante la

74

más mínima sospecha de verse confrontado. Al-gunos dirán que se trata de un especial talento para prevenir, empero, detrás está una afición a vivir la guerra hasta la necesaria aniquilación del enemigo, otorgando al hecho un cariz de cruzada religiosa. Perseguir al pagano, al hereje, al idó-latra, dondequiera que se encuentre; extirpar el tumor, equivale a una hecatombe entre credos.

¿Se puede actuar con miramientos? El Mi-nistro de Guerra de Obregón, general Serrano, a quien llegó a presentar como su brazo derecho, como el cerebro de sus triunfos, decidió conten-der por la presidencia de la República (1927), precisamente ¡contra Obregón! Previamente a la contienda, ambos pudieron entrevistarse. “Las palabras o los reproches que se cambiaran nadie los conoció a ciencia cierta. Pero Serrano, al re-gresar de Cajeme –lugar de la entrevista– lanza un manifiesto ampliamente conciliador”.12 Daba la impresión de un encuentro amistoso, mas, el 3 de octubre de 1927, entre México y Cuerna-vaca, Serrano y varios amigos suyos perecieron ultimados. La simbología del “estás conmigo o contra mí” debe entenderse según una forma de vida, según un entramado que confiere energía a la existencia.

En el devenir político, Calles dejará la presidencia, pero se le premiará en lo sucesivo con el mote de “jefe máximo de la Revolución”. De acuerdo con Puente, asume “el papel de ár-bitro en todos los asuntos de México, y en esta

12 Ramón Puente, ob. cit., p. 96

75

situación está obligado a mantenerse”.13 Obliga-do a mantenerse simboliza la cúspide del líder que estructura la vida social y política; un estilo omnipotente de gobernar; un deseo irrefrenable de conservar el poder tal vez en aras de cuidar una obra (revolucionaria) conseguida a base de enormes sacrificios. O, tal vez, sabedor de que, sin una conducta intransigente, pasaría a tercer o cuarto término en el ajedrez político; se ex-pondría, como tantos, a sucumbir a manos del enemigo en turno.

No todo resultaba armonía en el maximato callista; surgían oposiciones por doquier y la más recalcitrante habría sido –quizá– la del clero cató-lico. Sin medios ni capacidad para contemporizar entre los bandos, se desató la Guerra Cristera.

En esgrimir el sable y la pistola, fuera para atacar o para defenderse, transcurría la vida del poderoso. Pese a todo, Leopoldo Zea le atribuye al carácter del mestizo el mérito de la unidad na-cional sustentada en el acaparamiento del poder, aunque, al fondo del camino, resultara inevitable un sentimiento de inconformidad entre quienes se hubieran sentido despojados; la “ambición personal –explica Zea– y la falta de escrúpulos, propios del carácter del mestizo que ha toma-do la dirección de las fuerzas nacionales desde mediados del siglo XIX, sirven de instrumento de unidad donde han fracasado todas las ideas

13 Ib., p. 110

76

e ideales importados”.14 Paliar el ensimisma-miento caudillista, repartir mejor los espacios políticos utilizando la justicia, ha sido una tarea pendiente que se ha buscado inspirándose en la aplicación de modelos “importados” referidos a la democracia; pero esta importación, que pudie-ra haber propiciado un sesgo en el carácter del mestizo como se pretendía, ha derivado –dice Zea– en punto menos que un fiasco.

El carácter irascible e improvisado, cuya nota destacada sería el hecho de unificar bajo un poder omnímodo, ha prevalecido y continuará prevaleciendo, de tal manera que deberemos to-marlo como punto de partida para juzgar sobre el rumbo de la moral y la política en nuestro medio. Ahora bien, de continuar trayendo tipologías ex-trañas que determinarán cómo deberemos ac-tuar, señalándonos metas, negándonos un modo de ser basado en nuestra historia de “ambición personal” y “falta de escrúpulos”, implica, por lo menos, un doble riesgo: o se exacerba nuestra idiosincrasia caudillista como reacción al mode-lo, o se reducen los efectos, soterrándolos, pero disponiéndolos a un estallido más violento que les dé cauce tras largo tiempo de haberlos man-tenido reprimidos, como sucedió en la vida po-lítica y económica durante el Porfiriato; la lava brotó incontenible fuera del cráter asestando un golpe mortal traducido en un movimiento arma-do –echado a andar en 1910.

14 Leopoldo Zea. Conciencia y posibilidad del mexica-no, México, Porrúa, 1974, p. 30

77

Puede tratarse la moral caudillista de un fenómeno irracional y cruel, en efecto, pero trataríase a la par de nuestra circunstancia y en ella deberemos reparar; y a partir de ella, crear valores que permitan transformarnos. De acuer-do con Leopoldo Zea, nuestras “posibilidades dependerán, en todo caso, de nuestra capacidad para adaptar nuestros proyectos a nuestra situa-ción, para que, a partir de la misma, vayamos transformándola […]”.15

Para Córdova, primero ha tenido lugar el “autoritarismo derivado […] del caudillo revo-lucionario”, y luego, hasta escalar la cumbre, “el autoritarismo del cargo institucional de la Presi-dencia de la República”16; ello es verdad y po-dría descubrirse un contraste entre un liderazgo más representativo de la espontaneidad (caudi-llismo) y otro más estructurado e institucional; pero deberá entenderse que se trata del mismo fenómeno problemático; deberá entenderse que ambos forman parte de una génesis del caudi-llismo, suprimiendo la tesis de ser éste ajeno al “presidencialismo”, el cual –más bien– resulta su continuación.

Vía este liderazgo caudillista sui generis, se edificará la representatividad política (econó-mica, cultural, etc.), dentro de lo que, asevera Enrique Semo, en verdad fue una revolución bur-guesa a la mexicana. Grupos que iban “más allá

15 Ib., p. 4316 Arnaldo Córdova. La formación del poder político

en México, loc. cit., pp. 33 y 34

78

del capitalismo” –aclara Semo–, por ejemplo, los magonistas o los zapatistas, “en ningún momento logran dirigirla”; “porque el grado de desarrollo de la sociedad no permite la solución de los problemas que plantean estas fuerzas fundamentales”.17 Y la aseveración de Semo, llevaría al planteamiento de una pregunta: ¿qué notas podrían haber distingui-do un liderazgo anarquista o de corte zapatista, en caso de haber triunfado?

No es ociosa la pregunta, pues podría ser posible hurgar en los procesos históricos y con-figurar, en retrospectiva, variantes de un caudi-llismo refractario al “burgués”, variantes, por supuesto, insertas en una idiosincrasia auténtica-mente popular y germinal.

oportunismo, un seguro para lo inseguro

En labios de Tarabana, Martín Luis Guzmán pin-ta un requerimiento para sobrevivir en medio de intrigas, acontecimientos adversos o caídas en desgracia: quien se expusiera al dominó político –donde unos pierden y otros ganan sin la certeza de mantenerse en su sitio–, debería prevenirse. Respondiendo Tarabana (el operador de corrup-telas) a una crítica del amigo desinteresado y no-

17 Enrique Semo. Reflexiones sobre la revolución mexicana en Gilly, Córdova et. alt. Interpretaciones de la Revolución mexicana, México, UNAM-Nueva Imagen, 1980, p. 137

79

ble, Axcaná, contra los infaltables negocios tur-bios del político, aquél los justifica sosteniendo enérgico: “él es quien me busca a mí [se refiere al Secretario de Guerra]. ¿Lo oyes? Él a mí. Ahora, que al hacerlo, la razón le sobra: esa es otra cues-tión. Muy grande imbécil sería si, desperdician-do sus oportunidades, se expusiera a quedarse en mitad de la calle el día que haya otra trifulca o que el Caudillo se deshaga de él por angas o por mangas. Pero, vuelvo a decírtelo: ¿para qué te sirve toda tu filosofía, la tuya y la de los libros que dicen que lees?…”18 Pone énfasis en el sen-tido práctico frente a la supuesta inutilidad de una cultura libresca. Se anticipa Tarabana a dos contingencias en la vida nacional: la confronta-ción violenta y el interés cambiante del Caudillo, cuyas veleidades podrían conducir a deshacerse del subordinado. De cara a este avatar, se insi-núa, de nada valen filosofías ni especulaciones: se requiere prevenir, no mediante la virtud –diría Guzmán– del funcionario honesto e ilustrado, sino mediante golpes de mazo como la intriga, la violencia o el negocio astuto.

Un factor determinante de la inmora-lidad –insistirá Luis Guzmán– será la falta de pulimento espiritual; el jefe de operaciones mi-litares de Puebla, narra: nunca había estado en la escuela, no sabía leer ni escribir, ni contaba con otro bagaje espiritual que sus intuiciones militares, a que debía su carrera de político. Su

18 Martín Luis Guzmán. La sombra del caudillo, loc. cit., p. 23

80

risa era grosera y chorreante; toda su persona, inculta, primitiva, montaraz. Pero como ante él los jóvenes políticos allí presentes sentían el es-tremecimiento de tener cerca a uno de sus gran-des hombres, a uno de los formidables adalides necesarios a su causa…19 Digno de mencionar-se es que, anexa al espíritu zafio, está una turba de seguidores, tolerante de las deficiencias que –en realidad– las ha convertido en cualidades. Hay una simbiosis: al primero (el caudillo) se debe la segunda (la turba) y viceversa, sin poder imaginar cómo serían uno sin la otra en un am-biente de guerra perpetua –que solicita de ambos la unidad generadora de la fuerza.

La multitud adviene en torno del jefe, lo sostiene como promesa de completud. Arnaldo Córdova ubicará este fenómeno como un proble-ma a resolver dentro del periodo modernizador: “¿Por qué –interroga– conviven con las nuevas instituciones formas arcaicas de relación políti-ca, como son una sustancial impreparación po-lítica de las masas y el trato, tan deleznable en un sistema político moderno, del compadrazgo y la lisonja cortesana?”20 Puede preguntarse asi-mismo cómo es que devienen gobernadores o ministros “analfabetos, con patente de incultura, en los cargos públicos de responsabilidades más

19 Ib., p. 3020 Arnaldo Córdova. La formación del poder político

en México, loc. cit., p. 57

81

altas”.21 Y es dable distinguir un denominador común: han sido soldados en medio de la revuel-ta, han desplegado capacidades de adaptación y, aparte, los ha favorecido la buena fortuna. Todo habría sido determinante; “como por magia”, acota Luis Guzmán, se convertían de la noche a la mañana en tutores de “proles huérfanas”.

Más adelante, Tarabana insistirá en la función casi biológica de sobrevivencia ante un clima social impredecible: la protección a la vida y a los bienes la imparten los más violen-tos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclina-ción de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor.22 Es decir, cualquier salida obsta, salvo infligir agre-sión para ganancia del vivaz. El contrato social que impide aniquilarse unos a otros, sería letra muerta: hasta los mismos jueces o abogados se ven arrastrados a corromperse debido a un am-biente superior a su poder legal. Si quisieran ha-cer justicia, debería afirmarse: tienen vocación o de “héroe o de mártir”.

El guerrero, el militar analfabeto, guarda conciencia de su tosquedad; detrás de él, res-guardándolo, marchan letrados, hombres de confianza que influyen con quién debe asociar-

21 Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo, loc. cit., p. 80

22 Ib., p. 131

82

se, cuándo actuar usando las armas, qué asun-tos legales enfrentar, la estrategia política a se-guir, etc.; el líder busca al intelectual con una condición: que le ayude a mantener intactos sus privilegios, no importa cuán escasos sean. Al general Encarnación Reyes lo “regenteaba tan bien” –alude Luis Guzmán a un estudiante de Derecho que abandonó los libros para irse “a los campos prometedores y magníficos de la Revolución” –, que dispuesto estaba bajo su in-flujo a defender con las balas lo que dispusieran “los radicales progresistas con la palabra”23. La barbarie puede advenir un privilegio y refinar-se según la intervención del ilustrado (maestro de escuela, abogado, estudiante, literato). Ahora bien, deberá hacerse hincapié en que se trata de una intelectualidad adaptable a la confrontación de la guerra, aun cuando no sea, por supuesto, el único tipo de intelectualidad, pero sí la arribista, la cercana al poder.

institucionalización oportunista

La disposición del caudillo para crear un partido político aglutinador, responderá a la visión que se tenía de la contienda electoral hasta 1929: confrontaciones, desaparición física del enemi-go, improvisación de partidos mientras pasaban las elecciones, líderes carentes de principios.

23 Ib., p. 31

83

Un par de semanas después del asesinato de Obregón, Calles tenía los ingredientes para organizar el Partido Nacional Revolucionario, que frenaría “las ambiciones de nuestros polí-ticos disciplinándolos al programa que de an-temano se aprobara”; se aniquilarían previsora-mente “los desórdenes que se provocan en cada elección” y “nuestras instituciones irán forta-leciéndose hasta llegar a la implantación de la democracia”.24 Estas palabras, encauzarían el proyecto de noviembre de 1928, presentado en la casa de Luis L. León a la cual asistieron en-tre otros Portes Gil, Manuel Pérez Treviño, José Manuel Puig Casauranc y Marte R. Gómez; se nombró presidente del partido al general Plutar-co Elías Calles; se nombró también a un comité organizador y a los secretarios.

Calles fue autor material del Partido Na-cional Revolucionario. En la convocatoria para integrarlo se hace un llamado “a todas las agru-paciones revolucionarias: a los grandes núcleos que representan y dirigen los intereses políticos de los Estados, lo mismo que a las agrupaciones distritales o municipales de aislada o incompleta organización: a los Partidos de programa revo-lucionario integral y a los que dedican estudio preferente a cuestiones partidarias de agrarismo u obrerismo. A todas las ramas de la Revolución Mexicana, en la amplia acepción del movimiento

24 Citado en Córdova, Arnaldo. La revolución en cri-sis. La aventura del maximato, México, Cal y Arena, pp. 51-52

84

nacional que lucha por renovar la vida y mejorar los destinos de la Patria”.25 El amplio espectro de organizaciones, desbalagadas por aquí y por allá, útiles para colocar en el poder a sus miem-bros en puestos de prosapia o más modestos, im-plicaba una medida radical para terminar con los “desórdenes que se provocan en cada elección”. Más aún, la distribución del poder requería con-centrarlo en el sector “revolucionario”, si de ver-dad se aspiraba a una estructura democrática que lo repartiera según reglas, y no, como sucedía, según la medida del más fuerte.

En la memoria de la Convención del PNR (marzo de 1929) se reconoce a éste como el sucesor de los caudillos, el “continuador de la patriótica conducta de aquéllos e imbuido en sus enseñanzas y experiencias”. Al redactar los es-tatutos, nos dice Córdova26, cuidaron detallada-mente los derechos y obligaciones de los adhe-rentes, en especial de los partidos políticos que tendrían el destino de la extinción, pues la prédi-ca fundamental era unificar, lo que, después, se denominó corporativizar. Lo propio consistía en hacer girar alrededor de un solo eje (la presiden-cia o el comité ejecutivo de la nueva e impecable membresía partidista).

¿Qué estaba transformándose? El conteni-do, no la forma. Lo sustancial de la manera de ejercer el poder, se mantenía; lo periférico o his-tóricamente accidental, cambiaba. Antes se para-

25 Arnaldo Córdova, Ib., p. 5526 Ib., 62

85

ba mientes en el astuto con su modo de entender la conducción de la masa; después la mirada se enfocó en una instancia conductora: el partido político. Ambas conducciones, en el fondo cau-dillistas, una y la misma.

la lealtad

Quienes triunfaban, aparte de basar su triunfo en la crueldad, el ingenio o la suerte, habrían debi-do contar con la capacidad y el apego de sus par-tidarios, sobre todo de los más cercanos. Éstos apoyaban a su jefe en las buenas y en las malas. Se degradaban o enaltecían; se precipitaban al abismo o escalaban alturas: su destino lo deja-ban al caudillo.

Después de romper con el Presidente, Ig-nacio Aguirre, el ministro de la Guerra, deplora amargamente el trato recibido como pago a su “absoluta disciplina” en que –abunda– “su vo-luntad ha sido la mía”, pues hubo de “fusilar a enemigos comunes”, “quitar de en medio, acu-sándolos, negándolos, traicionándolos, estorbos y rivales sólo míos porque lo eran suyos”27. A un hecho consumado: la obediencia ciega, ha seguido otro: la debacle, el desamparo. Debacle porque, una vez que se ha llegado a la ruptura, el amigo se transforma en enemigo y, después de los halagos, complicidades y favores especia-les, romperán hostilidades entre sí. Desamparo

27 Martín Luis Guzmán. La sombra del caudillo, loc. cit., pp. 56-57

86

porque, acostumbrado a tejer inmoralidades en complicidad, el amigo de antaño queda al garete sin un poder político que le sirva de escudo; su fragilidad estribará en la inoperancia moral: des-plazado a terrenos desconocidos para él, los de la honestidad y la franqueza, caminará desorien-tado, sin brújula que lo sitúe en las coordenadas auténticas de una vida contrastante.

Perspicaz, Axkaná, amigo íntimo del minis-tro desairado, observa cómo este último regurgi-ta su mala fortuna, maldiciendo la ingratitud de, otrora, su ídolo. Aún –piensa para sí Axkaná– “no abre los ojos a las circunstancias que han de obligarlo a defender, pronto y a muerte, eso mis-mo que rechaza”. Es decir: o regresa al escenario con las herramientas del bandidaje y la truculen-cia enfrentando al victimario, o perece, víctima de quien tiene las posibilidades de aniquilarlo. No hay medias tintas ni campo para la dubita-ción. ¿Diálogo?, imposible. Mientras uno pueda hacer a un lado al otro, no tiene por qué haberlo. Mientras el poder, por mínimo que se conside-re, asegure la victoria, cualquier concesión está fuera de lugar. Además, haya o no haya sido re-sultado de su voluntad, el que abandona al sector encumbrado, tiene culpa (sin miramientos). Así se estila en la arena de una lucha categórica.

No se piense, sin embargo, que la eterna escaramuza carece de efecto en lo más íntimo del ser humano; no, al contrario, la desconfian-za aflora expedita. Confesándole al Caudillo un afán sincero por apartarse de toda contienda por

87

el poder máximo, el ministro de la Guerra re-cibe un balde de agua fría: “¿no le engañará su convicción cuando habla de no tener ningunas aspiraciones?”; pregunta incómoda que, para quien la profiere, ya contiene una respuesta. El subordinado podrá haber guardado la intención de una confesión honesta, sin embargo, de nada le habrá servido, y eso le calará hondo.

Se ha sincerado por una vez en la vida y ha topado con una pared. Además, quedó atrapado en la zona peligrosa de los contrarios, a quienes se anula o se extingue. Esta es la consecuencia del recelo, definible como rasgo intrínseco del Caudillo, intrínseco a una “voluntad, definida siempre; con su inteligencia, práctica y de muy pocas ideas; con su sensibilidad, remota, lenta, refractaria a los aguijones y los escrúpulos que desvía o detiene”28.

La lealtad puede tener un límite tolerable: perder notoriedad. En la proporción en que se pierde fama, probablemente debido a extraviar el favor de quien es el indicado para conferirla, en esa proporción se desarrolla el instinto para no caer en el anonimato. (Más si se tienen am-biciones. Más si se han experimentado las mie-les del ascenso que todo lo puede.) A Obregón, habiendo sido fiel secretario de Guerra bajo las órdenes de Carranza, le dolió en el alma el des-aire del Jefe: ¡ninguna palabra alentadora! ¡nin-gún incentivo a sus extraordinarios servicios!, al contrario, maquinó seleccionando favoritos sin

28 Ib., p. 62

88

gota de sangre derramada en la contienda. Así, el 1º de junio del 1919, sin previo aviso recibe Carranza un telegrama de su exsecretario (Obre-gón), acotando que en esos momentos estaba proclamándole a la Nación su candidatura a la presidencia. Incluso, con todo y el enojo previsi-ble de Carranza, le explicó que en el bando emi-tido notificando su aspiración de ser presidente, aludía a los defectos y la escasez de miras del régimen carrancista.

La cosa no quedó ahí: mediante esa con-ducta, desató una reyerta política de dimensio-nes fabulosas; otro militar eximio, Pablo Gonzá-lez, responsable de operaciones fundamentales en el centro del país (Puebla, Tlaxcala, Oaxaca, Veracruz, Morelos), también, frente a la eviden-cia de inclinarse su jefe por un desconocido para sucederlo en la presidencia, levantó la voz con idénticas notas: se invistió de candidato, en reto abierto, tanto a Obregón como a Carranza. Este militar neolonés, padecería sin duda del mismo síndrome: sentirse relegado injustamente, tomar-se en serio la posibilidad de que un cualquiera (un Cualquiera se mediría comparándolo con la vara de los servicios personales) subiera al podio de los elegidos.

También, desafortunadamente, al sujeto leal se le puede juzgar por exceso. Francisco Murguía, general cercano del Presidente Carran-za, combatió destacadamente contra Villa y sus huestes, en León, Guanajuato; después se le vio segundo en una columna vencida, donde Carran-

89

za era primero liderando la fuga hacia el pueblo de Tlaxcalantongo. Al concluir la masacre que le quitó la vida al Presidente Carranza, a varios militares se les aprisionó, incluyendo a Murguía. Éste eligió, hasta el último instante, proteger al Primer Jefe; era su deber ineludible y correcto. Pero, intrigado cuando estaba en prisión, pregun-tó de qué crimen se le acusaba si él había man-tenido en alto un sentido de apego y responsabi-lidad. La respuesta recibida fue: por “delito de lealtad”29. Mantener la palabra honesta, resulta peligroso si el bando propio cayó en desgracia. Parte del escarnio contra quienes cayeron venci-dos, incluye deturpar su sentido de obediencia a principios irreprochables.

Algo similar ocurrió con el senador Bernar-do Bandala en 1935. Estuvo a recibir al general Plutarco Elías Calles, su amigo, en el aeropuerto de Balbuena. Calles ya no tenía ni la popularidad ni el poder de antaño; ahora, tenía la figura de enemigo del régimen.

Veloz, al día siguiente, el Senado lo expul-só de sus filas junto con cuatro compañeros, ¿la razón?, serían enjuiciados por subversión. Ba-randala adujo: “Si el único motivo, y bien lo veo, de mi desafuero, es haber ido a recibir al aeró-dromo al señor general Calles, que es mi amigo, quien no es verdad que venga a hacer labor sedi-ciosa, yo acepto el dictamen y salir del Senado, pero no acepto que se me califique de rebelde”.

29 John W. F. Dulls. Ayer en México, loc. cit., p. 56

90

Respondiéndole, estas fueron las palabras del senador David Ayala, “el general Calles ya no es jefe del país, y es lógico suponer que a sus amigos políticos y personales tenemos que considerarlos como conspiradores”.30 Habérsele descubierto leal, le costo la banca, pero no sólo, también se le endilgó lo de “conspirador” sin in-dagación de por medio y por el hecho de coo-perar con quien ya era indeseable. Los amigos del enemigo, son enemigos también, debido a un giro de la fortuna.

adeptos al lÍder

Para el jefe triunfante, sus adeptos buscarán cum-plir una finalidad: paladear el triunfo tanto como él. Debido al hecho de haber arriesgado junto a él, se atribuirán merecimiento; habrán expuesto bienes, familia, empleo, por afectos a la causa. ¿Qué los impulsó? ¿La búsqueda de justicia so-cial? Ello resulta incierto, empero, es posible. Entre los allegados quizá habría quienes tuvie-ran una motivación especial y así lo manifiesta el ministro de la Guerra a su contrincante político cuando le solicita hablar sin tapujos: hablemos –le indica– no con frases buenas para engañar a la gente. Ni a ti ni a mí nos reclama el país. Nos reclaman (dejando a un lado tres o cuatro tontos y tres o cuatro ilusos) los grupos de convenen-

30 Ib., p. 603

91

cieros que andan a caza de un gancho de donde colgarse; es decir, tres o cuatro bandas de poli-tiqueros […]. ¡Deberes para con el país!31 De un lado, estarían los ilusos que rayan en la utopía; pero de otro, y serían los más, “politiqueros” a la caza –como zopilotes– de lo que puedan atra-par. Tal vez no se da en ellos una conciencia del todo cínica, que se adhiriera por la mera conve-niencia; de ahí que, Hilario, el opositor al minis-tro de la Guerra, implante una tercera vía: “mis andanzas en estas bolas va enseñándome que, después de todo, siempre hay algo de nación, algo de los intereses del país, por debajo de los egoísmos personales a que parece reducirse la agitación política que nosotros hacemos y que nos hacen”.32 Esto es, resultaría imprescindible una justificación para las andanzas en estas bo-las: sí habría egoísmo (en grado diverso), inclu-so hasta la desfachatez; pero quedaría redimido el que, salvando el interés propio, también res-catara algo de nación, algo de los intereses del país. Adviene nítida una consecuencia: mientras el discurso mantuviera una frescura redentora, podría compensar la actitud ególatra; parte de la ganancia, entonces, sería para sí, y parte, se otorgaría al prójimo. ¿Qué quedaría si el discur-so se vaciara de sentido justiciero? Se entiende: sólo quedaría la autosatisfacción. Pero nótese el

31 Martín Luis Guzmán. La sombra del caudillo, loc. cit., p. 64

32 Ib.

92

orden: sin dejar relegado el bien común, primero está el mío.

Hilario, por otra parte, lanza una acusa-ción de Jefe a Jefe. Si se habla de “politiqueros”, donde ahora los veo menos es en mi bando. En-frascados en la lucha política, gana el grupo que se apropia del discurso virtuoso. Bastaría con-vencer de que así ha sido, de que la discursivi-dad contiene los ingredientes indispensables de justicia social; bastaría confrontarla (a la discur-sividad) con la realidad. Y entre líderes (puesto que carecen de evidencia sobre la plena sinceri-dad de uno hacia el otro) si antaño defendían una causa común, hogaño, se han vuelto contrincantes debido a procederes inexplicables, ajenos a la ex-posición de una evidencia que avalara o delatara; así, por ejemplo, sin acuerdo posible, el ministro de la Guerra espeta a Hilario: “ […] Entonces has-ta aquí hemos sido amigos […]. Hasta aquí, no. Va ya para meses que dejamos de serlo”.

Los ataques entre los enemigos varían, pero uno –común– es la diatriba. Denunciar se-cretos (auténticos o ficticios) de quienes aban-deran causas contrarias, resulta infaltable. El di-putado Olivier, escribe Guzmán, develó al líder de la oposición: “citó sus cuentas en los bancos; pintó su vida –sibarítica, orgiástica– y demos-tró por último que […] vendía al gobierno, en doscientos o trescientos, lo que apenas costaba sesenta y ochenta…”33 Otro embate, que tam-bién desarma, es la compra de conciencias. Para

33 Ib., p. 157.

93

los generales sospechosos de poder iniciar una rebelión, se abrían “de par en par, las grandes cajas de la Tesorería”. Y otro más consiste en “madrugar”, tomar la iniciativa, dar el golpe primero, colocarse como mejor tirador, pues en México, la “política de pistola sólo conjuga un verbo: madrugar”. ¿Qué persiguen estas batallas campales? El poder, naturalmente, no a través del sufragio ni de procedimientos exentos de trampa, ni dejando de lado la violencia. Todo se vale y los personajes conspicuos hacen mutis de las trapacerías observadas si de su lado está la simpatía pública. Podría decirse, en síntesis, que el personaje principal en el tinglado político es la ambición.

De sus adeptos, el caudillo sabe ya –que como él–, persiguen una posición ventajosa y deberán declarar, como contrapeso, el abandera-miento de las causas justas del momento. Claro está, dependen del jefe, se deben a él, y no po-dría concebirse de otra forma en una sociedad plagada de bandos, donde imperará el más astu-to. Ausente está la persuasión mediante la virtud intelectual y moral (a ella se refiere el ministro de la guerra al etiquetar a sus portadores: “ilu-sos”, “tontos”).

Lo anterior es enseñanza efectiva, transmi-sión de valores, diríamos. El que engrosa la bola, ambiciona su granito de poder. Si lo obtiene a costa de la humillación del vencido, del ahorca-do por razón de circunstancia; en una palabra, a costa del derrotado en la conflagración, entonces

94

ocupará un lugar en las posiciones vacantes (de-jadas al vencedor y consideradas botín irreme-diable: ¿no para eso se lucha?). En caso de haber sobrevivido a la hecatombe, resta el ostracismo, la discriminación.

El general ideado por Gregorio López y Fuentes, atraído a las redes de una asonada, pierde todo: posición social, política, económi-ca. Resurge miserable y recurre a sus antiguos empleados. “Gentes que yo ayudé y que al ver-me en desgracia me decían “general” como otros dicen “mozo” al que les sirve, como si no se die-ran cuenta de que algunos tratamientos lastiman como un insulto”34. Se había convertido en un paria. La fortuna propició cambiarlo de lugar; pero muy hondo le cala, después de haber tenido poder y después de haberlo perdido. Lo más vi-sible resulta la pedantería del encumbrado, más exacerbada si el superior en la jerarquía, ahora, se ha convertido en inferior. ¿Tiene esto relación con una atmósfera de guerra interminable?

El general confiesa desalentado: se me fue amargando el espíritu al grado de que por aque-llos meses sólo respiré odio, mastiqué bilis y es-cupí blasfemias. Qué otra cosa podía hacer en una estructura cuyos puntos se articulan rígida-mente, es decir, sin dar ninguna concesión: cada uno en su sitio, conforme a méritos en campaña. Pero, si la lucha fratricida obligara a reacomodos entre vencedores y vencidos, también aparecería otro factor disgregador: la estructura de clase.

34 Gregorio López y Fuentes, ob. cit., p. 355

95

Quienes escalan a propietarios, o quienes ya lo eran, sostienen intereses opuestos entre ellos y con los jornaleros. Por ejemplo, “las contradic-ciones que separan a la corriente de Zapata de la de Venustiano Carranza son contradicciones an-tagónicas, históricamente irreconciliables, que representan intereses de clase diferentes”35. Si en el desorden revolucionario, gente humilde pero capaz, asciende y cambia de status, al ascenso –como botín de batalla y el necesario esfuerzo por conservarlo con actitudes irreverentes, ens-oberbecidas o discriminatorias–, debe añadírsele una postura clasista dentro de la sociedad y el Estado burgués mexicanos.

En este ir y venir de comportamientos aje-nos a la justicia, emergerán diletantes y filoso-fías de la regeneración moral. Para Martín Luis Guzmán, la variedad de manifestaciones bárba-ras debe atenderse, dice, antes que “nuestro des-orden económico”, antes que “los repartimientos de la tierra y otras causas análogas”; tan profun-dos como sean estos problemas, pasan a segundo término en comparación con los “espirituales” . El mal, sostiene firmemente, está “en el espí-ritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes ha de pensarse en la obra educativa”36.

35 Enrique Semo. “Reflexiones sobre la Revolución Mexicana” en Adolfo Gilly et alt., Interpretaciones de la Revolución Mexicana, México, UNAM-Nueva Imagen, 1981, p. 146

36 Martín Luis Guzmán. La querella de México, Méxi-co, Planeta-Conaculta, 2002, pp. 11-13

96

Considera como los liberales del XIX a la única solución fundamental: la ético-educativa.

Asume que la “clase directora” tiene an-tecedentes en líderes muelles e inmorales, des-de Iturbide tal vez, pasando por Santa Anna, hasta Porfirio Díaz y la catastrófica conducción moral de los generales y arribistas revolucio-narios. Pero la obra educativa mencionada no sólo acaecerá en función de una clase de sujetos decadentes, sino en función de la población en general. Deberá ser urgente, ya, “una revisión sincera de los valores sociales mexicanos […] y no pulir más nuestra fábula histórica”; enten-diéndose que nuestro naufragio moral, nuestro hundimiento moral, será una espiral inacabable a menos de cortarla en el punto de una educación ética que permita la revisión, la regeneración, la transformación.

José vasconcelos: ¿intelectual ingenuo?

El embajador de México en Washington, Manuel Calero, definía a Madero como un Presidente que “no era estadista ni político, ni siquiera sujeto equilibrado”. Calero fue secretario de Relacio-nes del presidente Madero, y escribió además: “iba [Madero] al Gobierno con la cabeza hin-chada de fórmulas vanas […] su voluntad estaba sujeta a violentos giros e inesperadas reversio-nes […] no tenía conocimiento de los hombres, ni estudios de administración ni experiencia política; pero a trueque de estas deficiencias su corazón rebosaba en patriotismo, benevolencia y honradez”.1 Madero habló con Zapata prome-tiéndole arreglar sus demandas; convocó a un le-vantamiento armado que debería iniciarse el do-mingo 20 de noviembre de 1910 a las seis de la tarde; fue él quien salvó la vida de Félix Díaz y Francisco Villa, a riesgo de la suya, y quien char-ló con Porfirio Díaz en un encuentro amigable para solicitarle que cediera poderes. Mientras se celebraban las elecciones el 26 de junio de 1910, estuvo encarcelado en San Luis Potosí. Supo de la reelección de Díaz y empapado de fervor de-mocrático invitó al ejército federal a levantarse

1 Citado en Silva Herzog, Breve Historia de la Revolu-ción Mexicana, México, FCE, 1983. Vol. I, pp. 254 y 255

98

en armas para defender la democracia. Madero fue el político que más admiró José Vasconcelos por la defensa inmaculada de sus valores éticos, defendidos con valentía.

Exiliado en EU por oponerse a Plutarco Elías Calles, Vasconcelos le decía a Gómez Mo-rín en una carta inusitada de abril de 1928: “la política y la presidencia misma me tienen sin cuidado; lo que me amarga es ver pasar el tiem-po sin que cuaje mi obra inmaterial […]. Abju-ro de mi vida pasada; toda junta la envuelvo en un mismo horror. Ahora naceré de nuevo, con la primera página de mi Metafísica…”2 Se hallaba en un ejercicio eidético, propio del intelectual mexicano; pero la muerte de Álvaro Obregón y una opinión pública favorable a los civiles que pudieran desplazar a militares nefandos, lo con-dujeron a cambiar de parecer.

Al modo de Francisco I. Madero, asintió en la organización de clubs políticos para la causa de ganar la presidencia de la República. Vascon-celos, el intelectual, no había estado inmerso en la política mexicana después de cuatro años en el exilio (1924 a 1928); sólo la conocía por notas periodísticas y la versión de amigos y allegados; pero, haciendo a un lado este importante factor, ingresó al país como candidato independiente a la presidencia de la República.

2 José Vasconcelos (Chicago) a M. Gómez Morín (México D.F.), 4 de abril de 1928, AMGM, citado en Ski-rius, John. José Vasconcelos y la cruzada de 1929, Méxi-co, s. XXI, 1982, p. 35

99

Él afirmaría en su Estética que tratándose de entender a otros sujetos y sus voluntades –por ejemplo– en el plano de la conducta política, “el uso dialéctico se queda inútil”. Es decir, respecto a la vivencia ética y política “la voluntad ofrece al yo un nuevo tipo de realidad, una experien-cia sui generis” donde “el a priori mental ya no tiene aplicación rigurosa”.3 Sin embargo, al ingresar al país después de una larga ausencia, y a contrapelo de su propia visión sobre el “a priori mental” –cuyos límites deben tenerse en cuenta en el sujeto actuante–, Vasconcelos cre-yó haber comprendido desde su destierro, desde un a priori kantiano, los hilos de una situación compleja, desconocida para él, simplemente porque carecía de la experiencia misma de ha-berla vivido. Sobre esta cuestión, Vasconcelos más adelante se habría mostrado contundente al decir: “las ideas no son más que representacio-nes nuestras de una realidad que contiene más de lo que sospechan las ideas”.4

Decidido a entrar en la contienda electoral, a pesar de todo, pronunció su primer discurso en Nogales, Sonora, exaltando los valores de la de-mocracia, la honradez y la valentía que mata la resignación: al fanatismo –dijo allí– lo comba-tiría “con libros, no con ametralladoras”5, alu-

3 Estética, en Genaro Fernández MacGregor. Vascon-celos, México, SEP, 1942, p. 193

4 Ibid.5 El proconsulado (Discurso de Nogales), en José Vas-

concelos. Memorias, México, FCE, 2007. Tomo II p. 621

100

diendo a la guerra cristera; y respecto a los ge-nerales que gobernaban, insistió en que mientras estuvieran en el poder no sería posible “la vida civilizada”; los tachó al final de usurpadores y agresores del pueblo.6 Tal y como lo había hecho Madero con el régimen porfiriano.

Desde un principio conoció la escasez de recursos para su campaña, contrastada con las donaciones otorgadas a Pascual Ortiz Rubio (su contrincante) por empresas trasnacionales y una burocracia supeditada a Calles. También supo desde un principio de la estrecha relación entre el embajador norteamericano, Dwight Morrow, Emilio Portes Gil y Plutarco Elías Calles. Du-rante su campaña, Vasconcelos viajaba a caballo o en coches prestados; se hospedaba en casas de partidarios y hoteles de medio pelo, que en oca-siones ni siquiera podía pagar; pero propagaba: hacer el sacrificio valía la pena si echaba del po-der a ladrones de cepa como Gonzalo N. Santos, Amaro, Luis Morones o Calles. Vasconcelos, el intelectual, se movía disparado por el resorte de los ideales en circunstancias que le eran en ex-tremo adversas; tenía fe en conseguir el apoyo popular, no sólo mediante las votaciones, sino, en caso necesario, recurriendo al levantamien-to armado. Esperaba ganar la batalla de David contra Goliat como lo hizo Madero; pero se le olvidaron dos cosas: Madero sí tenía recursos monetarios y relaciones efectivas en la cúpula gobernante, además de haber interpretado certe-

6 Ibid., p. 620

101

ramente un clamor por acabar a como diera lugar con el abuso político y económico.

John Skirius hace un apunte interesante: el año de las elecciones, 1929, el pueblo mexicano, contrariamente a lo expectativa de Vasconcelos, padecía cansancio y hartazo por los sucesivos le-vantamientos y batallas caudillistas, lo cual ha-cía improbable un llamamiento exitoso de Vas-concelos a la guerra civil; además, Vasconcelos no tenía fuerzas militares a su mando ni contaba con el apoyo de encargados de tropa. ¿En qué se inspiraría entonces para creer que el pueblo se sublevaría?

Cuando se pactó el fin de la guerra cristera, dijo textualmente: “sentí un calosfrío en la espal-da […], que así se nos privaba de toda base para la rebelión…”7 En otras palabras, en ese instante comprendió que –en caso de un fraude electoral– la vía armada estaba cancelada pues los aliados posibles (entre católicos subvertidos) habían di-mitido. En aparente contradicción con lo hechos, sin embargo, cada vez que pudo levantó con más fuerza la voz, amenazando al régimen con una re-belión en caso de anularse su “triunfo legítimo”.

El filósofo Vasconcelos, supo leer el có-digo de los valores más profundamente huma-nos ejemplificados por Madero, y se solidarizó; pero como político resultó un lector deficiente de la realidad. Le faltó perspicacia y las conse-cuencias fueron desastrosas: en primer lugar, los ciudadanos, en números redondos, le dieron 100

7 Ibid., p. 760

102

mil votos contra 1,800 000 mil del ganador y, en segundo lugar, sobrevino el exilio y la represión generalizada contra sus adeptos. Lo cual nos lle-va a una hipótesis que él mismo asume en obras como su Ética: los ideales –anota– no bastan. Irónicamente, Vasconcelos recibió un libro de obsequio enviado por el embajador norteameri-cano Morrow: él, Morrow, lo prologaba y soste-nía que los regímenes democráticos necesitaban magnificar a opositores débiles con objeto de hacer creíble la democracia.8 Se trataba de una actitud cínica impresionante: prácticamente se estaba jactando de haber contribuido a que Vas-concelos fuera asimilado a una imagen de autén-tica democracia, pero sin democracia.

Quizás el filósofo haya caído en una trampa fenomenal tendida por el embajador y secuaces. Diez años después, en sus memorias, reconocería: “Al gobierno –dijo– le interesaba, según se adver-tía, la simulación del ejercicio democrático, para mejor consolidar sus planes del futuro…”9

Factor tampoco tomado en cuenta por Vasconcelos, fue la conformación de la comisión electoral, integrada por 30 representantes cama-rales, todos del Partido Nacional Revolucionario, supeditado a los designios callistas. ¿En qué se basaría Vasconcelos para exigir imparcialidad en las elecciones? Morrow se lo había planteado sin reparos y le había dicho: “aunque yo no niego su popularidad, usted sabe de la maquinaria oficial.

8 Ib., p. 7699 Ib., p. 627

103

A última hora los cómputos pueden dar muchas sorpresas…”10 Y una muestra de que todo pudo haber estado arreglado, dice Skirius, es la cifra de los resultados anunciada el 14 de noviembre de 1929 por el Partido Nacional Revolucionario, 3 días antes de las elecciones, que fue la misma aportada un día después de la contienda (el 18 de noviembre), y publicada por el New York Times. Esto es: la suma de los votos habría estado arre-glada de antemano.

Ahora bien, la convocatoria a una revuelta fue la última carta jugada por Vasconcelos: cree-ría seguir contando con los cristeros que aún ha-cían la guerra de guerrillas al gobierno, además de escobaristas exiliados y uno que otro general en activo. Vasconcelos creería también que se desatarían tormentas populares comandadas por émulos de Villa, Pascual Orozco o Garibaldi. Pero se equivocó.

¿Puede hablarse entonces de una falla ga-rrafal de parte del intelectual filósofo? También en su Ética, Vasconcelos muestra que no es la inteligencia abstracta factor único de la acción apropiada; haría falta una voluntad educada en la creatividad e imaginación práctica.

En el campo de la ética y la política, acce-der a una unidad armónica con los hechos im-plica –reiterará Vasconcelos– hacer juicios de valor que “escapan al marco de la inteligencia lógica o geométrica“. En esta franja de lo ético-político, marchar al ritmo de los acontecimien-

10 Ib., p. 769

104

tos y encontrarse en ellos formando una misma unidad rítmica, requiere de una educación de la voluntad: de una voluntad estética, creadora de experiencias en el momento oportuno y en me-dio de realidades cambiantes. La incesante movi-lidad de los hechos (el fluir heracliteano) exigiría una sensibilidad especial para acertar, mediante la cual, dice Vasconcelos, el uso “dialéctico resulta inútil”, pues este desenvolvimiento de la voluntad “también tiene su propia ley”, distinta a las leyes de la lógica y las regularidades de la ciencia.11

Es posible, entonces, elaborar interpretacio-nes verosímiles de los hechos políticos y podría-mos llamar a este resultado una estética de la po-lítica o una política estética; sería una aprehensión –añade Vasconcelos en su obra sobre Pitágoras– del ritmo impreso en los acontecimientos que sólo una conciencia ad hoc podría descifrar.12

La debacle política de Vasconcelos, que no tomaba en cuenta los factores aludidos, se debió, según él, al aplastamiento de la rebelión escoba-rista con ayuda de EU, lo que le habría restado aliados; al acuerdo de paz entre el gobierno y los cristeros cuya promesa de ayudar a Vasconcelos se vino abajo; y además, concluye, al restableci-miento del Secretario de Guerra, Joaquín Ama-ro, que se reincorporó para tomar el mando del ejército con todo su arsenal represivo y su lealtad

11 Estética, en Genaro Fernández Mac Gregor. Vascon-celos, México, SEP, 1942, p. 193.

12 José Vasconcelos. Pitágoras. Una teoría del ritmo, México, Cultura, 1921, p. 65

105

férrea a Calles. Pero Vasconcelos pareció haber omitido desde el principio, la injerencia efectiva de Morrow en los asuntos internos de México y –como sugiere Garciadiego en una tesis audaz y extraña– también habría omitido la posibilidad de una votación real en favor de Ortiz Rubio. Es factible, dice Garciadiego, que no hubiera exis-tido fraude contra Vasconcelos, que Ortiz Rubio hubiera resultado vencedor debido al desmesu-rado contraste en la propaganda política y un sentir popular auténticamente gobiernista.

Desde su entrada al país como candida-to independiente, pareciera que Vasconcelos se aventuró en un fracaso más que anunciado. Conforme a su doctrina estético-política, no es lo mismo lidiar con ideas que con individuos avezados en la trampa y el engaño. Tal vez por ello, el cónsul norteamericano en Nogales, Ari-zona13, después de entrevistarse en diciembre de 1929 con el candidato perdedor (al mes de las elecciones), envió un comunicado al Departa-mento de Estado emitiendo este juicio, casi de conmiseración: Vasconcelos, escribió, le parecía “un scholar metido en política”14, es decir, “un académico, un pensador metido en política”, y pudo haber querido decir: “un intelectual con ideales metido en la política, pobre”. Además, en esa misma entrevista Vasconcelos se contra-

13 SU.S. Consul (Nogales) a State Dept., 5 de diciem-bre de 1929, SD 812.00 Revolutions/33, citado en Ski-rius, John, ob. cit., p. 171

14 Skirius, John, ob.cit., p. 171

106

dijo afirmando que despreciaba a los generales levantiscos, cuando él –en ese preciso instante– andaba convocando al amotinamiento.

Luego lamentaría –nos informa Skirius– que “no pudo encontrar un ciento, ni una veinte-na, ni siquiera una docena de hombres dispues-tos a lanzarse a la revolución por él”.15 Incluso llega a decirle a Juan Bustillos Oro que México, por su abulia y cobardía, era “un país enfermo”.16 Con esta actitud, el filósofo Vasconcelos se mos-traba muy crítico, pero escasamente autocrítico, como todo caudillo cultural.

Su mérito fue levantar una esperanza que permitiera echar fuera a los corruptos y arribis-tas; una esperanza de ideales agrarios, obreristas y democráticos. Acaso por esta levantisca mora-lizante, sin un sustento que le hubiera permitido triunfar, Emilio Portes Gil, en su autobiografía, calificó a los vasconcelistas de “estudiantes y po-líticos románticos”, “buenos para los discursos, malos para organizar” o “románticos agraristas sin control sobre campesinos”. En una palabra, llenos de buenas intenciones pero sin capacidad de transformación práctica.

Él, Vasconcelos, se sintió heredero de los principios y el actuar maderista; pero histórica-mente resultó una mala copia. En apunte auto-biográfico, más parecido a un diario personal, Madero había escrito: “estoy resuelto a luchar con toda energía defendiendo la causa del pue-

15 Ib., p. 20016 Ib., p. 201

107

blo”. Y para cumplirlo, dividió su lucha en dos etapas que fueron surgiendo mientras transcu-rrían los hechos17; la primera, llamada “idea-lismo electoral”, incluyó publicar La sucesión presidencial de 1910, un libro donde reconoce la labor de Díaz pero también la necesidad de respetar el voto y la no reelección.

Viaja a la capital para repartir su libro entre periodistas y políticos y consigue hacerle llegar un ejemplar a Porfirio Díaz. Después buscaría entrevistarse con el Dictador quien lo recibió en su casa. No logró nada; pero mantendría una conducta que podríamos llamar de “nobleza po-lítica” basada en el intercambio justo. Pensaba que, en una atmósfera politiquera a la mexicana, se podía reaccionar mediante el diálogo y el con-vencimiento; pero una primera gran desilusión sobrevino en abril de 1909, cuando Porfirio Díaz se postuló para presidente y Ramón Corral para vicepresidente.

Vasconcelos ni de lejos hubiera tomado la iniciativa de entrevistarse con Plutarco Elías Ca-lles. La bandera de su accionar fue de pelea a muerte contra las fuerzas inmorales enquistadas en el aparato político, actitud que, a la postre, lo conduciría a la pérdida total.

A pesar de que Madero eligió como segun-da etapa de lucha el uso de la fuerza, previsto en el Plan de San Luis, lo hizo con la convicción

17 Hector L. Arauz López. “El plan de san Luis” en 20/10 (memoria de las revoluciones en México), No. 4, verano 2009, pp. 215-219

108

de que se perdería el mínimo de vidas (respe-tándoselas incluso a sus enemigos acérrimos, e intentando mitigarles su derrota social). Mo-mentáneamente, ello le granjeó simpatía popular y logros políticos impactantes.

Nuestro filósofo quiso seguirle los pasos, pero las condiciones eran otras y no lo pudo comprender. Interpretó mal; le faltaron lo ins-trumentos emotivos y volitivos que más tarde apuntalaría en sus obras teóricas.

Cuando Vasconcelos cruzó de nuevo la fron-tera con Estados Unidos, apeló a quienes él supuso lo ayudarían a continuar –desde el nuevo exilio– los planes de guerra contra el régimen. Entre ellos, Vitto Alesio Robles, quien de plano se alejó de él y al final regresó a México. También buscó a Eulalio Gutiérrez que le dio el pronóstico más certero: “Ya no existe el ánimo heroico de otras épocas”; “Se quedará usted gritando en el vacío”.18 Y Tal como lo predijera Gutiérrez, Vasconcelos continuaría es-peranzado sin obtener resultado alguno, hasta que él mismo escribió esta frase lapidaria: “Los días pasaban y México, inmóvil, tomaba, desde la dis-tancia, el aspecto de uno de esos ídolos aztecas de cuencas vacías, tosco granito, que nunca sirvió de aposento a un alma”.19

Vasconcelos, había perdido no sólo el apo-yo de sus amigos, sino la fe en una movilización popular que él, en verdad, fantaseó. Sin embar-go, en la escritura de sus memorias hemos po-

18 José Vasconcelos. Memorias, loc. cit., p. 89719 Ib., p. 895

109

dido encontrar la crónica de su derrota y en ella podemos aprender de los sucesos consignados. Encontraremos que vivió momentos de gloria al frente de la Secretaría de Educación Pública en la coyuntura del apoyo obregonista. El intelec-tual Vasconcelos supo aprovechar el momento de protección que le brindó el Caudillo; pero, colocado en el bando crítico, expulsado de la camarilla gobernante, se derrumbó al intentar acceder a las altas decisiones. Cayó fulminado (y exiliado) ante la impotencia de poder sortear obstáculos, planteados por una sucesión de he-chos: el caudillismo político, estructural; un plano antidemocrático, implacable, oportunis-ta; los intereses de Estados Unidos, directos al dar apoyo definitivo al callismo. El intelectual honesto, en la hora final, resultó víctima de una educación que eliminaba el acercamiento a una práctica necesaria; aquella parecida a la frónesis aristotélica, en cuyo ejercicio se proyectaría la virtud ética y política; que no la descarta, pero no se queda en la mera teorización.

¿enseñanza de valores independen-tistas novohispanos en la obra de

francisco Javier claviJero?

La cuestión acerca de si la obra de Francisco Ja-vier Clavijero (Historia Antigua de México) es un texto patriótico o no, perteneciente a una literatura ilustrada y anticipatoria de la independencia polí-tica, o no, la resuelve Jaime Labastida señalando la imposibilidad de considerar la existencia de un movimiento ilustrado en el siglo XVIII mexicano. La primera razón la fundamenta en que la Espa-ña imperial de los Borbones carecía de corrientes filosóficas, base de la modernidad, como el em-pirismo inglés, el cientificismo italiano o el idea-lismo alemán. Descartes, Bacon, Galileo, Hume, Leibniz o Espinoza, estaban fuera del alcance de los sabios en la Nueva España, salvo contadas ex-cepciones como Carlos de Sigüenza y Góngora, Francisco Javier Alegre o Rafael Landívar. La otra razón es la lealtad al monarca: en ninguna parte del texto de Clavijero, ni en ninguna obra de los criollos novohispanos, sostiene Labastida, se asume la defensa de una territorialidad, un Es-tado, una cultura sustitutiva de la monárquica, al-gún atisbo de erradicación del catolicismo –pilar de la estructura colonial1–; entonces, ¿de qué se

1 En esta línea de la reflexión, Labastida sostiene: “hasta en los filósofos novohispanos más avanzados están ausentes

112

estará hablando cuando, a semejanza de lo decla-rado por Enrique Florescano, obras como His-toria Antigua de México representan la defensa de la mexicanidad criolla, ¡precursoras de la In-dependencia!? “La Historia Antigua de México –apunta Florescano–, al rescatar orgullosamen-te el pasado indígena, se convirtió en símbolo del patriotismo criollo y en argumento histórico para demandar la independencia de la nación”.2 Sostiene el autor de la cita, una supuesta inten-ción de Clavijero por convertir su Historia… en “argumento histórico para demandar la indepen-dencia de la nación”; reconoce, sin embargo, que el autor de esta idea es David A. Brading (en Los orígenes del nacionalismo mexicano); pero Flo-rescano, ni de lejos, se detiene a sustentarla. El asunto adquiere importancia debido a una ten-dencia sobre la literatura criolla novohispana del

los rasgos que conforman la verdadera Ilustración, quiero decir: la crítica radical a la autoridad, la utilización del mé-todo experimental, la redacción y la publicación de todos sus escritos en lengua vulgar, el reclamo a la razón para dilucidar todos los asuntos, la exaltación de la tecnología moderna; un concepto político de pueblo que va más allá de los ayunta-mientos medievales de España; la tesis de la separación de poderes; la manumisión de los siervos; el reparto agrario, la economía política de mercado; la idea de que la riqueza de las naciones reside en el trabajo… ¿a qué seguir?” Cf. Jaime Labastida. “La Ilustración novohispana”, Revista de la Uni-versidad de México, marzo de 2012, p. 18

2 Enrique Florescano. “Semblanza de Francisco Javier Clavijero”, La Jornada Semanal, 31 de marzo del 2002, núm. 369.

113

siglo XVIII: dicha literatura asumiría el carácter de vanguardia del movimiento independentista de México, liderado por los criollos. Pero, ¿es viable sostenerlo?

La orden jesuítica, a la cual pertenecía Cla-vijero, se mantuvo leal a la metrópoli pese a re-cibir un golpe contundente en 1767 de mano de Carlos III –cuyo reinado tomó la decisión de ex-pulsar a los jesuitas de las colonias americanas. Desahuciada, la legión de San Ignacio de Loyola jamás volvió a brillar como en sus mejores tiem-pos, en misiones indígenas, educando al pueblo y a la élite, administrando bienes codiciados por la corona: haciendas, colegios, donaciones. Juz-gada por crear –según el dictamen oficial–3 un Estado dentro del Estado en función de su cre-ciente poder; acusada de defender el magnicidio; tachada de ensoberbecida por las autoridades re-gias, la orden de San Francisco Javier (uno de sus fundadores) no chistó en acatar la sentencia de expulsión.

Cuenta Francisco Javier Alegre, jesuita ex-pulso, de la “resignación, modestia y mansedum-bre” con que los religiosos se inclinaron ante la orden carlista. Habiendo pedido información el virrey –añade– sobre el estado de los aconteci-mientos relativos a la aprehensión de los sacer-dotes ignacianos, “se le respondió estuviese sin cuidado, pues había sido mayor la turbación de

3 V. De Campomanes, Pedro R. Dictamen fiscal de la expulsión de los jesuitas de la Nueva España (1766-1767), Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977.

114

los comisionados en notificar el decreto, que la de los padres en oírlo y obedecerlo. En el Cole-gio real de San Ildefonso, a causa de la numerosa juventud que allí se educaba temía el comisario don Jacinto Concha alguna inquietud. Propuso a los padres el embarazo en que se hallaba y quedó admirado de la facilidad con que de una leve in-sinuación obedecieron, bien que con dolor y con lágrimas que se oían por todas partes al dejar el colegio y sus padres y maestros…”4

Clavijero, jesuita desterrado a Italia, com-pone su panegírico de la civilización prehispáni-ca en la ciudad de Bolonia; podemos encontrar antecedentes de su obra en la Apologética His-toria Sumaria de Bartolomé de las Casas (inda-gatoria monumental para mostrar la grandeza de la cultura india frente a sus detractores). De las Casas sostuvo la superioridad moral de las cul-turas encontradas y arrasadas por los españoles. El culmen de la defensa lascasiana para eviden-ciar la humanidad que caracterizaba a los indios, tuvo lugar en la polémica de Valladolid frente al cronista del emperador Carlos V, Ginés de Se-púlveda, seguidor de la tesis peregrina sobre la naturaleza no racional del habitante americano: todavía en el siglo XVIII prevalecería la tenden-cia a considerarlo en pie de inferioridad y “los académicos novohispanos estaban a la defensiva

4 Francisco Javier Alegre. “La expulsión de los jesui-tas” en Méndez Plancarte, Gabriel. Humanistas del siglo XVIII, México, UNAM (Biblioteca del Estudiante Uni-versitario, 24), 1991, p. 80.

115

frente a las ideas europeas sobre la debilidad de la naturaleza física y humana en el Nuevo Mun-do […] cuando los europeos concedían que en verdad América era rica en recursos naturales, pero seguían negando ‘que pueda hallarse entre gentes que llaman bárbaros el amor a las letras y el cultivo de las ciencias profundas’”.5 Clavijero elabora su investigación para dejar sentado que un mexicano (por ende, un americano) puede ha-cer ciencia profunda, y de paso, a semejanza de Las Casas, demostrar la existencia de un pasado grandioso, el cual, ellos, los criollos, heredaron en circunstancias peculiares de lealtad a la coro-na española.

La dedicatoria que hace en su Historia Anti-gua de México a la Real y Pontificia Universidad de México, apunta: esta, es una historia “escrita por un mexicano”; “más bien que una historia, es un ensayo, una tentativa, un esfuerzo atrevido de un ciudadano que, a pesar de sus calamidades, se ha empleado en esto por ser útil a su patria”. Lo ha hecho, además, para señalar una incon-formidad: “quiero quejarme amistosamente de la indolencia o descuido de nuestros mayores con respecto a la historia de nuestra patria”; alude –en su opinión– a cierto descuido de la Univer-sidad por carecer de profesores (idóneos) a cargo de la cátedra de historia y, como consecuencia, a una falla en la lectura y conservación de códices

5 Dorothy Tanck de Estrada, Prólogo, en misma autora y coordinadora, La ilustración y la educación en la Nueva España, México, SEP-El Caballito, 1985, p. 16

116

donde se consigna la tradición. “Dignaos, entre tanto, aceptar éste mi trabajo como un testimo-nio de mi sincerísimo amor a la patria”.6 Firma en Bolonia el 13 de junio de 1780, más de una década posterior a su expulsión. Se entiende que “ser útil a la patria” o “mantener un “sincerísimo amor a la patria” va asociado a la investigación de la historia indígena para reivindicar su pasado fulgurante.

Cornelius de Pauw (1734-1799), William Robertson (1721-1793), el abate Raynal y el conde de Buffon, entre otros historiadores eu-ropeos, se enfrascaron en un debate epistemo-lógico-historiográfico que negaba confiabilidad a crónicas antaño consideradas verídicas. Tales, en su entender, carecían de sustento científico y se asemejaban a un producto testimonial, subje-tivo, fantástico, y de inmediato podrían mencio-narse ejemplos: las Cartas de relación de Hernán Cortés; la Breve historia de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas; Historia ver-dadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; etc. La crítica se inscri-be en los albores de la modernidad, defensora de la razón frente al dogma; frente a la superstición y el fanatismo; se buscaba, en compensación, el uso de “técnicas y metodologías alternativas para estudiar el pasado a partir de evidencias que no fueran ni libros ni fuentes escritas. Como parte

6 V. Francisco Javier Clavijero. Historia Antigua de México, México, Editorial Porrúa (Col. SEPAN CUAN-TOS, 29), 2009, pp. XVII-XIX.

117

de este movimiento intelectual habrían de surgir en el XVIII nuevas técnicas y disciplinas como la geología: el estudio de la historia de la tierra a partir del uso de fósiles y no de la Biblia”.7 Cla-vijero sale al paso de la crítica europea. Apela a un planteamiento histórico-metódico confor-me a exigencias de la ciencia moderna; arguye que el conocimiento de las lenguas originarias, la lectura especializada de códices, la aportación testimonial de pobladores oriundos, constituían fundamentos racionales y efectivos.8

En este marco de la segunda mitad del si-glo XVIII y principios del XIX, se ha incluido en el rubro de “literatura ilustrada” un segmento identificable de obras donde también se ha colo-cado la Historia… de Clavijero. Jaime Labasti-da, como apuntamos más arriba, cree exagerado sostener el advenimiento de la Ilustración en la Nueva España. Y repitamos la cuestión: ¿hubo

7 Jorge Cañizares Esguerra. “La historiografía nueva” en Vogeley, Nancy y Ramos Medina, Manuel (coords.) Historia de la literatura mexicana, México, s. XXI, 2011. Vol. 3, p. 406.

8 “...no debemos olvidar que por encima de su carác-ter ideológico el valor duradero de la Historia antigua de México reside en sus méritos historiográficos”. Floresca-no asienta lo principal de su reflexión: referirse a la origi-nalidad de la obra de Clavijero por su rigor, fuentes, mé-todo empleado, erudición, contenido preservado de caer en la interpretación católico religiosa de la historia; todo lo cual enaltece el trabajo del historiador representado por Javier Clavijero, a la altura de los mejores de la época. V. Enrique Florescano, art. citado.

118

Ilustración por estos lares? Desde el punto de vista político, no, apuntó Labastida. La estructu-ra de la monarquía católica en la Nueva España, mantuvo hasta el último aliento la cosmovisión escolástica y bíblica del mundo, con algunos retoques modernistas en las postrimerías de su esplendor; humanistas como Benito Díaz de Gamarra o José Antonio Alzate, estuvieron a la altura de los conocedores del empirismo, el ra-cionalismo o el idealismo, y esta iniciativa los inserta de hecho y de derecho como adelanta-dos (de la escolástica novohispana); supieron de la revolución epistemológica, la metodológica; los cambios en el saber astronómico, histórico, botánico, matemático o filosófico. Estaban a la par, e incluso podían superar al europeo en la explicación de múltiples fenómenos; pero nunca transgredieron los límites del terreno político-religioso emanado del virreinato. Es más, repre-sentaban una extensión de la trayectoria cultural aprobada en el núcleo imperial: “la corona espa-ñola, desde que fue asumida por los Borbones, propició la renovación de la economía, la políti-ca, las ideas y las instituciones de España y sus posesiones […] por lo que a la renovación de la escolástica caduca se refiere, no era esa renova-ción indicio ni siquiera de un posible desafecto a la corona…”9 Ningún émulo de Voltaire, Dide-rot o D´Alembert, inmerso en ideas (ni menos en acciones) de emancipación política; ningún John Locke; ninguna corriente antimonárquica o an-

9 Jaime Labastida, art. cit., p. 14.

119

ticolonial, se asomó –implícita o abiertamente– por los parajes de las obras ilustradas novohis-panas. ¿De dónde entonces proviene el mote de “literatura ilustrada”, “patriota”, “precursora de la independencia” “criolla mexicana y antiespa-ñola”, o conceptos similares? Ciertamente, insis-timos, difería el contexto europeo del virreinato de la Nueva España; por ello es necesario darle una interpretación a este último de tal manera que, sin ser como la Francia o Inglaterra moder-nas, aporte sentidos originales de renovación, simplemente por la distancia geográfica, que no ideológica, de España.

…la historia de Clavijero fue asimismo un tra-bajo que respondió a las nuevas epistemolo-gías de los europeos, es decir, una respuesta sobre qué evidencias usar y a quién creer. Para Clavijero la respuesta al escepticismo europeo consistió en reconstruir el pasado a partir “de los mejores historiadores españoles y de los manuscritos y pinturas de los indios”. Clavi-jero no tuvo vergüenza de usar fuentes que De Pauw y Robertson ridiculizaron: me refiero a Torquemada y a los códices indígenas novo-hispanos.10

La obra clásica de Antonello Gerbi, La

disputa del Nuevo Mundo: historia de una po-lémica, expresa en el título la frase con la cual

10 Jorge Cañizares Esguerra. “La historiografía nueva” en ob. cit., p. 409.

120

se conoce el choque entre la percepción europea del Novum Orbe, y la defensa de éste por quie-nes –los criollos– “a lo largo y ancho de América (incluso en las colonias británicas) reaccionaron furibundos frente a semejante representación”.11 Bien se trataba, en efecto, de una arena de lucha por “las nuevas epistemologías”; tratábase de posturas que, en el nivel de la ciencia moderna, buscaban justipreciar “qué evidencias usar y a quién creer”. Historiadores de un continente y otro, apelaban a las condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero, independientemen-te del punto geográfico desde el cual se generara. La élite de los humanistas criollos, arraigada en la Universidad Real y Pontificia, los colegios je-suitas y en algunos puestos de la burocracia mo-nárquica, refunfuñó por el menosprecio europeo y defendió una perspectiva científica y humanís-tica propia, con aportaciones, con fundamentos modernos, con interpretaciones –por ejemplo– sobre la flora y la fauna americanos, costum-bres y arte autóctono. Los pensadores de estas regiones demostraron que podían universalizar mediante la cientificidad exigida, denunciando a la par defectos en la objetividad europea, la cual, o bien observaba a distancia los acontecimientos sin haber pisado suelo autóctono y –ergo– ca-recería de datos necesarios y suficientes, o bien organizaba expediciones científicas efímeras y su-perficiales.

11 Ibid., p. 405.

121

Dentro del campo dilatado de las huma-nidades novohispanas del siglo XVIII (inclui-da la literatura), sin embargo, suele entenderse la apropiación y aportación del saber basado e incentivado por la razón moderna, como antece-dente claro de un afán por separarse de España; una especie de “criollismo independentista”, vi-sionario, que distinguía el derecho a la existencia de conocimientos vernáculos, diferenciándolos como mandatos propios sobre los mandatos ibé-ricos en planos tan variados como el intelectual, el artístico o el político. Para Méndez Plancarte, por ejemplo, “rasgo inconfundible de familia en ese grupo de humanistas nuestros, es su acendra-do mexicanismo: criollos todos ellos –y algunos como Clavigero, hijos inmediatos de peninsula-res–, no se sienten ya españoles sino mexicanos […] tienen ya conciencia –profética– de la pa-tria inminente que está gestándose en las entra-ñas de la Nueva España”.12 Méndez Plancarte parece rayar en la exageración al pronunciarse por una “conciencia profética de la patria inmi-nente”, como si los humanistas novohispanos del XVIII hubieran sostenido la bandera de una identidad auténtica, contrapuesta a la monarquía ibérica (supuestamente, ya ajena, ya lejana, ya, una reliquia histórica). A pesar de lo afirmado, un poco más adelante, Méndez Plancarte defi-ne una especie de ansiosa renovación de la es-

12 Gabriel Pérez Plancarte. “Introducción”, en mismo autor, Humanistas del siglo XVIII, México, UNAM (Bi-blioteca del Estudiante Universitario, 24), 1991, p. VIII.

122

tructura colonial, pero sin salirse de los límites impuestos por el Imperio. “Sin mengua de su granítica fidelidad –afirma– a la ortodoxia cató-lica, nuestros humanistas saben acoger y fecundar las semillas renovadoras que flotan en el ambiente de su época…”13 Entender las obras humanistas dieciochescas producidas en la Nueva España en términos de valores libertarios proféticos, al mismo tiempo que de una ortodoxia rígida, pro-voca distorsión. La primera perspectiva (liber-taria) genera la fantasía de estar frente a obras precursoras de la Independencia. En el imagina-rio del lector parecería propiciarse un conjunto de significaciones concomitantes: distanciamiento de la metrópoli, asunción de la identidad criolla, coordenadas políticas precursoras, construcción antecedente de la patria, desobediencia a la mo-narquía, aparición de una literatura cuyos rasgos tienden hacia un humanismo autónomo (libre de la influencia imperial), etc. Podría estarse adop-tando, mediante la interpretación aludida, a una semántica apartada de los acontecimientos de la época y, de ser el caso, afloraría un rasgo típica-mente cultural en la historia de México: hacernos creer a nosotros mismos la existencia de utopías que tienen escaso contacto, o ninguno, con la rea-lidad. Dicho de otra manera: conjeturar utopías bajo una interpretación de la realidad donde ta-les utopías no han tenido lugar; pero, pese a ello, adoptarlas con los simbolismos resultantes.

13 Ib., p. XIII.

123

Para situar la literatura del periodo sin caer en el equívoco de considerarla precursora de la emancipación política, o algo así, Magali M. Ca-rrera hace una distinción útil. “Desde el momen-to de su supuesto descubrimiento, los europeos se esforzaron por distinguir a las Indias como espacio de las Indias como lugar”.14 Separar am-bas nociones, a saber: “Indias como espacio” de “Indias como lugar”, conduce razonablemente a introducir la literatura humanista (criolla y no-vohispana) dentro de la segunda, pues hablar de “lugar”, sostiene Carrera, es igual a identificar “un espacio inserto en la experiencia de redes de relaciones sociales e historias que producen sig-nificado colectivo. Un lugar puede ubicarse en un mapa, pero su significado no”.15 Formar parte de un lugar, haber echado raíces, otorga asumir el paisaje y los códigos costumbristas a través de una experiencia intransferible de la cultura pro-pia, constituida en referente de vitalidad. Este fe-nómeno lo podríamos nombrar como “apego a la tierra”, al ambiente, al comportamiento heredado. Nadie al margen de esta atmósfera especial, vivi-da y sentida, tendría posibilidad del “apego”.

Tal es el sentir arraigado en criollos hu-manistas como el padre jesuita Rafael Landí-var, quien en su obra Rusticatio Mexicana hace

14 Magali M. Carrera. “La literatura del lugar: aseso-ramientos administrativos” en Vogeley, Nancy y Ramos Medina, Manuel (coords.) Historia de la literatura mexi-cana, ob. cit., p. 414.

15 Ib.

124

gala de exultación, emoción vívida, lenguaje apologético:

Lléname a mí el placer –amor de la tierra na-tal– de visitar las patrias campiñas siempre en flor, y con amigos de todas partes recorrer en piragua los lagos mexicanos, los amenos huer-tos de Flora. Contemplaré la cordillera del Jo-rullo –reino de Vulcano–; los manantiales cris-talinos que se despeñan de las alturas; el zumo de grana, así tirio como indiano…16

Y más adelante:

Es pues, ahora que los astros dejan el mar en quieto abandono, y la onda azul incita a bo-gar, presto, de la ribera sacaré la angosta pira-gua para visitar los huertos de Flora, llamados chinampas en lengua indígena. Tú, entretanto, bellísima esposa de Céfiro, que ataviada con la policromía de las rosas reinas en los campos, dime, ¿quién confió las flores a las leves aguas, y subyugó el túmido mar a la agricultura, al mismo tiempo en que por dádiva tuya, prende en los frutales la sonrisa de los botones?17

Canto de Landívar al ingenio indígena, constructor de las chinampas; a los lagos trans-parentes donde flotan huertos polícromos, hen-chidos de frutos en botón. Es más que un paseo:

16 Landívar, Rafael. Por los campos de México. México, UNAM (Biblioteca del Estudiante Universitario, 34), p. 7.

17 Ibid., p. 11.

125

significa un recorrido por lo irrepetible y pecu-liar de los lagos de México. Un canto, en suma, a la seguridad de ser parte de ese ambiente y las formas vitales que suscita. Pero esta raigambre no debe confundirse con la propensión a la inde-pendencia respecto de la cultura metropolitana. Los humanistas criollos vivieron el apego por la patria sin el desapego por la madre patria. Al re-vés era imposible: cómo pensar, por ejemplo, en el aprecio del monarca en turno hacia el entorno y su hondo significado si, a diferencia de los crio-llos novohispanos, jamás pisaría suelo mexicano. ¿Podrá estimarse con ponderación el suelo patrio donde se ha experimentado la vida, del mismo modo que si nunca se le hubiera conocido?

De ahí que José Antonio de Villaseñor y Sánchez, contador general de los Reales Azo-gues, quien por mandato real elaboró entre 1746-1748 una “descripción comprensiva de las regiones, recursos y pueblos de la Nueva Espa-ña”, haya sostenido la necesaria revisión perió-dica de la obra realizada (Theatro Americano, o Atlas americano) para “dar a entender lo que encierra este vasto dominio de nuestro soberano leal, rico, fértil, abundante […] y desgraciado de no poder lograr la vista de su rey”.18 Es decir, el entendimiento de un lugar, desde lejos, lo con-vierte en una cartografía con medidas, puntos de ubicación, números cuantificando poblaciones y recursos. Es lo que Magaly M. Carrera denominó

18 Magali M. Carrera. “La literatura del lugar: asesora-mientos administrativos” en ob. cit., pp. 427-28.

126

el entendimiento de las “Indias como espacio”, fundamental para la administración de los terri-torios colonizados; pero intrascendente desde el punto de vista de una existencia cuyo sentido se alcanza en fusión con la zona geográfica.

José Antonio de Villaseñor y Sánchez for-ma parte de los autores en cuyo trabajo se refleja el movimiento íntimo de conferir un sentido a lo “rico, fértil, abundante” de estas tierras por el solo hecho de habitarlas y constatar su prodigali-dad. Pero al mismo tiempo, denomina al territo-rio “vasto dominio de nuestro soberano” apelan-do a una lealtad debida al rey, lamentablemente inhabilitado por su investidura y ocupaciones para “poder lograr la vista” del extraordinario universo geográfico y social de la América sep-tentrional. Por tanto, considerada esta última como mero “espacio”, resulta inaccesible en tanto “lugar”, en tanto “lograr la vista”; al rey, junto con la buro-cracia monárquica de la Península, les resultará incomprensible como lugar, derivándose de tal incomprensión una desgracia, pues nunca será lo mismo haberse convertido en unidad indisoluble con el espacio donde se vive, que considerarlo una parcela más dentro de la estructura admi-nistrativa. Para Villaseñor y Sánchez sería espe-ranzador, quizás, una toma de conciencia regia sobre este fenómeno, con objeto de remediar la frialdad en el trato y darle justeza al sentir crio-llo (siempre, recalcamos, leal a la corona). De modo amplio entonces, conforme a la tesis de

127

Magaly M. Carrera, la percepción, incipiente si se quiere,

de las redes interrelacionadas, es decir, del lu-gar, es la que permea asimismo la producción de la cultura criolla y sus literaturas en el siglo XVIII. Esta literatura cuestionaba la abstrac-ción europea de la Nueva España como espa-cio cartográfico, metafórico y textual, y supo-nía límites sociales y políticos establecidos al catalogar y proponer una visualización de la Nueva España más interconectada y vivida en tanto lugar. De esta manera, más que como conjuntos de datos, la identidad de la Nueva España se visualiza, al ver la interrelación de los ambientes, los habitantes y los abundantes recursos. Esta producción de la Nueva España como lugar se encuentra en diversas literaturas del siglo XVIII.19

Los “límites sociales y políticos” de los que habla Magali R. Carrera deben trazarse en el interior de la relación criollos-corona española: marcan la subordinación a dictámenes culturales y lineamientos de la administración central; pero manteniendo el apego y significados aportados por el ambiente y la colectivización mestiza (se entiende: hablamos de un significado de colecti-vidad asumido por la casta criolla; un mundo de vida diferente al indígena y al español; pero con puntos de contacto entre ellos). Los humanistas

19 Ib., p. 428.

128

del XVIII obviamente pertenecían a un segmento elitista; si publicaban una gaceta literario científi-ca ¿a quiénes iba dirigida? Si responsables de una cátedra, lo mismo. Si, en fin, pertenecían a una orden regular, recibían instrucciones del superior, quien podría mantener contacto con el Papa y el rey. La labor evangelizadora de los jesuitas, sin embargo, más allá de los vasos comunicantes con la casta gobernante, mantenía vínculos estrechos con el todo social, mediante el confesionario, los colegios para indígenas, los colegios superiores y las misiones septentrionales.

La erudición, el saber enciclopédico, la investigación científica se naturalizaban como resultante de la educación moderna, para unos cuantos, es cierto; pero haciendo efectivo el de-recho a participar en el concierto de los nuevos conocimientos y métodos que permitían descu-brirlos. Así, por ejemplo, Clavijero hace un co-mentario acre a Mr. De Paw, después de expre-sar éste un exabrupto sobre la lengua mexicana. (“Las lenguas de América son tan limitadas y tan escasas de palabras, que no es posible expresar en ellas ningún concepto metafísico. En ninguna de ellas se puede contar más allá de tres. No es posible traducir un libro, no ya en las lenguas de los algonquines y de los guaraníes o paragua-yos, pero ni aun en las de México y Perú, por no haber en ellas suficiente cantidad de voces para expresar nociones generales”). Ante semejante desaguisado, Clavijero responde sapiente e iró-

129

nico20: “El que lea estas decisiones magistrales del filósofo prusiano, se persuadirá sin duda, que pronuncia su fallo, después de haber viajado por toda América; pero no es así: sin salir de su ga-binete de Berlín, sabe mejor todo lo que pasa en América que los mismos americanos, y en el co-nocimiento de las lenguas es superior a los que hablan. Yo aprendí la mexicana y la oí hablar a los mexicanos por espacio de muchos años, y no sa-bía que fuese tan escasa de voces numerales y de términos significativos de ideas universales, hasta que me descubrió este gran secreto Mr. Paw. Sa-bía que los mexicanos habían dado el nombre de centzontlatale (esto es, 400) o más bien el de cent-zontli (esto es, el que tiene 400 voces), a aquel pá-jaro tan célebre por su singular dulzura y por la in-comparable variedad de su canto. También sabía que los antiguos mexicanos contaban por xiqui-pilli las almendras de cacao que empleaban en el comercio, y sus tropas en la guerra; así que, para decir, por ejemplo, que un ejército se componía de 40000 hombres, decían que tenía 5 xiquipillis. Sabía yo, en fin, que los mexicanos tenían voces numerales para expresar cuantos millares y millo-nes querían; pero el doctor De Paw sabe todo lo contrario, y no hay duda que lo sabrá mejor que yo, porque tuve la desgracia de nacer en un cli-ma menos favorable que el de Prusia”. Apelando

20 Francisco Javier Clavijero. “Disertaciones” en mis-mo autor. Capítulos de historia y disertaciones. México, UNAM (Biblioteca del Estudiante Universitario, 44), 1994, pp. 97-98.

130

a su conocimiento de la lengua de los antiguos mexicanos, Clavijero pone en su lugar a De Paw, evidenciándole la docta ignorancia y, pese a tra-tarse de un científico europeo connotado, no por ello resultaba irrebatible, y menos colocando en el fondo de su reflexión prejuicios eurocéntricos.

El criollo Clavijero despliega una defensa del náhuatl: lo ha utilizado para comunicarse con nativos y sabe del mundo propiciado y enrique-cido en el lenguaje primigenio. Lo adquirió, ni siquiera desde un “gabinete” prusiano; tampoco porque haya viajado desde un lugar lejano para enterarse; lo adquirió viviéndolo desde tempra-no y –asienta mordaz– porque “tuve la desgra-cia de nacer en un clima menos favorable que el de Prusia”. Defiende las “Indias como lugar”, por un lado, empleando la fuerza de una crítica irónica, cáustica, hacia formas de entendimiento que desconocen la experiencia de asimilar una cultura regional; pero agravadas en la desinfor-mación supina. Por otro lado, aduciendo un con-traejemplo, corrige a De Paw sobre la supuesta limitación de lenguas autóctonas respecto a la numeración y la abstracción; refrenda, de esta manera, la capacidad epistemológica para expo-ner datos constatables y comunicables.

proyección polÍtica

A pesar de los servicios prestados, favorables a la monarquía y al papado, la orden jesuita donde

131

profesaba Clavijero se vio involucrada en hechos que podríamos llamar anticolonialistas, de modo preponderante en las misiones del Paraguay y entre asentamientos de Sinaloa, Sonora, Chihua-hua o Baja California. Muchas “misiones”, en-claves económicos y culturales católicos, reunían pueblos indígenas en una suerte de comunitaris-mo radical. La influencia de la Compañía de Je-sús, asimismo, se filtraba en asuntos económicos, políticos, religiosos y culturales de toda índole; hacia el siglo XVIII, ya se había convertido en una cofradía poderosa y poseedora de recursos para cumplimentar la cruzada de la conversión católica bajo retos asociados a la modernidad.21

La sentencia de expulsión de los jesuitas, recordémoslo, tuvo como uno de sus argumen-tos el acaparamiento de jurisdicciones donde los “ropas negras” (jesuitas) trataban despóticamen-te a emisarios reales y representantes del orden establecido, esto según la acusación; y ello era como decir entre otros asuntos: ponían coto a los abusos del poder contra indígenas alojados en las

21 “…apenas había familia en toda Nueva España que no tuviese con la Compañía particular relación, o de pa-rentesco, o de amistad, o de alguna dependencia, a que se añadía el título general de los estudios, en que se habían formado la mayor parte de cuantos hombres ocupaban los coros, las parroquias, los magistrados, los ayuntamientos, las cátedras, los claustros y lustrosos empleos de la repúbli-ca”. V. Francisco Javier Alegre. “Llegan misteriosas órde-nes de la Corte”, en Elsa Cecilia Frost, (coord.) Testimonios del exilio (Francisco Javier Alegre, Rafael de Zellis, Anto-nio López de Priego), México, Jus, 2000, p. 31.

132

reducciones, nada gratas, por ello, a los ojos del colonialista obseso. El cometido de los jesuitas desde fines del XVI en que arribaron a la Nueva España: evangelizar, proteger cristianamente a indios chichimecas cuando las circunstancias se prestaron, atrajo hacia la orden una experiencia incorporada a lo que Magali denomina “Indias como lugar”, defensora de los valores cristianos incluso librando batallas contra funcionarios in-fluyentes. Añadámosle que la incursión jesuita en las esferas de poder, habría tendido a orientar un sentido de organización eficiente que instau-rara la justicia cristiana por encima de las des-viaciones terrenales.

Sin apelar a la tesis (injustificada) de la existencia ilustrada y mexicanista de una litera-tura, germen de la rebelión independentista que se iniciaría en 1810, pues dígase lo que se diga, ni los jesuitas ni en general los humanistas die-ciochescos se inclinaron hacia una tal rebelión, sin embargo, quedó sedimentada la defensa indi-genista y societaria en general desde un punto de vista aristotélico, tomista y pragmático moderno en la Compañía. Este no es un hecho fugaz, sino una enseñanza integrada, arraigada, en conse-cuencia, tanto en los autores intelectuales y mo-rales como en la tierra originaria y la historia.

Francisco Javier Clavijero, partícipe de la gesta católico-jesuita, escribe su Historia Anti-gua de México haciendo alarde de erudición y técnica de la investigación histórica. Se cuida de no fundamentar su trabajo en una concepción de

133

la historia basada en la teología cristiana, y en este tópico es, en efecto, producto de la moderni-dad, de la razón ilustrada; pero al mismo tiempo, el exaltar el pasado indígena –con finura y admi-ración– lo sustenta en similitudes con el actuar jesuita. Dice Clavijero:

Según las leyes que publicó el célebre rey Ne-zahualcóyotl, el ladrón era arrastrado por las calles y después ahorcado; el homicida moría degollado. Al agente en el pecado nefando sofocaban en un montón de cenizas, y al pa-ciente sacaban las entrañas... Al que era causa con malignos artificios de discordia entre dos Estados quemaban vivo atado a un palo. Al que se embriagaba hasta perder el juicio, si era noble, luego lo ahorcaban y arrojaban en un río o laguna su cadáver; si era plebeyo, la primera vez era vendido por esclavo y a la segunda lo ahorcaban. Preguntando aquel legislador por qué su ley era más rigurosa respecto de los no-bles, respondió que por ser mayor su obliga-ción a dar buen ejemplo, era más grave su de-lito […]. Generalmente hablando, en todas las naciones cultas de Anáhuac se castigaba con mucho rigor el homicidio, el hurto, la menti-ra, el adulterio y demás excesos en materia de incontinencia…”22

La cosmovisión moral de los jesuitas guar-da semejanza con la civilización estudiada: des-

22 Francisco Javier Clavijero. Historia Antigua de Mé-xico, ob. cit., pp. 311-12.

134

preciaban los nahuas “el homicidio, el hurto, la mentira, el adulterio y demás excesos en materia de incontinencia”, como también era el caso de los padres en su prédica y acción evangelizadora. Los encargados del ejemplo bíblico tenían la ma-yor responsabilidad y se hacían acreedores, por ello, a castigos terribles de cometer un delito, de incurrir en falta grave, de caer en el descuido y la molicie. La Inquisición podía castigarlos con la hoguera, la prisión descarnada, la defenestración eterna; pero también las normas de la Compañía contemplaban expulsión y oprobio público. A Nezahualcóyotl, Clavijero le reconoce celebridad política, poética y guerrera (“fue este rey uno de los mayores héroes de la América antigua”23); lla-ma en general a los asentamientos prehispánicos del Valle del Anáhuac “pueblos cultos”, y les re-conoce una vida ordenada.

Símil entre la educación náhuatl y la pro-movida por los jesuitas, refiere la atención hacia los líderes de la comunidad, a quienes se dedi-caba el urdir los hilos más finos de la formación intelectual, estética y política. “A pesar de que

23 “A diversos delitos prescribió diferentes penas, y al-gunos castigaba con sumo rigor, especialmente el adulterio, el pecado nefando, el hurto, el homicidio, la embriaguez y la traición a la patria. Dicen los historiadores texcocanos que a cuatro hijos suyos hizo morir por reos de incesto con su madrastra. Por otra parte era singular su clemencia con los miserables. Estaba prohibido bajo pena de muerte en aquel reino el tomar algo de la sementera ajena, y era tan ri-gurosa esta ley que no era menester hurtar más de siete ma-zorcas de maíz para incurrir en la pena”. Ibid., pp. 158-159.

135

la educación era gratuita, poco a poco fue deli-neándose claramente un proyecto que no era otro que la formación sólidamente católica de niños y jóvenes que, por su posición social, ha-brían de tener acceso a los puestos dirigentes de su patria. Cada vez era más evidente la fra-se cuius regio, eius religio (“según el rey, así la religión”), de modo que el proyecto jesuita de formar dirigentes multiplicaba su acción, ya que cada joven –una vez que ocupara el lu-gar al que su nacimiento lo destinaba– podría influir sobre sus subordinados no sólo con el ejemplo, sino por su capacidad de decisión”.24 Así en el calmécac, sitio educativo para los hijos de los nobles y futuros dirigentes de la sociedad náhuatl, sin pasar por alto, con mati-ces contrastantes por supuesto, el debido cui-dado a los plebeyos en el telpochcalli. “Había seminarios para la nobleza y para la plebe”, dice Clavijero.25

El cometido de los jesuitas, orden forjado-ra del historiador Clavijero: evangelizar al indí-gena, luchar contra el demonio, emprender una cruzada católica entre castas y en todos los órde-nes ad maiorem Dei gloriam (“para mayor gloria de Dios”), adquirió la forma de una acción polí-tica que no pretendía la separación de España ni

24 Elsa Cecilia Frost. “Estudio introductorio” en Tea-tro profesional jesuita del siglo XVII, México, Conaculta, 1992, pp. 13-14.

25 Francisco Javier Clavijero. Historia Antigua de Mé-xico, ob. cit., p. 290.

136

mucho menos, empero, inspirada en la justicia divina, configuró un mestizaje utópico que alte-ró de modo práctico y creativo el fundamento escolástico-cristiano de la monarquía.

La diferencia de la tarea jesuita respecto a las acciones de los primeros misioneros, por ejemplo, los franciscanos, podría entenderse en la reclusión espiritual de éstos, separada de la política terrena. Pero en el caso de aquéllos, ambas condiciones (espiritualidad y trabajo po-lítico) se estarían cumpliendo. Un artista criollo como Eusebio Vela, hace hablar a Fray Martín de Valencia, prior de los doce que llegaron a poco de la caída de Tenochtitlán:

FAY MARTÍN: Hijos y queridos míos,No entendáis que aqueste reinohe pasado por la plataque encierra sus minas dentro;ni menos por pretender mejorar fortuna, siendoaquí más acomodado,porque solamente vengoa mirar por vuestro bien,pues de él nace el mío a un tiempo,sin pretender más riquezaque este sayal que poseopara vestir; que comer,a la providencia apelo,que ésta no puede faltar,que mi Dios se encarga de eso,que los bienes de la tierra

137

se quedan acá en muriendo,y las buenas obras sirvende escala para ir al cielo…26 En el guión de Eusebio Vela, el superior de

los franciscanos intercede para alabar las “bue-nas obras” de recogimiento católico, únicas vá-lidas para abrirse las puertas “de escala para ir al cielo”; después de todo, lo material es efímero como la riqueza, no así lo sacramental, guía se-gura hacia lo eterno y celestial. De la comida y lo básico, no se preocuparía mayormente, “que mi Dios se encarga de eso”. Y frente a las adver-sidades, dice

FRAY MARTIN: Sabe que a los religiososen los lances peligrososnos defiende la oración.27

El diálogo propuesto por el dramaturgo, es una alegoría del misionero franciscano frente al poder de capitanes como Hernán Cortes a quien halaga y considera jefe militar y gobernante, im-ponente por sus hazañas. A él le correspondería consumar la conquista y a los sacerdotes llevar la palabra evangélica. Dos terrenos, cada uno con finalidades desiguales pero complementarias.

26 Eusebio Vela. “Comedia nueva del Apostolado en las Indias y martirio de un cacique, en Teatro mexicano, histo-ria y dramaturgia, México, Conaculta, 1993. T. IX, p. 43.

27 Ibid, p. 61.

138

polÍtica Jesuita y evangelio

Vastas extensiones de la península de Baja Cali-fornia, con autorización real y virreinal, habían quedado tuteladas por misioneros jesuitas: ellos nombraban capitanes, soldados, organizaban la economía y las actividades espirituales, la ayuda a poblaciones desfavorecidas, la comunicación con la metrópoli; en una palabra, habían construido núcleos prácticamente autárquicos –desligados de la esclavitud y la explotación. “Aquella penín-sula, sepultada antes por tantos siglos en la más horrorosa barbarie –acota Clavijero–, llegó a ser casi toda cristiana en el espacio de setenta años; de modo que desde Cabo San Lucas, hacia los 23º, hasta Cabujacaamang a los 31º, no había un solo hombre que no conociese y adorase al ver-dadero Dios, y que es mucho más apreciable, se formó allí un cristianismo tan puro e inmaculado, que se parecía al de la primitiva iglesia”.28 Los fondos para sostener tamaña empresa, provenían de donaciones, el erario real y fuentes alternativas propias como haciendas en manos de la orden. Tarde o temprano estas matrices comunitarias, por bautizarlas así, entrarían en oposición con la ambición y criterio colonialista de la Corona.

Clavijero utiliza la analogía entre el mundo antiguo prehispánico y el mundo de la evangeli-zación jesuita. Aquél se distingue por su siste-

28 Francisco Javier Clavijero. “Historia de California” en mismo autor. Capítulos de historia y disertaciones, ob. cit., p. 118.

139

ma de leyes que normaban la vida moral, social, política, religiosa y cultural; reflejaba un sentido en la posesión y labranza de tierras comunales; se caracterizaba por el empleo de una retórica respecto de la lealtad y la honestidad, así como el enaltecimiento del heroísmo militar. La vida artística se destacó en construcciones monumen-tales; la pintura, la escultura, la danza y el arte plumario. Se podían reconocer pueblos vigoro-sos en expansión. A la par, la Compañía de Jesús atendía la enseñanza y el ejemplo moral cristia-no mediante una educación previsora y moder-na: en las misiones se organizaban el catecismo, los matrimonios, los bautismos, la subsistencia agrícola, ganadera, la música, la danza; y cuan-do había recursos, la construcción de iglesias primorosas. Hacia el centro, colegios como el de San Ildefonso recibían a lo más granado de la clase dirigente, educada bajo estrictas reglas espirituales y formadoras del intelecto. Había, pues, analogías (en la grandeza de la ciudad del México antiguo y la ciudad de Dios) y en éstas, Clavijero vería un mestizaje renovador de la es-tructura, ya que la fusión cultura antigua mexi-cana-cultura cristiana monárquica encumbraría valores como el comunitarismo y la justicia de la interpretación terrenal y bíblica.

Consecuentemente, Clavijero elabora su obra en el contexto de un par de premisas funda-mentales: 1) el engrandecimiento de la vida ética y política, virreinal y monárquica, se plegaría a la voluntad del rey y el Papa, quienes aprobarían

140

con su bondad piadosa los progresos del mesti-zaje sin apelar a la explotación del indio; 2) pero de ninguna manera se refiere al indio coetáneo y contemporáneo suyo, devastado por el some-timiento, a quien habría de guiar una especie de sínodo misionero en pos de los ideales mestizos y teocrático-monárquicos. En este punto, habría un tutelaje, grandioso si se quiere, pero sin parti-cipación efectiva de aquellos estamentos despro-tegidos y necesitados, que no inferiores. Clavije-ro, sobre esto último, es categórico:

…protesto a Paw y a toda Europa que las al-mas de los mexicanos en nada son inferiores a las de los europeos; que son capaces de todas las ciencias, aun las más abstractas, y que si seriamente se cuidara de su educación, si des-de niños se criasen en seminarios bajo buenos maestros y si se protegieran y alentaran con premios, se verían entre los americanos, filó-sofos, matemáticos y teólogos que pudieran competir con los más famosos de Europa.Pero es muy difícil, por no decir imposible, ha-cer progresos en las ciencias en medio de una vida miserable y servil y de continuas incomo-didades.29

Clavijero parece insinuar la necesaria aten-ción hacia los mexicanos ubicados “en medio de una vida miserable y servil y de continuas in-comodidades”; pobres, semiesclavizados, discri-

29 Francisco Javier Clavijero. “Quinta disertación” en Historia Antigua de México, ob. cit., pp. 732-733

141

minados o despojados; antes habría por conse-cuencia que atender los factores causales. Si a esos mexicanos se les “protegieran y alentaran” saldrían de sus filas desde matemáticos hasta teó-logos. Los jesuitas habían tomado en sus manos una especie de protección salvífica. Ahora bien, Jaime Labastida negó rotundamente que en la Nueva España hubiera algo así como cierto mo-vimiento ilustrado, traducido en ideas y accio-nes como en la Francia de Denis Diderot. ¿Hubo algo semejante? “¿Algo, insisto, que guardara relación con los propósitos de la Ilustración, tal como la encontramos en los enciclopedistas franceses? Nada, por supuesto –se responde el mismo Labastida–, y hay que asumir este atraso filosófico, sin concesión ninguna”.30

Es verdad, carecimos en el periodo tra-tado de un proceso al estilo francés, político y revolucionario; pero en el actuar jesuita, sí exis-tió un proceso revolucionado, un juego político de emancipación y de anticolonialismo católico fundamentado en ideas aristotélico-tomistas y en acciones surgidas de la modernidad comercial; proceso que, finalmente, le costó a la orden igna-ciana la ruptura con el monarca y la represalia de la expulsión. El movimiento de independencia jesuita no fue como la revolución ilustrada de Europa. Fue, si se quiere, promonárquico, y no midió los alcances de un poder absolutista, into-lerante con el accionar de la Compañía en contra de formas de avasallamiento e individualismo

30 Jaime Labastida, art. cit., p.15.

142

cruel y egoísta. En este punto no hay tal “atraso filosófico, sin concesión alguna”, conforme a lo dicho por Labastida, sino una peculiar actividad política, criolla; una heterodoxia católica de fac-to, sustentada en la filosofía escolástica adaptada a la peculiaridad histórica de la Nueva España.

Carlos de Sigüenza y Góngora estudió y escribió sobre el pasado mexicano, lo mismo que Juan José de Eguiara y Eguren. No lo sos-layaron en términos de una etapa indispensable para poder entender la cultura criolla novohispa-na. Su reflexión erudita e interesada, rescata ese pasado mediante el uso de técnicas modernas en la investigación histórica, y pretende desmontar, como Clavijero, la tendencia a menospreciar el mundo americano en los círculos intelectuales europeos (cuyas afirmaciones atribuían inferio-ridad natural a los pobladores autóctonos). Pero al mismo tiempo, Clavijero ha vivido signos re-feridos a la acción de educar, proteger y com-partir experiencias eficaces de resistencia contra la explotación colonialista. La Historia Antigua de México la escribió en el exilio para reivindi-car culturas con las cuales ya tenía afinidades, por ejemplo, haber observado junto con pobladores indígenas, descendientes de una tradición demos-tradamente egregia –desde la óptica de su obra principal–, la gesta cercana al cristianismo primi-tivo (geográficamente, esta realización se sitúa en las misiones al noroeste de la Nueva España).

En 1750 el visitador José Rafael Rodríguez Gallardo, manifestaba que las provincias de So-

143

nora y Sinaloa deberían repoblarse con colonos de preferencia españoles, quienes se beneficia-rían de los abundantes recursos naturales dispo-nibles; debía comenzarse por repartir la tierra en un régimen de propiedad particular, permitiendo a la vez el comercio de las riquezas entre los ve-cinos generadas.

Rodríguez Gallardo externaba de este modo su convicción de que lo que venía frenando el po-blamiento y, por lo tanto, la conquista efectiva de Sonora era el hecho de que en esa provincia, que tenía hacia la parte norte una frontera abier-ta y era la más extensa de la gobernación, pre-dominara el régimen comunitario de propiedad de la tierra. No se pronunció abiertamente por la extinción del sistema de misiones, quizá para no aparecer como enemigo de los jesuitas; pero en cambio se mostró acérrimamente contrario a las prácticas segregacionistas de los misioneros y abogó por la formación de pueblos mixtos, en los que los vecinos españoles pudieran libre-mente convivir con los indios de comunidad… Las consideraciones y propuestas de Rodríguez Gallardo coincidían en lo general con una línea de acción política que venía cobrando fuerza en algunos de los órganos del gobierno central del virreinato; se compadecían también en lo general con viejas pretensiones de mineros, comercian-tes e, incluso, militares de la región”.31

31 Ignacio del Río. La aplicación regional de las re-formas borbónicas en Nueva España. Sonora y Sinaloa, 1768-1787, México, UNAM, 2012, p. 119

144

La recomendación de mezclar indios con españoles implicaba convertir a los primeros en mano de obra sojuzgada por los segundos. Eso lo sabían los jesuitas como consecuencia natural y frecuente de los “pueblos mixtos”; asimismo, los productos de la tierra cultivada en comuni-dad, pasarían a manos de comerciantes si las mi-siones desaparecieran. A la postre sucedió, cuan-do las medidas administrativas ordenadas por decreto real ya no tenían siquiera la posibilidad de ser obstaculizadas por los padres misionales (nunca, éstos dieron su brazo a torcer). Incluso aquí se aplicó la respuesta expresada al rey y al arzobispo franceses, solicitantes de modificar la Regla de la orden para salvarla del destierro. La respuesta fue contundente de parte del prepósito general y del Papa: Sit aut sunt, aut non sint (que sean como son o no sean).32

32 Cf. Elsa Cecilia Frost. Prólogo, en misma autora y coord. Testimonios del exilio (Francisco Javier Alegre, Rafael de Zellis, Antonio López de Priego), ob. cit., p. 15

Este libro se imprimió por primera vez bajo de-manda en el mes de febrero de 2014.

Amatl No. 20 Col. Pedregal de Santo Domingo, Coy. CP 04369

[email protected]