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La bufanda de los sueños ( Rafael R. Valcárcel ) ¿Alguna vez te has preguntado dónde fue a parar ese sueño que tanto deseabas realizar y que ahora te es indiferente? La explicación es sencilla, pero difícil de aceptar. A diferencia de su nacimiento, el motivo por el que se desvanece es ajeno a la razón o a los sentimientos. Tiene que ver con la ropa. Yo lo asimilé cuando conocí a Rocío Gaztelu. Al nacer un sueño se revela un hilo de nuestra camiseta o jersey y se bambalea… listo para volar. Rocío no lo sabía. Simplemente le gustaba arrancarlos de las prendas de quienes apreciaba. Quería hacer algo especial con ellos. Del ovillo hizo una bufanda. Al usarla, empezó a vivir los sueños de los demás. Experimentó aventuras insospechadas y, aunque la extasiaban, le producían tristeza. Sus propios sueños no tenían cabida. Deshizo la bufanda y devolvió las hilachas, pero ya nadie quiso perder su tiempo en asuntos improductivos.

La bufanda de los sueños

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La bufanda de los sueños( Rafael R. Valcárcel )

¿Alguna vez te has preguntado dónde fue a parar

ese sueño que tanto deseabas realizar y que ahora

te es indiferente? La explicación es sencilla, pero

difícil de aceptar. A diferencia de su nacimiento, el

motivo por el que se desvanece es ajeno a la razón

o a los sentimientos. Tiene que ver con la ropa. Yo

lo asimilé cuando conocí a Rocío Gaztelu.

Al nacer un sueño se revela un hilo de nuestra camiseta o jersey y se

bambalea… listo para volar. Rocío no lo sabía. Simplemente le gustaba

arrancarlos de las prendas de quienes apreciaba. Quería hacer algo especial

con ellos. 

Del ovillo hizo una bufanda. Al usarla, empezó a vivir los sueños de los

demás. Experimentó aventuras insospechadas y, aunque la extasiaban, le

producían tristeza. Sus propios sueños no tenían cabida. Deshizo la bufanda

y devolvió las hilachas, pero ya nadie quiso perder su tiempo en asuntos

improductivos.

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La luna se puso feliz

Escritora de cuentos y poesías infantiles de Perú. Cuento sobre la luna y las estrellas.

En la inmensidad del cielo vive la luna quien se siente y apenada porque solo puede ser apreciada en las noches

Un día las estrellas del cielo se juntaron al ver lo desconsolada que estaba la luna le dijeron:

¿Por qué Estas triste?porque solo salgo en las noches y estoy rodeada de oscuridad, no siento que sea divertido. Pero nosotras las estrellas brillamos a tu alrededor, te asemos compañía y no estás sola además tú haces que las noches sean románticas que el sol, que el sol se sienta acompañado cuando hay eclipse y que las noches se vuelvan alegres con tu presencia, puedes alumbrar lo que hay a tu alrededor la luna se puso feliz de sentirse valorada por las estrellas y entendió que su presencia era importante para los demás por lo que era alguien muy especial.

Fin

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La luz de tu corazón. Escritora de Perú.

Había una vez una niña llamada Lulú que le tenía miedo a la oscuridad.Todas las noches llamaba a su mamá para que la acompañara, y su mamá se trasnochaba para que ella estuviera tranquila.

Un día le dijo.- Hijita, por qué me llamas tanto, sabes que tengo sueño y despertarme todas las noches me pone de mal humor.

- Lo que pasa es que tengo mucho miedo mamá.- A qué le temes, le preguntó su madre intrigada.- A la oscuridad, le dijo Lulú.

Pues no debes de temer. Sabes, tu tienes una luz interna muy poderosa y está justo en el medio de tu corazón. Esa luz es producto de todo el amor que sientes, por mi, por tu papi y tu hermana. Si piensas en esa luz, ya nunca más sentirás temor.

Lulú vio mucha luz en su habitación a media noche y se puso feliz al saber que la luz de su corazón alumbraría su vida para siempre.

Fin

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Amor duradero.

 Niña escritora de México. 

En Puertas del Cielo, un pueblito con árboles de manzanos, naranjos y viñedos, en donde vive gente pobre y honrada, hay un castillo en el que vive un príncipe apuesto, caballeroso, valiente, guapo y gentil que parece un ángel. En este pueblo vive una joven muy bonita que vive sola en una casa muy humilde.Ella, para no tener problemas con la gente del pueblo, casi no sale de su casa y no se arregla para que las mujeres no la envidien.

Un día el príncipe salió a cazar y se cayó del caballo, y cuando ella salió a recoger la leña, lo encontró desmayado en medio del bosque. Ella lo cuidó y lo curó. Cuando él despertó la vio y se enamoró de su belleza a pesar de que sus vestidos estaban sucios, estaba sin peinarse y sin maquillarse. Ella también se enamoró al ver sus ojos claros y su sonrisa como de ángel. Pero cuando quisieron platicar para conocerse, llegó la bruja del castillo quien traía de mascota a una hormiga grande y roja. La bruja, muy enojada de ver que la joven había curado al príncipe, lanzó un conjuro, se hizo mucho humo y se llevó al príncipe rápidamente al castillo.

En el castillo, la bruja le dio un brebaje al príncipe para que olvidara a la joven porque querían que el príncipe se casara con una mujer de mucho dinero que hiciera más rico su reino.A la joven, la bruja le mandó a la hormiga para que la picara y la durmiera para llevársela a una cueva oscura, húmeda y terrorífica.

Sin embargo, la bruja, cuando le dio el brebaje al príncipe, estaba tan enojada, que había olvidado ponerle las patas de araña a la bebida y el hechizo no duró mucho tiempo, por lo que el príncipe, cuando despertó, recordó a la joven que lo había encontrado en el bosque.Enseguida mandó a todos sus guardias a buscarla, pero no la encontraron. Entonces, fue con la bruja y le dijo que él amaba a la joven y que no le importaban las riquezas sino la felicidad que iba a tener con ella, y que sólo así él podía ser feliz y el pueblo también.

La hormiga, que quería a la bruja, y por eso hacía todo lo que la bruja le ordenaba, entendió al príncipe y lo llevó donde estaba la joven.Cuando llegaron, la bruja trató de impedir que el príncipe rescatara a la joven. Pero la hormiga, con tristeza picó a la bruja y la hizo dormir. De esta manera el príncipe pudo entrar a la cueva y liberar a la joven con

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un beso.El príncipe se casó con la joven, tuvieron dos lindos hijos y vivieron felices por siempre.

Pelusa, una osa graciosa. Escritora de Perú. Cuentos de osos

 una osa muy graciosa llamada Pelusa, a quien le encantaba llevar alegría y diversión a todas partes. Los animales del bosque la querían mucho y siempre le decían:

- Pelusa, con tu alegría contagiante has cambiado mi vida.- Pelusita, que feliz me haces cuando te ríes así.

Pasaban los años y pelusa se quedaba igualita, no envejecía ni aparecían en su rostro arrugas, tampoco se enfermaba, al contrario, era muy sana y tenía mucha energía.

Todos estaban extrañados con Pelusa y no se explicaban cual era el secreto para la juventud eterna.

Un día pelusa haciendo sus muecas y bromeando como siempre les comentó entre risas y carcajadas.

- Saben por qué yo siempre sigo igual y no envejezco.- No sabemos, dijeron todos en coro.- Lo que pasa es que yo siempre estoy alegre y la alegría es el alimento para el alma que se refleja en mi juventud, así mismo, es la mejor medicina para mi cuerpo por lo que ando bien de salud.

Desde aquel día todos los animales empezaron a imitar a Pelusa y en el bello bosque todos vivieron jóvenes y sanos con desbordante alegría en sus corazones

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El mago y la marionetaEl mago irguió la cabeza; la punta de su gorroalargado y oscuro dibujó la trayectoria de una cometa; al fondo, un firmamento gris de acuarela. Entre la profusión de barbas encanecidas sus labios finos y rojos formaban una línea horizontal de satisfacción aun sin llegar a convertirse en sonrisa. Fijó su mirada en la obra que estaba a punto de terminar. El artífice contempló las manitas perfectas que acababa de clavetear. Hizo que se movieran como alas de ave y como patas de arácnido. Al compararlas con las suyas se estremeció. Eran más finas y menos torpes. Sus ojos refulgieron con un brillo melancólico de cristal. Cogió el pequeño martillo, dio un par de golpecitos armónicos más y volvió a colocarlo junto a los diminutos clavos que habían hecho posible la unión de las extremidades del muñeco. Pasó su diestra rígida por el cuerpecito que yacía sobre la mesa de trabajo de la misma forma en que un pájaro insomne bordea el horizonte en la penumbra. Al lado del montón de clavos cogió un rollo de cuerda. Jaló algunas líneas, las midió y las ató a las manitas. En tal acto hubo amor en forma de paciencia y precisión. Hizo varias pruebas con el fin de verificar que las amarras no se enredaran entre sí al moverse. En la sala se escuchó algo similar a un improbable murmullo. Al escenario lo rodeaban cortinas grisáceas y púrpuras a las que apenas llegaban residuos de la luz exterior que se colaba por el techo desvencijado y caía sobre la mesa donde trabajaba ese hombre oscuro, bañando el centro del montaje. Levantó el cuerpecillo al que daba vida y tirando de las cuerdas le infundió movimiento. Contempló de qué manera se meneaban los piecitos, los minúsculos zapatos todavía sin pintar, las manos, los brazos y la cabeza. Movió la cruz desde la cual pendían las amarras y el cuerpecillo danzó con una armonía insospechada, acorde al ritmo de una melodía hermosa. Un bisbiseo, tal vez de admiración, se

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escapó de entre las butacas. En el escenario, dos, tres pasos, una manita que saludó y la otra que lanzó un beso al aire arrancaron alguna risa y el intento de un aplauso. Indiferente, el fusco titiritero cogió al cuerpecillo y lo colocó de nuevo en la mesa. Eligió el pincel más fino de entre sus utensilios y empezó a delinear los ojos de su creación. Continuó con los labios y en ellos plasmó una expresión que, en otro tiempo, seguramente hubiera sido apreciada enigmática y perfecta. Maquilló las mejillas, la frente, la carita entera y al hacerlo puso un empeño grave, convencido de que él nunca sería dueño de una vitalidad igual a la que imprimía al cuerpo que estaba haciendo nacer. Al pasar una brocha por el rostro de la marioneta en ésta surgió un rubor tan vivo que hacía suponer que el artífice en vez de retocar borraba una máscara de polvo y serrín. Al final pintó los zapatos y el resto de las partes. La tarea le llevó pocos minutos. Levantó al muñeco. Lo contempló durante unos instantes y exhaló, preludiando que el acto se aproximaba al final. Con una languidez inefable se llevó la diestra a la boca como si fuera a beber agua, se inclinó sobre la marioneta y sopló. Entonces el muñeco levantó la cara, movió la cabeza en dirección de su artífice y, después, mirando hacia la galería, sonrió. Un rayo de luna parecía estar enfocado sólo en ese rostro alegre y agradecido. Y así, con lentitud, por la obstrucción de una nube, se fue apagando. Con la penumbra total estallaron cientos de aplausos en la sala derruida casi en su totalidad. La ovación continuó durante un par de minutos. Las luces del foro no se encendieron. Las grietas en las paredes y en el techo dejaron que el rayo de luna se colara de nuevo cuando el cielo se despejó. Fue como si el telón se reabriera. La carita mantenía la sonrisa, los ojos irradiaban y entre sus manos diminutas apenas podía sostener el cuerpo inanimado de quien había interpretado el papel del oscuro creador, para quien pedía aplausos, mientras doblaba los ropajes negros, el gorro alargado, peinaba las barbas blancas de nailon, cuidaba de no enredar las amarras con las que había manipulado al otro, y guardaba ceremoniosamente al mago dentro de un baúl entre clamores y aplausos atronadores en ese teatro vacío.

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“Domingo existencial”

Cuento escrito

por Jairo Echeverri García para Cuento Colectivo.

 Después de un sueño profundo, Gerardo abrió sus ojos pero la intensa luz del día lo

obligó a cerrarlos. En un segundo intento, usando su mano derecha como escudo contra

el resplandor, intentó abrirlos de nuevo, esta vez de forma más lenta. Ese domingo el

cielo estaba despejado y el sol en su máximo esplendor. “Fantástico, otra vez me dormí

sin cerrar las cortinas” se dijo. Su cabeza estaba que explotaba, por lo tanto, ese segundo

intento de abrir los ojos fracasó, además las paredes blancas de su cuarto, las sábanas

blancas de su cama no ayudaban tampoco a su retina. Solucionó el problema poniéndose

una almohada encima de su cara que cubrió toda la luz. “¿Qué habrá pasado anoche?” se

preguntó. El malestar en su cuerpo era descomunal. Tras cerrar las cortinas, con los ojos

entreabiertos, se lanzó a su cama de nuevo y quedó dormido casi al instante.Soñó que

estaba en la casa de su madre, en una cena con su esposa, sus dos hijas y, por

supuesto, su madre, los seres de su familia que más amaba. Todos estaban sonrientes y

con cierta aura que los hacía ver casi angelicales. De hecho, toda la casa se veía más

brillante de lo normal. De pronto Gerardo comenzó a ver gotas de sangre que caían sobre

la pieza de pollo que se comía y Ariadna, su hija menor, soltó un grito de pánico agudo y

potente. “Te sangra la nariz hijo, ve al baño a limpiarte” le dijo su madre a Gerardo, quien

cubriéndose la nariz con una de las servilletas de tela color amarillo de la mesa se levantó

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haciendo caso. Mientras caminaba al baño sentía una fuerza en su mandíbula que lo

obligaba a chocar sus dientes unos contra otros. La fuerza en su mandíbula era increíble

y estaba ocasionando que una de sus muelas se aflojara, era muy doloroso pero Gerardo,

por mucho que intentaba, no lograba controlarlo.Entró al baño desesperado y en ese

momento sintió cómo su muela se rompió en dos. La fuerza en su mandíbula lo había

ocasionado, no obstante, una vez la muela se rompió la fuerza incontrolable cesó. En ese

momento Gerardo tuvo la sensación de tener arena en su boca. Pensó que tal vez eran

los pedacitos de su muela. Corrió al lavamanos y escupió tanto los restos de su muela

como la sangre que tenía acumulada en la boca. Después, se miró al espejo y notó cómo

su nariz aún sangraba y sus ojos estaban rojos e hinchados. Se sentó en el inodoro

mientras miraba al techo intentando detener el flujo de sangre de su nariz tanto con la

servilleta, ya empapada, como con la gravedad.Después de unos cuantos minutos sintió

menos congestión en su nariz y por lo tanto, dejó de mirar hacía el techo. Miró la servilleta

que tenía en su mano derecha, pero ésta ahora era rosada y no tenía ni una gota de

sangre. Enseguida se levantó del inodoro y se miró al espejo nuevamente. Lucía normal.

“Raro” se dijo. Caminó hacia la puerta del baño y cuando la abrió, Rómulo, su mejor

amigo, estaba afuera. “Llevas horas acá adentro, me estoy reventando grandísimo

payaso, corre al estudio para que veas el estado de Blas y Jonás” dijo Rómulo mientras

entraba al baño con un vaso de whisky en la mano y una cara de embriaguez y

descompostura extraordinaria.Gerardo miró a su alrededor y notó que ahora estaba en la

casa de Jonás que queda a las afueras de la ciudad. Al entrar al estudio vio a Blas

dormido en uno de los sofás y a alguien sentado en una de las sillas de cuero con una

mujer pelirroja encima acariciándolo. Gerardo sólo podía ver la espalda, vestido y cabello

rojo de la mujer y los pantalones y zapatos de quien suponía era Jonás. “Que belleza” se

dijo. Al voltear para revisar cómo seguía Blas, Gerardo se percató que éste ya no estaba

dormido si no conversando con Rómulo, a quien no escuchó entrar. Desde lejos, al

detallar los gestos de Rómulo y Blas al conversar, Gerardo tuvo la impresión de que

estaban hablando de él. Una breve mirada lanzada por Rómulo, seguida por una

carcajada burlona por parte de Blas fueron los primeros indicios que produjeron la

sospecha y desde que esa sospecha empezó, Gerardo ya había afinado su oído al

máximo para ver si podía escuchar algo de lo que hablaban. Le pareció oír decir a Blas

con tono de burla “se dio cuenta” y en ese momento los interlocutores de la conversación

se acercaron y el volumen bajó aún más. “Pero que me lo digan a la cara” pensó Gerardo

al caminar furioso hacía sus dos amigos. Se paró justo en frente de ambos y se quedó

escuchando con atención por un momento para detectar en qué momento podía entrar en

la conversación. “De qué hablan”, preguntó Gerardo apenas vio la primera oportunidad

para intervenir. Sus dos amigos siguieron hablando como si nada. “Oigan muchachos, con

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quién está Jonás”, insistió Gerardo. Blas y Rómulo lo miraron como con desprecio y se

acercaron aún más el uno al otro dándole un poco la espalda a Gerardo. “Tras de que

hablan mal de mí, después me ignoran a propósito los desgraciados, para sacarme aún

más de quicio” pensó Gerardo. “¡Que de qué hablan!” gritó entonces con toda su

fuerza. En ese momento Gerardo oyó la risa de una mujer que se le hizo conocida.

Cuando volteó hacía la pareja en la silla de cuero notó que eran su esposa, pero con el

cabello rojo, y Jonás, quienes lo miraban y se reían de él. Gerardo caminó

instantáneamente en su dirección con la intención de asesinar a ambos a golpes, no

obstante, una vez lanzó sus golpes a Jonás, a quien atacó de primero, una fuerza extraña

hacía que Gerardo no fuera preciso. Sentía como si los brazos le pesaran, o como si

Jonás tuviera una especie de campo protector invisible que desviaba sus puños. Nada en

el mundo podía ser más frustrante. Jonás aprovechó la lentitud de su amigo y le dio un

puño en el ojo izquierdo a Gerardo, que cayó al piso inconsciente. Al abrir los ojos,

Gerardo miró a su alrededor confundido. Le tardó aproximadamente medio minuto advertir

que estaba en su cuarto. “Que sueño tan extraño” pensó. Se levantó de su cama. El

malestar no era tan fuerte como en la mañana cuando había despertado con los rayos del

sol. Ya era la una de la tarde. “Esos sueños del día sí que son raros” pensó de nuevo. Le

parecía curioso que los sueños más vívidos los tenía o en las mañanas o en las tardes; de

los de la noche muy rara vez se acordaba. Abrió las cortinas de su cuarto. El día

continuaba muy soleado. Gerardo vivía en el segundo piso de un edificio ubicado al lado

de una de las calles principales de la ciudad. Un eterno sonido del efecto Doppler,

producido por las llantas de los carros que pasaban o las llantas más las radios de esos

carros encendidas a todo volumen, era característico del apartamento de Gerardo.

Además, el ocasional trancón vehicular siempre acompañado de uno que otro pito la

daban a su hogar un ambiente extremadamente citadino. Sin embargo, era domingo. El

domingo era el único día que había tranquilidad acústica en el apartamento. Ese día la

ciudad descansaba y el único sonido era el del movimiento de las hojas de los árboles

producida por el viento… eso para Gerardo era desesperante. Si bien algunos días eran

muy alegres y Gerardo apreciaba el “milagro de la vida”, había otros que no le encontraba

ningún fin a vivir. Esa pregunta inherente en el ser humano “¿Qué hacemos en este

mundo?” a Gerardo se le alborotaba el domingo. Tal vez la razón por la cual eso sucedía

era que los demás días el sonido estrepitoso de las calles callaba un poco el sonido de su

voz interior, tal vez la locura que había a las afueras de su apartamento los días de

semana creaban para él la ilusión de que estaba menos solo. Al recordar su sueño sintió

nostalgia. Recordó en específico el momento en el cual estaba cenando con su familia,

pero más que el momento, el sentimiento de felicidad. Hacía ya tres años desde que su

madre había muerto y su esposa lo había abandonado hace casi año y medio, llevándose

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a sus dos hijas. Hace mucho tiempo el futuro de Gerardo era muy prometedor. Se había

graduado de dentistería con el mejor promedio de su promoción de una buena

universidad y tenía un trabajo estable en Dentipein, la principal dentistería de la ciudad.

Sin embargo, no manejó la muerte de su madre de la mejor forma y lo que inició con un

par de borracheras los fines de semana, se convirtió en una senda de autodestrucción

que ya estaba afectando su desempeño laboral. Una vez lo despidieron de su trabajo, no

pasó mucho tiempo antes de que la esposa tirara la toalla y partiera con sus dos

hijas.Gerardo se asomó por la ventana y ver la calle completamente despojada le recordó

una vez más que era domingo, la angustia aumentó. Sentía una especie de vacío en el

alma, no le hallaba ningún sentido a seguir cargando con el enorme peso de estar vivo.

“Hoy es un día excelente para morir, como me gustaría sabotear todo este escenario

perfecto con el sonido de mi revolver más mis sesos en la pared” pensó. Apenas ese

pensamiento se le cruzó por la cabeza sintió un gran temor. “¿Qué demonios estoy

pensando, qué me está sucediendo?” se dijo. Agarró su teléfono celular y llamó a Rómulo,

necesitaba alguien con quien hablar, alguien a quien contarle los pensamientos oscuros

que estaba teniendo. Necesitaba ayuda, sin embargo, Rómulo no contestó. Gerardo

intentó un par de veces más pero no hubo respuesta. “Esto es clásico” pensó

Gerardo. Caminó hasta su caja fuerte, marcó los números de la combinación y del fondo

sacó una caja negra. Abrió la caja negra y ahí estaba el revolver Smith and Wesson que

había comprado un par de semanas antes. Caminó hasta su cama, se sentó en ella y se

quedó mirando su revolver concentrado. Después, Gerardo se insertó el revolver a la

boca y haló el gatillo. Todos en la cuadra oyeron el disparo. De repente el silencio se

tornó en alarmas de policías y en vecinos saliendo de sus casas a ver qué había

sucedido. La calma se tornó en desastre, Gerardo se encontraba tirado en la cama. El

cuarto, las sábanas, las paredes, todo estaba lleno de sangre… su objetivo se había

cumplido.

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“Los juegos de la atracción”Cuento escrito por Jairo Echeverri García

para Cuento Colectivo.

 Dicen, en el mundo de los criminales, que una buena

apariencia física es, sin duda, una ventaja para evadir

las trabas que la legalidad y sus defensores imponen.

La anterior, junto con la excelencia en el arte de matar,

eran ventajas que la mejor asesina del mundo tenía

cubiertas. “Angie”, “Carol”, “Nía”, eran algunos de sus

alias preferidos y para su última misión, había escogido

el alias “Melissa Masi”.

Melissa Masi era, según los estudios hechos por la

misma asesina en mención –cuyo verdadero nombre

nadie sabía-, el prototipo de mujer ideal para Gay

equinos, su objetivo. Equinos era un famoso personaje involucrado en el mundo

del cine y el arte, cuyos últimos filmes de talante político, habían levantado

sospechas del gobierno de derecha de turno.Ya equinos, por pura suerte, había

sobrevivido a dos atentados y a una fuerte campaña con diferentes frentes de

ataque, que tenía el único objetivo de hacer que éste colapsara y desistiera de su

labor. Ninguna de esas estrategias fue del todo efectiva, por el contrario, hicieron

que Equinox intensificara su labor y consiguiera, siendo él muy adinerado, un

cuerpo de seguridad con los mejores del país.

En esta ocasión, algún político corrupto estaba enfurecido y quería no sólo la

cabeza de Jay Equinox, si no información acerca de cada uno de sus

movimientos. Para eso necesitaba la ayuda de profesionales; por lo tanto, sus

oscuras fuerzas lo guiaron hasta una agencia de asesinos, aquella para la cual

trabajaba nuestra mortal protagonista.

Después de meses de investigar y seguir al objetivo, esta seductora, inteligente y

creativa asesina se inventó a “Melissa Massi”, un alter- ego más. De acuerdo a

una comparación de perfiles de todas las ex novias de Equinox, era casi un hecho

que a él le gustaban las mujeres fuera de su alcance, algo irónico porque él en el

fondo era tímido. Además, su mujer perfecta debía poder sostener una

conversación de igual a igual con él… debía compartir muchos de sus gustos, sin

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embargo, también era necesario que fuera independiente y tuviera gustos propios.

Con respecto al fenotipo, no había un común denominador claro.

Fue después de haber recolectado toda esa información que nació “Melissa

Massi”, la talentosa y sofisticada estudiante de arte. Ya “Melissa” lo tenía todo

planeado. Su primer encuentro sería en un café llamado “Surreal” al cual Equinox

asistía con frecuencia. De acuerdo a sus fuentes, allí estaría el jueves por la

noche.

La fuente acertó, porque Jay Equinox llegó, como de costumbre, al café a eso de

las 7 p.m. Mientras Jay charlaba con sus viejos compañeros del bachillerato, no

pudo dejar de notar a la hermosa mujer de cabello marrón oscuro que tomaba café

y leía un libro en la mesa justo en frente de él. ¿Qué estaría leyendo? Equinox se

apresuró a llamar a uno de los meseros y le dijo que cuando la señorita del libro se

fuera, le dijera que su cuenta había sido pagada por él. Unos minutos después,

cuando la misteriosa mujer del cabello marrón oscuro pidió su cuenta, el mesero

hizo lo que  Jay había ordenado.

A lo lejos Equinox observaba cómo el mesero hablaba con la joven mujer, y

después éste comenzó a caminar hacia donde él estaba. “Señor Equinox. Eh, me

da algo de vergüenza esto, pero le daré el mensaje de la dama tal como me lo dio.

La señorita de la mesa «Bretón» dice que algo que detesta es a las personas

cliché y machistas. Que ella misma se ocuparía de su cuenta, pero que gracias de

todos modos”.Los amigos de Jay no pudieron controlar sus carcajadas. “Fuera de

tu alcance Jay. Como te encantan”, dijo Dave, uno de sus amigos, en tono de

burla. Jay sonrió de forma leve. En otra ocasión, se hubiera dado por vencido tras

fracasar en el primer intento, así de tímido y orgulloso era, a pesar de su fama. Sin

embargo, había algo especial acerca de esta mujer. Cuando ella se levantó de su

silla, Jay la siguió con la mirada. Después, por casualidad, miró hacia la mesa

donde había estado sentada y notó que había dejado su libro.

Equinox, movido por un impulso que jamás había sentido, se levantó de su silla,

caminó rápidamente a la mesa donde estaba el libro, lo tomó y corrió hasta la

salida. Antes de salir, alcanzó a ver el título del mismo “El retrato de Dorian Grey”

por Oscar Wilde, uno de sus autores favoritos. Era indiscutible, esta era la mujer

de sus sueños. Cuando Equinox abrió la puerta del bar, vio que la mujer estaba a

punto de tomar un taxi. Corrió hasta donde estaba y la agarró de un codo. “Oye,

se te quedó esto” dijo “perdón por la escena cliché, estoy totalmente de acuerdo

Page 14: La bufanda de los sueños

contigo, debí saber que las estrategias que uso con las chicas comunes no

funcionarían con alguien, no sólo que lee, si no que lee a Oscar Wilde”.

“Muchas gracias por el libro” contestó ella “y estuvo mucho mejor tu segundo

intento. Es además algo halagador que alguien que se cohíbe con más de dos

segundos de contacto visual con una mujer a la que se nota a leguas que le atrae,

haya tenido el coraje de seguir a la misma hasta acá. Te felicito”. Jay estaba

impresionado. “Además de bella, rebelde, inteligente y elocuente, al parecer me

conoces más de lo que me conozco yo mismo. ¿Me podrías decir tu nombre?” dijo

Jay. Ella le contestó: “Esta bella, inteligente, sabia mujer… todo eso y muchas

cosas más, se llama Melissa Massi y tiene que irse ya. Gracias por el libro”.

“Espera”, dijo Jay “¿Cómo te puedo contactar? Podríamos hablar de muchas

cosas, entre ellas, el libro que tienes en las manos”. Melissa se rió y dijo “no

acostumbro dar mis datos personales al primer pseudo intelectual que se me

aparezca. Vámonos de aquí señor”, le indicó al taxista, después de haber

humillado a Jay Equinox una vez más. Antes de perderla de vista del todo,

Equinox pudo ver cómo Melissa, con una sonrisa, le guiñó el ojo. “Melissa

Massi…” se dijo a sí mismo Jay “… es todo lo que necesito”. Caminó de vuelta al

bar mientras se reía solo y repetía “no le doy mis datos al primer cliché pseudo

intelectual que se aparezca. ¡Es un genio esa chica!”.

Apenas tuvo la oportunidad, Jay buscó por internet a “Melissa Massi” y dio con su

perfil  en la red social más popular de su país. Tras navegar por el perfil de

Melissa por unos minutos, Jay pudo comprobar que de hecho él y ella tenían

muchas cosas en común, sin embargo, el espectro de intereses de Melissa

también era bastante amplio. “Me estoy armando muchas historias en la cabeza y

ni he conocido a esta mujer. ¿Qué me está sucediendo?” pensaba Jay.

La verdad era que se desconocía. Por lo general, las relaciones de pareja que

había tenido se habían dado por golpes de suerte, o porque era demasiado

evidente la atracción de la otra persona hacia él. Esta era la primera vez que Jay

iba a seguir lo que le decía su instinto, a pesar de haber sido humillado no una,

sino dos veces por la mujer de sus intenciones.Jay intentó escribirle un par de

veces a Melissa, pero ella siempre parecía estar ocupada, o simplemente ignoraba

sus mensajes. “Me guiña el ojo antes de irse y ahora me ignora. ¡Me va a volver

loco!”. Después de varios intentos, Gay llegó a la conclusión de que una buena

forma de llamar la atención de una estudiante de arte, sofisticada pero a la vez

bohemia como ella, era a través de su propio arte. Y fue así… por medio de

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señuelos presentes en sus piezas audiovisuales, hechas con mucha dedicación,

sólo para ella, que un día Jay leyó el mensaje en su computadora “Jay Equinox, el

aclamado productor/director/guionista/artista… ¿Obsesionado por una

universitaria? Hay que respetar tu perseverancia. Al final de este mensaje

encontrarás mi número”“¡Sí!”, celebró Jay apenas leyó el mensaje “con que la niña

hace su tarea de investigar a las personas por internet… no se si me agrada o me

aterra, a decir verdad, pero por lo menos ya ascendí de pseudo intelectual a

intelectual”. Lo cierto era que cada vez las ganas de conocer a Melissa en persona

aumentaban con cualquier interacción con ella, por banal que fuera.

Cuando llegó el día del encuentro, todo fluyó de maravilla. “Melissa” de hecho,

además de ser una asesina profesional, también era una fanática del arte, la

literatura y el buen vivir. Todas esas costumbres le habían sido forjadas desde

hace muchos años en su entrenamiento. Melissa se daría cuenta con el tiempo de

que para simpatizar con Jay, no necesitaba en realidad hacer mucho esfuerzo,

con él era diferente que con sus otras víctimas, no tenía que actuar todo el

tiempo.La misión siguió por varias semanas y en todo ese tiempo Melissa recabó

mucha información sobre su objetivo. Sin embargo, entre más recababa, más

ponía en duda si ella estaba jugando para el equipo que era. Un día, mientras

Melissa asistía a la inauguración de un teatro en la ciudad con Jay e interactuaba

con sus amigos, pensó, sólo por un momento, cómo sería si en realidad viviera

esa vida. Pensó en todas las razones por las cuales había terminado en ese

negocio. Venganza, odios, traumas… ¿Podría dejar todo en el pasado? De

verdad, quería hacerlo, sin embargo, eso era imposible.

Apenas Melissa se percató de sus pensamientos de forma consciente, los corrigió.

“Tengo que pensar con cabeza fría” se dijo. Esa misma noche, mientras Jay

dormía, Melissa hizo una llamada: “Hola… ¿Gregory?… es Melissa Massi. Creo

que ya tenemos suficiente información sobre el sujeto. Este domingo me ha

invitado a una cena, los dos en su yate. Allí pondré fin al asunto. Correcto… es

correcto” y colgó.Ese domingo el cielo estaba nublado y había un leve rocío.

Melissa, en su apartamento, se arreglaba para la ocasión. Encima de su

deslumbrante atuendo se colocó un gabán. El puerto naval estaba a sólo un par

de cuadras. Se iría caminando, con su pistola con silenciador en el bolsillo interior

izquierdo del gabán. Mientras caminaba por el puerto, casi llegando al yate de Jay,

Melissa estuvo a punto de tener otro de sus pensamientos inusuales, pero, de

nuevo, como una máquina, censuró esos pensamientos. Casi a la entrada del

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yate, los guardaespaldas de Jay saludaron a “Melissa” con una sonrisa “señorita

Massi… siga adelante”, dijeron.

Ya estaba dentro del lujoso yate, pero Jay no estaba por ningún lado. Tras

buscarlo unos minutos, lo encontró en una de las habitaciones, sentado en el

escritorio, escribiendo en el computador. Melissa se ubicó justo detrás de él. “Hola

Jay”. Jay dio media vuelta en su silla de rueditas, sólo para encontrar a “Melissa”

apuntándole al corazón. “Hazlo” dijo Jay “quiero que lo hagas Melissa. O debería

decirte mejor «Angie», «Viviane» «Gloria»… ¿Cuál de todos tus

nombres?”.Melissa no lo podía creer. “Así como tú haces tu tarea, yo también

hago la mía. Puedes dispararme, en el corazón además, como es tu sello, pero

estarías disparándote a ti misma. Tú lo sabes y yo lo se”. En ese momento Jay se

levantó de su silla y echó para un lado la pistola de Melissa. “La mejor manera de

librarse de la tentación es caer en ella”, le dijo al oído. Tras un beso, la pistola de

“Melissa” caería al suelo, sin que ella se diera cuenta.

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La llorona 

En el México colonial y aún en la actualidad, la Llorona es una mujer que se aparece en la noche, a veces en las encrucijadas de los caminos, con cabello largo y vestida de blanco, llamando con fuertes llantos y aterradores lamentos a sus hijos.Xólotl González Torres, Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica 

Deambula por las calles apenas cae la noche. Con el rostro cubierto por un velo ligero, delicado ante el más sutil soplo del viento; con su cabello largo y negro. Tiende los brazos al cielo con angustia, desconsuelo; los agita en el aire y lanza un grito

desgarrador que eriza la piel del pueblo. ¡Ay! ese lamento apoderándose de la noche, del silencio. Emergiendo a lo lejos para desvanecerse en el otro extremo. ¡Ay! ese lamento que da miedo. A su paso las mujeres cierran las ventanas, encienden velas y oran; largos susurros de oraciones deja al doblar la esquina ese lamento. Por cada calle y frente a cada puerta, con su vestido blanco, gimiendo, llora a sus hijos muertos. Al final, de rodillas y como besando el suelo, remata con el grito más doliente; un alarido largo y penetrante. Después se va, en silencio, y en la orilla del pueblo se pierde, deja tras de sí, en el aire mismo, su congoja y un agudo olor a muerte.

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En el río Como todos los domingos, Castillo sale temprano por la mañana con su bolsa para el pan del medio día. Camina unas cuadras hacia la panadería mientras se asoma negocio tras negocio saludando a los comerciantes. Al llegar a su casa prepara unos corpulentos sándwiches de panceta que guarda en una cajita de lata. Luego, se mete en una precaria habitación ubicada en el fondo del patio trasero donde almacena tornillos, tuercas, alambres, harapos; hasta el más inútil de los clavos tiene un espacio sucio y grasoso en este cuarto. Saca sin dificultad una vieja caña de pescar, una lata con anzuelos y otra para la carnada. Nunca olvida su gorro de un gastado color azul marino y las botas de goma rajadas por el sol y el tiempo. De rodillas en la húmeda tierra escarba y extrae las lombrices necesarias para seducir a los peces. Prepara agua fresca y paciente se dirige al riachuelo colmado de sauces.

Tiempo atrás, cada domingo se encontraba con Garcés, otro fanático pescador. Pasaban juntos medio día con las cañas en las manos y los pies sobre la corriente. En ocasiones, cuando el sol de las diez calentaba sus espaldas mientras los sauces lloraban incansables, Castillo le comentaba a su compañero “¡Lindo día ¿no?!”, “No podría estar mejor”; eso les bastaba para comprenderse y estimarse. Ahora pesca solo. Llega al sitio acostumbrado con el sol quemándole la nuca y se acomoda sobre la roca de siempre. Junto a Garcés habían elegido este lugar, ya que la roca al desviar la corriente forma un pequeño estanque, donde pueden flotar con calma bollitos de miga amasados entre dedos agrietados. Castillo tiene la heredada filosofía de alimentar y criar a los peces para que nunca escaseen. Antes de comenzar a pescar les arroja pan y algunas lombrices, de este modo siente que cumple con un ciclo. A medida que las horas avanzan despierta en el

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aire algo de soledad. La pesca exige paciencia, cosa que a Castillo, de alma apacible y casera, le sobra, pero sintiéndose tan olvidado como el mismo riachuelo, añora la compañía de Garcés.

Mientras tanto, en el pueblo el olor que sale de los asadores ronda por las calles despobladas. Una pelota rueda por la vereda y un pequeño junto a su perro corren para atraparla. No muy lejos, a Tomás lo despiertan a sacudones las manos gruesas de su abuela. ¡Levantáte! y le planta la caña al lado de la cama. ¡Ojalá Garcés te hubiese enseñado a pescar! La determinación de la abuela es inmutable, así que agarra calle. Al encontrarse con el Colo desaparecen entre las vías del tren. Se pierden a lo lejos entre el pastizal tieso y los carriles dilatados. Al costado de la estación ingresan en una casilla desvencijada. Bajo cientos de lunares de luz que atraviesan las láminas, Tomás enciende fuego en uno de los extremos de una pipa casera; el humo se eleva y estanca. Frente al palpitar de la llama comprime la mandíbula y absorbe. El Colo espera su turno en el umbral de la puerta. Las horas pasan. Afuera todo permanece inalterable; adentro viven euforia, angustia, inseguridad, miedo. La sustancia degrada cada parte de sus cuerpos. Aterrados se refugian en un rincón. Los labios arden y el corazón golpea. Con ojos enormes escuchan el caer de las hojas como balas, el crujir del pastizal les parecen pisadas. El viento zumba, gira y roza las láminas. Cuando una paloma levanta vuelo, ellos corren, huyen, alucinan, escapan.

Apoyado en la piedra, Castillo guarda los anzuelos, enrolla el sedal, introduce la clavija y asegura el carrete. A unos metros, Tomás y el Colo se desploman agotados a los pies de un sauce. Ven al viejo de espaldas refrescándose la cara. Tomás elige una piedra, la más grande y la guarda en su bolsillo. Parados detrás del anciano le exigen dinero. Él los mira desconcertado. No tengo nada muchachos. El golpeteo de algunos peces dentro del balde lo distrae. Tomás saca la piedra y lo amenaza. Qué te voy a dar, contesta formando anillos en el agua con el vaivén de sus botas. El Colo lo empuja. No tengo nada. Resignado toma el balde con peces y le devuelve al río lo que es suyo. No tengo nada, insiste, pero recibe un golpe que lo deja inconsciente y cae al agua. Los jóvenes lo ven hundirse y volver a flote. De todos modos deciden huir. En el borde de la piedra se ve la caña abandonada. Los sauces lloran. El río enmudece y aminora su marcha. En el agua el cuerpo de Castillo descansa, ella lo cuida y abraza. La tarde cae en silencio, solitaria.

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¡Tírate!

¡Dale!, dijo Gustavo tiritando de frío. Me asomé desde el muelle y no vi nada. El agua sucia ocultaba el fondo. Está buenísimo, comentó él antes de volver a perderse bajo ese foso putrefacto y sin fin. ¡Ni loco!, respondía mi mente cada vez que ideaba la posibilidad de entrar en esa boca negra y mal oliente. Mirá lo que encontré, eran sus palabras cada vez que emergía de la negrura. Sobre la madera iba acumulando sus tesoros, una ostra enorme, tan grande como mi mano de doce años; un gancho, de algún barco de los que atracaron alguna vez en esta bahía y una botella gruesa y verde. Todo era repugnante. Crecí acostumbrado al cemento de la ciudad, aislado en un departamento donde un niño no tiene forma de hundir las rodillas en la tierra ni construir túneles de arena, o siquiera treparse hasta la cúspide de un árbol. Las piernas me temblaron, no de frío como a mi primo, de miedo. De todos modos no quería pasar por gallina. Me quité la remera y descalzo acomodé mi bermuda. Esperé hasta que Gus (como lo llamaba mi tía) saliera del agua. Mi experiencia como nadador se limitaba a unas pocas clases en la pileta del club. Mis padres sólo repararon en el tema cuando se les dio por el deporte y el contacto con la naturaleza.¡Dale, gallina! Alcancé a escuchar de Gustavo cuando me lancé al abismo. ¡Qué hice! El agua me abrió paso y caí. Me tragó como una

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fiera hundiendo mi cabeza a su gusto. Reaccioné, abrí los ojos. Desesperado intenté volver a la superficie. ¡¿Qué hago ahora?! Pedir ayuda, cómo, si Gustavo no me veía. ¡Qué desesperación! Me ahogaba. El sabor del agua era insoportable. Y justo en el instante en que daba lo que pudo ser mi última bocanada, sentí la mano de Gustavo y me dejé llevar. ¿Estás bien, loco? Qué pregunta, regresé pálido como una momia a la casa de mi tía. ¡Te va a hacer bien!, aportó mi tío. La aventura me costó semanas en cama.Con los años, cada navidad Gustavo me llamó para recordarme la anécdota y hablar sobre los tesoros que seguía encontrando en aquel fondo que nunca visité. Lamento que al crecer nos distanciáramos. Hoy, me prometí volver. Sé que a mi primo le gustará mostrarme su colección pero yo quiero caminar por el muelle y ver a la bestia otra vez.

La misma tarde

Es la hora de la siesta. El campo duerme, la abuela no. Desde el patio mira el horizonte. Barre las hojas caídas de la parra. Palpa la ropa tendida. Luego se sienta a la sombra de la vid y teje en silencio. En el aire flota una semilla. Cae en su hombro. Rueda hasta su mano. Ella sopla y la vuelve a suspender en el aire. La abuela fabrica puntos en automático. Se detiene sólo para observar el callejón vacío de vez en cuando. Bajo la parra sólo se oye el roce de las agujas que juegan a la guerra, suben, bajan pero nunca se enredan. La abuela vuelve a mirar el callejón. Ve los surcos del arado que envejece a un costado. Usa el delantal para secarse algunas lágrimas. Hace años que la tarde es la misma. Recuerda al abuelo. Lo

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veía acercarse desde aquel callejón luego del trabajo para acompañarla con una charla pausada. Ella extraña el crujir de la mecedora del abuelo. Muchos son los recuerdos, incluso la parra. Él la había sembrado, la vio extenderse gustosa a lo largo de la galería, hasta le permitió conquistar una ventana. La abuela siempre deseó cortarla. Luego de la muerte del abuelo pensó en hacerlo pero tiene miedo. Teme con la poda olvidar aquellas palabras: ¡Déjala!, mira que linda se puso. ¿Quieres ver el sol?, salí.Junto al sillón del abuelo continúa con el tejido. Al dar las cuatro oye el canto de los teros. Entusiasmada piensa que recibirá visitas. Detiene la guerra de agujas y el salpicar de los ovillos. Ingresa a la casa para preparar buñuelos. Mezcla harina, azúcar, leche, huevos. Tras la ventana, la enredadera no le permite enterarse de los nubarrones que se forman en el horizonte. Se concentra en el freír de los buñuelos. En la masa que resbala por la cuchara para luego sumergirse en el aceite. Mientras tanto, sobre el techo engordan las nubes. El viento revuelve la hojarasca y en el aire reina el olor a tierra mojada. Ella, inocente, escurre los primeros buñuelos. Los elige de acuerdo al gusto de cada nieto. Mientras tanto los caminos se mojan. Un sapo croa cerca de la ventana. Sobre el mantel ya esta la merienda. Segura, la abuela sale a esperar a sus nietos pero el campo está mojado, los caminos encharcados. La culpa es de la parra. Agita el puño y la amenaza: ¡Si no taparas la ventana!

El amigo del aguaEl señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del

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agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.

LOS CAZADORES DE RATAS - Horacio Quiroga 

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído. 

-Es el ruido que hacían aquéllos...-murmuró la hembra. 

-Sí, son voces de hombres; son hombres -afirmó el macho. 

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Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron. 

-Van a vivir aquí -dijeron las víboras-. Tendremos que irnos. 

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato. 

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos. -aunque a éste le faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó. 

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. 

Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia. 

De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron. 

El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro: 

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-¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel! 

La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. 

Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola. 

La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos -la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse. 

En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. 

De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizóse dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada. 

-¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora! 

Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador: 

-¡Hijo mío...! 

Los titanes del tiempo 

Aroldo Moisés PESCADO TOMÁS 

Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras lluvias dan la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano. 

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La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado, sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin. 

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de diablo que mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno. 

¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada, ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino. 

-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y sus fieros guardianes caninos. 

-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz. 

En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca. 

Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad. 

-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo

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que correr para salvar la vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta. Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada. 

Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedras en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra milagrosa y legendaria.

El futuro de este pasado... 

Manuel Eugenio GÁNDARA CARBALLIDO 

Primer premio del «Concurso de Cuento Corto Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana'2005, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana'2006 Aquel lunes, una calma chicha se respiraba en el aire; cierta sensación de vacío pesaba sobre toda

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la parroquia. Ya desde temprano la soledad en las calles había hecho notar la diferencia. Curiosamente, ninguna de las mujeres había asistido a la misa tempranera. Al Padre Tomás, cura párroco desde hacía 12 años, le tocó recordar aquellas eucaristías que se celebraban antes del Concilio, misas sin pueblo. Cuando, llegada la tarde, ninguna de las fieles asiduas se hizo presente, la cosa se empezó a tornar preocupante: «todas no pueden estar enfermas», se decía el cura con más enojo que curiosidad, mascullando ya el llamado de atención que les haría por su «falta de compromiso». Pero la situación se repitió al día siguiente, y al siguiente… En realidad lo que más le incomodó al principio fue que no hubiese quien limpiara la capilla, y no contar con la ayuda de Carmen para saber qué difuntos nombrar. Ni siquiera Marta había ido a cantar, por lo que tuvo que improvisar algunos cantos para animarse un poco y no sentirse tan solo. Un movimiento raro se había venido sintiendo en los últimos tiempos durante las reuniones; pero ese secreteo fue tomado como chismorreo, como cosas de mujeres, un asunto sin importancia. El sábado, la catequesis tuvo que ser suspendida. Ninguna de las catequistas había asistido. La cosa parecía llegar al colmo. Pero la situación se volvió insoportable el domingo: sólo el señor Pablo y el señor José, los dos miembros de la Cofradía del Santísimo desde su fundación hace 26 años, asistieron a la misa de 7. En la de 10, los tres hombres que respondían como pueblo, luego de cruzarse algunas miradas nerviosas, como buscando respuesta, decidieron sentarse juntos. En la tarde, simplemente no hubo nadie. Fue entonces cuando el Padre Tomás decidió ir y hablar con Ana, encargada de las catequistas mucho antes de que él llegara a la parroquia, a ver qué estaba pasando. La encontró reunida con otras mujeres en el frente de su casa; se notaban nerviosas, pero había algo en sus miradas que daba cuenta de cierta satisfacción. Su respuesta ante el reclamo del cura no pudo dejarlo más confundido: «estamos de huelga, Padre, las mujeres de la parroquia hemos decidido hacer valer nuestros derechos». ¿Cómo podía ser aquello? ¿Huelga? Pero… ¿huelga de qué?, ¿por qué? El padre no alcanzaba a entender nada. «Simplemente, no vamos a asistir más hasta que se nos permita participar de verdad». Ciertamente, no era la primera vez que las mujeres expresaban su inconformidad con algunas cosas que pasaban en la Iglesia, pero una huelga, eso sí que era nuevo. Al cura le pareció una tontería típica de quien no entiende las cosas, y sin dejarlas siquiera terminar de hablar, trató en vano de convencerlas. Las respuestas que obtuvo no le parecieron ya tan tontas: «Claro que queremos a la Iglesia, pero la Iglesia no parece querernos ni respetarnos a nosotras, y si no, ¿por qué nos excluye?»… «Usted no hace más que repetir. Eso es lo mismo que dicen los obispos –que, de paso, son todos hombres- para justificarse»… «No Padre, con todo respeto, en eso San Pablo actuaba como todos los machistas de su tiempo… Jesús enseñaba otras cosas»… «Y, ¿por qué si decimos que somos una comunidad, no nos tratamos como iguales?». Después de un tiempo, viendo la imposibilidad de lograr su intención, decidió dejarlas a ver cuánto les duraba el cuento. Pasó una semana, sin catequesis, con «misas sin pueblo», antes de que el párroco se decidiera a enfrentar la situación para que las mujeres «se dejaran ya de tonterías». Una y otra vez se repetía lo mismo: «en la Iglesia no hay huelgas»… «Eso es cosa de política, no de religión»… «¿Quién les habrá estado llenando la cabeza con semejantes ideas?». Pero cada vez que él o alguno de los hombres que intentaron ayudarlo a «hacerlas entrar en razón» les decían algo para convencerlas, las mujeres se mostraban firmes como piedras de construcción. Habían pasado horas discutiendo el asunto entre ellas, afinando sus argumentos y convirtiendo la inconformidad en propuesta. La alegría de quien recupera algo perdido había tomado cuerpo a lo largo de aquellos diálogos. Ciertamente, no se iban a dejar vencer sin que se les convenciera: «Nos cansamos… nos cansamos de ser parte de la Iglesia sólo a la hora de limpiar, pero no en el momento de tomar decisiones. De recoger la limosna sin poder decidir en qué se va a gastar. De hacer bulto, de ser siempre sólo ovejas…». El asunto se había convertido en el tema de discusión preferido de todo el barrio. Había quienes

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aseguraban que aquello era una falta de respeto, que hasta pecado sería; pero tampoco faltaron quienes apoyaran la protesta. Las mujeres consideraron como buen signo el que algunos hombres decidieran sumárseles, y que se permitieran también decir aquello con lo que no estaban de acuerdo: «¿Por qué siempre los curas tienen la última palabra?»… «Si vieran las cosas desde nuestra perspectiva, otro gallo cantaría»… «Sí, siempre terminamos pareciendo un cura sin sotana»… Pensaban que si ellos entendían esta lucha y la hacían suya, entonces también los que dirigen la Iglesia podrían hacerlo. Pensaban. Las propuestas y argumentos de unas y otros fueron enriqueciéndose mutuamente y convirtiéndose en una sola palabra, un mismo sueño que les permitió experimentar un entusiasmo desconocido. Después de 2 semanas, en la soledad vacía de la casa parroquial, tras el tiempo ocioso invertido en tratar de entender el origen de todo, el cura empezó a angustiarse. Lo cierto es que desde el día en que arrancó la huelga la vida de la parroquia no era la misma. No lograba comprender cuál era el problema en dejar las cosas como estaban, como antes, como siempre habían sido y debían seguir siendo, como Dios manda. Preocupado por quedarse sin oficio, le había comunicado la situación al Obispo, pero éste no hizo más que reclamarle su falta de autoridad pastoral, pidiéndole que le mantuviera informado de la situación a través de su secretaria. Pero al párroco la cosa no le parecía tan simple; empezaba a entender que de seguir así, hasta las hostias se le iban a podrir en el sagrario por falta de uso… y decidió llamar a una reunión. El cura lo tenía todo planificado, había preparado sus respuestas, buscado las citas, incluso estaba dispuesto a hacer algunas pequeñas reformas. Pero la comunidad salió al paso a sus argumentos sobre la «incorrecta formación teológica» y el problema de las ideas «demasiado abiertas». Después de haber escuchado lo que el párroco tenía para decir (una interminable lista de artículos del derecho canónico y algunas citas bíblicas), según lo acordado, ellas tomaron la palabra. Una por una le fueron presentando sus quejas y propuestas. El planteamiento lo expusieron las catequistas más veteranas y las jóvenes mejor formadas, lo que no dejó de sorprender al cura; las señoras mayores subrayaban con ejemplos lo que las otras describían en detalle. Aunque algunos de los señores presentes para apoyar al cura no estaban de acuerdo con darles a las mujeres la oportunidad de expresarse, el Padre Carlos sintió que tenía que dejarlas hablar. Era claro que había que escucharlas si no quería que la cosa se alborotara todavía más: «Durante un tiempo creímos que esto iba a cambiar, pero desde hace unos años parece que vamos para atrás; ya ni al altar nos podemos acercar». «A mí lo que más me duele es que se use el nombre de Dios para justificar algo que no está para nada en los Evangelios». «Yo, la verdad, no me siento bien tratada. Es igual que en mi casa…». «Aunque se habla mucho de democracia, nadie puede ni chistar… No hay diálogo sino un monólogo entre varios con un guión escrito desde arriba». El tono sereno y fuerte de quien defiende su dignidad entre la rabia y el dolor acompañó cada palabra, cada gesto. Pero el párroco, sin ser un hombre inteligente, no era tonto. A lo largo de la reunión se repetía para sus adentros los mismos pensamientos que le venían inquietando desde el principio del conflicto: «Aunque en algo pudieran tener razón, yo no tengo mayor cosa que ofrecer a sus exigencias». «¿Qué puedo hacer yo que soy sólo un cura?» No podía dejar de sentir que a él la vida se le había ido en mantenerse y mantener aquello que ahora estaba siendo puesto en duda. Todo esto era algo para lo que simplemente no tenía respuestas… La reunión terminó sin llegar a nada. Ni ésa, ni la siguiente, ni la siguiente. Las mujeres y los hombres de la huelga esperaron, y esperaron, y esperaron. Poco a poco el tiempo y el silencio se encargaron de hacerles entender que nada pasaría. La falta de alegría y compromiso delataba a quienes después de un tiempo decidieron regresar a la parroquia. Algunos se sintieron reconfortados con la vuelta a la normalidad: «La Iglesia sabe lo que hace, por eso se ha mantenido en la historia». Pero la historia se encargó de decir otra cosa. La sensación de pesadez, el olor a guardado, los tonos grises se fueron apoderando del ambiente. Empezando por los más jóvenes, uno a uno se fueron retirando. 

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Pocos años después se decidió el cierre de la capilla. El informe de la diócesis que decretaba su clausura señalaba en letras rojas: «Por la crisis de fe que aqueja a nuestro pueblo, producto del avance de las sectas y de la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas». Hoy sus muros sirven de sede a la casa de la comunidad. Curiosamente, a ella han vuelto mujeres y hombres. Algunos de los rostros ya conocidos y otros nuevos regalan sus risas y preocupaciones en los encuentros en que se comparte la vida, se sueña y hace posible el futuro del barrio, se construyen sentidos y se animan en la fe y en la esperanza. Curiosamente…