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GRANDES NARRADORESDEL EXILIO ESPAÑOLEN MÉXICO
Juan Carlos Hernández CuevasCompilador
Juan Carlos Hernández Cuevas
GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MÉXICO
Juan Carlos Hernández Cuevas. (Compilador) D.R. Juan Carlos Hernández Cuevas. Editado en Editorial Grupo Destiempos
Grupo Destiempos S. de R. L. de C.V.
Av. Baja California 245 Piso 11 C.P. (06170)
Col. Hipódromo Condesa. México, D.F.
www.grupodestiempos.com
Primera edición digital: México, D.F. Junio 2012
ISBN: 978-607-9130-18-3
Ninguna parte de esta publicación puede ser almacenada, reproducida o transmitida de manera alguna ni por ningún medio sin el permiso previo y por escrito de la editorial.
Índice
Prólogo 5
Manuel Durán Gili 13
La cigarra y la hormiga en Tierra Caliente 14
El águila y la serpiente 16
El coyote y el armadillo 18
Roberto Ruiz 20
Mesidor 20
Carlos Blanco Aguinaga 40
La historia de la piel del gorila 41
Francisco González Aramburu 49
Los pájaros y la mariposa 49
Arturo Souto Alabarce 58
Coyote 13 59
Pedro F. Miret 65
El narrador 66
Gerardo Deniz 77
Alebrijes 77
José de la Colina 92
El toro en la cristalería 94
La madre de Floreal 108
Max Aub 116
Versión última 117
Velorio 121
De farmacias 125
5
Prólogo
GRANDES NARRADORES DEL EXILIO ESPAÑOL EN MEXICO
A mi hijo Carlos Hernández Grau
a presente antología conjunta narrativa breve ―inédita o publicada― de
Manuel Durán Gili (1925), Roberto Ruiz (1925), Carlos Blanco Aguinaga
(1926), Francisco González Aramburu (1927), Arturo Souto Alabarce
(1930), Pedro Fernández Miret (1932-1988), Gerardo Deniz (Juan Almela
Castell) (1934) y José de la Colina (1934). Además, se incluyen tres relatos
desconocidos de Max Aub Mohrenwitz (1903-1972)1, encontrados en su
borrador Crímenes y epitafios mexicanos, y algo de suicidios y gastronomía
(1958-1962).
A manera de prólogo, y para facilitar la apreciación de este volumen,
es pertinente resumir la envergadura histórica de la emigración intelectual
republicana en México. Los estudios contenidos en El exilio español de
1939 (1976), de José Luis Abellán, y El exilio español en México. 1939-1982
(1982), de Salvador Reyes Nevares, recalcan la prominencia y desempeño
de artistas plásticos, arquitectos, directores de cine, actores, científicos,
educadores, historiadores, filósofos y literatos que renovaron y prosiguen
enalteciendo la atmósfera cultural mexicana. El filósofo Adolfo Sánchez
Vázquez ha comentado que la presencia del exilio español es un capítulo
1Aub escribe cuentos en una época en que el género es cultivado con parquedad por los refugiados españoles. Antonio Joaquín Robles Soler (Antoniorrobles) (1895-1983), se consagra al cuento infantil. Paulino Masip (1899-1963) contribuye con De quince llevo una (1949), La trampa (1954). Ramón José Sender (1902-1982) destaca por sus relatos de tema mítico mexicano: Mexicayotl (1940). Manuel Andújar (1913-1994), publica Partiendo de la angustia. Relatos (1944). En lengua catalana, Agustí Bartra (1908-1982) incursiona con L´Estel sobre el mur (1942). Pere Calders (1912-1994) escribe los relatos de tema mexicano Gent del´alta vall (1957), y Lluís Ferran de Pol (1911-1995): La ciutat i el tròpic (1956). Manuel Durán, Roberto Ruiz, Blanco Aguinaga, González Aramburu, Souto Alabarce, Fernández Miret, Gerardo Deniz, José de la Colina y Ramón Xirau pertenecen a la siguiente generación de autores.
6
de la cultura mexicana que a la vez debe ser considerado un capítulo de la
cultura española (Tejeda 2).
La apertura gubernamental al éxodo republicano fue uno de los
mayores aciertos de la política internacional del general Lázaro Cárdenas,
ya que, la llegada de refugiados de varias edades, produjo paulatinamente
un renacimiento cultural sin precedentes en la historia de México. Este
acontecimiento marca el inicio de uno de los periodos menos estudiados
por la crítica literaria nacional:
el gobierno de Cárdenas apoya a la República y recibe inmi-grantes que diversificarán y enriquecerán el trabajo cultural (Gaos, Cernuda, Emilio Prados, León Felipe, Adolfo Sánchez Váz-quez, Adolfo Salazar, Wenceslao Roces, Max Aub, Rodolfo Halffter, Manuel Altolaguirre, Joaquín Xirau para sólo citar unos nom-bres). Se funda la Casa de España que se convertirá en el Colegio de México. (Monsiváis, Historia 1023)
El arribo y aportaciones del exilio es un hecho imbricado circunstancial-
mente a la fase cultural de la Revolución2 iniciada por José Vasconcelos,
ministro de la Secretaría de Educación Pública (S.E.P.) (1921-1924) del
gobierno del general Álvaro Obregón.
Carlos Monsiváis explica cómo Vasconcelos estudió el programa de
su homólogo Lunacharsky, ministro ruso de Instrucción Pública de la
URSS, para elaborar un plan que coadyuvara a la salvación de México por
medio de la cultura y el arte. El plan vasconcelista incluye a la educación
“como actividad evangelizadora” que predica el alfabeto y genera una
conciencia cultural mediante las misiones rurales. Enfatiza en la asimi-
lación de las etnias indígenas: “primero son mexicanos, luego indios”.
Vasconcelos fundó un Departamento de Bellas Artes para difundir y
promover la pintura, escultura, música, canto y las artesanías populares.
2 Así denomina Marco Polo Hernández Cuevas al periodo de 1921-1968. (African Mexicans and the Discourse on Modern Nation 1).
7
Reitera su posición nacionalista-cultural en su deseo de unificar al país
por medio del mestizaje y la tradición. Sus planes gigantescos enfatizan el
deseo de comunicar al pueblo con la ayuda del arte y la experiencia de los
escritores europeos clásicos. Al unísono promueve el nacionalismo
cultural: se busca lo “intrínsicamente” mexicano (Historia 986-989).
Un testimonio de Octavio Paz, contenido en su ensayo La
“inteligencia” mexicana», describe transformaciones realizadas por Vascon-
celos, entre las cuales, los exiliados encuentran el terreno propicio para
incorporarse progresivamente a la “inteligencia” del país de acogida:
Por una parte se fundan escuelas, se editan silabarios y clásicos, se crean institutos y se envían misiones culturales a los rincones más apartados; por la otra, “la inteligencia” se inclina hacia el pueblo, lo descubre y lo convierte en su elemento superior. Emergen las artes populares, olvidadas durante siglos; en las escuelas y en los salones vuelven a cantarse las viejas canciones; se bailan las danzas regionales […] Nace la pintura mexicana contemporánea. Una parte de nuestra literatura vuelve los ojos hacia el pasado colonial; otra hacia el indígena. Los más valientes se encaran al presente: surge la novela de la Revolución. (El laberinto de la soledad 297)
Las diversas y constantes aportaciones del exilio engrandecieron el
programa cultural posrevolucionario. Una buena parte de su contribución
artística e intelectual, satisface los designios gubernamentales. Sin em-
bargo, al paso del tiempo, el programa tomó un giro inesperado, cuando
ciertas obras artísticas y el influjo intelectual de los republicanos
radicalizan la visión de artistas e intelectuales de México. La génesis de
este hecho está representada en la correspondencia entre españoles y
mexicanos, narrada por Max Aub en “La verdadera historia de la muerte
de Francisco Franco” (1960).
La renovación cultural de México comprende aportaciones de los
filósofos José Gaos, Luis Recaséns Siches, María Zambrano, Ramón Xirau,
Eugenio Imaz, Adolfo Sánchez Vázquez y otros. La industria cinemato-
gráfica generó un acercamiento con la población mediante las películas
8
dirigidas por Luis Buñuel, José Miguel García Ascot, Jaime Salvador,
Carlos Velo y Luis Alcoriza. Los hermanos Ernesto y Rodolfo Halffter;
Gustavo Pittaluga y Antonio Díaz Conde escribieron partituras para
películas dirigidas por españoles y mexicanos. La integración de actores,
actrices, escritores, guionistas, críticos, técnicos y escenógrafos transformó
la industria del cine. Destaca Luis Buñuel, con producciones mexicanas
que incluyen películas catalogadas entre las cien mejores de la Época de
Oro del cine nacional. En Los olvidados (1950), una verdadera joya de la
cinematografía mexicana, trabajaron juntos Buñuel, Luis Alcoriza, Juan
Larrea, Max Aub, Halffter y Pittaluga.
Las artes plásticas fueron representadas, apunta José María
Ballester, por el litógrafo, escenógrafo e ilustrador Miguel Prieto; los
pintores José Moreno Villa, Antonio Rodríguez Luna y el cartelista Josep
Renau. Más pintores, escultores, dibujantes, críticos de arte y arquitectos
forman una pléyade de artistas (El exilio español de 1939 51-52). Entre los
más destacados historiadores figuran Rafael Altamira y Crevea (1866-
1951), Pedro Bosh-Gimpera (1891-1974), José María Ots Capdequi (1893-
1975) y Agustín Millares Carlo (1893-1978). Hay que sumar a otros
historiadores y profesores, cuya labor contribuyó también al desarrollo de
la educación mexicana (El exilio 251-281). Juan Comas Camps (1900-
1979) fue catedrático de la ENAH (Escuela Nacional de Antropología e
Historia), la Normal Superior y la UNAM (Universidad Nacional Autónoma
de México); Mariano Ruiz-Funes (1889-1953) destacó en la UNAM y El
Colegio de México. Manuel Pomares Monleón (1904-1972) ejerció la
cátedra en la Universidad Veracruzana; Enrique Fernández Gual (1907-
1973) fue maestro de historia, arte, y director del Museo de San Carlos.
La labor académica desempeñada por profesores exiliados en El
Colegio de México, el Instituto Luis Vives, Colegio Madrid, la Academia
Hispano-Mexicana y el Mexico City College (Universidad de las Américas)
tuvo un fuerte impacto en la sociedad mexicana, que se vio beneficiada
con perspectivas pedagógicas y didácticas que renovaron e interna-
9
cionalizaron la educación nacional que sufría los efectos del programa
impuesto por Vasconcelos:
Su elevado nivel académico aseguró el ingreso de un alto porcentaje de sus graduados a las instituciones de enseñanza superior, mientras que su humanismo republicano afectó permanentemente a muchos de sus ex alumnos que con el tiempo habrían de alcanzar posiciones importantes en la sociedad mexicana. La reputación académica que alcanzaron pronto motivó a muchos mexicanos a enviar a sus hijos a las escuelas de la emigración [...] (Sarmiento 39)
En cuanto a las instituciones públicas, la docencia republicana en la
Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacio-
nal, la Escuela Normal Superior, Escuela Nacional de Maestros, Escuela
Nacional de Antropología e Historia, Escuela Nacional de Bibliotecarios y
Archivistas, la Universidad de Morelia y otros planteles ubicados en varios
estados, aproximó a los intelectuales españoles con las diferentes capas
sociales urbanas y rurales.
El contingente de literatos, editores de revistas y fundadores de
casas editoriales es asimismo considerable. Francisco Giner de los Ríos
apunta en su ensayo “Poesía española en México 1939-1949”:
Intentar una bibliografía general de la producción literaria de los escritores españoles residentes en México desde 1939, aun reduciendo sus fichas únicamente a libros publicados y prescin-diendo de ensayos, artículos y poemas aparecidos en publicacio-nes periódicas, es tarea que hubiera implicado varios meses de trabajo y que no está vedada en los días en que aparece esta obra. (Martínez, Literatura mexicana siglo XX 2: 177)
Destacan, aparte de los autores ya citados, José Bergamín, Pedro Garfias,
Isabel de Palencia, Juan Rejano, Manuel D. Benavides, Mariano Granados,
Concha Méndez, Ángel Samblancat, Miguel Pizarro, Ramón de Belauste-
guigoitia (Belauste), Lorenzo Varela, Simón Otaola, José Herrera Petere,
Jesús Poveda, Eduardo de Ontañón, Enrique Díez-Canedo, José María
Miquel I Verges, Antoniorrobles, Antonio Sánchez Barbudo, Armando
10
Bartra, Benjamín Jarnés y Millán, Julio Sanz Sainz, José Moreno Villa,
Juan José Domenchina, Juan Larrea, Ernestina de Champourcín, José
Carner, Nuria Parés, José Rivas Panedas, Juan Gil-Albert, J. A. Gironella,
Anna Murià, etc. Además de la creación de una obra propia, el exilio
literario engrandece las letras mexicanas y españolas en sus revistas
España Peregrina: revista de la Junta de Cultura Española (1940),
Romance: revista popular hispanoamericana (1940-1941), Ruedo Ibérico
(1942), El Pasajero (1943); Quaderns de l´exili (1943-1947), en la tercera
época de Litoral (1944), Las Españas (1946-1963), La Nostra Revista (1946-
1954), Ultramar (1947), Sala de Espera (1948-1951), Pont Blau (1952-
1963), La Nova Revista (1955-1958), Diálogos de las Españas (1957-1963),
Los Sesenta (1964), Xaloc (1964-1981), y otras. Al mismo tiempo,
participan en periódicos y las revistas mexicanas Taller Poético (1936-
1938), Taller (1938-1941), Cuadernos Americanos (1942), Tierra Nueva
(1940-1942), El Hijo Pródigo (1943-1946), Letras de México (1937-1947),
Rueca (1941-1952). Los exiliados jóvenes publican sus primeras colabora-
ciones en diarios y las revistas: Las Españas, Universidad de México:
Revista de la Universidad de México (1946), Clavileño (1948), Presencia
(1948-1950), Hoja (1948-1950), Segrel (1951), Ideas de México (1953-
1955), Revista Mexicana de Literatura (1955-1965), Cuadernos de Bellas
Artes (1960-1964), Diálogos (1964-1985), Sucesos para todos (19?), La
Gaceta (1971) del Fondo de Cultura Económica, Plural (1971-1976), Vuelta
(1976-1998); y los suplementos culturales México en la Cultura (1949-
1961) y La Cultura en México (1962-1972).
Se fundan las editoriales Séneca, EDIAPSA, Grijalbo, UTEHA, Era,
Málaga, Joaquín Mortiz, Ediciones Rex, Tertulia, más tarde conocida como
Aquelarre; Labor Mexicana, Leyenda, Centauro, Quetzal, Editorial B. Costa-
Amic, Editorial Arcos, Proa, Vasca Ekin, Ediciones Atlántida, Ediciones
España, Minerva, Jurídicas Hispanoamericanas, Lex, Magíster, Cima,
Lemuria, Moderna, Norte; Esculapio; Continental, Orión, Nueva España;
Biblioteca Catalana, Club del Libre Catalá y Comunitat Catalana de Mexic y
11
La Casa del Libro. Inauguran también las conocidas librerías Juárez,
Cristal, Cide, Góngora, Madero, Quetzal. Un sector se incorpora al Fondo
de Cultura Económica, convirtiendo a esta editorial en la más renombrada
del mundo hispánico. Los que trabajaron para el Fondo de Cultura y otras
casas editoriales, anota Enrique Krause, efectuaron traducciones de obras
clásicas de la literatura y el pensamiento de Europa. La distribución de
estas traducciones por toda Latinoamérica, produjo una verdadera revolú-
ción cultural en la comunicación cultural (520).
Como hemos explicado brevemente, sin la presencia del exilio, el
devenir cultural, educativo y social mexicano promovido por Vasconcelos
hubiera sido muy distinto. El programa vasconcelista de tintes naciona-
listas fue internacionalizado con ideas y perspectivas basadas en la
universalidad del género humano. El influjo republicano transformó la
imagen de la España monárquica e inquisitorial de antaño: “Más de
30.000 emigrados de la España de Franco recompensaron a su patria
adoptiva con su talento, inteligencia y energías, ayudando a configurar el
México moderno” (Sarmiento 35).
Con base a la información provista y para concluir nuestra intro-
ducción, es imprescindible indicar al lector el carácter sui géneris de esta
antología, ya que, por primera vez son publicados, en un mismo volumen,
textos de los últimos narradores del exilio español mexicano y Max Aub.
Obras citadas
Abellán, José Luis et. al., ed. El exilio español de 1939. 5 vols. Madrid:
Taurus, 1978.
Aub, Max. Crímenes y epitafios mexicanos, y algo de suicidios y
gastronomía. A.M.A.C. 23-1. Archivo Biblioteca Max Aub. Fundación
Max Aub, Segorbe.
12
CTARE. El Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles. “La
aportación de los refugiados españoles a la Bibliotecología Mexicana:
notas para su estudio”.
http://clio.rediris.es/articulos/exiliados.htm
Fishman, Lois R. “Recuerdos agridulces.” Américas. Nov.-Dec. 1984: 30-
35.
Hernández Cuevas, Marco Polo. África en el Carnaval Mexicano. México:
Plaza y Valdés, 2005.
Historia general de México: versión 2000. Preparada por el Centro de
Estudios Históricos. México, D. F.: El Colegio de México, 2000.
Krause, Enrique. Mexico: Biography of Power. A History of Modern Mexico,
1810-1996. New York: HarperCollins Publishers, 1997.
Martínez, José Luis. Literatura mexicana siglo XX: 1910-1949. México:
Antigua Librería Robredo, 1949-1950.
Ordoñez Alonso, María Magdalena. “Hemerografía del exilio español en
México, 1939-1950”. Dirección de Estudios Históricos-INAH. 15 de
octubre de 2004.
http:www.historiadoresdelaprensa.com.mx/articulos/IIencuentroprensa/2
3.doc
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad (1950). Enrico Mario Santí, ed.
Madrid: Cátedra, 2001.
Reyes Nevares, Salvador et. al., eds. El exilio español en México, 1939-
1982. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica/Salvat, 1983.
Sarmiento, Sergio. “Volver a empezar.” Américas Nov.-Dec. 1984: 35-39.
Tejeda, Armando J. “Adolfo Sánchez Vázquez recibió en Madrid el premio
María Zambrano”. La Jornada Online. 14 de abril de 2005.
http://www. unam.mx
13
Manuel Durán Gili
ació en Barcelona, España, en 1925. Abandona su país siguiendo a su
familia, pasando al exilio, en 1939, tras la derrota de la República.
Estudios secundarios primero en España (Instituto Salmerón, en Barce-
lona), después en Francia (Liceo de Montpellier). En 1942 llega a México,
pasando por Casablanca. En México estudia Derecho y Filosofía y Letras.
Licenciado en Derecho (Universidad Nacional Autónoma de México),
Maestro en Letras (1949). Intérprete simultáneo diplomático en las
Naciones Unidas. Estudios de doctorado en Princeton University. Doctor
en Lenguas y Literaturas Romances, 1953. Estudios de post-doctorado en
la Sorbona (París). Profesor Asociado, Smith College, 1954-1959. Catedrá-
tico de Literatura Española, Yale University, 1960-1998. Director de
Estudios Graduados, Jefe del Departamento de Lenguas y Literaturas
Romances, 1978-1998. Catedrático Emérito desde 1998. Manuel Durán ha
publicado libros de poesía, estudios monográficos (sobre Quevedo, Cervan-
tes, Calderón, Fray Luis de León); ediciones críticas (poesías completas del
Marqués de Santillana, poesías castellanas de Luis de León), estudios
críticos sobre García Lorca, Ortega y Gasset, etc., con un total de 47
títulos. Ha ayudado a fundar la North American Catalan Society y la
Catalan Review, de la que ha sido editor en jefe durante largos periodos.
Ha participado en congresos literarios y culturales en España, México,
Estados Unidos, Italia. Ha publicado más de 170 artículos, ensayos, y
cuentos, en revistas en México, Estados Unidos, Francia, Argentina, etc.
Ha recibido la prestigiosa Beca Guggenheim (1954). S. M. el Rey le ha con-
cedido la medalla de la Orden de Isabel la Católica, con el grado de
Comendador (*).
(*)Reproducimos la información provista por Manuel Durán. En páginas posteriores, se incluyen también las biografías y obras proporcionadas gentilmente por Roberto Ruiz, Carlos Blanco Aguinaga, Gerardo Deniz (Juan
Almela Castell) y José de la Colina.
14
I. La cigarra y la hormiga en Tierra Caliente
En octubre comenzó a inquietarse. Una vaga desazón, sin motivo aparente.
Detenía su trabajo de vez en cuando y oía cantar la cigarra a lo lejos.
En noviembre empeoró bruscamente. “Tienes los nervios destro-
zados”, se dijo a sí misma en voz baja. “Exceso de trabajo”. Es lo que las
hormigas francesas llaman surmenage. Las hormigas gringas le dan el
nombre de nervous breakdown. Claro, con dos empleos: toda la noche
abriendo galerías, acarreando semillas, pepitas, pedacitos de hojas sucu-
lentas. Y durante el día haciendo de portera, cuidando la entrada,
limpiando el zaguán, recibiendo visitas…”
En diciembre acabó por descubrir la verdad, después de una
prolongada introspección. Se sentía mucho peor durante el día que por la
noche. Claro estaba que el trabajo de buscar comida, abrir aquellas largas
galerías en compañía de sus silenciosas hermanas, e ir depositando la
comida en las amplias bodegas al final de cada galería, la distraía de su
angustia. Llevar las cuentas, ver cómo aumentaban los tesoros, era
incluso tranquilizador y hasta divertido.
Si se sentía mal durante el día era precisamente por falta de
ocupación. Después de limpiar el piso solía sentarse a la entrada y
esperar. Esperar visitas que no llegaban. Mejor dicho: una visita, una
visita muy especial, la de la cigarra. Se pasaba horas al espejo ensayando
la sonrisa —despectiva, irónica, superior, falsamente acogedora— con que
recibiría a la cigarra, y tras escuchar su petición de ayuda llegaría el
momento sublime en que le diría que se fuera “con la música a otra parte”
(¿o emplearía una frase más hiriente? Pero ¿cuál?) Y lo malo era que la
cigarra no llegaba. Así, pues, el problema no residía en sus nervios; había
algo que no marchaba bien en el mundo externo, lo cual, por otra parte, no
15
era tampoco tranquilizador. Una modesta crisis de nervios se estaba
convirtiendo en angustia filosófica, existencial, cósmica.
“Esperando a la cigarra”, se dijo. “Si no fuera porque estoy tan
cansada quizá escribiría algo sobre mi situación. Unas memorias, o quizá
una obra de teatro.”
La cigarra llegó hacia mediados de enero, cuando la hormiga ya
desesperaba casi de su llegada. Inmediatamente la hormiga se sintió feliz y
en perfecta salud. La sonrisa le salió tal como la había ensayado tantas
veces. Hizo pasar a la cigarra y le preguntó qué deseaba.
La cigarra entró tarareando una canción de moda y moviendo las
patitas con agilidad al ritmo de algo que parecía un son jarocho. Mientras
hablaba iba examinando la sala, los muebles, y el librero con su modesta
biblioteca. “La verdad es que no tengo nada que pedirte.” La hormiga dio
un paso atrás; no consiguió disimular su asombro, primero y después,
casi al mismo tiempo, su amarga decepción. “No te pido nada,” prosiguió la
cigarra, “porque nada necesito. Tú creías, sin duda, que te iba a pedir algo
de comida para sobrevivir durante el invierno. La verdad es que cualquiera
que pase revista a tu biblioteca, como acabo de hacerlo, puede darse
cuenta del origen de tu error. Tienes bastantes libros de ingeniería y de
contabilidad, como sospechaba. También sospechaba que no iba a encon-
trar uno solo sobre arte o música, y así es. Pero veo además que no tienes
ninguno de geografía. Así es que no te has dado cuenta de que en estas
tierras del trópico hay comida para mí todo el año, tanto en invierno como
en verano. No, no vine a pedirte nada,” prosiguió la cigarra, ya en la
puerta, y con un gesto de despedida. “Más bien vine a darte un consejo
amistoso, un consejo de buena vecina. Quiero decirte que esta tierra es
tierra de temblores, y que me parece peligroso que sigas cavando galerías
tan largas y profundas en lugar de construir algún edificio ligero y en la
superficie de la tierra. . .”
La cigarra salió volando mientras comenzaba a cantar un bolero y se
despedía agitando la punta de un ala como si fuera un pañuelo. La muda
16
desolación de la hormiga duró unos segundos solamente, para convertirse
luego en pánico. Muy a lo lejos, en lo más hondo, se había desatado una
vibración sorda, llegaba un rumor como de tormenta, de trueno en
sordina. Las galerías más profundas, primero, y después todas las demás,
habían empezado a desplomarse.
II El águila y la serpiente
La enemistad venía de muy lejos. Hacía tantos años que las águilas y las
serpientes se combatían que nadie recordaba ya el origen de aquella
guerra. Por todo el valle, aquel amplio y asoleado valle con las lagunas
azules y plateadas a lo lejos, seguían los combates. Casi siempre ganaban
las águilas, pero a veces las serpientes conseguían enroscarse en torno a
las patas del águila agresora, morderle el cuello mientras ambas se
revolcaban en el polvo, o escapar escondiéndose entre las rocas.
Pero casi siempre vencían las águilas. Poco a poco fueron acabán-
dose las serpientes. Al no encontrar serpientes a las cuales devorar, las
águilas comenzaron también a desaparecer del valle. Y llegó un día —fatal,
decisivo— en que la última águila del valle se enfrentó a la última
serpiente.
La serpiente estaba asoleándose al lado de un hermoso nopal, que
desperezaba sus pencas de un verde tierno, bajo el sol implacable y
cegador. El águila la vio desde lo alto y bajó con rapidez, encogiendo las
alas para caer más aprisa. La serpiente no vio sino una nube negra que
crecía vertiginosamente, y comprendió que el águila la había descubierto.
Con agilidad se deslizó bajo una roca, al pie del nopal, que la protegía
parcialmente. Cuando el águila se abatió sobre ella la serpiente comenzó a
hablar, con la elocuencia que le daba la desesperación. Se limpió la gar-
17
ganta sacando dos o tres veces su fina lengua y con voz rápida y
entrecortada, voz que era apenas un silbido modulado, suplicó: “No me
mates antes de escucharme. Después haz lo que quieras. Pero date
cuenta, ante todo, de que al matarme a mí, que soy la última serpiente, te
das la muerte a ti misma. Ya no habrá más serpientes, y por consiguiente
tampoco habrá más águilas. Y habrán muerto así no solamente dos
animales, sino también dos símbolos. Porque tú eres un símbolo, ante todo
un símbolo, lo sepas o no. Eres el símbolo de la altura, del espíritu identi-
ficado con el sol, del principio espiritual. Simbolizas también el padre, eres
el mensajero de lo alto, el mensajero celestial. Anuncias la profecía y la
gracia divina. Expresas la majestad divina y el poder del rayo. Simbolizas
el principio espiritual y celeste en lucha con las fuerzas de la tierra. Yo, por
mi parte, soy también un símbolo, el de la tierra, las fuerzas primitivas, el
aspecto maligno de la naturaleza. Soy, en cierto modo, un símbolo
complementario del tuyo. Destruir dos símbolos al mismo tiempo es un
crimen monstruoso…”
El águila había escuchado atentamente pero sin comprender del
todo. Se sentía vagamente alegre y orgullosa, halagada por las palabras de
la serpiente, sobre todo por todo aquello que le había dicho del símbolo, si
bien no era la primera vez que oía tal afirmación. Bien pensado, no le era
dado a cualquier animal lo de ser también un símbolo. A diario veía
docenas, centenares de seres vivos que no eran considerados como
símbolos.
“Todo eso que me dices está muy bien, es muy hermoso, y casi me
convence. Pero hay un hecho que sigue sin cambiar: y es que tengo
hambre. Así que perdóname, pero…”
La voz grave y gutural del águila le llegaba a la serpiente de muy
cerca. La huida era imposible: una garra del águila sujetaba a la serpiente
contra la roca. Una vez más la serpiente habló. Unos segundos antes había
observado con el rabillo del ojo que muy cerca del nopal se alzaba la
modesta choza de un artesano. El hombre contemplaba aquella escena,
18
absorto, rodeado de sus instrumentos de trabajo: en el patio trasero, al
aire libre, se alzaban piedras de todos tamaños y colores. “Espera, no me
mates. Se me ocurre algo. Este hombre te dará de comer y a mí también.
Nos necesita, nos ayudará a sobrevivir, más aún… Ningún hombre puede
resistir la visión de dos símbolos como tú y yo, y más aún si es artista,
escultor, como puedes ver. Ya está pensando en esculpirnos. Pero para
que todo salga bien tenemos que posar para él. Mientras nos necesite nos
alimentará. Y con lo dura que es la piedra que va a esculpir vamos a tener
comida por mucho tiempo. Pero tenemos que aprender a posar. Mira: lo
mejor será que me tomes con tu pico —con cuidado, sin apretar dema-
siado— y te subas al nopal: así nos verá mejor. Yo fingiré retorcerme con la
agonía. Tú te pones de perfil, o mejor tres cuartos de perfil, abres un poco
las alas, y miras a lo alto o a lo lejos. Verás como todo saldrá como te digo.
En un instante he visto el futuro, y es glorioso para las dos. Sobre todo
para ti, que desempeñas el papel de símbolo noble y vencedor. Pero ahí
estaré yo también: primero retratada en la piedra, después en el duro
metal. Más tarde, mucho más tarde, pasaremos a la bandera nacional, y
poco después nos retratarán en el dinero. Y cuando llegue la inflación, que
no tardará en llegar —te lo aseguro yo, que conozco bien a los hombres—
nos multiplicarán hasta el infinito. Habrá que pensar también en cómo
combinar nuestros símbolos opuestos y complementarios para formar uno
solo, un acorde, una armonía de símbolos contrarios: quizá podríamos
darle un nombre: la serpiente emplumada…”
El águila tomó delicadamente a la serpiente en su pico y se remontó
hasta la cima del hermoso nopal. El hombre, unos instantes extasiado, se
movió rápidamente en busca de sus instrumentos de trabajo. En lo alto del
nopal la serpiente se agitaba débilmente, sostenida por el pico del águila.
En su boca se dibujaba una mueca que era en realidad una sonrisa,
sonrisa de astucia triunfante, de sabia felicidad, mientras silbaba su
conclusión, las dos palabras más hermosas en su lengua: “Seremos in-
mortales”.
19
III El coyote y el armadillo
Se encontraron por casualidad en un claro del bosque.
El coyote no tenía buen aspecto. La jornada había sido larga. Su
polvoriento pelaje no se decidía del todo a ser gris o amarillo. La cola era
rala, con pocos pelos. Pero el armadillo que lo observaba desde detrás de
un matorral, al pie de un ocote, estaba demasiado confuso para observar
ningún detalle concreto: no podía identificarlo porque jamás había visto
ningún coyote.
Dieron varias vueltas el uno alrededor del otro, ritualmente, hus-
meándose la cola primero y el hocico después. El coyote también se
sorprendía ante aquel extraño y nuca visto animal. Fue el armadillo el que
habló primero. “¿De dónde vienes? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?”
“Vengo de muy lejos, de las regiones del norte. He estado cami-
nando todo el día. Por eso me ves tan cansado. Soy un gran cazador, el
más valiente y audaz de todos, el verdadero rey de los bosques. Me ves un
poco cansado, además he estado enfermo últimamente. Pero soy el mejor
de todos. Mi nombre atemoriza a los demás animales, incluso al hombre.
Soy un lobo. ¿Y tú? ¿Quién eres tú?”
El armadillo meneó lentamente su larga cabeza. “Yo también….
también yo soy el más temido, en el monte y en el llano. Yo soy… soy un
tanque.”
20
Roberto Ruiz
ació en Madrid, España el 20 de diciembre de 1925. Es maestro en filosofía
por la Universidad Nacional Autónoma de México, y Master of Arts por la
Princeton University. Ha sido profesor de español y francés en el Mexico
City College, y Baylor School; profesor de español en Mount Holyoke
College, Hunter College, Middlebury College, Wheaton College y Harvard
University. Es autor de La ética de Saint-Exúpery (1952); las novelas
Plazas sin muros (1960), El último oasis (1964), Los jueces implacables
(1970), Paraíso cerrado, cielo abierto (1977), Contra la luz que muere (1982)
y Juicio y condena del hombre nuevo (2005). Cultiva el cuento en Esquemas
(1954) e Ironías (2006). Ha publicado numerosos relatos, artículos y
reseñas en revistas y antologías de Europa y América (1948-2005).
Mesidor1
Tropezando en las piedras, levantando montañas de polvo, los camiones
bajaron al barranco sobre las siete de la tarde. Todavía quedaba sol, y los
hombres que se apeaban venían sudados y sedientos del largo y caluroso
camino. Aunque eran de lugares diferentes, traían el mismo atuendo y
porte: sombrero de paja; camisa de dril o de algodón; calzón blanco, y
entre los más jóvenes pantalones vaqueros, de mezclilla; sandalia abierta o
bota de lona con refuerzos de hule; maleta vieja y encordada o paliacate
rojo atado por las puntas. También tenían el mismo tipo humano: mirada
oscura, bigote espeso, labios abombados, cuerpo chico, manos rugosas.
Venían de Cocorit y de San Juan del Río, de Tecuala y del Valle del
Mezquital; llevaban en el vientre y en el pulmón la amarga ceniza de la
sequía y del hambre. Unos dejaban mujeres adolescentes y embarazadas;
1 Del libro inédito Cuadrantes, calendas, cosechas (1978).
21
otros ringleras de chiquillos grises de barro y negros de moscas; otros
viejas cansinas y tembliques, postradas noche y día ante el icono abi-
garrado y sordo a las preces. Todos compartían la esperanza rabiosa de los
últimos recursos; todos iban dispuestos a todo.
Los camiones evolucionaron como elefantes de circo y se pegaron a
la barranca para iniciar el viaje de regreso. Cuando se disipó el nubarrón
de tierra, los hombres se quedaron solos y apartados, huraños en su
áspera timidez. Nadie se conocía de verdad; el camino había sido tan
fatigoso que había matado las posibles amistades. Además se sabían
competidores: por muy ricos que fuesen los campos que los solicitaban,
sólo en este rincón se reunían cien pares de brazos, y había sitios como
éste a lo largo de toda la frontera. Permanecieron pues clavados al polvo,
baja la mirada, procurando no dar un paso ni hacer un ademán que los
debilitase, que al revelar su afectabilidad los pusiera a merced de un
vecino más fuerte o más hipócrita.
Así estuvieron más de hora y media. Empezaba a anochecer cuando
apareció, corcoveando y botando por los badenes, un carricoche estilo
militar. En él venían dos tipos, y el más gordo, sonriente y feliz tras las
gafas ahumadas, trepó a un peñasco y alzó las manos como para pedir
silencio:
—Acérquense, muchachos, hagan corro para que todos puedan
escucharme. Ya saben quién soy: soy un pollero, y ustedes mis pollitos.
Ahorita nomás que oscurezca nos ponemos en marcha. Allá verán lo que
les espera: unos campos, unas huertas que son la bendición de Dios, se lo
juro. Unas milpas que se caen de abundantes, y unos manzanos, unos
cerezos, que ni en el paraíso terrenal. Y no teman que luego vaya a ralear
el trabajo: hay trabajo para todos ustedes y para otros diez mil, qué caray,
si ya mero entran en el país más rico del mundo. Ustedes nomás fíense de
su pollero, que sabe lo que hace, palabra. Diez años tengo metiendo cua-
drillas, y cuando era legítima la cosa, con mi licenciado Adolfo Ruiz
Cortines, hasta carros de ferrocarril traía yo. Con que no se preocupen,
22
mis pollitos: pásenle a lo barrido y disfruten de la riqueza, de los buenos
dolarotes que les van a caer. Sólo que primero, para que no se me olvide,
aquí mi secretario les va a recaudar el impuesto de entrada: son ciento
veinte pesos por persona, precio rebajado.
Se alzó entre los hombres una oleada de indignación y de asombro.
Uno de los más viejos se atrevió a hablar.
—¡Ya nos cobró ciento cincuenta el que nos trajo desde Saltillo! Pues
qué es esto, señor, qué injusticia es ésta. Somos pobres, señor, por eso
andamos apartados de nuestras casas. Para pagarle al otro, y al que me
contrató en mi tierra, tuve que malvender mis muebles y hasta el rebozo
de mi señora. Tengan un poco de honradez, caramba, comprendan quiénes
somos.
Un murmullo sordo y hostil certificó la anuencia de los demás. Pero
el pollero estaba acostumbrado a estas dificultades, y tenía dispuesto el
argumento:
—No se me alebresten, mis pollitos. Ustedes consintieron en venir
hasta acá y ahorita tienen que pasar adelante. Ni modo de que todos se
regresen a su rancho. ¿Quieren chamba? Tienen que pagarla, chirrión.
¿Pues qué? ¿A poco en la ciudad de México se consigue trabajo así como
así, sin aflojar sus buenos pesotes? ¿A poco en sus jacales crece el orégano
como el maguey? Piensen en los que dejan, en los que no supieron
aprovechar esta oportunidad, de las únicas, créanme, de las que se dan
una vez en la vida. ¿Qué son ciento veinte machacantes, cuando van a
ganarlos en dos horas, mis pollos? Ándenle, abran la bolsa; nadie pesca
truchas a pie enjuto. Yo les garantizo que luego luego que crucen la raya
no habrá más gastos ni más complicaciones. Vamos, mi secretario, pase la
cuenta, no se duerma, no se duerma, caray.
Dicho y hecho: el supuesto secretario empezó a circular entre los
campesinos, que sacaron a regañadientes las mugrientas billeteras y los
anudados pañuelos. Para cuando acabó la cobranza, era de noche, y el
pollero ordenó que se pusiera en marcha todo el mundo. Irían de dos en
23
dos hasta la orilla del río, y allí se juntarían engrudos de ocho o diez para
pasar más rápido. Los hombres, casi olvidado su rencor ante la inminente
recompensa, se alegraron un poco; uno de ellos llegó a desenfundar una
guitarra y a entonar con voz algo menos que mediana el corrido de
Monclova.
Hacia las nueve y media llegaron al río. Por aquí no venía muy
ancho, y con la sequía estaba francamente anémico. Pero cruzarlo a nado
iba a ser imposible, a pesar de la luna llena que lo iluminaba. Traía una
corriente bastante rápida, y entre los pedruscos y los remolinos se exponía
uno a cualquier percance. El pollero, gracias a Dios, había resuelto el
problema, y así se lo explicó a sus protegidos, no sin ponderar su propio
ingenio y la suerte que habían tenido todos al confiarse a él.
—Nomás vengan por aquí. Pasada esa curvita hallarán el cruce.
Cuestión de experiencia y de buena voluntad: sólo eso se necesitaba. ¡Si
les digo que tengo muchos años yo en este negocio! A mí ya no me
engañan ni la naturaleza ni la ley. Una persona responsable y hábil como
su servidor no la encuentras ni en Tijuana, palabra de hombre. Aquellos
licenciados tan catrines, con su corbata y sus anteojos gringos, les sacan
el dinero y los dejan sembrados en la frontera, se lo aseguro. ¡Nadie como
el trabajador experto y decente!
Y en verdad era ingenioso el mecanismo que había instalado. En
esta orilla, un poste de oyamel con un escalafón de gruesas escarpias, y
enrollado a lo alto del poste un cable de nylon. El cable pasaba el río a
veinte grados de ángulo, y se anudaba a la rama de un árbol de la margen
opuesta. Pero lo mejor era lo que el pollero llamaba el arnés: una silla
flexible, con brazos y sin patas, provista de un fuerte cinturón y ligada al
cable por una argolla y una cadena. La gente subía al poste ayudándose
con las escarpias; se sentaba en la silla, se ponía el cinturón como en los
aviones, se impulsaba apoyando los pies en la madera, y asunto concluido:
la argolla se deslizaba por el plano inclinado del cable y depositaba la silla
y su carga bajo el árbol. No había más incomodidad que la de doblar las
24
piernas al cruzar el río, pues en el último tramo se arriesgaba uno a
mojarse las sandalias o a partirse un tobillo contra una roca. Fuera de
esto, un placer: el ángulo del cable era lo bastante agudo para acelerar la
marcha y lo bastante benigno para no aplastar al viajero en el tronco. Una
larga cuerda de rancho, enlazada al asiento por otra anilla, servía para
recobrar la silleta y en ocasiones para frenar el impulso excesivo.
Por primera vez desde que salieron de sus jacales, los hombres se
permitieron el lujo de la hilaridad. El aparato era demasiado útil, y a la vez
demasiado inverosímil, para poderse tomar en serio. Que éste fuera el
remate de tantas jornadas, de tantas fatigas, parecía una broma o un
juego de niños, y liberaba momentáneamente de la perenne y abrumadora
obligación. Todos querían pasar primero, y empezaron a empujarse y a
codearse como escolanos en sermón de Pascua. El pollero, siempre opor-
tuno, decidió que el primero subiría en orden alfabético, y los demás se
ganarían el turno tirando de la cuerda. Cuando cruzara el postre, mi
secretario se encargaría del recobro, y así todos mis amigos y nadie
relegado.
La gente consintió, y se preparó a pasar. Pero no iban a ser tan
sencillas las cosas; todavía faltaba un discurso:
—Atiendan, mis pollitos, que voy a darles las últimas instrucciones.
Sigan caminando hacia el nordeste, derecho; no se pueden perder. Ya ven
que el Señor Todopoderoso nos favoreció con buena luna; los que traigan
linterna apáguenla, porque les conviene. Luego que pasen este llano to-
parán con una carretera. Esa es la suya, pollos, la número doscientos
setenta y siete. Ahí mero se separan: unos jalan para un lado y otros para
otro, y en menos de media hora llegarán a poblado. No se metan hasta que
amanezca; échense a dormir donde les pille. Con la primera luz se
dispersan en busca de las heredades; este condado tiene más de cien.
Ahorita es la cosecha de la espinaca, se necesitan buenos peones, les
pagarán por lo mínimo diez castañas al día. No le den su nombre a
25
ninguno; sólo al patrón si se lo pide. Y ándenle, mis pollitos, vayan
subiendo al poste, que se nos hace tarde.
Subió por rigurosa procedencia cádmica un muchacho Abascal, de
Tepetongo. Después se comidieron seis o siete a tirar de la soga. Era una
lata meterse en la sillita y abrocharse el cinturón a diez metros del suelo,
con los pies aferrados al oyamel; con todo, más valía eso que cruzar a
brazo, o colgados del cable como ristras de chile. Sólo hubo un accidente:
el de un cuate que anduvo poco listo, se sentó mal y se vino al agua de
panza. Lo sacaron empapado y furioso, pero relativamente sano. Para las
dos de la mañana habían pasado el río más de cien cuerpos, y bueno fue,
porque el cable se empezaba a pandear y ya no habría servido. El último
pasante lo desató del árbol, y el pollero lo arrió para casa. Quedaba
concluido, por ahora, el contrabando de hombres.
Como un manto de urracas se esparcieron por la oscuridad de la
llanura. El sordo ronquido de un helicóptero los espantó un momento, y
buscaron refugio instintivo junto a las peñas, los agaves, los chaparros.
Salieron uno a uno, dos a dos, mirando al cielo, recelando las sombras. La
luna les marcaba un sendero filoso y plateado como la hoja de un
machete, y en poco tiempo dieron con el embanque de la carretera. Unos
se echaron hacia el norte y otros hacia el sur, procurando evitar las luces
remotas de un pueblo de mediano tamaño; lo que querían era la certeza de
lo ilegal, la estancia recogida y apartada.
Iba uno cojeando de mala manera; el que venía detrás lo alcanzó,
compasivo:
—¿Qué le pasa, compadre? ¿Se lastimó en la oroya?
—No compadre, pura fatiga. Ya ni siento la planta de los pies.
—Párese a descansar.
—Prefiero aguantarme hasta mañana y dormir a cubierto.
—A ver si hallamos dónde. Se me hace que ese pollero nos engañó.
—Capaz de que me vuelvo y le causo un perjuicio, compadre. Le
aseguro que nadie me engaña.
26
—Así ha de ser. ¿Para dónde cae su tierra?
—Para el fin del mundo. Regocijo, Durango.
—¡No la amuele! Yo soy de La Flor.
—¡Ah qué caray! ¿Cómo te llamas?
—Domitilo García, para servirte. ¿Y tú?
—Hipólito Castillo, pero me dicen Polo. ¿Tienes chamacos?
—Todavía ninguno. Mi señora recién entró en cuenta.
—Yo tengo tres. Ya va para seis años el mayorcito. Por eso ando acá.
Ni quien los mantenga en aquel infierno.
—¡Cabal! ¿Te molesta que echemos nuestra suerte juntos?
—¿Cómo va a molestarme, paisano?
—Ahorita nos sentamos a que reposes.
Los absorbió la dudosa tiniebla del yermo, entre el foco profundo de
la luna y las estrellas breves de los cigarrillos. Disipada en gran parte la
desconfianza del viaje anterior, ablandada por el cruce del río y el paso de
las horas la hosquedad natural, se hacían amistades, se formaban cua-
drillas, se confirmaba la eterna ley de asociación humana que formuló
Aristóteles y que estos desdichados sin letra y sin destino cumplían
inconscientes. ¿Dónde íbamos, señor? Todo lo habíamos dejado atrás,
señor, y aunque era todo no era bastante para dar de comer a la prole, ni
para remediar a los enfermos, ni para distraer la terrible visión de un
porvenir tan oscuro y siniestro como el pasado, como el presente de esta
dura noche que se alarga y se enfría. Teníamos que apoyarnos unos en
otros, señor, no nos había roído el comején de la rivalidad, por más que lo
lleváramos escondido en la sangre. Al fin y al cabo como éramos
hermanos, hijos de la misma parturienta que no se cansa de escupir
chiquillos para que el hambre los devore. Esa es nuestra cosecha, señor,
cosecha de carne raquítica y copiosa, para compensar en la horrenda
justicia de los ángeles que entre el polvo y las piedras de nuestros alfoces
no crezcan ni cardo ni borriqueros.
27
Despertaron al amanecer, envarados de rocío y desfallecidos de
inanición. Afortunadamente Hipólito llevaba una lata de frijoles y Domitilo
un trozo de cecina.
—Con esto aguantamos hasta la noche, paisano. Después quién
sabe.
—Para entonces ya tendremos acomodo, paisano. No hay que
desesperar de la bondad de Dios.
Con dos o tres ramazos, un chispón de papel y el ingenio de la
necesidad armaron unas trébedes. El mismo bote de las habichuelas les
sirvió de marmita, y la cecina la hizo tasajo Domitilo con un cuchillo
cachicuerno. Desayunaron como sultanes, rebañando la lata a mano
entera, y fueron a lavarse en un canal de regadío.
—No andaría tan errado el pollero, paisano. Si hay acequias tendrá
que haber labores.
—Pues sí, paisano, pero no garantiza que haya chamba.
—Con probar nada se pierde.
—Desde luego que no.
—A eso mero vinimos.
—A eso mero.
Volvieron a la carretera. Hipólito no cojeaba tanto, y Domitilo le
felicitó. Se hablaban con esa rara mezcla de ceremonia y cinismo que
revela cien mil cortezas de cultura, todas comidas de vejez y de tedio.
—En el fondo, paisano, ¿qué le hace?
—Pues sí, paisano. Ni modo de enmendarle la plana al Creador.
—El hombre llegó a este mundo sin huaraches y descalzo me lo
despachan para el otro.
—Cuando el Señor disponga de nuestros cueros vivos no nos faltará
tierra donde estacarlos.
—Así es la verdad.
Iban dejando atrás nombres propios y sitios ajenos, Quemado, San
Julián, Las Margaritas, entre altas torres de grueso alambre por donde
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corrían los caballos de fuerza. Ya habían perdido de vista a los ochenta y
tantos infelices que con ellos habían utilizado la sillita del andarivel.
Parece mentira, lo grande que es la bola del terráqueo, lo pronto que se
engulle los paquetes de gente. Y luego dicen que somos muchos, que la
Chingada Madre Universal no da tregua a parir desgraciados que empiezan
a tragar a la media hora. Si es ella, carajo, la que nos muerde y masca y
tritura a nosotros, si somos su alimento, su cebo, su carnada, su mes de
mieses, su Mesidor, por Dios.
—¡Mira, Polo! ¡Una ranchería!
—Dios te la haga buena, paisano.
—¡De adeveras, hombre! Ahorita nomás avisté los tejados y el arca
de agua.
—Pues luego luego. ¿Qué tan lejos queda?
—Tú ya como que necesitas anteojos, caray. ¿Qué no la ves al pie de
aquella loma?
—Sí, parece que la quiero divisar. No está muy grande.
—Suficiente para cuatro brazos.
—Para allá vamos pues.
Poco tardaron en pisar labrantío, en olfatear cosecha, en leer el
cartel, por suerte breve, que indicaba la entrada del rancho: FOLEY
FARMS — TOM FOLEY, PROP. Con el alivio del viaje acabado y el sobreco-
gimiento de lo desconocido se llegaron a las primeras casas. Un tipo
chaparro y pomadoso, de camisa anundada a la cintura, les salió a recibir:
—¿Buscan trabajo?
—Primero Dios y la venia de usted, sí señor, lo buscamos.
—¿Saben pizcar espinaca?
—Cómo no, señor, y más que se ofreciera.
—Pásenle por aquí y ahorita los apunto. Se echan un trago de agua,
que vienen medio secos del camino, y me esperan ahí nomás en el patio. El
almuerzo es a la una, en aquel jacalón de la techumbre azul.
29
Bebieron agua y esperaron hasta que llegó el chaparrete, al que
había que llamar, según les dijo, señor Honorio. Les tomó el nombre, que
le comunicaron con la vista baja y rodando el sombrero entre los dedos,
por si acaso los comprometía, y les entregó una chapa de plástico que
había que pegarse en el bolsillo de la blusa.
—Con esto ya pueden salir a los bancales. Preséntense a un
muchacho de apellido Gamero, y él les dará canastas y les enseñará lo que
tienen que hacer. Se almuerza de una a dos, y luego se trabaja hasta las
siete. Ganarán setenta y cinco dólares a la semana. Pórtense bien y les irá
mejor.
Así como la noche del cruce se les alargaba en fases de la luna, en
lentísimas y crepusculares calendas corintias, las semanas de la reco-
lección se les multiplicaron en cuadrantes súbitos, como si los relojes de
batería eléctrica le cortaran de un tijeretazo las esquinas al tiempo. Iban y
venían, iban y venían, con los ojos pegados al terrón del bancal, y llenaban
canastas, y se llenaban de confléis y otros pastos insípidos, y farrún, les
caía la noche como una guillotina y roncaban hasta la revuelta.
Conocieron la rara sensación de ver dinero junto, de contar billetes, pero
en esto también los atajaba el año, y apenas se embolsaban la semana se
les venía encima la calle principal de Spofford, con sus tiendas, sus ma-
quinitas de tilín-tilín. Domitilo se compró un par de zapatos, los primeros
buenos que había llevado en su vida: quince días de cosecha los hicieron
garras. Hipólito cambió el sombrero de petate por una cachucha azul, de
marinero; al verse en el espejo se la quitó y la puso encima del
guardarropa. Vivían los dos en un cuartito mínimo de la barraca principal,
aunque no se daban mucha cuenta: la mañana los empujaba al campo y
la noche al jergón, pero al menos dormían bajo techo y se empleaban en
algo. No era una vida demasiado pesada; lo peor venía a ser aquel paso
raudo de las tardes y los anochecidos, que te sobrecogía el resuello.
Tal vez por eso pasó lo que pasó. Remataban el sábado en Poncho’s,
gastándose los búcaros en tequila del grande, del que no se soñaba ni en
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los mejores hoteles de México, y se les fue la velada sin sentirlo. Cuando
atinaron a reparar Poncho andaba cerrando: ya querían dar las dos, o las
tres, o quién sabe qué horas siniestras. Salieron rojos, turbios, de mal
humor; de pronto a Domitilo le entró la del reproche:
—¡Nosotros ya ni la fregamos, caray! ¡Acá pura parranda, pura
borrachera, y allá nomás nuestras familias reventando de hambre! ¡No es
justicia, caray! ¡No es justicia! ¡Mi señora habrá salido de cuenta, y yo aquí
volándome los centavos en puritito pedo! ¡A la mejor soy padre cuatro
veces, y estoy dejando a mis chamacos en la mera privada!
Hipólito le espiaba torvamente desde el eje oblicuo de sus ojos
pequeños y vidriosos:
—Ya párale, paisano. Si te recome el verme, te lo rascas a la
callandita, y a mí no me pregonas mis obligaciones. Estoy medio grande
para que me lean la dotrina en público. A Hipólito Castillo ni le predica el
cura ni le asusta la flaca, a quien lo dude, carajo, ahoritita mesmo se lo
hemos de probar.
Percibió el reto Domitilo, palideciendo de cólera:
—A mí tampoco me alzan la voz, compadre. Digo lo que quiero donde
quiero, y lo sostengo contra quien sea.
—Pues órale, cabrón, ármese si es hombre.
Domitilo sacó a relucir el cachicuerno de la cecina, y Polo se valió de
un facón tapatío de punta rebajada. Con el sombrero en la mano izquierda
a guisa de broquel se acechaban despacio y en redondo, como leopardos,
como mangostas. Algo de ligereza habían perdido, por la carga del alcohol,
pero eran jóvenes y duros: todo podía ocurrir. Cerraban la espiral, fija la
vista de cada uno en el puño y el tórax del otro, y se veía venir el primer
golpe, cuando frenó en la esquina un coche patrulla y acaecieron dos
policías inmensos, de ésos que llaman renches, con su sombrero ancho y
su barriga sobre el cinturón. En menos de un segundo y sin saber cómo,
Polo y Domitilo se hallaron desarmados, arrinconados contra la pared,
cacheados por cuatro manazas, empujados al fondo del automóvil,
31
interrogados a través de la rejilla que separaba el asiento trasero del
delantero. Ni ellos hablaban gringo ni los renches hablaban español, de
modo que el interrogatorio fue de risa. Sí quedó claro que trabajaban en la
granja de Tom Foley; también que habían pintado el pueblo de rojo
bermellón y que andaban aún medio trapiches. Satisfechos al parecer, los
policías arrancaron el automóvil. En el asiento trasero cuchicheaban Polo
y Domitilo:
—Ora sí, paisano, ésta es la despedida. Si no nos echan para el
calabozo nos mandan para la frontera.
—Mejor lo hará Dios, paisano. Estuvimos algo imprudentes, pero la
Virgencita como que vela por nosotros.
—Perdóname si te ofendí.
—No hay nada que perdonar. Entre hombres a veces pasan estas
cosas.
—¿Tú crees que nos volverán las charrascas?
—Ni quien lo adivine.
El coche dejó atrás las calles de Spofford y salió a campo abierto,
con lo cual se alarmaron los paisanos, sospechando que los trincaban para
el último viaje. No sucedió así: quince minutos de carretera toda máquina,
con sirenas y luces azules, y habían llegado al conocido pago de Foley
Farms. Eran las dos y pico, y hubo que despertar al señor Honorio para
que los recibiera y les abriera el barracón. El chaparro traía un pijama de
colorines y el engomado cabello prendido de una red:
—Muchas gracias, señores oficiales. ¿Por qué se molestaron, señores
oficiales?
Con los peones fue menos cordial:
—Ahora se me suben a dormir la pítima, y en la mañana platicamos.
Ni que decir tiene que al día siguiente no se pudieron levantar a
tiempo. Bajaron atontados y contritos, con la cabeza hueca y la lengua
como el papel de lija, y fueron a disculparse ante el ciudadano del pijama:
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—Mismamente se nos pasó la fecha, señor Honorio. Pero no traemos
ganas de desayunar. Ya mero salimos como de rayo para los bancales.
Luego luego desquitamos lo que perdimos a primera luz.
El chaparro sacó de una gaveta dos fajos de dólares:
—Ni se preocupen. Es domingo, y al lunes no llegan. Aquí está su
liquidación. Agarran sus tiliches y se me largan. El patrón anda a buenas
con la policía y no quiere mitotes.
Se miraron, incrédulos, Polo y Domitilo. A dos hombres seguros, a
dos trabajadores decentes, los estaban poniendo en la puerta de la calle.
Por mucho menos que eso se habían dado cuchilladas de ocho puntos.
Pero venían cansados, y era otro país, otras costumbres. Además el dinero,
encima del escritorio, les guiñaba el ojillo como una rabiza de feria. Lo
apandaron y se despidieron.
—Ahí que le vaya bien, señor. Tantas gracias.
No se dignó de responder el ilustre chaparro. Los dos hombres
subieron a la habitación, recogieron sus cosas, y de nuevo salieron a batir
el asfalto de la doscientas setenta y siete.
—Nos trajo medio recio el capataz, caray. Si por una boruca inocente
lo corren a uno, ¿qué no le harán por una pelea de adeveras?
—Refundirlo en la cárcel, paisano. Mi concuñado tiene un cuate de
allá de Regocijo, que se vino para acá, y cruzó unas palabras con un
prieto, y entodavía se pudre en la colodra.
—¡Hijos de la tiznada! En esta tierra como que destrozan a los
hombres ¿no?
—Pues sí, es lo que parece.
Tocando a mediodía llegaron a un poblado que disfrutaba de restau-
rante. Al lado había una tiendecita de tabaco y periódicos que abría los
domingos y enviaba fondos a México. Consumieron una hamburguesa,
tomaron un café, y mandaron dinero a sus respectivas familias.
—Yo voy a mandar cincuenta dólares.
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—Yo también. Qué carajo, me quedo pelón, pero Dios hizo al macho
para que aguantara. Allá la pobre vieja y los chamacos son los que
aguantan más.
En el restaurante les dieron las señas de dos ranchos de las inme-
diaciones. Ni en uno ni en otro se precisaba gente: la espinaca estaba
recogida.
—¿Y ahora qué, paisano?
—Seguir rascando suela, paisano. Ni modo que nos acostemos a que
nos coman los puerquitos.
—Ya quiere anochecer.
—Mayor razón para jalarle.
Pero se acordó de ellos el Señor. Una camioneta de buen porte, que
cargaba en la caja a diez o doce tipos de sombrero y huarache, se les paró
al lado entre un ciclón de polvo. El chofer asomó la cabeza por la ven-
tanilla:
—¿Buscan trabajo?
—¡Primero Dios!
—¡Súbanse! Andamos reclutando para una construcción de
carreteras. ¡Nomás súbanse!
No se lo dijo a sordos. La construcción era famosa por lo segura y
bien pagada. Polo y Domitilo treparon de un salto a la camioneta y se
acomodaron entre los del sombrero, que los miraban con cara de pocos
amigos.
—¿Qué nos ven, compadres? ¿A poco traemos paja en los bigotes?
Humillaron los otros la testuz, rehusando el encuentro. Los
conciliaba Hipólito:
—Somos todos unos, y vamos a lo mismo. Somos hombres, y
mexicanos, y necesitados de trabajar. Aquí nadie quiere ningunear a
nadie.
Se alivió el ambiente, pero no al grado de la charla. Huraños y
abstraídos siguieron dando tumbos en la caja del camión hasta un pueblo
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muy cabal, muy apañado, y una callecita de fresnos, y un edificio como
escuela o como clínica, de ladrillo recocho. El chofer se apeó y descolgó la
trampilla trasera:
—Ahí adentro se están hasta que llegue el contratista. Ya no tarda.
Él les dirá lo que viene después.
Entraron despacio, mirando recelosos las altas paredes, y el techo
ventilado de tragaluces, y los tableros de baloncesto, y los renches de
porra y revólver que guardaban la puerta, y el piso de madera brillante, y
los hombres sentados en el piso como cuervos en maizal: hombres oscuros
y pomulosos, de grandes mostachos y esquenas desmedradas, de labio
grueso y mano encallecida. Hombres iguales que ellos, iguales esta tarde y
anoche y anteayer y aquella vigilia, ya no tan reciente, en que subieron al
poste y calzaron la oroya y se dejaron ir por la tarabita de fibra sintética.
Hombres, y mexicanos, y necesitados de trabajar; todos uno, y todos a lo
mismo.
Domitilo y Polo se sentaron al lado de un fulano de Rosamorada,
Nayarit, y entablaron conversación con él. No las tenía todas consigo el de
Rosamorada:
—Se me hace que esto de la carretera es puro argüende. Pa mí que
nos llevan de esquiroles a los naranjales de San Benito. Aquellos changos
andan en huelga más de quince días, y toditita la naranja se les va a
revenir. A eso vamos, ya lo verán, a pizcarla nosotros. Si no, ¿pa qué
pusieron centinela de renches con matona?
Luego les contó sus aventuras. Llevaba casi un año en el estado de
Tejas. Había vivido en Midland, en Amarillo, en la cuenca del Brazos;
había sido vaquero, matarife y esquilador; había cortado caña y sembrado
calabacines. Este pueblo de acá lo conocía muy bien: se llamaba Del Río y
estaba grandón, casi tan grande como Rosamorada.
—Y ustedes, carnales ¿de adónde la empujan?
—Yo soy de Regocijo, Durango. Aquí el paisano es de La Flor.
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—¿Y no se conocían de endenantes? Regocijo y La Flor han de estar
pegaditos.
—Ni tan pegaditos, carnal, y con toda la sierra de por medio.
—¡Qué linda es nuestra patria, carajo!
Domitilo, cansado de conversar, se levantó a dar una vuelta por el
salón, gimnasio o lo que fuese. Gimnasio parecía, pues además de los
tableros de baloncesto tenía barras y argollas y pesas y un caballete de
ésos del volatín. El ya había visto un local como éste, pero más chico, en el
cuartel de Gómez Palacio, cuando le tocó el servicio militar.
Los hombres estaban casi todos adosados a la pared, fumando
cigarrillos y enhebrando un sueño. Domitilo creyó reconocer a tres o cua-
tro de los que pasaron con él; por prudencia o por desconfianza no quiso
acercarse. A la gente no hay que buscarla demasiado. Serían en total unos
ochenta; muy grande se anunciaba el proyecto de construcción, cuando
requería tantos trabajadores concentrados en un solo punto. Pero no
convenía pensar en estas cosas, escaldarse el cerebro por lo que pueda o
no pueda ocurrir: ahí andamos en las manos de Dios y él sabrá lo que se
hace con nuestra suerte.
Encontró el excusado y entró a cambiarle el agua a las aceitunas,
necesidad que iba adquiriendo caracteres de urgencia. A la salida topó con
un cuadro simpático: tres mulatones que traían carritos de metal, y de los
carritos se alzaba el humo, y del humo brotaba el aroma. ¡Como que nos
ponían de comer, carabao, y ya apretaba el hambre!
Volvió al lado de Hipólito y del muchacho de Rosamorada a devorar
el sambis de queso y de jamón y los pepinillos y la hoja de lechuga y la
manzana y el café con leche. A pesar de tanta esplendidez, el de
Rosamorada seguía escéptico:
—Esta comilona significa que pasamos la noche aquí, carnales.
¿Qué es de su contratista de carreteras? Ya son las nueve y ni se le echa el
ojo.
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—¿Pues qué quiere que le hagamos, carnal? Lo que nos dijeron le
dijimos. Si hay que dormir aquí, aquí se dormirá, y paciencia. En peores
lugares hemos clavado la almohada.
Media hora más tarde se apagaron las luces. Sólo quedaban encen-
didos unos foquitos rojos, en lo alto de las puertas, y una lamparilla sobre
la mesa donde fumaban y escribían los renches. Los renches, a propósito,
se preparaban para el turno de noche, con gran jaleo de botas, correajes,
linternas y pellizas. Tal parecía que custodiaban a una cadena de con-
denados a muerte y no a unos humildes trabajadores del campo. Más de
una vez se pasearon por el salón, acuciosos, cerciorándose de que todo el
mundo estuviera dormido o al menos echado, procurando que aquella
improvisada sociedad funcionara en buen orden y concierto. El alba los
pilló satisfechos y orondos de haber cumplido con su deber, de haber
resuelto un nuevo y difícil problema; entretanto la gente se alegraba de lo
que veía, porque habían vuelto los mulatones con los carritos y tocaban a
desayunar.
No podía negarse que este tipo de vida tenía sus ventajas. Sí, el piso
era duro y había que dormir con la cabeza contra la pared, pero aquí te
traían, sin pedirte un quinto, café caliente y leche fresca y hojuelas de
maíz y jugo de naranja y pan y mantequilla en cuadritos perfectos. Si así
nos trataban antes de empezar a trabajar, ¿qué nos darían al cabo de una
jornada común, después de haber majado piedra y molido grava y untado
asfalto? Era cierto pues lo que se decía por ahí, que las cuadrillas de
carreteras sacaban más dinero y beneficios que los vulgares peones. Ya
bajo la influencia de este implícito ascenso, los hombres recogieron los
vasos de papel y las grasientas servilletas y las colillas pisoteadas y las
migas, y lo tiraron todo al gran barril de peltre del rincón. Sabíamos
agradecer, carambas, no éramos unos bárbaros. No por andar traposos,
con huaraches y sin afeitar, íbamos a hacer menos nuestro origen y
nuestra cultura.
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Iba saliendo la mañana y entrando el aburrimiento, cuando se
removieron los renches de la puerta y sonaron tacones y apareció entre
cuatro empistolados un tipo elegantón, de zapatos lucientes y trajecito
verde manzana. Se notaba que traía bochorno, porque sacó el pañuelo y se
enjugó la frente antes de subir a una especie de tarima que había al pie del
perchero. Como por ensalmo se extrajo de la manga un micrófono de cable
largísimo, y empezó a pregonar:
—¡Su atención, señores! ¡Su atención, por favor!
El de Rosamorada gruñía:
—¡Pa su mecha, otro discurso! Desde que vine a este país nomás
puros discursos. Me discurseó el pollero, me discurseó el primer patrón
que me dio chamba, y hasta me discursearon los de César Chávez para
que me uniera al sindicato…
Pero la gente se creía en presencia del contratista, y abucheó los
rumores y reniegos. Poco le duró la ilusión:
—Permítanme, señores. Me llamo Francisco Montiel, y me envía el
Comisario de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos.
Cambió de color el silencio. De esperanza y solicitud a sorpresa y
congoja. Nadie pestañeó. La magnitud del título había caído como un
cañonazo.
—Ante todo quiero decirles que a ustedes no se les considera
criminales. Ustedes son trabajadores y hombres honrados. Eso no quita
para que hayan entrado en los Estados Unidos de manera ilegal, sin
pasaporte, sin visa, sin examen de aduanas, sin registro. A ustedes los
han engañado los polleros y los han explotado los dueños de las granjas.
Sin saberlo, y sin intención, se han hecho cómplices de un delito penado
por las leyes. Ahora mismo podrían ser objeto de una demanda judicial y
verse obligados a comparecer. Pero el comisario quiere ahorrarles tiempo y
molestias, y prefiere hacer uso de sus facultades ejecutivas.
Resoplaban los hombres, desasosegados, y Montiel atenuó el tono:
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—Todos los años entran en el país miles de ilegales como ustedes.
Vienen a quitarles el trabajo a los que ya residen aquí, a los que han
nacido en la tierra, y que también son pobres, y mexicanos, y padres de
familia. Vienen a rebajar los salarios, a chotear los servicios, a alterar el
equilibrio de la sociedad. Comprendan que el problema es muy grave, y
que sólo se puede resolver de una forma: como dicta la ley, regresándolos a
México. Nosotros nunca les hemos cerrado la puerta a los que necesitan
trabajar y ganarse la vida, pero la ley es la ley, y debe cumplirse.
Se deshizo Montiel del micrófono y la gente trató de acercarse, de
rodearle, de hablar con él. Ni por pienso: los renches ya esgrimían la porra
y cortaban los ángulos y empujaban hacia la salida, con gestos y voces de
vaquero:
—¡Camón, camón! ¡Guet múvin, guet múvin!
Fuera esperaban tres autobuses pintados de amarillo. ¿Qué remedio,
compadres? Subirse y procurar agenciarse un asiento junto a la ventana.
Cuando ya estaban todos sentados, volvió a aparecer Montiel con su
escolta y apuntó los nombres y apellidos en un cuaderno. Cuánta gente,
compadres. Aquello no acababa de acabar, y aquel pobre carajo del traje
verde sudaba como un Cristo.
Esta vez no cruzaron el río colgados de una maroma, sino como Dios
manda, por el puente. ¡Adiós al paraíso! Sobre las dos de la tarde los
autobuses hicieron alto en la plaza de armas de Ciudad Acuña, Coahuila.
Los hombres se apearon en silencio, arrastrando costales y maletas.
Instintivamente, presos aún en la convivencia de las últimas horas,
permanecieron apiñados en grupos mientras los autobuses arrancaban y
daban la vuelta y se iban por donde habían venido. Nadie sabía qué hacer
ni se atrevía a hablar. Surgió de pronto de un quicio oscuro un borracho
andrajoso. Al ver la muchedumbre, se detuvo, se desmontó el sombrero, lo
arrojó contra la cera y berreó:
—¡Bienvenidos a Ciudad Acuña, chingaos! ¡Aquí mero es la capital
del mundo! ¡Viva México!
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Como si esta furia los hubiese galvanizado, los hombres
respondieron a coro, alegremente:
—¡Vivaaaa!
—¡Viva la Revolución Mexicana!
—¡Vivaaaa!
El borracho se había vuelto a cubrir y trompiconeaba rumbo al
parque, olvidado ya del episodio. Pero la chispa había prendido, y la gente
empezaba a moverse, a desgranarse, a resolverse. Poco a poco, despacio,
entrañando de nuevo en este ambiente que era el suyo y no era el suyo, se
dirigieron a la estación del tren, al depósito de los autobuses, al garaje de
carga donde uno se enchufaba de machetero a cambio de transporte a
Monterrey, a Torreón, o a Puebla. Poco a poco encontraron el camino de
regreso a otras capitales del mundo, a otros solares patrios de acrisolada
alcurnia, a Cocorit y a San Juan del Río, a Regocijo y a La Flor, a
Acaponeta y a Rosamorada, a las sierras y alcores y collados y páramos
donde se plantan, riegan y cosechan los vergeles del hambre.
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Carlos Blanco Aguinaga
ací en Irún (Guipuzcoa) un 9 de noviembre de 1926. Cuando Irún cayó en
manos de los franquistas (septiembre 4 de 1936) pasé a Francia, a
Hendaya, justo al otro lado del río Bidasoa (“PASAMOS”: 2/3 partes de
Irún). Ahí estuve con mi familia hasta 1939. Llegué a México (Veracruz) el
21 de agosto del 39. Estudié en el Instituto Luis Vives, y a mis 17 años me
fui a Harvard becado. Parte de la beca era la obligación de trabajar de
camarero cinco días a la semana, y los veranos trabajé de tornero en una
fábrica de Indiana. Cuando me recibí en Harvard (de Filosofía) volví a
México, y a los dos meses me fui de marinero en un barco de carga. A mi
vuelta me incorporé al grupo de la revista Presencia, donde publiqué
algunos cuentecitos y varios poemas. En el 53 me doctoré en la Facultad
de Filosofía y Letras, conjuntamente con El Colegio de México. Entonces,
recién casado y ya con dos hijos nos vinimos a USA, a la Ohio State
University. Volví a México en el 56 y participé en la fundación de la Revista
Mexicana de Literatura, con Carlos Fuentes, M. Carballido, Yomi García
Ascot, Antonio Alatorre, Ramón Xirau y pocos más (Ahí publiqué mi
artículo sobre Rulfo y otro sobre Emilio Prados). Volvimos a USA, y al poco
tiempo me fui de profesor a la John Hopkins University. De ahí a la recién
fundada University of California, San Diego. En San Diego, entre otras
varias cosas, participé muy intensamente en el movimiento Chicano
universitario. También aquí, entonces, participé en la fundación de un
Colegio Universitario del “Tercer Mundo” de la misma Universidad. Fui
jurado del Premio Casa de las Américas en La Habana en 1980. Y en ese
mismo año me fuí de profesor a la Universidad del País Vasco en Vitoria,
donde estuve algo más de 4 años. Luego volví aquí, hasta mi jubilación. He
dado clases no sólo en USA y en España, sino en El Colegio de México y en
la UNAM. Conferencias en México, USA, España, Francia y la Gran
Bretaña.
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Blanco Aguinaga ha cultivado el ensayo, novela, cuento y poesía en
Unamuno teórico del lenguaje (1954), Realidad y estilo de Juan Rulfo
(1955), El Unamuno contemplativo (1959), Emilio Prados, vida y obra
(1960), De mitólogos y novelistas (1975), Juventud del 98 (1970), La historia
y el texto literario: tres novelas de Galdós (1978), Historia social de la
literatura española: (en lengua castellana) III Volúmenes; en colaboración
con Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala (1978), Sobre el modernismo,
desde la periferia (1998), Ojos de papel volando (1984), Un tiempo tuyo
(1988), Carretera de Cuernavaca (1990), En voz continua (1997), Ya no
bailan los pescadores de Pismo Beach (1998), Ensayos sobre la literatura
del exilio español (2006), De mal asiento (2010).
La historia de la piel del gorila
La niña ha entrado al portal con ese andar suyo tranquilo y decidido. Ya al
pie de la ancha escalera de madera, ha mirado hacia arriba y se ha
detenido un momento bajo la luz que entra por la claraboya del techo del
edificio. Ha respirado suavemente muy hacia adentro —no es un suspiro—
y ha empezado a subir. Al llegar al descansillo del primer piso, ha vuelto a
detenerse, ha mirado por el amplio ventanal y ha visto a lo lejos un monte.
A sus pies, huertas, muchas huertas; y hombres y mujeres trabajando la
tierra. Exactamente lo que sabía que iba a ver.
La niña —pelo negro corto, con flequillo, cara seria y muy bonita, un
algo tostada por el sol— tendrá unos nueve años, tal vez diez. Viste una
falda azul marino, blusa blanca y jersey rojo tirando a guinda. Contempla
el paisaje, cierra los ojos, los vuelve a abrir y sigue hasta el piso segundo y
último inmersa en su propia calma. Sin dudarlo, toca el timbre de la
izquierda y espera.
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Le abre una mujer que tiene puesto un delantal y lleva un plumero
en la mano derecha. La mujer, sorprendida, mira a la niña y frunce un
poco el ceño.
“¿Qué querías, bonita?”, pregunta por fin.
“Vengo a ver la piel del gorila”, contesta la niña con voz segura y
clara, decididamente.
“Aquí no hay gorilas, hija mía”, le dice la mujer, cada vez más
sorprendida. No sabe qué hacer con el plumero, lo cambia de mano, trata
de esconderlo a su espalda, no se anima ni a cerrar la puerta ni a decirle a
la niña que pase.
“Sí, sí hay”, dice la niña. Está forzando la situación sin siquiera
darse cuenta de ello, tan segura está de lo que hace y dice, tan en su
mundo. “En el despacho de mi abuelo”.
La mujer del delantal y el plumero emite un “¡ay!” apenas audible, se
hace a un lado y la niña entra, da la vuelta a la izquierda y —con esa
tranquilidad que la guía— se dirige por el corto pasillo al que en un tiempo
fue modesto despacho de la casa.
*
Es una habitación pequeña y —aunque casi la domina un
gramófono que en su día reprodujo la voz de Angelillo— no cabe duda de
que es el despacho casero de algún joven emprendedor que se inicia como
hombre de empresa. Se nota en el teléfono novísimo incrustado en una de
las paredes, la bocina al frente, el audífono colgado del lado izquierdo; se
nota en que en la mesita que ocupa el centro de la habitación hay una
máquina de escribir y una caja abierta con cigarrillos “Murati” para las
visitas; en la estantería ocupada por nuevo y elegante reloj flanqueado por
cinco o seis libros de contabilidad; y, naturalmente, en que en un pequeño
escritorio está ese joven haciendo números en un cuaderno de hojas con
rayas verticales, encabezadas todas por las palabras DEBE y HABER.
Hasta hace poco era contable en una gran empresa de transportes
marítimos, donde todos decían que era un fenómeno para lo de los
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números (“Lo del interés compuesto te lo hace de memoria en cinco
segundos”) y que iría muy lejos. El despacho indica a las claras que el
joven ha iniciado ya ese camino hacia la distancia: modesta, pero
seguramente, aquí está naciendo una nueva empresa. Llama, sin embargo,
la atención el que frente al escritorio la pared esté casi toda cubierta por la
piel de un gran animal de otro mundo, un gorila.
La niña apenas ha traspasado la puerta de la habitación y lo está
observando todo. Hasta que el hombre se da cuenta de que alguien ha
venido a interrumpirle, levanta la cabeza y ve a la niña.
“¿Quién eres?”, pregunta. “Pero, pasa, pasa”, añade enseguida.
“Soy Adela”, dice la niña, entrando hasta el centro de la habitación.
“¡Ah, claro! Sí. Ya. Adela.... Adela”.
“Tu nieta”.
“Claro, claro. Siéntate. Siéntate, Adela”.
“No, gracias abuelo. De pie lo veo todo mejor”.
“Se entiende. Sentado, como yo ahora, uno agacha la cabeza, se
mete uno en los papeles... Números, ya sabes, las cuatro operaciones,
porcentajes... Y no se ve bien lo que a uno le rodea. De pie, en cambio...”
“Sí”.
Callan un momento y siguen mirándose. No hay nadie ni nada más
en el mundo. En el fondo de la limpia luz que entra por la ventana se ve
un monte hermano del que la niña ha visto por el ventanal de la escalera,
pero acompañado esta vez por un río que, al parecer sin moverse, fluye
hacia la mar. Por lo demás, ellos no ven el paisaje. Se están mirando
mutuamente y nada ni nadie podrá interrumpirles. La niña y el
prometedor empresario lo saben, y que lo único que tienen que hacer es
mirarse y hablar. Hacía años que tenían que haberse visto y hablado.
“Pero, dime, Adela, ¿de dónde vienes?”, pregunta, por fin, el abuelo.
“¡Uy, abuelo!”, dice la niña. “De muy lejos”.
“¿De tu pueblo?”
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“Bueno, sí y no. Una siempre viene de su pueblo, claro, pero... Mi
pueblo era una ciudad pequeña que se llama Jalapa”.
“Sí, sí, ya sé dónde está. En México. Concretamente, en el estado de
Veracruz”, dice el joven, sonriendo. “Ya sabes que siempre me ha gustado
mucho la geografía”, añade. “Lo sabes, ¿verdad?”
“¡Claro que lo sé! Mamá me lo dijo muchas veces. Que te gustaba
pensar en sitios lejanos, puertos, sobre todo. Que te gustaba mucho lo de
los puertos”.
“Pero Jalapa no es un puerto”.
“Claro que no, abuelo”. Y la niña se ríe, haciendo que la sonrisa del
abuelo se ilumine todavía más. “Cuando yo nací Jalapa estaba rodeada de
llanos con ganado siempre pastando, y platanares, y palmeras, y en las
lomas había cafetales. Era muy bonito”, añade la niña. “Pero hacía mucho
calor y al cabo de un tiempo nos fuimos a vivir a otro lugar, a San
Francisco”.
“¡Ese sí que es un puerto!”, dice el abuelo, extasiándose en la imagen
de lo leído, visto tal vez en alguna tarjeta postal. “La inmensa bahía,
barcos que van y vienen, pasando todos bajo el nuevo puente ése, el
Golden Gate Bridge. ¿Se dice así? ¿Lo he pronunciado bien?”
“Bastante bien, abuelo”.
“Y es precioso, ¿verdad? Tardaron mucho en construirlo, y costó
muchas vidas, obreros que se caían desde aquellas alturas; pero es una
hermosura de puente”.
“Sí, es muy bonito, precioso. Yo lo veía siempre a lo lejos desde la
escuela. Bueno, cuando no había niebla. Porque por allí hay mucha niebla,
¿sabes?”
“No. La verdad es que no lo sabía”.
“Y a veces lo he cruzado con mamá en el coche. Es larguísimo”.
“¿Y desde ahí has venido?”
“Desde ahí. Está muy lejos, ¿sabes?”.
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“¡Claro! Me lo imagino. Muy, muy lejos, bonita. Si me dieras medio
minuto podría decirte a cuántos kilómetros de aquí exactamente. O millas,
si prefieres”.
Les sigue envolviendo la luz prodigiosa que entra por la ventana. En
su fondo, al pie del monte, brilla el agua quieta del río.
*
“Pero, dime, ¿a qué has venido, Adela?”, pregunta el joven tras la
brevísima pausa. “Ahora, después de tanto tiempo...”
“Mamá me decía a veces, cuando se ponía triste, ya sabes lo que es
eso, que alguna vez hay que intentar volver a las raíces. Yo entonces era
muy pequeña, pero la verdad es que lo mismo da un tiempo que otro. No
siempre se puede, ¿sabes? Además, el tiempo es todo uno”.
“Claro, claro. El pasar y el quedar acaban por ser lo mismo”,
confirma el abuelo. “Pero dime, si tú me llamas abuelo, tu madre será mi
hija, ¿verdad?”
“¡Pues, claro! ¡Qué tonterías peguntas!”
“Bueno, podrías ser hija de algún hijo mío”.
“Yo, no. Tú sabes que no, abuelo. Sabes que no hubo tiempo con mi
abuela para un hermano”.
“Es verdad, es verdad”. El joven contable se levanta, vuelve a
sentarse, coge el lápiz que había dejado sobre el cuaderno, lo vuelve a
dejar. “Es que hubo una guerra, me imagino que ya lo sabes”, añade por
fin, desolado. “Más o menos cuando estaban construyendo el Golden Gate
ése”.
“Claro que sé que hubo una guerra, desde el verano de 1936 hasta
casi la primavera de 1939. A mi también me gustan la geografía y la
historia. Lo de los números, como a ti, no. ¡Qué lata lo de la regla de tres y
lo del interés compuesto! Pero la geografía con historia, sí, como a ti”. La
niña mira hacia la piel del gorila, duda un segundo, y añade: “Mamá dice
que sin historia no somos nada”.
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“Así es, Adela. Así es. Por eso sabrás que tu abuela tuvo que irse sin
mí. Para entonces yo estaba preso y ¡vete a saber cómo logró salir ella con
tu madre contigo en brazos! Supongo que contigo en brazos, no sé. Me lo
imagino”.
“Así fue, sí. Mamá me lo ha contado todo”.
“Y, luego, otra guerra”.
“Claro. Más grande y más larga todavía. Y nosotras allá y tú aquí”.
“Para cuando acabó aquello ya no valía la pena... Bueno, la verdad
es que no me dejaban ir. Y me tuve que quedar aquí, ¿sabes? Con mis
cosas. Mis ideas y mis números. ¿Qué iba a hacer?”.
El joven —pálido y ya canoso— ha dicho eso casi con vergüenza,
pero a la niña no le importan esos detalles. A lo que ella ha venido es a
confirmar la verdad de lo que su madre le decía siempre acerca de las
raíces que a una le sostienen, aunque una no llegue nunca a saber por
qué. Por eso se siguen mirando los dos, envuelto ahora su silencio por el
tic-tac del reloj.
*
“Pero eso que dices de las raíces es algo muy oscuro, Adela”,