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La construcción de la sujetividad moderna A través del texto de Rozitchner, “La cosa y la cruz”, podemos comprender, que un tejido imperceptible de mitos y relatos atraviesan nuestra subjetividad racional durante toda nuestra existencia. Los mitos y las religiones desarrollan una idea trascendental del sujeto, poniendo especial énfasis al encuentro entre el hombre y lo sagrado. Sobre estos mitos fundantes se construyen determinadas instituciones y relaciones sociales que funcionan como dispositivos de una tecnología de poder. El objetivo de estos dispositivos será disciplinar al sujeto de acuerdo a un determinado orden social. Ahora bien, cada momento y cada lugar, tiene un fundamento mítico imaginario que se expresa a través de los cuerpos y los pensamientos. Por esta misma razón, es fundamental tener presente que ningún cambio material sustantivo puede realizarse si previamente no se modifica la estructura simbólica. “Una transformación social radicalizada deberá modificar aquello que la religión organizó en la profundidad de cada sujeto”[1] Cada mito o religión trabaja sobre el mundo arcaico del sujeto. Sobre la relación simbiótica del niño y su madre. Relación basada únicamente en la satisfacción permanente de placer. De la resolución de este campo se deriva la constitución del sujeto como tal. Este momento es fundamental en la construcción de la subjetividad del sujeto. Durante esta etapa rige el principio de placer y el bebe se relaciona a partir del juicio de atribución. El núcleo materno que se construye durante estos años será el hilo conductor a través del cual nos reconectamos con nuestros deseos. En este sentido, entonces, la madre será la fuente primera de toda satisfacción. No obstante, entendiendo a San Agustín como un representante del cristianismo, Rozitchner nos permite ver como el mito cristiano intenta a través de todos los artilugios posibles borrar del mundo de la subjetividad del hombre cualquier rastro de este momento y por ende de su madre. La negación constante de estas imágenes incestuales tiene su explicación en los sentimientos de culpabilidad que esto le genera. Este intento de negar a la madre, de desplazar a la mujer, se logra a través de la incorporación “de una

La construcción de la sujetividad moderna

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La construcción de la sujetividad modernaA través del texto de Rozitchner, “La cosa y la cruz”, podemos comprender, que

un tejido imperceptible de mitos y relatos atraviesan nuestra subjetividad racional durante toda nuestra existencia. Los mitos y las religiones desarrollan una idea trascendental del sujeto, poniendo especial énfasis al encuentro entre el hombre y lo sagrado. Sobre estos mitos fundantes se construyen determinadas instituciones y relaciones sociales que funcionan como dispositivos de una tecnología de poder. El objetivo de estos dispositivos será disciplinar al sujeto de acuerdo a un determinado orden social. Ahora bien, cada momento y cada lugar, tiene un fundamento mítico imaginario que se expresa a través de los cuerpos y los pensamientos. Por esta misma razón, es fundamental tener presente que ningún cambio material sustantivo puede realizarse si previamente no se modifica la estructura simbólica. “Una transformación social radicalizada deberá modificar aquello que la religión organizó en la profundidad de cada sujeto”[1]

Cada mito o religión trabaja sobre el mundo arcaico del sujeto. Sobre la relación simbiótica del niño y su madre. Relación basada únicamente en la satisfacción permanente de placer. De la resolución de este campo se deriva la constitución del sujeto como tal. Este momento es fundamental en la construcción de la subjetividad del sujeto. Durante esta etapa rige el principio de placer y el bebe se relaciona a partir del juicio de atribución. El núcleo materno que se construye durante estos años será el hilo conductor a través del cual nos reconectamos con nuestros deseos. En este sentido, entonces, la madre será la fuente primera de toda satisfacción. No obstante, entendiendo a San Agustín como un representante del cristianismo, Rozitchner nos permite ver como el mito cristiano intenta a través de todos los artilugios posibles borrar del mundo de la subjetividad del hombre cualquier rastro de este momento y por ende de su madre. La negación constante de estas imágenes incestuales tiene su explicación en los sentimientos de culpabilidad que esto le genera. Este intento de negar a la madre, de desplazar a la mujer, se logra a través de la incorporación “de una emanación divina sin sexo”[2]. El espíritu santo como intermediario entre dios y el hombre.

En la modernidad, el mito cristiano, aunque pueda parecer lejano y sin fuerzas, continúa regulando, aun después de más de dos mil anos, todas nuestras conductas, y principalmente, nuestros sentimientos. Su relato nos define un mundo y sus significados. La vida, la muerte, el placer, el displacer, el castigo, la culpa, el hombre, la mujer, tienen su propia definición. El cristianismo, en su singularidad, debe analizarse entonces a partir de los significados de cada uno de estos conceptos. Significados, a su vez, que se traducen en mandatos que estamos obligados a cumplir para no “caer” en el pecado, pero del que a priori estamos salvados: “(…) el cristianismo obtiene esta redención por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todos”[3]. La imagen de la muerte de Cristo es una de las marcas mas profundas que logró instalar el cristianismo. Por un lado, interiorizando el sentimiento de culpabilidad respecto de la tortura y por ende la necesidad de un castigo corporal como forma de salvarse. La conciencia del pecado implica la necesidad de la redención. “Cristo muere para salvarnos y redimirnos del pecado, nosotros debemos imitarlo, morir como cuerpos para salvar el alma”[4]. El cristianismo trabaja sobre el alma y el espíritu, la muerte mas temida, anulando en primera instancia la primera muerte del cuerpo. Nos exige morir en vida, para vivir la vida eterna. Además esta muerte representaba la muerte de un rebelde, con todo lo que esto implica como amenaza para cualquier orden

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social. “Hay que meter la muerte más adentro, ir a instalarla en lo más profundo del sujeto”[5].

La lógica del poder del cristianismo es generar terror y sometimiento al interior del sujeto. La ley es interna, opera sobre la pulsión primaria como una amenaza interna. Al inscribir la muerte en lo más profundo de nuestra subjetividad anula cualquier posibilidad de deseo. Uno de los logros más precisos y fundamentales del cristianismo fue igualar la acción con el pensamiento. La sola idea de desear es considerada pecado. “En el cristianismo el pecado mata, la muerte esta presente en el acto mismo de realizarlo (…) siempre esta interpuesta la muerte entre el deseo y la relación imaginaria con el objeto deseado (…) corset de muerte en el deseo mismo”[6]. El goce del cuerpo debe ser reprimido a través de un control absoluto de la líbido. El acto sexual sólo deberá cumplir su función reproductora, de lo contrario es pecado. Esto es una diferencia fundamental con la ley externa del judaísmo. La ley, al ser externa, era histórica, se la podía enfrentar, interpretar. La distancia entre el sujeto y dios era infinita. En el cristianismo no existe tal distancia, la relación esta interiorizada y divide el alma del cuerpo.

El objetivo fundamental del mito cristiano es fracturar toda relación social autónoma entre los hombres que pueda implicar una amenaza al orden social represivo. La confesión, la delación y la muerte[7] funcionan como mecanismos de control buscando crear una relación unidireccional entre el sujeto y Dios, interiorizando la ley de dios en lo más profundo del sujeto. La consecuencia fundamental de este proceso es la construcción del individuo. El individuo entendido como sujeto aislado, alejado tanto del resto de los hombres, como de sus propios deseos. Visto en términos de Marx, un sujeto alienado, enajenado de su objeto de trabajo, de su trabajo, de su ser genérico y del resto de los hombres. Desde Freud, un sujeto escindido entre sus deseos y sus miedos, entre el placer y la angustia. Esta división en el sujeto también se puede plantear en un nivel social. En este sentido, son ilustrativos los desarrollos de Octavio Paz: “El dualismo inherente a toda sociedad (…) se expresa en nuestro tiempo de muchas maneras: lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido, lo ideal y lo real, lo racional y lo irracional, lo bello y lo feo, el sueno y la vigilia, los pobres y los ricos, los burgueses y los proletarios, la inocencia y la conciencia, la imaginación y el pensamiento”[8]. Por supuesto, el mito cristiano, también tendrá una respuesta unificadora en relación a esta división social, intentando velar cualquier dualidad que amenace con fracturar el orden católico establecido.

En definitiva, nos encontramos ante un cuerpo silenciado sin derecho a goce, con la posibilidad permanente de la muerte, y con la negación de la madre y por ende del núcleo materno. Sobre estas condiciones subjetivas, sobre un cuerpo desvalorizado, cuantificado y mutilado el capitalismo no tuvo que realizar mucho esfuerzo para imponer su particular modo de producción.

A propósito de esto, propongo algunas reflexiones sobre la identidad femenina en la modernidad, como uno de las perspectivas posibles para hacer visible los efectos determinantes del mito cristiano.

En el mito cristiano el Dios único, universal, absoluto, racional y abstracto, disuelve en su interior todos los dioses masculinos y femeninos. La santísima trinidad borra todas las diferencias sexuales. La madre, la mujer, desaparece del triangulo

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católico (el Padre, el Hijo, el espíritu Santo) sin embargo “la conserva, clandestina e invisible, hacia adentro”[9]. La figura absoluta de Dios es la representación de la madre. La relación unitaria y arcaica del núcleo materno, de la que fuimos arrancados, reaparece encubierta en el sujeto adulto a través de esta trinidad del Dios uno. El espíritu santo, el amor que comparten el padre y el hijo, encubre a la madre, negando la simbiosis materna del proceso primario. De esta forma, unifica a los tres sujetos diferentes (madre-padre-hijo) y los subsume por medio del terror bajo entidades asexuadas y espiritualizadas. Resuelve el conflicto de la tragedia de Edipo, esclavizando a la mujer (“Es la muerte proyectada sobre el cuerpo de la mujer amada y rechazada”[10]) y haciendo inconcientes las pulsiones.

Todo el esfuerzo de un sujeto es por rehacer el vínculo primario, de satisfacción, placer y no necesidad. Sin embargo, en el cristianismo, este vinculo no puede reaparecer sino es negando cualquier relación con la madre, la mujer. Esta necesidad, no obstante de volver al núcleo materno es fundante en el sujeto adulto. El principio de representación, a través del juicio de realidad, es una búsqueda constante de reencontrarse con el objeto deseado y perdido. “El niño descubre la femineidad en la madre o en las hermanas. Y desde entonces el amor se identifica con lo prohibido”[11].

Ahora bien, la mujer dentro de este mito queda objetivada. El hombre solo piensa en la mujer como un objeto, un instrumento para obtener conocimiento y placer. “Entre la mujer y nosotros se interpone un fantasma: el de su imagen, el de la imagen que nosotros hacemos de ella y con la que ella se reviste”[12]. La mujer, disminuida a la simple categoría de objeto, y el amor devenido en una relación de alineación entre el hombre y la mujer, entre el sujeto y el objeto[13]. La mujer, sin entidad propia, no es más que un suplemento del ser del hombre. O como bien explica Bourdieu, la mujer como un símbolo, cuya función es el aumento de capital simbólico: “(…) reducidas al estatuto de instrumento de producción o de reproducción del capital simbólico y social.”[14]. La prostituta, en este caso, es la más clara representación de la mujer en nuestra sociedad, negada y deseada al mismo tiempo.

No obstante, la pos modernidad nos llena de imágenes que buscan exaltar al máximo nuestras fantasías. No hace falta ver más de unos minutos la televisión, o las revistas, para observar el bombardeo sexual publicitario. La imagen de las mujeres en estas propagandas no hace más que reproducir la dominación masculina. Vivimos cercados entre la estimulación constante de nuestros deseos y el freno institucional del cristianismo secularizado en diferentes instituciones.

La división social de los sexos que realiza P. Bourdieu en su libro: “La dominación masculina” nos permite pensar la lógica sobre la cual funciona la matriz paternalista cristiana: “(…) esta visión del mundo, al estar organizada de acuerdo con la división en géneros relacionales, masculino y femenino, puede instituir el falo, constituído en símbolo de la virilidad, del pundonor propiamente masculino, y la diferencia entre los cuerpos biológicos en fundamentos objetivos de la diferencia entre los sexos, en el sentido de géneros construídos como dos esencias sociales jerarquizadas (…) es una construcción social arbitraria de lo biológico, y en especial del cuerpo, masculino y femenino (…) legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en si misma una construcción social naturalizada”[15]. Este análisis del autor, se enfoca en la raíz fundamental de todos los mitos constitutivos de las sociedades paternalistas.

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La percepción que se muestra del órgano sexual femenino refleja los efectos de la negación de la mujer: “La vagina disociada en cierto modo de la persona y reducida de ese modo al estado de cosa (…) sigue siendo un fetiche y se la trata como algo sagrado, secreto y tabú”[16]. Negada y sacralizada a la vez. Por otra parte, será sobre este esquema perceptivo de los órganos sexuales que se constituirán los sujetos, tanto el hombre, como la mujer. El hombre en este caso, entendiendo su pene, como símbolo de virilidad. La mujer, en cambio, pensando a la vagina como vacio, como inversión del falo. Desde esta forma, se construye la subjetividad femenina a partir de la falta, de la ausencia, desde la negatividad y la exclusión. La mujer sólo puede existir a partir de conseguir el reconocimiento y el amor de un hombre (Stuart Hall en su análisis acerca de la posmodernidad, propone pensar la identidad de un sujeto a partir de la relación con los otros, con lo que no es, con lo que justamente le falta. Una identificación constitutiva para el sujeto.[17]) Y esto, a su vez, se complementa con la idea del hombre, que piensa a la mujer como objeto, como instrumento de placer. Todo esto, forma un círculo cerrado muy difícil de quebrar.

Las mujeres creen romper la dominación masculina cuando mas la están reproduciendo: “A los que pueden objetar que muchas mujeres han roto actualmente con las normas y las formalidades tradicionales del pudor y verían en el espacio que dejan a la exhibición controlada del cuerpo un indicio de “liberación”, basta con indicarles que esa utilización del propio cuerpo permanece evidentemente subordinada al punto de vista masculino”[18]. Son resistencias subordinadas que no hacen más que legitimar la dominación. Otra de las herramientas que utiliza esta tecnología de poder, es la violencia simbólica. El principal efecto de este dispositivo es conseguir la adhesión del dominado a las categorías del dominador, la asimilación de las clasificaciones por parte de las mujeres. Esto conlleva una auto depreciación y auto denigración sistemáticas. Las publicidades actuales son un claro ejemplo de esto. De todas formas, que se hable de una dominación masculina no significa que los hombres no sean también victimas de estas relaciones de poder. El mito cristiano no discrimina religiones ni géneros.

Las posibilidades de romper estas relaciones de poder no bastan con una toma de conciencia: “Las pasiones del habito dominante, relación social somatizada, ley social convertida en ley incorporada, no son de las que cabe anular con un mero esfuerzo de la voluntad, basado en una toma de conciencia liberadora (…) los efectos y las condiciones de su eficacia están duraderamente inscritos en lo mas intimo de los cuerpos bajo forma de disposiciones.”[19]. En este sentido, esta imposibilidad de un cambio en el orden social, solo a partir de una modificación a nivel material, coincide con lo que Rozitchner conceptualiza como la internalizacion de la ley divina del mito cristiano en tanto esta atraviesa y por ende domina nuestra subjetividad.

La historia política argentina de los últimos años nos brinda un claro ejemplo para pensar la articulación entre el mito cristiano y la dominación masculina. En este sentido, el peronismo, con la particular figura femenina de Evita, resulta una interesante perspectiva para abordar estos conceptos. Si bien el presente trabajo no tiene como objetivo desarrollar este análisis, podemos dejar sugeridas algunas líneas de pensamiento. El peronismo ha sido el primer gobierno que le otorgo derechos políticos y sociales a las mujeres y que destaco por sobretodo la figura política de la mujer, encarnada en Evita. No obstante, detrás de estas aparentes conquistas femeninas, podemos observar un limitado lugar para la mujer en el ámbito de lo social y de lo

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político. Es justamente en el libro “La razón de mi vida”, escrito por Evita, donde se pueden apreciar este papel subordinado de la mujer. En definitiva, lo que pudo interpretarse, en algún sentido, como una liberación de la mujer, no fue más que una subordinación y sujeción a los efectos de la dominación masculina. A su vez, el peronismo también se destaco por sus retóricas cristianas, que de alguna manera, nos muestra las causas de su lógica paternalista. Una de las frases enunciadas por Evita durante uno de sus discursos, resulta muy elocuente al respecto: “yo no quise, ni quiero nada para mi, mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo (…) La vida por Perón”.

Bibliografía Utilizada:

Aulagnier, Piera, Los destinos del placer.

Bourdieu, Pierre, La dominacion masculina.

Hall, Stuart, Que es la identidad.

Karl, Marx, Primer Manuscrito.

Paz, Octavio, Los Laberintos de la soledad.

Rozitchner, La cosa y la cruz.

Sigmund, Freud, El malestar en la cultura.

Sigmund, Freud, La negacion.

Sigmund, Freud, La escisión del yo en le proceso defensivo

[1] L. Rozitchner, “La cosa y la cruz”, Editorial Losada, Buenos Aires, 2001, pag.

10

[2] Ibid., pag. 423

[3] S. Freud, “Malestar en la cultura”, Obras completas, pag. 57

[4] L. Rozitchner, “La cosa y la cruz”, Editorial Losada, Buenos Aires, 2001, pag.

411

[5] Ibid., pag, 410

[6] Ibid., pag. 417

[7] “Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la muerte. Mas que a vivir se nos

ensena a morir. Y se nos ensena mal”. Octavio Paz. Laberintos de la soledad.

[8] Octavio paz, Los Laberintos de la soledad.

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[9] L. Rozitchner, “La cosa y la cruz”, Editorial Losada, Buenos Aires, 2001, pag.

423.

[10] Ibid., 426.

[11] Octavio Paz, Los Laberintos de la soledad.

[12] Octavio Paz, Los Laberintos de la soledad.

[13] Sobre este tema ver: Piera Aulagnier “Los destinos del placer”.

[14] P. Bourdieu, “La dominación masculina”, Editorial Anagrama, Barcelona, pag.

60.

[15] Ibid., pag. 37.

[16] Ibid., 29,30.

[17] Stuart Hall, ¿Quien necesita identidad?.

[18] P. Bourdieu, “La dominación masculina”, Editorial Anagrama, Barcelona, pag.

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