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Congreso Social «La Persona en el Corazón del Desarrollo» • Pontificia Universidad Católica de Chile • Mayo 2012 1 EL CONCEPTO DE SUBSIDIARIEDAD DEL ESTADO EN EL SIGLO XX CHILENO: ALGUNAS FUENTES DOCUMENTALES PARA SU ESTUDIO José Manuel Castro Torres 1 [email protected] Resumen El presente texto ofrece extractos de fuentes documentales para la comprensión del principio de subsidiariedad del Estado, presente tanto en las Encíclicas Sociales como en el tratamiento dado a este concepto en la opinión pública chilena entre las décadas de 1930-1970. Nos centramos en la aparición del vocablo en las revistas Estudio, Mensaje y Qué Pasa con tal de propiciar una reflexión en torno a la noción de Estado en el Chile actual y la contribución de la Iglesia Católica en tal conformación. Palabras claves Subsidiariedad – Estado – Liberalismo – Socialismo – Doctrina Social de la Iglesia 1 Estudiante de Magister en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Chile.

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EL CONCEPTO DE SUBSIDIARIEDAD DEL ESTADO EN EL SIGLO XX CHILENO:

ALGUNAS FUENTES DOCUMENTALES PARA SU ESTUDIO

José Manuel Castro Torres1 [email protected]

Resumen

El presente texto ofrece extractos de fuentes documentales para la comprensión del principio de

subsidiariedad del Estado, presente tanto en las Encíclicas Sociales como en el tratamiento dado a este

concepto en la opinión pública chilena entre las décadas de 1930-1970. Nos centramos en la aparición

del vocablo en las revistas Estudio, Mensaje y Qué Pasa con tal de propiciar una reflexión en torno a la

noción de Estado en el Chile actual y la contribución de la Iglesia Católica en tal conformación.

Palabras claves

Subsidiariedad – Estado – Liberalismo – Socialismo – Doctrina Social de la Iglesia

1 Estudiante de Magister en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Chile.

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Introducción

Los principios emanados de la Doctrina Social de la Iglesia Católica han iluminado en reiteradas

ocasiones las ideas y la práctica política chilena en el siglo XX, no solo a partir de los lineamientos

definidos por la Jerarquía Eclesiástica, sino también por la acción de los laicos organizados que

participan de modo directo en la política. Como señala Bernardino Bravo Lira (1995) -actual premio

nacional de Historia-, el siglo XX marca el fin del Estado Modernizador (llamado a promover la

felicidad del pueblo) para dar paso al inicio del Estado Subsidiario que no busca regular “desde arriba”

las actividades del pueblo, sino que apela a la iniciativa individual y de las organizaciones sociales

intermedias. Las experiencias socialistas y liberales no se llevan hasta sus últimas consecuencias

utópicas, sean estas colectivistas o individualistas.

La novedad de la “revolución desde arriba” del régimen militar es impulsar un Estado de tipo

subsidiario. Es la primera vez que en Chile hay una aplicación práctica y declarada de este principio.

Esta novedad es práctica, no teórica. Desde la aparición de la Encíclica Quadragesimo Anno irrumpe

en Chile la reflexión en torno al principio de subsidiariedad del Estado en el Catolicismo Social

chileno, primero mediante la promoción de un régimen político corporativista y luego inserto en una

lógica de democracia moderna. En ambos casos el principio de subsidiariedad ha servido como

alternativa a la implantación de un modelo político de contenido ideológico socialista por un lado, o

liberal por otro. Desde la década de 1930 hasta la actualidad, el la discusión sobre el principio de

subsidiariedad ha estado intermitentemente presente en el debate público chileno.

En el actual trabajo ofrecemos algunas fuentes desde 1930 hasta 1970 que faciliten la comprensión de

los principales rasgos del principio de subsidiariedad del Estado y de la lectura que hacen de éste

distintos actores de la sociedad chilena en respuesta a los desafíos que les corresponde afrontar, cada

uno en su tiempo. La riqueza de este método propuesto se centra en ofrecer al lector una inicial

experiencia con fuentes primarias sobre la noción subsidiaria del Estado. Buscamos con esto, iniciar

un diálogo sobre la historia del concepto de subsidiariedad del Estado en el siglo XX chileno,

mediante la presentación de algunas fuentes originales, desde las principales enunciaciones papales

hasta su lectura y utilización de laicos que participan en política.

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Origen y desarrollo del principio de subsidiariedad en la Iglesia Católica: Encíclicas Sociales

En la Encíclica Rerum Novarum (1891) encontramos el primer pronunciamiento de las Encíclicas

Sociales respecto a las funciones y límites del Estado respecto a las sociedades intermedias, la familia y

el individuo, criticando con ello tanto el sistema capitalista como el modelo socialista. No obstante

ello, para explicarlo, León XIII no utiliza el concepto de subsidiariedad del Estado, pero sí ofrece una

idea inicial: “No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean

absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de

nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. […] Si, por tanto, se ha producido o amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público”. “En la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente

por los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá, por consiguiente, rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la muchedumbre desvalida”.2

Rastreamos una enunciación explícita del concepto de la subsidiariedad del Estado como principio

social en Acta Apostolae Sedis XXIII (15 de enero de 1931) y reafirmado posteriormente en la

Encíclica Quadragésimo Anno de Pío XI. En ella, se realiza una explícita apertura hacia un orden

político católico según un modelo de organización corporativista de la sociedad, en la cual, el hombre

puede hacer ejercicio de la libertad en cuanto es miembro de agrupaciones intermedias, espacio

indispensable para la materialización de la libertad.3 La crítica realizada el liberalismo en esta Encíclica

es clara, por ser causante del “vicio del individualismo” que provocó la práctica desaparición de la vida

social de las agrupaciones humanas, lo que implicaría que, al encontrarse solos los individuos frente al

Estado, tenga que soportar éste las cargas antes soportadas por las corporaciones.4 La Europa de la

2La negrita es nuestra 3Sobre ello, Sofía Correa ha rastreado un proto-corporativismo en Abdón Cifuentes en el artículo “El corporativismo como expresión política del socialcristianismo” En: Fernando Berríos, Jorge Costadoat, Diego García, “Catolicismo social chileno. Desarrollo, crisis y actualidad”, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2009. 4 En la Encíclica Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937), Pío XI realiza un ataque más explícito al liberalismo y propone al corporativismo como el modelo de organización social ideal que respete las jerarquías sociales. El rol del Estado al respecto sería el de promover una armónica coordinación entre las agrupaciones intermedias entre la familia y el Estado. Se propicia que estas agrupaciones sean las generadoras del poder político.

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década previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial ya se encontraba sumida en el conflicto entre

la alternativas ideológicas liberales y socialistas, ofreciendo la Iglesia al principio de subsidiariedad

como salida a tales construcciones ideológicas: la propiedad tiene un carácter individual y otro social,

sin la necesidad de suprimir el uno u el otro:

“Ante todo, pues, debe tenerse por cierto y probado que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado bajo la dirección y magisterio de la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble carácter del derecho de propiedad llamado

social e individual, según se refiera a los individuos o mire al bien común, sino que siempre han afirmado unánimemente que por la naturaleza o por el Creador mismo se ha conferido al hombre el derecho de dominio privado, tanto para que los individuos puedan atender a sus necesidades propias y a las de su familia, cuanto para que, por medio de esta institución, los medios que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin, todo lo cual no puede obtenerse, en modo alguno, a no ser observando un orden firme y determinado”. “Hay, por consiguiente, que evitar con todo cuidado dos escollos contra los cuales se puede chocar. Pues, igual que negando o suprimiendo el carácter

social y publico del derecho de propiedad se cae o se incurre en peligro de

caer en el "individualismo", rechazando o disminuyendo el carácter privado e

individual de tal derecho, se va necesariamente a dar en el "colectivismo" o, por lo menos, a rozar con sus errores”.

Respecto al principio de subsidiariedad, se enuncia:

“Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los

individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio

esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y

perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores

lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y

más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos”. “Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las

asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia,

en los cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará

realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su

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exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso requiera y la necesidad exija. Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función "subsidiaria", el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación”.

Reconocer la propiedad privada como un derecho natural no implica de suyo que ésta únicamente

cumpla una función individual, con lo cual el orden económico no puede dejarse a la libre

concurrencia de las fuerzas:

“Pues de este principio, como de una fuente envenenada, han manado todos los errores de la economía "individualista", que, suprimiendo, por olvido o por ignorancia, el carácter social y moral de la economía, estimó que ésta debía ser considerada y tratada como totalmente independiente de la autoridad del Estado, ya que tenía su principio regulador en el mercado o libre concurrencia de los competidores, y por el cual podría regirse mucho mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado. Mas la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los principios del funesto individualismo. Es de todo punto necesario, por consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta función la dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre concurrencia, pues tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia, para ser provechosa a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse con gran sabiduría, y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma. Por tanto, han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha dictadura, es decir, la justicia social y la caridad social. Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía”.

El principio de subsidiariedad del Estado es definido en esta Encíclica a partir de un doble

componente que debe dirigir su acción, lo que podríamos categorizar en una primera instancia como

un rol permisivo-supletivo de las actividades individuales en función de su fin particular –las

sociedades mayores (el Estado) no deben quitar a las sociedades menores lo que ellas pueden hacer

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por sí mismas, deben prestar ayuda, pero no absorber-. No obstante, una lectura completa de la

Encíclica permite establecer que la sola visión permisiva-supletiva del principio de subsidiariedad

queda incompleta, siendo necesaria una acción reguladora respecto de las organizaciones intermedias,

definida en función de la colaboración óptima al bien común. Tal como afirmaba Pío XI, el recto

orden de la economía no debe regirse únicamente por la libre concurrencia de las fuerzas,

justificándose con ello las intervenciones realizadas por el Estado en materia económica para la

consecución de la justicia social.

Las circunstancias en que emerge la Encíclica Mater et Magistra (15 de mayo de 1961) son bien

distintas a las de Quadragésimo Anno: las guerras mundiales han provocado una profunda conmoción

a nivel planetario y la democracia, aunque no completamente, vuelve a ocupar un sitial importante.

Ahora no es sólo Europa, sino el orden mundial el que se debate entre la alternativa socialista y la

democrático-liberal encabezadas por la URSS y Estados Unidos. En la Encíclica enunciada por el Papa

Juan XXIII ya no existe el ánimo corporativista que existió en la década del 30, pero se reafirma la

vigencia del principio de subsidiariedad, manteniéndose tanto el rol permisivo-supletivo como el

regulador descrito anteriormente. Se señala en esta Encíclica:

“Como tesis inicial, hay que establecer que la economía debe ser obra, ante

todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes. “Sin embargo, por las razones que ya adujeron nuestros predecesores, es necesaria también la presencia activa del poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los ciudadanos”.

Se afirma que es función del Estado fomentar, estimular, ordenar, suplir y completar la acción de los

particulares y de las agrupaciones intermedias. Si bien ya no se presenta al modelo corporativo como

ideal, el principio de subsidiariedad mantiene su continuidad como principio ordenador de la

sociedad. Juan XXIII profundiza en la relación del rol permisivo-supletivo y regulador enunciadas al

respecto por Pío XI y establece que:

“Pero manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el

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contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana”. El fundamento regulador se mantiene presente en esta Encíclica social a razón de

que al Estado le compete perseguir el bien común en el orden temporal:

“Por lo que toca al Estado cuyo fin es proveer al bien común en el orden temporal, no puede en modo alguno permanecer al margen de las actividades económicas de los ciudadanos, sino que, por el contrario, la de intervenir a tiempo, primero, para que aquéllos contribuyan a producir la abundancia de bienes materiales […], y, segundo, para tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más débiles, cuales son los trabajadores, las mujeres y los niños”.

Al referirse a la propiedad pública, la Encíclica añade:

“Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la

propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita

cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente”. Fundamental para comprender el contenido del principio de subsidiariedad que

aparece en las Encíclicas Sociales es la revisión de su conceptualización en

Centesimus Annus. El texto data de 1991, inserto en una época fundamental del

desarrollo político internacional. El derrumbe del Muro de Berlín es el símbolo del

colapso soviético y el fin de la utopía socialista. Se señala en el texto:

“Para conseguir estos fines [niveles salariales adecuados, horarios “humanos” de

trabajo y de descanso, etc.] el Estado debe participar directa o indirectamente. Indirectamente y según el principio de subsidiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles,

algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de

trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro”.

Destaca en este punto la situación complementaria entre el principio de subsidiariedad con el de

solidaridad, con la cual se señala un énfasis concreto a temáticas ya señaladas en Encíclicas anteriores.

Ahora, la conceptualización del principio de solidaridad se hace explícita. Luego se añade respecto al

Estado de Bienestar:

“En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención, que ha llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el «Estado del bienestar». Esta evolución se ha dado en algunos Estados

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para responder de manera más adecuada a muchas necesidades y carencias tratando de remediar formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana. No obstante, no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial». Deficiencias y abusos del mismo derivan

de una inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este

ámbito también debe ser respetado el principio de subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común”.

El nexo efectuado por Juan Pablo II entre subsidiariedad y solidaridad es profundizado por Benedicto

XVI en Caritas in Veritate al señalar que:

“El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado”.

Estudios, Mensaje y Qué Pasa: la subsidiariedad en la opinión pública

La revista Estudios tiene su origen en la excepcional generación universitaria católica de 1930, la

mayoría estudiantes de la Universidad Católica y marcados por la crisis de 1929 (Millar). Fue dirigida

por Jaime Eyzaguirre. En ella se recogían las reflexiones de los jóvenes vinculados a la Asociación

Nacional de Estudiantes Católicos (ANEC) e impregnados por las enseñanzas de la Doctrina Social

de la Iglesia presentes tanto en la Encíclica Rerum Novarum como en Quadragesimo Anno. Por cierto

que el principio de subsidiariedad es enunciado al momento de establecer las distinciones entre el

rechazo al liberalismo y al socialismo, en la defensa de un modelo de orden social corporativo.

Señalaría Jaime Eyzaguirre en 1936:

“El interesante trabajo del P. Müller [La política corporativa. Ensayo de organización corporativa], tan bien complementado por el P. Azpiazu, prueba de manera irrefutable que el fenómeno corporativo es de repercusión universal y

que no parece fácil que el liberalismo en derrota pueda impedirle la conquista

de la nueva sociedad. De su lectura se saca también otra consecuencia de importancia y es que resulta de todo punto ilusorio fiar la organización corporativa solo al esfuerzo de la iniciativa particular. Prescindir el impulso estatal en la generación del régimen corporativo equivale no solo a negar la

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autoridad su papel importante de coordinador de los variados intereses y de gerente del bien común, sino también cegarse ante la realidad y suponer en las distintas profesiones un espíritu de solidaridad y armonía de clases que está

lejos de existir. No se trata por otra parte de desconocer los beneficios de la iniciativa privada, ni de atropellar la libre formación de las asociaciones profesionales, ni de entregar la vida corporativa a merced de un Estado dictatorial y omnipotente. Entre ambos extremos, ilusorio uno y pernicioso el otro, existe

un término medio realista y doctrinariamente bueno que junto con propiciar

el respeto de los organismos nacidos al impulso de la iniciativa particular y en

el indiscutible ejercicio de un derecho natural, reconoce la necesidad de que

el Estado proceda a coordinar dichas iniciativas en pro del bien común y a

alentarlas e impulsarlas decididamente por medio de la ley. Los que militan en esta corriente intermedia, tienen a su favor no sólo el acervo de experiencia recogido en los últimos años en diversos países, sino también la palabra del Pontífice reinante, que en su Encíclica “Quadragesimo Anno” coloca como atribución propia del Estado frente a la organización corporativa la de “dirigir, vigilar, estimular y frenar, según lo lleven las circunstancias o la necesidad lo exija”.”

Al modo de Eyzaguirre, el corporativismo señalaría un camino intermedio entre el liberalismo y el

socialismo, ofreciendo una visión más realista de la organización social del hombre, al ser poseer este

una dimensión individual y otra social. En la revista Estudios, los dardos permanentemente irían

dirigidos hacia la ideología liberal a partir del concepto de libre concurrencia estudiado en las

Encíclicas Sociales existentes hasta ese entonces:

“Se entiende por régimen de libre concurrencia aquel en que se permite a los individuos competir ampliamente dentro de los medios legales para obtener de esta manera las mayores ventajas en el campo económico. Entendida de esta manera, la libre concurrencia lleva involucrada: 1°- La libertad de escoger cualquier profesión, oficio o trabajo y el lugar donde se desee ejercerlos; 2°- La libertad de contratación, esto es, el derecho de ligarse mediante cualquier obligación lícita; y 3°- La libertad de disponer como se quiera de los bienes materiales sobre los cuales se ejerce derecho de dominio. Es indudable que el régimen de la libre concurrencia trae consigo algunos beneficios. En efecto, en la competencia el productor encuentra estímulo y aliciente para actuar en la vida económica. Gracias a ella la industria se desenvuelve y encuentra un campo propicio para su expansión. Contribuye también la

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competencia a perfeccionar los productos y abaratar los precios, todo lo cual redunda en beneficio de los consumidores. Pero también es evidente que el régimen de la libre concurrencia trae consigo notorios inconvenientes. En primer lugar, parte él de un error fundamental y es el considerar al hombre

como un ser aislado que no ha de moverse más que impelido por el acicate de

su propio y exclusivo interés, olvidando que de la convivencia con los

semejantes emanan numerosas obligaciones que cumplir y derechos que

respetar, y que el interés social no puede en manera alguna sacrificarse al capricho o egoísmo de una sola persona. Por otra parte, si dentro del sistema de la libre concurrencia triunfaran siempre los más capaces, como pretenden sus sostenedores, bueno sería sin duda, pero lo que ocurre con más frecuencia es lo contrario. La victoria se inclina de parte del más audaz e inescrupuloso, de aquel que no mide sus medios para abatir al contrario o del que dispone de más poder financiero, aunque no se hermane con él la capacidad ni honradez. De ahí que la libre concurrencia, en la mayoría de los casos, venga a favorecer a los

elementos adinerados o inmorales y a traer el perjuicio consiguiente de los

pobres y honestos, consolidando a la postre la dictadura de unos pocos en el

campo económico”.

Por su parte, Mensaje es una revista de la Compañía de Jesús, fundada en 1951 por el Padre Alberto

Hurtado e impresa hasta la actualidad con una frecuencia mensualmente. En ella se afrontan los

distintos desafíos políticos, sociales, económicos y culturales de la sociedad chilena y latinoamericana

de post guerra, inmersos en lo que sería la alternatividad entre liberalismo y socialismo propiciada por

la Guerra Fría. Al respecto en su primer número se señalaría:

“La Iglesia, consciente de su misión de levadura en la masa, considera al mundo que tiene delante de sí y señala a los católicos sus errores para incitarlos a suprimirlos. Por eso se ha referido este último siglo al marxismo ateo y al sindicalismo de Estado; al racismo, al fascismo, al régimen liberal y a la conducta social del capitalismo. No con vaguedades, sino con valentía extrema, ha

denunciado estos errores, vengan de donde vengan y cualesquiera sean sus consecuencias. […]Frente al régimen capitalista la Iglesia no se ha colocado en una actitud de intolerancia, como si afirmara que todo lo que de él ha

procedido sea malo. Hasta aquí los Papas habían recibido los ataques más violentos de quienes se han indignado porque la Iglesia continua defendiendo la propiedad privada, el capital particular, por su vehemente afirmación de que la industria no es asunto estatal sino privado por quienes ven en ella un enemigo de las nacionalizaciones generalizadas, que sólo acepta en casos de verdadera necesidad.

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El economista cristiano está obligado a poner en juego todo su talento para descubrir nuevas técnicas que hagan servir la economía al hombre y no el hombre a la economía.”

Respecto a la libre concurrencia liberal y al socialismo señalaría Ramón Ángel Cifuentes un año más

tarde:

“Si hay algunas cosas claras y repetidas en las encíclicas papales es la condenación de la libre concurrencia como rectora de la economía. De ninguna manera admite la Iglesia que la libre concurrencia pueda solucionar los antagonismos que surgen en la vida económica. […]De un modo semejante en el caso presente la libre concurrencia no puede ser en modo alguno regulador de la vida económica. Esto no quiere decir que no pueda ser, encerrada en sus justos límites, un buen estímulo. […]Hay personas que al defender errores como el de la libre concurrencia, piensan que así se están oponiendo eficazmente y de la única manera, al comunismo. ¡Lamentable error! Le están haciendo el juego al comunismo. Ya lo dijo el Papa Pío XI en la Quadragesimo. Al hablar del comunismo, en el número 113, se queja el Papa de aquellos que pasivamente dejen que se propaguen las doctrinas comunistas. […]El señalar el error del capitalismo no quiere decir que abracemos el socialismo. Ambos errores están condenados. Es una lástima que algunos católicos no vean otra solución sino la capitalista o la comunista. Para ellos, la Iglesia ha expuesto en vano su luminosa doctrina social”.

En el artículo “Reforma de Estructuras” del año 1955, señalaría Gabriel Valdés:

“Hacia una civilización del trabajo: Debido a que no se conoce sino una lógica que es la de la fructificación del dinero, el capitalismo puro, en su expresión desnuda, es llevado a violar los fueros del trabajo y los derechos del trabajador. El capitalismo trata el trabajo como una cosa y se relaciona con él a través de las leyes del mercado. Aquel no es ni más ni menos que un factor de la producción, una fuerza o un elemento que se concibe separado de la persona misma. Históricamente la empresa nace simple. El capitalista contrata libremente al trabajador. Frente el poder económico todopoderoso, el trabajador no tiene defensa. Es la época de la jornada de 12 a 14 horas, de la miseria proletaria y de los violentos y desoídos reclamos de León XIII. El Estado también está de parte del capital y se da el caso de algunos países europeos en que la falta al trabajo o el reclamo se castiga con cárcel. Igual que en la Rusia de los trabajadores de hoy. Lentamente, el Estado pasa por una etapa de árbitro imparcial para convertirse, tímidamente en protector del trabajo, sin tocar al empresario en su organización misma, pero sí preocupándose del aspecto social-físico y moral de los obreros. Es la

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limitación de la jornada del trabajo a 8 horas, de la higiene y seguridad en el trabajo, la protección de las mujeres, de la seguridad social etc.”. Un año más tarde, para aclarar el nivel del rechazo tanto al sistema económico

liberal como al socialista, se transcribirá en la revista Mensaje el discurso pronunciado por Pío XII “Actividad privada e intervención estatal”:

“1. El trabajo vuestro sirve para indicar una vez más cuánto, en el campo de la producción, puede la actividad privada bien entendida y convenientemente libre. Ella contribuye a acrecentar la riqueza común, a más de atenuar el esfuerzo del hombre, a elevar el rendimiento del trabajo, a disminuir los costos de producción, a acelerar la formación del ahorro. Por eso la Iglesia no ha cesado ni cesará de reaccionar ante los intentos que en algunos países se han realizado para atribuir al Estado poderes y funciones que no tiene. La Iglesia, con su Fundador, da al César todo lo que es del César: pero no podría darle más sin traicionar a su misión y al mandato que le confió Cristo. Por esto, del mismo modo que no se mantiene vacilante y eleva la voz donde quiera que el poder civil trata de atribuirse el monopolio de la instrucción y de la educación juvenil, así también se opone, por lo que refiere a los principios morales, a todo el que quisiere una excesiva injerencia del Estado en la cuestión económica. En el caso de que esa injerencia no fuera frenada, el problema social no podría ser resuelto adecuadamente; donde de hecho se ha llegado a la completa “planificación” se han obtenido algunas finalidades, pero el precio ha sido el de innumerables ruinas, provocadas por un ímpetu insano y destructor: heridas las justas libertades individuales, turbada la serenidad del trabajo, violado el amor de la patria, destruido el preciosísimo patrimonio religioso. Nos hacemos votos, por consiguiente, para que los hombres responsables no cedan ante la fácil tentación de acceder a la excesiva injerencia estatal, que mortificaría, desalentaría y asfixiaría la libre acción de los que, aun operando por sus propios y legítimos intereses, contribuyen al bien de los individuos y al destino de la patria. 2. Mas Nos hemos de añadir otra palabra con la misma franqueza pastoral. Sucede, a veces, oír comprensibles mas no justificadas lamentaciones a propósito de algunas intervenciones del Estado, que tienden, no a impedir el impulso de la producción, sino a regular una distribución más equitativa del bienestar que la industria humana produce. Estas intervenciones no pueden ser declaradas ilegítimas sin más. Rechazada la “planificación” que destruye toda iniciativa individual, no queda dicho que pueda aceptarse el régimen de la libertad absoluta en las actividades económicas; demasiado fácil, en efecto, sería el desentendimiento e incluso el desprecio de algunas inderogables y hoy más que nunca urgentes normas dictadas por la fraternidad humana y cristiana. Esto no debe ocurrir entre vosotros amados hijos.

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[…] Los principios ya son conocidos; siguen, desgraciadamente, siendo aún escasas las aplicaciones inteligentes, audaces, aunque invadidas de realístico equilibrio cristiano”.

Si bien está bastante difundida hasta la fecha la posición de la Iglesia Católica respecto a la

intervención estatal y la actividad privada, el concepto de subsidiariedad no es enunciado con una

frecuencia importante. Ya en 1962 encontramos su utilización en el momento en que se inicia la

reforma agraria del Presidente Jorge Alessandri Rodríguez. Señala Gonzalo Arroyo:

“Notemos que la doctrina cristiana de la propiedad está a millas de distancia de la concepción individualista de la escuela liberal que dice que el propietario tiene un derecho absoluto sobre su propiedad. Es cierto que la propiedad tiene una función individual. El hombre, al administrar las cosas como propias, saca utilidad para sí y su familia, lo que, por otra parte, constituye un estímulo para su producción. Pero la propiedad posee además una función social que limita el derecho del propietario sobre sus bienes y les impone un deber social correlativo. Las cosas en cuanto al uso son comunes, decía Santo Tomás; por tanto los que tienen bienes deben tomar de ellos para ayudar a los que se encuentran en grave necesidad. La razón resulta obvia: a todos les pertenece el derecho fundamental de usar los bienes de la tierra. De esta doctrina se deduce que si un propietario administra mal su tierra o simplemente no la trabaja cuando existe escasez de productos agrícolas, éste impide que la tierra alcance su finalidad natural que es la de servir a la utilidad de todos los hombres. La autoridad competente podrá, en este caso, intervenir en nombre del bien común de la sociedad para corregir el abuso de la propiedad. Concluyamos: los hombres, teniendo en cuenta la naturaleza individual y social del ser humano, no podrían fijar una forma más apropiada que la propiedad privada para actualizar en la práctica en derecho fundamental de todos a usar de los bienes materiales.

Al respecto señala Roger Vekemans:

El Estado tiene derecho a intervenir en materia de propiedad porque es el rector del bien común. Debe velar para que el régimen concreto de propiedad privada cumpla con su función personal y social. Aquí conviene tener en cuenta dos cosas. La intervención del Estado no debe ser arbitraria: debe ceñirse a las normas del principio de subsidiariedad. Su intervención es justificada sólo en beneficio del interés de todos y cuando el problema sobrepasa la capacidad de los individuos y de los grupos privados. Nunca debe destruir ni absorber “los miembros del cuerpo social”.

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Además, la intervención del Estado debe ser dinámica en el sentido de que siempre debe tratar de hacer evolucionar los cuadros jurídicos y aún las formas mismas de propiedad para que ésta pueda en cada momento de la historia cumplir con su fin individual y social. Su primer deber consiste en garantizar y favorecer la existencia de la propiedad privada y en especial “de la pequeña y mediana propiedad agrícola”. El Estado debe además legislar sobre el uso de la propiedad con el fin de promover el bien común. […] Notemos que el Estado no puede suprimir el derecho de propiedad –sería el caso de la confiscación- sino regularlo en nombre del bien común. El principio de subsidiariedad, que rige a las relaciones entre la autoridad y los súbditos dentro de cada ámbito de solidaridad, es la exigencia del respeto a la consciente racionalidad y libre responsabilidad de cada sombre en su propia autorrealización y en su participación e integración en la solidaridad del Bien Común. Supuesto un grado de conciencia solidaria y libre responsabilidad en todos los hombres de una comunidad, la autoridad existiría siempre, aunque fuera sólo como principio formal. Pero, en la medida en que esa consciencia y esa responsabilidad no sean perfectas, la autoridad debe actuar para suplir las deficiencias y corregir las desviaciones.

Por otro lado, la revista Qué Pasa, fundada en 1971 en pleno gobierno de la Unidad Popular, y en un

escenario de oposición al régimen, presenta el concepto de subsidiariedad del Estado como salida a la

transición al socialismo comandada por Salvador Allende. Una vez ocurrido el golpe y tras la aparición

de la Declaración de Principios del Régimen Militar, se señala en la Editorial de la revista:

“La “Declaración de Principios del Gobierno de Chile” plantea como básico el de la subsidiariedad en la acción del Estado. Según este principio, dicha acción debe ejercerse sólo en defecto de la privada. En consecuencia, allí donde el particular se encuentra actuando, no debe hacerlo el Estado. Naturalmente, hay excepciones a la regla (y la misma “Declaración” se apresura a dejar constancia de ellas): el principio de subsidiariedad no rige o se atenúa en actividades cuyas dimensiones o características las hagan inabordables para los particulares; ni respecto a actividades en las que exista la conveniencia nacional de que no sean entregadas a grupos restringidos; ni en cuanto a actividades, como la planificación, por ejemplo, que son propias del Estado por exigir una coordinación general que sólo cabe a éste. Pero –tales excepciones aparte- el Estado tomará sólo aquello que el particular no cubra. Más aún, si algún rubro no se halla debidamente servido por la iniciativa privada –y no se trata de una de las excepciones vistas- el principio de subsidiariedad –dice la “Declaración”- enseña que el Estado no puede entrar a cubrir ese rubro, aunque en él los particulares incurran en “negligencias o fallas”, sino después de haber

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“adoptado las medidas para colaborar a que esas deficiencias sean superadas”. Esto equivale a decir que el Estado no debe únicamente aceptar la iniciativa privada y abstenerse de interferirla, sino que también debe promoverla. La “Declaración” se aparta así, categóricamente, de la tendencia socialista que había sido universal y creciente en Chile y que –en los últimos años- había llevado a estatizar los más extraños y disímiles rubros: desde la TV y los transportes hasta las fábricas de confites, los radiotaxis y los cines. La estatización progresiva, junto con paralizar y arruinar al país, produjo una red aparentemente indestructible de mantener una red de intereses creados en mantener tan asfixiante intervencionismo: era la masa de burócratas que extraían de él sus rentas y su poder. La política gubernativa se dirige, ahora, por lo menos en la parte económica, y en estricta concordancia con la “Declaración” y con el principio de subsidiariedad, a deshacer el estatismo y el intervencionismo y a restituir al Estado su verdadero papel. Es inevitable que esta acción tropiece con la resistencia de la burocracia, sea voluntaria –en quienes quieren preservar y hasta acrecentar su cuota de poder- sea involuntaria, en quienes se aferren por inconsciente inercia al antiguo estilo funcionario. El éxito de la labor del gobierno derivará de su energía y constancia en romper la inercia u oposición de la vieja burocracia”.

A modo de conclusión

El concepto de la subsidiariedad del Estado ha estado presente en el debate público chileno desde su

enunciación por los Papas en la primera mitad del siglo XX. Identificada inicialmente como concepto

central de un régimen de tipo corporativista, este principio de orden social ha servido para ofrecer un

grado de realismo al debate político, al escapar éste de categorías ideológicas liberales y socialistas. Así

como la subsidiariedad del Estado contribuyó a fortalecer el argumento que permitía intervenciones

en la economía en la década de los ’60, también ha contribuido en la noción de Estado inaugurada por

el régimen militar y presente hasta el día de hoy. El concepto de subsidiariedad del Estado ha

permitido mitigar la polarización del eje individualismo-colectivismo y ofrecer una salida viable a las

problemáticas históricas del modelo de desarrollo chileno, siendo punto de consenso entre distintos

grupos políticos.

Nuestra propuesta de ofrecer algunas fuentes documentales referidas al concepto de subsidiariedad

del Estado busca generar una reflexión en torno a los principales rasgos de este principio, tanto en su

fundamentación doctrinaria como en su utilización histórica por distintos sectores laicos que

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participan de la acción política. Con esto buscamos mostrar además, las profundas raíces de este

principio en la historia de nuestro país con miras a la persecución del bien común.

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Bibliografía

Fuentes primarias

Gonzalo Arroyo, “Derecho de propiedad y reforma agraria”, Mensaje n°111, p. 348, 349 (Santiago,

agosto 1962)

“El pensamiento pontificio en materias sociales y económicas”, Mensaje, vol. I, n°1, p. 37,

38(Santiago, octubre de 1951)

Ramón Ángel Cifuentes, “La libre concurrencia y la doctrina social de la Iglesia”, Mensaje, vol. I, n°9,

p. 342, 343, 344, 345, 346 (Santiago, junio 1952)

Editorial, Qué Pasa, (Santiago, 22 de marzo de 1974)

Jaime Eyzaguirre, “La política corporativa. Ensayo de organización corporativa, por Alberto Müller y

Joaquín Azpiazu”, Estudios, n°44, p. 74 (Santiago, julio de 1936).

Pío XII, Discurso “Actividad privada e intervención estatal”, Mensaje, junio 1956, p. 159.

Gabriel Valdés, “Reforma de Estructuras”, Mensaje, n°38, p. 104 (Santiago, mayo de 1955).

Roger Vekemans, “La reforma social, o la reforma de las reformas”, Mensaje n° 122, p. 353 (Santiago,

septiembre de 1963)

Fuentes secundarias

Fernando Berríos, Jorge Costadoat, Diego García, “Catolicismo social chileno. Desarrollo, crisis y

actualidad”, Ediciones Universidad Alberto Hurtado (Santiago, 2009).

Bernardino Bravo Lira, “Del Estado Modernizador al Estado Subsidiario. Trayectoria Institucional de

Chile 1891-1995”, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos (Valparaíso, 1995).

René Millar Carvacho, Pasión de Servicio, Julio Philippi Izquierdo, Ediciones Universidad Católica de

Chile (Santiago, 2005).

Encíclicas y documentos pontificios

Encíclica Rerum Novarum

Acta Apostolae Sedis XXIII

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Encíclica Quadragésimo Anno

Encíclica Divini Redemptoris

Encíclica Mater et Magistra

Encíclica Centesimus Annus