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LA ANARQUÍA – ÉLISÉE RECLUS (1894) AGITPROV EDITORIAL 1 LA ANARQUÍA ÉLISÉE RECLUS (1894) Traducción de Diego L. Sanromán

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LA ANARQUÍA – ÉLISÉE RECLUS (1894)

AGITPROV EDITORIAL 1

LA ANARQUÍA ÉLISÉE RECLUS (1894)

Traducción de Diego L. Sanromán

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Reconocimiento - Sin obra derivada - No comercial: El material creado por un artista puede ser distribuido, copiado y exhibido por terceros si se muestra en los créditos. No se puede obtener ningún beneficio comercial. No se pueden realizar obras derivadas.

Publicado por Primera Vez en Enero de 2011.

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El siguiente discurso fue pronunciado en el año 1894 en la logia masónica

de los Amis Philanthropes de Bruselas y reproducido en las números 3, 4 y

5 del primer año de la revista Temps Nouveaux (mayo y junio de 1895).

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La anarquía no es en absoluto una teoría nueva. La propia palabra, tomada en su acepción de “ausencia de gobierno”, de “sociedad sin jefes”, es de origen antiguo y fue empleada mucho antes de Proudhon. Por otro lado, ¿qué importan las palabras? Hubo “ácratas” antes de los anarquistas, y no habían aún los ácratas imaginado ese nombre de erudita composición, cuando ya se habían sucedido innumerables generaciones de ellos. En todo tiempo hubo hombres libres, despreciadores de la ley, gentes que vivían sin amos, conforme al derecho primordial de su existencia y de su pensamiento. Incluso en las eras remotas encontramos por todos lados tribus compuestas por hombres que se administraban a su guisa, sin leyes impuestas, no teniendo más regla de conducta que su “voluntad y franco arbitrio”, por decirlo con Rabelais, e impulsados incluso por el deseo de fundar la “fe profunda”, a la manera de los “tan aguerridos caballeros” y las “damas tan encantadoras” que se habían reunido en la abadía de Thelema. Pero si bien la anarquía es tan antigua como la humanidad, quienes la representan no dejan de aportar alguna novedad al mundo. Poseen la conciencia precisa del fin perseguido y, de un cabo al otro de la tierra, concuerdan en su ideal, que rechaza toda forma de gobierno. El sueño de la libertad mundial ha dejado de ser una pura utopía filosófica y literaria, como era para aquellos fundadores de ciudades del Sol o de nuevas Jerusalenes; se ha convertido

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en el fin práctico, activamente buscado por multitudes de hombres unidos que colaboran resueltamente en el nacimiento de una sociedad en la que ya no habrá amos, ni vigilantes oficiales de la moral pública, ni carceleros, ni verdugos, ni ricos ni pobres, sino tan sólo hermanos que tengan su porción de pan diario, iguales en derechos, manteniéndose en paz y cordial unión, no por obediencia a las leyes, a las que siempre acompañan temibles amenazas, sino por el respeto mutuo de sus intereses y la observación científica de las leyes naturales. Sin duda, este ideal se le antojará quimérico a muchos de ustedes, pero también estoy seguro de que la mayoría lo encuentra deseable y de que a lo lejos perciben ustedes la imagen etérea de una sociedad pacífica en la que los hombres, ya reconciliados, dejarán oxidar sus espadas, fundirán sus cañones y desarmarán sus naves. Por otro lado, ¿no son ustedes de esos que, desde hace mucho tiempo, desde hace millares de años, trabajan –como dicen ustedes- en la construcción del templo de la Igualdad? Son ustedes “masones”, es decir, albañiles cuyo solo fin es levantar un edificio de proporciones perfectas, en el cual no entren más que hombres libres, iguales y hermanos, trabajando sin descanso en su propio perfeccionamiento y renaciendo, mediante la fuerza del amor, en una vida nueva de justicia y de bondad. Se trata de esto, ¿no es así? Pues bien, ¡no están solos en su empeño! No aspiran ustedes al monopolio de un espíritu de progreso y renovación. Ni siquiera cometen la injusticia de olvidar a sus particulares adversarios, a aquellos que les maldicen y excomulgan, esos católicos fervorosos que condenan al infierno a los enemigos de la Santa Iglesia, pero que no dejan de profetizar la llegada de una edad de paz definitiva.

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Francisco de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Ávila y tantos otros más entre los fieles de una fe que no es la de ustedes amaron ciertamente a la humanidad con el más sincero de los amores, y debemos contarlos entre quienes vivían por un ideal de felicidad universal. Y en nuestros días, millones y millones de socialistas, al margen de la escuela a la que pertenezcan, luchan también por un porvenir en el que el poderío del capital sea derrotado y en el que los hombres puedan al fin decirse “iguales” sin ironía. El objetivo de los anarquistas es, pues, común a multitud de hombres generosos pertenecientes a las religiones, a las sectas y a los partidos más diversos, pero se distinguen claramente por sus medios, tal como su nombre indica del modo menos dudoso. La conquista del poder fue siempre la gran preocupación de los revolucionarios, incluso de los mejor intencionados. La educación recibida no les permitía imaginar una sociedad libre que funcionase sin un gobierno regular y, no bien habían derribado a sus odiados amos, se apresuraban a reemplazarlos por otros, destinados, según una fórmula consagrada, a “velar por la felicidad de su pueblo”. De ordinario, ni siquiera se permitían preparar un cambio de príncipe o de dinastía sin haber dado muestras de su obediencia a algún soberano futuro. “¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!”, exclamaban los súbditos, fieles incluso en la rebelión. Durante siglos y siglos, tal fue infaliblemente el curso de la historia. “¿Cómo podríamos vivir sin amos?”, decían los esclavos, las esposas, los niños, los trabajadores de la ciudad y del campo, y de forma deliberada colocaban la cabeza bajo el yugo, como el buey que tira de la carreta. Nos vienen a la memoria los insurgentes de 1830, que reclamaban la

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“mejor de las repúblicas” en la persona de un nuevo rey, y los republicanos de 1848, retirándose discretamente a sus cuchitriles tras haber puesto “tres meses de miseria al servicio del gobierno provisional”. En la misma época estallaba una revolución en Alemania y un parlamento popular se reunía en Francfort. “¡La vieja autoridad es un cadáver!”, clamaba uno de sus representantes. “Sí –replicaba el presidente-, pero nosotros la resucitaremos. Convocaremos a hombres nuevos, que sabrán reconquistar para el poder la confianza de la nación”. ¿No vienen aquí al caso los versos de Víctor Hugo: “Un antiguo instinto humano conduce a la ignominia”? Contra tal instinto, la anarquía representa verdaderamente un espíritu nuevo. No se puede reprochar a los libertarios que traten de desembarazarse de un gobierno para sustituirlo por otro. “¡Quítate tú, que me pongo yo!” es una expresión que les horrorizaría pronunciar, y por anticipado condenan a la vergüenza y al desprecio, o cuando menos a la piedad, a aquel de entre sus filas que, picado por la tarántula del poder, se permitiera ambicionar algún puestecillo con el pretexto de velar, también él, por “la felicidad de sus conciudadanos”. Los anarquistas profesan, apoyándose en la observación, que el Estado y todo lo que se le asocia no es una entidad pura o bien una fórmula filosófica, sino un conjunto de individuos situados en un medio especial y soportando su influjo. Éstos, elevados en dignidad, en poder, en trato, por encima de sus conciudadanos, se ven, por la misma razón y por decirlo de algún modo, forzados a creerse superiores a las gentes del común y, a pesar de las tentaciones de todo género que les asaltan, los hacen caer fatalmente por debajo del nivel general.

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Por eso repetimos sin descanso a nuestros hermanos –en ocasiones, fraternales enemigos-, los socialistas de Estado: “¡Guardaos de vuestros jefes y mandatarios! Ciertamente están, como vosotros, animados por las más puras intenciones; desean ardientemente la supresión de la propiedad privada y del Estado tiránico; pero las relaciones, las ocasiones novedosas las modifican poco a poco; su moral cambia con sus intereses y, creyéndose siempre fieles a la causa de sus mandantes, se vuelven forzosamente infieles. También ellos, detentadores del poder, deberán servirse de los instrumentos del poder: ejército, moralistas, magistrados, policías y soplones”. Hace ya tres mil años el poeta hindú del Mahábharata sancionó esta cuestión con la experiencia de siglos: “El hombre que va en coche jamás será amigo del que va a pie”.

* * *

Así, los anarquistas tienen, a este respecto, los principios más irrevocables: según ellos, la conquista del poder no puede servir más que para prolongar su duración, junto con la correspondiente esclavitud. No sin razón, el nombre de “anarquistas”, que después de todo no tiene sino un significado negativo, sigue siendo aquel con el que somos universalmente designados. Se nos podría llamar “libertarios”, tal como gustosamente se califican algunos de nosotros, o bien “armonistas”, a causa del libre acuerdo de las voluntades que, a nuestro parecer, constituirá la sociedad futura; pero estas apelaciones no nos diferencian

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lo suficiente de los demás socialistas. Es sin duda la lucha contra todo poder oficial lo que esencialmente nos distingue; cada individualidad nos parece el centro del universo, y todas tienen los mismos derechos a su desarrollo integral, sin intervención de un poder que las dirija, las sermonee o las castigue.

* * *

Conocen ustedes nuestro ideal. Ahora, la primera cuestión que se plantea es la siguiente: “¿Tal ideal es verdaderamente noble y merece el sacrificio de hombres abnegados y los terribles riesgos que toda revolución acarrea? ¿Es pura la moral anarquista? ¿Y en la sociedad anarquista, si se constituyera, el hombre será mejor que en una sociedad que descansa sobre el temor al poder y a las leyes?”. Respondo con toda seguridad, y espero que pronto ustedes lo hagan conmigo: “Sí, la moral anarquista es la que mejor se corresponde con la concepción moderna de la justicia y de la bondad”. El fundamento de la antigua moral, bien lo saben ustedes, no era otro que el miedo o el “temblor”, como dice la Biblia y como múltiples preceptos se lo enseñaron a ustedes en sus años mozos. “El temor de Dios es el principio de la obediencia”, tal era antaño el punto de partida de toda educación: la sociedad en su conjunto descansaba en el terror. Los hombres no eran ciudadanos, sino súbditos o borregos; las esposas eran sirvientas, los niños esclavos sobre los cuales los padres guardaban un resto del antiguo derecho a la vida y la muerte. En

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cualquier lugar, en todas las relaciones sociales, se mostraban las relaciones de superioridad y de subordinación; en fin, aún en nuestros días, el principio mismo del Estado y de todos los Estados parciales que lo constituyen es la jerarquía o la arquía “santa”, la autoridad “sagrada” –que es el verdadero sentido del término-. Y esta dominación sacrosanta conlleva toda una sucesión de clases superpuestas, de las cuales las más altas tienen todo el derecho a mandar y las inferiores todo el deber de obedecer. La moral oficial consiste en inclinarse ante el superior y en erguirse orgullosamente ante el subordinado. Cada hombre debe poseer dos rostros, como Jano, dos sonrisas: la una aduladora, solícita, en ocasiones servil; la otra soberbia y de una noble condescendencia. El principio de autoridad –pues así es como tal cosa se llama- exige que el superior jamás aparezca como errado y que, en cualquier intercambio de palabras, él tenga siempre la última. Pero sobre todo es preciso que sus órdenes sean observadas. Lo cual lo simplifica todo: ya no hay necesidad de razonamientos, de explicaciones, de dudas, de debates, de escrúpulos. Los negocios marchan entonces por sí solos, bien o mal. Y cuando no hay un amo para mandar, ¿no contamos con fórmulas ya hechas, órdenes, decretos o leyes, también promulgados por amos absolutos o por legisladores de diferente nivel? Tales fórmulas reemplazan a las órdenes inmediatas y se las observa sin tener que indagar si son conformes o no con la voz interior de la conciencia. Entre iguales, la obra resulta más difícil, pero también es más elevada: hay que buscar duramente la verdad, hallar el deber personal, aprender a conocerse uno mismo, favorecer continuamente la propia educación, conducirse

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respetando los derechos y los intereses de los camaradas. Sólo entonces se convierte uno en un ser realmente moral, sólo entonces nace en uno el sentimiento de la propia responsabilidad. La moral no es una orden a la que uno se someta, un discurso que uno repita, una cosa puramente exterior al individuo, sino que se convierte en una parte del ser, en un producto de la vida misma. Es así como, nosotros anarquistas, entendemos la moral. ¿No tenemos acaso derecho a compararla con satisfacción con la que nos han legado los ancestros? Tal vez me den ustedes la razón, pero muchos pronunciarán de nuevo la palabra “quimera”. Feliz al menos porque vean en ello una noble quimera, voy todavía más lejos y afirmo que nuestro ideal, nuestra concepción de la moral se encuentra de todo punto en la lógica de la historia, guiada naturalmente por la evolución de la humanidad. Acosados antaño por el terror a lo desconocido, así como por el sentimiento de su impotencia en el desvelamiento de las causas, los hombres crearon, por la intensidad de su deseo, una o varias divinidades caritativas, que representaban a la vez su ideal informe y el punto de apoyo de todo aquel mundo misterioso, visible e invisible, de las cosas que les rodeaban. Tales fantasmas de la imaginación, investidos además de un poder total, se convirtieron también a ojos de los hombres en el principio de toda justicia y de toda autoridad; y como amos del cielo, naturalmente tuvieron sus intérpretes en la tierra, magos, consejeros, jefes militares, ante los cuales uno aprendía a prosternarse como ante representantes de las alturas. Era lógico. Pero el hombre dura más que sus obras, y aquellos dioses no han cesado de cambiar como sombras proyectadas sobre el infinito. Visibles en un principio,

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animados por pasiones humanas, violentos y temibles, poco a poco fueron retrocediendo hasta una inmensa lejanía; acabaron por transformarse en abstracciones, en ideas sublimes a las que ya ni siquiera se daba nombre, y finalmente acabaron por confundirse con las leyes naturales del mundo; regresaron a este mundo, que se suponía habían sacado de la nada, y ahora el hombre se encuentra solo sobre la tierra, por encima de la cual había erigido la imagen colosal de Dios. Toda la concepción de las cosas cambia, pues, al mismo tiempo. Si Dios se desvanece, aquellos que derivaban de él sus títulos de obediencia ven cómo se empañan sus esplendores postizos: también ellos deben volver gradualmente a las filas, acomodarse del mejor modo posible al estado de las cosas. Ya no encontraremos hoy a nadie que, como Tamerlán, mande a sus cuarenta cortesanos que se lancen desde lo alto de una torre, seguro de que, en un abrir y cerrar de ojos, verá desde sus almenas los cuarenta cadáveres destrozados y ensangrentados. La libertad de pensamiento ha convertido a todos los hombres en anarquistas sin saberlo. ¿Quién no se reserva un rinconcito de su cerebro para reflexionar? Ahora bien, aquí se halla precisamente el crimen de los crímenes, el pecado por excelencia, simbolizado por el fruto del árbol que reveló a los hombres el conocimiento del bien y del mal. De ahí el odio a la ciencia que siempre profesó la Iglesia. De ahí ese furor contra los “ideólogos” que siempre impulsó a Napoleón, ese moderno Tamerlán. Pero los ideólogos llegaron. Y deshicieron como una bruma las ilusiones de antaño, recomenzando de nuevo todo el trabajo científico mediante la observación y la

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experimentación. Uno de ellos incluso, nihilista antes de nuestros tiempos, anarquista como no hubo otro, al menos en su discurso, comenzó por hacer “tábula rasa” de todo lo que había aprendido. Apenas existe hoy científico, apenas hay hombre de letras que no afirme ser él mismo su propio maestro y modelo, el pensador original de su pensamiento, el moralista de su moral. “Si quieres surgir, ¡surge de ti mismo!”, decía Goethe. ¿Y acaso los artistas no aspiran a reflejar la naturaleza tal como ellos la ven, tal como la sienten y la comprenden? Bien es cierto que aquí se encuentra de ordinario lo que podríamos llamar una “anarquía aristocrática”, que no reivindica la libertad más que para el pueblo elegido de los Musagetes, más que para los que ascienden al Parnaso. Cada uno de ellos quiere pensar libremente, buscar a su modo su ideal en el infinito, pero afirmando al tiempo que es necesaria “una religión para el pueblo”. Quiere vivir como un hombre independiente, pero “la obediencia está hecha para las mujeres”; quiere crear obras originales, pero el “pueblo llano” debe seguir sometido, como una máquina, al innoble funcionamiento de la división del trabajo. No obstante, estos aristócratas del gusto y el pensamiento ya no tienen fuerzas para cerrar la gran esclusa por la que se escapa el torrente. Si es cierto que la ciencia, la literatura y el arte se han vuelto anarquistas, si todo progreso, toda nueva forma de belleza son resultado de la eclosión del pensamiento libre, también lo es que el mismo pensamiento opera en las profundidades de la sociedad, y ahora ya no es posible contenerlo. Es demasiado tarde para detener la avalancha. ¿Acaso no es la disminución del respeto el fenómeno por excelencia de la sociedad contemporánea? En otros

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tiempos vi en Inglaterra a la muchedumbre abalanzarse por millares para contemplar el carruaje vacío de algún gran señor. Ahora no se daría el caso. En India, los parias se mantenían devotamente a los ciento quince pasos reglamentarios que les separaban del orgulloso brahmán; desde que la gente se apretuja en las estaciones, ya no hay entre ellos más que el fino tabique de una sala de espera. Los ejemplos de bajeza, de vil reptación no faltan en el mundo, pero a pesar de todo existe un progreso en la senda de la igualdad. Antes de dar testimonio de respeto, en ocasiones uno se pregunta si el hombre o la institución son verdaderamente respetables. Se estudia el valor de los individuos, la importancia de las obras. La fe en la grandeza ha desaparecido; ahora bien, allí donde la fe ya no existe, las instituciones desaparecen a su vez. La supresión del Estado está naturalmente implícita en la extinción de su respeto. El trabajo de crítica contestataria a la que se ve sometido el Estado se ejerce igualmente contra todas las instituciones sociales. El pueblo ya no cree, ya no cree en absoluto, en el origen santo de la propiedad privada, producida, nos decían los economistas –algo que ya no osan repetir-, por el trabajo personal de los propietarios; el pueblo no ignora en modo alguno que la labor individual jamás crea millones sobre millones, ni que semejante enriquecimiento monstruoso es siempre consecuencia de un falso estado social, que atribuye a uno el producto del trabajo de miles de otros; respetará en todo caso el pan que el trabajador se ha ganado duramente, la cabaña que éste ha construido con sus manos, el jardín que ha plantado, pero sin duda le perderá el respeto a los millares de propiedades ficticias que representan esos papeles de toda

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condición guardados en las cajas de los bancos. Llegará el día –no me cabe la menor duda- en el que recuperará tranquilamente la posesión de todos los productos de la labor común, minas y dominios, fábricas y bodegas, ferrocarriles, navíos y cargamentos. Cuando la multitud, esa multitud “vil” por su ignorancia y por esa cobardía que es su fatal consecuencia, cese de merecer el calificativo con que se la insulta, cuando sepa con total certeza que el acaparamiento de ese inmenso caudal reposa únicamente en una ficción quiromántica, en la fe en un puñado de papelajos de colores, entonces el actual estado social se encontrará amenazado. En presencia de tales evoluciones profundas, irresistibles, que se producen en todos los cerebros humanos, ¡cuán estúpidos, cuán desprovistos de sentido se les presentarán a nuestros descendientes los furiosos clamores que se arrojan contra los innovadores! ¡Qué importan las groseras palabras vertidas por una prensa obligada a pagar sus subsidios con buena prosa! ¡Qué importan incluso los insultos honestamente proferidos por esos devotos, “santos aunque simples”, que llevaban la leña a la hoguera de Jean Huss! El movimiento que nos impulsa no es cosa de simples energúmenos o de pobres soñadores; es el de la sociedad en su conjunto. Es una necesidad de la marcha del pensamiento, convertido ya en fatal, en ineluctable, como la rotación de la tierra y de los cielos. Con todo, podría subsistir una duda en los espíritus si la anarquía no hubiese sido nunca más que un ideal, más que un ejercicio intelectual, un elemento de la dialéctica, si nunca hubiese conocido realización concreta, si nunca un organismo espontáneo hubiera surgido, poniendo en

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acción las fuerzas libres de los camaradas que trabajan en común, sin amo que les mande. Pero semejante duda puede ser fácilmente despejada. Pues sí, los organismos libertarios han existido en todo tiempo; sí, sin cesar se forman otros nuevos, y cada año más numerosos, siguiendo los progresos de la iniciativa individual. Podría citar diversas tribus, de las llamadas salvajes, que incluso en nuestros días viven en perfecta armonía social sin tener necesidad de jefes, ni de leyes, ni de cercados, ni de fuerza pública; pero no quiero insistir en tales que ejemplos, que sin embargo tienen su importancia: temo que se me eche en cara la poca complejidad de esas sociedades primitivas en comparación con nuestro mundo moderno, inmenso organismo en el que se entremezclan tantos otros organismos con una complejidad infinita. Dejemos, pues, de lado a esas tribus primitivas para ocuparnos tan sólo de las naciones ya constituidas, y que disponen de todo un aparato político y social. No podría, sin duda, mostrarles a ustedes ninguna que, en el curso de la historia, se haya constituido como sociedad puramente anárquica, pues todas se encontraban aún en su periodo de lucha entre elementos diversos no asociados todavía; pero lo que será fácil de constatar es que cada una de esas sociedades parciales, aunque aún no fundidas en un conjunto armónico, fue tanto más próspera, tanto más creativa, cuanto más libre, cuanto mejor se reconocía en ella el valor personal del individuo. Desde la época prehistórica, momento en que nuestras sociedades descubrieron las artes, las ciencias, la industria, y a pesar de que los anales escritos no hayan podido guardar su memoria, todos los grandes periodos de la vida de las naciones han sido aquellos en los que los hombres,

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agitados por las revoluciones, sufrieron menos severamente el largo y pesado asedio de un gobierno regular. Los dos grandes periodos de la humanidad, por el movimiento de los descubrimientos, por el florecimiento del pensamiento, por la belleza del arte, fueron épocas turbulentas, tiempos de “peligrosa libertad”. El orden reinaba en el inmenso imperio de los medas y de los persas, pero nada grande salió de ellos; en tanto que la Grecia republicana, sin cesar agitada, estremecida por continuas sacudidas, dio a luz a los iniciadores de todo lo que consideramos elevado y noble en la civilización moderna. Nos resulta imposible pensar, elaborar una obra cualquiera, sin que nuestro espíritu remita inmediatamente a aquellos libres helenos, que fueron nuestros predecesores y todavía son nuestro modelo. Dos mil años más tarde, tras pasar por tiranías, tras tiempos sombríos de opresión que parecían no tener fin, Italia, Flandes, Alemania, toda la Europa de los comuneros, trato de recuperar nuevamente el aliento: innumerables revoluciones sacudieron el mundo. Ferrari no contabilizó menos de siete mil sacudidas locales sólo en Italia; pero también el fuego del pensamiento libre se puso a arder, y la humanidad floreció de nuevo: con los Rafael, Vinci, Miguel Ángel, se sintió joven por segunda vez. Después vino el gran siglo de la Enciclopedia, con las revoluciones mundiales que le siguieron y la proclamación de los Derechos del Hombre. Intenten, si es que pueden, enumerar todos los progresos que se han producido desde aquella gran sacudida de la humanidad. Uno se pregunta si en verdad durante este último siglo no se ha concentrado más de la mitad de la historia. El número de hombres se ha acrecentado en más de quinientos millones; el comercio se

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ha más que decuplicado, la industria como transfigurado y el arte de modificar los productos naturales maravillosamente enriquecido; nuevas ciencias han hecho su aparición y, por mucho que se diga, un tercer periodo del arte ha comenzado; el socialismo consciente y mundial ha ganado en importancia. Cuando menos, uno siente que vive en el siglo de los grandes problemas y las grandes luchas. Reemplacen mediante la imaginación los cien años resultado de la filosofía del siglo dieciocho por un periodo sin historia en el que cuatrocientos millones de pacíficos chinos habrían vivido bajo la tutela de un “Padre del pueblo”, de un tribunal de ritos y de unos mandarines provistos de sus respectivos diplomas. Lejos de haber vivido con ímpetu, tal como ha ocurrido, nos habríamos encaminado hacia la inercia y la muerte. Si Galileo, aún prisionero en las cárceles de la Inquisición, no pudo sino murmurar quedamente “Y sin embargo, se mueve”, nosotros podemos ahora, gracias a las revoluciones, gracias a las violencias del libre pensamiento, podemos –decía- gritar desde los tejados y en las plazas públicas: “¡El mundo se mueve y continuará moviéndose!”. Al margen de este gran movimiento, que transforma gradualmente a la sociedad entera en el sentido del pensamiento libre, de la moral libre, de la acción libre -es decir, en esencia, de la anarquía-, existe también un trabajo de experiencias directas que se manifiesta mediante la fundación de colonias libertarias y comunistas: se trata de pequeñas tentativas que uno puede comparar con los experimentos de laboratorio que llevan a cabo químicos e ingenieros. Estos ensayos de comunas modelo presentan todas el defecto capital de ser construidas al margen de las condiciones ordinarias de la vida, es decir,

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lejos de las ciudades donde se mezclan los hombres, donde surgen las ideas, donde se renuevan los intelectos. Y sin embargo, pueden citarse muchas de tales empresas que han tenido un éxito pleno; entre otras, la de la “Joven Icaria”, transformación de la colonia de Cabet, fundada pronto hará medio siglo conforme a los principios del comunismo autoritario; migración tras migración, el grupo de los comuneros, convertido en estrictamente anarquista, vive ahora una existencia modesta en la campiña de Iowa, cerca del río Desmoines. Pero allí donde la práctica anarquista triunfa es en el curso ordinario de la vida, entre las gentes del pueblo, que ciertamente no podrían mantener la terrible lucha por la existencia si no se ayudasen espontáneamente entre sí, ignorando las diferencias y la rivalidad de intereses. Cuando uno de ellos cae enfermo, los demás pobres se ocupan de sus hijos: se le alimenta, se comparte con él la magra pitanza semanal, se intenta cumplir con su labor, redoblando, si es preciso, la jornada. Entre los vecinos, se establece una suerte de comunismo mediante el préstamo, mediante el viene y va de los utensilios domésticos y de las provisiones. La miseria une a los desgraciados en una liga fraternal: juntos pasan hambre y juntos se sacian. La moral y la práctica anarquistas son la regla incluso en las reuniones burguesas, donde, a primera vista, a uno se le antojarían completamente ausentes. Imagínense una fiesta en el campo en la que alguien, bien el anfitrión, bien alguno de los invitados, afecte aires de dueño y señor, permitiéndose tomar el mando o hacer que prevalezca indiscretamente su solo capricho. ¿No supone esto la muerte de toda alegría, el fin de todo placer? No hay júbilo sino entre los libres e iguales, entre gentes que pueden

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divertirse como les plazca, en grupos distintos si es el caso, pero próximos los unos a los otros y entremezclándose a su guisa, porque las horas pasadas de tal modo les parecen más dulces. Me permitiré aquí narrarles un recuerdo personal. Bogábamos en uno de esos hermosos navíos modernos que rompen con soberbia las olas a una velocidad de 15 ó 20 nudos por hora y que, contra viento y marea, trazan una línea recta entre continente y continente. El viento estaba en calma, la tarde era apacible y las estrellas iban iluminándose una a una en la oscuridad del cielo. Conversábamos sobre el castillo de popa, ¿y sobre qué podía ser, más que sobre esa eterna cuestión social que nos atenaza, que se nos lanza a la garganta como la esfinge de Edipo? El reaccionario del grupo se veía severamente presionado por sus interlocutores, todos más o menos socialistas. De repente se volvió hacia el capitán, el jefe, el amo, esperando que en él encontraría a un defensor nato de los buenos principios: “Usted manda aquí. ¿Acaso su poder no es sagrado? ¿Qué sería de esta nave si no estuviese dirigida por su voluntad constante?”. “Qué hombre tan ingenuo es usted, respondió el capitán. Entre nosotros, puedo decirle que de ordinario yo no sirvo para nada. El timonel mantiene el navío en línea recta; dentro de algunos minutos, otro piloto le sucederá, después otros más, y seguiremos regularmente, sin mi intervención, la ruta acostumbrada. Abajo, los fogoneros y los mecánicos trabajan sin mi ayuda, sin mi consejo, y mejor que si yo me inmiscuyese en su tarea. Y todos estos gavieros, todos estos marineros, saben también qué labor han de desempeñar y, llegado el caso, a mí no me queda más que hacer que mi pequeña porción de trabajo concuerde con la

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suya, más penosa y peor retribuida que la que mí me corresponde. Se supone, sin duda, que yo he de guiar el navío. Pero ¿no se da cuenta de que es una simple ficción? Ahí están los mapas, pero no soy yo quien los ha trazado. La brújula nos dirige, y no soy yo el que la ha inventado. Abrieron para nosotros el canal del puerto del que venimos y también el del puerto en el que desembarcaremos. Y este soberbio navío, cuya armazón apenas se lamenta bajo la presión de las olas, que se balancea majestuoso en la marejadilla, que singla con poderío empujado por el vapor, tampoco soy yo quien lo ha construido. ¿Qué soy yo frente los grandes muertos, los inventores y los científicos, nuestros predecesores, que nos enseñaron a atravesar los mares? Somos todos sus asociados, y los marineros mis camaradas, y también ustedes, los pasajeros, pues por ustedes cabalgamos las olas y, en caso de peligro, con ustedes contamos para que nos ayuden fraternalmente. Nuestra obra es común y somos solidarios los unos de los otros”. Todos callaron y yo guardé en el arcón de mi memoria el precioso tesoro del discurso de aquel capitán tan poco corriente. Así, aquel navío, aquel mundo flotante en el que, por otro lado, los castigos son desconocidos, portaba a través del océano, a pesar de los engorros jerárquicos, una república a escala. Y no se trata en absoluto de un ejemplo aislado. Cada uno de ustedes conoce, al menos de oídas, escuelas en las que el profesor, a pesar de la severidad de un reglamento siempre inaplicado, tiene a todos los alumnos por amigos y felices colaboradores. La autoridad competente tiene todo previsto para domar a esos pequeños facinerosos, pero su amigo mayor no tiene ninguna necesidad de los aperos de la represión; trata a los

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niños como a hombres, apelando constantemente a su buena voluntad, a su comprensión de las cosas, a su sentido de la justicia, y todos responden con alegría. Una minúscula sociedad anárquica, verdaderamente humana, se ve constituida de tal manera, aunque todo (leyes, reglamentos, malos ejemplos, inmoralidad pública) se confabule en su ambiente para impedir la eclosión. Sin cesar aparecen grupos anarquistas, a pesar de los viejos prejuicios y del peso muerto de las antiguas costumbres. Nuestro nuevo mundo despunta alrededor, tal una flor nueva que germinaría sobre el detritus de las edades. No sólo no es quimérico, como se repite sin cesar, sino que se muestra ya bajo mil formas; ciego es el hombre que no acierta a observarlo. Por el contrario, si hay una sociedad quimérica, imposible, es sin duda el pandemónium en el cual vivimos. Sabrán reconocerme que no he abusado de la crítica, sin embargo tan fácil, con respecto al mundo actual, tal como lo han constituido el llamado principio de autoridad y la feroz lucha por la existencia. Pero si es cierto, en fin y por definición, que una sociedad es una agrupación de individuos que se unen y conciertan para el bienestar común, no se puede decir sin caer en el absurdo que la masa caótica circundante constituya una sociedad. Según sus valedores –pues toda mala causa los tiene-, ésta tendría como fin el orden perfecto para la satisfacción de los intereses de todos. Ahora bien, ¿no supone una burla el reconocer una sociedad ordenada en el mundo de la civilización europea, con su sucesión continua de dramas intestinos, asesinatos y suicidios, violencias y tiroteos, decadencia y hambrunas, robos, fraudes y engaños de todo género, quiebras, hundimientos y ruinas? ¿Quién entre nosotros, al salir de

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aquí, no verá alzarse a su vera los espectros del vicio y el hambre? En nuestra Europa hay cinco millones de hombres que no esperan más que una señal para matar a otros hombres, para quemar sus casas y cosechas; otros diez millones de hombres en la reserva, fuera de los cuarteles, se mantienen en la idea de que han de cumplir la misma tarea de destrucción; cinco millones de desgraciados viven –o mejor, vegetan- en las prisiones, condenados a diversas penas, diez millones mueren cada año de muerte prematura y, de 370 millones de hombres, 350 –por no decir todos- tiembla con justificada inquietud ante el porvenir. A pesar de la inmensidad de las riquezas sociales, ¿cuál de nosotros puede afirmar que un brusco giro de la suerte no le arrebataría lo que tiene? Se trata de hechos que nadie puede negar y que deberían, tal me parece, inspirarnos a todos la firme resolución de cambiar este estado de cosas, preñado de revoluciones incesantes. Tuve un día la ocasión de entrevistarme con un alto funcionario, llevado por la rutina de la vida hasta el mundo de los que promulgan leyes y dictan castigos: “¡Pero defienda su sociedad!”, le decía yo. “¿Cómo quiere usted que la defienda si es indefendible?”. Y con todo se defiende, aunque mediante argumentos que no son razones: se defiende gracias al látigo, el calabozo y el cadalso. Por otro lado, aquellos que la atacan pueden hacerlo con toda la serenidad de su conciencia. Sin duda el movimiento de transformación acarreará violencias y revoluciones, ¿pero acaso el mundo circundante es ya otra cosa que violencia continua y revolución permanente? Y en las alternativas de la guerra social, ¿quiénes serán los responsables? ¿Quienes proclaman una era de justicia y de

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igualdad para todos, sin distinciones de clase ni entre individuos, o quienes quieren mantener las separaciones y, en consecuencia, el odio de casta, esos mismos que añaden leyes represivas a las leyes represivas y que no saben resolver los problemas si no es mediante la infantería, la caballería y la artillería? La historia nos permite afirmar con toda certeza que la política del odio engendra siempre odio, agravando fatalmente la situación general o incluso acarreando la ruina definitiva. ¡Cuántas naciones perecieron así, arrastrando a opresores y oprimidos! ¿Pereceremos también nosotros? Espero que no, gracias al pensamiento anarquista que sale a la luz cada vez más, renovando la iniciativa humana. ¿No son ustedes mismos anarquistas o, cuando menos, están muy marcados por el anarquismo? ¿Quién entre ustedes, en su alma y su conciencia, se diría superior a su vecino y no reconocería en él a su hermano y su igual? La moral que se ha proclamado aquí con un discurso más o menos simbólico se convertirá ciertamente en una realidad. Pues nosotros anarquistas sabemos que esta moral de justicia perfecta, de libertad y de igualdad es la verdadera, y la vivimos de todo corazón, mientras que nuestros adversarios dudan. No están seguros de tener razón; en el fondo, están incluso convencidos de estar en el error y así, por adelantado, nos entregan el mundo.

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