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Título original: La fiesta del oso
Jordi Soler, 2009Foto de portada: Frente de Aragón 1937. Foto delarchivo personal del autor
Editor digital: lezer ePub base r1.0
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Porque no había nadie en la montañasino las últimas estrellas
y el aire era una inmensa pesadilla.
GONZALO R OJAS
Who was waiting there
who was hunting me.LEONARD COHEN
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PRIMERA PARTE
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Se sabe que el estallido de la primera bomba pas
a rastras, como un animal, por debajo de su catre que, un instante después, se fragmentó en uestertor de luz que subió por las paredes y dibujun relámpago en el techo. Se sabe que es
estallido, más los cuatro que siguieron, hicieropensar a Oriol que sus esperanzas de abandonaese catre con vida eran escasas. Se sabe tambiéque un cuarto de hora más tarde Oriol ya habí
ncluido ciertos matices en ese pensamiento negroos bombardeos, según un nervioso cálculo qu
efectuó, tenían lugar en el puerto y él estaba en laafueras del pueblo, lejos, internado en un barracó
que había sido habilitado como hospital, y no erdifícil que un hospital despertara la piedad deenemigo. Se sabe que hacía varias semanas qucargaba esquirlas de granada en una nalga y l
herida, curada precariamente por un médico e
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pleno campo de batalla, se encontraba en un puntentre la infección galopante y la gangrena, un puntque daba para la fiebre permanente y el delirio,
que encajaba muy mal con el bombardeoconstituía algo así como el colmo de la desgraciaporque la guerra estaba perdida y él todo lo qudeseaba era irse a Francia, ponerse a salvo de la
epresalias del ejército franquista que lobombardeaba desde el aire y por tierra venípisándoles los talones. Quizá lo más fácil parOriol hubiera sido agarrarse a su prime
pensamiento, dar por hecho que sus posibilidadede sobrevivir eran escasas y simplemente rendirseabandonarse, dejar de consumirse frente al futurque era poco y parco, un futuro que probablementno llegaría más allá de la siguiente bomba, y eodo caso hacerse ilusiones, acorralado com
estaba por los estallidos y el resplandor coléricoera ocioso y torpe. Se sabe que Oriol, al ver que lguerra estaba perdida, había dejado a su mujer e
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Barcelona y que, buscando la manera de escapade España, había ido con su hermano del tingo aango hasta que, orillado por la gravedad crecient
de su herida, había aceptado internarse en esbarracón donde convalecía con otros noventa cinco soldados republicanos, postrados en catrecomo el suyo, o en el suelo, con diversas heridas
dolencias, algunos con miembros amputadomancos, cojos, tuertos, un desastroso batallón doldados malheridos y moribundos. Se sabe qu
esos soldados casi no contaban con medicamento
ni recibían de nadie la mínima conmiseración, ambién se sabe que había un médico que hacía lque podía y que después del primer bombardeo, daquellos estertores de luz que trepaban por laparedes y sumían a los soldados en ldesesperación, les prometió que un autobús irípor ellos y los conduciría a un hospital en Franciadonde estarían a salvo de las represalias y podríaecuperarse con el apoyo de una plantilla d
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médicos a la altura de su desgracia, un pelotóblanco, pulcro y sonriente que desde ese sanatorimprovisado e infecto parecía una alucinación. S
abe que el médico que hizo esta promesa no ermédico, sino enfermero de una clínica de Figuera puede pensarse, en su descargo, para suavizar e
número de víctimas que un doctor experimentad
hubiera podido evitar, que tenía buenantenciones y que su único empeño era el dayudar y servir a esos hombres que, de otra formano hubieran contado ni con su medicina precaria
ni con la promesa del autobús que, entre ubombardeo y otro, les infundió cierta esperanzaes hizo vislumbrar un futuro más allá de lo
estallidos y del furioso resplandor. Quizá parOriol hubiese sido más fácil agarrarse a su primepensamiento, como dije, porque morirse ahí mismen ese catre, removido continuamente por la ondexpansiva de las bombas que caían en Port de lSelva, hubiese sido lo normal, hubiese sido much
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menos difícil que seguir huyendo a Francia, porquademás de la herida, que ya le hacía la vidmposible, eran los primeros días de febrero d
939 y afuera del barracón, en esa intemperie quos aviones franquistas tenían sembrada dbombas, hacía un frío que él no se sentía capaz demontar. Se sabe que Oriol tenía un par d
coartadas emocionales que le impedían claudicar endirse, su mujer en Barcelona que lo querívivo, y su hermano Arcadi que lo había dejado ahporque ya no podía cargar con él y le había hech
prometer que haría un esfuerzo, que abordaría esautobús que llegaría al día siguiente y que en unocuantos días se reuniría con él del otro lado de lfrontera. El proyecto del autobús, como hugerido unas líneas más arriba, debe de habeevantado el ánimo de los heridos, de aquellos qu
podían comunicarse o siquiera entender lo qupasaba, porque había algunos que llevaban díain abrir los ojos, estaban concentrados en e
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combate cuerpo a cuerpo contra la herida, lfractura, la putrefacción que amenazaba cocomérselos vivos. Aunque es verdad que «levanta
el ánimo» en aquel barracón de moribundos, dondos gemidos se mezclaban con el olor penetrantde los linimentos y con la pestilencia de la carnpodrida y la gangrena, es una expresió
desproporcionada; aquel autobús era, commucho, la pieza que contenía el derrumbe. Se sabque el día siguiente llegó con un silencio dmuerte, los primeros rayos de sol, que entraron po
os intersticios que había en las tablas debarracón, iban espesados por las toneladas dierra que había levantado el bombardeo, eran
más que luz, una muestra, una laja, un cortransversal de aquel paisaje destruido; la suma, euma, de lo que al final queda: el polvo. El médic
nocturno se fue en cuanto irrumpieron en ebarracón los primeros rayos espesos, y conformfue avanzando la mañana, los soldados herido
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fueron sospechando que el médico de relevo nba a llegar y, por más que no querían pensarloambién pensaron en la posibilidad de que e
autobús tampoco apareciera. Se sabe que cerca demediodía un hombre con el uniforme parcialmentdesgarrado y un aparatoso vendaje en la cabezforzó la puerta del consultorio con la ayuda de un
muleta; alguien gritaba con una desesperación questaba a punto de volverlo loco, a él y quizá otros pero a esas horas y ante la demoledorcerteza de que los habían abandonado, el barracó
en pleno había caído en la abulia y el desánimoquitado el autobús había sobrevenido el derrumb frente a la desesperanza general el dolor de un
no pasaba de ser un molesto runrún. Sin embargeste hombre, que estaba menos hundido que lodemás, le procuró al desesperado una inyección dmorfina y después, apoyándose en la misma muletcon la que había violado la puerta, regresó aconsultorio y se puso a manipular la radio y ahí s
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enteró de que la guerra se había perdido confirmó que no habría médico de relevo, nautobús para huir de España, ni pelotón blanco
pulcro que los esperara en Francia. Se sabe que ehombre del vendaje aparatoso y la muletespondía al nombre de Rodrigo y que
precariamente encaramado en un poyete, contó l
que acababa de escuchar y propuso a aquella tribabúlica que lo miraba desde el más allá un plan descape a la frontera, un plan desesperado y déxito improbable que buscaba siquiera evitar qu
os franquistas, que estaban por llegar a Port de lSelva, les echaran el guante o el cepo. El plan eruna simpleza, consistía en subirse al camión de lCruz Roja que estaba afuera del barracón y cuyalaves había encontrado mientras revolvía cajone
buscando la ampolleta de morfina; las llaves eraun manojo tintineante que Rodrigo agitaba triunfadesde la cima del poyete, ante la contemplacióescéptica de sus colegas heridos. Se sabe que a s
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plan se apuntaron unos veinte, entre ellos Oriol; eesto prefirió esperar la llegada del ejércit
enemigo, o quizá ni eso y ya no tenían energía par
preferir nada, o ya ni se enteraban o estabamuertos. Se sabe que aquella veintena trágica sacomodó en el camión siguiendo una jerarquíespontánea, los más heridos, o los más cabrone
en los asientos y en las camillas, y el resto, segúus dolencias y su predisposición al viaje, de pie acurrucados en el suelo. Oriol viajó medio sentaden una camilla, con el cuerpo apoyado en la nalg
que no tenía esquirlas y cuidando que la heridaque no paraba de supurar, no fuera a rozar lpierna del que tenía al lado, porque le dabvergüenza mancharlo pero también porque noportaba el dolor que le producía cualquie
contacto, por mínimo que fuera. Su posición dprivilegio dentro del camión escapaba a lerarquía espontánea, obedecía exclusivamente a casualidad, había caído ahí y ahí se habí
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quedado a pesar de que no calificaba ni comherido muy grave y por supuesto como cabróampoco, porque Oriol, como muchos de los qu
huían a Francia en aquel camión, era un soldadaccidental que había interrumpido su carrera dpianista para ir a la guerra, era un hombre normani valiente ni cobarde, sin mucho talento para l
aventura, medianamente fuerte y con unesistencia para el dolor y la desgracia que habído descubriendo en el transcurso de la guerra
Quiero decir que Oriol, como muchos de lo
oldados que se habían enrolado voluntariamenten las filas republicanas, era un hombre que nenía pasta de soldado, era músico, hijo de u
periodista que también se había enrolado en lguerra y hermano de Arcadi que lo esperaba deotro lado de la frontera, mientras aguardaba emomento de regresar a España para terminar scarrera de abogado. Se sabe que Rodrigo pasó depoyete al volante y que, aun cuando llevaba un
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pierna gravemente herida y la cabeza cubierta coese vendaje aparatoso, comenzó a improvisar unuta rumbo a Francia. Aunque su objetivo n
estaba lejos, la circulación por las carreteras ermposible, había un atasco permanente dondconvivían automóviles, camiones, autobusecarretas tiradas por caballos o por bueyes, gent
con su casa a cuestas tratando de irse de Españcon sus hijos y sus animales. Rodrigo había naciden Besalú y conocía muy bien las faldas dePirineo, así que improvisó una huida por camino
vecinales, una huida errática que pronto, en cuantel paisaje comenzó a ganar altura, alcanzó lnieve. Se sabe que aquella huida fue una pesadillpara los pasajeros, que daban tumbos cada vez quas ruedas enfrentaban un bache o un camin
empedrado o la brutalidad de los trayectos campo traviesa, de los que hubo varios según sabe y fue en uno de ellos, entre Beget
Rocabruna, ya en las faldas de la montaña, dond
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el camión cayó en una zanja que estaba disimuladbajo un manto de nieve, de la que sacarlo, con esropa que apenas podía tenerse en pie, er
mpensable. Los heridos fueron saliendo codificultad del camión, el morro había quedadclavado en la zanja y había dejado la cajescorada, con el piso convertido en una pendiente
no sólo impracticable para algunos heridoambién había hecho que tres o cuatro rodaran fueran a dar al fondo del camión. Se sabe quayudándose unos a otros fueron saliendo y que un
vez afuera trataban de hacer algo por los que npodían moverse, aunque también los hubo menoolidarios, algunos que inmediatamente echaban
andar montaña arriba, rumbo a la frontera cuando menos lejos de sus camaradas moribundode los que preferían no saber nada. La guerra shabía perdido y no habría ni represalias ncondecoraciones y todo quedaba relegado a lconciencia de cada soldado. Oriol era de los qu
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habían conseguido salir por sus propias fuerzas enseguida había entendido que lo decente erayudar a los que no podían hacerlo, aun cuando a
poner los pies en la nieve las piernas se lhundieron hasta las rodillas y comprendió qucada segundo invertido en el rescate de sucompañeros restaría sus posibilidades de llega
con vida a Francia. El frío que le subía desde lapiernas más los gruesos copos que le caían encim que iban calándole la ropa despiadadamente
magnificaron la fiebre que tenía y lo situaron en e
averno de los castañeteos y las temblorinas, couna virulencia que apenas lo dejaba cooperar coas maniobras de rescate, y en todo caso qu
ayudara quien necesitaba desesperadamente ayudera una anomalía, que el tuerto ayudara al ciego el roto al descosido. Se sabe también que Oriol slevó un susto en cuanto bajó del camión y s
hundió hasta las rodillas en la nieve, un sustdesde luego relativo, muy matizado por l
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ituación y el entorno que constituían un horromayor, un horror urgente que era necesarienfrentar, un horror de vida o muerte qu
elativizaba también su propia herida, que en otracondiciones, sin tantos soldados agonizandalrededor, sin tanto tuerto convertido en reyhubiera merecido pasar por un quirófano y varia
emanas de convalecencia en un hospital, porquen cuanto entró en contacto con el frío, descubrique en la pierna herida no tenía ninguna sensaciónnada en absoluto, y supo entonces que empezaba
cargar con un cuerpo muerto que iba a tener quarrastrar montaña arriba. No sé si Oriol llegó pensar en esto pero a mí me parece, sin ánimo dexagerar, que esa pierna muerta era la metáfora do que estaba ocurriendo: me parece que Orio
arrastraba el cadáver de la España que en escrudo invierno de 1939 acababa de morir. Se sabque Rodrigo, que no era el más entero sino el quenía más ánimo, se arrastró hasta el fondo de
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camión y comenzó a amarrar por la cintura a loque no podían moverse; era imperativo que loheridos graves salieran rápido de ese fondo qu
comenzaba a ponerse helado, y aquello era lo máque podía hacerse a pesar de los alaridos quprovocaba porque la maniobra incluía arrastraesos cuerpos maltrechos por el suelo del camión,
es probable que a más de uno ese arrastre, que erpura fuerza sin dirección ni gobierno, lmultiplicara las fracturas o le abriera en laheridas nuevas heridas. Supongo que el suel
metálico del camión también debe de haber obradcontra la pierna herida de Rodrigo, y me parecque haberse puesto a rescatar heridos, con lmaltrecho que debe de haber estado, fue un actdecididamente heroico. Se sabe que hubo dooldados que se quedaron ahí en el fondo helado
uno se había negado a salir, no se sentía con fuerzni para ser amarrado y arrastrado por sucompañeros y había preferido quedarse ah
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apado con una manta, a esperar a que pasara lormenta o a que alguien con bártulos menoudimentarios lo sacara sin arrastrarlo tanto o e
probable que ya ni tuviera mucha conciencia y quodo lo que buscara fuera que lo dejaran en pazcomo quiera que haya sido, el hombre se quedahí, al lado de otro que había muert
presumiblemente durante el viaje y cuya muerte nhabía sido percibida por nadie, hasta el momenten que Rodrigo había tratado de amarrarle lcintura para sacarlo de ahí y había notado, por l
igidez y el rictus, que hacía horas que no habívida en ese cuerpo, y supongo que Rodrigo debde haberse planteado, de manera fugaz porque ndisponía de tiempo, la conveniencia de arrastrarlde todas formas hacia fuera y de sepultarlo peroomando en consideración que los dos cuerpo
fueron dejados ahí, pronto debe de haber pensadque había que irse cuanto antes, emprendenmediatamente la ascensión de la montaña porqu
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a tormenta empeoraba a cada minuto y el cielenía un severo tono de borrasca, y enterrar a es
muerto con un metro de nieve encima de la tierra
in picos ni palas, ayudado por el grupo de cojomancos y tullidos que lo esperaba tiritando fuerdel camión, era algo que no podía plantearse eerio, así que Rodrigo debe de haber considerado
quizá esto ya sea demasiado suponer, que seestigo de su muerte era todo lo que podía hacerspor ese colega muerto. Se sabe que Oriopermaneció ahí, tirando de la cuerda de una form
más bien simbólica, hasta que terminó la maniobrde rescate, y que después se puso a caminar en lfila que iba detrás de Rodrigo, que a esas alturade la huida tenía más ánimo que orientación conocimiento del terreno, y también es cierto quu acto decididamente heroico había terminado po
complicarle las heridas de la pierna. Con el pasalentizado por lo mucho que se clavaba en l
nieve su muleta, Rodrigo comenzó a conducirlo
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por una ladera escarpada que atacaron justamentcuando los gruesos copos de nieve sransformaban en una apretada borrasca que, po
momentos, les impedía ver en qué pedrusco poníael pie. Se sabe que Oriol iba ayudando a un taManolo, lo ayudaba por la misma razón que habíirado simbólicamente de la cuerda, porque l
parecía que era lo decente, pero tambiécomenzaba a pensar que Manolo, en lugar dalvarse gracias a su ayuda, podía llevárseladera abajo. Me parece, aunque probablement
esto ya sea otra vez suponer demasiado, que Orioen medio de aquella batalla que libraba contra lnieve y la fiebre, contra la cuesta cada vez máescarpada de la montaña, debe de haberspreguntado si lo verdaderamente decente no eralvarse él mismo, si no era una indecencia con s
mujer y con su hermano atarse a la suerte dManolo, un hombre al que ni conocía y muchmenos estimaba. Irse al fondo del barranco con é
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parecía un despropósito. Lo que fuera que Oriopensara, si estaba o no muy convencido de ayudaa Manolo es irrelevante en cuanto se piensa en l
majestad de su gesto, el enorme esfuerzo que tuvque hacer, malherido como iba, al intentar salvaal otro, un esfuerzo supremo en la misma sintonídel que acababa de realizar Rodrigo donde, má
que a una persona, lo que los dos estaban salvandera el honor de la especie. Por otra parte tambiées cierto que Oriol estaba profundamentcomprometido con ese hombre al que ni siquier
conocía, formaban parte los dos de la mismhermandad trágica, habían peleado contra emismo enemigo y habían perdido la misma guerraSe sabe que Oriol iba siguiendo con muchdificultad a Rodrigo, avanzaba penosamentporque Manolo empezaba a perder el paso, sapoyaba cada vez más en él y comenzaba costarle mucho sacar las botas de la nieve. Orioiraba y tenía la impresión de que, más que de s
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colega, estaba tirando de la montaña entera. Aesfuerzo de cargar con todo aquello resistiendesa tempestad de perros, hay que añadir que Orio
no podía darse ni un respiro, no podía hacer ni unpausa porque era esencial no separarse dRodrigo, un metro bastaba para perderlo de vistapara que el guía fuera engullido por la borrasca
Oriol se quedara aislado, cargando con su colegmoribundo, perdido en ese limbo blanco surcadpor ráfagas y trozos de hielo que se le pegaban ea ropa y en la cara. No sé cuánto tiempo habrá
esistido con ese paso, ni tampoco cuánto lograroascender en la montaña, seguramente muy pocporque se sabe que Rodrigo comenzó a flaqueapronto, tenía un dolor insoportable en la pierna a faena de hundir y sacar la muleta de la nieve l
había dejado agotado. Se sabe que de prontRodrigo se detuvo en seco y volteó hacia atrás coa mirada vacía, con unos ojos que deben de habeembrado el pánico en Oriol porque en ellos n
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había ni ruta ni proyecto de salvación y ademáestaban enmarcados por un rostro lleno de hieloquemado por el viento glacial y parcialment
cubierto, con la intermitencia que imponían laáfagas, por una parte del vendaje que le escurríde la cabeza y dejaba al aire una herida en lcabeza, cristalizada por el frío que parecía el taj
de un hacha. Se sabe que Oriol voltenstintivamente hacia atrás, siguiendo la línea dos ojos vacíos de Rodrigo, y que descubrió, co
más pánico todavía, que detrás de él no vení
nadie, que todo lo que quedaba de aquella tropa dheridos eran ellos, Manolo que ya ni trataba dponerse en pie, Rodrigo hecho una ruina y émismo que de pronto se había convertido en el máentero de la tropa, en el único capaz de sacaadelante a la última retaguardia del ejércitepublicano. Se sabe que a Rodrigo lo vio tan ma
con ese tajo y ese hilacho de venda sanguinolentagitado por las ráfagas, que pensó que si había qu
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ostener algún tipo de diálogo había que optar poManolo, pero en cuanto trató de separarse de él de incorporarlo para que pudiera oírlo, reparó e
que su hermano de desgracia estaba muerto y eque él llevaba arrastrándolo así quién sabe cuántiempo. Se sabe que ante la mirada todavía vací
de Rodrigo, Oriol tendió el cuerpo de Manolo e
a nieve y comenzó a recomponerle la ropa, alinearle la guerrera con la camisa y a quitarle da cara, ayudándose con un trozo de nieve, u
manchón de sangre que le afeaba el rostro; tambié
e sabe que en cada movimiento invertía Oriomucha dedicación, como si aquella pompa, que era fin de cuentas poner un cuerpo en orden, fuera conjurar el caos, la ferocidad implacable de lmontaña que se cernía sobre ellos; y se sabe quuna vez que el cadáver de Manolo quedó más menos acicalado, Oriol valoró la posibilidad depultarlo en la nieve, aunque enseguida vio qu
bastaba con dejarlo ahí tendido para que en uno
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cuantos minutos quedara sepultado por la tormentaMientras llegaba a esta conclusión, oyó quRodrigo le decía, a gritos porque el vendava
hacía casi imposible cualquier diálogo: «¡Lcédula!», y después agregó algo que Oriol ya nentendió pero que sería, supuso, que había quener datos del muerto para avisar a sus familiare
e inmediatamente se puso a hurgarle en lobolsillos hasta que dio con la cédula de identidadun gesto aquel remarcable de optimismo, por todel futuro que entrañaba en esos dos hombres qu
estaban también a punto de morir. Se sabe quOriol guardó el documento en su morral y que sacercó a Rodrigo para comunicarle lo que habípensado, y que en cuanto comenzaba a decirlRodrigo lo detuvo en seco y le dijo que siguieradelante, que se fuera yendo y que él lo alcanzarímás tarde, que bastaba con llegar a la cima después bajar para estar en Francia, que estabaa muy arriba y que en ese punto el Pirineo no er
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una montaña tan alta, y después de decirle todo ese entregó su cédula y le dijo, mirándolo con uno
ojos ya no vacíos pero donde no había tampoc
mucha vida: «Por si no consigo alcanzarte». Sabe que Oriol se echó a andar sin más, no podíhacer otra cosa, iba malherido y si no aprovechabel tiempo que quedaba antes de que cayera l
arde, el ascenso iba a complicársele todavía má yo supongo que también habrá visto algo en loojos de Rodrigo que le hizo entender que ya nquería hacer más esfuerzos, que prefería quedars
ahí a esperar lo que viniera, un golpe de suerte, eenemigo o una avalancha. En aquel territorigobernado por la fuerza bruta Oriol había pasadoen unas cuantas horas, del abatimiento en su camde hospital al ánimo que le había insuflado lvoluntad inquebrantable de salvarse, mientras quRodrigo había hecho el recorrido contrario, sgesta por salvar a todos terminaba a medimontaña, regresando dócilmente a la tierra
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dejándose cubrir por la nieve que le caía encimade la misma forma en que, a metro y medio ddistancia, Manolo se fundía con la montaña. S
abe que Oriol vio así por última vez a Rodrigoentado, vencido, difuminado por la borrascnclemente, y lo vio porque, en cuanto se echaba
andar, Rodrigo le gritó y le dio su muleta, «a mí y
no me sirve», le habrá dicho y supongo quentonces Oriol debe de haberse alejado mánquieto, más triste por ese gesto que era l
capitulación de su colega, es probable que hast
intiéndose desolado, y esto me hace pensar en ldesconcertante relatividad de las relacionehumanas, la desasosegante certeza de que unpersona sin apellido ni historia, con la que se hconvivido unas cuantas horas, llega a ser mámportante para una biografía que algunas de la
que han pasado a tu lado toda la vida; y escribesto ateniéndome a un hecho incontestable: eúnico referente que durante años tuvimos de la
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últimas horas de vida de Oriol fue una carta dRodrigo, y ésta es la prueba irrefutable de smportancia. Pero esto ya es demasiado coleg
cosas, demasiada teoría para esa tormenta de hiel nieve, para ese horizonte salvaje en el filo decual Oriol, entre el remordimiento y la firmntención de largarse de ahí cuanto ante
contempló a su colega vencido, cogió la muletque le ofrecía, probablemente le dijo gracias, dimedia vuelta y se echó a andar dando primero upaso, luego clavando la muleta en la nieve
después arrastrando su pierna muerta. Se sabe quera la última hora de la tarde, que el resplandor dun sol débil apenas lograba traspasar el espesor da borrasca, cuando Oriol intentó vislumbrar po
última vez la cima; supongo que iría sintiéndosiberado pero también espantosamente solo; no s
qué tanto era consciente del papel que le tocabano sé si sabía que era el último hombre de lúltima retaguardia, la exhalación final de l
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epública, el último hilacho de aquello que smalogró y no fue. No se sabe cuántas horas batallOriol contra la tormenta, tampoco se sabe cómo e
que pudo ascender la primera parte de la montañacon Manolo a cuestas, la pierna muerta y nada parapoyarse, ni una muleta ni un palo; la verdad eque a partir de aquí no se sabe nada sustancia
aunque es cierto que durante décadas logramoecomponer el final de la historia, un final que danto repetirse terminó convirtiéndose en la piez
que ayudó a la familia, a todos menos a mi abuel
Arcadi, a aceptar que Oriol había muerto en 1939cuando trataba de huir a Francia. Finalmente llegel momento en que la borrasca espesa terminragándose el último sol de la tarde y la oscuridad
el cansancio y el sufrimiento físico que le producía herida lo obligaron a detenerse y a buscaefugio, una cueva donde consiguió acurrucarse
quedarse dormido, para siempre. Un finaciertamente piadoso el que le inventamos al tí
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Oriol, porque igual podía haberse desbarrancadoo haber sido devorado por un lobo o por un osdel Pirineo, pero como he dicho la famili
necesitaba un final, cuanto más dulce mejor, parpoder mandar a Oriol al otro mundo. Mi abuelArcadi, desde aquella despedida en febrero d939, en aquel barracón inmundo de Port de l
Selva, no había dejado de pensar que su hermaneguía vivo en Francia o, con una convicción quayaba en la insensatez, en algún país d
Sudamérica. Los dieciséis meses que Arcad
estuvo encerrado en el campo de concentración dArgelès-sur-Mer, ese páramo donde el gobiernfrancés encerraba a los republicanos españoleque huían de la represión franquista, los pasmaginando que en cualquier momento aparecerí
Oriol, cojo y de bastón, pero recuperado aludable después de su paso por el hospita
francés que le habían prometido; durante cada díde todos esos meses el corazón le dio un vuelc
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cada vez que oía por la megafonía del campo quba a hacerse un anuncio, y cuando un guardia s
acercaba a su barracón estaba seguro de que iba
preguntarles si alguno de ellos tenía un hermanque se llamaba Oriol. Cuando por fin logró saldel campo se fue exiliado a Veracruz, porque España no podía volver y ahí, en el culo vegeta
del mundo, tuvo a bien fundar La Portuguesa, unplantación de café donde, por obra y gracia de lGuerra Civil, fuimos naciendo sus descendienteuna runfla de exiliados, híbridos y apátridas, n
españoles ni mexicanos, ni veracruzanos ncatalanes, entre los que me cuento yo. Durantcada día del resto de su vida en La PortuguesaArcadi esperó la llegada de una carta de shermano o, cuando tuvimos teléfono en lplantación, de una llamada; o bien esa escena qumaginaba obsesivamente desde los tiempos de
campo de concentración, sólo que entonceetocada por el tiempo, las circunstancias y e
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delirio: la de su hermano llegando de improviso a plantación, viejo y cojo pero saludable,
además laureado por su desempeño en el piano d
a orquesta sinfónica de, pongamos, Buenos Aireconsagrado por una serie de solos que habíapuesto a sus pies a medio continente. Pero nada deso sucedió nunca y aunque aquel final qu
nventamos para el tío Oriol, que murió congeladen el Pirineo mientras trataba de escapar Francia, fue convirtiéndose en la historia oficiaArcadi jamás perdió la esperanza de que s
hermano siguiera por ahí vivo y cojo, unesperanza que con el tiempo fue tomándose chunga y a risa y cada vez que sonaba el teléfonalguno decía: «Ahora sí que es Oriol». O cuanddesaparecía algo, un mechero o el frasco en quguardábamos el café, el mismo Arcadi preguntabacon una nostalgia socarrona: «¿Y no se lo habrlevado mi hermano?». Pero toda aquella chunga
aquella risa, y sobre todo buena parte de l
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esperanza de Arcadi que subyacía debajo de aqueolgorio, se vino abajo cuando en 1993 recibió un
carta en La Portuguesa, que venía de Francia y qu
había sido escrita de puño y letra por Rodrigo, ehombre que había comandado la huida del hospitade Port de la Selva y que en mitad de la tormenta a borrasca le había dado su muleta a Oriol y l
había dicho que siguiera adelante, que bastaba colegar a la cima y descender un poco para ponersa salvo en Francia. Rodrigo vivía entonces, en esaño de 1993, en Collioure, y escribía esa cart
porque sentía «cierto compromiso» con Orio«ese pianista que estando mortalmente heridrataba de salvar a otro soldado que ib
arrastrando montaña arriba». Rodrigo contaba eesa carta, que tiene doce folios escritos en francécon letra menuda y apretada, de los años que habíardado en localizar a Arcadi, de cómo había dad
con sus datos gracias a un viejo comunista dBarcelona al que había conocido casualmente,
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después describía, con muchos detalles, la huiddel hospital y la agónica ascensión a la montañaLo que explica Rodrigo en esa carta nos sirvió
odos para confirmar lo que siempre habíamopensado, y a mí en particular, años después, pareconstruir el final del tío Oriol en uno de miibros. Aquello nos sirvió a todos menos a Arcad
porque en cuanto recibió esa noticia que llegabdemasiado tarde le pareció menos doloroso y mánatural seguir pensando que Oriol aparecerícualquier día en la puerta, cojo, saludable y co
us laureles de gran solista de piano; así quencillamente ignoró lo que Rodrigo decía: «Y quva a saber este francés de mi hermano», farfullabcada vez que el tema salía en alguna conversaciónEl final de Oriol que contaba Rodrigo era taambiguo que cabía incluso el final que le habíamonventado y que durante años, a fuerza de repetirloe había convertido en el final oficial. Rodrigo
que efectivamente no podía más y había decidid
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abandonarse a media montaña, cambió de pareceun par de minutos después, cuando se sintiecuperado y con ánimo suficiente para seguir lo
pasos de Oriol. La ascensión sin muleta le parecimposible al principio pero perseveró, segúexplica en la carta, gracias a que había visto Oriol subir sin instrumento y encima arrastrando
un hombre montaña arriba; el recuerdo de aquell«visión conmovedora» le hizo «ver que lalvación era todavía posible». La noche habí
caído completamente y la visibilidad era mínima
pero el rastro de Oriol, de la muleta y de la piernque arrastraba y dejaba un surco en la nieve podíeguirse sin mucha dificultad: «Media hor
después», aunque quizá, especifica en su carta«fue hora y media o dos», vio que el rastro dOriol terminaba en un socavón que había entre dopiedras. Aguzando un poco la vista, Rodrigo viun manchón de sangre sobre la nieve y un morradonde estaba el documento de identidad de Orio
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el de Manolo, ese hombre que había muerto máabajo, y el suyo, que en un gesto «hasta ciertpunto irracional», concede Rodrigo en su carta, l
había entregado. El socavón vacío, la mancha dangre y el morral abandonado hacían concluir Rodrigo, escribía al final de su carta, que Oriohabía muerto ese día, cerca de ahí, porque con l
herida que llevaba y la borrasca que azotaba lmontaña le parecía improbable que hubierobrevivido. «¿Y qué clase de evidencia es ésa?»e defendía Arcadi cada vez que alguien esgrimí
a carta para recordarle que su hermano habímuerto en 1939. No deja de ser sorprendente lmucho que se parecen las dos versiones de lmuerte de Oriol, porque nosotros, hasta el añ
993, lo único que sabíamos era que Arcadi lhabía dejado en aquel hospital de Port de la Selvaesperando el autobús que lo llevaría a Francia; y partir de ahí, con esos pocos datos más levidencia de que nunca se había sabido nada má
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de él, habíamos imaginado que la huida se habícomplicado y que el tío Oriol, tratando de evitacaer en las garras del ejército franquista, habí
ratado de cruzar el Pirineo. La herida y el frío quhacía nos parecían elementos suficientes parpensar que lo más seguro era que Oriol hubiermuerto en el intento, en esa cueva donde terminab
a historia que imaginamos para él. La historimaginada y la historia real testificada y escritdécadas después por Rodrigo se parecen muchono por casualidad sino porque en el fondo la
guerras son historias simples, básicas, donde haquien gana y quien pierde y todos los que tieneque huir al exilio sobreviven o mueren, heridamás o heridas menos, de forma similar. No podríer de otra manera, esa vulgaridad de matarse uno
contra otros tiene que tener, a nivel colectivo personal, un final vulgar y previsible. Esto es lque se sabe de Oriol, o quizá debería decir lo qude él se sabía porque hace unos meses, en el sur d
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Francia, supe de él otra cosa que me hizo sentar escribir estas páginas.
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2
El 14 de abril del año 2007 desperté dándol
vueltas a la posibilidad de romper un compromisque, con una ligereza inexplicable, había aceptadeis meses antes. Con tanto tiempo por delante s
me había hecho fácil decir que sí y en cuanto l
fecha me cayó encima me sentí desconcertado arrepentido. Mi mujer y mis hijos habían salidemprano de casa, cada uno a hacer sus cosas, y y
me había quedado un rato más en la cama. L
noche anterior me había desvelado viendo unpelícula rusa y lo que más me apetecía era hacecafé y sentarme a verla otra vez con una libreta un bolígrafo para transcribir un poema que es l
ustancia de esa película, un hermoso contundente poema dicho en ruso, una lengua quno entiendo y cuya traducción subtitulada aespañol debe de tener las lagunas propias de
género: el subtítulo es un añadido orientativo qu
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va supeditado a la imagen, debe entenderse a todvelocidad, de un solo golpe de ojo y no admitelecturas ni mucha reflexión, porqu
nmediatamente después ya está uno leyendo eiguiente, y luego el próximo. Con todo y eso habíatesorado un verso que, aun cuando no fuerexactamente lo que el poeta ruso quería decir, m
había impresionado profundamente. Ecompromiso que con inexplicable ligereza habíaceptado era participar en una charla pública quendría lugar en el sur de Francia, en Argelès-sur
Mer, un sitio oscuro de mala memoria, un puntgeográfico maldito, una playa que durante décadaha sido tabú para mí y para toda mi familia, como no tuve valor para dejar plantado a quien mhabía invitado, para sentarme en pijama a bebecafé y a repasar de arriba abajo la película rusaunas horas más tarde, procurando mantener a raymis fantasmas, ya estaba en Argelès-sur-Mehablando otra vez de la puta guerra, con los codo
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hincados en la bandera republicana que cubría lmesa, ante un grupo de lectores que vivía en esciudad. Al final del acto se acercó a la mesa un
mujer que llevaba vestido negro, la cabezcubierta con una pañoleta y un trapo pardo uinoso amarrado al cuello que hacía las veces d
foulard; media hora antes la había visto sentada e
a última fila y había pensado que era un personajverdaderamente extraño, e inmediatamentdespués, porque el profesor que conducía el acthablaba sin parar y yo tenía tiempo de pensar e
ésta y otras cosas, me había preguntado qué partde mi libro, que era el motivo de ese acto, podínteresarle a esa mujer que parecía una vagabunda
A fuerza de empujones fue abriéndose paso entra docena de personas que se habían acercado a l
mesa para que les firmara el libro, utilizaba unviolencia excesiva y la gente no se atrevía decirle nada porque su aspecto era raro, era feo iniestro para decirlo con toda precisión. L
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primero que hizo cuando por fin llegó a la mesfue dedicarme una mirada larga, reprobatoria cargada de sorna, acentuada por una encí
despoblada que afloró debajo de su media sonrisain dejar de mirarme ni de sonreír se puso a buscaalgo entre sus ropas y al cabo de unos segundos densa expectación, porque de aquellos trapos podí
alir desde un libro hasta un arma de fuego, sacuna fotografía, acompañada de un papel sucidoblado en cuatro que me entregó sin decpalabra. Después dio media vuelta y se fue, ya si
violencia porque la gente se había alejado de ella me dejó con un par de preguntas en la punta de lengua. En un intento por encajar con naturalida
aquel encuentro estrambótico, guardé en el bolsillde la americana lo que me había dado y, como sno hubiera pasado nada, me puse a firmaejemplares y a departir con mis lectores. Perantes de guardar los documentos había vistfugazmente, y mal porque no llevaba puestas la
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gafas, que la fotografía era una vieja imagen dres soldados en el campo, de los tiempos de l
Guerra Civil. El instante que me había tomado ve
o que la vieja acababa de darme fue suficientpara sentir un poco de asco, porque el papeestaba sucio y lleno de lamparones, parecía unfracción, una costra de su cuerpo maltrecho
uinoso. Veinte minutos más tarde, cuandpasamos a la terraza para clausurar el acto con uncopa de vino, había olvidado completamente encidente; después de todo no es raro que a lo
escritores que tocamos el tema de la Guerra Cive nos acerque gente con documentos, con cartas fotografías con la esperanza legítima de que shistoria o la de su padre o abuelo, ese episodique ha marcado su vida y la de sus descendientee sepa y, si es posible, se difunda. Yo estaba ahnvitado por la asociación FFREEE (Fils et Filie
de Républicains Espagnols et Enfants de l’Exodeque está formada por los hijos de los republicano
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que en 1939 perdieron la guerra y tuvieron quexiliarse al otro lado de los Pirineos, un grupo dentusiastas que tienen la convicción de que e
mprescindible cultivar, proteger y preservar lmemoria de aquel cisma que hasta hoy, a unocuantos millones de personas, nos define y nodistingue. Al presidente de la asociación, e
hombre que me había invitado y a quien, poalguna razón, no había tenido el valor de decirlque no, le parecía importante mi libro porque eus páginas aparece uno de los campos d
concentración donde el gobierno francés, al finade la Guerra Civil, había encerrado, en unacondiciones infames, a los republicanos españoleque iban huyendo de la represión franquista. Aquecampo estaba ahí mismo, en la playa de Argelèsur-Mer y mi abuelo Arcadi, como narro en aqueibro, estuvo ahí dieciséis meses prisionerooportando un maltrato sistemático ninterrumpido que hoy forma parte de uno de lo
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episodios más negros de la historia de aquel paísos republicanos, perseguidos por la ira franquista
buscaban asilo en Francia y el gobierno francé
os recibía como si fueran criminales y loencerraba en un campo de concentración. Explicesto para reiterar, y dejar bien asentado, que lnvitación a celebrar el 14 de abril en aquell
playa de nefasta memoria me pareció, de entradafuera de lugar y un poco sarcástica, pero epresidente de FFREEE me lo había puesto de tamanera que negarme había sido imposible y es
mañana, mientras valoraba la posibilidad de nasistir y quedarme en pijama viendo la películusa, había pensado que hablar del campo d
concentración in situ, en ese territorio maldito abú, era una forma impagable de normalizar melación con esa playa y, todavía mejor, era m
manera particular de combatir el olvido, un olvidque por otra parte denunciaba yo mismo en aqueibro diciendo que la playa de Argelès-sur-Me
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enía una especie de amnesia porque hoy es uitio de veraneo altamente frívolo lleno de bares
cuerpos tomando el sol en la misma arena, en e
punto exacto donde decenas de miles de españoleagonizaban de hambre, de enfermedad o de fríohace no tantos años. Hay muy pocas cosas, eealidad, que puedan hacerse contra el olvido
plantar un monumento, colocar una placa, escribun libro, organizar una charla y poco más, porquo natural, justamente, es olvidar, y en este punto,
a estas alturas de la historia que voy contando m
pregunto: ¿y si toda esta monserga de la putguerra y sus secuelas no es simplemente un lastrePor otra parte, estamos en el siglo XXI y España Francia ya no son lo que eran en 1939, ya no ha
pesetas ni francos, ni siquiera hay frontera entros dos países: para viajar hasta el lugar donde iba efectuarse la charla, me había subido al cochque estaba aparcado en casa, en la calle Muntaneren Barcelona, y había conducido durante do
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horas, sin hacer una sola parada, hasta Argelèsur-Mer; había hecho en dos horas la misma rut
que a Arcadi, mi abuelo, y a gran parte del éxod
epublicano, le había tomado semanas completaen 1939. Las huellas de aquel exilio han quedadepultadas debajo de una autopista de peaje por l
que puede conducirse a ciento cuarenta kilómetro
por hora y de una turbamulta de turistas quuntados de cremas exponen, en la playa larga dArgelès-sur-Mer, sus cuerpos al sol. Lo que puedhacerse contra el olvido es muy poco, pero e
mperativo hacerlo, de otra forma nos quedaremoin cimientos y sin perspectiva, esto fue lo qupensé y por lo que al final renuncié a mi mañandoméstica, me quité el pijama y me subí al cochpensando obsesivamente en ese verso de lpelícula rusa que había memorizado y que mhabía quitado el sueño: «Vive en la casa, y la casexistirá».
El Ayuntamiento de Argelès-sur-Mer, y esto
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lustra claramente lo mucho que han cambiado lacosas, está ahora administrado por los hijos de lohombres que en 1939 eran prisioneros del camp
de concentración; de esto me enteré en el cócteque se servía, como punto final del acto, en eserraza enorme que tenía vistas al viñedo, d
donde salía el vino que bebíamos, con el mar d
fondo, un mar plateado por la primavera quacababa de caerle encima. Era una tarde estupend yo, a esas alturas, comenzaba a sentirme mu
bien de haber aceptado la invitación y de habe
hecho lo poco que puede hacerse para combatir eolvido; en ese momento me sentía capaz dasegurar que la Guerra Civil y sus secuelas son uastre en la medida en que se ignoran, y constituye
un vehículo importante para proyectar el futuro e desvelan a fondo todos sus detalles. Lleno d
optimismo me acerqué a la mesa para rellenar mcopa, era una mesa larga que ocupaba el centro da terraza, estaba cubierta con unos mantele
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blancos que tocaban el suelo y de cuando ecuando eran levantados por un golpe de viento, esto hacía que a la mesa le quedaran las patas a
aire y que pudiera verse lo que había debajo, cajacon botellas, unas cuantas sillas plegadas, una pilde manteles blancos, una cazuela enorme dondprobablemente se había cocinado algo de lo qu
había sobre la mesa, y en medio de todo estoajenos a los vistazos intermitentes que mprocuraba el viento, dos gatos se arrebataban unpieza de pollo, escenificaban una batalla violent
muda con una rabia y una saña que me dejestremecido; durante unos pocos segundos, en lodos vistazos que me permitió el mantel, vi a logatos tirarse zarpazos y volar y rodar por el suelo unos instantes después los vi escapar corriendo oda velocidad. Rellené mi copa de una de laarras que había repartidas a lo largo de la mesa
unté de foie una galleta que me llevé a la bocadespués cogí un poco de jamón y aprovechand
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que me había quedado solo y que no tenía quostener ninguna conversación, me escabullí par
disfrutar de las espléndidas vistas que ofrecía l
erraza, todavía impresionado por el encono y lfuerza y la ira que habían desplegado los gatodebajo de la mesa; sobre todo me habímpresionado la discreción, la forma sorda en qu
habían liberado esa tremenda energía qudesbocada hubiera dado para arruinar la fiesta in embargo, a pesar de su estallido de rabia
ninguno de los invitados, excepto yo, habí
eparado en las fieras, probablemente porquiempre he tenido mucha debilidad por esobichos. El episodio había sido una simpleza y a mme había dejado inexplicablemente nerviosoexageradamente inquieto, quizá no era del todcierto que yo estaba ahí normalizando mi relaciócon esa zona de Francia que hasta entonces habíido un tabú, un territorio del que nunca se habla
mucho menos se visita, sino que en realidad, po
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más que el tiempo lo ha limado casi todo, yestaba ahí comprobando que justamente hace faltun monumento, y una placa y una charla pública d
vez en cuando para dejar asentado que aquellplaya, donde murieron tantos soldadoepublicanos, no podrá ser nunca una play
normal; pensaba en esto, sumido en ese desalient
úbito que por alguna razón habían motivado logatos, trepado en una piedra grande que mpermitía ver todo el viñedo y más allá la nefastplaya, la playa infausta de áspera memoria que s
veía a lo lejos. Miraba el horizonte y a sorbos dvino trataba de diluir las contradicciones que macudían, cuando recordé a la mujer que se habí
acercado al final de la charla para darme lfotografía y el papel lleno de lamparones. Dejé lcopa en un hueco que había en la piedra dondestaba encaramado y metí la mano en el bolsillo da americana. Era una carta escrita a mano, co
algunas tachaduras y una letra infantil que exigí
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más atención de la que yo estaba dispuesto nvertir ahí mismo, de pie en mi mirador, frente
ese paisaje que agudizaba todavía más mi
contradicciones, así que pospuse la lectura de lcarta que estaba fechada dos días antes en un sitide nombre Lamanere, y miré la fotografía, ahorcon detenimiento y descubrí, con una mezcla d
orpresa y miedo, que en la foto aparecía Martmi bisabuelo, flanqueado por Arcadi, mi abuelo, por Oriol, mi tío, el hombre que habídesaparecido en la cumbre del Pirineo en 1939
Completamente aturdido me senté en la piedra, y ahacerlo tiré la copa que había dejado en el huecoa golpeé sin querer con el pie y salió volando y s
hizo añicos contra el suelo. Volví a mirar la fotocon incredulidad, le di la vuelta y leí lo que estabescrito con tinta de estilográfica azul, con una letrmanuscrita que era seguramente la de Orio«1937. Frente de Aragón». Mi agobio que hacía uminuto se avivaba con el paisaje se desvaneció d
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golpe (¿qué hacía con esta foto de mi familiaquella señora?), y me preguntaba esto cuandeparé en que con la otra mano seguía sujetando l
carta, la fracción de la vieja llena de lamparones caligrafía infantil que en ese instante comencé eer con una ansiedad que se estrellaba contra sntricada caligrafía y, sobre todo, contra su léxic
que campeaba entre el francés y el catalánPrimero la leí, como pude, a trompicones, después hice una segunda lectura para confirmar lque había entendido y que, desde la escas
capacidad de raciocinio que me quedaba en esmomento, me parecía una historia poco menos qumposible. La persona que firmaba la carta, un
una tal Noviembre Mestre, expresaba su enfáticdesacuerdo con el destino que Oriol, el hermande Arcadi, tenía en el libro que yo había escrito del que acababa de hablar esa misma tarde. Senfado parecía desproporcionado y dejaba lmpresión de que, más que haber leído el libro
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alguien le había contado de qué trataba. Aunquesta ambigüedad, claro, podía deberse también a torpeza con que estaba escrita la carta; par
econstruir el destino que Oriol había tenido, uneconstrucción francamente escueta pues ehermano de mi abuelo, en aquella historia, era upersonaje secundario, me había basado en es
carta que había escrito Rodrigo y que habíenviado a La Portuguesa en 1993. En esa página dmi libro, que tanto había molestado a Noviembredice textualmente: «Oriol fue visto por última ve
cerca de la cima, todavía de pie, batallando contruna ráfaga mayor que corría por el espinazo de lcordillera, a unos cuantos pasos de atacar lpendiente que desembocaba en Francia». Esto ero que hasta ese día se sabía de Oriol, que habí
estado muerto durante décadas hasta esa tarde eque, encaramado en la piedra con vistas a lnefasta playa, atónito, aturdido, estupefacto, supque el hermano de Arcadi había estado vivo tod
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ese tiempo, había sido amigo de NoviembrMestre y como prueba me enviaba esa foto quOriol había conservado hasta el «verdadero día d
u muerte». La palabra «verdadero» que utilizaboviembre acentuó la tormenta interior que macudía en la cima de la piedra porque yo habí
cometido una especie de crimen; si bien era ciert
que entre todos habíamos urdido la falsa muerte dOriol, también era verdad que había sido yo quieo había matado por escrito y esta reflexión, qu
quizá en otro momento me hubiera dado risa, m
pareció entonces muy grave, me hizo pensar qumi deber era hacerle una visita a esa mujer, a eshombre o a ese seudónimo, para enterarme, aunqufuera por un tercero, de lo que había sido de mi tídurante todo ese tiempo en que para nosotros habíestado muerto. La carta de Noviembre era muchmás que la precisión de un lector que ha pillado efalta al escritor de un libro, como aquellos que soman la molestia de escribir para decirte «se h
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equivocado usted, no era el siglo XI sino el XIII», «ese viento que usted describe no es el mistraino la tramontana», era mucho más que un
precisión, era la denuncia de un asesinato. Echuna última mirada a la fotografía y vi, con algo ddificultad porque el atardecer ya iba a piqucontra el mar, la cara sonriente de Oriol, la car
del hombre que ignora que unos meses más tardperderá la guerra, y a su mujer y a su familia, convalecerá abatido en un hospital, arrinconadpor el dolor y la gangrena, y que paulatinamente s
rá convirtiendo en un cadáver y que décadas máarde llegará el día en que el nieto de su hermane pegará por escrito el tiro de gracia. Oriol sonrí se le ve relajado, casi feliz, en la mano izquierd
leva un cigarrillo al borde de la extinción que sha ido fumando entre risa y risa, la risa de uoldado que de improviso, en el campo de batall
del frente de Aragón, se ha encontrado con spadre y con su hermano; o quizá sonríe porque e
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fotógrafo lo ha sugerido, porque era uno de esocretinos que piensan que en las fotos se sale mejoonriendo, aunque se esté en medio de una put
guerra. Regresé la fotografía y la carta al bolsillde la americana pensando en cuánta razón teníArcadi cuando, para minimizar la información quen 1993 había llegado en la carta de Rodrigo
decía: «Y qué va a saber este francés de mhermano». Quizá Arcadi no estaba tan equivocad su hermano, pensé, efectivamente, había sido u
notable solista de piano, no en Sudamérica pero s
en Francia, o en algún otro país de EuropaRespiré profundamente antes de bajarme de lpiedra y lamenté lo complicado que iba a seeintegrarme al cóctel. Después de lo que acabab
de saber, no quedaba más que posponer matribulamiento, así que mientras caminaba hacia ecentro de la terraza tracé rápidamente un planestaría quince minutos más en el cóctel, medihora a lo sumo y después regresaría a Barcelona
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Había rechazado la invitación de dormir eArgelès-sur-Mer porque al día siguiente habíprometido a mis hijos que los llevaría a ver u
partido de baloncesto, y si dormía ahí iba a teneel tiempo muy justo para llegar, aunque ahora quvoy poniendo esto por escrito, me parece que euego de básquet, ese compromiso que, a pesar de
viaje, me había empeñado en sostener, era upretexto para no dormir en la nefasta playa. Llegual centro de la terraza, a la mesa larga de lomanteles largos, a beber otra copa de vino
cuando estaba por reintegrarme a alguna de laconversaciones que seguían animando el cóctelamó mi atención un gato que se había echad
debajo de un arbusto, y al mirarlo mejor vi que eruno de los que habían protagonizado la violentbatalla que tanto me había conmovido. Siempre henido debilidad por esos bichos, como dije, as
que me acerqué al arbusto con la intención dacariciarlo y cuando llegué hasta él vi que tení
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angre en el cuerpo, la mitad de la cara mordida que estaba muerto.
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A pesar de la tormenta, Noviembre había elegid
bajar por la parte escarpada de la montaña. Acambio del riesgo que suponía el descenso por ahograría llegar a casa más rápido y la cabra quba cargando en los hombros, envuelta en un
gruesa manta de lana, tendría más posibilidades dobrevivir. Noviembre conocía al detalle es
camino y tenía presentes sus peligros, habíperdido más de un animal en el desfiladero, y es
noche caía mucha nieve y las ráfagas lo obligabaperiódicamente a detenerse, nunca a resguardarsporque Noviembre era un tipo enorme y entonceodavía era joven y prácticamente inamovible. L
cabra que traía en los hombros se había perdido mediodía, había bajado con todo el rebaño antede que comenzara la tormenta y no fue hasta quas encerraba en el cobertizo cuando vio qu
faltaba una y, sin pensárselo dos veces y ya con l
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ormenta en sus prolegómenos, había vuelto a suba montaña a buscarla hasta que dio con ella. L
había encontrado echada, cubierta de nieve, co
una pata atrapada entre dos piedras y emitiendo ubalido permanente de baja intensidad que nervía tanto para pedir auxilio como para partir e
alma. Cuando la envolvía en la manta notó que l
cabra oponía muy poca resistencia y esto lpreocupó y lo hizo optar por el camino rápido, poa ladera escarpada donde tenía que mirar mu
bien en qué sitio ponía el pie. Cada vez que l
golpeaba una ráfaga tenía que detenerse y fue euna de estas pausas, mientras recibía en el pecho en la cara los porrazos del viento, que Noviembrropezó con el cuerpo de Oriol, que estab
ovillado y parcialmente oculto en un socavón de lmontaña. Al principio Noviembre pensó que srataba de un animal, la situación era confusa, er
noche cerrada y el viento, preñado de hielooplaba con furia, así que antes prefirió asegurars
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mover el cuerpo con el pie, un acto imprudentdel que podía hacer gala ese hombre gigantescfrente al que las bestias preferían dar media vuelt
antes que tirarle un mordisco o un zarpazo. Comel cuerpo no se movía se agachó para mirarlo dcerca y entonces descubrió que efectivamente srataba de un hombre, de otro más porque durant
as últimas semanas se había topado con medidocena de soldados republicanos, con todos habíntercambiado algunas palabras y a uno de ello
que iba herido, lo había ayudado a bajar y le habí
ofrecido hospedaje y comida; pero aquel soldadhabía encontrado que la cabaña de Noviembrestaba demasiado cerca de la frontera, demasiada tiro del ejército enemigo y encima la disposició la gentileza de aquel gigante le habían parecidospechosas, así que a pesar de sus heridas y de
cansancio que arrastraba desde hacía semanahabía preferido seguir de largo y adentrarse upoco más en Francia. Con todos esos encuentro
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oviembre, que era un hombre rústico que vivíen la montaña, al margen de la guerra que habíerminado del otro lado del Pirineo, se hizo un
dea general de lo que estaba sucediendo, upanorama esquemático que se reducía al deber dayudar y ser solidario con los vencidos, por eso eque en cuanto vio que aquello que había removid
con el pie no era un animal sino un soldado desos que habían perdido la guerra, puso la cabren el suelo, acercó su cara a la de Oriol y al veque respiraba trató de reanimarlo. Cuand
ntentaba moverlo un poco para quitarle la nievque le había caído encima, puso por accidente lmano sobre la herida y sintió una plasta lodosque, en medio de tanto hielo, palpitaba a unemperatura volcánica. Con una maniobra rápida
precisa, patrimonio exclusivo de los hombres du talla, despojó a la cabra de la manta y, con u
aspaviento enérgico, envolvió el cuerpo perdidde Oriol. Inmediatamente después, sin pensarl
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mucho ni perder el tiempo, se quitó el abrigo envolvió a la cabra. En cuanto tuvo a los dos biearropados se los echó encima, uno en cad
hombro, de un solo envión digno de Goliat, comenzó a descender la cuesta. Con ladificultades que generaba el peso que cargaba ea espalda, cada paso que daba se le hundía l
pierna hasta la rodilla y en dos ocasiones tuvo qudejar a Oriol y a la cabra en el suelo para podealir de un túmulo de nieve que le llegaba a l
cintura. En esas condiciones, efectuando es
esfuerzo titánico en medio de la tormenta, sin máabrigo que una camisa ligera de lana, logroviembre bajar por la montaña cargando a Orio
a la cabra. Cuando llegó a la cabaña pasaba da medianoche, depositó cuidadosamente los do
cuerpos en el suelo y encendió un fuego en lchimenea.
Después de aquel exitoso rescate, Noviembraldría todas las noches a recorrer la ladera de l
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montaña en busca de soldados perdidos necesitados de su ayuda. Con el tiempo el gigantría perfeccionando la ruta y aguzando el olfato
a vista, iría desarrollando una mirada experta quno sólo le serviría para ubicar su objetivoambién le proporcionaría un diagnósticnstantáneo sobre el hombre que deambulab
extraviado por la nieve, o por los pastos verdes quemados por el sol según en qué época del añooviembre podía distinguir desde muy lejos si s
rataba de un soldado o de un civil, y si ést
endría confianza en la ayuda que iba a ofrecerle i era mejor dejarlo solo o señalarle nada más ueferente, el punto hacia el cual debía dirigirse. L
figura del gigante patrullando todas las noches esadera del Pirineo me fascinó desde la primer
conversación que tuve con él.Unos días después de mi visita a Argelès-sur
Mer fui a Lamanere, el pueblo donde estabfechada la carta que me había entregado esa muje
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horrible que parecía una vagabunda. Habíesuelto que la única forma de hacerle justicia
Oriol, de reordenar nuestra genealogía y de pas
matizar mi asesinato por escrito, era enterarmbien de esa historia que nos habíamos perdido pomatar al tío antes de tiempo; la verdad es que yen aquel viaje decidía muy poco, iba remolcad
por las circunstancias rumbo a casa de un extrañque estaba enfadado conmigo, fundamentado en ldea, que podía no ser cierta, de que en eemitente de una carta que se entrega en propi
mano hay una invitación implícita, una voluntad dr más allá de lo que se ha dicho en el papeCrucé la frontera y unos kilómetros después, a laltura de Le Boulou, tiré hacia el oeste, tierradentro, por una carretera vecinal que corre a largo de los Pirineos, en dirección a Prats d
Molló, la única población de esa zona quegistraba el plano del sur de Francia que llevaba
El día anterior había rastreado en Google l
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poquísima información que hay en la red sobrLamanere; además de un rudimentario plano qumprimí y que me sería de gran utilidad, encontr
estos datos: en 1901 había 510 habitantes en epueblo; en 1954, la cifra había decrecido a 284; e968 había caído hasta 198 y hoy, a principios deiglo XXI, la cifra ronda los 36 habitante
También había aprovechado para averiguar shabía rastros de Oriol en el ciberespacio. Tecleleno de suspense su nombre y añadí las palabra
«piano, soliste», en francés, con la idea de dar co
una nota periodística de su probable carrera dpianista en Francia e, inmediatamente después, ano obtener ningún resultado, cambié el solist
francés por un solo más universal; como tampoc
encontré nada probé con otras combinacioneconsciente de que se trataba de una maniobrabsurda porque lo que no aparecía por ningún ladera su nombre, pero de todas formas lo intenté coas palabras music, musique, «intérprete» y, po
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no dejar escribí «filarmónica de Buenos Aires»pero todo, desde luego, fue inútil, el nombre dOriol no existía en la red, lo cual me pareció hast
cierto punto normal; su carrera de pianista, si eque la había tenido, debía de haber ocurrido en loaños cincuenta, en los sesenta como mucho, y scomo era natural suponer, no había sido un
uperestrella del piano, no tendría registro enternet. Hacía unas semanas también habíbuscado el nombre de un futbolista argentino, ucrack internacional bastante famoso en los sesent
que había jugado parte de su vida en México, había comprobado con amargura, porque habíido su forofo, que de él en la red no queda nastro; la Internet es demasiado nueva y despreciodo lo que no es de rabiosa actualidad, pens
entonces como consuelo, para relativizar ldecepción que me había producido la ausencia dmi tío en los anales electrónicos de la músiceuropea. En cuanto dejé atrás Le Boulou y entré e
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a carretera vecinal, bajé las ventanillas parcontagiarme del entorno, un bosque con parches delva de un verde infeccioso lleno de marañas
entáculos que inmediatamente me recordó, porqueran finales de abril y no había ni rastro de nieve había sol, a la selva de Veracruz donde nací. Lcarretera, precariamente asfaltada, se ib
angostando a medida que subía por la montaña pasando Serralongue, el último pueblo antes dLamanere, se hizo tan delgada que en algunoramos sentía que iba a campo traviesa por e
bosque, metiendo el morro del coche en lntricada vegetación. Aparqué en la orilla depueblo, más bien apagué el motor cuando no habímás carretera por donde seguir, bajé del coche en lo que me ponía el anorak, porque con todo y eol corría una tramontana de neumonía, vi que e
pueblo estaba muy cerca de la cumbre de lmontaña, tan cerca que me pareció un despropósitque el fundador de Lamanere no hubiese plantad
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u casa justamente en la cima, hubiera quedadgual de lejos de todo pero con unas vista
espléndidas. Sus razones habrá tenido el fundado
pensé, seguramente abajo con la protección de lmontaña sopla menos el viento y desde luego lavistas son un valor en un piso en Barcelona perno necesariamente lo son ahí, donde lo que sobr
on vistas. Esa reflexión me hizo sentir un intruso de ahí pasé a temer que ir a hablar con Noviembrfuera una pésima idea, que fuera una idea inclusviolenta esa de aparecer súbitamente en su casa u
martes de abril, y antes de subirme al coche egresar por donde había llegado, me metí en eúnico bar del pueblo y pedí algo de comer y upoco de vino a una señora que no pudo disimulaa sorpresa que le causaba ver un turista en es
pueblo que no visita nunca nadie, y mucho menoun martes. «¿Qué lo trae hasta aquí?», me pregunten francés, y yo le respondí una cosa que me dejan sorprendido como a ella: «No estoy seguro»,
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después balbuceé algo sobre lo mucho que mnteresa esa zona del Pirineo que la dejatisfecha, tanto que regresó al partido de rugb
que emitía el televisor y, mirando de reojo la tabl el cuchillo, comenzó a partir con gran autoridaun salchichón. En cuanto liquidé el plato dembutidos y la media botella de vino que me habí
ervido, le pregunté a bocajarro, un bocajarrnducido por el vino, que si sabía cuál era la casde Noviembre Mestre. Mirándome de reojo comhabía hecho con el salchichón, me dijo que viví
en la última casa del pueblo, e hizo un ademán coa cabeza hacia esa dirección. Caminé por la úniccalle que pronto se convirtió en una escalera ubí hasta que llegué a la casa que estaba al final
que era, sin duda, la última. Era una sólida casa dpiedra, recortada contra el cielo azuhiperoxigenado de la montaña, con un par dventanas pequeñas y una puertecita de maderaDesde que había aparcado el coche no había vist
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más alma que la dueña del bar y a esas alturacomenzaba a parecerme que la cifra de 3habitantes era puramente decorativa. Toqué l
puerta un par de veces y oí que alguien se movídentro y al fondo percibí que había un televisoencendido, con el mismo partido de rugby que veía señora del bar. Estaba seguro porque la
ncidencias del juego iban siendo narradas por uocutor con voz pausada, de bajo profundompropia para las descargas agudas e histérica
que necesita una voz que narra gestas deportiva
En lo que esperaba a que alguien me abriera vi quunto a la puerta colgaba una jaula de pájarodeshabitada y llena de óxido y con unos signos dabandono que hacían pensar que el último pájarque había vivido ahí lo había hecho en los tiempogloriosos de las minas de carbón, cuandLamanere tenía 510 habitantes según el censoprobablemente inflado, de aquella época. Como lpuerta estaba entreabierta y no había vuelto a o
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ningún movimiento, la empujé y asomé la cabezal interior. «¿Noviembre?», pregunté, y desde efondo de la casa el hombre que estaba sentad
frente al televisor me hizo, sin siquiera volteapara ver quién acababa de entrar a su casa, uneñal ambigua con la mano que algo tenía d
bienvenida, de pase usted si quiere pero por favo
no incordie que estoy viendo el rugby. Mdesconcertó su frialdad, iba preparado para quese hombre montara una bronca por la muertprematura de Oriol, pero no para que me recibier
con esa indiferencia, y pensaba esto cuando, coos ojos ya más acostumbrados a la oscuridad quhabía dentro, pude distinguir con más precisión scuerpo, y conforme fui liquidando los tres metroque había entre nosotros con la idea de saludarlpropiamente y acaso estrecharle la mano, fuviendo sus hombros enormes, su cabeza giganteus brazos interminables que eran tan anchos com
mis muslos, y en cuanto estuve lo suficientement
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cerca se puso de pie, levantó pesadamente escuerpo que descansaba en el sillón y que erguidocon todo y los noventa y tantos años que llevab
encima, era el cuerpo más grande que he visto emi vida.Aquella primera conversación fue más bien u
oliloquio torrencial que, sin dejar de mirar e
partido de rugby, fue soltándome Noviembre desdel sufrido sillón que lo soportaba; la historia erbastante sólida, parecía que el gigante la habícontado muchas veces o que pensaba co
frecuencia en ella, no titubeaba y los detalles erade una precisión un poco artificial; daba lmpresión de que era un texto que había aprendid
de memoria, porque en las ocasiones en que lhabía pedido alguna explicación, o que incidieren algún pasaje, se me había quedado mirando eilencio y después había retomado el hilo de s
historia, como si yo no le hubiera preguntado nadaDesde aquel primer encuentro percibí que e
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gigante era un poco idiota, un idiota social, porqudespués iría descubriendo que poseía una granteligencia para relacionarse con la montaña
Aquel soliloquio duró casi dos horas y termincon el gigante poniéndose de pie y diciéndome questaba cansado, al tiempo que me despedíagitando una de sus manazas. Mientras regresab
por la estrecha carretera rumbo a Serralongupensé que, para empezar, era necesario conocer eerritorio de las proezas del gigante, tener l
experiencia de caminar por ahí, de ver lo que él
Oriol habían visto, de oler la hierba y los pinode sentir en la cara los mismos golpes del viento yobre todo, encontrar y meterme en esa cabaña
colgada en la cima del Pirineo, donde había vividoviembre cuando era cabrero y rescatab
epublicanos perdidos, la cabaña donde habívivido mi tío esos años en que lo habíamos dadpor muerto. Aquel empeño por recuperar todo lque quedara de Oriol, los detalles de su biografí
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los paisajes donde vivió después de su supuestmuerte, estaba fundamentado en la culpabilidaque yo sentía, pero sobre todo en la necesidad d
esclarecer esa historia que de inmediatdentifiqué como mía. Con el tiempo, porqudespués de aquella primera visita seguí yendo a scasa durante poco más de un año, desarrollé u
genuino afecto por el gigante, y mis viajes, que aprincipio eran pura indagación sobre la vida dOriol, comenzaron a transformarse en visitacaritativas; empecé llevándole latas de Coca-Col
o una barra de turrón, y acabé cargando en emaletero una caja llena de alimentos que compraben el súper antes de coger la carretera para ir Lamanere. Unos días después de aquella primerconversación, me subí al coche y seguí lanstrucciones que yo mismo, basado en un
fotografía aérea de la región y en la historia qucomenzaba a revelarme Noviembre, había anotaden una libreta. Quería ir a ver esa cabaña dond
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Oriol, junto a la cabra maltrecha, había regresada la vida, el punto específico donde el hermano dmi abuelo se había deshecho de sus coordenada
personales y se había convertido en otro. En lfotografía había visto que el sitio donde debía destar la cabaña era más asequible desde el ladespañol del Pirineo, así que conduje hast
Camprodon, subí por una carretera angosta querminaba en Espinavell y después recorrí partdel trayecto, un camino de tierra y pedruscorazado muy cerca de la cumbre, que desemboca e
Francia, del otro lado de la montaña. Este acceso a cumbre, que por su trazo difuso y escaso caladno aparece en los mapas, lo encontré hurgando eas vistas de satélite de Google Earth. Lnformación que había destilado del soliloquio doviembre era sumamente vaga, sin embargo a
encontrarme ahí, en la cima del Pirineo, viendo o lejos la mole del Canigó y la cadena montaños
que va dispersándose hasta llegar al valle, m
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pareció que, ante semejante inmensidad, no habíotra forma de dar con la cabaña que la vaguedada corazonada y el instinto. Bajé del coche
comencé a andar, caminé más de una hora hacia eoriente, tratando de mantenerme en la cima, rumbal punto donde calculé, con ayuda de la fotografíde Google, que estaba Lamanere. Haber llegad
ahí en automóvil, en un viaje de dos horas desdBarcelona, me parecía un obstáculo para apreciaealmente las dimensiones de la montaña, y lensación creció con un par de llamadas que m
entraron al móvil y que tuve que contestar. Emalestar se debía a la violenta irrupción quepresenta el sonido de un teléfono en medio de
bosque. Algo no casaba entre la naturaleza y lecnología y el teléfono era el eslabón, leferencia que me hacía saber, permanentemente
que ese paisaje milenario que se había conservadasí desde el principio de los tiempos, ahora estabbañado por las microondas y vigilado por el oj
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en el cielo de Google, y esto lo convertía eerritorio del mundo tecnológico, ese mundo que ea antípoda del bosque, lo contrario de la bris
igera que en ese momento peinaba la cima de lmontaña. Lo más sencillo hubiese sido desconectael móvil, ignorar microondas y vibraciones de lmodernidad y regresar la montaña a su estad
original, pero resulta que el teléfono, además der un trasto molesto que obstaculizaba mexperiencia, era el indicador de la frontera entros dos países. De un lado operaba una compañí
elefónica, y del otro, otra, y cada vez que, en mcamino levemente errático por la cima, cruzaba línea virtual que divide a España de Francia, mncursión se registraba en la pantalla del teléfono
que cambiaba de Movistar a Bouygtel. Esto qupuede pasar por un divertimento frívolo, «ahorestoy en Francia y ahora doy un paso y estoy eEspaña», no lo era en absoluto porque ynecesitaba saber de qué lado de la frontera estab
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a cabaña de Noviembre, pues ese dato iba dimensionar la historia que acababa de contarmeba a darle un peso específico a un episodio qu
me había revelado el gigante. Cuando llevabcaminando un poco más de una hora, tratando dmantenerme en la línea fronteriza gracias a lpantalla del teléfono móvil, divisé a lo lejos un
cabaña de piedra, una casita construida en ladera que parecía que en cualquier momento, causa de una ventisca o por el topetazo de uncabra, podía bajar rodando hasta el valle. L
cabaña tenía que ser ésa, no había otra mácercana al punto geográfico donde estabLamanere, y además se ajustaba perfectamente a sdescripción. «Una cabaña solitaria, con dochimeneas, que parece a punto de rodar cuestabajo», había dicho Noviembre en su lengua dcabrero del Pirineo que campeaba entre el francé el catalán. Aunque estaba clavada en plenadera, no quedaba claro a qué país pertenecía, y
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hubiera dicho que a Francia, pero durante mcaminata había comprobado que la fronterelectrónica, que iba siendo trazad
escrupulosamente por las dos compañíaelefónicas, no era una línea recta que corría por eespinazo de los Pirineos, como yo había supuestoino que con mucha frecuencia se creaba un
uerte de meandro electrónico que hacía quFrancia invadiera el lado español y viceversa. Lafronteras en Europa, que antes eran un trazo en uplano, ahora las imponen los empresarios, lo
dueños de las compañías de teléfonos, poejemplo, o los dueños de los bancos o de laíneas aéreas; basta pagar una llamada de España
Francia, o coger un avión o hacer una transferencibancaria entre estos dos países, para comprendeque en Europa no se han abolido las fronteraimplemente han cambiado de administrador. E
cuanto comencé a caminar hacia la cabaña, unometros después del espinazo de la cordillera
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quedó claro que ésta se hallaba en Francia. En lpantalla del móvil se había instalado la compañíBouygtel, y cuando llegué a la puerta, imaginé a
detalle la figura gigantesca de Noviembrcargando en los hombros a Oriol y a la cabraagachándose y, probablemente, volviéndose dado para poder meterse por esa abertura qu
estaba concebida y hecha para gente ddimensiones normales, desde luego no para ugigante con esos dos cuerpos encima quaumentaban notablemente su volumen. Noviembr
endió los cuerpos, el de Oriol y el de la cabra, eel suelo y después prendió un fuego en lchimenea. De la misma forma en que mi tío sdeshizo en esa casa de sus coordenadas vitale
oviembre reorientó las suyas. Después de aqueescate le pareció que él, además de cuidar cabra
podía salvar gente perdida en la montaña y con esimpleza, sin más elementos que aquello que tení
enfrente de las narices, se puso a hacerlo. Cuand
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Oriol abrió los ojos se encontró envuelto en unmanta, dentro de una casa en la que no habíestado nunca y acompañado por una cabra que l
olisqueaba insistentemente las rodillas; lo últimque recordaba era su batalla descarnada e inútcontra las borrascas del Pirineo; más allá de lcabra y de sus pies, vio a un hombre gigantesco
medio arrodillado frente a la chimenea, qualimentaba con troncos el fuego. Esa sorpresnicial, que no duró más que un instante, funterrumpida por el dolor que tenía en la pierna
in el entumecimiento beatífico que le habíprocurado el frío de la montaña, el dolor era duna intensidad insoportable, tanto que soltó uquejido que hizo a la cabra replegarse contra lpared y al gigante girar en redondo e incorporarscon alguna brusquedad. Oriol lo vio desenrollars avanzar hacia él, encorvado porque el techo n
podía con su estatura; una enorme llamaradolferina, que puso un punto infernal en el interio
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de la casa, estalló detrás del gigante, un rojo vivque, durante un instante, hizo que Oriol se olvidardel dolor de pierna, del hambre y la sed que l
escocían y de todo lo que no fuera el miedo mortaa ese hombre que podía arrancarle la cabeza de uzarpazo. «Bonjour», dijo Noviembre con unonrisa donde faltaba un colmillo y que era de
odo insuficiente para atenuar el susto, llamarada infernal, y el efecto del atizador quostenía en la mano, un bártulo que tenía el aspect las calidades de un arma homicida. Un brev
ntercambio de palabras bastó a Noviembre pardarse cuenta de que su huésped estaba en laúltimas. Sin tomar en consideración que era máde medianoche, ni la tormenta de nieve quemborronaba la montaña, fue a buscar ayuda egresó, una hora más tarde, con una mujer qulevaba un abrigo oscuro con los faldones blanco
de nieve. Tenía la cabeza cubierta con un velo quea medida que se arrodillaba junto al cuerp
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agonizante, fue levantando con mucha parsimonihasta que dejó al descubierto dos ojos de un verdabismal, que puso primero en la herida y despué
en el gesto suplicante de Oriol, que en esa horhabía tenido tiempo y dolor suficiente para pensaque se moría. Se sabe que Oriol, después de entraen contacto con los ojos de aquella mujer, perdi
el conocimiento. También se sabe que en cuantaquella mujer puso los pies dentro de la casa, lcabra, que hasta ese momento había observado unmansedumbre agónica, se incorporó y comenzó
brincar y a dar unos chillidos ensordecedores. Do que pasó después se sabe poco, quiero decque no se sabe más que el resultado de lntervención, que fue Oriol volviendo a la vidres días después y descubriendo con espanto que faltaba una pierna. ¿Cómo pudo aquella muje
practicar una operación de tal calibre en escabaña donde no había, ya no digamonstrumental, sino cosas muy básicas como agu
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corriente o una cama? La descripción que ha hechoviembre de lo que ahí sucedió escapa a l
ógica y, sin embargo, coincide con la
nvestigaciones que he efectuado, no sólo en eszona del Pirineo donde aquello no era tan raroambién en tres hospitales de Barcelona, donde h
consultado a cirujanos que amputan miembros,
no he tenido más remedio que creer que sucediasí, como me lo han explicado media docena dveces. Cuando trato de imaginarlo, más que unpelícula lo que veo es una secuencia d
nstantáneas: el gigante sentado a horcajadas sobrel cuerpo de Oriol, la cabra aterrada que chillpegada contra la pared, la mujer alumbrada por efuego, tirante y tensada por el esfuerzo qudemanda la operación, la musculatura pintada ayas en el cuello y más allá hasta las clavícula
un hombro que ha quedado al aire y que refulgcada vez que crece en la chimenea una llamaradolferina, la vorágine del pelo, negro, espeso
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milenario, pelo que más parece un dominio deeino vegetal, y los ojos verdes cada vez má
hondos con frecuencia velados por un mechón d
pelo espeso, milenario, negro, que ella se quita da cara con una mano y se deja en la sien una trazde sangre y después más y más sangre, uncantidad inenarrable de sangre, sangre en la
manos y en los antebrazos, sangre en el hombro as clavículas, sangre en el pelo milenario y negroangre en la nieve que sigue en los faldones de
abrigo y que, cada vez que la acometen las luce
del fuego, lanza un destello.
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Todo esto me lo fue contando Noviembre desd
ese sillón que crujía y que, cada vez que se movíaparecía que iba a venirse abajo; me lo fucontando en una serie de soliloquios frente aelevisor, que estaba invariablemente encendido
una manía que al principio me molestó pero quepoco a poco, fui asimilando como partndisociable del proceso. El televisor encendido ponía de un ánimo, digamos, narrativo y lejo
del aparato, cuando salíamos a caminar por lmontaña, el gigante se volvía silenciosontrovertido, hosco incluso cuando trataba dacarle alguna cosa. En todos esos meses de viaje
a su casa fui desarrollando un fuerte apego a spersona, un apego donde simultáneamente habícompasión y admiración. Su vida solitaria en espueblo y la miseria en la que vivía me daba
ástima pero, paralelamente, salir a caminar con é
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al bosque me producía un orgullo que tenía muchde infantil, ir andando a la sombra de ese hombrque yo, desde mi altura estándar, veía tan alt
como los árboles. Y con frecuencia imaginaba quo llevaba conmigo a Barcelona y llegaba a casa o presentaba a mis hijos. «Miren, es Noviembre
mi amigo del que tanto les he hablado», y mis hijo
o miraban, con cierto resquemor, mientras ébatallaba para meterse por la puerta y acomodarsecon los omóplatos tocando el techo y la cabezgacha, en medio del salón. Por otra parte el gigant
e había convertido en una suerte de nexo con lverdad, en la pieza que me permitía liberar a Oriode la muerte que le habíamos inventado, aunquconforme me fui enterando de los pormenores du vida real, me ha quedado claro que el destin
que le habíamos inventado era más piadoso, máaséptico, mucho mejor en todo caso que esa otrhistoria oscura y perturbadora de la que el gigantno me dijo nunca nada, porque no quería o porqu
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a ignoraba, o quizá simplemente porque era upoco idiota. Una historia tras la que me puso esmisma mujer que me había abordado en Argelès
ur-Mer con la carta sucia y la fotografía. Esmisma vagabunda apareció ruidosamente una tarden casa de Noviembre, con el gesto burlón que ye conocía, e interrumpió el soliloquio con un
violencia inaudita, con una brusquedad propia das parejas que han convivido demasiados años han podido comprobar que la relación no puedomperse por más que se falten al respeto. Aunqu
a verdad es que no podría esclarecer qué clase delación tenían esa mujer horrible y el gigante quecomo he dicho, era un poco idiota. Aquella tardel soliloquio fue de esa mujer que, como primermedida, le apagó el televisor a su amigo y se pusa contarme, ahí mismo de espaldas a la pantalla, lforma en que se habían enterado de que yo habímatado a Oriol en mi libro; a mí me quedabclaro, por dos o tres cosas que había dicho, qu
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oviembre no lo había leído y hasta ese día nhabía logrado hacer que me contara cómo habíadado conmigo en aquella presentación. «Mu
encillo», comenzó a explicar la vagabundmirándome con la misma sorna que me habídedicado en Argeles y, de vez en cuandobuscando con los ojos la complicidad d
oviembre, que seguía impávido en su sillóncomo si la mujer fuera uno de los personajes quveía en la tele. «Te oímos en la radio», dijo, «por lo que contaste y el apellido que tiene
pensamos que se trataba del mismo Oriol». Luegdijo que se habían enterado del sitio donde iba hablar por un afiche que ella había visto eSerralongue y añadió que al principio habíapensado que se habían equivocado. «Porque ecuanto te di la foto no tuviste ninguna reacción»me dijo la vagabunda desafiante, como si mpasmo de aquel día hubiera sido un actdeliberado y no producto del desconcierto que m
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demasiado su cara a la mía para decirme«Tendrías que ir a ver a Isolda». «¿A quién?pregunté, haciéndome instintivamente para atrá
ntentando que no notara la repugnancia que mproducía su mano. «Es una mujer que sabe cosade tu tío». «¿Qué cosas?», pregunté con ciertviolencia porque su mano huesuda y pelada por e
frío y la intemperie pasaba ya demasiado tiempen mi antebrazo y yo empezaba a sentirme un poccrispado. «Las cosas que Noviembre no va contarte, porque adoraba a tu tío y prefiere hacers
de la vista gorda», y mientras me iba diciendo estiberaba, demasiado cerca de mi cara, un alientespeso donde había un siglo de olorecondensados, agrios, pútridos, una concentraciódel poso de todas las cosas. «Algún día puedlevarte a su casa, si quieres», me dijo antes d
enviarme un vaho nauseabundo que quedó ahcomo un nubarrón de tormenta, en cuanto se fue me dejó solo con las llaves del coche en la mano
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con la angustiosa sensación de que estaba a puntde desenterrar algo que quizá era mejor dejacomo estaba.
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De lo que pasó inmediatamente después de que l
amputaran a Oriol la pierna se sabe muy pocooviembre la enterró antes de que su huéspe
ecuperara la conciencia, de esa forma resolvió epenoso asunto, lo zanjó y le puso punto fina
porque, hasta donde se sabe, Oriol no quiso nunca a mirar el sitio del entierro, ni tampoco hiznada para enterarse de los detalles. Sin embargmi tío debe de haber pensado un montón de cosa
el día que despertó y se vio sin pierna. ¿Qupiensa un hombre en ese trance?, ¿cómo se asumque una parte tuya ha muerto y ha sido enterrada?¿qué cosas se preguntan y cuáles se dicen?; m
parece que aquél fue el momento en que Oriol sconvirtió en otra persona, así lo indica lcronología de los hechos que he ido sabiendo yademás, resulta difícil ignorar la carga simbólic
de esa pierna amputada que por una parte es l
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pérdida, el doloroso desprendimiento de la vidanterior y, por otra, la metamorfosis, lransformación del hombre completo en hombr
ullido que, en el caso de Oriol, termindesembocando en un proceso irreversible denvilecimiento, de animalidad, de descenso apantanal de la especie. De aquel período, despué
de que Oriol, al parecer sin rechistar, se hubierconvertido oficialmente en un tullido, se sabe quuna madrugada en que nevaba con muchntensidad irrumpió el gigante en la cabaña con e
mpetu y los modos de una locomotora, cimbró laparedes con su pisada sobrenatural y soltó ubufido que fue a repercutir hasta las llamas de lchimenea. Se sabe que llevaba la barba y lagreñas manchadas de nieve, y un soldaddesfallecido en el hombro que iba cubierto dhielo de los pies a la cabeza. Se sabe que aqueoldado, a pesar de la costra de hielo que llevab
encima, no tenía más que un cansancio que lo dej
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un día completo fuera de combate, deshelándosunto al fuego que el mismo Oriol iba morosament
alimentando. Ya para entonces el gigante salí
odas las noches en busca de republicanoperdidos; cogía sus bártulos de rescatista y salípor la puerta sobrado y contundente como un trenEl desconcierto del soldado al volver en sí e
aquel entorno extraño se diluyó al ver a Oriol, uhombre con el uniforme de su propio ejército quiraba ramas al fuego con una displicencia ca
plástica; antes de que pudiera decir algo, porque l
nconsciencia y el deshielo le habían dejado unespecie de óxido en las quijadas, una tumescenciadigamos, reverenda, se sintió apaciguado por lfeliz certeza de que no había caído en manos deenemigo, y eso era más de lo que podía desear merecer. Había escapado de España unas semanadespués que Oriol y eso le había permitidconstatar la magnitud de la represión franquista: lponzoña del dictador llegaba más allá de lo
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oldados que habían perdido la guerra, llegabhasta sus familias, hasta cualquier individuo al qupudiera notársele un mínimo gesto de simpatía po
a república. Una sola conversación bastó parque Oriol entendiera que no sólo el regreso a spaís era imposible, también lo era cualquiecontacto con los suyos, que hasta entonces, segú
e sabe, no había hecho, porque una carta, umensaje, o una llamada telefónica fugaz y furtivpodía ser interceptada por la policía de Franco perjudicar seriamente a su mujer y al resto de l
familia. Ahora que voy poniendo esto por escrito que conozco la historia completa, me pregunto perjudicar a su mujer y a su familia ermpedimento suficiente para que Oriol n
escribiera o llamara; quiero decir que es probablque a Oriol aquella restricción revelada por eoldado lo hubiera aliviado de la obligación d
comunicarse. Supongo que no sería fácil para éescribir o llamar para decirle a su mujer: «Vivo e
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a montaña como un vagabundo, en la cabaña de ucabrero gigante, y encima me he convertido en unválido porque me han cortado una pierna». Co
o fácil que era, supongo que mi tío habreflexionado, ignorarlo todo y simplemente seguirando, con lo fácil que era para un descastad
como él. Oriol fue convirtiéndose en una especi
de pariente del gigante, o en una rémora casi serímejor decir. Su relativa invalidez, más sendencia a la abulia y al inmovilismo, lo tenía
postrado en una quietud, en una mansedumbre de l
que no salía más que para acompañar al gigante eus incursiones a Lamanere. La vida en aquellcabaña colgada en la cima del Pirineo giraba eorno al ciclo fisiológico de las cabras. Se sab
que Oriol echaba la mano cuando tocabordeñarlas, o cuando había que reparar algo en ecobertizo, y que se quedaba solo, echanddisplicentes ramas al fuego, cuando el gigantlevaba al rebaño montaña arriba; se quedaba sol
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postrado en su jergón, a darle vuelo a sdeprimente monólogo interior y a su inconcebiblvida vegetativa. Se sabe que la única variació
que registró aquel período la constituyeron loepublicanos que caían de cuando en cuando en lcabaña; el paso de aquellos soldados que ibescatando el gigante le fue dando a Oriol u
panorama bastante preciso de lo que sucedía eEspaña, y de los grupos guerrilleros quempezaban a formarse en las inmediaciones dePirineo. Se sabe que durante esos meses salió
atos de su monólogo interior para conversar amenos con una docena de republicanos y que máde uno regresó para intentar convencerle de que suniera, en la medida en que su invalidez se lpermitiera, a ese esfuerzo de resistencia contrFranco que más adelante, ante la ocupación deejército alemán, fue fundiéndose con la resistencifrancesa. Se sabe que esta situación cambiadicalmente el paisaje alrededor de la cabaña,
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ambién que terminó removiendo la quietud ransfigurando, de la peor manera posible, l
abulia de Oriol. Por alguna razón, que tiene qu
ver seguramente con la orografía del territoriomuy propicia para el desplazamiento clandestinode un día para otro comenzaron a aparecendividuos, parejas o familias completas, que iba
huyendo de los alemanes e intentaban introducirspor esa ruta a España, para después escapar nglaterra o a América. Yo a estas alturas de l
historia todavía me empeñaba en encuadrar e
nmovilismo de Oriol como otra de las reaccionedel hombre que, al perderlo todo, más una piernae encierra en una catatonia de la que sale al cab
de unos años, una vez trascendido el temporal; uneacción no tan extraña en la gente que pierde l
guerra y tiene que irse y dejarlo todo de golpe; y veces, buscándole un filón a esa catatonia, uustre menos psiquiátrico, tratando de encontrar u
destello de su voluntad en ese inconcebibl
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nmovilismo, me daba por pensar que mi tíencillamente ponía en práctica esa virtu
estúpida, tan apreciada por el univers
udeocristiano, que se llama resignación.La mujer que atiende el único bar dLamanere, esa señora que también pasa el día coel televisor encendido, y que me indicó la primer
vez dónde quedaba la casa del gigante, recuerdas incursiones en el pueblo de aquella parejdispar; los veía venir de lejos bajando la cuestadando tumbos, Noviembre con su andadur
repidante, con dos tambos de leche cogidos duna cuerda sujeta a su cuello, y Oriol acurrucaden sus brazos, con la muleta cogida entre lomuslos y agarrado con una fuerza histérica de scuello. «Como un niño temeroso de caerse», mdijo la mujer mientras rebanaba un embutidoLlegando al pueblo, presionado por un pudor quba creciendo a medida que se acercaban a la
primeras casas, Oriol le pedía al gigante que l
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bajara a tierra y a partir de ahí hacían el caminuno al lado del otro, al ritmo lento y vacilante qumponía la muleta. El recorrido que hacían er
iempre el mismo, pasaban por la tienda parcomprar bastimentos y vender la leche que habíaordeñado, saludaban a unas cuantas personas en lcalle, porque los más preferían ocultarse o hacers
os desentendidos, y después recalaban en el bade esta señora que, fuera del televisor con rugby de los años que le han pasado a ella por encimae conserva exactamente igual y ejecut
exactamente la misma actividad que hace un pocmás de siete décadas. La pareja no pasabdesapercibida en el pueblo, le parecía simpática unos cuantos pero la mayoría veía en ellos unasociación contranatura, una afrenta a esa apaciblcomunidad donde pronto se les bautizó como «lbête et le petit soldat», un gracejo del que estoy aanto, no por el gigante al que no debe de gustarl
nada, si es que alguna vez se enteró de ello, sin
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por un dibujo que conserva la regenta del bar que me enseñó, de manera pretendidamente casuaotra vez que recalé ahí, nuevamente con u
apabullante encuentro de rugby en el televiso«Regardez a votre ami», me dijo con una maleche compleja y subida, e inmediatament
después, cuando calculó que yo había visto l
uficiente, que me había quedado claro que mamigo, en su lejana juventud, hacía rarezaocialmente cuestionables, me quitó el dibujo das manos y en su lugar puso la cuenta de
alchichón y el vino. Se sabe que en una daquellas vistosas incursiones a Lamanere, Oriodecidió que haría una llamada, la llamada Barcelona, una llamada impulsiva y tardía porqua hacía más de dos años que había desaparecid su familia lo daba ya por muerto, una llamad
para ver cómo iban las cosas y para anunciar questaba vivo, aunque tullido, y supongo que parvislumbrar si había alguna posibilidad de regresa
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Eso es lo que supongo yo, y más o menos lo qupiensa el gigante, porque la verdad es que medida que me adentro en la vida y obra de es
pariente mío, entiendo menos sus decisiones, suacciones y sus móviles. En fin, el caso es que, aparecer, para no comprometer a su familia llamó Pepín, un primo de su mujer que se había quedad
en Barcelona y que, según sus cálculos, debía destar al tanto de la situación de su prima. Pepín ldijo, de manera veloz y concisa, que su primadesde el final de la guerra, había pasado por un
emporada turbulenta, salpicada de ataques de ir de ansiedad, que el desequilibrio que la habíacompañado siempre se había acentuado en loúltimos meses a causa del ambiente enrarecido quhabía en la casa, la policía de Franco habírrumpido para llevarse al padre de Oriol y d
Arcadi a la prisión Modelo y su propia ausenciaa falta de algún signo o gesto que le permitieraber si Oriol vivía o había muerto en la huida
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mpropia de ese hombre con muchos años descuela y cierta cultura, impropia de ese pianistlamado a ejecutar solos históricos en Argentina
en Francia o en Inglaterra. Quizá sea el momentde asumir que es un poco artero juzgar cualquiecosa a siete décadas de distancia, desde el siglXXI, juzgar una situación que no he experimentad
nunca, la de perderlo todo en una guerra, una líneque se dice fácil y que de tanto decirla ha perdidu hondura y su calado; con la de guerras que ha
en todo el mundo, con la de ensayos y novelas
películas que existen sobre la Guerra Civil, todalenas, estofadas y engordadas por la frase, mveces repetida, «perderlo todo en una guerra» in embargo, en cambio, y a pesar de todo, bast
detenerse un momento, abstraerse un segundo parcaptar que esa línea es grave, dura y determinant que es capaz de trastocar a un individuo, d
volverlo loco. Escribo esto sin pretender que seuna disculpa para lo que voy a contar de Orio
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haciendo un intento por no juzgarlo, simplementvoy contando lo que hasta hoy he sabido. En esépoca en que el Pirineo empezó a llenarse d
peregrinos, los rescates del gigante comenzaron diversificarse; de vez en cuando, y con crecientfrecuencia, tenía que ayudar a una familia judía, a una de comunistas especialmente significado
que casi siempre tenían la misma configuraciónuna señora sola con dos o tres hijos, o con un pade ancianos, gente a la que es preciso ayudarorientar y acaso defender y brindar asilo, como l
hacía el gigante que, desde el final de la guerra, shabía convertido en el anfitrión, en el guía, en eherpa y en el salvador de esa zona del Pirineo ea que había nacido y que conocía palmo a palmo
En aquella multiplicación de los peregrinos quanimaba los bosques en el invierno de 1941, egigante rescató a una señora, a sus tres hijopequeños y a un anciano que era su suegroEstaban, según Noviembre, «hechos una piña e
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mitad del temporal», abandonados a su suerte, sininguna posibilidad de salvación pues ermpensable que en esas condiciones lograra
encontrar el camino de descenso, y no había cuevani socavón ni piedra donde pudieran resguardarseno había nada más que la Providencia encarnadpor el gigante, que se echó en un hombro a dos d
os niños, en el otro al viejo y fue seguido por leñora, y por el mayor de sus hijos, que en sasombro no sabían si estaban siendo rescatadopor un espíritu del bosque o secuestrados por e
hombre de las nieves. El gigante irrumpió en lcabaña con el salvamento más tumultuoso de shistoria, e inmediatamente fue ayudado por Oriol por un guerrillero español que convalecía ahí duna hipotermia. Entre los dos reanimaron al viejmientras el gigante y el hijo mayor acomodaban os niños frente al fuego de la chimenea. «Nuncuvimos tanta gente en la cabaña», dice el gigant
que no podía evitar sonreír cada vez que hablab
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de aquellos rescates, de aquella actividad heroicade aquel oficio que él se inventó para salvar umontón de vidas, no recordaba cuántas, o quiz
nunca quiso decírmelo porque era un hombrmodesto que seguía pensando que aquello que hizo hubiera hecho cualquiera en su lugar, y tambiénsistía en minimizar su heroísmo asegurando qu
e trataba de algo muy fácil para él, que conocía adedillo ese territorio. Quizá en lugar de escribobre su gesta heroica debería haber aprovechad
esta energía para hablar con un alcalde o con u
ministro para que se reconociera, de maneroficial y pública, a este hombre que prestó suervicios a españoles y franceses, a judíos y
comunistas, un reconocimiento que le hubierpermitido siquiera pasar una vejez sin estrecheceo cuando menos que algún funcionario hubierncrementado la pírrica pensión que mensualmentecibía. Más de una vez, durante el proceso dnvestigación, me planteé esto y acto seguid
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egresé a estas líneas que son, en rigor, lo que a mme toca hacer, lo que me atañe y corresponde. Pootra parte, el gigante ha muerto y ya es demasiad
arde para este tipo de lamentaciones. Una vedispuesta la familia frente al fuego, mientradevoraban el caldo tenue que Oriol habíconfeccionado a toda prisa, la señora, una muje
que según el gigante «era menuda y rubia, dreinta y cinco años aunque parecía de cincuenta»comenzó a contar una historia que era su carta dpresentación y también la única manera que tení
de agradecer el providencial rescate y el techo, el fuego y el leve caldo tenue que sorbía como upajarillo de la cuchara mientras desplegaba sagradecimiento contando los pormenores de sdesgracia, como quien decide pagar un favocontando algo muy caro y muy íntimo, algo que lcontaría exclusivamente a alguien muy especial. Oquizá esta señora se sentía agobiada por eilencio que había dentro de la cabaña y decidi
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ábanas y las armas contra los pantalonedesmayados de su marido, los fue viendo a retazoen lo que seguía el haz luminoso de las linterna
que cuando no daban contra uno de estos símbolode su intimidad, la enceguecían con su luz, y esta dejó paralizada, sembrada en la cama sintiend
un terror que se despeñaba hacia adentro desde lo
ojos, y cuando éste «le llegaba al estómago», dijiteralmente la señora, cuando se sentí«totalmente paralizada», uno de los soldadometió medio cuerpo encima de la cama para sacar
casi en vilo, a su marido, que en lugar de preguntaa sus agresores de qué se le acusaba, volteó verla a ella, con una expresión donde más quorpresa había resignación, otra vez la maldit
virtud, como si el hombre ya esperara, ya supierque alguna noche los soldados alemanerrumpirían en su casa, porque era un empresariudío conocido y a los que eran como él le
pasaban entonces esas cosas, eran hecho
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prisioneros y su caso servía de escarmientoedondeaba el mensaje del Reich, no se puede seudío y empresario, no se puede ser judío
ignificarse, no se puede ser judío y vivir como sno se fuera judío, no se puede ser judío y punto, aquel que lo sea se expone a que vayan looldados a su casa y se lo lleven, como le pasó a
marido de esa señora que, cogida con fervor a scuchara, ante los ojos atónitos de sus anfitrionecontaba cómo su marido, en camiseta calzoncillos, la había mirado y ella, y esto era l
que más le dolía y no se perdonaba, no habípodido liberarse del terror ni salir de su parálisipara hacer algo, para interponerse entre looldados y su marido, para arrebatárselos egresarlo a la cama, o cuando menos para grita
algo, una razón o un alarido de auxilio, pero afinal no había hecho nada, se había quedado ahentada en la cama, sin moverse ni abrir la boca
mansa, cobarde y, otra vez la palabra, resignad
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absolutamente nada, nada tangible o cuantificablquiero decir, porque palabras y mensajes dolidaridad había recibido algunos, no tantos com
o ameritaba la situación, y todos escuetos breves y poco comprometidos, porque en unocuantos días los parisinos habían aprendido lopeligros que entrañaba relacionarse con judíos,
ella, en esas cuatro semanas, había terminado poaceptar que estaba sola, que por su marido npodía hacer nada y que por más que insistiera ne darían ninguna información, así que decidi
hacer lo mismo que el resto de las familias questaban en situación parecida, y cogió todo edinero y las joyas que tenía a su alcance, cerró lcasa y se fue con los niños y el suegro siguiendo eéxodo de la gente que por temor dejaba París, así, luego de un vía crucis que incluía jornadanterminables a pie, días sin comer y noches aaso con sus tres niños y el suegro, había llegad
hasta ese punto en el Pirineo de donde el gigant
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providencialmente los había rescatado. El plan da señora, según decía, era ir a Venezuela, dond
vivía su cuñada, la hija de su suegro y hermana d
u marido, que era la coordenada fija que habíaconvenido cuando estalló la guerra. Él le habídicho a ella, por si acaso, previendo un desastrque entonces les parecía ajeno y lejano pero de
que ya se hablaba como posibilidad remota, que ecaso de separación violenta la consigna erencontrarse en Venezuela, en casa de Irene, un datque la señora, esa noche de la confesión, tení
entre ceja y ceja. Estaba convencida de que smarido los alcanzaría allá una vez que fueriberado por el ejército alemán, no considerab
que en ese momento, mientras ella hablaba con suanfitriones, su marido podía estar recluido en ucampo de concentración fuera de Francia, ddonde difícilmente saldría, y no lo considerabporque le parecía otro asunto lejano y ajeno, otrcatástrofe que no podía pasarle a ella, y también e
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alcaldía de Serralongue, mientras buscabnformación sobre Oriol. Esto es lo que se sabe d
aquella señora rubia y avejentada que se confes
frente a la chimenea del gigante. Se sabe que unodías más tarde llegó con sus hijos y su suegro España puesto que ahí, en la comisaría de Begeuego de que los aprehendiera la Guardia Civi
asentó el acta de denuncia que acabaría archivaden la alcaldía de Serralongue, inutilizada despojada de todo poder legal, supongo que causa de la posguerra que había de un lado y l
guerra que había del otro, un período turbulentdonde la denuncia de un robo, dentro de unforme policial, no interesaba demasiado
ninguna autoridad. No se sabe si logró seguadelante después de su arresto, ni si logró alcanzaalgún puerto español y embarcarse, con sus hijos u suegro, a Venezuela. Tampoco se sabe qué fu
del señor Grotowsky, su marido, si pudobrevivir a los rigores de la detención, si llegó
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alguno de los campos de exterminio o si, acontrario, fue puesto en libertad, o indultado absuelto, o logró escapar y eventualmente alcanza
a coordenada fija de su hermana Irene. Nada desto se sabe y desde luego no es mi papeaveriguarlo; la familia Grotowsky ha irrumpido eesta historia porque en cierto momento se h
cruzado con la mía, nada más, y en cuanto terminesta breve intersección desaparecerán pariempre de estas páginas, aunque no descart
nombrar alguna vez a la señora, exclusivament
como referencia, como otro punto a partir del cuaOriol se convirtió en otra persona o quizápensándolo bien, es que Oriol empezaba a daienda suelta a la persona que de verdad era
Después de asegurar que en el futuro inmediato smarido se reuniría con ellos en Venezuela, leñora interrumpió abruptamente su relato, se pus
de pie, dejó en la mesa la cuchara que le habíervido de sostén, dirigió una mirada exhausta a s
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público y se acurrucó al lado de sus hijos. Al díiguiente se fue el guerrillero. «Se desvaneció»
dijo el gigante, «cuando abrí los ojos ya se habí
do y no he vuelto a verlo nunca». «Supongo quendrá que ver con el modus operandi de loguerrilleros», le dije yo, «la clandestinidad tienu propio protocolo». «No lo sé», dijo Noviembr
luego añadió, para terminar su historia, que leñora y su familia también desaparecieron un dídespués, cuando él patrullaba la montaña ejercitaba a sus cabras, «siguiendo el mism
protocolo del guerrillero, sin avisar de que srían ni despedirse». «¿De Oriol tampoco sdespidieron?», pregunté para enterarme de cuántabía el gigante de aquel episodio, porque yo
esas alturas ya había hurgado en la comisaría abía algunas cosas de él que el gigante ignoraba
o sabía y prefería no recordar. «Oriol no estaba ea cabaña cuando ellos se fueron, tampoco él lo
vio irse», me dijo y yo batallé unos instantes co
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forma de conseguir que aquello tuviera algúentido. Después del «desvanecimiento» de
guerrillero, el gigante salió a hacer sus cosa
como era su costumbre, y Oriol se quedó solo coa familia Grotowsky, los llevó a dar un paseo poos alrededores, les contó sus últimos días doldado republicano y, señalando aquí y all
puntos del paisaje, narró su «petit geste héroïqudans la montagne», dice textualmente el acta. Máarde los llevó a pasear por el bosque, «un pase
muy lento por el esfuerzo que debía hacer par
avanzar por la montaña con la muleta». Durantodo el día se comportó como un «anfitrión ideal»dice la señora Grotowsky, «jugó un buen rato coos niños y se enfrascó en una entretenid
conversación con mi suegro, acerca de lomateriales y del proceso de construcción de loviolines Stradivarius». El gigante regresó a lcabaña cuando caía la noche, cenaron todos frenta la chimenea, «otra vez el mismo caldo tenue qu
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que seguía en la época de Oriol y los de su épocen Lamanere; por eso sabía que se trataba de doelipses. Después de dejar la compra en la cocina
de esperarlo un rato decidí, como he dicho, salir buscarlo; recorrí la primera elipse montaña arribhasta que llegué a la altura de la segunda, la quenía como punto de partida la cabaña de piedra
después comencé a caminar hacia el este tratandde mantenerme dentro del perímetro que habíeñalado en mi mapa satelital, seguí montañ
arriba más o menos media hora y cuando estab
cerca de la cima lo vi de espaldas, desnudo de lcintura para arriba, sentado a horcajadas y medioculto entre los árboles; habría entre nosotros nmás de veinticinco metros; él no podía vermporque estaba de espaldas y porque yo mencontraba subido en un peñasco, en un sitivisualmente inaccesible para él, salvo que hubiesdejado lo que con tanta concentración estabhaciendo y se hubiese puesto de pie y dado l
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vuelta en redondo; comencé a bajar del peñasco edirección hacia donde estaba él, pero en cuantuve ángulo para ver lo que hacía me detuve e
eco y me quedé petrificado sin saber qué hacer; egigante estaba sentado a horcajadas encima de uciervo y cogía con las dos manos una pata que lhabía arrancado y la acometía a dentelladas co
una violencia que me desconcertó, que me parecimposible en una persona; devoraba su alimentcon una violencia que lo hacía verse como uanimal, con los antebrazos y el pecho y la barba
a greña llenos de sangre. Procurando no haceuido retrocedí sobre mis pasos; me ayudó quenía el viento de cara, un viento ruidoso y espes
que impidió que el gigante me oyera, o me olieraporque en más de una ocasión, paseando con él, lhabía visto inspeccionando el aire con la narizcon la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta as aletas nasales dilatadas, como un oso. Camin
de regreso a Lamanere con prisa, corriendo en la
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quedaron registrados fueron a mujeres solas, o mujeres acompañadas por una familia indefensano hay registro de que Oriol haya asaltado
ningún hombre. El método no podía haber sidmás rupestre, más cimarrón: Oriol se apostabaoculto detrás de la vegetación, a vigilar la entraddel estrecho y en cuanto veía una presa apetecibl
e desplazaba, a brincos con su muleta, hasta eotro extremo, donde los sorprendía, de una manerartera y poco elegante, como era ponerle a la jefde tropa, o a la dama solitaria cuando iba por s
cuenta, el cañón de la escopeta en la nuca pedirle a quemarropa su dinero y sus pertenenciade valor. Algunas accedían inmediatamente y siechistar, y otras trataban de defenderse, discutía apelaban a la piedad y a la decencia, y una d
ellas, la señora Virginie Rosenthal, que a pesar dque se fue con sus pertenencias intactas ldenunció en cuanto fue aprehendida por la GuardiCivil, cuenta cómo, al percatarse de que e
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asaltante nada más tenía una pierna, y estabprecariamente afianzado en una piedra, tiró decañón de la escopeta con que la amenazaban y e
maleante cayó al suelo «desde una considerablaltura», cayó a sus pies y «quedó a nada» daplastar a uno de los niños, sus hijos, que lacompañaban en su huida. «Lo único que se m
ocurrió», escribe la señora Rosenthal, «fue irmde ahí con la escopeta y dejarlo ahí tirado. Cargucon el arma varios kilómetros y al llegar a España escondí entre unos arbustos, porque pensé qu
en un país en plena posguerra andar cargando uarma era más un riesgo que una defensa». En ordecronológico la narración de la señora Rosenthaocupa el lugar número cuatro, después de ellodavía hubo dos señoras que denunciaron po
escrito a Oriol, una de estas al día siguiente, y eodas esas actas mi tío aparece con una escopeta
con la única escopeta que tenía a su alcance, quera la que Noviembre colgaba de una alcayata e
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decidirme por la aversión que me producía lvagabunda, por el compromiso que iba a tener coella después de aceptar su ofrecimiento, o esto er
o que yo argumentaba entonces para justificar esardanza inexplicable, porque ahora que he sabido que sé, me queda claro que la dilación obedecí
a que no estaba seguro de querer llegar al corazó
de la historia, y el asco que me producía lvagabunda no era más que un pretexto. Caminamodurante una hora bosque adentro, improvisando uendero que corría paralelo al espinazo de
Pirineo, quiero decir que no subíamos nbajábamos, yo iba siguiendo a la vagabundaviendo cómo sus largos velos acariciaban lmaleza y abrían en la niebla una raya fugaz que scerraba inmediatamente, una hendidura huidiza qume hizo pensar en una herida. La mujer sconducía como si hubiera recorrido muchas veceesa ruta, aunque de vez en cuando se detenía eeco y, exactamente igual que lo hacía el gigante
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echando francamente de menos a esa mujer quehacía unos minutos, me repugnaba. Cuandconsideré que estaba extraviado y pensaba que l
olución era llegar a Serralongue y subirme a uaxi para que me llevara por carretera hasta el sitidonde estaba mi coche, vi una casita pequeña que mimetizaba con el bosque. Tenía las parede
completamente tomadas por la vegetación; era uncabaña, de proporciones incalculables, de la quólo se distinguían la puerta y dos ventanas, y y
mirando con más cuidado podía verse el tejado
obre todo la chimenea, de la que salía un humenue que se confundía con la niebla. Asomé lcabeza dentro y dije: «Bon dia». El interior era duna oscuridad intimidante, el bosque había tomadesa casa con tanta determinación que habíogrado convertirla en una extensión de su reino
en una parcela húmeda y umbría donde flotaba umanto de bruma vegetal, una suerte de fantasma«Endevant, no rest pas a la porta», me dijo un
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del bastón que sostenía entre las manos y entró euna especie de trance que también podía ser uniesta, una situación adversa para mí que querí
averiguar rápidamente lo que pudiera y largarmpronto, así que antes de que se quedara traspuestaancé una pregunta hosca: «¿Es verdad qu
amputaba miembros?», dije. La vieja s
desperezó, quitó los ojos del fuego y me miró couna dureza que, contenida por ese cuerpo frágil enjuto, parecía inverosímil. Parecía que me mirabcon los ojos de otra persona. «Es verdad», dijo
me parece que con cierto orgullo porque, amargen del gesto que subyacía bajo las arrugas que podía significar cualquier cosa, se levantó da silla apoyándose en el bastón y caminó co
entereza hacia una estantería abarrotada de objetode donde extrajo el único libro que había en lcasa, un libro grueso que cogió con ciertdificultad y después depositó en una mesa questaba también atestada de objetos, en el únic
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levaba en el bolsillo para hacer unas fotografíade las láminas; lo hice por respeto a la señoraporque me quedaba claro que ese acto, nad
común ni simple dentro de esa casita tomada poel bosque, abriría una brecha entre su mundo y emío, una vía, una lanzadera desde donde, en unstante que no iría más allá del clic de la cámara
entrarían en tropel los cuatrocientos años que noeparaban, y aquello hubiera sido una chingaderque no tenía derecho a perpetrar. Cuando terminde ver el libro, todavía emocionado por esa obr
única que acababa de mostrarme Isolda, cedí a lentación de decir lo que no debía; quería desvelade una vez por todas el misterio de la operación dOriol, el misterio de aquella pierna perfectamentamputada en una cabaña, a la luz de las velas y coun instrumental que debía de ser, pensé en esmomento, el de la pléyade de objetos que llenaba mesa, un montón de instrumentos que parecía
más propios de una carpintería; cedí a la tentació
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SEGUNDA PARTE
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avado, con una luna que volvía la nievefulgente, un tendido meteorológico benigno qu
permitió al gigante bajar cómodamente, aunqu
angustiado por el presentimiento y el pálpito, hastu cabaña. Conforme fue acercándose notó quhabía alguien dentro, se veía luz y salía humo de lchimenea, una cosa normal puesto que Oriol viví
con él, pero a medida que se acercaba, dijo egigante, «noté que había más de una persona, pensé que podían ser cabreros que habían sidogual que yo, sorprendidos por la tormenta, com
a había sucedido en un par de ocasiones». Ecuanto abrió la puerta, una maniobra habitual quentonces hizo con el corazón en vilo, se encontrcon cuatro guardias civiles armados que lesperaban para llevárselo, esposado y a golpe dculata, al campo militar de Camprodon, del otrado de la frontera. El gigante fue atando cabos po
el camino, fue desmontando el mecanismo depálpito, la naturaleza del presentimiento, u
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proceso habitual en un hombre de la montañacostumbrado a atender las señas y los signos du entorno. Uno de los soldados le había dicho qu
e le acusaba de ayudar a «elementos prófugos debando enemigo», y esta información casaba con lmagen de un individuo turbio que había rescatad hospedado en su cabaña durante dos o tres días
al despedirse de él, inopinadamente, había tiradcuesta arriba, hacia España, y no hacia Francicomo habían hecho, hasta ese día, todos los demá«Aquel individuo», me dijo Noviembre, «fu
quien me denunció, y por su culpa me llevaron España». Las huellas enormes que iba dejando egigante, unos huecos profundos, demasiadgrandes para ser lo que eran, más las huellanormales que dejaban alrededor los guardiaciviles debían de componer un curioso rastro que mí me resulta familiar porque más de una vezcuando caminábamos por esos paisajes nevadohabía reparado en la inverosímil disparidad qu
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olímpicamente la frontera para capturar a uciudadano francés en Francia y llevárselo a uncárcel en España. Yo mismo lo primero que habí
hecho el día que descubrí la cabaña, después doír esta historia, fue comprobar que sobre éstrradia, con una calidad que no admite dudas, leñal de la compañía francesa Bouygtel, y no l
española de Telefónica. Buscando las razonepara la detención arbitraria que hizo la policíespañola de un francés en Francia, hurgando en loarchivos de la alcaldía de Serralongue, m
encontré con una respuesta general que puedintetizarse así: es raro, pero en esa épocurbulenta sucedía con cierta frecuencia. L
historia del gigante en estas páginas tendría quacabarse aquí, en el momento de su aprehensiónpues a partir de entonces nunca volvió a ver Oriol, «Cuando regresé de la cárcel se había ido, hace unos años alguien me dijo que había muerten Perpignan», me dijo el gigante en el prime
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estas dos historias, la del gigante y la de Orioque es tanto como decir la del gigante y la mía, mparece inevitable; en cuanto he empezado
desenterrar una ha comenzado a salir la otranuestras historias están conectadas y éstas, a svez, están conectadas con otras, me siento comquien jala la punta de una raíz y al tirar de ell
descubre que es mucho más larga de lo que habícalculado y que toda esa longitud no es más quuna mínima parte de la red de raíces que vganando grosor conforme se acerca al tronco de u
árbol enorme, que está muchos metros más allá, que es la criatura que mantienen viva todas esaaíces, un árbol inmenso y saludable que m
gustaría llamar La Guerra Perdida.El gigante fue conducido al campo militar d
Camprodon y ahí fue encerrado cuatro meses euna mazmorra de la que salía cada día, escoltadpor dos guardias y encadenado por las muñecas os tobillos, cinco minutos en la mañana y cinco a
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caer el sol. Ni para este encierro, ni para todo lque vino a continuación, había un juicio combase, o siquiera un documento, o una línea dond
apareciera el nombre de Noviembre Mestre; todfue una operación arbitraria y clandestina, lconsecuencia de un pitazo, una arbitrariedad de lque no queda huella, como he podido comproba
en los archivos de la alcaldía de Camprodon después en la de Mataró, la población donde iba continuar esta historia. Pasados los cuatro mesesegún el gigante, porque, como he dicho, d
aquello no queda ningún rastro), el oficial questaba a cargo habló con la comandancia eBarcelona para pedir instrucciones sobre esprisionero, al que en todos esos meses no habíeclamado nadie, y que entre sus peculiaridade
contaba con las de ser un gigante, hablar uevoltijo entre el catalán y el francés y esta
acusado de un delito que hasta ese momento nhabía podido probarse. En lugar de ser liberado
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devuelto a su cabaña, donde ya sus cabras habíaostenido un severo episodio de canibalismo, fuemitido al cuartel de Mataró donde estaba
haciéndose unas obras que bien podían servirse du tamaño y musculatura. Para entonces el giganteque nunca antes había traspasado los límites de smontaña, se sentía en el fin del mundo y, resuelto
no añadir problemas al ya desmesurado de estamuy lejos y en tierra enemiga, obedecídócilmente todo lo que le ordenaba el coroneChapejo, el oficial que se hacía cargo del cuarte
evantar una tapia, reforzar un muro, tapar uboquete que había en el techo. Para guardar laformas, para que su estatus de prisionero nerminara por desvanecerse, se le encerraba todaas noches junto con el resto de los prisioneros e
una celda en la que bastaba correr un cerrojo parque él mismo se pusiera en libertad y saliera caminar por las calles de Mataró y por sus playadonde solía dar largos paseos memoriosos
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disponibilidad del alcalde en turno, iba ofreciendfunciones por todos los pueblos de España. Edueño del circo, que era el único hermano Núñe
que quedaba vivo, fumaba una noche afuera de scaravana, dejándose consumir por los nervios que provocaba la función inaugural del díiguiente, cuando vio pasar por delante de sus ojo
al gigante, que iba, como siempre, extraviado en smemoria nostálgica con la vista montada en ehorizonte, apuntando hacia donde él suponía questaba su cabaña, dando unos pasos trepidante
que cimbraban el suelo, de la misma forma en quo hacían las bestias del circo, que en esa época dposguerra, y en ese circo provinciano paupérrimo, se reducía a un par de changofamélicos, tres chivas nerviosas que desquiciabaa pista con sus brincos y un toro enorme qu
montaban los payasos y en el que se invertía lmitad de las ganancias del negocio, parconservarle su porte majestuoso, su volumen y s
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peso que hacía temblar la tierra de la misma formque el gigante. Y quizá fue por ahí, por lavibraciones que los dos le infligían al suelo, que e
dueño del circo vio inmediatamente en Noviembral rival artístico del toro, y conforme lo iba viendalejarse por la playa, enorme y meditabundoerrante y providencial, se puso a concebir, tirand
al aire una serie de volutas de humo, un númerestelar, con aires y vestimenta romana, dondbatallarían su toro y el gigante, ese rumbosgigante que se alejaba a grandes pasos play
arriba y dejaba que un rayo completo de luna sposara, como un cuervo leal, en sus hombromagníficos. El único hermano Núñez que lquedaba al circo terminó su cigarro cuando egigante ya había desaparecido detrás de una dunde la playa; lo había dejado ir de la misma formen que, esa misma tarde, había descartado a unmuchacha que tenía figura de equilibrista, a undama obesa a la que podía pintársele una vistos
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cara de pánico del señor Núñez que lo menos quesperaba, como represalia por su imprudentmpulso, era que el gigante lo arrojara por l
misma ventana que había servido de escape parus ronquidos, y en cambio se encontró con ugigantón atribulado que lo miraba con miedocomo si el señor Núñez hubiera sido un superio
que lo hubiese pillado en falta, y ante ese gesticuado por la congoja, la compunción y lzozobra, no le quedó más remedio que consolar ese hombre enorme que, unos segundos ante
parecía que podía arrancarle de un manotazo lcabeza. «Tranquilícese usted», le dijo mientras layudaba a regresar el escritorio a su sitio, «soy edueño del circo y quería proponerle algo», añadió como pronto se dio cuenta de que el gigante n
dominaba el español, comenzó a contarle sproyecto en un precario francés donde abundabaos gestos, la mímica y los «voilà». El gigante l
oía de pie, con esmerada atención y los brazo
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cruzados sobre el tórax, en una posición quesultaba incómoda para el señor Núñez pues tení
que dirigirse a él como quien llama a un amigo qu
e encuentra saludando arriba de una torre. Eempresario salió del cuartel con la promesa de quel gigante pensaría en su propuesta y al díiguiente le diría algo concreto. Claro que aquí ha
que tomar en cuenta el margen de incomprensióque había entre el francés mestizo del gigante y efrancés gestual del empresario, un margen qudaba lugar a toda clase de malentendidos. Una
horas después de que el empresario lanzara soferta a las alturas de la torre, el gigante tuvo udiálogo, que quizá fue el primero y el último, coel coronel Chapejo, que llegaba al cuartel mediodía, después de una noche loca, a retomaas riendas de la oficina. Más que los detalles de
discurso en lengua híbrida que soltó el gigante, ecoronel Chapejo entendió que le apetecía cambiade aires y de vida, y una vez que hubo terminad
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Noviembre Mestre se echó a andar y por ecamino fue preguntando hacia dónde quedabCamprodon, que era el punto de referencia desd
el cual se sentía capaz de regresar a su cabañaComo fuera de su territorio era muy despistadoba siguiendo a pie juntillas todo lo que le decían como llevaba mucha urgencia no se detenía
valorar la información, aunque el informante nestuviera seguro, o fuera poco práctico o, como lpasó en una ocasión, fuera tan despistado como émismo y lo enviara, por un camino sinuoso y llen
de flora enmarañada, de regreso a un pueblo dondhabía estado dos días antes, un pueblo anodinque, de no haber sido por los efusivos saludos as carantoñas con que sus habitantes saludaban s
egreso, el gigante ni siquiera hubiera recordadoasí era de despistado, a ese grado le fallabanfuera de su territorio, sus sensores de orientación u desmedida vejiga natatoria; pero Noviembr
Mestre, a pesar de sus garrafales equivocaciones
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momento de vacilación, iba a preguntar a doeñoras cuál era la ruta más directa a Camprodo
pero apenas iba acercándose cuando salieron la
dos huyendo despavoridas, horrorizadas por samaño que, al asociarse con la facha que lhabían dejado tantos días de caminata rumbosa vida a la intemperie, daban como resultado un
criatura que invitaba a gritar de pánico, puelevaba la barba salvajemente alborotada y lgreña estructurada como un huracán dondconvivían briznas, hojas y una rama con el colgaj
goteante y festivo de dos moras salvajes. La huidde las señoras hizo que cambiase de estrategia, ambién el movimiento policial que habí
alrededor de la frontera, de manera que, sin pauspara resollar, preguntó a un señor menousceptible dónde quedaba el occidente y haci
allá apuntó sus baterías, se echó a la montaña, quera suya y lo suyo, y caminó durante un día medio hasta su cabaña. En un ojo de agua con e
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levaba, según sus cálculos, alrededor de dos añoausente, y en ese tiempo, si las cabras no habíadesaparecido, era porque ya pertenecían a otr
cabrero. Con ese temor y esa zozobra se acercó egigante al cobertizo, y lo que vio fue el rastro, lpartitura, por decirlo así, de la catástrofe; dacuerdo a la interpretación de los restos, de lo
huesos que el tiempo y los roedores habían dejadimpios, de aquel osario de piezas largas y cortaevueltas con cráneos y mandíbulas, Noviembracó en claro que, al no poder salir, las cabra
habían terminado por devorarse unas a otras; perambién pensó que quizá un depredador, un oso un lobo, había conseguido colarse en el cobertiz una vez adentro había perpetrado la masacreistemáticamente y con mucha calma, durant
varios días. El caso es que Noviembre se encontrcon ese saldo de huesos relucientes que sextendía por todo el cobertizo, en una imagen qupor blanca y limpia, por lejana que estaba de l
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carne y de la sangre, de lo vivo, no guardabproporción con el hecho espantoso que la habíproducido, como si la muerte a mordiscos y
dentelladas, lejos de la atrocidad del momento, nuviera que ver con aquel montón blanquísimo dhuesos.
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Se sabe que Oriol estaba apostado en el bosque
oculto, seguramente esperando la aparición de unde esas familias desprotegidas que huían dFrancia, cuando oyó un siseo entre las ramas, umovimiento veloz e irregular, muy ágil, como s
alguien o algo antes de darse de frente contra éhubiera cambiado rápidamente de trayectoriaTodo sucedió súbitamente y a Oriol no le diiempo ni de ponerse en guardia, ni de asustarse n
de prevenir el palo, o el mordisco o el zarpazoSin embargo algo alcanzó a ver, algo de alguieporque distinguió, en una fracción de segundo, evuelo de unas ropas, una greña, un muslo en fuga
el escorzo de una criatura del bosque, seguramentun niño de acuerdo con su tamaño y proporciónOriol tardó un tiempo en reaccionar, un tiempmínimo en lo que entendió que aquella criatur
podía ser una oportunidad, para eso estaba ah
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apostado, oculto, para tomar ventaja de alguienasí que salió tras ella tan rápido como pudoEstaba habituado a seguir un rastro, el tiempo qu
había pasado en el bosque bajo la tutela degigante le habían enseñado a acechar, a olisqueara trazar mentalmente una ruta a partir de pequeñondicios, la hierba pisada, una rama partida, u
cabello enganchado en la corteza de un árboSeguir el rastro era en realidad lo que Oriol hacíael de las familias indefensas que huían, el de lohuéspedes que pasaban por la cabaña, el de la
das y venidas del gigante antes de que se llevaran a España, una serie de rastros que ibaconformando su rumbo, su trayectoria siempre ebufo del rastro de los demás, el rumbo de
depredador que se mueve según lo que acecha, olisquea y persigue, ese mismo rastro que décadamás tarde, desde el futuro remoto, perseguiría ycon mis propios acechos, olisqueos persecuciones por ese mismo bosque, y tambié
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acomodaticio; en todo caso la decisión dperseguir a ese niño o lo que fuera con tantempeño era un impulso raro en él, un chispaz
epentino que lo obligaba a lanzarse al vacío; cadvez que Oriol perdía de vista a la criatura y que sdetenía, sudoroso y acezante, a escrutar la nieblespesa y a tratar de oír algo que le indicara qu
dirección seguir, ésta o ése o eso pasaba corriendante sus ojos, a una distancia en la que bastabestirar el brazo para cogerla de las ropas o de lopelos. Se trataba, según los testimonios que ha
quedado asentados en las actas, de un juego, de udivertimento de niño que Oriol, desde luego, nveía así, él era un depredador persiguiendo a spresa, haciendo un esfuerzo enorme para andaápidamente con su única pierna y la muleta e
medio de la vegetación cerrada; su carrera hacia ecorazón del bosque no podía ser, de ningunmanera, un juego, tenía que ser un suplicio, uacrificio mayor que él hacía para alcanzar lo qu
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ea que hubiera visto en esa criatura que ibhuyendo delante de él, a veces tan cerca quanzaba un manotazo para pescarla de un braz
pero la criatura se escabullía siempre y un minutdespués, cuando Oriol se detenía para tratar dorientarse, reaparecía para nuevamente dejarsperseguir; era, efectivamente, visto de maner
imple, una criatura divirtiéndose con un viejullido, pero también era una criatura ignorante nconsciente que, entre juego y juego y sin dars
mucha cuenta, se iba liando con ese hombre que n
enía demasiados escrúpulos. Pero en algúmomento la criatura suspendió el juego, dejó daparecer y de ponerse al alcance, de ponerse epeligro y a merced de ese viejo que por otra partba armado, y esto, en ese tiempo de guerra poodas partes, era un elemento que debía tomarseriamente en consideración y quizá fue lo que es
día la criatura hizo, consideró lo que veía uspendió el juego, dejó de aparecer, d
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provocarlo, de tentar al destino pertinaobcecado, necio, incontenible, puesto a cumplirsa rajatabla. El caso es que Oriol perdió de vista
a criatura, de pronto se detuvo y se encontró emedio del bosque y aislado por una niebla sólidaen una dimensión donde no había sonidos y locolores eran una palpitación que se negaba
ucumbir a tanto blanco, así de aislado se encontrOriol, perdido y súbitamente abandonado por lcriatura que perseguía, como si el acto dperseguir a alguien fuera una manera de no esta
olo, de convivir, de entrar en contacto, como sperseguir a alguien, o a algo o a ésa o ése lpusiera a salvo de sí mismo, de la monstruosidade ser un hombre solo y viejo y tullido que acech busca y olisquea en el bosque; el caso es qu
Oriol se quedó ahí y por más que buscó el rastrno pudo seguir a la criatura y no tuvo más remedique regresar sobre sus pasos, sobre los pasorastabillantes que había dado su único pie
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golpeando los hombros y las manos y los muslocontra las ramas y los troncos de los árbolecontra una piedra. Unos días más tarde, cuand
Oriol, otra vez, como era habitual en ese períodde su vida, acechaba agazapado en el bosque llegada de alguna familia indefensa, volvió
pasarle por delante la criatura, volvió a verla entr
as ramas, le vio un hombro, un zapato, el vuelo da manta con que se protegía del fresco y unstante después vio cómo se desvanecía rumbo anterior del bosque con un siseo, con un surc
puesto como señuelo en lo espeso de la niebla, ueñuelo que Oriol nuevamente mordió. Cogió lmuleta y el arma y salió disparado detrás de sobjetivo, o más bien a remolque, manipulado eodo momento por esa criatura que desaparecía eaparecía precisamente cuando Oriol se detení
desconcertado y perdido, sin saber hacia dónddar el siguiente paso, el paso solo de su único pieel paso suspendido mientras él acechaba, acezaba
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ntentaba olisquear u oír algo sin ningún éxithasta que la criatura decidía seguir jugando con éeaparecer, pasarle corriendo por delante, seguirs
divirtiendo con el viejo tullido que acechaba en ebosque. Se sabe que la escena se repitió idénticvarias veces y que Oriol, según confiesa él mismen el acta, comenzó a obsesionarse con la criatura
Un día, luego de haber cumplido con la ruta que se iba revelando a trozos (un codo, un muslo, uviolento latigazo del pelo), la criatura, no se sabi aposta o por descuido, lo guió hasta su casa
aunque también es probable que, como declaró émismo en esa acta judicial que yo he leído eleído primero con el alma en vilo y despué
muchas veces con el alma caída en los pies, Oriodiera solo con la casa guiado por su orientaciónpor sus oteos y sus olisqueos, por su instintdepredador. Sea como fuere, Oriol llegó a uncasa en medio del bosque; la criatura que habíperseguido durante las últimas semanas apilab
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afuera un montón de troncos, iba poniendo unobre otro con un cuidado que parecía excesivo
daba la impresión de que había pasado la mañan
ecolectando leña y que la construcción decuadrángulo que iba haciendo con los troncos era culminación de un esfuerzo que la llenaba d
orgullo. Desde el sitio donde estaba agazapad
observando podía distinguirse claramente que lcriatura del bosque era una niña y mientras mirabcómo ponía metódicamente un pedazo de maderobre otro, vio cómo otra niña casi idéntica, de l
misma complexión y con el pelo igual de largo, saproximaba cargando un montón de leña qudepositó de mala forma, dejó simplemente caer aado del cuidadoso cuadrángulo que hacía la otra
esto originó una breve disputa, un rápidntercambio de reproches que acabó en cuanto l
otra regresó al bosque, a buscar más leños. Eealidad Oriol, que las miraba agazapado detrá
de unos arbustos, no sabía quién era la que l
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azuzaba para que la persiguiera, no podídistinguir a una de la otra ni tampoco, parcompletar el perfil de su desorientación, tenía un
dea precisa de dónde estaba, el bosque ahí erumamente espeso, de una densidad que se tragabcualquier referente, tanta vida vegetal hacíalrededor de la cabaña una especie de vacío, er
una zona de la montaña donde Oriol, desde luegono había estado nunca y a la que el gigante preferíno meterse, el hábitat perfecto para esas niñas que escurrían literalmente entre los árboles, qu
eran capaces de aparecer durante un instante antos ojos de un viejo tullido y un instante despuée desvanecían como espíritus del bosque, s
disolvían entre las ramas y las hojas, se hacían uncon la vegetación, y aunque eran dos niñas dcarne y hueso como lo dicen las actas, a mí mgusta pensar que eran parte del bosque, loespíritus que representaban las fuerzas naturaleaquello que nos recuerda que somos unidad
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entonces tenía, un aspecto general que hizo a lniña desatender su mimado cuadrángulo de leños meterse corriendo a la cabaña. Aquella huida deb
de haber desconcertado a Oriol que en algúincón de su persona debía de sentirse todavía upianista barcelonés, de buena familia, que nestaba acostumbrado a asustar niñas con s
aspecto; quiero decir que aunque Oriol era udelincuente al que tantos años en el bosque habíaefectivamente animalizado, la huida de aquellniña debe de haberle enfrentado de golpe con e
monstruo en que se había convertido, porque uncosa era que le tuvieran miedo esas familias a laque encañonaba con un arma y exigía a gritos todaus pertenencias, y otra muy distinta que es
criatura, con la que por alguna razón buscabempatizar, huyera despavorida. Y aquel desplanteegún se entiende en el acta, no sólo desconcertó
Oriol, también encendió una chispa desentimiento y algo de rabia y reconcomio contr
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esa niña que veía en él algo que no le gustaba nadporque, como he dicho, Oriol entonces no soltabodavía las amarras, el pianista no había terminad
de transfigurarse en bestia y, desde su punto dvista, todos esos asaltos arteros que habícometido eran un método desesperado, la acción a que su «difícil vida de exiliado en la
montañas» lo había orillado, para «hacerse de ucapital» y comenzar a «rehacer su vida y scarrera en alguna ciudad de Francia», un proyectmaquiavélico que la niña que acababa de huir d
él no alcanzaba, desde luego, a vislumbrar y todo que veía era un vagabundo tullido que se lechaba encima. Estaba en medio de sdesconcierto, y de su rabia y reconcomio, cuandalió del bosque la otra niña, o quizá la misma quo había estado provocando todos esos día
cargando unos troncos que llevaba a su hermanpara que los ordenara en su mimado cuadránguloa niña salió del bosque y se topó con Oriol, choc
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iteralmente contra él y el susto y el impacto lhicieron soltar los troncos y a Oriol perder eequilibrio y caer de mala forma encima de ello
Entre la huida de una y la aparición intempestivde la otra habían pasado apenas unos cuantoegundos, Oriol no había tenido tiempo par
digerir ni su desconcierto, ni el peligroso chispaz
de rabia que acababa de experimentar y, quizporque estaba así de confundido, quizá porque nba a soportar que esa otra niña también huyera oda prisa de su presencia, quizá porque no iba
esistir la consolidación de su mala sombra, largun manotazo desde el suelo, desde su ingratposición entre los troncos y pilló a la niña, queguía paralizada por el susto y el asombro, de un
pierna; con ese acto impulsivo, con ese zarpazdesmedido y loco, Oriol cruzó la línea que leparaba del despeñadero, su mano sucia, de uña
negras y largas, sujetando el muslo blanco de unniña era la prueba de que ya no era quien él creía
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ino el que esas niñas, la misma y la otra, habíavisto en él, un malviviente, un animal rapaz deque era imperativo huir y de cuya garra había qu
zafarse a toda costa. La niña comenzó a gritar y forcejear, a tratar de librarse de la mano tosca ucia que le sujetaba como una trampa el musloos gritos de la niña y los resoplidos del hombr
hicieron salir a la hermana y coger un madero pegarle con él a Oriol en la espalda, sin muchdecisión ni fuerza, con una debilidad que lpermitió a él golpearla con la muleta que todaví
ujetaba con la mano que no agarraba el muslo; lescopeta estaba ahí tirada entre los troncos perninguna de las niñas había reparado en ésta; lniña cayó al suelo golpeada por la muleta y la otrao la misma, comenzó a perder terreno frente Oriol que, tullido y todo, comenzó a levantarse y decir en francés «No temas», «No voy a hacertnada», palabras absurdas que constan en el actpolicial y que hacían a la niña gritar con má
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cubierto por la niebla, y esto entorpecía todavímás la carrera furibunda de Oriol, que se golpeabcon fuerza contra las ramas y los troncos mientra
a niña huía aterrorizada, no tanto del hombrullido que la perseguía, y que era más lento y máorpe que ella, sino de la mano sucia que le habí
puesto encima. La mancha negra que le habí
dejado en el muslo blanco le subía por la cadera e invadía los pechos y la garganta y le tiznaba lcara y la memoria y en general toda la vida y esniña que era un espíritu del bosque no pararía d
huir, en sentido más o menos figurado, hasta quconsiguiera salir de ahí, de esa mancha, de esbosque, de esa montaña, de esa parte de Francique gracias a Oriol quedaría maldita para siempreno pararía de huir hasta que una década después snstalara en una ciudad, en un piso con vistas a u
patio, muy lejos del ogro y del bosque que en esmomento de la persecución veía por ella, protegía carrera de su criatura, la volvía inalcanzable
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a ponía a salvo mientras Oriol, acezante y cadvez más descompuesto, comprendía que una vemás aquella criatura se había mofado de él
egresaba sobre sus pasos, sobre su largo tranco, a casa donde se había quedado la otra niñaodavía furibundo y sin ninguna esperanza d
encontrarla, porque lo normal era que esa niñ
ambién hubiera huido, y sin embargo dispuesto emover el bosque entero para clavar otra vez sgarra sucia en otro pequeño muslo blanco y así, grandes trancos, con la mirada tocada por la ira
a boca y la barba manchadas de espumarajos, coun tajo sangrante en la mejilla, se plantnuevamente en la puerta de la cabaña y vio, couna sorpresa que casi lo hizo sonreír, que la otrniña seguía ahí tendida donde la había dejado, nhabía huido, ni siquiera se había incorporadodaba la impresión de estar lloriqueando y Orioemiendo que ella también se escabullera, la cogi
con fuerza de un brazo pero enseguida la solt
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porque no había ni la más mínima resistencia eese cuerpo, la soltó lleno de pánico y la rabia quo animaba cesó abruptamente, cayó de rodillas a
uelo y volteó el cuerpo, que hasta entonces habíestado bocabajo y vio con horror que detrás de loreja izquierda había un golpe terminal, ldestrucción de la piedra en la que había caído, l
muerte anunciada en el pelo revuelto con sangreen el trazo del cráneo fracturado, en los ojovelados por un reciente vacío. Lo primero qupensó Oriol fue en huir y dejar el cuerpo ah
irado, pero enseguida se arrepintió. No se tratabde un gesto noble sino de pura estrategia, la otrniña había visto cómo golpeaba a su hermana coa muleta y la policía, que lo tenía localizad
desde hacía meses, daría inmediatamente con éOcultar el cadáver tampoco solucionaba nadapero le daría cierto margen de maniobra, ciertmovilidad mientras se pensaba que la niña podíestar simplemente perdida (¿perdida esa niña qu
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era el espíritu del bosque?). Era difícil que alguiee tragara esa historia pero Oriol, de esta forma l
pensó y así consta en el acta, no tenía más remedi
que intentar ganar tiempo, así que recogió sescopeta que seguía tirada entre los troncos, se lcolgó en bandolera por la espalda y haciendo uesfuerzo de equilibrio con la muleta levantó de
uelo a la niña, en una operación que debe dhaber sido hecha con suma torpeza, que debe dhaber dejado el cuerpo de la niña desperdigadentre su espalda y sus hombros, con las piernas
a cabeza colgando hacia abajo y los musloblancos, que Oriol ya ni pensaba en tocaexpuestos de manera casi obscena. «La cargabcomo se lleva un saco», explica mi tío en el actaexactamente igual que lo había llevado a él egigante la noche en que lo había salvado de lmuerte en la ladera del Pirineo; en esto poupuesto no repara Oriol, pero yo sí, me resultnevitable hacer notar esa macabra simetría. E
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esas condiciones, manteniendo un precariequilibrio entre la muleta y su única piernacomenzó a internarse Oriol en el bosque rumbo a
oeste, rumbo a Lamanere y a la cabaña que ya eruya, desde que la Guardia Civil habíaprehendido al gigante. El camino hasta la cuevdonde escondió a la niña en lo que pensaba qu
hacer fue, según su propia declaración, «uuplicio» en términos físicos pero también, así ldice textualmente, «morales», y después explica lque iba pensando mientras cargaba el cadáver, su
eflexiones y su «insoportable arrepentimientoque «pesaba más que el mismo cuerpo que llevabencima», un discurso inverosímil, piadoso y lloróque leí en el archivo de la comisaría dSerralongue, un cuarto oscuro, húmedo, siventanas, sentado en el borde de una silla dplástico, con una creciente sensación de asco epugnancia que me subía del estómago a l
garganta y de ahí a la memoria como esa manch
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negra que le había dejado Oriol a la otra niña en emuslo, una sensación intensa donde campeabambién la pena y la vergüenza de que ese anima
ese depredador y yo, somos de la misma familiauna sensación profunda que me hizo suspender lectura, dejar el volumen de las actas encima de lilla y salir a la intemperie a tomar el aire,
caminar sin rumbo por la periferia del pueblmientras concluía que la única manera de matizaesa mancha, la mía y la del muslo blanco de la otrniña, era escribiendo estas páginas, poniéndol
odo por escrito y una hora más tarde, cuando mentía con entereza suficiente para regresar acuarto oscuro donde había dejado, bocabajencima de la silla, el tomo del caso de «lRépublicain», como bautizó la policía a Oriol parmás escarnio, reparé en la extravagantcircularidad que tiene ese período de su vida, esperíodo que hasta hace muy poco no existía porqudurante décadas lo habíamos dado por muerto
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actitud expectante, casi seguros, pero no del todode que estaban ante el culpable de la desaparicióde la criatura. Bastó una respuesta del sospechos
para que la policía se diera cuenta de que Orioque ya era conocido en la comisaría, no estaba eun plan muy cooperativo; su reflexión nocturnfrente al fuego había desembocado en la decisió
de negarlo todo, era «su manera de ganar tiempo»dice tranquilamente en el acta, como si esa frasmanida no tuviera dentro el cuerpo de una niñmuerta. «No sé de qué hablan», dice el acta qu
epetía Oriol sistemáticamente, el acta que a esaalturas del caso, con el testimonio de los policíae diversifica y se vuelve, si se me permite e
desliz, polifónica; esto de «no sé de qué hablan», mi entender, lo sitúa un círculo más abajo, porqua no se trata del hombre aterrorizado que h
matado sin querer y que reacciona con torpezaino del asesino que ante la adversidad conserva sangre fría y miente para «ganar tiempo». L
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madre de la niña, que había permanecido todo eiempo detrás de los policías, tenía la vista fija e
Oriol, esperaba que en cualquier moment
evelara algún dato que le permitiera dar con shija, pero pronto comprendió que el sospechoso ndiría nada. Ella tenía la certeza de que Oriol erculpable, sabía que en ese bosque, en es
microcosmos donde había un orden inalterable deque ella conocía cada latido, no había máculpable que ese hombre que lo negaba todo, asque intempestivamente, interrumpiendo e
nterrogatorio de los policías que de por sí no ibhacia ningún lado, se plantó delante de Oriol y ldijo que estaba segura de su culpabilidad, que si lquedaba «algo de alma en el cuerpo», así consten el acta, le dijera qué había pasado con su hija una vez dicho esto, que había sido escuchado poun Oriol inmóvil que no dejaba de mirar el fuegoe cogió la barbilla con la mano y le dijo
«Regarde-moi, ¿no sabes quién soy?». Oriol mir
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gustaría pensar que algo le hizo esa mujer a mi tíoalgo tan fuerte que el redactor del acta decidió nconsignar, para no perjudicar a Isolda, para que, s
e daba el caso, esa agresión no fuera a servirle datenuante al sospechoso. A pesar de que lo habínegado todo, los policías esposaron a Oriol y llevaron, primero andando y después a lomos d
caballo, a la comisaría de Serralongue, queríanterrogarlo en forma, presionarlo para quofreciera coartadas y orillarlo a caer efalsedades, a que confesara por cansancio o po
arrepentimiento; en aquella detención, según sdesprende del acta, hubo todo tipo drregularidades, si es que éstas deben tomársele e
cuenta a un sospechoso que era un flagrantculpable, con el que encima la policía había siddemasiado benigna y meses antes había dejado que fuera, con sus delitos impunes, y si es que er
factible la irregularidad en aquella épocconvulsa, y si es que es conveniente hacer nota
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esta minucia frente a la enormidad de su delitocomo quiera que sea, en el acta consta que Orioestuvo dos días soportando un feroz interrogatori
del que han quedado doscientas sesenta y cincpáginas, en un tomo anexo al expediente principaque no es más que la reiteración obsesiva dcuatro o cinco preguntas que obtienen siempre l
misma obsesiva respuesta, «yo no he hecho nada»«yo no he sido», «ya bastante tengo con habeperdido un país, una mujer y una pierna», todo estdicho de distintas formas, en infinita
combinaciones por un hombre que, dice el actaera tan displicente, al que le interesaba tan poco lque se le preguntaba, que a cada momento parecíque iba a echarse a dormir. «Por eso tuvimos»explica el responsable del interrogatorio, «quusar métodos de interrogatorio más eficaces»; desta línea se infiere que Oriol se llevó algún gritoalgún bofetón o algún golpe, quizá hasta lmetieron la cabeza en un cubo de agua, o en u
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res días; Oriol, que se había sentado en el suelo e negaba a entrar a la cueva, «no quería ver l
que había dentro porque conocía muy bien a lo
animales del bosque, sabía que era difícil que ecuerpo de la niña hubiera sorteado la rondnocturna de los depredadores», explica el forenseEl policía que forcejeaba con Oriol le dio l
interna al médico para que fuera examinando eugar en lo que él lograba poner de pie aospechoso, o decidía, como al final sucedió
quedarse afuera vigilándolo. Oriol mirab
fijamente la entrada de la cueva, estaba sentado euna piedra con la barbilla apoyada en la muletaatento a cualquier cosa que pudiera decir eforense, o los otros dos policías que habíaentrado con él; al ver ahí sentados a Oriol y apolicía, que iba vestido de paisano, cualquierhubiera pensado que se trataba de dos colegas qudescansaban después de un largo paseo por ebosque, no había relación entre esa image
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francamente bucólica y el descuartizamiento atroque el forense analizaba dentro de la cuevaayudado por uno de los policías que iba apuntand
el haz de luz de la linterna hacia donde se lo pedíel médico, un retazo de ropa, un zapato, un mechóde pelo, un trozo blanco de hueso, los elementode la masacre que iban coleccionando en un saco
que más tarde analizaría en el laboratorio, uimple trámite que serviría para encerrar de povida a Oriol. Aquella colección de pedazos dopa y de huesos y de mechones de pelo «habí
ido limpiada de tal forma por los animales queuna vez reunidos en el saco, no despedíaabsolutamente ningún olor», un dato inverosímeste que escribió el médico forense, o cuandmenos así me lo parece, resulta difícil creer que upuñado de restos humanos que tres días antes eraparte de un cuerpo con vida no despidiera«absolutamente ningún olor», aunque en realidano lo sé, no sé más que lo que he leído en las acta
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probablemente sea posible erradicar cualquieastro de vida, hasta el olor, de un pedazo d
cuerpo que estaba vivo hasta hacía muy poco
Quizá somos así de pasajeros, así de poca huelldejamos, desaparecemos deprisa y todo lo qufuimos cabe en un saco y, en todo caso, ese montóde huesos blancos, limpiados a fondo por lo
dientes de un depredador, se parecían a lo quhabía quedado de las cabras del gigante, eprotocolo post mórtem que se repetía idéntico eesa montaña, una imagen que por blanca y limpia
por lejana que estaba de la carne y de la sangre, do vivo, no guardaba proporción con el hechespantoso que la había producido. Cuando emergideslumbrado de la cueva, el forense cargaba eaco de huesos, iba parcialmente cegado por eol, alterado por la carga sombría que llevaba ea mano, alterado por su descenso a los lodazale
de la especie y enfurecido en cuanto sus ojoodavía velados por el sol, se encontraron con lo
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del asesino que seguía sentado debajo de un árbocon la barbilla todavía apoyada en la muleta, unmagen que por altisonante sacó de quicio a
médico y, según cuenta él mismo en su informe, eun arranque de rabia se plantó frente a Oriol con eaco abierto y le «exigió» que mirara dentro, «y é
con mucha frialdad, miró lo que había y despué
desvió la vista hacia la cueva, no dijabsolutamente nada», escribe el forense con ldea, dice él mismo, «de añadir datos para l
mejor comprensión del asesino»; y es verdad qu
gracias a este desplante lírico suyo, a estdescripción sucinta de lo que pasó en cuanto lpuso el saco enfrente, yo empecé a pensar quOriol, en esos años de bosque y vida prehistóricaefectivamente se había animalizado, se habínsensibilizado ante esas situaciones que, quier
pensar, antes de la guerra lo hubieran destruidoaunque quizá me estoy dejando llevar por esmagen del pianista barcelonés de buena familia
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por la imaginería familiar del tío Oriol triunfandcon su piano en Sudamérica, esa iconografímental con la que pretendo matizar la maldad d
ese hombre y a lo mejor, a estas alturas de lhistoria, después de todas estas páginas que hescrito, ya vaya siendo hora de aceptar que Orioimplemente era así, un hombre despreciable qu
levaba mi apellido.Lo que vino después fue encerrar a Oriol dpor vida, a partir de las evidencias y de sconfesión firmada, en la prisión de Prats de Molló
un pueblo del Pirineo que está al oeste dLamanere; la confesión, la declaración oficial quo condenaría, es esa página cochambrosa escrita
máquina, donde admite haber asesinado a la niñaque cierra el volumen principal de las actas, unpágina más de los cientos de páginas quconforman el caso, pero ésa tiene la particularidade la firma de Oriol, un garabato escrito con tintnegra donde puede leerse con toda claridad m
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u puño y de su letra termina ahí, en esa últimhoja del volumen de actas de su caso que estuvdormida más de sesenta años hasta que me toc
enfrentarme a ella. Con la firma de Oriol todavífrente a mis ojos pensé que en ese momenterminaba la pesquisa, que la historia desconocid
de Oriol había quedado escrupulosament
perfilada y que, aunque era bastante desgraciadaaunque era una vergüenza, también era la verdaduna verdad robada a la que había llegado pocasualidad y que, pensé entonces, tenía qu
comunicar cuanto antes a mi familia, tenía qulamar con urgencia a México para anunciar quOriol no había muerto en 1939 en el Pirineo, quhabía vivido todavía algunos años, y en este puntconcluí que había hecho bien al desenterrar esepisodio, y en esta fase final estaba, en esproceso de cerrar la historia, cuando caí en lcuenta de que el verdadero final tendría que ser eacta de defunción que no había encontrado e
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Perpignan y que tampoco aparecía en ese tomo en ese momento, pensando en narrarle a mi familia historia completa, me parecía imprescindibl
conocer los detalles de la muerte de mi tío, ¿dqué había muerto?, ¿había muerto en su celda?, yobre todo, ¿cómo encajaba la cadena perpetu
con su muerte en Perpignan?, ¿lo habían trasladad
de cárcel?, ¿lo habían indultado para que saliera morirse? A estas preguntas siguieron otras: ¿dverdad Noviembre no sabía que Oriol había ido parar a la cárcel?, ¿nadie le había contado nunc
del crimen de su amigo? Cerré el volumen de acta husmeé un rato en las estanterías buscando eomo de las defunciones, o algún anexo dond
hubiera información de los años que Oriol habípasado en la cárcel, algo necesariamente tenía quhaber, algún parte médico, un acta sobre algunevisión de su caso; buscaba en realidad sin much
esperanza pues lo lógico era que esa informacióestuviera en el archivo de la prisión de Prats d
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verdaderamente tranquilo y pacífico, uncomunidad donde el horrendo crimen de Oriodebe de haber caído como una bomba y si
embargo no hay más registro de éste que el de laactas, no fue noticia en ninguno de los periódicode la región ni, quizá porque era un período eFrancia donde ocurrían demasiadas cosas, la gent
ecuerda el caso, vivían demasiado pendientes da guerra, de la ocupación, de la crisis, esograndes temas que no dejaban espacio para ucrimen rural en medio del bosque, en el extrem
ur del país; al final la época en que ocurrió todaquello le sirvió a Oriol de camuflaje, porque sodo lo que hizo entonces lo hubiera hecho ahora
en esta época de estricta vigilancia de los mediode comunicación, el crimen de Oriol se hubierconocido en toda Francia y en España, lnvestigación hubiera sido seguida por periódico cadenas de televisión y su condena de por vid
hubiera sido saludada con alivio por millones d
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volátil y agregué, para no tener que esperar a oo que seguramente iba a decirme: «Pero supong
que estos datos tendré que ir a buscarlos a Prats d
Molló». «Si es que quiere hacer el viaje hastallá», dijo la mujer, «porque del año 1960 hasthoy tenemos todos los documentos digitalizados eel ordenador», y dicho esto señaló la máquina qu
enía en su escritorio, enfrente de ella. «La verdaes que no sé si mi tío vivió hasta 1960», dijeporque el dato de que había muerto en Perpignacarecía de fecha, Noviembre no había podid
decirme nada concreto. «¿Cuál era el nombre de sfamiliar?», preguntó solícita, contenta de hacealguna actividad que, probablemente, sería lprimera y la única que ejecutaría en toda lornada. Desde la primera vez le había explicado
grandes rasgos los motivos de mi pesquisa y elle había mostrado siempre muy interesada en mi
progresos, porque no tenía otra cosa más que hace esa noche, sin quererlo, acababa de darle l
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me había contestado con contundencia, «tenemoncluso un detenido, un hombre que ha interpretad
a su manera las ideas de José Bové y ayer rompi
con una piedra el cristal de la carnicería», y dichesto se me había quedado mirando con un gestambiguo donde cabía incluso la posibilidad de qume estuviera jugando una broma; yo por si acas
no había dicho nada más pero la siguiente vez quaparecí por ahí la mujer, a manera de saludo, mhabía dicho: «Ayer en la tarde liberamos ahombre de la carnicería», y yo nuevamente, po
precaución y por si acaso, no había dicho nadaAcerqué mi silla y lo primero que vi fue lfotografía de un hombre con el pelo desordenadono propiamente largo, más bien parecía que se lhabía quedado así después de pasarse la tardexpuesto a un ventarrón, tenía una barba espesdebajo de la cual alcanzaba a distinguirse la carde Oriol, aunque es verdad que de no haber sabidque era él me hubiera resultado imposibl
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econocerlo, no se parecía nada a las pocafotografías que había visto de él, tenía un airprimitivo, salvaje, se le veía más robusto, má
grueso, quizá por el ejercicio que debe de implicadesplazarse por el bosque con una muleta; inclushubo un momento de duda en el que estuve a puntde preguntarle a la mujer si no se estarí
equivocando de fotografía, pero duró poco, porquenseguida empecé a detectarle los rasgos de lfamilia, vi en sus ojos los de mi madre y los de mhermano y reconocí mi nariz en la suya, un par d
evidencias que confirmaban el parentesco y qume provocaron una punzada en el estómagoMientras analizaba la fotografía había pensado qupediría una copia para enviársela a mi madre, peral llegar a mi nariz descarté la idea, no querívolver a enfrentarme nunca con esa imagen; detrádel hombro robusto se veía esa línea dcentímetros con la que se establece la altura de loeos y en las manos tenía un rótulo que ponía s
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matado a la niña. Debajo de las huellas había ubreve informe sobre los delitos que se lmputaban al acusado, en unas cuantas líneas s
explicaba el crimen y se añadía, en calidad dnformación, que la pena que le tocaba por la seride asaltos que había perpetrado en el Pirinehabía sido conmutada y no era «cuantificable par
efectos penitenciarios», y después de esa frasexcesivamente técnica, venía un número largo deferencia. «¿Y ese número?», pregunté a la muje ella me respondió que terminando con e
expediente averiguaríamos su significado. «Eaquella época pasaban cosas extrañas», me dijmientras anotaba el número largo en un papel, «eruna época turbulenta donde la ley tenía que irsmprovisando». Al final del informe venía u
anexo con los puntos relevantes de la vida quhabía llevado Oriol en la prisión, había tenidifoidea, una crisis de úlcera que lo habí
mantenido veinte días fuera de la cárce
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urisprudencia, ya sabe usted», dijo, y yo asentí siestar muy seguro de haberla entendido, pensé quaquello era como la historia extraoficial de
crimen, la memoria opaca del archivo cuyfunción, paradójicamente, era arrojar luz sobrciertos documentos, justamente como pasaba, eese instante, con los de mi tío. «Voilá», dijo l
mujer y movió un poco la pantalla del ordenadopara que yo no perdiera ni un detalle, medicuartilla sólida, escrita con una vieja máquindonde la «r» y la «e» brincaban fuera del renglón
no más de catorce líneas que tuve que leer doveces porque pensé que no había entendido bieno que por desgracia no era cierto. El document
decía que la condena penal que correspondía Oriol, «por la serie de asaltos perpetrados entras poblaciones de Lamanere y Serralongue»
había sido conmutada por la «valiosnformación» que había brindad
«voluntariamente» sobre un peligroso «element
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ubversivo» que ayudaba y prestaba auxilio a lo«enemigos de Francia y de Europa» en el Pirineocerca de la frontera, y que gracias a es
nformación la policía española, interesada en lcaptura de «elementos simpatizantes del bandepublicano», y con la anuencia de la policí
francesa, había capturado «a dicho elemento, qu
espondía al nombre de Noviembre Mestre». «Nuzgue tan severamente a su tío», dijo la mujeponiéndome una mano maternal en el hombro, «eaquella época pasaban cosas terribles». La mir
odavía más desconcertado y dije: «Noviembre eru amigo, le había salvado la vida y no puedcreer que lo haya traicionado». La mujer me enviuna mirada compasiva desde el fondo de sus gafaenormes y, en un intento por aliviar la espesura eque me había sumido ese documento electrónicodijo: «Ahora veamos en qué fecha murió y aendrá usted la historia completa». «Perfecto»
dije, y así podré irme de aquí cuanto antes,
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alvado la vida, terminaba de desdibujarlo compersona, confirmaba que Oriol había cruzado línea, había perdido las amarras que lo unían co
u vida anterior, se había deshecho de la lealtadese valor imprescindible que respetan incluso locriminales. «¿Cuál era el segundo apellido de sío?», preguntó la mujer y en cuanto le respondí s
anzó pantalla arriba para rastrear a Oriol, segúexplicó mientras maniobraba, por su apellidmaterno. Al cabo de un rato de ir para arriba para abajo con el cursor, con la cara pegada a l
pantalla, dijo: «Es muy raro, no aparece»; y luegexplicó que quizá por tratarse de un ciudadanespañol su muerte había sido registrada en CasoEspeciales de Extranjeros. «Empiezo a pensar quOriol cumplía con todas las irregularidadehabidas y por haber», le dije a la mujer imultáneamente, mientras ella abría otra página ea pantalla y se internaba con su cursor lentísim
en otra lista, pensé que quizá el final consecuent
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para la historia de ese hombre que ya había muerten 1939 era no dejar rastro de su verdadermuerte, y que probablemente lo mejor era dejar la
cosas como estaban, ya había averiguado muchoabía más de lo que quería saber y empezaba estar harto de Oriol y ya no tenía ni ganas nenergía para empezar una nueva pesquisa por otra
comisarías de la zona. «Voilá!», gritó nuevamenta mujer y su voz llena de entusiasmo me sacviolentamente de mis cavilaciones. «¿Cuándmurió?», pregunté yo y comencé a palparme lo
bolsillos para echar mano del bolígrafo y apuntaa fecha y con eso dar de una vez por terminada mpesquisa. La mujer me miró desde el fondo de sugafas enormes y con un gesto extraño, repartidentre la alegría y la piedad, me dijo: «No hmuerto, sigue prisionero en la cárcel de Prats dMolló».
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grupo de cabras, más que entrada era una bocauna abertura estrecha que terminaba en un pastiza después volvía a cerrarse, era un claro en medi
de la montaña, una especie de ojo constreñido podos taludes de piedra, un sitio ideal para pastar para ser acechado y atacado y devorado, y lmujer que cuidaba del rebaño parecía ignorarlo
levaba un vestido oscuro y grueso, un abrigo y ugorro de lana tosca y controlaba a sus animalecon un bastón, de vez en cuando regresaba alguno al rebaño, hacía a conciencia el trabajo qu
e habían encomendado, era demasiado joven parque esos animales fueran suyos, pero por máatención que ponía, por más que cuidabmeticulosamente el orden de las cabras, le faltabnstinto y experiencia para saber que en esa époc en ese descampado era una temeridad, unmprudencia que la fiera, que se había quedadnmóvil, agazapada detrás de una roca en la boc
del valle, iba a aprovechar; no tenía más remedio
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era un comando genético que no podía aplazar, ndiluir, ni desde luego desvanecer, así que raptadpor el golpe de adrenalina que le había producid
a visión de las cabras, salió disparado corriendvalle abajo y generó un tremor en la montaña, unurbulencia en el ambiente que hizo que las cabra
dejaran de pastar y ella de marcarles el espaci
con su bastón, tocando un anca con la punta, uncabeza o una pata; nada de esto siguió haciendporque el oso, en una fracción de segundo habíecorrido medio valle y antes de que ella, o su
cabras, pudieran parpadear, una garra furibunda yhabía arrancado las tripas y la pata de una cabrque miraba a su asesino impávida nmediatamente después, ante el terror creciente da muchacha, la cabra, sin darse todavía cuenta do que acababa de hacerle el oso, trató de hu
pero todo lo que pudo hacer fue irse de cara contra hierba, levantarse y volver a caer y por últim
desplomarse, ya sin vida, sobre un reguero d
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angre, y en lo que ésta agonizaba el oso habíogrado derribar otras dos, que habían quedadgualmente malheridas, inmovilizadas, y miraba
con desesperación al rebaño que se dispersaba oda velocidad rumbo al bosque, lejos de esdescampado que la muchacha, que seguímpávida, había elegido imprudentemente si
pensar en que una fiera podía divisarla y acecharl echarse encima de las cabras, y estaba valorandi correr detrás del rebaño o quedarse inmóv
cuando, todavía impávida, miró cómo el oso, qu
enía una garra y el hocico llenos de sangrdesatendía el festín que había montado para clavaos ojos en ella, que seguía impávida, abrazada u bastón, soportando un viento que le movía lo
faldones del vestido y le revolvía la fracción dcabellos rubios que le salía por debajo del gorroa muchacha no podía creer que esa bestia ignorar
el festín que tenía servido para atacarla a ella questaba ahí sola, golpeada por el viento, mirand
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con horror las tres cabras y abandonada por sebaño, era la viva imagen del desamparo, de l
desolación, de la desprotección y el oso, aunqu
parezca absurdo, se incorporó, abandonó el festí avanzó hacia ella, que seguía impávida, y ecuanto estuvo lo suficientemente cerca comenzó olisquearle los faldones del vestido y luego la
manos y ella, que seguía impávida, sentía su narihúmeda en los nudillos y miraba, de reojo, lamanchas de sangre que le había embarrado el osen el vestido, en el oleaje del faldón y más arriba
en la cintura y mientras posaba su nariz húmeda blanca en los nudillos y en la palma y en lmuñeca ella, que seguía impávida, supo con unucidez que no admitía cuestionamientos que el os
no iba a hacerle daño, y lo supo como se sabeesas cosas, por la manera en que el otro se acerc se conduce, por la mirada y el gesto que sonequívocos cuando el que se acerca va a matarte a pesar de que supo con mucha lucidez que n
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ba a devorarla siguió sin moverse, el oso erenorme y en cualquier aspaviento, por amistosque fuera, podía hacerle daño y también seguí
mpávida porque a su alrededor yacían las trecabras que habían sido víctimas del oso, domuertas de manera brutal, llenas de sangre y coun pedazo de cuerpo arrancado de cuajo y la otra
gual de rota y sangrante, soltando un quejido larg agónico, casi póstumo, que rebotaba con saña eos taludes del valle y producía un eco trágico
mientras el oso pasaba de olisquearle las manos
pasarle la nariz con insistencia por el vientre, lmuchacha comenzó a liberar una fila de lágrimaibias y a estremecerse, primero con discreción, d
manera sorda y sosegada, y al cabo de unonstantes con unos sollozos crecientes y violento
que la llevaron a taparse la cara con las manos y caer de rodillas, doblada sobre sí misma con lfrente apoyada en la hierba mientras sus sollozoe convertían en gemidos e inmediatament
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después en un lloriqueo que comenzó confundirse con el quejido largo y agónico de lcabra; el oso se había quedado quieto, en su sitio
mientras la pastora se derrumbaba y en cuanto lvio en el suelo comenzó a olisquearle la cabeza a nuca y la composición integral de ese cuadroas cabras despedazadas rodeando a una mujer qu
lora con la frente pegada a la tierra mientras eolisqueada por un oso, tiene fuerza suficiente parfundar sobre ella un rito, una cosmogonía, un puntde partida simbólico para comenzar a entender la
fuerzas que tensan el mundo. El resto de esteyenda pirenaica exige un poco de imaginacióno que sigue después es difícil de explicar si no l
encuadramos como un mito, como el mito que halimentado, desde tiempos ancestrales, lcelebración más importante del pueblo de Prats dMolló: la fiesta del oso. Aquel animal enormeuego de olisquearla de arriba abajo, sin que ell
opusiera resistencia ni dejara de solloza
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uidosamente, levantó en vilo a la muchacha comenzó a caminar montaña arriba, rumbo a scueva; la leyenda no especifica cómo un oso pued
cargar una mujer: ¿delicadamente entre lodientes?, ¿erguido en dos patas y llevándola ebrazos como lo haría una persona?; no lo sé, leyenda ni lo especifica, ni es necesario que l
haga pues la mitología de los pueblos está ahí parcreerse o no, cuestionarla, buscarle los puntoargumentales débiles, es tarea para los aguafiestael caso es que el oso, no importa cómo, se llevó
a muchacha montaña arriba, seguramentollozante y todavía impávida, sin atreverse altar de la quijada, o de los brazos o del lomo de
oso y en el fondo, me parece, sentiría algo dalivio porque el rapto del oso diluiría smprudencia, su descuido, la torpeza enorme d
exponer al rebaño en esos días en que, como todoos pastores sabían, los osos salían a busca
comida en la montaña, una torpeza, como he dicho
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pero también una cosa natural en una muchachque era casi una niña, una «pastora joven virginal» como dice textualmente la leyenda de
oso, una niña a la que evidentemente le habíaencargado el rebaño y no iba a tener cómexplicar, probablemente a su padre, que una fiere había comido tres de sus animales, un
ituación trágica que el secuestro del oso volvíelativa, nimia, aunque esta reflexión ya resultexcéntrica porque los personajes mitológicodevoran tranquilamente a sus propios hijos, o lo
dan sin culpa alguna en prenda y en ese universno sería de extrañar que una hija valiera menoque una cabra, en fin, el oso se llevó a lmuchacha montaña arriba y dos horas más tardlegó a su cueva y la depositó en el sueloustamente cuando un pastor, que iba sin rebañ
camino a Prats de Molló, vio a las tres cabramuertas que había despedazado el oso; una hormás tarde el pueblo entero se había movilizad
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para buscar a la niña, los hombres se habíadividido en grupos y las mujeres se arremolinabaen la casa de la madre de la «pastora joven
virginal». En la época de la fundación del mitoPrats de Molló no podía haber tenido muchohabitantes, debió de ser un caserío de pastoredonde todos sabían de todos y una situación com
ésa debía de ser entendida como una tragedicolectiva; los hombres del pueblo buscaromientras hubo luz de día y en cuanto oscureciómuy temprano porque era febrero, encendiero
antorchas y así, diseminados en grupos por ebosque, recorrieron la montaña completa buscandastros del oso; la leyenda describe aquell
pesquisa nocturna con antorchas sirviéndose duna imagen tan desmesurada como efectiva, «eraantos los hombres que buscaban a la pastora qua montaña refulgía en la oscuridad»; de lo qu
pudo haber pasado entre la muchacha «virginal» el oso no da cuenta la leyenda, aunque result
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nevitable pensar en Hades y Proserpina, en una desas metáforas de la fertilidad de la tierra, de lociclos agrícolas, el caso es que a medianoche
uego de haber puesto a la montaña a refulgir, unde los grupos encontró la cueva y dentro a lmuchacha que yacía tranquilamente en el sueloprobablemente dormida, mientras era contemplad
por el oso, una fiera mansa o mejor, amansada poa belleza de la muchacha, que no opusesistencia alguna, ni manifestó siquiera s
descontento, cuando los hombres lo ataron co
cuerdas y lo sacaron a la fuerza de su cueva; leyenda dice que la muchacha regresó al pueblpor su propio pie, caminaba al lado del oso quolamente se ponía fiero cuando la perdía de vist en cuanto llegaron a Prats de Molló la procesió
fue «recibida con vítores al amanecer», lmuchacha fue llevada «en volandas hasta su casa el oso fue sometido a un curioso escarmiento,
un violento proceso de civilización que es la part
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que se representa en las calles de Prats de Mollcada 18 de febrero, durante la jornada de la Fêt
de l’ours: los habitantes del pueblo decide
«afeitar» al oso, lo cubren de aceite y lo despojade su tupida pelambre para humanizarlo y despuécomo castigo, lo ponen a hacer trabajos para lcomunidad, reparar una puerta, levantar u
bordillo, limpiar una calle; la representación deste episodio es el eje de esa fiesta popular que scelebra hasta la fecha, cada año, el oso eencarnado por varios hombres que se cubren e
cuerpo con una pintura negra y aceitosa, son lonoirs que persiguen a los blancs, otros hombrecubiertos de pintura blanca que, de cuando ecuando, son manchados por la mano de uno de loepresentantes del oso; se trata de una fiest
popular donde los habitantes del pueblo se vuelcaa la calle y hay música y puestos de comida y unferia con noria y tiovivo, quiero decir que se tratde un día pésimo para ir a hacer lo que yo iba
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hacer en Prats de Molló, pues ignorando todo estque acabo de contar, sin saber desde luego quhabía fiesta y de pura casualidad, llegué al puebl
ustamente ese día, el día de la fiesta del oso.Unos días antes, mientras regresaba Barcelona, la misma noche que supe que Orioeguía vivo, había pensado que, por factible qu
fuera el encuentro, no me apetecía verloeencontrarme con esa persona que para mí y parmi familia llevaba muerto varias décadas. Despuéde todo lo que sabía de él, ¿qué podía decirle?
¿qué podía decirme él a mí?, y, sobre todo, ¿nhabía ya averiguado lo suficiente? Eenfrentamiento físico con él era un acontecimientque no me sentía capaz de soportar, ya bastantduro había sido conocerlo por las actas y por lque me habían contado de él; la convivencia entros dos, hasta ese momento, se había dado en u
plano estrictamente narrativo, en un territorio hastcierto punto controlado por mí que durante mese
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había ido dosificando y gestionando a mi aire y mi ritmo, mi tío era entonces más personaje qupersona, era casi una obra mía, y la posibilida
eal de encontrarme con él, de verlo, de oírlhablar, de escuchar lo que probablemente tendríque decirme y de hacerle oír lo que tendría qudecirle yo, me molestaba profundamente y
ambién es verdad, me atemorizaba la posibilidade, por ejemplo, oírlo hablar y que su voz spareciera a la mía, esto me llenaba, francamentde horror; la tormenta interior era de tant
mportancia que ni siquiera reparé en la carretera Le Boulou, oscura y llena de curvas que a esahoras de la noche era la boca del lobo, ni tampocengo mucha conciencia de cómo recorrí l
autopista hasta Barcelona y llegué a casa, perdiden una especie de borrachera que paulatinamenteen lo que fui quitándome la ropa y metiéndome ea cama fue transformándose en un sueño profundo
«¿Qué tal te ha ido?», preguntó mi mujer en cuant
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intió que me acercaba mucho a su cuerpo parescapar del mío. «No lo sé», le respondí con lboca pegada a su nuca, y me quedé dormido; en lo
días siguientes di vueltas obsesivamente a la idede tener a Oriol vivo a dos horas de automóvil, eruna tentación que me obligaba a estar todo el santdía pensando en él, en sus perrerías en el bosque
en su infame traición al gigante y en su atroasesinato y tanto pensaba en su maldad quempecé a padecer, durante esos días de tentación ncertidumbre, una especie de enfermedad mora
que se acentuaba cuando estaba con mis hijopreparando el desayuno o en el parque ayudándolos con los deberes; me parecínconcebible que fueran, igual que yo, parientes d
Oriol, que cargaran, como cargo yo, con una partde su turbia sangre; me parecía inconcebible ymás que nada, sucio, inmundo y poco a poco fulegando a la conclusión de que por desagradabl
que pudiera ser un encuentro con mi tío, con es
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hijo de puta que por desgracia no había muerto eel Pirineo en 1939, había que juntar valor e ir buscarlo a la prisión de Prats de Molló; e
encuentro con él no podía ser peor que la invasióque había provocado en mi vida doméstica y, pootra parte, sin ese encuentro la historia seguiríestando incompleta y además también comenzó
quedarme claro que, siendo el único integrante da familia que tenía la oportunidad de conocer lverdadera historia de Oriol, no ir a su encuentrera una irresponsabilidad, y justamente cuand
pensaba en esto evoqué nuevamente esa línea dpelícula rusa que, por alguna razón, se ha quedadgrabada en mi memoria y, con el tiempo, ha idlenándose de un significado especial, un sentid
que tiene que ver con esta historia, con la idea dque las historias van existiendo en la medida eque se convive con ellas, conforme se habita en snterior, «Vive en la casa, y la casa existirá»,
dicho esto me subí al coche y enfilé rumbo a Prat
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de Molló, con un plano de la población que habíbajado de Google, donde se indicaba la forma máápida de llegar a la dirección que me había dad
a mujer de la comisaría de Serralongue, undirección, a primera vista normal, que estabeñalada en el plano con un alegre globito colo
violeta, que desentonaba con el edificio hacia e
que me dirigía, con la cárcel donde Oriohaciendo cuentas, había pasado la mayor parte du vida. Era el 18 de febrero y yo no sabía, com
he dicho, que era el día de la Fête de l’ours, per
entrando al pueblo quedó claro que algo pasabaas calles estaban llenas de gente y tuve quaparcar el coche a las afueras del pueblo caminar, siguiendo el mapa, hasta la cárcel; todparecía una conjura para que yo me olvidara dese encuentro, enfrentarme con mi tío en medio desa verbena era un acto excéntrico, me costabpensar en un ambiente menos propicio parhacerlo, toda la gente que me rodeaba estaba d
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fiesta y eso me hacía sentir, con una intensidaespecial, de un ánimo turbio y cenizo, y así llegua la prisión, con la cabeza y los hombros llenos d
confeti y casi tuve que gritar lo que quería, lo qume había llevado hasta ahí, para sobreponer mvoz al griterío de fuera, que se trenzaba con lmúsica estentórea de una banda que estab
formada a base de trombones y trompetas. «¿Equé puedo ayudarlo?», preguntó el centinela questaba detrás de un escritorio, vestido de policía, que había dejado momentáneamente la chorcha qu
ostenía con otros dos colegas uniformados, unchorcha que incluía risotadas y vocablos comutain o mamelon que indicaban a las claras eema que los ocupaba, un tema vital y caliente qu
era la antípoda del que me había llevado hasta ahexpliqué brevemente lo que quería y añaddisculpas anticipadas por no haber hecho una cit por no haber averiguado, como por otra partenía que haberlo hecho, qué días de la semana,
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del mes, podían hacerse ese tipo de peticionecuando el centinela comenzaba a dedicarme unerie de profundos ¡ooolala-lalá!, le dije qu
econocía mi ingenuidad al haberme presentadasí de precipitadamente pero que, le suplicabaentendiera mi situación, «se trata de un familiar aque durante años habíamos dado por muerto y e
cuanto supe que vivía no tuve cabeza para pensaen las formalidades y todo lo que me importó fuverlo inmediatamente», dije con una efectiveatralidad que incluso a mí me dejó sorprendido
el centinela intercambió un par de miradas con sucolegas que, conforme había yo ido explicando lomotivos que me habían llevado hasta ahí, se lehabía ido congelando el entusiasmo y la risa y yen ese momento eran un par de policías serioatribulados y un poco cenizos. «Pues menudo díha elegido usted para conocer a su tío», dijo ecentinela y después añadió: «Veré qué puedhacer», y ya sin oolalás y tomándose mi petició
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muy en serio desapareció por una puerta mientraus dos camaradas, ya con el ánimo por los suelo
hacían un discreto mutis. Yo me quedé ahí solo
oyendo la algarabía que llegaba desde la calleintiéndome muy nervioso por primera vez ese dí casi deseando que el centinela saliera por l
puerta y me dijera: «Lo siento, regrese otro día
asegúrese de haber hecho antes una cita», o mejo«Ha habido un error lamentable, su tío murió hacveinte años y, por alguna razón, alguien se olvidde trasladar su nombre a la lista de decesos»; per
nada de aquello ocurrió y el policía, al cabo dquince minutos eternos, salió por la puerta pardecirme que, a pesar de la irregularidad de mpetición, el director me autorizaba, «como cosexcepcional», a ver a mi tío. «Es lo que quería¿no?», dijo el centinela al ver la cara de susto qupuse. «Sígame, por favor», ordenó con energímientras pasaba del otro lado del escritorio enfilaba hacia la puerta por donde yo habí
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entrado; lo que pasó durante los siguientes quincminutos me dejó muchos meses perturbado, siaber qué hacer con lo que ese día había visto
abido; regresé a Barcelona conduciendo mi cochcomo un autómata, bajo una persistente aguanieve días después, cuando logré salir un poco deopor en que me había dejado la visita a Orio
pensé que era el momento de ir a contárselo agigante, Noviembre era la única persona que podíayudarme a digerir lo que me había pasado ePrats de Molló, y además también me pareció qu
era una buena forma de redondear la historiacontarle quién era su amigo, si es que de verdad no sabía, contarle de su traición y de sus asaltos
del asesinato de la niña y contarle que aquello que había dicho el cabrero de Toulouges era fals
porque yo acababa de ver a mi tío vivo así quepor enésima vez, cogí el coche rumbo a Lamanereconvencido de que contarle todo a Noviembrecompartir con él esa carga, era imperativo porque
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por otra parte, llevaba varios días en casa errátic meditabundo y mi mujer comenzaba
preguntarme si no estaba exagerando con es
historia de mi tío. «¿Por qué no simplemente pasapágina?», me había dicho y yo pensé qucontándoselo al gigante encontraría la manera dhacerlo, pero llegando a Lamanere me di cuenta d
que algo no iba bien, era martes al mediodía y ebar estaba cerrado y afuera de casa del giganthabía tres hombres fumando, toda una multitupara ese pueblo donde no había nunca nadie
aquellos dos elementos me hicieron pensar lpeor. «El gigante ha muerto», murmuré coaprensión y en cuanto lo dije sentí que no podíer cierto. «Imposible», dije, «sería un
casualidad siniestra, una cosa absurda», perconforme fui acercándome a la casa esa cosabsurda fue consolidándose, el bar cerrado y lores hombres fumando fuera no podían significa
más que eso, o la fase previa, que mi amigo estab
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en las últimas y esa gente, que no sabía de dóndpodía haber salido, lo acompañaba en su agoníaen cuanto estuve suficientemente cerca vi que s
rataba de tres cabreros, uno de ellos un viejenjuto que ya había visto por ahí, rodeado por suanimales, algún día, me dedicó una miradambigua donde cabía el reproche y la empatía
aunque cuando me topé con la mirada de los otrodos, me pareció que más que una miradespecífica, se trataba de una actitud conjunta dduelo y también me di cuenta, en ese instante, d
que los tres sabían perfectamente quién era yo, dque mis visitas al gigante eran más notorias de lque yo había pensado y que, seguramente, eraema de conversación, quizá hasta un motivo d
broma y de guasa como lo había sido en su tiempa relación de Noviembre con mi tío, la histori
aquella de la bête et le petit soldat que me habícontado la dueña del bar probablemente con todmala intención, a lo mejor motejándome como l
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etit-neveu du petit soldat , el sobrinito deoldadito, todo eso pensé en lo que me abría pas
para entrar a la casa, pronunciando un indecis
bonjour , un bonjour titubeante cuando lo quocaba era decir lo siento, qué pena, cómo hpodido pasar esto, lo bueno es que ahora ydescansa en paz, porque para esas altura
ustamente antes de entrar a la casa, yo ya estabcompletamente seguro de que esa casualidainiestra, esa cosa absurda, había efectivament
pasado y, un instante después, pude comprobarlo
vi a la vagabunda arrodillada tratando de meter euna bota enorme el pie descomunal del gigante questaba tendido en el suelo, sobre una alfombrillacon el gesto pacífico e inequívoco de quien acabde morirse en paz. El cuerpo de Noviembrparecía todavía más grande ahí tirado sobre esalfombrilla que debía de haber sido su camporque yo, hasta ese momento, nunca me habípreguntado dónde dormía mi amigo, qué hacía
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cuando llegaba la noche, con ese cuerpdescomunal; la vagabunda advirtió inmediatamentmi presencia, me dedicó una mirada tan ambigu
como la de los cabreros y siguió en lo suyo hastque consiguió meterle en la bota el pie; yo mquedé ahí sin decidirme a ayudarla en su forcejeome sentía un intruso y además estab
profundamente conmocionado con la muerte de eshombre, porque había aprendido a estimarlo habíamos llegado a tener cierta amistad, ciertntimidad pero, sobre todo, porque se había muert
ustamente ese día, precisamente antes de que yhubiera podido contarle lo que sabía de Oriol, lque acababa de ver en Prats de Molló, lo quhabía pensado y lo que pensaba hacer con esthistoria; estaba profundamente conmocionadporque me había dejado solo, me había puesto traos pasos de Oriol, me había enredado en es
aventura ingrata y al final, tranquilamente, mabandonaba. Mientras la vagabunda cogía la otr
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bota y se ponía a forcejear con el otro pie, empeza invadirme una intensa sensación de mareo, teníel estómago revuelto, sabía que lo correcto er
ayudarle a la vagabunda con el zapato pero mentía incapaz de hacerlo, de arrodillarme ahunto a ella que en ese momento parecía mu
pequeña con el pie gigantesco en su regazo, un pi
desnudo, amarillo, sucio que era del tamaño de sórax; la imagen provocaba compasión y risa, erpenosa, era la suma de ese hombre colosamagnífico, de vida miserable, había mucho de é
en ese pie que terminaba de vestir la vagabundcon una bota desastrosa, sin calcetín; en cuanterminó de amarrar el cordón me dedicó otr
mirada no tan ambigua como la anterior, en ésthabía hartazgo, rencor, se veía en sus ojos que mpresencia ahí era una verdadera molestia y sidecir palabra salió de la casa, se integró eilencio al trío de los cabreros y me dejó ahí, siaber ni qué hacer ni qué pensar, desamparad
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ante ese cuerpo vencido y enorme que era mamigo muerto, ese cuerpo que parecía la réplica da montaña, su reproducción a escala con su
cumbres y sus valles, sus abismos y suhendiduras, su magno corpus ramificándose desvaneciéndose hacia la tierra plana, ese cuerpendido en medio de la casa era mi amigo muert
pero también era el final de la historia que él mhabía descubierto, el final de ese breve lapso en eque habíamos convivido, el punto final del azaque me había llevado a descubrir la otra vida d
Oriol, eso me dio por pensar mientras lcontemplaba, me dio por suponer que de habeardado más en ir a Argelès-sur-Mer, de haber id
después de ese día, después de la muerte degigante, nadie me hubiera entregado la carta y lfoto y esta historia se hubiera perdido, se hubierquedado sin existir, hubiera sido como esa casdeshabitada de la película rusa, yo no hubierenido manera de enterarme de que Oriol no habí
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muerto en 1939 y me hubiera quedado taranquilo, dando por válida la historia cómoda que habíamos inventado en La Portuguesa; y au
cuando no me queda claro todavía si es mejoaberlo que ignorarlo, en ese momento de soledaacentuada por el cuerpo muerto del giganteagradecí el hecho de que hubiera sucedido, di la
gracias a Noviembre, a la horrible y rencorosvagabunda, al azar que nos había reunido, a eshistoria que involuntariamente hemos terminadhabitando y convirtiendo en casa, a esa aventur
que terminó en Prats de Molló, el día en que pofin me vi frente a frente con Oriol, ese episodinegro y perturbador que ya no pude contarle agigante y que me tuvo inquieto, irritable y erráticdurante varios días, volviendo, con mi incómodenfermedad moral, turbio el ambiente en casa hastese momento preciso, frente al cuerpo muerto dmi amigo, en que, todavía dudando si era mejoaberlo que ignorarlo, di las gracias, me quedé e
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paz, e inmediatamente después entendí que erhora de irme, que mi presencia ahí sobraba, qucualquier cosa que ofreciera, ayuda o mi
condolencias, iba a causar tensión y malestar; mntrigaba cómo iban a hacer para sacar de la casese cadáver monumental, cómo iban a cargarlhasta el sitio donde pensaban darle sepultura y
aunque esto me provocaba una gran curiosidadabía que mi papel era irme en silenciodespedirme con una inclinación de cabeza y ndecir ni preguntar nada, y menos ese detalle qu
me haría quedar como un insensible; antes dabandonar la casa sentí el impulso de tocarlonunca había tenido ni el más mínimo contactfísico con él, no nos habíamos nunca ni estrechada mano y me pareció que tenerlo entonces era un
buena forma de despedirme, una cosa simbólica lde tocarlo ese día por primera y última vez, asque me acerqué a su cuerpo y me agaché parponer mi mano sobre la suya, fue un contacto fuga
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gratificante, la mejor manera que encontré pardecirle gracias y adiós; al salir de la casa mencontré con la mirada hostil de sus cuatr
conocidos, «¿Has terminado?», me preguntó lvagabunda con una malicia que hizo mella en lpaz con que me iba y que también me animó, unvez inauguradas las insensibilidades,
preguntarle, a ella o a los otros tres, dóndpensaban enterrar a Noviembre; la vagabunda mdedicó su habitual mirada de sorna y después mdijo: «Lo enterraremos en el sitio donde se h
quedado muerto», y añadió buscándose algo, ucigarrillo, entre las ropas, «como se ha hechiempre con los gigantes». Pero antes de la muert
de Noviembre estaba en Prats de Mollócalculando que después, cuando llegara emomento, iba a contarle todo lo que veía, npensaba desde luego ni debatir con él lo visto nesperaba ninguna clase de diagnóstico, ni dconsejo, ni de apoyo moral, ya he dicho que e
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gigante era un poco idiota y todo lo que ypretendía era, simplemente, contarle que Orioestaba vivo y que yo acababa de verlo, aunqu
ahora que voy escribiendo esto y que el gigantestá muerto, me pregunto si hubiera servido dalgo que él supiera lo que ahora sé, y si es que nfue mejor que muriera sin saberlo; en todo caso y
ba pensando en contárselo todo, iba siguiendo acentinela con esos ojos, con ese objetivo que eren realidad un subterfugio, un mecanismo ddefensa, un desplazamiento de la responsabilida
para que el encuentro con Oriol no me cayera a molo. «Sígame y procure no perderme de vista»me dijo el centinela en el momento en qucruzamos la puerta de la prisión y ante nosotroapareció la calle atestada de gente, familiacompletas, bañadas por un sol ambiguo, quavanzaban hacia un punto específico, en direccióa la plaza donde debía de estar tocando la bandque se oía a lo lejos, y había otras que s
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quedaban a mirar algo en los puestos, o a consultaun mapa, o a decirse algo o a reagrupar a loniños, quiero decir que no perder de vista a
centinela no era tarea fácil, él lo sabía y por esprocuraba ir volteando continuamente para que nme perdiera en la multitud, y lo hacía con esefectividad, con esa economía de medios con qu
uelen seguir los policías aunque aquel a quieiguen vaya detrás de ellos, le bastaba umovimiento de cuello mínimo, una ligereorientación de la cabeza, un fugaz reojo par
enerme absolutamente controlado. «¿Adóndvamos?», le pregunté cuando apenas habíamoalido del edificio porque me parecía raro, si n
absurdo, lo que estaba empezando a suceder. «Sío está inscrito en un programa de servicio a l
comunidad y hoy le ha tocado trabajar fuera», mespondió el centinela y yo recordé que algo d
eso me había contado la mujer de la comisaría dSerralongue, algo de esa concesión que les daba
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a los presos que observaban buen comportamientoaunque en el caso de mi tío, que nació en 1918, ebuen comportamiento debía de ser más bien l
pasividad y la poca movilidad propias de la vejepensaba mientras seguía muy de cerca al centinelacaminábamos prácticamente codo con codoesquivando no con poca dificultad el río de gent
que bajaba por la calle y que se arremolinaba eun puesto de comida, en una esquina o a mitad dodo para consultar el programa impreso de lête de l’ours; la palabrería continua de l
muchedumbre y la música de trompetas rombones de la banda que tocaba en alguna plazamás la forma accidentada y errática en que nobamos desplazando, dificultaba la conversació
que trataba de establecer, quería extraer toda lnformación posible antes de que llegara e
momento de enfrentarme con mi tío, quería preparado, listo para verlo y preguntarle un par dcosas y después irme, había concluido que er
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mportante evitar la relación, el compromiso futuro con ese delincuente, la reconstrucción deazo familiar; mi objetivo no pasaba de verlo
preguntarle dos o tres cosas y después largarme no volver a entrar en contacto con él nunca más, enunca más muy breve que debía de quedarle por ledad. «¿Y qué hace mi tío en la calle?», pregunt
al centinela en un momento propicio, en el instanten que tuvimos que detenernos en una esquina parque pasara, con mucha lentitud porque iba tratandde abrirse paso entre la muchedumbre, un
furgoneta del Ayuntamiento. «Está destacado en lplaza principal», me respondió y como lfurgoneta seguía pasando alcancé a preguntarle«¿En la plaza donde están tocando música?»«Justamente ahí», dijo, con una sonrisa de simpatíe inmediatamente después se echó a andar porqua furgoneta nos había dejado el paso libre y un
nube espesa de humo del escape que me hizo toseperder el paso y la oportunidad de preguntarle qu
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carajo hacía mi tío, un hombre condenado a cadenperpetua por asesinato, en la plaza pública el díde la fiesta del pueblo. Se trataba en realidad d
una pregunta para confirmar lo que yo acababápidamente de deducir, que el «servicio socialque prestaba Oriol consistía en tocar en la bandmunicipal, que era lo único decente que, hast
donde yo sabía, era capaz de hacer, aunque lverdad no se entendía cómo podía insertarse upiano en aquella escandalera metálica; mientrantentaba recuperar mi paso junto al centinela, qu
ba un par de metros delante de mí, aplicandmagistralmente su persecución inversa, pensé en edesternillante gracejo que significaba lparticipación de Oriol en esa banda estentórea dpueblo; durante varias décadas, en nuestro exilien La Portuguesa, habíamos oído a Arcadi, shermano, pronosticar que Oriol aparecería un buedía en México, convertido en un importantpianista; durante décadas lo habíamos imaginad
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entrando a la plantación, de traje negro impecablecargando un pequeño portafolios bajo el brazdonde llevaba sus partituras, habíamos imaginad
anto y con tanta intensidad esa situación que habínventado mi abuelo que, durante todos esos añoa única posibilidad que nos planteábamos, en e
caso remoto de que Oriol no hubiera muerto en l
cima del Pirineo en 1939, era la de que fuera upianista consagrado, y toda la teoría sobre la qumi abuelo se había basado para inventar aquellera que su hermano, antes de enrolarse en el band
epublicano, había estudiado piano en Barcelonaeso era todo, en realidad nunca había tocado máallá de las aulas de música de la universidad, niquiera era uno de esos muchachos que animan laeuniones familiares tocando un instrumento, decí
Arcadi cuando le preguntábamos sobre su hermanOriol, sin darse cuenta de que diciendo esas cosadinamitaba su propio mito; eso era todo, no habímás datos que aderezaran la imagen de Orio
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convertido en pianista célebre en Sudamérica, nhabía nada más y, en un descuido, ni siquiera ercierto que fuera pianista, o quizá sólo se habí
nscrito y había asistido a un par de clases, probablemente ni eso, no hay documentos dondcomprobarlo y todo lo que hay es lo que contabu hermano que lo mismo hubiera podido decir qu
era escritor, o alquimista o campeón nacional denis pero, en todo caso, concediendo lmportancia que tuvo el mito en nuestr
concepción de Oriol, no dejaba de tener gracia
aunque también fuera un acontecimiento trágico deprimente que Oriol estuviera tocando unstrumento, no un piano pero quizá un clarinete
cuando no dirigiendo esa banda metálica dpueblo que atronaba con una energía que llenabas calles de Prats de Molló, se desbordaba po
éstas como una inundación, como si se hubieroto la represa que la contenía y su corrient
desbocada estuviera a punto de ahogar a lo
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habitantes con sus notas de metal agudo, uncorriente que era un escándalo que ya no mpermitió preguntarle al centinela por la clase d
actividad que desarrollaba Oriol en la plazprincipal, el ruido no permitía el intercambio dpalabras y la velocidad y la destreza con la quba desplazándose el centinela entre la multitu
ampoco facilitaba el acercamiento, la cercanínecesaria para preguntarle, ¿mi tío está tocando eesa banda de metales agudos que nos ahoga?, unpregunta pertinente, necesaria para prepararm
aunque fuera con extrema urgencia para eencuentro y para echar por tierra de una vez emito del pianista, esa imaginería que durante añohabía promovido Arcadi en La Portuguesa y quo, que toda la vida la había creído a pie juntilla
empecé a cuestionar a medida que había iddescubriendo, reconstruyendo y recreando la vidnefanda de Oriol, ¿cómo podía ese animal habeido músico?, otra pregunta pertinente cuy
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espuesta estaba a punto de llegar porque lmúsica se oía cada vez más cerca y yo caminabcada vez más rápido abriéndome paso en l
muchedumbre, tratando de no perder de vista acentinela que volteaba todo el tiempo, lanzaba sueojos magistrales, para comprobar que no m
había extraviado, y en el momento en que estaba
punto de alcanzarlo, a punto de cogerle coexcesiva confianza del brazo para preguntarle esque me parecía fundamental, en el momentpreciso de estirar la mano, una fracción d
egundo antes de que las yemas de mis dedoocaran la manga de su abrigo, di un paso en falsobre un desnivel que había en la calle y par
evitar la caída, la rodada aparatosa por el suelome cogí instintivamente de un hombre, mucho mábajo que yo, que por poco rueda conmigo pero ecaso es que nada pasó, conseguimos los domantener el equilibrio y yo pedí disculpas y él dijcortésmente que no era nada, «¿Se encuentra uste
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bien?», todavía educadamente preguntó enseguida regresó a lo suyo, al brazo de su mujer al paseo alegre por la calle el día de la fiesta de
pueblo, no pasó absolutamente nada, no fue máque un traspié trivial, uno de esos malos pasos quda uno a veces sin ninguna consecuencia pero aquesos segundos que perdí fueron suficientes par
que el centinela desapareciera de mi vista, mquedé ahí de pie tratando de localizarlo entre lmultitud, temiendo de pronto no volver encontrarlo y perder la oportunidad de ver a Orio
una cosa de la que había dudado hasta esmomento en que, agobiado porque la oportunidapodía desvanecerse, me parecía un deber, algo quenía obligatoriamente que hacer, un episodimprescindible en esa historia que llevaba meseeconstruyendo y que, sin ese encuentro, quedaríncompleta, trunca, inhabitada como la casa de l
película rusa, perdida para siempre; me quedquieto, inmóvil, volteando de un lado para otro
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esperando que el centinela me repescara con unde sus golpes de ojo magistrales, pero el tiempempezó a hacerse largo, el centinela no me habí
epescado en el acto y eso me hizo pensar qudebía moverme, debía dejarme guiar por lmultitud, avanzar hacia delante porque al final da calle, que era una arteria estrecha, parecía qu
e abría un espacio, podía adivinarse por la formen que la gente, que llegaba hasta allá en una filapretujada, se dispersaba y también porque euido de la banda aumentaba a medida que no
acercábamos a ese espacio que debía de ser lplaza principal, la plaza donde iba a encontrarmcon mi tío, y mientras miraba a un lado y a otrocon creciente ansiedad, para ver si lograbocalizar al centinela, pensé en el mapa de Googl
que había usado para localizar la cárcel y que traíen el bolsillo, no nos habíamos desplazaddemasiado y encontrando el nombre de la calldonde estaba podía averiguar con toda exactitud
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aquel espacio abierto que se adivinaba era unplaza, y empezaba a mirar las paredes en busca denombre de la calle, y a palparme el bolsillo e
busca del mapa cuando el centinela se me plantenfrente. «Le dije que no me perdiera de vista»me dijo y enseguida, sin que yo pudiera decirlnada, se echó a andar delante de mí y yo no pud
hacer más que salir pitando detrás de él e intentano perderlo, tratar de irme colando entre lmultitud de la misma forma que él lo hacíamoviéndose en diagonales, en breves corrimiento
hacia un lado, presionando disimuladamente a locuerpos que tenía a su alrededor un poco con ehombro, un poco con el antebrazo, de repente coa cadera, una efectiva coreografía que le permití
andar con rapidez entre la gente sin perder el pas así, conmigo detrás, haciendo de su sombralegamos al final de la calle donde, efectivamente
estaba una plaza, varias calles confluían en esespacio y en el centro se apeñuscaba un
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muchedumbre que gritaba, jaleaba y se divertíaograba imponer su bulla a la música estentórea da banda que, efectivamente, tocaba ahí mismo
entre la gente, montada en un templete que hacíque los músicos sobresalieran medio metro poencima de la muchedumbre, eran ocho, ibauniformados con una casaca azul y tocaban un
pieza, con aires de sardana, fundamentada en unvigorosa melancolía; sin perder de vista acentinela que se abría paso en dirección a lbanda, traté de mirar los rostros de los músico
pero desde la distancia en que nos encontrábamome era imposible, soy miope y aun con las gafapuestas no veo muy bien de lejos y sin embargo npodía quitarle los ojos de encima a esos ochostros borrosos que me producían un vacío en e
estómago, cualquiera de ellos podía ser el rostrde Oriol, era posible que yo estuviera ya, sidarme cuenta, frente a mi tío, frente a esa manchen la familia, frente a la parte más sucia de m
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árbol genealógico y de pronto pensé que, aucuando estuviera suficientemente cerca, me iba er muy difícil reconocerlo, la foto que me habí
enseñado la mujer de la alcaldía de Serralonguenía varias décadas, tenía, sin ir más lejos, máaños que yo, y en esas condiciones iba a ser mudifícil reconocerlo; el centinela había lograd
colarse más allá de la mitad de la plaza y yo detráde él, como su sombra, ya a una distancia mápropicia para observar la cara de los ochmúsicos que soplaban esa pieza vigorosa
melancólica, desde esa distancia podía apreciacon una incomodidad creciente porque la multitue apretaba a medida que nos acercábamos a
centro, que la mayoría de los músicos eran viejo en ese momento, procurando no perder de vist
al centinela, caí en la cuenta de que Oriol debía dener demasiados años para soplar en plena plaz
pública un instrumento de viento, o quizá noeculé a continuación, quizá su rusticidad, la vid
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de bruto que había llevado, su desasosegantanimalidad lo había endurecido suficientemente, lhabía vuelto correoso y longevo, quizá etern
como la mala yerba, perfectamente capaz de soplauna pieza tras otra por la boquilla de un clarinetede un corno inglés o de una tuba, esto pensaba ymientras intentaba descifrar los rostros, sacudid
de un lado a otro por nuestro accidentaddesplazamiento, estábamos ya muy cerca deemplete y ya podía ver las caras, los rasgos d
cada uno, el gesto deformado por el esfuerzo d
oplar en su instrumento, los mofletes hinchadouna vena palpitante en la sien y otra bajando por lfrente, estaba ya verdaderamente cerca con uhueco en el estómago y el corazón desbocado anta posibilidad de que los ojos de alguno de lo
ocho dieran con los míos y se produjera echispazo, el relámpago de reconocer a uno de louyos, de reconocerme en él, de identificar, con u
golpe de ojo, el santo y la seña de la tribu, en es
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rance me encontraba, hipnotizado por esos ochostros, cuando el centinela redujo su paso par
quedar junto a mí y decirme con su boca pegada
mi oreja, porque era considerable el ruido quhacían de cerca: «Su tío debe de andar por aquí»gritó el centinela en mi oído y señaló con la manun horizonte amplio que quedaba más allá de
emplete, en el fondo de la plaza. «¿Allá?»pregunté con un grito en su oído, desconcertadporque acababa de desbaratarme la historia demúsico, esa historia de la que yo de por sí siempr
había tenido dudas, pero durante los minutos qume había tomado llegar frente al templete eshistoria se había vuelto posible, factible, inclusdeseable porque verlo ahí, de casaca azul oplando esa pieza vigorosa en un corno inglé
hubiera matizado un poco su escabrosa biografíaquiero decir que su vida hubiera tenido siquiera udestello positivo, era un asesino y un hijo de putpero tocaba el clarinete, pensé y casi sonreí y en e
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acto concluí que ante su sólido historial criminael matiz hubiera sido irrelevante «y ahora», pensé«no le queda a Oriol ni esa irrelevancia», y segu
avanzando junto al centinela que había bajado eitmo porque a medida que nos acercábamos afondo de la plaza la gente se apretujaba más y má aprovechando que estábamos codo con codo
atrapados en un momentáneo impasse, me dijo gritos, para sobreponerse al escándalo: «Su tíale a veces a hacer trabajos para la comunidadeparar una puerta, levantar un bordillo, limpia
una calle, o ayudar en lo que haga falta cuando hafiesta», dijo y con eso aniquiló, de formdefinitiva, la carrera de músico de Oriol, sfulgurante trayectoria como pianista de lfilarmónica de Buenos Aires, su llegada a LPortuguesa con las partituras bajo el brazoaniquiló todo eso y además lo puso en su sitio, mío era un asesino y punto, un prisionero a caden
perpetua y lo que le correspondía no era poners
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una casaca azul y tocar la tuba, sino recoger lbasura, limpiar las cloacas, acaso cargar loablones para el templete de los músicos. «Venga
debe de andar por aquí», gritó el centinelmientras se abría paso, un poco a la fuerza, entra gente y yo para no quedarme atrás, para netrasar ni un segundo más esa expedición que y
empezaba a pesarme, me pegué a su espalda y mfui introduciendo por los mismos huecos que éabría, metiendo primero un hombro y luego lodilla o la cadera, caminando de perfi
ntroduciéndome cada vez más hondo en esa mascompacta de personas que de pronto se reían gritaban por algo que estaba pasando en el fondo que era eso que los tenía ahí apretujados, algo quo no alcanzaba a distinguir porque iba pegado a espalda del centinela, concentrado en nepararme ni un milímetro porque empezaba
pensar que a mí solo me iba a ser imposiblabrirme paso, en cuanto lograba meter un hombr
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entre dos personas, por el hueco que acababa dabrir el centinela, tenía que desatascar una piernque se había quedado prensada atrás, en la cap
anterior de gente, y meterla en la capa siguientedonde ya había metido el hombro en el hueco quhabía abierto el centinela, y después tenía quhacer lo mismo con la otra pierna, ib
adentrándome capa tras capa y en cierto momentoen que una señora gritó y me increpó que le habípisado un pie, volteé fugazmente para disculparmepara decirle que hacerle daño no había sido m
ntención y lo que vi detrás de ella me llenó dagobio porque hasta ese momento no habíeparado en todo el camino que había recorrido
en lo mucho que me había adentrado en esmultitud densa, compacta, estaba atrapado emedio del gentío y la marcha atrás era impensableno tenía más remedio que seguir pegado acentinela y tratar de salir por el otro lado, donde suponía que íbamos a encontrarnos con mi tío
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al verme ahí atrapado, apretujado en esa multitudcomenzó a faltarme la respiración y una oleada dclaustrofobia fue subiéndome desde el estómago
un instante después ya empezaba a solapar lposibilidad de abrirme paso con violencia escapar de ahí por uno de los costados que parecímás accesible, el pánico de estar encerrado en es
multitud había relegado a un segundo plano emotivo por el que estaba ahí encerrado, el objetivque me había llevado hasta ahí, en ese momento npensaba más que en abrirme paso como fuera par
escapar de mi encierro, de mi horrendclaustrofobia y empezaba a manotear y a mover lobrazos y a tratar de pasar literalmente por encimde la gente cuando el centinela me cogió coautoridad de un brazo y me gritó: «¡Cálmese!, sío está aquí, a unos cuantos metros», y esa notici
disipó mi claustrofobia, dejé de manotear y volví pegarme sumisamente a la espalda de mi guía unos segundos más tarde, como por arte de magia
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legamos al borde de la multitud y ante nosotros sabrió un espacio vacío por donde corría gente, lopersonajes de una representación que era lo qu
enía a toda esa muchedumbre concentrada en espunto, y no la banda de música como yo habícreído, esos ocho músicos que seguían tocando lpieza vigorosa con aires de sardana y que ahí, e
el borde de la multitud, ya era menos estentóreaera un fondo para las risas, los gritos y el jaleque provocaba la representación. «C’est la Fête d’ours», dijo el centinela señalando a los chavale
disfrazados que corrían de arriba abajo, ya sigritarme en el oído y con una sonrisa que, tuve lmpresión, se debía menos a esa fiesta, queguramente había visto demasiadas veces, que a
alivio de haber llegado hasta ahí y de estar a puntde coronar esa engorrosa encomienda; estaba tadistendido el centinela, tan contento de habecruzado con éxito ese mar de gente que, mientrame explicaba mecánicamente los pormenores de l
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epresentación, rebuscó en el bolsillo de su abrighasta que encontró un purete que se llevó a lboca; la representación era como cualquier fiest
pueblerina, una simpleza que la gente se tomaba eerio, una corrediza entre dos bandos dmuchachos, unos pintados de blanco y otros dnegro, que debían de estar haciendo lo mismo qu
hacían a su edad sus padres, y sus abuelos y subisabuelos cada 18 de febrero en ese pueblo, lonegros corrían detrás de los blancos e intentabaponerles las manos pintadas encima par
mancharlos, y los blancos intentaban la mismcosa, era la representación, según me explicaba ecentinela, de la historia del oso y la pastora, y a mu explicación me parecía fuera de sitio porque yo que quería era ver a mi tío y desaparecer, el soibio que nos había acompañado todo el tiemp
acababa de ser sepultado por una masa de nubenegras y un viento helado comenzaba a barrer lplaza, «Ahí viene la nieve», dijo el centinel
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mirando con displicencia el cielo, dedicándole uargo churro de humo, como si estuvier
apoltronado en un bar criticando las humedade
del techo, «Espero que se equivoque porque tengque regresar a Barcelona», le dije, pensando en eío que iba a ser el regreso con la carreter
nevada, como hacía un buen día no había tomad
a precaución de llevar las cadenas, unamentable tontería. «Habrá nieve, se lo aseguro»dijo y me miró con cierta compasión, con escondescendencia que tienen los hombres de
campo, acostumbrados a interpretar la naturalezafrente a los habitantes de la ciudad que no tenemoque interpretar nada: se abre el paraguas cuandlueve o se coge el metro o un taxi, no es ca
nunca una amenaza la naturaleza en las ciudadeno como en la montaña donde puedes terminar tudías en medio de una tormenta de nieve, y apensar esto regresé al gigante, y a Oriol y al asuntque me tenía en esa plaza abarrotada de gente
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barrida por el viento, el centinela seguía fumand añadía con bastante desgana datos y anécdota
para ilustrar la Fête de l’ours que, como he dicho
me parecía una simpleza, y mientras hablaba fumaba el centinela noté que entre los chavalenegros y blancos que se perseguían parmancharse unos a otros había un hombre vestid
de harapos, cubierto de arriba abajo de una pinturaceitosa que se le apelmazaba en la greña y en labarbas y que sujetaban un par de muchachos codos cadenas, a la muñeca una y al tobillo la otra,
esta sujeción excéntrica lo hacía moverse codificultad e incluso irse de bruces al suelo, cosque divertía mucho al gentío que, entonces me dcuenta, jaleaba a los muchachos para que tirarade las cadenas: por lo que había entendido de lexplicación mecánica del centinela, se trataba dehombre que representaba al oso en el momento eque los campesinos lo habían hecho prisionero o habían afeitado para humanizarlo y para qu
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desempeñara tareas en el pueblo, como reparauna puerta o tapar un socavón en una calleactividades que ese hombre simulaba hacer, la
actuaba, las fingía con una rutina inverosímil, mábien ridícula, cogía tierra que no había con unpala imaginaria y, cada vez que ponía en prácticu falso quehacer, pasaba un muchacho negro
uno blanco y le daba una patada en el culo, o lpegaba con la mano abierta en la cabeza y despuéeguía a lo suyo, que era manchar de pintura a su
contertulios y el «oso», como la gente se dirigía
quien lo encarnaba, era el personaje trágico cómico de la fiesta, nadie perdía oportunidad ddarle un golpe y la muchedumbre celebraba abiar cada vez que caía al suelo, de todas la
formas posibles, de cara, de culo, de costadobre alguna extremidad, el pueblo completo l
aplicaba la misma rutina, con la misma saña gual crueldad que habían aplicado su
antepasados al oso real, a la bestia que habí
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ecuestrado a la pastora, ese pobre hombre llende aceite no lo pasaba mejor que el oso auténtico encima los harapos no lo protegían del viento qu
barría la plaza ni del intenso frío que era, ya no mquedaba ninguna duda, el preámbulo de la nieveno habían pasado ni cinco minutos desde que nohabíamos plantado ahí a ver la representación y y
a estaba angustiado por el maltrato que ldispensaban al oso, un maltrato real que incluso lhabía abierto una brecha en la frente, de donde lbrotaba un hilo de sangre que nada más salir s
mezclaba con la pintura aceitosa, me parecínexplicable que alguien fuera capaz de prestarspara representar ese personaje pero, penséambién es verdad que cada pueblo tiene su
códigos y cada fiesta su elenco y a lo mejor salde oso era un honor, un privilegio, una distincióque los vecinos comentarían el resto del año, sólde esa forma podía explicarse que ese pobrhombre resistiera semejante maltrato y que la gent
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aplaudiera feliz cada vez que alguien le daba ugolpe, o una patada, o cada vez que sus docustodios tiraban de las cadenas para que se fuer
al suelo, y la algarabía era tal cuando caía, logritos y el jaleo eran de tal magnitud que lorquesta estentórea, que ya había pasado a udeshilvanado swing, quedaba sepultada debajo de
griterío y yo empezaba a preguntarme quhacíamos ahí, la nieve iba a caernos encima ecualquier momento y no me apetecía estar emedio de la plaza cuando eso sucediera. «¿Cuánd
veremos a mi tío?», pregunté con ciertmpaciencia y el centinela me hizo un gesto con lmano, un gesto que invitaba a la calma y a lranquilidad, supuse que esperaríamos a querminara la representación para cruzar hacia e
otro lado sin interrumpir a los actores, más allhabía dos menesterosos trabajando en el portal dun edificio, un par de hombres agachados queparaban algo en la pared, una conexión, una tom
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de agua, una zona descascarada de la pintura, srabajo llamaba la atención porque eran los único
que no participaban de la fiesta del oso; desde l
distancia donde me encontraba, que no era muchapodía distinguir que uno de ellos era un viejo qupodía tener la edad de Oriol y de pronto tuve lcerteza de que era él, de que en cuanto terminara l
epresentación nos acercaríamos, ¿quién más quun preso podía estar haciendo ese trabajprecisamente ese día?, e iba a decirle todo esto acentinela cuando sentí un violento empujón qu
casi me tiró al suelo, un par de personajes blancoe habían descontrolado, habían brincado haciatrás para que el oso no los manchara de grasa en cambio me habían manchado a mí de blanco unmanga del abrigo y el pantalón al centinela, aiempo que nos envolvía un chillido general, cas
histérico, porque el oso al que todos maltrataban del que todos huían había caído nuevamente auelo, a un metro escaso de donde estábamos,
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rataba de levantarse con dificultad, sin dejar depresentar su papel, de fingirlo, de actuarloirando zarpazos inofensivos y adoptando un
actitud de oso enfurecido que contrastaba con easpecto desvalido y lastimoso de su cuerpo, y aenerlo tan de cerca vi que se trataba de un hombr
mayor y me dio todavía más pena, debajo de lo
harapos se veía una espalda huesuda que según smoviera quedaba completamente a la intemperie«¿Cómo pueden tratar a ese hombre así?», le dijal centinela, «tenerlo con tan poca ropa con el frí
que hace», y el centinela se me quedó mirando duna forma que me desconcertó, me miró con undureza que me dio incluso miedo; y cuando iba preguntarle que por qué me miraba de esa formael oso, al tratar de levantarse, volvió a caerse casencima de nuestros pies y pude ver de cerca spelo grasiento, su barba revuelta y llena dporquerías y su boca sin dientes que emitía, hastentonces lo percibí, un remedo de gruñido de oso
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anta lástima me produjo el viejo que, pasando poalto el protocolo de la fiesta, me agaché y lo cogde una axila y en cuanto tiré hacia arriba par
evantarlo vi que la pierna que tenía libre, la quba sin cadena, era una pata de palo y en cuanto luve frente a mí, precariamente de pie porque la
cadenas amenazaban con llevarlo de nuevo a
uelo, en cuanto sus ojos hicieron contacto con lomíos sentí que el mundo se me venía encima, vi loojos de mi madre y de mi hermano, vi en su rostrmis propios rasgos, vi en su gesto patético el sant
la seña de mi tribu, volteé a ver incrédulo acentinela y vi que seguía con esa expresiódurísima, inquebrantable, donde no cabía ni undebilidad, ni una fisura donde pudiera yapoyarme, encaré nuevamente a Oriol, lmuchedumbre gritaba y sus custodios tiraban das cadenas, el oso tenía que regresar a la fiesta o lo tenía cogido por las axilas, observándom
con una mirada vacía, casi idiota, una mirad
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desoladora que me dejó sin palabras, siargumentos, sin fuerza para seguir adelante y lolté, lo dejé ir, lo regresé a la multitud que exigí
verlo tropezar, caerse, derrumbarse.
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ORDI SOLER. Nació en 1963 en La Portuguesacomunidad de republicanos catalanes asentada e
a jungla de Veracruz, México. Con su primernovela Bocafloja (1988) Soler se convirtió en unde las voces literarias más importantes de sgeneración, lo que han venido a corroborar toda
us obras posteriores. En México, dondparalelamente a su carrera literaria conducíprogramas de música y literatura en domportantes emisoras de radio de D. F. con un
gran audiencia, publicó libros de poema
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antologías de cuentos y las novelas La corsari
1996), Nueve Aquitania (1999) y La mujer qu
enía los pies feos (2001).
Ya residiendo en Barcelona, tras su etapcomo agregado cultural en la Embajada de Méxicen Dublín, publicó Los rojos de ultramar (2004
a última hora del último día (2007) y La fiest
del oso (2009; Prix Littéraire des JeuneEuropéens 2011), que constituyen la trilogía que eautor ha dedicado a los efectos de la Guerra Civen su familia, obligada a emigrar a México por s
compromiso con la República.Sus últimos libros son la novela Diles que so
cadáveres (2011), una delirante y cómicnarración con las peripecias irlandesas del poetfrancés Antonin Artaud como fondo argumentaSalvador Dalí y la más inquietante de las chica
eyé (2011), un libro inclasificable que combinos relatos más hilarantes con las historias márágicas de la cultura popular de los último
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