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Junio 2006 Número 426 ISSN 0185-3716 Julio Escoto: 40 millones de centroamericanos en busca de editor Óscar Castillo R.: Centroamérica y las ferias posibles Melvin Wallace: Una política activa en pro del libro Dos autorretratos literarios: Margarita Carrera y Oswaldo Salazar Rogelio Salazar de León: De la filosofía a la literatura por la crítica Sobre Costa Rica: Alberto Cañas Escalante y Mario Castillo Méndez Sobre Honduras: Mario Gallardo y Rodolfo Pastor Fasquelle Sobre Guatemala: Carolina Escobar Sartí Sobre El Salvador: Ricardo Roque Sobre Nicaragua: Juan José Navarro Méndez Sobre Panamá: Priscilla Delgado Sobre República Dominicana: Trajano Vidal Potentini

Junio 2006 Número 426 - Fondo de Cultura Econó · PDF file2 la Gaceta número 426, junio 2006 40 millones de centroamericanos en busca de editor Julio Escoto El idioma es la principal

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Junio 2006 Número 426

ISSN

018

5-37

16

■ Julio Escoto: 40 millones de centroamericanos en busca de editor

■ Óscar Castillo R.: Centroamérica y las ferias posibles■ Melvin Wallace: Una política activa en pro del libro■ Dos autorretratos literarios:

Margarita Carrera y Oswaldo Salazar■ Rogelio Salazar de León: De la fi losofía

a la literatura por la crítica

■ Sobre Costa Rica: Alberto Cañas Escalante y Mario Castillo Méndez

■ Sobre Honduras: Mario Gallardo y Rodolfo Pastor Fasquelle

■ Sobre Guatemala: Carolina Escobar Sartí■ Sobre El Salvador: Ricardo Roque■ Sobre Nicaragua: Juan José Navarro Méndez■ Sobre Panamá: Priscilla Delgado■ Sobre República Dominicana: Trajano Vidal Potentini

número 426, junio 2006 la Gaceta 1

En el centro de AméricaAunque nació para publicar obras de economía para el merca-do mexicano, el fce pronto ensanchó sus horizontes, tanto te-máticos como geográfi cos. Hoy, cada decisión de publicar una obra, del campo de que se trate, tiene en cuenta a toda la Amé-rica hispanohablante. El istmo que une a México con Sudamé-rica ha sido para la casa al mismo tiempo un manantial, del que ha brotado la obra de autores como el imprescindible Luis Cardoza y Aragón, y un destino, pues nuestra producción edi-torial busca lectores en toda la región. Unidos por la historia y la lengua, separados por los caprichos de la naturaleza y la asi-metría en el tamaño, México y Centroamérica harán bien en concebirse como una sola maquinaria social, económica, cultu-ral, dividida por fronteras que poco a poco habremos de diluir. El Fondo pretende contribuir a esta unidad con la difusión de la palabra escrita.

Esta edición de La Gaceta es un recorrido por la realidad del libro en los diversos países centroamericanos. Buscamos descri-bir algunos de los problemas y los retos que enfrentan tanto los lectores como quienes se dedican a la producción y la comercia-

lización de obras. Si bien los diagnósticos nacionales tienen co-incidencias —como el doloroso lamento por la debilidad de los hábitos lectores—, el rango que recorren es muy ancho, desde el documentado optimismo de quien, por ejemplo, revisa la es-tadística y confi rma el relativo auge de la producción costarri-cense, hasta el preocupado abatimiento de los libreros en El Salvador, sobrevivientes que aún no pueden cantar victoria en su combate por la difusión del libro. Convocados por César Ángel Aguilar Asiain —miembro de nuestro consejo editorial y direc-tor de la ofi cina centroamericana del Fondo, con sede en Gua-temala, y a quien hay que agradecer la entrega para dar forma a este número—, los autores son un repertorio multicolor de gen-te que ve en el libro una fuerza civilizatoria, desde escritores “puros” hasta funcionarios culturales, desde libreros hasta ex-pertos en comercio internacional. Y es que sólo un enfoque poliédrico puede capturar, así sea parcialmente, la rica y comple-ja imagen de la Centroamérica de hoy. Esperamos que esta visi-ta al centro de América, a esa nervuda articulación del continen-te, contribuya a que se conozca mejor su fl oresta editorial.

Sumario

40 millones de centroamericanos en busca de editor 2Julio Escoto

Centroamérica y las ferias posibles 5Óscar Castillo R.

La sociedad costarricense y los libros 6Alberto Cañas Escalante

Apuntes sobre el libro en Costa Rica 8Mario Castillo Méndez

Confesiones de un “fondista” impenitente 10Mario Gallardo

El libro y el poder en Honduras 11Rodolfo Pastor Fasquelle

Biografía y autobiografía noveladas 13Margarita Carrera

En la mirilla del jaguar 15Margarita Carrera

Esta isla no es mía 18Oswaldo Salazar

Por el lado oscuro 19Oswaldo Salazar

Niñez y libros:nudo de marinero que contiene al mundo 22

Carolina Escobar SartíLa realidad del libro en El Salvador 22

Ricardo RoqueMi inicio en los libros 23

Juan José Navarro MéndezUna política activa en pro del libro 25

Melvin WallaceEl libro, amor a primera vista 26

Priscilla DelgadoNo interrumpa al lector 26

Trajano Vidal Potentini

De la fi losofía a la literatura por la crítica 28Rogelio Salazar de León

¿Quién compra libros? 29Reny Mariane Bake

De paso por Centroamérica y el Caribe 30César Ángel Aguilar Asiain

Julio Escoto, novelista hondureño, es autor de El árbol de los pañuelos ■ Óscar Castillo R. es editor y director ejecu-tivo de la Cámara Costarricense del Libro ■ Alberto Cañas Escalante es presidente de la Academia Costarricense de la Lengua y ex ministro de Cultura ■ Mario Castillo Méndez es presidente de la Cámara Costarricense del Libro ■ Mario Gallardo es profesor en el Centro Universitario Regio-nal del Norte ■ Rodolfo Pastor Fasquelle es ministro de Cultura en Honduras y coordinador del Gabinete Social ■ Margarita Carrera, escritora guatemalteca, es poeta, articulista y profesora ■ Oswaldo Salazar, escritor guatemalteco, es fi lósofo y catedrático ■ Carolina Escobar Sartí, escritora guatemalteca, es poeta, articulista y profesora ■ Ricardo Roque, escritor salvadoreño, es autor de Arte y parte y compilador de El Salvador: cuentos escogidos ■ Juan José Navarro Méndez es propietario de la librería Nuevos Libros ■ Melvin Wallace es presidente de la Cámara Nicaragüense del Libro ■ Priscilla Delgado es presidenta de la Cámara Panameña del Libro ■ Trajano Vidal Potentini es abogado, propietario de la Librería Jurí-dica Virtual y representante del fce en República Dominicana ■ Rogelio Salazar de León, escritor guatemal-teco, es fi lósofo y catedrático ■ Reny Mariane Bake, econo-mista guatemalteca, es catedrática y columnista ■ César Ángel Aguilar Asiain dirige la fi lial centroamericana del Fondo de Cultura Económica

2 la Gaceta número 426, junio 2006

40 millones de centroamericanos en busca de editor

Julio Escoto

El idioma es la principal argamasa que une al mosaico latinoamericano. Abrimos esta entrega con un ensayo sobre la vitalidad de la lengua española en el istmo centroamericano, cuya historia común ha de servir de acicate para un esperado y necesario auge de libros sobre la región

Aldeanos y láser

El gran consejero que debió ser don Antonio de Nebrija acuñó para su rey durante la alta edad media una sentencia que quedó para la posteridad: “La lengua es compa-ñera del imperio.” Y si bien las interpretaciones de tal aseveración resultan múltiples, una de ellas es muy concreta: la lengua porta y transmite valores, la lengua condicio-na el efecto de transacción de las comunicaciones, a través de la lengua nos desnuda-mos y nos volvemos a vestir con signifi cados, muchos de ellos inconscientes.

En la Centroamérica de hoy —como en todas las sociedades intensamente vi-vas— fl ota sobre su territorio una multiplicidad de formas y códigos culturales, los históricamente propios y los ajenos, aquellos que se condensan paulatinamente para constituir nuevas maneras de intercambio y aquellos que comienzan a desaparecer. Hasta hace un cuarto de siglo era habitual escuchar a los aldeanos expresarse con arcaísmos incluso superados desde el periodo cervantino, tales como haiga, vide, algo-tro, y luego, más delante, por ingresos urbanos característicos de la modernidad, tales como frecuencia modulada, tuanis o mecanógrafa, para culminar —en un proceso que jamás culmina— con incorporaciones arribadas directamente desde la ciencia y la tecnología y que la misma Academia de la Lengua se ha visto forzada a incorporar: escáner, email (que se va naturalizando, gracias al abundante acopio de humor latino-americano, en emilio) o láser. La olla de cocimiento que son los hablantes mastica, procesa e ingiere o desecha a unos u otros vocablos según su propia necesidad de apropiación, deviniendo todo ello en un fenómeno masivo de selección tan maravi-lloso y extraordinario que si uno pudiera elevarse a lo alto para examinar y contem-plar cualitativamente el momento (más bien el momentum) en que se está, se admi-raría del abstracto proceso de movilidad con que individuos de todas las clases socia-les, formaciones y peculiaridades amonedan palabras y las echan a rodar, descartan otras, pulen o fragmentan unas más y permiten, o no, la entrada de nuevas a su do-minio interior antes de usarlas, manosearlas y volverlas a transformar, incluso podría decirse, “a nacionalizar”.

Y en ello se dan ocasionalmente rescates y recuperaciones de los que a veces ni guardamos idea pero que atestiguan la vitalidad de la lengua hasta el punto de hacer-nos pensar en escalas de memoria atávica que, de tiempo en tiempo, resucitan voca-blos impidiendo que se sepulten para siempre. El prefi jo hipo, por ejemplo, que sabe-mos implica “bajo, inferior o subordinación”, debió servir para acuñar, en los inicios del idioma, al vocablo hipócrita, que probablemente describía en su origen a personas con escaso deseo de adhesión a emociones y causas. Pero curiosamente, hacia el 1600, se le masculinizó y Cervantes, como lo cuenta el reciente Diccionario panhispánico de dudas escribió en su “Parnaso”: “Jamás me contenté ni satisfi ce de hipócritos melin-dres.” No obstante, y a pesar del desaconsejo de la rae en el mismo volumen, las jóvenes enamoradas del siglo xxi en Centroamérica no vacilan en califi car, desconfi a-das, a algún pretendiente voluble e infi el como hipócrito, regresando el término a la vida tras cuatrocientos años de obsolescencia y dormancia.

Rosbilda (pues además los padres han puesto de moda colocar sobre la virginal frente de sus retoños los más exóticos nombres de pila, en remembranza, desde luego

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Citlali Marroquín, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Luis Al-berto Ayala Blanco, Geney Beltrán Félix, Miriam Martínez Garza, Faus-to Hernández Trillo, Karla López G., Alejandro Valles Santo Tomás, Héc-tor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sie-rra (Colombia), Marcelo Díaz (Espa-ña), Leandro de Sagastizábal (Argen-tina), Miriam Morales (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Ve-nezuela), Ignacio de Echevarria (Es-tados Unidos), César Ángel Aguilar Asiain (Guatemala), Rosario Torres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone, Cristóbal Henestrosa y Emilio Romano

IlustracionesEmilio Romano

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

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desconocida, de similares conductas empleadas en las novelas pastoril y de caballería), viendo acercarse al adolescente seduc-tor, ha de adelgazar la voz y mirar de soslayo (signo inútil en la oscuridad sólida de la discoteca), diciendo a su cómplice Daya-nara: “guachos [por watch out], prima, que para acá culea el hipócrito”.

Islas y universos

Es evidente, por ende, que no podemos allegarnos a la lengua sin considerarla parte de un vasto universo cultural que cons-truimos y descontruimos a diario. El mismo se nos impone desde el nacimiento como el mecanismo socializante de la co-municación, reiterándonos el verso célebre de Donne: “No man is an island.” Con esa lanzadera perpetua que es la utiliza-ción del idioma elaboramos el tejido de nuestro entorno cultu-ral volviéndonos unos —como los que nos dedicamos a estos ofi cios menesterosos de la escritura— expertos, y otros, los de calle, simplemente usuarios. Todos, sin embargo, somos res-ponsables perpetuos de la edifi cación de la palabra, sea para adornarla o deteriorarla.

Los hombres del libro, como presuntuosamente nos consi-deramos, debíamos recordar frecuentemente una advertencia brevemente esbozada en el más difundido de los textos históri-cos —que no divinos—: la Biblia, aquel del Apocalipsis donde el ángel advierte haber tragado lo amargo del librito de la vida. Pues tal cita nos obliga a considerar dos parámetros de nuestra actuación ante la letra impresa: quienes la escribimos la explo-ramos permanentemente, procurando encontrar siempre su máxima signifi cación ulterior (es decir el conocimiento de sus códigos secretos, propios de iniciados), pero a la vez somos sus obedientes propulsores, propagandistas evangelizadores que buscamos motivar a otros, cautivar a otros, hermanar a otros en su gozo y predilección.

De allí que la tarea del creador literario se vuelque constan-temente a una doble función: capturar los mundos culturales de la realidad —esos círculos concéntricos en insomne revolu-ción que son la palabra del hombre de la vida diaria— para fi -jarlos en el libro, la obra, y a la vez aportar a ese universo cul-tural una nueva mirada, su fresca interpretación. Tarea cíclope ésta, jamás sufi cientemente remunerada, donde los exótica-mente cultos fraternizan con los sencillamente letrados, inclu-so con los analfabetos, dando impulso a la acción autónoma del lenguaje, aquella en que —al igual que las ansias por encontrar el movimiento perpetuo obsesionaron a los alquimistas y cien-tífi cos desde el Renacimiento hasta el siglo xviii—, como do-tado de vida propia, el gran vehículo de la comunicación que es la palabra se gestiona solo, se fecunda y remienda solo, com-parte con el hombre su deseo de fi jación sobre el tiempo y el espacio. Gran metáfora ésta, desde luego, pero anclada en prácticas de la realidad.

Lo inverso

Giremos ese pensamiento, empero, y arribaremos a la conclu-sión de que no es verdad pues la palabra no existe sin el hom-bre, su hijo y su fecundador. Podríamos crear las selvas más exuberantes y los campos más feraces, las ciudades más ambi-ciosas y las urbes más encantadas, pero si allí el hombre no verbaliza no surge nada. Lenguaje es equivalente a humanidad;

humanidad es paralela a afectos, pulsiones e intereses; intereses es igual a valores, valores a abstracciones y materialidades; éstas se concretan en acciones y las acciones pueden ser sólo de re-chazo o subalternalidad. Y de allí que la lengua sea transmisor primigenio de equidad o de imperio, como ya aludía Nebrija, es decir de principios y relatividades, nunca de absolutos.

Entonces comprendemos de golpe el interesantísimo fenó-meno de gestación, imposición o liberación de lenguajes que se da en la Centroamérica de hoy. Un sustrato antiguo, pertene-ciente a la cultura autóctona —si existe tal—, es decir un uni-verso semántico condensado con que han vivido durante siglos los centroamericanos, y que fue gestión propia, se enfrenta al presente con léxicos o diccionarios vitales opuestamente direc-cionados.

Por una parte el amplio infl ujo que sobre jóvenes y adultos ejercen los medios de comunicación masiva, usualmente carga-dos con valores extraños, ya que pertenecen a ajenas culturas dominantes, y la palabra de resistencia, de reacción y contrava-lor, predicada generalmente al interior de aulas, liceos, acade-mias y sociedad civil.

Aquella primera forma es una lengua de subversión del es-trato tradicional, procurando modifi carlo para oxigenarlo y habituarlo a las maneras de comportamiento de la sociedad global, lo cual no estaría mal si se tratara de inspirar lo solida-rio, lo fraterno y la libertad. Pero entre esos hilos llegan tam-bién los acondicionamientos para el consumo, para el predo-minio de lo material sobre lo espiritual, para el imperio de lo concreto y lo rentable, para la califi cación del hombre según sus haberes y no sus bienes intelectuales, para reducir o limitar la acción comunal del estado sustituyéndola por la dispersión espontánea empresarial, en fi n, para nivelar, para poner a ras a todos los hombres del planeta sobre una plataforma de perte-nencias, no de inteligencias.

En el campo opuesto grandes masas de pensadores y cons-tructores se afanan por contener el derrame, por mantener enhiesta la pared sin que ello signifi que sacralizarla. Con es-fuerzos inauditos educadores y creadores registran los arcones de historia local y alzan sus trapos limpios y sucios para mos-trarlos e inculcar con las anécdotas cívicas de la virtud y el error. La virtud de los ancestrales próceres y la infamia de los varios sátrapas y dictadores que condujeron el timón guberna-mental en algún momento. La virtud de los héroes reconoci-dos y los anónimos contra los vicios de las elites de poder. La preservación de los recursos naturales o su entrega y abando-no. Y de pronto, ante estos sucesos, entramos a otra novedosa

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dimensión del lenguaje cual escenario de batalla política y eco-nómica, como arena ideológica, cual justa épica. Unas que se vienen representando desde la colonia misma, que han sufrido altibajos a lo largo de la vida independiente y que se acentúan hoy en la posmodernidad, se hacen crisis hoy no sólo en el debate en torno a esos factores (económicos, políticos, ideoló-gicos y éticos) sino también en el lenguaje. Centroamérica de hoy (40 millones de personas) es una comunidad intensamente cambiante y viva.

Construir futuros

De allí que procurar que cuaje un retra-to de su presente sea como querer dibu-jar una paloma en vuelo, un dardo noc-turno, una fugacidad lunar, así que en tan breve espacio ni lo intentaremos.

Baste decir que los acontecimientos superan a la más atrevida imaginación, que el pulso vital de este istmo céntrico es tan acelerado que se ocuparían miles de registradores —humanos desde luego— para seguir su paso y que, por ello, antes de que el pasado desaparezca y se instale el porvenir, urge la preparación y la formación de esos registradores —sociólogos, artistas, antro-pólogos, arqueólogos, historiadores, otros— capaces no sólo de copiar lo que transcurre sino además de visualizar su rumbo, es decir de mirar al futuro, de apresar —y ojalá quizá también de encausar— sus procesos culturales. Unos procesos cultura-les éstos, por cierto, complejos, urgidos de talentos y diseñado-res, de analistas pero también de advertidores si se palpa que la ruta va mal.

Y es allí donde el libro, o sea el vehículo del lenguaje, cum-ple su mejor intervención. Pues si bien la radio, la televisión, el cable o la internet nos informan, ninguno puede sustituir la profunda mecánica refl exiva de aquél, la confrontación de ideas, los desarrollos y los ejercicios de la lógica y la dialéctica, la emoción, la duda, la certeza y la incertidumbre. Una lluvia de libros sobre Centroamérica —y mejor acerca de Centro-américa— causaría de seguro una revolución, siquiera a largo plazo, pues elevaría la calidad de la vida intelectual, bruñiría los espejos desde donde nos contemplamos, reconocemos a noso-tros mismos, alzaría raíces para sembrar otras, oxigenaría hu-mus y suelo, ayudaría a disipar ciertos cirros, cúmulos y nim-bos que no dejan ver los panoramas y nos liberarían de algunos modos con fetideces imperiales que se van imponiendo y que ahogan la expresión propia nacional.

Pero sobre todo, la riqueza editorial podría restituir, o con-tribuir a restituir, la confi anza en la ética, especie ésta en vías de extinción ya que, de todas las devastaciones que la clase política tradicional ha ejecutado en el istmo, es en la de la fe donde ha expoliado más. La investigación culminada por el pnud en 2004 causó sorpresa al revelarse que un signifi cativo porcentaje de ciudadanos de Latinoamérica estaría dispuesto a aceptar un sistema autoritario, probablemente dictatorial, si le resolviera sus difi cultades monetarias, pues la democracia con-temporánea ha fallado en sus intentos de equidad. Y como sin justicia se carece de igualdad, y sin igualdad se carcome la fe del hombre, el largo proceso de reconstrucción civil que la mayor parte de países del continente ha seguido a lo largo de

los últimos veinte años más bien engendra ahora angustia y depresión.

Todo ello se refl eja en el lenguaje contemporáneo, un habla cargada de valores de baja estima colectiva, de desconfi anza e insatisfacción. Centroamérica navega, y navega desde hace centurias, pero no arriba a puerto a pesar de haber experimen-tado todos los artifi cios posibles de identidad. En los 1800

ensayó las rebeldías de la emancipación sólo para frustrarse; practicó las artima-ñas del silencio y la aceptación de la su-jeción esperanzada, durante el siglo xix, en el despotismo ilustrado; se insubordi-nó en los años ochenta del siglo que acaba de fi nalizar; entra al xxi confundi-da, atenazada entre los tirones del neoli-beralismo y de un nuevo centro-izquier-da que elige en las urnas pero que no alcanza a colocarse aún a la altura de la ilusión de los sufragios. ¿Qué más pode-mos —más bien: qué más debemos— es-

perar antes de la ulterior crisis, previo a los típicos ciclos de derrumbe y recuperación social?

Colofón

Escribo estas líneas irregulares y dispersas —o dispersos serán los pensamientos— para una editorial, la del fce, que superó hace tiempo, si alguna vez lo tuvo, el predominio de la avaricia sobre el de la solidaridad, y que por ello se constituye en guía hermana. Gracias a su infl ujo —y podría decirse gracias a sus ideario y doctrinario, a la severidad de su escogencia y cali-dad—, quienes hoy pensamos y escribimos en este espacio que Pablo Neruda nombró cintura de América celebramos su re-torno a algunos parajes que, como el de Honduras, había quizá descuidado o abandonado, aliviándonos además lo injusto de pesquisar sus productos sólo en el exterior.

Pero lo nuestro no merece ser una bienvenida sino un diag-nóstico, el de la seguridad de que miles de paisanos no sólo acudirán a adquirir sus libros sino que además insistirán en verse refl ejados en ellos, pues es tanta la movilidad del deseo, la urgencia que agita a conciencias y estéticas, que muy pronto la dirección de los temas solicitados se invertirá.

Sin dejar de querer conocer al mundo y de participar de su meditación, ciencias y elucubraciones, el istmeño, y sin duda el hondureño, pronto pedirá no que el fce le traiga sino que le lleve, lo lea y no sólo lo invite a leer. Los textos, es decir los niveles de esa lectura, son tan múltiples y vastos que, sin des-cuidar la fi scalización del centavo (esto es, la correcta inversión y la economía), deberá irse pensando desde ya en el fce centro-americano, motor tal que, a distancia de los prospectos exclu-sivamente mercantilistas que se nos proponen acá hoy, estable-cerá una histórica diferencia, es decir una diferencia ética. Desaparecida la regional Educa (Editorial Universitaria Cen-troamericana) que personifi có ese ideal y que me honré en di-rigir por la década de los ochenta, el campo está abierto; entre nosotros todo son puertas al campo.

Quizá, por personales y ausentes de halago, no sean éstas las mejores frases para capitular este miniensayo, pero si no las hubiera pronunciado me invadiría la frustración, me sentiría hipócrito. G

Y es allí donde el libro, o sea el vehículo del lenguaje, cumple su mejor intervención. Pues si bien la radio, la televisión, el cable o la internet nos informan, ninguno puede sustituir la profunda mecánica refl exiva de aquél, la confrontación de ideas, los desarrollos y los ejercicios de la lógica y la dialéctica, la emoción, la duda, la certeza y la incertidumbre

número 426, junio 2006 la Gaceta 5

Centroamérica y las ferias posiblesÓscar Castillo R.

Evitemos el optimismo ingenuo: la difícil situación del libro en Centroamérica se refl eja en el tipo de ferias que ocurren ahí. En este crudo y bien documentado ensayo se pasa revista a los problemas que enfrenta el comercio editorial en la región, lastrado por tradiciones que siguen separando a los países. Pero tampoco hay pesimismo aquí, pues el autor ofrece ideas y opciones realistas para lograr que la producción editorial de la zona llegue a más lectores

Las ferias del libro son fundamentalmente una herramienta de comercio. Desde sus orígenes en los nacientes burgos euro-peos, fueron instrumentos para el comercio del libro entre profesionales, quienes incluso los intercambiaban en pliegos para su consiguiente reproducción. Aunque suene a verdad de Perogrullo, las ferias son herramientas del comercio existente y real, que es el comercio posible en un momento específi co de un mercado en concreto. De manera que las ferias centroame-ricanas del libro debemos verlas en el contexto del comercio existente y real de libros en la región y en cada uno de los paí-ses, en las actuales condiciones históricas.

El comercio de libros en Centroamérica ha crecido durante las últimas casi dos décadas, principalmente como producto de los procesos de pacifi cación, democratización y activación eco-nómica, así como de los esfuerzos de penetración en estos mercados emergentes por parte de países fundamentalmente productores y exportadores, como España, México, Argentina y Colombia. Procesos propios de estos países, como la crecien-te competencia europea en el caso de España, se convirtieron en motores adicionales para el incremento de sus exportacio-nes a la región.

Según datos de la Secretaría de Integra-ción Económica Centroamericana, en 1994 la región centroamericana, sin incluir a Pa-namá, importaba casi 48 millones de pesos centroamericanos de “Libros, folletos e im-presos similares, incluso en hojas sueltas”. Esta cifra había crecido, para el año 2003, a más del doble: 99 millones.

Enfrentados a las nuevas posibilidades, en cada país se han incrementado las pro-ducciones editoriales locales, a veces como esfuerzos individuales o familiares por medio de micro y me-dianas empresas, que en gran medida intentan atender merca-dos cautivos con necesidades muy específi cas. La naturaleza de las empresas editoriales en cada país varía. En Costa Rica, por ejemplo, un porcentaje muy alto de la producción editorial de interés general, desde la última mitad del siglo anterior, la rea-lizan editoriales vinculadas al estado central o a universidades públicas. En los demás países, también con una participación académica nada despreciable, se notan más los esfuerzos priva-dos incluso desde pequeñas y micro empresas editoriales que subsisten con más mística que éxito comercial. En todos los

casos existe una participación importante de multinacionales en la producción de textos nacionales para la educación básica. Todo ello confi gura producciones editoriales en gran medida de interés local y limitado, difícilmente exportables.

Por eso no nos extraña que las exportaciones centroameri-canas en el periodo citado pasaran de representar, en 1994, un 13 por ciento a tan sólo un 10 por ciento en el año 2003. De dichas exportaciones, menos de la mitad se hicieron a merca-dos dentro de la misma región y en muchos casos (no conoce-mos que existan cifras al respecto) fueron más bien reexporta-ciones de obras extranjeras que “hicieron escala” en alguno de los países locales.

Así se conforma básicamente un mercado centroamericano del libro, sobre todo formado por la suma de mercados locales independientes, con un muy débil o nulo intercambio regional. Ése es el mercado real y existente; ése es básicamente el mer-cado posible del libro en Centroamérica en este momento.

Normalmente debemos decir que a un determinado nivel de desarrollo del mercado le corresponde un nivel de desarro-llo del sector profesional activo en él, así como probablemente un nivel similar de agremiación de tales profesionales. No se trata de correspondencias mecánicas e invariables, pero sí de alguna manera congruentes. Los niveles tan disímiles de desa-rrollo gremial del sector editorial en los distintos países cen-troamericanos revelan, de acuerdo con ello, diferencias impor-tantes en las dimensiones y el dinamismo de los mercados editoriales nacionales.

Lo mismo señala el hecho de que, de las exportaciones to-tales del año 2003, el 46 por ciento tuvo origen en Costa Rica, el 27 en El Salvador, el 20 en Guatemala, el 4 en Honduras y el 3 por ciento, en Nicaragua. Las importaciones fueron con-

sumidas principalmente por Guatemala (20 por ciento), El Salvador (16 por ciento) Cos-ta Rica (16 por ciento), mientras que Nicara-gua se hizo cargo del 12 por ciento y Hondu-ras tan sólo del 3 por ciento.

Porque estos mercados han crecido, ha sido posible el surgimiento de la Feria Cen-troamericana del Libro (Filcen) y algunas ferias en países como Costa Rica, Guatemala y Panamá. Porque los mercados nacionales y los gremios locales son disímiles, la Filcen no

ha tenido un proceso sostenido y coherente de desarrollo, sino que más bien ha respondido, en cada una de sus versiones, a las posibilidades y necesidades específi cas del gremio organizador de turno.

Las ferias centroamericanas han sido, ni más ni menos, las ferias posibles. Posibles en el contexto de mercados nacionales y no regionales, relativamente débiles, disímiles y en mayor o menor medida dependientes de la oferta extranjera; organiza-das por gremios más o menos débiles, también disímiles, de poca tradición y algunas veces divididos por diferencias inter-nas importantes.

Las ferias centroamericanas han sido, ni más ni menos, las ferias posibles. Posibles en el contexto de mercados nacionales y no regionales, relativamente débiles, disímiles y en mayor o menor medida dependientes de la oferta extranjera

6 la Gaceta número 426, junio 2006

La sociedad costarricense y los librosAlberto Cañas Escalante

Costa Rica es una nación singular en el ámbito latinoamericano. Su acendrada vocación educativa, paralela a su fobia castrense, la distingue de otros países, aunque ello no signifi ca que la presencia del libro en esa sociedad sea mucho mayor. La caída en la venta de libros parece compensarse en tiempos recientes, como da cuenta la buena acogida de colecciones baratas de obras de calidad, fenómenos ambos que se exploran en este artículo

Los costarricenses insistimos, desde hace muchas décadas, en que no es posible que nos entiendan quienes no toman en cuenta la peculiar estructura de nuestra sociedad; quiero decir, la sociedad que heredamos y la sociedad que hemos construido a lo largo de nuestra vida independiente.

Estudiosos del siglo xix que no han sido rebatidos sostienen que, en el momento en que llegaron los españoles, la población de lo que hoy es Costa Rica no pasaba de las 30 mil personas. Se ha logrado establecer que, cinco siglos antes, este territorio gozó de gran prosperidad y que sirvió en alguna forma de en-cuentro entre las civilizaciones indígenas del norte y del sur. La riqueza de piezas de oro que dejó estupefactos a los españoles era vieja, heredada. En vano buscaron los colonizadores duran-te tres siglos la mina de oro que incluso bautizaron con el nombre de Tisingal. Hoy podemos casi asegurar que la riqueza de oro que distinguió a nuestro territorio más o menos en el siglo xi de la era cristiana provenía de ríos y no de minas, y que los ríos estaban ya agotados en el siglo xvi.

La conquista de Costa Rica, que se inició en serio ya un poco avanzado el siglo xvi, prácticamente se limitó a ocupar los hermosos valles centrales de clima bondadoso y magnífi ca tierra. Los indígenas no ofrecieron mayor resistencia, abando-naron esos valles y, podemos decir, se escondieron en la zona meridional del país, en lo que llamamos Talamanca, zona que todavía habitan mayoritariamente, y por esa razón escaparon de que los españoles los pusieran a trabajar para ellos. Los in-

dígenas de otros sectores se quedaron en sus tierras, que los conquistadores no codiciaron.

Así, en una zona cuya única riqueza era la bondad de la tierra, los españoles que llegaron hubieron de hacerlo en cali-dad de colonos y no de conquistadores, y tuvieron que trabajar la tierra asistidos por sus familias. En el siglo xvii había en Cartago (en ese entonces población principal) un buen número de negros (“pardos”, los llamaron); tanto así que la santa patro-na de Costa Rica, la virgen de los Ángeles, fue llamada “La Negrita” (pequeña estatuilla de piedra y de aparición milagro-sa) porque la muchacha que la encontró era una parda de Car-tago. No tenemos muy claro qué se hicieron los pardos; la versión con más visos de certeza es que desaparecieron en un intenso mestizaje: prueba de ello, quizás, es el hecho de que en el siglo xix era costumbre que los cartagineses fueran de piel más oscura que los habitantes de otras poblaciones centrales, señaladamente San José, Heredia y Alajuela.

Escasamente poblada y gobernada desde Guatemala (a una distancia de 24 días en mula), Costa Rica disfrutó de una enor-me autonomía, y los colonos de alguna manera aprendieron a gobernarse. No procuraron contacto con España, habilitando un puerto en el Pacífi co, y no se preocuparon de abrir otro en el Caribe, lo que ha llevado a los estudiosos a plantear la hipó-tesis de que Costa Rica fue colonizada por fugitivos de la jus-ticia o la inquisición, probablemente judíos; de allí se especula la preponderancia de apellidos de origen manifi estamente ju-dío como Castro y Mora, que dan verosimilitud a la hipótesis. Lo que es un hecho es que vivieron aislados, y sin contacto con España. No hay noticia de algún colono aquí establecido que hubiese viajado a su tierra natal, ni siquiera de paseo; y al me-nos el último de nuestros gobernadores, quien ejercía en el momento de la independencia en 1821, era un criollo nacido aquí.

Todo esto conduce a que en esa provincia que fue declarada independiente en 1821 por los guatemaltecos, y que aceptó la independencia algunas semanas después, no sin algunas reticen-

En este sentido, las ferias en Centroamérica tienen, aunque explícitamente se dijera otra cosa, objetivos reales —en la prác-tica— de trascendencia fundamentalmente nacional o incluso local, independientemente de las voluntades de quienes las hayamos planteado. No parece realista, de todos modos, plan-tear objetivos de las ferias para un mercado regional que resul-ta realmente inexistente.

Si lo que queremos es el desarrollo de un mercado regional —como efectivamente todos queremos—, antes es necesario aceptar que las ferias del libro no son instrumentos mágicos para el desarrollo del mercado. Deberíamos empezar por te-ner productos viables para un comercio intrarregional, por ejemplo, y seguir al menos identifi cando segmentos de públi-cos con algún rango de intereses comunes, así como los meca-

nismos de transporte y distribución pertinentes y útiles para ese producto, ya que con frecuencia resulta más fácil enviar libros a mercados ajenos a Centroamérica que a cualquier país vecino.

Es decir, deberíamos tener programas permanentes e inte-grales de desarrollo del mercado, de su sector profesional (¿deberíamos decir “sector humano”, para incluir a los lecto-res?) y de las organizaciones e instituciones que les correspon-den (empresas, gremios, etcétera). Sólo insertando las ferias en un contexto semejante, sistematizado y dinamizado mediante políticas gremiales de desarrollo (deseable si coexisten con po-líticas públicas coincidentes), las ferias ofrecerán posibilidades reales de servir como herramientas multiplicadoras del comer-cio del libro, nacionalmente y regionalmente. G

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cias, se hubiese conformado una sociedad de pequeños propieta-rios, sin latifundios de ninguna clase, también sin monumentos que evocaran un pasado prehispánico,1 ni que conmemoraran un periodo colonial rico. No hay en Costa Rica construcciones indígenas; de la colonia, lo que nos queda como símbolo de la autoridad religiosa es una iglesia (en Nicoya) y una ermita (en Orosí); la iglesia parroquial de Heredia, en el momento de la independencia estaba inconclusa; de la autoridad política, absolutamente nada; y las modestas construcciones de adobe que albergaron a las autoridades coloniales de Cartago, fueron destruidas por un terre-moto allá por 1840.

Esta somera explicación, en la que algo hay, como queda dicho, de hipóte-sis, ha interpretado el porqué de una sociedad que difi ere enormemente del común denominador de las sociedades hispanoamericanas, y sólo tiene alguna similitud con Uruguay, república que se construyó en un territorio que los espa-ñoles hallaron deshabitado.

Como no había latifundistas, ni hubo encomenderos, no tuvo Costa Rica una clase privilegiada y seudoaristocrática que necesitara de un ejército que le garantizara su preeminencia. En periodos en que Costa Rica fue militarmente fuerte duran-te el siglo xix, lo debió a amenazas de otros países centroame-ricanos, no a situaciones de peligro para su clase dirigente.

Sobre esa base social que he tratado de describir somera-mente, los costarricenses dedicaron el siglo xix a construir una república; y uno de los actos más importantes de esa república en construcción fue declarar la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria, haciendo cumplir esa obligatoriedad in-cluso por medio de la policía y con multas para los padres re-misos; esto en un país donde hasta 1818 no hubo una escuela que pasara de segundo grado, ni una imprenta antes de 1833.

La supresión del ejército en 1948 fue, así, una lógica conse-cuencia de todo lo que se había vivido: era inevitable, sobre todo después de las tristes consecuencias del último “cuartela-zo”2 exitoso que el país sufrió (1917),3 a partir del cual la de-bilitación del ejército fue manifi esta hasta culminar con la ful-minante derrota que sufrió en marzo y abril de 1948, ante una guerrilla de intelectuales, estudiantes y campesinos.4

Hace décadas que Costa Rica comparte con Cuba y Uru-

guay el cetro de ser el país más alfabetizado de la región; y esto nos lleva, naturalmente, a hablar de lo que es la vida de sus letras y de su actividad editorial. En estos momentos, la labor de las editoriales costarricenses (cinco públicas y un sinnúmero de privadas) ronda los mil títulos anuales. Esto no garantiza, naturalmente, su calidad; pero sí podemos creer y afi rmar que entre ellos aparecen libros de importancia literaria, científi ca o

educativa.A pesar de esto, tanto la editoriales

como las librerías se quejan de que “la gente no compra libros”; la verdad es que ahora compra menos que hace trein-ta años. Recuerdo muy bien que en la década de 1970, la Editorial Costa Rica hacía ediciones de 5 mil ejemplares de obras de autores costarricenses que te-nían éxito; hoy es raro que un libro so-brepase un tiraje de mil ejemplares; pero la realidad de esto reside en que el pre-cio de los libros, como todos los precios, sufrió una súbita alza durante la crisis de 1980, y luego, como todo, los libros han

seguido subiendo de precio diariamente, gracias a la política del Banco Central de devaluar desde entonces el colón todos los días, para regocijo y celebranza de los exportadores y de quienes reciben moneda extranjera. Esto condujo a que las ventas de las editoriales nacionales se redujeran, porque lo cierto es que la clase media baja ha venido perdiendo sistemá-ticamente su capacidad de compra y lógicamente no tiene con qué comprar libros cuyo precio sube constantemente, pero que con precios bajos si compraría.

Hay una prueba de esto en el éxito que ha obtenido el pe-riódico La Nación, el más grande Costa Rica, con una publica-ción quincenal de libros, de no gran extensión (80 páginas como promedio), que son de dominio público y no devengan derechos, impresos en papel periódico y con un formato casi periodístico, con un valor de 250 colones (aproximadamente 50 centavos de dólar) y cuyo tiraje de 30 mil ejemplares como promedio excede por mucho las realidades y esperanzas de las editoriales. Libros baratísimos que la clase media baja y buena parte de la clase obrera compran y coleccionan; y esto a pesar de que, aunque los libros extranjeros no pagan impuestos, el papel que se importa para imprimir los nacionales sí los paga.

Alguna vez, en 1982, se anunció el nombramiento de un poeta, el ingeniero Eduardo Jenkins Dobles, como presidente ejecutivo del Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo.5 En la primera entrevista que concedió, anuncio que se empeñaría en que las viviendas del instituto contuvieran una pequeña bi-blioteca de libros costarricenses; desgraciadamente, fue nom-brado en otra posición y ninguno de los subsiguientes jerarcas de la institución recogió la idea, cuyos resultados al día de hoy, me atrevo a afi rmar, estarían siendo fabulosos.

No es el costarricense un pueblo ávido de leer, ni siquiera ávido de los inevitables best-sellers; pero sí aspira a estar entera-do, a informarse y a saber, pues no en balde ya son 140 años de educación obligatoria. G

Los costarricenses dedicaron el siglo XIX a construir una república; y uno de los actos más importantes fue declarar la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria, haciendo cumplir esa obligatoriedad incluso por medio de la policía y con multas para los padres remisos; esto en un país donde hasta 1818 no hubo una escuela que pasara de segundo grado, ni una imprenta antes de 1833

1 Hay que señalar, acaso como excepción, las esferas de piedra geométricamente perfectas que fueron encontradas hace unos 50 años en la zona del Pacífi co, en enormes cantidades y que todavía ningún investigador ha logrado interpretar ni explicar.

2 Forma popular de llamar al golpe de estado en Costa Rica. Véase también cuartelada.

3 Levantamiento en armas de Federico Tinoco Granados contra el entonces presidente Alfredo Gonzáles Flores.

4 Se trata de la guerra civil de 1948,, producida a causa de la anu-lación del proceso electoral del mismo año, donde don Utilio Ulate vence a don Rafael Ángel Calderón, y el congreso, dominado por par-tidarios del último, procede a declarar nula la elección; esto condujo al levantamiento en armas encabezado por don José Figueres Ferrer, con una fuerza civil que efectivamente poseía la composición señala-da, contra las fuerzas militares en control del estado, y a la entrega del gobierno, una vez fi rmada la paz, a don Utilio Ulate en 1949.

5 Institución mejor conocida en Costa Rica por sus siglas, invu, que se encarga, entre otras obras del fi nanciamiento y la construcción de viviendas de interés social.

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Apuntes sobre el libro en Costa RicaMario Castillo Méndez

Diagnóstico y presentación de los actores principales, este texto describe a vuelapluma cómo se encuentra la industria del libro en Costa Rica. Contra el fácil catastrofi smo pero sin entonar fanfarrias triunfalistas, aquí se documentan las buenas perspectivas editoriales de esa nación

Antecedentes

Los retos que históricamente ha planteado el desarrollo de nuestro país son diversos y de naturaleza múltiple. Enfrentar-los con éxito siempre fue y será la tarea y responsabilidad del recurso humano, como factor fundamental implicado en el desarrollo. Quienes han incidido y quienes incidimos directa o indirectamente sobre la capacitación, el desarrollo y la for-mación integral de nuestra población, hemos procurado que cada vez más sus integrantes tengan acceso a los libros, a la sensibilidad, a la sabiduría y al conocimiento que éstos conlle-van.

En 1856, año que marca un hito en la historia de Costa Rica y Centroamérica por la confi rmación de su independencia, también se inicia la historia de las librerías comerciales costa-rricenses con el establecimiento de la Librería El Álbum. Pos-teriormente, el estado costarricense, a partir de la reforma educativa de 1886, ha prestado especial atención a los temas de formación y capacitación de la población nacional, incluido el estímulo a la lectura. Desde la primera mitad del siglo anterior se dictaron leyes que con esa fi nalidad exoneraban al libro del pago de todo tipo de impuestos; tales como la ley No. 58 de junio de 1939, y la No. 190, de agosto de 1945.

La Ley de Impuesto General sobre las Ventas, de noviem-bre de 1982, recogió esa visión preclara de anteriores gobernantes y mantuvo dicha exoneración al incluir al libro en el artículo 9 y en la “Canasta Básica Ali-mentaria y de Bienes Esenciales para la Educación”. En abril de 1999, la Asam-blea Legislativa aprobó la Ley No. 7874, que ratifi có la exoneración de “los im-puestos de ventas, selectivo de consumo y cualquier otro, así como de tasas, sobretasas, derechos consulares y aduanales”, para los libros en general y para todas las producciones “litera-rias, educativas, tecnológicas, artísticas, científi cas, deportivas, religiosas y culturales”. Dicha ley fue sancionada por el Poder Ejecutivo el 23 de abril de ese mismo año, Día Internacional del Libro, y a la fecha se encuentra vigente.

Papel de los sectores sociales

El sector público y el privado han comprendido que la produc-ción cultural y editorial propia, incluida su expresión literaria, científi ca y otras, fortalece la identidad autóctona, lo que, com-binada con la infl uencia de carácter universal de la literatura

extranjera, permite cimentar y fortalecer la diversidad cultural en el proceso de desarrollo de nuestro país, para ubicarnos positivamente en las diferentes relaciones que se tejen con el entorno internacional. La anterior expresión se confi rma en las relaciones de coordinación que mantiene la Cámara Costarri-cense del Libro con las instituciones públicas del país encarga-das de adelantar programas de promoción de la lectura y cul-tura en general en nuestra población. Algunos ejemplos de ello lo constituyen la Feria Internacional del Libro en Costa Rica, las ferias regionales en las zonas rurales del país, las campañas de lectura en los centros educativos y en la población en gene-ral. Más recientemente, como resultado de esta relación, en junio de 2004 se fi rmó, en el marco de la Feria Internacional del Libro en Costa Rica, el decreto ejecutivo que creó el Con-sejo Nacional del Libro.

Producción

De conformidad con un informe elaborado por el Centro Re-gional para el Fomento del Libro en América Latina y el Ca-ribe (Cerlalc), la producción editorial en Centroamérica en el 2003 fue la siguiente:

País Número de títulos editadosCosta Rica 1 315El Salvador 250Guatemala 446Honduras 290Nicaragua 306Panamá 506

Según datos suministrados por la agen-cia del isbn en nuestro país, en el año 2004 esa producción fue de 2 047 y en 2005 de 1 952 títulos, para obtener un promedio de producción en los últimos tres años de 1 761 títulos. Estas cifras son un indicador de que Costa Rica se dirige hacia lograr la meta de ser un

productor, exportador e importador bibliográfi co de impor-tancia regional.

El material bibliográfi co producido es resultado del esfuerzo del sector público y el sector privado. En el primero se ubican las cuatro editoriales universitarias públicas más la editorial es-tatal. Este sector se ha profesionalizado bastante permitiéndole diversifi car su producción y obteniendo un libro cada vez mejor concebido desde el punto de vista formal y de contenido. Esta característica de su producción le permite competir con otras casas editoriales dentro y fuera de nuestras fronteras.

El sector privado está compuesto por casas editoras nacio-nales y extranjeras cuyo énfasis en materia de producción se ha dado en la fabricación de libros de texto para los diferentes niveles del sistema educativo.

Las cifras de las obras producidas anualmente son un indicador de que Costa Rica se dirige hacia lograr la meta de ser un productor, exportador e importador bibliográfi co de importancia regional

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Difusión y venta de libros

Hoy, 150 años después del estableci-miento de la primera librería comercial, funcionan varios cientos de librerías, bazares y puestos de libros, que en suma, ofrecen aproximadamente un punto de venta por cada diez mil habitantes.

Otros instrumentos importantes de difusión son: la Feria Internacional del Libro en Costa Rica y las ferias regiona-les que realiza la Cámara Costarricense del Libro en diferentes lugares alejados de la capital, al igual que las actividades conmemorativas del Día Internacional del Libro y otros eventos académicos que tienen lugar en instituciones públi-cas y privadas. Deben resaltarse aquí las diferentes campañas de lectura que se realizan en forma conjunta entre los medios de comunicación, instituciones públicas y empresas, así como la difusión que hacen las bibliotecas públicas y las de los centros educativos desde la educación primaria hasta la univer-sitaria.

En el ámbito de la exportación es importante señalar que en Costa Rica ya varias editoriales —entre ellas la Editorial Tec-nológica de Costa Rica, la editorial de la Universidad de Costa Rica, la editorial de la Universidad Estatal a Distancia, la edi-torial del Instituto Nacional de Biodiversidad (inbio)— inicia-ron en los últimos años su incursión en el mercado latinoame-ricano del libro.

Obstáculos

Entre los principales obstáculos que se enfrentan pueden citar-se los siguientes:■ ausencia de una política integral de incentivos por parte del

estado, que contemple medidas que consideren la produc-ción de libros como verdadera industria;

■ ausencia de planes crediticios para el sostenimiento o crea-ción de nuevas empresas editoriales capaces de competir nacional e internacionalmente;

■ idea recurrente de ponerle impuestos a los libros, cada vez que se piensa en planes fi scales, e

■ incremento en las diferentes prácticas o modalidades de reproducción ilegal de obras, que violentan la propiedad intelectual.

Organizaciones del sector del libro

Este sector cuenta con las siguientes instancias de organiza-ción:

■ Asociación de Autores de Obras Literarias, Artísticas y Científi cas de Costa Rica, conocida como Asociación de Autores de Costa Rica. Fundada por ley en el año 1962 y cuyo objetivo principal es velar por la defensa de los dere-chos de autor y por la difusión y comercialización de sus libros. Posteriormente se crearon la Asociación de escrito-ras costarricenses y la Asociación de escritores independien-

tes, así como otras que funcionan regionalmente en ciuda-des como Turrialba, Pérez Zeledón y Liberia.

■ Cámara Costarricense del Libro, creada el 3 de agosto de 1978; es la única organización que agrupa a autores, edito-res, distribuidores y libreros del país. Durante su existencia ha dedicado todos sus esfuerzos al crecimiento, fortaleci-miento y profesionalización de todos sus asociados, así como a la red nacional de circulación del libro, tanto nacio-nal como extranjero. Lucha por la defi nición y puesta en práctica de una política integral que favorezca los aspectos de la creación, producción y venta de libros. Por esta razón, una de sus prioridades es conseguir nuevos instrumentos que ayuden en la concreción de los objetivos y metas em-presariales e institucionales.

■ Consejo Nacional del Libro, creado con la participación de la Cámara Costarricense del Libro, el Ministerio de Cultu-ra, Juventud y Deportes, Cerlalc, en junio del 2004, por la vía de un decreto ejecutivo. Este consejo representa hoy un importante instrumento, producto de la conjunción de vo-luntades de los sectores público y privado; y de la sociedad civil, en bien de la cultura nacional y particularmente en la defi nición de una política nacional del libro y la lectura en Costa Rica. Dentro de las tareas que ya ha realizado se en-cuentra la elaboración del documento “Política Nacional del Libro, la Lectura y Escritura” para ser suscrito por las autoridades correspondientes.

■ Asociación costarricense de derechos reprográfi cos (Acode-re); creada en el 2002, con la fi nalidad de luchar contra las prácticas y modalidades de reproducción ilegal de obras.

A manera de conclusión, podemos decir que el libro en Costa Rica, ha venido ganando presencia en la vida cultural de nues-tra sociedad, coyuntura que favorece la meta del país de llegar a constituirse en un centro bibliográfi co de producción, im-portación y exportación de importancia regional, si preserva-mos las condiciones que han hecho viable el desarrollo de las actividades ligadas a la industria del libro en las últimas déca-das, y si se generan nuevas políticas que permitan afrontar adecuadamente los retos de los cambios económicos, las trans-formaciones sociales y el desarrollo tecnológico. G

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Confesiones de un “fondista” impenitenteMario Gallardo

La patria también se hace con libros, y Honduras no es la excepción. Veamos en seguida cómo la letra impresa ha servido para dar forma a esta nación (y al propio autor de estas líneas, fervoroso lector de las obras del FCE) y cómo el futuro editorial va despejándose de nubarrones

La historia de Honduras se puede escribir en una lágrima

Rafael Heliodoro Valle

¿Qué entendemos por “cultura”? Hoy se acepta mayoritaria-mente una concepción básica de cultura como el conjunto de valores, ideas, percepciones y pautas de comportamiento de grupos y colectividades que dan forma y estructuran a las insti-tuciones y a las conductas de una sociedad dada, en un periodo de tiempo determinado. Es decir que la cultura provee el marco de referencia, por intermedio de los sistemas de representación (conceptos, símbolos, etcétera), a través del cual las sociedades tratan de interpretarse a sí mismas y al mundo. Y éste es un proceso dinámico, que se reconstruye cada cierto tiempo en razón del fl uir de la conciencia colectiva de los pueblos.

Por otra parte, en América Latina ya se ha señalado que la “revolución necesaria” es de carácter cultural, como bien ad-virtiera Fernando Henrique Cardoso, porque sólo reafi rmando nuestra identidad podremos asumir “los retos de la globaliza-ción y de la gobernabilidad”. Al entrar en juego el tema de las identidades —concepto que en el pasado se intentó manejar en singular, en un necio afán por evadir no sólo su esencia plural sino su condición diacrónica, en la medida en que se constru-yen en cada época histórica— debe recordarse que éstas habi-tan en el patrimonio cultural y que uno de los ámbitos privile-giados de este patrimonio gira alrededor del libro.

En torno al libro, además, se gesta toda una serie de proce-sos culturales, incluso los que ocurren fuera de las llamadas fronteras nacionales, y éstos circulan a través de redes trasna-cionales, creando lo que Néstor García Canclini defi ne como “audiencias de mensajes desterritorializados”. Y es quizás este concepto el que mejor precisa tanto las condiciones actuales del panorama cultural en Honduras como la infl uencia que ha tenido el Fondo de Cultura Económica en esta parcela de la América Central.

Porque en un país víctima de un aislamiento brutal —como deja entrever el epígrafe de Heliodoro Valle—, donde incluso la comunicación con sus vecinos del istmo ha sido más una aspiración que una realidad, donde la cultura tradicionalmente ha sido relegada al desván de los objetos inútiles, la única puer-ta posible de acceso al mundo siempre fueron los libros.

Al repasar nuestra historia se hace evidente el papel funda-mental que el libro ha desempeñado: nuestro gran pensador del siglo xix es José del Valle, hombre culto que había leído todo lo que se podía leer en aquella época; y nuestro héroe por antonomasia, el unionista Francisco Morazán, trajo la primera

imprenta que funcionó en Honduras, convencido como estaba de que la revolución posible debía basarse en el mágico poder de la letra impresa antes que en la fuerza ominosa de las armas; años después Froylán Turcios, otro lector inveterado, siempre al día con las novedades europeas, recogía la estafeta y plantea-ba una estética de la dignidad en medio de la barbarie que le rodeaba; luego vendrían sus herederos inmediatos, como el genial Rafael Heliodoro Valle, polígrafo infatigable que, de-cepcionado por la mezquindad de sus paisanos, encontró en la patria grande mexicana el espacio vital en que fl oreció su ince-sante actividad.

Y es que si el adagio francés señala que, “detrás de cada gran hombre, busca a la mujer”, en Honduras puede afi rmarse que, detrás de cada gran hombre, hay que buscar su biblioteca. Si repasamos los primeros tres cuartos del siglo xx veremos a varios intelectuales alternando su ejercicio creativo con la acti-vidad política ciudadana: Arturo Martínez Galindo, nuestro gran prosista moderno que también fue diputado del Congreso Nacional y cuya vida fue segada por la estúpida violencia del cariato; y el patriarca de la poesía nacional, Oscar Acosta, que hizo de la diplomacia el ejercicio vital que complementó su sólida formación hasta convertirlo en el hondureño internacio-nal por excelencia. A la par, con indeclinable visión crítica, Roberto Sosa construía paso a paso “el puente interminable hacia la dignidad por el que pasarían los hombres humillados de la tierra”. La actividad de estos “padres fundadores” hizo posible el gradual surgimiento de una conciencia nacional que sirvió de base para fraguar un proceso cultural que, tras sus balbuceantes inicios, apunta a fortalecerse después del fi n de las dictaduras militares y la gradual consolidación del régimen civil a partir de mediados de los años ochenta.

La vida cultural en Honduras se vio favorecida por estos procesos, que fueron defi niendo un panorama más alentador —y, sobre todo, al margen de las escuálidas propuestas ofi cia-les, que no han pasado de crear una burocracia pseudocultural sin pies ni cabeza, sujeta a planifi caciones de cuatro años de edad que la marcan al paso de cada nueva administración—. Y así, en medio de los tira y afl oja propios de la vida en América Central, donde lo efímero parece ser la categoría que todo lo marca, que todo lo defi ne, fueron surgiendo algunas propues-tas culturales interesantes: librerías más grandes y mejor surti-das, nuevos grupos literarios y teatrales, escenarios más mo-dernos y teatros privados de mayor aforo, museos y casas de la cultura en provincia, acciones que ya apuntan a una nueva eta-pa de descentralización que nos lleva a abandonar la idea de Tegucigalpa como el “polo civilizador” del país, en la medida en que la mayor parte de estas nuevas instituciones se ubican fuera del rancio ámbito capitalino.

En fi n, si vamos a arriesgar una conclusión en torno a las características de la vida cultural en el momento actual en Honduras, tendríamos que colocar el término descentraliza-ción en primer plano, entendido como la recién adquirida conciencia de que, y quizá por vez primera en nuestra historia,

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ya la capital no es ningún foco de cultura o de poder; que el “centro” se ha perdido y que debemos buscar en los “márge-nes” las claves de nuestra identidad, de nuestro patrimonio, de nuestra cultura. Y cuando me pregunto, que es como si inte-rrogara a los miembros de mi generación, cómo fue que se llegó hasta este momento, la lectura y los libros vuelven a apa-recer en un papel protagónico, en la medida en que las ideas de libertad e independencia intelectual que nos transmitían nues-tros autores favoritos fueron fraguando en nuestras mentes en oposición a las visiones canónicas que en la década de los setenta tenían calidad de axioma. Y cuando vuelvo a preguntarme cómo fue que llegamos a esta nueva declaración de independencia es que cobra vida el neo-logismo que acuñé para el título de este brevísimo acercamiento. Pero ésa es otra historia, muy personal.

Un “fondista” impenitente

Tras rechazar la primera acepción que de la palabra fondista nos ofrece el drae, “Persona que tiene a su cargo una fonda”, y tampoco contento con la segunda, “Deportista que participa en carreras de largo recorrido”, me decanto por provocar la alarma en la sede de la calle Felipe IV al plantear un tercer signifi cado: “Lector apasionado de los libros del Fondo”, por ser la que se ajusta con mayor precisión a lo que ha sido mi relación personal con esta editorial desde hace no menos de veinte años.

El primer libro del Fondo que tuve en mis manos fue La rama dorada, de James George Frazer, un verdadero hallazgo para alguien que por aquel tiempo prácticamente sólo leía lite-ratura y teoría literaria, para quien los términos antropología y religión no representaban un interés primario. Sin embargo, de la mano de Frazer fui descubriendo lo que iban a ser mis pa-siones “secundarias” después de la literatura: la antropología y la historia de las religiones.

En aquel tiempo, a mediados de los años ochenta, el mejor lugar para encontrar libros con el sello fce era una librería ubicada en el centro de San Pedro Sula, ahora desaparecida, que se llamaba The Book Store. Allí, junto a un despliegue casi promiscuo de las baratísimas ediciones del Libro Amigo (Bru-guera), podían verse las selectas colecciones del Fondo. Y así, visita tras visita, fui estableciendo una relación de dependencia,

similar a la de un drogadicto con su proveedor. Apenas entraba a la librería lanzaba la pregunta obligada: “¿Vino algo nuevo del Fondo?” Luego me sumergía en los títulos de mis coleccio-nes favoritas: Breviarios, Lengua y Estudios Literarios, y no digamos la colección Popular, cuyos textos eran los más ase-quibles para mi precario bolsillo de estudiante; pero también estaban los textos de Filosofía y Antropología.

Uno a uno fueron llegando a mis manos toda clase de joyas bibliográfi cas avaladas por las fi rmas de sus autores: Auerbach, Levi-Strauss, Re-yes, Cohen, Fuentes, Thompson, Cur-tius, Eliade, Jakobson, Paz y muchas más, las que ahora lucen sus lomos des-teñidos en los anaqueles de mi modesta biblioteca. Pero también los prestaba y los discutía con los amigos. Era nuestra manera de extendernos a otros ámbitos, de reafi rmar nuestra propia cultura, a la vez que nos manteníamos atentos y re-ceptivos a las ideas de otros pueblos,

representados por sus plumas más brillantes.De esa época también recuerdo el suplicio de Tántalo que

representaba ver y desear todos, absolutamente todos los tex-tos que integraban el catálogo del Fondo —el que alcanzába-mos a atisbar leyendo las últimas páginas de cada nueva edi-ción—, que después descubriría (¡o confi rmaría!) como uno de los más ricos y variados de Iberoamérica.

A través de los libros del Fondo también aprendí a descubrir una de las literaturas que más admiro, la mexicana. Aunque con-fi eso que la leí de manera desordenada, casi caótica, en un desfi -le donde a Juan de la Cabada sucedía Juan Pérez Jolote, mientras que a El diosero le seguía Octavio Paz, y así sucesivamente ven-drían Pellicer, Rosario Castellanos, Fuentes, Alfonso Reyes. Y de esta manera aprendí a amar a un país con el cual tenemos una historia compartida, hecho que casi nunca se reconoce, y del que extraje modelos y lecciones siempre pertinentes.

En conclusión, de mi particular relación con el Fondo de Cultura Económica no sólo obtuve la certeza de que el libro es un objeto vivo, dinámico, sensible a las transformaciones socia-les, fuente inagotable de conocimientos, donde no sólo alcancé la completa satisfacción de mis inquietudes intelectuales, sino la conexión más íntima con mi identidad latinoamericana, uni-versal. De ahí una deuda plenamente asumida, que hoy he in-tentado saldar, al menos parcialmente, con estas modestas confesiones. G

En América Central, donde lo efímero parece ser la categoría que todo lo marca, fueron surgiendo algunas propuestas culturales interesantes: librerías más grandes y mejor surtidas, nuevos grupos literarios y teatrales, escenarios más modernos y teatros privados de mayor aforo, así como museos y casas de la cultura en provincia

El libro y el poder en HondurasRodolfo Pastor Fasquelle

El libro es mucho más que papel impreso: es un mecanismo que permite, en palabras del autor de este ensayo, practicar “una arquitectura de la razón”. Por ello, es imprescindible fomentarlo en la sociedad, a sabiendas de que casi por fuerza su impacto estará limitado a grupos minoritarios

“Los políticos saben poco o nada”, decía hace poco con mala leche un técnico del bid, y yo agregaba: “pero saben lo indis-pensable”. Hace bien leer cualquier cosa y quizás es indispensa-ble: rótulos y mapas, mensajes de celular, por supuesto periódi-cos y revistas. Alguna vez escribí un ensayo titulado “Para qué

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leer”, en el cual alegaba que la lectura te ayuda a desarrollar particulares destrezas lógicas, enseña a enfocar y conceptuar problemas de un modo que sólo puede enseñar lo escrito. Y luego hay de libros a libros, y ha habido siempre malos y buenos y peores. Y es imposible leerlos todos, como presumía un poeta francés decimonónico. Así que habrá que esco-ger. Pero un libro es otra cosa.

Muchas organizaciones manifi estan hoy preocupación por el libro. En la Coordinadora Centroamericana de Cul-tura acabamos de celebrar un convenio con Cerlalc. Se pretende impulsar leyes, construir bibliotecas e instituciones pú-blicas, animar los mercados del libro y los intercambios, buscar estímulos, exenciones y otros apoyos técnicos a la industria, mercadearlos en internet y extender las ferias nacionales e internacionales. Se forman co-misiones y se habla mucho. Se habla de “masifi car al libro” en una sociedad de masas. Ambivalentemente, porque por un lado se manifi estan preocupaciones y, por otro, entusiasmos quizá no bien fundamentados. Nada le oculta al historiador la im-portancia cardinal del libro en el origen y desarrollo de la civi-lización. Las primeras civilizaciones alrededor del mundo se fundaron sobre libros. Quizá las dos excepciones sean la incai-ca y la hindú, que se fundamentó muchos siglos en la tradición oral. Permítaseme sin elaboración, hacer al culto lector un re-cordatorio breve.

La civilización mesoamericana antigua estaba expresada en los códices que pintaban los escribanos, los “de la tinta negra y roja”, códices ferozmente perseguidos, cuyos sobrevivientes han servido para descifrar las demás manifestaciones de su cultura. Igual sucedió en el antiguo Egipto y la Grecia preclá-sica. Muchos de esos primeros libros sobreviven como patri-monio mundial: el Libro de los Muertos, las epopeyas de Ho-mero. Y lógicamente muchos eran libros sagrados. No en vano los musulmanes vienen hablando, desde hace siglos, de “los pueblos del libro”, refi riéndose a los antiguos cánones hebreos más la adición de los evangelios cristianos y el Corán, sobre los cuales siguen sustentados nuestros valores fundamentales. Y ése es el punto al que quiero llegar: los libros han sido las con-densaciones de los códigos colectivos, de los valores comparti-dos sobre los cuales se fundan las civilizaciones y sin los cuales no pueden sobrevivir.

Por eso no me afl ijo. Si se pierde el libro, será el menor de los males. Pero no falta quien dice que ya ha llegado el fi n. Que el libro ha pasado a ser obsoleto (lento e inefi caz) como vehículo transmisor de información. Y es cierto que también han servido los libros, como los manuales técnicos, algunas obras de referencia, diccionarios y enciclopedias, para trasmitir información. Como cierto es también que hay cada vez más medios que pueden trasmitir incluso mayores cantidades de información de las que caben en el libro, y con más agilidad. Y bien puede ser que para esa clase de transmisión llegue a ser dispensable el formato libro. Para informarse usted puede es-cuchar radio, ver televisión inteligente (que la hay), consultar internet o un cd.

Pero eso es irrelevante: precisamente porque no se trata de información. Un libro siempre es más: no es sólo una re-copilación de información, ni un con-junto de folios encuadernados (al fi n existió antes, en forma de rollo o como un biombo desplegable), y a veces sólo contiene imaginación o especulación, en vez de datos; es el soliloquio de un sabio o de un loco, o el simposio de fi lósofos o poetas.

Aun cuando a veces esté fraccionado en segmentos más o menos cortos —ca-pítulos, párrafos o versículos—, sus seg-mentos están conectados. El libro es por excelencia un método del pensamiento, una arquitectura de la razón, del logos, que aspira a abarcar una totalidad y una complejidad integrales, que explora to-das las dimensiones de un concepto o

pretende abarcar todos los sentimientos que se pueden tener alrededor de un tema. Y por eso mismo, leer libros es más que leer. Requiere de una destreza especial y no sólo el dominio de un abecedario o un diccionario. Exige y enseña a pensar y a imaginar de manera sostenida. Quizá leer libros sea entonces consustancialmente una actividad de elite, de la elite que nece-sita dominar esa arquitectura, dominar totalidades del intelec-to, del universo racional, al fi n y al cabo tan inferiores a las del universo real o imaginable. Y entonces la masifi cación no va a ningún lado: está condenada a fracasar. Y el ocaso el libro au-gura el colapso de la organización social y, por ende, de la ci-vilización a la que da origen, al igual que la pérdida del sistema de valores, de los códigos colectivos, de las elites legítimas, de esa “aristocracia de la inteligencia” en que cree Facundo.

Por ahí en el gabinete decía hace poco el presidente (of all people) lo que vienen diciendo desde hace décadas los fi lósofos, los epistemólogos: que el mundo no es racional ni lógico, que nosotros le imprimimos una racionalidad, cada uno a su mundo. Agrego entonces yo que la sociedad necesita elites, necesita gen-te capaz de imprimirle racionalidad colectiva al mundo compar-tido, para que la conduzcan, y ha de ser gente que escriba y lea libros, así como un caballero necesita haber escrito un libro, criado un hijo y sembrado un árbol, para merecer tal título.

Si los dirigentes de una sociedad perdemos esa capacidad para ver el bosque, para identifi car un sistema, para conectar el principio con el fi n de la historia, para entender el drama y el papel de cada uno de los actores sobre el escenario, para conec-tar las acciones aparentemente dispersas y precisamente disco-nexas, entonces el centro cede, se pierde la fuerza centrífuga de la organización que fundamenta una comunidad. Si los diri-gentes ya sólo ven parcelas o árboles, dejan de ser los generalis-tas indispensables que saben poco, pero ese poco es lo esencial, y entonces los gobiernos incurren en la tecnocracia. Por eso también debería ser evidente que, si queremos desarrollar una genuina democracia, el demos tiene que leer. Leer libros. Y aunque no tengamos entonces para todos ni para la masa, te-nemos que tener libros para el pueblo, que son muchos. En ese contexto entiendo, sin afl icción ni sobresalto, el papel de las editoriales del estado —como el Fondo de Cultura Económi-ca— en democracias incipientes como México u Honduras. G

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Biografía y autobiografía noveladasMargarita Carrera

En este recuento personalísimo de la relación entre su vida y su obra, Carrera nos lleva con extrema honestidad a las bambalinas de su escritura, donde pasiones de todo tipo dan forma a los libros. Y presentamos luego un fragmento de En la mirilla

del jaguar, reeditada hace un par de años por el Fondo

En la mirilla del jaguar

La fi gura de monseñor Juan Gerardi me apasionó desde el momento en que fue vilmente asesinado. Y se le asesinó el 26 de abril de 1998, dos días después de haber hecho entrega pú-blica de una valiente y magistral obra que recogía los testimo-nios de víctimas y victimarios durante el confl icto armado que sufrió Guatemala por más de 36 años. El documento Guatema-la, nunca más consta de cuatro voluminosos tomos. Desde en-tonces empecé a leer todo lo relativo a la vida y obra de Gerar-di. Al mismo tiempo recortaba todas las noticias que, sobre el crimen del obispo, salían en los periódicos. Ya por el año 2000, tomé la decisión: debería escribir una biografía sobre este gran hombre. Pero no era sufi ciente todo lo que había leído; además necesitaba entrevistar a las personas que lo habían conocido. Creo que lo que me armó de valor y paciencia fue la admira-ción, convertida en pasión, por la fi gura de este varón que ha-bía tenido la valentía y el talento de hacerse cargo de la memo-ria histórica sobre la violencia política en Guatemala: las graví-simas violaciones a los derechos humanos de las personas y comunidades indígenas durante aquella guerra sucia, en donde se torturó, asesinó y se hizo desaparecer a comunidades ente-ras, al mismo tiempo que barría con lo más selecto de la inte-lectualidad guatemalteca. Así, Guatema-la se quedaba hundida en el pavor y huérfana de aquellos ciudadanos ilustres que podían escribir sobre su verdadera y cruel historia por siempre silenciada.

Después de entrevistar a múltiples personas que habían tenido contacto di-recto con monseñor, alguien me presen-tó al hermano Santiago Otero, la perso-na que mejor conocía al obispo y más había escrito sobre él. Sobre todo: Juan Gerardi, testigo fi el de Dios, una obra de 412 páginas que recoge discursos, comunicados de prensa y documentos varios que este santo varón había publicado. Ahí está el pensamiento vivo de monseñor. Antes de conocer a Ote-ro, yo ya había leído esta obra, de la cual extraía su dramática vida y su lucha por conocer la verdad. Por eso, cuando nos hi-cimos amigos con el hermano Santiago, ya tenía alguna infor-mación sobre el obispo. Pero al mismo tiempo que me reunía periódicamente con él, éste me llevaba otros libros y documen-tos que me develaban aún más la personalidad de Gerardi. Con Otero nos identifi camos de inmediato: coincidíamos en el amor

y veneración por Gerardi. Una vez reunida una vasta informa-ción sobre monseñor, me encontré con un dilema: ¿escribiría una biografía del obispo? Aquello que fue mi primera inten-ción, no me pareció tan apasionante como escribir una biogra-fía novelada sobre él. Así, con base en una amplia bibliografía, una mañana me senté a redactar los momentos más dramáticos vividos por Gerardi, a partir del primer intento de asesinarlo: “El coronel Rodolfo Lobos Zamora, comandante de las Briga-das militares del Quiché y Huehuetenango, había dado la or-den: —Que lo atalayen y le den muerte, igual que a los otros curas…” Todo cuanto iba novelando respondía a hechos verídi-cos, empezando por los nombres de los militares. Lo mejor de esta biografía novelada es que me identifi qué tanto con Gerardi que, a la manera de Flaubert con su Madame Bovary, yo también puedo decir que, en la biografía novelada, yo soy Gerardi.

En la mirilla del jaguar. Biografía novelada de monseñor Gerar-di consta de 16 capítulos y un epílogo. Cada capítulo pone en escena al obispo, rescatando lo más valioso e interesante de su vida. Enlazados los capítulos unos con otros, la obra se lee fá-cilmente y, según opinan los lectores, una vez que se empieza la obra no se la abandona hasta terminarla. Porque la vida de monseñor está llena de anécdotas apasionantes. No se trata de cualquier obispo, se trata de “el obispo” que dio la vida por mostrar toda la verdad que sufrió el pueblo guatemalteco. Ma-sacres, genocidio, torturas. Y monseñor yendo a reclamar personalmente a los militares guatemaltecos por la violencia que ejercían en contra de los más humildes. Lo que más me satisface es que la crítica afi rma que con tal biografía novelada se ha logrado rescatar la imagen viva de monseñor: su espíritu valiente e indomable, también su drama y su tragedia. El epí-logo consta de breves páginas. En él se relata el crimen de que

fue víctima este mártir de la paz después de entregar Guatemala, nunca más.

Por el 2004, dos periodistas y escrito-res extranjeros, seguramente pagados por la derecha recalcitrante de Guate-mala y por el ejército, lanzaron un libro que durante semanas ocupó los titulares de la prensa guatemalteca. El título era atractivo: ¿Quién mató al obispo? Me pa-rece que fui la única que —a través de mis columnas periodísticas— se enfren-tó a Maité Rico, una de sus autores.

Pero, en lugar de borrar mi libro En la mirilla…, lo promovió aún más. La obra de estos mercenarios se ocupaba únicamente del asesinato de Gerardi, tratando de salvar a los militares cul-pables. En absoluto se ocupaba de la vida y obra del obispo. En la actualidad (marzo de 2006) En la mirilla del jaguar lleva ya dos ediciones y es obra de consulta de estudiantes de escuelas, colegios y universidades. En pocas palabras, ya forma parte de la historia de Guatemala. Y lo más gratifi cante: la fi gura de monseñor continúa viva, más viva que nunca después de haber-la rescatado en una novela fácil de leer. Pero todo esto no hu-

Lo que me armó de valor y paciencia fue la admiración por la fi gura de este varón que había tenido la valentía y el talento de hacerse cargo de la memoria histórica sobre la violencia política en Guatemala: las gravísimas violaciones a los derechos humanos de las personas y comunidades indígenas durante aquella guerra sucia

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biera sido posible si el Fondo de Cultura Económica no hubie-ra tenido el valor de acogerla y publicarla, sin olvidar a Sagra-rio Castellanos (ex gerente del fce), quien, a pesar del natural pánico, se atrevió a lanzar la primera edición. Me es sumamen-te grato ver ahora circular por todas las librerías de Guatemala una segunda edición, lanzada en septiembre de 2005 y realiza-da con verdadero esmero, en la que sobresale el cuidado de la edición por José Luis Perdomo Orellana y la diagramación de Julio Larios Mejía.

Carolina Escobar Sartí (Prensa Libre, 22 de junio de 2002) escribió: “Margarita hizo una obra que se lee de corrido, y su palabra contribuye a alimentar la memoria de un pueblo fre-cuentemente desmemoriado. Ella se atreve a nombrar lo in-nombrable y construye una posibilidad una posibilidad de in-terpretar lo sucedido a la luz de una investigación rigurosa y profunda. El eje conductor de la obra es la angustia de Gerardi frente a las múltiples amenazas recibidas a lo largo de su vida […] En esta obra la represión de lo oscuro deja de ser sombras sin formas; aquí Carrera le pone nombre y apellido a todos sus personajes. Y no inventa ninguno, porque da el nombre com-pleto de aquellos que —según su investigación— alguna vez estuvieron involucrados con el caso Gerardi…”

Sumario del recuerdo (Memorias: 1929-1981)

Las memorias constituyen todo un desafío para cualquier au-tor. O bien se relata la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, o bien se la altera y se aleja de su verdadero propó-sito: un documento o testimonio del escritor y su tiempo. En mi caso, las memorias se inician en el mes de agosto de 1929, cuando mi padre, Antonio Carrera Wyld, se suicida un mes antes de que yo naciera. Su herencia: deudas y el dolor de una madre embarazada, Josefi na Molina Llardén de Carrera. De manera que nazco el 16 de septiembre de ese mismo año, bajo el signo de la muerte, de la pobreza y de la falta de amor. Du-rante los primeros años de mi vida, fui víctima de un asma que me hizo agonizar. Una niña enfermiza y abandonada por su madre, a quien una mujer indígena rescata cuidándola y pro-porcionándole amor. La última hija de una familia que parece maldita: un padre suicida, una madre hundida en la miseria, la cual no puede dejar de rechazarme. Siete hijos: la primera nace muerta, los otros, principiando con Estelita, gozan de épocas mejores. Pero Estelita, bella y amadísima, muere a los cuatro años. Luego nacen Isabel, Antonio, Thelma y Roberto.

Sumario del recuerdo está dividido en cuatro etapas: niñez, adolescencia, juventud y madurez. Si aceptamos la teoría freu-diana de que infancia es destino, no es extraño que mi vida esté bajo el estigma del dolor y la soledad. Hundirme en la búsque-da de mi niñez perdida fue el primer trago amargo que hube de afrontar al escribir mis memorias: una madre que nunca me dirige la palabra; unos hermanos que parecen extraños y una nana —María López— que es la única que me ama al mismo tiempo que me sobreprotege y reprime; Guatemala, sumida bajo la dictadura de Jorge Ubico. Luego, mi formación (¿o deformación?) en un colegio católico en el cual imperaba el fanatismo religioso. Mi tía abuela Albertina Molina, la directo-ra y dueña. Víctima, más adelante, del abuso de los huéspedes que mi madre acoge para poderle hacer frente a la economía de la casa. Con todo, durante mi niñez, gozo intensamente cuando mi madre nos lleva a las fi ncas de parientes y amigos

ricos. A los 8 años, mi primera comunión que, en alguna for-ma, marca mi vida. Sin embargo, ser la mejor del colegio y obtener —durante dos años seguidos— la “Medalla de exce-lencia”, me lleva a descubrir mi propio talento. Otra tabla de salvación; el amor a los libros. Leo mucho. La primera revela-ción: Los miserables de Victor Hugo.

Después de la revolución de octubre de 1944, con la caída de la dictadura ubiquista, entro en la adolescencia: una vez graduada de secretaria comercial y mecanógrafa, a los catorce años, mi madre me pone a trabajar con mi primo Antonio Goubaud Carrera, antropólogo destacado que, durante aquella época, 1944, trabajaba con la Carnegie Institution que funcio-naba en Guatemala. El trabajo en una casa solitaria, de 8 a 12 de la mañana y de 2 a 6 de la tarde. Lo poco o mucho que gano me lo arrebata mi madre, quien logra casar a mis hermanos mayores con millonarios. Después de un año de trabajar para mi primo, mi vida cambia para mejorar: se me contrata para ser la secretaria del doctor Paul Nesbitt, un enviado de Rockefeler Center con el fi n de realizar el traslado del Museo de Arqueo-logía a otra instalación más adecuada. Ahí vivo los mejores años de mi adolescencia. Época de la revolución, cuando Gua-temala goza de libertad y hay una gran apertura a la cultura. Al museo llegan a trabajar artistas, escritores e intelectuales que infl uyen en mi vida. Decido entonces mi destino: seré escrito-ra. Todavía no he cumplido los 18 años.

Al llegar a esta edad, mi juventud continúa sumida en la pobreza. Sin embargo, después de ir a la Escuela Nocturna de Farmacia se publica mi primer libro, Poemas pequeños, y conoz-co mi primer gran amor. El gobierno de Washington da un golpe de estado al presidente Jacobo Árbenz en 1954. Deca-dencia y falta de libertad. Me gradúo de bachiller y entro a la Facultad de Humanidades a estudiar letras. Se publican Poesías (mi segundo poemario) y Corpus poeticum de la obra de Juan Diéguez. Con este último trabajo obtengo el título de licencia-da en letras (la primera mujer). Se me nombra catedrática de humanidades de la usac. Luego, me caso en 1956 y empieza otra tortura: mi marido con una enfermedad incurable: mania-co-depresivo. A pesar de todo, doy a luz a dos hijos. Después de siete años de casada, logro separarme de mi esposo. He de hacer de padre y madre. Pero el amor a mis hijos me sostiene. Ya separada, empiezan mis primeros viajes al extranjero y mis primeros amantes: dos norteamericanos en Miami y un guate-malteco, que también trabajaba en la Universidad de San Car-los. De 1964 a 1969 se da la represión en la usac con la crea-ción de la llamada “Escuela de Estudios Básicos”. Las dictadu-ras militares recrudecen y empiezan las torturas, asesinatos y desaparecidos contra universitarios, intelectuales y escritores. También los genocidios.

El último de mis amantes (el de Guatemala) me abandona. Entro a la madurez. Dos libros más: Desde dentro y Poemas de sangre y alba. En 1967 soy nombrada académica de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente a la Real Española (la primera mujer que ingresa a tal institución). En 1970 se me nombra Jefe de Publicidad y Relaciones Públi-cas de la usac. Se vive la tiranía de Arana. Conozco a mi cuar-to amante y me enfrento al suicidio. Acudo a un analista. Un embajador de Suecia, mi quinto amante, logra que yo sea invi-tada durante dos meses a Europa: Suecia, Alemania y París (1972). Continúo mi tratamiento psiquiátrico y empiezo a leer a Freud. Escribo mi primer libro de ensayos: Literatura y psicoa-

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nálisis; el poemario Del Noveno Círculo, y una obra de teatro: El circo. En 1975 asisto al Centenario de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1976 (4 de febrero) es el terremoto. En diciem-bre, a mi nana la mata un carro.

En 1979 asisto a un congreso de escritores en Las Palmas de la Gran Canaria. Ahí conozco a mi quinto amante, un escri-tor argentino. Ese mismo año conozco a un hombre rico quien se enamora de mí y me propone matrimonio. Es asesinado al mes de estar saliendo conmigo. Da inicio el fatídico año 1980. Durante los primeros días se me nombra para ir a trabajar a la Real Academia Española durante cuatro meses, como miem-bro de la Comisión Permanente. Se da el genocidio en la Em-bajada de España el 31 de enero de 1980. España rompe rela-ciones con Guatemala. De todas formas me voy a Madrid a trabajar con la rae. Ahí veo a mi amante argentino y asisto a un congreso de escritores en París. En junio regreso a mi patria. Soy invitada a un congreso de creación femenina en Puerto Rico. Luego, a otro congreso en Caracas. El escritor argentino viene en 1981 a vivir un mes conmigo. Muere mi madre y rompo con el escritor argentino. Empiezo una nueva vida y, en 1982, soy fi nalista del XI Premio Anagrama de Ensayo, en Barcelona, con la obra Antropos (la nueva fi losofía). G

En la mirilla del jaguarMargarita Carrera

Inquieto y nervioso, Gerardi se revolvía en la cama, se levantaba, se sentaba, salía al corredor, volvía a entrar a su cuarto. No podía estar tranquilo. La tarde del 23 de junio del 94, había recibido por fax el acuerdo del gobierno para la creación de la Comisión del Esclarecimiento His-tórico (ceh), en donde se debía informar de todo lo acontecido durante el confl ic-to armado de más de tres décadas en Guatemala. Lo acababan de fi rmar las autoridades guatemaltecas de esa época. En primera instancia, se trataba de un pacto entre el gobierno y la guerrilla. Por eso Gerardi no estaba tranquilo ya que no confi aba en ninguno de los dos. Sentía que esta Comisión no podría cumplir con su cometido histórico. ¿Hasta dónde podría revelar toda la ver-dad histórica del confl icto armado? Una voz interna (¿la de dios?) le decía que había que escribir la verdad, toda la ver-dad y nada más que la verdad. El mundo entero tenía que saber de la barbarie. Había que revelar las masacres, las tor-turas, las violaciones de unos y otros. Y los integrantes de la ceh no lo harían, no lo podrían hacer. No importaba quiénes

fueran, de todas formas, no estarían ca-pacitados para penetrar en los abismos de la tragedia sufrida por el pueblo gua-temalteco.

Tenía que ser la iglesia quien diera el primer paso hacia la verdad de los he-chos y, en lo más profundo de su ser, sentía que dios lo había escogido, lo ha-bía señalado para dirigir tal trabajo. Hasta le parecía oír su voz crepitante desde el fondo de su corazón.

—Tú eres el elegido —le decía una y otra vez esa voz interna—. Eres el esco-gido, el cordero que se vuelve león para defender a su grey. Tú eres el elegido para dar a conocer lo que tu pueblo ha sufrido. Y contigo estará la verdad de cuanto sea dicho y divulgado.

Eran las tres de la madrugada. Toma-ba una y otra vez el papel del fax en donde se establecía la institución de la Comisión. ¿Podría revelar ésta todo el terror en que había estado inmersa la población indígena? Gerardi volvía a revivir aquellos gritos de dolor, aquellos alaridos, aquellos llantos, aquellas súpli-cas y los estertores de las más crueles agonías.

Dieron las cinco de la mañana. El obispo ya no pudo soportar seguir ence-rrado. Se puso un suéter y unos pants y, calzando sus tenis, salió de su casa de San Sebastián. La sexta avenida aún se hallaba desierta y hundida en las som-bras. De vez en cuando un motociclista repartiendo periódicos y uno que otro carro. Empezó a caminar rápidamente. Necesitaba cansarse para calmar un poco su estado de ánimo. Algo le hervía por dentro y se le venían a la mente las más crueles imágenes de lo vivido en El Qui-ché. Los cuerpos destrozados y atados a una ventana, los cadáveres de sus amigos los sacerdotes Gran y Villanueva. Y sus catequistas torturados y lanzados a la cuneta de la carretera, los ranchos que-mados, las atrocidades contra las inde-fensas aldeas… ¿Y qué decir de los indí-genas que llegaban a relatarle los horro-res de las masacres?

Aquello era demasiado. No podía quedar en la sombra y el silencio. Había que decirlo, gritarlo, pero, sobre todo, escribirlo. Como una memoria. Tal cual el “Informe Sabato” en la Argentina, tal cual lo habían hecho los chilenos y sal-

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vadoreños que también habían sufrido las mismas barbaries en sus guerras civi-les. Sólo que aquí, en Guatemala, había sido peor, mucho peor, en número de víctimas y en infamia.

Sin sentir había llegado al fi nal de la avenida del Hipódromo del Norte. El aire fresco le refrescaba la cara llena de sudor. Se secó con un pañuelo. Sentía que podía respirar mejor. Había corrido más que caminado. Eran las seis de la mañana y el sol empezaba a alumbrar. Se sentó en una banca, bajo una jacaranda. La calle estaba alfombrada con las fl ores violeta de las jacarandas. Las camionetas iniciaban la ruta del día; lentamente, la ciudad empezaba a cobrar vida. Después de descansar unos minutos, inició su re-greso a San Sebastián. Debía ofi ciar la misa de siete y luego salir para la curia. Estaba ansioso por comunicar a sus com-pañeros de trabajo el proyecto que había forjado en su mente durante la noche.

Desde que había empezado a trabajar en el proyecto de la Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), en 1994, Gerardi hacía caminatas hasta de cinco kilómetros. Al inicio del alba salía de la parroquia de San Sebastián, donde vivía, y se dirigía hacia el Hipódromo del Nor-te. Lo hacía no sólo por placer, sino por prescripción médica. Además, le ayudaba a descargar tensiones. Al regresar de sus caminatas, se bañaba, ofi ciaba la primera misa y, después de desayunar, leía los pe-riódicos. A las nueve y media o diez, se iba a pie a las ofi cinas de la odha, situadas en el Palacio Arzobispal. Allí permanecía hasta entrada la noche. Ya en casa, antes de acostarse, leía documentos latinoame-ricanos que trataban de las guerras inter-nas que se llevaron a cabo en Latinoamé-rica por los años setenta y ochenta. Entre ellos estaba el “Informe Sabato”, intitula-do Nunca más. Fue una de las lecturas que más lo había hecho refl exionar sobre la posibilidad de escribir algo semejante acerca de los crímenes de lesa humanidad ocurridos en Guatemala durante más de tres décadas.

Al día siguiente de haber recibido el fax sobre el acuerdo de la creación de la Comisión del Esclarecimiento Históri-co, Gerardi había hablado con monse-ñor Próspero Penados del Barrio, quien de inmediato apoyó su plan y, en octu-bre de 1994, solicitó formalmente a la odha que presentara el proyecto del Remhi a los obispos de la Conferencia Episcopal de Guatemala. Con el apoyo

de los obispos y sus diócesis, se confi rió al proyecto carácter interdiocesano.

El objetivo inicial del Remhi había sido dar una contribución al trabajo de la Comisión del Esclarecimiento Histó-rico. Édgar Gutiérrez, principal colabo-rador de Gerardi, afi rma que el proyecto nació de lo que Gerardi llamaba “un cambio de estafeta”. Platicando con él, Gerardi le decía:

—Si queremos dar el salto, tenemos que agarrarnos de la historia; tenemos que hacer como un cierre de la historia para proponer algo nuevo, y el motivo, o sea o “el gancho” fue el acuerdo de la Comi-sión del Esclarecimiento Histórico…

Gutiérrez cuenta cómo el 23 de junio del 94 Gerardi, muy emocionado, había llegado a su ofi cina a buscarlo.

—¿Ya leíste esta babosada? —le había preguntado.

En su mano blandía el fax. Se lo puso sobre la mesa y arguyó:

—Es el acuerdo de la creación de la Comisión del Esclarecimiento Histórico. Tardó dos años en fi rmarse y mirá lo que salió. Aquí está. Y no es sino un matrimo-nio contra natura: los dos bandos opues-tos se están cobijando con la misma toga. Por eso se me ocurre, ¿por qué no hace-mos nosotros algo? ¿Por qué no fortale-cemos el acuerdo? ¿Por qué no nos ade-lantamos y nos tratamos de abrir camino y marcamos pautas a la ceh?

Y así fue como nació el Remhi, sigue relatando Édgar Gutiérrez. Gerardi lo concibió no sólo en términos globales, políticos, sino en términos de lo que la Pastoral Social de la iglesia debería de hacer en la época de posguerra. Porque, como decía Gerardi, la iglesia había ve-nido acompañando el proceso de nego-ciación de la paz, sobre todo en lo con-cerniente a la reintegración de la pobla-ción desarraigada.

—Mirá, Édgar, los militares y los guerrilleros han tenido muchos años para discutir sus diferencias, para poner-se de acuerdo; han tenido que botar desconfi anzas; pero han tenido tiempo, han tenido espacio, les han pagado viajes y están los acuerdos allí, no son malos, pero no son la solución. ¿Por qué no pensamos en la gente que también que-dó dividida, que también quedó quebra-da, hecha lata, que tengan también el espacio para hablar y el tiempo y las condiciones para hacerlo, porque ellos también necesitan ponerse de acuerdo?

Así se expresaba Gerardi, haciendo, como acostumbraba, una dura crítica tanto a los militares como a los guerri-lleros. Porque lo que veía venir era que los acuerdos entre uno y otro bando en nada benefi ciarían al sufrido pueblo gua-temalteco, hundido en la pobreza. La

ley de reconciliación no resuelve los problemas de los de abajo —decía—, por eso el proyecto Remhi trabajará la verdad, trabajará la memoria que luego será un instrumento para la reconstruc-ción de las comunidades.

De manera especial se refería Gerar-di a la lealtad como un valor que debía de servir como punto de partida. Y es que él había sufrido muchas traiciones a lo largo de su vida; sabía que brindar amistad, una verdadera amistad, era difí-cil. Por eso era desconfi ado pero, cuan-do lograba comunicarse con alguien, establecía amistades profundas, para toda la vida.

Otra faceta importante de su perso-nalidad era su profundidad psicológica. Cuando alguien se acercaba a pedirle consejos, Gerardi procedía como un psiquiatra. No daba consejos, sino enta-blaba un método de preguntas y res-puestas. Y, como dice Édgar Gutiérrez, cuando vos sentías, vos mismo te estabas

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dando la solución; él te ayudaba a orde-nar el pensamiento, te ayudaba a anali-zar. Nunca te decía nada, nunca te daba consejos, nunca opinaba. Y en el trabajo era igual; casi siempre preguntaba ¿qué piensan ustedes de eso?, o ¿por dónde vamos a ir? Y cuando estaba de acuerdo, sólo decía, “bueno, entonces hagamos eso”. Y así te iba sacando las respuestas correctas o descubriendo tus verdaderos sentimientos. Por eso, cuando tenías problemas siempre pensabas en San Se-bastián, en ir a buscar a Gerardi…

En el primer momento se pensó que el Remhi serviría únicamente para auxi-liar a la Comisión del Esclarecimiento Histórico, a quien se le entregaría la documentación pertinente. Pero luego el objetivo se amplió porque se vio la necesidad que tenía la gente de hablar, de contar la tragedia que le había tocado vivir. […]

Entonces Gerardi decidió que cada diócesis contribuyera en ta elaboración del Remhi y encargó a Édgar Gutiérrez la supervisión de los trabajos. Entre ene-ro y marzo, afi rma Gutiérrez, se dedicó él y otro compañero a recorrer diócesis tras diócesis. Hablaban con los obispos, con el clero, con las asambleas. Todo ello tenía como fi n recoger datos de lo investigado. Entonces, a veces desorien-tados, acudían a Gerardi. Para orientar-los, Gerardi les mandaba estudiar los procesos de pacifi cación en Chile, El Salvador, Argentina.

—Averigüen qué han descubierto los chilenos, qué hicieron los argentinos, qué hicieron los guanacos… —Luego, les urgía la elaboración de una metodo-logía, en donde era fundamental recoger los testimonios de víctimas y victima-rios. Lo que más interesaba era la histo-ria de los sobrevivientes, su destino y proyectos de vida. Para ello, debían aprender a escuchar y facilitarles a las víctimas el desahogo de sus emociones. Así se estaba reconstruyendo una histo-ria que nadie, antes, había relatado.

Otro rasgo metodológico del Remhi fue que involucró, como historiadores locales, a personas representativas de las comunidades que habían sido golpeadas por la guerra. Según Gutiérrez, 800 hombres y mujeres, con buena reputa-ción entre sus vecinos como líderes loca-les, fueron escogidos a fi n de que se so-metieran a un intenso trabajo de prepa-ración. Este trabajo incluyó tres módulos de capacitación: 1] historia del confl icto

armado; 2] salud mental; 3] manejo de la entrevista. A estos líderes se les llamó “Entrevistadores de reconciliación” y “Animadores de la reconciliación”.

Se trabajaba, así, con gente de las propias comunidades que tuviera credi-bilidad, que no negara si había sido gue-rrillero o del ejército. Lo que interesaba era lo que las víctimas o victimarios tu-vieran en su corazón y en su mente. Con todo el material recogido se trataría de reconstruir el tejido social que había sido desgarrado.

En múltiples ocasiones, se topaban con sectas fundamentalistas que acusa-ban a la iglesia de ser la cabeza de la guerrillla, en otras se acusaba a los hace-dores del Remhi de abrir heridas. Hubo también quienes dijeran que se estaban despertando ánimos de revancha.

Con todo el material recogido, iban los directores del Remhi ante Gerardi. Lo buscaban en San Sebastián y se sen-taban a contarle cómo se estaba desarro-llando el trabajo. Él era el consejero que iba siguiendo paso a paso el proyecto y daba las soluciones. Pero había ocasio-nes en que se necesitaba su presencia. Entonces él se preparaba y llegaba al lugar en donde era requerido y discutía cuál debía ser la solución correcta.

Pero lo más difícil en la elaboración del Remhi era la diversidad de personas que reunía: católicos, sectas cristianas, gente con o sin preparación histórica, indígenas, ladinos, profesionales, pro-fesores, campesinos. Toda una amalga-ma de seres humanos que es difícil inte-grar. Había que lidiar también con celos profesionales, personales o institucio-nales.

Y de todo cuanto se recogía, ¿qué era lo prioritario?, ¿la información o el in-formante? Había quienes decían: lo im-portante es tener un trabajo sólido, da-tos exactos, fechas, nombres, contar cómo sucedieron los hechos. Otros en cambio, como los de la misión pastoral, se inclinaban por el lado humano: lo importante era la gente, sobre todo las víctimas que necesitaban alguien con quien compartir su dolor, con quien desahogarse.

Uno de los aprendizajes más valiosos en la elaboración del Remhi fue saber escuchar. Algo que Gerardi les había enseñado con el ejemplo. Al principio se hacían preguntas, pero pronto se descu-brió que lo importante era escuchar lo que la gente quería decir. Una vez que

entraba en confi anza, la gente empezaba a hablar, a desahogarse, a tener su catar-sis. Después de oír aquellos dolorosos y dramáticos relatos, se trataba de ayudar a la víctima para que saliera del abismo en que se hallaba inmersa y pudiera fo-calizar otros aspectos de su vida en don-de aún brillaba la esperanza. Se hacía hincapié en el valor que había necesita-do para poder sobrevivir. En pocas pala-bras, una vez creado el ambiente de confi anza, la gente se entregaba sin re-servas. Así, el primer trabajo fue recoger testimonios, pero no yendo a buscar a una persona en particular, sino sensibili-zando a la gente, explicándole qué era el Remhi a través de las parroquias, de las reuniones de grupo, a través de la radio y la televisión.

Se seguían los siguientes pasos: se repartían durante la misa unos folletos que se llamaron “guías de celebración” y eran utilizados por sacerdotes y cate-quistas. Estas “guías” no eran sino lectu-ras bíblicas, pero vistas en clave Remhi: el uso del testimonio como una práctica que había tenido lugar en la Biblia. Por-que de los libros sagrados están hechos a base de testimonios. Entonces la gente se daba cuenta que también necesitaba escribir la historia con base en sus testi-monios.

—Si no escribimos nuestros testimo-nios, no vamos a tener historia, no va-mos a tener raíces; entonces vamos a volver a vivir lo mismo, nos va a pasar lo mismo otra vez.

Los domingos, cuando la gente iba al mercado, se metía a la parroquia y decía: “Vengo a dar mi testimonio.” O durante la celebración de la ceremonia religiosa decía: “Quiero dar mi testimonio.” Por fi n se reunieron seis mil quinientos tes-timonios.

Había dos modalidades de testimo-nios: los individuales, casi clandestinos porque no había condiciones para hablar abiertamente; y los colectivos, comuni-tarios, donde alguien empezaba a hablar y otro completaba lo dicho; o donde se contraponían dos historias: la de la vícti-ma y la del victimario. Lo hermoso es que ahí mismo, los comisionados, los patrulleros decían:

—Miren, yo me arrepiento de todo esto, yo no puedo dormir, me volví alco-hólico, estuve a punto de locura, me persiguen fantasmas. Yo les pido perdón porque estoy arrepentido de cuanto hice. G

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Esta isla no es míaOswaldo Salazar

También aquí el lector verá cómo se gesta la obra literaria. Salazar nos invita a conocer cómo y por qué su imaginación novelística lo condujo a escribir Por el lado oscuro, ese estrujante relato en donde la violencia es protagonista, del cual presentamos a continuación las primeras páginas

Ocurrió en las páginas de la revista The Paris Review en el oto-ño de 1981: de pronto, después de un corto silencio en la en-trevista que le hacía Jeffrey Bailey, el escritor norteamericano Paul Bowles contó una historia digna de ser recordada. “En una ocasión —dijo— compré una isla fuera de Ceilán y pensé que cuando estuviera parado en ella sería capaz de decir ‘Esta isla es mía.’ No pude; no tenía sentido. No sentí nada en abso-luto, y por ello la vendí.”

Este relato mínimo fue el recurso retórico último que el escritor encontró para explicar una de las profundas difi culta-des que enfrentó a lo largo de su vida: la imposibilidad de pensar y sentir que algo pudiera pertenecerle. Por eso no con-sideraba suyos los libros que había escrito. Sentía, más bien, que los había escrito su brazo, su cerebro, su organismo, pero no él, Paul Bowles.

Esta confesión nos plantea de una forma directa y concisa uno de los temas más típicos de la literatura postshakespearea-na y postcervantina: la duplicidad. Pero no como algo aplica-do a personajes acosados por sus fantasmas o abandonados a sus alucinaciones, sino a los creadores mismos que ven en sus obras, una vez escritas, espejos que reproducen y enajenan sus entidades subjetivas haciéndolas pasar del acto de la escri-tura al acto (“acaso más arduo”, diría Borges) de la lectura.

¿Qué diferencia hay entre escribir un texto literario y leerlo? ¿Es que la escritura es ya una forma adelantada, utópica, de lec-tura? ¿Cuándo empieza y cuándo termina el fenómeno de la interpretación? ¿Cuál es su requisito mínimo? ¿Quién es “el brazo”, “el cerebro”, “el organismo” que escribe? ¿Quién el ta-citurno personaje que, a fuerza de verse a sí mismo y ver al otro, llega a la conclusión de que toda “propiedad” es imposible?

Los escritores inspirados de la antigüedad (Homero, el apóstol san Juan), conscientes de su nada creativa, responsabi-lizaban (según su particular tradición religiosa) a las musas o al espíritu. La obra de arte literaria, la palabra inspirada, no es del amanuense que la pone en blanco y negro, tampoco del “des-ocupado lector” que, acechándola, la reproduce. Está, dicho desde la simplicidad feliz de la ignorancia, en otra parte.

En consecuencia, lo más que puede pretender cualquiera de los dos depositarios temporales de una obra (el que escribe y el que lee) es recordar la historia de cómo esas palabras llegaron a sus manos. Una historia que será contada cada vez de una forma distinta, con leves variaciones imaginativas que, además del pasado, inventarán nuevas formas de leer y añadirán nuevos signifi cados a una misma confi guración lingüística.

En el caso personal, es decir, en el caso del que ha escrito dos novelas y sólo ha publicado la segunda, se trata de una

historia que tengo que empezar contando por el fi nal. Hacia el inicio del verano del año 2002, después de completar la lenta composición de mi primera novela, empecé a concebir la idea desbordante y desmesurada de una trilogía novelesca que tu-viera como asunto común, como hilo conductor, la experiencia de la violencia. No la violencia como tema, sino la recreación de algunas experiencias concretas de violencia en Guatemala, mi país de origen.

Después de algún tiempo de duda y espera, llegó a mí la intuición de que debía buscar en la historia criminal de la re-gión algún hecho de sangre que, por sus características (que en ese momento no tenía idea cuáles podían ser), fuera susceptible de convertirse en el lugar donde confl uyera el mayor número de formas de manifestación de la violencia. Revisé alguna bi-bliografía de reciente publicación y me encontré de frente con lo que la memoria colectiva llamó, desde el momento en que ocurrió, “El Crimen del Tecomate”.

Estamos hablando del año 1939 y de una zona muy cercana (periférica, en realidad) a la capital guatemalteca. En términos históricos, se trata del momento culminante del largo periodo (14 años) del general Jorge Ubico, el último yo supremo (an-terior a la revolución democrática) que conoció el país.

El problema real que enfrentaba era cómo acercarme a los hechos sin perderme en los laberintos sociológicos tejidos en sus alrededores como trampas para viajeros distraídos. La úni-ca salida (del lado del lenguaje, por supuesto) era el buceo en las distintas capas discursivas que habían envuelto los aconteci-mientos.

Frente a mí estaban, entonces, el lenguaje cotidiano de la memoria colectiva, el discurso periodístico en sus distintas versiones y allá, lejos en el horizonte, como un muro con gari-tas de control y alambradas electrifi cadas, el discurso jurídico que aportó, en su momento, el punto fi nal a esta historia.

El viaje a través de estos distintos niveles y sus respectivos subniveles específi cos es el camino hacia el hallazgo de una paradoja: a más nivel de detalle (objetivo), menos contenido vivencial. Dicho de otra forma: entre más se usa un lenguaje conceptual específi co, menos comprensión (así como se en-tiende en la hermenéutica fi losófi ca) hay del hecho.

Así, con este material entre manos, se me planteaban dos problemas, uno técnico y el otro personal. El técnico, obvia-mente, consistía en el establecimiento de un equilibrio que lograra, de alguna forma, concentrar la comprensión en la pa-rodia del concepto. Y el personal, infi nitamente más complejo de resolver, me enfrentaba a la pregunta: ¿qué es lo que quie-ro? ¿Qué busco al atravesar las fronteras lingüísticas que nos entregan diversas versiones de un mismo hecho? ¿O es que no hay “un mismo hecho” y sólo podemos hablar de las versiones diversas?

Finalmente, sin pensarlo demasiado, decidí de forma nega-tiva. Decidí que no quería una novela de personaje. Esta deter-minación, ciega en buena medida, me llevó a una investigación por los territorios lingüísticos involucrados en el hecho. De la

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tremenda carga vital que comporta la memoria colectiva, inexacta en cuanto a detalles, a la prolífi ca exactitud jurídica, vacía de contenido humano, pasando por el lenguaje de la nota periodística basada casi exclusivamente en los informes (partes) policiacos. En términos institucionales, tuve que recorrer los espacios familiares, las hemerotecas y los archivos históricos.

En la medida en que los muros fortifi cados y las alambradas estaban cada vez más cerca, poco a poco fue resolviéndose el problema personal y, en consecuencia, el técnico también. Es decir, empezó a cobrar sentido el agudo sentimiento de no querer una novela de personaje. Me di cuenta de que, en reali-dad, casi de una forma involuntaria, estaba retratando más a la sociedad que al personaje mismo. Pero no un retrato externo, que supone las intenciones de la sociedad desde la perspectiva de los documentos de identidad de esa misma comunidad. No, estaba entrando, más bien, en las interioridades de los meca-nismos de defensa de la racionalidad de esa sociedad. El len-guaje jurídico como maquinaria, como campo de concentra-ción, un Auschwitz lógico lleno de principios, premisas y leyes, diseñado para reestablecer el orden, para reincorporar al área de juego cualquier manifestación que se dé fuera de sus fron-teras. ¿De qué violencia estaba escribiendo en última instan-cia? ¿De la que había violado la vida de la víctima o de la que intentaba resignifi car la violación para poder leerla en la clave de su razón? Por el lado oscuro le llamé a esta narración de archi-vo que el Fondo de Cultura Económica publicó en el año 2004 en su colección Escritores Centroamericanos.

Unos años antes, en 1999, para ser exactos, empecé a escri-bir Hombres de papel, mi primera novela. Su eje principal fue, en un inicio, la vida del escritor guatemalteco Miguel Ángel Astu-rias, premio Nobel de Literatura 1967. Todo aquel que haya vivido en Guatemala el sufi ciente tiempo como para familiari-zarse con lo que podríamos llamar “nuestros mitos”, tendrá que reconocer que, así como “El Crimen del Tecomate”, la vida de “El Gran Moyas” es parte inalienable de la memoria colectiva. Las personas de mi generación, al menos, podemos recordar anécdotas, fragmentos de su vida contados por quie-nes lo conocieron o sólo escucharon de sus andanzas bohemias, políticas o periodísticas. Todos tenemos (lo hayamos conocido o no) alguna historia que recordar de él.

Por ello, quizá, cuando empecé a escribir sobre su vida, lo que en realidad hacía era coleccionar historias, relatos que se referían a pasajes concretos de su vida: el viaje de juventud a París, la bohemia latinoamericana de aquellos años, el descon-solado retorno a un país que estaba de nuevo en las manos de un dictador, sus esfuerzos por publicar una novela atesorada durante 14 años, sus inicios en el periodismo radial y en la di-

plomacia, su matrimonio tardío, el divorcio desgarrado y el autoexilio a la Argentina, el advenimiento de la fama y la llega-da fi nal de la gloria literaria. Libro de cuentos con un mismo personaje creador de personajes fi cticios o reales.

La historia de Guatemala registra, además, el paso de otro Asturias: Rodrigo, el hijo del escritor. Rodrigo Asturias Ama-do, el primogénito que abrazó la pasión ideológica de su tiem-po: la lucha guerrillera contra los poderes oligárquicos de un país colonizado. Pero Rodrigo, que empieza a cobrar esa par-ticular conciencia social durante los años en que su padre es-cribe y publica Hombres de maíz, deja testimonio de su meta-morfosis adoptando el nombre, la misión y el sueño del prota-gonista de la novela: Gaspar Ilom; y lleva, así, la literatura al escenario de la representación política.

Empecé, entonces, a buscar (ahora ya de una forma más deliberada) aquellas anécdotas de la vida del escritor donde parecía constituirse este sentido que fi nalmente encarnó el comandante Gaspar Ilom, también (o anteriormente) conoci-do domo Rodrigo Asturias. Las relaciones entre padre e hijo me acercaron en muchos pasajes (y en términos de signifi cado) al mito de Cronos, esto es, a la forma en que la trama de la vida puede ser “devorada” por la trama de la escritura.

En el medio de este tratamiento (ahora sí, de personaje), cada vez se fue revelando más la presencia de la historia políti-ca y la cultura de Guatemala. O, para ser más exactos, se fue revelando el “debate” en torno a la historia y la cultura de Guatemala. Me refi ero a los temas étnicos, al signifi cado de la revolución, de la contrarrevolución, a las máscaras históricas del dictador. Y si lo vemos desde el otro extremo, siempre en la misma perspectiva, poco a poco se fue revelando también el signifi cado del exilio o, más bien, del autoexilio del escritor que, delante de los prejuicios y arquetipos de otras culturas, juega (conscientemente o no) el papel de “informante nativo” (según la terminología de los estudios postcoloniales). En el curso de mi recuento biográfi co novelado (esto es, siguiendo las directrices de este particular planteamiento narrativo), el papel de “representación”, no sólo en el caso de la escena lite-raria, sino también en el de la política, fue mostrándome un vínculo secreto entre padre e hijo, un vínculo (pre)determinado por la escritura.

Se trata de una novela en que confl uyen la biografía, la his-toria política, cierta historia de la literatura y que, por tanto, puede ser leída de muchas maneras, la mayoría de ellas todavía insospechadas para mí. El día que el relato tenga lectores, la pluralidad del texto empezará a afl orar; pero será un fenómeno que, como han dicho tantos, ya no dependerá de mí.

Por ahora sólo sé que esta isla no es mía. G

Por el lado oscuroOswaldo Salazar

El lago estaba quieto, oscuro como un espejo sin fondo, y el aire de la madru-gada soplaba delicado sobre sus aguas

hacia el sur. Allá lejos, al oriente, se veían las montañas de Santa Catarina recortadas contra un cielo limpio lleno

de estrellas distantes en su silencio dubi-tativo, y los riscos negros más cercanos se asomaban amenazantes como som-

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bras imponentes precipitándose sobre las curvas suaves, milenarias, del lago de Amatitlán.

Nada parecía moverse excepto las viejas lanchas cabeceando su sueño tran-quilo en la playa, varadas frente al par-que sembrado de acacias, huele de noche y jacarandas que fl oreaban ya sus últi-mos colores de una cuaresma temprana. Sólo se escuchaba la caricia del agua so-bre las piedras y la arena compacta, el rumor de las pequeñas, tímidas olas ses-gadas que iban y venían con ritmo de respiración serena, y la voz aguda, repe-tida, de los grillos enviando sus mensajes pausados como relojes de la noche.

A mano izquierda podían verse los escasos focos del alumbrado público re-cién instalados. Uno por cada cuadra de pequeñas casas en penumbra, apretadas en un cuadrado entre el Puente de la Gloria y el Hospital San Juan de Dios, de oriente a poniente, y entre la subida al Filón y las faldas de la montaña, de norte a sur.

Amatitlán era un pueblo de casas pe-queñas de adobe, habitado por campesi-nos y viejas familias dueñas de la tierra. Ubicado apenas a veinticinco kilómetros de la capital, era célebre a fi nales de los años treinta como el lugar de solaz y esparcimiento más cercano de las clases acomodadas.

El presidente mismo, “El Hombre”, como lo llamaban, era afi cionado a lle-gar con frecuencia al frente de su carava-na de motos y organizar almuerzos con amigos y simpatizantes de su causa na-cionalista. Se aventuraba a probar dis-tintos caminos, las veredas sinuosas que bajaban de Santa Catarina Pinula, o la angosta carretera tradicional que llevaba sin rodeos al lago. Le gustaba ir a super-visar personalmente las mejoras que in-troducía con sus intendentes municipa-les y los trabajos de mantenimiento del “Relleno”, montículo de tierra de desco-munales dimensiones sobre el que, des-de las épocas de don Justo Rufi no Ba-rrios, se deslizaba el ferrocarril llevando con su estruendo envuelto en humo el progreso y empuje de los tiempos mo-dernos.

En otros ambientes, Amatitlán era famoso también por sus bares repartidos al azar por las orillas del pueblo y aten-didos por jóvenes ladinas de cuerpos bronceados, venidas en su mayoría de poblaciones cercanas y países centro-americanos. Los fi nes de semana y feria-

dos prolongados se convertían, poco a poco, en islotes de luz y bullicio en la medida que la noche avanzaba y llegaba el amanecer.

Aquella madrugada del 15 de marzo de 1939, las calles estaban todavía vacías, las ventanas apagadas y clausuradas a piedra y lodo. Una detrás de otra, las puertas de machimbre cerradas lucían como si los vecinos aguardaran en silen-cio, debajo de los techos de teja húmedos por el rocío mañanero, la llegada terrible del ángel de la muerte que recorrería las calles espada en mano y con paso fi rme para entrar donde advirtiera el menor resquicio, el más leve descuido. El aire húmedo de bocacosta soplaba entre las montañas y recorría solitario esas calles llevando de vez en cuando el silbato de la autoridad en las cuatro esquinas del pue-blo. Era el sigiloso comienzo de un día ordinario de trabajo. En menos de una hora las candelas empezarían a iluminar las ventanas y de nuevo volvería el sol a disipar la bruma sobre el lago, sobre las plantaciones de maíz; las mujeres sal-drían a quitar llave y los hombres, unos minutos después, recorrerían las calles cargando sus bolsas de comida y herra-mientas camino de las fi ncas, los talleres, saldrían a esperar las carretas para pro-veer sus puestos de verduras, de granos básicos, y los niños saldrían los últimos de la mano de sus madres para llegar temprano a la escuela.

La noche anterior Rogelia Hernán-dez se había acostado tarde, preocupada, y no había podido pegar los ojos ni un minuto. Ahora eran las cuatro de la ma-drugada y ella podía escuchar hasta el más mínimo rumo r en la oscuridad. Re-costada de lado sentía muy cerca la respi-ración pausada de su hermano Félix que dormía ajeno a todo. A sus espaldas, muy cerca de su catre, el aire movía la cortina sucia que cubría el umbral que daba al cuarto de sus padres, ese espacio que veía con terror cuando recordaba la fi gura de su papá, fuera de sí, hablando recio y di-ciendo cosas incomprensibles, y a su mamá rogando con voz apagada, entre sollozos, no, por favor, haceme a mí lo que querrás, pero a ellos dejalos. Pero ahora reinaba el silencio y la inminencia de la vida diurna era el marco perfecto para la angustia de Rogelia que no podía dejar de pensar, de reconstruir una y otra vez la escena de la sala, unas horas antes, cuando Pedro, su novio, bajo la mirada expectante de su mamá, le dijo vení,

quiero contarte una cosa, y se había puesto muy serio antes de pronunciar aquellas palabras terribles que ella escu-chó sin poder reaccionar y que terminó por aceptar sin saber cómo, por qué.

De pronto, en el cuarto contiguo, oyó rechinar los catres donde dormían sus papás. Lo había oído toda la noche entre largos intervalos de silencio, pero ahora ella sabía que era distinto y que era el comienzo de todo. Rogelia no se movió, esperó escuchar el rumor de las sábanas, los pies de su mamá buscando los zapatos en el piso de tierra, sus pri-meros pasos, esperó ver la sombra de su cuerpo atravesar el cuarto donde ella dormía y dirigirse a la cocina ahumada donde juntas preparaban todos los días la comida de la jornada de trabajo.

Pero éste no era un día más, era una mañana que empezaba más temprano y Rogelia sabía, temía de sobra la razón de ese adelanto que la paralizaba de miedo mientras escuchaba las vueltas sigilosas de su mamá que suponía a todos dormi-dos. Después de unos minutos, cuando juzgó que ella ya había tenido tiempo sufi ciente para hacer lo que había anun-ciado, decidió levantarse. Oyó una respi-ración profunda en el otro cuarto y supo que su papá había despertado. Serían las cuatro y veinte aproximadamente. Como todas las mañanas, se apresuró a vestirse porque detestaba que su hermano Félix o su papá la vieran desnuda. Diez minu-tos más tarde, a las cuatro y media, ayu-daba ya a su mamá a servir el café y los frijoles del desayuno. Fue un momento extraño. Dio los buenos días a su madre pero no se atrevió a mencionar lo que habían hablado la noche anterior, se li-mitó a darle una mano y a guardar el silencio que la situación imponía.

Llevados por la inercia cotidiana, llegaron Félix, primero, y Bartolo, el padre, después, y se sentaron a comer a la luz de una gruesa candela que se con-sumía en el centro de la mesa mientras Bartolo informaba al muchacho sobre el potrero donde les tocaba trabajar y el camino a seguir para llegar allá con tiempo y sin carreras. Bartolo era un hombre grande, experimentado, viejo lobo que había trabajado con todos los patronos y caporales de la región y se las sabía todas, que hablaba poco, pero cuando lo hacía se tomaba su tiempo para decir las cosas que sabía bien, que había aprendido en años y llevaba graba-das en cada pliegue de la piel, en la mi-

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rada muerta, vacía de pasión, que lo alejaba tanto de su gente.

Rogelia, realizada la primera faena de la mañana, se sentó a comer con ellos; pero Mauricia, la madre, que solía hacer lo mismo, esa mañana entró hasta su cuarto, y los hombres no lo notaron has-ta que oyeron su voz llamando a Félix, que se levantó a ver qué quería su mamá. Rogelia sabía cuál era toda la historia, y por nada del mundo estaba dispuesta a perderse la cara que traería su hermano después de enterarse. Pasaron unos mi-nutos. Su papá, mientras tanto, aprove-chó para preguntarle por qué Pedro se había ido tan tarde, y ella, odiando esa forma que él tenía de hablar sin verlo a los ojos, le dijo que por nada, que sólo se le había pasado el tiempo, y él replicó, sorbiendo los últimos tragos de café, que entonces a ella no se le pasara, acordate, le dijo, cómo son los vecinos, no quiero que vayan a andar hablando babosadas por ahí. Y puso el pocillo de café sobre la mesa como un juez que deja caer el martillo a manera de punto fi nal en el momento de dictar sentencia.

En ese momento apareció Félix en el umbral, Rogelia lo vio y le dio un vuelco el corazón. Estaba absorto, caminaba como un muerto que puede coger cual-quier dirección y le da igual. Entonces la vio directo como preguntándole si era posible que ella también supiera seme-jante cosa, y ella le devolvió la mirada sin palabras diciéndole que sí, que no estaban soñando, que todo era cierto y que, ademas, no debía hablar, sólo hacer tal y como le había dicho su mamá que ahora llegaba apurada a darles la comida mientras le decía a Bartolo que llegaría más tarde al potrero porque necesitaba ir a cortar unos tomates para la cena. Félix por fi n volvió en sí cuando su pa-dre, que ya salía de la cocina, le señaló el tecomate lleno de agua que estaba al lado del poyo, entonces rodeó la mesa para alcanzarlo y cuando lo tocó y sintió que estaba frío, pensó que su papá lo había llenado como todos los días en la tinaja, y se lo echó al hombro sintiendo como si fuera la primera vez en su vida que lo hacía. Bartolo ya había salido y tenía que estar en la puerta esperándolo. Félix, sin despedirse, huyendo, atravesó el patio y sintió por primera vez el aire fresco de una mañana que todavía era noche, que no terminaba de iluminarse, vio a su padre en el umbral, un pie den-tro y el otro fuera de la casa, impaciente,

y sintió lo que nunca, que a fi n de cuen-tas no era más que un pobre hombre indefenso, solitario, ajeno a él y a las mujeres que se quedaban esperando lo que estaba por suceder.

Ahora debía seguirlo, caminar sobre sus pasos en silencio, hacia el sur, por las calles del pueblo todavía oscuro y por las veredas que conocía de memoria porque las había recorrido mil veces cuando ya empezaba a clarear, bordeando las mil-pas que tenían los nombres y apellidos de los dueños. Apenas podía ver los pies que lo guiaban en la oscuridad, y mien-tras los seguía a tientas, Félix recordó lo feliz que se sintió la primera vez que acompañó a su padre al campo llevando a cuestas ese mismo tecomate que carga-

ba ahora. Un día antes le había dicho que no iría más a la escuela, que ya esta-ba suave de perder el tiempo, que ya estaba grandecito y podía ayudarlo en el campo. Eso había sido tres años atrás, al salir de la primaria, y desde entonces su entusiasmo no había decaído. No se veía haciendo cosas como estudiar o meterse a un taller o ir a la capital a vivir de un milagro diario. No. Se sentía muy bien siguiendo los pasos de ese hombre leja-no, lleno de silencios, aprendiendo día a día los ofi cios que él sabía hacer: cha-pear, ordeñar, postear potreros, cortar café, abrir zurcos con el azadón o arrean-do una yunta de bueyes cansados, cosas que fue aprendiendo sin sentir, sin pala-bras, sólo viendo, ayudando, probando en soledad o yendo solo cuando su papá enfermaba o le salía otro trabajo y po-dían ganar doble. Nadie, ni él mismo supo cómo, a qué horas aprendió a hacer tantas y tan necesarias tareas propias de su mundo, y los patrones y caporales ya lo tomaban en cuenta para labores de hombre grande.

No obstante, seguía poniendo los pies justo sobre el rastro que le dejaba su padre, que cada vez era más visible en la

medida en que se acercaban a los confi -nes del trazado urbano y empezaban los caminos del bosque hechos de pasos perdidos, callejones sin salida y caminos sin retorno. La luz llegaba siempre cuan-do perdían el camino y empezaban a andar entre grandes terrones y nubes de polvo, al lado de la milpa tierna o más alta que ellos según la época del año. Después se internaban en la sombra hú-meda del bosque cafetalero que lindaba con los potreros donde pastaba apacible el ganado lechero de don Emilio Barrera y que ahora, por concesión suya, debían chapear de maleza silvestre, bien bajito, habían planeado, para poder sembrar como todos los años en el terreno que alquilaban.

Pero su pensamiento, que era más bien lento y sencillo, ahora saltaba de una cosa a otra sin justifi cación aparen-te. Félix recordó de pronto las palabras susurradas de su mamá esa madrugada y sintió un estremecimiento íntimo, sintió el peso de su carga y vio la fi gura encor-vada, ensimismada, de su padre que ca-minaba con la vista fi ja en la tierra que pisaba. No entiendo, pensó, no com-prendo qué pasa entre ellos, y cómo es eso que todos están de acuerdo y lo con-sideran necesario. Su mente de quince años no encontraba salida y no podía explicar por qué volvía una y otra vez a imágenes de la infancia que creía olvida-das. Como aquella vez que habían baja-do solos a la hora del sol vertical a sentir el soplo suave del viento norte bajo la sombra del amate que guardaba la me-moria del viejo pozo clausurado hacía tiempo, y él, niño de unos siete años, explorando la zona mientras su papá se sentaba en una piedra y se quitaba el sombrero, de repente, había caído en un agujero negro, estrecho, húmedas las paredes rústicas que desgarraban sus manos de niño desesperado por aferrar-se a algo en su caída; recordó los segun-dos ciegos que sólo le devolvían sus propios gritos sin esperanza hasta que allá arriba, en ese círculo minúsculo de cielo que parecía cerrarse sobre él, se asomó la silueta de su papá, el único en escuchar su lamento, consolarlo con medias palabras, correr en busca de algo para salvarlo de la ciénaga maloliente en que se hundía, lanzarle una cuerda y ti-rar con todas sus fuerzas para devolverlo al mundo que por un instante le pareció lejano, extraño como algo que se pierde sin remedio. G

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Niñez y libros:nudo de marinero que contiene al mundo

Carolina Escobar Sartí

Parecen soplar buenos vientos para la nave editorial en Guatemala. Eso se desprende de leer este elogio del poder del libro para formar ciudadanos, aun cuando sea cada vez más difícil aproximar a los niños a las obras que nutrirán su imaginación

Allí donde se comienza quemando libros, se termina quemando hombres

Heinrich Heine

Hacerse a la mar en un inmenso navío y dejarse seducir por el canto de las sirenas, cabalgar en busca del tesoro perdido hasta el fi nal del arco iris, recordar las láminas de la crucifi xión de Jesús en aquella Biblia inmensa de tapas negras y letras dora-das, asistir a la transformación del ogro solitario en generoso abuelo, esperar ansiosa a que los pedazos de cielo cayeran so-bre la gallina Fina y el pavo Centavo o darle la vuelta al mundo en apenas ochenta días. Todo fue verdad. Sucedió en los libros de mi infancia, que se quedaron de muchas maneras y para siempre en mí.

Hoy, tantos años después, y en el contexto de un mundo altamente tecnifi cado, me surgen algunas preguntas: ¿por qué tantos niños, niñas y jóvenes del mundo, no leen?, ¿por qué la escuela no despierta en ellos ningún interés por la lectura?, ¿por qué los adultos no sabemos cómo motivarlos para que lean?, ¿estamos viviendo el principio del fi n de los libros o, por el contrario, asistimos a un nuevo fl orecimiento de la literatura en general y de la literatura infantil y juvenil en particular?

Sabiendo de antemano que cualquier aporte en este sentido es apenas una aproximación a las preguntas planteadas, parto de aquella frase de Montaigne que dice: “El niño no es una

botella que hay que llenar, sino un fuego que hay que encen-der.” En la Guatemala del siglo xxi, donde un signifi cativo porcentaje de la población menor de 18 años aún es analfabeta, los retos son múltiples, porque la educación y el proceso for-mativo de la niñez y la juventud incluyen en la socialización, el conocimiento, la percepción y el goce de los objetos culturales, entre ellos los libros. En realidad, el gran fi n de la educación es la cultura, y por lo tanto nuestros vacíos educativos se consti-tuyen en nuestro principal problema cultural.

Sin embargo, la situación no se remedia únicamente alfabe-tizando, porque todos sabemos que no es lo mismo aprender a leer que saber leer. Los libros pueden convertirse en efi caces instrumentos para falsear lo humano, para someterlo y domes-ticarlo, si sus lectores son simples recipientes de teorías y frases célebres. Pero más allá de esta posibilidad, los libros también pueden situarse como el concierto de millones de voces que, a lo largo de la historia, nos celebran como seres humanos. Re-cogen la experiencia de muchas vidas, la magia, los sueños, las realidades cotidianas, las fantasías, la memoria colectiva y por lo tanto son fecundos en el desarrollo de los pueblos. Si es cierto que la educación nos enseña las reglas, es la vida misma y su expresión recogida en tantos libros la que nos permite conocer las excepciones.

En Guatemala, se abre ahora la posibilidad de diseñar y comenzar a implementar una política nacional del libro; se habla también de una ley que permitiría libros libres de iva, así como de estrategias que permitirían bajar los costos, fomentar la producción nacional, su importación y exportación. En este país donde se siembra y se cultiva la violencia, estas son buenas noticias, muy buenas. Los guatemaltecos, además de alimento para el cuerpo, necesitamos alimento para la mente y el espíritu. G

La realidad del libro en El SalvadorRicardo Roque

Hay justifi cadas notas fúnebres en esta instantánea del mercado del libro en El Salvador de hoy. Sin embargo, estas difi cultades podrían remontarse con el brío y la esperanza que se adivinan en estos párrafos

El 2 de octubre de 1984 un escuadrón de la muerte abatió a tiros frente a su casa y delante de su familia a José Reynaldo

Echeverría. A los 33 años, Reynaldo, además de un promisorio intelectual, era propietario de la librería Neruda. Situada al fondo de un estrecho callejón en un anodino edifi cio comercial en el norte de San Salvador, la librería Neruda era la mejor del país, pese a las enormes difi cultades políticas y económicas que vivía.

En un entorno de barbarie, violencia, dogmatismo y estre-chez material, la Neruda era un apreciado y necesario oasis.

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Mi inicio en los librosJuan José Navarro Méndez

Los senderos del libro, los que nos llevan hacia una obra o una profesión, los que tuercen una vida o ratifi can una vocación, se bifurcan de maneras impredecibles. Acompañemos a este librero nicaragüense en su repaso de la ruta que lo llevó de la economía al comercio editorial

Cuando era joven, visitaba una pequeña librería cercana a la casa de mis padres, llamada Cervantes. Recuerdo que en ese entonces compraba libros de la editorial argentina Kapelusz, que publicaba los clásicos en un formato que conservó hasta hace pocos años; también compraba los libros de autores nica-

ragüenses que el currículo escolar me obligaba a leer. Ése fue mi primer contacto con los libros: fui una y otra vez a comprar esos libros, y de pronto me convertí en un lector que devoraba cuanto libro llegaba a sus manos. Entonces tenía trece años, Managua ya había sucumbido al brutal terremoto del 23 de diciembre de 1972 —con ese desastre desaparecieron las libre-rías y empezaron a ofrecerse libros en los supermercados—. Era 1974. En esos años se desarrolló un proyecto cultural lla-mado Culturama, que era una enorme librería. Me asombró conocer qué tan grande era el mundo del libro, aunque en realidad aún no lo conocía con exactitud. También visitaba una librería llamada Club de Lectores, en donde conocí las publi-caciones del Fondo; allí encontré a Rosa Luxemburgo, René

Cada mes, más o menos, recibía un nuevo cargamento de li-bros cuidadosamente seleccionados por Reynaldo, su esposa y su cuñada, quienes pensaban más en la felicidad de sus lectores que en ganancias. Ellos formaban una familia que vivía con austeridad, pero que poseía una riqueza invaluable: los libros y las amistades que éstos hacían posibles.

A las dos semanas del entierro de Reynaldo, su esposa y cuñada encontraron fuerzas para reabrir el negocio familiar. Sería por poco tiempo. Una noche, una bomba arrasaría con el local de la Neruda. Un escueto comunicado del Ejército Secre-to Anticomunista se hizo responsable del siniestro. Habían eliminado, afi rmaban, un buzón de la guerrilla.

La vieja librería con su fi gura tutelar, el librero que era un amante y un conocedor de las letras, ese espacio que tenía algo de negocio familiar, de tertulia de intelectuales y artistas, y qui-zá también de espacio utópico, algo que en otras partes del planeta se ha ido mar-chitando con languidez, aquí se cerraba de manera ignominiosa, cruel. Nuestro país es implacable a la hora de unirse a las corrientes del tiempo y de borrar del camino a quienes le estorban.

Por eso, ahora que debo escribir so-bre el libro en El Salvador, sobre su si-tuación actual, sobre sus perspectivas, no puedo omitir contar esta historia. Y traer esa dimensión del libro que estoy convencido que es en última instancia irreducible al mercado, al puro benefi cio ma-terial. El libro es algo misterioso que para existir necesita ser una mercancía, pero que muere en el momento que es sólo una mercancía.

Quizá por eso en El Salvador de hoy el futuro del libro sea tan incierto. Porque lo que el libro representa es incómodo para una sociedad enteramente sumergida en los paraísos arti-fi ciales del consumismo. Hoy en día ya no se matan libreros, tampoco se bombardean librerías. Simplemente se las ahoga de a poco. En los últimos años varias librerías han cerrado. El

mayor intento de hacer de una librería un centro cultural, Pun-to Literario, ha sucumbido a los imperativos de la rentabilidad. Pero quizá lo peor es que algunas librerías, por necesidad o falta de visión, optan por convertirse en otro negocio más, donde los libros se trafi can como cualquier otra mercadería. Donde el valor de los libros, se mide por su éxito de ventas y donde estos se presentan al lector en total confusión, como una superfi cie más entre la avalancha de superfi cies del mundo del simulacro.

Las políticas culturales del estado al respecto han sido errá-ticas. Hace casi una década, el Consejo Nacional para la Cul-tura y el Arte, máximo órgano ofi cial en material cultural, emprendió un ambicioso proyecto de publicación de libros de calidad y a muy bajo costo. Tal vez hubo fallas en la concepción y la distribución, pero de ese proyecto hoy parece quedar poco.

Cada año se editan menos títulos y la fabricación de libros nunca se coordinó con su receptor idóneo: el sector escolar público. Todos los años el estado organi-za jornadas de lectura, pero da la impre-sión de que son actividades un tanto improvisadas, pensadas más para fi gurar en los medios de comunicación que apo-yadas en un proyecto sólido, articulado y dotado de recursos que permita hacer de los escolares y el gran público verdade-

ros lectores.Un país que no quiere ciudadanos, sino consumidores o,

peor aún, mano de obra barata para atraer maquilas o para intercambiarla por remesas, no necesita de lectores. En el mundo moderno, ser lector ha sido una precondición para ser ciudadano, sujeto crítico y activo de la democracia. Un lector es por defi nición alguien que interroga, que pregunta, que re-fl exiona. En las nuevas sociedades de consumidores, ya no hay lectores, ni entre los que leen. Tan sólo espectadores. Patéticos espectadores que contemplan impotentes espejismos imposi-bles, mientras la vida les pasa de largo. G

En El Salvador de hoy el futuro del libro es tan incierto porque lo que el libro representa es incómodo para una sociedad enteramente sumergida en los paraísos artifi ciales del consumismo.Hoy en día ya no se matan libreros, tampoco se bombardean librerías. Simplemente se las ahoga de a poco

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Descartes, Karl Marx, Friedrich Engels, Franz Fanon, José Ortega y Gasett, y muchos autores que se me escapan de la memoria; me asombró conocer sus ideas y pensamientos —en realidad me asombró el poder que tenía el libro.

Desafortunadamente los acontecimientos políticos del país llevaban a una revolución. Este proceso de rebelión y de cam-bios truncó todos los negocios y proyectos del libro de manera tal que las librerías existentes fracasaron: para 1979 no se po-dían comprar libros en ninguna librería, y con suerte en la li-brería universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua encontraba mis textos universitarios, algunos de los cuales eran del Fondo; luego llegó el bloqueo impuesto por Estados Unidos y los libros de producción mexicana, española, argentina y colombiana desaparecieron de los pocos puestos de ventas. En ese entonces irrumpió en el mercado una empresa llamada Importaciones y Exportaciones Literarias, S. A. (Imelsa), que ofrecía li-bros en español editados en la fenecida URSS y en Cuba, además de los publi-cados por las pequeñas y nacientes edi-toriales nacionales, las cuales ofrecían obras de autores como Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, que iniciaban su camino al éxito, al lado de las obras de nuestros clásicos: Rubén Darío, Salomón de la Selva, Azarias H. Pallais, Manolo Cuadra, José Román y muchos más. Esta empresa se volvió un monopolio, de tal manera que eran las únicas librerías existentes en el país y ahí se encontraban los clásicos, el pensamiento marxista, li-bros de ciencia y técnica, de arte, de interés general, y los libros para niños.

Yo era un joven profesional de la economía, con especia-lidad en inversiones, y de alguna manera me las había arregla-do para conseguir textos universitarios de editoriales mexica-nas que no se vendían en las tiendas de libros. Siempre mantu-ve mi vicio de lector, destinando un porcentaje de mi salario a la compra de libros. Trabajé en buenos puestos para especialis-tas en mi campo, en instituciones del estado y en empresas estatales, y siempre notaba cómo mis compañeros de trabajo observaban los libros que compraba; sentía que deseaban poseerlos, sabía cuándo deseaban leerlos y cuándo deseaban po-seerlos. Eso es algo que pasa; lo sé porque me ha sucedido. Igual sucedía cuando llevaba mis viejos y queridos libros uni-versitarios, porque algunas veces era necesario consultarlos nuevamente; entonces noté que hacía falta una oferta de libros y que no bastaba con las librerías existentes.

El mundo es un pañuelo y da vueltas, pues de manera cir-cunstancial me ofrecieron un puesto de planifi cador en Imelsa. Inmediatamente lo acepté con entusiasmo y pasión, y me metí de cabeza en el mundo del libro, de tal manera que en corto tiempo me convertí en el director de mercadeo y comercializa-ción, con el glorioso poder de vender libros en cualquier parte del país y a cualquier persona. Pero el sistema de gobierno de la URSS se colapsó y con él desaparecieron las publicaciones en lenguas extranjeras de las editoriales soviéticas, al tiempo que Cuba perdía un importante soporte de su economía y su voluminosa producción editorial disminuyó traumáticamente, y en Nicaragua la guerra civil debilitaba la economía nacional, deterioraba nuestro nivel de vida y nuestras conciencias se tornaron críticas, lo que bastaría para llevar en corto plazo a esta compañía comercializadora al fracaso.

En 1990, año de importantes cambios, me vi obligado a la búsqueda de un trabajo con el que lograra sustentar a mi fami-lia. Una masa de emigrantes regresó al país y lo hacían con carácter de profesionales dotados de experiencia en el mundo globalizado, y entonces sucedió lo inesperado. En 1991 un antiguo cliente me solicitó una oferta de libros, conseguí el fi nanciamiento y viajé por toda Centroamérica personalmente para comprar los libros solicitados, conocí todas las editoriales centroamericanas y, para mi alegría y entusiasmo, encontré en la ciudad de Guatemala una subsidiara del Fondo de Cultura Económica, empresa de la que aún soy distribuidor en Nicara-gua. Recordé mis viejas refl exiones acerca de la oferta de libros: defi nitivamente el Fondo fue el primer editor foráneo de la región que nos prestó atención, que publicó a nuestros autores, que nos permite a través de sus publicaciones conocer a escri-

tores que difícilmente habríamos podido conocer, pero mi principal adicción al Fondo pasa por la colección de libros infantiles, pues me encanta soñar que soy un niño al leer esos preciosos libros en compañía de mis hijas.

Los autores nicaragüenses del Fondo

Nicaragua siempre ha contado con talentosos escritores que han trascendido sus fronteras, iniciando con Rubén Darío, creador del modernismo y llamado “príncipe de las letras castellanas”, fecundo creador de prosas y versos, de las cuales los mas importantes han sido publicados por el fce en volú-menes como Cuentos completos y Poesía, libros que se han vuelto imprescindibles en los hogares nicaragüenses, no sólo los del país sino también los de las familias de emigrantes, quienes al visitar estas tierras los buscan en las tiendas de libros; también el Fondo ha publicado Azul y Abrojos y rimas, y Fecunda fuente, un disco compacto con declamaciones de su poesía por Juan Gelman.

Con Salomón de la Selva, también autor del Fondo, reco-rremos los recónditos pensamientos del soldado en la batalla en El soldado desconocido; creo que ésta es la obra más intensa, apasionada y cruel, de los autores que desempeñaron cargos di-plomáticos en el exterior, además de dedicarse al periodismo.

Ernesto Cardenal ha causado revuelo con sus confesiones al publicar sus memorias en una colección de tres tomos: Vida perdida, Las ínsulas extrañas y La revolución perdida. Cardenal, estigmatizado por la iglesia católica en el periodo revoluciona-rio, adquirió notoriedad al dirigir el Ministerio de Cultura, impulsando el desarrollo de la creación literaria en los barrios y ciudades del todo el país, y la circulación del libro al organi-zar dos festivales internacionales del libro, siendo los primeros eventos exitosos de ese tipo que se realizaban en la región cen-troamericana.

Sergio Ramírez Mercado no podía faltar en el Fondo. El autor más laureado de Nicaragua, el más publicado y traduci-do, nos sorprende con El viejo arte de mentir, ensayo en el que diserta sobre la creación literaria, exponiendo artística y cuida-dosamente las razones para crear narrativa.

No puedo dejar de recordar aquellas respuesta de Rubén Darío cuando le preguntaron cómo desearía que fuera Nicara-gua: “Desearía que fuera una república de lectores.” El Fondo es una editorial creadora de repúblicas de lectores G

Mi principal adicción al Fondo pasa por la colección de libros infantiles, pues me encanta soñar que soy un niño al leer esos preciosos libros en compañía de mis hijas

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Una política activa en pro del libroMelvin Wallace

Compras conjuntas, catálogos regionales de obras en venta, organización de ferias fuera de Centroamérica y otorgamiento de premios a las obras de mayor circulación son algunas acciones concretas que está llevando a cabo el Instituto Centroamericano del Libro

Diversos intentos se habían realizado en el de Grucal (especie de Cámara Centroamericana del Libro) con el objetivo de fa-cilitar la circulación del libro en el istmo y la promoción de libro centroamericano en la región misma y en los países his-panohablante. Ante la falta de concreción de muchas ideas su-geridas en esta institución, recientemente se constituyó el Instituto Centroamericano del Libro, más conocido como Icel, el cual está conformado por intelectuales y gente vinculada al mundo del libro de la región.

Inicialmente tres destacados hombres y mujeres de cada país constituyeron su comité provisional, y elaboraron una agenda, la cual se ha iniciado ya, con diversos actos en conmemoración del Día Internacional del Libro en el pasado mes de abril.

El Icel ha comenzado diversas acciones, entre las que sobre-salen:a] Constituir, con un capital semilla de 200 mil dólares y con

150 librerías afi liadas en la región, un plan de compras con-centrado, a efectos de negociar por volumen con las edito-riales fuera del área y así abaratar costos. Con ello se permi-tirá que el libro llegue a un mejor precio al consumidor fi -nal. Este especie de pool de compradores seleccionará con muestras, catálogos o medios informáticos los libros de su interés y de esta forma, juntando pequeñas o medianas com-pras, se prevén para cada título seleccionado órdenes de compra con un mínimo de mil ejemplares, los cuales se en-viarían a un solo punto y desde ahí se distribuirían por la región en un vehiculo que al mismo tiempo permitiría hacer circular la producción propia entre los países de la región. Se ha girado ya solicitud formal a Secretaría de Integración Económica Centroamericana y otros organismos regiona-les, incluyendo las aduanas, para facilitar la movilidad de este vehículo cultural por los países.

b] Se está procediendo a elborar un catálogo único del mate-rial bibliográfi co producido en los dos últimos años en Centroamérica a efectos de distribuirlo físicamente entre potenciales compradores e incluirlo en la página web del Icel.

c] En el mes de julio en Los Ángeles y con el copatrocinio de los consulados de los seis países, así como el apoyo de orga-nismos de migrantes centroamericanos, se va dar inicio a una feria itinerante de libros centroamericanos por diversas ciudades de Estados Unidos con importantes núcleos po-blacionales del istmo. Ello irá acompañado de actividades culturales, muestras culinarias, venta de artesanía y otras manifestaciones culturales. Quijote Center, con sede en Nueva York, ha ofrecido su apoyo incodicional a esta acti-vidad.

d] Desde ya y extensivo el próximo año a todos los países, se ha hecho en Nicaragua un riguroso estudio de los libros nacionales de mayor impacto producidos en el 2005 y a los tres autores más vendidos o de mayor contribución a la bi-bliografía nicaragüense se les premiará con un reconoci-miento en el acto central que, con motivo del Día Interna-cional del Libro, coauspician el Ministerio de Educación, la Alcaldía de Ciudad Sandino, Educando, la Cámara Nicara-güense del Libro y el Icel

Los reconocimientos este año serán para los autores de los li-bros más signifi cativos o de mayor circulación. Éstos fueron: Antonio Lacayo Oyanguren por La difícil transición en Nicara-gua en el gobierno de doña Violeta; Miguel de Jesús Blando por su novela La noche de los anillos, y Ruth Selma Herrera M., por Crisis del sector energético. ¿Nicaragua apagándose?

Éste es sólo el inicio de un vasto programa de actividades planifi cadas con fechas y recursos. Creemos que con el tiempo Centroamérica podrá ser una región lectora, ya que no sólo se facilitará una circulación mas fl uida y mejores precios, sino que se desarrollarán ambiciosos programas de promoción de la lectura, que incluyen talleres de capacitación y nuevas modali-dades presenciales y de utilización de los medios de comunica-ción social. G

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La cuesta que debe recorrer la gente del libro en Panamá es empinada. En este fl ashazo informativo se perciben los retos que autores, editores y libreros han de enfrentar en esa nación para extender y fortalecer los hábitos de lectura de la sociedad, para así convertir en un derecho generalizado lo que ha sido hasta ahora el privilegio de unos pocos

Siempre hemos sostenido, y cada año después de las ferias del libro lo confi rmamos, que la relación que se establece entre el joven y el libro se parece muchísimo al “amor a primera vista”. Es una relación afectiva inmediata, que provoca cambios en el pensamiento, los sentimientos y hasta en la vida cotidiana de los niños y jóvenes. Una relación que marca la vida de los pe-queños lectores, toda vez que uno re-cuerda con impresionante nitidez los personajes o los hechos de los cuentos o novelas que más nos gustaron en nuestra niñez. Es tan profunda, tan fuerte, tan intensa esa huella, que los niños lectores viven uno de los impactos emotivos más valiosos de los primeros años. Por esa razón es fundamental que aquellos que amamos el libro, que hacemos de él una causa de vida, trans-mitamos esos sentimientos, a todos los demás como los perso-najes de las “mil y una noches”.

Es nuestra función realizar todo aquello que es posible (y hasta lo que no lo parece) para lograr que aquellos niños y jóvenes que aún no han sido seducidos por la lectura logren ese enamoramiento a primera vista. Hay que fomentar, por lo tanto, el mayor contacto con el libro. El libro debe estar pre-sente en el hogar, en el ejemplo de padres lectores, en el cui-dado y orden de los libros en la biblioteca, en la valoración del libro para la escuela y en el tiempo y el espacio destinado para leer.

Situación de la lectura en Panamá

A partir del año 2001 se abrieron en Panamá 6 librerías nuevas. En este momento Panamá cuenta con 74 puntos de venta de libros, 14 de ellos librerías puras o cuyo principal producto son los libros. Sin embargo, sentimos que el movimiento del libro sigue girando alrededor de los libros que se posicionan inter-nacionalmente, es decir, lo que más se vende en México, Ar-gentina y Colombia también es lo que mas se vende y se lee en Panamá.

Seguimos contando con menos de un 10 por ciento de lec-tores, por lo que tenemos mucho camino por recorrer. El pa-nameño sigue viendo el libro como un artículo costoso, de di-fícil acceso, y éste es uno de los inconvenientes que encuentra en el desarrollo de sus hábitos de lectura, aunque es de todos

sabido que no lo es, y si bien el libro es un artículo que ha aumentado de precio a través de los años no está precisamente entre los productos culturales mas caros o costosos. Si tuviéramos que comparar al libro con un cd o con una película, nuestros libros siempre saldrían ganan-do en espacio, en costo y en transferen-cia de conocimientos.

Es importante trabajar en el país en los distintos frentes que contribuyan a la formación de nuevos lectores, y esto deberá ser parte de las políticas estatales tales como planes nacionales de lectura o la aprobación de la Ley del Libro y Fomento a la Lectura, que contengan incentivos tributarios, democratización del libro y la lectura a través de distintas instancias, como son la dotación debida de las bibliotecas del estado y comunitarias.

Finalmente, habrá que entender que la lectura es un dere-cho y no un privilegio, como se ha venido dando no sólo en Panamá, sino en buena parte de mundo, en donde leer es el benefi cio de unos cuantos y no se constituye como una prácti-ca popular accesible a todos y todas. G

No interrumpa al lectorTrajano Vidal Potentini

Aunque el hábito de la lectura no goza en República Dominicana de cabal salud, hay factores que hacen promisorio el futuro del libro en esa nación. Con precios relativamente accesibles, una creciente oferta literariay con una feria del libro cada vez más consolidada, la situación dominicana es auspiciosa, siempre que logren trenzarse las políticas públicas y los esfuerzos de los editores nacionales y foráneos

En la República Dominicana se cuentan 32 demarcaciones geográfi cas independientes denominadas “provincias”, más una división central denominada Distrito Nacional, sede del poder político. En cada una de las provincias, desde la época colonial, existe un parque con glorieta de mármol en el centro, también invariablemente rodeada de coloridas jardineras. Ade-más, en la sección comercial del directorio telefónico de la primada capital de América, hay registrados más de quinientos

La lectura es un derecho y no un privilegio, como se ha venido dando no sólo en Panamá, sino en buena parte del mundo, en donde leer es el benefi cio de unos cuantos y no se constituye como una práctica popular accesible a todos y todas

El libro, amor a primera vistaPriscilla Delgado

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centros de copiado e imprentas —y sólo un centenar de libre-rías—. Parecieran datos no relacionados, aunque sufi cientes para hacer suponer la existencia de lugares ideales para leer y de negocios dedicados a producir material documental. Sin embargo, resulta sumamente difícil encontrar lectores senta-dos bajo el fresco y la sombra en cualquiera de los tantos par-ques públicos, ni en los asientos de los buses, ni en otros luga-res aptos para hacerlo.

Duele decirlo pero, sin discusión, la costumbre de leer no está enraizada en la actualidad dominicana. De hecho, los ma-yores usuarios de las dos bibliotecas estatales de Santo Domin-go son estudiantes de bajos recursos cuyas autoridades escola-res impulsan a su estudiantado a suplir de esa forma las defi -ciencias de la educación pública tradicional.

A estas realidades insoslayables y de-primentes se unen la crónica falta de políticas estatales en el área editorial y la escasez de incentivos para los autores que, en un mercado verdaderamente restringido, tienen escasas posibilidades para explotar temas trascendentes de la historia, la sociedad y la cultura dominicanas. La poesía, el cuento y la novela corta son las únicas producciones editoriales consistentes en el país, y de ellas la mayoría se relaciona con Trujillo, un tema tan reiterativo que esperamos logre agotarse por lo menos durante la siguiente generación.

En cuanto a producciones científi cas, cualquier investigador quedaría sorprendido de la escasa o nula participación local en medicina, contabilidad, ingeniería u otras ciencias similares, excepto el derecho. Esa excepción tiene no solamente pros y contras, sino también explicaciones muy concretas, comenzan-do por el hecho de que la renovación operada con la nueva codifi cación procesal penal indujo un singular incremento en la producción bibliográfi ca, fenómeno que venía operándose desde mediados de los años noventa como derivación básica de la meritocracia impuesta desde la cúspide del Poder Judicial.

Cuando se alude a la falta de políticas estatales en el área editorial, se hace referencia, por ejemplo, a la estructura impo-sitiva sesgada en perjuicio de los importadores, aspecto que, unido a la frecuente inestabilidad de la tasa de cambio o una valoración fi ja que no logra traducirse en disminución de cos-

tos en ningún renglón, obstaculiza las inversiones privadas y encarece el precio fi nal del libro. Pero otras derivaciones son visibles. ¿Es realmente imposible trazar planes de incentiva-ción cultural? ¿Es incosteable promover la lectura? ¿No se puede encontrar alguna forma de organizar concursos barria-les, interescolares o no? Los problemas anteriormente reseña-dos se articulan y complican, pues los tímidos esfuerzos de promoción realizados en el país, sectorizados para aprovechar nichos editoriales, se nulifi can cuando se permite la impresión de pasajes enteros de ciertas obras indispensables para el estu-dio universitario, bajo la premisa de que no es necesario el li-bro completo para aprender el temario. Una práctica tal, enervante por lo frecuente y ridícula, se ha convertido en un

quebradero de cabeza para las autorida-des, sin duda comprometidas en un es-fuerzo continuado para evitarla.

Al mirar este panorama no se impo-ne, sin embargo, la desesperanza. Al contrario, siempre queda la certeza de que nuestro pueblo encuentre el camino del progreso y la elevación espiritual

sobre la base de la superación intelectual. Es una afi rmación veraz, y quien lo dude sólo tiene que asistir a la Feria del Libro, un evento de promoción cultural que ha alcanzado dimensión internacional. Con el pleno apoyo de las autoridades y el com-promiso de tantas personas desinteresadas del sector privado, dicha feria se ha convertido en una verdadera celebración, donde cada año se premian las ilusiones y se vuelcan esfuerzos importantes en la difusión cultural dominicana. Igualmente, importantes editoras internacionales con representación en Santo Domingo proveen material en todas las áreas del cono-cimiento, importantísimo desde cualquier punto de vista, des-tacando entre ellas el Fondo de Cultura Económica, de Méxi-co.

Por supuesto, aunque sean parte importante en el balance fi nal, las ferias no son “todo lo necesario”: hace falta crear, o cuando menos expandir a niveles aceptables, el hábito de la lectura; la necesidad de soportar las opiniones con información escrita; introyectar la curiosidad de averiguar cómo piensan otros hombres y por qué, para entonces determinar el grado propio de apego a la verdad como criterio universal del bien.

Debemos creer y hacer creer a otros que el hábito de la lectura es la mejor forma de saber si las almas todavía tienen la oportunidad de continuar soportando el peso asfi xiante de la cotidianidad. Y debemos hacerlo no por conveniencia sino porque sabemos que, posiblemente, la única forma digna de supervivencia sea el combate a la ignorancia.

Por eso es necesaria la colaboración gubernamental, no es-porádica sino consciente y dirigida a la obtención de logros específi cos. Es positivo el estímulo directo en las aulas, me-diante concursos de lectura y escritura en sus diferentes ver-tientes. Es positivo el fomento y la protección de la actividad editorial dominicana, así como su exportación. Es también positivo el ingreso de nuevas fuentes del saber, aspecto crucial en un mundo crecientemente unifi cado.

A pesar de las difi cultades con la tasa de cambio, el precio fi nal al público es asequible, de modo que, a fi n de cuentas, se imponen dos observaciones valiosas: el balance corre a favor de la perseverancia y la fe. Por eso, si ve a alguien leyendo, por favor, no lo interrumpa. G

Debemos creer y hacer creer a otros que el hábito de la lectura es la mejor forma de saber si las almas todavía tienen la oportunidad de continuar soportando el peso asfi xiante de la cotidianidad

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De la fi losofía a la literatura por la críticaRogelio Salazar de León

La crítica es el fruto híbrido de la literatura y la fi losofía. El Fondo ha buscado nutrir su oferta editorial con las tres, que han dado pie a vastas colecciones. Sobre cómo se han relacionado estas disciplinas versa este emocionado ensayo

Los libros de fi losofía difícilmente podrían existir solos. Toda la tradición que hoy se conoce como fi losofía surge como lo que hoy entenderíamos de una manera muy diferente; quizá todos aquellos que ahora conocemos como fi lósofos presocrá-ticos en su tiempo no se pensaron a sí mismos, ni sus contem-poráneos los pensaron como fi lósofos; ellos sabían reír mien-tras nosotros parece que lo hemos olvidado, diría el Nietzsche que dejaba Basilea, por el año de 1878 y que además abando-naba la fi lología por la fi losofía.

La mayoría de fi lósofos han labrado sus libros sintiendo que el tiempo de su vida es poco, sintiendo su vida casi como una cuenta regresiva ante la osadía de emprender una comprensión de un todo inconmensurable, ante el atrevimiento de echar sobre sus hombros un peso desmedido. Platón debió esperar al fi nal de su madurez para terminar la República, Kant llamó la década silenciosa al tiempo que dedicó a la escritura de la Crí-tica de la razón pura, Spinoza trabajó la mayor parte de su vida en la Ética, la cual sólo fue publicada póstumamente.

Quizá el gancho de la fi losofía, si es que tiene alguno, es someter a análisis las cuestiones más urgentes, pero aquellas cuestiones más urgentes que lo han sido desde siempre: duran-te todo ese tiempo ha habido preguntas sin respuesta, desde siempre ha habido situaciones o circunstancias frente a las cuales ha sido preciso guardar silencio; estas faltas de respuesta y estos prolongados silencios bien pueden ser entendidos como la vergüenza que ha provocado eso que ahora, de forma elegante y hasta jactan-ciosa, llamamos fi losofía.

Incluso para aquello que no se deja nombrar el hombre ha diseñado, cons-truido y decorado un nombre; a veces éste ha sido un discurso denso, compac-to, apretado, y a veces ha sido un discur-so ventilado, desatado, aventurado. A estas alturas puede decirse que sus afa-nes han corrido por pistas diversas; un francés del siglo xvii y de nombre Blaise Pascal lo indicó con mucha elegancia, al hablar de estas rutas como los registros de la fi losofía: esprit de la géométrie y esprit de la fi nesse.

Valga decir que entre la fi losofía y el lenguaje ha existido una relación continuada, indisoluble e irrenunciable. Afortu-nadamente, a la par de la fi losofía, y lo más seguro es que desde antes de que ella iniciase su camino, ha existido otra forma de lenguaje, que ha dado en llamarse literatura. Según se ha sostenido, este otro camino de la palabra ha sido más incierto pero más alegre, menos certero pero menos aburrido; lo cierto es que parece haber sido menos ambicioso, porque se

ha desentendido de esa oscura y ambigua noción de verdad, que sí ha desvelado a muchos fi lósofos. Hablar desde la inspi-ración y la sorpresa o sencillamente contar cosas han sido sus propósitos, a través de un dar curso a la palabra, de una expe-riencia que sólo pretenda dejar fl uir el lenguaje de acuerdo con los ritmos de cada uno, de cada época, de cada cultura.

No puede decirse que cada uno de quienes se han dedicado a la literatura lo haya hecho alegremente y como un gozo, aunque a veces sí se hayan cobrado algunos réditos de esta manera y por estas rutas; muchas obras de la literatura también han sido de dura y difícil gestación.

Resulta difícil negar que las seducciones de la literatura han sido más numerosas, y que por ello el número de personas que ha seguido los caminos trazados por ella ha sido mucho mayor que aquel otro que ha transitado por las rutas de la fi losofía. Los propósitos de la literatura, a pesar de mostrar un rostro más noble y más suave, parecen ser menos claros que los de la fi losofía; tal vez la fi jeza de las preguntas y la obstinación por la verdad de esta última se confabulan para que su popularidad se vea reducida.

Lo importante para esta refl exión es que ambas tradiciones existen en función del lenguaje; si la fi losofía es lo pensado, mientras la literatura es lo dicho, ninguna de las dos puede prescindir del territorio común que es el lenguaje; ambas ex-presiones están enteradas y suscriben la convicción de que la palabra no es una simple herramienta que puede desecharse después de haber sido usada; la vida, ya sea como pensamiento o ya sea como expresión, se vive en el lenguaje de forma con-tinuada e ininterrumpida.

A través de los últimos siglos se ha transitado por algunas estaciones como el colonialismo, la revolución, el imperialis-

mo, el fascismo y muchas otras; sin duda, esta ruta ha llevado a la reformu-lación de algunas cosas, entre ellas la fi -losofía y la literatura, lo cual a la par de tantas catástrofes debe agradecerse, por-que ha permitido el cruce de sus campos y el enriquecimiento de su territorio común: el lenguaje, en lo que ha dado en llamarse la crítica.

Cabe decir que lo pensado adquiere algunas características de lo dicho, y lo

dicho también adquiere algunas características de lo pensado; cualquiera que vea esto desde moldes inamovibles podría decir que ambas, con este cruce, se han deformado y han perdido, pero se confía en que en lugar de una deformación lo que ha sucedido es un enriquecimiento.

Decir que, en castellano, el sello editorial mexicano Fondo de Cultura Económica ha dado cabida a este espacio de inter-sección, así como a los dos ámbitos que lo alimentan, es una verdad que puede ser comprobada y que luce a la luz del día, sobre todo para la región centroamericana, cuyo aislamiento ha sido ancestral. G

Si la fi losofía es lo pensado, mientras la literatura es lo dicho, ninguna de las dos puede prescindir del territorio común que es el lenguaje; ambas expresiones están enteradas y suscriben la convicción de que la palabra no es una simple herramienta que puede desecharse después de haber sido usada

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¿Quién compra libros?Reny Mariane Bake

En materia editorial, tenemos una asignatura pendiente en toda Latinoamérica: los estudios sistemáticos y confi ables sobre prácticas de consumo de libros. Saber quién y cómo los compra, por qué y para qué, es una información esencial a la que cada editor y cada librero da una respuesta personal, intuitiva. Aunque no todos estemos de acuerdo con las sugerencias y conclusiones de este breve artículo, sin duda hay un défi cit en el conocimiento del consumidor

Cuando recibí la invitación para escribir un artículo para La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, mi primera reacción fue preguntar: ¿qué puede escribir sobre el mercado del libro una persona que es especialista en comercio internacional?, ¿qué puedo aportar a la discusión de cómo incentivar la lectura en Latino-américa? Mientras pensaba en cómo contestar estas preguntas, me di cuenta de que, como una simple y voraz lectora desde la infancia, que a veces se siente un poco frustrada en sus intentos de incentivar a sus alumnos en la universidad para que lean los libros de texto obligatorios y que observa que a veces ni siquiera leen los periódicos para conocer las noticias de actualidad, el enfoque que tal vez me-nos se ha utilizado al plantearse cómo incentivar la lectura es precisamente que no se conoce a profundidad quién compra los libros.

Algunos de mis lectores en este momento puede que pien-sen: yo sí conozco a quien compra libros. Puede que sea cierto, ya que, en las librerías, el que más conoce a sus clientes es, precisamente, quien los atiende. Sin embargo, la gran pregun-ta general, que como sector editorial latinoamericano hace falta responder y conocer, es quién compra libros, por que los compra, dónde los compra, cómo los compra. En resumen, ¿quién es nuestro consumidor?

En este tema, en mi opinión, creo que como latinoamerica-nos estamos cometiendo errores similares a los que se cometen en el comercio internacional de otros productos de la región. Primero aprendemos a producir y luego, vamos al mercado —ya sea nacional o internacional— a buscar quien compre lo que produjimos. Es algo muy distinto al enfoque que otros países o sectores tienen sobre el comercio o mercadeo interna-cional: primero sé quién compra, por qué compra y dónde compra. Luego, produzco lo que quiere el cliente o busco quien lo produzca. Ese simple cambio de enfoque es la razón por la cual los empresarios holandeses, que no tienen grandes ventajas de clima para producir fl ores, manejan en gran medida el mercado mundial de fl ores: conocen el mercado y a los clientes. Luego, buscan quién produce lo que necesita el mer-cado: Colombia, Guatemala, Ecuador…

Para algunos en el sector editorial —ya sean editores, escri-tores o dueños de librerías—, puede que sea un poco de herejía

este enfoque en relación con los libros, ya que un libro no puede ser tratado como otro producto más en el mercado. Sin embargo, para respaldar mi argumento en relación con que faltan estudios de profundidad sobre quién compra libros en Latinoamérica y que no se pueden establecer políticas exitosas de promoción de lectura si no conocemos quién compra libros —y quién no—, realicé una pequeña investigación para este artículo y encontré que hay estudios sobre quién produce, ex-porta e importa libros en Latinoamérica, pero no encontré ninguno a nivel latinoamericano que estudie los hábitos del consumidor. En este momento, invito a mis lectores a que se pregunten: ¿tal estudio existe en su país?, ¿conocen, con base

en estudios cuantitativos y cualitativos, quién compra libros y quién no? ¿Cuán-to gastan anualmente en libros? ¿Qué tipo de libros compran? ¿Qué puedo decir de mi consumidor —actual o po-tencial— que lo incentive a comprar y leer libros? En Latinoamérica estamos comprando libros de cocina, de arte, de literatura o, simplemente, estamos com-

prando los libros que nos piden en la universidad o la escuela. ¿Cuál es el precio promedio de un libro, qué relación tiene con el ingreso per capita y el salario mínimo?

Si como región latinoamericana se quieren establecer polí-ticas exitosas de incentivo a la lectura, debemos conocer el perfi l de nuestro lector. No es lo mismo establecer una política para incentivar la lectura si quien nos está comprando es el estado que establecer una política para incentivar la lectura entre los estudiantes universitarios —que leen casi sólo por obligación sus libros de texto—, no es lo mismo establecer una política de incentivo a la lectura entre amantes de los libros y otra que incentive la lectura entre aquellos que no tienen la costumbre de leer. Vuelvo a preguntar: ¿conocemos en Latino-américa los perfi les de cada uno de estos distintos mercados para los libros? Excluyendo el mercado enfocado al consumo del estado, una persona común y corriente, ¿qué toma en cuen-ta a la hora de comprar un libro? Así podríamos saber cómo hacer que las personas que no asisten usualmente a las librerías las visiten y compren.

En Estados Unidos, donde el mercado de libros en español se encuentra en rápido crecimiento, estudios sobre el mercado y los potenciales consumidores permiten que la identifi cación de nuevos nichos de mercado para pequeñas empresas sea más accesible. Al fi nal, si en Latinoamérica no se conoce al consu-midor y sus hábitos, ¿cómo puedo estar seguro de que estoy tomando las políticas y acciones correctas para promover la compra de libros y la lectura en nuestros países? En un mundo donde la tecnología y el acceso a la información nos permite acercar mercados, no basta sólo conocer el mercado de mi país. Si quiero incentivar la lectura en Latinoamérica, debo conocer al consumidor regional, con sus propias características locales. G

La gran pregunta general, que como sector editorial latinoamericano hace falta responder y conocer, es quién compra libros, por qué los compra, dónde los compra, cómo los compra. En resumen, ¿quién es nuestro consumidor?

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De paso por Centroamérica y el CaribeCésar Ángel Aguilar Asiain

Estas dos páginas son una anecdótica nota de agradecimiento a quienes han contribuido a que el Fondo mantenga su presencia en las librerías centroamericanas. Sin la gente que selecciona nuestras obras para acercarlas al público, no tendría sentido seleccionar e imprimir los títulos de nuestro catálogo. Las eventuales omisiones son, obviamente, consecuencias crueles de la falta de espacio

En 1994, bajo la dirección general de Miguel de la Madrid Hurtado, se constituyó la sociedad anónima Fondo de Cultura Económica de Guatemala, sa. La idea original de poner una fi lial en Guatemala era dar apoyo a los Acuerdos de Paz que se venían originando después de 40 años de confl icto armado, un proceso muy doloroso para el pueblo guatemalteco, en el que hubo todo tipo de abusos en contra de los derechos humanos. En 1995, Leonor Pérez Molina fue nombrada gerente general y se inauguró formalmente la sede guatemalteca del fce, po-niendo a disposición del público lector una librería de 50 m2 y un pequeño café. Poco a poco el lugar comenzó a darse a co-nocer dentro de la sociedad guatemalteca pues a él acudían grupos de intelectuales, políticos, diplomáticos y académicos, entre otros.

Después de dos años se percibió la necesidad de generar un espacio en donde se originara la creación, transmisión y discu-sión de valores e ideas, así como la formación de lectores, es-tudiantes y profesionistas, por lo que se ordenó la construcción de un auditorio con capacidad para albergar a 120 personas. En 1996 se inauguró el auditorio Luis Cardoza y Aragón, en me-moria al gran intelectual, diplomático y escritor. En 1999 se nombró como gerente general a Sagrario Castellanos, quien llevó a cabo el primer plan de expansión por Centroamérica y celebró el convenio de colaboración con Helvetas Guatemala, lo que dio origen a la colección bilingüe intercultural Luis Cardoza y Aragón, en la que se editaron más de 30 títulos en idiomas mayas. Así también se construyó un restaurante, Lum-bre Alumbre, inaugurado en 2001, donde se reunían persona-lidades del mundo intelectual guatemalteco. Por otra parte la fi lial del fce Guatemala funcionó como sede de la Comunidad de Escritores hasta 2003.

En enero de 2004 recibí la responsabilidad de la gerencia general con la fi rme instrucción de crear una administración austera, ordenada y consistente, sin dejar de promover el sello editorial y fomentar la expansión por toda la región centro-americana. Por tal motivo, desde hace un par de años me di a la tarea de realizar un diagnóstico de la fi lial para reconocer los puntos críticos, reorganizar y fomentar un crecimiento soste-nido con una administración apegada a resultados, austera y con un clara atención por la promoción de las novedades y el catálogo en general que desde México nos enviaban. El resul-tado del diagnóstico fue que, pese a que contábamos con una gran fortaleza en nuestras instalaciones, no estábamos presen-

tes en las principales librerías de Guatemala y en general de la región centroamericana. Así, junto con Álvaro León, vendedor en ese entonces del fce Guatemala, nos dimos a la tarea de tocar puertas a fi n de distribuir nuestros libros, pero contába-mos con dos problemas fundamentales. Los libros que tenía-mos en bodega tenían un atraso de dos, cinco y hasta diez años, por lo que solicitamos el apoyo de la casa matriz para que nos reabasteciera de novedades. Así tuvimos libros que poner en el punto de venta. Una de las primeras puertas que toqué en Guatemala fue la de la librería Artemis Edinter, de don Jesús Chico, quien tiene más de 40 años en el mercado del libro guatemalteco; la primer reunión, honestamente lo digo, fue distinta a aquello a lo que estaba acostumbrado en México: no duró más de cinco minutos y salí como llegué, con una gran esperanza de que nos aceptara los libros. Orgullosamente pue-do decir ahora que, aparte de tener una gran amistad con don Jesús, reconozco en él un gran olfato para seleccionar libros que podrá vender. No por ser menos importante pero poste-rior a mi encuentro con don Jesús, tuve el gusto de conocer a Phillipe Hulzinker y a Marilyn Pennington, su madre, propie-tarios de la librería Sophos, que a mi muy particular forma de ver, y creo que muchos compartirán mi punto de vista, es el mejor espacio para compartir un libro y un buen café. No aca-baría si mencionar a todos los amigos que en Guatemala le han abierto las puertas al Fondo, pero brevemente mencionaré a la familia de León, a las Piedra Santa, a las hermanas de La Lo-yola, a todos los miembros de la Gremial de Editores, Gremial de Libreros y en especial a Rodolfo Bolaños, cuyo paso por la Gremial de Editores será difícil de olvidar para cualquier agre-miado.

A fi nales de 2004 tuve la oportunidad de conocer a Oswaldo Salazar, matemático, escritor, fi losofo y catedrático de la Uni-versidad Francisco Marroquín, quien a su vez me introdujo con Giancarlo Ibarguen, rector de dicha universidad. En la reunión planeada reconocí a la gran persona que a futuro nos permitiría editar la primer novela de la actual administración, así como instalar la segunda librería del fce en Guatemala, llamada Sor Juana Inés de la Cruz, con más de 250 m2 de exhi-bición; ésta abrió sus puertas en enero de 2005.

A mediados de 2004 nos dimos cuenta de que ya era tiempo de salir y recorrer las librerías que no habían sido atendidas desde hacía ya un par de años. El primer destino que tuve fue El Salvador: hice mi maleta y me dirigí en autobús a San Sal-vador, me hospedé en un hotel pequeño, muy bien puesto, en la colonia San Benito, y comencé mi búsqueda en las páginas amarillas. La primer cita que tuve fue con la Adela Celaríe, quien distribuye el catálogo del fce desde hace más de 15 años. Posteriormente acudí a La Librería de la uca, donde me aten-dió Claudia Arteaga, quien a la larga se convirtió en nuestra principal distribuidora en El Salvador. También me entrevisté con Jorge Peña Villacorta, gerente general de Multilibros, con quien me une una gran amistad.

Por recomendación del dueño de Artemis Edinter, visité

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Editoriales La Ceiba, donde conocí a Lorena Bolaños, quien al principio no le generó mucha emoción el sello, pero a la larga se ha convencido de la calidad de nuestro catálogo. Por último acudí a la librería La Casita, donde conocí a Álvaro Vejarano, Sandra y Susana Machon, quienes están siempre en constante movimiento. Tendría que decir lo que siempre digo de El Sal-vador: me gusta este país, reconozco en su gente un gran sen-tido para emprender nuevas cosas, nuevos negocios, nuevas amistades, generar, generar y generar.

El segundo viaje, también en 2004, fue a Honduras, con visitas a Tegucigalpa como primer punto y San Pedro Sula como segundo. Tuve un primer encuentro con nuestro distri-buidor, Gustavo Adolfo Aguilar, quien representaba al fce desde hacía ya 15 años y por malos entendidos y por motivos de salud se había alejado de nosotros. Él estableció la Librería México, en la que exhibía libros de editores mexicanos. Des-pués de haber recorrido universidades, librerías, colegios y ongs, regresé de Tegucigalpa con la manos vacías, así que puse todo mi empeño en San Pedro Sula, donde teníamos un distri-buidor de libros infantiles a quien acudí a visitar, Teresa Coello y don Antonio Coello, quienes siempre estuvieron identifi ca-dos con la línea infantil del fce. Por último sólo me quedaba visitar la librería El Caminante, del barrio Guamilito, en don-de conocí a Isabella Orellana, quien a la fecha distribuye nues-tro fondo editorial. Pero no fue sino hasta 2005, un año y medio después, cuando tuve la suerte de encontrar a nuestra actual representante, Suyapa Velásquez, de la Librería Liser, en quien reconozco el gran aprecio que tiene por el fce; tam-bién tendríamos que agradecer infi nitamente a Paco Alcaide, de Fundación Riecken, por preferirnos.

Mi tercer viaje fue a Managua. En dicho viaje la misión era resolver una situación en donde el fce había dejado libros so-brantes de una feria y que después de un lustro continuaban sin moverse. Fue así como conocí a Juan José Navarro, quien cui-dó durante todo ese tiempo los libros de la mejor manera. Posteriormente me encontré con la cadena más importante de librerías de Nicaragua, Hispamer, cuya puerta acudí a tocar para solicitar una entrevista con el propietario, Jesús de Santia-go, que me atendió gracias a una recomendación de don Jesús Chico. De inmediato pude ver en Jesús de Santiago el interés de volver a distribuir el sello editorial del fce en su casi docena de librerías. Desde entonces se ha convertido en nuestro mejor aliado en Nicaragua.

El siguiente viaje había que realizarlo al país que mejor fama tiene en nivel educativo: Costa Rica. De nueva cuenta recorrí las páginas amarillas en busca de nuevos clientes. Mi primera cita fue con don Rodrigo Vega (fi nado), en quien vi a un señor joven, robusto y lleno de vida, quien me recibió con un cheque y un pedido. En ese momento estaba feliz y sabía que Costa Rica sería todo aquello que habíamos planeado. Posteriormente caminé por la avenida central y me encontré con la Librería Lehmann y a un lado la Librería Universal. Por donde caminaba veía sucursales de la Librería Internacional; éstas tres son las más importantes de Costa Rica. Entré al edi-fi cio de más de siete niveles de la Librería Lehmann, en donde cada piso está dedicado a un área de negocio distinta: el prime-ro es una librería de más de 500 m2, el segundo juguetes, el tercero papelería y así sucesivamente. Me atendió don Antonio Lehmann padre, hombre de más de 50 años de edad, de nacio-nalidad alemana, todo un caballero que me invitó a sentarme

para contarme sus experiencias con el fce. De inmediato hubo química entre ambos y mandó llamar a su equipo de trabajo, con quien me presenté y a la fecha mantenemos una excelente relación comercial y de amistad. Lehmann a la fecha se ha convertido en nuestro distribuidor exclusivo y con el apoyo de Antonio Lehmann hijo y Jorge Porras, promotor exclusivo del Fondo en Costa Rica, hemos obtenido espacios que antes no contábamos.

Panamá fue el quinto viaje; ahí me encontraba con la situa-ción de no tener distribuidor y sólo teníamos compras ocasio-nales. Tuve la fortuna de conocer a Priscilla Delgado y actual-mente contamos con una alianza con Orit Btesh, propietaria de El Hombre de la Mancha, con quien estamos muy interesados en llevar a toda su red de librerías lo mejor de la literatura mexicana, la región centroamericana y el Caribe.

El último y no el menos importante fue en 2005 para visitar la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, en Repú-blica Dominicana. Es la feria del libro mas grande de la región: cada año acuden más de un millón de personas, locales y ex-tranjeras, dentro de un recinto al aire libre con más de 35 °C, aunque a la larga la temperatura no se siente. A los cuatro días de estar promoviendo los libros de los sellos editoriales que llevábamos, se acercó un señor de imagen robusta, serio pero no molesto, quien preguntaba precios de algunos libros. Pasó mas de una hora viendo todo lo que exhibíamos. Al fi nal deci-dió comprar unas 7 cajas de libros: dejó el stand vacío. Final-mente me dijo que contaba con una editorial y que le gustaría distribuir nuestro sello en Dominicana. Su nombre: Trajano Vidal Potentini, que se ha convertido en la plaza más impor-tante de venta de libros después de Guatemala.

Esta región ha representado para el fce una fuente constan-te de escritores, lectores, editores y libreros que han permitido un enriquecimiento de nuestro catálogo así como de acerca-miento y difusión de la literatura iberoamericana. Menciono más autores de la región que se encuentran dentro del catalogo del fce, tales como los nicaragüenses Sergio Ramírez y Ernes-to Cardenal, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, el guate-malteco Severo Martínez, autor de La patria del criollo, y la lista continúa. En Guatemala el Fondo tiene un gran arraigo desde hace muchos años, todo generado por dos grandes escritores guatemaltecos, uno de ellos el premio Nobel Miguel Ángel Asturias, del cual contamos con ocho obras en el catálogo —entre las que destacan Hombres de maíz y El señor presidente—. Otro, no menos importante y trascendental para México fue Luis Car-doza y Aragón, del que en el catálogo del fce se registran nue-ve obras, como El río. Novelas de caballería, Guatemala, las líneas de su mano y como novedad del 2005 Orozco. También hay otros escritores guatemaltecos, como Otto Raúl González, Ana Ma-ría Rodas, Humberto Akabal, Margarita Carrera, Oswaldo Salazar, quienes durante distintos momentos de este gran país han registrado su diario acontecer. Es por eso que la importan-cia que han tenido los escritores de la región para el fce dio origen a la colección Escritores Centroamericanos, en la que, entre 2004 y 2006, se han editado sólo escritores guatemalte-cos, aunque tenemos planeado para el segundo semestre de 2006 y para 2007 incluir al menos un autor por país. Es así como el recorrido por la región y la estancia en Guatemala han dejado muchas experiencias, momentos inolvidables y amista-des, pero sobre todo me queda el orgullo de representar a un gran sello editorial de mi país y llevarlo por toda la región. G

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