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GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MÉXICO Juan Carlos Hernández Cuevas Compilador

Juan Carlos Hernández Cuevas · 2020. 8. 4. · GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MÉXICO Juan Carlos Hernández Cuevas. (Compilador) D.R. Juan Carlos Hernández Cuevas

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  • GRANDES NARRADORESDEL EXILIO ESPAÑOLEN MÉXICO

    Juan Carlos Hernández CuevasCompilador

  • Juan Carlos Hernández Cuevas

  • GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MÉXICO

    Juan Carlos Hernández Cuevas. (Compilador) D.R. Juan Carlos Hernández Cuevas. Editado en Editorial Grupo Destiempos

    Grupo Destiempos S. de R. L. de C.V.

    Av. Baja California 245 Piso 11 C.P. (06170)

    Col. Hipódromo Condesa. México, D.F.

    www.grupodestiempos.com

    Primera edición digital: México, D.F. Junio 2012

    ISBN: 978-607-9130-18-3

    Ninguna parte de esta publicación puede ser almacenada, reproducida o transmitida de manera alguna ni por ningún medio sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

  • Índice

    Prólogo 5

    Manuel Durán Gili 13

    La cigarra y la hormiga en Tierra Caliente 14

    El águila y la serpiente 16

    El coyote y el armadillo 18

    Roberto Ruiz 20

    Mesidor 20

    Carlos Blanco Aguinaga 40

    La historia de la piel del gorila 41

    Francisco González Aramburu 49

    Los pájaros y la mariposa 49

    Arturo Souto Alabarce 58

    Coyote 13 59

    Pedro F. Miret 65

    El narrador 66

    Gerardo Deniz 77

    Alebrijes 77

    José de la Colina 92

    El toro en la cristalería 94

    La madre de Floreal 108

    Max Aub 116

    Versión última 117

    Velorio 121

    De farmacias 125

  • 5

    Prólogo

    GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MEXICO

    A mi hijo Carlos Hernández Grau

    a presente antología conjunta narrativa breve ―inédita o publicada― de

    Manuel Durán Gili (1925), Roberto Ruiz (1925), Carlos Blanco Aguinaga

    (1926), Francisco González Aramburu (1927), Arturo Souto Alabarce

    (1930), Pedro Fernández Miret (1932-1988), Gerardo Deniz (Juan Almela

    Castell) (1934) y José de la Colina (1934). Además, se incluyen tres relatos

    desconocidos de Max Aub Mohrenwitz (1903-1972)1, encontrados en su

    borrador Crímenes y epitafios mexicanos, y algo de suicidios y gastronomía

    (1958-1962).

    A manera de prólogo, y para facilitar la apreciación de este volumen,

    es pertinente resumir la envergadura histórica de la emigración intelectual

    republicana en México. Los estudios contenidos en El exilio español de

    1939 (1976), de José Luis Abellán, y El exilio español en México. 1939-1982

    (1982), de Salvador Reyes Nevares, recalcan la prominencia y desempeño

    de artistas plásticos, arquitectos, directores de cine, actores, científicos,

    educadores, historiadores, filósofos y literatos que renovaron y prosiguen

    enalteciendo la atmósfera cultural mexicana. El filósofo Adolfo Sánchez

    Vázquez ha comentado que la presencia del exilio español es un capítulo

    1Aub escribe cuentos en una época en que el género es cultivado con parquedad por los refugiados españoles. Antonio Joaquín Robles Soler (Antoniorrobles) (1895-1983), se consagra al cuento infantil. Paulino Masip (1899-1963) contribuye con De quince llevo una (1949), La trampa (1954). Ramón José Sender (1902-1982) destaca por sus relatos de tema mítico mexicano: Mexicayotl (1940). Manuel Andújar (1913-1994), publica Partiendo de la angustia. Relatos (1944). En lengua catalana, Agustí Bartra (1908-1982) incursiona con L´Estel sobre el mur (1942). Pere Calders (1912-1994) escribe los relatos de tema mexicano Gent del´alta vall (1957), y Lluís Ferran de Pol (1911-1995): La ciutat i el tròpic (1956). Manuel Durán, Roberto Ruiz, Blanco Aguinaga, González Aramburu, Souto Alabarce, Fernández Miret, Gerardo Deniz, José de la Colina y Ramón Xirau pertenecen a la siguiente generación de autores.

  • 6

    de la cultura mexicana que a la vez debe ser considerado un capítulo de la

    cultura española (Tejeda 2).

    La apertura gubernamental al éxodo republicano fue uno de los

    mayores aciertos de la política internacional del general Lázaro Cárdenas,

    ya que, la llegada de refugiados de varias edades, produjo paulatinamente

    un renacimiento cultural sin precedentes en la historia de México. Este

    acontecimiento marca el inicio de uno de los periodos menos estudiados

    por la crítica literaria nacional:

    el gobierno de Cárdenas apoya a la República y recibe inmi-grantes que diversificarán y enriquecerán el trabajo cultural (Gaos, Cernuda, Emilio Prados, León Felipe, Adolfo Sánchez Váz-quez, Adolfo Salazar, Wenceslao Roces, Max Aub, Rodolfo Halffter, Manuel Altolaguirre, Joaquín Xirau para sólo citar unos nom-bres). Se funda la Casa de España que se convertirá en el Colegio de México. (Monsiváis, Historia 1023)

    El arribo y aportaciones del exilio es un hecho imbricado circunstancial-

    mente a la fase cultural de la Revolución2 iniciada por José Vasconcelos,

    ministro de la Secretaría de Educación Pública (S.E.P.) (1921-1924) del

    gobierno del general Álvaro Obregón.

    Carlos Monsiváis explica cómo Vasconcelos estudió el programa de

    su homólogo Lunacharsky, ministro ruso de Instrucción Pública de la

    URSS, para elaborar un plan que coadyuvara a la salvación de México por

    medio de la cultura y el arte. El plan vasconcelista incluye a la educación

    “como actividad evangelizadora” que predica el alfabeto y genera una

    conciencia cultural mediante las misiones rurales. Enfatiza en la asimi-

    lación de las etnias indígenas: “primero son mexicanos, luego indios”.

    Vasconcelos fundó un Departamento de Bellas Artes para difundir y

    promover la pintura, escultura, música, canto y las artesanías populares.

    2 Así denomina Marco Polo Hernández Cuevas al periodo de 1921-1968. (African Mexicans and the Discourse on Modern Nation 1).

  • 7

    Reitera su posición nacionalista-cultural en su deseo de unificar al país

    por medio del mestizaje y la tradición. Sus planes gigantescos enfatizan el

    deseo de comunicar al pueblo con la ayuda del arte y la experiencia de los

    escritores europeos clásicos. Al unísono promueve el nacionalismo

    cultural: se busca lo “intrínsicamente” mexicano (Historia 986-989).

    Un testimonio de Octavio Paz, contenido en su ensayo La

    “inteligencia” mexicana», describe transformaciones realizadas por Vascon-

    celos, entre las cuales, los exiliados encuentran el terreno propicio para

    incorporarse progresivamente a la “inteligencia” del país de acogida:

    Por una parte se fundan escuelas, se editan silabarios y clásicos, se crean institutos y se envían misiones culturales a los rincones más apartados; por la otra, “la inteligencia” se inclina hacia el pueblo, lo descubre y lo convierte en su elemento superior. Emergen las artes populares, olvidadas durante siglos; en las escuelas y en los salones vuelven a cantarse las viejas canciones; se bailan las danzas regionales […] Nace la pintura mexicana contemporánea. Una parte de nuestra literatura vuelve los ojos hacia el pasado colonial; otra hacia el indígena. Los más valientes se encaran al presente: surge la novela de la Revolución. (El laberinto de la soledad 297)

    Las diversas y constantes aportaciones del exilio engrandecieron el

    programa cultural posrevolucionario. Una buena parte de su contribución

    artística e intelectual, satisface los designios gubernamentales. Sin em-

    bargo, al paso del tiempo, el programa tomó un giro inesperado, cuando

    ciertas obras artísticas y el influjo intelectual de los republicanos

    radicalizan la visión de artistas e intelectuales de México. La génesis de

    este hecho está representada en la correspondencia entre españoles y

    mexicanos, narrada por Max Aub en “La verdadera historia de la muerte

    de Francisco Franco” (1960).

    La renovación cultural de México comprende aportaciones de los

    filósofos José Gaos, Luis Recaséns Siches, María Zambrano, Ramón Xirau,

    Eugenio Imaz, Adolfo Sánchez Vázquez y otros. La industria cinemato-

    gráfica generó un acercamiento con la población mediante las películas

  • 8

    dirigidas por Luis Buñuel, José Miguel García Ascot, Jaime Salvador,

    Carlos Velo y Luis Alcoriza. Los hermanos Ernesto y Rodolfo Halffter;

    Gustavo Pittaluga y Antonio Díaz Conde escribieron partituras para

    películas dirigidas por españoles y mexicanos. La integración de actores,

    actrices, escritores, guionistas, críticos, técnicos y escenógrafos transformó

    la industria del cine. Destaca Luis Buñuel, con producciones mexicanas

    que incluyen películas catalogadas entre las cien mejores de la Época de

    Oro del cine nacional. En Los olvidados (1950), una verdadera joya de la

    cinematografía mexicana, trabajaron juntos Buñuel, Luis Alcoriza, Juan

    Larrea, Max Aub, Halffter y Pittaluga.

    Las artes plásticas fueron representadas, apunta José María

    Ballester, por el litógrafo, escenógrafo e ilustrador Miguel Prieto; los

    pintores José Moreno Villa, Antonio Rodríguez Luna y el cartelista Josep

    Renau. Más pintores, escultores, dibujantes, críticos de arte y arquitectos

    forman una pléyade de artistas (El exilio español de 1939 51-52). Entre los

    más destacados historiadores figuran Rafael Altamira y Crevea (1866-

    1951), Pedro Bosh-Gimpera (1891-1974), José María Ots Capdequi (1893-

    1975) y Agustín Millares Carlo (1893-1978). Hay que sumar a otros

    historiadores y profesores, cuya labor contribuyó también al desarrollo de

    la educación mexicana (El exilio 251-281). Juan Comas Camps (1900-

    1979) fue catedrático de la ENAH (Escuela Nacional de Antropología e

    Historia), la Normal Superior y la UNAM (Universidad Nacional Autónoma

    de México); Mariano Ruiz-Funes (1889-1953) destacó en la UNAM y El

    Colegio de México. Manuel Pomares Monleón (1904-1972) ejerció la

    cátedra en la Universidad Veracruzana; Enrique Fernández Gual (1907-

    1973) fue maestro de historia, arte, y director del Museo de San Carlos.

    La labor académica desempeñada por profesores exiliados en El

    Colegio de México, el Instituto Luis Vives, Colegio Madrid, la Academia

    Hispano-Mexicana y el Mexico City College (Universidad de las Américas)

    tuvo un fuerte impacto en la sociedad mexicana, que se vio beneficiada

    con perspectivas pedagógicas y didácticas que renovaron e interna-

  • 9

    cionalizaron la educación nacional que sufría los efectos del programa

    impuesto por Vasconcelos:

    Su elevado nivel académico aseguró el ingreso de un alto porcentaje de sus graduados a las instituciones de enseñanza superior, mientras que su humanismo republicano afectó permanentemente a muchos de sus ex alumnos que con el tiempo habrían de alcanzar posiciones importantes en la sociedad mexicana. La reputación académica que alcanzaron pronto motivó a muchos mexicanos a enviar a sus hijos a las escuelas de la emigración [...] (Sarmiento 39)

    En cuanto a las instituciones públicas, la docencia republicana en la

    Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacio-

    nal, la Escuela Normal Superior, Escuela Nacional de Maestros, Escuela

    Nacional de Antropología e Historia, Escuela Nacional de Bibliotecarios y

    Archivistas, la Universidad de Morelia y otros planteles ubicados en varios

    estados, aproximó a los intelectuales españoles con las diferentes capas

    sociales urbanas y rurales.

    El contingente de literatos, editores de revistas y fundadores de

    casas editoriales es asimismo considerable. Francisco Giner de los Ríos

    apunta en su ensayo “Poesía española en México 1939-1949”:

    Intentar una bibliografía general de la producción literaria de los escritores españoles residentes en México desde 1939, aun reduciendo sus fichas únicamente a libros publicados y prescin-diendo de ensayos, artículos y poemas aparecidos en publicacio-nes periódicas, es tarea que hubiera implicado varios meses de trabajo y que no está vedada en los días en que aparece esta obra. (Martínez, Literatura mexicana siglo XX 2: 177)

    Destacan, aparte de los autores ya citados, José Bergamín, Pedro Garfias,

    Isabel de Palencia, Juan Rejano, Manuel D. Benavides, Mariano Granados,

    Concha Méndez, Ángel Samblancat, Miguel Pizarro, Ramón de Belauste-

    guigoitia (Belauste), Lorenzo Varela, Simón Otaola, José Herrera Petere,

    Jesús Poveda, Eduardo de Ontañón, Enrique Díez-Canedo, José María

    Miquel I Verges, Antoniorrobles, Antonio Sánchez Barbudo, Armando

  • 10

    Bartra, Benjamín Jarnés y Millán, Julio Sanz Sainz, José Moreno Villa,

    Juan José Domenchina, Juan Larrea, Ernestina de Champourcín, José

    Carner, Nuria Parés, José Rivas Panedas, Juan Gil-Albert, J. A. Gironella,

    Anna Murià, etc. Además de la creación de una obra propia, el exilio

    literario engrandece las letras mexicanas y españolas en sus revistas

    España Peregrina: revista de la Junta de Cultura Española (1940),

    Romance: revista popular hispanoamericana (1940-1941), Ruedo Ibérico

    (1942), El Pasajero (1943); Quaderns de l´exili (1943-1947), en la tercera

    época de Litoral (1944), Las Españas (1946-1963), La Nostra Revista (1946-

    1954), Ultramar (1947), Sala de Espera (1948-1951), Pont Blau (1952-

    1963), La Nova Revista (1955-1958), Diálogos de las Españas (1957-1963),

    Los Sesenta (1964), Xaloc (1964-1981), y otras. Al mismo tiempo,

    participan en periódicos y las revistas mexicanas Taller Poético (1936-

    1938), Taller (1938-1941), Cuadernos Americanos (1942), Tierra Nueva

    (1940-1942), El Hijo Pródigo (1943-1946), Letras de México (1937-1947),

    Rueca (1941-1952). Los exiliados jóvenes publican sus primeras colabora-

    ciones en diarios y las revistas: Las Españas, Universidad de México:

    Revista de la Universidad de México (1946), Clavileño (1948), Presencia

    (1948-1950), Hoja (1948-1950), Segrel (1951), Ideas de México (1953-

    1955), Revista Mexicana de Literatura (1955-1965), Cuadernos de Bellas

    Artes (1960-1964), Diálogos (1964-1985), Sucesos para todos (19?), La

    Gaceta (1971) del Fondo de Cultura Económica, Plural (1971-1976), Vuelta

    (1976-1998); y los suplementos culturales México en la Cultura (1949-

    1961) y La Cultura en México (1962-1972).

    Se fundan las editoriales Séneca, EDIAPSA, Grijalbo, UTEHA, Era,

    Málaga, Joaquín Mortiz, Ediciones Rex, Tertulia, más tarde conocida como

    Aquelarre; Labor Mexicana, Leyenda, Centauro, Quetzal, Editorial B. Costa-

    Amic, Editorial Arcos, Proa, Vasca Ekin, Ediciones Atlántida, Ediciones

    España, Minerva, Jurídicas Hispanoamericanas, Lex, Magíster, Cima,

    Lemuria, Moderna, Norte; Esculapio; Continental, Orión, Nueva España;

    Biblioteca Catalana, Club del Libre Catalá y Comunitat Catalana de Mexic y

  • 11

    La Casa del Libro. Inauguran también las conocidas librerías Juárez,

    Cristal, Cide, Góngora, Madero, Quetzal. Un sector se incorpora al Fondo

    de Cultura Económica, convirtiendo a esta editorial en la más renombrada

    del mundo hispánico. Los que trabajaron para el Fondo de Cultura y otras

    casas editoriales, anota Enrique Krause, efectuaron traducciones de obras

    clásicas de la literatura y el pensamiento de Europa. La distribución de

    estas traducciones por toda Latinoamérica, produjo una verdadera revolú-

    ción cultural en la comunicación cultural (520).

    Como hemos explicado brevemente, sin la presencia del exilio, el

    devenir cultural, educativo y social mexicano promovido por Vasconcelos

    hubiera sido muy distinto. El programa vasconcelista de tintes naciona-

    listas fue internacionalizado con ideas y perspectivas basadas en la

    universalidad del género humano. El influjo republicano transformó la

    imagen de la España monárquica e inquisitorial de antaño: “Más de

    30.000 emigrados de la España de Franco recompensaron a su patria

    adoptiva con su talento, inteligencia y energías, ayudando a configurar el

    México moderno” (Sarmiento 35).

    Con base a la información provista y para concluir nuestra intro-

    ducción, es imprescindible indicar al lector el carácter sui géneris de esta

    antología, ya que, por primera vez son publicados, en un mismo volumen,

    textos de los últimos narradores del exilio español mexicano y Max Aub.

    Obras citadas

    Abellán, José Luis et. al., ed. El exilio español de 1939. 5 vols. Madrid:

    Taurus, 1978.

    Aub, Max. Crímenes y epitafios mexicanos, y algo de suicidios y

    gastronomía. A.M.A.C. 23-1. Archivo Biblioteca Max Aub. Fundación

    Max Aub, Segorbe.

  • 12

    CTARE. El Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles. “La

    aportación de los refugiados españoles a la Bibliotecología Mexicana:

    notas para su estudio”.

    http://clio.rediris.es/articulos/exiliados.htm

    Fishman, Lois R. “Recuerdos agridulces.” Américas. Nov.-Dec. 1984: 30-

    35.

    Hernández Cuevas, Marco Polo. África en el Carnaval Mexicano. México:

    Plaza y Valdés, 2005.

    Historia general de México: versión 2000. Preparada por el Centro de

    Estudios Históricos. México, D. F.: El Colegio de México, 2000.

    Krause, Enrique. Mexico: Biography of Power. A History of Modern Mexico,

    1810-1996. New York: HarperCollins Publishers, 1997.

    Martínez, José Luis. Literatura mexicana siglo XX: 1910-1949. México:

    Antigua Librería Robredo, 1949-1950.

    Ordoñez Alonso, María Magdalena. “Hemerografía del exilio español en

    México, 1939-1950”. Dirección de Estudios Históricos-INAH. 15 de

    octubre de 2004.

    http:www.historiadoresdelaprensa.com.mx/articulos/IIencuentroprensa/2

    3.doc

    Paz, Octavio. El laberinto de la soledad (1950). Enrico Mario Santí, ed.

    Madrid: Cátedra, 2001.

    Reyes Nevares, Salvador et. al., eds. El exilio español en México, 1939-

    1982. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica/Salvat, 1983.

    Sarmiento, Sergio. “Volver a empezar.” Américas Nov.-Dec. 1984: 35-39.

    Tejeda, Armando J. “Adolfo Sánchez Vázquez recibió en Madrid el premio

    María Zambrano”. La Jornada Online. 14 de abril de 2005.

    http://www. unam.mx

  • 13

    Manuel Durán Gili

    ació en Barcelona, España, en 1925. Abandona su país siguiendo a su

    familia, pasando al exilio, en 1939, tras la derrota de la República.

    Estudios secundarios primero en España (Instituto Salmerón, en Barce-

    lona), después en Francia (Liceo de Montpellier). En 1942 llega a México,

    pasando por Casablanca. En México estudia Derecho y Filosofía y Letras.

    Licenciado en Derecho (Universidad Nacional Autónoma de México),

    Maestro en Letras (1949). Intérprete simultáneo diplomático en las

    Naciones Unidas. Estudios de doctorado en Princeton University. Doctor

    en Lenguas y Literaturas Romances, 1953. Estudios de post-doctorado en

    la Sorbona (París). Profesor Asociado, Smith College, 1954-1959. Catedrá-

    tico de Literatura Española, Yale University, 1960-1998. Director de

    Estudios Graduados, Jefe del Departamento de Lenguas y Literaturas

    Romances, 1978-1998. Catedrático Emérito desde 1998. Manuel Durán ha

    publicado libros de poesía, estudios monográficos (sobre Quevedo, Cervan-

    tes, Calderón, Fray Luis de León); ediciones críticas (poesías completas del

    Marqués de Santillana, poesías castellanas de Luis de León), estudios

    críticos sobre García Lorca, Ortega y Gasset, etc., con un total de 47

    títulos. Ha ayudado a fundar la North American Catalan Society y la

    Catalan Review, de la que ha sido editor en jefe durante largos periodos.

    Ha participado en congresos literarios y culturales en España, México,

    Estados Unidos, Italia. Ha publicado más de 170 artículos, ensayos, y

    cuentos, en revistas en México, Estados Unidos, Francia, Argentina, etc.

    Ha recibido la prestigiosa Beca Guggenheim (1954). S. M. el Rey le ha con-

    cedido la medalla de la Orden de Isabel la Católica, con el grado de

    Comendador (*).

    (*)Reproducimos la información provista por Manuel Durán. En páginas posteriores, se incluyen también las biografías y obras proporcionadas gentilmente por Roberto Ruiz, Carlos Blanco Aguinaga, Gerardo Deniz (Juan

    Almela Castell) y José de la Colina.

  • 14

    I. La cigarra y la hormiga en Tierra Caliente

    En octubre comenzó a inquietarse. Una vaga desazón, sin motivo aparente.

    Detenía su trabajo de vez en cuando y oía cantar la cigarra a lo lejos.

    En noviembre empeoró bruscamente. “Tienes los nervios destro-

    zados”, se dijo a sí misma en voz baja. “Exceso de trabajo”. Es lo que las

    hormigas francesas llaman surmenage. Las hormigas gringas le dan el

    nombre de nervous breakdown. Claro, con dos empleos: toda la noche

    abriendo galerías, acarreando semillas, pepitas, pedacitos de hojas sucu-

    lentas. Y durante el día haciendo de portera, cuidando la entrada,

    limpiando el zaguán, recibiendo visitas…”

    En diciembre acabó por descubrir la verdad, después de una

    prolongada introspección. Se sentía mucho peor durante el día que por la

    noche. Claro estaba que el trabajo de buscar comida, abrir aquellas largas

    galerías en compañía de sus silenciosas hermanas, e ir depositando la

    comida en las amplias bodegas al final de cada galería, la distraía de su

    angustia. Llevar las cuentas, ver cómo aumentaban los tesoros, era

    incluso tranquilizador y hasta divertido.

    Si se sentía mal durante el día era precisamente por falta de

    ocupación. Después de limpiar el piso solía sentarse a la entrada y

    esperar. Esperar visitas que no llegaban. Mejor dicho: una visita, una

    visita muy especial, la de la cigarra. Se pasaba horas al espejo ensayando

    la sonrisa —despectiva, irónica, superior, falsamente acogedora— con que

    recibiría a la cigarra, y tras escuchar su petición de ayuda llegaría el

    momento sublime en que le diría que se fuera “con la música a otra parte”

    (¿o emplearía una frase más hiriente? Pero ¿cuál?) Y lo malo era que la

    cigarra no llegaba. Así, pues, el problema no residía en sus nervios; había

    algo que no marchaba bien en el mundo externo, lo cual, por otra parte, no

  • 15

    era tampoco tranquilizador. Una modesta crisis de nervios se estaba

    convirtiendo en angustia filosófica, existencial, cósmica.

    “Esperando a la cigarra”, se dijo. “Si no fuera porque estoy tan

    cansada quizá escribiría algo sobre mi situación. Unas memorias, o quizá

    una obra de teatro.”

    La cigarra llegó hacia mediados de enero, cuando la hormiga ya

    desesperaba casi de su llegada. Inmediatamente la hormiga se sintió feliz y

    en perfecta salud. La sonrisa le salió tal como la había ensayado tantas

    veces. Hizo pasar a la cigarra y le preguntó qué deseaba.

    La cigarra entró tarareando una canción de moda y moviendo las

    patitas con agilidad al ritmo de algo que parecía un son jarocho. Mientras

    hablaba iba examinando la sala, los muebles, y el librero con su modesta

    biblioteca. “La verdad es que no tengo nada que pedirte.” La hormiga dio

    un paso atrás; no consiguió disimular su asombro, primero y después,

    casi al mismo tiempo, su amarga decepción. “No te pido nada,” prosiguió la

    cigarra, “porque nada necesito. Tú creías, sin duda, que te iba a pedir algo

    de comida para sobrevivir durante el invierno. La verdad es que cualquiera

    que pase revista a tu biblioteca, como acabo de hacerlo, puede darse

    cuenta del origen de tu error. Tienes bastantes libros de ingeniería y de

    contabilidad, como sospechaba. También sospechaba que no iba a encon-

    trar uno solo sobre arte o música, y así es. Pero veo además que no tienes

    ninguno de geografía. Así es que no te has dado cuenta de que en estas

    tierras del trópico hay comida para mí todo el año, tanto en invierno como

    en verano. No, no vine a pedirte nada,” prosiguió la cigarra, ya en la

    puerta, y con un gesto de despedida. “Más bien vine a darte un consejo

    amistoso, un consejo de buena vecina. Quiero decirte que esta tierra es

    tierra de temblores, y que me parece peligroso que sigas cavando galerías

    tan largas y profundas en lugar de construir algún edificio ligero y en la

    superficie de la tierra. . .”

    La cigarra salió volando mientras comenzaba a cantar un bolero y se

    despedía agitando la punta de un ala como si fuera un pañuelo. La muda

  • 16

    desolación de la hormiga duró unos segundos solamente, para convertirse

    luego en pánico. Muy a lo lejos, en lo más hondo, se había desatado una

    vibración sorda, llegaba un rumor como de tormenta, de trueno en

    sordina. Las galerías más profundas, primero, y después todas las demás,

    habían empezado a desplomarse.

    II El águila y la serpiente

    La enemistad venía de muy lejos. Hacía tantos años que las águilas y las

    serpientes se combatían que nadie recordaba ya el origen de aquella

    guerra. Por todo el valle, aquel amplio y asoleado valle con las lagunas

    azules y plateadas a lo lejos, seguían los combates. Casi siempre ganaban

    las águilas, pero a veces las serpientes conseguían enroscarse en torno a

    las patas del águila agresora, morderle el cuello mientras ambas se

    revolcaban en el polvo, o escapar escondiéndose entre las rocas.

    Pero casi siempre vencían las águilas. Poco a poco fueron acabán-

    dose las serpientes. Al no encontrar serpientes a las cuales devorar, las

    águilas comenzaron también a desaparecer del valle. Y llegó un día —fatal,

    decisivo— en que la última águila del valle se enfrentó a la última

    serpiente.

    La serpiente estaba asoleándose al lado de un hermoso nopal, que

    desperezaba sus pencas de un verde tierno, bajo el sol implacable y

    cegador. El águila la vio desde lo alto y bajó con rapidez, encogiendo las

    alas para caer más aprisa. La serpiente no vio sino una nube negra que

    crecía vertiginosamente, y comprendió que el águila la había descubierto.

    Con agilidad se deslizó bajo una roca, al pie del nopal, que la protegía

    parcialmente. Cuando el águila se abatió sobre ella la serpiente comenzó a

    hablar, con la elocuencia que le daba la desesperación. Se limpió la gar-

  • 17

    ganta sacando dos o tres veces su fina lengua y con voz rápida y

    entrecortada, voz que era apenas un silbido modulado, suplicó: “No me

    mates antes de escucharme. Después haz lo que quieras. Pero date

    cuenta, ante todo, de que al matarme a mí, que soy la última serpiente, te

    das la muerte a ti misma. Ya no habrá más serpientes, y por consiguiente

    tampoco habrá más águilas. Y habrán muerto así no solamente dos

    animales, sino también dos símbolos. Porque tú eres un símbolo, ante todo

    un símbolo, lo sepas o no. Eres el símbolo de la altura, del espíritu identi-

    ficado con el sol, del principio espiritual. Simbolizas también el padre, eres

    el mensajero de lo alto, el mensajero celestial. Anuncias la profecía y la

    gracia divina. Expresas la majestad divina y el poder del rayo. Simbolizas

    el principio espiritual y celeste en lucha con las fuerzas de la tierra. Yo, por

    mi parte, soy también un símbolo, el de la tierra, las fuerzas primitivas, el

    aspecto maligno de la naturaleza. Soy, en cierto modo, un símbolo

    complementario del tuyo. Destruir dos símbolos al mismo tiempo es un

    crimen monstruoso…”

    El águila había escuchado atentamente pero sin comprender del

    todo. Se sentía vagamente alegre y orgullosa, halagada por las palabras de

    la serpiente, sobre todo por todo aquello que le había dicho del símbolo, si

    bien no era la primera vez que oía tal afirmación. Bien pensado, no le era

    dado a cualquier animal lo de ser también un símbolo. A diario veía

    docenas, centenares de seres vivos que no eran considerados como

    símbolos.

    “Todo eso que me dices está muy bien, es muy hermoso, y casi me

    convence. Pero hay un hecho que sigue sin cambiar: y es que tengo

    hambre. Así que perdóname, pero…”

    La voz grave y gutural del águila le llegaba a la serpiente de muy

    cerca. La huida era imposible: una garra del águila sujetaba a la serpiente

    contra la roca. Una vez más la serpiente habló. Unos segundos antes había

    observado con el rabillo del ojo que muy cerca del nopal se alzaba la

    modesta choza de un artesano. El hombre contemplaba aquella escena,

  • 18

    absorto, rodeado de sus instrumentos de trabajo: en el patio trasero, al

    aire libre, se alzaban piedras de todos tamaños y colores. “Espera, no me

    mates. Se me ocurre algo. Este hombre te dará de comer y a mí también.

    Nos necesita, nos ayudará a sobrevivir, más aún… Ningún hombre puede

    resistir la visión de dos símbolos como tú y yo, y más aún si es artista,

    escultor, como puedes ver. Ya está pensando en esculpirnos. Pero para

    que todo salga bien tenemos que posar para él. Mientras nos necesite nos

    alimentará. Y con lo dura que es la piedra que va a esculpir vamos a tener

    comida por mucho tiempo. Pero tenemos que aprender a posar. Mira: lo

    mejor será que me tomes con tu pico —con cuidado, sin apretar dema-

    siado— y te subas al nopal: así nos verá mejor. Yo fingiré retorcerme con la

    agonía. Tú te pones de perfil, o mejor tres cuartos de perfil, abres un poco

    las alas, y miras a lo alto o a lo lejos. Verás como todo saldrá como te digo.

    En un instante he visto el futuro, y es glorioso para las dos. Sobre todo

    para ti, que desempeñas el papel de símbolo noble y vencedor. Pero ahí

    estaré yo también: primero retratada en la piedra, después en el duro

    metal. Más tarde, mucho más tarde, pasaremos a la bandera nacional, y

    poco después nos retratarán en el dinero. Y cuando llegue la inflación, que

    no tardará en llegar —te lo aseguro yo, que conozco bien a los hombres—

    nos multiplicarán hasta el infinito. Habrá que pensar también en cómo

    combinar nuestros símbolos opuestos y complementarios para formar uno

    solo, un acorde, una armonía de símbolos contrarios: quizá podríamos

    darle un nombre: la serpiente emplumada…”

    El águila tomó delicadamente a la serpiente en su pico y se remontó

    hasta la cima del hermoso nopal. El hombre, unos instantes extasiado, se

    movió rápidamente en busca de sus instrumentos de trabajo. En lo alto del

    nopal la serpiente se agitaba débilmente, sostenida por el pico del águila.

    En su boca se dibujaba una mueca que era en realidad una sonrisa,

    sonrisa de astucia triunfante, de sabia felicidad, mientras silbaba su

    conclusión, las dos palabras más hermosas en su lengua: “Seremos in-

    mortales”.

  • 19

    III El coyote y el armadillo

    Se encontraron por casualidad en un claro del bosque.

    El coyote no tenía buen aspecto. La jornada había sido larga. Su

    polvoriento pelaje no se decidía del todo a ser gris o amarillo. La cola era

    rala, con pocos pelos. Pero el armadillo que lo observaba desde detrás de

    un matorral, al pie de un ocote, estaba demasiado confuso para observar

    ningún detalle concreto: no podía identificarlo porque jamás había visto

    ningún coyote.

    Dieron varias vueltas el uno alrededor del otro, ritualmente, hus-

    meándose la cola primero y el hocico después. El coyote también se

    sorprendía ante aquel extraño y nuca visto animal. Fue el armadillo el que

    habló primero. “¿De dónde vienes? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?”

    “Vengo de muy lejos, de las regiones del norte. He estado cami-

    nando todo el día. Por eso me ves tan cansado. Soy un gran cazador, el

    más valiente y audaz de todos, el verdadero rey de los bosques. Me ves un

    poco cansado, además he estado enfermo últimamente. Pero soy el mejor

    de todos. Mi nombre atemoriza a los demás animales, incluso al hombre.

    Soy un lobo. ¿Y tú? ¿Quién eres tú?”

    El armadillo meneó lentamente su larga cabeza. “Yo también….

    también yo soy el más temido, en el monte y en el llano. Yo soy… soy un

    tanque.”

  • 20

    Roberto Ruiz

    ació en Madrid, España el 20 de diciembre de 1925. Es maestro en filosofía

    por la Universidad Nacional Autónoma de México, y Master of Arts por la

    Princeton University. Ha sido profesor de español y francés en el Mexico

    City College, y Baylor School; profesor de español en Mount Holyoke

    College, Hunter College, Middlebury College, Wheaton College y Harvard

    University. Es autor de La ética de Saint-Exúpery (1952); las novelas

    Plazas sin muros (1960), El último oasis (1964), Los jueces implacables

    (1970), Paraíso cerrado, cielo abierto (1977), Contra la luz que muere (1982)

    y Juicio y condena del hombre nuevo (2005). Cultiva el cuento en Esquemas

    (1954) e Ironías (2006). Ha publicado numerosos relatos, artículos y

    reseñas en revistas y antologías de Europa y América (1948-2005).

    Mesidor1

    Tropezando en las piedras, levantando montañas de polvo, los camiones

    bajaron al barranco sobre las siete de la tarde. Todavía quedaba sol, y los

    hombres que se apeaban venían sudados y sedientos del largo y caluroso

    camino. Aunque eran de lugares diferentes, traían el mismo atuendo y

    porte: sombrero de paja; camisa de dril o de algodón; calzón blanco, y

    entre los más jóvenes pantalones vaqueros, de mezclilla; sandalia abierta o

    bota de lona con refuerzos de hule; maleta vieja y encordada o paliacate

    rojo atado por las puntas. También tenían el mismo tipo humano: mirada

    oscura, bigote espeso, labios abombados, cuerpo chico, manos rugosas.

    Venían de Cocorit y de San Juan del Río, de Tecuala y del Valle del

    Mezquital; llevaban en el vientre y en el pulmón la amarga ceniza de la

    sequía y del hambre. Unos dejaban mujeres adolescentes y embarazadas;

    1 Del libro inédito Cuadrantes, calendas, cosechas (1978).

  • 21

    otros ringleras de chiquillos grises de barro y negros de moscas; otros

    viejas cansinas y tembliques, postradas noche y día ante el icono abi-

    garrado y sordo a las preces. Todos compartían la esperanza rabiosa de los

    últimos recursos; todos iban dispuestos a todo.

    Los camiones evolucionaron como elefantes de circo y se pegaron a

    la barranca para iniciar el viaje de regreso. Cuando se disipó el nubarrón

    de tierra, los hombres se quedaron solos y apartados, huraños en su

    áspera timidez. Nadie se conocía de verdad; el camino había sido tan

    fatigoso que había matado las posibles amistades. Además se sabían

    competidores: por muy ricos que fuesen los campos que los solicitaban,

    sólo en este rincón se reunían cien pares de brazos, y había sitios como

    éste a lo largo de toda la frontera. Permanecieron pues clavados al polvo,

    baja la mirada, procurando no dar un paso ni hacer un ademán que los

    debilitase, que al revelar su afectabilidad los pusiera a merced de un

    vecino más fuerte o más hipócrita.

    Así estuvieron más de hora y media. Empezaba a anochecer cuando

    apareció, corcoveando y botando por los badenes, un carricoche estilo

    militar. En él venían dos tipos, y el más gordo, sonriente y feliz tras las

    gafas ahumadas, trepó a un peñasco y alzó las manos como para pedir

    silencio:

    —Acérquense, muchachos, hagan corro para que todos puedan

    escucharme. Ya saben quién soy: soy un pollero, y ustedes mis pollitos.

    Ahorita nomás que oscurezca nos ponemos en marcha. Allá verán lo que

    les espera: unos campos, unas huertas que son la bendición de Dios, se lo

    juro. Unas milpas que se caen de abundantes, y unos manzanos, unos

    cerezos, que ni en el paraíso terrenal. Y no teman que luego vaya a ralear

    el trabajo: hay trabajo para todos ustedes y para otros diez mil, qué caray,

    si ya mero entran en el país más rico del mundo. Ustedes nomás fíense de

    su pollero, que sabe lo que hace, palabra. Diez años tengo metiendo cua-

    drillas, y cuando era legítima la cosa, con mi licenciado Adolfo Ruiz

    Cortines, hasta carros de ferrocarril traía yo. Con que no se preocupen,

  • 22

    mis pollitos: pásenle a lo barrido y disfruten de la riqueza, de los buenos

    dolarotes que les van a caer. Sólo que primero, para que no se me olvide,

    aquí mi secretario les va a recaudar el impuesto de entrada: son ciento

    veinte pesos por persona, precio rebajado.

    Se alzó entre los hombres una oleada de indignación y de asombro.

    Uno de los más viejos se atrevió a hablar.

    —¡Ya nos cobró ciento cincuenta el que nos trajo desde Saltillo! Pues

    qué es esto, señor, qué injusticia es ésta. Somos pobres, señor, por eso

    andamos apartados de nuestras casas. Para pagarle al otro, y al que me

    contrató en mi tierra, tuve que malvender mis muebles y hasta el rebozo

    de mi señora. Tengan un poco de honradez, caramba, comprendan quiénes

    somos.

    Un murmullo sordo y hostil certificó la anuencia de los demás. Pero

    el pollero estaba acostumbrado a estas dificultades, y tenía dispuesto el

    argumento:

    —No se me alebresten, mis pollitos. Ustedes consintieron en venir

    hasta acá y ahorita tienen que pasar adelante. Ni modo de que todos se

    regresen a su rancho. ¿Quieren chamba? Tienen que pagarla, chirrión.

    ¿Pues qué? ¿A poco en la ciudad de México se consigue trabajo así como

    así, sin aflojar sus buenos pesotes? ¿A poco en sus jacales crece el orégano

    como el maguey? Piensen en los que dejan, en los que no supieron

    aprovechar esta oportunidad, de las únicas, créanme, de las que se dan

    una vez en la vida. ¿Qué son ciento veinte machacantes, cuando van a

    ganarlos en dos horas, mis pollos? Ándenle, abran la bolsa; nadie pesca

    truchas a pie enjuto. Yo les garantizo que luego luego que crucen la raya

    no habrá más gastos ni más complicaciones. Vamos, mi secretario, pase la

    cuenta, no se duerma, no se duerma, caray.

    Dicho y hecho: el supuesto secretario empezó a circular entre los

    campesinos, que sacaron a regañadientes las mugrientas billeteras y los

    anudados pañuelos. Para cuando acabó la cobranza, era de noche, y el

    pollero ordenó que se pusiera en marcha todo el mundo. Irían de dos en

  • 23

    dos hasta la orilla del río, y allí se juntarían engrudos de ocho o diez para

    pasar más rápido. Los hombres, casi olvidado su rencor ante la inminente

    recompensa, se alegraron un poco; uno de ellos llegó a desenfundar una

    guitarra y a entonar con voz algo menos que mediana el corrido de

    Monclova.

    Hacia las nueve y media llegaron al río. Por aquí no venía muy

    ancho, y con la sequía estaba francamente anémico. Pero cruzarlo a nado

    iba a ser imposible, a pesar de la luna llena que lo iluminaba. Traía una

    corriente bastante rápida, y entre los pedruscos y los remolinos se exponía

    uno a cualquier percance. El pollero, gracias a Dios, había resuelto el

    problema, y así se lo explicó a sus protegidos, no sin ponderar su propio

    ingenio y la suerte que habían tenido todos al confiarse a él.

    —Nomás vengan por aquí. Pasada esa curvita hallarán el cruce.

    Cuestión de experiencia y de buena voluntad: sólo eso se necesitaba. ¡Si

    les digo que tengo muchos años yo en este negocio! A mí ya no me

    engañan ni la naturaleza ni la ley. Una persona responsable y hábil como

    su servidor no la encuentras ni en Tijuana, palabra de hombre. Aquellos

    licenciados tan catrines, con su corbata y sus anteojos gringos, les sacan

    el dinero y los dejan sembrados en la frontera, se lo aseguro. ¡Nadie como

    el trabajador experto y decente!

    Y en verdad era ingenioso el mecanismo que había instalado. En

    esta orilla, un poste de oyamel con un escalafón de gruesas escarpias, y

    enrollado a lo alto del poste un cable de nylon. El cable pasaba el río a

    veinte grados de ángulo, y se anudaba a la rama de un árbol de la margen

    opuesta. Pero lo mejor era lo que el pollero llamaba el arnés: una silla

    flexible, con brazos y sin patas, provista de un fuerte cinturón y ligada al

    cable por una argolla y una cadena. La gente subía al poste ayudándose

    con las escarpias; se sentaba en la silla, se ponía el cinturón como en los

    aviones, se impulsaba apoyando los pies en la madera, y asunto concluido:

    la argolla se deslizaba por el plano inclinado del cable y depositaba la silla

    y su carga bajo el árbol. No había más incomodidad que la de doblar las

  • 24

    piernas al cruzar el río, pues en el último tramo se arriesgaba uno a

    mojarse las sandalias o a partirse un tobillo contra una roca. Fuera de

    esto, un placer: el ángulo del cable era lo bastante agudo para acelerar la

    marcha y lo bastante benigno para no aplastar al viajero en el tronco. Una

    larga cuerda de rancho, enlazada al asiento por otra anilla, servía para

    recobrar la silleta y en ocasiones para frenar el impulso excesivo.

    Por primera vez desde que salieron de sus jacales, los hombres se

    permitieron el lujo de la hilaridad. El aparato era demasiado útil, y a la vez

    demasiado inverosímil, para poderse tomar en serio. Que éste fuera el

    remate de tantas jornadas, de tantas fatigas, parecía una broma o un

    juego de niños, y liberaba momentáneamente de la perenne y abrumadora

    obligación. Todos querían pasar primero, y empezaron a empujarse y a

    codearse como escolanos en sermón de Pascua. El pollero, siempre opor-

    tuno, decidió que el primero subiría en orden alfabético, y los demás se

    ganarían el turno tirando de la cuerda. Cuando cruzara el postre, mi

    secretario se encargaría del recobro, y así todos mis amigos y nadie

    relegado.

    La gente consintió, y se preparó a pasar. Pero no iban a ser tan

    sencillas las cosas; todavía faltaba un discurso:

    —Atiendan, mis pollitos, que voy a darles las últimas instrucciones.

    Sigan caminando hacia el nordeste, derecho; no se pueden perder. Ya ven

    que el Señor Todopoderoso nos favoreció con buena luna; los que traigan

    linterna apáguenla, porque les conviene. Luego que pasen este llano to-

    parán con una carretera. Esa es la suya, pollos, la número doscientos

    setenta y siete. Ahí mero se separan: unos jalan para un lado y otros para

    otro, y en menos de media hora llegarán a poblado. No se metan hasta que

    amanezca; échense a dormir donde les pille. Con la primera luz se

    dispersan en busca de las heredades; este condado tiene más de cien.

    Ahorita es la cosecha de la espinaca, se necesitan buenos peones, les

    pagarán por lo mínimo diez castañas al día. No le den su nombre a

  • 25

    ninguno; sólo al patrón si se lo pide. Y ándenle, mis pollitos, vayan

    subiendo al poste, que se nos hace tarde.

    Subió por rigurosa procedencia cádmica un muchacho Abascal, de

    Tepetongo. Después se comidieron seis o siete a tirar de la soga. Era una

    lata meterse en la sillita y abrocharse el cinturón a diez metros del suelo,

    con los pies aferrados al oyamel; con todo, más valía eso que cruzar a

    brazo, o colgados del cable como ristras de chile. Sólo hubo un accidente:

    el de un cuate que anduvo poco listo, se sentó mal y se vino al agua de

    panza. Lo sacaron empapado y furioso, pero relativamente sano. Para las

    dos de la mañana habían pasado el río más de cien cuerpos, y bueno fue,

    porque el cable se empezaba a pandear y ya no habría servido. El último

    pasante lo desató del árbol, y el pollero lo arrió para casa. Quedaba

    concluido, por ahora, el contrabando de hombres.

    Como un manto de urracas se esparcieron por la oscuridad de la

    llanura. El sordo ronquido de un helicóptero los espantó un momento, y

    buscaron refugio instintivo junto a las peñas, los agaves, los chaparros.

    Salieron uno a uno, dos a dos, mirando al cielo, recelando las sombras. La

    luna les marcaba un sendero filoso y plateado como la hoja de un

    machete, y en poco tiempo dieron con el embanque de la carretera. Unos

    se echaron hacia el norte y otros hacia el sur, procurando evitar las luces

    remotas de un pueblo de mediano tamaño; lo que querían era la certeza de

    lo ilegal, la estancia recogida y apartada.

    Iba uno cojeando de mala manera; el que venía detrás lo alcanzó,

    compasivo:

    —¿Qué le pasa, compadre? ¿Se lastimó en la oroya?

    —No compadre, pura fatiga. Ya ni siento la planta de los pies.

    —Párese a descansar.

    —Prefiero aguantarme hasta mañana y dormir a cubierto.

    —A ver si hallamos dónde. Se me hace que ese pollero nos engañó.

    —Capaz de que me vuelvo y le causo un perjuicio, compadre. Le

    aseguro que nadie me engaña.

  • 26

    —Así ha de ser. ¿Para dónde cae su tierra?

    —Para el fin del mundo. Regocijo, Durango.

    —¡No la amuele! Yo soy de La Flor.

    —¡Ah qué caray! ¿Cómo te llamas?

    —Domitilo García, para servirte. ¿Y tú?

    —Hipólito Castillo, pero me dicen Polo. ¿Tienes chamacos?

    —Todavía ninguno. Mi señora recién entró en cuenta.

    —Yo tengo tres. Ya va para seis años el mayorcito. Por eso ando acá.

    Ni quien los mantenga en aquel infierno.

    —¡Cabal! ¿Te molesta que echemos nuestra suerte juntos?

    —¿Cómo va a molestarme, paisano?

    —Ahorita nos sentamos a que reposes.

    Los absorbió la dudosa tiniebla del yermo, entre el foco profundo de

    la luna y las estrellas breves de los cigarrillos. Disipada en gran parte la

    desconfianza del viaje anterior, ablandada por el cruce del río y el paso de

    las horas la hosquedad natural, se hacían amistades, se formaban cua-

    drillas, se confirmaba la eterna ley de asociación humana que formuló

    Aristóteles y que estos desdichados sin letra y sin destino cumplían

    inconscientes. ¿Dónde íbamos, señor? Todo lo habíamos dejado atrás,

    señor, y aunque era todo no era bastante para dar de comer a la prole, ni

    para remediar a los enfermos, ni para distraer la terrible visión de un

    porvenir tan oscuro y siniestro como el pasado, como el presente de esta

    dura noche que se alarga y se enfría. Teníamos que apoyarnos unos en

    otros, señor, no nos había roído el comején de la rivalidad, por más que lo

    lleváramos escondido en la sangre. Al fin y al cabo como éramos

    hermanos, hijos de la misma parturienta que no se cansa de escupir

    chiquillos para que el hambre los devore. Esa es nuestra cosecha, señor,

    cosecha de carne raquítica y copiosa, para compensar en la horrenda

    justicia de los ángeles que entre el polvo y las piedras de nuestros alfoces

    no crezcan ni cardo ni borriqueros.

  • 27

    Despertaron al amanecer, envarados de rocío y desfallecidos de

    inanición. Afortunadamente Hipólito llevaba una lata de frijoles y Domitilo

    un trozo de cecina.

    —Con esto aguantamos hasta la noche, paisano. Después quién

    sabe.

    —Para entonces ya tendremos acomodo, paisano. No hay que

    desesperar de la bondad de Dios.

    Con dos o tres ramazos, un chispón de papel y el ingenio de la

    necesidad armaron unas trébedes. El mismo bote de las habichuelas les

    sirvió de marmita, y la cecina la hizo tasajo Domitilo con un cuchillo

    cachicuerno. Desayunaron como sultanes, rebañando la lata a mano

    entera, y fueron a lavarse en un canal de regadío.

    —No andaría tan errado el pollero, paisano. Si hay acequias tendrá

    que haber labores.

    —Pues sí, paisano, pero no garantiza que haya chamba.

    —Con probar nada se pierde.

    —Desde luego que no.

    —A eso mero vinimos.

    —A eso mero.

    Volvieron a la carretera. Hipólito no cojeaba tanto, y Domitilo le

    felicitó. Se hablaban con esa rara mezcla de ceremonia y cinismo que

    revela cien mil cortezas de cultura, todas comidas de vejez y de tedio.

    —En el fondo, paisano, ¿qué le hace?

    —Pues sí, paisano. Ni modo de enmendarle la plana al Creador.

    —El hombre llegó a este mundo sin huaraches y descalzo me lo

    despachan para el otro.

    —Cuando el Señor disponga de nuestros cueros vivos no nos faltará

    tierra donde estacarlos.

    —Así es la verdad.

    Iban dejando atrás nombres propios y sitios ajenos, Quemado, San

    Julián, Las Margaritas, entre altas torres de grueso alambre por donde

  • 28

    corrían los caballos de fuerza. Ya habían perdido de vista a los ochenta y

    tantos infelices que con ellos habían utilizado la sillita del andarivel.

    Parece mentira, lo grande que es la bola del terráqueo, lo pronto que se

    engulle los paquetes de gente. Y luego dicen que somos muchos, que la

    Chingada Madre Universal no da tregua a parir desgraciados que empiezan

    a tragar a la media hora. Si es ella, carajo, la que nos muerde y masca y

    tritura a nosotros, si somos su alimento, su cebo, su carnada, su mes de

    mieses, su Mesidor, por Dios.

    —¡Mira, Polo! ¡Una ranchería!

    —Dios te la haga buena, paisano.

    —¡De adeveras, hombre! Ahorita nomás avisté los tejados y el arca

    de agua.

    —Pues luego luego. ¿Qué tan lejos queda?

    —Tú ya como que necesitas anteojos, caray. ¿Qué no la ves al pie de

    aquella loma?

    —Sí, parece que la quiero divisar. No está muy grande.

    —Suficiente para cuatro brazos.

    —Para allá vamos pues.

    Poco tardaron en pisar labrantío, en olfatear cosecha, en leer el

    cartel, por suerte breve, que indicaba la entrada del rancho: FOLEY

    FARMS — TOM FOLEY, PROP. Con el alivio del viaje acabado y el sobreco-

    gimiento de lo desconocido se llegaron a las primeras casas. Un tipo

    chaparro y pomadoso, de camisa anundada a la cintura, les salió a recibir:

    —¿Buscan trabajo?

    —Primero Dios y la venia de usted, sí señor, lo buscamos.

    —¿Saben pizcar espinaca?

    —Cómo no, señor, y más que se ofreciera.

    —Pásenle por aquí y ahorita los apunto. Se echan un trago de agua,

    que vienen medio secos del camino, y me esperan ahí nomás en el patio. El

    almuerzo es a la una, en aquel jacalón de la techumbre azul.

  • 29

    Bebieron agua y esperaron hasta que llegó el chaparrete, al que

    había que llamar, según les dijo, señor Honorio. Les tomó el nombre, que

    le comunicaron con la vista baja y rodando el sombrero entre los dedos,

    por si acaso los comprometía, y les entregó una chapa de plástico que

    había que pegarse en el bolsillo de la blusa.

    —Con esto ya pueden salir a los bancales. Preséntense a un

    muchacho de apellido Gamero, y él les dará canastas y les enseñará lo que

    tienen que hacer. Se almuerza de una a dos, y luego se trabaja hasta las

    siete. Ganarán setenta y cinco dólares a la semana. Pórtense bien y les irá

    mejor.

    Así como la noche del cruce se les alargaba en fases de la luna, en

    lentísimas y crepusculares calendas corintias, las semanas de la reco-

    lección se les multiplicaron en cuadrantes súbitos, como si los relojes de

    batería eléctrica le cortaran de un tijeretazo las esquinas al tiempo. Iban y

    venían, iban y venían, con los ojos pegados al terrón del bancal, y llenaban

    canastas, y se llenaban de confléis y otros pastos insípidos, y farrún, les

    caía la noche como una guillotina y roncaban hasta la revuelta.

    Conocieron la rara sensación de ver dinero junto, de contar billetes, pero

    en esto también los atajaba el año, y apenas se embolsaban la semana se

    les venía encima la calle principal de Spofford, con sus tiendas, sus ma-

    quinitas de tilín-tilín. Domitilo se compró un par de zapatos, los primeros

    buenos que había llevado en su vida: quince días de cosecha los hicieron

    garras. Hipólito cambió el sombrero de petate por una cachucha azul, de

    marinero; al verse en el espejo se la quitó y la puso encima del

    guardarropa. Vivían los dos en un cuartito mínimo de la barraca principal,

    aunque no se daban mucha cuenta: la mañana los empujaba al campo y

    la noche al jergón, pero al menos dormían bajo techo y se empleaban en

    algo. No era una vida demasiado pesada; lo peor venía a ser aquel paso

    raudo de las tardes y los anochecidos, que te sobrecogía el resuello.

    Tal vez por eso pasó lo que pasó. Remataban el sábado en Poncho’s,

    gastándose los búcaros en tequila del grande, del que no se soñaba ni en

  • 30

    los mejores hoteles de México, y se les fue la velada sin sentirlo. Cuando

    atinaron a reparar Poncho andaba cerrando: ya querían dar las dos, o las

    tres, o quién sabe qué horas siniestras. Salieron rojos, turbios, de mal

    humor; de pronto a Domitilo le entró la del reproche:

    —¡Nosotros ya ni la fregamos, caray! ¡Acá pura parranda, pura

    borrachera, y allá nomás nuestras familias reventando de hambre! ¡No es

    justicia, caray! ¡No es justicia! ¡Mi señora habrá salido de cuenta, y yo aquí

    volándome los centavos en puritito pedo! ¡A la mejor soy padre cuatro

    veces, y estoy dejando a mis chamacos en la mera privada!

    Hipólito le espiaba torvamente desde el eje oblicuo de sus ojos

    pequeños y vidriosos:

    —Ya párale, paisano. Si te recome el verme, te lo rascas a la

    callandita, y a mí no me pregonas mis obligaciones. Estoy medio grande

    para que me lean la dotrina en público. A Hipólito Castillo ni le predica el

    cura ni le asusta la flaca, a quien lo dude, carajo, ahoritita mesmo se lo

    hemos de probar.

    Percibió el reto Domitilo, palideciendo de cólera:

    —A mí tampoco me alzan la voz, compadre. Digo lo que quiero donde

    quiero, y lo sostengo contra quien sea.

    —Pues órale, cabrón, ármese si es hombre.

    Domitilo sacó a relucir el cachicuerno de la cecina, y Polo se valió de

    un facón tapatío de punta rebajada. Con el sombrero en la mano izquierda

    a guisa de broquel se acechaban despacio y en redondo, como leopardos,

    como mangostas. Algo de ligereza habían perdido, por la carga del alcohol,

    pero eran jóvenes y duros: todo podía ocurrir. Cerraban la espiral, fija la

    vista de cada uno en el puño y el tórax del otro, y se veía venir el primer

    golpe, cuando frenó en la esquina un coche patrulla y acaecieron dos

    policías inmensos, de ésos que llaman renches, con su sombrero ancho y

    su barriga sobre el cinturón. En menos de un segundo y sin saber cómo,

    Polo y Domitilo se hallaron desarmados, arrinconados contra la pared,

    cacheados por cuatro manazas, empujados al fondo del automóvil,

  • 31

    interrogados a través de la rejilla que separaba el asiento trasero del

    delantero. Ni ellos hablaban gringo ni los renches hablaban español, de

    modo que el interrogatorio fue de risa. Sí quedó claro que trabajaban en la

    granja de Tom Foley; también que habían pintado el pueblo de rojo

    bermellón y que andaban aún medio trapiches. Satisfechos al parecer, los

    policías arrancaron el automóvil. En el asiento trasero cuchicheaban Polo

    y Domitilo:

    —Ora sí, paisano, ésta es la despedida. Si no nos echan para el

    calabozo nos mandan para la frontera.

    —Mejor lo hará Dios, paisano. Estuvimos algo imprudentes, pero la

    Virgencita como que vela por nosotros.

    —Perdóname si te ofendí.

    —No hay nada que perdonar. Entre hombres a veces pasan estas

    cosas.

    —¿Tú crees que nos volverán las charrascas?

    —Ni quien lo adivine.

    El coche dejó atrás las calles de Spofford y salió a campo abierto,

    con lo cual se alarmaron los paisanos, sospechando que los trincaban para

    el último viaje. No sucedió así: quince minutos de carretera toda máquina,

    con sirenas y luces azules, y habían llegado al conocido pago de Foley

    Farms. Eran las dos y pico, y hubo que despertar al señor Honorio para

    que los recibiera y les abriera el barracón. El chaparro traía un pijama de

    colorines y el engomado cabello prendido de una red:

    —Muchas gracias, señores oficiales. ¿Por qué se molestaron, señores

    oficiales?

    Con los peones fue menos cordial:

    —Ahora se me suben a dormir la pítima, y en la mañana platicamos.

    Ni que decir tiene que al día siguiente no se pudieron levantar a

    tiempo. Bajaron atontados y contritos, con la cabeza hueca y la lengua

    como el papel de lija, y fueron a disculparse ante el ciudadano del pijama:

  • 32

    —Mismamente se nos pasó la fecha, señor Honorio. Pero no traemos

    ganas de desayunar. Ya mero salimos como de rayo para los bancales.

    Luego luego desquitamos lo que perdimos a primera luz.

    El chaparro sacó de una gaveta dos fajos de dólares:

    —Ni se preocupen. Es domingo, y al lunes no llegan. Aquí está su

    liquidación. Agarran sus tiliches y se me largan. El patrón anda a buenas

    con la policía y no quiere mitotes.

    Se miraron, incrédulos, Polo y Domitilo. A dos hombres seguros, a

    dos trabajadores decentes, los estaban poniendo en la puerta de la calle.

    Por mucho menos que eso se habían dado cuchilladas de ocho puntos.

    Pero venían cansados, y era otro país, otras costumbres. Además el dinero,

    encima del escritorio, les guiñaba el ojillo como una rabiza de feria. Lo

    apandaron y se despidieron.

    —Ahí que le vaya bien, señor. Tantas gracias.

    No se dignó de responder el ilustre chaparro. Los dos hombres

    subieron a la habitación, recogieron sus cosas, y de nuevo salieron a batir

    el asfalto de la doscientas setenta y siete.

    —Nos trajo medio recio el capataz, caray. Si por una boruca inocente

    lo corren a uno, ¿qué no le harán por una pelea de adeveras?

    —Refundirlo en la cárcel, paisano. Mi concuñado tiene un cuate de

    allá de Regocijo, que se vino para acá, y cruzó unas palabras con un

    prieto, y entodavía se pudre en la colodra.

    —¡Hijos de la tiznada! En esta tierra como que destrozan a los

    hombres ¿no?

    —Pues sí, es lo que parece.

    Tocando a mediodía llegaron a un poblado que disfrutaba de restau-

    rante. Al lado había una tiendecita de tabaco y periódicos que abría los

    domingos y enviaba fondos a México. Consumieron una hamburguesa,

    tomaron un café, y mandaron dinero a sus respectivas familias.

    —Yo voy a mandar cincuenta dólares.

  • 33

    —Yo también. Qué carajo, me quedo pelón, pero Dios hizo al macho

    para que aguantara. Allá la pobre vieja y los chamacos son los que

    aguantan más.

    En el restaurante les dieron las señas de dos ranchos de las inme-

    diaciones. Ni en uno ni en otro se precisaba gente: la espinaca estaba

    recogida.

    —¿Y ahora qué, paisano?

    —Seguir rascando suela, paisano. Ni modo que nos acostemos a que

    nos coman los puerquitos.

    —Ya quiere anochecer.

    —Mayor razón para jalarle.

    Pero se acordó de ellos el Señor. Una camioneta de buen porte, que

    cargaba en la caja a diez o doce tipos de sombrero y huarache, se les paró

    al lado entre un ciclón de polvo. El chofer asomó la cabeza por la ven-

    tanilla:

    —¿Buscan trabajo?

    —¡Primero Dios!

    —¡Súbanse! Andamos reclutando para una construcción de

    carreteras. ¡Nomás súbanse!

    No se lo dijo a sordos. La construcción era famosa por lo segura y

    bien pagada. Polo y Domitilo treparon de un salto a la camioneta y se

    acomodaron entre los del sombrero, que los miraban con cara de pocos

    amigos.

    —¿Qué nos ven, compadres? ¿A poco traemos paja en los bigotes?

    Humillaron los otros la testuz, rehusando el encuentro. Los

    conciliaba Hipólito:

    —Somos todos unos, y vamos a lo mismo. Somos hombres, y

    mexicanos, y necesitados de trabajar. Aquí nadie quiere ningunear a

    nadie.

    Se alivió el ambiente, pero no al grado de la charla. Huraños y

    abstraídos siguieron dando tumbos en la caja del camión hasta un pueblo

  • 34

    muy cabal, muy apañado, y una callecita de fresnos, y un edificio como

    escuela o como clínica, de ladrillo recocho. El chofer se apeó y descolgó la

    trampilla trasera:

    —Ahí adentro se están hasta que llegue el contratista. Ya no tarda.

    Él les dirá lo que viene después.

    Entraron despacio, mirando recelosos las altas paredes, y el techo

    ventilado de tragaluces, y los tableros de baloncesto, y los renches de

    porra y revólver que guardaban la puerta, y el piso de madera brillante, y

    los hombres sentados en el piso como cuervos en maizal: hombres oscuros

    y pomulosos, de grandes mostachos y esquenas desmedradas, de labio

    grueso y mano encallecida. Hombres iguales que ellos, iguales esta tarde y

    anoche y anteayer y aquella vigilia, ya no tan reciente, en que subieron al

    poste y calzaron la oroya y se dejaron ir por la tarabita de fibra sintética.

    Hombres, y mexicanos, y necesitados de trabajar; todos uno, y todos a lo

    mismo.

    Domitilo y Polo se sentaron al lado de un fulano de Rosamorada,

    Nayarit, y entablaron conversación con él. No las tenía todas consigo el de

    Rosamorada:

    —Se me hace que esto de la carretera es puro argüende. Pa mí que

    nos llevan de esquiroles a los naranjales de San Benito. Aquellos changos

    andan en huelga más de quince días, y toditita la naranja se les va a

    revenir. A eso vamos, ya lo verán, a pizcarla nosotros. Si no, ¿pa qué

    pusieron centinela de renches con matona?

    Luego les contó sus aventuras. Llevaba casi un año en el estado de

    Tejas. Había vivido en Midland, en Amarillo, en la cuenca del Brazos;

    había sido vaquero, matarife y esquilador; había cortado caña y sembrado

    calabacines. Este pueblo de acá lo conocía muy bien: se llamaba Del Río y

    estaba grandón, casi tan grande como Rosamorada.

    —Y ustedes, carnales ¿de adónde la empujan?

    —Yo soy de Regocijo, Durango. Aquí el paisano es de La Flor.

  • 35

    —¿Y no se conocían de endenantes? Regocijo y La Flor han de estar

    pegaditos.

    —Ni tan pegaditos, carnal, y con toda la sierra de por medio.

    —¡Qué linda es nuestra patria, carajo!

    Domitilo, cansado de conversar, se levantó a dar una vuelta por el

    salón, gimnasio o lo que fuese. Gimnasio parecía, pues además de los

    tableros de baloncesto tenía barras y argollas y pesas y un caballete de

    ésos del volatín. El ya había visto un local como éste, pero más chico, en el

    cuartel de Gómez Palacio, cuando le tocó el servicio militar.

    Los hombres estaban casi todos adosados a la pared, fumando

    cigarrillos y enhebrando un sueño. Domitilo creyó reconocer a tres o cua-

    tro de los que pasaron con él; por prudencia o por desconfianza no quiso

    acercarse. A la gente no hay que buscarla demasiado. Serían en total unos

    ochenta; muy grande se anunciaba el proyecto de construcción, cuando

    requería tantos trabajadores concentrados en un solo punto. Pero no

    convenía pensar en estas cosas, escaldarse el cerebro por lo que pueda o

    no pueda ocurrir: ahí andamos en las manos de Dios y él sabrá lo que se

    hace con nuestra suerte.

    Encontró el excusado y entró a cambiarle el agua a las aceitunas,

    necesidad que iba adquiriendo caracteres de urgencia. A la salida topó con

    un cuadro simpático: tres mulatones que traían carritos de metal, y de los

    carritos se alzaba el humo, y del humo brotaba el aroma. ¡Como que nos

    ponían de comer, carabao, y ya apretaba el hambre!

    Volvió al lado de Hipólito y del muchacho de Rosamorada a devorar

    el sambis de queso y de jamón y los pepinillos y la hoja de lechuga y la

    manzana y el café con leche. A pesar de tanta esplendidez, el de

    Rosamorada seguía escéptico:

    —Esta comilona significa que pasamos la noche aquí, carnales.

    ¿Qué es de su contratista de carreteras? Ya son las nueve y ni se le echa el

    ojo.

  • 36

    —¿Pues qué quiere que le hagamos, carnal? Lo que nos dijeron le

    dijimos. Si hay que dormir aquí, aquí se dormirá, y paciencia. En peores

    lugares hemos clavado la almohada.

    Media hora más tarde se apagaron las luces. Sólo quedaban encen-

    didos unos foquitos rojos, en lo alto de las puertas, y una lamparilla sobre

    la mesa donde fumaban y escribían los renches. Los renches, a propósito,

    se preparaban para el turno de noche, con gran jaleo de botas, correajes,

    linternas y pellizas. Tal parecía que custodiaban a una cadena de con-

    denados a muerte y no a unos humildes trabajadores del campo. Más de

    una vez se pasearon por el salón, acuciosos, cerciorándose de que todo el

    mundo estuviera dormido o al menos echado, procurando que aquella

    improvisada sociedad funcionara en buen orden y concierto. El alba los

    pilló satisfechos y orondos de haber cumplido con su deber, de haber

    resuelto un nuevo y difícil problema; entretanto la gente se alegraba de lo

    que veía, porque habían vuelto los mulatones con los carritos y tocaban a

    desayunar.

    No podía negarse que este tipo de vida tenía sus ventajas. Sí, el piso

    era duro y había que dormir con la cabeza contra la pared, pero aquí te

    traían, sin pedirte un quinto, café caliente y leche fresca y hojuelas de

    maíz y jugo de naranja y pan y mantequilla en cuadritos perfectos. Si así

    nos trataban antes de empezar a trabajar, ¿qué nos darían al cabo de una

    jornada común, después de haber majado piedra y molido grava y untado

    asfalto? Era cierto pues lo que se decía por ahí, que las cuadrillas de

    carreteras sacaban más dinero y beneficios que los vulgares peones. Ya

    bajo la influencia de este implícito ascenso, los hombres recogieron los

    vasos de papel y las grasientas servilletas y las colillas pisoteadas y las

    migas, y lo tiraron todo al gran barril de peltre del rincón. Sabíamos

    agradecer, carambas, no éramos unos bárbaros. No por andar traposos,

    con huaraches y sin afeitar, íbamos a hacer menos nuestro origen y

    nuestra cultura.

  • 37

    Iba saliendo la mañana y entrando el aburrimiento, cuando se

    removieron los renches de la puerta y sonaron tacones y apareció entre

    cuatro empistolados un tipo elegantón, de zapatos lucientes y trajecito

    verde manzana. Se notaba que traía bochorno, porque sacó el pañuelo y se

    enjugó la frente antes de subir a una especie de tarima que había al pie del

    perchero. Como por ensalmo se extrajo de la manga un micrófono de cable

    largísimo, y empezó a pregonar:

    —¡Su atención, señores! ¡Su atención, por favor!

    El de Rosamorada gruñía:

    —¡Pa su mecha, otro discurso! Desde que vine a este país nomás

    puros discursos. Me discurseó el pollero, me discurseó el primer patrón

    que me dio chamba, y hasta me discursearon los de César Chávez para

    que me uniera al sindicato…

    Pero la gente se creía en presencia del contratista, y abucheó los

    rumores y reniegos. Poco le duró la ilusión:

    —Permítanme, señores. Me llamo Francisco Montiel, y me envía el

    Comisario de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos.

    Cambió de color el silencio. De esperanza y solicitud a sorpresa y

    congoja. Nadie pestañeó. La magnitud del título había caído como un

    cañonazo.

    —Ante todo quiero decirles que a ustedes no se les considera

    criminales. Ustedes son trabajadores y hombres honrados. Eso no quita

    para que hayan entrado en los Estados Unidos de manera ilegal, sin

    pasaporte, sin visa, sin examen de aduanas, sin registro. A ustedes los

    han engañado los polleros y los han explotado los dueños de las granjas.

    Sin saberlo, y sin intención, se han hecho cómplices de un delito penado

    por las leyes. Ahora mismo podrían ser objeto de una demanda judicial y

    verse obligados a comparecer. Pero el comisario quiere ahorrarles tiempo y

    molestias, y prefiere hacer uso de sus facultades ejecutivas.

    Resoplaban los hombres, desasosegados, y Montiel atenuó el tono:

  • 38

    —Todos los años entran en el país miles de ilegales como ustedes.

    Vienen a quitarles el trabajo a los que ya residen aquí, a los que han

    nacido en la tierra, y que también son pobres, y mexicanos, y padres de

    familia. Vienen a rebajar los salarios, a chotear los servicios, a alterar el

    equilibrio de la sociedad. Comprendan que el problema es muy grave, y

    que sólo se puede resolver de una forma: como dicta la ley, regresándolos a

    México. Nosotros nunca les hemos cerrado la puerta a los que necesitan

    trabajar y ganarse la vida, pero la ley es la ley, y debe cumplirse.

    Se deshizo Montiel del micrófono y la gente trató de acercarse, de

    rodearle, de hablar con él. Ni por pienso: los renches ya esgrimían la porra

    y cortaban los ángulos y empujaban hacia la salida, con gestos y voces de

    vaquero:

    —¡Camón, camón! ¡Guet múvin, guet múvin!

    Fuera esperaban tres autobuses pintados de amarillo. ¿Qué remedio,

    compadres? Subirse y procurar agenciarse un asiento junto a la ventana.

    Cuando ya estaban todos sentados, volvió a aparecer Montiel con su

    escolta y apuntó los nombres y apellidos en un cuaderno. Cuánta gente,

    compadres. Aquello no acababa de acabar, y aquel pobre carajo del traje

    verde sudaba como un Cristo.

    Esta vez no cruzaron el río colgados de una maroma, sino como Dios

    manda, por el puente. ¡Adiós al paraíso! Sobre las dos de la tarde los

    autobuses hicieron alto en la plaza de armas de Ciudad Acuña, Coahuila.

    Los hombres se apearon en silencio, arrastrando costales y maletas.

    Instintivamente, presos aún en la convivencia de las últimas horas,

    permanecieron apiñados en grupos mientras los autobuses arrancaban y

    daban la vuelta y se iban por donde habían venido. Nadie sabía qué hacer

    ni se atrevía a hablar. Surgió de pronto de un quicio oscuro un borracho

    andrajoso. Al ver la muchedumbre, se detuvo, se desmontó el sombrero, lo

    arrojó contra la cera y berreó:

    —¡Bienvenidos a Ciudad Acuña, chingaos! ¡Aquí mero es la capital

    del mundo! ¡Viva México!

  • 39

    Como si esta furia los hubiese galvanizado, los hombres

    respondieron a coro, alegremente:

    —¡Vivaaaa!

    —¡Viva la Revolución Mexicana!

    —¡Vivaaaa!

    El borracho se había vuelto a cubrir y trompiconeaba rumbo al

    parque, olvidado ya del episodio. Pero la chispa había prendido, y la gente

    empezaba a moverse, a desgranarse, a resolverse. Poco a poco, despacio,

    entrañando de nuevo en este ambiente que era el suyo y no era el suyo, se

    dirigieron a la estación del tren, al depósito de los autobuses, al garaje de

    carga donde uno se enchufaba de machetero a cambio de transporte a

    Monterrey, a Torreón, o a Puebla. Poco a poco encontraron el camino de

    regreso a otras capitales del mundo, a otros solares patrios de acrisolada

    alcurnia, a Cocorit y a San Juan del Río, a Regocijo y a La Flor, a

    Acaponeta y a Rosamorada, a las sierras y alcores y collados y páramos

    donde se plantan, riegan y cosechan los vergeles del hambre.

  • 40

    Carlos Blanco Aguinaga

    ací en Irún (Guipuzcoa) un 9 de noviembre de 1926. Cuando Irún cayó en

    manos de los franquistas (septiembre 4 de 1936) pasé a Francia, a

    Hendaya, justo al otro lado del río Bidasoa (“PASAMOS”: 2/3 partes de

    Irún). Ahí estuve con mi familia hasta 1939. Llegué a México (Veracruz) el

    21 de agosto del 39. Estudié en el Instituto Luis Vives, y a mis 17 años me

    fui a Harvard becado. Parte de la beca era la obligación de trabajar de

    camarero cinco días a la semana, y los veranos trabajé de tornero en una

    fábrica de Indiana. Cuando me recibí en Harvard (de Filosofía) volví a

    México, y a los dos meses me fui de marinero en un barco de carga. A mi

    vuelta me incorporé al grupo de la revista Presencia, donde publiqué

    algunos cuentecitos y varios poemas. En el 53 me doctoré en la Facultad

    de Filosofía y Letras, conjuntamente con El Colegio de México. Entonces,

    recién casado y ya con dos hijos nos vinimos a USA, a la Ohio State

    University. Volví a México en el 56 y participé en la fundación de la Revista

    Mexicana de Literatura, con Carlos Fuentes, M. Carballido, Yomi García

    Ascot, Antonio Alatorre, Ramón Xirau y pocos más (Ahí publiqué mi

    artículo sobre Rulfo y otro sobre Emilio Prados). Volvimos a USA, y al poco

    tiempo me fui de profesor a la John Hopkins University. De ahí a la recién

    fundada University of California, San Diego. En San Diego, entre otras

    varias cosas, participé muy intensamente en el movimiento Chicano

    universitario. También aquí, entonces, participé en la fundación de un

    Colegio Universitario del “Tercer Mundo” de la misma Universidad. Fui

    jurado del Premio Casa de las Américas en La Habana en 1980. Y en ese

    mismo año me fuí de profesor a la Universidad del País Vasco en Vitoria,

    donde estuve algo más de 4 años. Luego volví aquí, hasta mi jubilación. He

    dado clases no sólo en USA y en España, sino en El Colegio de México y en

    la UNAM. Conferencias en México, USA, España, Francia y la Gran

    Bretaña.

  • 41

    Blanco Aguinaga ha cultivado el ensayo, novela, cuento y poesía en

    Unamuno teórico del lenguaje (1954), Realidad y estilo de Juan Rulfo

    (1955), El Unamuno contemplativo (1959), Emilio Prados, vida y obra

    (1960), De mitólogos y novelistas (1975), Juventud del 98 (1970), La historia

    y el texto literario: tres novelas de Galdós (1978), Historia social de la

    literatura española: (en lengua castellana) III Volúmenes; en colaboración

    con Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala (1978), Sobre el modernismo,

    desde la periferia (1998), Ojos de papel volando (1984), Un tiempo tuyo

    (1988), Carretera de Cuernavaca (1990), En voz continua (1997), Ya no

    bailan los pescadores de Pismo Beach (1998), Ensayos sobre la literatura

    del exilio español (2006), De mal asiento (2010).

    La historia de la piel del gorila

    La niña ha entrado al portal con ese andar suyo tranquilo y decidido. Ya al

    pie de la ancha escalera de madera, ha mirado hacia arriba y se ha

    detenido un momento bajo la luz que entra por la claraboya del techo del

    edificio. Ha respirado suavemente muy hacia adentro —no es un suspiro—

    y ha empezado a subir. Al llegar al descansillo del primer piso, ha vuelto a

    detenerse, ha mirado por el amplio ventanal y ha visto a lo lejos un monte.

    A sus pies, huertas, muchas huertas; y hombres y mujeres trabajando la

    tierra. Exactamente lo que sabía que iba a ver.

    La niña —pelo negro corto, con flequillo, cara seria y muy bonita, un

    algo tostada por el sol— tendrá unos nueve años, tal vez diez. Viste una

    falda azul marino, blusa blanca y jersey rojo tirando a guinda. Contempla

    el paisaje, cierra los ojos, los vuelve a abrir y sigue hasta el piso segundo y

    último inmersa en su propia calma. Sin dudarlo, toca el timbre de la

    izquierda y espera.

  • 42

    Le abre una mujer que tiene puesto un delantal y lleva un plumero

    en la mano derecha. La mujer, sorprendida, mira a la niña y frunce un

    poco el ceño.

    “¿Qué querías, bonita?”, pregunta por fin.

    “Vengo a ver la piel del gorila”, contesta la niña con voz segura y

    clara, decididamente.

    “Aquí no hay gorilas, hija mía”, le dice la mujer, cada vez más

    sorprendida. No sabe qué hacer con el plumero, lo cambia de mano, trata

    de esconderlo a su espalda, no se anima ni a cerrar la puerta ni a decirle a

    la niña que pase.

    “Sí, sí hay”, dice la niña. Está forzando la situación sin siquiera

    darse cuenta de ello, tan segura está de lo que hace y dice, tan en su

    mundo. “En el despacho de mi abuelo”.

    La mujer del delantal y el plumero emite un “¡ay!” apenas audible, se

    hace a un lado y la niña entra, da la vuelta a la izquierda y —con esa

    tranquilidad que la guía— se dirige por el corto pasillo al que en un tiempo

    fue modesto despacho de la casa.

    *

    Es una habitación pequeña y —aunque casi la domina un

    gramófono que en su día reprodujo la voz de Angelillo— no cabe duda de

    que es el despacho casero de algún joven emprendedor que se inicia como

    hombre de empresa. Se nota en el teléfono novísimo incrustado en una de

    las paredes, la bocina al frente, el audífono colgado del lado izquierdo; se

    nota en que en la mesita que ocupa el centro de la habitación hay una

    máquina de escribir y una caja abierta con cigarrillos “Murati” para las

    visitas; en la estantería ocupada por nuevo y elegante reloj flanqueado por

    cinco o seis libros de contabilidad; y, naturalmente, en que en un pequeño

    escritorio está ese joven haciendo números en un cuaderno de hojas con

    rayas verticales, encabezadas todas por las palabras DEBE y HABER.

    Hasta hace poco era contable en una gran empresa de transportes

    marítimos, donde todos decían que era un fenómeno para lo de los

  • 43

    números (“Lo del interés compuesto te lo hace de memoria en cinco

    segundos”) y que iría muy lejos. El despacho indica a las claras que el

    joven ha iniciado ya ese camino hacia la distancia: modesta, pero

    seguramente, aquí está naciendo una nueva empresa. Llama, sin embargo,

    la atención el que frente al escritorio la pared esté casi toda cubierta por la

    piel de un gran animal de otro mundo, un gorila.

    La niña apenas ha traspasado la puerta de la habitación y lo está

    observando todo. Hasta que el hombre se da cuenta de que alguien ha

    venido a interrumpirle, levanta la cabeza y ve a la niña.

    “¿Quién eres?”, pregunta. “Pero, pasa, pasa”, añade enseguida.

    “Soy Adela”, dice la niña, entrando hasta el centro de la habitación.

    “¡Ah, claro! Sí. Ya. Adela.... Adela”.

    “Tu nieta”.

    “Claro, claro. Siéntate. Siéntate, Adela”.

    “No, gracias abuelo. De pie lo veo todo mejor”.

    “Se entiende. Sentado, como yo ahora, uno agacha la cabeza, se

    mete uno en los papeles... Números, ya sabes, las cuatro operaciones,

    porcentajes... Y no se ve bien lo que a uno le rodea. De pie, en cambio...”

    “Sí”.

    Callan un momento y siguen mirándose. No hay nadie ni nada más

    en el mundo. En el fondo de la limpia luz que entra por la ventana se ve

    un monte hermano del que la niña ha visto por el ventanal de la escalera,

    pero acompañado esta vez por un río que, al parecer sin moverse, fluye

    hacia la mar. Por lo demás, ellos no ven el paisaje. Se están mirando

    mutuamente y nada ni nadie podrá interrumpirles. La niña y el

    prometedor empresario lo saben, y que lo único que tienen que hacer es

    mirarse y hablar. Hacía años que tenían que haberse visto y hablado.

    “Pero, dime, Adela, ¿de dónde vienes?”, pregunta, por fin, el abuelo.

    “¡Uy, abuelo!”, dice la niña. “De muy lejos”.

    “¿De tu pueblo?”

  • 44

    “Bueno, sí y no. Una siempre viene de su pueblo, claro, pero... Mi

    pueblo era una ciudad pequeña que se llama Jalapa”.

    “Sí, sí, ya sé dónde está. En México. Concretamente, en el estado de

    Veracruz”, dice el joven, sonriendo. “Ya sabes que siempre me ha gustado

    mucho la geografía”, añade. “Lo sabes, ¿verdad?”

    “¡Claro que lo sé! Mamá me lo dijo muchas veces. Que te gustaba

    pensar en sitios lejanos, puertos, sobre todo. Que te gustaba mucho lo de

    los puertos”.

    “Pero Jalapa no es un puerto”.

    “Claro que no, abuelo”. Y la niña se ríe, haciendo que la sonrisa del

    abuelo se ilumine todavía más. “Cuando yo nací Jalapa estaba rodeada de

    llanos con ganado siempre pastando, y platanares, y palmeras, y en las

    lomas había cafetales. Era muy bonito”, añade la niña. “Pero hacía mucho

    calor y al cabo de un tiempo nos fuimos a vivir a otro lugar, a San

    Francisco”.

    “¡Ese sí que es un puerto!”, dice el abuelo, extasiándose en la imagen

    de lo leído, visto tal vez en alguna tarjeta postal. “La inmensa bahía,

    barcos que van y vienen, pasando todos bajo el nuevo puente ése, el

    Golden Gate Bridge. ¿Se dice así? ¿Lo he pronunciado bien?”

    “Bastante bien, abuelo”.

    “Y es precioso, ¿verdad? Tardaron mucho en construirlo, y costó

    muchas vidas, obreros que se caían desde aquellas alturas; pero es una

    hermosura de puente”.

    “Sí, es muy bonito, precioso. Yo lo veía siempre a lo lejos desde la

    escuela. Bueno, cuando no había niebla. Porque por allí hay mucha niebla,

    ¿sabes?”

    “No. La verdad es que no lo sabía”.

    “Y a veces lo he cruzado con mamá en el coche. Es larguísimo”.

    “¿Y desde ahí has venido?”

    “Desde ahí. Está muy lejos, ¿sabes?”.

  • 45

    “¡Claro! Me lo imagino. Muy, muy lejos, bonita. Si me dieras medio

    minuto podría decirte a cuántos kilómetros de aquí exactamente. O millas,

    si prefieres”.

    Les sigue envolviendo la luz prodigiosa que entra por la ventana. En

    su fondo, al pie del monte, brilla el agua quieta del río.

    *

    “Pero, dime, ¿a qué has venido, Adela?”, pregunta el joven tras la

    brevísima pausa. “Ahora, después de tanto tiempo...”

    “Mamá me decía a veces, cuando se ponía triste, ya sabes lo que es

    eso, que alguna vez hay que intentar volver a las raíces. Yo entonces era

    muy pequeña, pero la verdad es que lo mismo da un tiempo que otro. No

    siempre se puede, ¿sabes? Además, el tiempo es todo uno”.

    “Claro, claro. El pasar y el quedar acaban por ser lo mismo”,

    confirma el abuelo. “Pero dime, si tú me llamas abuelo, tu madre será mi

    hija, ¿verdad?”

    “¡Pues, claro! ¡Qué tonterías peguntas!”

    “Bueno, podrías ser hija de algún hijo mío”.

    “Yo, no. Tú sabes que no, abuelo. Sabes que no hubo tiempo con mi

    abuela para un hermano”.

    “Es verdad, es verdad”. El joven contable se levanta, vuelve a

    sentarse, coge el lápiz que había dejado sobre el cuaderno, lo vuelve a

    dejar. “Es que hubo una guerra, me imagino que ya lo sabes”, añade por

    fin, desolado. “Más o menos cuando estaban construyendo el Golden Gate

    ése”.

    “Claro que sé que hubo una guerra, desde el verano de 1936 hasta

    casi la primavera de 1939. A mi también me gustan la geografía y la

    historia. Lo de los números, como a ti, no. ¡Qué lata lo de la regla de tres y

    lo del interés compuesto! Pero la geografía con historia, sí, como a ti”. La

    niña mira hacia la piel del gorila, duda un segundo, y añade: “Mamá dice

    que sin historia no somos nada”.

  • 46

    “Así es, Adela. Así es. Por eso sabrás que tu abuela tuvo que irse sin

    mí. Para entonces yo estaba preso y ¡vete a saber cómo logró salir ella con

    tu madre contigo en brazos! Supongo que contigo en brazos, no sé. Me lo

    imagino”.

    “Así fue, sí. Mamá me lo ha contado todo”.

    “Y, luego, otra guerra”.

    “Claro. Más grande y más larga todavía. Y nosotras allá y tú aquí”.

    “Para cuando acabó aquello ya no valía la pena... Bueno, la verdad

    es que no me dejaban ir. Y me tuve que quedar aquí, ¿sabes? Con mis

    cosas. Mis ideas y mis números. ¿Qué iba a hacer?”.

    El joven —pálido y ya canoso— ha dicho eso casi con vergüenza,

    pero a la niña no le importan esos detalles. A lo que ella ha venido es a

    confirmar la verdad de lo que su madre le decía siempre acerca de las

    raíces que a una le sostienen, aunque una no llegue nunca a saber por

    qué. Por eso se siguen mirando los dos, envuelto ahora su silencio por el

    tic-tac del reloj.

    *

    “Pero eso que dices de las raíces es algo muy oscuro, Adela”,