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RESEÑAS Y NOTAS | 109 A José Revueltas por primera vez lo vi —iniciales años sesenta— en la librería Zaplana de la esquina quebrada de Bu- careli y Avenida Juárez. Pepe, como me parece que prefería que lo llamaran, era de baja estatura, de morenez mate, casi gris, con algo de topo en la figura, con al- go de búho en la mirada potenciada por las gruesas gafas. Todavía llevaba el ros- tro lampiño (sin los ralos bigotes y bar- bita a lo Ho Chi Minh de sus años de Le- cumberri y posteriores). A un amigo que le leía desde un libro de edición soviética algún rollo doctrinario del comunismo or- todoxo, y que al final profirió en tono de colofón: “¡Bien cavado, viejo topo, como diría Marx!”, Pepe, entre dos profundas fumadas a un rudo cigarrillo muy saliva- do, le musitó: “Sí, compañero, como lo diría Marx después de que Hamlet se lo dijo al fan- tasma de su padre”. El topo es para mí uno del trío de ani- males emblemáticos que regiría la persona y el fantasma de mi Pepe Revueltas. Los otros dos, tan diferentes, serían el alacrán y la ballena. Yo lo veía, en efecto, con figura de viejo topo marxista que exploraba, cavaba, com- batía su marxismo, tanto en su pensamien- to como no pocas veces en sus textos. Y en noches de discutidora parlería ideoló- gica en algún cuarto de azotea rentado por algún compañero de partido o de leal disi- dencia, noches febriles y verbosas entre amigos (Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Luis Prieto, Evaristo Maldonado y otros presentes, eventuales o aproximados), no- ches anteriores a las del “movimiento del 68”, le oí a Pepe decir aquello de que ya estaba atacándonos el alacrancito del ham- bre, y había que ir por las tortas y por otra botella del compañerito tequila que aguar- daban en el clandestino tendajón de la es- quina; o que si acaso nos parecía un poco delirante alguno de sus “puntos teóricos” se debía a que en su cráneo removía sus patas y tenazas el alacrancito dialéctico, que, sospecho yo, estaba más nutrido en Dostoievski que en Karl Marx. Y a veces venía el relato de la ballena. Ya guitarreadas y desgañitadas las can- ciones habituales (“Los barandales del puente se estremecen cuando paso”, “Soy el tren sin pasajeros que se pierde solo y triste en la noche del olvido”, y el himno de “La Internacional”, desde luego, pero Pepe lo prefería en el modo anarquista), alguien se acordaba de que teníamos allí un gran tusitala, y le pedía que contara, ándale, Pepe, aquella historia, ya leyenda revueltiana, de la Ballena Perseguida. Luego he oído a otros el asunto, y po- cas de esas versiones coincidían del todo con la que oí. El hilo argumental podía ser el mismo, pero los detalles variaban y había desenlaces bifurcados. Y mi recuer- do del cuento va así: —Yo —decía Pepe— iba en uno de aquellos traqueteados tranvías melancóli- camente amarillos, chirriantes en las cur- vas: un Chapultepec-Zócalo. Íbamos mu- chos pasajeros, muy apretujados, y de la calle comenzaron a llegar gritos de que una ballena se había escapado del zoológico de Chapultepec, y que iba herida de dis- paros de los guardianes. En una parada del vehículo un hombre silencioso, pero elocuente con la inquietud de la mirada, subió al vehículo, se agarró de una de las barras con mano temblorosa y me dirigió una mirada suplicante, como pidiendo so- lidaridad para su quebranto… Y de re- pente, zas, supe que el hombre era la ba- llena fugitiva. A Pepe le relampagueaban los lentes, sonreía con los cristales en lugar de con los ojos, y esperaba a que se le hiciera la pregunta inevitable: —¿Y cómo supiste eso, Pepe? Tenía ahora una labial sonrisa de triun- fo, porque podía finiquitar el cuento con el tiro de la gracia narrativa irónicamente entreverada de prosa partidista: —Sí, el hombre era la compañerita ba- llena, esa y ninguna otra era la conclusión correcta después de un riguroso aunque breve análisis materialista dialéctico, pues se había gritado que a la ballena le habían disparado, y como se agarraba de la barra de arriba, su chaqueta se había entreabier- to y en la camisa, a la altura del corazón, se entreveía una mancha roja que iba agran- dándose, y el hombre, es decir, la ballena, me suplicaba con la sola mirada: “No digas nada, compañerito”. La espuma de los días Pepe Revueltas y el hombre, es decir, la ballena herida José de la Colina José Revueltas © Archivo Julio Pliego

La espuma de los días Pepe Revueltas y el hombre, es decir ... · A José Revueltas por primera vez lo vi —iniciales años sesenta— en la librería Zaplana de la esquina quebrada

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RESEÑASY NOTAS | 109

A José Revueltas por primera vez lo vi—iniciales años sesenta— en la libreríaZaplana de la esquina quebrada de Bu -careli y Avenida Juárez. Pepe, como mepa rece que prefería que lo llamaran, erade baja estatura, de morenez mate, casigris, con algo de topo en la figura, con al -go de búho en la mirada potenciada porlas grue sas gafas. Todavía llevaba el ros-tro lampiño (sin los ralos bigotes y bar-bita a lo Ho Chi Minh de sus años de Le -cumberri y posteriores). A un amigo quele leía desde un libro de edición soviéticaalgún rollo doc trinario del comunismo or -todoxo, y que al final profirió en to no decolofón: “¡Bien cavado, viejo to po, co modiría Marx!”, Pepe, entre dos profundasfumadas a un rudo cigarrillo muy saliva -do, le musitó:

“Sí, compañero, como lo diría Marxdespués de que Hamlet se lo dijo al fan-tasma de su padre”.

El topo es para mí uno del trío de ani-males emblemáticos que regiría la personay el fantasma de mi Pepe Revueltas. Losotros dos, tan diferentes, serían el alacrány la ballena.

Yo lo veía, en efecto, con figura de viejotopo marxista que exploraba, cavaba, com -batía su marxismo, tanto en su pensamien -to como no pocas veces en sus textos. Yen noches de discutidora parlería ideoló-gica en algún cuarto de azotea rentado poralgún compañero de partido o de leal disi -dencia, noches febriles y verbosas entreamigos (Sergio Pitol, José Emilio Pacheco,Luis Prieto, Evaristo Maldonado y otrospresentes, eventuales o aproximados), no -ches anteriores a las del “movimiento del68”, le oí a Pepe decir aquello de que yaestaba atacándonos el alacrancito del ham -bre, y había que ir por las tortas y por otra

botella del compañerito tequila que aguar -daban en el clandestino tendajón de la es -quina; o que si acaso nos parecía un pocodelirante alguno de sus “puntos teóricos”se debía a que en su cráneo removía suspatas y tenazas el alacrancito dialéctico,que, sospecho yo, estaba más nutrido enDostoievski que en Karl Marx.

Y a veces venía el relato de la ballena.Ya guitarreadas y desgañitadas las can -

ciones habituales (“Los barandales delpuente se estremecen cuando paso”, “Soyel tren sin pasajeros que se pierde solo ytriste en la noche del olvido”, y el himnode “La Internacional”, desde luego, peroPepe lo prefería en el modo anarquista),alguien se acordaba de que teníamos allíun gran tusitala, y le pedía que contara,ándale, Pepe, aquella historia, ya leyendarevueltiana, de la Ballena Perseguida.

Luego he oído a otros el asunto, y po -cas de esas versiones coincidían del todocon la que oí. El hilo argumental podíaser el mismo, pero los detalles variaban yhabía desenlaces bifurcados. Y mi recuer-do del cuento va así:

—Yo —decía Pepe— iba en uno deaquellos traqueteados tranvías melancóli -camente amarillos, chirriantes en las cur-vas: un Chapultepec-Zócalo. Íbamos mu -chos pasajeros, muy apretujados, y de lacalle comenzaron a llegar gritos de que una

ballena se había escapado del zoológicode Chapultepec, y que iba herida de dis-paros de los guardianes. En una paradadel vehículo un hombre silencioso, peroelocuente con la inquietud de la mirada,subió al vehículo, se agarró de una de lasbarras con mano temblorosa y me dirigióuna mirada suplicante, como pidiendo so -lidaridad para su quebranto… Y de re -pente, zas, supe que el hombre era la ba -llena fugitiva.

A Pepe le relampagueaban los lentes,sonreía con los cristales en lugar de conlos ojos, y esperaba a que se le hiciera lapregunta inevitable:

—¿Y cómo supiste eso, Pepe?Tenía ahora una labial sonrisa de triun -

fo, porque podía finiquitar el cuento conel tiro de la gracia narrativa irónicamenteentreverada de prosa partidista:

—Sí, el hombre era la compañerita ba -llena, esa y ninguna otra era la conclusióncorrecta después de un riguroso aunquebreve análisis materialista dialéctico, puesse había gritado que a la ballena le habíandisparado, y como se agarraba de la barrade arriba, su chaqueta se había entreabier -to y en la camisa, a la altura del corazón, seentreveía una mancha roja que iba agran-dándose, y el hombre, es decir, la ballena,me suplicaba con la sola mirada:

“No digas nada, compañerito”.

La espuma de los díasPepe Revueltas y el hombre, es decir, la ballena herida

José de la Colina

José Revueltas

© Archivo Julio Pliego