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La función social de la historia: experiencia, identidad y ficción Introducción El tema que a continuación indagaré, se centra en un análisis del papel de la ficción en la representación histórica. Considero que las implicaciones de la ficción son de índole tanto epistemológica como ontológica, en el sentido de que su función es, primero, producir sentido, y, segundo, producir presencia. Desde esta perspectiva, pienso a la ficción, el arreglo ficcional o, si se prefiere, la ficcionalización, como una operación que, en un primer momento, dota de sentido/significado al mundo empírico. En un segundo momento, los contenidos ficcionales (semióticos) del discurso histórico, es decir los significados construidos, trascienden el discurso y se concretizan, actualizan o cristalizan, en el mundo para estructurar las prácticas y relaciones sociales (presencia). Desde esta perspectiva, pienso a la ficción ya no como una distorsión de la realidad, sino como un componente esencial de ella. En la historiografía, considero, el lenguaje figurativo funge como el suplemento del lenguaje literal en su objetivo de representar el pasado. Así, el discurso histórico, constituido por elementos tanto ficcionales (figurativos, retóricos, simbólicos, semióticos) como “reales”, lejos de ser un producto neutro y transparente entre el lenguaje y el mundo, es un medio muy eficaz en la producción de significados, cuyo objetivo (si bien no el único) es la construcción ideológica de la realidad. Ahora bien, ¿cómo puede vincularse el tema de la ficción en el discurso histórico con el tema de la función social de

La Función Social de La Historia. Experiencia, Identidad y Ficción

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Tras la profecionalización de sus estudios en el siglo XIX, la historiografía reguló y organizó su práctica con base en la racionalidad científica. Esto derivó en un acercamiento hacia una reflexión histórica predominantemente epistemológica, que meditaba exclusivamente sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento histórico. Una de las consecuencias fue que la disciplina perdió su función normativa y orientadora (ideológica y moral) al omitir como tema de estudio el sentido de los procesos históricos. Es decir, al privilegiarse los elementos netamente epistemológicos del discurso histórico, se dejó a un lado las consideraciones y reflexiones filosóficas sobre su función social.

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La función social de la historia: experiencia, identidad y ficción

Introducción

El tema que a continuación indagaré, se centra en un análisis del papel de la ficción en la representación histórica. Considero que las implicaciones de la ficción son de índole tanto epistemológica como ontológica, en el sentido de que su función es, primero, producir sentido, y, segundo, producir presencia. Desde esta perspectiva, pienso a la ficción, el arreglo ficcional o, si se prefiere, la ficcionalización, como una operación que, en un primer momento, dota de sentido/significado al mundo empírico. En un segundo momento, los contenidos ficcionales (semióticos) del discurso histórico, es decir los significados construidos, trascienden el discurso y se concretizan, actualizan o cristalizan, en el mundo para estructurar las prácticas y relaciones sociales (presencia).

Desde esta perspectiva, pienso a la ficción ya no como una distorsión de la realidad, sino como un componente esencial de ella. En la historiografía, considero, el lenguaje figurativo funge como el suplemento del lenguaje literal en su objetivo de representar el pasado. Así, el discurso histórico, constituido por elementos tanto ficcionales (figurativos, retóricos, simbólicos, semióticos) como “reales”, lejos de ser un producto neutro y transparente entre el lenguaje y el mundo, es un medio muy eficaz en la producción de significados, cuyo objetivo (si bien no el único) es la construcción ideológica de la realidad.

Ahora bien, ¿cómo puede vincularse el tema de la ficción en el discurso histórico con el tema de la función social de dicho discurso? ¿Cómo puede la idea de identidad (individual o colectiva) como función social de la historia ser vista desde la perspectiva de la ficción? ¿Cómo puede ayudar la ficción a la creación de identidad? ¿Cuál podría ser su papel? Estas son las preguntas que intentaré responder en el presente trabajo. Como afirma Hayden White, todo discurso histórico lleva aparejado una concepción específica de la historia y, por ende, una noción filosófica y teórica de su labor. De este modo, a lo largo del presente trabajo intentaré desarrollar mi concepto de historia y explicitar mi postura en cuanto a filosofía y teoría así como, obviamente, su función social.

Historia, filosofía de la historia y teoría de la historia

En el siglo XVIII se inscribe un giro en el paradigma de la relación entre el individuo y la realidad. Los pensadores de esta época veían en el lenguaje formal de las ciencias naturales la matriz lógica de todo conocimiento fidedigno del mundo. Así, como afirma Alfonso Mendiola, la sociedad moderna construyó su noción de razón y verdad entorno a las consideraciones de las ciencias nomológicas-deductivas. El siglo XIX marca la fundación

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del estudio científico de los fenómenos sociales, esto es, se da un intento por ampliar la racionalidad científica (leyes lógicas), propia de las ciencias naturales, a la sociedad.1 Es en este contexto que los estudios históricos se profesionalizan.

Con dicha profesionalización la historiografía reguló y organizó su práctica con base en la racionalidad científica. De esta manera, creó un sistema de referencia dentro del cual se objetivó a la naturaleza como algo a dominar (“voluntad de conocimiento”). Paulatinamente fue dándose la exclusión del campo historiográfico de elementos que se identificaron como contrarios a los ideales cientificistas. Así, la historiografía se deslindó de las fábulas, los mitos y la literatura para constituirse como una disciplina sapiente que, diagnosticando lo falso y errado de aquellas, labró su propio camino en nombre de la “verdad” y la “realidad”.2 Esto derivó en un acercamiento hacia una reflexión histórica predominantemente epistemológica, que meditaba exclusivamente sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento histórico.

La consolidación en la disciplina histórica de la teoría epistemológica tuvo como costo la neutralización y exclusión de todo el espectro de experiencias precientíficas y ficcionales cotidianas: los sentimientos, los estados de ánimo, las consideraciones morales e ideológicas, en fin, todos aquellos elementos subjetivos que también entran en juego en nuestra relación con el pasado. Se considera que el historiador, con sus pretensiones de conocer y explicar objetivamente el pasado, debe alejarse de todas aquellas “deformaciones subjetivas” ya que ellas representan una distorsión de la realidad (pasada).

Al menos dos han sido las consecuencias importantes de ese tipo de consideraciones. La primera, como afirma Johannes Rohbeck, fue que la disciplina perdió su función normativa y orientadora (ideológica y moral) al omitir como tema de estudio el sentido de los procesos históricos.3 Es decir, al privilegiarse los elementos netamente epistemológicos del discurso histórico, se dejó a un lado las consideraciones y reflexiones filosóficas sobre su función social: la teoría de la historia ocupa el primer plano, mientras que la filosofía de la historia es relegada a un segundo lugar. Debido a esto, la segunda consecuencia es que la historiografía adoptó una postura ahistórica de su propia práctica, es decir, que ignora su propia historicidad. El puente que el discurso histórico tendía entre los regímenes de tiempo se rompieron, provocando lo que Françios Hartog llama “presentismo”: una nueva configuración del orden del tiempo en donde la relación pasado-presente-futuro ha perdido sus conexiones (sobre todo la conexión con el futuro) y se experimenta un presente perpetuo y casi inmóvil.4

1 Alfonso Mendiola, “Las tecnologías de la comunicación. De la racionalidad oral a la racionalidad impresa”, en Historia y grafía, UIA, num. 18, 2002, p. 17.2 Michel de Certeau, “La Historia, ciencia y ficción”, en Historia y Psicoanálisis, México, UIA, 2004, p. 1-2.3 Johannes Rohbeck, Filosofía de la historia. Historicismo, posthistoire: una propuesta de síntesis, México, UAM-Azcapotzalco, 2004, p. 24-27.4 Françios Hartog, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencia del tiempo, México, UIA, 2007, p. 40.

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¿Es posible revertir esta tendencia? Pienso que sí, y a continuación desarrollaré mi postura. El historiador debe cobrar conciencia de su propia historicidad (y el de su discurso) como el primer requisito indispensable para repensar las relaciones pasado-presente-futuro. Una primera aproximación sería una reconsideración de nuestra propia concepción de historia. Ella debe incluir estos elementos precientífcos, ficticios y subjetivos que revelen los aspectos contingentes y relativos de su quehacer. Aquello implica que consideremos a la historia, antes de ser un discurso científico, como un discurso cultural y en sí mismo histórico que no puede pretender un estatus independiente propio. Así, entiendo por “historia” los diferentes modos que tienen colectividades dadas de concebir el tiempo y figurarse sus relaciones con el pasado,5 el presente y el futuro.

Dichos modos de figurarse el pasado dan como resultado muchas visiones diferentes, inclusive mutuamente excluyentes, sobre los acontecimientos y procesos hallados en el pasado per se. Como consecuencia de esto, considero al texto histórico ya no como un objeto transparente que nos permite ver el pasado tal cual, sino, parafraseando a Hayden White, una forma discursiva que supone e impone al pasado determinadas opciones ontológicas y epistemológicas con implicaciones ideológicas e incluso específicamente políticas. Así, la narración histórica, lejos de ser un medio neutro para la representación de acontecimientos y procesos históricos, es la materia misma de una concepción mítica de la realidad, un contenido conceptual o pseudoconceptual que, cuando se utiliza para representar acontecimientos reales, dota a éstos de una coherencia ilusoria (ficcional) y de tipos de significaciones más características del pensamiento figurativo o ficcional que del pensar formal o lógico.6

Considero que esta concepción, influenciada desde el paradigma del “giro lingüístico”, tiene la ventaja, importantísima para una reflexión sobre la función social de la historia, de considerar la construcción del conocimiento y nuestra configuración de la realidad de manera sociohistórica. Esta ventaja radica en el gesto de pensar que, por decirlo así, “nuestro destino está en nuestras manos”. Nos da la flexibilidad para inventar y reinventar nuestra realidad, nuestra identidad, la forma en que nos relacionamos con el pasado, con otros y con el mundo. En otras palabras, permite entender que no existe una sola forma de ver, percibir y experimentar la realidad. En definitiva, parafraseando a Niklas Luhmann, una historiografía así concebida, fuera de una comprensión lineal-teológica, definiría condiciones de posibilidad y ya no una meta trascendental.

En el siguiente apartado desarrollaré lo que, para mí, es la función social de la historia apelando a los elementos que acabo de desarrollar.

5 Cfr. Françoise Perus (comp.), La historia en la ficción y la ficción en la historia. Reflexiones en torno a la cultura y algunas nociones afines: historia, lenguaje y ficción, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Sociales, 2009. 6 Cfr. Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo Cultura Económica, 1992.

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Discurso histórico: experiencia, identidad y ficción.

Como afirma Frank Ankersmit, la interrogante sobre el sentido de la historiografía ha recibido distintas respuestas, de las cuales la más convincente sigue siendo la de que nuestra identidad radica en la historia. La respuesta a la cuestión de quiénes somos puede encontrarse en nuestra historia de vida (res gestae), así como en nuestros recuerdos de ella (rerum gestarum).7 Esto indica que nuestra identidad es producto tanto de nuestras experiencias de la realidad (pasada), como de nuestros discursos sobre ella. La experiencia sobre el pasado y su comunicación, inciden en la manera en que nosotros nos posicionamos frente al mundo, nos miramos a nosotros mismos y a los demás, y adquirimos un papel en la realidad social que prescribe nuestras acciones tanto individuales como colectivas.

Para Ankersmit, la creación de una nueva identidad tiene que ver con el proceso, digámoslo así, “dialéctico” entre la asociación (memoria) y la disociación (olvido) del pasado. Primero debe admitirse el pasado en su totalidad en nuestra identidad, debe ser reconocido como un mundo que hemos dejado atrás; sólo entonces puede ser repudiado y transformarse en una identidad nueva. En síntesis, dice Ankersmit, “trascender el pasado no sólo brinda y supone una comprensión completa de la identidad anterior al ganar una nueva, sino que implica también la disolución de la anterior; esto es, la autodisolución de una cultura o una sociedad”.8 Es por ello que para Ankersmit la experiencia histórica es del orden de lo “sublime”, pues genera un trauma: sentimientos de pérdida y amor, de dolor y placer.

De esta manera, apunta Ankersmit, nuestra experiencia del pasado incluye esta combinación paradójica: primero tiene que historizarse radicalmente el pasado (asociación), para que pueda ser aceptado y posteriormente expulsado de la identidad colectiva en un segundo movimiento (disociación).9 Esta experiencia del pasado es tanto un movimiento a favor como en contra de la historia; es la manera más profunda e intensa de experimentar el pasado (ocasiona el trauma en lugar de superarlo), al mismo tiempo que constituye un trampolín para salir de él. Por tanto, el discurso histórico, y esto es lo decisivo, tiene la función de asociar y al mismo tiempo disociar el pasado para reinventar una identidad. La identidad así entendida, es una forma de objetivación de nosotros mismos, es tomar conciencia de nuestro ser.

La identidad no sólo está del lado de la experiencia, sino también de la representación y del lenguaje; tiene que ver con las acciones simbólicas de los actores sociales y, por tanto, está coligada con la ficción. Veamos en qué sentido se sostiene esta afirmación.

7 Frank Ankersmit, La experiencia histórica sublime, México, Universidad Iberoamericana, 2010, p. 337.8 Ibid, p. 363.9 Ibid, p. 364.

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Como afirma Jürgen Habermas, las vivencias (experiencia)10 están estructuradas por relaciones simbólicas (lingüísticas) y, por tanto, están siempre mediadas por un acto de comprensión de sentido. Estás vivencias deben su contenido semántico a su posición en un sistema lingüístico intersubjetivo. Todo individuo, como miembro de un sistema cultural y social, comparte con sus pares todo un contexto semántico y semiótico que hace que cobre sentido su “estar en el mundo”. Así, la interacción y la compresión entre individuos está mediada por el uso intersubjetivamente vincúlate de símbolos. El lenguaje, por tanto, es donde el hombre puede exteriorizar su interioridad: asegura la comunicación, comprensión y comunidad entre individuos. Desde esta perspectiva, afirma Habermas, toda vivencia tiene un significado cognitivo poético. La poiesis, entendida como creación de sentido (que yo asocio al término ficción), es el proceso de producción en el que el espíritu se objetiva así mismo y, al mismo tiempo, reflexiona sobre sus propias manifestaciones.11

Hagamos un resumen rápido de mi postura. El discurso histórico tiene la función de asociar y al mismo tiempo disociar el pasado para reinventar una identidad tanto individual como colectiva. Esta identidad está determinada por una producción de sentido (ficción) en el cual se crea una objetivación de nosotros mismos (relación pasado-presente) tanto como individuos como sociedad, con el fin de proponer nuevas estructuras sociales y dar un sentido orientador (proyección hacia futuro). Esa es, para mí, su función social. Ahora bien, ¿qué forma tendría, más específicamente, esto? El discurso histórico, como producción de sentido y función orientadora, propongo, debe entenderse desde la distinción entre “realidad y posibilidad” o bien, “actualidad y potencialidad”. De esta manera, repitiendo lo que he dicho parafraseando a Niklas Luhmann, una historiografía fuera de una comprensión lineal-teológica definiría condiciones de posibilidad y ya no una meta trascendental.12

La idea que tengo en mente puede asemejarse, aunque parezca contradictorio, a la razón práctica kantiana. Para Kant, la razón práctica tiene que ver con la proposición de postulados morales que orienten la acción objetiva. Es decir, los postulados morales tienen que ver con la voluntad, entendida ésta como la capacidad que prescribe una acción para llegar a un fin. Como tal, la razón práctica es un tipo de ética formalista que nos señala cómo podemos actuar. Así, dice Kant, “la ley moral no se concibe como objetivamente necesaria, sino porque para todo ser dotado de razón y voluntad debe tener el mismo

10 Cabe mencionar que existe una diferencia en la concepción de “experiencia” entre Ankersmit y Habermas. Mientras éste último asocia la experiencia con “la vivencia en su dimensión temporal” (un entendimiento clásico de la hermenéutica alemana), Ankersmit entiende por experiencia un tipo “sensación fenomenológica” o “percepción estética e intelectual” sobre el pasado en sí. Podría decirse, aunque Ankersmit lo niega, que su concepción de experiencia se asemeja a un empirismo esteticista. Como se podrá observar, yo uso el término de experiencia más asociado a la forma de Habermas que la de Ankersmit.11 Jürgen Habermas, Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1982, p. 154 y 155. Esto quiere decir que la historia es un conocimiento tanto autorreferencial como autoreflexivo.12 Niklas Luhmann, “Tiempo universal e historia de los sistemas”, citado en Alfonso Mendiola, “La inestabilidad de lo real en la ciencia de la historia”, Historia y grafía, UIA, num. 24, 2005, p. 102.

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valor”.13 Esto es, que los postulados morales no pueden ser trascendentales ya que exige un convencimiento subjetivo que, a su vez, debe tener una aceptación intersubjetiva.

Es desde esta posición que debemos entender su idea de un progreso histórico a partir de una “intención de la Naturaleza”. En efecto, al caracterizar el progreso humano como una intención de la Naturaleza, debemos interpretar a éste no como un fin necesario en sí mismo, sino como un postulado a priori. Kant sabía que la razón pura (teórica) es incapaz de afirmar la existencia de un progreso (de allí su rechazo en hacer una historia empírica) o de una Naturaleza teleológica, por eso debemos asumir dicha existencia atendiendo a las ventajas que este supuesto reporta para el uso práctico de la razón: el progreso del género humano tenemos que asumirlo en carácter de deber y posibilidad. Dicho en otras palabras, la idea de una Naturaleza teleológica es una necesidad práctica a fin de que sea posible para nosotros confiar en la factibilidad del progreso histórico, y actuar así de manera consecuente con tal progreso moral. Como dice Ileana Beade, asumir la idea de una Naturaleza providencial no implica, por consiguiente, afirmar una determinación real de la Naturaleza sobre la Historia, ya que esta idea nada nos dice, en rigor, acerca de lo que de hecho sucede (en el plano empírico-histórico), sino que expresa cómo podemos pensar los acontecimientos de manera tal que podamos confiar en la posibilidad del progreso de nuestra especie, comprometiéndonos con ello a la realización de acciones orientadas a promoverlo.14

Los postulados morales son un tipo de ficcionalización (dotar de sentido al mundo empírico) que nos muestran posibles caminos que pudiéramos seguir. Entendido desde este punto de vista, la ficción como razón práctica adquiere la forma de una propuesta. La propuesta, entonces, está determinada por una tensión entre presente (acciones y vivencias actuales) y futuro (acciones y vivencias potenciales). Así, la propuesta no adquiere la forma de una inmanencia o necesidad ya que ella está inscrita en un tiempo específico por una sociedad específica (contingencia e historicidad): su gesto es la construcción de referencia (aquello que existe para un sistema sociedad), es decir, es un proceso autorreferencial. La ficción como producción de sentido orientador en el discurso histórico funciona como un elemento autopoiético tanto del individuo como del sistema social. Es un mecanismo de construcción y reconstrucción de la misma sociedad que consiste, a través de la observación del pasado, en marcar esos trazos de posibilidad.

Como afirma Alfonso Mendiola, el discurso histórico, en nuestro tiempo, es la composición de un lugar que instituye en el presente la ambivalencia del pasado y el futuro, es decir, al mismo tiempo que crea un lugar al pasado, crea uno para el futuro mostrando algo que le falta al presente. Paradójicamente, la historia como saber revela los límites de nuestra

13 Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, Mestas, tercera edición, 2008, p. 61.14 Ileana Beade, “Libertad y Naturaleza en la Filosofía kantiana de la Historia”, Daímon. Revista Internacional de Filosfía, no. 54, 2011, p. 33.

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propia producción de sentido, esto es, la contingencia de nuestra sociedad.15 Con esto, continúa Mendiola parafraseando a Michel de Certeau, podemos concluir que la tarea central de la historia, en la actualidad, es la de “simbolizar el límite”, para con ello hacer posible su superación.16

Bibliografía

Ankersmit, Frank, La experiencia histórica sublime, México, Universidad Iberoamericana, 2010.

De Certeau, Michel, Historia y Psicoanálisis, México, UIA, 2004.Habermas, Jürgen, Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1982.Hartog, Françios, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencia del tiempo,

México, UIA, 2007.Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Madrid, Mestas, tercera edición, 2008.Perus, Françoise (comp.), La historia en la ficción y la ficción en la historia. Reflexiones

en torno a la cultura y algunas nociones afines: historia, lenguaje y ficción, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Sociales, 2009.

Rohbeck, Johannes, Filosofía de la historia. Historicismo, posthistoire: una propuesta de síntesis, México, UAM-Azcapotzalco, 2004.

White, Hayden, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo Cultura Económica, 1992.

Homografía

Alfonso Mendiola, “La inestabilidad de lo real en la ciencia de la historia”, Historia y grafía, UIA, num. 24, 2005.

Alfonso Mendiola, “Las tecnologías de la comunicación. De la racionalidad oral a la racionalidad impresa”, en Historia y grafía, UIA, num. 18, 2002.

Ileana Beade, “Libertad y Naturaleza en la Filosofía kantiana de la Historia”, Daímon. Revista Internacional de Filosfía, no. 54, 2011.

15 ? Luhmann, La realidad de los medios de masas, citado en Mendiola, “La inestabilidad de lo real en la ciencia de la historia…” op.cit., p. 120.16 Ibid, p. 126.