3
26 27 En 1982 Steve Reifenberg dejó Estados Unidos y se vino a trabajar a un hogar para niños en Santiago. Ayudó a menores abandonados, golpeados e hijos de padres adictos. Hoy, 30 años después, entre ellos hay profesionales, abogados y profesores. La historia la cuenta en el libro Los niños de La Granja . POR CLAUDIO GAETE H. A mediados de noviembre de 1982, Steve Reifenberg ca- minaba por la polvorienta ca- lle Rosa Ester, de La Granja, junto a su amigo Nathan Stone. Tenía 23 años, 36 dólares en el bolsillo y un equipa- je compuesto por dos pantalones, cuatro camisas, unos cuantos calce- tines y calzoncillos y unas zapatillas Nike a punto de expirar. Se detuvieron frente al número 3281 y golpearon la puerta de co- lor naranja. Un revoltoso grupo de niños salió a saludarlos con besos, algarabía y muchas preguntas. A los pocos minutos apareció Olga Díaz, una mujer alta, de unos 30 años y directora del lugar: el Hogar de niños Domingo Savio. “Veo que has conocido alguno de los niños”, le dijo. “Hay otros cinco que van a la escuela por la tarde”, agregó. Así comenzó la experiencia en Chile de este norteamericano natu- ral de Indiana, profesor de Filosofía y quien se suponía que en septiem- bre de ese año 82 debía empezar sus estudios de Derecho. Pero él decidió, contra la voluntad de sus padres, viajar a Chile y seguir su anhelo de contribuir en una labor social y tener algo de aventura. Su amigo Nathan le habló de lo que hacía Olga Díaz, lo acompañó al hogar y lo dejó instalado. Era la primera vez que salía de Estados Unidos. Y en Chile encontró res- puesta a sus dos deseos. Pensó quedarse seis meses. Fi- nalmente fueron dos años intensos que lo marcaron como persona, asegura hoy, a sus 53 años. Steve Reifenberg estuvo en Santiago la semana pasada para el lanzamiento en español de su libro Los niños de La Granja –que se presentó el 13 de diciembre en el colegio Saint George–, donde re- lata sus vivencias con trece chicos de 2 a 12 años en momentos en que el país vivía una aguda crisis económica y las protestas contra el gobierno de Pinochet comenza- ban a ser una constante en el país. Benito Baranda, quien prologó el libro, y Claudio Orrego, presenta- ron el texto. Esa tarde estuvieron todos: Olga y los niños, hoy hombres y mujeres, hoy casados, con hijos, trabajado- res, profesionales y profundamente agradecidos de Steve. Y con la mis- ma algarabía de hace 30 años. Igual que Jack Lemmon Steve Reifenberg es director ejecutivo del Kellogg Institute de la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. Pese a que dejó el país en 1984, continuó su relación con Chile. En 1986 trabajó unos meses en la Vicaría de la Solidari- dad y viajaba todos los años al país para continuar ayudando al Hogar Domingo Savio. –En 1982 estaba buscando qué hacer con mi vida. Sabía que la manera en que uno llega a ser fe- liz es hacer algo por los demás. La otra mitad de la razón para venir a Chile es que estaba buscando una aventura, hacer algo entretenido, distinto. Fue un momento casi de crisis en mi relación con mi papá, porque él estaba convencido de que estaba entrando a un mundo muy peligroso. Steve dice que justo en esa época se presentaba la película Missing, la historia del norteamericano Char- les Horman, quien fue detenido tras el golpe de 1973 y su padre decide venir a buscarlo al país. “Mi papá estaba convencido de que ese era mi destino y que él iba a venir a Chile, igual que Jack Lemmon, a buscar el cuerpo de su hijo”, recuerda. Afortunadamente eso no le ocu- rrió, pero las aventuras que vivió son dignas de un filme. Como las de Geraldo, una cabra que vivía en el hogar y que murió tras una ataque de bilis después de comerse los calzoncillos de Steve. “Se comió tres y después se murió cuando los vomitó. Al final, eso fue un chiste para los niños porque yo tuve que andar ‘a lo gringo’ un buen tiem- po”, recuerda Steve. O cuando a los cuatro meses de estar en Chile se enfermó de para- tifus y pasó tres semanas en cama por haber comido algo regado con aguas servidas. Lo que era bastan- te común en el Chile de esos años, para la mentalidad de un norte- americano se acercaba más bien a padecer dengue o malaria. Fue un momento especialmente duro para Steve, porque recién ha- bía conseguido su primer trabajo remunerado en Chile como profe- sor en el Instituto Chileno–Norte- americano y debido al tiempo que tuvo que ausentarse fue reempla- zado en el puesto. Steve no hablaba prácticamen- te nada de español cuando llegó a Chile. Los niños tampoco ayu- daban a mejorar su comprensión. Eran inquietos, traviesos y ha- bía que luchar para mantener la disciplina. Olga Díaz, una profesora naci- da en Viña del Mar, había dado vida al hogar de menores junto a un sacerdote francés. Partieron con una casa arrendada, con un living amplio, dos habitaciones llenas de camarotes, una para las niñas y otra para los niños, una cocina y una pieza pequeña al fondo don- de dormía un profesor de 23 años que trabajaba con los chicos y con quien Steve compartió habitación cuando llegó a la casa. Apenas comenzó con su hogar, Olga recibió niños abandonados por sus padres, abusados, maltrata- dos, guaguas desnutridas, hijos de padres drogadictos, todos traídos por asistentes sociales. Allí estaban desde el pequeño Andrés, rebelde e insolente, hasta Cristián, de 12 años, generoso y con una madurez inusitada para un niño de su edad. –Andrés tenía un carácter fuertí- simo. Le gustaba mucho presionar hasta un punto donde uno no po- día controlarse. En una ocasión le dije que tenía que guardar su pija- ma en el clóset y él dijo que no. Yo Hoy los niños tienen entre 32 y más de 40 años, han formado sus familias, muchos son profesionales, abogados, profesores Desde una cabra que se comió su ropa interior, hasta estar tres semanas en cama por paratifus son algunas de las experiencias vividas por Steve Reifenberg. JOSÉ ALVÚJAR

JOS ALVòJAR · 2013. 1. 15. · historia la cuenta en el libro Los ni os de La Granja . POR CLAUDIO GAETE H. A mediados de noviembre de 1982, Steve Reifenberg ca - minaba por la

  • Upload
    others

  • View
    0

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

  • 26 W 27

    En 1982 Steve Reifenberg dejó Estados Unidos y se vino a trabajar a un hogar para niños en Santiago. Ayudó a menores abandonados, golpeados e hijos de padres adictos. Hoy, 30 años después, entre ellos hay profesionales, abogados y profesores. La historia la cuenta en el libro Los niños de La Granja.POR CLAUDIO GAETE H.

    A

    mediados de noviembre de 1982, Steve Reifenberg ca-minaba por la polvorienta ca-lle Rosa Ester,

    de La Granja, junto a su amigo Nathan Stone. Tenía 23 años, 36 dólares en el bolsillo y un equipa-je compuesto por dos pantalones, cuatro camisas, unos cuantos calce-tines y calzoncillos y unas zapatillas Nike a punto de expirar.

    Se detuvieron frente al número 3281 y golpearon la puerta de co-lor naranja. Un revoltoso grupo de niños salió a saludarlos con besos, algarabía y muchas preguntas. A los pocos minutos apareció Olga Díaz, una mujer alta, de unos 30 años y directora del lugar: el Hogar

    de niños Domingo Savio. “Veo que has conocido alguno de los niños”, le dijo. “Hay otros cinco que van a la escuela por la tarde”, agregó.

    Así comenzó la experiencia en Chile de este norteamericano natu-ral de Indiana, profesor de Filosofía y quien se suponía que en septiem-bre de ese año 82 debía empezar sus estudios de Derecho. Pero él decidió, contra la voluntad de sus padres, viajar a Chile y seguir su anhelo de contribuir en una labor social y tener algo de aventura. Su amigo Nathan le habló de lo que hacía Olga Díaz, lo acompañó al hogar y lo dejó instalado. Era la primera vez que salía de Estados Unidos. Y en Chile encontró res-puesta a sus dos deseos.

    Pensó quedarse seis meses. Fi-nalmente fueron dos años intensos que lo marcaron como persona, asegura hoy, a sus 53 años.

    Steve Reifenberg estuvo en Santiago la semana pasada para el lanzamiento en español de su libro Los niños de La Granja –que se presentó el 13 de diciembre en el colegio Saint George–, donde re-lata sus vivencias con trece chicos de 2 a 12 años en momentos en que el país vivía una aguda crisis económica y las protestas contra el gobierno de Pinochet comenza-ban a ser una constante en el país. Benito Baranda, quien prologó el libro, y Claudio Orrego, presenta-ron el texto.

    Esa tarde estuvieron todos: Olga y los niños, hoy hombres y mujeres, hoy casados, con hijos, trabajado-res, profesionales y profundamente agradecidos de Steve. Y con la mis-ma algarabía de hace 30 años.

    Igual queJack Lemmon

    Steve Reifenberg es director ejecutivo del Kellogg Institute de la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. Pese a que dejó el país en 1984, continuó su relación con Chile. En 1986 trabajó unos meses en la Vicaría de la Solidari-dad y viajaba todos los años al país para continuar ayudando al Hogar

    Domingo Savio. –En 1982 estaba buscando qué

    hacer con mi vida. Sabía que la manera en que uno llega a ser fe-liz es hacer algo por los demás. La otra mitad de la razón para venir a Chile es que estaba buscando una aventura, hacer algo entretenido, distinto. Fue un momento casi de crisis en mi relación con mi papá, porque él estaba convencido de que estaba entrando a un mundo muy peligroso.

    Steve dice que justo en esa época se presentaba la película Missing, la historia del norteamericano Char-les Horman, quien fue detenido

    tras el golpe de 1973 y su padre decide venir a buscarlo al país. “Mi papá estaba convencido de que ese era mi destino y que él iba a venir a Chile, igual que Jack Lemmon, a buscar el cuerpo de su hijo”, recuerda.

    Afortunadamente eso no le ocu-rrió, pero las aventuras que vivió son dignas de un filme. Como las de Geraldo, una cabra que vivía en el hogar y que murió tras una ataque de bilis después de comerse los calzoncillos de Steve. “Se comió tres y después se murió cuando los vomitó. Al final, eso fue un chiste

    para los niños porque yo tuve que andar ‘a lo gringo’ un buen tiem-po”, recuerda Steve.

    O cuando a los cuatro meses de estar en Chile se enfermó de para-tifus y pasó tres semanas en cama por haber comido algo regado con aguas servidas. Lo que era bastan-te común en el Chile de esos años, para la mentalidad de un norte-americano se acercaba más bien a padecer dengue o malaria.

    Fue un momento especialmente duro para Steve, porque recién ha-bía conseguido su primer trabajo remunerado en Chile como profe-sor en el Instituto Chileno–Norte-americano y debido al tiempo que tuvo que ausentarse fue reempla-zado en el puesto.

    Steve no hablaba prácticamen-te nada de español cuando llegó a Chile. Los niños tampoco ayu-daban a mejorar su comprensión. Eran inquietos, traviesos y ha-bía que luchar para mantener la disciplina.

    Olga Díaz, una profesora naci-da en Viña del Mar, había dado vida al hogar de menores junto a un sacerdote francés. Partieron con una casa arrendada, con un living amplio, dos habitaciones llenas de camarotes, una para las niñas y otra para los niños, una cocina y una pieza pequeña al fondo don-de dormía un profesor de 23 años que trabajaba con los chicos y con quien Steve compartió habitación cuando llegó a la casa.

    Apenas comenzó con su hogar, Olga recibió niños abandonados por sus padres, abusados, maltrata-dos, guaguas desnutridas, hijos de padres drogadictos, todos traídos por asistentes sociales.

    Allí estaban desde el pequeño Andrés, rebelde e insolente, hasta Cristián, de 12 años, generoso y con una madurez inusitada para un niño de su edad.

    –Andrés tenía un carácter fuertí-simo. Le gustaba mucho presionar hasta un punto donde uno no po-día controlarse. En una ocasión le dije que tenía que guardar su pija-ma en el clóset y él dijo que no. Yo

    Hoy los niños tienen entre 32 y más de 40 años,

    han formado sus familias, muchos son profesionales,

    abogados, profesores

    Desde una cabra que se comió su ropa interior, hasta estar tres semanas en cama por paratifus son algunas de las experiencias vividas por Steve Reifenberg.

    JOSÉ

    ALV

    ÚJA

    R

  • 28 W 29

    le dije ‘no señor, tiene que hacerlo’, y él volvió a decir ‘¡no!’. Y agregó desafiante: ‘me voy a hacer caca en la mesa’. ¡Y lo hizo! Al final lle-gamos a tener una buena relación. Yo lo escuchaba porque me gus-taba su manera de ver el mundo, es divertido, loco e inteligente. Y a él le gustaba que le contara todas las noches el cuento del gigante egoísta.

    También estaba Marcelo, que solía orinarse en la cama. Y Veró-nica, quien iba a clases en la tarde y ayudaba a hacer el aseo en la mañana. Un día le espetó a Steve: “No, tío, ¿no sabes cómo se hace esto?”, cuando éste trataba inútil-mente de limpiar el piso con una virutilla. Ahí aprendió que debía restregarse en el mismo sentido de las vetas de la madera. Y también aprendió qué era una “virutilla”.

    También estaban Marcelo, Giovana y Alfredo, quienes iban en primero básico y a los cuales Steve ayudaba con sus tareas. En su rudimentario español trató de enseñarles las vocales y a contar.

    Luego estaba Sonia, era buena para hacer preguntas. Un día ella le dijo:

    –¿Qué estudiaste?–Filosofía.–¿Y eso qué es?–Es el estudio de todas las pre-

    guntas importantes, sobre el signifi-cado de la vida, sobre la existencia de Dios y sobre todas las pregun-tas que no puede responder la ciencia.

    –¿Y encontraste la respuesta a todas esas preguntas?

    –Bueno, no, pero por lo menos me ayudó a comprender cuáles son las preguntas correctas.

    –¿Y estudiaste todos esos años para comprender eso?

    –Sí.–¡Ahora entiendo por qué no

    tienes una profesión!Carlos y Patricio eran hermanos

    y fanáticos del fútbol. Steve relata en su libro que Patricio era el úni-co que no quería vivir en el hogar porque él tenía familia y su madre los iba a venir a buscar cuando

    resolviera los problemas que tenía con su padre. Pero su hermano, Cristián, lo volvía crudamente a la realidad y le decía que el papá estaba en la cárcel “y a la mamá no le importamos”.

    –El Hogar ponía gran énfa-sis en que los niños pudieran ser independientes, que tuvieran su propia voz, que pudieran soñar. Si uno escucha a los niños, dicen cosas tan divertidas, a veces son tan sabios, a veces tan locos. Uno tiene que estar atento. Yo tenía un cua-derno donde iba anotando todo lo que me decían y así fue naciendo este libro.

    Los primeros meses en Chile, Steve intentó tener una granja familiar en el patio trasero de la casa. Logró cultivar porotos y cho-clos, que todos disfrutaron en un almuerzo de verano. Tras mucho esfuerzo, en el Hogar pudieron comprar una yegua para arar la tierra. La idea era arrendarla una vez que hubiera hecho su labor. Al mes la yegua se murió y después de que un veterinario determinó que la carne era comestible, apro-vecharon hasta el último gramo del animal y pudieron incrementar la ingesta de proteínas en los niños. “En general, ellos comían carne una vez a la semana, pero después de eso comían carne tres veces al día. Salvo Andrés, quien decidió hacerse vegetariano cuando un día gritó: ‘¡Yo no voy a comer yegua!’”,

    recuerda Steve.A los cuatro meses de estar

    en Chile, Steve decidió que no quería volver a Estados Unidos aún y no sabía cómo decírselo a sus padres. Ellos esperaban que volviera para retomar la univer-sidad y su vida de un joven de clase media alta en Indiana. Les escribió contándoles sus razones. Al mes llegó la respuesta de su padre. Tras una larga enumera-ción de los motivos por los que creía que estaba tomando la deci-sión equivocada, le echó en cara que además estaba renegando todo lo que le había entregado para darle una vida mejor. Pero al final de la carta le escribió que estaba orgulloso por la forma en que había criado a su hijo.

    En diciembre de 1983 Steve re-cibió de regaló un pasaje para ir a Estados Unidos para Navidad. Durante el período que estuvo allí se contactó con amigos y familiares para contarles del Hogar. Además, sus padres habían hablado por to-das partes de la labor de su hijo. Volvió a Chile con muchos rega-los, y con más de 14 mil dólares en efectivo. Con ese dinero, junto a Olga, compraron una casa para el Hogar en la calle Tupunga-to número 8965, también en La Granja.

    Steve mantenía una correspon-dencia fluida con sus padres. Solía contarles detalles de los niños y del

    Si uno escucha a los niños,

    dicen cosas tan divertidas, a veces son tan sabios, a veces tan locos. Uno tiene que

    estar atento

    En 1982 Steve junto a Olga Díaz, la fundadora del Hogar, y el profesor Néstor Chávez.

  • 30 W 31

    Tereinta años después, Steve junto a quienes fueron los niños del Hogar Domingo Savio, y a Olga Díaz (la segunda, de izquierda a derecha).

    Hogar. “Mi madre se sabía el nom-bre de todos los niños y cuando ellos vinieron a Chile en diciembre de 1984, los reconoció a todos por su nombre”, afirma.

    Ese viaje de ellos fue una lo-cura, dice Steve. A sus padres no les mencionó que el país estaba envuelto en una serie de protestas civiles. “Cuando ellos vinieron ha-bía tanques en la esquina donde vivíamos y militares en las calles”.

    Se alojaron en el Hogar, en el cuarto de los niños. “Allí durmie-ron mis padres, mi hermano y mi hermana. Ese viaje fue algo que cambió sus vidas y su percepción del mundo. Para ellos, el mundo estaba dividido entre los gobier-nos buenos–anticomunistas– y los no buenos –los comunistas–. Se encontraron con un gobierno anticomunista, pero que igual no era tan bueno. Para ellos fue una experiencia increíble vivir en una población, entre gente humilde, que se levantaba muy temprano para ir a trabajar. Se dieron cuen-ta del impacto que había tenido en mi vida conocer a esos niños y cambió sus perspectiva del mundo y las relaciones que tenemos con el resto de los países”.

    El regresoCuando Steve volvió a Estados

    Unidos no quiso dejar de lado su trabajo en el hogar. Con los años

    mantuvo contacto con todos los miembros y ayudó a los chicos a salir adelante. “Hoy tienen entre 32 y más de 40 años, han formado sus familias, muchos son profesionales, abogados, profesores. Andrés tra-bajó como junior en la oficina que abrió la Universidad de Harvard en Chile en 2002. Patricio es abo-gado y ha trabajado en empresas. Otros son ejecutivos, secretarias. Algunos han sido becados por no-sotros. En muchos casos la Funda-ción los ayudó, pero en otros fue cien por ciento esfuerzo de ellos”.

    Recuerda con especial cariño a Cristián, el mayor de todos. “Es una persona lindísima. Yo aprendí mucho de él, de su sencillez, de su preocupación por los demás, de su fuerza de seguir estudiando. Sacó su título de Contador estudiando de noche en un instituto y limpian-do casas en el día”.

    En el libro hay una anécdo-ta que lo retrata. A Steve se le olvidó comprar pan un día y al desayuno había tres niños que tenían que ir al colegio, además del propio Steve quien enton-ces trabajaba enseñando inglés. Sólo quedaban tres pedazos de pan añejo. Steve se los dio a los niños, entre los cuales estaba Cristián, y les dijo que él ya ha-bía comido. Cristián no le creyó. Agarró su pan, lo partió por la mitad y se lo pasó. “Tienes que

    Para mis padres fue una

    experiencia increíble vivir en

    una población, entre gente humilde. Se

    dieron cuenta del impacto que había tenido en

    mi vida conocer a esos niños

    comer tío Steve para que tengas fuerzas para hacer clases”.

    El año 2002, Steve se vino a vi-vir a Chile otra vez, enviado por Harvard para supervisar la pri-mera oficina que esa universidad abría fuera de Estados Unidos. Llegó junto a su señora, Chris Cervenak, y sus hijos Natasha, Alexandra y Luke.

    Se quedó hasta 2010. Sus hi-jos aprendieron español y hoy se burlan de su padre por su manera agringada de hablar.

    En estos años ha incrementa-do la colaboración con otras en-tidades educativas que ayudan a niños pobres. “Tuve la suerte de trabajar en el colegio Saint Geor-ge y hacer vínculos con muchos alumnos de Harvard que han venido a participar en distintos proyectos. Entre ellos está el pro-yecto ‘Buen comienzo’, que bus-ca mejorar la educación tempra-na y está ligado a la Fundación Andrónico Luksic. También está el proyecto ‘Chile Enseña’, que pone a los mejores profesores en colegios públicos”.

    El Hogar Domingo Savio pasó a ser una fundación que sigue bajo la mano de Olga y que hoy acoge a 50 niños.

    En 2008 Steve publicó su libro en inglés a instancias de la poetisa chilena Marjorie Agosín, quien en-seña español en Wellesley College, Texas. Harold Mayne-Nicholls, amigo de él, lo leyó y le aconsejó que lo publicara en español. Lo puso en contacto con Ediciones La Lumbre, que sacó la primera edición.

    Steve rescata como uno de los momentos más emotivos su par-tida del Hogar, en 1984. Tenía sentimientos encontrados. Por un lado, quería que los niños se olvi-daran luego de él, ya que habían sufrido tanto en sus vidas que no quería agregarle otra cuota de do-lor. Pero otra parte le decía que la experiencia había sido tan intensa que, definitivamente, quería que lo extrañaran y que se notara su presencia en Chile. Así fue.

    JUA

    N E

    DUA

    RDO

    LÓPE

    Z