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Julián García - 100 kilómetros a Lerna

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© Julián García© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza© Secretaría de Cultura de Coahuila

Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Corrección: Alejandro Beltrán

Saltillo, 2014

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Lic. Rubén I. Moreira ValdezGobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza

Lic. Ana Sofía García CamilSecretaria de Cultura de Coahuila

Lic. Carlos Flores RevueltaDirector de Actividades Artísticas y Culturales

Lic. Juan Salvador Álvarez de la FuenteSubdirector de Literatura y Ediciones

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Dejé de observar la blancura mal lograda de la cen-tral de camiones, las marcas de lodo, los tonos grisáceos de las paredes adquiridos con los años.

Dejé de pensar la antigua blancura de este cuarto; opté por pensar en la conciencia, en su disfraz de habitación blanca. Estacioné la mirada en los rostros, mitad arrugas mitad destino, en los niños y sus carreteras de saliva seca surcadas en las mejillas para perderse en el pelo, en las parejas recién llegadas que observaban la nueva ciudad sin entusiasmo, añorando sus recuerdos de adolescencia como una porcelana inestimable.

Faltaban unos minutos para que la salida fuese anun-ciada. La bocina emitía un tono monocorde enlistando las ciudades de cada ruta y en cada anuncio las multi-tudes arrastraban sus maletas al camión; se creaba un mar de olores: sudor, perfume sobre sudor, aliento ca-

A man may fish with the worm that hath eat of a king,and eat of the fish that hath fed of that worm

William Shakespeare. Hamlet, acto 4, escena iii

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vernoso de bocas dormidas; las puertas de los baños abiertas, jactanciosas hacia una humanidad inadmitida. Hubo un aroma en el conglomerado que supe percibir, una breve presencia de perfume, un humor familiar y a la vez lejano; volví la mirada. Supe distinguir una chamarra café y el cabello descuidado; confirmé la duda: el olor era el mío. Detenerme en esa coincidencia del perfu-me, tal vez confusión, era en ese momento ridículo. La bocina, Fonos mormado, lanzó la orden: “Pasajeros con boleto marcado a Purísima, Santa María, Madero del Río, Balcones, Jiménez, La Navaja, San isidro, El Moral, y su destino final Piedras Negras favor de abordar el autobús dos mil dos. Está listo para su salida”. Sin maleta que arrastrar me dirigí a la salida. Una presencia que surgió corriendo de la penumbra sorprendió mis pasos: botas de puntas chatas, mezclilla, camisa negra, chamarra; el rostro se escapó por la rapidez. Se dirigió al camión en el que yo iría; no le alcancé, puesto que ya había entre-gado su boleto y subido.

Ernesto Beltrán me estaría esperando a la entrada de la ciudad. Considero falso que todas las amistades sobreviven a las distancias; solo hay que visitar un rancho después de mucho tiempo: hay cambios, tal vez alguna rama caída, alguna cerca desecha, y con la visión aguda comprobaremos una mutación que por pereza, fastidio y a veces cariño al pasado, no queremos apreciar; tal vez sintamos que es un rancho completamente diferente,

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algo que nos encantaría admitir que desconocemos. Pero aun cuando varias ramas habían caído de nosotros, aún así nos aceptamos. Incluso existían brotes de vida; los trabajos, los noviazgos, su relación con Ariadna Vidal. Mi viaje a Piedras Negras era con la intención de vernos. Piedras Negras, asiento veintiocho, el conductor partió el boleto reiteradamente. ingresé al camión.

La sangre bajó como un velo de mi cuerpo y me cegué por unos instantes; por segundos, la impresión no me permitió reaccionar: en los primeros asientos estaba el hombre que había visto subir, tratando de conciliar el sueño. Para dormir y soñar se distraería, pensaría en un tema hasta el cansancio; por lo pronto, tal cosa sería difícil, sabía que el hombre necesitaría un camión en movimiento, sabía del hábito cinematográfico de escuchar música mientras se ve el camino, y sabía que si él abriera los ojos, al verme se cegaría por unos instantes mientras el velo de la sangre lo abandonaba. Así, rápidamente, tomé asiento, impresionado todavía. No podía dejar de ver el respaldo de su lugar. Unos pasos anunciaban sosiego a mi mente; quien entrase descubriría de inmediato el juego, los gemelos separados por varias filas. Sin vergüenza afronté su rostro para grabar la impresión, fue solamente un segundo. A fuerza de repeticiones he grabado mi rostro con el paso de los años y fue eso justamente lo que vi anclado en la cara del que abordaba. Opté de inmediato por mirar por la

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ventana del camión; observé cómo tres personas más, idénticas a mí, se dirigían al transporte. ¿Qué provocaba tal ejercicio de mi narcisismo? ¿Qué creaba repeticiones que no se percataban del hecho? Me hice una cueva con las cortinas, se acercaban muchos más; vi incluso a alguno que deteniéndose, caviloso, retrocedía el paso, seguramente por una cobardía súbita, no querer decir la verdad llegando a Piedras Negras. Devolví la mirada al interior: un poco menos de la mitad de los asientos estaban ocupados por mis presencias; una de tantas estaba curiosamente al otro extremo de los asientos, asomada hacia afuera como yo estuve unos instantes. Al regresar su mirada mostró mi típico rostro de llanto, nariz y ojos rosados, y esa tensión en la sien; arrepintiéndose tal vez de lo mismo que yo.

Se anunciaron de nuevo los destinos. Una vez en mar-cha muchos durmieron. Pude inferir notables diferencias en las posturas de algunos; pues reflejaban situaciones no distinguibles; algunas risas reprimidas, el hojear des-preocupado de un libro, un puño apretado y, por su-puesto, los ronquidos, sinfonías múltiples a una sola voz. ¿Habría algún cínico entusiasmado por el viaje?

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Una tiniebla obstruye mi sueño. Una imagen emer-gió mezcla de la somnolencia y probablemente de la culpa: me imaginé subiendo al camión; al

volver la mirada hacia la central, mi ser, totalmente in-móvil ante el ruido y el movimiento, observaba con las cuencas. Tal vez yo mismo he removido mis ojos. Lo que me queda de consciente abreva de la música, Our thou-ghts compressed, wich make us blessed, ni el sueño y sus alucinaciones híbridas de imaginación y libertades negras, ni la vigilia del ritmo me dan tregua. Limbo será por el momento el hogar. Cuando el viaje lleve un tramo considerable abriré los ojos, veré el relieve de los cerros para jugar a que estos siguen la escala musical de las canciones; señalaré el nombre de los ejidos con desga-no para aminorar el paso de los minutos, conversar y fingir interés por el viajante a mi lado, que me cuente su destino si gusta, incluso escucharle algún problema. I feel you your raising sun, my kingdom comes, espero alguna parada para que el transporte, una vez detenido, esfume tanta mierda y el demonio de los juicios inútiles evite revolotear.

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En alguna noche de amistad borracha adolescente dijo “Jamás por una vieja”. Al momento, esa sentencia muy macha y homosexual, férrea como el momento de la vida que pasábamos, resultó cierta. Eran tantas las cosas que los años consolidaban, daba asco traicionarlas solo por la piel y las ganas. Ninguno objetó; ninguno tenía mujer en ese tiempo.

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Probablemente será en el terreno de Mario, las cervezas en el sereno de las cuatro, cuando las memorias broten a raudales y seamos inevitable-

mente atropellados por los nombres, las fechas, las risas borrachas de aquellos que se arrojan una mitad de mira-da para saber si se siguen reconociendo. Subo al camión con la expectativa de que cuando les vea pueda armar sus almas tal cual las recuerdo. Las manos empiezan a cubrirse de ese sereno; aun así estarán las presencias nuevas, mis otros yo, a los que nos va a presentar algún amigo del amigo, la novia de Ernesto. Las cavilaciones están ahora en mi recuerdo, no puedo atender a mi alre-dedor; sé que uno se acaba de esconder entre las corti-nas, contemplando los nubarrones; la expectativa pasará hasta que vuelva, me reconozcan y los reconozca. Esto es como la hidra; sus multiplicaciones preocupan; son tantas posibilidades que nos esperan, tantas reacciones dividiéndose para no saber cuál será la verdadera, cuál de todos los sucesos que tanto cansan la mente pasará. Difícil es no saber lo que viene.

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entonces dijo “Ven”, como un cordero apocalíp-tico, como un dios dueño del alma, “Ven, estoy aquí”. Toda la central se derruyó, sus camiones

quedaron como charcos de mercurio, las personas como humos azules de cigarro que se disuelven en el nubarrón blanquecino del día. Seguían abordando el camión dos mil dos; me detuve en plena fila, fingí haber olvidado algo. Volví a casa; ella había venido hasta acá para ver-me.

Esperaba en el estrecho pasillo que da al cuarto de arriba. Cualquier palabra hubiese sido incómoda; además, la palidez de su rostro delataba un viaje no consentido, un miedo, el miedo a que la muerte nos sorprendiera. Solo siguió los pasos, mis pasos, los pasos de tantas historias como esa; los caminos de los pliegues de una sábana, cordilleras culpables, un atlas cuyos trópicos son innombrables puesto que tienen el nombre de los traicionados; una noche obscura, la tenue línea de la nube en la mitad infinita y breve del orgasmo y la otra mitad que se pierde y jamás logramos encontrar. Las miradas fijas en la ventana y escuchar intereses que

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no nos interesan, solo preguntar por compromiso, por no querer admitir las simples, cínicas, formas del sexo; tratar de rascar nuestras almas, encontrar al menos una coincidencia a la cual aferrarnos, la letra de una sola canción, el arroz o la lluvia bastarán para no poner a naufragar al fantasma permanente pero permeable de la moral. Ellos hoy tendrán que esperar que los caminos se quiebren, que el autobús en el que viajaría desplome, y que digan qué suerte, cabrón, que no hayas podido venir, el autobús tuvo un accidente y me sienta más tranquilo por haberles faltado y vaya el próximo fin de semana.

Ella partió ya tarde. “Fingiré una crisis, haré que nadie me pregunte por nada, o algo se me ocurrirá”. No la de-tuve, estrechamos las manos, ni siquiera como dos per-sonas jurando un pacto, una alianza; fue como el saludo de los desinteresados: técnico, maquinal, la indiferencia con mirada.

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el camino fue demasiado corto. Las luces repenti-nas y constantes anunciaban la orilla de la ciudad. La sorpresa duró solo un instante; en el lugar con-

venido se encontraba una generosa cantidad de autos, la mayoría respondía a las mismas placas, supuse así que las repeticiones se aplicaron para Ernesto y sus circuns-tancias. Fui el primero en bajar, no me detuve a meditar si tenía que subir a un auto en específico; supuse que estábamos en esencia bajo el mismo motivo, confié en el azar y mi voluntad, subí a la tercera suburban del se-tentainueve.

“¿Qué hay?” El saludo estaba tan diluido en lo coti-diano que me di cuenta de lo ajeno que Ernesto estaba de la situación; arrancó y nos alejamos del camión. Volví la mirada para ver cómo iba bajando una y otra vez, aco-modándome en los otros autos, posiblemente saluda-dos bajo la misma sentencia. Al verme bajar del autobús un sentimiento de constancia me embargó, me sentí in-terminable. “¿Qué tal el viaje?”. Respondí que me había parecido sofocante pero rápido. Ernesto me comenzó a poner al tanto de las noticias de los demás: Martín y

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su trabajo, Erick y su servicio social, Mario y sus ganas de compromiso, de los nuevos planes de él y Ariadna. “Eres quien mejor le cae en gracia, ríe mucho contigo”. Callé un momento, respondí como verdadero idiota que eso me daba gusto. La plática estuvo deambulando por numerosos temas sin aterrizar concretamente en ningu-no. Las risas barrieron la casa antigua; supe reconocer la vieja vivienda de antaño, la amistad que aproveché entonces, y pensé, tal vez, que este fuese el momento, en donde la risa hiciera las veces de una sábana dispues-ta en el piso para una caída de muchos metros; tal vez Ernesto se viese confrontado al pasar de la risa al coraje y la tristeza. Esta misma risa cierra los ojos para hacer el momento más vívido y descuida nuestra mirada a los en-cantos del recuerdo. Al abrir los ojos Ernesto maniobró, pero la volcadura era inminente.

Antes del olvido, de diluirme, quise la música en mis oídos para ayudarme a dormir. Pensé en esos tantos otros que iban a los mismos destinos, otros tantos Ernestos que conducen y ríen. Ya no supe si fue la tranquilidad o un escalofrío; al darme cuenta, yo no hablaría del laberinto y del hilo que seguí hasta encontrarme con ella, el minotauro acertó la salida antes que Teseo. La traición no sería admitida de mis labios, no de los míos. A otros pertenece la tarea. Basta con saberme un pensamiento, un hubiera.

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Me pierdo de un calor fresco, ese calor de los meses fríos; dentro del cuarto padezco más, afuera el ambiente es más soportable.

Aún no dejamos fecha exacta para la visita, pero siempre es bueno aceitar las viejas amistades. Cierta vez creímos verlo mientras viajábamos todos por la ciudad; su novia iba con nosotros; creímos haberlo visto por la acera de la mano y cariñoso con otra mujer. El escenario fue curioso pues todos supusimos que verdaderamente se trataba de él e inmediatamente empezamos a darle palabras de consuelo a su novia, que lloraba. Nosotros estábamos extrañados pues Ernesto no acostumbraba tales actitudes, al menos no de manera tan expuesta. Decidimos dejarla en su casa, la tarde estaba arruinada. Al llegar vimos a Ernesto; llevaba, según los familiares de la novia, una hora esperándola. Había salido temprano, aún portaba el uniforme de su trabajo. Todos nos alegramos, ella más. Festejamos la fidelidad de Ernesto, intacta aún, con una buena desvelada. Pero en mi cabeza giraba una preocupación: fui el primero en inculparlo, el que señaló la supuesta presencia; fui el más animado al

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apacentar el alma de Ariadna y el que sintió el calor de su mano al bajarse del auto y decir gracias.

Las nubes no pretenden, por el momento, asediar el cielo; el sol deja en el suelo la impronta oscura e imperfecta de la cosas. No he salido; sin embargo, he terminado de escribir, basta con saberme… Por unos instantes el teclado parece inamovible, y me doy cuenta que yo soy también sólo una presencia; tal vez yo sea el menos presente de todos. iré afuera a tener sombra, pero las líneas estarán ahí, mis presencias y mis muertes no se moverán.

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con un traje de 1000 ejemplaresse termino de imprimir en octubre de 2014

por Quintanilla Ediciones

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