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[La presentación se inició con la muestra de un video promocio- nal a favor de la ampliación de la Unión Europea a otros países, que fue calificado de racista y finalmente fue retirado de circu- lación. El video, que recuerda a la estética de Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003), muestra a una mujer blanca vestida completa- mente de amarillo que aparece rodeada por un hombre de rasgos orientales, otro ataviado con ropas árabes y un tercero de raza negra, todos ellos practicando algún tipo de arte marcial y en ac- titud amenazadora. La respuesta de la mujer es cerrar los ojos e iniciar un ejercicio de meditación por el cual se multiplica y se convierte en las doce estrellas doradas de la bandera de la Unión Europea, dispuestas en un círculo que encierra a los tres personajes, ya en actitud pacífica. «Cuanto más somos, más fuertes somos», reza el eslogan final del videoclip.] Si bien no son pocos los comentarios que podría suscitar este video, mi intención es referirme solo a un concepto o principio sobre el que este parece funcionar y que bien podría ser entendido como un relato afín a un gran mito. Este relato —también mitológico, por cierto— es el del «bárbaro como amenaza que acecha permanentemente desde el exterior». Signo de un afuera que es percibido como hostil, opera en el LA FICCIÓN DEL SALVAJE ALEJANDRO TAPIA | 47 |

La Ficción Del Salvaje - Alejandro Tapia

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Salvaje, Bárbaro, eurocentrismo

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[La presentación se inició con la muestra de un video promocio-

nal a favor de la ampliación de la Unión Europea a otros países,

que fue calificado de racista y finalmente fue retirado de circu-

lación. El video, que recuerda a la estética de Kill Bill (Quentin

Tarantino, 2003), muestra a una mujer blanca vestida completa-

mente de amarillo que aparece rodeada por un hombre de rasgos

orientales, otro ataviado con ropas árabes y un tercero de raza

negra, todos ellos practicando algún tipo de arte marcial y en ac-

titud amenazadora.

La respuesta de la mujer es cerrar los ojos e iniciar un ejercicio

de meditación por el cual se multiplica y se convierte en las doce

estrellas doradas de la bandera de la Unión Europea, dispuestas en

un círculo que encierra a los tres personajes, ya en actitud pacífica.

«Cuanto más somos, más fuertes somos», reza el eslogan final del

videoclip.]

Si bien no son pocos los comentarios que podría suscitar este video, mi intención es referirme solo a un concepto o principio sobre el que este parece funcionar y que bien podría ser entendido como un relato afín a un gran mito. Este relato —también mitológico, por cierto— es el del «bárbaro como amenaza que acecha permanentemente desde el exterior». Signo de un afuera que es percibido como hostil, opera en el

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A L E J A N D R O T A P I A

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marco de una «mitología de la seguridad» donde resulta fundamental el fortalecimiento de la frontera que distingue interior y exterior, y cuyo fin es la protección respecto de la extrañeza de ese afuera. Quisiera, enton-ces, pensar de qué manera el «mito del salvaje» articula y sustenta desde siempre ese otro gran mito llamado «Europa».

E U R O P A Y E L O R I G E N D E L S A L V A J E

Lo que quisiera señalar, entonces, es algo bastante simple y hasta tosco, que podría ser formulado de la siguiente forma: el mito de Europa, que es también «La idea de Europa», surge con o a partir del mito del salvaje. El salvaje ha sido para Europa una suerte de espejo negativo, capaz de reflejar el opuesto preciso de aquello que se presenta frente a él. Este enfrentamiento especular instaura una serie de oposiciones binarias, co-nocidas ya de sobra, entre logos y phoné, cultura y naturaleza, civilización y barbarie, civilidad y salvajismo, centro y periferia, etc. Así, el mito del salvaje habría operado como un espejo distorsionador por parte de Euro-pa, a fin de darse como verdadera esa ficción que es siempre la ilusión de destino a la que llamamos identidad.

« L A I D E A D E E U R O P A »

El año 2004, George Steiner dicta una conferencia en el Nexus Institute de Amsterdam titulada «La idea de Europa», donde plantea que Europa sería el resultado del cruce entre dos ciudades —Atenas y Jerusalén—, y que solo a partir de la unión entre la racionalidad clásica y la promesa judeo-cristiana sería posible pensar en algo así como lo europeo.

Nos referimos a este texto por dos motivos: el primero, porque al hablar de «idea», Steiner nos permite pensar en la preeminencia del carácter epistemológico de Europa por sobre cualquier consideración de tipo geográfica. (En este sentido, no sería del todo errado afirmar que Europa se corresponderá siempre más con el mapa que con el terri-torio.) Y en segundo lugar, porque en dicha conferencia Steiner vuelve a repetir la tesis del carácter inherentemente racional de lo europeo, fundado paradójicamente tanto en el milagro griego como en el mito

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del cristianismo. Europa sería, entonces, producto de la razón y la fe, de la reflexión y la promesa, de la duda socrática y la crucifixión cristiana. De hecho, Steiner cree necesario recordar, como nota al pie, la siguien-te cita de Heródoto:

Todos los años enviamos nuestros barcos con gran peligro para las

vidas y grandes gastos a África para preguntar: «¿Quiénes sois?

¿Cómo son vuestras leyes? ¿Cómo es vuestra lengua?». Ellos nun-

ca enviaron un barco a preguntarnos a nosotros.

Tras lo cual el propio Steiner agrega que «[n]o hay corrección política ni liberalismo a la moda que pueda destruir esa cuestión».1

La misma curiosidad etnográfica está presente ya en el Canto IX de la Odisea que narra la visita que Ulises decide hacer, desde una isla habitada por ninfas, a la cercana costa donde vivía el hambriento Polifemo:

Mis leales amigos, quedad los demás aquí quietos

mientras voy con mi nave y la gente que en ella me sigue

a explorar de esos hombres la tierra y a ver quiénes sean,

si se muestran salvajes, crueles, sin ley ni justicia,

o reciben al huésped y sienten temor de los dioses.2

Es interesante apuntar que esta voluntad de saber correspondería a una propiedad privativa y auto-arrogada por Europa ya desde su origen en la Antigua Grecia; de ahí la importancia de la referencia a Heródoto. Es más, esta idea que (re)aparece con Steiner casi 25 siglos después de la crónica del meteco ateniense, no ha hecho más que repetirse a lo largo de la historia.

Si solo Europa ha sido aquella cultura que ha enviado barcos y arriesga-do tripulaciones para preguntar al otro ¿Quiénes sois? ¿Cómo son vuestras

leyes? ¿Cómo es vuestra lengua?, cabe entonces preguntarse si todo este

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esfuerzo y sacrificio le ha ayudado a descubrir al otro, o si acaso no ha hecho más que encubrirlo para inventarse ella misma.

Todo proceso de identificación opera siempre —y más allá de todo rela-to— por negación: se es siempre y necesariamente todo aquello que no se es. Luego, solo puede haber identidad en presencia de Otro que permi-ta establecer una diferenciación: el Uno tiene entonces como condición de existencia la re-presentación del Otro.

Es precisamente esta presencia de Otro la que demanda Aristóteles no solo como requisito de lo político, sino que de la propia humanidad (Política 1253a),3 en el entendido que todo ser humano ha de tender na-turalmente4 a vincularse con otras personas, toda vez que no se trate de «un ser inferior o un ser superior al hombre»,5 es decir, ni de una bestia ni de un dios (Política 1253a14). Del mismo modo, Platón sostendrá que «aun el más injusto de los hombres que ha sido educado en la ley aparece como un justo frente al salvaje que no conoce ni paideia, ni tribunales, ni leyes» (Protágoras 327c).

En su libro acerca de La condición humana, Hannah Arendt sostendrá —teniendo también presente la Política aristotélica— que dicha condi-ción «no es lo mismo que la naturaleza humana»,6 del mismo modo que la «buena vida», como Aristóteles califica la vida del ciudadano, era, respecto de las demás personas que vivían en la polis, «de una cualidad diferente por completo».7 Y es que «el nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. (...) De todas las actividades necesa-rias y presentes en las comunidades humanas, solo dos se consideraron políticas y aptas para constituir lo que Aristóteles llamó bios politikos, es decir, la acción (praxis) y el discurso (lexis), de los que surge la esfera de los asuntos humanos (ta tōn anthrōpōn pragmata, como solía llamarla Platón), de la que todo lo meramente necesario o útil queda excluido de manera absoluta».8

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Se hace, pues, evidente que el texto que funda la reflexión política occi-dental considerará la humanidad como una condición que podrá ser o no reconocida discrecionalmente en otros seres humanos, lo que dará a Oc-cidente la posibilidad de llegar a enfrentar(se) al Otro como lo in-humano, esto es, como una existencia esencialmente carente de humanidad.

S O B R E L A S J U S T A S C A U S A S D E L A G U E R R A

C O N T R A L O S I N D I O S

Si seguimos la argumentación de don Juan Ginés de Sepúlveda, fundada precisamente en las consideraciones aristotélicas en favor de la esclavitud (Política, 1254a-1255a), veremos que «las justas causas de la guerra con-tra los indios» encuentran su fundamento en el hecho de que los indios americanos poseían una naturaleza distinta e inferior a la del conquista-dor europeo. Así, una de estas «justas causas» —que no solo autorizaba, sino que obligaba a los cristianos a tomar las armas en contra de los in-dios— decía relación, según lo explica Manuel García-Pelayo, con la «su-perioridad cultural» de los europeos respecto de los americanos, en tanto

[e]s causa justa de guerra «someter con las armas, si por otro ca-

mino no es posible, a aquellos que por condición natural deben

obedecer a otros y renuncian a su imperio. El mismo Sepúlveda se

encarga de explicarnos lo que entiende por servidumbre: “torpeza

de entendimiento y costumbres inhumanas y bárbaras”». El fun-

damento de esto se encuentra en el Derecho Natural, que en su di-

versidad de matices se reduce a un solo principio: «lo perfecto debe

imperar sobre lo imperfecto». Por ello «será siempre justo que ta-

les gentes se sometan al imperio de príncipes y naciones más cul-

tas y humanas, para que merced a sus virtudes y a la prudencia de

sus leyes se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud».9

Fue, entonces, a partir de una supuesta perfección y superioridad cul-tural que Europa se dio la tarea de dominar sobre los pueblos inferiores para así conducirlos hacia la virtud y la perfección, «del mismo modo [que] en el alma la parte racional es la que impera y preside, y la parte

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irracional la que obedece y está sometida; y todo esto por decreto y ley divi-

na y natural, que manda que lo más perfecto y poderoso domine sobre lo imperfecto y desigual».10

Luego, Europa se concibió a sí misma desde siempre como una cul-tura muchísimo más ajustada a la razón que cualquier otra —y, por lo tanto, cercana como ninguna a las leyes naturales que rigen la creación divina—, lo que la facultará para concebir la guerra como una orden ema-nada por el único Dios verdadero y legítimo y, así, cada abuso, matanza, usurpación y genocidio podrán ser vistos como los costos asociados a la marcha por el progreso y la perfección a la que el Antiguo Continente se vio obligado a arrastrar a todas las demás culturas y civilizaciones. Luego, es claro que la visión mesiánica que Europa se arrogó a sí misma truncó en ella la facultad de reconocer al Otro en su particularidad, y no pudo más que entender esa diferencia en términos de imperfección, barbarie y salvajismo.

Así, la idea de Europa como identidad de lo europeo, se articuló sobre el encubrimiento del Otro; ficción de Otro que devino en el espejo en que Europa se representó a sí misma: efecto especular que permitió crear el relato civilizatorio de lo europeo a partir de una alteridad inexistente, pero concebida desde siempre como presente. Desde el bárbaro que ame-nazaba las fronteras de la Hélade y de Roma, hasta el actual inmigrante que busca sortear las fronteras de la Comunidad Europea. Y es que aquel interés por el Otro al que se refería Heródoto, se ha caracterizado desde siempre por crear una alteridad a la que luego se busca anular, marginar, igualar y dominar, cuando no lisa y llanamente —tal como fue el caso de los indígenas en el Nuevo Mundo— exterminar. Para decirlo de una vez, Europa solo ha logrado concebirse y construirse a sí misma ficcionando una alteridad y percibiendo a ésta como una amenaza permanente. «De hecho», dice Roger Bartra, «la formación de la idea de salvajismo corre paralela —si es que no se anticipa— al contacto real con los bárbaros, es decir con los pueblos no griegos. Muy acertadamente [Giuseppe] Coc-chiara dice que “antes de ser descubierto el salvaje tuvo que ser inventa-

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do”. Y fue inventado tanto en su expresión maligna y feroz, como en su vertiente noble y pura».11

Como hemos visto, este mismo proceso de dominación y marginali-zación al que Occidente ha sometido a los demás pueblos y a las demás culturas, tuvo su origen ya en la propia Grecia de Aristóteles, en aquella civilización amante del pensar, que posteriormente —una vez que se con-creta el cruce entre Atenas y Jerusalén del que hablaba Steiner— se vio llamada a compartir con el mundo la perfección de su razón y la verdad de su religión.

E L O T R O E U R O P E O : « E L S A L V A J E »

Ante todo, debemos entender que lo que hemos dado en llamar «iden-tidad europea» no ha surgido bajo ninguna circunstancia como relacio-nada o circunscrita a un territorio definido, sino que —por el contrario— ella ha ido rearticulándose de distintas maneras a lo largo de la historia. Por esta razón, es importante entender la referida «idea de Europa» pre-cisamente como el resultado de procesos ideológicos —en permanente tensión entre inclusión y exclusión— y no como la consecuencia lineal del reconocimiento común por parte de todos los habitantes de un mismo espacio geográfico. A este respecto, Josep Fontana establece la siguiente consideración:

¿Cuándo nace Europa? He ahí una pregunta equívoca, puesto que

puede referirse, indistintamente, al primer asentamiento humano

que pobló el espacio geográfico que hoy llamamos así, a la apari-

ción de unas formas culturales propias o al surgimiento de una

conciencia de colectividad que acabó dando su nombre actual al

espacio, a quienes viven en él y a su cultura.

El territorio —un rincón de la gran masa continental dominada en

extensión por Asia— no puede servir de elemento caracterizador,

porque nunca ha tenido unos límites físicos claros. (...) A medida

que los relatos de los viajeros añadían nuevas concreciones, esta

imagen del mundo fue agrandándose y sus límites se alejaron y se

poblaron de monstruos y de portentos. El bloque de las tierras se

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dividió entonces en tres partes: Europa, Asia y África. El mar sepa-

raba Europa y África, pero la frontera con Asia (...) respondía más

a criterios culturales que geográficos.12

De hecho, esta idea del carácter ideológico y mutable del mapa eu-ropeo existe ya desde su origen. El himno homérico a Apolo narrado en La Iliada, refiere la llegada del dios a Delfos, en donde manifestó «su voluntad de fundar en el lugar un oráculo para todos los que habitaban el Peloponeso, las islas y “todos los que habitan Europa”: es éste el primer texto donde Europa es nombrada como entidad geográfica, que aquí aún significa solo la Grecia del centro y del norte».13 Pero no creamos que a partir de este núcleo geográfico la idea de Europa no ha hecho más que expandirse e integrar nuevos territorios a su cartografía. De hecho, si consideramos por ejemplo los intercambios epistolares entre Diderot y Catalina II de Rusia, podremos observar que el editor de La Enciclopedia

se refiere a Europa y a Rusia como si se tratara de territorios totalmente diferentes: es más, la idea de una Rusia propiamente europea es bas-tante reciente. Enrique Dussel, en su ciclo de conferencias dictado en Frankfurt en ocasión de la conmemoración de los 500 años del descubri-

miento de América, rescata una cita de Hegel que grafica perfectamente lo que aquí intentamos plantear, ya que para este último «las tierras de Marruecos, (...) Argel, Túnez, [y] Trípoli» corresponderían a una España en donde «se está ya en África. [España] es un país que se ha limitado a compartir el destino de los grandes,14 destino que se decide en otras par-tes; no está llamada a adquirir figura propia»15. Incluso hoy el espíritu de Europa parece residir en instancias administrativas como la Zona Euro y la Comunidad Europea, instituciones que no son ya coextensivas respec-to del espacio geográfico del Antiguo Continente.16

Lo que todas estas consideraciones buscan establecer es el carácter epistémico e ideológico de los procedimientos culturales que han cons-truido la idea de Europa, y cómo esta idea solo ha logrado configurarse a partir de mecanismos de identificación que han construido su propia alteridad mediante tensiones permanentes entre interioridad y exterio-ridad, entre centro y periferia, entre el Uno auténtico y el Otro salvaje y amenazante. Es en relación a esta hipótesis que parece necesario referir,

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a grandes rasgos, el modo en que Europa se creó una serie de espejos distorsionantes que le permitieron establecer y fijar su identidad.

La primera de estas alteridades especulares dice relación con el «mito del salvaje europeo», mito que fue creado para establecer los límites del propio hombre civilizado. Tal y como siempre, la mitología del salvaje

permitió a la civilización positivar y fijar los límites de su propia identi-dad. Roger Bartra explica en El salvaje europeo que

(...) rasgos que podían haberse perdido en la noche de los tiem-

pos son rescatados por una nueva sensibilidad cultural para tejer

redes mediadoras que van delineado los límites externos de una

civilización gracias a la creación de territorios míticos poblados de

marginales, bárbaros, enemigos y monstruos: salvajes de toda ín-

dole que constituyen simulacros, símbolos de los peligros reales

que amenazan a la sociedad occidental.

Estos peculiares encadenamientos históricos permiten que la tra-

vesía milenaria del mito del hombre salvaje nos revele rasgos fun-

damentales de la llamada civilización occidental; por ejemplo, la

obsesión europea por el Otro, como experiencia interior y como

forma de definición del Yo, lo cual ha velado a veces la presencia

de otras voces: el Otro ha ocultado al otro. (...) La Europa salvaje nos

enseña que hubiéramos podido ser otros…17

La cita de Bartra nos permite proponer que antes de que Europa in-ventara al Otro del Nuevo Mundo, por ejemplo, el Viejo Continente de-sarrolló ya un proceso interno de marginación (tensión centro-periferia) para establecer su identidad. Así, encontramos en la antigua Grecia tanto al salvaje (agrios) como al bárbaro, distinguiéndose uno de otro por su ubicación respecto del orden civilizado, es decir, si se los localizaba den-tro o fuera de los límites de la polis. Si la barbarie en un primer momento estuvo relacionada con las lenguas extranjeras, «pasó [luego] a señalar a los pueblos no griegos y, después de las guerras con los medos, adquirió el sentido de “cruel”. El bárbaro solo existía fuera del mundo civilizado griego»18 y, según Aristóteles, no tenía acceso al logos, debido a que el hombre aprende sus capacidades morales solo en la polis (y es que, tal

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como escribiera Kavafis, a los bárbaros les fastidian la elocuencia y los discursos). Por el contrario, la noción de salvaje (que agrupaba a aquellos seres liminales que permitían señalar las fronteras de la polis griega) se oponía a la palabra que en Grecia designaba a la civilización y al hombre civilizado.19 Dicha palabra era hemeros («domesticado», «dócil»):

[Usada] para referirse a la idea de civilización, es decir a una socie-

dad como la griega, regida por leyes justas. Este hecho debe hacer-

nos destacar la importancia de la idea de los salvajes como seres

que no han sido domesticados pero que viven dentro del espacio

griego: así, agrios es la antítesis de hemeros.

En contraste con la idea de bárbaro, los griegos definieron en el

interior de su mundo a una gran variedad de seres salvajes —hu-

manos y semihumanos— que contribuyeron a trazar el contorno

de la razón griega.20

Lo importante es destacar —tal como lo hiciera Hayden White— la existencia de un espacio mitológico salvaje claramente diferenciado de los bárbaros.

A diferencia del bárbaro, que constituía una amenaza a la sociedad

en general y a la civilización griega en su conjunto, el hombre sal-

vaje representaba una amenaza al individuo; sea como destino o

como némesis, el salvaje era una condición en la que el individuo,

alejado de la ciudad y caído en desgracia, podía degenerar. Este es-

pacio fue poblado de hombres y semi-hombres salvajes míticos,

cuyos vínculos con la humanidad eran distintos a la relación civi-

lizado-bárbaro. White señala muy bien que el hábitat bárbaro era

ubicado convencionalmente muy lejos en el espacio, y el tiempo de

su llegada a los confines del mundo griego era imaginado como un

apocalipsis; la aparición de hordas bárbaras implicaba la fractura

de los fundamentos del mundo y el fin de una época. En cambio,

el hombre salvaje está siempre presente y habita en los confines

inmediatos de la comunidad: se encuentra en el bosque cercano,

en la montaña, en las islas.21

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De esta forma, el dualismo entre civilización y salvajismo podría ser entendido en términos de grados de civilidad, oposición en la que el hombre civilizado (con todas las características y exigencias que imponía la participación activa en la polis) constituiría algo así como el «tipo ideal» o el «polo positivo» del binarismo, mientras que el salvaje constituiría la parte «negativa» de la oposición, siendo ésta doblemente negada por 1) constituirse especularmente a partir de la valoración de características ex-clusivas y atingentes al polo dominante, es decir sobredeterminadas por la civilización; y 2) por no poseer propiamente una identidad positiva, ya que la misma estaría siendo constantemente mutada y re-territorializada por parte del polo civilizatorio. Luego, es fundamental establecer que la función de los seres salvajes y mitológicos que poblaban la Grecia anti-gua no era tanto pre-figurar o hacerse cargo de lo desconocido —en tanto forma de sublimación de una carga pulsional inconsciente, como tantas veces han sido interpretadas— sino que, muy por el contrario, todas es-tas criaturas (cíclopes, ninfas, centauros, dioses, semi-dioses, etc.) corres-ponderían más bien al intento de la propia civilización griega de delinear una identidad, de establecer algo así como lo consciente, de determinar el conjunto de valores y comportamientos que solo por medio de una oposición podrían ser entendidos como civilizados. De esta manera fue como los «seres salvajes, contribuyeron a dibujar los límites del espacio civilizado» y a «señalar las fronteras de la polis griega».22

Vemos, entonces, que lo que ha operado desde siempre en el mito del bárbaro y del salvaje es un acople en el que funcionan conjuntamente la creación de un yo ideal elaborado sobre la ficción de una identidad y so-bre la invención de rasgos salvajes liminales (cuyos elementos son siempre intra-culturales, pero presentados como extraños), y que serán impuestos al bárbaro (es decir, al extranjero) para enfatizar su carácter negativo y ame-nazador. En otras palabras, el bárbaro será representado con los atributos característicos de los agrioi. Luego, el espacio salvaje habrá sido definido pri-mero como tal, para posteriormente aplicarse a la descripción del bárbaro.

Invención, imposición, reconocimiento de lo otro como lo mismo, serían los elementos de un juego entre distinción e identificación que ha constituido hasta hoy el modo en que Europa —hoy Occidente— se ha pensado y narrado a sí misma.

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1. Steiner, George. La idea de Europa. México D.F.: FCE, 2006, p. 59.

2. Odisea. Versión de J.M. Pabón. Barcelona: Gredos, 2006, pp. 172-176.

3. Véase también —para una referencia moderna y propiamente sociológica— la exigencia que realizará Max Weber para diferenciar entre la simple acción de una acción social: «La “acción social”, por tanto, es una acción en donde el sentido mentado por un sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo». (Economía y sociedad. México D.F.: FCE, 2008, p. 5). Por lo tanto, no existiría acción social sino es con arreglo a otro(s). Por su parte, Hannah Arendt comparte una idea similar cuando señala que «el idioma de los romanos, quizás el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las expresiones “vivir” y “estar entre hombres” (inter homines esse) o “morir” y “cesar de estar entre hombres” (inter homines esse desinere) como sinónimos». (La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 2011, pp. 21-22).

4. La idea de naturaleza en Aristóteles se encuentra referida al telos de algo: «En efecto, lo que cada cosa es, una vez cumplido su desarrollo, decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa». (Política, 1252b8-9).

5. Por su parte, Arendt señala que «Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es solo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres. La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra. El hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo habitado únicamente por él seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber, habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios, ciertamente no el Creador, pero sí un demiurgo divino tal como Platón lo describe en uno de sus mitos. Solo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre; ni una bestia ni un dios son capaces de ella, y solo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás». La condición humana. Op. Cit., pp. 37-39.

6. Ibid., pp. 23-24.

7. Ibid., pp. 47-48.

N O T A S

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8. Ibid., pp. 37-39.

9. García-Pelayo, Manuel. «Juan Ginés de Sepúlveda y los Problemas Jurídicos de la Conquista de América», en Juan Ginés de Sepúlveda. Tratado de las justas causas de la guerra contra los indios. México D.F.: FCE, 1996, pp. 19-20.

10. Ibid., p. 21.

11. Bartra, Roger. El mito del salvaje. México D.F.: FCE, 2011, p. 22.

12. Fontana, Josep. Europa ante el espejo. Barcelona: Crítica, 2000, p. 9.

13. Calasso, Roberto. La locura que viene de las ninfas y otros ensayos. México D.F.: Sextopiso, 2004, p. 13. En esta misma línea, señala Roger Bartra que «Un fragmento atribuido a Hipócrates (...) asigna a los habitantes de Europa un carácter “salvaje, insociable y colérico” debido al clima rudo y poco propicio a la agricultura; en cambio, los pueblos de Asia son “pusilánimes, sin ánimo, menos belicosos” y de un natural “más suave y de un espíritu más penetrante”. Los griegos, que según Aristóteles no eran asiáticos ni europeos, pero que reunían las cualidades de ambos pueblos, eran conscientes de que formaban parte de la unidad biológica humana y eran capaces de reconocer —casi siempre en las nubes de la mitología— la presencia en su propia cultura de los elementos salvajes o extraños que solían atribuir a otros pueblos, a las tribus germánicas, los etíopes, los escitas o los persas». (El mito del salvaje. Op. Cit., pp. 22-23.)

En la Política, Aristóteles desarrolla esta idea: «Los pueblos que habitan los países fríos y diversas partes de Europa son generalmente muy valientes, pero son inferiores en inteligencia e industria. Es por esta razón que saben conservar mejor su libertad, pero son incapaces de organizar un gobierno y de conquistar a sus vecinos. Los pueblos de Asia son inteligentes e industriosos, pero les falta ánimo, y es por ello que permanecen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que geográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de ambos, tiene valor y es inteligente. Permanece así libre y constituye buenos gobiernos, y sería capaz, si formace un solo Estado, de someter a todas las naciones» (Política, libro VII, capítulo VII: 1327b, 24-33). Véase también Platón, La República, (IV, 435e-436a)». (cit. en Bartra, 2011: 22).

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14. Cabe señalar que Hegel entiende por grandes a «Alemania, Francia, Dinamarca, [ya que] los países escandinavos son el corazón de Europa (das Herz Europas)». Enrique Dussel. 1492. El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del «Mito de la modernidad». La Paz: Biblioteca indígena, 2008, p. 18.

15. Ibid., p. 20.

16. No deja de parecer paradójico que hasta hace muy poco la Comunidad Europea se debatiera acerca de dejar o no fuera de la Zona Euro al país donde la propia Europa se habría originado: Grecia.

17. Bartra, Roger. El salvaje europeo. Madrid: Katz, 2008, pp. 37-38. Solo como nota al, quisiera señalar que aún en los Diccionarios Universales de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, el estereotipo del salvaje americano se correspondía con el wilder man europeo, en tanto se representaba al primero como un ser peludo, aun cuando los americanos eran completamente lampiños.

18. Ibid., pp. 38-39.

19. «Es muy significativa la inexistencia de un vocablo griego preciso y único para referirse a la idea de civilización (palabra de origen latino)». Ibid., p. 39.

20. Id.

21. Bartra, Roger. El mito del salvaje. Op. Cit., p. 25.

22. Ibid., p. 41.

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