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LA CIUDAD DE FILIGRANAIlustraciones: José Guadalupe Posada

2013 D.R. © Instituto Cultural de AguascalientesDirección EditorialVenustiano Carranza 101, Centro,Aguascalientes, Ags. [email protected]

ISBN impreso: 978-607-7585-78-7ISBN digital: 978-607-9444-05-1

Impreso en México

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LA CIUDAD DEFILIGRANA

(CUENTO)

ILUSTRACIONESJOSÉ GUADALUPE POSADA

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PRESENTACIÓN

Seguramente a ti, que estás leyendo esto, te gustan los cuentos. Es-tos relatos existen desde hace muchísimo tiempo y están presentes en todas las culturas del mundo. En un principio se inventaban, no sólo para divertir, sino también para dejar enseñanzas en los chicos y grandes. Lobos, cerditos, dragones, princesas, caballeros, magos, hechiceras y muchas otras criaturas fantásticas han poblado estas historias que nos siguen fascinando.

Pero no siempre los cuentos han tenido finales felices o perso-najes encantadores; hay algunos cuyas historias podrían parecerte tristes porque hablan sobre personas y sucesos trágicos. Existen relatos que se contaron infinidad de veces a los niños que vivieron en México hace poco más de un siglo y ellos nunca escucharon al final la famosa frase: “y vivieron felices para siempre”.

José Guadalupe Posada, el más célebre de los grabadores mexi-canos, ilustró esta historia que tienes en tus manos y que pretendía asustar a los niños para que se portaran bien. El Gobierno del Esta-do, a través del Instituto Cultural de Aguascalientes, te invita a que admires el trabajo que “Don Lupe” hizo para los niños mexicanos y que, además, conozcas algunos de los relatos que los estremecie-ron. ¿Te atreves?

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LA CIUDAD DE FILIGRANA(CUENTO)

Si alguno de ustedes, lectorcitos míos, por razón de su edad, no sabe quién fue Cervantes, se los diré en pocas palabras.

Miguel de Cervantes Saavedra, al que le llamaban por antono-masia el Príncipe de los ingenios españoles, floreció a fines del siglo xvi y principios del xvii y, entre otras muchas obras, escribió Don Quijote de la Mancha, creación que será tan leída como admirada,

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mientras se hable el rico idioma español. Pues bien, de uno de los episodios de Don Quijote voy a escribirles un cuento, que espero sea de su agrado.

En aquella memorable época, en que el referido don Miguel de Cervantes Saavedra se ocupaba en formular su obra, existía un alto personaje de distinguida nobleza, al que el célebre historiador de que me ocupo no quiso dar a luz su nombre y el misterio de este secreto lo dejó ignorado de cuantos leyeron su obra. Pero el caso es que dicho personaje poseía caudales inmensos que podía disfrutar a su entera satisfacción. En su matrimonio tuvo varios hijos, pero uno de ellos era su predilecto; éste se llamaba Alfredo, al cual le había dado una educación esmerada, era muy dedicado al trabajo.

Los sentimientos del joven Alfredo para con sus padres eran de una virtud imponderable, pues relativamente, con su edad juvenil, era raro que poseyera semejantes dones, cuando generalmente ve-mos en otros de su edad un sentimiento verdaderamente contrario al suyo, ya por la inclinación a sus pasiones o ya por el poco amarte-lamiento que en esos casos se les observa. Así es que el buen Alfredo prometía muy buenas esperanzas que muy en breve se verían realiza-das, como en efecto se vieron.

Como los negocios de su padre iban de mal en peor, nuestro jo-ven Alfredo procuraba auxiliarlos; pero agotados por completo los recursos de sus padres, se resolvió ir a buscar fortuna y para esto vendieron la última parte de un terreno que poseían, con lo que se compró un buen caballo y una armadura de acero, y viéndose bien equipado marchó al camino, ofreciendo a sus padres que pronto vol-vería con la firme esperanza de reponerles en algo su fortuna, pues era su principal deseo.

Era el mes de julio, cuando Alfredo seguía el camino que conduce de Madrid a la villa de Nuerce, iba vestido con reluciente armadura y montaba un soberbio caballo de raza andaluza de la mejor clase. Sin duda, nuestro héroe iba profundamente preocupado en sus proyec-tos caballerescos y por esto no advirtió el peligro que lo amenazaba, pero el fogoso corcel sí lo comprendió, porque comenzó a relinchar, encabritarse y a resaltar con fuerza; entonces el valiente caballero le-

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vantó la cara y vio delante de sí un inmenso lago de lava hirviente y en cuyo pestífero líquido jugueteaban deformes cocodrilos de fuego. Esto no le causó espanto al caballero, ni mucho menos le atemorizó una voz lúgubre que salía del fondo del lago y que con acento impe-rioso e imponente le dijo:

–¡Oh!, tú, caballero, quien quiera que seas, si eres valeroso como lo pareces, arrójate sobre este lago. Yo creo que los hombres como tú no temen el peligro y quiero convencerme si tienes corazón gigante.

No bien hubo escuchado la voz, Alfredo saltó del caballo y, diri-giendo un tierno recuerdo a sus padres, se lanzó sobre aquel peque-ño mar de fuego. El humo espeso que el combustible despedía hizo al valiente cerrar un instante los ojos y, cuando volvió a abrirlos, apenas puede la imaginación describir lo que vio en aquel encanta-do espectáculo.

Alfredo se encontró en unas hermosísimas florestas: el sitio que ocupaba era el comienzo de una espaciosa calzada, cuyo pavimen-to era de mármol rosa, tan perfectamente pulido que se retrataba la frondosa bóveda que formaban los árboles. Estos eran unos altos y arrogantes naranjos, limoneros, pinos y otros no menos perfumados que a los lados de la calzada se veían.

El caballero Alfredo apenas pudo volver de su asombro, comenzó a avanzar por la calzada esperando en qué había de parar su aventu-ra; pero apenas habría andado cuarenta pasos, cuando por el fondo del sendero aparecieron multitud de hermosísimas ninfas vestidas de vaporoso y transparente crespón y ostentando frescas y aromáticas rosas, camelias y guirnaldas, las que con frases sencillas, ofrecieron al caballero; éste, sorprendido por verse rodeado de tan primoroso ejército, siguió avanzando y, a pocos momentos, otro número igual de esbeltas ninfas, aún más hermosas que las primeras y más lujosa-mente vestidas, se presentaron trayendo gran diversidad de instru-mentos al son de los cuales comenzaron a cantar tiernos y sonoros cantos a nuestro caballero, conduciéndolo al mismo tiempo hacia el fondo de la dichosa y encantada enramada. En estos momentos goza-ba nuestro joven de un placer verdaderamente infinito.

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–Y bien –dijo el valiente caballero–, ¿sabrían decirme, preciosas ninfas, por qué méritos me hacen gozar de tantos honores? Tengan la dignidad de decirme dónde me encuentro, porque me causa gran sorpresa verme en este sitio y al lado de ustedes, tan encantadoras.

–Pues te encuentras en la encantada ciudad de Filigrana, donde los jóvenes como tú son dignados de nuestro mejor aprecio.

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–No sabes todavía todo lo que te espera, contestó una pre-ciosa joven rubia como una espiga de trigo y más bella que una imagen.

–Sí, pero tengan la dignidad de explicarme por qué se me rinden tantos y distinguidos homenajes que no soy digno de ellos, ni mucho menos tributados por ustedes.

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10–Vamos –replicó la ninfa–, ignoras tu propia historia o la has

olvidado; en este caso, te la recordaré: te llamas Alfredo, tus padres ahora están tan pobres que tuvieron que vender la última parte de terreno que poseían, para comprarte esa armadura; has arriesgado mil veces la vida sin lograr hacerte rico; apenas con innumerables sa-crificios puedes mantener a seres tan queridos; eres hermoso como una creación ideal, valiente y arrojado hasta la temeridad, caritativo y bondadoso como no hay dos; por eso nuestra ama, cuya belleza no puedes figurarte, te eligió para su libertador, ya sabrás lo demás. En el transcurso de ese diálogo habían llegado frente a un edificio cuya grandeza no puede describirse: era todo construido de filigrana de plata y oro en armonía tan artística, que al contemplarse no quedaba duda de que aquella obra merecía dignamente el nombre de mara-villoso. Al llegar a la entrada principal del palacio, el caballero Al-fredo giró sobre sus goznes un inmenso cristal de roca que formaba la puerta dejando ver jardines mucho más bellos que los que había visto en su camino. La comitiva subió por una escalera de mármol y cristal y penetró a un salón lujosísimo en cuyo fondo estaba coloca-do un trono de filigrana de oro esmaltado de piedras preciosas y en ese trono estaba sentada la mujer más hermosa que pueda figurarse la imaginación humana. Cuando el caballero Alfredo estuvo cerca del trono, la princesa le dijo con vivo y significativo interés:

–Conozco tu valor y tus virtudes, yo deseo saber si estás dispuesto a vencer el genio que me tiene encantada para así lograr mi libertad.

–Cuanto quieras, hermosísima princesa, por darte la libertad, es-toy dispuesto a perder la vida si fuera posible y no creas que es una adulación.

–Pues si cumples tu palabra serás mi esposo y mi reino será tuyo, te lo aseguro.

–Ya lo dije, amabilísima princesa, y te lo juro por la honra de mis padres: ¡juramento sagrado!

–Bien, amable joven –contestó la princesa–. En seguida mandó a una poderosa comisión de ninfas que con-

dujeran a Alfredo a los sótanos del castillo encantado para que le di-jeran lo que tenía que hacer. Una vez en el sótano, cruzando las gale-rías, instantáneamente apareció la gran boca de un horno encendido

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al rojo blanco, fue tal la sorpresa que se llevaron, que quedaron estupefactos por un momento; reanimados poco después, una de las primeras ninfas, le dijo al valiente Alfredo:

–En el fondo de este infierno se halla una caja dentro de la cual está un pomito con un líquido que contiene el maravilloso prodigio con que que-dará desencantada la ciudad de Filigrana y el palacio de la reina; pero para esto debes obrar con mucha actividad para apoderarte del pomito y regar con él la estancia aquella, porque de no ser así, tu armadura será consumida y tú también serás devorado por el encantador, como lo han sido miles de

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caballeros que han pretendido hacer este desencanto, por intentar poner en libertad a la princesa, augusta soberana del reino.

Alfredo, después de haber escuchado con serenidad lo que el hada le decía, se arrojó sobre las llamas y, un momento después, resonó un trueno tan espantoso, como si una cantidad extraordinaria de combustible hubiese hecho explosión bajo del castillo y, en un momento después, los sótanos se convirtieron en vergeles amenísimos, donde en una hermosísima y de-liciosa glorieta estaba la princesa esperando a Alfredo para darle las más expresivas gracias por el desencanto, cumpliendo su palabra con la oferta de su mano. Se tomaron del brazo y seguidos de miles de ninfas y al compás de armoniosas músicas, se dirigieron al gran salón del palacio de Filigrana para celebrar las bodas, para cuyo efecto se repartieron las respectivas invi-taciones y, a la vez, los padres de Alfredo fueron mandados llamar para pre-senciar las bodas, que fueron de mucha pompa. Por todas partes se veía el entusiasmo, un sinnúmero de felicitaciones recibieron en su boda. La corte estaba adornada de una regia y esplendente gala como jamás se había visto, pues las músicas siguieron recorriendo las calles, invitando a infinidad de personas como son los lectorcitos de este curioso cuentecito ya terminado, que entró por un callejoncito y salió por otro más bonito.

Fin

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