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La gran búsqueda

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La gran búsqueda

La historia de los genios económicosque cambiaron el mundo

SYLVIA NASAR

Traducción deZoraida de Torres Burgos

DEBATE

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Para mis padres

La gran búsquedaLa historia de los genios económicos que cambiaron el mundo

Título original: GrandPursuit

Primera edición en España: octubre, 2012Primera edición en México: marzo, 2014

D. R. ©2011,SylviaNasar

D. R. © 2012, Zoraida de Torres Burgos, por la traducción

D. R. © 2012, de la presente edición en castellano para todo el mundo:Random House Mondadori, S. A.Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

D. R. © 2014, derechos de edición mundiales en lengua castellana:Random House Mondadori, S. A. de C. V.Av. Hornero núm. 544, colonia Chapultepec Morales,Delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11570, México, D.R

www.megustaleer.com.mx

Comentarios sobre la edición y el contenido de este libro a:[email protected]

Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titu-lares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, lareproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o pro-cedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático,así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquilero préstamo públicos.

ISBN 978-607-312-128-6

Impreso en México / Printed in México

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ÍNDICE

Acto segundoMIEDO

Prólogo. La guerra de los mundos 225

Capítulo 6. Los últimos días de la humanidad:Schumpeter enViena 236

Capítulo 7. Europa agoniza:Keynes enVersalles 265

Capítulo 8. El callejón sombrío:Schumpeter y Hayek en Viena 293

Capítulo 9. Los mecanismos inmateriales de la mente:Keynes y Fisher en los años veinte 312

Capítulo 10. El problema de la batería:Keynes y Fisher en la Gran Depresión 339

Capítulo 11. Experimentos:Beatrice Webb y Joan Robinson en los años treinta 373

Capítulo 12. La guerra de los economistas:Keynes y Friedman en el Ministerio de Hacienda 390

Capítulo 13. Exilio:Schumpeter y Hayek en la Segunda Guerra Mundial 410

Acto terceroCONFIANZA

Prólogo. Nada que temer 421

Capítulo 14. Pasado y futuro:Keynes en BrettonWoods 429

10

ÍNDICE

Capítulo 15. Camino de servidumbre:Hayek y el milagro alemán 439

Capítulo 16. Instrumentos de dominio:Samuelson viaja a Washington 450

Capítulo 17. La gran ilusión:Joan Robinson en Moscú y en Pekín 469

Capítulo 18. Cita con el destino:

Sen en Calcuta y en Cambridge 490

Epílogo: Imaginar el futuro 507

AGRADECIMIENTOS • . • 511

NOTAS 513

ÍNDICE ALFABÉTICO 585

CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS . 607

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Prefacio

Las nueve décimas partes de la humanidad

La experiencia que [las naciones] tienen de la prosperidad es ex-traordinariamente escasa. Casi todas, a lo largo de la historia, han sidomuy pobres.

JOHN KENNETH GALBRAITH, La sociedad opulenta, 19581

En una Miseria de esta índole, aceptando que existen algunos Con-suelos, si bien son muy pocos, nueve décimas Partes de todo el GéneroHumano viven con grandes penalidades.

E D M U N D BURKE, Vindicación de la sociedad natural, 17562

La idea de que la humanidad puede controlar sus circunstancias mate-riales y vencer así la penuria económica es tan nueva que Jane Austennunca llegó a planteársela.

Pensemos en la opulenta sociedad georgiana que conoció la autorade Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la envidia del mundo», su vidacoincidió con aquel momento de triunfo sobre la superstición, la igno-rancia y la tiranía que conocemos como la Ilustración europea.3 JaneAusten había nacido en el «escalón intermedio» de la sociedad ingle-sa, cuando «intermedio» significaba lo contrario de normal o habitual.Comparadas con el señor Bennett de Orgullo y prejuicio o incluso con ladesventurada señora Dashwood de Juicio y sentimiento,4 las Austen eranmás bien pobretonas. Aun así, su renta anual de 210 libras esterlinas su-peraba la del 95 por ciento de las familias inglesas de la época.5 A pesarde las «vulgares economías» que Jane se veía obligada a practicar para

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LA GRAN BÚSQUEDA

evitar «la incomodidad, la miseria y la ruina»,6 los miembros de su fami-lia tenían propiedades, disponían de tiempo libre, podían elegir unaprofesión, estudiaban y tenían libros, papel y periódicos a su alcance. NiJane ni su hermana Cassandra se vieron obligadas a trabajar como insti-tutrices (el temible destino que aguarda a Jane, la rival de Emma) o acasarse con un hombre al que no quisieran.

En palabras de una biógrafa, el abismo que separaba a las hermanasAusten de lo que se conocía como «clases ínfimas» de la sociedad era«absoluto e incontestable».7 El filósofo Edmund Burke clamó contra ladura situación de los mineros, que «apenas ven la Luz del Sol; permane-cen enterrados en las Entrañas de la Tierra, donde desempeñan unaLabor severa y agotadora, sin la menor Perspectiva de liberarse de ella;subsisten con un Rancho basto y de la peor calidad; su Salud se ve mi-serablemente perjudicada, y sus Vidas terminan antes de tiempo».8 Sinembargo, si pensamos en sus condiciones de vida, hasta esos «pobresdiablos» se encontraban entre los miembros relativamente afortunadosde la sociedad.

El inglés típico era jornalero agrícola.9 Según el historiador de laeconomía Gregory Clark, sus condiciones de vida no eran mucho me-jores que las de un esclavo romano. Vivía en una casa con una únicaestancia, oscura y llena de humo, que compartía día y noche con sumujer, los niños y los animales; la única fuente de calor era un suciofuego de leña; poseía una sola muda de ropa; solo podía desplazarse adonde pudiera llegar a pie; sus únicas distracciones eran el sexo y la cazafurtiva; no recibía atención médica, y muy probablemente era analfabe-to. Sus hijos se ocupaban de vigilar las vacas o de espantar los cuervoshasta que tenían edad suficiente para «entrar a servir».

En las buenas épocas, el inglés medio se alimentaba básicamente detrigo y cebada en forma de pan o de gachas. Hasta las patatas eran unlujo fuera de su alcance. («Están muy bien para ustedes, los señores te-rratenientes, pero su cultivo debe ser terriblemente costoso», le dijo lamujer de un arrendatario a la madre de Jane Austen.)10 Según las esti-maciones de Clark, el trabajador agrícola británico consumía una mediade mil quinientas calorías diarias, un tercio menos de lo que se consu-me en las actuales tribus de cazadores-recolectores de Nueva Guinea odel Amazonas.11 Aparte de esta escasez crónica de alimento, las extremasfluctuaciones en el precio del pan podían llevarlo a morir de inanición.

LAS NUEVE DÉCIMAS PARTES DE LA HUMANIDAD

Las tasas de mortalidad del siglo xvín acusaban claramente las malascosechas y la inflación de las épocas de guerra.12 Pese a todo, el ingléstípico vivía mejor que su homólogo francés o alemán, hasta el punto deque Burke podía asegurar a sus lectores ingleses que «con todos sus ho-rrores y bajezas, la esclavitud que tenemos en nuestra tierra no es nadacomparada con lo que el resto del mundo conoce en este Ámbito».13

Se imponía la resignación. El comercio y la revolución industrialhabían acrecentado la prosperidad de Gran Bretaña, tal como había pre-dicho en 1776, en La riqueza de las naciones, el filósofo escocés AdamSmith. Pese a todo, ni siquiera los más progresistas veían posible contra-rrestar la condena divina que pesaba sobre la gran masa de la humani-dad, obligada a vivir en la pobreza y a obtener el alimento «con fatiga[...] todos los días de tu vida». La divinidad o la naturaleza marcaban laposición social de cada persona. Cuando moría una criada o un criadoleal, se le alababa por «haber cumplido los deberes de la posición que Elha tenido a bien adjudicarle en este mundo».14 En la época georgiana, elreformista Patrick Colquhoun se sintió obligado a precisar, en el prólo-go de su radical proclama en favor de una educación pública, que noquería decir que los hijos de los pobres debieran «ser educados de unmodo que eleve su intelecto por encima del puesto que están destina-dos a ocupar en la sociedad», no fuera a ser que «aquellos que estándestinados a desempeñar ocupaciones laboriosas y a conocer una situa-ción inferior en la vida» empezaran a rebelarse.15

En el mundo de Jane Austen, todo el mundo sabía qué lugar lecorrespondía y a nadie se le ocurría ponerlo en cuestión.

Tan solo cincuenta años después de la muerte de la escritora, aquelmundo había experimentado una transformación absoluta, y no solopor el «avance extraordinario en la riqueza, el lujo y el refinamiento enel gusto»16 o por la inesperada mejoría en el nivel de vida de aquellosque hasta entonces asumían su situación como irremediable. En las pos-trimerías de la época victoriana, el estadístico Robert Giffen recordabaa sus lectores que en tiempos de Jane Austen el salario diario medioascendía a la mitad que en su época, y que hacía «cincuenta años lasmasas de trabajadores de todo el reino estaban periódicamente sujetos alas hambrunas».17 Por primera vez, parecía que empezaba a moverse lo

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LA GRAN BÚSQUEDA

que durante siglos había estado paralizado. La cuestión no era ya si lascondiciones de vida podían cambiar, sino en qué grado, a qué ritmo ycon qué resultados cambiarían. Empezaba a aceptarse que estos cambiosno eran solo producto del azar o de la suerte, sino que podían debersea la intencionalidad, la voluntad y el conocimiento humanos.

La idea de que el hombre es hijo de sus circunstancias, y de queesas circunstancias no son algo predeterminado, inmutable o inmune ala intervención humana, constituye uno de los descubrimientos másradicales de todos los tiempos. Por una parte, ponía en cuestión lacreencia de que la humanidad estaba sujeta a los dictados de Dios y dela naturaleza; además, implicaba que el hombre, si disponía de nuevasherramientas, podía hacerse cargo de su propio destino y, por último, yano inducía a la resignación y al pesimismo sino a la actividad y la ale-gría. Antes de 1870, la teoría económica se ocupaba básicamente de loque no se podía hacer; a partir de 1870, se centró básicamente en lo quesí se podía hacer.

«El deseo de poner a la humanidad a las riendas de su destino es laprincipal motivación de la mayoría de los tratados de economía», escri-bió Alfred Marshall, padre de la economía teórica moderna. Las posibi-lidades económicas, más que las espirituales, políticas o militares, con-quistaron la imaginación popular. Muchos intelectuales Victorianos,obsesionados con la economía, aspiraban a publicar alguna obra memo-rable en este campo. Inspirados por los avances de las ciencias naturales,se propusieron diseñar un instrumento útil para investigar el «muy com-plejo y poderoso mecanismo social» que, además de una prosperidadmaterial sin precedentes, estaba creando todo un mundo de nuevasoportunidades. Al final, la nueva ciencia económica acabaría transfor-mando la vida de todos los habitantes del planeta.

El libro que el lector tiene en sus manos no es tanto una historia delpensamiento económico como la crónica de una idea surgida en laépoca dorada anterior a la Primera Guerra Mundial: una idea que lasdos grandes guerras, la ascensión de los gobiernos totalitarios y la GranDepresión de los catastróficos años de entreguerras pusieron en tela dejuicio, pero que tras la Segunda Guerra Mundial conoció un segundoesplendor.

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LAS NUEVE DÉCIMAS PARTES DE LA HUMANIDAD

Alfred Marshall calificó la economía moderna de «organon», pala-bra griega que significa herramienta, para indicar que más que un con-junto de verdades era un «motor de análisis» diseñado para alcanzar laverdad y, como la propia palabra indica, un instrumento que nunca seríaabsolutamente perfecto sino que requeriría continuas mejoras, adapta-ciones e innovaciones. Uno de sus discípulos, John Maynard Keynes,consideraba la economía un «aparato de la mente» cuyo cometido, comocualquier otra ciencia, era analizar el mundo moderno y aprovechar almáximo sus posibilidades.

Para protagonizar este libro he elegido a personas que tuvieron unpapel crucial a la hora de convertir la economía en un instrumento deconocimiento. Se trata de hombres y mujeres con «la cabeza fría pero concalidez de corazón»,18 que contribuyeron a dar forma al «motor» de Mar-shall e introdujeron innovaciones en el «aparato de la mente» keynesiano.Personajes que, apoyándose en su experiencia, su personalidad y su talen-to, se enfrentaron a las circunstancias de su lugar y de su época planteandonuevas preguntas y proponiendo nuevas respuestas. He escogido figurasque han conformado la historia de la ciencia económica, desde el Londresde la década de 1840 hasta la Calcuta de principios del siglo xxi , pasandopor diferentes países y momentos. En todos los casos he intentado descri-bir qué veían cuando contemplaban su mundo y entender qué les moti-vaba, qué les intrigaba, qué les inspiraba.Todos estos pensadores buscaronun instrumento intelectual que permitiera resolver lo que Keynes deno-minó «el problema político de la humanidad: cómo combinar tres princi-pios: la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual».19

Roy Harrod, el primer biógrafo de Keynes, cuenta que esta figuraproteica veía a los artistas, los escritores, los coreógrafos y los composi-tores como «los custodios de la civilización», mientras que a los teóricosde la economía, como él mismo, les atribuía un papel más humilde perono menos necesario: ser «los custodios, no de la civilización, sino de laposibilidad de civilización».20

Gracias en buena parte a estos custodios, la idea de que las nuevedécimas partes de la humanidad podían salvarse del destino ancestralque les estaba reservado se asentó en el Londres Victoriano; y desde allí,esta idea se extendió como las ondas en la superficie de un estanquehasta transformar las sociedades de todo el mundo.

Todavía hoy sigue extendiéndose.

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Acto primero

ESPERANZA

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Prólogo

El señor Popular frente a Scrooge

Eran unos años terribles.En junio de 1842, cuando Charles Dickens regresó de su triunfan-

te gira por Estados Unidos, el espectro del hambre asolaba Inglaterra.1

Tras una sucesión de malas cosechas, el precio del pan se había duplica-do. Las ciudades estaban atestadas de inmigrantes de origen rural enbusca de trabajo, o por lo menos de caridad. La industria algodonerasufría una fuerte caída desde hacía cuatro años y los obreros en paro notenían más remedio que recurrir a la asistencia pública o a comedoressociales abiertos por particulares. El crítico social Thomas Carlyle, detendencia conservadora, advirtió sombríamente: «Siendo imposible lavida a las multitudes. [...] Es evidente que la nación camina hacia elsuicidio».2

Dickens, firme partidario de la educación, la libertad civil y religio-sa y el derecho al voto, asistió con consternación al recrudecimiento delodio entre clases.3 En agosto, una protesta en una factoría de algodóndegeneró en enfrentamientos violentos. A los pocos días el conflictohabía desembocado en una huelga general en defensa del sufragio uni-versal masculino, instigada por los líderes del movimiento en favor de la«Carta del Pueblo».4 Los cartistas llevaron a la calle la principal reivindi-cación de los radicales, que representaban a la clase media en el Parla-mento: un hombre, un voto. De inmediato, el gobierno del primer mi-nistro conservador Robert Peel envió tropas de soldados contra losgrupos de agitadores. Los huelguistas empezaron a replegarse en las fá-bricas, pero Carlyle, autor de una historia de la Revolución francesaque Dickens releyó incontables veces, advirtió sombríamente: «La re-vuelta, el hosco y vengativo humor de la revuelta contra las clases altas[...] es cada vez más el espíritu universal de las clases bajas».5

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LA GRAN BÚSQUEDA EL SEÑOR POPULAR FRENTE A SCROOGE

En los relumbrantes salones londinenses donde damas y caballerosse disputaban su compañía, las simpatías republicanas de Dickens desta-caban tanto como sus estridentes corbatas. Tras coincidir por primeravez con aquel treintañero que había causado sensación en el mundilloliterario, Carlyle lo describió desdeñosamente como «un tipo recio ybajo, realmente bajo», y añadió con malicia: «Viste más a la D'Orsay queadecuadamente», comparando su forma de vestir con la del escandalosoconde francés.6 Al leer esta descripción, el mejor amigo de Carlyle, elfilósofo radical John Stuart Mili, pensó en un revolucionario jacobinocon «un rostro de sórdida bribonería en el que irradiaba el talento».7 Enlas cenas elegantes, el «levantamiento» cartista suscitaba acaloradas dis-cusiones. Carlyle apoyaba al primer ministro, que insistía en la necesi-dad de adoptar medidas contundentes para evitar que los radicales ex-plotaran la situación y aseguraba que los auténticos desfavorecidos yarecibían ayudas. Dickens, quien en alguna ocasión había jurado que«por ver a Carlyle, iría en cualquier momento a donde no iría por nin-gún otro hombre vivo»,8 sostenía sin embargo que, tanto por prudenciacomo por justicia, el gobierno debía proporcionar ayudas a los desem-pleados en condiciones de trabajar y a sus familias.

En la década de 1840, conocida en Inglaterra como «la década delhambre», renació un debate que había arrasado en la época de las gue-rras napoleónicas, entre 1799 y 1815. El motivo era la polémica «ley dela población» propugnada por el reverendo Thomas Robert Malthus.Contemporáneo de Jane Austen y primer catedrático de economíapolítica de Inglaterra, Malthus era un pastor anglicano tímido y bona-chón, con un labio leporino y un incisivo talento matemático. Cuandoera el coadjutor de una parroquia rural había sido testigo de las penu-rias que causaba el hambre. Según la Biblia, la culpa era de la pecami-nosidad innata de los pobres, mientras que los filósofos franceses demoda, como el marqués de Condorcet, amigo del padre de Malthus, lasachacaban al egoísmo de los ricos. Malthus no encontraba convincenteninguna de estas explicaciones, por lo que se propuso buscar otra me-jor. Su Ensayo sobre el principio de la población, publicado en 1798 y ree-

ditado cinco veces más hasta la muerte de su autor en 1834, fue unafuente de inspiración para Charles Darwin y otros pioneros de la teoría

de la evolución y llevó a Carlyle a calificar la economía de «ciencia lú-

gubre».9

Lo que Malthus trató de explicar era el hecho de que, en las socie-dades de todas las épocas, incluida la suya, «nueve décimas partes detodo el género humano» se vieran condenadas a una abyecta miseria yun trabajo penoso.10 El habitante medio del planeta vivía en la inani-ción o corría el riesgo de morir de hambre. Podía haber años buenos yaños malos, regiones más ricas o más pobres, pero el nivel de vida nun-ca se alejaba demasiado de la mera subsistencia.

En su intento de responder a la pregunta eterna, «¿por qué?», elapacible clérigo se anticipó a Darwin y hasta a Freud. Según su argu-mentación, la sexualidad era la culpable de esta situación.Ya fuera porhaber observado las duras condiciones de vida de sus parroquianos, opor la influencia de los naturalistas, que empezaban a estudiar al hom-bre como a cualquier otro animal, o bien por la llegada de su séptimohijo, Malthus llegó a la conclusión de que el afán de reproducirse eramás fuerte que cualquier otro instinto o capacidad del ser humano,incluidas la racionalidad, la inventiva, la creatividad y hasta la religio-sidad.

Partiendo de esta novedosa premisa, Malthus dedujo que la pobla-ción humana tiende siempre a crecer más deprisa que los alimentos a sualcance. Su argumento era engañosamente sencillo: supongamos queuna población dada dispone de reservas de alimentos suficientes paramantenerse. Este feliz equilibrio no puede durar más de lo que duró lapermanencia de Adán y Eva en el Paraíso, puesto que la pasión animalimpulsará a hombres y mujeres a casarse antes y a tener más hijos. Sinembargo, a corto y medio plazo, los alimentos disponibles se manten-drán en una cantidad similar; como resultado, las reservas de cereales yotros productos básicos que antes bastaban para mantener viva a toda lapoblación no tardarán en ser insuficientes. Malthus llegaba a la siguien-te conclusión: «Así, los pobres tienen que vivir peor».11

Como en cualquier economía donde las empresas deben competirpor los clientes y los trabajadores por los puestos laborales, la expansiónde la población implicaba que habría más hogares compitiendo por losalimentos existentes y más trabajadores compitiendo por los empleos.La competencia comportaría una rebaja de los salarios, y a la vez impul-saría un alza de los precios. Por su parte, el nivel de vida medio (la can-

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LA GRAN BÚSQUEDA

tidad de alimentos y otros bienes básicos disponibles para cada persona)descendería.

En cierto momento, los cereales llegarían a ser tan caros y la manode obra tan barata que la dinámica se invertiría por sí sola. Al descenderel nivel de vida, hombres y mujeres volverían a posponer el matrimonioy a reducir el número de hijos. Al disminuir la población, los precios delos alimentos bajarían porque habría menos hogares compitiendo por lacomida disponible, y los salarios subirían porque habría menos trabaja-dores compitiendo por los empleos. Al final, cuando las reservas de ali-mentos y la población regresaran al punto de equilibrio, las condicionesde vida recuperarían el nivel anterior. Es decir, esto es lo que sucederíasi la naturaleza no acelerase el proceso movilizando al «gran ejército dela destrucción»12 (la guerra, la enfermedad y el hambre), como sucediópor ejemplo en el siglo xiv, cuando la peste negra acabó con millonesde vidas y la proporción relativa entre población y reservas de alimentosse equilibró.

Lo trágico es que este nuevo equilibrio tampoco puede durar másque el original. Tal como observó tristemente Malthus: «Cuando ya esde nuevo tolerable la situación del trabajador [...] se repiten los mismosmovimientos retrógrados y progresivos en lo que respecta al bienestarde los habitantes».13 Tratar de elevar el nivel de vida medio es imitar aSísifo empujando la piedra a lo alto de la montaña. Cuanto más deprisase acerca a la cima, antes desencadena la reacción que vuelve a mandarla piedra pendiente abajo.

Según Malthus, cualquier intento de eludir la ley de la poblaciónestaba condenado al fracaso. Los obreros que reclamasen salarios supe-riores a los del mercado no encontrarían trabajo. Los empresarios quepagaran a sus empleados más que sus competidores perderían a susclientes, ya que los costes laborales más altos les obligarían a subir losprecios de sus productos.

Para los Victorianos, la implicación más polémica de la ley deMalthus era que la beneficencia podía incrementar el sufrimiento quesupuestamente trataba de aliviar, lo cual iría contra el mandamientocristiano «Amarás al prójimo como a ti mismo».14 De hecho, Malthus semostró muy crítico con el sistema inglés de asistencia social, que esta-blecía pocos requisitos para acceder a las ayudas, porque según él re-compensaba a los ociosos y no a los laboriosos. La ayuda era proporcio-

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EL SEÑOR POPULAR FRENTE A SCROOGE

nal al tamaño de la familia, lo que de hecho incentivaba los matrimoniostempranos y el número excesivo de hijos. Los contribuyentes, tantoconservadores como liberales, encontraron tan convincente el argu-mento de Malthus que en 1834 el Parlamento aprobó prácticamentesin oposición una nueva Ley de Pobres que limitaba la asistencia públi-ca a quienes aceptaran ingresar en un hospicio parroquial.

«Por favor, señor, quiero un poco más.» Como descubre OliverTwist tras pronunciar esta famosa súplica, un hospicio era básicamenteuna cárcel en la que hombres y mujeres vivían separados por sexos, de-sempeñaban trabajos penosos y estaban sometidos a una férrea discipli-na, todo por poder dormir a cubierto y recibir «tres comidas de gachaslavadas al día, con una cebolla dos veces por semana y medio bollo losdomingos».15 El rancho de los hospicios era seguramente mejor que lamagra dieta descrita por Dickens en su novela, pero es indudable queestas instituciones eran una de las injusticias más terribles a las que seveía sometida la clase obrera.16 Como muchos otros liberales y refor-mistas de la clase media, Dickens consideraba moralmente reprobable ypolíticamente suicida la nueva Ley de Pobres, y la teoría en la que sebasaba le parecía una remora de un pasado bárbaro. No hacía muchoque había regresado de Estados Unidos, donde había «miles de millonesde acres de tierra virgen» y donde la gente tenía la costumbre de «inge-rir precipitadamente grandes cantidades de alimentos de origen animaltres veces al día»,17 y le parecía absurdo creer que la abolición de loshospicios acabaría con la comida en el mundo.

Decidido a defender a los pobres, a principios de 1843 Dickenscomenzó a escribir una historia sobre el cambio de carácter de un ricoavariento, y le agradaba pensar que con ella podía multiplicar «por vein-te o por veinte mil» el impacto de un panfleto político.18

Según el historiador de la economía James Henderson, Canción de Na-vidad es un ataque directo contra Malthus.19 El relato incluye abundan-tes alusiones a olores y sabores suculentos. En lugar de una isla pedrego-sa, árida y superpoblada donde escasea la comida, la Inglaterra descritapor Dickens parece una fantástica tienda de lujo donde los estantes es-tán repletos, los cestos nunca se vacían y los toneles vierten vino sinparar. El Espectro de las Navidades Pasadas se aparece a Scrooge encara-

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LA GRAN BÚSQUEDA

mado en una «especie de trono» formado por «pavos, gansos, piezas decaza, aves de corral, carnes, grandes trozos de viandas, lechones, largasristras de salchichas, pasteles de picadillo, bizcochos de pasas, barriles deostras, castañas asadas, tartas de cereza y manzana, jugosas naranjas, sa-brosas peras, inmensos roscones de Reyes e hirvientes tazas de poncheque empañaban la habitación con sus deliciosos vahos». Las pollerías ylas fruterías «relumbraban con todo su esplendor», invitando a los londi-nenses a examinar el «magnífico aspecto» de sus viandas.20

En una Inglaterra caracterizada más por la abundancia del NuevoMundo que por la escasez del Viejo, el adusto, huesudo y anoréxicoEbenezer Scrooge es un anacronismo. Como observa Henderson, elcomerciante es «tan insensible al nuevo espíritu de sentimiento humanocomo al festín que lo rodea».21 Es un acérrimo partidario de los hospi-cios y del trabajo duro de los pobres. «Me cuestan bastante dinero—afirma—. Quienes se encuentren en mala situación económica, querecurran a ellos.» Cuando el Espectro de las Navidades Pasadas objeta:«Muchos no pueden ir a ellos; y otros preferirían morirse antes que ir»,Scrooge responde fríamente: «Si prefieren morirse, es mejor que lo ha-gan, y así disminuirá el exceso de población».

Afortunadamente, Scrooge no es tan duro como parece, del mismomodo que las reservas de alimentos no son tan inagotables. Cuandodescubre que el pequeño Tiny Tim está incluido en el «exceso de p o -blación», Scrooge rechaza horrorizado las implicaciones de su anticuadafe malthusiana. «No, no», exclama, rogando al fantasma que salve al mu-chacho. «¿Y qué? Si él desea morir, es mejor que lo haga, y así dismi-nuirá el exceso de población», contesta burlonamente este.22 Scrooge searrepiente, decide dar el día libre a su paciente empleado Bob Cratchit,y le envía un pavo para que celebre la Navidad. Abrazando la visión másesperanzada y menos fatalista de la generación de Dickens justo a tiem-po de cambiar el curso de los acontecimientos, Scrooge refuta la som-bría premisa malthusiana de que «el pasado ciego y cruel» está condena-do a repetirse.

La jovial cena navideña de los Cratchit es la respuesta que Dickensda a Malthus, quien había ideado una parábola sobre el «gran banquetede la naturaleza» para alertar contra las consecuencias indeseables de lacaridad bienintencionada. Según la parábola de Malthus, un indigentepide a un grupo de señores que le hagan hueco en la mesa. En otro

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EL SEÑOR POPULAR FRENTE A SCROOGE

tiempo los comensales le habrían despachado sin contemplaciones, peroesta vez, seducidos por las teorías utópicas francesas, pasan por alto elhecho de que solo hay comida para los invitados. No tienen en cuentaque, en cuanto el recién llegado se siente con ellos, aparecerán más go-rrones, la comida se acabará sin que todos estén servidos y «el espec-táculo de la miseria y la dependencia»23 acabará con la alegría de losinvitados.

La bien surtida mesa de los Cratchit, rodeada por los rostros radian-tes de los miembros de la familia, es la antítesis del festín escaso y estric-tamente racionado de Malthus. A diferencia de las magras raciones queofrece la naturaleza, el budín de la señora Cratchit, «semejante a unaabigarrada bala de cañón, duro y firme, ardiendo gracias a la mitad demedio cuartillo de flameante coñac y coronado por una rama navideñade acebo», aunque no dé para repetir, es suficiente para que toda la fa-milia tome una parte. «La señora Cratchit manifestó que, ahora que sehabía quitado un peso de encima, debía confesar que había tenido susdudas sobre la cantidad de harina empleada. Todos tuvieron algo quedecir acerca del budín; pero nadie dijo ni pensó que fuera pequeño paratan numerosa familia. Eso hubiera sido una rotunda herejía. Y ningúnCratchit la hubiera insinuado por temor a abochornarse.»24

El espíritu de la Navidad se está imponiendo. Al final de la historia,Scrooge ha decidido dejar de pasar hambre. En vez de tomarse a solas suacostumbrado cuenco de gachas, el nuevo Scrooge sorprende a su so-brino presentándose en su casa para la cena de Navidad. Evidentemen-te, el heredero de Scrooge se apresura a hacerle sitio a la mesa.

Dickens vio cumplidas sus esperanzas de que Canción de Navidadtuviera un gran impacto en el público. Entre el 19 de diciembre, día enque se publicó, y la víspera de Navidad, se vendieron seis mil ejempla-res, y el relato se siguió reeditando durante toda la vida de su autor, delmismo modo que ha seguido reeditándose hasta ahora.25 Esta visión delos pobres le valió a Dickens apelativos satíricos como «el señor Popu-lar»,26 pero el novelista nunca cejó en su convicción de que era posiblemejorar la situación de los pobres sin cambiar la sociedad existente.

Dickens tenía un espíritu demasiado empresarial para creer que unproyecto de mejora social pudiera funcionar sin incentivos. Más queun crítico de la revolución industrial, era un «amante de la moderni-dad» y un «partidario del progreso».Tras alcanzar un éxito sin preceden-

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tes antes de cumplir los treinta años y solo con ayuda de su talento, es-taba convencido de que la capacidad inventiva humana podía lograr loque fuera necesario. El había escapado de la pobreza labrándose unhueco en la nueva industria de los medios de comunicación de masas, yno entendía que conservadores como Carlyle y socialistas como Mili noquisieran reconocer que el conjunto de la sociedad había «ascendidolentamente, laboriosamente y con gran dificultad, hasta dejar atrás todala vieja degradación e ignorancia» y considerasen «todo ese pasado cie-go y brutal con una admiración que no conceden al presente».27

Esta sensación de que la sociedad inglesa se estaba despertando,como si saliera de una larga pesadilla, resultó profética. Menos de un añodespués del «levantamiento» cartista, era palpable el nuevo espíritu detolerancia y optimismo. El primer ministro conservador reconoció enprivado que muchas de las quejas de los cartistas estaban justificadas.28

Eludiendo el llamamiento a la lucha de clases, los dirigentes sindicalesapoyaron la campaña empresarial contra la imposición de aranceles a loscereales y otros aHmentos.Varias comisiones parlamentarias interrogarona los políticos liberales sobre el trabajo infantil, los accidentes de trabajoy otros males introducidos por la Ley de Fábricas de 1844, la nueva nor-mativa que regulaba los horarios laborales de mujeres y niños.

Dickens siempre pensó que los cálculos de la ciencia económicaeran necesarios para asegurar el buen funcionamiento del mundo. Aunasí, aspiraba a convertir a los expertos en economía política, del mis-mo modo que el espectro de las Navidades Futuras había convertido aScrooge. No le gustaba que considerasen la pobreza un fenómeno na-tural ni que dieran por sentado que las ideas y las iniciativas no servíande nada o que los intereses de las diferentes clases eran diametralmenteopuestos.Y sobre todo, deseaba que los economistas políticos hicierangala de «afán explicativo, paciencia y consideración; algo [...] no preci-samente expresable en cifras».29 Cuando fundó el popular semanarioHousehold Words, incluyó en el editorial del primer número una alocu-ción a los economistas, suplicándoles que humanizaran su disciplina: «Laeconomía política es un mero esqueleto a menos que esté revestida deuna mínima humanidad y transmita cierta frescura y un poco de calidezhumanas».30

Dickens no estaba solo. En Londres y en el resto del mundo habíay seguiría habiendo hombres y mujeres que llegarían a la misma con-

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clusión.También habían superado grandes obstáculos, y asimismo creíanque el hombre era hijo de las circunstancias. Comprendían que las con-diciones de vida de «las nueve décimas partes de la humanidad» no te-nían por qué ser algo inmutable, marcado por el «pasado ciego y cruel»e inmune a la influencia o el control del hombre. Convencidos de quela intervención humana puede modificar las circunstancias económicaspero escépticos ante los proyectos utópicos y las «sociedades artificiales»impuestas por las élites radicales, se propusieron crear un «motor deanálisis»31 (o, en palabras de otro economista posterior, un «aparato de lamente»)32 que permitiera entender el funcionamiento del mundo mo-derno y la posibilidad de mejorar las condiciones materiales de la hu-manidad, de las que dependen su capacidad moral, emocional, intelec-tual y creativa.

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Capítulo 1

Novedad absoluta:Engels y Marx en la era de los milagros

La cuestión es que no ha funcionado en mucho tiempo. [Es] unanovedad absoluta. [...]

Nuestro sistema, aunque sea curioso y peculiar, puede funcionar consegundad [...] si queremos que funcione, debemos estudiarlo.

WALTER BAGEHOT, Lombard Street1

«Intenta que el material que has recopilado pueda salir pronto al mun-do —escribió Friedrich Engels con veintitrés años, dirigiéndose a sucorreligionario Karl Marx—.Ya va siendo hora. ¡Al trabajo, pues, y quevaya cuanto antes a imprenta!»2

En octubre de 1844, el continente europeo era como un volcán apunto de entrar en erupción. Marx, yerno de un noble prusiano y di-rector de una revista filosófica radical, estaba en París, donde supuesta-mente se dedicaba a escribir un tratado económico que demostraríacon exactitud matemática la inminencia de la revolución. Engels, vasta-go de una próspera familia renana de fabricantes textiles, se encontrabaen la finca de su familia, enfrascado en la lectura de libros y revistas eninglés. Estaba redactando un «acta de acusación» contra la clase a la quepertenecían tanto Marx como él.3 Su única preocupación era que larevolución no llegara antes que las galeradas.

Engels, rebelde romántico con aspiraciones literarias, ya era un «re-volucionario en germen» y un «comunista entusiasta» dos años atrás, enel momento en que conoció a Marx. Tras pasar la .adolescencia inten-tando liberarse del estricto calvinismo de su familia, el joven artillero

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prusiano, esbelto, rubio y. tremendamente miope, se había ejercitadolanzando dardos contra la doble tiranía de Dios y el dinero. Conven-cido de que la propiedad privada era la raíz de todos los males y de quela única forma de instaurar una sociedad justa era la revolución social,Engels había tratado de llevar una vida «auténtica», la de un filósofo. Sinembargo, para su infinita consternación, estaba predestinado a ocuparsedel negocio de la familia. En cierta ocasión, cuando el rico editor deuna revista radical lo tomó por académico, Engels respondió: «No soydoctor. —Y añadió—: Solo soy un hombre de negocios».4

El padre de Engels, un ferviente evangélico que discutía a menudocon su hijo librepensador, no hubiera aceptado otra cosa. Como pro-pietario, era bastante progresista. Defendía el libre comercio, había equi-pado su hilandería de Wuppertal con la maquinaria más moderna yacababa de abrir una segunda fábrica en Manchester, el SiliconValley dela revolución industrial. Sin embargo, como padre no hubiera toleradoque su hijo mayor fuera un agitador profesional y un periodista sincontrato. En la primavera de 1842, coincidiendo con la crisis del algo-dón y las huelgas cartistas, se empeñó en que, al terminar el serviciomilitar obligatorio, su hijo se hiciera cargo de la fábrica Ermen & En-gels en Manchester.

Acatar sus deberes filiales no acabó con los sueños de Engels deconvertirse en el flagelo de la autoridad en todas sus formas. Manches-ter era famosa por el activismo de sus obreros. Convencido de que laconflictividad laboral era el preludio de una insurrección más amplia,Engels observó complacido el curso de los acontecimientos y aprove-chó la ocasión para avanzar en su carrera de ensayista.

En noviembre, de viaje a Inglaterra, pasó por Colonia para visitarlas oscuras oficinas de la Rheinische Zeitung, un periódico radical dondehabía publicado algún artículo con la firma «X». El nuevo director eraun filósofo deTréveris, un hombre muy miope y aficionado a los puros,que no le hizo demasiado caso. Engels no se lo tomó mal, y a cambiorecibió el encargo de investigar las perspectivas de una revolución enInglaterra.

Cuando Engels llegó a Manchester, la huelga general había finalizado ylos soldados habían regresado a sus cuarteles londinenses, pero en las

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calles había grupos de desempleados y muchas de las hilanderías de al-godón seguían paradas. Aunque estaba convencido de que los propieta-rios de las fábricas preferirían dejar morir de hambre a sus trabajadoresantes que pagarles un sueldo justo, Engels observó que los obreros in-gleses comían mejor que sus homólogos alemanes. Mientras que unoperario de su fábrica de tejidos de Barmen cenaba únicamente pan ypatatas, «aquí, el obrero come carne cada día y con su dinero obtienealimentos más nutritivos que el alemán más rico. Bebe té dos veces aldía y aún le queda dinero para tomarse un vaso de cerveza al mediodíay un licor con agua por la tarde».5

Lo cierto es que los trabajadores desempleados del sector algodo-nero no tenían más remedio que recurrir a la Ley de Pobres y a loscomedores sociales de iniciativa privada para evitar la «inanición abso-luta». Un trabajo de Edwin Chadwick publicado en esa época, el Infor-me sobre las condiciones sanitarias de la población obrera de Gran Bretaña, re-

velaba que en Manchester la vida media de los varones era de diecisieteaños, la mitad que en las poblaciones rurales, y que solo uno de cadados recién nacidos llegaba a superar los cinco años de edad. Sus gráficasdescripciones de las calles usadas como alcantarillas, las casuchas llenasde moho, la comida putrefacta y la visible embriaguez de los obrerosdesataron un fuerte resentimiento.6 Sin embargo, aunque el único in-glés a quien admiraba, Carlyle, había advertido contra una revueltaobrera, Engels se dio cuenta de que la mayoría de los ingleses de clasemedia consideraban remota esta posibilidad y contemplaban el futurocon «una tranquilidad y una confianza notables».7

Una vez instalado en su nuevo destino, Engels resolvió el conflictoentre sus anhelos revolucionarios y las exigencias familiares de una for-ma habitual en la época victoriana: llevando una doble vida. En su des-pacho y en compañía de otros capitalistas, se comportaba como el «ale-gre, divertido y ameno» Frank Cheeryble del Nicholas Nicklehy deDickens, el «sobrino de la razón social» que «venía a hacerse cargo de unaparte de la compañía aquí» tras haber estado «dirigiendo los asuntos dela casa en Alemania por espacio de cuatro años».8 Como el atractivo yjoven empresario de la novela dickensiana, Engels vestía impecablemen-te, era socio de varios clubes, organizaba cenas elegantes y tenía un ca-ballo para asistir a las cacerías celebradas en las fincas de sus amigos. Ensu vida «auténtica», en cambio, había abandonado «la compañía, los con-

vites, el vino de oporto y el champaña», para ejercer de militante cartis-ta y periodista de investigación.9 Inspirado por los testimonios de losreformistas ingleses y acompañado por una obrera analfabeta de origenirlandés con la que tenía una relación, Engels se dedicó a recorrer Man-chester en sus horas libres hasta conocerlo «como a mi ciudad natal», enbusca de material para los sentidos artículos que enviaba a diferentesperiódicos radicales.

Para Engels, los veintiún meses que pasó formándose como empre-sario en Inglaterra supusieron el descubrimiento de la teoría económi-ca. Así como los intelectuales alemanes estaban obsesionados con la re-ligión, los ingleses convertían cualquier cuestión política o cultural enun tema económico. Y esto era especialmente cierto en Manchester,bastión de la economía política, el Partido Liberal y la Liga contra lasLeyes de Cereales. Para Engels, la ciudad representaba el punto de inter-conexión entre la revolución industrial, la militancia obrera y la doctri-na del liberalismo económico. Más tarde reconoció: «Me di cuenta deque los factores económicos, que hasta entonces los historiadores ha-bían pasado por alto o como mínimo subestimado, tenían un papeldecisivo en el desarrollo del mundo moderno».10

A pesar de la frustración que le inspiraba su falta de educación uni-versitaria, y en especial su ignorancia de los trabajos de Adam Smith,Thomas Malthus, David Ricardo y otros intelectuales británicos, Engelsestaba absolutamente convencido de que la teoría económica inglesatenía grandes fallos. En uno de los últimos ensayos que escribió antes dedejar Inglaterra, esbozó los elementos básicos de una doctrina rival.Modestamente, tituló este trabajo juvenil «Esbozo de una crítica de laeconomía política».11

Al otro lado del canal de la Mancha, en Saint Germain-en-Laye, unaacomodada vecindad en las afueras de París, Karl Marx se dedicaba aleer libros de historia sobre la Revolución francesa. Cuando encontróen el buzón el último artículo de Engels, Marx volvió repentinamenteal presente, entusiasmado con aquel «genial esbozo sobre la crítica de lascategorías económicas».12

Marx también era el hijo pródigo (y despilfarrador) de un padreburgués, y asimismo era un intelectual que se sentía atrapado en una

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época ignorante. Como Engels, estaba convencido de la superioridadintelectual y cultural alemana, admiraba todo lo que fuera francés y de-testaba la riqueza y el poder de Gran Bretaña. Sin embargo, en muchosaspectos era la antítesis de su amigo. Dominante, impetuoso, exaltado yculto, Marx carecía totalmente de la capacidad de adaptación, el don degentes y la bonhomía de Engels. Solo dos años y medio mayor, Marxno solo era un hombre casado y padre de una niña, sino un doctor enfilosofía que insistía en que lo trataran como tal. Con una silueta baja ycorpulenta, casi napoleónica, le brotaba un vello oscuro y recio en lasmejillas, los brazos, la nariz y las orejas. Según el que fue su asistente enla Rheinische Zeitung, sus ojos «escupían llamas de un fuego maligno»,ysu forma favorita de iniciar una conversación era: «¡Voy a aniquilarle!».13

Uno de sus biógrafos, Isaiah Berlin, consideraba que la «característicamás destacada» de Marx era la «confianza en sí mismo y en sus propiascapacidades».14

Mientras que Engels era práctico y eficaz, Marx, en opinión deGeorge Bemard Shaw, carecía de «experiencia en la administración» yde cualquier tipo de «contacto comercial con un ser humano».15 Eraindiscutiblemente brillante y erudito, pero nunca fue tan trabajadorcomo Engels. Engels estaba dispuesto a arremangarse y ponerse a escri-bir en cualquier momento, mientras que Marx era más fácil de encontraren un café, bebiendo vino y charlando con aristócratas rusos, poetasalemanes y socialistas franceses. U n o de sus mecenas dijo una vez: «Leemucho.Trabaja con extraordinaria intensidad. [...] Nunca termina nada.Interrumpe cada investigación para sumergirse en una nueva toneladade libros. [...] Está más crispado y violento que nunca, sobre todo cuan-do se obsesiona con el trabajo y se pasa tres o cuatro noches seguidas sinacostarse».16

Marx tuvo que dedicarse al periodismo porque no consiguió unpuesto de profesor en una universidad alemana y su paciente familiaterminó por cortarle la ayuda económica.17 Cuando solo llevaba seismeses dirigiendo la revista de Colonia («El ambiente aquí lo conviertea uno en siervo», dijo) tuvo un conflicto con un censor prusiano ydejó el trabajo. Afortunadamente, Marx logró convencer a un socialistarico para que financiara una nueva revista filosófica, los Deutsch-Fran-zdsischejahtbücher, y lo destinara a él como director en su ciudad favo-rita, París.

A Marx le habían causado una gran impresión los artículos queEngels había escrito en Manchester y en los que señalaba una relaciónentre causas económicas y efectos políticos. La economía era un temanuevo para él. En aquel momento, términos como «proletariado», «claseobrera», «condiciones materiales» y «economía política» no aparecíanaún en su correspondencia. Como muestra una carta dirigida a su pa-trocinador, creía posible una alianza entre «los enemigos del filisteísmo,es decir, los que piensan y los que sufren», pero su objetivo no era abolirla propiedad privada sino reformar las conciencias. Su aportación alprimer y único número de los Deutsch-Franzosische Jahrbücher deja claroque Marx no quería combatir a los poderes establecidos con adoquines,sino con críticas razonadas: «Todos deberán admitir que no tienen ideaexacta de lo que ocurrirá en el futuro. Por otro lado, es precisamenteuna ventaja de la nueva tendencia la de no anticipar dogmáticamente elmundo, sino que solo queremos encontrar el nuevo mundo a través dela crítica del viejo».

Y seguía: «Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está lu-chando [...] nuestro lema deberá ser: la reforma de la conciencia [...] laautoconsciencia [...] por parte del presente de sus luchas y deseos». Elpapel del filósofo era similar al de un sacerdote: «Requiere de una con-fesión y nada más. Para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidadsolo debe declararlos tal y como son».

Marx y Engels tuvieron una primera conversación en condicionesen agosto de 1844, en el Café de la Régence. Engels pasó por París decamino a Alemania, solo para ver al hombre que unos años atrás no lehabía hecho caso. Hablaron, discutieron y bebieron durante diez díasseguidos, y llegaron a la conclusión de que ambos se interesaban por losmismos temas. Como Engels, Marx estaba convencido de que era inútilreformar la sociedad moderna y de que había que liberar a Alemania dela religión y la autoridad tradicionales. Engels le habló del conceptode proletariado, y Marx enseguida se sintió identificado con esta clase.Para él, el proletariado no estaba constituido solo, corno cabría suponer,de «la pobreza surgida naturalmente», sino también por «la aglomera-ción mecánica de hombres [...] que surge de [la] disolución aguda [dela sociedad], especialmente de la disolución de la clase media».18 Es de-cir, aristócratas que habían perdido sus tierras, empresarios en quiebra yprofesores universitarios sin empleo.

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Como Carlyle y Engels, Marx concluyó que el hambre y la con-ílictividad social eran una prueba de que la burguesía no podía seguirejerciendo su papel dominante y predijo que una «necesidad absoluta-mente imperiosa» llevaría al proletariado a derrocar a sus opresores.19

Tras abolir la propiedad privada, el proletariado se liberaría y liberaría alconjunto de la sociedad. La historiadora Gertrude Himmelfarb ha seña-lado que Engels y Marx no fueron los únicos Victorianos convencidosde que la sociedad moderna estaba aquejada de una enfermedad termi-nal;20 en cualquier caso, lo que les diferenciaba de Carlyle y de otroscríticos sociales era el hecho de hacer hincapié en la inevitabilidad de ladesaparición del orden social existente. Se habían esforzado en dejaratrás el dogma protestante, pero estaban convencidos de que el hundi-miento económico y la revolución violenta que predicaban eran unfuturo inevitable, por no decir predestinado. Así como Carlyle pretendíainspirar arrepentimientos y reformas con su mensaje apocalíptico, Marxy Engels querían alinear a sus lectores en el bando correcto de la histo-ria antes de que fuera demasiado tarde.

En La situación de la clase obrera en Inglaterra en 1844, Engels había demos -

trado con contundencia, aunque no necesariamente con exactitud, que lamano de obra industrial inglesa vivía casi en un estado de inanición y queera precisamente eso lo que había llevado a la oleada de violencia contralos propietarios de fabricas en 1842. Lo que no conseguía demostrar eraque esa precariedad fiiera inmutable y que la única solución fuera derro-car la sociedad inglesa e imponer una dictadura cartista. Engels, que nun-ca conseguía convencer a sus conocidos ingleses cuando hablaba conellos de este asunto, animó a Marx a estudiar el problema. Según le ex-plicó, los intelectuales ingleses estaban empezando a tratar los problemassociales y morales como problemas económicos, y los críticos socialesdebían analizar la realidad económica, del mundo. Del mismo modo que lo<discípulos de Hegel usaron la religión para destronar a la propia religióny revelar la hipocresía de la élite dominante en Alemania, Marx y él d e -berían usar los principios de la economía política para desmontar ladetestable «religión del dinero» que reinaba en Inglaterra.

Tras despedirse de su nuevo amigo, Engels regresó a Alemania y sededicó a acusar de «asesinato, latrocinio y otros crímenes a gran escala ••

a la clase empresarial británica (y por extensión, la alemana).21 La estan-cia en la fábrica textil de su familia había reafirmado su impresión deque el comercio era «infame».22 Jamás había visto «una clase tan profun-damente desmoralizada, tan irremediablemente corrompida por elegoísmo, íntimamente corroída e incapaz de todo progreso, como laburguesía inglesa». Esos «sórdidos hebreos», como llamaba a los empre-sarios de Manchester, eran adeptos de «la economía nacional, la cienciaque enseña a ganar dinero», les daba igual el sufrimiento de sus obrerosmientras ellos obtuvieran beneficios y eran ajenos a todo valor humanoque no fuera el dinero. El «espíritu tacaño» de las clases superiores bri-tánicas era tan repugnante como la «farisaica beneficencia» que dispen-saban a los pobres después de «chuparles la sangre hasta la última gota».Con una sociedad inglesa cada vez más dividida en «unos pocos millo-narios de un lado y, del otro, una gran masa de simples trabajadoresasalariados», la inminente «guerra de los pobres contra los ricos será lamás sangrienta que se haya visto jamás».23 Con la elocuencia y rapidezque lo caracterizaban tanto por escrito como en su discurso hablado,Engels terminó el manuscrito en menos de doce semanas.

Entretanto, animaba a Marx a trabajar: «Intenta acabar tu tratado depolítica económica. [...] Tiene que salir pronto».24 El texto de Engels sepublicó en Leipzig en julio de 1845. La situación de la clase obrera en Ingla-

terra cosechó críticas favorables y se vendió bien antes de que la crisispolítica y económica confirmara los poderes predictivos de su autor, quelas había anunciado para «1846 o 1847». El capital, el grandioso tratado enel que Marx prometía revelar «la ley económica que rige el movimientode la sociedad moderna», tardó aún veinte años en aparecer.25

En 1849, Henry Mayhew, corresponsal del London Morning Chronicle,mientras contemplaba su ciudad natal desde la Galería Dorada de lacatedral de San Pablo, descubrió que «era imposible decir dónde termi-naba el cielo y dónde empezaba la urbe».26 Londres había crecido a unritmo del 20 por ciento por década, como si «no obedeciera ningunaley».27 A mediados de siglo, la población ascendía a dos millones y me-dio de personas. El número de londinenses habría bastado para poblardos París, cinco Vienas o todo el conjunto de las siguientes ocho gran-des ciudades.28

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Londres «era un emblema del milagro económico del siglo xix».29

Su riqueza procedía del puerto, el mayor y más activo del mundo. En1833, un socio del Baring Brothers Bank comentaba que Londres sehabía transformado en el «centro en torno al cual debe girar el comer-cio». Los muelles londinenses ocupaban una extensión enorme y sehabían convertido en un importante atractivo turístico, entre otras cosaspor la bodega subterránea de cinco hectáreas donde los visitantes po-dían degustar vinos de Burdeos. La atmósfera (el acre olor del tabaco, elfuerte aroma del ron, los desagradables efluvios de las pieles curtidas, lafragancia del café y las especias) hacía pensar en la vastedad del comer-cio global, la incesante afluencia de inmigrantes, la amplitud y exten-sión del imperio.

«No conozco nada más imponente que el aspecto que ofrece elTámesis... [cjuando se lo recorre desde el mar al London Bridge —con-fesaba Engels en 1842, tras su primera visita a Londres—. La masa de lascasas, los astilleros a ambos lados, en particular desde Woolwich en ade-lante, las innumerables naves, a lo largo de las dos riberas, que se hacenmás numerosas a medida que se avanza, y que, al final, dejan libre sola-mente una pequeña vía en medio del río, una vía por la que pasan cen-tenares de vapores, todo esto es tan magnífico y gigantesco que nopuede uno darse idea sino viéndolo.»30

Las estaciones de ferrocarril de Londres eran «más vastas que lasmurallas de Babilonia [...] más vastas que el templo de Éfeso [...]», ase-guraba John Rustan, el historiador del arte. «Día y noche, las triunfanteslocomotoras rugían a distancia», escribió Dickens en Domhey e hijo. Des-de Londres, un viajero podía salir hacia Escocia por el norte, hacia Mos-cú por el este y hacia Bagdad por el sur. Entretanto, el ferrocarril exten-día las fronteras de la ciudad en la campiña de los alrededores. Dickens lodescribió así: «El vasto y misérrimo espacio donde se habían amontona-do tanto tiempo las basuras estaba convertido en un solar de grandesedificios, en cuyas tiendas se almacenaban ricos objetos y mercancías deprecio. [...] Los puentes, que en otro tiempo no conducían a parte algu-na, daban hoy paso a hermosos parajes, a jardines, iglesias y saludablespaseos. Las armazones de las casas de otro tiempo habían echado a andara campo traviesa, como si fueran los vagones de un tren gigantesco».3"

El corazón financiero del comercio mundial latía en la «City», elcentro económico de Londres. El banquero Nathan Mayer Rothschild,

p o c o dado a exageraciones, aseguraba que Londres era «el banco delmundo».32 Los comerciantes acudían a solicitar préstamos a corto plazopara financiar sus operaciones globales, y los estados emitían bonos paraconstruir carreteras, canales y líneas férreas. Aunque la Bolsa londinenseestaba aún en sus albores, los comerciantes y agentes de cambio de laCity concentraban el triple de «dinero prestable» que en Nueva York ydiez veces más que en París.33 La avidez de información de banqueros,inversores y comerciantes ayudó a que Londres se instituyera comocentro mundial de los medios de comunicación. «Cualquiera puede ac-ceder a las noticias», se quejó un miembro de la familia Rothschild en1851, cuando el nacimiento del telégrafo volvió obsoleto su negocio depalomas mensajeras.34

Era en Londres y no en las nuevas ciudades industriales del nortedonde estaba la mayor concentración de industrias del mundo, que em-pleaban a uno de cada seis obreros de Inglaterra, casi medio millónde hombres y mujeres,35 una cifra que multiplicaba por diez el número detrabajadores de las manufacturas de algodón de Manchester. Los «oscu-ros molinos satánicos» a los que aludía William Blake en «La nueva Je-rusalén» no estaban en las ciudades del norte de Inglaterra que inspira-ron la Coketown de Dickens. Como la gigantesca harinera AJbion, queempleaba a quinientos obreros y se alimentaba con la energía de unaenorme máquina de vapor diseñada por James Watt, era más probableq u e estuvieran en Londres, junto al Támesis.36 Una popular guía deviajes de la década de 1850 hablaba de «plantas de agua y de gas, astille-ros, curtidurías, destilerías de cerveza y de licor, fábricas de cristal, todoello ocupando una extensión que suscita no poca sorpresa en aquellosque visitan los lugares por primera vez».37 Es cierto que en Londres nohabía un sector dominante, como el textil, y la mayoría de los tallerescontaban con menos de diez empleados,38 pero la ciudad concentrabavarias actividades (imprentas en Fleet Street, pinturas e instrumentos deprecisión en Camden, ebanistas en torno a Tottenham Road). En losenormes astilleros de Poplar y de Millwall, quince mil hombres y niñosconstruían los mayores vapores y buques de guerra que surcaban losmares. En cualquier caso, así como las demás poblaciones industriales,como Leeds o Newcastle, producían el grueso de las exportaciones delpaís, en general las manufacturas londinenses abastecían las propias ne-cesidades de la capital.Wandsworth tenía sus harineras;Whitechapel, sus

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LA GRAN BÚSQUEDA

refinerías de azúcar; Cheapside, sus fábricas de cerveza; Smithfield, susmercados de carne, y Bermondsey, sus curtidurías y fábricas de velas yde jabón. Según Mayhew, Londres era «la colmena más bulliciosa»39 del

mundo.Londres era, sobre todo, el mayor mercado del mundo. En ella se

podía conseguir «a poca costa y con la menor molestia, conveniencias,comodidades y amenidades iguales a las de los más ricos y poderososmonarcas de otras épocas».40 En el próspero West End, «todo brilla deun modo u otro, desde los cristales de las ventanas hasta los collares de losperros» y «la presencia de la más selecta sociedad de la tierra colorea yhasta perfuma el aire».41 Regent Street contaba con una colección inau-dita de «relojerías, mercerías y talleres de fotografía; elegantes papelerías,calceterías y corseterías; tiendas de música, de chales y de joyas; tiendasde guantes franceses y perfumes, y un sinfín de talleres de bordados,confección y sombrerería».42

Mayhew atribuyó sagazmente «la inmensidad del [...] comercio»de la ciudad a «la inaudita prevalencia de mercaderes y la consiguienteabundancia de riqueza».43 El Economist presumía de que «las personasmás ricas del imperio acuden a esta ciudad. Su nivel de vida es el másespléndido; sus rentas, las más altas; sus oportunidades de hacer dinero,las más amplias».44 En Londres vivía uno de cada seis británicos, pero laproporción de la renta de la ciudad respecto a la del país era mayor. Portérmino medio, los ingresos eran un 40 por ciento más elevados que enotras ciudades inglesas, no solo porque Londres contaba con más habi-tantes acomodados sino porque los salarios superaban en un tercio a losdel resto del país. Por su población y sus rentas, Londres concentraba lamayor demanda de productos de consumo del mundo. El historiadorde la economía Harold Perkin considera que «la demanda de bienes deconsumo fue la clave definitiva de la revolución industrial», y cree quesu impulso fue más poderoso que la invención de la máquina de vaporo el telar.45 Las necesidades de consumo de Londres, su pasión por lasnovedades y el creciente poder adquisitivo de su población fueron gran-des incentivos para que los empresarios adoptaran nuevas tecnologías ycrearan industrias novedosas.

Sin embargo, aunque Londres atraía a algunas de las personas másricas de la tierra, también era un imán para los pobres. Cuando Mayhewhablaba de «la increíble multitud de personas atraídas por tamaña rique-

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za», no se refería solamente a los artesanos, comerciantes, abogados ymédicos que ofrecían sus servicios a los ricos, sino a las legiones de in-migrantes sin cualificación que acudían desde las zonas rurales para ga-narse la vida como costureras, criados, carpinteros, peones o recaderos,o bien, si no había más remedio, como prostitutas, mendigos o peque-ños delincuentes.46 La yuxtaposición entre ricos y pobres era especial-mente llamativa porque las clases medias se habían trasladado a los ba-rrios periféricos, pero también, algo que preocupaba en particular a losintelectuales, porque todo el mundo daba por supuesto que Londresanunciaba el futuro de la sociedad. Evidentemente, la pobreza no era unfenómeno nuevo, pero en el campo, el hambre, el frío, la enfermedad yla ignorancia podían parecer una obra de la naturaleza. En la gran capi-tal mundial, en cambio, la miseria debía considerarse una obra humana,y por lo tanto, algo injustificado. ¿Acaso no había medios de aliviar talespenurias, como demostraban las mansiones elegantes, los ricos carruajesy los entretenimientos de lujo? Pues bien, no los había. Los únicos quecreían posible remediar la situación eran los incautos que no entendíanque, aunque los pobres comieran pastel un día o dos, seguiría existiendoel problema de producir suficiente pan, ropa, combustible, casas, educa-ción y atención médica para sacar de la pobreza a la mayoría de los in-gleses. Mayhew no era el único que creía ingenuamente que todas esashileras de almacenes de ladrillo, aquellos «vastos emporios», conteníanbienes «en cantidad suficiente, se diría, para enriquecer a los habitantesdel planeta entero».47

Periodistas, artistas, novelistas, reformistas, religiosos y otros estu-diosos de la sociedad gravitaban hacia Londres, «epítome del ancho mun-do», donde «no hay nada que no sea posible observar de primera mano».48

Acudían allí para ver hacia dónde se encaminaba la sociedad. Así comolos viajeros del siglo x v m se fijaban en el pecado, la delincuencia y lainmundicia, los visitantes del Londres Victoriano remarcaban sobre todolos extremos de riqueza y de pobreza.

Corno escribió Dickens en Casa desolada,49 noviembre era el mes conpeor calidad del aire en la mayor y más rica metrópoli del mundo. El29 de noviembre de 1847, Friedrich Engels y Karl Marx remontabancon la cabeza gacha Great Windmill Street en dirección a Piccadilly,

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procurando no resbalar en el barro que cubría el suelo ni chocar con lamultitud de transeúntes. Su extrema miopía y la parda niebla londinen-se les impedían ver más allá de medio metro de distancia.

Engels, que conservaba el porte erguido de cuando era un cadete, yMarx, que aún lucía su espléndido pelo negro y sus bigotes, estaban enLondres para asistir a un congreso de la Liga de los Comunistas, uno delos múltiples grupúsculos políticos de la época, compuesto sobre todopor utopistas, socialistas y anarquistas centroeuropeos, junto con algúncartista y algún oficinista londinenses partidarios del sufragio masculino,de los que proliferaban en la ciudad gracias a la relativa protección queofrecían la legislación inglesa sobre libertades civiles y sus benévolasleyes de inmigración. No hacía mucho, el súbito desplome del sectorferroviario había suscitado la alarma en los centros financieros de Lon-dres y de todo el continente, y la Liga se había apresurado a convocarun congreso para concretar sus hasta entonces vagos objetivos. Engelsles había convencido de sustituir un lema tan insípido como «Todos loshombres son hermanos» por otro más contundente: «Proletarios de to-dos los países, ¡unios!», y había redactado dos borradores de un mani-fiesto que él y Marx querían que la Liga suscribiera. Entre los dos ha-bían discutido cómo podían apartar a los dirigentes que no creíanposible resolver las reclamaciones de los obreros sin derrocar el ordenexistente. «Esta vez tenemos que imponernos», había asegurado Engelsen la última carta dirigida a Marx.50

Finalmente llegaron a su destino en el Soho: el pub Red Lion. Lasede de la Unión para la Educación de los Trabajadores Alemanes, tapa-dera legal de la Liga, estaba en la planta superior. En la sala había unaspocas mesas y sillas y en una esquina, un gran piano destinado a que losexiliados berlineses o vieneses se sintieran en casa en aquel Londres tan«poco musical».51 El aire estaba impregnado del olor de los jerséis delana húmedos, el tabaco barato y la cerveza templada. Durante diez días,Engels y Marx controlaron el debate, moviéndose como pez en el aguaen aquel ambiente de conspiraciones y sospechas.

En cierto momento, Marx leyó públicamente el borrador que ha-bía escrito Engels. Uno de los asistentes recordó más tarde la implacableargumentación del texto y también la «mueca sarcástica» que lucía laboca del lector. Otro contó que, debido a la pronunciación de Marx,algunos entendieron «tréboles» en lugar de «trabajadores».52 Otros pen-

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saron que Engels y Marx eran «intelectuales burgueses». Sin embargo, alcabo de diez días, «toda oposición... había sido superada».

Los asistentes al congreso refrendaron el manifiesto de Marx y En-gels y se declararon a favor de «derrocar a la burguesía, y abolir la pro-piedad privada». Marx, que ya había agotado varias herencias familiaresy que estaba otra vez arruinado, se encargaría de redactar la versión de-finitiva del llamamiento.53

Engels, convencido de que el panfleto debía ser una «sencilla cróni-ca histórica», propuso titularlo Manifiesto comunista. En su opinión, eraimportante comenzar describiendo los orígenes de la sociedad moder-na para demostrar que estaba destinada a la autodestrucción. De hecho,veía el Manifiesto como una especie de combinación del Génesis y elApocalipsis.54

Tres años después de que Engels diera a conocer a Marx la discipli-na de la economía política, este último ya se consideraba un economis-ta.55 Además, había asimilado las teorías evolucionistas que empezaban adominar en el mundo científico. Al igual que otros discípulos de izquier-da de Hegel, veía la sociedad como un organismo en evolución y nocomo una entidad que se limitara a repetirse de una generación a otra.56

Marx quería demostrar que la revolución industrial significaba algomás que la adopción de nuevas tecnologías y el espectacular salto en laproducción. También había creado grandes ciudades, fábricas y redes detransporte; había puesto en marcha un vasto mercado global que ya no sebasaba en la autosuficiencia, sino en la interdependencia universal; habíaintroducido una nueva alternancia de auges y declives en la actividadeconómica; había liberado de sus limitaciones a ciertos grupos sociales delpasado y había creado otros totalmente nuevos, desde los industriales mi-llonarios hasta los obreros urbanos amenazados por la pobreza.

Durante doce siglos, mientras los imperios ascendían y se derrum-baban y la riqueza de las naciones aumentaba y disminuía, la escasa ydispersa población de la Tierra creció a un ritmo pausado. Por su parte,las circunstancias materiales de la humanidad se mantuvieron básica-mente idénticas, con la gran mayoría de las personas obligadas a vivir enla miseria. Sin embargo, en dos o tres generaciones, la revolución indus-trial había demostrado que la riqueza de una nación podía crecer expo-

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nencialmente, y a su vez había cuestionado una premisa básica de laexistencia humana: la dependencia de los crueles dictados de la natura-leza. Prometeo robó el fuego a los dioses, pero la revolución industrialpuso las riendas del mundo en manos del hombre.

Engels y Marx comprendían mejor que la mayoría de sus contem-poráneos la novedad que representaba la sociedad en la que habíanalcanzado la mayoría de edad, y también habían analizado con másdedicación las implicaciones de este hecho. Según ellos, la sociedadmoderna evolucionaba más deprisa que cualquier otra sociedad del pa-sado. Esta conciencia de la mutabilidad de las cosas marcaba una ruptu-ra en el conjunto de certezas y conceptos heredados. Marx lo resumióen una frase memorable: «Todo lo estamental y estable se evapora».57 SiMarx y Engels tenían una percepción más nítida de la situación, eraseguramente por haber ido a Inglaterra como corresponsales extranje-ros, por decirlo de algún modo, y por proceder de un país que aún nohabía experimentado la revolución industrial. Pasar de Tréveris y Bar-men a Londres era como hacer un viaje en el tiempo. Casi nadie más,aparte quizá de Dickens, había observado la sociedad londinense con lamisma mezcla de fascinación e indignación. Marx y Engels decían des-preciar la «filistea» cultura comercial inglesa, pero al mismo tiempo en-vidiaban su riqueza y su poder. Sus observaciones les convencieron deque en el mundo moderno el poder político no vendría de las armas,sino de la superioridad económica de un país y de la energía de su cla-se empresarial.

Inglaterra era el coloso del mundo moderno. «Si preguntamos quénación ha logrado más, nadie puede negar que ha sido la de los ingle-ses», reconocía Engels.58 La industria y el comercio habían hecho deInglaterra el país más rico del mundo. Entre 1750 y 1850, el valor de losbienes y servicios producidos cada año en el Reino Unido (el productointerior bruto) se había cuadruplicado, lo que significaba que en unsolo siglo había crecido cien veces más que en los mil años anteriores.59

El Manifiesto hacía hincapié en esta súbita expansión de la capacidadproductiva, que según Engels y Marx era lo que determinaría el poderpolítico en la época moderna:

En su dominación, de clase apenas secular, la burguesía ha creadofuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones

pasadas juntas. [...] Solo ella ha demostrado qué puede producir la activi-dad de los hombres. Ha llevado a cabo obras maravillosas totalmente dife-rentes a las pirámides egipcias, los acueductos romanos y las catedralesgóticas, ha realizado campañas completamente distintas de las migracionesde pueblos y de las cruzadas.60

Marx y Engels estaban convencidos de que la capacidad de pro-ducción de los ingleses seguiría creciendo exponencialmente. Sin em-bargo, también pensaban que el mecanismo distributivo tenía un fallocrucial que ocasionaría el derrumbe del sistema. Pese al espectacularaumento de la riqueza, el ínfimo nivel de vida de las tres cuartas partesde la población británica pertenecientes a las clases trabajadoras apenashabía mejorado. Según cálculos recientes de Gregory Clark y otros his-toriadores, el salario medio subió un tercio entre 1750 y 1850, partiendode un nivel extremadamente bajo.61 Es cierto que la clase trabajadoraera mucho más numerosa, ya que la población inglesa se había triplica-do, y no vivía en condiciones tan miserables como sus homólogos ale-manes o franceses.

Sin embargo, los avances en algunos ámbitos quedaban contrarres-tados por retrocesos en todos los demás aspectos. Para empezar, casi latotalidad de los aumentos salariales se produjeron a partir de 1820, y ensu mayor parte afectaron a los artesanos y los operarios cualificados. Lasmejoras en los salarios de los obreros sin cualificación, entre ellos losjornaleros agrícolas, fueron totalmente accesorias y quedaron anuladas,como temía Malthus, por el aumento en el número de hijos. El empleoera más inseguro porque los sectores de la manufactura y la construc-ción sufrían grandes altibajos. Las jornadas de trabajo eran más largas, yera muy posible que también trabajaran las mujeres y los niños de lafamilia.

Otra cuestión que empeoraba las condiciones de vida de los traba-jadores urbanos era la degradación del entorno físico. El traslado masivodel campo a la ciudad se produjo antes de que surgiera la teoría de losgérmenes y se extendieran la recogida de basuras, el alcantarillado y elagua corriente. Aunque la Inglaterra rural era más pobre, en el campo laesperanza de vida era de unos cuarenta y cinco años, mientras que enciudades como Manchester o Liverpool era de solo treinta y uno otreinta y dos. Sencillamente, en un entorno menos favorable a los con-

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tagios,la suciedad y la desnutrición no eran tan peligrosas. En una épo-ca en que ciudades como Liverpool crecían entre el 31 y el 47 porciento cada década, las epidemias suponían una amenaza permanente.No es que los ricos fueran inmunes (el marido de la reina Victoria, elpríncipe Alberto, murió de fiebre tifoidea), pero la mala alimentación yel hacinamiento aumentaban los riesgos. En la primera mitad del si-glo xix, cuando se aceleró la afluencia de inmigrantes a las ciudades, lasalud del trabajador medio dejó de mejorar en relación con los ingresos,o incluso se deterioró. La esperanza de vida al nacer pasó de los treintay cinco a los cuarenta años entre 1781 y 1851, pero las tasas de morta-lidad generales dejaron de bajar en la década de 1820. La mortalidadinfantil aumentó en la mayoría de los distritos urbanos, y también des-cendió la altura media en la edad adulta (un indicador de la nutricióninfantil, que acusa tanto la influencia de la dieta como la de las enfer-medades) en los varones nacidos en las décadas de 1830 y 1840.62

Reaccionarios y radicales por igual temían que Inglaterra hubieracontraído la maldición del rey Midas. «La floreciente industria de Ingla-terra, con su plétora de riqueza, a nadie ha enriquecido aún; es riquezaencantada», clamaba Carlyle.63 El historiador de la economía ArnoldToynbee aseguró que la primera mitad del siglo xx fue «un período tancatastrófico y terrible corno ninguna nación había conocido hasta elmomento. Fue catastrófico y terrible porque, junto al enorme aumentode la riqueza, hubo un gigantesco aumento de la pobreza; y la produc-ción a gran escala, resultado de la libre competencia, condujo rápida-mente a la alienación de las clases y a la degradación de un gran núme-ro de productores».64

Como señaló el importante filósofo inglés John Stuart Mili, la pro-gresiva eliminación de leyes, impuestos y licencias que mantenían a los«estratos inferiores» atados a una localidad, un oficio o un comercio enparticular incrementó la movilidad social: «Los seres humanos ya nonacen predestinados a ocupar un lugar en la vida [...] sino que son li-bres de aplicar sus facultades y las ocasiones favorables que se les puedanpresentar para alcanzar la suerte que les pueda parecer más deseable».13

Pero incluso Mili, libertario de fuertes simpatías socialistas, pensaba quela situación de la mayoría de los ingleses había mejorado poco: «Hastaahora cabe dudar si todas las invenciones mecánicas que se han hechohan servido para aliviar las fatigas diarias de algún ser humano».66

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Así, en el segundo año de la gran hambruna irlandesa, los autoresdel Manifiesto comunista repitieron lo que ya había dicho Engels: quecuando un país crece en riqueza y poder, las condiciones de vida de supoblación empeoran:

En cambio, el obrero moderno, en lugar de elevarse con el progresode la industria, se hunde cada vez más por debajo de las condiciones de supropia clase. El obrero se convierte en indigente y la indigencia se desa-rrolla aún con mayor celeridad que la población y la riqueza. Con ello semanifiesta francamente que la burguesía es incapaz de seguir siendo pormás tiempo la clase dominante de la sociedad. [...] Los proletarios notienen nada que perder [...] más que sus cadenas.Tienen un mundo queganar. ¡Proletarios de todos los países, unios!67

Tras ser expulsado de Francia por publicar un artículo satírico sobreel rey de Prusia, Marx, junto con su cada vez más numerosa familia y lacriada, se había trasladado a Bélgica gracias al anticipo editorial por eltratado de economía. Después de pasar un mes en Londres, Marx regresóa su casa de la periferia de Bruselas y volvió a aplazar la redacción dela versión definitiva para enfrascarse en una serie de conferencias sobre laeconomía de la explotación. En enero, después de que la Liga lo amena-zara con pasar el encargo a otra persona, cogió por fin la pluma. El borra-dor casi definitivo llegó por correo a la sede de Great Windmill Streetpoco antes de las noticias sobre las luchas entre republicanos y gendarmesen las calles de París. El 21 de febrero, los mil ejemplares en alemán delManifiesto impresos por la Liga llegaban a la frontera de Francia con Ale-mania. Las autoridades prusianas los confiscaron todos menos uno.

Marx y Engels aguardaban con impaciencia la llegada del Armage-dón. Como muchos románticos del siglo x ix , pensaban que estabanviviendo «en un ambiente general de crisis y de catástrofe inminente»en el que podía suceder cualquier cosa.68 Juan de Patmos, el autor delApocalipsis, les había regalado el final perfecto para su Manifiesto y parala propia sociedad moderna: el mundo se divide en dos bandos diame-tralmente opuestos, hay una batalla final, Roma se hunde, los oprimidosreciben justicia, los opresores son juzgados y la historia llega a su fin.

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La historia no llegó a su fin en 1848. La rebelión francesa de aquel añono condujo al socialismo, ni siquiera al sufragio universal masculino,sino al reinado de Napoleón III. Una de las consecuencias de la procla-mación de la República francesa fue que Marx fue sumariamente ex-pulsado de Bélgica y unas semanas después, tras refugiarse en París, so-metido a la persecución de las autoridades francesas. Cuando la policíaparisiense lo amenazó con confinarlo en una húmeda y pestilente po-blación situada a varios kilómetros de la capital, Marx alegó problemasde salud y empezó a buscar otro país que lo admitiera. En agosto de1849 se trasladó a Londres, «Patmos de los extranjeros fugitivos» y ciu-dad de adopción de Luis Felipe, el derrocado rey francés, y de un sinfínde exiliados políticos.69 Marx se consoló pensando que la estancia nosería larga.

Su llegada a Londres coincidió con una de las peores epidemias decólera en la historia de la ciudad, que al final de su curso dejó 14.500personas fallecidas, entre adultos y niños.70 Esta misma epidemia inspiróal periodista Henry Mayhew una apasionante serie de crónicas sobrelos pobres londinenses.71 Mayhew, científico frustrado que manteníauna pésima relación con su padre, era un tipo regordete, vital y enérgi-co al que se le daban bastante nial los asuntos de dinero. Con treinta ysiete años de edad, este ex actor y cofundador de la revista humorísticaPunch aún no se había recuperado de una humillante bancarrota que lehabía costado su casa de Londres y casi lo había llevado a la cárcel. Des-pués de varios meses pergeñando noveluchas con títulos autoparódicos,como El genio bueno que lo convertía todo en oro, Mayhew vislumbró unaposibilidad de recuperación-

Gracias a su serie de ochenta y ocho crónicas, los lectores del Chro-nicle pudieron visitar casa por casa la «verdadera capital del cólera»."*2

Jacob s Isle era un rincón especialmente degradado de Berniondsey, enla ribera sur del Támesis, inmortalizado por Dickens en Oliver Twist.Mayhew se propuso ofrecer un retrato impactante de los habitantes deeste arrabal, «distinguiendo entre los que trabajarán, los que no puedentrabajar y los que no querrán trabajar».73 Según aseguró a su público, élno era «cartista, proteccionista, socialista ni comunista», lo cual era cier-to, sino «un mero recopilador de datos».74 Con un equipo de ayudantesy varios cocheros a su disposición, visitó aquellas casuchas con «desven-cijadas galerías de madera [...] llenas de huecos por donde mirar al cieno

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de debajo, rotas y remendadas ventanas con palos de saledizo para secaruna ropa que nunca está allí, habitaciones tan pequeñas, tan sucias, tancerradas, que se diría que el aire está más corrompido que la suciedad yla miseria que albergan».75

Mayhew descubrió que la población obrera de Londres no era unconjunto monolítico, sino un mosaico de grupos diferenciados y alta-mente especializados.76 Pasó por alto la actividad más ejercida de laciudad (los 150.000 criados domésticos), cuya misma cifra es indicativadel predominio de los ricos en la economía de la ciudad; tampoco seinteresó por los 80.000 peones que trabajaban en la construcción delíneas férreas, puentes, carreteras, alcantarillas y otras obras públicas, yprefirió concentrarse en unos pocos oficios. Como explica el historia-dor Gareth Stedman, el mercado laboral londinense era una mezcla deextremos. Por un lado, la ciudad atraía a artesanos muy cualificados queofrecían sus servicios a las clases acomodadas y ganaban un cuarto o untercio más que en otras ciudades, junto a los dependientes y tenderos,que constituían el estrato «inferior» de la clase media. Por otro lado,Londres atraía un constante flujo de mano de obra no cualificada. Losobreros también ganaban salarios más altos que en las provincias, perosus condiciones de vida solían ser peores porque residían en edificiosdecrépitos y hacinados en zonas como Whitechapel, Stepney, Poplar,Bethnal Green o Southwark, como documentaron con exhaustividadlas comisiones parlamentarias de la década de 1840. Oficinistas, depen-dientes de comercio y otros trabajadores no manuales, que podían pa-gar las tarifas de los nuevos trenes y omnibuses, se refugiaban en unaperiferia cada vez más poblada, mientras que los obreros sin cualificarno tenían más remedio que residir en lugares que les permitieran llegara pie al trabajo.

Debido a la competencia de las provincias y de otros países, se bus-caron formas de ahorrar en el coste de la mano de obra. La producción«a destajo», que se remuneraba por pieza realizada y normalmente sellevaba a cabo en el propio domicilio del trabajador, era la habitual ensectores como la confección de prendas de vestir o de calzado, que deotro modo habrían tenido que situarse fuera de Londres para evitar elelevado coste de los alquileres, los salarios y los gastos indirectos. SegúnStedman Jones, la pobreza de Londres, con sus talleres explotadores, susviviendas atestadas, su desempleo crónico y su dependencia de la asis-

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tencia pública, era un subproducto de la propia riqueza de la ciudad. Elrápido crecimiento elevó los precios de las viviendas, los gastos genera-les y también los salarios. Los salarios altos atrajeron nuevas oleadas depersonas sin cualificación, pero también llevaron a los empresarios abuscar formas de sustituir los trabajadores bien pagados por otros peorpagados.

Las costureras londinenses ejemplifican este fenómeno, y son ellaslas protagonistas de las historias más impactantes de Mayhew, que pro-metió a sus lectores: «Nunca en la historia se han visto tales escenas nise han escuchado tales historias».77 Partiendo de datos del censo, May-hew calculó que en Londres había 35.000 costureras, 21.000 de las cua-les trabajaban en talleres «respetables», que iban de la confección a m e -dida a la fabricación de prendas para la clase media baja. Según Mayhew;las 14.000 restantes trabajaban en el sector «deshonroso», es decir, en laproducción a destajo.78 Mayhew sostenía que los precios por pieza quecobraban las costureras «están en general por debajo del nivel de subsis-tencia, por lo que, para mantenerse, les resulta casi materialmente nece-sario robar, mendigar o prostituirse».79

En su proyecto, Mayhew se comportó más como un activista q u ecomo un mero observador. Con ayuda de un pastor, en noviembreconvocó «una reunión de costureras obligadas a hacer la calle», prome-tiendo estricta discreción a las asistentes. La entrada de hombres estabaprohibida. Dos taquígrafas tomarían nota de las intervenciones. En u n asala poco iluminada, las veinticinco mujeres que recibieron la tarjeta deadmisión fueron invitadas a subir al estrado para expresar sus sufrimien-tos y sus inquietudes. El pastor las instó a hablar con libertad, y, parasorpresa de Mayhew, así lo hicieron:

La historia que sigue es seguramente más trágica y conmovedoraque cualquier novela. Confieso que me impresionó particularmente elsufrimiento físico y mental de la pobre Magdalena que la relató. Era unamuchacha alta, de figura esbelta y facciones extraordinariamente regula-res. Contó su historia con el rostro oculto entre las manos y sollozandocon tal intensidad que era difícil entender sus palabras. Cuando se tapó losojos vi que le resbalaban gruesas lágrimas entre los dedos. No recuerdohaber visto en ningún otro momento una tristeza tan honda.80

El reportaje de Mayhew publicado en el Morning Chronicle confir-mó los temores de Thomas Carlyle sobre la sociedad industrial moder-na y le inspiró una violenta diatriba contra los economistas:

Hablamos de oferta y demanda, de no intervención, del poder de lavoluntad, de dejar que todo lo arregle el tiempo [...] pero la actividadindustrial británica empieza a parecer un gran pantano de pestilencia físi-ca y moral; un repugnante Gólgota repleto de cuerpos y almas enterradosen vida; un lago de Curdo, conectado con las profundidades de la nada,donde nunca se ve el sol. Estas escenas, que el Morning Chronicle, con unafán de servicio que pocos periódicos muestran, ha puesto al alcance detodo tipo de lectores, deberían suscitar reflexiones inefables en todas lasmentes.81

Una de las reflexiones inefables suscitadas era la idea de un volcána punto de entrar en erupción. «¿Conoce usted esas prodigiosas cróni-cas sobre el infierno de desgracia y de miseria que bulle bajo nuestrospies? —le preguntó a una amiga Douglas Jerrold, que más tarde sería eldirector de Punch y el suegro de Mayhew—. Leer sobre los sufrimien-tos de una clase y sobre la avaricia, la tiranía y el canibalismo de bolsi-llo de las otras, hace que uno se maraville de que el mundo siga enpie.»82

La serie de Mayhew, titulada «El trabajo y los pobres», se publicó enel Morning Chronicle durante todo 1850, Cuando ya habían salido la mi-tad de los artículos, Mayhew explicó su objetivo definitivo: quería ela-borar «una nueva economía política, que tenga en cuenta las quejas delos trabajadores». Para justificar esta pretensión, añadió que una econo-mía «que haga justicia tanto al obrero como al empresario es una de lascosas más deseables, y más esperadas, de la época actual».83

Un amigo de Carlyle, John Stuart Mili, había justificado de forma simi-lar la redacción de los Principios de economía política, obra publicada solodos años antes, en 1848, y que ya era el tratado de economía más leídodesde La riqueza de las naciones de Adam Smith.

«Las reivindicaciones de los trabajadores están a la orden del día»,escribió Mili durante la hambruna irlandesa de 1845, cuando concibió

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la idea de su libro.84 Mili, que en ese momento tenía treinta y nueveaños llevaba tiempo enamorado de Harriet Taylor, una intelectual infe-lizmente casada a la que Carlyle describió como «pálida [...] y apasio-nada y triste» y como «un personaje de leyenda viviente».85 La frustra-ción de Mili ante la negativa del marido de Harriet a concederle eldivorcio iba aumentando a la vez que sus simpatías con los ideales so-cialistas.

Con su enfoque de la economía política, Mili confiaba en superarlas objeciones de Carlyle, que había calificado esta disciplina de «lúgu-bre estólida y deprimente, sin esperanzas para este mundo o para elpróximo»,86 y también las de Taylor, que la consideraba una ciencia i n -justa con las clases trabajadoras. C o m o Dickens, Mili veía necesario«eludir el tratamiento áspero y abstracto de estas cuestiones, que ha d e -sacreditado a los economistas poli ticos». Y a estos los acusaba de permi-tir que «quienes están equivocados se atribuyan, y obtengan, el méritoexclusivo de los sentimientos elevados y benevolentes».87

Seguramente Mili pensaba en David Ricardo, el brillante político ycorredor de bolsa judío que a sus treinta y siete años había iniciado u n atercera profesión como economista. Entre 1809 y 1823, año de su p r e -matura muerte, David Ricardo reformuló las brillantes pero a vecesvagas ideas de Adam Sniith en un conjunto de principios matemáticospreciso y coherente, y además planteó cuestiones originales sobre losbeneficios del comercio para las naciones pobres y las ricas y sobre elhecho de que los países prosperen más cuanto más se especializan. Sinembargo, tanto su tendencia a expresarse en términos altamente abs-tractos"conio sus implacables conclusiones desalentaban a los posibleslectores de los Principios de economía política y tributación. La ley de h i e r r o

de los salarios (según la cual los salarios suben o bajan según fluctuacio-nes a corto plazo en ia oferta y la demanda, pero tienden siempre haciaun nivel de subsistencia) se hacía eco de la ley de la población deMalthus y descartaba la posibilidad de obtener aumentos significativosen el salario real."'

Mili observó que Ricardo, Smith y Malthus eran partidarios de losderechos económicos y políticos individuales, detractores de la esclavi-tud y enemigos del proteccionismo, los monopolios y los privilegios delos terrateniente*. Él, por su parte, defendía los sindicatos, el sufragiouniversal v el derecho de las mujeres a la propiedad. En respuesta a la

crisis económica y la conflictividad social de la década de 1840, criticóla ley que gravaba con un impuesto del 50 por ciento las importacionesde cereales. En general, los jornaleros agrícolas dedicaban como míni-mo un tercio de su magra paga en alimentar a su familia. Mili predijoacertadamente que cuando se aboliera el impuesto sobre las importa-ciones, los precios de los alimentos bajarían y los salarios reales subirían.Sin embargo, era profundamente pesimista sobre la posibilidad de me-jorar la vida de los trabajadores. Como Carlyle, estaba convencido deque derogar las leyes de los cereales solo serviría para aplazar la resolu-ción del problema, como había sucedido con la invención del ferroca-rril, el acceso al continente norteamericano y el descubrimiento de oroen California. Estas novedades habían sido beneficiosas, pero no habíanlogrado vencer las inmutables leyes que gobernaban el mundo.

La ley de la población de Malthus y las que postuló Ricardo, la leyde hierro de los salarios y la ley de rendimientos decrecientes (según lacual aumentar la mano de obra para cultivar una hectárea produciríamenos rendimientos adicionales), implicaban que el crecimiento de lapoblación superaría al de los recursos y que la riqueza del país aumen-taría a expensas de los pobres, condenados a agotar «los grandes donesde la ciencia tan rápidamente como [...] los obtuvieron, en una insen-sata multiplicación de la vida corriente».89 Lo único que podía hacer elEstado era crear las condiciones necesarias para que las leyes de la ofer-ta y la demanda y el interés propio bien entendido funcionaran eficaz-mente.

Según Mili, la economía se rige por leyes naturales que la voluntadhumana no puede cambiar, como tampoco se puede alterar la ley de lagravedad. En 1848, cuando terminaba de redactar los Principios, escribió:«No queda nada que aclarar en las leyes del valor, ni para los escritoresactuales ni para los del porvenir: la teoría está completa».90

Henry Mayhew, sin embargo, no pensaba lo mismo. A su modo dever, Mili no había logrado convertir la economía política en una «cien-cia alegre», esto es, en una ciencia capaz de aumentar el total de felici-dad y de libertad en el mundo o la capacidad de control del ser humanosobre las circunstancias.91 El hecho de que Mili mantuviera la ley dehierro de los salarios era una razón más para buscar otra teoría. En rea-lidad, Mayhew no pudo desmontar la doctrina tradicional sobre los sa-larios, como no lo logró ningún otro pensador de su generación. Pese a

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todo, su serie de reportajes sobre los trabajadores londinenses pasó a serel libro de cabecera de toda una generación de «investigadores sociales»que se inspiraron en las crónicas de Mayhew y, como él, trataron deaveriguar hasta qué punto podía mejorar la situación de los obreros sinderrocar el orden social existente.

En agosto de 1849, menos de dos años después de que Karl Marx llega-ra a Londres en plena epidemia de cólera, parecía que el mundo enterohabía decidido salir de su refugio para visitar la Gran Exposición. Laprimera feria comercial del mundo era un invento de otro alemán, elpríncipe Alberto, marido de la reina Victoria, pero Marx, que en esemomento vivía con su mujer Jenny, sus tres niños y la criada en dossombrías habitaciones del Solio, no tenía ningún interés en visitarla. Loúnico que quería era sentarse en el asiento G-7 de la imponente sala delectura del Museo Británico y dejarse envolver por aquella penumbracatedralicia y aquel silencio reconfortante. Sin hacer caso de las exu l -tantes crónicas periodísticas sobre la construcción del palacio de Cristalen Hyde Park, Marx se dedicaba a llenar un cuaderno tras otro con c i -tas, fórmulas y comentarios desdeñosos mientras devoraba las obras deeconomistas ingleses como Malthus, Ricardo o James Mili, el padrede John Stuart Mili. Que los filisteos siguieran acudiendo a su panteónburgués; él no estaba dispuesto a adorar falsos ídolos.

En mayo de 1851, Karl Marx ya no era el universitario soñador q u ese pasaba días enteros envuelto en su batín y escribiendo sonetos para lahija de un barón, y tampoco el periodista vividor que se pasaba las n o -ches bebiendo en los bares parisienses. En los diez años transcurridosdesde que se había doctorado por la Universidad de Jena, había dilapi-dado los seis mil francos heredados inesperadamente de un parientelejano.También había fundado tres periódicos radicales, dos de los cua -les habían cerrado después del primer número. Ningún empleo le habíadurado más de dos meses. Mientras su antiguo protegido, Engels, h a -bía sacado un libro de gran éxito, Marx seguía posponiendo la escriturade su obra magna. Solo había publicado algún artículo, básicamentepolémicas contra otros socialistas. A sus treinta y dos años, era uno detantos expatriados sin empleo, tenía una familia cada vez más numerosay se veía obligado a pedir dinero a los amigos. Por suerte para él, su á n -

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gel guardián, Engels, estaba dispuesto a seguir trabajando en la empresafamiliar para que Marx pudiera concentrarse todo el día en su libro.

Entretanto, mientras la ciudad se llenaba de jefes de Estado y otrosdignatarios, ScotlandYard mantenía vigilados a los radicales. Sin embar-go, según el informe escrito por un espía del gobierno prusiano, lamayor amenaza que planteaba Marx era contra las normas de limpiezadoméstica:

Marx vive en uno de los barrios peores y más baratos de Londres. Sealoja en dos habitaciones. La que da a la calle es el salón, y la del fondo esel dormitorio. En todo el apartamento no hay un solo mueble limpio yen buen estado. Todo está roto, destrozado y astillado, y por todas parteshay una capa de polvo de varios centímetros y un gran desorden. En elcentro del salón hay una mesa grande y pasada de moda cubierta con unhule, y sobre ella se acumulan manuscritos, libros y periódicos, además dejuguetes de los niños, los retales y ovillos del cesto de costura de la mujer,varias tazas desportilladas, cuchillos, tenedores, lámparas, un frasco de tin-ta, vasos, pipas holandesas de cerámica, ceniza de tabaco... en resumen,todo está patas arriba y todo en la misma mesa. Hasta un chamarilero seavergonzaría de tener un surtido tan variopinto de trastos viejos.92

La temporada de la Gran Exposición coincidió con un momentode crisis en la vida de Marx. Aunque adoraba a su mujer, había dejadoembarazada a Helen Demuth, la niñera y criada de la familia. Jenny,también encinta, estaba hecha una furia. Tres meses después de que He-len diera a luz a una niña enfermiza, la criada parió un niño rozagante.Para acallar las «inenarrables infamias» sobre el asunto que empezaban acorrer entre los círculos de exiliados, Marx envió al niño recién nacidocon una familia adoptiva del East End y no volvió a verlo jamás. «Laimpertinencia de algunas personas a este respecto es colosal», se quejó aun amigo.93 La madre de su hijo siguió viviendo con la familia de Marxpara poder atenderlos corno antes. Con un ambiente familiar insopor-table, Marx corría cada mañana a ocupar el asiento número G-7 de labiblioteca y se quedaba hasta la hora de cierre.

El primero de mayo de 1851, cuando se inauguró la Gran Exposi-ción, Marx ya empezaba a dudar de que fuera posible derrocar algúndía a la Roma moderna. En vez de a los cartistas irrumpiendo en elpalacio de Buckingham, veía a cuatro millones de ciudadanos británicos

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y decenas de miles de forasteros invadiendo Hyde Park para visitar laprimera feria comercial del mundo. Esta oleada humana, de todas lasprocedencias, animó aThomas Cook a poner en marcha el negocio delturismo. «Nunca antes se había visto en Inglaterra una mezcla de clasestan libre y completa como bajo este techo», concluía una de las nume-rosas crónicas publicadas en la época.94 Para Marx, la feria era como losjuegos que organizaban los gobernantes romanos para distraer al pue-blo. «Inglaterra parece la roca contra la que se estrellan las olas de la re-volución... —había escrito hacía algún tiempo en un artículo paralaNene Rheinische Zeitung—. La revolución social en Francia se estrellanecesariamente contra la burguesía de Inglaterra, contra la dominaciónmundial, industrial y comercial de la Gran Bretaña.»95 El objetivo de laGran Exposición era fomentar la competencia comercial, algo que elpríncipe Alberto y otros patrocinadores veían como un incentivo parala paz. Marx, en cambio, ansiaba la guerra: «Y la vieja Inglaterra solo severá derrocada por una guerra mundial... [que] producirá la revoluciónobrera victoriosa».96 Según él, cuanto peor estuvieran las cosas, más pro-bable era la revolución.

Aun así, Marx no descartaba por completo la eventualidad de que«el progreso colosal en la producción desde 1848» llevara a una crisisnueva y definitiva. Tras calificar a la Gran Exposición de «fetichismo dela mercancía», predijo el «inminente» hundimiento del orden burgués.97

En el Manifiesto, Engels y él habían escrito: «La burguesía [...] produce,ante todo, sus propios sepultureros».98

A toda prisa, para que no lo sorprendiera la «inevitable» revolución—si no en Inglaterra, al menos en el resto de Europa—, Marx comenzóa redactar su propio Libro del Apocalipsis, una crítica de «lo que losingleses llaman "principios de economía política"».99 Marx pasábalamayor parte de los días en la sala de lectura del Museo Británico, enbusca de material para su obra magna. Ante las grandes cuestiones de suépoca, es decir, en qué grado podía mejorar el nivel de vida en un siste-ma basado en la competencia y la propiedad privada y hasta qué puntoel sistema lo soportaría, Marx estaba convencido de que las respuestassolo podían ser negativas. Su reto era demostrarlo.

Lo que se había propuesto en 1844, cuando empezó a ocuparse detemas de economía, no era demostrar que las condiciones de vida eranpésimas en un régimen capitalista. Eso había quedado sobradamente cla-

ro tras una década de estudios, informes de comisiones parlamentarias ypanfletos socialistas, incluidos los de Engels. En lo que menos pensabaMarx era en condenar el capitalismo por razones morales (es decir, cris-tianas), como habían hecho los socialistas utópicos como Pierre-JosephProudhon, quien aseguraba que «toda propiedad privada es un robo».Tampoco tenía la intención de convertir a los capitalistas, como habíasoñado hacer su novelista favorito, Dickens, con su Canción de Navidad.De hecho, hacía mucho que había repudiado la idea de una moralidadde origen divino e insistía en que el hombre puede establecer sus pro-pias normas.

El objetivo de la obra magna de Marx era demostrar «con exactitudmatemática» que el régimen de la propiedad privada y la libre compe-tencia no podía funcionar, y por lo tanto, «la revolución debe llegar». Suintención era poner de manifiesto «la ley económica que rige el movi-miento de la sociedad moderna». Para ello, Marx necesitaba demostrarque las doctrinas de Smith, Malthus, Ricardo y Mili eran una falsa reli-gión, del mismo modo que los teólogos radicales alemanes habían cali-ficado de patrañas e invenciones los textos bíblicos. Por eso decidió queel subtítulo de su trabajo sería Crítica de la economía política}00

La ley sobre el movimiento de la sociedad moderna no nació, comoAtenea, de la poderosa mente de Marx, como sugirió su amigo médicoLouis Kugelmann al regalarle por Navidad un busto de Zeus. Fue En-gels, el periodista, quien proporcionó a Marx la base de su teoría eco-nómica. Lo que realmente se proponía Marx era demostrar que esa teo-ría era lógicamente coherente y empíricamente plausible.

En el Manifiesto, Marx y Engels apuntaban dos motivos del malfuncionamiento del capitalismo. En primer lugar, cuanta más riqueza secreaba, más miserables eran las masas: «A medida que se acumula el ca-pital, empeora la situación del obrero». En segundo lugar, cuanta másriqueza había, «más extensas y violentas» eran las crisis financieras ycomerciales que estallaban periódicamente.101

En el Manifiesto, la tendencia hacia unos «salarios cada vez meno-res» y una «carga de trabajo cada vez mayor» se consideraba un hechohistórico; en El capital, en cambio, Marx aseguraba que la «ley de la acu-mulación capitalista» exige el descenso de los salarios, el aumento de la

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duración e intensidad de la jornada, el deterioro de las condiciones la-borales, la disminución de la calidad de los productos consumidos y elacortamiento de la vida media de los obreros. Marx mantuvo intactoel segundo argumento sobre la intensidad decreciente de las depresio-nes económicas.102

En El capital, Marx rechaza explícitamente la ley de la población deMalthus, que a la vez es una teoría sobre la determinación del nivel de lossalarios. Cuando formuló esta ley, Malthus dio por supuesto que el sala-rio depende exclusivamente del número de mano de obra disponible.Un número mayor de obreros implica más competencia por los em-pleos y, por lo tanto, sueldos más bajos. Un número menor de obrerosimplica lo contrario. Engels había esbozado su principal objeción aMalthus en el «Esbozo de una crítica a la economía política», escrito en1844, a saber, que la pobreza puede aquejar a cualquier sociedad, inclu-so a una sociedad socialista.

El argumento de Marx descansa en la hipótesis de que todo valor,incluida la plusvalía, es el resultado de las horas trabajadas por la manode obra. «No encierra [...] ni un solo átomo de valor que no proven-ga de trabajo ajeno no retribuido.» En El capital, Marx apoya esta hipó-tesis en Mili:

Las herramientas y los materiales, como todo lo demás, originalmen-te no costaron más que trabajo. [...] Si el trabajo empleado para la fabri-cación de las herramientas y los materiales se suma al empleado en lamanipulación posterior de los materiales con ayuda de las herramientas,se obtiene el total de trabajo empleado en la producción del productofinalizado. [...] Reponer el capital no es más que reponer los salarios deltrabajo empleado.103

Según Mark Blaug, historiador del pensamiento económico, si solocreasen valor las horas de trabajo, habría que concluir que la introduc-ción de maquinaria más eficaz, la reorganización de los equipos de ven-tas, la contratación de mejores directivos o la adopción de estrategiascomerciales más adecuadas, si no van acompañadas de la contrataciónde más trabajadores, comportarán necesariamente un descenso en losbeneficios. Por lo tanto, según el planteamiento de Marx, el único modode evitar que los beneficios desciendan es explotar a la mano de obra,

obligando a los obreros a hacer más horas sin compensarles. Como de-talló Henry Mayhew en la serie publicada en el Morning Chronicle, haymuchas formas de rebajar el salario real. Según Blaug, para la argumen-tación de Marx es crucial que los sindicatos y los gobiernos («organiza-ciones de la clase explotadora») no puedan invertir el proceso.104

Un número sorprendente de académicos niegan que Marx dijeraalguna vez que los salarios tendían a bajar con el tiempo o que estabansujetos al nivel de supervivencia. Lo cierto es que no tienen en cuentaque Marx dijo las mismas cosas de formas distintas y en diversas ocasio-nes. El hecho de que los trabajadores no puedan ganar más cuandoproducen más (o cuando fabrican productos más valiosos) es justamen-te lo que impide la supervivencia del capitalismo.

Al asegurar que el trabajo es la fuente de todo valor, Marx estabadiciendo que los ingresos del propietario (beneficios, intereses o salariosde directivos) no son merecidos. No decía que los trabajadores no ne-cesiten el capital (fábricas, máquinas, herramientas, tecnologías patenta-das, etc.) para elaborar el producto, sino que el capital que el propietarioha puesto a su disposición es solo el producto del trabajo pasado. Sinembargo, el dueño de cualquier recurso (sea un caballo, una casa o di-nero en efectivo) puede utilizarlo. Decir, como hace Marx, que esperara más tarde para consumir lo que se puede consumir ahora, arriesgandolos recursos propios o gestionando y organizando un negocio, no tienevalor y, por lo tanto, no merece compensación es decir que pueden ob-tenerse resultados sin ahorrar, sin esperar o sin correr riesgos. Es unaversión secular del viejo argumento cristiano contra el interés.

El problema, como señala Blaug, es que esto no es más que otromodo de decir que solo el trabajo añade valor al resultado (precisamen-te lo que Marx trata de demostrar), y no una demostración indepen-diente.

Partiendo de catálogos, diarios y números del Econornist, entre otrasfuentes, Marx reunió una impresionante cantidad de pruebas de que elnivel de vida de los trabajadores era ínfimo y de que las condicioneslaborales habían sido horribles durante la segunda mitad del siglo x v my la primera mitad del xix . Sin embargo, no logró demostrar si los sa-larios o el nivel de vida medio estaban descendiendo en las décadas de1850 y 1860, cuando escribía El capital, ni, lo que es más importante, sihabía alguna razón para pensar que necesariamente bajarían.

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Si Marx hubiera salido a la calle a ver las cosas por sí mismo, comoHenry Mayhew, o si hubiera hablado con otras personalidades brillantesinteresadas en las mismas cuestiones, como John Stuart Mili, habría vis-to que el mundo no estaba evolucionando tal como habían anticipadoEngels y él. La clase media no estaba desapareciendo sino que cada vezera más numerosa. Los pánicos financieros y las recesiones industrialesno eran peores que antes.

Cuando se clausuró la Gran Exposición de 1862, el «gran festival»se negó a terminar. Un empresario compró el palacio de Cristal y lohizo trasladar a Sydenham, en el sur de Londres, donde fue reconstrui-do a una escala aún más gigantesca. Para disgusto de Marx, el nuevopalacio de Cristal se inauguró como si fuera una Disneylandia victoria-na. Y lo que es peor, la economía entró en una etapa de expansión.Marx no tuvo más remedio que reconocer: «Es como si [su tiempo] sehubiera topado con el bolso de Fortunato». En los últimos veinte añosse había dado un «progreso colosal de la producción», aún más acelera-do en el segundo decenio que en el primero:

Ningún período de la sociedad moderna es tan propicio para el es-tudio de la acumulación capitalista como el que abarca los veinte últimosaños. [...] Pero de todos los países es nuevamente Inglaterra la que brindael ejemplo clásico: porque ocupa el primer puesto en el mercado m u n -dial, porque solo aquí el modo capitalista de producción se ha desarrolla-do de manera plena y, finalmente, porque la introducción del reino mile-nario del librecambio, a partir de 1846, despojó a la economía vulgar desu último refugio..Hb

Lo más demoledor contra la teoría de Marx es el hecho de que lossalarios reales no descendieron a medida que el capital se acumulaba enforma de fábricas, edificios, líneas férreas y puentes. A diferencia de Lisdécadas anteriores a la de 1840, cuando el aumento del salario real a fec-taba sobre todo a los obreros cualificados y el efecto sobre el nivel devida quedaba contrarrestado por el aumento del desempleo, la e x t e n -sión de la jornada de trabajo y el crecimiento de las familias, en las d é -cadas de 1350 y 1860 las ganancias fueron espectaculares e indiscutibles

y suscitaron grandes debates. El estadístico Victoriano Robert Giffen serefirió a la «indiscutible» naturaleza del «aumento de prosperidad mate-rial» experimentado desde mediados de la década de 1840 hasta me-diados de la década de 1870.106 El estadístico Robert Dudley Baxtercomparó la distribución de los ingresos en 1867 con un volcán extin-guido que alcanza 3.500 metros sobre el nivel del mar, «con su ampliabase de población trabajadora, sus laderas de clase media y la imponen-te cima de los que cuentan con ingresos regios».107 Para Baxter, el vol-cán de Tenerife era un símbolo perfecto de la distribución de la riqueza.Sin embargo, según sus datos, en 1867 la proporción de la renta nacio-nal correspondiente a los obreros estaba aumentando.

Estudiosos posteriores han corroborado estas observaciones. En1963, el historiador marxista Eric Hobsbawm reconocía que «lo intere-sante es saber qué pasó en el período que comúnmente se considerafinalizado en algún momento de entre 1842 y 1845».108 Más reciente-mente, el historiador de la economía Charles Feinstein, que en el largodebate sobre los efectos de la revolución industrial se situaría en el ban-do «pesimista», concluía que los salarios reales «iniciaron por fin un as-censo hasta un nuevo nivel» en la década de 1840.109

Marx nunca salió a la calle a ver las cosas por sí mismo; ni siquiera sepreocupó por hablar inglés bien.110 Su mundo se circunscribía a un pe-queño círculo de exiliados con sus mismas ideas. Sus contactos con losdirigentes obreros ingleses fueron superficiales. Nunca expuso sus ideasante personas que pudieran rebatirlas en sus mismos términos. Jamástrató a los economistas («buhoneros del librecambismo»,111 los llamaba)que planteaban ideas que pretendía derribar. Nunca conoció personal-mente ni mantuvo correspondencia con otras personalidades de suépoca que vivían y discutían a poca distancia de su casa, como el filóso-fo John Stuart Mili, el biólogo Charles Darwin, el sociólogo HerbertSpencer o la escritora George Eliot. Para ser el mejor amigo de un em-presario y el autor de una de las más apasionadas descripciones de loshorrores de la mecanización, Marx nunca estuvo en una fábrica de In-glaterra, ni de ningún otro sitio, hasta que hizo una visita guiada a unamanufactura de porcelanas cercana a Carlsbad, la localidad donde acos-tumbraba veranear en los últimos años de su vida.112

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Ante la insistencia de Engels, en 1859 Marx publicó de mala ganaun anticipo de su obra magna. El delgado volumen, titulado Contribu-ción a la crítica de la economía política, fue recibido con sorpresa e incomo-

didad y no cosechó ninguna reseña aparte de las que publicó anónima-mente Engels a instancias del propio Marx.113

Marx solía justificar la decisión de seguir viviendo en Inglaterra, eincluso de solicitar la nacionalidad británica, señalando las ventajas queofrecía Londres, capital del mundo moderno, para estudiar la evoluciónde la sociedad y vislumbrar su futuro. Pero, según escribió Isaiah Berlin,otro expatriado, «igualmente podría haber pasado su exilio en Madagas-car, si hubiera tenido asegurado un suministro permanente de libros,periódicos e informes oficiales». En 1851, cuando se puso seriamente aescribir su crítica contra la teoría económica inglesa, las ideas y actitu-des de Marx «estaban fijadas», y «apenas cambiaron» en los siguientes

rv 114

quince anos.Cuando Marx concibió la idea de «ofrecer una descripción y una

explicación completas de la ascensión y la inminente caída del sistemacapitalista»,115 estaba tan mal de la vista que tenía que colocarse libros yperiódicos a pocos centímetros de la cara. Cabe preguntarse qué efectotuvo la miopía en sus ideas. Se cuenta que Demócrito, objeto de su tesisdoctoral, se cegó voluntariamente. Según algunas versiones de la leyen-da, el filósofo griego lo hizo para evitar la tentación de las mujeres be-llas; según otras, quiso alejar de sí el confuso, cambiante y desordenadomundo de los hechos para que no lo distrajera de la contemplaciónmental de las ideas.

Se podría pensar que la evolución familiar de Marx, desde que ocuparados cuartos alquilados encima de una tienda hasta que se compró unacasa con jardín, podría haberlo llevado a recelar de su teoría. En losveinte años transcurridos desde que se propuso demostrar que el capi-talismo no podía funcionar, él mismo había dejado de ser un bohemiopara convertirse en un burgués. Ya no era partidario de exigir la inme-diata abolición de los derechos de herencia en el programa comunis-ta.116 Los Marx emplearon uno de los muchos legados recibidos encambiar su «antro del Soho» por una «bonita casa» en una de las nuevasurbanizaciones de clase media de Hampstead Heath.Tan nueva era, que

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al llegar vieron que aún no había aceras, farolas u omnibuses, solo mon-tones de escombros, piedras y barro.

Marx solía decir que había algo podrido en un sistema que acre-centaba la riqueza sin reducir la miseria, pero por lo visto no le impre-sionaba que la miseria pudiera aumentar junto con la riqueza. Daba porsupuesto que los barrios degradados de Londres, que a cada década quepasaba se volvían más dickensianos, eran la prueba de que la economíano podía ofrecer un nivel de vida adecuado a la gente corriente. GarethStedman Jones explica, por el contrario, que la crisis de la vivienda fueuna consecuencia indeseada del crecimiento acelerado de Londres, suprosperidad y su voraz demanda de trabajadores no cualificados. Dehecho, el frenesí constructor de mediados de la época victoriana com-portó una oleada de demoliciones. Entre 1830 y 1870 se arrasaron mi-les de hectáreas en el centro de Londres, sobre todo en los distritospobres, donde el terreno era más barato, para ampliar los muelles, cons-truir líneas férreas, trazar New Oxford Street, instalar alcantarillas yconducciones de agua y, en la década de 1860, construir los primerostramos del metro londinense. Así, justo cuando decenas de miles depersonas acudían a la ciudad en busca de trabajo, la oferta de viviendassituadas a poca distancia del centro industrial cayó en picado. Comoresultado, los trabajadores tuvieron que hacinarse en espacios cada vezmás precarios, más atestados y más caros. Cuando acabaron las demoli-ciones y los trabajadores no manuales empezaron a vivir en la periferiay trasladarse al trabajo en transporte público, la crisis de la vivienda em-pezó a suavizarse.

La temporada de la Gran Exposición de 1862 coincidió con otromomento bajo en la historia financiera de Marx. Horace Greeley, editordel New York Tribune, prescindió de su columna, que, aunque la escribíaEngels en su nombre, reportaba a Marx unos ingresos adicionales. Llegóun momento en que sus problemas económicos eran tan acuciantes queMarx buscó trabajo en las oficinas de la compañía ferroviaria, aunque lorechazaron por su «mala letra» y por no hablar inglés; también pensófugazmente en emigrar a Estados Unidos. Por suerte, era como unaostra que necesitaba un poco de suciedad para elaborar sus perlas. Pen-sando en el dinero, no tardó en volver a llenar cuadernos con un largoensayo sobre la economía, quejándose de que se sentía como una «má-quina condenada a devorar libros y excretarlos bajo una forma distinta

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en el muladar de la historia».117 También decidió el título de su obramagna: El capital.11* \

El despliegue que rodeaba la Gran Exposición seguía deprimién-dole. Seguramente habría entendido la reacción de Fiódor Dostoievski,que calificó el palacio de Cristal como «una escena bíblica, algo querecuerda a Babilonia, una profecía salida del Apocalipsis y que se hacerealidad ante nuestros ojos».119 En cualquier caso, al cabo de un par deaños, la suerte de Marx volvió a cambiar. Gracias a varias herencias ines-peradas y a la renta de 375 libras anuales que le proporcionaba Engels,pudo trasladar a su familia a otra casa aún más grande y majestuosa yempezó a gastar entre 500 y 600 libras al año, una cifra que estaba fueradel alcance de más del 98 por ciento de las familias inglesas.120

Cuando llegó el día del Juicio Final, Marx casi se había olvidado de él.El 17 de abril de 1866, la botadura del acorazado de once mil t o -

neladas Northumberland debería haber sido una ocasión de orgullo, unrecordatorio del predominio industrial y comercial de Gran Bretaña enel mundo. Sin embargo, fue un fracaso. El Northumberland llevaba casicinco años en las rampas de los astilleros MiUwaU Iron Works. El día dela botadura, su tremendo peso lo arrastró fuera de la verja de pro tec-ción, lo que se interpretó como una muestra de la precaria situación enla que se encontraban las compañías navieras.

Menos de un mes después, la tarde del jueves 10 de mayo, cuandocomenzaba la temporada de primavera londinense, un rumor terr iblese difundió por la ciudad. El buque insignia de los bancos comerciales,el Overend, Gurney & Company, que para el ciudadano medio eratan sólido como la Fábrica de Moneda y Timbre, había quebrado. <* Esimposible describir el terror y el nerviosismo que se apoderaron de lapoblación durante el resto de aquel día —escribió el experto en e c o -nomía del Times—. Nadie se sentía seguro.» A las diez de la mañanadel día siguiente, una horda de «alterados y casi histéricos acreedores-de ambos sexos y de todas las clases sociales invadió el distrito finan-ciero. «Al mediodía el tumulto se convirtió en una desbandada. Las.puertas de los bancos más respetables se vieron asediadas [.„.] y elgentío que recorría Lombard Street hacía imposible atravesar aqueilaestrecha vía.»121

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El jefe de redacción del New York Times envió un telegrama a sussuperiores diciendo que aquello era «el estallido de pánico más espan-toso que recuerda ningún ser humano en la metrópoli británica». Antesde que todo un batallón policial acudiera a controlar la multitud yantes de que el ministro de Hacienda autorizara la suspensión de la LeyBancaria, el Banco de Inglaterra había perdido el 93 por ciento de susreservas de efectivo, el mercado monetario británico estaba paralizado, ynumerosos bancos y negocios que dependían del crédito se enfrentabana la ruina. «Los ingleses se han vuelto locos especulando. [...] Ha llega-do el día del arrepentimiento y los rostros de nuestros banqueros, capi-talistas y comerciantes expresan puro pánico y desolación.»122

Unas de las primeras víctimas del pánico fueron los dueños de losastilleros de Millwall. El crecimiento del sector naviero, impulsado porel avance del comercio a escala mundial, había duplicado la mano deobra en los astilleros londinenses entre 1861 y 1865.123 «Durante el pe-ríodo de las transacciones fraudulentas, los magnates de este ramo nosolo se habían lanzado a una sobreproducción desmedida, sino que ade-más habían firmado grandes contratos de suministro, especulando conque las fuentes crediticias seguirían manando con la misma abundan-cia que antes», se regocijó Marx.124

En la época en que el Overend se hundió, empezaban a escasearlos nuevos encargos. De hecho, el Overend podría haber caído porque«abarcaron los mares con sus barcos» y por «incurrir en grandes pérdi-das en su flota de vapores». Otras víctimas fueron los legendarios cons-tructores de vías férreas Peto & Betts. Es cierto que las víctimas másinmediatas del pánico financiero fueron los inversores más ingenuos ylas «innumerables empresas estafadoras» que habían proliferado aprove-chando la existencia de dinero barato. En todo caso, la crisis de con-fianza obligó al Banco de Inglaterra a elevar el tipo de interés de refe-rencia del 6 por ciento a un asfixiante 10 por ciento, «el clásico tipo deinterés del pánico»,125 y a mantenerlo durante todo el verano. La obrateatral Cien mil libras dejó los escenarios tras poquísimas representacio-nes, sin que el Times se molestara en reseñarla. La etapa de prosperidadhabía acabado.

Marx se enteró del Viernes Negro leyendo el periódico vespertinoen su estudio del norte de Londres, mientras pensaba en otra crisis fi-nanciera que le quedaba más cerca. El barrio One ModenaVillas, adon-

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de se había trasladado recientemente su familia, era una de las numero-sas urbanizaciones que habían proliferado por toda la periferia de laciudad demasiado cara para un periodista sin trabajo que hacia tiempoque no' aceptaba encargos para poder acabar su libro. Marx se justificabapensando que los gastos excesivos eran necesarios para que sus hijasadolescentes «se establecieran socialmente». Ahora, por desgracia, volvíaa estar arruinado y andaba retrasado con el alquiler.Y también, por des-gracia, andaba retrasado con la escritura de El capital

Marx llevaba unos quince años asegurando a su mecenas y amigoque tenía «prácticamente terminada» su grandiosa «crítica de la econo-mía política», que estaba a punto de «revelar la ley económica que rigeel movimiento de la sociedad moderna», y que iba a asestar un golpemortal a la «economía política» inglesa. Y Engels, que llevaba quinceaños trabajando duro en Manchester para mantenerlo, empezaba a mos-trarse impaciente. i i , • j

Lo cierto es que el esplendor de la prosperidad inglesa había sidoun freno para el proyecto de Marx. Había escrito muy poco desde 1863.Una serie de ganancias inesperadas le habían ofrecido breves tempora-das de autonomía, pero ahora volvía a depender de Engels y, por prime-ra vez, el bonachón de Engels daba muestras de nerviosismo. Marx ha-bía descrito muy gráficamente una serie de penalidades dignas de Job:reumatismo, problemas del hígado, gripe, dolor de muelas, acreedoresinsolentes, un brote de urticaria de proporciones bíblicas... la lista erainterminable. En abril de 1866, Marx confesó: «Cuando me encuentromal soy incapaz de escribir». El día después de Navidad, se quejó de quellevaba «mucho tiempo sin escribir nada». Por Pascua, en una carta en-viada desde la localidad costera de Márgate, reconoció que llevaba «pen-diente únicamente de mi salud» desde hacía «más de un mes».126

Engels sospechaba, con razón, que la única fuente de los problemasde Marx era haber estado demasiado tiempo «retrasando ese malditolibro». «Espero que hayas superado tu reumatismo y tu dolor de cabezay que hayas vuelto a sentarte diligentemente a redactar tu libro —escri-bió el 1 de mayo—. «¿Cómo va el trabajo y cuándo estará listo el pri-mer volumen?»127 Como El capital no avanzaba, Mane se refugió en unhosco silencio.

El Viernes Negro, como una inyección de adrenalina, tuvo el efec-to vivificador que no había tenido la insistencia de Engels. A los pocos

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días, el profeta volvía a sentarse a su mesa de trabajo y escribía furiosa-mente. A principios de julio, ya podía comunicar a Engels: «En las dosúltimas semanas he vuelto a enfrascarme en la labor», y anunció quepodría entregar el retrasado manuscrito «a finales de agosto».128

¿Acaso podemos criticar al autor de un texto apocalíptico queaplazase su redacción mientras no llegaba el momento idóneo? CuandoMarx estaba redactando su melodramática profecía, la frase «suena lahora postrera de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores sonexpropiados» resultaba casi plausible. Sin embargo, cuando redactó elfamoso penúltimo capítulo, sobre «La ley general de la acumulacióncapitalista», Marx tuvo que forzar la argumentación para defender lahipótesis de que los pobres eran aún más pobres. Citando las palabras deGladstone sobre el «asombroso» e «increíble» crecimiento de los ingre-sos imponibles experimentado entre 1853 y 1863, Marx puso en bocadel primer ministro liberal la siguiente frase: «Ese embriagador aumentode riqueza y de poder [...] se restringe enteramente a las clases posee-doras».129 Sin embargo, el texto del discurso, publicado en el Times lon-dinense, demuestra que Gladstone dijo justamente lo contrario.

«Vería este crecimiento extraordinario y casi embriagador con cier-to temor, y con no poca aprensión, si pensara que se restringe a la clasede personas que pueden considerarse acomodadas», fueron las verdade-ras palabras de Gladstone. A continuación, el primer ministro añadíaque, gracias al rápido crecimiento de los ingresos no imponibles, «feliz-mente constatamos que la situación media del obrero británico ha me-jorado durante los últimos veinte años en un grado que nos pareceextraordinario, y del que casi se podría decir que no tiene parangón enningún país y ninguna época».130

Si bien la promesa de que el manuscrito estaría terminado a finalesdel verano resultó exageradamente optimista, quince meses después delViernes Negro, en agosto de 1867, Marx pudo comunicar a Engels quepor fin había enviado las galeradas al editor alemán. En su carta, Marxhizo referencia a un famoso relato de Honoré de Balzac. Un artista creeque un cuadro es una obra maestra porque lleva años perfeccionándolo,pero cuando aparta la tela que lo cubre y lo mira, retrocede gritando:«¡Nada, nada! ¡Y haber trabajado durante diez años!», y acto seguidose sienta y se echa a llorar.131 Por desgracia, como temía Marx, «la obramaestra desconocida» era una metáfora perfecta de su teoría económica.

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Su «demostración matemática» fue recibida con un aplastante silencio.Y en el siglo xx, durante la peor crisis económica de la era moderna, elgran economista John Maynard Keynes calificó desdeñosamente El ca-pital como «un libro de texto económico obsoleto, que sé que es nosolo científicamente erróneo, sino sin interés o aplicación para el mun-do moderno».132 Capítulo 2

¿Tiene que haber proletariado?El santo patrón de Marshall

El caballero sirve al caballo,y el boyero sirve al buey,el mercader sirve a su bolsa,y el comensal al bistec;es la era de las posesiones,de la tela tejida y el maíz molido,las cosas llevan las riendasy gobiernan a la humanidad.

RALPH WALDO EMERSON,

fragmento de la «Oda a William H. Channing»1

El deseo de poner a la humanidad a las riendas es lo que motiva lamayor parte de los tratados de economía.

ALFRED MARSHALL2

Durante el crudo invierno de 1866-1867, un millar de hombres se con-gregaban diariamente frente a uno de los edificios del East End londi-nense. Cuando las puertas se abrían, todos avanzaban con resolución,entre gritos y empujones, peleándose por conseguir un billete de entra-da. A juzgar por la impulsiva irrupción y el gesto adusto de los que nolograban su objetivo, cualquiera habría dicho que iba a comenzar unapelea de perros o un combate de boxeo. Pero en el interior no había uncuadrilátero iluminado, sino el patio fangoso de un hospicio parroquial.El patio estaba dividido en diferentes recintos equipados con grandeslosas. La entrada permitía a su titular sentarse a horcajadas sobre una de

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esas

LA GRAN BÚSQUEDA

losas, coger una gran maza y golpear el granito sucio de barro. Cin-co cubos de grava le valdrían tres peniques y una hogaza de pan.3

Ese mes de enero, quienes invadían los hospicios no eran la habi-tual clientela enfermiza y harapienta que recurría por lo general a estastristes instituciones, sino hombres robustos y vestidos con buenos abri-gos. Hasta un par de meses antes, ganaban una o dos libras a la semanaen los astilleros, en los túneles de ferrocarril o en las carreteras, cantidadmás que suficiente para pagar el alojamiento de una familia de cincopersonas, comprar carne y mantequilla en abundancia, beber unas cer-vezas y hasta ahorrar un poco.4 Pero eso era antes de que el ViernesNegro paralizase las construcciones marítimas y terrestres y de que unaserie de quiebras dejara a miles de personas sin empleo; antes de queestallara una epidemia de cólera, un frío gélido obligara a mantener losmuelles cerrados durante semanas y el precio del pan se multiplicarapor dos; antes de que se esfumaran los ahorros de toda la vida, hubieraque empeñar hasta el último de los enseres domésticos y se agotara laayuda de los parientes.

Los hospicios de los barrios más pobres rechazaban a centenares decandidatos cada día, mientras los asfixiados contribuyentes, como KarlMarx, temían que el incremento de los impuestos destinados a financiarla asistencia a los pobres terminaran empobreciéndoles a ellos. Aunquehubo una lluvia de donaciones, las entidades de beneficencia privadasestaban desbordadas. «Una situación tan desesperada como esta no sehabía visto nunca», escribió a un amigo suyo, en enero de 1867, Floren-ce Nightingale, la mujer que impulsó una gran reforma de la atenciónhospitalaria:

No es solo que hay 20.000 personas sin empleo en el East End,como han recogido todos los periódicos. Es que, en cada parroquia, losregistros de la Ley de Pobres registran dos y hasta cinco veces más nom-bres de lo habitual. Es que todos los hospicios están funcionando comohospitales. Es que las escuelas se caen de viejas, no pueden dar una comi-da al día y corren el peligro de cerrar.Y todo esto sucede en Marylebone,en Saint Paneras, en el Strand y en el sur de Londres.5

Hubo revueltas de gente hambrienta en Greenwich, y los dueñosde las panaderías y de las tiendas de comestibles amenazaron con ar-

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¿TIENE QUE HABER PROLETARIADO?

marse para combatir los asaltos.6 En mayo, miles de residentes del EastEnd se enfrentaron a la policía montada en Hyde Park, en teoría enapoyo a la Ley de la Segunda Reforma que hacía extensivo el derechode voto a los trabajadores, pero sobre todo para descargar su ira y surencor contra los ricos.7

Para los londinenses de clase media este malestar social era eviden-te, puesto que vivían en la nueva era de la información y contaban concinco repartos de correo al día, además de periódicos, libros, revistas,conferencias y sermones. En las páginas del Daily News, el Morning Star,la Pall Malí Gazette, la Westminster Review, el Household Words, el conser-vador Daily Mail y el liberal Times, una nueva generación que se inspi-raba en los ejemplos de Henry Mayhew, Charles Dickens y otros repor-teros de la década de 1840 publicaba impactantes crónicas y reportajesrealizados en el East End. Los periodistas se disfrazaban de obreros po-bres y pasaban una noche en el hospicio para describir sus horrores.Robert Giffen, director del liberal Daily News, terminó siendo uno delos mejores estadísticos de su tiempo. Su primer artículo académicoimportante constataba que la riqueza nacional se había triplicado entre1845 y 1865, pero su segundo trabajo, escrito en 1867 y completamen-te distinto en el tono y el punto de vista, era una crítica a las reacciona-rias propuestas que pretendían gravar con impuestos «los bienes de con-sumo de los pobres». Según su biógrafo Roger Masón, lo que Giffenconsideraba más preocupante de la depresión de 1866-1867 era el he-cho de que la mayoría de sus víctimas fueran personas que habían tra-bajado, habían conseguido ahorrar y habían respetado la ley, y en algu-nos casos incluso habían hecho generosas aportaciones a la beneficencia.Sin embargo, este comportamiento ejemplar no había evitado el avancede la miseria.8

Este aumento del hambre, las enfermedades y la falta de viviendaen medio de una gran riqueza radicalizó a la generación que había cre-cido durante la etapa de prosperidad y había dado por sentados el pro-greso y el bienestar económicos. Los autores de teatro escribían obrascon protagonistas proletarios. Los poetas publicaban versos de críticasocial. Los catedráticos y los pastores usaban sus tribunas para denunciarla deriva de la sociedad británica. Un ejemplo típico de estas lamenta-ciones es el sermón del reformista liberal Henry Fawcett, titular de unacátedra de economía política en la Universidad de Cambridge:

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Nos dicen que nuestras exportaciones e importaciones crecen rápi-damente; nos describen con elocuencia un imperio donde nunca se poneel sol y un comercio que se extiende por todo el mundo. Nuestra marinamercante se amplía sin cesar; las manufacturas crecen en número y mag-nitud. Estamos rodeados de evidencias de este lujo cada vez mayor; en losparques se ven carruajes más espléndidos y el estilo de vida es más sun-tuoso cada año. [...] Pero si echamos un vistazo al otro lado del escenario,¿qué vemos? Junto a esta gran riqueza, al lado de este pecaminoso lujo,{acecha el temible espectro de la pobreza cada vez más extendida y de lacreciente precariedad! Si visitamos los grandes centros del comercio, ¿quéobservamos? ¡La miseria más extrema acompaña siempre a la mayor r i -queza!9

Rebosantes de santa indignación y deseosos de hacer algo útil, m u -chos universitarios que en otra situación habrían aspirado a ejercer demisioneros en los remotos confines del imperio empezaban a pensarque había mucho por hacer en su propio país. Ese mismo año, WillianiHenry Fremantle, autor de Tlie World as the Subject of Redemption, se es -trenó como vicario de una de las parroquias más pobres de Londres^ lade Santa María. Un paseo por el East End durante la epidemia de cóle-ra animó aThomas Barnardo, miembro de una congregación evangéli-ca, a construir orfanatos para los niños pobres en lugar de irse a Asia aconvertir a los chinos. Una experiencia similar inspiró al «general» W i l -liam Booth, autor de In Darkest England and the Way Out, a crear elEjército de Salvación. El catedrático de Oxford Samuel Barnett fundóla Asociación Universitaria de Ocupantes, que animaba a los es tudiantea instalarse entre los pobres, organizando comedores populares y clasesnocturnas.

Estos hombres y mujeres, misioneros en su propio país, abordabansus proyectos de forma más científica que sentimental. No pretendía!:hacer caridad, sino inculcar en los pobres los valores y costumbres útla clase media. Como observó Edward Denison en 1867, poco despu£nde terminar sus estudios en la Universidad de Oxford: «Dándoles un al-ma los mantenéis encorvados. Construid escuelas, pagad a los maestr* **%dad premios, organizad clubes masculinos, ayudadles a ayudarse a <imismos».111

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¿TIENE QUE HABER PROLETARIADO?

A principios de junio de 1867, en la estación de Euston londinense, unjoven de rasgos delicados, pelo fino y rubio y brillantes ojos azules subíaa un tren de la Great Northern Railway con destino Glasgow. Llevabasolo un bastón de paseo y una mochila cargada de libros. Seguramentelos demás pasajeros lo tomaron por un coadjutor o un maestro de es-cuela que iba a pasar el domingo a la montaña. Pero cuando el trenllegó a Manchester, el joven cogió su mochila, bajó al andén y desapa-reció entre el gentío.

Antes de retomar la excursión por las tierras altas escocesas, AlfiredMarshaU, un matemático de veinticuatro años que zrzfellow del SaintJohn s College de Cambridge, estuvo varias horas recorriendo las zonasindustriales de Manchester y los arrabales que las rodeaban, para «ver lacara de los más pobres del país». En esa época dudaba entre centrar susestudios en la filosofía alemana o en la psicología austríaca. Aquella fuesu primera incursión fuera de la metafísica y el comienzo de un empe-cinado interés por la realidad social. Más tarde, Marshall contó queaquellas caminatas le hicieron plantearse la «justificación de las condi-ciones actuales de la sociedad».11

En Manchester, Marshall encontró el cielo sucio y gris, las callesenlodadas, las largas hileras de almacenes, los siniestros talleres y las ló-bregas casas de vecinos —todo ello a muy poca distancia de comerciosbien iluminados, parques elegantes y hoteles de lujo— que habían re-tratado novelas como Norte y sur, de Elizabeth Gaskell. En sus estrechoscallejones vio hombres tristes y enflaquecidos y obreras pálidas y raquí-ticas, abrigadas con chales demasiado finos y con motas de algodónenredadas en el pelo. La visión de «tanta penuria» entre «tanta riqueza»le llevaron a preguntarse si la existencia de un proletariado era «unanecesidad de la naturaleza», como le habían enseñado. «¿Por qué nohacer de cualquier hombre un caballero?», se preguntó.12

Marshall, que no hacía gala del habla refinada ni de las maneras displi-centes de otros fellows del Saint John's College, comparó alguna vez sudescubrimiento de la pobreza con el del pecado original, y su decisiónde dedicarse a la economía, con una conversión religiosa. Sin embargo,aunque decidió adoptar la pobreza como tema de estudio tras el pánicofinanciero de 1866, la insinuación de que para ello había necesitado ver

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la cara de los pobres era un poco engañosa.13 Su abuelo materno era :carnicero y su abuelo paterno se había arruinado. De pequeños, su pa-dre y sus tíos habían sido huérfanos sin un centavo. William Marshall \había indicado «gentleman» como profesión en la licencia de matrimo-nio, pero nunca había superado la modesta posición de cajero en unasucursal del Banco de Inglaterra. Su hijo Alfred no nació en un barrioacomodado, como sugirió más tarde Marshall, sino en Bermondsey, unode los arrabales más siniestros de Londres, al lado de una curtiduría.Cuando los Marshall se trasladaron a Clapham, un barrio de clase m e -dia baja, su casa estaba situada frente a una fábrica de gas.

Gracias a su precoz inteligencia y al empeño de su padre, que con-siguió que el director de su sucursal financiara su educación, Marshallfue admitido en el Merchant Taylors', un colegio de la City dondeestudiaban los retoños de los banqueros y los corredores de bolsa. Des -de los ocho años tuvo que atravesar cada día, en ómnibus, transborda-dor y a pie, los peores distritos industriales y obreros de las orillas delTámesis. En realidad, Marshall llevaba toda su vida viendo la cara de

los pobres.En la novela de Dickens Grandes esperanzas, publicada en 1861, año

en que Marshall terminó sus estudios en el Merchant Taylors', el p e -queño protagonista, el huérfano Pip, hace una «loca confesión». Trashacer repetir tres veces a su amigo que guardará el secreto, susurra: «De-seo ser un caballero».14 Su compañero de juegos, Biddy, se queda tandesconcertado como si Pip, que está a punto de entrar de aprendiz enuna herrería, hubiera expresado su ambición de ser Papa. De hecho .para que el sueño de su protagonista se hiciera realidad, Dickens tuvoque idear una trama con presos perdidos en un páramo, una herederaaltiva, una casa encantada, una misteriosa herencia y un benefactor se -creto. Incluso en una época que exaltaba al hombre hecho a sí m i s n u \la noción de que un muchacho como Pip —por no hablar de los milt>de Pips de la realidad— pudiera incorporarse a la clase media sonaba ¿pura fantasía o a idea utópica y excéntrica, tan alejada de la realidadcomo la fantasmagórica novela de Dickens. En 1859, un editorialistidel Times comentaba fríamente: «Noventa y nueve personas de eaJUcien no consiguen "salir adelante" en la vida y están atadas por nac i -miento, educación o circunstancias a una posición inferior, en la ^1:1*deben permanecer».15

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Sin embargo, empezaba a haber indicios de cambio. Como ha ob-servado Theodore Huppon, la cuestión de quién y de qué manera po-día llegar a ser un gentleman es uno de los temas recurrentes de la nove-la victoriana. Un caballero se definía por su nacimiento, su ocupación ypor el hecho de haber recibido una educación liberal, es decir, no voca-cional. Esto excluía a la mayoría de los que trabajaban con las manos,incluidos los artesanos, los actores y los artistas, y también a quienes sededicaban al comercio, a no ser que lo hicieran a gran escala. La señori-ta Marrable, en la obra de Anthony Trollope The Vicar of Bullhampton,«tenía la idea de que el hijo de un caballero, si pretendía ostentar estacategoría, debía obtener sus ingresos como párroco, o como abogado, ocomo soldado, o como marino».16 No obstante, la expansión de las pro-fesiones no manuales estaba borrando las fronteras de esta demarcación.¿Por qué otra razón, si no, habría necesitado hacer explícito este criteriola señorita Marrable? Médicos, arquitectos, periodistas, profesores, inge-nieros y oficinistas se estaban abriendo paso y exigían su derecho a de-finirse como caballeros.17

La ocupación remunerada de un caballero tenía que dejarle tiemposuficiente para pensar en algo que no fuera ganarse la vida, y sus ingresostenían que bastar para garantizar una educación a sus hijos varones y unmarido de buena familia a sus hijas. Sin embargo, el importe exacto deestos ingresos era objeto de una gran controversia. Los pobres de El custo-dio de Trollope están convencidos de que cien libras al año bastan paraconvertirlos a todos ellos en caballeros, pero cuando el idealista custodioamenaza con retirarse con ciento sesenta libras al año, su práctico yernolo critica por creer que podrá vivir decentemente con una paga tan ma-gra.18 El padre de Alfred Marshall mantenía a una esposa y cuatro hijoscon doscientas cincuenta libras al año,19 mientras que a Karl Marx, a quienno se le daban demasiado bien los asuntos de dinero, no le llegaba con eldoble de esta cantidad para llevar una vida de clase media.20 En 1867, lasrentas que podían considerarse de gentleman eran pocas. Solo uno de cadacatorce hogares británicos tenía ingresos que superasen las cien libras.21

En cualquier caso, hasta la señorita Marrable habría aceptado queun fellow de una facultad de Cambridge podía considerarse caballero.Los cincuenta y seis fellows del Saint John's College tenían derecho auna participación anual en la dotación del centro que iba de las 210 li-bras en 1865 a las 300 en 1872, además de aposentos propios y los ser-

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vicios de un criado.22 La asignación diaria incluía la cena en la «mesa delos profesores», que normalmente constaba de dos platos, uno de asadoy otro de verduras, tartas y pasteles, seguido por un gran queso que via-jaba de un lado a otro del tablero en una bandeja con ruedas. Dos vecesa la semana se añadía un tercer plato a base de sopa o pescado. La ma-yoría de los fellows complementaban su beca con el estipendio que co-braban por ayudar a preparar exámenes o con otras labores, como darclases o colaborar en la administración de la universidad. A un hombresolo, sin esposa ni hijos —los fellows no podían estar casados—, los de-beres universitarios le dejaban bastante tiempo para investigar, escribir ymantener conversaciones estimulantes, además de aportarle una rentaque le permitía viajar con asiduidad, vestir bien y tener una bibliotecapersonal y algunos cuadros y objetos decorativos: en resumen, los requi-sitos para llevar una vida de gentleman.

La metamorfosis de Alfred Marshall, que pasó de ser un estudiante páli-do, nervioso, mal alimentado y mal vestido a ser profesor en Cambrid-ge, fue tan notable como la de Pip, que de aprendiz en una herrería depueblo pasó a ser el socio de una compañía bursátil. El padre de Mar-shall había entrado a trabajar en una correduría de bolsa de la City condieciséis años. Su hermano Charles, que solo le llevaba catorce meses, setrasladó a la India con diecisiete años para trabajar en una manufacturade seda. Su hermana Agnes viajó poco después de Charles con la inten-ción de encontrar marido en la India, pero murió tempranamente.

Como muchos padres Victorianos, el de Marshall intentaba com-pensar sus frustraciones a través de su inteligente hijo. Empeñado enque Alfred fuera clérigo, William Marshall consiguió que su jefe finan-ciara la estancia de su hijo en una buena escuela preparatoria. El hom-bre, que, «como los evangélicos más estrictos, tenía el cuello huesudo yla mandíbula hirsuta y prominente»,23 era un tirano con su mujer y sushijos. Se acostaba tarde y normalmente obligaba a Alfred a quedarselevantado hasta las once, estudiando hebreo, griego y latín.24

No es de extrañar que el niño tuviera migrañas y ataques de páni-co. Según recordaba más tarde un compañero de clase, Marshall era «unchico pálido y bajito, mal vestido, que parecía exhausto». Tímido y casisin amigos, Marshall resultó ser «un genio para las matemáticas, materia

que su padre despreciaba», y desarrolló una repugnancia de por vidahacia las lenguas clásicas. «Alfred llevaba el Euclides de Potts en el bol-sillo en sus idas y venidas del colegio. Leía un axioma y luego se pasabael resto del camino dándole vueltas en la cabeza.»25

El colegio Merchant Taylors' recibía subvenciones y era relativa-mente barato, pero incluso con su salario de doscientas cincuenta libras,William Marshall tenía dificultades para costear las veinte libras anualesque necesitaba su hijo como estudiante externo.26 Sin embargo, estabadispuesto a soportar (y a imponer) las economías más estrictas para quesu hijo Alfred pudiera estudiar en este centro, porque completar conéxito la educación en el Merchant Taylors' daba derecho a una becacompleta para los estudios de lenguas clásicas en Oxford, una ayuda nadadesdeñable en una época en que la enseñanza universitaria era un lujoque solo podían permitirse uno de cada quinientos jóvenes de la gene-ración de su hijo.Y lo más importante era que, en virtud de unos esta-tutos que serían derogados al cabo de poco tiempo, esta beca garantizabaprácticamente un puesto vitalicio como profesor de clásicas en cualquie-ra de los colleges de Oxford o el acceso a la profesión religiosa, el funcio-nariado o el profesorado de las escuelas preparatorias más prestigiosas.

Cuando Marshall anunció que pensaba renunciar a la beca deOxford para estudiar matemáticas en Cambridge, su padre, furioso, re-currió a las amenazas y a los sobornos para convencerlo. Solo un cuan-tioso préstamo de un tío de Australia y una beca para estudiantes dematemáticas permitieron que Marshall desafiara la autoridad paterna ypersiguiera su sueño. A sus diecisiete años, mientras caminaba por laorilla del Cam para presentarse al examen que le daría acceso a la beca,Marshall gritó de alegría por su inminente liberación.

Después de tres años de estudios en Saint John's tuvo que pasar otraprueba, esta vez una extenuante competición conocida como el «TriposMatemático». Según los cálculos de uno de los contemporáneos deMarshall en Cambridge, Leslie Stephen, futuro padre de Virginia Woolf,el segundo puesto que obtuvo Marshall en esta competición equivalía auna herencia de 5.000 libras (medio millón de dólares actuales), canti-dad más que suficiente para comenzar bien en la vida.27 Como premio,Marshall obtuvo un puesto vitalicio defellou/, que le daba derecho avivir en el propio college y a cobrar un estipendio por dar clases y prepa-rar a los estudiantes (equivalente a otras 2.500 libras más, según los

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cálculos de Stephen). Después de combinar durante un año el trabajoen la universidad y en una escuela preparatoria para devolver el présta-mo a su tío, por primera vez en la vida Marshall gozaba de independen-cia económica y era libre de hacer lo que quisiera.

La gran cuestión era cómo usar esta libertad, ya que las matemáti-cas empezaban a aburrirle. En su viaje a Escocia, mientras respiraba elaire puro de la montaña, leía a Kant («El único hombre al que he adora-do»)28 y contemplaba la llanura cubierta de niebla, no dejaban de obse-sionarle los rostros de los pobres y las escenas de penuria y dogradiccióna las que había asistido. C o m o Pip, Alfred Marshall había prosperadopero no podía olvidar a los que había dejado atrás.

En octubre de 1867, Marshall regresó a Cambridge «moreno, fuerte yorgulloso».29 Cuando era estudiante no tenía acceso a los clubes socialesy a las reuniones celebradas en los aposentos privados de los profesores,que constituían uno de los aspectos más valiosos de la educación en launiversidad. En cambio, ahora que había alcanzado la distinción intelec-tual fue invitado a unirse al Grote Club, un grupo radical que se reuníaregularmente para debatir sobre temas políticos, científicos y sociales. Elpresidente era Henry Sidgwick, un carismático filósofo cuatro años ma-yor que Marshall, que enseguida se dio cuenta de su talento y lo t omóbajo su protección. «Fue él quien me dio forma», reconoció Marshall.Así como su padre lo había explotado hasta casi matarlo, Sidgwick le«ayudó a vivir».30

Con Sidgwick como mentor intelectual, Marshall comenzó a estu-diar metafísica alemana, biología evolucionista y psicología, levantándo-se cada día a las cinco para leer. Estuvo unos meses en Dresde y en Berli::,donde, según su biógrafo Peter Groenewegen, «cayó bajo la fascinaciónde la Filosofía de la historia de Hegel».31 Como a Engels y a Marx en *ujuventud, a Marshall le interesó la idea hegeliana de que las persona*deben actuar según su conciencia y no por una ciega obediencia a liautoridad. Además, asimiló la visión evolucionista de la sociedad g rac i aa la lectura de El origen de las especies de Charles Darwin, que aparéeseen 1859, y la Filosofía sintética de Herbert Spencer, publicada en 1 8 MOtra cuestión que incitó el interés de Marshall por la psicología fn^ hposibilidad de asegurar «el pleno y rápido desarrollo de las facultad c*

humanas».32 El joven que había cambiado sus perspectivas vitales graciasa haber disfrutado de una formación de primera categoría estaba lle-gando a la conclusión de que los mayores obstáculos para el desarrollomental y moral humano eran de tipo material.

Marshall empezó a verse a sí mismo como «socialista». En la décadade 1860, ser socialista implicaba cierta preocupación por las reformassociales o la pertenencia a alguna asociación de cooperación comunita-ria, mientras que la también muy difundida etiqueta de «comunista» seaplicaba a cualquiera que creyera que para mejorar las cosas era necesa-rio derribar el sistema basado en la competencia y la propiedad priva-da.33 Cuando Marshall inquirió a su mentor sobre la posibilidad de su-perar las divisiones de clase, Sidgwick le regañó amablemente: «¡Ay, sientendiera usted de economía política, no me diría eso!». Marshall cap-tó la indirecta. «Fue el deseo de saber qué había de realista en las refor-mas sociales emprendidas por el Estado y otras entidades lo que mellevó a leer a Adam Smith, Mili, Marx y Lassalle», recordó más adelante.Empezó su educación leyendo los Principios de economía política de JohnStuart Mili, que ya iba por su sexta edición, una lectura que le «entu-siasmó enormemente».34

Su interés se intensificó tras la inesperada aprobación de la Ley deReforma de 1867, que convirtió a Inglaterra en una democracia de undía para otro. Además de multiplicar por dos el electorado al hacer ex-tensivos los derechos de sufragio a unos 888.000 varones adultos, lamayoría artesanos y tenderos, que pagaran como mínimo diez libras alaño en alquileres o en impuestos sobre la propiedad, la ley introdujo alas clases trabajadoras en el sistema político y consolidó la idea de que lademocracia era la única forma de gobierno aceptable. Según la historia-dora Gertrude Himmelfarb, a pesar de dejar fuera a tres millones deoperarios fabriles, obreros de la construcción y jornaleros agrícolas —y,por supuesto, a la totalidad de la población femenina—, la Ley de Re-forma dio un aura de inevitabilidad a la noción del sufragio universal.35

Pese a todo, Marshall seguía preocupado por el contraste existente entreel ideal encarnado en los derechos de ciudadanía y la realidad de la mi-seria y las penurias materiales que obstaculizaban el acceso de la mayo-ría de sus compatriotas a las libertades cívicas.

«Ascender socialmente», como hizo Marshall, puede ocasionar sen-timientos de culpa o un fuerte sentido de la responsabilidad. En la no-

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vela victoriana es habitual el personaje del «doble», que comparte atri-butos y aspiraciones con el protagonista pero no puede cambiar desituación, mientras que otros consiguen ascender. En 1869, el escritor yperiodiste norteamericano Henry James se dedicó a recorrer a pie laciudad de Londres y tuvo la sensación de que «brotaban del pavimento»personajes como el de Hyacinth Robinson, el protagonista de la novelasobre terrorismo que James escribiría en 1886. Mientras observabaaquel desfile de coches y personajes elegantes, las hileras de mansionesy teatros brillantemente iluminados y los clubes y las galerías de artede donde salían agradables melodías con la sensación de que se estabanabriendo unas puertas «a la luz, la cordialidad y la alegría, a buenas yencantadoras relaciones», Henry James imaginó a un joven muy pareci-do a él «contemplando el mismo espectáculo público [...] que yo habíacontemplado», incluido «todo aquel enjambre de hechos [que habla-ban] de libertad y holgura, conocimiento y poder, dinero, oportunida-des y saciedad». Solo había una diferencia: el encuadernador convertidoen terrorista de La princesa Casamassima «podría dar vueltas alrededor deellos, pero a una muy respetable distancia y con todas las puertas deaproximación cerradas en sus narices».36

Tras haber sido admitido en el selecto reducto de la libertad, lasoportunidades, el conocimiento y el desahogo, cuando no en el delpoder y la gran riqueza, Marshall decidió poner a su doble donde pu-diera verle la cara cada día:

Vi en el escaparate de una tienda un cuadrito al óleo [el retrato deun hombre con la tez demacrada y la expresión pensativa, que parecíaalguien «venido a menos»] y lo compré por unos chelines. Lo puse sobrela chimenea de mi cuarto en la universidad y a partir de entonces lo con-sideré mi santo patrón y me propuse averiguar cómo llevar al cielo a loshombres como él.37

Mientras Marshall estudiaba las obras de los fundadores de la eco-nomía política, «la ciencia económica adquiría cada vez más urgenciapracticado tanto en lo que respecta al crecimiento de la riqueza comoa la calidad de vida; y yo me apliqué seriamente a estudiarla». El «estu-dio en serio» requirió un tiempo. Marshall decidió que «el árido terre-no de los hechos» era poco apetecible intelectualmente y socialmente

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anodino. Cuando le pidieron que diera unas clases sobre economía po-lítica, aceptó a regañadientes. «Enseñaba economía [...] pero rechazabaindignado la insinuación de ser un economista. [...] "Soy un filósofoperdido en una tierra extraña".»38

En 1867, cuando Marshall comenzó el estudio en serio de la economía,su mentor Sidgwick estaba convencido de que «los idílicos tiempos dela economía política habían llegado a su fin».39 Tras el éxito de la revo-cación de la Ley de Cereales de 1846, que fue seguido de un períodode precios bajos en los alimentos, hubo otro breve período en que laeconomía política volvió a resurgir como «ciencia auténtica, a la par dela astronomía».40 Pero la crisis económica y la agitación política de ladécada de 1860 renovaron la antigua animosidad de los intelectualescontra esta disciplina. El historiador del arte John Ruskin fue un pasomás allá que Carlyle, que había calificado la economía política de «cien-cia lúgubre», y habló de «esa ciencia bastarda»; además, como Dickens,reclamó una nueva teoría económica, «una verdadera ciencia de la eco-nomía política».41 Según Himmelfarb, el problema fundamental residíaen el choque entre «la ciencia de las riquezas» y el auge que conoció elmovimiento evangélico a finales de la era victoriana.42 Los Victorianosno admitían la idea de que la codicia fuera buena o de que la manoinvisible de la competencia garantizase el mejor de los resultados posi-bles para la sociedad en su conjunto.

Con la extensión del sufragio a los varones de clase trabajadora, losdos principales partidos políticos empezaron a cortejar el voto obrero.Sin embargo, siempre que se planteaba una reforma (como el aumentode salario de los jornaleros agrícolas o la asistencia para los pobres, porejemplo), se solía invocar la «economía política» para alegar que el cam-bio frenaría el crecimiento de la riqueza nacional. Así como los funda-dores de la economía política habían sido reformistas radicales y parti-darios de los derechos de la mujer, la abolición de la esclavitud y losintereses de la clase media frente a los de la aristocracia, sus discípulosutilizaban sus teorías en contra de los trabajadores. Según observó elpadre de Virginia Woolf, Leslie Stephen: «La teoría [...] se usaba paraderribar cualquier tipo de programa socialista. [...] Se suponía que losexpertos en economía política debían aceptar una doctrina fatalista, que

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proclamase la total imposibilidad de cualquier proyecto de regeneraciónsocial».43

Por ejemplo, en cierta ocasión en que Henry Fawcett, profesor deeconomía política en Cambridge y hombre de ideas reformistas, intervi-no ante unos huelguistas,les dijo que ellos mismos se estaban poniéndolasoga al cuello. Este comentario escandalizó a Ruskin, quien, tras unahuelga de albañiles en 1869, dijo: «Los economistas políticos son inúti-les... y prácticamente mudos; no pueden ofrecer ninguna solución de-mostrable contra las dificultades, nada que pueda convencer o calmar a laspartes en conflicto».44 Mili es otro caso aún más palmario que el de Faw-cett. Mili, que ahora era diputado del partido radical, se consideraba so-cialista y había defendido la segunda Ley de Reforma y el derecho de losobreros a sindicarse y hacer huelga. Sin embargo, su visión sobre el futurode las clases trabajadoras era casi tan agria como la de Ricardo o la deMarx. Unos años después, J. E. Cairnes, catedrático del University Colle-ge de Londres que había publicado una diatriba contra la esclavitud en-tendida como sistema económico, recogió los planteamientos de Mili:

El margen de mejora de su situación está confinado en unos estre-chos límites que no pueden superarse, y el problema de su elevación notiene remedio. En conjunto, no prosperarán en absoluto. De vez en cuan-do habrá unos pocos que escapen, los más enérgicos o más afortunadosque el resto [...] pero la gran mayoría permanecerá sustancialmente don-de está. La remuneración del trabajo manual como tal, sea cualificado ono cualificado, no puede superar en mucho su nivel actual.45

Tras el pesimismo de Mili estaba la denominada «teoría del fondode salarios». Según esta doctrina, que Mili terminó descartando sin sus-tituirla por otra, la cantidad de recursos disponibles para pagar los sala-rios es finita, y cuando este fondo se agota, no hay modo de aumentarel nivel de las pagas. Efectivamente, la demanda de trabajadores era fija,de manera que solo el número de trabajadores disponible tenía repercu-siones en los salarios. De este modo, si un grupo de trabajadores podíaobtener salarios más altos, era a costa de que el resto los cobrara másbajos. Si los sindicatos conseguían un aumento de sueldos que supera-se el nivel marcado por el fondo de salarios, el resultado sería más de-sempleo. Si el Estado intervenía imponiendo impuestos a los ricos para

subvencionar los salarios, la población trabajadora aumentaría, lo queocasionaría más desempleo y una subida fiscal aún mayor. Además, re-currir a los impuestos para subvencionar los salarios reduciría la eficien-cia de la mano de obra, ya que eliminaría la competencia y el temor alparo. Mili advirtió que, al final, «los impuestos para apoyar a los pobresabsorberían la renta total del país».46 Según el autor de un conocidomanual de economía norteamericano, si las clases trabajadoras no ad-quirían hábitos saludables en cuanto al ahorro y el control de la natali-dad, «descenderán a su nivel de vida anterior».47 En su manual de eco-nomía política, Millicent Fawcett citaba la revocación de la Ley deCereales como una prueba de que los salarios estaban sujetos a un mí-nimo psicológico. Refiriéndose al trabajador, esta autora escribió:

El acceso a comida barata no le permitió vivir con mayores comodi-dades, sino mantener a un número mayor de hijos. Estos hechos llevan ala conclusión de que ninguna mejora material en la situación de las clasestrabajadoras puede ser permanente, si no va acompañada de circunstanciasque eviten el consiguiente aumento de la población.48

Sin embargo, cuando se aprobó la segunda Ley de Reforma, la teo-ría de que los sueldos no podrían subir a largo plazo ya no parecía sos-tenible, y no solo por el espectacular aumento que había experimenta-do el salario medio. La conquista de la naturaleza facilitada por elferrocarril, el barco de vapor y el telar mecánico indicaba que la socie-dad estaba aún lejos de alcanzar los límites naturales del crecimiento. Elhecho de que los emigrantes lograran prosperar en el extranjero y queuna clase media formada por artesanos cualificados y empleados admi-nistrativos estuviera ascendiendo socialmente en su propio país contra-decía la idea de que las leyes biológicas imposibilitaban un alejamientomasivo de la pobreza. Cada vez más, la pobreza, que en otro tiempoparecía un rasgo natural y casi universal del paisaje social, empezaba averse como una imperfección.

¿Habría algún mecanismo capaz de elevar el nivel de los salarioshasta que permitieran llevar una vida de clase media? Mili reconocíaque la teoría del fondo de salarios tenía sus fallos, pero ni él ni sus críti-cos habían propuesto una alternativa satisfactoria. Un gran número deintelectuales Victorianos (desde Charles Dickens, Henry Mayhew o

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Karl Marx hasta John Ruskin o Henry Sidgwick) intentaron elaboraralguna. Como ninguno lo logró, nadie habría podido asegurar si las es-peranzas de mejora social eran conciliables con la realidad económica osi las evidentes ganancias de las décadas de 1850 y 1860 estaban conde-nadas a invertirse. Conservadores como Ruskin o como Carlyle, quese oponía a la abolición de la esclavitud, predijeron una catástrofe sino se volvía a los antiguos vínculos feudales. Según los socialistas, si nose introducían cambios en la sociedad, la situación de los trabajadoressería «definitiva, y sus carencias, irremediables».49 El debate sobre el n i -vel de vida, como llegó a denominarse, se redujo a una sola cuestión:¿qué grado de mejora podía introducirse manteniendo la estructurasocial existente?

Una tarde de primavera de 1873, ante las «setenta u ochenta señoritas»»que ocupaban una sala de conferencias de Cambridge prestada para laocasión, el atractivo rostro de Alfred Marshall parecía iluminado por unfuego interior y su boca se expresaba con gran elocuencia sin necesidadde leer ninguna nota. Marshall se dirigió a sus oyentes con palabras sen-cillas, directas y coloquiales, como si estuviera hablando con su propiahermana, pidiéndoles que dejaran de «bordar tapetes y estar mano sobremano», y las instó a oponerse a las exigencias de sus familias, animándo-las a trabajar como asistentas sociales o maestras, como «la señorita O c -tavia Hill». Sobre todo, insistió en que debían descubrir «qué dificulta-des existen que deben solucionarse y [...] cómo se pueden solucionaré

Como su mentor Henry Sidgwick y como otros académicos radi-cales de las décadas de 1860 y 1870, Marshall veía la educación comoun arma en la lucha contra la injusticia social, y como otros admirado-res de El sometimiento de las mujeres, la obra publicada por Mili en 1 H(^Kconsideraba que las mujeres cultivadas eran el principal agente de cam-bio social Para Marshall, las mujeres y los miembros de las clases traba-jadoras compartían esencialmente un mismo problema: ni unas ni otrmtenían la posibilidad de llevar una vida independiente y satisfactoria.Los bajos salarios condenaban a los trabajadores a una vida extenuanteque impedía que ninguno de ellos, salvo los más excepcionales, desarro-llara sus facultades morales y creativas, mientras que los hábitos socialocondenaban a las mujeres de la clase media a la ignorancia y a otro tipo

de fatigas. Inspirado por las obras de escritoras de su época como Geor-ge Eliot o Charlotte Bronté, Marshall era particularmente sensible a lasdificultades de las mujeres que no podían desarrollar su intelecto y la-mentaba que la sociedad se perdiera sus talentos. Estaba convencido deque la tarea de liberar a las clases trabajadoras necesitaba, además de unateoría económica más científica, las energías de las mujeres de la clasemedia. Marshall era un «gran defensor» de la «íntima conexión entre elejercicio libre, fuerte y pleno del intelecto femenino y la mejora de lasclases trabajadoras». En una época que ensalzaba al «ángel del hogar»,Marshall daba clases de extensión universitaria para mujeres, aceptabasupervisar sus exámenes gratuitamente y financiaba de su propio bolsi-llo un concurso de artículos de economía para estudiantes femeninas,además de aportar, unos años más tarde, la sustanciosa cantidad de se-senta libras al fondo para la construcción del Newnham Hall, núcleo deuno de los primeros colleges femeninos de Cambridge. En 1873, Mar-shall, además de Sidgwick y otros socios del Grote Club y MillicentFawcett (cuya hermana, Elizabeth Garrett, quería estudiar medicina),fundaron el Comité General de Gestión de Cursos para Mujeres.51

Los cursos de Marshall se centraban en la paradoja esencial de lasociedad moderna: la existencia de la pobreza en medio de la abundan-cia. Planteaba sus clases a base de preguntas: ¿por qué la revolución in-dustrial no había liberado a las clases trabajadoras «de la miseria y elvicio»? ¿Qué grado de mejora era posible introducir manteniendo laestructura social existente, basada en la propiedad privada y la compe-tencia? Sus respuestas reflejaban hasta qué punto se había alejado de lashipótesis y conclusiones de sus predecesores. Según enseñaba a las estu-diantes, la filantropía y la economía política no eran incompatibles,como había dado por supuesto Malthus y como seguían pensando losmalthusianos de su época.

A pesar de rebatir las conclusiones de los fundadores de la econo-mía política, Marshall insistía en que esta ciencia como tal seguía siendoindispensable. El problema de la pobreza era mucho más complejo de loque admitían la mayoría de los reformistas. La ciencia de la economía,como las ciencias físicas, no era ni más ni menos que una herramientaque permitía reducir problemas complejos a cuestiones más sencillas quepudieran analizarse una tras otra. Aplicar medidas basadas en una ideaequivocada de las causas podía empeorar el problema. Marshall solía

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citar a Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus y John StuartMili para señalar la potencia del «motor de análisis» que estos habíanconstruido, pero también para demostrar que era necesario mejorarlo.Sin esta herramienta, decía, descubrir la verdad sería siempre una cues-tión de azar y sería imposible ir acumulando conocimientos con eltiempo.

Como Mili, Marshall pensaba que la revolución industrial no lohabía liberado de la tiranía de la necesidad económica ni le había pro-porcionado las condiciones materiales necesarias para llevar una «vidasuperior». «Uno pensaría que nuestro rápido avance en la ciencia y lasartes de la producción debería haber evitado en gran medida el sacrifi-cio de los intereses del trabajador en aras de los intereses de la produc-ción. [...] Y no ha sido así.»52 Lo que rechazaba enérgicamente era laasunción de los economistas políticos de que no podía ser así, es decir,que la remuneración de la mano de obra como tal, cualificada o no,nunca podría subir más allá del nivel que tenía en ese momento.53

Marshall no dudaba de que la causa principal de la pobreza eran losbajos salarios, pero ¿qué hacía que los salarios fueran bajos? Los radica-les pensaban que la culpa era de la codicia de los empresarios, mientrasque los malthusianos lo atribuían a las flaquezas morales de los pobres.Marshall apuntó una respuesta diferente: la baja productividad. Comoprueba, citó el hecho de que, en contra de la previsión de Marx, quienopinaba que la competencia haría que los salarios de los obreros cuali-ficados y los no cualificados convergieran en un valor próximo al nivelde subsistencia, los trabajadores cualificados estaban ganando «dos, tres,cuatro veces más» que los no cualificados. El hecho de que los empre-sarios estuvieran dispuestos a pagar más a las personas que tenían mejorformación o experiencia implicaba que los salarios dependían de laaportación del trabajador al rendimiento real. Dicho de otro modo, im-plicaba que la demanda de mano de obra, y no solo la oferta, contribuíaa determinar el nivel de los salarios. Si este fuera el caso, el salario me-dio no se estancaría. En la medida en que la tecnología, la educación ylas mejoras organizativas incrementaran la productividad, los ingresos delos trabajadores también subirían. Con el tiempo, los frutos de las mejo-ras organizativas, tecnológicas y de conocimiento acabarían con la cau-sa principal de la pobreza. Lo que hacía falta era fomentar la actividad yla iniciativa en lugar de resignarse.

Años más tarde, el historiador Arnold Toynbee describió así la im-portancia de esta intuición de Marshall: «He aquí la primera gran espe-ranza que aporta al trabajador el análisis más reciente de la cuestión delos salarios. Le demuestra que hay una forma de subir los salarios queno consiste en reducir sus filas».54 Los propios trabajadores podían tratarde mejorar sus capacidades, y las de sus hijos, para ganar mejores sala-rios. «Por lo tanto, el mejor remedio contra los salarios bajos es unamejor educación», aseguró Marshall a sus oyentes.

Marshall se esforzó mucho en desmontar el argumento socialista deque los pobres vivirían en un «lujo absoluto» si no fuera por la opresiónde los ricos. La renta anual de Inglaterra era de 900 millones de librasen total, explicó Marshall a las estudiantes. Los salarios de los trabajado-res manuales ascendían a un total de 400 millones de libras. Según seña-ló Marshall, la mayor parte de los 500 millones restantes correspondía alos salarios de trabajadores que no pertenecían a la denominada clasetrabajadora: obreros cualificados y semicualificados, militares y funcio-narios, profesionales y administradores. De hecho, una distribución to-talmente equitativa de la renta anual del Reino Unido daría menos de37 libras per cápita. Reducir la pobreza requería ampliar la produccióny aumentar la eficiencia; es decir, exigía crecimiento económico.

Para Marshall, el principal error de los economistas anteriores habíasido no ver que el hombre es hijo de las circunstancias y que, si las cir-cunstancias cambian, es probable que el hombre también cambie. Elprincipal error de sus críticos (y que, curiosamente, era un error en elque también caían los fundadores de la economía política) era no haberentendido el poder acumulativo de los cambios graduales y los efectosdel tiempo.

En mi opinión, en el mundo hay pocas cosas que encierren una ma-yor capacidad poética que la tabla de multiplicar. [...] Si podemos hacercrecer el capital mental y moral a un ritmo anual determinado, no habrálímite en los avances que se podrán obtener; si podemos insuflarle la fuer-za vital que permitirá aplicar la tabla de multiplicar, será una pequeña se-milla que irá creciendo hasta convertirse en un árbol de altura colosal.55

Si no se quería reproducir sin más el pasado sino crear algo nuevo,las ideas eran importantes. «Un organon», es decir, un instrumento útil

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para descubrir verdades (verdades que, como todas las verdades científi-cas, dependían de las circunstancias), aportaría una fuerza especial. «Elmundo avanza —aseguraba Marshall—, pero el ritmo al que avanzadepende de cuánto pensemos por nosotros mismos.»56

Un año después, Marshall estaba en el salón de la casa de Anne Cloughen Regent Street, enfrascado en una conversación sobre «temas eleva-dos» con Henry Sidgwick, cuando notó que alguien los miraba.57 Erauna joven que estaba sentada a poca distancia, con una labor sin tocaren el regazo, y que tenía una «tez resplandeciente», unos «ojos grandes yprofundos» y una abundante cabellera caoba «que se dirige hacia lanuca en una gran onda y queda recogida en lo alto con horquillas».58 |En otro momento, alguien diría de aquella muchacha de veinte años illamada Mary Paley que era «realmente la princesa Ida». La heroína del }mismo nombre de la opereta de Gilbert y Sullivan había «renunciado almundo, / y, con un grupo de muchachas, se ha encerrado / en una ca-sona solitaria, donde / se dedica al árido estudio de la filosofía». Maryacababa de romper su compromiso con un guapo pero estúpido oficialdel ejército y formaba parte del grupito de pioneras que querían estu-diar en Cambridge, pero el motivo de su «escandaloso proceder» no erael odio a los hombres ni a las condiciones habituales del matrimonio.«Aquel que desee ganarse sus favores deberá / ser capaz de conmoversus fecundos cerebros / y no sus corazones. / Son como las cerillas deseguridad, caballero. / Solo se encienden con un trato sabio.»59

Mary asistió a una conferencia que Marshall impartió en unas co-cheras de Grovedodge y escuchó fascinada su discurso sobre Kant, Ben-thain y Mili. «Después pensé que nunca había visto un rostro tan atracti-vo», confesó, cautivada por sus «ojos resplandecientes». Más tarde asistió aun baile en el college de Marshall y, atraída por el aspecto «melancólico-de él, lo invitó a bailar «Los lanceros». Sin hacer caso cuando este adujoque no sabía bailar, trató de enseñarle los complicados pasos de esta dan-za, y terminó «avergonzada de mi atrevimiento».60 No tardó en conver-tirse en una de las habituales de las «veladas dominicales» que Marshallorganizaba en sus aposentos de Saint John s, donde este le ofrecía té, pa-necillos, emparedados y naranjas y le enseñaba su «extensa colección deretratos, ordenados por grupos de filósofos» poetas, artistas [...]».

Seguramente Marshall, al ver a Mary, pensaba en Maggie Tulliver, lainteligente pero poco matemática protagonista de El molino del Floss deGeorge Eliot, que quería aprenderse «el Euclides» como su hermanoTom.61 En aquel tiempo, esta novela de Eliot era una de las favoritas deMarshall. Tras encontrarse un día por la calle con Mary Paley y MaryKennedy, su mejor amiga, Marshall les hizo una propuesta, no de matri-monio sino de algo un poco más atrevido. El joven profesor quería quesus dos mejores estudiantes se presentaran al Tripos de Ciencias Mora-les, el examen sobre economía, política y filosofía que tenían que pasarlos estudiantes varones para obtener el título de licenciatura. Era unproyecto bastante más ambicioso que el que había sido el primer obje-tivo de Mary en Cambridge: adquirir una mera «cultura general» asis-tiendo a clases de literatura, historia y lógica.

Por otra parte, la sugerencia de Marshall era mucho más atrevidaque cualquiera de las propuestas de los reformistas de la educación, aquienes interesaba sobre todo elevar el nivel de la educación secundaria.«Recuerden que hasta ahora han estado compitiendo con percherones—advirtió Marshall a las jóvenes—, pero en el Tripos competirán concaballos de carreras.» También les prometió que Sidgwick y él las ayu-darían a preparar el examen. Según Mary Kennedy, «Marshall nos contóque el proyecto requeriría al menos tres años de estudio y la especiali-zación en una o dos materias. Aceptamos alegremente el reto, sin dar-nos cuenta de dónde nos metíamos».

Como Marshall, la joven que aceptó este reto procedía de una fa-milia de rígidas creencias evangélicas. Mary Paley era bisnieta de Wil-liam Paley, archidiácono de Carlisle y autor de unos Principios de la filo-sofía moral y política. El padre de Mary era párroco en Ufford, cerca deStamford, a unos sesenta kilómetros de Cambridge, y como «acérrimoradical» que se oponía a la caza del zorro, las carreras de caballos y elritual católico, no se hablaba con los demás clérigos de la zona y prohi-bía a sus hijas que leyeran a Dickens o jugaran con muñecas. Mary re-cordó en sus memorias: «A mi hermana y a mí nos dejaron tener mu-ñecas hasta un trágico día en que nuestro padre las quemó y dijo que lasestábamos convirtiendo en ídolos y que no tendríamos ninguna más».

Pese a todo, el padre de Mary era un hombre más rico, tolerante yculto que William Marshall. Mary creció en una «casa antigua y destar-talada con la fachada cubierta de rosales rojos y blancos que daba a un

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prado situado frente a un bosque y tenía un jardín bordeado de arbustosy con bancales de césped». La casa de los Paley era un hervidero de ac-tividad: juegos de pelota, tiro al arco, croquet, excursiones a Londres,veraneos en Hunstanton y en Scarborough. «Teníamos un padre que seimplicaba por igual en el trabajo y en el juego y que se interesaba porla electricidad y la fotografía», recordaba Mary. Su madre «estaba llenade iniciativa y se mostraba siempre alegre y divertida». En 1862, Maryviajó a Londres para visitar la segunda Gran Exposición. Dickens eratabú, pero pudo leer Las mil y una noches, Los viajes de Gulliver, la Uíada y

la Odisea, el teatro griego y shakespeariano y las novelas de sir WalterScott, otro de los favoritos de Marshall.

En 1869, cuando se fundó el Comité Examinador de Cambridgepara Mujeres de más de Dieciocho Años, Tom Paley animó a Mary apresentarse pese a las objeciones de su madre. Después de que la jovenpasara los exámenes con brillantez y rompiera su compromiso c o n eloficial del ejército, su padre le dio permiso para que se instalara en Cam-bridge, «aunque algo así nunca se había hecho antes». Anne JemimaClough, amiga de Sidgwick y una de las líderes del movimiento a favorde la educación femenina, acababa de abrir una residencia donde podíanalojarse unas pocas estudiantes. Mary escribió en sus memorias: «Mi pa-dre estaba orgulloso y contento, y su admiración por la señorita Cloughsuperó el recelo que pudiera producirle la idea de enviar a su hi ja aCambridge, algo que en esa época era una decisión muy atrevida».62

En octubre de 1871, Mary se instaló en la residencia del 74 deRegent Street, que compartía con la señorita Clough y otras cuatrojóvenes. La comunidad de Cambridge no estaba en absoluto preparadapara la coeducación. Como las clases mixtas se consideraban «indecen-tes», había que contar con profesores benevolentes que estuvieran dis-puestos a repetir las clases ante un público estrictamente femenino, conla señorita Clough sentada entre las asistentes a modo de carabina. E!«poderoso impulso de libertad que mostraban las jóvenes atraídas porel movimiento» y la «desconcertante apariencia» de las más bonitaseran fuente habitual de nerviosismo. Mary, que acababa de estrenar su«período prerrafaelita» y había empapelado su cuarto con diseños deWilliam Morris, era especialmente conflictiva. Se vestía conio si fueraun personaje de los cuadros de Edward Burne-Jones, con capasT vesti-dos largos y vaporosos y sandalias. Aficionada a la acuarela, le gustaba

usar colores vivos y una vez se cosió granadas y hojas de hiedra al ves-tido de jugar al tenis.

Mary empezó a asistir regularmente a las clases. Concienzuda a lapar que artística, con una gran facilidad para elaborar las «curvas», losgráficos que Marshall utilizaba para ilustrar las interacciones entre laoferta y la demanda, Mary se sorprendió al ganar el premio de ensayo.Le entusiasmó la osada propuesta de Marshall de presentarse alTripos,ylos largos comentarios que él añadía con tinta roja a los trabajos presen-tados se convirtieron en «un gran acontecimiento» semanal.

Mary Paley se examinó delTripos de Ciencias Morales en diciem-bre de 1874. Hasta la víspera no supo si la aceptarían, ya que uno de losmiembros del tribunal tenía fama de ser «muy obstinado». Aunque ter-minaron examinándola a regañadientes, no quisieron darle la nota másalta. Mary lo describió así en sus memorias: «En aquella ocasión, el tri-bunal no tenía un presidente con voto de calidad, y como dos de susmiembros me dieron la calificación de primera categoría y otros dos lade la segunda, quedé, como dijo el señor Sidgwick, suspendida "entre elcielo y el infierno"». Aun así, su triunfo la convirtió en una celebridadlocal.

Cuando la etapa de Cambridge llegó teóricamente a su fin, Maryregresó a la casa familiar de Ufford, donde no tardó en organizar unaserie de cursos de extensión universitaria para mujeres —«¡sin ayuda denadie!»— en la cercana localidad de Stamford. Además, por sugerenciade un profesor de Cambridge llamado Stuart, aceptó escribir un ma-nual de economía política que pudiera usarse en los cursos de exten-sión. Poco después recibió una carta de Sidgwick preguntándole si po-dría hacerse cargo de las clases de economía que daba Marshall enNewnham, donde la señorita Clough había reunido un grupo de vein-te estudiantes.

Con treinta y dos años, Marshall era uno de los «liberales avanzados»de la Universidad de Cambridge. Llevaba el pelo largo siguiendo lamoda, lucía un gran bigote y había dejado de vestir como un pastoratildado. Además, se había hecho socio del recientemente fundadoClub Reformista de Cambridge y leía el Bee Hive, una publicaciónobrera radical.

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LA G R A N BÚSQUEDA ¿TIENE QUE HABER PROLETARIADO?

En la primavera de 1874, una huelga de jornaleros agrícolas provo-có una violenta discusión entre radicales y conservadores de Cambrid-ge. Los sindicatos eran una relativa novedad, ya que habían sido legali-zados hacía muy poco. Durante el otoño anterior, el Sindicato Nacionalde Trabajadores Agrícolas, una nueva organización radical dirigida porJoseph Arch, había formado grupos en decenas de pueblos de la zona deEast Anglia. Los jornaleros exigían salarios más altos y jornadas máscortas, además del derecho al voto y la reforma de las leyes sobre la tie-rra.63 En los alrededores de Cambridge se produjo una oleada de huel-gas. Decididos a «aplastar la rebelión», los propietarios de granjas, agru-pados en «comités de defensa», comenzaron a despedir a los jornalerossindicados y a llevar esquiroles desde lugares tan distantes como Irlanda.El periódico tory Cambridge Chronicle insinuó que los granjeros «no seoponen tanto al aumento de los salarios como a las maniobras torticerasy los intolerables dictados que el sindicato impone a través de sus de-magogos representantes».64 A mediados de mayo, el conflicto llevaba dosmeses y medio en activo y se había convertido en tema de controversia

nacional.En la universidad, donde acababa de organizarse una gran colecta

para las víctimas de la hambruna en Bengala, las opiniones estaban muydivididas. La clase media veía con más simpatía las quejas de los jorna-leros tras la difusión de varios trabajos, sobre todo el informe de una \Comisión Real firmado por el obispo de Manchester, que documenta-ba las largas jomadas, los bajos salarios, los terribles accidentes y la dietaa base de «té aguado, pan seco y un poco de queso» que los trabajadoresagrícolas tenían que soportar.65 Durante la huelga, el Times londinensepublicó varias historias que trataban de escandalizar a los lectores Victo-rianos, entre ellas una en la que se describía una casa de campo donde«el peón, su mujer, su hija de veinticuatro años, un hijo de veintiuno,otro de diecinueve, un chico de catorce y una niña de siete» compartíanla única habitación.66 Los novelistas también se interesaron por el tenia.En el Middlemarch de George Eliot, publicado tres años antes, DorotheaBrooke dice a su tío, un rico terrateniente, que no soporta «los cuadrosdel salón con sus tontas sonrisas. [...] Piensa en Kit Downes, tío, quevive con su mujer y siete hijos en una casa con cuarto de estar y undormitorio ¡apenas más grande que esta mesa!... Y en los pobres Da-gley, con su granja destartalada, que ocupan solo la cocina de atrás y

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¡dejan las otras habitaciones a las ratas! Esa es una de las razones por lasque no me gustan tus cuadros, tío...».67

En el bando conservador, en cambio, el conflicto levantó el espec-tro de las Rebeliones del Hambre de los años 1816-1817 y los incen-dios de cosechas de la década de 1830. La mayoría se oponían porprincipio a la idea de los sindicatos. En primavera, un miembro de lacomunidad universitaria, que tenía una «posición social reconocida...y ocupaba un puesto influyente en uno de los colleges [de Cambridge]»,escribió varias y extensas «Notas de alarma» en el Cambridge Chronicle,en las que instaba a los propietarios de granjas a mantenerse firmes ycalificaba a los líderes sindicales de «agitadores profesionales» y a sussimpatizantes liberales, de «metomentodos sentimentales». El autor—que podría ser un profesor llamado WilliamWhewell— firmaba solocomo «CSM», acrónimo que seguramente había elegido para provocara sus oponentes liberales, porque podía interpretarse como «CommonSense Morality», moral del sentido común. Sobre la cuestión de lossalarios y los sindicatos, CSM invocaba las leyes de la economía políti-ca y argumentaba: «No es más que una cuestión de oferta y de deman-da, y debería haberse dejado que se solucionara por sí misma según losprincipios habituales, sin la interferencia de demagogos y agitadorespagados».68

El martes 11 de mayo de 1874, el nutrido grupo de sindicalistasque entró en el Salón Obrero de Barnwell, situado en el mísero barrionorte de Cambridge, descubrió con cierta sorpresa a los inesperadosaliados que ocupaban el escenario, ataviados con togas y birretes. Unode los líderes sindicales, el exaltado George Mitchell, confesó entre lasrisas del público que «al ver a todos esos caballeros con sus estolas y sustocas creyó que le obligarían a ponerse lo mismo».69 El primero queintervino fue Sedley Taylor, antiguo fellow delTrinity College y destaca-do reformista, reclamando una resolución que condenara el intento delos granjeros de dividir a los jornaleros por ser «perjudicial para los in-tereses generales del país», lo que de paso era una crítica contra su cole-ga «CSM.».

A continuación tomó la palabra MarshalL Secundando la mociónplanteada por un propietario disidente que apoyaba a los huelguistas,solicitó donaciones: «Debemos mostrar nuestra simpatía con el corazóny con la cartera».

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Al dirigirse a los jornaleros, Marshall negó que la economía políti-ca pudiera «orientar decisiones basadas en principios morales», ya queesto era tarea de «su hermana, la ciencia de la ética». En uno de sus ar-tículos para el Bee Hive aseguró: «Se comete un abuso contra la econo-mía política cuando se le pide que sea una guía para la vida. Cuantomás la estudiamos, más vemos que hay circunstancias en las que el inte-rés material de una persona no se sitúa en la misma línea que el bienes-tar general. En estos casos, debemos volvernos hacia el deber».70

El sábado siguiente, el Cambridge Chronicle calificó el discurso deMarshall de «elaborado sofisma». En realidad, Marshall había consegui-do demostrar por qué el mercado laboral no siempre da lugar a sueldosjustos y por qué la actividad de los sindicatos puede traer más eficacia,además de equidad. «Me han pedido que hable de las leyes de la ofertay la demanda», empezaba. Se burlaba de los detractores de los sindicatos,quienes consideraban que los salarios estaban en su «nivel natural» por-que, de no ser así, otros empresarios habrían ofrecido más a los trabaja-dores, y que llegaban a la siguiente conclusión sobre los salarios: «Si seelevan artificialmente, volverán a bajar». Se trataba de la ley de hierro delos salarios, postulada por Ricardo y aceptada por muchos, incluso algu-nos de quienes simpatizaban con las quejas de los jornaleros. SegiinMarshall, este argumento era «impecable», pero se basaba en hipótesisfalsas. Ningún granjero ofrecería más dinero al jornalero de su vecinopor trabajar para él. Además, el aumento de los salarios comportaría unamayor productividad de los jornaleros, ya que les permitiría alimentarsemejor. Tras reconocer que «los sindicatos tienen sus fallos», Marshallreflexionaba: «Un sindicato da a las personas intereses y simpatías quevan más allá de los límites de su parroquia; les inspira necesidad de co -nocer y les hace desear la educación de sus hijos. [...] Los salarios subi-rán [...] el impuesto para la asistencia de los pobres disminuirá. [...]Inglaterra prosperará».71

Aun contando con el apoyo de la universidad y de gran parte delos medios, la huelga terminó fracasando. De entrada, los propietariosde las granjas decidieron adquirir más maquinaria y emplear a menores.A principios de junio, cuando se agotó el fondo para los huelguistas elsindicato animó a los jornaleros a volver a los campos. La conclusión 2la que llegó Marshall tras este episodio fue que para imponer las nuevasideas se necesitaba una campaña paciente y cuidadosamente diseñada

que conmoviera tanto el corazón como la inteligencia de los ciudada-nos realistas.

Después de pasar cinco semanas en Nueva York y a punto de irse a SanFrancisco, Marshall contemplaba la catarata Horseshoe con el ceñofruncido. Desde el puente colgante de Goat Island, la cascada tenía unaspecto mucho menos imponente del que prometía la guía Baedeker.Marshall, que como buen matemático sabía que era un problema deperspectiva, hizo un pequeño cálculo mental y concluyó que la cascadasí tenía la envergadura anunciada, pero este ejercicio no disipó su sensa-ción de estafa. «Eso del Niágara es un camelo —escribió a su madre el10 de julio de 1875 . Es más complicado apreciar la auténtica alturade la catarata del Niágara que darte cuenta de que un valle alpino queparece estrecho mide en realidad diez kilómetros de ancho.»72

Marshall había viajado a Estados Unidos para estudiar su entornoeconómico y social. En Manhattan había tomado un barco de vaporcon destino a Albany. En una de sus cartas recordó que, cuarenta añosatrás, Alexis de Tocqueville había reaccionado con «indignación y furia»al descubrir que la más bonita de las «mansiones de estilo griego que sealzaban a las orillas del Hudson, supuestamente de mármol», era en rea-lidad de madera. El, en cambio, no había encontrado «tanta falsedadcomo me esperaba».73

De hecho, dondequiera que mirase, encontraba mucho más de loque se veía a simple vista: los arquitectos estadounidenses tenían «fuerzay osadía», y sus edificios eran de «homogénea meticulosidad y solidez».74

La «bebida norteamericana llamada "julepe de menta"» era «suntuosa».Los predicadores daban sermones «mucho más adelantados que los nues-tros» y habían introducido «espectaculares mejoras» en la liturgia angli-cana.75 Los obreros estaban llenos de «dinamismo».76 Tal como informóal Club de Ciencias Morales cuando regresó a Cambridge en otoño:«En Estados Unidos no he visto a ningún hombre ni a ninguna mujercuyo aspecto indicara una vida aburrida o insípida».77 A mediados dejulio, cuando llegó a Cleveland, Marshall estaba convencido de que«nueve ingleses de cada diez se sentirían rnás felices si vivieran en Cana-dá y no en Estados Unidos, pero yo, si tuviera que emigrar, elegiría Es-tados Unidos».78

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Aunque su obra magna, Principios de economía, tardaría aún quinceaños en publicarse, Marshall ya había sentado las bases de su «nuevateoría económica», que se apartaba tanto de las antiguas doctrinas libe-rales de Smith, Ricardo o Mili como del cada vez más influyente evan-gelio socialista de Marx. Marshall había pasado una década «establecien-do los fundamentos de su temática pero sin publicar nada».79 Sus viajespor América del Norte le reafirmaron en la impresión de qué iba por

buen camino.Cuando decidió destinar a un viaje por Estados Unidos las dos-

cientas cincuenta libras que había heredado del mismo tío que financiósus estudios universitarios, sus conocidos se burlaron de él, pero Mar-shall se justificó diciendo que necesitaba recopilar material para un li-bro sobre comercio exterior. Si bien esto era cierto, el historiador JohnWhitaker opina que Marshall tenía otro objetivo más ambicioso, rela-cionado con su «casi obsesiva idea de estudiar en todos sus aspectos unarealidad económica en permanente cambio».80 Como otros analistaseuropeos, entre ellos Tocqueville, Marshall veía Estados Unidos comoun gran laboratorio social. Dickens, William Makepeace Thackeray yTrollope habían reflexionado sobre cuestiones que en ese momento yaestaban resueltas, como la democracia, la esclavitud o la supervivenciade la Unión. En ese momento, Marshall quería saber adonde llevaba elcrecimiento de la industria y del comercio global y el declive de la éticatradicional, fenómenos que avanzaban con más rapidez en Estados Uni-dos que en cualquier otro lugar. «Lo que yo quería era ver allí la historiadel futuro», dijo Marshall a su regreso a Cambridge.81

Marshall zarpó hacia América en la época de mayor auge del turis-mo transatlántico. La guía más popular de Estados Unidos había vendi-do casi medio millón de ejemplares, y el Atlántico Norte era una verda-dera autopista marina. Nada menos que diez compañías navierasofrecían salidas semanales desde Liverpool a Nueva York, y a los viajerosingleses se les aconsejaba reservar camarote con hasta un año de antela-ción;82 El viaje de Marshall a bordo del Spain, uno de los transatlánticosmás rápidos y lujosos, duró solamente diez días, a diferencia de la peno-sa travesía de tres semanas que tuvo que soportar Dickens en 1842.Viajar por Estados Unidos era caro, por las inmensas distancias. Marshallse reservó un presupuesto de sesenta libras mensuales, a diferencia de lasquince que le costaban sus excursiones a los Alpes. Pero al final, según

Mary Paley, tuvo la impresión de que «nunca había gastado el dinerotan bien. No tanto p o r las cosas que aprendió allí como porque pudodecidir cuáles eran las cosas que quería aprender».83

Esta experiencia convenció a Marshall de que «los factores econó-micos tienen más importancia de la que pensábamos a la hora de deter-minar una vida mejor para hombres y mujeres». En especial, creía que«ningún pensamiento, acción o sentimiento contribuyen tanto a la for-mación de la persona [...] como aquellos que tienen que ver con suocupación diaria».84 Marshall visitó iglesias y salones de tertulia, sobretodo en Boston, y trató a destacados intelectuales norteamericanos, en-tre ellos el poeta Ralph Waldo Emerson y el historiador del arte Char-les Eliot Norton. También estuvo unos días en las comunas de losshakers, los discípulos de Robert Owen, en Nueva Inglaterra. Pero sobretodo se dedicó a recorrer fábricas, llenando un cuaderno tras otro condeclaraciones de empresarios y trabajadores y con croquis de máquinas.En la fábrica de pianos Chickering and Sons, cercana a Boston, observóque «a la mayoría de sus obreros se les exigía un alto grado de atencióny de sensatez» y que los empleados tenían «una expresión atenta, creati-va, casi poderosa». En una visita a una fábrica de órganos, se planteó si«el hecho de que el trabajo de cada individuo se limite a una parte muypequeña del conjunto de la operación» podía impedir «el desarrollo dela inteligencia»,85 pero concluyó que no era así.

En aquella época, quienes viajaban por razones profesionales nodejaban de tener algo de turistas. Marshall no fue una excepción, yno pudo resistirse a usar la recién estrenada línea ferroviaria transconti-nental. En el hotel de Niágara, planeó el trayecto hasta San Franciscocon ayuda del mapa incluido en un folleto de la Union Pacific, en elque marcó con un alfiler los puntos principales del recorrido para quesu madre, en Londres, pudiera seguirlo mirando el papel al trasluz.

Chicago era el mejor lugar para tomar el tren que iba a la costa delPacífico. La nueva red ferroviaria era como una mano gigantesca con lapalma colocada sobre los Grandes Lagos y los dedos extendidos haciaSeattle, Portland, San Francisco y, en el tramo más meridional, Los An-geles. La mayoría de los viajeros se incorporaban en Chicago a la líneaNorth Western, que atravesaba Illinois e lowa y llegaba hasta CouncilBluffs. Marshall tomó la de Great Northern en dirección a Saint Paul yluego bajó por el Mississippi en un vapor de esos «más conocidos por su

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propensión a explotar que por la magnificencia de sus equipamientos».86

En la frontera de lowa volvió a subir a un tren de la North Western y undía después estuvo en Council Bluffs. Desde allí cruzó el río para llegara Omaha y cambió a otro tren de la Union Pacific. De Omaha salía unramal que iba hacia el oeste, directo a Cheyenne y Granger (Wyoming),donde se desviaba hacia Ogden (LJtah), Reno y Sacramento, para termi-nar recorriendo los doscientos kilómetros que faltaban hasta San Fran-cisco. En Cheyenne, Marshall t omó una diligencia para pasar veinticua-tro horas en Denver. En O g d e n paró para conocer la capital de losmormones, Salt Lake City. En el viaje de vuelta, se bajó en Reno paraobservar a los «rústicos pobladores de Virginia City». En todas estas ex-cursiones, era consciente de estar contemplando algo extraordinario einaudito. Desde el vagón, observaba lo que un compatriota suyo habíadescrito años atrás como «el despliegue de un mapa nuevo, el desvela-miento de un nuevo imperio, la creación de una nueva civilización»;87

Una de las cosas que más impresionó a Marshall fue el constantemovimiento. «Muchas cosas han cambiado desde aquella época [la deTocqueville] muchas cosas que por entonces eran casi estables ahora nolo son», escribió en una carta a su familia.88 Lo primero que le llamó laatención al registrarse en su hote l de la Quinta Avenida fue «un ascen-sor a vapor que sin detenerse jamás sube y baja entre las siete de la maña-na y la medianoche» [la cursiva es del autor].También le fascinó el telé-grafo automático de la recepción, que escupía cintas de papel con lascotizaciones bursátiles. Los viajeros que se alojaban en aquella zona dela ciudad estaban «tan bien informados como si estuvieran en el propioedificio de la Bolsa», escribió.89

Marshall concluyó que la movilidad era el rasgo más distintivo dela vida estadounidense. No se trataba solamente del ferrocarril y el telé-grafo, las sucesivas oleadas de inmigración o el traslado de la poblacióndesde los centros industriales del nordeste a los «suburbios en expan-sión» del Oeste, que proliferaban tan deprisa que «se podría imaginarque, al ser el suelo tan fértil, los edificios brotan espontáneamente».90 Lalibertad de movimientos más interesante era de tipo económico, socialy psicológico. Marshall constató sorprendido la facilidad del estadouni-dense para abandonar a su familia y amigos y trasladarse a otra ciudad,cambiar de ocupación y de negocio o incluso adoptar otras creencias yotras maneras de hacer las cosas. «Si alguien empieza en el negocio del

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calzado y no gana dinero cuando cree que debería, puede pasarse, porejemplo, durante unos años, al comercio de comestibles y luego al delibros o al de relojes o al de cereales», constató.También le fascinaba laindependencia de los jóvenes: «Los muchachos norteamericanos [...]detestan ser aprendices. [...] En general, el mero hecho de verse atadosa un oficio en particular basta para inspirar en la juventud norteameri-cana la idea de que en cuanto puedan se dedicarán a otra cosa».91

Otra de las cosas que impresionó vivamente a Marshall fue la natu-ralidad con la que los estadounidenses aceptaban el fenómeno de laurbanización: «El inglés Mili muestra un insólito entusiasmo cuandohabla [...] de los placeres de dar un paseo solitario entre un bello paisa-je», observó secamente, y añadió: «Muchos escritores norteamericanosdescriben con exaltación la riqueza que adquiere la vida humana cuan-do el habitante de los bosques descubre que se han instalado vecinos enlas cercanías, ya que el asentamiento se convertirá en un pueblo, el pue-blo en una ciudad, y la ciudad en una gran capital».92

Como sus novelistas favoritos, Marshall no estaba tan interesado enlos avances materiales y tecnológicos, por impresionantes que fueran,como en sus consecuencias sobre el comportamiento y el pensamientode las personas. ¿Qué garantía había de que las decisiones individualescontribuyeran al bien social? ¿Acaso el constante movimiento ascen-dente y descendente de los ciudadanos y la consiguiente relajación delos vínculos tradicionales conduciría a un caos social, como indicabanlas pesimistas predicciones de Marx o de Carlyle? ¿O quizá la movilidadimplicaba un «acercamiento al estado de cosas que anhelaban los utópi-cos modernos»? Esa era la cuestión.93

La visceral reacción de Marshall lo situaba claramente en el bandooptimista. Una tarde, en Norwich (Connecticut), salió a pasear en co-che con una tal señorita Nunn, quien no tuvo inconveniente en tomarla iniciativa y ponerse a conducir. Marshall decidió que la experienciahabía sido «muy agradable». Según observó, las jóvenes estadounidenseseran «dueñas de sí mismas... [y mostraban] auténtica libertad en la ges-tión de sus preocupaciones». Marshall reconocía que «el inglés mediovería [esta libertad] como una peligrosa licencia», pero a él le parecía«buena y saludable».94

La ausencia de rígidas distinciones de clase era otra de las cosas quele gustaban. Cuando el dependiente de una sombrerería le quitó el

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bombín y se lo puso él mismo para calcular la talla, Marshall anotócomplacido: «Mi amigo era un demócrata tan perfecto que no se leocurrió que pudiera haber algún motivo para no ponerse mi sombrero:su actitud estaba absolutamente exenta de insolencia. ¡Ojalá esta cos-tumbre se generalice!».95Ya en California, Marshall constató que, cuantomás al oeste se dirigía, más se acercaba la sociedad estadounidense alideal igualitario. «Volví más optimista sobre el futuro del mundo de loque me sentía a mi partida», concluyó.

Con cierta inspiración profética, imaginó un nuevo tipo de sociedad:

En Estados Unidos, la movilidad ha ido creando una igualdad decondiciones. [...] Donde prácticamente todos reciben la misma forma-ción escolar, donde esa otra educación incomparablemente más impor-tante que se deriva de la propia experiencia vital, por diversa que esta seaen su forma, es prácticamente idéntica para todos en profundidad y eneficacia para desarrollar las facultades humanas, no puede sino haber ver-dadera democracia. Evidentemente, habrá grandes desigualdades de r i -queza; al menos, habrá algunos ciudadanos muy ricos. Sin embargo, nohabrá una jerarquía de clases claramente establecida. No habrá nada comolo que Mili, con su elocuencia, denomina la nítida línea de demarcaciónentre las diferentes categorías de trabajadores, y que es casi equivalente ala distinción hereditaria de castas.

Para explicar cómo podían contribuir al bien social las decisionesindividuales —algo que Carlyle consideraba imposible—, Marshall dis-tinguía entre dos tipos de educación moral. Una era la propia de Ingla-terra, es decir, según él, «la formación pacífica del carácter, en armoníacon las condiciones que lo rodean, de manera que una persona [...] sinhacer un esfuerzo moral consciente, se ve impelida en una trayectoriaque armoniza con las acciones, las simpatías y los intereses de la socie-dad en la cual desarrolla su vida». En Estados Unidos, en cambio, lamovilidad había creado una segunda vía para la evolución moral: «la edu-cación de una voluntad firme por medio de la superación de las dificul-tades, una voluntad que somete cada acción en particular al juicio de la

razón».%

La mayoría de los analistas sociales de la época victoriana, incluidoKarl Marx, temían que el régimen industrial, además de destruir las r e -laciones sociales y las formas de vida tradicionales, deformara la natura-

leza humana por medio de «[la] ignorancia, [el] embrutecimiento y [la]degradación moral».97 En Estados Unidos, Marshall vio otra posibilidad:«Me da la impresión de que el norteamericano, por lo general, acos-tumbra a usar su propio criterio de forma más consciente y deliberada,con más valentía y libertad, que un inglés en lo que respecta a las cues-tiones de la ética».

Aparentemente, Marshall se refería a la humanidad en general, perotambién estaba hablando de sí mismo. El mismo se había labrado unavoluntad firme tras superar todo tipo de dificultades —la tiranía de supadre, la relativa pobreza y las opresivas estructuras de clase—, y habíaroto con la autoridad al abandonar sus creencias religiosas y desafiar eldeseo de su familia de verlo convertido en clérigo. Ahora tenía la im-presión de que su independencia podía llevarlo a lograr grandes resulta-dos. Lo que había visto en Estados Unidos lo llenaba de esperanza. «Unasociedad como esta puede degenerar en el libertinaje y de ahí en ladepravación. Pero en sus formas más elevadas desarrollará un poderososistema legal y obedecerá la ley. [...] Una sociedad así será un imperiode energía.»98

«He tenido muy buenas experiencias» en lo que respecta al «dinamis-mo» y al «carácter fuerte de las mujeres», escribió Marshall en una desus cartas desde Estados Unidos. En otra, describió la «fascinante velada»pasada con la señorita Nunn y confesó que su ingenuidad «mezcladacon audacia» le había parecido encantadora. Pero también añadió:«Como apoyo permanente, siempre contaré con la fuerza que procededel atrevimiento y el éxito».99 Por lo visto, estaba pensando en MaryPaley, que había logrado aprobar elTripos mientras él estaba de viaje.

Cuando se comprometieron, a su regreso a Cambridge, Marshalltenía treinta y cuatro años y Mary, veintiséis. El era una estrella ascen-dente de la «nueva economía», y ella daba clases en un college. La ideaque tenía Marshall del matrimonio se inspiraba en las relaciones de ca-rácter intelectual que unían a George Eliot con George Lewes o aTho-rnas Carlyle con Jane Carlyle. «Normalmente, el ideal de la vida matri-monial suele describirse como aquella situación en la que marido ymujer viven el uno para el otro. Si eso significa que deben vivir para lagratificación del otro, me parece algo tremendamente inmoral —escribió

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Marshall en un artículo—. Marido y mujer deberían vivir, no el unopara el otro, sino cada uno para alguna finalidad.»100 Mary, que habíacontraído su primer compromiso matrimonial «por aburrimiento», en-contraba fascinante esta idea. Como en los peculiares matrimonios, muycaracterísticos de la época victoriana, que describe Phyllis Rose en Pa-mllel Uves: Five Victorian Marriages, el secreto de la unión de Alfred Mar-shall y Mary Paley radicaba en «contar la misma historia».101 La parejaasumió como un proyecto conjunto el libro de texto que estaba escri-biendo Mary y dedicó a esta labor casi todo el tiempo de noviazgo.

El matrimonio se celebró en la iglesia parroquial de Ufford, juntoa «la casa antigua y destartalada con la fachada cubierta de rosales rojosy blancos» donde había crecido Mary. La novia no llevaba velo, solounos jazmines en el pelo. En un gesto que proclamaba sus altas expec-tativas y su rechazo a la tradición, los contrayentes se negaron a recitarla «cláusula de obediencia».102

Al casarse, Marshall perdió su puesto átfellow en Saint John s. Maryy él coquetearon fugazmente con la idea de dar clases en un internado,pero enseguida se publicó la vacante de dirección de un college reciénabierto en Bristol —el primer experimento de coeducación de GranBretaña— y aprovecharon la ocasión. En 1877 se trasladaron a Bristol,donde Mary hizo instalar una pista de tenis y empapelar casi todas lashabitaciones con diseños de Morris mientras Marshall elegía los mueblesde segunda mano y el piano. Pero Mary no tardó en retomar su actividadcomo profesora de economía y como tutora de las estudiantes.

El University College, financiado por la comunidad empresarial deBristol, ofrecía «una educación liberal para hombres y mujeres de clasetrabajadora».103 Aunque los fondos escaseaban, durante su etapa comodirectores, los Marshall se las arreglaron para ofrecer clases diurnas ynocturnas a unos quinientos estudiantes, organizar conferencias abiertasal público en barrios obreros, proporcionar formación técnica a los tra-bajadores del sector textil y diseñar, con la colaboración de empresaslocales, un programa para estudiantes de ingeniería que combinabaprácticas con clases teóricas. Las tareas administrativas de Marshall eranexigentes y también lo era su carga lectiva. Las clases regulares, a las queasistían una mezcla de comerciantes, sindicalistas y mujeres, eran se^únuna de sus alumnas «menos académicas que las de Cambridge [...] míamezcla de teoría y de ejercicios prácticos, animada con interesantes di-

gresiones sobre todo tipo de temas».104 Marshall «hablaba sin notas y sucara captaba la luz de la ventana mientras todo lo demás estaba en pe-numbra. La clase me pareció lo más maravilloso que nunca había oído.Habló de su confianza en las posibilidades de la ciencia económica paraimpulsar el avance de las mejoras sociales, con un entusiasmo contagio-so».105 Mientras tanto, el matrimonio seguía dedicando todas las tardes ala redacción de su Economía industrial, daba largos paseos y disputabapartidos de tenis sobre hierba. Uno de sus amigos habló de «su perfectafelicidad».106

Más tarde, Marshall contó que la lectura de Marx le había conven-cido de que «los economistas deberían investigar la historia; la historia delpasado y la historia, más accesible, del presente».107 Sin embargo, fueronDickens y Mayhew quienes le animaron a visitar las fábricas y las barria-das industriales para hablar con empresarios, gerentes, sindicalistas y obre-ros. «Estoy ávido de datos», solía decir Marshall.108 Quería escribir parahombres y mujeres implicados en «la actividad corriente de la vida».109

Marshall estaba convencido de que necesitaría combinar teoría,historia y datos estadísticos, como había hecho Marx en El capital. Perotambién, de forma instintiva, era consciente de que su público exigiríaconclusiones prácticas y una generosa dosis de observación directa.Además, tenía una mentalidad demasiado científica para limitarse aplantear una teoría sin contrastarla con los hechos o apoyándose endescripciones de terceros.

Por eso se propuso estudiar los rasgos característicos de los princi-pales sectores industriales y se dedicó a recopilar datos sobre el salariopromedio de cada ocupación y nivel de cualificación. Tuvo muy encuenta las «artes de la producción» de las que hablaba Mili110 —técnicasde fabricación, diseño de productos, gestión...—, aunque reconocíaque era difícil englobar en una teoría formal el constante esfuerzo delos empresarios por mejorar sus productos, sus métodos de produccióny su cartera de proveedores. Le interesaba particularmente el funciona-miento de las empresas de propiedad familiar, a diferencia de las cadavez más importantes sociedades por acciones. Además, participaba envarias comisiones y asociaciones científicas y pertenecía a la junta deuna entidad benéfica londinense, se escribía con varios científicos y, conla activa colaboración de Mary, dedicaba varias semanas cada verano altrabajo de campo.

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Las notas que tomó Mary durante una de estas investigaciones serefieren a «catorce ubicaciones, entre ciudades, minas, manufacturas deacero y de hierro, plantas textiles y el Ejército de Salvación».111 El itinera-rio era muy ambicioso: las minas de cobre de Coniston, las canteras depizarra de Kirby, los muelles y las acerías de Barrow, las minas de hierrode MUlom, las de carbón de la costa de Whitehaven, Lancaster y Sheffield.Marshall ideó un sistema que le permitía organizar y consultar la infor-mación de su personal base de datos. Su «libro rojo» era un cuadernohecho a mano y cosido con cordel. Cada página contenía datos sobrediferentes temas, que podían ir desde la música hasta la tecnología, pasan-do por el salario medio, distribuidos por orden cronológico. Marshall solotenía que clavar un alfiler en un punto determinado de una página paraver qué otras novedades se habían producido simultáneamente.

A diferencia de la mayoría de los intelectuales Victorianos, Marshalladmiraba tanto al empresario como al obrero. Carlyle, Marx y Miliconsideraban que la producción moderna era una necesidad incómoda,que el trabajo era degradante y extenuante; los empresarios, hipócritasy codiciosos, y la vida urbana, inmunda. Mili consideraba el comunismosuperior a la competencia en todos los aspectos salvo dos (la motivacióny la tolerancia con la excentricidad) y aspiraba a la instauración de unEstado socialista en un futuro no muy lejano. Pero ninguno de estosintelectuales conocía el mundo de la industria y los negocios comoempezaba a conocerlos Marshall. Evidentemente, como sugiere la frasede Burke sobre las «grandes penalidades», gran parte del trabajo teníaeste efecto. Pero, una vez más, Marshall dedujo gracias a sus observacio-nes de primera mano que al menos una parte del trabajo realizado enlas empresas modernas expandía los horizontes del trabajador, le permi-tía adquirir nuevas habilidades, facilitaba su movilidad y premiaba sucapacidad de previsión y su comportamiento ético, por no hablar deque le permitía ahorrar dinero para estudiar o montar un negocio. Porlo demás, Marshall observó que este tipo de empleos estaban creciendo,mientras que el otro tipo de trabajo era cada vez menos común. Enconclusión, la empresa podía ser, y lo era a menudo, un paso hacia elcontrol del propio destino.

Aunque Dickens está considerado un cronista de la revolución in -dustrial, las pocas escenas fabriles que aparecen en su obra son pocoverosímiles.Vista desde lejos, la Coketown de Tiempos difíciles es c o m o

un monstruo donde los hombres se convierten en máquinas y el entor-no natural y social está descrito de forma distorsionada: ruidoso, sucio ymonótono, con el aire y el agua contaminados.

Era una ciudad de ladrillos rojos, o de ladrillos que habrían sido rojossi el humo y las cenizas lo hubieran permitido; pero tal como estaban lascosas era una población de un rojo y un negro nada naturales, algo asícomo la cara pintarrajeada de un salvaje. Era también un lugar de maqui-naria y chimeneas altas, de las que brotaban —sin detenerse nunca, nillegar a desenredarse— interminables serpientes de humo. Tenía un canalnegro y un río de un extraño color morado gracias a un tinte maloliente,y grandes aglomeraciones de edificios, llenos de ventanas, que retumba-ban y temblaban a lo largo de todo el día, y donde los pistones de lasmáquinas de vapor trabajaban monótonamente arriba y abajo como ca-bezas de elefante en un estado de locura melancólica.112

Coketown está habitada por una multitud de «personas tambiéniguales unas a otras, que entraban y salían todas a las mismas horas, pro-duciendo el mismo ruido sobre las mismas aceras, para hacer el mismotrabajo». Significativamente, Dickens imagina que estas personas hacían«el mismo trabajo» dentro de la fábrica y que para ellas «todos los díaseran iguales, sin diferencias entre el ayer y el mañana, y todos los años larepetición de los anteriores y de los siguientes». La producción, en resu-men, no supone la creación de nada nuevo.

En El capital, el entorno fabril se describe de forma similar a estepasaje de Dickens pero sin tanto detalle, lo cual no es de extrañar si te-nemos en cuenta que Marx nunca había estado dentro de una verdade-ra fábrica. Una vez más, las personas son meros «apéndices vivientes» dela máquina, la tarea se reduce a una «repetición ciega» y el automatismolibera «de contenido [al] trabajo».113

La descripción que hizo Marshall de las fábricas y la vida industrialfue más variada, detallada y matizada. Dedicó horas a la observación,documentando las técnicas de manufacturados niveles de remuneracióny los esquemas de trabajo. Preguntó a todo tipo de personas, desde elpropietario hasta los capataces o los obreros que estaban en el taller.Y ante aquel curioso fenómeno que intrigó a Dickens o a Marx —losefectos del trabajo en cadena sobre los trabajadores—, no necesaria-mente llegó a las mismas conclusiones.

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Lo característico de la empresa es la forma en que cada operación sesubdivide en un número elevado de elementos, donde la labor de cadapersona se reduce a una pequeña parte del conjunto. ¿Impide esto el de-sarrollo de la inteligencia? Creo que no. [...] Si un trabajador no tienecerebro, es descartado; hay plenas facilidades para ello, en consecuenciacon las fluctuaciones del mercado. Si otro tiene un poco de inteligencia,conserva su trabajo.Y si tiene algo de ambición, al final sabrá cómo fun-ciona todo en el taller donde trabaja; de no ser así, no tiene posibilidad deser capataz. [...] La mayoría de las pequeñas mejoras son obra de los capa-taces de cada lugar; y las mejoras a gran escala son obra de alguien quesolo se dedica a ello. [...] Sus mejoras se aprecian en mínimos detallesrelativos a la manufactura, por ejemplo, en los trucos con los que se con-sigue que ciertas piezas queden herméticas y que otras funcionen sinproblemas. El inglés ha inventado la sordina.114

Para Dickens y Marx, la función de las empresas era controlar oexplotar al trabajador. Para Mili, su función era enriquecer a los dueños.Para Marshall, la empresa no era una cárcel, y dirigir una empresa nosignificaba controlar a los presos. Competir por los clientes (o los traba-jadores) exigía algo más que repetición ciega. Las empresas estudiadaspor Marshall habían tenido que evolucionar para sobrevivir. Evidente-mente, Marshall no negaba que los empresarios persiguieran el benefi-cio. Lo que trataba de demostrar era que, para que estos beneficios fue-ran competitivos, las empresas debían generar réditos suficientes, deforma que aún quedara algo después de pagar a los obreros, los gerentes,los proveedores, los propietarios de los locales, el fisco, etcétera. Paraello, los empresarios tenían que buscar continuamente la manera deconseguir un poco más con los mismos o menores recursos. Es decir, elaumento de la productividad, un factor que influía a largo plazo en lossalarios, era un resultado de la competencia.

La editorial británica Macmillan & Co publicó Economía industrial en1879. Era un volumen delgado, que no pretendía ofrecer nada nuevo yestaba escrito en un estilo directo y sencillo, adecuado para la editorial,donde se recogían los principios básicos de la nueva economía de Mar-shall. Su mensaje se resume en el siguiente pasaje:

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¿TIENE QUE HABER PROLETARIADO?

El principal fallo de los economistas ingleses de principios de estesiglo no fue el no tener en cuenta la historia o la estadística. [...] Fue elhecho de ver al hombre como una constante, por decirlo de algún modo,y no preocuparse demasiado por estudiar sus variaciones. Por eso atribu-yeron a las fuerzas de la oferta y la demanda una influencia mucho másmecánica y regular de la que tienen en realidad. Ahora bien, su errormás crucial fue no ver en qué grado están sujetos al cambio las institucio-nes y los hábitos de la industria.115

El obsesivo empeño de Marshall en entender cómo funcionabanlas empresas lo condujo a hacer su descubrimiento más importante.La función económica de la empresa en un mercado competitivo noera solo, ni siquiera principalmente, generar beneficios para los pro-pietarios, sino generar un buen nivel de vida para consumidores ytrabajadores. ¿Cómo se conseguía esto? Produciendo y distribuyendomás bienes y servicios, de mejor calidad y a un coste menor, con me-nos recursos. ¿Por qué? La competencia obligaba a propietarios y ge-rentes a introducir constantemente pequeños cambios para mejorarsus productos y sus técnicas de fabricación, distribución y comerciali-zación. Al cabo del tiempo, la continua búsqueda de formas de mejo-rar las ganancias y economizar permitía ofrecer más con los mismosrecursos o incluso menos. Considerando los cientos o miles de em-presas del conjunto de la economía, había que concluir que la acumu-lación de mejoras graduales a lo largo del tiempo había llevado a unaumento de la productividad y del salario medio. Es decir, la compe-tencia obligaba a las empresas a elevar la productividad para seguirsiendo rentables, y obligaba a los empresarios a compartir los frutos desus esfuerzos con gerentes y empleados, en forma de pagas más eleva-das, y con los clientes, en forma de productos de mayor calidad o másbaratos.

La implicación de que la empresa era el motor que elevaba los sa-larios y el nivel de vida chocaba con la visión más habitual entre losintelectuales, que solían ser contrarios a la empresa. Ni siquiera AdamSmith, que acuñó una famosa metáfora para describir las ventajas de lacompetencia, la de la mano invisible que hace que los productores be-neficien a los consumidores aun sin pretenderlo, insinuó que el come-tido de carnicerías, panaderías o compañías bursátiles fuera elevar el

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nivel de vida.Y Karl Marx, pese a reconocer que los proyectos empre-sariales tenían una influencia en el cambio tecnológico y en el aumentode la productividad, nunca concibió que además pudieran proporcionarlos medios para que la humanidad se liberase de la pobreza y llegara acontrolar sus condiciones materiales.

La publicación del libro estuvo seguida de una grave crisis. En la prima-vera de 1879, a Marshall le diagnosticaron una piedra en el riñon, enuna época en que no era posible solucionar esta dolencia con cirugía nicon fármacos. El médico declaró que «no podía haber más caminatasni más partidos de tenis, ya que el reposo total era la única posibilidadde cura», según recordó más tarde Mary. «Esta recomendación fue de-vastadora para alguien que disfrutaba tanto haciendo ejercicio.»116 Eldolor y la debilidad reavivaron los temores al inminente deterioro queMarshall arrastraba desde su infancia. Solo unas semanas antes, habíapasado unos días de vacaciones recorriendo a solas la región pantanosade Dartmouth, y de pronto era un inválido que no podía salir de casa yque terminó aficionándose a hacer punto para pasar el rato. Un cono-cido de Bristol contó que el día que había conocido a Marshall le habíaechado unos setenta años:

Me pareció muy viejo y enfermo. Me habían dicho que tenía un pieen la tumba y realmente lo creí. Me parece estar viéndolo, subiendo co-jeante por Apsley Road [...] con un abrigo y una gorra negra. [...] Lasiguiente vez que lo vi fue [...] en 1890. [...] Descubrí con sorpresa queparecía tener treinta o cuarenta años menos de como recordaba haberlovisto doce años atrás.11"

Marshall se volvió más dependiente de Mary y empezó a tratarlamás como a una enfermera que corno a una colaboradora intelectual.La enfermedad le obsesionaba. Siempre había tenido tendencia a losbloqueos creativos, y ahora se daba cuenta de que tenía que sacar fuer-zas de flaqueza para seguir con el proyecto del libro. Sus esperanzas deescribir una obra que eclipsara a la de Mili e incluso a la de Marx, xmtrabajo que sintetizara su nueva teoría con sus recientes observacionesdel mundo rea!, iban acompañadas del temor de no estar a la altura de

las expectativas. Mientras su visión ganaba en alcance y complejidad,Marshall se iba sintiendo menos satisfecho con lo que había escrito.Había descartado la idea de publicar el trabajo sobre el comercio mu-cho antes de que su enfermedad se agudizara. «He llegado a la conclu-sión de que en su actual forma no será un libro cómodo», escribió en elverano de 1878.118Y enseguida empezó a odiar el libro que había escri-to con Mary. Pero en 1881, en una azotea de Palermo, empezó a redac-tar sus Principios de economía.

De todas las medidas propuestas durante la Gran Depresión de la déca-da de 1880, el impuesto sobre el valor de las tierras, idea del periodistaestadounidense Henry George, fue la que recabó más atención. Su éxi-to de ventas Progreso y miseria había convertido a George en una estrella,y sus conferencias atraían a un nutrido público. La premisa de partidaera que la miseria crecía más deprisa que la riqueza y que la culpa erade los terratenientes. Según George, los propietarios de fincas conse-guían unos ingresos exorbitantes, no por prestar un servicio a la comu-nidad sino por el simple y afortunado hecho de ser propietarios. Porotra parte, la subida de los arrendamientos reducía los beneficios y lossalarios reales, porque impedía que los empresarios accedieran a los fon-dos de inversión necesarios. Tras decidir que las rentas derivadas de losarrendamientos eran la causa de la pobreza, George propuso como so-lución la introducción de un impuesto único sobre el valor de las tie-rras. Además de eliminar la necesidad de establecer más tributos, Geor-ge consideraba que este impuesto «elevará los salarios, aumentará losrendimientos del capital, erradicará la miseria, dará empleo remuneradoa cualquiera que lo desee, facilitará el libre desarrollo de las capacidadeshumanas, elevará la moral, el gusto y la inteligencia, purificará el go-bierno y llevará la civilización a un nivel todavía más noble».119

Marshall seguía trabajando en sus Principios cuando se encontróinterviniendo una vez más en la vieja polémica sobre el nivel de vida.El comienzo de la década de 1880, un período de crisis financiera yeconómica, coincidió con un auge del radicalismo y las reivindicacio-nes de reformas sociales, así como con un creciente escepticismo sobrelos beneficios que podía aportar el crecimiento económico a la mayoríade los ciudadanos. El concepto de «desempleo» se acuñó durante la re-

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cesión que siguió al pánico de 1893, durante un acalorado debate sobrela posibilidad de que los salarios reales crecieran o disminuyeran a largoplazo.

La cuestión polémica era el efecto preponderante de la competen-cia. ¿Daba lugar a una tendencia a la baja en la que los empresarios riva-lizaban en recortes de salarios? ¿O sucedía, como pensaban los optimistas,que la competencia obligaba a las empresas a esforzarse continuamentepor aumentar la eficacia y el nivel de productividad y de los salarios, locual reducía el número de pobres?

El primer enfrentamiento formal entre Marshall y Henry Georgese produjo en 1884 en el hotel Clarendon de Oxford.120 Los abucheosy silbidos interrumpieron varias veces a los oradores. En cierto momen-to, un estudiante creyó necesario recordar al moderador que había «se-ñoras en la sala». A las once había un barullo tan ensordecedor queGeorge calificó la reunión de «la más desordenada que nunca he visto»y se negó a responder más preguntas. Con «un ruido estruendoso» ygritos a favor de la «nacionalización de la tierra» y contra «el robo eletierras», el encuentro «se clausuró de forma más bien abrupta».

Si el apoyo de Marshall a la huelga agrícola de 1874 señalaba surechazo de los «dogmas» de la economía clásica, su confrontación canHenry George una década más tarde demostró que también se oponíaa los dogmas en. boga.

En otras ocasiones en que había criticado la propuesta de paliar lamiseria con un impuesto sobre las tierras, Marshall había calificado aGeorge de «poeta» y había alabado «la frescura y franqueza de su visiónde la vida». Pero en el Clarendon, Marshall fue mucho menos corte* yacusó a Henry George de usar su «singular y casi inigualable capacidadpara captar la atención del público» para «instilar veneno en sus m e n -tes». Con la palabra «veneno», se refería a la panacea contra la miseria.propuesta por George.

En las clases de Bristol, Marshall se mantuvo firme en su intenciónde «procurar no hablar mucho sobre Henry George, pero debatir sutema», «El subtítulo de George plantea un interrogante» sobre el h e c h ode que la penuria pueda aumentar al mismo tiempo que aumenta la r i -queza—aseguró—. Pero ¿estamos seguros de que con el aumento de Liriqueza ha aumentado realmente la penuria? [...] Preguntémonos c u a -les son los datos que lo demuestran.»121

¿TIENE QUE HABER PROLETARIADO?

Citando datos estadísticos, la mayoría procedentes del libro rojoque habían compilado Mary y él, Marshall aseguró que solo el «estratoínfimo» de las clases trabajadoras estaba bajando de nivel y que este es-trato era bastante más pequeño que a principios de siglo —menos de lamitad, en proporción a la población total—. En cuanto a la clase obreraen su conjunto, su poder adquisitivo se había triplicado. «Casi la mitadde la renta total de Inglaterra corresponde a las clases trabajadoras...[Por ello,] gran parte de todos los beneficios derivados de los progresosde la invención les corresponden a ellos.»122

Marshall partía de un conocimiento cada vez más amplio de la histo-ria económica. Estaba convencido de que los vicios de la época contem-poránea, fueran cuales fuesen, no tenían comparación con los del pasado.«En ningún lugar del mundo, salvo en los nuevos países, las clases trabaja-doras están tan bien como en Inglaterra.» Lo que hacía aún más singularsu optimismo era el hecho de que Marshall decía esto en la época que loshistoriadores posteriores conocerían como la Gran Depresión.

En otra de sus clases, Marshall criticó la aserción de Henry Georgede que los culpables de la miseria eran los empresarios que pagabansueldos bajos. Para empezar, los empresarios no podían establecer elprecio de la mano de obra, como tampoco podían establecer el del al-godón o el de la maquinaria. Pagaban las tarifas de mercado, que podíanser más altas si un trabajador era más productivo y más bajas si no lo era.«Muchos miembros de la clase trabajadora inglesa no han tenido unabuena alimentación, y pocos de ellos han recibido una educación ade-cuada.» La causa «de los bajos salarios que gana una gran parte de lapoblación inglesa y de la miseria en la que vive una cifra nada desdeña-ble» era la baja productividad.Y aunque Marshall no negaba que «existealgún tipo de nacionalización de las tierras que, en conjunto, podría serbeneficioso», también aseguraba que «ninguno contiene la solución má-gica contra la miseria. Tenemos que contentarnos con buscar otro re-medio menos sensacional».123

Este remedio, según Marshall, era elevar la productividad.Y unaforma de conseguirlo era la siguiente:

Educar (en el sentido más general) a los trabajadores ineficaces o nocualificados para que dejen de serlo. Por otra parte (y esta frase sintetizatodo lo que tengo que decir sobre la pobreza), si el número de trabajado-

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res sin cualificar disminuyera en el grado suficiente, quienes desempeña-ran trabajos sin cualificación tendrían que ser remunerados con buenossueldos. Si la producción total no aumenta, estos sueldos adicionales ten-drían que financiarse a costa del capital y de la remuneración de otrostrabajos de mayor categoría. [...] Pero si la disminución de la mano deobra no cualificada se consigue aumentando la eficacia de la misma, laproducción aumentará, y habrá un fondo más amplio para repartir.

Marshall no se oponía a los sindicatos ni a algunas propuestas bas-tante radicales, como la reforma del sistema de propiedad de la tierra ola introducción de impuestos progresivos. Simplemente, hacía notar queninguna de estas medidas podía producir «más medios de sustento».Para ello hacía falta «competencia», tiempo y la cooperación de todoslos estamentos de la sociedad, el Estado y los propios pobres.124

Marshall acusaba a George de vender un remedio falso. El proble-ma no era solo que «el señor George diga: "Si queréis ser ricos, tomadla tierra"», sino que ello comportaría un alejamiento de la educación yla formación, el trabajo duro y el ahorro. La idea de George aumentaría«sus rentas en menos de un penique por chelín. [...] Y para conseguiresto, el señor George está dispuesto a ridiculizar todas las demás ideascon hs que los trabajadores han intentado mejorar su situación».125

En 1890, cuando por fin se publicaron, los Principios de economía intro-dujeron un soplo de aire fresco en una disciplina tambaleante. Además,consagraron a Marshall como un líder intelectual y una autoridad a laque acudía el gobierno cuando necesitaba consejo.

Los Principios encarnaban el rechazo de su autor al socialismo, sudefensa del sistema basado en la propiedad privada y en la libre compe-tencia y el optimismo con el que contemplaba la imprevisibilidad de lascircunstancias que rodean al ser humano. Su obra retrataba la cienciaeconómica no como un dogma, sino como «un aparato de la mente,.Como ansiaba Dickens, Marshall había dado a la teoría económica unabase más sólida y científica que humanizaba la disciplina y le insuflaba•cierta frescura y un poco de calidez humanas». _

En codo caso Ja intuición principal de Marshall reflejábalas leccio-nes aprendidas en Estados Unidos. En un sistema basado en la compe-

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tencia y la propiedad privada, las empresas estaban sometidas constante-mente a la presión de obtener más con los mismos o menos recursos.Desde el punto de vista de la sociedad, la función de la empresa eraelevar la productividad y, a partir de ahí, el nivel de vida.

De todas las instituciones sociales, la empresa era la más importante,la que ocupaba una categoría más elevada y la que más influía en lamentalidad y la civilización de los norteamericanos. La empresa no erasolo la principal creadora de riqueza de Estados Unidos, sino el agentede cambio social más importante y el imán más fuerte para las personascon talento.Volvía ridiculas las descripciones dickensianas de los empre-sarios como seres cretinos o voraces, los obreros como algo parecido azombis y la producción fabril como mera repetición. Un hecho indis-cutible, como era el crecimiento inaudito de la capacidad productiva deEstados Unidos, significaba que las empresas, por lo menos en conjunto,debían de estar haciendo algo más que explotar a Fulano para llenar losbolsillos de Mengano o que repetir las mismas actividades de un año aotro. Una de las cosas que más impresionó a Marshall en sus recorridospor las fábricas era el hecho de que los gerentes estuvieran introducien-do continuamente pequeñas mejoras y que los trabajadores tambiéntrataran de adquirir habilidades útiles y buscar mejores oportunidades.Unos y otros parecían obsesionados con sacar el máximo partido de losrecursos a su alcance.

Naturalmente, Marshall reconocía que otra función de las empresasera aportar beneficios a sus propietarios, salarios altos a sus gerentes ysueldos a los trabajadores. Adam Srnith había señalado que, para maxi-mizar sus ingresos frente a la competencia, las empresas tenían que be-neficiar a los clientes, produciendo la máxima cantidad de artículos almenor precio posible. Pero Marshall introdujo en este análisis el factordel tiempo. Para que las empresas pudieran seguir existiendo y siendorentables con el paso del tiempo, tenían que ser cada vez más producti-vas.Y sobrevivir en un entorno competitivo no implicaba tan solo unaadaptación constante. En el caso de los trabajadores más productivos, lacompetencia implicaba que, con el tiempo, las empresas acabarían com-partiendo con ellos las ganancias derivadas de las mejoras en la produc-tividad.

Esto es precisamente lo que descartaban Mili y los demás fundado-res de la economía política. Según ellos, las mejoras en la productividad

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no aportaban apenas ningún beneficio a las clases trabajadoras. En lasempresas que ellos imaginaban, la productividad crecía a pasos agigan-tados, pero los salarios nunca pasaban de un máximo estructural; entodo caso, las condiciones laborales empeoraban con el tiempo. Mar-shall no solo vio que la situación real no era esta, sino que comprendióque no podía serlo. La competencia por la mano de obra obligaba a lospropietarios a compartir con sus trabajadores los beneficios derivadosde los avances en eficacia y calidad, primero como empleados y despuéscomo consumidores. Los datos confirmaban que Marshall estaba en locierto. De hecho, el porcentaje que representaban los salarios en el pro-ducto interior bruto —la renta anual del país, incluyendo salarios, be-neficios, intereses e ingresos de los empresarios— no estaba bajandosino que subía, y lo mismo sucedía con el nivel de los salarios y los gas-tos de consumo de la clase trabajadora, tal como había sucedido prácti-camente sin interrupción desde 1848, año en que se publicaron losPrincipios de economía política de Mili y el Manifiesto comunista.

Capítulo 3

La profesión de la señorita Potter:Beatrice Webb y el Estado administrador

Anhelaba algo que pudiera llenar su vida con una actividad ardientey racional al mismo tiempo y puesto que ya había pasado la época de lasvisiones y de los directores espirituales [...] ¿qué otra lámpara quedabaexcepto el conocimiento?

GEORGE ELIOT, Middlemarch1

Todos los años, en marzo, «los diez mil superiores» invadían Londrescomo una bandada de aves migratorias de exótico plumaje.2 Durante lostres o cuatro meses de la «temporada social» londinense, la élite británicase dedicaba a un complicado ritual de apareamiento. Por las mañanaspracticaban la equitación en el Rotten Row o la Ladies' Mile de HydePark. Las tardes se reservaban para el Parlamento o los clubes en el casode los machos de la especie, y para ir de compras o de visitas en el caso delas esposas y las hijas. Por las noches todos coincidían en representacionesde ópera, cenas y bailes que les permitían exhibir magníficos atuendos.Cada pocos días, la consabida carrera, regata, partida de criquet o inau-guración de arte introducía una pequeña variación en el programa.

Del mismo modo que muchos otros fenómenos característicos dela alta sociedad victoriana, esta frenética y aparentemente frivola bús-queda del placer era un asunto serio: durante la temporada social, queempezaba al inicio del período de sesiones parlamentario, Londres seconvertía en el epicentro del mercado matrimonial. Los padres acomo-dados intentaban ofrecer a sus hijas dos o tres temporadas londinensesigual que se planteaban enviar a sus hijos varones a Oxford o a Cam-bridge. De hecho, los gastos y esfuerzos necesarios para organizar esta

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complicada danza de cortejo eran comparables. Si la familia no disponíade «residencia urbana», había que procurarse una mansión de categoríaen una calle de moda. Asimismo, había que comprar y transportar unaconsiderable cantidad de enseres, y era de rigor contar con «un establopara los caballos y los coches [...] un complicado surtido de atuendos[y] toda la intendencia y parafernalia necesarias para las cenas, los bailes,las meriendas campestres y las fiestas de fin de semana». No hace faltadecir que para mantener una agenda social tan completa era necesarioun cargo ejecutivo que supervisara «los ambiciosos [planes], el elevadonúmero de empleados y las innumerables decisiones», es decir, la señora

de la casa.3

Estas eran las reflexiones que ocupaban a Beatrice EUen Potter, Boo Bea para los íntimos, la octava de las nueve hijas de un rico magnatedel ferrocarril llamado Richard Potter y residente en Gloucester. Enuna cruda tarde de febrero de 1883, el coche de caballos en el que via-jaban ella y su padre se detuvo frente a una imponente hilera de man-siones de estilo italianizante y fachadas de color claro. La esbelta jovencontempló con expresión hosca el número 47 de Princes Gate, quetenía que servir de residencia temporal al numeroso clan de los Potter,que incluía también a seis hermanas casadas y sus respectivas familias.Era un edificio de cinco plantas que daba a Hyde Park, con una sun-tuosa fachada de ventanales altos, decorada con columnas jónicas, pilas-tras corintias y guirnaldas de flores esculpidas. Al otro lado de la casa,visible tras unas puertas acristaladas, se extendía un jardín adornado conestatuas clásicas y enormes maceteros con grandes macizos de geraniosde color rojo oscuro. Las casas contiguas eran igual de majestuosas. Elpadre de Beatrice había elegido aquella mansión de Princes Gate p re -cisamente porque estaría flanqueada por las de vecinos tan ricos ypoderosos como él. El banquero estadounidense Junius Morgan teníaarrendado el número 13. Joseph Chamberlain, el padre de NevilleChamberkin, un industrial de Manchester que ahora era político delala liberal había arrendado el número 40 para la temporada de sociedad.Era el entorno perfecto para la brillante hija de Potter.

Con veinticinco años, Beatrice ya había conocido más de mediadocena de temporadas londinenses, pero nunca se había enamorado.Hasta, el momento sus deberes se habían limitado a disfrutar de unoscincuenta bailes, sesenta fiestas, treinta cenas y veinticinco desayunos

antes de que la clase alta hiciera las maletas y regresara a sus residenciasde provincias en el mes de julio.4 No necesitaba intervenir en «toda lacomplicada maquinaria»5 en la que se apoyaban las actividades sociales.Aquel año, sin embargo, las cosas eran distintas. Beatrice era la única delas hermanas Potter —además de Rosie, que por entonces tenía treceaños— que aún vivía en la casa familiar de Gloucester al morir su ma-dre la primavera anterior, y había sido ascendida de repente al puesto deseñora de la casa.

Antes de salir de Gloucester, Beatrice se había prometido solemne-mente «entregarme a la sociedad y marcarme como objetivo tener éxi-to en ella».6 «Tener éxito» quería decir casarse con un hombre impor-tante, como habían hecho sus hermanas mayores, aunque la eleccióndel verbo «entregarse» indicaba que el precio era la autoinmolación. Laúltima que había actuado así era la hermana predilecta de Beatrice,Kate, quien había esperado hasta la avanzada edad de treinta y un añospara contraer matrimonio con un destacado político y economista libe-ral, Leonard Courtney, por aquel tiempo ministro de Hacienda. Su pa-dre no dudaba de que la siguiente sería Bo. Además de belleza, abolengoy una importante fortuna, tenía el don de no pasar inadvertida. En lossalones, quienes veían por primera vez su cuello largo y grácil, sus ojosorgullosamente inteligentes y su pelo negro y brillante pensaban en uncisne negro, elegante y algo peligroso. Bo fascinaba a los hombres, sobretodo cuando se daban cuenta de que no los tomaba en serio.

La llegada de los Potter estuvo seguida por unos momentos de caosy confusión en los que aparecieron más criados, más caballos y más ca-rruajes. Cuando los criados ya se habían retirado y su padre había termi-nado de cenar, Beatrice subió al piso superior en busca del dormitorioque había escogido para ella. Por fin podía pensar en algo que no fueraorganizar actividades y menús; concretamente, en las lecturas que llevabaconsigo y en todo lo que tenía que estudiar. Beatrice no veía contradic-ción alguna entre sus diversos deberes y aspiraciones. Después de todo, eltrono estaba ocupado por una mujer felizmente casada, y la persona conmás éxito del mundillo literario era la escritora George Eliot. Cuandocumplió los dieciocho años, Beatrice había dedicado más tiempo a estu-diar las religiones orientales que a prepararse para su «puesta de largo».

La ventana de su habitación daba al Museo de Victoria y Alberto.Pensando que aquel grandioso monumento a la creatividad humana,

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pese a estar en el centro de Londres, había conseguido mantenerse airo-samente «inmune a la bulliciosa vida de la gran ciudad»,7 Beatrice sepreguntó si ella también conseguiría cultivar el desapego budista en unsalón de baile o en un teatro abarrotado. Aunque no estuviera a la altu-ra de las expectativas sociales, podía seguir cultivando la parte «reflexi-va» de su vida, la que la llevaba continuamente a preguntarse: «¿Cornovoy a vivir y con qué objeto?».8

Beatrice se preguntaba cuál sería su destino desde que cumplió losquince años, una obsesión que su madre y sus hermanas siempre habíanconsiderado insana. ¿No le bastaba con ser «una de las elegantes señori-tas Potter que viven en magníficas casas con preciosos jardines y se ca-san con hombres riquísimos»?9 Si Beatrice hubiera sido la protagonistade una novela victoriana, el autor se habría visto obligado a justificarsepor convertir la cuestión del destino de la joven en el «centro de inte-rés» de su relato. Así lo hacía Henry James en Retrato de una dama, publi-cado en 1881: «Millones de jóvenes presuntuosas, inteligentes o no, seenfrentan a diario a su destino, ¿y qué perspectivas de ser tiene su desti-no para que, como mucho, hagamos una historia de él?», se preguntabaen el prefacio.10 Antes de que las mujeres de clase media pudieran optara algo más que casarse y ser madres, y antes de 1882, cuando se aprobóla Ley de Derechos de Propiedad de las Mujeres Casadas, que las auto-rizaba a tener ingresos propios, la pregunta central de Retrato de unadama («Y ahora, ¿qué va a hacer ella?») difícilmente habría suscitado elinterés del lector.

Una vez, en el colegio, Margaret Harkness, que era hija de un m o -desto párroco rural y más tarde sería autora de novelas, le preguntó a suprima Beatrice: «Eres joven, bonita, rica, lista, ¿qué más quieres? ¿Porqué no estás nunca satisfecha?».11 Como Isabel Archer, el personaje deHenry james, Beatrice fue educada con una inusual libertad para viajar,leer, tener amistades y satisfacer su «enorme ansia de saber» y su «curio-sidad inmensa ante la vida». Beatrice gustaba de la compañía masculinay daba por sentado que la mayoría de los hombres caían bajo su hechi-zo, pero, como Isabel, no tenía ningún deseo de «empezar la vida casán-dose».12 Quería que la admirasen tanto por sus logros intelectuales comopor sus encantos femeninos. Cada año que pasaba, la necesidad de tener

«un objetivo y una ocupación verdaderos»13 se volvía más apremiante.Era consciente de que tenía una «misión especial» y creía con toda sualma que estaba destinada a llevar «una vida que conduzca a algo».14

Corno la Dorothea de Middlernarch, Beatrice estaba ávida de principios,de «algo que pudiera llenar su vida con una actividad ardiente y racio-nal al mismo tiempo».15

La identidad de Beatrice estaba marcada por el hecho de habernacido en la «nueva clase dirigente»16 británica, y su mentalidad, porhaber «crecido en medio de la especulación capitalista» y «el incansableespíritu de la gran empresa».17 La historiadora Barbara Caine ha seña-lado que para Beatrice el rasgo distintivo de su clase no era la riqueza,sino el hecho de estar integrada por «una categoría de personas quenormalmente dan órdenes pero que pocas veces, por no decir ninguna,ejecutan las órdenes ajenas».18 Su abuelo paterno y su abuelo maternoeran hombres hechos a sí mismos. Su padre había perdido su parte dela herencia familiar en el crac de 1848, pero se había resarcido ven-diendo tiendas de campaña al ejército francés durante la guerra deCrimea. En 1858, cuando nació Beatrice, Richard Potter había amasa-do una tercera fortuna gracias a la madera y los ferrocarriles y era di-rector (y futuro presidente) de la compañía ferroviaria Great WesternRailway. Más emprendedor y especulador que gestor, Potter acaricióalguna vez el proyecto de construir un canal que rivalizara con el deSuez. Tenía intereses comerciales en lugares tan distantes como Turquíao Canadá, y tanto él como su familia viajaban constantemente. Stan-dish, la mansión de los Potter en Gloucester, tan majestuosa e imperso-nal como un hotel, estaba siempre llena de parientes, visitas, empleadosy gorrones.

Aunque en su madurez Richard Potter empezó a votar a los con-servadores, nunca fue el típico plutócrata tory. Su padre, mayorista detelas de algodón, fue diputado radical durante unos años y ayudó a fun-dar el Manchester Guardian19 («nuestro órgano», solía decir Beatrice).20 In-telectualmente comprometido, cordial y de mentalidad abierta, Potterera amigo de científicos, filósofos y periodistas. Herbert Spencer, el in-telectual más controvertido de Inglaterra en las décadas de 1860 y 1870,un hombre que además era ingeniero de ferrocarriles y editorialista delEconomist, describió a Richard Potter como «el ser humano más agrada-ble que he conocido nunca».21 Ni siquiera la cordial indiferencia de este

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último hacia los intereses filosóficos de Spencer mitigaron su eternaadoración.

Es casi axiomático que detrás de cada mujer extraordinaria hay unpadre poco común. Potter animó a Beatrice y a sus hermanas a leer yles dio libre acceso a su vasta biblioteca. En ningún momento trató defiscalizar sus conversaciones o sus amistades. Disfrutaba tanto de la com-pañía de sus hijas que pocas veces se iba de viaje de negocios sin llevar-se a una o a otra. Beatrice aseguraba que su padre era «el único hombreque he conocido que creía sinceramente en la superioridad de las mu-jeres respecto a los hombres y actuaba en consecuencia».22 Además, leatribuía el mérito de su propia «audacia y arrojo y mi familiaridad conlos riesgos y las posibilidades de los grandes proyectos».23

En ciertos aspectos, Laurencina Potter era aún más singular que sumarido, y tenía tan poco que ver con las madres regordetas y plácidasque pueblan las novelas de Trollope como Richard con el estereotipode empresario. Spencer conoció a los Potter cuando eran recién casadosy pensó que eran «la pareja más admirable que he visto jamás»,24 y altratarlos un poco constató con sorpresa que el aire femenino, grácil yrefinado de Laurencina ocultaba «un carácter muy independiente».25

A diferencia de su despreocupado marido, Laurencina era una mujercerebral, puritana e insatisfecha. Su apellido de soltera era Heyworth, yprocedía de una familia de comerciantes liberales de Liverpool que lahabían educado igual que a sus hermanos; es decir, le habían hechoaprender matemáticas, idiomas y economía política. De joven era unacelebridad local, y tras su entusiasta participación en la campaña contralas leyes de cereales, se habló de ella en varios artículos de prensa. Déca-das después, Beatrice acostumbraba encontrar en su tocador panfletossobre temas económicos.

Laurencina era una mujer muy desdichada; y a ojos de su hijas lacausa de su frustración estaba clara. La madre de Beatrice había imagi-nado una vida de casada en la que disfrutaría de «una estrecha camara-dería intelectual con mi padre, e incluso progresaría intelectualmentegracias al trato con los distinguidos amigos de él».26Y en lugar de eso, sehabía pasado las dos primeras décadas de su matrimonio embarazada odando de mamar y había tenido que quedarse en casa, rodeada de m u -jeres y niños, cuando su marido se iba de viaje de negocios o salía acenar con escritores e intelectuales. La auténtica ambición de Laurenci-

na había sido escribir novelas, y llegó a publicar una, Laura Gay, antes deque la desbordaran las exigencias familiares.

Cuando nació Dickie, el único varón después de ocho chicas, Lau-rencina se dedicó por completo a él. Pero al cabo de dos años, cuandoel niño murió de escarlatina, cayó en una grave depresión y descuidó asus otras hijas. Beatrice, que en ese tiempo tenía siete años, describióa su madre en sus memorias como «un personaje distante, que hablabade negocios con mi padre o se enfrascaba en la lectura de libros en sutocador». La frialdad de su madre llevó a Beatrice a creer que «yo noestaba hecha para ser amada; tenía que haber algo repulsivo en mi ca-rácter». Taciturna, histriónica y dada a los embustes y las exageraciones,la madre de Beatrice había heredado la tendencia de los Heyworth a laangustia vital y el suicidio. Dos de sus familiares se habían quitado la vida.«En conjunto, mi infancia no fue feliz —reflexionó Beatrice ya de adul-ta—. La estropearon la mala salud, la falta de cariño y los desórdenesmentales que se derivaban de estas dos cosas, el malhumor y el resenti-miento. [...] La soledad de mi infancia fue absoluta.»27 La propia Beatri-ce jugueteó con botellas de cloroformo siendo niña.

Según uno de sus biógrafos, ante el rechazo de su madre, Beatricebuscó afecto «en la planta baja», entre los criados que atendían la casa delos Potter. Tanto ella como sus hermanas mayores sentían un cariño es-pecial por Martha Jackson, o Dada, como la llamaban, que ejercía deniñera. Dada, como supo Beatrice mucho más tarde, era pariente lejanade su madre, de una rama pobre pero respetable de Lancashire que sededicaba a la manufactura de tejidos. Según Caine, fue Dada quien in-culcó en Beatrice la idea del pecado original, de la que surgió su deter-minación de hacer el bien y su eterna identificación con los trabajado-res pobres y «respetables». Sin embargo, fue el ejemplo de Laurencina elque la inspiró a escribir. El día en que cumplía quince años, Beatriceempezó un diario que siguió escribiendo hasta su muerte. «A vecessiento como si debiera escribir, como si necesitara volcar mis pobres ydispersos pensamientos en el corazón de alguien, aunque sea el mío.»28

Algunos de los intelectuales que frecuentaban la casa de los Potter eranel biólogo Thomas Huxley, sir Francis Galton, primo de Charles Darwin,y otros partidarios de la nueva corriente «científica» que empezaba a

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desmantelar las creencias tradicionales. Durante la adolescencia de Bea-trice, Spencer, que procedía como los Potter de una familia de protes-tantes disidentes, se convirtió en el confidente de Laurencina y en lainfluencia intelectual predominante en la familia.

En la década de 1860, Spencer, que acuñó el concepto de la «su- :pervivencia del más fuerte», era más famoso que Charles Darwin. Suidea de que las instituciones sociales evolucionaban como las especiesanimales y vegetales —y que, por lo tanto, podían ser objeto de obser-vación, clasificación y análisis— había cautivado la imaginación de lasociedad. Como uno de los primeros exponentes de la teoría de la evo-lución, Spencer era un individualista radical que se oponía a la esclavi-tud y apoyaba el sufragio femenino. Su antipatía hacia las regulacionesestatales y las medidas tributarias seducía a la clase media, tanto bajacomo alta. Y su popularidad creció aún más cuando declaró que nodescartaba por completo la existencia de Dios.

Sin embargo, a Spencer no le gustaba la fama. De salud precaria yalgo hipocondríaco, con la edad se fue volviendo más excéntrico y pro-clive a la reclusión. Cuando no estaba en su club o a solas en sus habi-taciones, buscaba la compañía de los Potter y de sus hijas. Era un invi-tado habitual en la casa de Gloucester, y le encantaba liberar a las niñasde sus institutrices mientras entonaba: «¡La sumisión no es buena!»,3

A veces se las llevaba a recoger muestras para ilustrar sus ideas sobre laevolución. En los veranos, cuando los Potter se instalaban en su residen-cia de Cotswold, salía a pasear entre hayas y perales, vestido de linoblanco de la cabeza a los pies y provisto de un parasol Tras él iba un«precioso y original grupito»30 formado por varias muchachas altas ydelgadas, con el pelo cortado a lo chico, ataviadas con vestidos de mu-selina de color claro y cargadas con cestos y cazamariposas. De vez encuando, se paraban y escarbaban el suelo en busca de fósiles. Miles deaños atrás la zona de Gloucester había estado bajo las aguas del mar,que habían dejado toda una colección de amonitas, crinoideos, trilobi-tes y equinoides en los pasajes del ferrocarril o en las canteras de caliza.A veces las chicas se burlaban de su circunspecto amigo, «¿Descende-mos del mono, señor Spencer?», preguntaban entre risitas. Su acostum-brada respuesta, «¡El 99 por ciento de la humanidad ha descendido y un1 por ciento ha ascendido!», suscitaba más risas y alguna que otra lluviade hojas secas contra el «formidable cabezón» de Spencer.31

La más lectora y taciturna de las hermanas, Beatrice, desarrolló unaduradera fascinación hacia la prodigiosa inteligencia de Spencer. Por suparte, él le decía que era una «metafísica nata», la comparaba con su ado-rada George Eliot, le recomendaba lecturas y la animaba a perseguir susambiciones intelectuales. Sin su apoyo, seguramente Beatrice se habríaresignado a llevar la clase de vida que exigían las convenciones —y aveces su propio corazón.

Su educación formal fue muy breve. Como la de muchas jóvenesde la alta sociedad, se redujo a una estancia en una elegante escuela deseñoritas que se prolongó solo unos meses, en parte por sus frecuentesindisposiciones, tanto imaginarias como verdaderas, y en parte porqueni siquiera a Richard Potter, por adelantado que fuera para su época, sele ocurrió mandarla a la universidad. Por eso Beatrice se educó básica-mente en casa, es decir, de forma autodidacta y con libertad para leercualquier libro, incluso los que estaban prohibidos en las bibliotecaspúblicas. «Soy, como dice madre, demasiado joven, demasiado inculta y,lo peor de todo, demasiado frivola para hacerle compañía —escribió ensu diario—. Sin embargo, debo armarme de valor e intentar cambiar.»32

Laurencina, tan tacaña en muchas cosas, era manirrota cuando se tratabade comprar periódicos y revistas. Beatrice se enfrascó en lecturas dereligión, filosofía y psicología, los temas que interesaban a su madre. Suslecturas escolares incluían a George Eliot y al filósofo francés y pionerode la sociología Auguste Comte, por entonces de moda.

Gracias a este acceso a la biblioteca de su padre y a los periódicosde su madre, Beatrice conocía mucho mejor que otras chicas de su edadlas controversias religiosas y científicas que dominaron los últimos añosde la era victoriana. «Vivíamos en un estado permanente de agitación,absorbiendo y cuestionando todas las hipótesis contemporáneas sobre eldeber y el destino del hombre en este mundo y en el próximo», recor-dó en sus memorias. Cuando cumplió los dieciocho años y estaba apunto de presentarse en sociedad, había sustituido el credo anglicanopor la nueva doctrina spenceriana sobre la «armonía y el progreso», ytambién había abrazado el credo político libertario de su mentor y suideal del «investigador científico». La imagen de este último suscitabasu «arrolladura curiosidad por la naturaleza de las cosas» y su «esperanzapor alcanzar una "visión general" de la humanidad», junto con su secre-ta ambición de escribir «un libro que se leyera mucho».33

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Al cabo de tres semanas en Princes Gate, Beatrice estaba sometida a «laatracción rival del tiempo y la energía».34 Después de una cena eleganteespecialmente tediosa, protestó diciendo: «¡Las señoras son tan inexpre-sivas!».35 No entendía por qué «las mujeres inteligentes desean casarse yacceder a una categoría que les impone este régimen social».36Y volca-ba sus decepciones en el diario: «Me siento como un animal enjaulado,atada por el lujo, el confort y la respetabilidad de mi posición».37

Beatrice no solo ansiaba amor sino también una ocupación, peroempezaba a pensar que no tenía más posibilidades de conseguirlo que lapobre Laurencina. Cuando Isabel Archer dijo que había «otras cosas queuna mujer puede hacer», pensaba, seguramente, en el reducido grupode pioneras que se ganaban la vida con su trabajo y eran libres de tratara quien quisieran, hablar de lo que quisieran, vivir en cuartos alquiladosy viajar por su cuenta.

De todos modos, después de reflexionar sobre el asunto, Beatricecomprendió que esas mujeres renunciaban a muchas cosas. Cuandocoincidió con la hija del célebre Karl Marx en la cafetería del MuseoBritánico, observó que Eleanor iba «vestida de forma pintoresca y de-saliñada, con su melena morena y rizada escapándose en todas direccio-nes». La seguridad intelectual de Eleanor y su aspecto romántico la im-presionaron, pero le disgustó su estilo de vida bohemio. «Por desgracia,no es posible mezclarse con otros seres humanos sin establecer algunarelación con ellos», se dijo Beatrice.38 Por otra parte, adoraba a su primaMartsaret Harkness, que más tarde publicaría In Darkest hondón, A CityGilí y otras novelas de temática social. Maggie vivía sola, en un destar-talado apartamento de una sola habitación en Bloomsburyy había in-tentado ganarse la vida como maestra, enfermera y actriz antes de des-cubrir su talento para la escritura. Su familia estaba escandalizada yMagsie se había visto obligada a romper todo vínculo con ellos, algoque a Beatrice le parecía inimaginable, como le parecía inimaginableexiliarse en Estados Unidos. Le hubiera gustado ser capaz de confor-marse, «;i>or qué tengo yo, pobre ranita, que convertirme en una profe-sional? Si pudiera librarme de este torticero deseo de triunfar...»39

Una vez más, Spencer acudió al rescate de Beatrice y le propuso quesustituyera a su hermana mayor, que trabajaba voluntariamente como

recaudadora de alquileres en unos edificios del East End. De este modo,podía prepararse para la investigación social mientras seguía estudiandopor su cuenta. Como a Alfred Marshall una generación antes, Londresestaba llamando a Beatrice. Asistió a una reunión de la Sociedad de Or-ganización Benéfica, un grupo que propugnaba la beneficencia «cientí-fica» y el evangelio de la autoayuda. «Las personas deben ayudarse a símismas con sus propias ganancias y esfuerzos y [...] depender lo menosposible del Estado.»40 Tradicionalmente habían sido las mujeres las encar-gadas de visitar a los pobres, pero en la década de 1880 la asistencia socialempezaba a ser una profesión respetable para las solteras y para las casadassin hijos. De hecho, las ventajas que comportaba eran muchas. Comoobservó Beatrice: «Sin duda, para nosotras es beneficioso encontrarnosentre los pobres. [...] Gracias a ello adquirimos una experiencia vitalque resulta novedosa e interesante; y la observación de su vida y de suentorno nos aporta datos que pueden ayudarnos a resolver los problemassociales».41 Más tarde reflexionó: «Si pudiera dedicar a ello mi vida.. .».42

Sin embargo, en unos meses Beatrice no hizo más que un par de visitasa las Katherine Houses de Whitechapel. «No puedo conseguir la forma-ción que busco sin descuidar mis deberes», se lamentó.43

Poco después Beatrice estuvo una noche despierta hasta la madrugada,demasiado nerviosa para poder dormir. El día anterior había asistido auna cena en casa de unos vecinos y había tenido como compañero demesa a Joseph Chamberlain, el político más importante de Inglaterra yel hombre más carismático y dominante que había conocido nunca.

Chamberlain era veintidós años mayor que ella y dos veces viudo,pero irradiaba vigor y entusiasmo juvenil. Corpulento, con el pelo ne-gro y espeso, la mirada penetrante y una voz extrañamente seductora,era un líder nato. Había hecho una gran fortuna fabricando tornillos ycerrojos, antes de dedicarse a la política y llegar a ser alcalde de Bir-mingham. Durante cuatro años, se dedicó a «ajardinar, urbanizar, construirmercados, instalar conducciones de gas y de agua e implantar mejo-ras»,44 hasta convertir una triste población industrial en una metrópolimodélica. Después de contribuir durante unos años al fortalecimientode la maquinaria política del Partido Liberal, fue recompensado con uncargo en el gabinete.

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En la época en que Beatrice lo conoció, Chamberlain era el rebeldede la política inglesa. Su estudiada elegancia (siempre con monóculo,traje hecho a medida y una orquídea fresca en el ojal) no encajaba de-masiado con su imagen de agitador. Sin embargo, en los acaloradosdebates de la última campaña, Chamberlain había conseguido interesara los votantes por dos temas relacionados: la pobreza y el derecho alvoto. Desde su puesto en el gabinete había defendido el sufragio uni-versal masculino, la construcción de viviendas baratas y la cesión detierras a los jornaleros. También había enfurecido a los conservadores alinvitar a Birmingham al líder de su partido, lord Salisbury, para hacerlointervenir ante un público contrario a su presencia. Sus rivales lo apo-daban «el Robespierre inglés» y lo acusaban de fomentar el odio entreclases. La reina Victoria le exigió disculpas por insultar a la familia realen una manifestación obrera. Según advirtió Herbert Spencer a Beatri-ce, Chamberlain era «un hombre que quizá tenga buenas intenciones,pero que causa y causará una cantidad incalculable de daños».45

Como discípula de Spencer, Beatrice se oponía a casi todo lo queChamberlain defendía, y especialmente al populismo con el que se en-frentaba a los votantes. Sin embargo, su presencia la había turbado. «Megusta y no me gusta», escribió en su diario. Anticipando el peligro, sedijo secamente: «Conversar con "hombres inteligentes" en una reuniónsocial es siempre engañoso. [...] Es mucho mejor leer sus libros».46 Sinembargo, no siguió su propio consejo.

Al ser vecinos en Princes Gate, era inevitable que el controvertidopolítico y la poco convencional señorita Potter coincidieran. La segun-da vez que se vieron fue en julio, en la merienda campestre que organi-zaba anualmente Herbert Spencer. Tras pasar toda la tarde conversandocon Chamberlain, Beatrice reconoció: «Su personalidad me ha interesa-do».47 Unas semanas después, se encontraba sentada entre Chamberlainy un aristócrata que poseía grandes fincas. «El whig hablaba de sus pose-siones, y Chamberlain hablaba apasionadamente de apoderarse de lasposesiones de otras personas... para dárselas a las masas», bromeó en sudiario. Aunque las ideas políticas de Chamberlain le repugnaban, le cau-tivaban sus «pasiones intelectuales» y su «gran determinación». «¡Cómome gustaría estudiar a este hombre!», se dijo.48

Pero Beatrice se engañaba. La fría analista e investigadora social yahabía empezado a caer en un «torbellino» de emociones al que se veía

irremisiblemente arrastrada pero que no lograba comprender ni controlar.Se torturaba pensando en si sería o no feliz como esposa de Chamberlain.Acostumbrada a fascinar a los hombres que la rodeaban, las conquistasfáciles no la satisfacían. Necesitada de cariño durante su infancia, ansia-ba llamar la atención de un hombre cuya vida no girara en torno a ella,sino en torno a un proyecto importante. Chamberlain, que quería serprimer ministro, exigía una lealtad ciega tanto a sus seguidores como a susfamiliares, y seducía a las masas del mismo modo que otros seducían a lasmujeres. Beatrice no había conocido a nadie con una personalidad tanpoderosa. ¿Acaso no le agradaría la idea de tener una compañera fuerte?

Beatrice se esforzaba en analizar la peculiar fascinación que sentía:«Los lugares comunes del amor siempre me han aburrido», escribió ensu diario.

Pero Joseph Chamberlain, con su aire serio y melancólico, con suausencia de galantería y su incapacidad para decir trivialidades, la natura-lidad con la que asume, casi afirma, que estás muy por debajo de él y quetodo lo que tiene que ver contigo es anodino; que tú misma careces deimportancia en el mundo, salvo en lo que pueda guardar relación con él;este tipo de cortejo (si es que podemos llamarlo cortejo) fascina, comomínimo, mi imaginación.49

En cierto modo, Beatrice esperaba que Chamberlain se le declaraseantes de que acabara la temporada, pero no recibió ninguna propuestade matrimonio. Regresó decepcionada a Standish, donde soñó «conuna futura consecución o atisbo del amor».50 En septiembre, Clara, lahermana de Chamberlain, la invitó a la casa familiar de Londres. Unavez más, Beatrice dio por sentado que Chamberlain se le declararía.«Viniendo de un entorno tan honorable, seguramente sus intencionesson correctas», se dijo.51 Pero esta vez tampoco hubo ninguna propuestade matrimonio, aunque las intenciones de Chamberlain ya eran tema deconversación en la familia Potter. Beatrice intentó rebajar sus expectati-vas y las de sus hermanas: «Si, como asegura la señorita Chamberlain,nuestro distinguido caballero sostiene "una visión muy convencional delas mujeres", quizá mi carácter poco convencional me ahorrará todatentación. Desde luego, no hago nada por ocultarlo».52

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En octubre, mientras Beatrice seguía pensando obsesivamente enChamberlain en su casa de Standish, una publicación liberal, la Pall MalíGazette, publicó la primera entrega de una serie de reportajes sobre elEast End londinense firmada por un pastor congregacionalista.53 La se-rie describía las deplorables condiciones de vida con detalles truculen-tos que escandalizaron y enardecieron a la clase media. Como las cróni-cas de la miseria publicadas por Henry Mayhew en las décadas de 1840y 1850, «El amargo lamento del Londres marginal» describía los proble-mas de hacinamiento, la falta de techo, los bajos sueldos, las enfermeda-des, la suciedad y el hambre. Sin embargo, como ha señalado GertrudeHimmelfarb, su impacto se debió más bien a las alusiones a la promis-cuidad, la prostitución y el incesto:

La inmoralidad es solo el resultado natural de este tipo de circuns-tancias. [...] Preguntad si los hombres y mujeres que conviven en estascolmenas están casados y vuestra ingenuidad suscitará una sonrisa. Nadielo sabe.A nadie le importa. [...] El incesto es habitual, y ningún tipo devicio o de sensualidad causa sorpresa o llama la atención.54

Una consecuencia inmediata de estos impactantes reportajes fue eldebate sobre las causas de la crisis y la respuesta gubernamental en el quese enfrascaron el primer ministro Salisbury y Joseph Chamberlain.El líder tory, que era propietario de numerosas fincas en el East End .atribuía los problemas de hacinamiento al crecimiento urbanístico deLondres, mientras que Chamberlain culpaba a los propietarios de fincasurbanas, a los que quería imponer tasas para sufragar el alojamiento delos obreros. Significativamente, tanto el político conservador como elradical pensaban que el Estado era el responsable de la crisis de la v i -vienda.

Beatrice encontró «superficial y sensacionalista» la serie de reporta-jes del Pall Malí y lamentó, como Spencer, su repercusión política.55 Koobstante, consideró que el hecho de basarse en observaciones persona-les y directas explicaba la extraordinaria acogida de la serie, y se d i íoque si ella misma se dedicaba a visitar casas de vecinos no era por hacercaridad sino por afán de investigación. Animada por la formidable reac-

ción que había suscitado «El amargo lamento del Londres marginal», ytambién porque sabía que Spencer esperaba que alguien que compar-tiese sus mismos puntos de vista lo refutase, Beatrice decidió poner aprueba sus dotes para el diagnóstico social.

Para empezar, dispuesta a limitarse a un terreno relativamente co-nocido, fue a visitar a los parientes pobres de su madre en Bacup, enplena zona algodonera. Entre ellos estaba su querida Dada, que se habíacasado con el mayordomo de los Potter. Que se sintiera capaz de em-prender tal proyecto es una muestra del carácter independiente de Bea-trice. En Lancashire, para no comprometer a su familia ni incomodar alos entrevistados, que la habrían visto como una «de los ricos Potter», sepresentó como «señorita Jones» en lugar de con su nombre real. Al cabode una semana escribió a su padre: «Ciertamente, la forma de observarla vida industrial es vivir entre los obreros».56

Beatrice descubrió lo que ya se esperaba encontrar: «Los meros fi-lántropos tienden a pasar por alto la existencia de una clase trabajadoraindependiente y cuando aluden sentimentalmente a "la gente humilde"quieren decir realmente "los holgazanes"».57 Por eso decidió escribir unartículo sobre los pobres que se ganaban la vida. En Navidad vio a Spen-cer, que la animó a publicar sus experiencias en Bacup. La observacióndirecta del «hombre trabajador en su estado normal» era el mejor antí-doto contra «esta perniciosa tendencia de la política», es decir, el deseoque mostraban tanto conservadores como liberales de elevar los im-puestos y aumentar la intervención estatal.58 Spencer prometió que ha-blaría con el director de la revista The Nineteenth Century Por supuesto,Beatrice se lo agradeció, pero también le divirtió secretamente que «laverdadera encarnación de esta "perniciosa tendencia"» no solo hubieraconquistado a su protegido, sino que estuviera a punto de irrumpir enel círculo íntimo de la familia Potter.59

Beatrice había invitado a Chamberlain y a sus dos hijos a pasar elfin de año en Standish. Le parecía que un encuentro cara a cara era laúnica forma de aclarar sus confusos sentimientos y estaba segura de queél debía de sentir lo mismo: «Este estado de agitación no puede durarmucho tiempo —escribió en su diario—. El "ser o no ser" no tardaráen resolverse».60 Sin embargo, la visita resultó un desastre. Cuanto máscriticaba Beatrice las opiniones políticas de Chamberlain, más exaltada-mente las defendía él, hasta el punto de que tras una acalorada discusión

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se quejó de tener la sensación de estar soltando un discurso. «Notaba sumirada curiosa y escrutadora sobre mí a cada uno de mis movimientos,como si tuviera necesidad de comprobar que acataba su absoluta supre-macía», escribió Beatrice. Cuando Chamberlain le dijo que lo únicoque quería de las mujeres era «compasión inteligente», ella le dijo queen realidad quería «servilismo inteligente». Una vez más, Chamberlainse marchó sin proponerle matrimonio.61

«Si cree usted en Herbert Spencer, no creerá en mí», le había soltadoChamberlain a Beatrice durante su última conversación.62 Pero si pen-saba que la convencería, se equivocaba.

Cuando Beatrice era pequeña, su padre solía burlarse de Spencerporque siempre hacía «lo contrario que los beatos» en el pueblo dondetenían la finca familiar. «No funcionará, mi querido Spencer, no funcio-nará», musitaba Richard Potter.63 Sin embargo, durante más de dos dé-cadas' toda una generación de hombres y mujeres inteligentes habíanseguido los pasos de Spencer. Su trabajo Estática social, publicado tresaños después de las revueltas que estallaron en toda Europa en 1848,celebraba el triunfo de las nuevas libertades políticas y económicas so-bre los privÜegios aristocráticos y convertía la mínima intervención pú-blica y la máxima libertad individual en el credo de la clase mediaprogresista. Alfred Marshall había conocido la teoría evolucionista máspor Spencer que por Darwin. Karl Marx había enviado a Spencer unejemplar firmado de la segunda edición de El capital con la esperanza deque el apoyo del filósofo aumentase las ventas.64

En los primeros años de la década de 1880, en cambio, Spencer ibaotra vez a contracorriente. Su última obra, El individuo contra el Estado,era una dura acusación contra el aumento de los impuestos y las regu-laciones públicas:

Estas medidas dictatoriales que tan rápidamente proliferan han ten-dido siempre a limitar las libertades del individuo, y lo han hecho de unaforma doble. El número de regulaciones ha ido aumentando anualmente,controlando al ciudadano en ámbitos en los que antes no había vigilanciae imponiéndole acciones que antes podía efectuar o no, según su criterio;al mismo tiempo, la-mayor carga impositiva, sobre todo local, ha limitado

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aún más su libertad, ya que ha reducido la proporción de sus ingresos quepuede gastar como le convenga y ha elevado la proporción que se le arre-bata para que los agentes públicos la gasten como les convenga a ellos.65

El público lector decidió que este panfleto liberal era una patéticadefensa de una doctrina obsoleta, reaccionaria y cada vez más irrelevan-te. Según Himmelfarb, por entonces los intelectuales Victorianos empe-zaban a cuestionar la idea del laissez-faire, y muchos se arrepentían dehaberla defendido alguna vez. Entre otros, Himmelfarb cita a ArnoldToynbee, profesor de historia económica en Oxford, que una vez sedisculpó del siguiente modo ante un público obrero: «Nosotros, la clasemedia, y no solo los muy ricos, os hemos descuidado; en vez de justicia,os hemos ofrecido caridad».66

En 1884, cuando se publicó el libro de Spencer, Beatrice y él eranmás amigos que nunca y pasaban gran parte del día juntos. «Entiendocómo funciona el argumento de Herbert Spencer, pero no entiendo lasrazones del apasionamiento de Chamberlain», reconoció Beatrice.67

Beatrice envió su ejemplar dedicado de El individuo contra el Estado a ladirectora del Girton College en Cambridge, con una nota que indicabaque seguía siendo la más ferviente discípula de Spencer. Refiriéndose alas ayudas para desempleados, las escuelas públicas, las normativas desanidad y otros ejemplos de «intervención estatal» a gran escala, escribió:«Me opongo a estos desmesurados experimentos [...] que huelen ateorías poco elaboradas, al más tóxico de todos los venenos sociales [...]a toscos remedios de curanderos sociales».68

De todos modos, sus sentimientos eran ambivalentes. Chamberlainla había obligado a reconocer que «las cuestiones sociales son el temamás importante de la actualidad. Ocupan el lugar de la religión».69 Porello, aunque no estaba preparada para asumir el nuevo «espíritu de lostiempos» de la noche a la mañana, tampoco quería descartarlo sin más,y mucho menos renunciar a su viril y entusiasta defensor.70

Cuando la hermana de Chamberlain la invitó a Highbury, la nuevaresidencia de este en Birmingham, Beatrice aceptó enseguida, conven-cida de que la idea venía de su amado. Sin embargo, en cuanto llegódescubrió que eran incompatibles en gustos. No encontró nada dignode elogio en aquel «recargado edificio de ladrillo con innumerablesmiradores» y apenas pudo contener un gesto de fastidio al contemplar

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la vulgar decoración a base de «arcos con intrincadas decoraciones demármol, papeles de pared satinados, pesadas cortinas y escogidas acuare-las [...] un lujo triste. Sin libros, sin labores, sin música, ni siquiera uninofensivo tapete que alivie la opresiva riqueza de los muebles tapizados

de seda».El primer día de su estancia, John Bright, antiguo estadista del Par-

tido Liberal, deleitó a Beatrice contándole anécdotas de su madre cua-renta años atrás, cuando era la «joven anfitriona» en las reuniones quecelebraba la Liga contra las Leyes de Cereales en la casa familiar de Hey-worth. Ante los elogios del anciano a la valentía y el talento político deLaurencina, la insistencia de Chamberlain en que las mujeres de su en-torno no debían tener opiniones propias parecía aún más despótica. Sinembargo, el egocentrismo de Chamberlain atraía a Beatrice. Aquellatarde, en el Ayuntamiento de Birmingham, lo vio fascinar a una audien-cia de miles de personas y dominarla por completo. Beatrice creía quelos electores, incultos y acríticos, se habían dejado hipnotizar por elapasionamiento de Chamberlain y no por sus ideas, pero al ver cómo«toda la ciudad se sometía a su gobierno autocrático», se dio cuenta deque ella también estaba a punto de capitular. Chamberlain gobernaríade la misma manera su casa y Beatrice acabaría siendo traicionada porsus sentimientos. («Cuando la emotividad es tan fuerte, como me suce-dería a mí en el matrimonio, el resultado es la absoluta subordinaciónde la razón.») Beatrice sabía que Chamberlain la haría infeliz, pero nopodía escapar. «Su personalidad absorbe todo mi pensamiento», anotóen su diario.

A la mañana siguiente Chamberlain se empeñó en enseñarle elenorme «invernadero de orquídeas». Beatrice declaró que las únicas flo-res que le gustaban eran las silvestres y fingió sorpresa ante el gesto defastidio de su anfitrión. Aquella noche creyó haber detectado en ksmiradas y la actitud de Chamberlain «un intenso deseo de que yo pien-se y sienta como él» y «celos de otras influencias», y lo interpretó comouna muestra de que su «receptividad» hacia ella era mayor.71

En enero de 1885, Chamberlain inició la campaña más radical y polé-mica de su carrera. Enfureció a los demás miembros del Partido Liberalal animar a los electores de clase trabajadora a organizarse políticamen-

te para que el derecho al voto condujera a una verdadera democracia.Escandalizó a los conservadores al retomar la retórica de la lucha declases en un famoso discurso: «Yo pregunto: ¿qué rescate pagará la pro-piedad por la seguridad de que disfruta?».72 Después de administrar laciudad de Birmingham según un atrevido principio, «subir los impues-tos para sanear la ciudad», Chamberlain aprovechó su cargo en el gabi-nete para reclamar el sufragio universal masculino y la educación laica ygratuita, además de «tres acres y una vaca» para todos aquellos que pre-firieran cultivar directamente la tierra a cobrar un salario en las minas olas fábricas. Todo ello se sufragaría subiendo los impuestos sobre las tie-rras, sobre los beneficios y sobre las herencias. Una vez más, Beatriceacudió a Birmingham y contempló desde la galería del ayuntamientocómo Chamberlain pronunciaba un exaltado discurso, y al día siguientevolvió a experimentar la humillación del rechazo, ya que tampoco hubopropuesta de matrimonio.

Esta pasión obsesiva y ambivalente siguió atormentándola duranteun tiempo. Se despreciaba por haberse enamorado de un hombre tandominante, pero también por ser incapaz de conquistarlo. Se había atre-vido a soñar con una vida que combinara el trabajo intelectual y elamor, y en diversos momentos había estado dispuesta a sacrificar el unopor el otro. Ahora, en cambio, pensaba que para empezar no había cali-brado bien sus posibilidades. «Me doy perfecta cuenta de que mi talen-to intelectual es un mero espejismo, que no tengo ninguna misión es-pecial», se dijo. Y también: «He amado y he perdido; seguramente, laculpa ha sido de mi empecinamiento, seguramente será bueno para mifelicidad; pero, aun así, he perdido».73

En su desolación, se extrañaba de haber aspirado alguna vez a con-quistar a un hombre extraordinario como Chamberlain y se torturabapensando en lo que podría haber sido: «Si hubiera creído desde el princi-pio en este objetivo, si las influencias que me han dado forma y la tenden-cia natural de mi carácter hubieran sido otras, podría haber sido su compa-ñera. No habría sido una vida feliz; podría haber sido una vida noble».74 Eldía 1 de agosto Beatrice hizo testamento: «En caso de muerte, deseo quetodos estos diarios, después de que, si así lo dispone, los lea padre, sean en-viados a Carrie Darling [una amiga suya]. Beatrice Potter».75

Al final logró recuperarse del golpe. A principios de noviembre de1885, cuando se celebraron las elecciones generales, sus pensamientos

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ya no giraban en torno al suicidio y Beatnce empezaba a recobrar lasenergías Mientras su padre salía de casa para votar, Beatnce pensó unavez más en dedicarse a la investigación social. Pero el destino le asestóotro golpe que amenazaba con imponer «un final súbito y desastroso» asu proyecto de independencia.76 Richard Potter regresó del colegioelectoral en camilla, ya que había sufrido una apoplejía que lo había

dejado inválido. . /Como de costumbre, Beatrice volcó su desesperación en su diario.

«Acompañar a una mente que flaquea... una vida sin actividad fiáca omental .. ningún trabajo... ¡D1Os mío, qué horrible!»- El día de AnoNuevo redactó otro testamento en el que rogaba que su diario fueradestruido tras su muerte. «Si la Muerte llega, será bien recibida -escri-bió con amargura—. La situación de una hija soltera en una casa es ingra-ta incluso para una mujer fuerte; para una mujer débil, es imposible.»78

Su antigua obsesión sobre cómo se ganaría la vida, cual sena suobjetivo y a quién amaría le parecía ahora una muestra de orgullo des-mesurado. «No consigo estar en paz conmigo misma —escribió a prin-cipios de febrero de 1886—.Toda mi vida pasada me parece un errorimperdonable^ la de los dos últimos años ¡una pesadilla! [...] ¿Cuándocesará el dolor?»79

La respuesta llegó unos días después, en forma de una revuelta que pa-recía salir de las entrañas más ocultas de la sociedad. El mediodía dellunes 8 de febrero, diez mil personas se congregaban enTrafalgar Squa-re ajenas a la niebla y el frío. Unos dos mil quinientos policías cercabanel perímetro de la plaza. Según sus cálculos, dos tercios de los manifes-tantes eran obreros desempleados y el resto, radicales de todas las ten-dencias imaginables. Un agitador socialista, al que esa misma mañanahabían obligado a bajar del pedestal del almirante Nelson, volvió a su-birse sin que la autoridad pudiera impedirlo. Desde allí, agitó desafian-temente una bandera roja y empezó a gritar protestas contra «los autoresde la actual penuria de Inglaterra».80 En nombre de quienes lo rodea-ban el manifestante exigió que el Parlamento garantizara empleos pú-blicos a «decenas de miles de hombres que lo merecen y que no tienenculpa de haber perdido el trabajo».81 Durante toda la tarde fue llegandogente, hasta que la afluencia se multiplicó por cinco.

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La concentración terminó pacíficamente, pero los manifestantes seadentraron en las calles más importantes del West End (Oxford Street,Saint James Street y el Pall Malí), «profiriendo gritos contra las autori-dades, asaltando tiendas, saqueando tabernas, rompiendo escaparates yemborrachándose». La policía, desprevenida y claramente inferior ennúmero, no intervino. Durante más de tres horas, una «turba vociferan-te» se apoderó del West End. Hubo saqueos en cientos de tiendas y pa-lizas a quienes parecían infiltrados, un tal lord Limerick terminó enca-denado a las escaleras de su club, y varios coches de caballos de HydePark fueron volcados y saqueados. Hubo atascos en todo el centro deLondres, la estación de Charing Cross quedó totalmente paralizada, y alanochecer Saint James Street y Piccadilly aparecieron cubiertos por unaalfombra de cristales rotos entre los que asomaban joyas rotas, botas,prendas de vestir y cascos de botella.82

Los disturbios suscitaron una oleada de miedo en el acomodadoWest End londinense. Aunque no hubo ni un solo muerto y únicamen-te se practicaron una decena de detenciones, muchos propietarios decomercios acataron el consejo policial de no abrir al día siguiente. Uncorresponsal del New York Times se burló de la ineptitud de la policía—hasta el miércoles no estaban en condiciones de frenar posibles alter-cados, «algo que la policía de Boston o de Nueva York habría hecho deinmediato, es decir, en la misma tarde del lunes»— y observó apenadoque esos eran los peores disturbios que sufría Londres desde las infaustasrevueltas de protestantes contra católicos del año 1780.83 Los londinen-ses estaban de acuerdo en que eran los saqueos más graves desde hacíacasi cincuenta años, cuando había ascendido al trono la reina Victoria yse había aprobado la primera Ley de Reforma.84 La propia reina declaróque la revuelta era «monstruosa».85

La aseveración de la reina de que la revuelta había sido un «triunfomomentáneo del socialismo» era bastante exagerada,86 pero el episodiodesencadenó abundantes muestras de activismo y llamamientos a la ac-ción. Los londinenses más conscientes destinaron 79.000 libras al fondode apoyo a los desempleados creado por el señor alcalde y exigieronque el dinero se gastara en este objetivo. Maggie Harkness, la prima deBeatrice, empezó a escribir una novela que pensaba titular Out ofWork*1

Joseph Chamberlain, que era miembro del gabinete del nuevo primerministro William Gladstone, desató una agria polémica al proponer un

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programa de obras públicas para el East End. Beatrice, recluida en lafinca rural de los Potter, donde tenía que cuidar a su padre y a su con-flictiva hermana pequeña y hacerse cargo de los complicados asuntosfinancieros de su progenitor, salió brevemente de su depresión y escri-bió al director de la publicación liberal Pall Malí Gazette una carta en laque criticaba la opinión general sobre el asunto y las medidas propues-tas contra la crisis.

Aunque se esperaba recibir un cortés rechazo, a vuelta de correollegó una carta del director. Beatrice pensó que una respuesta tan inme-diata solo podía ser negativa, pero al abrir el sobre vio que le solicitabanautorización para publicar «La opinión de una dama sobre los desem-pleados» en forma de artículo y con su firma. Soltó un grito de alegría.Su primera «tentativa de intervención pública» había sido un éxito: al-guien pensaba que sus pensamientos y sus palabras eran dignos de serescuchados.88 No tuvo más remedio que concluir que aquel era «unpunto de inflexión en mi vida».89

Diez días después de los disturbios, Beatrice tuvo el placer de verpor primera vez su texto en letras de molde: «Soy recaudadora de al-quileres en un bloque de viviendas de clase trabajadora situado cercade los muelles de Londres, pensado y acondicionado para alojar a po-bres de la categoría más ínfima». Su intención había sido demostrar doscosas. La primera, que, a diferencia de lo que suponían la mayoría delos filántropos y políticos, la bolsa de paro del East End, «el gran centrode los trabajos ocasionales y la caridad indiscriminada», no era conse-cuencia de «la depresión nacional del comercio» sino de un mercadolaboral disfuncional e irregular. En un momento en que sectores tradi-cionales como la construcción de barcos o la manufactura se estabantrasladando fuera de Londres, las informaciones falsas o exageradas so-bre la abundancia de empleo y los altos salarios atraían a la ciudad a unnúmero inaudito de jornaleros agrícolas y de inmigrantes de otras zo-nas. La segunda cosa que Beatrice quería demostrar se derivaba de esto:un anuncio de empleo público solo serviría para atraer a más reciénllegados sin cualificación a un mercado laboral ya saturado, acrecentan-do las filas de desempleados y rebajando los salarios de quienes sí tra-bajaban.90

Una semana después de la publicación de su artículo, Beatrice reci-bió otra carta que le dejó el corazón en vilo. Chamberlain la felicitaba

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y quería pedirle consejo. Ahora estaba al frente de la Dirección Generalde Administración Local, uno de cuyos cometidos era gestionar la asis-tencia a los pobres: ¿aceptaría Beatrice revisar el proyecto previsto yseñalar posibles mejoras?91 Beatrice, que todavía estaba herida en su or-gullo y temía nuevas humillaciones, decidió no ver a Chamberlain y acambio le envió una crítica por escrito. La respuesta de Chamberlainfue una variante de su argumento sobre el «rescate»: «Los ricos debenpagar para que los pobres puedan vivir».92 Tras su experiencia comodirector de una empresa con miles de empleados, había llegado a laconclusión de que el Estado no podía permanecer inactivo ante unasituación tan terrible. El papel de los gobernantes estaba cambiando,fuera cual fuese el partido en el poder. En un momento en que la ri-queza estaba aumentando a la par que el poder político de la mayoríapobre, se planteaba el imperativo moral y político de actuar en ámbitosen los que hasta entonces no se había intervenido. Una vez que existíanlos medios necesarios para aliviar las penurias —y lo más importante,una vez que el electorado sabía que esos medios existían—, no se podíaseguir sin hacer nada. La no intervención estatal podía ser un principioválido en los tiempos menos ricos y menos urbanizados de Ricardo yde Malthus, pero en aquella nueva época era inmoral, por no decir po-líticamente suicida, pretender basarse en los preceptos de El individuocontra el Estado. Chamberlain escribió: «Mi departamento tiene toda lainformación sobre los pobres. [...] Estoy convencido de que los sufri-mientos del grupo que trabaja y no vive en la indigencia son tambiénimportantes. [...] ¿Qué es lo que debemos hacer por ellos?».93

Beatrice no se dejó convencer. «No logro entender el principio deque debe hacerse algo», insistió. En vez de proponer modificaciones,aconsejó a Chamberlain que no hiciera nada. «Lo único que puedoproponer es una actitud severa por parte del Estado, y amor y dedica-ción por parte de los ciudadanos», escribió .Y no pudo resistirse a añadir,medio bromeando, medio coqueteando:

Es una idea disparatada pedirle a una mujer corriente que comentelas sugerencias del mejor ministro de Su Majestad, [...] especialmentecuando sé que este tiene una pobre opinión sobre la inteligencia de lasmujeres [...] y desdeña cualquier tipo de pensamiento independiente.94

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Chamberlain se defendió de la acusación de misoginia y reconocióque algunas de las objeciones que planteaba Beatrice eran sensatas. Sinembargo, no ocultó lo poco que le gustaba su actitud:

En lo que respecta al asunto principal, su carta resulta descorazona-dora, pero me temo que tiene razón. No obstante, debo seguir avanzandocomo si no la tuviera, porque en cuanto admitamos la imposibilidad deremediar los males de la sociedad, todos bajaremos a un nivel peor que elde los brutos. Esta creencia es lo que justifica un egoísmo absoluto y ge-nuino.95

Tal como prometía, Chamberlain pasó por alto el consejo de Bea-trice y se embarcó en uno de aquellos «gigantescos experimentos» quetanto desaprobaba Spencer. El programa de obras públicas que organizóera de una escala relativamente modesta y duró solo unos meses, peroalgunos historiadores lo han considerado una innovación importante.96

Por primera vez el Estado trataba el desempleo como un problema so-cial en vez de como un error individual y asumía la responsabilidad deayudar a las víctimas.

Cuando Chamberlain señaló que se estaba cansando de sus peleas epis-tolares, Beatrice le confesó impulsivamente que estaba enamorada de él,aunque enseguida lo lamentó. «Me han humillado tanto como se puedehumillar a una mujer», se dijo.97 El consejo de un médico de instalarseen Londres con su padre durante la temporada social le salvó la vida. Enlugar de hundirse de nuevo en la depresión y recurrir al láudano, trasla-dó el hogar familiar al edificio York, en Kensington.Y a finales de abrilde 1886, se sumó a un primo suyo, el rico filántropo Charlie Booth, enel proyecto de investigación social más ambicioso jamás desarrolladoen Gran Bretaña.

El primo de Beatrice era un hombre alto y desgarbado de u n í »cuarenta años, con «la tez de una muchacha tísica» y unos modales e n -gañosamente suaves.98 Quienes no lo conocían pensaban que Charle*Booth era músico, profesor o sacerdote, siempre algo muy distinto a MIverdadera identidad, la de director ejecutivo de una gran c o n i p a ñ ütransatlántica. Durante el día, Booth estaba entretenido con los precio*

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de las acciones, los nuevos puertos sudamericanos y las fechas de entre-ga de las mercancías; por la noche se refugiaba en sus verdaderas pasio-nes: la filantropía y las ciencias sociales. Con su mujer Mary, sobrina delhistoriador Thomas Babington Macaulay, formaba una pareja campe-chana, activa e intelectualmente curiosa. De tendencia política liberal,como los Potter y los Heyworth, frecuentaba al grupito de periodistas,sindicalistas, economistas y activistas de diverso pelaje que convergíanen torno al Museo Británico. Aunque alguna vez Beatrice fruncía elceño ante la poco convencional vida de los Booth y sus bohemios invi-tados, pasaba tanto tiempo como podía en su desordenada mansión.

Como otros empresarios con preocupaciones cívicas, Booth eramiembro de la asociación de estadísticos y compartía la convicción vic-toriana de que la acción social debía partir de datos contrastados. Sehabía hecho amigo de Chamberlain cuando este, siendo alcalde de Bir-mingham, le había encargado una investigación. El hallazgo de que másde la cuarta parte de los niños en edad escolar de la ciudad no pasabanel día ni en sus casas ni en la escuela impulsó un cambio legislativo.A principios de la década de 1880, cuando la coexistencia de miseriay riqueza generó nuevas críticas contra la sociedad contemporánea,Booth se dio cuenta de que muchas personas de buena fe experimen-taban «una sensación de impotencia» ante este problema aparentementeirresoluble y ante la desconcertante diversidad de diagnósticos y reme-dios ofrecidos. Según él, el problema se debía a que los expertos eneconomía política partían de teorías y los activistas partían de observa-ciones anecdóticas, pero ni unos ni otros ofrecían una descripción com-pleta y no sesgada del problema. Era como si a él le pidieran que reor-ganizara las rutas de navegación sudamericanas sin ayuda de mapas.

La primavera anterior, algunos socialistas habían afirmado que másde una cuarta parte de la población de Londres vivía en la indigencia,aseveración que había indignado a Booth. Como sospechaba que la ci-fra era muy exagerada pero no podía demostrarlo, se propuso rastrearcada calle, cada vivienda y cada taller para documentar los ingresos, laocupación y las circunstancias de cada uno de los cuatro millones ymedio de habitantes de la capital. Pensaba trazar el mapa de la pobrezalondinense, financiando el proyecto de su propio bolsillo.

A diferencia de Henry Mayhew, tan admirado por Beatrice, Boothtenía la capacidad de visión, la experiencia ejecutiva y la sofisticación

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técnica necesarias para llevar a cabo un plan tan ambicioso. La primeramedida que tomó Booth, tras consultar a amigos como Alfred Marshall,que en esa época daba clases en Oxford, o Samuel Barnett, creador dela comunidad deToynbee HaU, fue reclutar a un equipo de encuestado-res. Beatrice aceptó su invitación y asistió a la primera reunión delConsejo de Investigación Estadística, que se celebró en la sede londi-nense de la empresa de Booth. Por supuesto, era la única mujer. Boothexplicó que pretendía obtener «una imagen correcta del conjunto de lasociedad londinense» y les presentó un «plan complejo y detallado» queimplicaba, entre otras cosas, el empleo de funcionarios como encuesta-dores y el cotejo de los datos obtenidos con el censo y los registros delas instituciones de beneficencia." Quería empezar por el East End,donde vivía un millón de los cuatro millones de habitantes de Londres:

Mi única justificación para abordar el tema del modo en que lo hehecho es que esta parte de Londres contiene en teoría a la población másmísera de Inglaterra y, por lo tanto, es el vértice del problema de la coe-xistencia de riqueza y miseria que tanto intriga y preocupa a los ciuda-danos.100

A Beatrice le impresionó mucho comprobar que Booth lograbaponer en marcha sin ayuda de nadie un plan tan ambicioso y se imagi-nó a sí misma dirigiendo otro estudio pionero en el futuro. Se d iocuenta de que ese era «justo el tipo de trabajo que me gustaría hacer[...] si fuera libre».101 Decidió colaborar con su primo como aprendiz,por decirlo así, asimilando el máximo de conocimientos y dedicando alproyecto todo el tiempo que le permitiera el cuidado de la familia. Sutarea no era recopilar datos estadísticos, sino visitar viviendas y talleres»anotando sus propias observaciones, y entrevistar a obreros, empezandopor los legendarios estibadores de Londres.

Cuando los Potter regresaron a su finca, Beatrice aprovechó la obl i -gada soledad para rellenar una laguna en su educación. Le parecía esen-cial complementar los datos estadísticos con observaciones personales yentrevistas, pero comprendía que para ello era imprescindible separar elgrano de la paja. Si Mayhew no había llegado a conclusiones duraderasera porque había recopilado datos de forma indiscriminada. Compren-diendo que necesitaba un marco de trabajo, Beatrice decidió adquirir

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nociones de economía y, sobre todo, estudiar la evolución de las ideaseconómicas, ya que «cada novedad introducida se corresponde con al-guna observación inconsciente de los rasgos que caracterizan la socie-dad industrial contemporánea».102

Tras uno o dos días de lecturas variadas, Beatrice consideró que laeconomía política era «una detestable pesadez».103 Sin embargo, dos se-manas después, se alegraba de haber «conseguido derrotar a la cienciaeconómica».104 Había leído enteros, o al menos hojeado, el Sistema delógica de Mili y el Manual de economía política de Fawcett y estaba con-vencida de que había «entendido lo esencial» de lo que decían Smith,Ricardo y Marshall. En la primera semana de agosto se dedicó a dar losúltimos toques a una crítica de la economía política inglesa. Según Bea-trice, los grandes expertos en economía política (salvo Marx, cuya obraleyó en otoño) cometían el error de tratar las hipótesis como si fueranhechos y prestaban poca atención a los datos existentes sobre el com-portamiento económico real. Beatrice mandó la crítica a su primoCharlie, confiando en que la ayudaría a publicarla. Para su consterna-ción, Booth le escribió diciendo que dejara el artículo en un cajón yvolviera a leerlo al cabo de un par de años.

Un año después, cuando ya había finalizado su investigación sobre losestibadores, Beatrice acompañó a Booth a ver una exposición de pintu-ra prerrafaelita en Manchester. Los cuadros le impresionaron tanto quedecidió convertir su próximo estudio (sobre los talleres de trabajo escla-vo del sector de la confección) en una «pintura». Además, se le ocurrióque, para «escenificar» su relato, utilizaría una identidad falsa. «No pue-do pintar la situación sin vivir entre las obreras.Y eso creo que puedohacerlo.»105

Los preparativos para convertirse en una joven obrera requirieronmeses. Beatrice pasó el verano en Standish, enfrascada en la lectura de«todos los volúmenes, informes, panfletos y revistas sobre la fabricaciónen talleres de trabajo esclavo que pude comprar o consultar».106 En oto-ño se alojó durante seis semanas en un hotelito del East End mientraspasaba de ocho a doce horas diarias aprendiendo a coser en una coope-rativa de confección. Por la noche, cuando no caía rendida de agota-miento en la cama, asistía a las cenas elegantes del West End.

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En abril de 1888, estaba lista para empezar la investigación con suidentidad secreta. Se instaló en una sórdida pensión del East End, y a lamañana siguiente se vistió con ropa raída y echó a andar «para comen-zar mi vida como obrera». Al cabo de unas horas, tuvo su primer con-tacto con el mundo de la búsqueda de trabajo.

La experiencia le dejó «una sensación extraña». En su diario escri-bió: «No había ofertas, solo para "buenas costureras", y a esas no mepresenté porque me sentía una impostora. Estuve yendo de un sitio aotro hasta que me entró flato y empezaron a dolerme las piernas, y derepente tuve la sensación de ser una "desempleada". Al final me arméde valor».107

«No parece que estés acostumbrada a trabajar mucho», oyó Beatri-ce una y otra vez. Aun así, veinticuatro horas después, a pesar de sumiedo a que la reconocieran tras el disfraz y sus torpes intentos de imi-tar el acento barriobajero, Beatrice estaba sentada frente a una enormemesa y cosía mal que bien unos pantalones. Se notaba los dedos torpes,y tuvo que contar con la amabilidad de una compañera que, a pesar deque cobraba por pieza, dedicó parte de su tiempo a enseñarle los rudi-mentos del trabajo a Beatrice, y también con la del capataz, que envió auna chica a comprar los ribetes que las costureras tenían que llevar porsu cuenta.

La chica que tenía como lema «En todas las situaciones de la vida,una mujer debe hacerse desear», transcribió divertida la letra de unacanción que entonaban las costureras:

Si a una chica le gusta un hombre, ¿porqué no puede declararse ella?

¿Por qué las chicas siempre tienen que seguir a los demás?m

En cuanto encendían el gas, el calor era insoportable. Beatrice ter-minó con los dedos y la espalda doloridos. «¡El reloj de la cerveceríamarca las ocho!», gritó una voz estridente.

Beatrice cobró un chelín, el primero que ganaba en su vida. «Elprecio del trabajo de las mujeres sin cualificación ronda un chelín aldía», anotó en su diario cuando volvió a la pensión.

A las ocho y media de la mañana siguiente estaba de nuevo en el198 de Mile End Road. Beatrice cosió ojales de pantalones durante unpar de días, antes de «dejar que aquel taller y sus habitantes siguieran

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haciendo su curso día tras día y pasaran a ser para mí solamente un re-cuerdo».109

Enseguida se extendieron las noticias sobre la hazaña de Beatrice. Enmayo, una comisión de la Cámara de los Lores que estaba investigandoeste tipo de talleres de trabajo esclavo la invitó a testificar. La Pall MalíGazette, que cubrió las sesiones, describió a Beatrice con palabras elo-giosas, como una mujer «alta y grácil, de ojos brillantes y oscuros», yconsideró que su actitud en la silla de los testimonios había sido «bas-tante fría».110 En el momento de testificar, Beatrice retomó su costum-bre infantil de mentir y aseguró que había estado tres semanas y no tresdías en el taller. Luego se pasó varias semanas angustiada por miedo aque la descubrieran. Pero a mediados de octubre, cuando el diario libe-ral The Nineteenth Century publicó sus «Páginas del diario de una obre-ra», saboreó las mieles del éxito. «Fue la originalidad del proyecto lo queatrajo a la opinión pública, más que su expresión.»111 Al mismo tiempo,una invitación a leer su artículo en Oxford le produjo una euforia ri-dicula, según ella misma reconoció. («Si tengo algo que decir, ahora séque puedo expresarlo y expresarlo bien)».112 Justo antes de Año Nuevo,mientras guardaba cama con un tremendo resfriado, Beatrice se deleitóleyendo las menciones en la prensa y «hasta una entrevista fingida [...]enviada por telégrafo a Estados Unidos y a Australia».113

Esta vez se sintió con ánimos de emprender un proyecto que fuerasolo suyo. Desde la semana que había pasado como «señorita Jones» enBacup, entre las operarías de los telares manuales, había acariciado laidea de escribir una historia sobre el movimiento cooperativista. Ni si-quiera el impacto de descubrir por la Pall Malí Gazette que JosephChamberlain estaba comprometido en secreto con una «aristócrata» es-tadounidense de veinticinco años —«Ahogué un grito, como si me hu-bieran apuñalado, y luego lo olvidé»—1U impidió que volviera a enfras-carse en la lectura de informes oficiales. Su primo Charlie intentóconvencerla de que cambiara de tema y escribiera un estudio sobre eltrabajo femenino. Lo mismo intentó Alfred Marshall, que conoció aBeatrice en Oxford y la invitó a comer con Mary y con él. Marshalladmiraba mucho su «diario», según dijo. Cuando Beatrice aprovechó laocasión para preguntarle qué pensaba de su nuevo proyecto, Marshall

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respondió con gravedad: «Si se dedica usted al estudio de su propio sexoen tanto que factor industrial, su nombre será muy conocido dentro dedoscientos años; si escribe usted una historia del cooperativismo, notardará en ser olvidado o sustituido por otro».115

Beatrice, que prefería la compañía masculina a la femenina y quesospechaba que Marshall no la creía capacitada para escribir sobre unode los temas que a él más le interesaban, no tenía ninguna intención deseguir su consejo. El asunto quedó zanjado cuando se sumó impulsi-vamente a un grupo de señoras de la alta sociedad en la firma de unmanifiesto contra el sufragio femenino. «En aquella época era conocidacomo antiferninista», explicó más tarde.116

De hecho, Beatrice estaba cambiando de opinión sobre diferentes asun-tos. Al margen de su exaltada defensa de la filosofía no intervencionistade Chamberlain, empezaba a albergar dudas sobre las creencias liberta-rias de Spencer y sus padres. Aún veía de vez en cuando al anciano filó-sofo, pero sus discrepancias eran tan violentas que cada vez hablabanmenos de política. En cualquier caso, Beatrice pasaba cada vez mástiempo con su primo Charlie.

En abril de 1889, tras la publicación del primer volumen de Labourand Life ofthe People, el Times dijo que este trabajo de Booth descorría«la cortina que mantenía oculta la zona este de Londres» y elogió espe-cialmente el capítulo sobre los estibadores escrito por Beatrice.117 Enjunio de aquel mismo año, Beatrice asistió a un congreso de coopera-tivistas, donde llegó a la conclusión de que «la democracia de los con-sumidores debe ir acompañada de la democracia de los trabajadores*para que llegaran a cumplirse los convenios sobre horario laboral y sa-larios que tanto habían costado lograr.118 En agosto asistió emocionadaa la espectacular victoria de una huelga de estibadores, a quienes todo elmundo creía demasiado egoístas y desesperados para agruparse. «Lon-dres bulle: las huelgas están a la orden del día, y el nuevo sindicalismosigue avanzando tras su magnífica conquista de los muelles», escribió ensu diario.

Los socialistas, liderados por un competente grupito de jóvenes JaSociedad Fabiana) manipulan a los radicales, decididos a que el sindicalis-

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mo encarne por primera vez el creciente deseo de intervención estatal; yyo, desde mi peculiar posición social, debería estar en medio de todos losbandos, ser comprensiva con todos, sin formar parte de ninguno.119

De hecho, Beatrice no era una espectadora directa del conflicto sinoque se encontraba lejos de la capital, en su residencia de provincias, atadaa un padre semicomatoso, «exiliado del mundo del pensamiento y de laacción en el que viven las demás personas». Trabajaba en su libro, perosin estar demasiado convencida de poder completarlo algún día. Estaba«harta de lidiar con mi tema. ¿Estoy hecha para el trabajo mental? ¿Hayalguna mujer que esté hecha para llevar una vida puramente intelectual?[...] El trasfondo de mi vida es tremendamente deprimente: padre nopuede moverse de la cama, como si fuera un niño o un animal, con me-nos capacidad para pensar o para sentir que mi viejo perro Don».120

Cada vez más frustrada por la imposibilidad de desarrollar una pro-fesión mientras tuviera que ocuparse de su padre, Beatrice empezó acomparar los problemas de las mujeres con la opresión de los obreros.Pensaba en las casas de «todos esos hombres respetables y triunfadores»con los que se habían casado sus hermanas, a las que seguía muy unida:

Y entonces [...] me abrí paso entre la turba de parias desharrapadosdel East End para asistir a las reuniones de una asociación de trabajadoresy escuché la larguísima lista de quejas de personas inteligentes condenadasal yugo del trabajo manual —en vez de a una profesión donde la aptitudcuente—, la amarga queja del obrero del siglo xix, que es también la dela mujer del siglo xix.121

El otoño anterior su padre había dicho: «Me gustaría ver a mi pe-queña Bee casada con un hombre bueno y simpático», y Beatrice habíaanotado en su diario: «No puedo, y nunca podré, incurrir en el esplén-dido sacrificio del matrimonio».122

Beatrice supo de la existencia de Sidney Webb meses antes de conocer-lo en persona, al leer una colección de ensayos publicada por la Socie-dad Fabiana, un grupo socialista que intentaba alcanzar el poder talcomo el general romano llamado Fabio ganara la guerra de Cartago: sin

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plantar una batalla frontal, sino recurriendo a las tácticas de guerrillapara ir avanzando poco a poco. Según dijo Beatrice a una amiga, «elcapítulo más interesante y significativo, con diferencia, es el de SidneyWebb».123 Sidney le devolvió el cumplido en su reseña del primer volu-men del estudio de Booth: «El único de los colaboradores que muestraalgún talento literario es la señorita Beatrice Potter».124

El primer encuentro tuvo lugar en casa de Maggie Harkness, enBloomsbury. Beatrice le había preguntado a su prima si conocía a algúnexperto en cooperativismo, y Maggie enseguida pensó en un fabianoque parecía saberlo todo. Sidney se enamoró a primera vista, aunquesalió de la reunión más decepcionado que eufórico. «Es demasiado her-mosa, demasiado rica, demasiado lista», le dijo a un amigo.125 Más tardese consoló pensando que pertenecían a la misma clase social... hastaque Beatrice le sacó de dudas. Era verdad que lo pasaba bien con lostrabajadores manuales y disfrutaba charlando y fumando con sindicalis-tas y cooperativistas en pisos pequeños y abarrotados; sin embargo, a laesnob que había en ella le molestaba el engreimiento que mostrabanalgunos obreros que, tras haberse «elevado [...] por encima de su clasesocial», se presentaban en una cena «sin molestarse lo más mínimo porcómo son recibidos».126 Beatrice pensó que Sidney era una mezcla devividor londinense y catedrático alemán, y se burló de su acento popu-lar y de su «abrigo negro muy burgués, lustroso por el uso». Inexplica-blemente, descubrió que había «algo que le atraía» en aquel «hombreci-llo tan curioso, con ese gran cabezón sobre un cuerpo diminuto».127

Como su «cabezón» indicaba, Sidney tenía un cerebro extraordina-rio. Igual que Alfred Marshall, era el típico retoño de la clase medialondinense, y la tendencia que favorecía a los trabajadores de tipo admi-nistrativo le había permitido ascender socialmente. Nacido tres añosdespués que Beatrice, se había criado en la peluquería que tenían suspadres cerca de Leicester Square. Su padre, que aparte de cortar el pelose ganaba un sobresueldo como contable, era un demócrata radical quehabía apoyado la campaña parlamentaria de John Stuart Mili. La madre,que tomaba las decisiones importantes en la familia, había decidido queSidney y su hermano llegarían a ser profesionales. Con su prodigiosamemoria, su habilidad numérica y su facilidad para pasar exámenes,Sidney fue un alumno sobresaliente en la escuela, entró a trabajar enuna correduría de bolsa a los dieciséis años y a los veintiuno le p ropu-

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sieron ser socio de la empresa. No aceptó, pero se presentó a unas opo-siciones y obtuvo una plaza en el Ministerio de las Colonias. Por en-tonces ya le había picado el gusanillo de la política y veía que leinteresaba más el poder que el dinero. Siguió acumulando becas y títu-los, entre ellos uno de derecho por la Universidad de Londres, segúnrefiere Royden Harrison, el biógrafo oficial de los Webb. En la épocade los disturbios de Trafalgar Square y la posterior victoria electoral delos conservadores, Sidney había descubierto su verdadera vocacióncomo cerebro de la Sociedad Fabiana.

Los fabianos eran gente un poco peculiar. Sidney defendía «la pro-piedad colectiva allá donde sea practicable, la regulación colectiva en losdemás ámbitos, la atención colectiva a las necesidades de todas las per-sonas inválidas o enfermas, y la tributación colectiva en proporción a lariqueza, especialmente la excedentaria». Pero en general el socialismofabiano estaba más preocupado por la administración local y por losproyectos a pequeña escala, como cooperativas lecheras o casas de em-peños. Además, su estrategia difería de la de la mayoría de los grupossocialistas. Rehuyendo tanto la lucha electoral como la revolución, losfabianos intentaban introducir el socialismo de forma gradual, «incul-cando en todas las fuerzas sociales los ideales socialistas y los principioscolectivistas».128

En 1887, cuando Sidney entró en la junta rectora, la Sociedad Fa-biana contaba con sesenta y siete miembros y unos ingresos anuales de32 libras y tenía fama de ser el lugar perfecto para que las chicas guapasconocieran a hombres de talento, y viceversa. El historiador G. M.Tre-velyan describió a los fabianos como «oficiales de información sin unejército». No aspiraban a ser un partido político con representaciónparlamentaria; sin embargo, pretendían influir en las políticas adoptadas,«en el camino que siguen organizadores que se mueven bajo otras ban-deras».129 Sidney, que había llegado a la conclusión de que «en Inglaterranada se hace sin el consentimiento de un reducido pero influyente gru-pito de intelectuales londinenses que no llega ni a dos mil personas» yestaba convencido de que la política electoral era un juego para ricos,denominaba la estrategia fabiana «la impregnación».130

El mejor amigo y cómplice de Sidney era George Bernard Shaw,un irlandés menudo y mordaz que escribía críticas de teatro a toda ve-locidad y ejercía de principal publicista de los fabianos. A mediados de

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la década de 1890, este antiguo recaudador de alquileres de Dublín ycorredor de bolsa de la City londinense llegó a la conclusión de que losproblemas sociales tenían un origen económico, y durante la segundamitad de esa década se propuso «dominar» la economía. Sidney y él tra-taban de aclarar sus ideas y definir correctamente el objetivo en el quecentrar sus energías. Para ello, solían asistir a las reuniones que celebrabaen el City of London College un grupo formado por varios econo-mistas profesionales. Después de este período de estudios, terminaronrechazando tanto el socialismo utópico como el comunismo marxista.Aseguraban que su objetivo era el socialismo, pero un socialismo com-patible con la propiedad privada, el Parlamento y los capitalistas y sinla lucha de clases de los marxistas. Su objetivo no era acabar con el«Frankenstein» de la libre empresa sino domesticarlo, y tampoco era ani-quilar a los ricos sino imponerles cargas fiscales.131

Unas semanas después de conocer a Sidney en persona, Beatrice empe-zó a pensar que «una comunidad socialista en la que habrá libertad in-dividual y propiedad privada» podía ser viable e incluso atractiva. «¡Porfin soy socialista!», declaró.132 Empezaba a sintonizar con el mismo espí-ritu de los tiempos que había llevado a un diputado liberal, WilliamHarcourt, a exclamar durante el debate presupuestario de 1888: «¡Aho-ra todos somos socialistas!».133 En cuanto a Sidney, Beatrice empezaba aconsiderarlo «uno de los pocos hombres con los que tarde o tempranopuedo llegar a compartir mi suerte».134

Al principio, Beatrice pasó por alto el visible engreimiento de Sid-ney y no le importó depender cada vez más de él intelectualmente.Pero cuando Sidney le confesó que la adoraba y quería casarse con ella,ella le soltó un sermón contra la mezcla del amor y el trabajo. Insistióen que sería su colaboradora y no su esposa y proscribió cualquier otraalusión a «sentimientos inferiores».135

En 1891, Beatrice estaba de nuevo en Londres para pasar la tempo-rada social, esperaba nerviosamente la publicación de su libro sobrecooperativismo y pensaba con preocupación en la serie de conferenciasque había aceptado impartir. Sidney le anunció que pensaba dejar supuesto de funcionario. No tenía más vida que el trabajo y se sentía«como la montura a la que no pueden apartar de la yunta aunque se

caiga de agotamiento».136 Abordó una vez más el tema prohibido, pro-metiendo a Beatrice que, si le aceptaba, podría seguir llevando la vidaaustera, laboriosa e intensamente social que le gustaba. Además, le pro-puso escribir juntos un libro sobre los sindicatos. Tras un año repitiendo«No le amo», Beatrice dio por fin el sí a su pretendiente.137

Sidney le mandó una fotografía suya de cuerpo entero, pero ella lerogó: «Déjame tener solo tu cabeza, me caso con tu cabeza [...] Otracosa resulta aborrecible».138 Temía contarles la novedad a sus amigos yfamiliares. «La gente no se lo creerá», escribió en su diario.

A primera vista, parece un final inesperado que la antes brillanteBeatrice Potter [...] contraiga matrimonio con un hombre bajo y feo, sinposición social y sin medios de vida, cuya única recomendación, por lla-marlo así, sea cierta habilidad para trepar. Y no estoy «enamorada», nocomo lo estaba. Pero en él veo algo más [...] un intelecto agudo y unacapacidad de afecto, de entrega y de dedicación al bien común.139

Beatrice insistió en mantener en secreto el compromiso mientrassu padre siguiera con vida. Solo lo sabrían sus hermanas y unos pocosamigos íntimos. Los Booth reaccionaron fríamente, y Herbert Spencerla relevó de su responsabilidad como albacea literaria, que en otro tiem-po había sido motivo de orgullo para Beatrice.

Richard Potter murió pocos días antes de que Beatrice cumplieratreinta y cuatro años, el día de Año Nuevo de 1892. La herencia quedejó a su hija favorita fue una renta de 1.506 libras anuales y «el lujoincomparable de estar libre de toda preocupación».140 Después del fune-ral, Beatrice pasó una semana en «los aposentos feos y reducidos» de sufutura suegra, en ParkVillage, cerca de Regent's Park. El 23 de julio de1892, Beatrice y Sidney contrajeron matrimonio en una oficina delregistro de Londres. Beatrice anotó el acontecimiento en su diario: «Seacabó Beatrice Potter. Comienza Beatrice Webb, o más bien la señorade Sidney Webb, porque por desgracia he perdido tanto el apellidocomo el nombre».141

Más de un año después, a finales del verano de 1893, en la primera ylarga visita que hizo George Bernard Shaw a los recién casados, Beatri-

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ce lo encontró vanidoso, frivolo y un tenorio nato, pero también un«conversador brillante» al que «le gusta coquetear y por eso ha sido unacompañía deliciosa». Así como Sidney era el «organizador» de la Socie-dad Fabiana, Beatrice atribuyó a Shaw su «chispa y encanto».142

Shaw había estrenado su primera obra, Casas de viudos, en el Royal-ty Theatre el diciembre anterior, y en ese momento estaba escribiendootra basada en la misma fórmula: convertir uno de los «temas nefandos»de la sociedad victoriana, en este caso una profesión vilipendiada, enuna metáfora sobre el funcionamiento real de la sociedad.143

Durante todo el año anterior, la prensa había publicado numerosasnoticias sobre ciertos burdeles legales de otros países europeos: clubesmasculinos de lujo donde trabajaban chicas inglesas ofreciendo servi-cios sexuales. Shaw, que como de costumbre abordaba un problemasocial como un problema económico, escribió a un amigo: «En todasmis obras, mis estudios de economía han tenido una influencia impor-tante, como el conocimiento de la anatomía en las obras de MiguelÁngel».144 Uno de los personajes, la señora Warren, dueña de un burdelde lujo en Viena, actúa con el espíritu práctico de una empresaria paraquien la prostitución es un asunto de dinero y no de sexo. Del mismomodo que Shaw había intentado que el público no viera al cacique deCasas de mudos como un villano sino como el síntoma de un sistemasocial en el que todos estaban implicados, ahora quería mostrar que enuna sociedad que empuja a las mujeres a la prostitución no hay inocen-tes. En el prólogo, Shaw escribió: «A nuestro mojigato público britániconada le hubiera gustado más que echar toda la culpa de la profesión dela señora Warren a la propia señora Warren. Ahora bien, mi única inten-ción es echar la culpa al propio público británico».145

Era Beatrice quien le había insinuado a Shaw que «debería llevar aescena a una auténtica mujer moderna de la clase dirigente» en vez dea una cortesana estereotipada y sentimental.146 El resultado faeVivieWarren, la protagonista de la obra, la hija educada en Cambridge de laseñora Warren. Como Beatrice,Vivie es «atractiva [,..] inteligente [...Jserena», y como Beatrice, huye del destino que le marcan su sexo y suclase. En el cuento «Yvette» de Guy de Maupassant, en el que se basabala historia de Shaw, el nacimiento marca el destino. «No hay alternati-va, dice madame Obardi, la madre prostituta de Yvette, protagonista dela historia, pero en el mundo donde habita Vivie Warren —la Inglaterra

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de finales de la época victoriana—, sí había alternativas. Descubrir laverdadera ocupación de la señora Warren y la procedencia de los ingre-sos que han financiado la educación de su hija en Cambridge destruyela inocencia de Vivie. Sin embargo, en lugar de suicidarse o resignarse aseguir los pasos de su madre,Vivie decide dedicarse... a la contabilidad.«Mi trabajo no es el tuyo, ni mi modo de ver la vida es el tuyo», le dicea su madre. Como en el caso de Beatrice, toma la decisión de no repetirla historia. En la última escena de La profesión de la señora Warren,Vivieestá sola en escena, frente a su escritorio, absorta en sus «guarismos».

Entretanto, el trasunto real de Vivie vivía con su marido en unacasa de diez habitaciones, a un tiro de piedra del Parlamento. Pasaba casitodas las mañanas en la biblioteca, acompañada de Sidney y Shaw, conquienes se dedicaba a tomar café, fumar y cotillear mientras corregíanlos primeros tres capítulos del libro sobre los sindicatos que Sidney yella estaban escribiendo.

Durante un tiempo, hasta que terminó peleándose con los Webb, el cé-lebre escritor de ciencia ficción Herbert George Wells convirtió al tríode fabianos en un cuarteto. En su novela El nuevo Maquiavelo, publicadaen 1910, los caricaturizó como Osear y Altiora Bailey, un rico matri-monio londinense que utiliza información privilegiada sobre los asun-tos públicos para convertirse en «el centro de referencia de todo tipo depropuestas legislativas y expedientes políticos». Altiora, procedentecomo Beatrice de la clase privilegiada, «descubrió muy temprano quelo último que hacen las personas con influencias es trabajar». Perezosapero brillante, se casa con Osear porque le gusta su frente despejada y sulaboriosidad, y la pareja se convierte en «la más distinguida e imponen-te que se pueda imaginar» gracias al impulso de la esposa. «Dos personas[...] que decidieron ejercer el poder [...] de una forma original. ¡Y porDios que lo han conseguido», dice el compañero del narrador.147

El término inglés think tanky que alude a la progresiva participaciónde los expertos en la actividad política, no se acuñó hasta la SegundaGuerra Mundial. Según el historiador James A. Smith, al principio thinktank significaba solamente «una sala reservada en la que se discutíanplanes y estrategias».148 Solo en las décadas de 1950 y 1960, cuando em-pezaron a ser conocidos nombres como RAND o Brookings, la expre-

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sión think tank empezó a referirse a entidades formadas por investigado-res, supuestamente independientes y objetivos, que asesoraban de formagratuita y sin partidismos a políticos y altos funcionarios. En cualquiercaso, Beatrice y Sidney, desde el momento en que se casaron, formaronun think tank, quizá el primero de todos y probablemente uno de losmás eficaces. «Eso era algo de lo que estaban ostensiblemente orgullosos—se burló Wells—. Las alianzas de los Bailey llevaban grabado el texto:"P.B.P.: Pro Bono Publico".»

En una muestra de perspicacia, los Webb se dieron cuenta de quecuanto más ambicioso fuera un gobierno democráticamente elegido,más imprescindibles se volverían ellos. Era la idea que estaba alentandouna nueva clase de mandarines: «Por meras cuestiones de comodidad,las instituciones electas necesitan recurrir cada vez más a los servicios defuncionarios especializados. [...] Pensamos que esta clase de funciona-rios especializados debe desembocar necesariamente en una casta nuevay muy poderosa. [...] Nosotros, como asesores no remunerados, nosconsideramos los precursores de dicha casta».149 Esta convicción les lle-vó a fundar el semanario New Statesman y también la London School ofEconomics, con la idea de que fuera un espacio de formación para lanueva casta de expertos en ingeniería social.

Su casa, en el 41 de Grosvenor Road, había sido elegida por Bea-trice y era «de una sencillez casi pretenciosa» que dejaba claras susprioridades. Para mantenerse en forma, seguían un régimen espartano.Habían renunciado a las comodidades típicas de la clase media para de-dicarse a escribir libros y artículos, hacer entrevistas y recoger testimo-nios. En una época en que no había agua caliente en las casas y todo secalentaba con carbón, los Webb solo contaban con dos criados, aunquetenían contratados a tres asistentes de investigación. En la novela deWells, Altiora declara: «Los únicos cargos públicos eficaces son los queeligen bien a sus secretarios».150 Beatrice se había propuesto que Ingla-terra abandonara el credo liberalista y adoptara la planificación estatalen las altas esferas. Con este objetivo ideó ambiciosos proyectos de in-vestigación y organizó la práctica totalidad de las actividades de la pare-ja en función de los plazos de entrega. Sus amigos no tenían claro -cualde los. dos sigue al otro», mientras que Wells opinaba: «Ella es la q u e lemanda a él».151 Beatrice era la directora de la empresa que habían tur-niado y ejercía una función en parte visionaria, en parte ejecutiva y «i

parte estratégica. Wells estaba convencido de que ese trabajo publicita-rio conjunto era «casi en su totalidad invención de ella». Según él, Bea-trice era «decidida, imaginativa y con gran capacidad de generar ideas»,mientras que Sidney «estaba prácticamente desprovisto de iniciativa ylo único que sabía hacer con las ideas era recordarlas y hablar sobreellas».152

De pie frente a la chimenea, Beatrice resplandecía «toda ella conun esplendor gitano en rojo, negro y plata». A pesar de caricaturizarlaen su novela, Wells no podía negar que Beatrice era hermosa, elegantey «absolutamente excepcional». Las mujeres a las que había conocido enGrosvenor House eran «o estrictamente racionales o deslumbrantemen-te bellas»;153 Beatrice era la única que reunía las dos cosas. Aunque fuerapara hablar de presupuestos, medidas legislativas y maquinaciones polí-ticas, se ponía unos zapatos coquetos y escandalosamente caros que re-marcaban su feminidad.

Desde su juventud, Beatrice siempre había adorado flirtear, enterar-se de cotilleos políticos y conocer a hombres poderosos, y la estrategiafabiana de la impregnación le servía de excusa para dedicarse a las trescosas. Por ejemplo, tras una cena con un primer ministro, podía anotar losiguiente: «Me he propuesto divertirle e interesarle, pero he aprovechadosiempre que he podido para recordarle datos y principios importantes».Entre sus invitados habituales se contaban primeros ministros del pasado,el presente y el futuro. Beatrice no caía en ningún tipo de partidismo yle daba lo mismo invitar a un conservador que a un liberal: «Todos ellostienen cierta utilidad», concluía pragmáticamente.154

Por la noche, el think tank se convertía en un salón político. Unavez por semana los Webb daban una cena para una decena de personasy una vez al mes, una fiesta para sesenta u ochenta. No era la comida loque interesaba a los invitados. Los Webb practicaban una economía ho-gareña muy estricta para poder contratar a sus asistentes de investiga-ción, y Beatrice disfrutaba más controlándose que satisfaciendo suapetito.155 Como Altiora, daba de comer a sus invitados «con una cla-morosa austeridad que hacía que la conversación no decayese».156 Segúnel historiador de la economía R. H.Tawney, asistente habitual, acudir auna de estas veladas suponía «participar en uno de esos famosos ejerci-cios de ascetismo que la señora Webb denominaba cenas».157 Sin embar-go, todo el mundo se peleaba por una invitación, y en el 41 de Grosve-

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ñor Road se desarrollaba una increíble actividad social y política. Porejemplo, una «agradable cenita» de las que Beatrice consideraba «típicade los Webb [...] con su mezcla de opiniones, clases e intereses», contócon la asistencia del embajador noruego en Londres, un diputado con-servador y otro liberal, George Bernard Shaw, el filósofo y futuro pre-mio Nobel Bertrand Russell,y una baronesa que se codeaba con todoslos políticos y escritores importantes de su tiempo.158 La novela de Wellsdescribe las singulares dotes de anfitriona de Beatrice y su influencia enla carrera del matrimonio. «Reunía a todo tipo de personajes interesan-tes que trabajaran o tuvieran perspectivas de trabajar en la administra-ción del gobierno. Mezclaba a oscuros funcionarios con celebridadesincultas y con ricos desorientados y conseguía unir en una sola habita-ción a una serie de elementos importantes de nuestra extraña vida pú-blica que en otra situación difícilmente coincidirían.»159

En uno de los pasajes de la novela, alguien acude por primera vez acasa de los Bayley acompañando a un amigo:

—Qué reunión tan variopinta.—Aquí viene todo el mundo —dice el invitado habitual—. Casi

siempre nos odiamos a muerte, hay celos y algunas situaciones molestas (aveces Altiora puede ser un horror), pero tenemos que venir.

—¿Y se consiguen cosas? —pregunta el primero.—¡Ah, sí, sin duda! Esta es una de las piezas de la maquinaria britá-

nica... de las que no se ven.160

En 1903, Winston Churchill era uno de los que «tenía que ir», ya que elaño anterior había estado sentado al lado de Beatrice en una cena del Par-tido Liberal. Por entonces Churchill, hijo de un diputado tory y descen-diente de la aristocrática familia de rancio abolengo de los Spencer, eradiputado del Partido Conservador, pero al parecer estaba en desacuerdocon el gobierno. Sin embargo, se dedicó a criticar a los sindicatos y la edu-cación pública elemental, lo cual irritó a Beatrice. Para colmo, no paró dehablar de sí mismo desde el aperitivo hasta los postres, y solo se dirigió aBeatrice para preguntarle si conocía a alguien que pudiera hacerle un es-tudio estadístico. «Nunca utilizo el cerebro en cosas que otros puedan ha-cer por mí», dijo tranquilamente. «Egocéntrico, presuntuoso, reaccionario

y corto de miras», garabateó rabiosamente Beatrice en su diario esa mismanoche. No hay constancia de qué impresión causó ella en él.161

En la época en que volvió a visitar la casa de los Webb, Churchill sehabía pasado a la oposición liberal. Las preferencias del electorado esta-ban cambiando. Después de la costosa e inútil guerra contra los bóersen Sudáfrica, los votantes británicos estaban decepcionados por la adop-ción de medidas imperialistas en el exterior mientras crecía la pobrezaen su propio país. El Partido Conservador, que había gobernado duran-te casi una década —primero con el marqués de Salisbury y despuéscon Arthur Balfour—, elaboró un programa proteccionista, pero soloconsiguió enojar a los votantes de clase trabajadora, que temían unaumento de los precios de los alimentos y la pérdida de empleos en lasindustrias de exportación. Joseph Chamberlain, que elaboró el proyectotory de «reforma» de los aranceles, pronunció los últimos discursos de sucarrera política en auditorios casi vacíos. Alfred Marshall, que había sa-lido de su retiro para criticar a Chamberlain y los proteccionistas, searrepentía de encontrarse otra vez envuelto en una controversia pública.Churchill advirtió muy pronto la pérdida de influencia de los conserva-dores y pensó que era un buen momento para que los liberales, comoel resto del país, se acercaran a la izquierda. Es decir, entendió que habíaque abordar la cuestión social de la forma que fuera. Según él, los libe-rales no podían seguir en el poder, suponiendo que lo alcanzaran, sin losvotos de los sindicalistas.

En la segunda cena a la que asistió, Churchill ocupó el asiento de laderecha de Beatrice y le causó casi tan mala impresión como la prime-ra vez. La anfitriona, que había decidido privarse no solo del alcoholsino también del café y el tabaco (el té era su «única concesión a laautocomplacencia»), acabó convencida de que Churchill «bebe dema-siado, habla demasiado y no alberga ningún tipo de pensamientos dig-nos de ese nombre». Habló con su invitado de la posibilidad de garanti-zar un «estándar mínimo nacional» y él se limitó a responder con lo quepara Beatrice era «economía de parvulario». Su veredicto fue el siguien-te: «Lo ignora todo sobre todas las cuestiones sociales [...] y no lo sabe.[...] Desconoce visiblemente las objeciones más elementales al imperiode la competencia».162

En los párrafos finales de su magistral historia de la Inglaterra delsiglo x ix , el historiador francés Élie Halévy menciona varias medidas

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legislativas de «importancia casi revolucionaria [...] aprobadas por ini-ciativa de Churchill».163 Entre ellas, el «primer intento de introducir elconcepto de salario mínimo en la normativa laboral de Gran Bretaña,uno de los elementos de la fórmula del "mínimo nacional" ideada porlosWebb».

Aunque Churchill encontró demasiado avasalladora a Beatrice«jyie niego a acudir a un comedor social con la esposa de Sidney

Webb», dijo más tarde—, era consciente de su ignorancia y enseguida sedispuso a «convivir con informes oficiales y dormir con enciclope-dias».164 Si bien no simpatizaba con Beatrice ni ella con él, Churchill seesforzó en leer las principales obras de los Fabianos, desde Life and La-hours de Booth hasta PovertyiA Study ofToum Life de Seebohm Kown-tree, pasando por estudios de Beatrice y Sidney como Historia del sindi-calismo o La democracia industrial. H.G. Wells, cuya temática empezaba acentrarse menos en la ciencia ficción y más en el reformismo social, seconvirtió en su novelista favorito. «Podría aprobar un examen sobretodo eso», alardeaba Churchill.165 Gran amante de Shaw, asistió al estre-no de La comandante Bárbara. En una ocasión, acompañado de su secre-tario personal Eddie Marsh, recorrió durante varias horas uno de lospeores arrabales de Manchester, tal como había hecho Alfred Marshalluna generación antes. «Es extraño vivir en una de esas calles... sin vernunca nada bonito... sin comer nunca nada sabroso... ¡sin decir nuncanada inteligente!», comentó más tarde hablando con Marsh.166

Tal fue la impresión de Churchill, según su biógrafo William Man-chester, que poco después de esta experiencia, el antiguo ultraconser-vador se había convertido en «un gran promotor de la izquierda». Susfuentes de inspiración eran diversas y en su actitud había una buenadosis de cálculo político, pero sus argumentos y sus propuestas se inspi-raban en gran parte en Beatrice. A principios de 1906, tras la arrolladu-ra mayoría de los liberales, Churchill defendió lo que denominaba la«causa de que haya millones de excluidos» y urgió a «trazar una línea*por debajo de la cual «no permitiremos que se sitúen las condiciones detrabajo o de vida», precisamente lo que Beatrice había insistido en quehiciera.167

Aquel mes de octubre, Churchill pronunció un memorable discur-so en Glasgow en el que hizo propuestas mucho más avanzadas de loque propugnaban los dirigentes del Partido Liberal, y que, según su bió-

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grafo Peter de Mendelssohn, «contenía en germen varios elementosesenciales del programa con el que el Partido Laborista obtuvo el triun-fo que le permitió emprender la "revolución callada" del período 1945-1950».168 En una de sus intervenciones más brillantes desde el punto devista retórico, Churchill argumentó que «la civilización tiende hacia lamultiplicación de las funciones colectivas de la sociedad», algo que ensu opinión era competencia del Estado y no de la empresa privada:

Me gustaría ver que se emprenden experimentos públicos nuevos yvalientes. [...] Creo que el Estado debería asumir cada vez más el papel deempleador de reserva. Lamento que los ferrocarriles de este país no esténen nuestras manos [...] y todos estamos de acuerdo [...] en que el Estadodebe participar más y más intensamente en la atención a los enfermos y alos ancianos, y sobre todo a los niños. Ansio que se establezca un estándarbásico universal sobre las condiciones de vida y de trabajo, y que este es-tándar se eleve progresivamente, en la medida en que lo permitan lasenergías de la producción. [...] No quiero perjudicar la fuerza de la com-petencia, pero se pueden hacer muchas cosas para mitigar las consecuen-cias del fracaso. [...] Queremos que la libre competencia vaya hacia arriba,no hacia abajo. No queremos derribar la estructura de la ciencia y de lascivilizaciones, pero sí tender una red sobre el abismo.169

La persona a la que con más derecho puede atribuirse esta idea deuna red pública de protección —es decir, el moderno Estado del bie-nestar— es Beatrice Webb. En 1943, poco antes de morir, escribió com-placida: «Nos dimos cuenta de que el gobierno era el único al que po-día confiarse la provisión de las generaciones futuras. [...] Es decir, nosvimos arrastrados a aceptar una nueva forma de Estado, al que podría-mos denominar el "Estado administrador" para distinguirlo del "Estadopolicial"».170

El germen de esta idea estaba en el estudio sobre los sindicatos rea-lizado por Beatrice y Sidney. En su libro La democracia industrial, de1897, proponían ampliar el ámbito de aplicación de la sanidad y la se-guridad públicas. Debía establecerse un «mínimo nacional» aplicable atodos los trabajadores del país, excepto a los jornaleros agrícolas y losempleados domésticos. La propuesta más radical era la de un salariomínimo nacional. Tras argüir que, «cuando no hay regulación, la com-petencia entre sectores hace que nazcan o se mantengan determinadas

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ocupaciones donde las condiciones laborales son perjudiciales para elpaís en su conjunto», insistieron en que el establecimiento de una basemínima oficial para los salarios y las condiciones de trabajo no era in-compatible, como pensaban Marx y Mili, con la ausencia de trabas a laproductividad, de la que dependían las mejoras del nivel de vida y elsalario real.171 De hecho, opinaban que el coste que supondrían las re-gulaciones oficiales para las empresas se compensaría de sobras con ladisminución de los accidentes laborales y el hecho de contar con traba-jadores más atentos y mejor alimentados. De todos modos, reconocíanque la propuesta de ampliar el control estatal sobre la empresa privadaiba más allá de lo que tenían en mente los líderes sindicales, que básica-mente querían unos sueldos más altos y unas mejores condiciones la-borales.

En cualquier caso, Beatrice tardaría aún una década en concebir laidea, más ambiciosa, de «una nueva forma de Estado». A finales de 1905,en los últimos días del gobierno conservador de Balfour, Beatrice en -tró en una Real Comisión encargada de elaborar la reforma de las leyesde pobres, comisión que siguió trabajando durante tres años más con elnuevo gobierno liberal. Desde el principio, Beatrice chocó con los de -más delegados. Basándose en la idea de Mfred Marshall de que «la causade la pobreza es la pobreza», definió el problema en términos absolutos.Según su razonamiento, la desigualdad, y de ahí la pobreza, entendidacomo el hecho de tener menos que otros, es inevitable, pero no lo es laindigencia, es decir, «la situación de carecer de una o más de las necesi-dades básicas, perjudicando la salud, la fuerza y la vitalidad hasta el pun-to de poner en peligro la propia vida».172 Erradicar la indigencia impe-diría que la pobreza de una generación se transmitiera automáticamentea la siguiente.

Gracias a su experiencia en el East End, Beatrice podía hablar conautoridad de familias en las que «siempre en uno o en otro de susmiembros se van sucediendo heridas, indigestiones, dolores de cabeza,reumatismos, bronquitis y otras afecciones corporales, que periódica-mente desembocan en enfermedades graves y terminan con una muer-te prematura», y también de familias donde el padre estaba sin trabajo,«lo que significa que no hay comida, ropa, leña ni condiciones de aloja-miento decentes», o de todas aquellas personas que no podían trabajar:las viudas con niños pequeños, los ancianos y los locos.173

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Beatrice Webb descartó la idea de que la indigencia se derivarasiempre de algún defecto moral. De hecho, apuntó cinco causas delproblema, que correspondían a los principales grupos que lo experi-mentaban: los enfermos, las viudas con niños pequeños, los ancianos ylas personas aquejadas de diversos trastornos mentales, desde el retrasointelectual a la demencia. El grupo más preocupante era el de las perso-nas que sí estaban en condiciones de trabajar. Para Beatrice, su indigen-cia era consecuencia del desempleo y de la precariedad crónica deltrabajo.

Según afirmó explícitamente, la necesidad urgente de erradicar laindigencia no se derivaba «de la impresión de que estén empeorando lascosas, sino del hecho de que, en todos los aspectos de la organizaciónsocial, el nivel no deja de elevarse»; con ello se refería al derecho al votode los obreros y a las medidas de protección social que había adoptadoel principal rival de Gran Bretaña: Alemania.174

El problema de las medidas vigentes en Gran Bretaña era que re-servaban la asistencia pública a quienes estaban en situación desesperaday no frenaba la dependencia ni la miseria. Beatrice lo expresó del si-guiente modo: «Todas las actividades previstas por la Ley de Pobres paraaliviar la miseria de los obreros explotados en condiciones esclavizantesno contribuyen a evitar esta explotación... [ni] impiden que hombres omujeres sean despedidos de sus trabajos o contraigan enfermedades...[acabando con] los accidentes laborales que causan innecesariamentefalle cimientos o mutilaciones y con las deplorables condiciones de alo-jamiento o las enfermedades laborables evitables que quebrantan la sa-lud de los trabajadores».175

Beatrice quería el grado de intervención pública necesario paradejar atrás las medidas de asistencia y pasar a erradicar las causas de lapobreza. «La verdadera esencia de la política de prevención es que, entodos los casos, lo importante no es la asistencia sino el tratamiento, yademás el tratamiento apropiado a cada necesidad.»176 De hecho, no seplanteó si el gobierno o los expertos oficiales sabían tratar la «enfer-medad de la vida moderna» ni se preocupó por los costes del intento.Inevitablemente, su ambiciosa visión de un «Estado administrador»destinado no solo a aliviar la miseria, sino a impedir su formaciónchocó con las intenciones más modestas de los demás delegados. Talcomo tenía pensado desde un principio, Beatrice se negó a firmar el

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informe de la comisión, y lo que hizo fue dedicar parte del año 1908a redactar junto con Sidney un informe alternativo, el Minority Report,que finalmente firmaron otros tres miembros de la comisión. Este«gran documento colectivista», como lo llamaba Beatrice,177 proponíaun sistema de atención pública desde el nacimiento hasta la muerte,con el que se aseguraría «un estándar mínimo nacional de vida civili-zada [...] para todos los ciudadanos por igual, de cualquier clase ysexo, con lo que queremos decir una alimentación suficiente y unaformación adecuada en la infancia, un salario adecuado mientras seesté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enferme-dad y unas ganancias modestas pero aseguradas para los inválidos y los

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ancianos».17

Beatrice Webb entendía que esta idea podía parecer utópica a otrosreformistas y contaba con que el gobierno, de visión mucho más tradi-cional y limitada, la rechazaría. En su opinión, el Estado administrador,a diferencia del Estado socialista, era totalmente compatible con la li-bertad de mercado y con la democracia. De hecho, pensaba que el Es-tado del bienestar era la fase siguiente en la evolución natural del Esta-do liberal Sin embargo, la noción de que el bienestar básico de losciudadanos era responsabilidad del gobierno y de que este estaba obliga-do a garantizar un nivel de vida mínimo a cada ciudadano que no pudie-ra obtenerlo por sí mismo no solo se alejaba del ideal de Spencer sobrela intervención estatal, sino que rompía con toda la tradición del libera-lismo sladstoniano, que propugnaba la igualdad de oportunidades perodejábanlos resultados en manos del individuo y el mercado, e iba muchomás lejos que cualquier otra propuesta de la época, exceptuando las dealgunos socialistas marginales.

En su reseña del Minority Report, George Bernard Shaw predijo:.Puede marcar un cambio radical en la ciencia política y en la sociolo-gía como sucedió en la filosofía y la historia natural con El origen de lasvprrivs de Danvin». Según Shaw, la propuesta era «importante, revolu-cionaria, sensata y práctica al mismo tiempo, perfecta para inspirar yatraer a la nueva generación». E insistía: «Cualquier empresario privadoconsidera su derecho a vivir y el derecho de la comunidad a que el seimntexma en condiciones saludables y productivas como algo bastanteindependiente de sus beneficios comerciales». Es decir, los objetivosiban más allá de la idea marshalliana de aumentar la productividad y los

salarios. «El es la célula del organismo social, y debe mantenerse sanopara que el organismo también se mantenga sano.»179

Ideas como la del salario mínimo o la del establecimiento de unascondiciones mínimas de ocio, salud y seguridad en todos los puestos detrabajo, la creación de una red pública protectora, la introducción de ofi-cinas de empleo, la lucha contra los ciclos de desempleo mediante pla-nes de grandes proyectos públicos —en resumen, la noción de que lassituaciones que culminan en pobreza crónica, e incluso esa otra situa-ción más grave que Webb denominaba indigencia, son prevenibles yademás su prevención es uno de los objetivos del Estado, que para ellodebe contar con nuevas competencias—, tienen varios autores. Sin em-bargo, nadie las expresó de una forma tan clara y sistemática, o tan ade-cuada para quienes «mendigan propuestas prácticas». Y nadie más lasformuló de una forma que presentaba cambios revolucionarios como sifueran la consecuencia o incluso el resultado inevitable de una evolu-ción natural.

Presentar todos estos cambios radicales como el producto inevita-ble de una evolución es mérito de Beatrice. Sin embargo, una décadadespués, incluso ella se sorprendió al comprobar que la opinión públicaempezaba a encontrar aceptables, o al menos relevantes políticamente,algunas de las ideas que habían concebido Sidney y ella y que en la dé-cada de 1890 resultaban todavía utópicas. Años después, hablando sobreLa democracia industrial, Beatrice constató con cierta satisfacción: «Loque ha marcado realmente la historia social del presente siglo ha sido elhecho de que tanto la administración como la legislación hayan adop-tado calladamente, y a menudo superficialmente, la propuesta de un

estándar mínimo nacional formulada en este libro» 180

El año 1908 fue crucial para el nuevo gobierno liberal. Según anotóBeatrice en su diario, tras el incremento del paro y de la militancia sin-dical, la presencia de una aplastante mayoría liberal en el Parlamento yla elevación del «problema social» a una de las principales preocupacio-nes políticas, se despertó «un gran interés por nuevas ideas constructi-vas». Y los Webb tenían muchísimas en reserva. Beatrice añadió satisfe-cha: «Resulta que ahora podemos ofrecer muchas buenas ideas, de ahí laavidez con que se solicita nuestra compañía. [...] Todos los políticos que

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conocemos quieren "asesoramiento técnico". Es bastante cómico. Daigual que sean conservadores, liberales o del Partido Laborista: todosmendigan propuestas prácticas».181 Beatrice decidió que la ocasión bienmerecía un capricho y encargó un nuevo vestido de noche.

«Winston ha llegado a entender muy bien el planteamiento de losWebb», concluyó Beatrice en octubre de 1908, señalando que habían«renovado nuestro trato». Como Churchill se había mostrado a la altura,Beatrice ya podía calificarlo en su diario como «un hombre brillante ycapaz, no solo un charlatán».182

En los primeros dos años del gobierno liberal encabezado por Her-bert Henry Asquith, las reformas de Churchill no fueron mucho másallá de la retórica. A pesar de su arrollador triunfo electoral de 1906, losliberales no llevaron demasiado a la práctica su programa, aparte de re-cuperar algunas ayudas a los sindicatos. Esta inactividad terminó en abrilde 1908, cuando Churchill, que contaba con treinta y tres años, sucedióa Lloyd George al frente de la Dirección de Comercio, un cargo derango ministerial. Beatrice calificó la novedad de «emocionante».183 Ladirección, que combinaba los cometidos que en Estados Unidos de-sempeñaban los departamentos de Trabajo y de Comercio, comportabaun amplio abanico de responsabilidades: registro de patentes, regulaciónempresarial, navegación comercial, líneas férreas, mediación laboral yasesoramiento a la Oficina de Asuntos Exteriores en temas comerciales.Según un biógrafo de Lloyd George, estas responsabilidades se habíanido reduciendo hasta limitarse a asegurar «el funcionamiento fluido yordenado del capitalismo».184 Sin embargo, Churchill aprovechó su pasopor el cargo para introducir reformas sociales radicales. Por esa época,uno de sus amigos comentó: «Está entusiasmado con los pobres, a losque acaba de descubrir. Cree que la Providencia lo ha llamado a haceralgo por ellos. "¿Por qué siempre he conseguido librarme de la muertepor los pelos, si no es para hacer algo por ellos?", se pregunta».185

Durante los dos años siguientes, Churchill y Lloyd George, queahora era ministro de Hacienda, entablaron una colaboración que ter-minó para siempre con «la vieja tradición gladstoniana de centrarse encuestiones políticas libertarias, esperando que "la situación de los po-bres" se arregle por sí misma».186 Antes incluso de jurar el cargo, el nue-vo responsable de Comercio estuvo una noche entera escribiendo unalarga carta al primer ministro en la que detallaba sus objetivos políticos.

Tras una brevísima introducción retórica («Desde el otro lado de unocéano de ignorancia veo perfilarse una medida política a la que llamoel estándar mínimo»),187 Churchill definió este estándar mínimo a partirde cinco elementos que enumeró como otras tantas prioridades legisla-tivas: seguro de desempleo, seguro de incapacidad laboral, escolarizaciónobligatoria hasta los diecisiete años de edad, sustitución de la asistenciaa los pobres por la provisión de empleo público mediante la construc-ción de carreteras o programas de reforestación, y nacionalización delos ferrocarriles.

La recesión que siguió al pánico bancario de 1907 volvió más ur-gentes las propuestas de Churchill. El paro entre los trabajadores sindi-cados, que era del 5 por ciento a finales de 1907, se multiplicó por dosen un año. Alfred Marshall había llegado a la conclusión de que elaumento del desempleo solía ser una consecuencia de la caída de laactividad empresarial. Por su parte, Beatrice demostró que el desem-pleo, a su vez, era la principal causa de pobreza. Sin embargo, no habíaconsenso respecto al grado de intervención estatal necesario. Churchillse esforzó en cuestionar las ideas convencionales sobre el tema. Cons-ciente de que sus propuestas iban mucho más allá de lo que tenía enmente Asquith, el primer ministro liberal, instó al gobierno a seguir elejemplo alemán e introducir seguros de salud y de desempleo: «Propon-go lo siguiente: poner una buena dosis de bismarckismo sobre la base denuestro sistema industrial y esperar con la conciencia tranquila a ver losresultados».188 «Está aportando mucho a la [causa de] la intervenciónestatal constructiva» —se alegró Beatrice,189 y concluyó—: Lloyd Geor-ge y Winston Churchill son lo mejor del Partido [Liberal].»190 Apreciabala habilidad de Churchill «para captar y ejecutar con rapidez ideas nue-vas, aunque apenas comprenda la filosofía que hay detrás de ellas».191

Al final, el proyecto de reforma quedó bastante disminuido por lasdificultades de los liberales para superar el veto de la Cámara de los Lo-res. De todos modos, como ha señalado William Manchester, se llegarona aprobar bastantes medidas: «Antes de la influencia de Churchill y deLloyd George, todos los intentos legislativos de ofrecer asistencia a losdesafortunados habían fracasado».192

Beatrice Webb perdió la batalla de los seguros sociales, mucho máseconómicos que la provisión directa de servicios. Sin embargo, ganó ladel Estado del bienestar. Sidney y ella eran los autores del principal ar-

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gumento a favor de «la asunción por parte del Estado de un númerocada vez mayor de servicios, administrados por una categoría de exper-tos cada vez más numerosa y apoyados en un aparato público más fuer-te».193 El Minority Report incluía una de las primeras descripciones delmoderno Estado del bienestar. Lord William Beveridge, autor del plande su mismo nombre de 1942, que colaboró en el Minority Report comoinvestigador, reconoció más tarde que su proyecto sobre el Estado delbienestar británico en la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial«se derivaba de lo que todos nosotros recibirnos de los Webb».194

Capítulo 4

La cruz de oro:Fisher y la ilusión monetaria

Esa pobre gente, siempre comenzando experimentos nuevos contanta gravedad, tomándose tan en serio, realmente convencidos de que acada año, a cada mes, a cada día que pasa están mejor y son más sabios,convencidos de que son más ricos. [...] ¡Eso está bien, señora Webb, esoestá bien!

H. MORSE STEPHENS1

En la primavera de 1898, cuando Beatrice y Sidney anunciaron que seiban a Nueva York, un conocido suyo de tendencia política conserva-dora exclamó irónicamente: «A Estados Unidos pudiendo ir a Rusia, laIndia o China... ¡Vaya gusto!».2 Como sugería la broma, los Webb nopensaban hacer un viaje de turismo sino dedicarse a la investigaciónsocial. En cualquier caso, Beatrice aprovechó para ir de compras y haceracopio de «vestidos de seda y de satén, guantes, lencería, abrigos de piely todo lo que una señora de cuarenta años puede necesitar para inspiraren norteamericanos y colonos un auténtico respeto por los refinamien-tos del colectivismo».3 Ya que tenía que visitar el laboratorio social delmundo, al menos deslumhraría a la audiencia.

The Americanization ofthe World no sería un éxito de ventas hasta unpar de años después, pero los Webb ya conocían las opiniones de suautor, William Stead, director de la Pall Malí Gazette. Stead estaba con-vencido de que el futuro económico del Reino Unido estaba asociadoa su antigua colonia. Ambas economías estaban más interrelacionadasque en el siglo xvn i , cuando el futuro Estados Unidos era una posesiónbritánica, o que en la década de 1860, cuando el bloqueo de los puertos

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sureños durante la guerra de Secesión ocasionó una terrible hambrunaen Lancashire. A pesar de su estructura imperial, en el último cuarto delsiglo x ix el Reino Unido importó más materias primas de EstadosUnidos que de sus propias colonias.4 Los periodistas británicos acuña-ron la expresión «invasión americana» más de medio siglo antes de quelos franceses la recuperasen en la década de 1960.5

En 1902, un periódico londinense publicaba la siguiente queja:

El ciudadano medio se despierta por la mañana con el sonido de undespertador estadounidense; se levanta de una cama equipada con sábanasde Nueva Inglaterra y se afeita con jabón de Nueva York y una navajayanqui. Se calza unas botas bostonianas sobre unos calcetines de CarolinaOccidental, se ajusta unos tirantes de Connecticut, se lleva al bolsillo unreloj de Waterbury y se sienta a desayunar. [...] Cuando se levanta de lamesa, el ciudadano sale corriendo a la calle y sube a un tranvía fabricadoen Nueva York para dirigirse a la estación de Shepherds Bush, donde bajaal andén en un ascensor yanqui y se monta en un tren de maquinaria es-tadounidense para llegar a la City. En su oficina, por supuesto, todo esnorteamericano. El ciudadano se sienta en una silla giratoria de Nebraskafrente a un escritorio de Michigan, teclea una carta en una máquina deescribir procedente de Syracuse, estampa su firma con una pluma neoyor-quina y enjuaga la tinta con papel secante de Nueva Inglaterra. Las copiasse guardan en carpetas fabricadas en Grand Rapids.6

Ya hacía tiempo que William Gladstone, el primer ministro liberal,había vaticinado que Estados Unidos terminaría arrebatando a GranBretaña su supremacía comercial En 1878, Gladstone observó: «Mien-tras nosotros avanzábamos con portentosa rapidez, Norteamérica nosadelantaba como si fuéramos al paso».7 En 1870, el indicador básico delnivel de vida, la renta per cápita (el producto interior bruto por perso-na), era un 25 por ciento mayor en el Reino Unido. Pero en los treintaaños siguientes, la medida básica de la capacidad productiva de una eco-nomía y principal factor del nivel de los salarios, el PIB real por traba-jador, creció el doble de rápido en Estados Unidos.8 Uno de los motivosera que los ciudadanos británicos habían invertido más de la mitad desus ahorros anuales en Estados Unidos, más que en su propio país ymucho más que en otros países europeos.9 Los réditos de estas inversio-nes se sumaron al PÍB británico cada año, mientras que las inversiones

sirvieron para que las empresas estadounidenses se modernizaran. Otrode los motivos era que, desde hacía más de tres décadas, más de la mitadde todos los emigrantes británicos y una proporción aún mayor de losirlandeses, un total de casi ocho millones de hombres, mujeres y niños,habían elegido Estados Unidos como destino. En cambio, Canadá atraíaa menos del 15 por ciento de la emigración británica, a pesar de que sucultura se consideraba más «inglesa».10 En la década de 1890, la renta yel nivel de vida de los dos países se aproximaron, motivo por el cualGladstone, el primer ministro británico, consideró que Gran Bretaña yEstados Unidos eran un «trascendental» ejemplo para la humanidad «dela existencia, por primera vez en la historia, de instituciones libres agran escala».11

En efecto, fue asombrosa la velocidad con que Estados Unidos pasóde ser una sociedad básicamente rural y agraria a una urbana e indus-trial y terminó convirtiéndose en el emblema mundial del éxito eco-nómico. En 1875, cuando Alfred Marshall visitó el país, la principalfuente de ingresos nacionales era la ganadería y, en menor medida, laminería. En la época en que fueron los Webb, los salarios y los benefi-cios de la manufactura triplicaban ya a los de la agricultura. Entre 1880y 1900, los ingresos anuales generados por los sectores industriales másimportantes de Estados Unidos se multiplicaron por cuatro. Los ingre-sos procedentes de la impresión y la edición se multiplicaron por cin-co; los de la maquinaria y los del whisky de malta, por cuatro; los delhierro, el acero y la confección masculina, por tres. Los sistemas deelectrificación y refrigeración, la maquinaria para la fabricación de ci-garrillos, la molienda o la destilería, las nuevas industrias basadas en losderivados del petróleo y el carbón y la extensión de los ferrocarriles yel telégrafo a casi todas las poblaciones introdujeron un cambio revo-lucionario en la estructura y la envergadura de las empresas estadouni-denses. Fue en esa época cuando nacieron firmas como Remington(1816), Singer (1851), Standard Oil (1870), Diamond Match (1881) oAmerican Tobacco (1890). Empezaba la era de la gestión científica yde la distribución y producción en serie, es decir, la era de las grandescompañías.12

Por su parte, Beatrice y Sidney estaban más interesados en el fun-cionamiento del gobierno estadounidense que en el de las operacionesempresariales. Su primera escala fue Washington, una elección poco

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afortunada, porque la ciudad estaba sumida en una psicosis de guerra.Tras la revuelta de Cuba, la represión española y el hundimiento del Ma-ne en La Habana, suceso atribuido a España, se habían producido gran-des manifestaciones a favor de una intervención militar en la isla. Elsentimiento belicista terminó imponiéndose a las reticencias de los lí-deres empresariales y religiosos y del presidente republicano WilliamMcKinley. Cuando el presidente McKinley anunció que había cam-biado de opinión, Beatrice y Sidney se encontraban junto a otras milpersonas en la galería de la Cámara de los Representantes. A Beatrice elCongreso le pareció horroroso, y el Senado la dejó indiferente. Se for-mó una opinión más favorable sobre el subsecretario de Marina TeddyRoosevelt, firme partidario de la guerra. Almorzó con él y encontró suconversación «deliciosamente animada», ya que Roosevelt contó anéc-dotas de su vida en un rancho del Oeste, pero le decepcionó que estu-viera todo el tiempo «despotricando» y que no mostrara ningún interéspor la administración local, el tema del libro que Sidney y ella estabanpreparando.13

Nueva York tampoco le gustó demasiado.

Ruido, ruido, nada más que ruido. [...] En esta ciudad todo agredelos sentidos, ensordece los oídos, fatiga los ojos con su constante cam-bio; el traqueteo de los tranvías es una paliza para los nervios y para losmúsculos; cuando viajas no estás ni un momento tranquila, tanto si vasen un vagón normal como en primera clase; las puertas se abren conestruendo, los pasajeros suben y bajan de un salto, todo el tiempo irrum-pen niños con periódicos, caramelos, frutas o bebidas, insistiendo enque eches un vistazo a la mercancía y obligándote a despedirlos ruda-mente; los conductores cierran y abren las ventanillas y encienden yapagan el motor, tocan incesantemente la campanilla y a veces tambiénel silbato de vapor (que más parece una bocina antiniebla) para anunciarque el tren se acerca.14

Beatrice no compartía la admiración de Marshall y los estadouni-denses por la tecnología moderna y la movilidad que esta facilitaba.Todo la dejaba fría, desde los trenes y los rascacielos hasta los «teléfonosperfectamente diseñados, las expertas taquígrafas, los veloces ascensoresy las señales eléctricas de todo tipo». No podía negar «la omnívora yubicua capacidad "ejecutiva" del pueblo norteamericano», pero lo atri-

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buía a que el país había asumido muy pronto «el egoísmo pecuniariocomo único motivo impulsor». Enseguida llegó a la conclusión de queel principal fallo del carácter estadounidense era su breve lapso de aten-ción («su impaciencia») y tendía a pensar que la rapidez de los desplaza-mientos y las comunicaciones, y de la vida estadounidense en general(«el ruido, la confusión, el estruendo y el bullicio»), era un desperdiciode energía. «Todos esos elogios a los artilugios mecánicos nos parecenun síntoma de la poca inclinación de los estadounidenses a pensar lascosas con antelación», observó.15 A diferencia de Marshall, no relacionóesta «energía nerviosa» con la habilidad de los estadounidenses para ges-tionar, organizar y llevar a cabo los proyectos, ni entendió su amor alriesgo como un factor de innovación y movilidad social.

Unas semanas después, de camino hacia la Costa Oeste, Beatrice ySidney hicieron una parada en Pittsburgh. En la Carnegie Steel, la «co-losal máquina de producción de riqueza» que más tarde sería U.S. Steel,Beatrice comprobó hasta qué punto la tecnología había sustituido a lamano de obra. Henry Clay Frick la invitó a visitar la planta de Ho-mestead (Pensilvania) y le contó que la Carnegie Steel había triplicadosu producción a pesar de reducir la nómina de empleados de 3.400 a3.000 en pocos años. Beatrice describió así la fábrica:

Acres y acres de talleres equipados con la maquinaria más potente ynovedosa. El lugar parecía casi vacío de seres humanos. Los enormes mo-tores, hornos y grúas se agitaban y proferían ruidos, al parecer sin inter-vención humana. De vez en cuando veías a un operario encerrado en unapequeña cabina suspendida a media altura entre el suelo y las vigas, mani-pulando algún tipo de dispositivo eléctrico que ponía en movimiento yregulaba millones de caballos de potencia. [...] Entendimos que los gran-des avances tecnológicos que habían permitido ahorrar mano de obra sehabían introducido en los últimos diez años, sobre todo al aplicar la elec-tricidad al funcionamiento de las nuevas máquinas automáticas. Las «ca-rretillas mecánicas» que llevaban y traían grandes cantidades de acero delas muelas apisonadoras; el dispositivo automático con el que un solohombre, accionando una palanca, abría la puerta de la caldera, sacaba lamasa de acero al rojo y la colocaba en la carretilla, y el mecanismo graciasal cual un solo obrero podía introducir paletadas de chatarra de acero enla caldera, son novedades introducidas en los últimos seis años.

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Para Beatrice, el fabuloso éxito de la Carnegie no se debía tanto a«los artilugios mecánicos» (que estaban al alcance de cualquier siderurgiadel mundo) como a las mejoras en la gestión y la organización. Consta-tó que los dueños eran también trabajadores de la empresa y que semostraban «generosos con los profesionales de la gestión», a los que pro-porcionaban «residencias elegantes [...] viajes a Europa e incontablesventajas en su propio país».16

Por otra parte, la ciudad le pareció:

Un verdadero infierno [...] que combina la suciedad y el humo delas peores zonas industriales de Inglaterra con la pésima red de alcantari-llado de la más vetusta ciudad italiana. Sus habitantes están dejados de lamano de Dios [...] las viviendas están pegadas la una a la otra, desvencija-das cabanas de madera se apretujan entre edificios de veinte pisos de alto,las calles son estrechas y todo el tiempo pasan tranvías a treinta kilómetrospor hora; todo ello la convierte en un lugar infernal, gobernado por lamás corrupta de las administraciones estadounidenses.17

Beatrice comprobó algo de lo que ya le había advertido CharlesPhilip Trevelyan: a pesar de «los dos o tres parques y las dos o tres b i -bliotecas»» donados por los magnates de Pittsburgh, entre ellos AndrewCamele , a quien Beatrice describió como «el reptil», la ciudad se e n -contraba en un estado «de grave abandono».18 En cuanto pudo se fiie dePittsburgh y se dedicó a visitar Chicago, Denver, Salt Lake City y SanFrancisco. Al final, cuando se embarcó con destino a Hawai con la in -tención de seguir hacia Nueva Zelanda y Australia, estaba convencidade que el experimento social estadounidense no tenía mucho que apor-tar al resto del inundo.

En Nueva York, Beatrice se entrevistó con varios economista- yprofesores. Con la única excepción deWoodrowWilson,que más tardefue rector de la Universidad de Princeton, los académicos estadouni-denses le causaron una impresión desfavorable. Después de asistir a unalmuerzo en la Universidad de Columbia, comparó a un catedrático ireconomía con «un maestro de escuela primaria» y describió el c a m r i *como «al-o que está entre un hospital y la politécnica de Londres» AY.rno era más que «una universidad pequeñita y convencional». R e t i r á n -dose a Sherman, el economista que más tarde elaboraría la Ley A n t i t - w

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de su mismo nombre, señaló que «por su aspecto, sus modales y su dis-curso, podría haberlo tomado por un tendero ambicioso y avasalladorde alguna ciudad del Oeste».19

Irving Fisher, la más reciente incorporación al profesorado de econo-mía de Yale, no era desde luego mediocre ni aburrido. Sus ojos resplan-decían de inteligencia, su apretón de manos era firme, y tenía la com-plexión de un atleta y un rostro atractivo y juvenil. A sus treinta años,era el único especialista estadounidense en economía teórica al que setomaban en serio en Cambridge y en el resto de Europa. Alfred Mar-shall y el matemático y economista francés Léon Walras lo considerabanun genio.20

Fisher, cuyo nombre de pila era una alusión al escritor WashingtonIrving, había nacido en Saugerties, una comunidad agrícola del valle delHudson, en el estado de Nueva York, dos años después de la guerra deSecesión. Su abuelo era granjero y su padre, George Fisher, un pastorevangélico de estricta moralidad. Su madre, Ella Fisher, había sido aluni-na de George Fisher y era una joven devota y de gran determinación.Cuando Irving tenía un año, su padre, recién licenciado en teología porYale, se instaló como predicador en la población de Peace Dale, en

Rhode Island.Peace Dale era una versión más pequeña y pintoresca de la imagi-

naria población algodonera de Massachusetts en la que Henry Jamessituó su novela Los embajadores. Como Woollett, el pueblo donde IrvingFisher pasó su infancia era próspero y sus ciudadanos actuaban con elpaternalismo típico del evangelismo de Nueva Inglaterra. El procer ybenefactor de la ciudad era Rowland Hazard Tercero, un cuáquero quehabía heredado las fábricas de algodón creadas por su padre y habíafundado una compañía química. Hazard, que estaba considerado unempresario progresista por introducir el reparto de dividendos entre susempleados, decidió dejar las riendas de sus negocios en manos de sushijos para dedicarse al reformismo político. Una de sus hijas, Caroline,llegó a ser decana delWellesley College. Hazard hizo construir un tem-plo congregacionalista e invitó a George Fisher a ser su primer pastor.Gracias a su patrocinio, Irving creció en una laberíntica casa parroquialcon vistas al Atlántico, entre «llanos términos» y «almas honradas».21

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Cuando Irving tenía trece años, su padre abandonó la familia y lacongregación para pasar un año en Europa, donde se dedicó a visitarcatedrales y grandes universidades. A su regreso, aquejado de problemasnerviosos, decidió proscribir totalmente el consumo de alcohol, lo cualcausó una acalorada polémica en su parroquia. Cuando vio que nocontaba con el apoyo de los feligreses, dejó su puesto y se instaló con sufamilia en una atestada casa de vecinos de New Haven, donde matricu-lo a Irving en un colegio público. Durante dos años, los Fisher depen-dieron de las ayudas de sus parientes.

Finalmente, George Fisher encontró trabajo en otra parroquia queestaba a casi dos mil kilómetros, en la frontera entre Missouri y Kansas.En 1875, Marshall describió Missouri como una región «llena de pan-tanos, negros, irlandeses, fiebres, espectaculares flores silvestres y enor-mes maizales», y San Luis como una «ciudad tremendamente insalubre».22

Sin embargo, ni el calor ni la humedad disuadieron a los numerososinmigrantes procedentes de la Costa Este que se instalaron en la ciudadatraídos por los altos precios de los cereales y las buenas tierras de labor.En Missouri, la ciudad de Cameron era un laberinto de terminales fe-rroviarios, almacenes de mercancías y granjas de engorde, con unas po-cas calles flanqueadas por grandes casas y como mínimo una decena deiglesias. George Fisher se fue de New Haven en el otoño de 1883, conla idea de que en primavera se instalaran con él su mujer y su hijo. Ir-ving, que ya tenía dieciséis años, fue con él hasta San Luis y allí se insta-ló en casa de su tía paterna, casada con un catedrático de la Universidadde Washington. George Fisher se había encargado de matricular a suhijo en una reputada escuela congregacionalista para que estudiara allísecundaria, pues aspiraba a que su inteligente hijo mayor se formaramás adelante enYale como pastor.

George Fisher retomó su viaje, y padre e hijo se separaron por se-gunda vez en su vida. Tenían previsto visitarse, pero los siguientes mesesfueron muy fríos y las nevadas no les permitieron recorrer los quinien-tos kilómetros que separaban Cameron de San Luis. Después de pasar elinvierno en Cameron, George Fisher empezó a quejarse de debilidad,decaimiento y fiebre constante, síntomas que el médico achacó a unatuberculosis. En mayo, George, ya muy enfermo, volvió a ponerse encamino y se reunió con su mujer y con su hijo menor en New Jersey,en casa de otro cuñado, médico, que los acogió y atendió al moribundo.

Irving se quedó en San Luis, porque su padre insistió en que acabara elcurso y se presentara a los exámenes de acceso a la universidad. En juliode 1884, después de graduarse con matrícula de honor y obtener unabeca para Yale, Irving acudió a ver a sus padres y su hermano, pero en-contró a su padre al borde de la muerte. George Fisher murió al cabode poco, dejando a una viuda sin un centavo y a dos hijos muy jóvenes,uno de diez años y otro de diecisiete.

A la tristeza de Irving Fisher por haber perdido a su padre, se sumóla frustración de tener que aplazar para más adelante, si no para siempre,el ingreso a la universidad. Lo único que se le ocurría era volver a Mis-souri y buscar empleo en la granja de un compañero de curso, donde yahabía trabajado el verano anterior.

Al final, se descubrió que el padre de Irving había invertido quinientosdólares en Peace Dale por medio de un amigo, en previsión para la edu-cación de su hijo. Si la familia se instalaba en un apartamento de treshabitaciones cerca de Yale, podrían alquilar el segundo dormitorio aotro estudiante, e Irving podría dar clases particulares. Sumando a esola beca y el resultado de las inversiones del padre, resultó que Irvingpudo matricularse enYale, tal corno tenía pensado, al comienzo del cur-so de 1884.

Uno de los «grandes hombres» de Yale, J. Willard Gibbs, dijo unavez que, si las masas querían gobernar el mundo, necesitarían grandesdosis de instrucción. En la época de Gibbs pocos proyectos de actividadrequerían formación universitaria, y solo un 1 o un 2 por ciento de losvarones jóvenes podían permitirse sacrificar cuatro años sin sueldo. Enla década de 1880, sin embargo, cada vez más jóvenes de poblacionespequeñas empezaban a ver la universidad como una forma de «escaparde la inferioridad de la infancia». En la nueva economía urbana, indus-trial y comercial de Estados Unidos, los empleos reservados a ingenie-ros, contables, abogados y profesores, por no hablar de la gestión de losnuevos proyectos empresariales, empezaban a perfilarse como una alter-nativa al habitual «esfuerzo de labrarse una fortuna» —una vía que solíaser larga, ardua e incierta— y conseguir la distinción.23

Por suerte para el muchacho pobre y ambicioso que era IrvingFisher, los estudiantes de Yale estaban muy acostumbrados a la riqueza y

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Cuando Irving tenía trece años, su padre abandonó la familia y lacongregación para pasar un año en Europa, donde se dedicó a visitarcatedrales y grandes universidades. A su regreso, aquejado de problemasnerviosos, decidió proscribir totalmente el consumo de alcohol, lo cualcausó una acalorada polémica en su parroquia. Cuando vio que nocontaba con el apoyo de los feligreses, dejó su puesto y se instaló con sufamilia en una atestada casa de vecinos de New Haven, donde matricu-ló a Irving en un colegio público. Durante dos años, los Fisher depen-dieron de las ayudas de sus parientes.

Finalmente, George Fisher encontró trabajo en otra parroquia queestaba a casi dos mil kilómetros, en la frontera entre Missouri y Kansas.En 1875, Marshall describió Missouri como una región «llena de pan-tanos, negros, irlandeses, fiebres, espectaculares flores silvestres y enor-mes maizales», y San Luis como una «ciudad tremendamente insalubre».22

Sin embargo, ni el calor ni la humedad disuadieron a los numerososinmigrantes procedentes de la Costa Este que se instalaron en la ciudadatraídos por los altos precios de los cereales y las buenas tierras de labor.En Missouri, la ciudad de Cameron era un laberinto de terminales fe-rroviarios, almacenes de mercancías y granjas de engorde, con unas po-cas calles flanqueadas por grandes casas y como mínimo una decena deiglesias. George Fisher se fue de New Haven en el otoño de 1883, conla idea de que en primavera se instalaran con él su mujer y su hijo. Ir-ving, que ya tenía dieciséis años, fue con él hasta San Luis y allí se insta-ló en casa de su tía paterna, casada con un catedrático de la Universidadde Washington. George Fisher se había encargado de matricular a suhijo en una reputada escuela congregacionalista para que estudiara allísecundaria, pues aspiraba a que su inteligente hijo mayor se formaramás adelante enYale como pastor.

George Fisher retomó su viaje, y padre e hijo se separaron por se-gunda vez en su vida. Tenían previsto visitarse, pero los siguientes mesesfueron muy fríos y las nevadas no les permitieron recorrer los quinien-tos kilómetros que separaban Cameron de San Luis. Después de pasar elinvierno en Cameron, George Fisher empezó a quejarse de debilidad,decaimiento y fiebre constante, síntomas que el médico achacó a unatuberculosis. En mayo, George, ya muy enfermo, volvió a ponerse encamino y se reunió con su mujer y con su hijo menor en New Jersey,en casa de otro cuñado, médico, que los acogió y atendió al moribundo.

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Irving se quedó en San Luis, porque su padre insistió en que acabara elcurso y se presentara a los exámenes de acceso a la universidad. En juliode 1884, después de graduarse con matrícula de honor y obtener unabeca para Yale, Irving acudió a ver a sus padres y su hermano, pero en-contró a su padre al borde de la muerte. George Fisher murió al cabode poco, dejando a una viuda sin un centavo y a dos hijos muy jóvenes,uno de diez años y otro de diecisiete.

A la tristeza de Irving Fisher por haber perdido a su padre, se sumóla frustración de tener que aplazar para más adelante, si no para siempre,el ingreso a la universidad. Lo único que se le ocurría era volver a Mis-souri y buscar empleo en la granja de un compañero de curso, donde yahabía trabajado el verano anterior.

Al final, se descubrió que el padre de Irving había invertido quinientosdólares en Peace Dale por medio de un amigo, en previsión para la edu-cación de su hijo. Si la familia se instalaba en un apartamento de treshabitaciones cerca de Yale, podrían alquilar el segundo dormitorio aotro estudiante, e Irving podría dar clases particulares. Sumando a esola beca y el resultado de las inversiones del padre, resultó que Irvingpudo matricularse enYale, tal como tenía pensado, al comienzo del cur-so de 1884.

Uno de los «grandes hombres» de Yale, J. Willard Gibbs, dijo unavez que, si las masas querían gobernar el mundo, necesitarían grandesdosis de instrucción. En la época de Gibbs pocos proyectos de actividadrequerían formación universitaria, y solo un 1 o un 2 por ciento de losvarones jóvenes podían permitirse sacrificar cuatro años sin sueldo. Enla década de 1880, sin embargo, cada vez más jóvenes de poblacionespequeñas empezaban a ver la universidad como una forma de «escaparde la inferioridad de la infancia». En la nueva economía urbana, indus-trial y comercial de Estados Unidos, los empleos reservados a ingenie-ros, contables, abogados y profesores, por no hablar de la gestión de losnuevos proyectos empresariales, empezaban a perfilarse como una alter-nativa al habitual «esfuerzo de labrarse una fortuna» —una vía que solíaser larga, ardua e incierta— y conseguir la distinción.23

Por suerte para el muchacho pobre y ambicioso que era IrvingFisher, los estudiantes de Yale estaban muy acostumbrados a la riqueza y

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para ellos la fortuna familiar no era un criterio de distinción social Loimportante para ser popular era ser buen atleta, buen orador, buen po-lemista, conversador ingenioso o incluso un buen estudiante. Fisher seapuntó al equipo de remo, deslumbre en el concurso de debate, obtuvolas mejores notas en matemáticas y en otras materias y fue el primerode los 124 alumnos de su promoción.24 Pero el momento culminante desu carrera universitaria fue el día que le propusieron entrar en la elitistasociedad secreta de los Skull and Bones.

Muriel Rukeyser, poetisa y biógrafa de Gibbs, ha señalado que enaquellos años se produjo «un apogeo de nuevas disciplinas científicas»en Estados Unidos.25 En la década de 1880 hubo un estallido de activi-dad científica y se acrecentó el interés popular por la ciencia. CharlesDarwin, Herbert Spencer y Alfred Russel Wallace, autor de una teoríaindependiente de la evolución y la selección natural, eran nombres muyconocidos; además, fue una época en que proliferaron los zoológicos ylos museos de historia natural, y fue por entonces cuando nació la cien-cia ficción. La novela de Edward Bellamy Looking Backward: 2000-1887,que trasladaba a los lectores al Boston del año 2000, retrataba una edadde oro en la que habría fonógrafos, tarjetas de crédito y aparatos de ra-dio.26 Surgían corno setas los laboratorios, las asociaciones profesionalesy las revistas científicas, y la universidad empezaba a dejar de lado losestudios de lenguas clásicas para centrarse en la preparación científica ytécnica de sus estudiantes. El puente de Brooklyn, inaugurado mientrasFisher cursaba el último año de secundaria, simbolizaba el poder detransformación social de la ciencia. El auge de las grandes empresas y lasgrandes fortunas industriales y la influencia de los ferrocarriles en elcrecimiento económico suscitaron el interés por encontrar nuevos «ins-trumentos de dominio».27 La imaginación popular empezaba a ver laciencia como una forma de enriquecerse, además de un posible reme-dio para diversos problemas sociales, como la pobreza, la enfermedad yla ignorancia.

Gibbs era un físico, químico y matemático que aplicó por primeravez a la química la segunda ley de la termodinámica. En cierta ocasión,afirmó que la labor del científico era «encontrar el punto de vista desdeel cual se puede apreciar el tema en su máxima simplicidad».28 Gibbsera un gran defensor de la matematizacion de la ciencia. Además de unaherramienta de análisis, las matemáticas eran una lengua franca que po-

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día facilitar el intercambio de ideas entre los científicos de todo el pla-neta, del mismo modo que el latín había sido durante siglos la lengua decomunicación de botánicos y anatomistas. Una vez, tras un acaloradodebate sobre la conveniencia de sustituir el latín o el griego por las ma-temáticas en los estudios de clásicas, Gibbs, que no intervenía casi nun-ca en los claustros de profesores de la Universidad deYale, se puso enpie, carraspeó discretamente y abandonó la sala murmurando: «Las ma-temáticas son también un lenguaje».29

Cuando estaba terminando sus estudios universitarios, Fisher seveía como un matemático pero aspiraba a algo más: «Quiero conocer laverdad sobre la filosofía y la religión».30 Había abandonado la idea dehacerse pastor como su mejor amigo de San Luis, Will Eliot. En dife-rentes momentos pensó en dedicarse a la abogacía, los ferrocarriles, elfuncionariado o la ciencia. En una carta a su amigo Eliot, escribió: «¡Sontantas las cosas que quiero hacer! Siempre tengo la sensación de que notendré tiempo de cumplir lo que deseo. Quiero leer mucho. Quieroescribir mucho. Quiero ganar dinero».31 Al final, Fisher optó por dedi-carse a la «ciencia que enseña a ganar dinero».

En el período conocido como la «era progresista», la economía teó-rica de Estados Unidos seguía una línea muy distinta al Reino Unido,más centrada en las ideas del colectivismo y el Estado del bienestar.Aparte de unos pocos «institucionalistas» contrarios a la sociedad co-mercial, corno Thorstein Veblen, la disciplina académica estaba domina-da por los darwinistas sociales, que eran partidarios del liberalismo, de-fendían a los ricos y denostaban a los pobres.

De hecho, no era así. Prácticamente todos los socios fundadores dela Asociación Americana de Economía se habían formado en Berlín,Gotinga o Munich y compartían los valores de la «escuela histórica»alemana, que, a diferencia de la teoría económica inglesa, condenabaexplícitamente la competencia sin trabas y defendía el Estado del bie-nestar. Arthur Hadley, catedrático de economía política enYale, se refi-rió una vez a los economistas estadounidenses como «un grupo muynumeroso e influyente de señores que quieren ampliar las funciones delEstado».32 El Departamento de Economía deYale no era una excepción,salvo en el caso de su profesor más conocido :William Graham Sumner.En cierta ocasión, refiriéndose a Sumner, el historiador Richard Hofs-tadter, tras señalar que las etiquetas políticas contemporáneas —conser-

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vadores o liberales, izquierda o derecha— encajan mal o no encajan enabsoluto con los intelectuales del siglo x ix , preguntó retóricamente:«¿Ha habido alguna vez, en toda la historia del pensamiento, un conser-vadurismo más evidentemente progresista?».33 Sumner, que era hijo deun inmigrante pobre inglés y ejercía de pastor episcopaliano, fue exper-to en economía política y el primer sociólogo de Estados Unidos. Decarácter severo e irónico, siempre con el pelo entrecano muy bien re-cortado, en su cuarta década de vida Sumner se dedicó a aprender porsu cuenta «dos lenguas escandinavas, holandés, español, portugués, ita-liano, ruso y polaco» y a difundir sus opiniones liberalistas y llegó aconvertir New Haven «en una especie de pulpito del darwinismo so-cial». Según algunos de sus contemporáneos, sus intervenciones eran«dogmáticas», sus modales, «fríos», y su voz, «acerada».34 pero su apasio-nado discurso y su valiente defensa de posturas contrarias a la corrientedominante lo convirtieron en el profesor más popular deYale.

Sumner era un gran admirador de Charles Darwin y de HerbertSpencer. No solo quería limitar la intervención del Estado, sino tam-bién las actividades de la mayoría de las entidades de beneficencia pri-vadas. Su visión de la economía era malthusiana, es decir, profundamen-te pesimista, y, como Malthus, Ricardo y Mili, consideraba que losintentos de acelerar la evolución de la sociedad eran estupideces, patra-ñas, sofismas o «politiquerías». No obstante, como los economistas a losque admiraba, no era un defensor del statu quo. Con la elocuencia delpastor religioso, era capaz tanto de condenar la guerra como las medi-das de bienestar social, defender la actividad de los sindicatos o el dere-cho del banquero Andrew Mellon a disfrutar de sus millones, o elogiarel acceso de las mujeres al trabajo con la misma convicción que la liber-tad de comercio. Cuando el rector deYale, alegando razones teológicas,quiso prohibir que los Principios de sociología de Spencer se usaran comolibro de texto, Sumner amenazó con dimitir. En la época en que losWebb visitaron Estados Unidos, los estudiantes deYale simpatizantes delPartido Republicano exigieron que Sumner fuera destituido porquehabía condenado públicamente la guerra entre Estados Unidos y Espa-ña, y la Doctrina Monroe. .

Según cuenta su hijo Irving Norton Fisher, Irving Fisher se matri-culó en todas las asignaturas que daba Sumner. La forma en la que Fisherabordaba la economía era la de un matemático o la de un científico

experimental; en una carta a Eliot, se describió como «su amigo, el fríoy analítico matemático».35 Tras entrar en contacto con esta materia gra-cias a Sumner, Fisher llegó a la conclusión de que una persona conformación científica —es decir, preparada para pensar de una formafría, analítica y matemática— podía aportar mucho a la economía.

En la primavera de 1890, Fisher pidió a Sumner que le aconsejaraun tema para su próxima tesis, en un momento en que este último em-pezaba a desinteresarse de la economía política clásica para centrarsemás en «la ciencia de la sociedad». Sumner, que ya había comenzado suextraordinario proyecto de aprendizaje de idiomas y se dedicaba a reco-pilar datos etnográficos, quería dar un fundamento más sólido a la so-ciología. Por eso propuso a Fisher que centrara su tesis en la economíamatemática, un tema bastante novedoso y que además era difícil deabordar para los economistas de más edad, como él mismo. Para ello leprestó un libro de William Stanley Jevons, pionero de un nuevo métodode cálculo que analizaba las decisiones de los consumidores a partir decambios menores.

En aquella época había bastantes especialistas en ciencias humanasque intentaban aplicar el método científico a sus respectivas disciplinas.El psicólogo y filósofo William James, que acababa de volver de Europa,escribió ese mismo año a un amigo: «Creo que tal vez ha llegado elmomento de que la psicología empiece a ser una ciencia».36 Fisher, queveía las matemáticas como una especie de moneda de cambio que po-día facilitar el intercambio de ideas a través del mundo, se interesó porla posibilidad de fortalecer los fundamentos teóricos de la economíapolítica, como había hecho Gibbs con la química:

Antes de construir el puente de Brooklyn o pronunciarse sobre éltras su construcción, un ingeniero necesita saber matemáticas, mecánica,la teoría de las fuerzas, la curva natural de un cable de suspensión, etcéte-ra. Por eso, para aplicar la economía política a las tarifas ferroviarias, losproblemas de los monopolios o la explicación de cualquier crisis reciente,hay que empezar por desarrollar la teoría general de la propia economíapolítica.37

Tanto los darwinistas sociales como sus rivales, los socialistas, consi-deraban que el rasgo distintivo de la economía moderna era la compe-

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tencia y comparaban el funcionamiento del mercado con una selva.Pero a Fisher, como a Marshall, le interesaba más el alto grado de in-terdependencia y cooperación existente entre los diferentes agenteseconómicos (los hogares, las empresas, la administración pública) y lasmúltiples vías por las que una causa concreta podía producir un efecto

final.Mientras estudiaba en New Haven, Fisher hizo algunas incursiones

en Nueva York, y en alguna ocasión aprovechó para visitar la Bolsa. Lalectura de los libros recomendados por Sumner le hizo pensar en lasoperaciones del mercado de valores. Le sorprendió que parte del voca-bulario de la economía procediera de la física: «fuerzas», «flujos», «infla-ciones», «expansiones», «contracciones»... En cambio, no vio que nadiehubiera intentado diseñar un modelo que reprodujera el «hermoso eintrincado equilibrio que se manifiesta en los intercambios comercialesde una gran ciudad pero cuyas causas y efectos radican lejos de ella»,38

Marshall había concebido la economía moderna como un «motorde análisis» y había usado gráficos para describir los efectos de las influen-cias externas en los mercados individuales. Por su parte, Fisher decidióconstruir un modelo matemático del conjunto de la economía. Queríamostrar la forma en que el mercado «calculaba» los precios que equipara-ban oferta y demanda. Con el característico espíritu práctico estadouni-dense, quiso diseñar un modelo que no se limitara a combinar una seriede símbolos matemáticos, sino que permitiera generar soluciones numé-ricas. Cuando comenzaba a elaborarlo, decidió ir un poco más allá yconstruyó una máquina hidráulica que servía como modelo físico de lasecuaciones. Algo así solo se le podía ocurrir a una persona que, como élhabía pasado cientos de horas en un laboratorio, efectuando tediosos yrepetitivos experimentos. Fisher dio a leer su manuscrito a Gibbs, quienpodía entender mejor que Sumner lo que trataba de conseguir.

En el modelo de Fisher, cualquier elemento depende de todos losdemás. Por ejemplo, el grado en que un consumidor desea un productodepende del grado en que desea todos los demás productos. Fisher re-conocía que aquel enorme artilugio, con sus depósitos, sus válvulas, suspesas y sus palancas, se aplicaba «de forma muy aproximada» a los inter-cambios comerciales de «NuevaYork o de Chicago», pero no le impor-taba. «Las hipótesis ideales son inevitables en cualquier ciencia —escri-bió en su tesis doctoral—. El físico nunca ha podido dar una explicación

completa de ningún fenómeno del universo, solo ha logrado aproxima-ciones. El economista no puede aspirar a hacerlo mejor.»39

El sofisticado mecanismo diseñado por Fisher permitía visualizarlos factores que al interrelacionarse daban lugar a los precios, y tambiénpodía «emplearse como un instrumento de investigación» para estudiarinterconexiones distantes y complejas. Por ejemplo, mostraba cómo unimpacto externo en la demanda o la oferta de un único mercado afec-taba a los precios y las cantidades producidas en otros diez mercadosinterrelacionados, cómo alteraba los precios y cantidades de todo elconjunto y cómo modificaba los ingresos y las elecciones de compra dediferentes consumidores. El artilugio hidráulico de Fisher fue el precur-sor de los modelos de simulación y previsión a base de miles de ecua-ciones que empezaron a utilizarse en los grandes ordenadores centralesde la década de 1960 y que los estudiantes de hoy pueden usar en unsimple portátil para calcular el PIB de un país. Por desgracia, tanto elmodelo original de Fisher como el sustituto que se construyó en 1925,después de que el primero se rompiera al trasladarlo a una exposición,se han perdido para la posteridad.

Fisher escribió su tesis durante el verano de 1890. Demostrando elentusiasmo que le inspiraban las posibilidades del método matemático,incluyó una exhaustiva lista y bibliografía de las aplicaciones. El econo-mista Paul Samuelson calificó las «Investigaciones matemáticas sobre lateoría del valor y del precio» como «la tesis doctoral de economía másimportante jamás escrita».40 Cuando se publicó, el EconomicJournal, fun-dado por Alfred Marshall y otros miembros de la recién creada Asocia-ción Británica de Economía, la saludó como la obra de un genio. Elautor de la reseña, FrancisYsidro Edgeworth, catedrático de Oxford yuno de los pioneros de la economía matemática, escribió: «Podemosvaticinar al doctor Fisher el grado de inmortalidad que merece quienha sido capaz de profundizar en los fundamentos de la teoría económi-ca pura».41 En la tercera edición de sus Principios, Marshall, siempre rea-cio a reconocer las aportaciones de otros académicos, incluyó no unasino tres referencias elogiosas a las «Investigaciones» de Fisher, que cali-ficó de «brillantes», además de situar a su autor entre «los más profundospensadores de Alemania e Inglaterra».42

La visión de Fisher sobre la realidad económica, y especialmente suatención a la interdependencia y la interrelación de causas múltiples,

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afectó a su manera de pensar sobre muchos otros asuntos, justo antes dedoctorarse, en una intervención ante el Club de Ciencias Políticas deYale, propuso la creación de un organismo internacional que represen-tara a todos los países del mundo y que tuviera como cometido la reso-lución pacífica de los conflictos internacionales. Según la historiadoraBarbara Tuchman, esta intervención inspiró la fundación de la Liga parala Paz, en la que a su vez se inspiró el presidente Wilson para crear laSociedad de Naciones.43

1893, y todos los habitantes de Peace Dale fueron testigos de la cere-monia y estuvieron invitados al banquete. No menos de tres pastoresleyeron los votos, y se sirvió un pastel de boda de veinte kilos. En unaépoca en que todos los días había algún banco que quebraba o sufríauna retirada masiva de depósitos, hubo quien se escandalizó ante tama-ño derroche. Para colmo, los novios se fueron a Nueva York, se embar-caron en un transatlántico y zarparon hacia Europa, donde pensabanestar un año de luna de miel.45

A principios de la década de 1890, el auge del sector inmobiliario, laminería y los ferrocarriles experimentado tras la guerra de Secesión sehabía frenado, lo que ponía de manifiesto la inestabilidad de buena par-te de la economía estadounidense. El pánico de 1893 y el hundimientodel mercado bursátil estuvieron seguidos de la peor depresión de la his-toria estadounidense hasta la fecha. Sin embargo, en las cartas de Fishera su amigo Will Eliot las alusiones a estas calamidades están tan ausentescomo las alusiones a las guerras napoleónicas en las novelas de Jane Aus-ten.Y seguramente por razones similares: por aquel tiempo, Fisher pen-saba más bien en el amor, el noviazgo y el matrimonio.

Significativamente, Fisher aplazó su regreso a Peace Dale, escenariode su felicidad infantil, hasta que pudo volver aureolado por el éxito.Cuando se había marchado era un niño de trece años más bien infeliz,y ahora llegaba con la fama de haber realizado «una brillante carrera enYale, en la que ha sido estudiante galardonado, número uno de su pro-moción, profesor y finalmente catedrático de matemáticas».44 Como elprotagonista de un folletín Victoriano, su objetivo era cortejar a la ricaheredera —o más bien a la hija del empresario, ya que estaba en EstadosUnidos—. Todo sucedió como por ensalmo. Apenas una mirada fuesuficiente para que Irving cayera enamorado de una antigua compañerade colegio, Margaret Hazard, o Margie, como la llamaban sus íntimos.

Margie Hazard tenía la suerte de contar con una familia que laapoyaba, un temperamento tranquilo y un carácter extraordinariamentedulce. Su hermana era la intelectual y ella, la maternal y creativa. Su feen Irving era total e inquebrantable. Aunque ella era una rica herederay su pretendiente no tenía un centavo, Margie estaba convencida de serla más afortunada de las mujeres. Fisher y ella se casaron en junio de

«Tarde o temprano, todos los estadounidenses con formación académi-ca viajan a Europa», observó irónicamente Ralph Waldo Emerson. Losricos hacían el consabido grand tour de las capitales; y quienes teníanambiciones intelectuales, el grand tour de las universidades.46 En 1893 y1894, mientras recorría en tren Inglaterra y varios países del continenteeuropeo, Fisher se dedicó a conversar con prácticamente todos los pro-ceres de la incipiente fraternidad de la economía. La «pequeña vía deacceso» que su «librito» le había abierto en Europa le permitió entrar encontacto con la cosmopolita comunidad de los economistas. En Vienaalmorzó con Cari Menger, el fundador de la escuela económica austría-ca. En Lausana cenó con Léon Walras y conVilfredo Pareto, brillanteestudiante del primero, y se escandalizó al ver fumar a la mujer de Pare-to mientras tomaban el té.También pasó por Oxford para conversar conun callado y absorto Ysidro Edgeworth, y peregrinó hasta Cambridgepara presentar sus respetos a Aifred Marshali, que tras publicar los Prin-cipios se había consolidado como el principal economista teórico delmundo.

A pesar del frenético ritmo de actividades, a Fisher aún le quedótiempo para asistir a algunas clases del matemático Henri Poincaré enParís y del físico alemán Hermann Ludwig von Helmholtz en Berlín.Cuando su mujer, que estaba embarazada, empezó a encontrar excesivoel frío del norte de Europa, Fisher contrató a un estudiante para que letomara apuntes y se fue con su esposa a la Costa Azul. En una excursiónque hizo a solas por los Alpes, tuvo una revelación al ver un riachue-lo que corría sobre las rocas y formaba un pequeño estanque. «De pron-to, contemplando el fluir del agua, se me ocurrió que la distinción bá-sica para diferenciar el capital y el rédito era sustancialmente la misma

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que la distinción entre el agua que entra en el estanque y la que sale deél.»47 Al final de una conferencia de Fisher en Oxford, Edgeworth le co-mentó a Margie, que acompañaba a su marido: «El profesor Fisher vue-la cada vez más alto».48

Cuando Fisher y su mujer regresaron a New Haven y se instalaron enuna casa de nueva construcción perfectamente equipada, financiada porlos padres de ella, en el país se imponía el pesimismo. En 1895 habíahabido más de quinientas quiebras bancadas, quince mil empresas sehabían declarado en bancarrota, y el desempleo afectaba a uno de cadasiete trabajadores.49 Los altos hornos y las fábricas textiles seguían fun-cionando, los ferrocarriles seguían transportando mercancías y en loscampos se seguía cultivando trigo y maíz, pero junto a esa aparenteabundancia, también había hambre. «No recuerdo haber visto jamástantas personas muñéndose literalmente de hambre como en los últi-mos meses —afirmó en uno de sus sermones un pastor llamado T. DeWitt Talmage . ¿No habéis visto cuántos casos salen en la prensa depersonas que han sido halladas muertas y al hacerles Ja autopsia se havisto que la causa del fallecimiento era la inanición?»50

El resentimiento de las clases populares contra «los adinerados» es-taba muy presente. En una carta a un amigo, James J. Hill, el fundadorde la Great Northern Railway, escribió: «Últimamente la población delpaís empieza a estar obsesionada con las cuestiones sociales. [...] Duran-te diez años ha habido "ferrocarriles, monopolios y trusts", y ahora solohay una lucha entre quienes no tienen nada y quienes tienen algo».51

Ese mismo año se estrenaba en Broadway un melodrama de CharlesX Dazey que declaraba abierta La guerra de la riqueza.

La depresión agravó los conflictos sociales y políticos que existíandesde hacía mucho tiempo. No eran necesariamente conflictos de clase;de hecho, a pesar de la importante huelga de la Pullman en 1894, elnúmero de conflictos laborales se había ido reduciendo año tras año. Setrataba más bien de rivalidades entre diversas zonas del país, entre dis-tintos sectores industriales, entre empresas grandes y empresas pequeñas.Los explotadores de minas de la Costa Oeste criticaban la caída de losprecios de la plata en Washington. Los granjeros echaban la culpa de susdeudas a la codicia de los banqueros del Este y a los implacables mono-

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polios del ferrocarril. De todos los grupos, este era el más indignado.No habían notado la etapa de expansión económica, y la parálisis pos-terior los estaba sumiendo en la desesperación. Dentro del descensogeneral, los precios del trigo, el maíz y el azúcar habían caído dos o tresveces más que el resto. Cualquier persona que estuviera relacionada conla agricultura estaba endeudada, asfixiada por los elevados tipos de inte-rés y aterrorizada por los embargos.

La campaña presidencial de 1896 se convirtió en un referendo so-bre la dirección económica que debía seguir el país. El responsable de-mócrata de asuntos económicos, Grover Cleveland, fue repudiado porsu propio partido. El candidato a ocupar su puesto, William JenningsBryan, que por entonces tenía treinta y seis años, prometió a los votan-tes del Oeste «nacionalizar los ferrocarriles, acabar con los aranceles y,sobre todo, liberarlos de la tiranía financiera». Asimismo, calificó a losbanqueros de la Costa Este como «la pandilla de especuladores más cruele inmoral que hay sobre la Tierra» y los definió como el «monopoliodel dinero».52 Sus críticos le devolvieron el cumplido comparándolocon el general traidor Benedict Arnold y calificándolo de anarquista,anticristo y «baboso y demagogo charlatán».53 El rival republicano, im-puesto por James J. Hill y otros magnates, era William McKinley

Seis semanas antes de las elecciones, cuando criticó a Wall Street ensu famoso «discurso de la cruz de oro», Bryan ya había lanzado sus dar-dos contra uno de los Jericós del poder monetario. Al comienzo delsemestre de otoño, el que era conocido como «el gran plebeyo» hablóante mil estudiantes y profesores de la Universidad de Yale. El públicoestalló en gritos y aplausos en cuanto subió al estrado aquel hombrecorpulento y guapo, con su espeso pelo negro, su sombrero de fieltro ysu corbatín estrecho.

Según Bryan, «la cuestión primordial» de la campaña de 1896 eraun tema aparentemente oscuro: el patrón monetario del país. Con suvoz profunda y algo ronca, Bryan arremetió contra «ese patrón oro quetrae hambre para todos menos para quienes cambian dinero y quieneslo poseen». La ley de 1873 que prohibía acuñar monedas de plata yadoptaba el oro como referencia había producido una sequía monetariaque, desde el punto de vista de Bryan, había sido mucho más devastado-ra que cualquier fenómeno natural para la agricultura, el principal sec-tor económico del país. En su discurso, Bryan clamó: «Si hacéis que la

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moneda sea escasa, hacéis que sea deseada. Si hacéis que la moneda seadeseada, rebajáis el valor de todos los productos, y cuando los preciosbajan, comienzan los tiempos difíciles».54

Para Bryan, la única forma de reactivar la economía era abaratarnuevamente la moneda, es decir, vincular el dólar a un patrón más ex-pansivo que el oro, «que permita que la nación prospere». Bryan acusóa McKinley, y a los «demócratas auristas» que lo apoyaban, de preten-der restaurar la prosperidad manteniendo las desastrosas medidas de«fortalecimiento de la moneda» del titular demócrata. En el cuarto añode depresión, McKinley y los grupos a favor de una moneda fuerteorganizados por sus partidarios estaban mas preocupados por la infla-ción y el mercado monetario de Londres que por los padecimientos desu país. Lo que era malo para los granjeros era malo para Estados Uni-dos, incluidos sus pequeños comerciantes, sus profesionales y sus obre-ros fabriles... además de los estudiantes de New Haven. En su discurso,Bryan aseguró que si el patrón plata arruinaba a los empresarios «conmás celeridad de lo que les ha arruinado el patrón oro, eso sí que serámalo, amigos míos», y añadió: «El partido que se declara a favor delpatrón oro se declara básicamente a favor de la continuación de lostiempos difíciles».53

Al oír esta mención al Partido Republicano, los estudiantes empe-zaron a clamar contra McKinley. Bryan perdió su característica calma yexclamó: «Estoy tan acostumbrado a hablar con jóvenes que se ganan lavida que casi no sé qué lenguaje usar para dirigirme a quienes no de-sean ser conocidos como creadores de riqueza, sino como los distribui-dores de la riqueza creada por otros».56 Un estudiante de segundo quese encontraba entre el público consignó unas palabras de Bryan que elcandidato negó posteriormente haber pronunciado: «Noventa y nuevede cada cien estudiantes de esta universidad son hijos de ricos impro-ductivos». La cifra «noventa y nueve» funcionó como una espoleta.«¡Noventa y nueve! ¡Noventa y nueve!», entonaron los estudiantes, has-ta que Bryan abandonó el estrado disgustado, dejando a los mercaderesen su templo.57 Al día siguiente, el NewYork Times publicó como titular:«YALE NO LE ESCUCHA — Las burlas y la música ofenden al orador— Habla veinte minutos y se retira enojado».08

En una carta a su amigo Will Eliot, Irving Fisher confesó: «Creo quenunca había sentido una indignación moral tan grande como la que meinspira la "locura de la plata"».59 «La ciencia social se encuentra en unestado incipiente y [...] pasará mucho tiempo antes de que alcance su"estadio terapéutico".»60

Poco antes, Fisher había dejado el Departamento de Matemáticasde Yale por el de Economía Política, según él para «estudiar de una for-ma más directa la época actual», aunque en privado opinaba que losprofesores de este departamento estaban «cargados de presunción» y secreían capaces de solucionar todos los males del mundo. Fisher mante-nía su porte esbelto y erguido de siempre, practicaba regularmente elatletismo, el remo y la natación y conservaba una energía inagotable. Laúnica señal del paso del tiempo eran los problemas de visión en el ojoizquierdo, a consecuencia de un desafortunado accidente deportivo.61

Aunque no tenía unas convicciones políticas muy marcadas, Fisherse dio cuenta de que, en tanto que catedrático, «se espera de mí quetenga una opinión».62 Una reforma mal orientada podía empeorar lascosas, advirtió. Sumner había manifestado su profunda desconfianzaante las medidas populistas en un panfleto que llevaba el provocadortítulo de TheAbsurd Effbrt to Make the World Over.63 En la depresión quesiguió al pánico bancario de 1893, Fisher escribió a su amigo Will:

En lo que respecta a las reformas sociales, tengo la impresión de quela pretensión de los filántropos de aplicar remedios prematuramente trae-rá más mal que bien. Lo mejor que puede hacer el que propugna esto esrechazar la idea de que «hay que hacer algo» y rogarnos que esperemospacientemente hasta saber en qué basar la acción, y entretanto limitarla labor filantrópica al estrecho marco en el que claramente es necesaria—básicamente, la educación—. [...] Hay tantas reformas concretas alalcance de la mano —en la gestión de la ciudad, en la erradicación delvicio, en la educación— que es mejor que los defensores de la humanidadse esperen a desarrollar los grandes proyectos para la «sociedad» hasta quese hayan hecho las cosas «pequeñas».64

De todos modos, Fisher no siguió su propio consejo. En noviembrede 1895, en una reunión de la Asociación Americana de Economía, mos-tró su indignación por «la excesiva ligereza» con que algunos de sus cole-gas querían «manipular la moneda» y criticó el argumento a favor de la

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plata: «El efecto del bimetalismo, dado que la plata es el metal más barato,será la depreciación de la moneda. [...] Un sistema que pretende ser re-conocido por su consideración de la justicia no puede de ningún modoestrenarse con una injusticia tan clamorosa. Las personas de bien debenver con horror la propuesta de reintroducir la ratio de 1/15,5». No es deextrañar que este discurso suscitara el interés de las fuerzas contrarias aBryan. El propio Fisher aceptó colaborar en la campaña contra Bryan ycon la delegación neoyorquina de la liga por una moneda fuerte.65

La forma en que la cuestión monetaria se erigió como el asunto másimportante de la campaña presidencial de 1896 requiere alguna expli-cación. Históricamente, el dinero se había considerado algo poderoso,deseable, misterioso y hasta maligno, como las epidemias o las catástro-fes naturales. El cristianismo y el islam eran tradicionalmente hostiles alinterés. Las crisis financieras, desde los cracs bursátiles a los pánicos ban-carios o la hiperinflación, habían desatado el resentimiento popularcontra los bancos. Todo ello envolvía la cuestión monetaria en unaaureola de misticismo, superstición y emotividad.

En las décadas de 1880 y 1890, cada uno de los dos bandos enfren-tados en el debate mitificó su metal predilecto y demonizó el de susrivales. En la década de 1880, el malvado especulador pasó a ser un per-sonaje recurrente de las obras de ficción, con antecedentes en El anulode los nihelungos de Wagner y en el Auguste Melmotte de la novela deAnthony Trollope El mundo en que vivimos. El historiador Harold Jameslo explica así:

En el siglo xix muchas de las visiones de la globalización del mundose derivaban de la noción ancestral del pecado original. La solución conla que algunos intelectuales pretendían resolver la ilegitimidad del sistemaera una especie de versión secular de la argumentación de Lutero. Parasuperar los efectos del pecado original, hacía falta una autoridad públicafuerte. La codicia había creado una fractura en la comunidad original,pero el Estado podía crear una comunidad y un orden nuevos y canalizarde este modo las fuerzas destructivas de la dinámica capitalista. Esta estra-tegia sería la única forma de evitar el apocalipsis profetizado por gentecomo Marx, Wagner o lord Salisbury.66

Desde siempre, los economistas estadounidenses estaban más obse-sionados con la «cuestión monetaria» que sus homólogos británicos. Elmotivo era un azar histórico, ya que esta actitud se derivaba en parte dela ancestral desconfianza contra el poder federal y en parte de la deci-sión de emitir billetes no convertibles durante la guerra de Secesión ypermitir cambiarlos por oro veinte años después. Otro factor todavíamás importante era la peligrosa frecuencia con que se sucedían las reti-radas masivas de fondos, los pánicos bancarios, las crisis y las depresio-nes. En 1873, el periodista y economista inglés Bagehot observó:

Es muy importante señalar que nuestra organización industrial nodepende solamente de azares externos imprevisibles, sino también decambios internos regulares; que estos cambios hacen que nuestro sistemade crédito sea mucho más delicado en algunos momentos que en otros,y que es la recurrencia de estos períodos de vulnerabilidad la que hadado lugar a la noción de que los momentos de pánico siguen una pau-ta establecida, es decir, que más o menos cada diez años debemos sufriralguno.67

Teniendo en cuenta este fatalismo tradicional, se entiende que uncientífico joven e idealista llegara a la conclusión de que el problemavenía de no haber estudiado con suficiente rigor la moneda; para él,entender el papel que esta desempeñaba en los asuntos económicos li-mitaría las decisiones irracionales y los conflictos innecesarios.

En su tesis doctoral, publicada en 1892, Fisher observó: «La mone-da, que se usa para medir el valor y, por lo tanto, afecta a la percepciónde los valores económicos, no ha sido muy estudiada, y el misterio quela rodea está en el origen de muchos errores de cálculo y de muchosmalentendidos». Aunque centró su investigación en la forma en que se«computaban» los precios mediante la interacción de la oferta y la de-manda, Fisher trató la moneda básicamente como una unidad de medi-da. El patrón oro era un mecanismo primitivo para controlar su valor,pero Fisher, ya antes de terminar su tesis, había desarrollado otro méto-do que podía funcionar mejor. Según él, para estabilizar los preciosbastaba con relacionar el valor en oro del dólar con el índice de pre-cios al consumo. Para Fisher, el equilibrio era el punto de referencia, ylas alteraciones monetarias le parecían una fuente de inestabilidad. En

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sus Investigaciones matemáticas hizo hincapié en que «la situación estáticaideal postulada en nuestro análisis nunca se cumple en la realidad», locual le convenció de que «los pánicos bancarios son indicativos de unafalta de equilibrio».68

El interés es el precio que las personas que han ahorrado cobranpor permitir que otros usen su capital, es decir, responde a un servicioauténtico y valioso. A su vez, el valor del capital está determinado porlas expectativas que albergan ahorradores e inversores sobre los futuroscobros de intereses. La inflación y la deflación producen oscilacionesarbitrarias en los ingresos, que no se deben a una conspiración de losdemagogos que manipulan a la gente o de los banqueros de Wall Street,sino que son el resultado del valor fluctuante del patrón monetario, quees una medida más elástica que constante.

A Fisher, que había empezado a interesarse por la economía trasseguir los debates sobre la moneda tan habituales en la política nor-teamericana de las décadas de 1880 y 1890, le preocupaba sobre todoasegurar un trato justo a deudores y entidades crediticias y evitar queun cambio inesperado en el valor de la moneda exacerbara los conflic-tos sociales latentes. Desde el punto de vista práctico, a un empresario leresultaba difícil distinguir entre un cambio referido solamente al preciode su producto y un alza o baja del nivel general de los precios y ajustarsus negociaciones en consecuencia. Además, los ciudadanos que no en-tendían que el valor de la moneda no era fijo tendían a echar la culpade las inflaciones o las deflaciones a algún chivo expiatorio, como losjudíos, los extranjeros o los habitantes de la zona este del país.

Estados Unidos había seguido a Gran Bretaña, Alemania y Franciaen la adopción del patrón oro, es decir, el sistema que asocia el valor dela moneda de cada país a una cantidad determinada de oro, y a partirde ahí a las demás divisas. El patrón oro funciona en cierto modo comouna moneda única mundial, muy útil para quienes se dedican a la ex-portación o la importación. Los granjeros de Kansas que vendían trigoa los comerciantes británicos querían dólares para pagar a los trabajado-res, los transportistas, los proveedores de semillas, etcétera; para pagarles,los comerciantes británicos tenían que conseguir dólares a cambio delibras. Obviamente, a falta de una moneda única, para el importador eramuy práctico saber que una libra siempre tendría un valor de cambiode cinco dólares.

Por desgracia, contar con tipos de cambio fijos no implicaba, comomuchos suponían, que el valor de la moneda se mantuviera tambiénconstante en la adquisición de bienes producidos en el propio país. Dehecho, mientras el dólar estadounidense estuvo asociado a una determi-nada cantidad de oro, el poder de compra del oro, y por lo tanto el deldólar, tuvo fluctuaciones de hasta un 50 por ciento o un 100 por ciento.En la década de 1880, el valor del dólar cayó bruscamente en un mo-mento de escasez mundial del metal, lo que provocó una deflación delos precios y un acalorado debate entre los partidarios de conservar elpatrón oro y los partidarios de volver al patrón plata.

Los agricultores norteamericanos, que especulaban con tierras yusaban las hipotecas para financiar nuevas compras, eran deudores netos.Según ellos, mantener la paridad con el oro había limitado la ofertamonetaria y ocasionado un aumento en los tipos de interés y un des-censo en los precios de los productos cosechados y en los ingresos agrí-colas. En consecuencia, para mantener o amortizar un determinado ni-vel de deuda se necesitaban más toneladas de maíz o de trigo o dealgodón de lo que el granjero o el banco habían previsto en el momen-to de emitir la hipoteca. Fisher conocía bien la actividad agrícola de lazona oeste del país, porque en los dos años que había pasado en SanLuis había hecho amistad con los hijos de unos granjeros de Missouri yen los veranos de su época universitaria había trabajado con ellos.

El movimiento a favor de la plata alcanzó su apogeo en 1896, conocasión de la campaña presidencial de William Jennings Bryan, y lomismo sucedió con la defensa del patrón oro por parte de Fisher. Hacíapoco que se había publicado su monografía Appreciation and Interest.Para él, la cuestión básica era la justicia distributiva. Consideraba que lospartidarios de la plata tenían razón al decir que la deflación había enri-quecido a las entidades crediticias a expensas de los deudores, pero noaceptaba su argumento para pasar al patrón plata. Según él, el descensode los tipos de interés conducía inevitablemente a un alza del valorreal de la deuda, ya que el mercado lo compensaría... Al final, Bryanperdió las elecciones. Paradójicamente, en la época en que pronunció su«discurso de la cruz de oro», los hallazgos de nuevas vetas y otras nove-dades produjeron un alza inmediata en la oferta de este metal y llevarona una expansión monetaria que desembocó en la deflación de las déca-das de 1880 y 1890 sin que Estados Unidos abandonara el patrón oro.

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Con treinta años, Irving Fisher había escrito varios libros y artículos, erauna figura en alza en el mundo académico y el padre de una familiacada vez más numerosa. A esa edad era un hombre más fuerte, enérgicoy atractivo que a sus veinte años. Iba en bicicleta, daba caminatas y le-vantaba pesas. Su deporte favorito era la natación y en verano no dejabaque nada, ni siquiera las frías aguas de la costa de Maine o los temoresde Margaret, le impidiera practicar la natación.

En agosto de 1899, mientras nadaba cerca de la casa de veraneo dela familia, Fisher estuvo a punto de ahogarse. En las semanas posteriorestuvo fiebre y se sintió muy cansado y cada vez más deprimido, una seriede síntomas que recordaban peligrosamente los comienzos de la enfer-medad que se había cobrado la vida de su padre. Poco después de cum-plir treinta y un años y ser ascendido a catedrático, recibió una sentenciade muerte cuando le diagnosticaron tuberculosis.

Según la historiadora Katherine Ott, la tuberculosis fue el sida delsiglo xix. A comienzos del siglo xx,uno de cada tres fallecimientos enlas grandes ciudades se debía a la tisis, y la mayoría de las víctimas de lallamada «peste blanca» eran adultos jóvenes. El curso de la enfermedadera terrible y los porcentajes de recuperación, desoladoramente bajos.Las víctimas se enfrentaban a la pérdida del trabajo y al ostracismo socialque comportaba inevitablemente el diagnóstico. Uno de los afectadosescribió que el médico que le diagnosticó la tuberculosis «perfectamen-te podría haber añadido "que Dios se apiade de su alma"», porque aloírlo se sintió hombre muerto.69 Fisher recordaba a su padre en sus úl-timos días, demacrado y esquelético, totalmente sordo, incapaz de tomarmás que sorbos de leche y sin poder apenas hablar. George Fisher ha-bía languidecido en esa terrible situación durante varias semanas, y ha-bía muerto con solo treinta y tres años.

Normalmente, el tratamiento consistía en reposo, aire Ubre y bue-nos alimentos. En una época de fascinación por todo lo que viniera deChina o de Japón, los partidarios de la «curación mental» achacaban laenfermedad al estrés de la vida moderna, animaban a los enfermos aresponsabilizarse de su propia salud y abogaban por «calmar el caos delos pensamientos para entrar en contacto con el espíritu poderoso einvisible de Dios, la humanidad o cualquier otra fuerza».70 Era un m o -

mento de auge del pensamiento positivo. En una charla que impartióen una escuela local, Fisher explicó su particular filosofía:

Toda la grandeza de este mundo radica en gran medida en el auto-control mental. Napoleón comparaba su mente con una cómoda com-puesta por varios cajones. Abría uno, examinaba su contenido, lo cerrabay luego abría otro. Se dice que el señor Pierpont Morgan tiene una capa-cidad de control similar. [...] Lo que llamamos «la vida» de un hombreconsiste simplemente en el flujo de su conciencia, en la sucesión de imá-genes que deja aparecer ante su mente. [...] Tenemos la capacidad decontrolar y elegir este flujo de conciencia para formar nuestro carácter yconvertirlo en lo que deseemos.71

Durante los siguientes seis años, Fisher hizo todo lo que pudo porrecuperar la salud, el ánimo y su natural energía. Estuvo unos seis mesesen el hospital Adirondack Cottage de Saranac (NuevaYork), un centrodirigido por el doctor Edward L.Trudeau y muy similar al sanatorio al-pino que Thomas Mann describió en La montaña mágica. Los niños sefueron a vivir con sus abuelos, y Margie se instaló con Fisher en Saranac.Fisher se ponía un abrigo de pieles de mapache y su mujer le leía el lar-go poema Snow-Bound, de John Greenleaf Whittier. «Los médicos estánseguros de que me pondré bien, pero es algo que requiere su tiempo—escribió Fisher a WiU Eliot en diciembre de 1898—. Estoy sentado enel porche, el termómetro marca seis bajo cero y hay dos palmos de nieve.La tinta se congela, por eso te escribo a lápiz.»72 En enero de 1901, losmédicos le anunciaron que estaba completamente restablecido, pero aúntardó tres años más en recobrar del todo sus energías.

El hecho de sobrevivir a la tuberculosis despertó al predicador quehabía latente en él. A partir de entonces, Fisher inició una cruzada porla sanidad pública y se convirtió en el paladín de la vida sana y el auto-control mental, a los que atribuía su recuperación. Haber vencido a latuberculosis le convenció de que lo extraordinario era posible —porejemplo, doblar la esperanza de vida para el año 2000—. Cuando cono-ció al doctor John Harvey Kellogg, cruzado de la «vida ecológica», Fis-her le dijo que andaba «en busca, no de la fuente de la eterna juventudcomo Ponce de León, sino de ideas que puedan ayudarnos a prolongarla juventud y disfrutarla más».73 Animado por Kellogg, Fisher llevó a

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cabo un experimento sobre los efectos de la dieta vegetariana en unapoblación de atletas deYale, solicitó el puesto de secretario del Smith-sonian y presionó al gobierno para que creara un Departamento de Sa-nidad de rango ministerial. En 1908, tras el asesinato del presidenteMcKinley, su sucesor Theodore Roosevelt, el presidente más joven deEstados Unidos, colocó a Fisher en la Comisión Nacional para la Con-servación. La idea de la conservación «tiene su centro de gravedad ennuestro sentimiento de obligación con la posteridad». Según observóFisher, a los estadounidenses les costaba disfrutar del presente con ple-nitud, entender que «estamos malgastando la esencia que pertenece a lasgeneraciones futuras».74

En 1906, el año del terremoto de San Francisco, Fisher declaró que elHomo económicas había muerto y calificó la doctrina del laíssez-faire deideología caduca. En una asamblea de la Asociación Americana para elAvance de la Ciencia dijo que la aceptación de la intervención pública yde las medidas de bienestar social era «el cambio más importante que haexperimentado la opinión económica en los últimos cincuenta años».75

Según él, la experiencia demostraba que los principios básicos de la teo-ría liberal —es decir, que el individuo es quien mejor puede juzgar supropio interés y que la búsqueda del interés propio lleva al máximo be-neficio para la sociedad— no eran correctos. La intervención estatal ylos movimientos de intervención social voluntaria —el equivalente delas actuales organizaciones no gubernamentales— no solo no eran peli-grosos, sino que eran necesarios. De hecho, añadió, habían ayudado mu-cho a conservar el entorno natural y a mejorar la salud pública.Tambiénaseguró que, si tuviera que elegir entre el liberalismo extremo de Sum-ner o el socialismo, elegiría lo segundo, y enumeró diversos casos en losque lo que es bueno para una persona concreta no lo es para la sociedad,lo cual demostraba que el laissez-faire no era la política más adecuada.

El libro The Nature of Capital and Income, publicado en 1906, refle-jaba su visión del capital como un flujo de futuros servicios, lo queimplicaba una preocupación por la conservación. Fisher estaba conven-cido de que la interdependencia económica, ejemplificada en la ten-dencia a la urbanización, la especialización y la globalización, implicabauna mayor necesidad de información, educación, coordinación e inter-

vención pública. Según él, la preocupación por el futuro exigía adoptarmedidas preventivas y conservacionistas. Haber estado cerca de la muer-te le hacía ver con más urgencia la necesidad de asegurar la eficienciaeconómica y evitar el despilfarro. Según el historiador de la economíaPerry Mehrling, Fisher muestra influencias de John Rae, contemporá-neo de Adam Smith, cuando define el «interés» —que para él incluyelos beneficios, las rentas y los salarios— como el valor del flujo de ser-vicios que pueden proporcionar las máquinas, la tierra y el capital hu-mano acumulados en el pasado. Según Mehrling, todas las reformaspropugnadas por Fisher, desde las encaminadas a aumentar la duraciónde la vida hasta las que pretendían evitar las depresiones económicas ylas guerras, estaban dirigidas a aumentar la riqueza real del país.76

Hoy en día, los economistas hablan de racionalidad acotada, exter-nalizaciones y deficiencias del mercado. Fisher hablaba de ignorancia yde falta de autocontrol. Más radicalmente, aseguraba que, incluso cuan-do las personas actúan de forma racional, el efecto combinado de susacciones puede reducir el bienestar colectivo. «No solo es falso que loshombres, cuando pueden actuar a su arbitrio, seguirán siempre su mejorinterés, sino que es falso que, en caso de seguirlo, harán siempre lo me-jor para la sociedad.»77 Según explicaba, hay una clase especial de igno-rancia que consiste en tratar el presente como si fuera la norma. Fisherconsideraba posible doblar la esperanza de vida, y también la producti-vidad. Su idea más interesante es la de que la mente nos juega malaspasadas; lo llamaba «la ilusión monetaria». Para él, la inflación y la defla-ción —cualquier cambio en el nivel general de los precios— eran per-judiciales, porque inducían a la gente a tomar malas decisiones. En eco-nomía, la ilusión monetaria significaba que se necesitaba mucho tiempopara que empresas y consumidores se adaptaran a los cambios en losprecios y en los tipos de interés.

Fisher llegó a dos conclusiones tras reconocer que los Homo sapiensno eran Homo economicus, máquinas de cálculo hiperracionales. En pri-mer lugar, había sólidas razones a favor de la enseñanza obligatoria. Ensegundo lugar, había razones aún más sólidas para regular el comporta-miento individual, ya fuera introduciendo normativas contra incendiosen las viviendas, ya fuera prohibiendo el juego, el alcohol y otras sustan-cias adictivas: «No es cierto que unos padres ignorantes estén legitima-dos para imponer a sus hijos sus propias ideas sobre la educación; de

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hecho el problema del trabajo infantil no concierne solo a los indivi-duos afectados, como se pensaba en otro tiempo, sino que tiene reper-cusiones de gran alcance en la sociedad en su conjunto».?

Al señalar los límites del modelo de la competencia, Fisher fue mu-cho más lejos que Marshall.En este sentido, anticipó las líneas generalesque seguiría la economía teórica posterior a la Segunda Guerra Mun-dial «Incluso cuando la intervención de los poderes públicos es imprac-ticable o desaconsejable, seguirá habiendo motivos para intentar mejo-rar las condiciones de vida mediante la influencia de una clase sobreotra; de ahí la agitación social.»79

Aunque todo el mundo fuera absolutamente racional, la búsquedadel propio interés no llevaría de manera necesaria a unos resultados social-mente deseables. «La iniciativa individual nunca desembocaría en una es-tructura de parques municipales, ni siquiera en una estructura de callesútil» afirmó Fisher. Por este motivo, rechazaba tanto la privatización de laoferta monetaria, medida propugnada por Spencer, como la «todavía masasombrosa sugerencia de que hasta la función policial del Estado debadejarse en manos privadas, que los cuerpos policiales deban ser simplescomités de vigÜancia voluntarios, algo así como las antiguas compañías debomberos, considerando que la rivalidad entre estas compañías aseguraráun mejor servicio que el que se obtiene ahora con la policía pública».80

La enfermedad de Fisher estuvo seguida de un período de extraor-dinaria creatividad. En el espacio de cinco o seis años, elaboró las ideasque había ido germinando durante su exilio forzoso, en una época en quehabía adoptado la filosofía india y las prácticas de meditación.

La última noche, al atardecer, me senté fuera como un indio, sinpensar en nada, limitándome a percibir la serenidad y el poder del univer-so. [...] Las impresiones subconscientes de los más de tres años de depre-sión miedos y preocupaciones siguen en mi almacén mental, pero ente-rradas, espero que para siempre. He tenido que trabajar duramente yrecurrir a la autosugestión para acorralar los demonios de la tristeza. Deboconfesar que lo primero que me preocupaba tras el primer año era elmiedo. [...] El optimismo no tiene que ver con si el mal existe o con quépodemos esperar del futuro. Un hombre puede creer que el mundo esingrato y que la tierra acabará enfriándose y muriendo, que él mismopadecerá dolores y perderá amigos, honores y riquezas, y sin embargo seroptimista.81

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El año 1907 fue particularmente agitado en los mercados financie-ros. Entretanto, Fisher se dedicó a dar los últimos toques a su nuevo li-bro, The Rate oflnterest, subtitulado: «Su naturaleza, su determinación ysu relación con los fenómenos económicos».

Por primera vez, Fisher formuló explícitamente su teoría en térmi-nos de la capacidad de previsión: los períodos de especulación y dedepresión eran el resultado de previsiones desequilibradas. «Un pánicobancario siempre es el resultado de situaciones imprevistas, y una deesas situaciones imprevistas, que en parte es el resultado de otras situa-ciones imprevistas, es la escasez de dinero prestable.»82

Tal como ha explicado Perry Mehrling, si se preveían correcta-mente las inflaciones y las deflaciones, los tipos de interés del mercadomonetario se adaptarían de forma inmediata a la nueva situación. Si lasentidades crediticias esperaban que subiera el nivel de precios global,exigirían a los prestatarios un tipo de interés también más alto. Si espe-raban una bajada del nivel general de precios, estarían dispuestos a acep-tar un tipo de interés inferior. Según el mismo razonamiento, si losprestatarios esperaban una mayor inflación, se darían cuenta de que pa-gar un tipo de interés nominal más alto no afectaría a la tasa de rentabi-lidad real.Y si esperaban una deflación, se darían cuenta de que tambiénpodrían pagar un tipo de interés nominal proporcionalmente reducido.En resumen: si se partía de previsiones correctas, las alteraciones en elnivel de los precios no tendrían efecto en el producto real o en el em-pleo. El problema, evidentemente, es que resulta imposible prever el fu-turo con esta exactitud: «La incapacidad [de prever correctamente ladeflación] desemboca en una inesperada pérdida para el deudor y unainesperada ganancia para el acreedor».83

Posteriormente, Fisher se desvió de su postura inicial, según la cuallos cambios en el valor del dinero tenían un efecto insignificante en laactividad económica real, y decidió que los tipos de interés no variabancon tanta agilidad para compensar los efectos de estos cambios en elpoder adquisitivo del dólar; por este motivo, para tener un sistema mo-netario justo y transparente, hacían falta precios estables:

Los partidarios del bimetalismo tenían parte de razón cuando asegu-raban que la clase acreedora era la que había salido ganando en el períodode descenso de los precios de los años 1875-1895. La situación ha sido

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exactamente la opuesta durante el período 1896-1906. No obstante, nodebemos cometer el error de suponer que el enriquecimiento de la clasedeudora durante la última década compensa el empobrecimiento de estamisma clase durante las dos décadas anteriores, porque los integrantes delas clases sociales cambian con mucha rapidez. Tampoco debemos come-ter el error de suponer que la categoría de los deudores está formada porlos pobres. Hoy en día, el deudor típico es el accionista, y el acreedor tí-pico, el obligacionista.84

Con el patrón monetario vigente, el dólar estadounidense depen-día de un determinado peso de oro, pero no de su valor o de su poderadquisitivo. Eso implicaba que el poder adquisitivo nacional del dólarascendería y descendería según la oferta y la demanda de moneda. Lamayoría de las personas, hasta los inversores y empresarios más avezados,entendían el dólar como una medida de valor y consideraban difícil oincluso imposible seguir o anticipar los cambios del valor. Las inflacio-nes y las deflaciones eran perjudiciales porque inversores, consumidoresy empresarios no eran capaces de predecirlas correctamente, ni siquierade calibrar de manera aproximada su magnitud en el presente y en elpasado reciente. Las decisiones basadas en expectativas equivocadas da-ban lugar a inversiones fallidas, y, desde el punto de vista de la economíaen su conjunto, a un exceso de inversión en algunas áreas y una insufi-ciencia de inversión en otras, en un «insensato derroche que terminará enun día del juicio final que adoptará la forma de una crisis comercial».85

Repasemos qué había sucedido en los últimos sesenta años. Al princi-pio, Charles Dickens, Henry Mayhew y Karl Marx habían descrito unmundo en el que las condiciones materiales que condenaban a la hu-manidad a la pobreza desde tiempos inmemoriales empezaban a sermenos ineludibles y más maleables. En 1848, Karl Marx demostró quela competencia impulsaba a las empresas a producir más con los mismosrecursos pero también afirmó que no era posible convertir estos incre-mentos de producción en mejoras de los sueldos y en el nivel de vida.

Posteriormente, en la década de 1880, Alfted Marshall descubrióque el sutil mecanismo de la competencia anima a los propietarios denegocios a introducir mejoras constantes y graduales de productividad

que se van sumando con el tiempo, y también les obliga a distribuir lasganancias en forma de sueldos más elevados o de precios más bajos, unefecto que asimismo se acumula a lo largo del tiempo. Mientras la pro-ductividad determinase los salarios y el nivel de vida, cada persona po-dría modificar sus propias condiciones materiales, e influir en el nivelde vida colectivo mejorando su productividad.

Beatrice Webb fue la impulsora de la idea del Estado del bienestar,del mismo modo que fue una pionera en la investigación social. Con susensibilidad sociológica, Mili argumentó que el Estado del bienestaracapararía todos los ingresos tributarios, y Marx insistió en que tal Esta-do era una contradicción en sus términos. Por otro lado, Webb mostróque la indigencia podía evitarse y que ofrecer educación, higiene, ali-mentos, servicios médicos y otro tipo de servicios públicos implicaríaun aumento de los salarios y de la productividad del sector privado quecompensaría el descenso atribuible a los impuestos. Es decir, ocuparsede mejorar la educación, la alimentación y la salud de los pobres nofrenaría el crecimiento económico sino que probablemente lo elevaría.

Irving Fisher fue el primero en comprender en qué medida afectala moneda a la economía real y en argumentar que el Estado podía ges-tionarla de otro modo para reforzar la estabilidad económica. Tras atri-buir una única causa a problemas aparentemente opuestos como son lainflación y la deflación, Fisher concluyó que el Estado tenía a su dispo-sición un posible instrumento —el control de la oferta monetaria—para moderar o incluso evitar los estallidos inflacionarios o las depresio-nes deflacionarias.

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Capítulo 5

La destrucción creadora:Schumpeter y la evolución económica

Semejante transacción [...] concentró en dos o tres decenios el cur-so normal de una evolución histórica de siglos.

ROSA LUXEMBURG, La acumulación del capital, 19131

El 4 de noviembre de 1907,1a noticia de una retirada masiva de fondosen la Knickerbocker Trust Company neoyorquina causó una estampi-da en la Bolsa londinense. En busca de seguridad, los atemorizados in-versores asediaron al Banco de Inglaterra con peticiones de lingotes deoro. Ante la amenaza de una pérdida general de depósitos, el banco res-pondió subiendo el tipo de interés que cargaba a otras entidades por lospréstamos a corto plazo. En pleno pánico financiero, el señor JosephAlois Schumpeter y la señorita Gladys Ricarde-Seaver se daban discre-tamente el sí quiero en una oficina del Registro Civil cercana a la esta-ción de Paddington.Y en el momento en que el tipo de descuentollegaba al 7 por ciento por primera vez en cuarenta años,2 los reciéncasados salían de viaje hacia El Cairo.

A sus veinticuatro años, Schumpeter era todo un hombre de mundo.Nacido en una pequeña población industrial de lo que hoy es la Repú-blica Checa, era el único hijo de un fabricante textil de tercera genera-ción. Después de que su marido muriese en un accidente de caza consolo treinta y un años,Johanna, la madre de Schumpeter, que siempre fuepara él la persona más importante de su vida, decidió hacer lo que hi-ciera falta para asegurar un futuro brillante a su hijo de cuatro años. Pen-

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LA DESTRUCCIÓN CREADORA

sando en él, Johanna se instaló en Graz, una agradable población uni-versitaria. Cuando el niño tenía once años, Johanna se casó con ungeneral retirado treinta años mayor que ella y se trasladó con su maridoa un lujoso apartamento de la Ringstrasse, enViena. Gracias a las rela-ciones aristocráticas de su padrastro, Schumpeter pudo ingresar en unprestigioso colegio donde estudiaban los vastagos de la nobleza. En elTheresianum, además de practicar esgrima y equitación, aprendió no me-nos de cinco lenguas clásicas y modernas y estableció valiosos contactoscon la alta sociedad, además de adquirir los modales exquisitos, las cos-tumbres promiscuas y los lujosos gustos de la comunidad aristocrática.Sin embargo, esta educación tan exclusiva no dejó de tener un coste emo-cional. La otra cara del joven trepador social era el estudiante solitario ytenaz, absorto en sus lecturas de filosofía y sociología. En un colegiodonde «ser un poco tonto» era señal de proceder de un linaje aristocrá-tico, la inteligencia de Schumpeter y sus perseverantes hábitos de traba-jo remarcaban aún más su estatus de advenedizo.3 Bajo de estatura, flacoy muy moreno, con un rostro de frente despejada y ojos penetrantes yalgo saltones, su exótico aspecto suscitaba malvadas bromas sobre susorígenes «orientales» (es decir, judíos). Para resarcirse, Schumpeter trata-ba de sobresalir en la equitación y la esgrima, recurría a su ingenioverbal y ocultaba su angustia interior bajo una capa de irónico hastío.

En 1901, Schumpeter tenía dieciocho años, se había graduado conlas mejores notas en el Theresianum y había sido admitido en la Uni-versidad de Viena, primer paso de lo que tanto su madre como él ima-ginaban como una rápida ascensión a lo más selecto de la sociedadvienesa. En efecto, aunque la «primera sociedad» de Viena se reducíabásicamente al emperador y su corte, el titular de una cátedra universi-taria o de un puesto ministerial podía acceder a la «segunda sociedad»,en la que nobles y plutócratas se mezclaban con profesionales e intelec-tuales.Ya desde el primer año de derecho, Schumpeter se veía como elprofesor universitario más joven del imperio y como el asesor econó-mico más solicitado.

Los historiadores suelen describir la Viena de la belle époque como unasociedad decadente, frivola y anquilosada y consideran que el Imperioaustrohúngaro estaba mucho menos avanzado que Inglaterra, Francia o

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Alemania. Oszkár Jászi ha definido Austria-Hungría como «un imperioderrotado desde el punto de vista económico».4 Cari Schorske ha cali-ficado su burguesía de políticamente pasiva.5 Erich Streissler ha criti-cado la falta de iniciativa empresarial y la tendencia de los hijos de in-dustriales —como Ludwig Wittgenstein o Franz Kafka, entre otros— apreferir el arte a los negocios.6 En La marcha Radetzky, la novela queJoseph Roth publicó en 1932 y que describe el ocaso de la monarquíade los Habsburgo, un aristócrata vienes, el conde Chojnicki, atribuyela decadencia del imperio al hecho de que «esta es la época de la elec-tricidad, no de la alquimia». Señalando una resplandeciente lámparaeléctrica, Chojnicki exclama: «En el castillo de Francisco José aún seencienden velas».7

En realidad, Viena estaba enamorada de la modernidad. En 1883,decenas de miles de personas acudieron en tren eléctrico al Prater, elvasto «parque del pueblo» situado junto al Danubio, para asistir al mayoralarde de potencia y luz visto hasta entonces en el mundo: la Exposi-ción Internacional de la Electricidad. Los seiscientos participantes, entreellos las compañías estadounidenses Westinghouse y General Electrics,la AEG alemana y la sueca Ericsson, expusieron un total de quince acu-muladores, cincuenta y dos calderas, sesenta y cinco motores y cientocincuenta generadores eléctricos. En el «salón de conciertos telefónico»los visitantes podían «escuchar la música y las voces de la ópera sin ne-cesidad de dar un paso».8 En otra sala tenían a su disposición el últimoboletín de un servicio de noticias de Budapest para suscriptores telefó-nicos. Los más valientes podían subir a la rotonda de 67 metros de altu-ra, iluminada con 250.000 bujías de potencia, en un ascensor hidráulicode puertas acristaladas. En la ceremonia inaugural, el príncipe Rodolfohabló con orgullo del «océano de luz» que irradiaría «desde Viena alresto del mundo».9

En la carrera de la electrificación, Viena iba muy por delante deLondres. La red de telefonía empezó a funcionar en 1881. Los tranvíassustituyeron a los omnibuses tirados por caballos en 1897. En 1906,cuando se estrenó la opereta El electricista, los diez distritos centrales dela ciudad ya contaban con energía eléctrica. El lema de los empresariosvieneses era la «Elektrokultur». Las amas de casa soñaban con una co-nexión eléctrica que acabara con el humo y el hollín en sus cocinas.Los propietarios de fábricas querían tener las instalaciones más moder-

nas, equipadas con maquinaria y luces eléctricas. Médicos como Sig-mund Freud ansiaban aplicar la terapia del electrochoque a sus pacien-tes. Cuando Friedrich Hayek, primo de Ludwig Wittgenstein, tenía seisaños, su abuela lo llevó un día a pasear en un coche eléctrico reciéncomprado.

A pesar de que el emperador Francisco José se negaba a instalarascensores y luces eléctricas en su castillo, su hijo, el príncipe Rodolfo,era un firme partidario de la industria moderna. Austria, el cuarto paísde Europa en número de comercios y manufacturas, producía acero,textiles, papel, productos químicos y coches.Viena era el centro admi-nistrativo, comercial y financiero de un vasto territorio que suministra-ba alimentos, combustible y materias primas a las nuevas megalópoliseuropeas. El alza económica de finales de la década de 1870 y comien-zos de la de 1880 disparó las exportaciones de azúcar y textiles e impul-só la construcción de vías férreas. En los últimos años de la década de1880, el sector que concentraba la mayor parte de las inversiones ya noera el de los ferrocarriles, sino el de la electrificación.

La arquitectura de la capital no reflejaba solo las aspiraciones im-periales, sino también las de la burguesía. La amplia avenida que rodea-ba la ciudad vieja, la Ringstrasse, donde se alzaban el edificio neoclási-co del Parlamento, el barroco de la Ópera y las mansiones de losgrandes magnates, era un escaparate de los asombrosos avances de laépoca. El nuevo rico, el trepador social, ya no aspiraba a vivir en unavilla sino en un Mietpalais, es decir, un piso de alquiler de lujo.Viena,como ciudad multiétnica, de clase media y de cultura alemana, era eldestino elegido por numerosos refugiados del resto del imperio, sobretodo a partir de 1867, cuando el gobierno, junto a la modernizacióneconómica, favoreció la emancipación de los judíos. Muchos de losrecién llegados se dedicaron a la venta ambulante o abrieron modestoscomercios. En su mayoría, sus hijos eligieron profesiones como la abo-gacía o la medicina, que no requerían pasar por una escuela preparato-ria de élite, o la banca, el periodismo y las artes, a las que se podía ac-ceder sin un título universitario. La preponderancia de los judíos en elderecho, la medicina, la banca, el periodismo y las artes suscitaba el re-sentimiento de otros grupos sociales, especialmente en las épocas másduras. Un historiador lo ha resumido así: «El antisemitismo crecía cuan-do la Bolsa bajaba».10

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Los datos contradicen el tópico de la decadencia económica deAustria. Aparte de experimentar entre 1870 y 1913 un crecimientoeconómico que triplicó el de los cuarenta años anteriores, la renta percápita se duplicó en términos reales en el mismo período, a pesar delfuerte aumento de la población. Es cierto que Viena sufría las mismasdeficiencias crónicas que el Londres Victoriano en lo que respecta a lavivienda, el alcantarillado, la pavimentación de las calles y el suministrode agua potable. Sin embargo, según el historiador de la economía Da-vid Good, hay evidencias «concluyentes» de que «los problemas del im-perio no se derivaban del fracaso económico sino de su éxito».11

En 1901, cuando Schumpeter empezó a estudiar leyes, la Universidadde Viena ya era uno de los grandes centros de investigación europeos enmatemáticas, medicina, psicología, física, filosofía y economía. En unmomento en que la economía teórica alemana estaba dominada por la«escuela histórica» —encabezada por el profesor de la Universidad deBerlín Gustav Schmoller—, que despreciaba la abstracción y adoraba elEstado imperial, Cari Menger convirtió Viena en las antípodas ideoló-gicas e intelectuales de Berlín y en la ciudad de la Europa continentalmás importante para el estudio de la economía.

En aquella época, la carrera de derecho era más amplia y ocupabauna categoría superior en las universidades germanas que en las angló-fonas. Además de derecho canónico y romano, Schumpeter estudió his-toria, filosofía y economía, y enseguida decidió que la economía, espe-cialmente la teórica, le interesaba más que las leyes. Menger ya noimpartía clases por su avanzada edad y su delicado estado de salud, perodos discípulos suyos especialmente brillantes, Eugen von Bóhm-Bawerky Friedrich von Wieser, continuaban librando la batalla intelectual con-tra la escuela histórica. Schumpeter asistió a sus cursos, donde se distin-guió del resto de sus compañeros, como el destacado liberal Ludwigvon Mises o como Otto Bauer y Rudolf Hilferding, dos de los másimportantes marxistas europeos, por su «frío desapego científico» y suactitud «desdeñosa».12 En el último curso de la universidad, cuando te-nía veintidós años, Schumpeter publicó nada menos que tres artículosen el boletín mensual de estadística dirigido por Bóhm-Bawerk. Cuan-do se doctoró, a principios de 1906, Schumpeter se definía como un

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firme partidario de la teoría económica moderna, o de la «economíainglesa», como se conocía esta corriente en Berlín pese a tener famososseguidores en Austria, Francia y Estados Unidos. Su primera publica-ción tras licenciarse fue un largo y polémico artículo titulado «Sobre elmétodo matemático en la economía teórica».

Tras dejar claras sus filias, por decirlo así, Schumpeter se embarcóen el «grand tour» intelectual de los licenciados universitarios del mun-do germanohablante. Motivado por la callada ambición de reconciliarlas diferentes escuelas del pensamiento económico, y quizá también porla de abrirse camino en la universidad más importante del continente,pasó el trimestre de primavera en la Universidad de Berlín, donde tratóa los principales representantes de la escuela histórica alemana. En vera-no estuvo unas semanas en París, donde asistió a una clase de física delmatemático Henri Poincaré. Su destino definitivo era Inglaterra, el paísal que consideraba «la apoteosis de la civilización del capitalismo» ycuyos economistas había estudiado exhaustivamente.13

Tras llegar a Londres a principios de otoño, Schumpeter inició lacuriosa doble vida para la que le había preparado su educación. Su ima-gen pública era la del típico aristócrata europeo, gregario, hedonista yun tanto extravagante. Convencido de que las costumbres, las actitudesy las instituciones inglesas eran «absolutamente irresistibles», empezó aimitar los hábitos de los londinenses elegantes. Alquiló un piso en Prin-ces Square, cerca de Hyde Park. Encargaba los trajes en Savile Row.Tenía un caballo y montaba diariamente por Rotten Row. Por las no-ches iba a cenas y a representaciones de teatro, y los fines de semanaasistía a fiestas en mansiones campestres.

En su otra personalidad, igualmente elegante, repartía su tiempo en-tre los austeros y deliberadamente plebeyos edificios de la London Schoolof Economics y la imponente sala de lectura del Museo Británico, dondese empeñó en trabajar en la misma mesa en la que un gordinflón y de-saliñado Karl Marx había redactado El capital. Convencido de que lospensadores realmente originales concebían sus mejores ideas antes decumplir los treinta años y decidido a zanjar lo antes posible la primeraetapa de su progresión académica, el veinteañero Schumpeter trabajó de-nodadamente para cumplir el plazo que él mismo se había impuesto.

Estando aún en Viena, había trazado las líneas generales de los doslibros que pensaba escribir. En el primero presentaría la economía teó-

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rica «inglesa» al hostil y mal informado público alemán. El segundo es-taba reservado a una rompedora aportación con la que pensaba revo-lucionar la ciencia económica. Corno muchos intelectuales de sugeneración, Schumpeter estaba fascinado con las implicaciones socialesde la teoría darwiniana de la selección natural. Le parecía absurdo que,en una época marcada por el cambio constante, la teoría económicapasara por alto las novedades que estaban dotando de una mayor com-plejidad y profundidad a la economía. Ciertamente, la evolución eco-nómica no era fácil de aprehender, como sucede con esos «fenómenosde la naturaleza» a los que se refirió Marcel Proust en Por el camino deSwann, «que se producen [...] con tal lentitud, que aunque podamosdarnos cuenta de cada uno de sus distintos estados sucesivos, en cambiose nos escapa la sensación misma de la mudanza».14 Los economistas selimitaban a dar por supuesto que la economía se reproducía tal cual añotras año, quizá ampliando su envergadura, pero manteniéndose esencial-mente idéntica en los demás aspectos. En principio, para analizar cómouna pequeña alteración de una variable económica afectaba a todas lasdemás, la teoría «estática» se adaptaba a la realidad como un traje biencortado. Sin embargo, funcionaba mal, o no servía en absoluto, cuandoel cambio era mayor o cuando el marco temporal no permitía obviartransformaciones estructurales referidas a la tecnología, la fuerza de tra-bajo o las instituciones. Y la historia económica, contrariamente a loque aseguraban los economistas alemanes, tampoco era útil en estoscasos. El estudio científico de la economía, a diferencia del histórico,tenía un propósito general. El análisis histórico se ocupaba de lo quehabía sucedido, y el científico, de lo que podía suceder o no en deter-minadas circunstancias. Eso precisamente era lo que hacía de la cienciaun instrumento de dominio. Si la economía quería ser científica, teníaque aspirar a esa generalidad.

Lo que se necesitaba, pues, era una teoría de la evolución económi-ca, y el recién licenciado estaba dispuesto a crearla. La intención deSchumpeter era sustituir la teoría económica estática por otra dinámica,del mismo modo que Darwin había sustituido la biología tradicionalpor la biología evolucionista. Años después, Schumpeter señaló que suidea era «exactamente igual a [...] la de Karl Marx», quien también ha-bía tenido una «visión de la evolución económica como un procedodiferenciado, generado por el propio sistema económico».15

Por lo menos en una ocasión, Schumpeter fue a ver a Alfred Mar-shall a Cambridge para pedirle consejo. Marshall, que ya tenía sesenta ycinco años y no andaba bien de salud, estaba a punto de abandonar supuesto de catedrático tras mantener una dura controversia sobre la po-lítica de libre comercio con Joseph Chamberlain, que por entonces eraministro de las Colonias. Pese a todo, invitó a aquel impetuoso joven adesayunar en su casa de Balliol Croft y escuchó con amabilidad sus pro-yectos de elaborar una teoría sobre la evolución económica.

Schumpeter sabía bien que su anciano interlocutor también habíaacariciado en su momento un proyecto similar. Marshall había aplicadolas herramientas de la física al análisis del juego de la oferta y la demandaen un mercado concreto, pero siempre había insistido en que los fenó-menos económicos se parecían más a los procesos biológicos que a losmecánicos, y había criticado a otros economistas anteriores por suponerque las instituciones, la tecnología y el comportamiento humano eranestables. De hecho, en el prólogo a la última edición de los Principios deeconomía, Marshall afirmaba: «La Meca del economista es la biología eco-nómica».16 Sin embargo, en cierto momento había abandonado la bús-queda de una teoría de la evolución económica como la que proponíaSchumpeter. Quizá el oráculo de la economía inglesa se mostró un pocoescéptico durante aquella hora de conversación, porque al despedirse,Schumpeter dijo sentirse como «el amante imprudente dispuesto a con-traer un matrimonio desacertado, mientras que usted es el anciano ybenevolente tío que intenta convencerme de que desista». Marshall con-testó de buen humor: «Y así es como debe ser. Porque lo más seguro esque las súplicas del tío no surtan ningún efecto».17

Es posible que las palabras de despedida de Schumpeter fueran unaalusión a otro proyecto de carácter más personal en el que estaba a pun-to de embarcarse. En esa época mantenía una relación con una mujerdoce años mayor que él, Gladys Ricarde-Seaver, una inglesa de clasealta y «de despampanante belleza», hija de un «alto dignatario de la Igle-sia anglicana», que había crecido en una lujosa mansión situada junto ala catedral de San Pedro, cerca de Harrow. Aunque los biógrafos discre-pan en varios detalles, entre ellos la edad, los datos oficiales sugierenque Gladys era una de esas mujeres que Beatrice Webb calificó de «ma-ravillosas solteronas» cuya vida «gira en torno al Museo Británico». Po-siblemente, Gladys Ricarde-Seaver, que tenía treinta y seis años y nunca

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se había casado, conoció a Schumpeter en la London School of Econo-mics, frecuentada por mujeres interesadas en el reformismo social, elfeminismo y una de las causas más populares del movimiento fabiano, laeugenesia. La decisión de contraer matrimonio fue bastante rápida, ypor lo visto ni la novia ni el novio pensaron en solicitar la aprobaciónde sus padres, si es que llegaron a anunciarles su proyecto. El hermano deGladys fue el único testigo de la ceremonia civil celebrada en PiccadiUyAunque en la impulsiva decisión de Schumpeter influyeron tal vez suanglofilia y la perspectiva de vincularse a la aristocracia, la posibilidadde un embarazo parece un motivo más plausible. Años después, Schum-peter insinuó a unos amigos que Gladys se había aprovechado de suingenuidad juvenil; y su mujer, que murió en 1933, legó una suma con-siderable a una asociación para el control de la natalidad.18

Al romper la regla que él mismo se había impuesto de permanecersoltero hasta el final de la «década sagrada», Schumpeter tuvo que resol-ver antes de lo previsto la cuestión de cómo ganarse la vida. A su muer-te, entre sus papeles se encontraron pasajes de una novela sobre un aris-tócrata austríaco que se casa con «una joven inglesa con mucha solera ynada de dinero», lo cual indica que los ingresos de Gladys, al menos enesa época, debían de ser demasiado modestos para mantenerlos a losdos.19 El camino para llegar a ser profesor en Austria era tortuoso e in-cierto. Schumpeter coqueteó brevemente con la idea de instalarse comoabogado en Londres, pero para eso también habría necesitado años.

Era una época en la que un joven de gustos caros, escasos ingresosy una esposa a la que mantener podía ir a Oriente a buscar fortuna.Quizá Gladys sugirió que un licenciado en derecho sin experienciapodía encontrar oportunidades mejor remuneradas en El Cairo que enLondres o en Viena. La inglesa de la novela inacabada «no vaciló en apro-vechar sus contactos para ayudar a su amado», y varios miembros de lafamilia Ricarde-Seaver tenían negocios en diferentes lugares, desde Es-tados Unidos hasta el norte de África. Un tío de Gladys, por ejemplo,fue el primer ingeniero que colaboró con Cecil Rhodes en su proyectode construir una línea férrea transcontinental desde Ciudad del Cabohasta El Cairo.

Fueran cuales fuesen los motivos de la decisión, poco después dedarse el sí quiero, los recién casados partieron hacia Egipto como lasgolondrinas en invierno.

Los viajes permitieron a los ingleses de la época eduardiana comprobarcómo estaban afectando al mundo entero los nuevos aires de cambio.En un planeta cada vez más conectado, ni siquiera una civilización tanantigua como la egipcia se salvaba de ello. Para alguien que hasta enton-ces había visto el cambio económico como un fenómeno exclusiva-mente europeo, Egipto planteaba todo un reto a la noción, no tanto delos límites del crecimiento, sino de los límites de quién podía crecer. Deno haber estado en El Cairo, seguramente Schumpeter habría termi-nado mereciendo el injusto calificativo que le dedicó el historiadorW. W. Rostow, quien lo describió como «un economista con una visiónbastante provinciana de la sociedad industrial avanzada».20

Aunque hoy nos cueste imaginarlo, Egipto era la China de co-mienzos del siglo xx . Anthony Trollope, que trabajaba para el cuerpode Correos, viajó a El Cairo por un asunto oficial en 1859. En The Ber-trams, escrito en el viaje de regreso, observó con ironía:

Hace muchos años, cuando daban señales de debilidad pulmonar,hombres y mujeres, o más bien debería decir damas y caballeros, solían ira restablecerse a la costa sur de Devonshire; después de esto se puso demoda Madeira; y ahora los mandan a todos al Gran Cairo. El Cairo hallegado a estar tan cerca de casa que pronto dejará de ser beneficioso.21

La conquista de Egipto por parte de Occidente comenzó en 1798,cuando Napoleón Bonaparte derrotó a los mamelucos, pero el paso defeudo otomano a protectorado británico fue sobre todo obra de empre-sarios, banqueros y abogados en la segunda mitad del siglo xix.

La guerra de Secesión norteamericana y la consiguiente escasez dealgodón en Inglaterra convirtieron El Cairo en el Klondike del Nilo. Elgobernante egipcio, el jedive Ismail Bajá, aprovechó para convertir elpaís en una gigantesca plantación algodonera de propiedad estatal. Enun momento en que estaban aumentando los intercambios comercialesentre el Reino Unido y la India, Bajá decidió aprovechar también estacircunstancia y ordenó la construcción del canal de Suez. A partir deentonces, empezaron a entrar en Egipto enormes cantidades de capitalextranjero en forma de créditos. Para la revolucionaria polaca Rosa

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Luxemburg, Egipto era un microcosmos que concentraba la «insensa-tez» del imperialismo moderno:

Un empréstito sustituía rápidamente al otro; los intereses de los em-préstitos antiguos se pagaban con nuevos empréstitos, y los pedidos gi-gantescos hechos al capital industrial inglés y francés se pagaban con ca-pital tomado a préstamo en Inglaterra y Francia. En realidad, el capitaleuropeo, mientras Europa movía la cabeza y se asombraba del insensatodespilfarro de Ismail, hacía en Egipto fantásticos negocios sin precedentes,negocios que eran para el capital una edición moderna de las vacas egip-cias de la Biblia bien alimentadas.22

Inevitablemente, durante la construcción de las obras del canal deSuez se fueron acumulando las deudas, y muchos otros proyectos gran-diosos quedaron sin financiación. Al cabo de seis años, el jedive se habíaarruinado, se veía obligado a vender su participación del 44 por cientoen la empresa del canal y dejaba al Estado en una situación que básica-mente equivalía a una suspensión de pagos. Según algunos historiado-res, si el jedive hubiera llevado a cabo inversiones más prudentes y hu-biese procurado no incurrir en deudas, Egipto podría haber comenzadoel siglo xx como otro Japón.

El período de dominio británico comenzó defacto en 1883. EvelynBaring, primer conde de Cromer, vastago de una familia de banquerosy uno de los grandes imperialistas de su tiempo, gobernaba a la sombradel jedive. Su principal prioridad era recuperar la solvencia de Egipto.Baring colocó a funcionarios británicos al frente de la burocracia egip-cia, pagó los intereses de la deuda acumulada, equilibró las cuentas ygastó el dinero restante en infraestructuras y obras de regadío. El conve-nio anglo-francés firmado en 1904 amplió el dominio británico a unperíodo indefinido y desencadenó otra oleada inversionista aún másespectacular. Egipto, que no era mucho mayor que Holanda, atraía tan-to capital británico como la India. En tres años, el valor nominal de losvalores egipcios se había multiplicado por cinco, y había más de cientocincuenta empresas de nueva creación con un capital de más de 43 mi-llones de libras. Lord Rathmore, uno de los directivos del Banco deEgipto, describió así el frenesí especulativo que se apoderó de los inver-sores: «Era como si todos se hubieran vuelto locos. No se me ocurre

definirlo con otra palabra. Parecían convencidos de que cada nueva em-presa alcanzaría el doble de su valor antes incluso de comenzar sus acti-vidades».23

En cualquier caso, la afluencia de capital extranjero transformó laeconomía feudal de Egipto. Según el historiador Niall Ferguson, asícomo los imperios antiguos extraían tributos, los modernos inyectabancapital y fomentaban el crecimiento económico. En 1900, el sector ma-nufacturero de Egipto se reducía a dos salinas, dos plantas textiles, dosdestilerías de cerveza y una fábrica de cigarrillos. La elaboración deazúcar refinado, que había sido la actividad económica más importantedel país, empleaba a 20.000 trabajadores. En 1907, actividades totalmen-te nuevas, corno el desmote y embalado del algodón, la elaboración deaceite de semillas y la fabricación de jabón, empleaban a 380.000 traba-jadores. Los salarios aumentaron al mismo ritmo que los precios del al-godón, y el sultán Husein Kamil, que sucedió a su padre en el cargo dejedive, se maravilló en alguna ocasión de la rapidez con que sus paisanosestaban adquiriendo la cultura europea: «En nuestras fábricas he vistoegipcios manejando las maquinarias más complejas».24

La colonia extranjera —compuesta por los expatriados, pero tam-bién por judíos, coptos y griegos asentados desde hacía trescientos años—contribuía a hacer de Egipto «casi el país más cosmopolita del mundo».El Cairo estaba lleno de cazadores de fortunas, corredores de bolsa yempresarios con inversiones en el turismo, los ferrocarriles, los bancos,el azúcar y también, evidentemente, el algodón. La empresa ThomasCook & Son ofrecía cruceros por el Nilo que aseguraban a los turistasingleses un «pedacito de Occidente en las aguas del gran río africano».La John Aird & Company terminó de construir la presa de Asuán en1902. Cecil Rhodes llevó adelante su sueño de construir una líneaférrea transafricana. Y también había proyectos sin ánimo de lucro.J. P. Morgan, reconocido «egiptomaníaco», es solo uno de los numero-sos millonarios estadounidenses —entre ellos John D. Rockefeller, elfundador de la Standard Oil— que financiaron excavaciones arqueoló-gicas en la cuenca del Nilo.

Egipto se convirtió en el símbolo del nuevo imperialismo. En unaintervención ante una delegación londinense del Partido Liberal, cuan-do ya estaba retirado, Baring declaró con convicción: «Que yo sepa, lahistoria no registra ningún otro caso de un país que haya saltado de

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la pobreza y la miseria a la riqueza y el bienestar material tan rápida-mente como Egipto».25 Sin duda, ese entusiasmo de Baring, conocidocomo Over-Baring («ArroUador») por su insistencia, no era desinteresa-do. Pero ni siquiera una persona tan hostil al imperialismo británicocomo Rosa Luxemburg podía contradecirlo.

William Jennings Bryan, el político estadounidense que fue tresveces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, estuvo en ElCairo en 1906, de regreso de un viaje a la India, y la primera visión dela ciudad le decepcionó por su modernidad. En vez de ruinas y «pinto-rescas maravillas orientales», se encontró con luces brillantes, tranvíaseléctricos, automóviles, puentes hidráulicos diseñados por Alexandre-Gustave Eiffel, agua embotellada y tantos rascacielos como minaretes.Pedir una cerveza Bass Ale fría o comprar un ejemplar del Daily Mailera tan fácil como en Nueva York o en Londres. El distrito de los nego-cios, con sus altos edificios de acero y cristal, sus hoteles de lujo faraóni-co y su multitud de oficinas bancarias y estafetas de teléfonos y telégra-fos, daba a El Cairo la apariencia de una ciudad europea. Sus mansionesde estilo belle époque pintadas de colores pastel, sus amplias avenidas y lasterrazas de sus cafés le hicieron pensar en París.26

Los cruceros por el Nilo eran una de las actividades preferidas delas parejas de recién casados, pero Schumpeter llegó a El Cairo pensan-do en cosas más urgentes que hacer manitas con Gladys en el puente deun barco de la Cook's. Durante el viaje en tren hasta Marsella, en barcode vapor hasta Alejandría y nuevamente en tren hasta El Cairo, les ha-bían perseguido las noticias sobre la crisis financiera mundial. En cadacapital en la que se derrumbaba el mercado de valores, la oleada debancarrotas y de retiradas masivas de fondos recibía un nombre diferen-te. Muchos hombres de negocios daban por supuesto que el problemade su zona era el peor y que las causas eran exclusivamente locales. Enrealidad, antes y después del pánico de Nueva York se habían repetidolos mismos síntomas en media docena de países. Poco a poco iban esta-llando los eslabones de una cadena que recorría todo el planeta.

En El Cairo, el problema comenzó cuando la compañía británicade sir Douglas Fox & Partners, que había construido el primer tramodel ferrocarril transcontinental de Cecil Rhodes, solicitó una concesiónpara instalar «un funicular desde la base hasta la cima de la pirámide deKeops». Quizá esta propuesta ofendió a los dioses del inftamundo, como

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ha escrito el historiador de la economía Alexander Noyes, o quizá losinversores la tomaron como una muestra de la locura que estaba alcan-zando la especulación.27 En cualquier caso, el mercado de valores egip-cio se desplomó. Empresarios y agentes de bolsa no dieron importanciaa la caída, que creyeron temporal. Al cabo de un mes se celebraba unbaile elegante donde la «risueña, alegre y pintoresca concurrencia» eratan numerosa que era imposible dar un paso en la pista. Pero en abril elmercado se derrumbó por segunda vez y ya no volvió a remontar. EnLondres, el Economist informó así de los hechos:

Había muchísimas acciones a la espera de ser vendidas, aunque elmercado estaba tan saturado de valores que la oferta de sesenta accionesde cualquiera de ellos bajaba las cotizaciones en varios puntos.Tambiénera difícil vender. Se sabía que algunas empresas pequeñas se estaban tam-baleando, y cuando la crisis se agudizó, una de ellas suspendió pagos.28

Esta vez se desencadenó un pánico financiero a gran escala. Encuestión de semanas, las empresas que cotizaban en la Bolsa de El Cairohabían perdido como por ensalmo casi una cuarta parte de su valor. Elefecto sobre el mercado inmobiliario fue inmediato: se derrumbó la«escala de valores precarios» levantada gracias a los empréstitos. Enmayo, los rumores sobre las dificultades de varios bancos cairotas desen-cadenaron una retirada masiva de depósitos. «Parece que la minoracióntotal de los intereses egipcios, aparte de los del gobierno, suma unos milmillones de dólares desde que terminaron las obras de la presa deAsuán», informaba sombríamente el corresponsal del New York Times.29

No ayudaba mucho que la situación política fuera, tal como la definióun alto diplomático británico, «sencillamente detestable» por la «intensavirulencia» que estaban alcanzando las protestas nacionalistas.30

Baring y otros funcionarios británicos intentaron afrontar la situa-ción lo mejor posible. Aferrándose al clásico mantra de que una depre-sión es el equivalente económico del ayuno tras una indigestión, insis-tieron en que «al final la crisis será muy beneficiosa para Egipto y paralas finanzas egipcias, ya que limpiará las arterias financieras de todo loinsalubre».31 Pero cuando el crédito se agotó por completo, el Banco deInglaterra tuvo que enviar una «remesa urgente de oro por valor de tresmillones de dólares». Haciéndose eco del sentir general, un destacado

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personaje egipcio admitió: «Hemos estado funcionando por encima denuestras posibilidades y con un capital que no era nuestro».32

Sin embargo, el crac egipcio era solo una muestra más de un fenó-meno mundial, del mismo modo que El Cairo no era más que un esla-bón en la cadena que iba de San Francisco a Santiago de Chile, de Lon-dres a Bombay, de Nueva York a Hamburgo y a Tokio. Esta cadena noestaba formada solamente por embarcaciones, ferrocarriles y mensajestelegráficos, sino también por oro, papel moneda y transferencias banca-rias, y la prosperidad que los cairotas creían única era de hecho práctica-mente universal. Después de los hechos, un banquero londinense co-mentó: «A mediados de 1905 comenzaron las facilidades al crédito y lapresión sobre la oferta mundial de capital, y durante los dos años si-guientes esta situación aumentó a un ritmo tan vertiginoso que muchoantes de octubre de 1907, en mercados muy distantes, ya había personasmuy preocupadas por cuál sería el resultado».33 El suceso que desencade-nó la reacción en cadena se había producido en el otro extremo delmundo. Tras el terremoto que prácticamente arrasó San Francisco en1906, las compañías de seguros de Londres recibieron sustanciosas recla-maciones. Como tuvieron que vender libras para poder pagar a los afec-tados en dólares, el valor en oro de la libra empezó a bajar. Para frenar lasalida de oro, en octubre de 1906 el Banco de Inglaterra elevó el tipo dedescuento a un 6 por ciento. El resultado fue una restricción crediticia.

A causa del patrón oro, el estornudo de Inglaterra provocó un ca-tarro en Estados Unidos. En marzo de 1907 se desplomó la Bolsa deNueva York, y en mayo empezó a caer la actividad económica. La rece-sión creó las condiciones para otro pánico bancario aún más grave, el de1907, que afectó sobre todo a los fondos de inversión neoyorquinos. Laconsiguiente congelación del crédito llevó a la bancarrota a miles debancos y empresas de todo Estados Unidos. El declive económico seprolongó durante más de un año, y las empresas no se recuperaron deltodo hasta 1910. En Inglaterra y en el continente, el derrumbe fue aúnmás duro y más prolongado. Por su parte, en El Cairo la alarma de 1907fue solo una pausa.

Una semana después de tomar el tren en la estación de Paddington,Schumpeter y su mujer estaban sentados en la elegante terraza del le-

gendario hotel Shepheard, en la bulliciosa avenida al-Kamil, armadoscon unos matamoscas, escuchando «un centenar de propuestas de guíasy comerciantes»34 y degustando con el mismo deleite que sus bebidas«el peculiar ambiente colonial de El Cairo».35 Formaban una pareja jo-ven y atractiva, que encajaba a la perfección en aquel ambiente cosmo-polita donde, según el Traveler, «estadounidenses, británicos, alemanes yrusos se codean con japoneses, indios, australianos y sudafricanos, todasuerte de especímenes ricos, guapos y elegantes de lo que denomina-mos civilización».36

El desplome de los precios inmobiliarios y de las acciones habíadejado tras de sí una estela de demandas. Schumpeter se incorporó a unbufete de abogados italiano y empezó a representar a hombres de nego-cios europeos ante el peculiar Tribunal Mixto de Egipto, una reliquia dela administración otomana. El edificio estaba en la plaza de ai-Atabaal-Jadrá, donde convergían todas las líneas de tranvía. Esta plaza, la másruidosa de El Cairo, resonaba con «los gritos guturales de los vendedo-res ambulantes, el tintineo de las bandejas de latón de los aguadores, lostoques de bocina de los automóviles y el sonido de las campanillas delos tranvías [...] un estruendo al que se sumaban las voces de hombresy mujeres enfrascados en apasionadas discusiones».37

Schumpeter descubrió que el ejercicio de la abogacía, a pesar de serlucrativo, no le exigía mucho tiempo. Al salir de los juzgados, en vez deirse al club de campo solía entrar en una de sus cafeterías favoritas —ElCairo, como Viena, era una ciudad llena de cafés—. Estos estableci-mientos de público exclusivamente masculino servían de salón de aje-drez, oficina, local de tertulia y, cada vez más, cuartel general para losconspiradores islamistas y antiimperialistas. Bebiendo a sorbitos un caféturco y aspirando el humo del narguile que pasaba de mano en manocomo en los cafés de Viena, Schumpeter se dedicaba a escribir, movien-do la pluma sobre el papel con rapidez y decisión.

«La economía alemana no sabe en realidad qué es la economía"pura"», declaraba Schumpeter a sus veinticuatro años. Con su libroquería que los críticos, sobre todo los economistas alemanes, «entiendanen vez de luchar, aprendan en vez de criticar, analicen y vean qué escorrecto [...] en vez de limitarse a aceptar o descartar» una doctrinaeconómica concreta. También quería refutar la idea, tan generalizada enlas universidades alemanas, de que la «economía inglesa» era una disci-

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plina en decadencia.38 En efecto, «la economía, como la mecánica, nosofrece un sistema estacionario, a diferencia de la biología, que describeun proceso evolutivo».39 Por eso no servía para entender el proceso di-námico que había afectado primero a Gran Bretaña, luego a Francia,después a Alemania y Austria-Hungría y, finalmente, a Egipto. Sin em-bargo, esta carencia no era un argumento para abandonar la economíateórica, sino para construir una nueva teoría de tipo dinámico.

Para concluir el último capítulo de su libro sobre el futuro de laeconomía, Schumpeter planteaba dos preguntas. En primer lugar, ¿po-día demostrarse la existencia del desarrollo económico, es decir, el cre-cimiento era atribuible a causas puramente económicas en vez de acausas externas de tipo demográfico o político? Y en segundo lugar,¿era posible trazar un relato plausible de la evolución económica, par-tiendo de la hipótesis de que las estructuras sociales existentes —el ca-pitalismo y la democracia— persistirían? De momento, su respuesta alas dos preguntas era rotundamente afirmativa.

En marzo de 1908, tras enviar las seiscientas páginas del manuscritoa un editor alemán, comenzó a soplar el siroco y Schumpeter enfermóde fiebre de Malta, una infección bacteriana muy debilitante y a menu-do mortal El polvo omnipresente, el calor infernal y el peligro de com-plicaciones le convencieron de que había llegado el momento de volvera Londres. La estancia en El Cairo le había permitido conseguir sus dosobjetivos. Además de terminar su primer libro, ya era, si no un hombrerico, al menos un hombre acomodado. El ejercicio de la abogacía habíasido productivo, y además había trabado amistad con una de las hijas deljedive, quien le había propuesto ser su asesor de inversiones. Como re-cordó'más tarde, Schumpeter ganó una pequeña fortuna tras multiplicarpor dos los beneficios de las fincas de su dienta y dirigir la reestructu-ración de una refinería de azúcar.40 En octubre de 1908 estaba de nuevoen Londres, reponiéndose en casa de su cuñado y planeando su regreso

aViena.En febrero de 1909 se encontraba mejor y pudo presentar su traba-

jo de «habilitación» en la Universidad de Viena, sobre La naturaleza y laesencia de la teoría económica. La lectura le valió comentarios elogiosos yel título de Privatdozent. Las reseñas del libro fueron más variadas, aun-que incluso los más críticos se mostraron impresionados. Sin embargo,para disgusto de Schumpeter, su alma máter no le hizo ninguna oferta

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de trabajo. En vez de un prestigioso nombramiento en una de las gran-des capitales europeas, tuvo que aceptar un puesto de profesor asociadoen una población de los confines del imperio, muy parecida a su ciudadnatal.

Czernowitz era una ciudad políglota con una gran población de paso,en la que había una universidad modesta de nueva creación. En ella vi-vían protestantes alemanes, judíos de habla alemana y católicos de ori-gen rumano, muchos de ellos llegados hacía relativamente poco y conganas de trasladarse a Viena, París o Nueva York. En parte porque muypocos tenían raíces en la zona, ninguno de los grupos étnicos o religio-sos presentes trataba de imponerse sobre los demás, se dedicaba a hacerproselitismo o se preocupaba por algo más que cuidar de sus negocios ysus tiendas o de pasear el domingo por el parque municipal. Schumpe-ter descargaba su frustración siendo infiel a Gladys, desairando a suscolegas y burlándose de las convenciones. Escandalizaba a los profesoresal presentarse a las reuniones vestido con pantalones de montar. Unavez llegó a retar a duelo al bibliotecario de la universidad.

Albert Einstein, refiriéndose al período de 1902 a 1909 en quetrabajó en la oficina de patentes de Berna, comentó que la soledad y lamonotonía de la vida provinciana habían sido un estímulo para su«mente creativa». Recomendaba a las personas que necesitaban concen-trarse en la elaboración de alguna obra que pasaran por una de estasetapas de aislamiento forzoso, por ejemplo aceptando un puesto tempo-ral de farero. De este modo tendrían tiempo de dar forma a sus reflexio-nes y, evidentemente, de ponerlas por escrito. Además, reducirían la mo-lesta intromisión de las ideas ajenas.

Czernowitz tuvo este efecto en Schumpeter. En los dos años quepasó allí, condensó todo lo que había asimilado, observado, imaginado ypensado entre los veinticuatro y los veintiséis años, mientras vivía fuerade su país, y lo volcó en La teoría del desarrollo económico.

La idea de desarrollo de Schumpeter no se refería solamente al aumentode tamaño de la economía, sino también a la evolución de su estructura,la mayor productividad de los trabajadores, la especialización de los di-

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ferentes sectores y la mayor complejidad del sistema financiero. En sutrabajo, Schumpeter daba por sentado que el objetivo de toda produc-ción consistía en «la satisfacción de necesidades»41 y que el desarrollodesembocaba en un aumento del nivel de vida. Ahora bien, el desarro-llo no era «el mero crecimiento de la población o de la riqueza». Unpaís con una población en rápido crecimiento podía producir más sinnecesidad de elevar los salarios o el consumo. Los imperios agresivos,como el del antiguo Egipto, podían enriquecerse a expensas de otraspotencias menos fuertes sin conseguir un nivel de productividad eleva-do. Un territorio nuevo y poco poblado podía alcanzar la opulencia sindesarrollar su capacidad de especialización o un alto nivel de interde-pendencia.

En primer lugar, la capacidad de un país para asegurar un buen ni-vel de vida a sus ciudadanos dependía de su capacidad productiva, gra-cias a la cual la economía podía producir cada vez más con los mismosrecursos, como el puchero de gachas en el cuento de los hermanosGrimm. En el curso de la vida de Schumpeter, la producción por traba-jador se había multiplicado por dos o por tres, después de mantener unrelativo estancamiento durante casi dos mil años, entre el nacimiento deCristo y el de la reina Victoria. Con el mismo espíritu con el que MarkTwain declaraba en 1897 «el mundo ha avanzado más desde que nacióla reina de lo que había avanzado en los dos últimos milenios»,42 Schum-peter trató el desarrollo económico como un hecho constatado y nocomo una mera posibilidad teórica. Malthus y Mili, en cambio,

han vivido en el umbral de los desarrollos económicos más espectacularesjamás conocidos. Ante sus mismos ojos maduraban convirtiéndose en rea-lidad vastas posibilidades.Y, sin embargo, ellos no vieron más que crispa-das economías en lucha con éxitos decrecientes en la conquista del paocotidiano.Estaban convencidos de que el progreso tecnológico [...] seríaal final insuficiente para contrarrestar la siniestra ley de rendimientos de-crecientes [...] todos esperaban el advenimiento futuro de un Estado es-

tacionario.

A diferencia de lo que sucedía en 1848 o incluso en 1867, en elmomento en que Schumpeter escribía era innegable que el nivel devida de la gente corriente había mejorado. En los países ricos había

aumentado el consumo de alimentos básicos, así como el de carne, azú-car, tabaco y prendas de vestir, y esta mejora de la alimentación se refle-jaba en las tendencias demográficas. La mortalidad infantil había em-pezado a caer en picado en 1845, la esperanza de vida al nacer habíasubido a partir de 1860, y la altura media, que había caído entre 1820 y1870, aumentó a partir de esta última fecha. Dos problemas interrela-cionados, la falta de vivienda y la mendicidad, empezaban a desaparecer.«El proceso capitalista, no por casualidad sino en virtud de su propiomecanismo, eleva progresivamente el nivel de vida de las masas», escri-b ió Schumpeter. Incluso alguien normalmente tan cauto como AlfredMarshall señaló en 1907: «La ley de rendimientos decrecientes ha sidocasi inoperativa [...] hasta ahora».44

Si el desarrollo estuviera ligado a la globalización y no le afectaranlas condiciones locales, como suponía Marx, el nivel de vida de cadalugar habría tendido a acercarse. Sin embargo, alguien como Schumpe-ter, que en los últimos años había vivido en El Cairo, en Londres, enGzernowitz y en Viena, no podía dejar de advertir las grandes diferen-cias en el nivel y el ritmo de desarrollo económico de los diferentespaíses. En 1820, el nivel de vida del país más rico del mundo —Holan-da en aquel momento—, multiplicaba por tres y medio el de los paísesmás pobres de África y Asia. En 1910, en cambio, la diferencia entrelos más ricos y los más pobres ya era de ocho veces más.45 Esta dispari-dad en las condiciones de vida era un reflejo de las diferencias en lacapacidad productiva, más que del territorio, los recursos naturales ola población. Con una determinada cantidad de capital y de mano deobra, las economías más eficientes podían producir mucho más que lasmenos eficientes.46 Lo que es más, en algunas economías la productivi-dad aumentaba con mucha más rapidez que en otras. Por lo tanto, lacuestión no era solo qué proceso podía multiplicar la capacidad pro-ductiva en el curso de dos o tres generaciones, sino por qué este proce-so actuaba tan deprisa en algunos países y tan lentamente en otros.

La respuesta tradicional era que el desarrollo de una nación dependede sus recursos, pero Schumpeter adoptó el punto de vista opuesto. Loimportante no era lo que tenía un país, sino lo que hacía con lo quetenía. Schumpeter distinguió tres factores de «la vida industrial y co-mercial» local que impulsaban este proceso: la innovación, los empresa-

y el crédito. Según él, el rasgo distintivo del capitalismo era la «in-rios

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novación permanente», lo que definió en una frase célebre como «elvendaval perenne de la destrucción creadora».47 Marx también habíadicho: «La burguesía no puede existir sin revolucionar permanente-mente los instrumentos de producción», pero pensaba sobre todo en laautomatización de las fábricas.48 La perspectiva de Schumpeter era másamplia. Para él, la «innovación», con lo que se refería no a la invenciónper se sino a la aplicación productiva de nuevas ideas, podía implicartoda suerte de cambios: en las mercancías, en los procesos de produc-ción, en las fuentes de abastecimiento, en el mercado o en el tipo deorganización.

Marshall, cuyo lema era que la naturaleza no procede a saltos, habíahecho hincapié en las mejoras graduales que introducían los gerentesempresariales y los trabajadores cualificados y que se acumulaban con eltiempo.49 Por su parte, Schumpeter hizo hincapié en los saltos disconti-nuos introducidos por la innovación. «Por muchos furgones que vaya-mos sumando, no tendremos un ferrocarril —insistió—. La esencia deldesarrollo económico radica en la utilización diferente de la mano deobra y el terreno existentes.»50 Pero las nuevas tecnologías, por sí solas,no podían explicar por qué algunas economías se estaban desarrollandoy otras no, ya que los nuevos métodos de producción y las nuevas ma-quinarias viajaban de un lugar a otro del mudo. Marx había rechazadoexplícitamente que el individuo tuviera algún papel en el teatro econó-mico. Beatrice Webb ya había criticado la idea de Marx de que el «pro-pietario autómata» estuviera movido por fuerzas que desconocía y so-bre las que no tenía ningún control, persiguiendo ciegamente «elbeneficio sin ser consciente de la existencia de ningún deseo que debaser satisfecho».51 Schumpeter se centró en el elemento humano. Para él,el desarrollo dependía principalmente de la iniciativa empresarial. Enesto compartía la obsesión por el liderazgo característica de la culturaalemana de finales del siglo xix.Tras escuchar las explicaciones de Sid-ney Webb sobre la teoría fabiana que atribuía la desigualdad de ingresosa la existencia de un talento hereditario, se interesó por los trabajos deFrancis Galton, primo de Darwin, y del profesor de la London Schoolof Economics Karl Pearson, que defendían esta idea y estudiaban elpapel de las élites en la sociedad.

El protagonista del relato schumpeteriano es el directivo visionario.Para Schumpeter, el empresario tiene como función «reformar o revo-

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lucionar el sistema de producción, explotando un invento o, de unamanera más general, una posibilidad técnica no experimentada».52 Estopuede dar lugar a nuevos productos, como coches o teléfonos; nuevosprocesos, como la cianuración del oro sudafricano; nuevas organizacio-nes, como el monopolio; nuevos mercados, como Egipto en el caso delos ferrocarriles y de la maquinaria de desmote, o nuevas fuentes de abas-tecimiento, como la India en el caso del algodón. A diferencia del capi-talista-autómata de Marx o del propietario-ingeniero de Marshall, elempresario se distingue por su voluntad de «destruir las viejas pautas depensamiento y acción» y por utilizar de forma novedosa los recursos yaexistentes. Para Schumpeter, la innovación implica superar obstáculos,inercias y resistencias, y requiere capacidades excepcionales y personasextraordinarias. «Llevar a cabo un proyecto nuevo y actuar de acuerdocon uno ya establecido son cosas tan distintas como construir una ca-rretera y caminar por ella», escribió.53

A su modo de ver, el empresario no estaba tan motivado por elamor al dinero corno por un impulso dinástico («el apetito y la volun-tad de instaurar un imperio privado»), así como por el afán de dominar,luchar y granjearse el respeto ajeno. Lo crucial era «la alegría de crear,de llevar a cabo proyectos, o simplemente de ejercer la propia energía yla propia capacidad inventiva».54 Así como Marx definió al burguéscomo un parásito que acabaría destruyendo la sociedad, Schumpeterasumió y desarrolló la noción de Friedrich von Wieser de que el creci-miento era el resultado de la «heroica intervención de personas concre-tas que abren el camino hacia nuevas riberas económicas».55 Nunca secansó de destacar «el papel creativo de la clase empresarial, que la mayo-ría de los economistas "burgueses"» se empeñaban en pasar por alto.Insistió en que la ciencia y la tecnología no eran fuerzas independientessino «productos de la cultura burguesa», como «la propia actividad co-mercial».56 Aunque muchos amasaran grandes fortunas, los empresarioshacían más por la erradicación de la pobreza que cualquier gobierno oentidad benéfica.

A pesar de su energía, su visión de futuro y su naturaleza domina-dora, el empresario necesitaba un entorno determinado para prosperar.Era esencial que hubiera derechos de propiedad, libertad de comercio yuna moneda estable, pero la clave para la supervivencia del emprende-dor era la posibilidad de acceder a créditos baratos y abundantes. Según

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Schumpeter, para hacer realidad sus planes el empresario tenía que des-viar de su uso previo propiedades, maquinaria y trabajadores. En estaoperación contaba con la ayuda de «los banqueros y otros mediadoresfinancieros que movilizan ahorros, evalúan proyectos, gestionan riesgos,supervisan la administración, consiguen instalaciones y de este mododesvían determinados recursos hacia canales nuevos».57 Es cierto que elsector financiero, particularmente necesitado de confianza para actuar,era más vulnerable a los pánicos y los cracs. Pero en una economía sinun mercado financiero en buen estado y un sistema bancario robusto,no existirían las facilidades crediticias y los bajos tipos de interés nece-sarios para la innovación. Lo que distinguía a una economía prósperano era la ausencia de crisis y de depresiones, sino, como también remar-có Irving Fisher, el hecho de que en los momentos de expansión inver-sora se pudiera recuperar con creces el terreno perdido.

Los tipos de interés más altos del mundo eran los de los países po-bres.Tal como ha señalado el historiador David Landes: «En estos países"subdesarrollados", donde los rayos civilizadores del capitalismo no ha-bían ejercido aún sus misteriosos poderes de iluminación, había pocosbancos y muchos prestamistas, poca inversión y mucho acaparamiento,nada de crédito y sí mucha usura».58 En Egipto, los empresarios se en-contraban con grandes obstáculos para actuar por el atraso del sistemabancario y el primitivo funcionamiento del mercado de valores y elcrédito. Los tipos de interés duplicaban o triplicaban los de Occidente.Los mejores valores devengaban intereses del 12 o el 20 por ciento. En-tretanto, el campesino pobre pagaba del 5 al 6 por ciento al mes.

Tras mostrar que la teoría económica estaba pensada «básicamentepara un sistema en el que no hay desarrollo», Schumpeter formuló unateoría nueva que, aunque partía de la ya existente, era aplicable a unorganismo en movimiento. Según él, adoptando una estructura másevolucionada y especializada, una economía podía producir más con losmismos recursos. Una de las implicaciones de su teoría era que estaperspectiva estaba al alcance de cualquier país. Al hacer hincapié en elentorno específico de un lugar en vez de en sus recursos naturales,Schumpeter sugería que cada país era dueño de su propio destino. Cual-quier Estado que quisiera asegurar la prosperidad de sus ciudadanosdebería renunciar a sus ambiciones territoriales y preocuparse por esta-blecer un ambiente más favorable para la actividad empresarial; es decir.

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debía asegurar los derechos de propiedad, la estabilidad de los precios, lalibertad del comercio, la moderación de los impuestos y la homogenei-dad de la legislación. El crecimiento no tenía unos límites intrínsecos.De hecho, las necesidades humanas eran infinitas. El aumento de losingresos y el surgimiento de nuevos deseos ofrecían tantas oportunida-des lucrativas como la apertura de nuevos territorios. Mientras fueraposible la actividad comercial, la innovación contrarrestaría las limita-ciones de la población, el territorio y los recursos. Esta perspectiva re-sultaba atractiva, romántica y hasta heroica. La fórmula que proponíaSchumpeter para alcanzar el éxito económico era optimista, igualitariay, no por casualidad, nada beligerante.

Schumpeter puso punto final al manuscrito de La teoría del desarrolloeconómico en mayo de 1911. Por entonces estaba de nuevo enViena,instalado en casa de su madre, a la espera de saber si era el elegido paraocupar una cátedra vacante en la Universidad de Graz. La ciudad dondeSchumpeter había pasado gran parte de su infancia era una poblaciónprovinciana, con una universidad más bien modesta. Sin embargo, teníala ventaja de estar a solo dos horas y media en tren de la capital. El co-mité de selección de la universidad, poco contemporizador, calificó eltrabajo de Schumpeter de «árido, abstracto y formalista» y eligió a otrocandidato. Pero tras la intervención del ministro de Educación, al quehabía apelado Bóhm-Bawerk, reconsideró su decisión, y Schumpeter, asus veintiocho años, vio cumplida su ambición de ser el catedrático másjoven del imperio.

En el otoño de 1911, cuando comenzó a dar clases en Graz, Schum-peter fue acogido fríamente tanto por los estudiantes, que boicotearonsus clases, como por su nuevos colegas. Pero aún fue más fría la acogidaque recibió su obra magna, publicada un poco más tarde. Posterior-mente, Schumpeter reconoció haberse «topado con una hostilidad ge-neralizada».59 Incluso Bóhm-Bawerk se mostró crítico con su libro,hasta el punto de que al año siguiente dedicó sesenta páginas a atacarlo.Y lo más descorazonador fue que la reseña de su mentor fue una de laspocas que mereció su trabajo.

Cuando la Universidad de Columbia le propuso dar clases comoprofesor invitado durante el curso de 1913-1914, Schumpeter aceptó

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sin dilación. Por su parte, Gladys dejó claro que no pensaba acompañar-lo. El matrimonio había empezado a declinar poco después de la boda,quizá porque una inglesa feminista y fabiana y un niño mimado vienesno podían tener muchas afinidades, o quizá porque ambos, al menossegún la versión de Schumpeter, eran promiscuos. Convencido tambiénde que el matrimonio había sido un error, Schumpeter no trató de di-suadir a su mujer. En agosto de 1913 zarpó de Liverpool en el Lusitania,mientras Gladys retomaba su vida londinense.

Para Schumpeter, el año sabático fue todo un éxito. Le encantóNueva York, y él encantó a los estadounidenses, fascinados con su chis- Ac to segundopeante conversación y con sus extravagantes costumbres, como la dededicar una hora al día a arreglarse. Un profesor de Columbia calificó M I E D Osu lección inaugural de «intervención destacable [...] y muy poco usual[...] brillante y profunda al mismo tiempo».60

La guinda fue la carta que el rector de Columbia mandó a Schum-peter, informándole de que los miembros del consejo habían decididonombrarlo doctor honoris causa. A partir de entonces le llovieron invita-ciones para dar clases en Princeton, Harvard y otras universidades. Ir-ving Fisher lo invitó a pasar el día de Acción de Gracias en New Haven,y durante la cena hablaron de una posible guerra europea. Como elpolítico inglés Norman Angelí, Fisher estaba convencido de que, debi-do a la integración, esta eventualidad era muy remota. Según él, habíatantos países dependientes del capital extranjero que no podían come-ter errores. Schumpeter le escuchó con escepticismo.

Antes de marcharse de Estados Unidos, Schumpeter no pudo resis-tir la tentación de recorrer el país en tren, como había hecho MarshalLNo regresó aViena hasta agosto de 1914.

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Prólogo

La guerra de los mundos

El mundo encontrará la forma de salvarse del naufragio.

IRVING FISHER, 19181

«Sidney se ha negado a creer en la posibilidad de una guerra entre lasgrandes potencias europeas», consignó Beatrice Webb en su diario, jun-to a la anotación del 31 de julio de 1914.2 A juzgar por el máximohistórico que estuvo a punto de alcanzar el mercado de acciones y deobligaciones, los inversores tampoco vieron venir el conflicto. Eviden-temente, la guerra era un suicidio económico y, por lo tanto, algo in-concebible. Una semana después de que Alemania invadiera Bélgica,George Bernard Shaw predijo en el New Statesman, la revista que habíafundado junto con los Webb, que al cabo de unas semanas habría vueltola paz. A principios de agosto, Beatrice Webb comentó que la guerraparecía «una terrible pesadilla que afecta a todas las capas sociales, sinque nadie haya sido consciente de cómo se ha producido el desastre».3

Beatrice Webb definió los años de guerra como «un tiempo lúgu-bre y vacío». Su prestigio político empezó a decaer en 1914, y ya no lorecuperó. Aunque esperaba que su marido y ella podrían hacer unacontribución importante al gobierno de coalición instaurado en tiem-pos de guerra y presidido por el liberal David Lloyd George, no seconcretó ninguna oferta, y al final la pareja terminó emprendiendo unviaje por el mundo sin demasiado entusiasmo. En 1918, Beatrice ingre-só en la comisión encargada de estudiar la brecha salarial entre hombresy mujeres, pero enseguida se arrepintió de haber aceptado participar.«Es un asunto que no me interesa lo más mínimo», se quejó. Le preocu-paba más «la clase de mundo donde viviremos cuando llegue la paz».4

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John Maynard Keynes, que combinaba sus actividades como funciona-rio, especulador, mecenas y profesor de la Universidad de Cambridge,era un hombre feo y un tanto rudo, que compensaba estos defectos consu gran inteligencia, su voz seductora y su eficacia en cuestiones prácti-cas. Keynes era un buen amigo de los artistas, escritores y críticos inte-grantes del conocido «grupo de Bloomsbury», que lo llamaban simple-mente Maynard y contaban con él para que comprara sus cuadros, lesasesorase en la compraventa de inmuebles e invirtiera sus fondos...mientras ellos debatían si Keynes era o no un ignorante sin remedio.

En agosto de 1914, cuando el Reino Unido se sumó al conflictobélico, los miembros del grupo de Bloomsbury coincidieron con laopinión de Bernard Shaw, quien consideraba la guerra una locura que«solo beneficiará a unos cuantos capitalistas».5 Al principio, Keynes qui-so hacerse objetor de conciencia, pero después cambió de opinión, paraconsternación de sus amigos.Y aún les indignó más al aceptar la invita-ción de David Lloyd George, el ministro de Hacienda del momento,para trabajar en el ministerio. La justificación de Keynes fue que, si bienla guerra era indiscutiblemente mala, su presencia en el gobierno ayu-daría a que no lo fuera tanto.

Además de asegurar «el mayor número de bajas con el mínimo degasto», Keynes tenía que buscar financiación para las operaciones bélicassin que la estabilidad de la moneda británica y la supremacía del ReinoUnido como banco del mundo se vieran afectadas.6 A medida que el con-flicto se alargaba, los británicos empezaron a prestar sumas considerables asus aliados europeos y a solicitar sumas aún mayores a Estados Unidos.Según uno de los biógrafos de Keynes, Robert Skidelsky, los préstamosfueron de tal envergadura que «la pesadilla de la deuda entre países aliados[...] se convirtió en el principal motivo de discusiones, malentendidos ypeleas dentro de la Alianza». Al cabo de unos meses de entrar en el cargo,Keynes se había convertido en «el agente mediador de los préstamos inte-raliados (es decir, estadounidenses)».7 En los ministerios el principal me-dio de comunicación era el memorando, y Keynes era un artista escribién-dolos. Su energía, su confianza y su aplomo nunca Saqueaban.

Un episodio que se produjo a finales de la guerra refleja la capaci-dad de Keynes para mantener en todo momento un punto de vista ge-

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LA GUERRA DE LOS MUNDOS

neral. A principios de la primavera de 1918, los alemanes tomaron alos aliados por sorpresa y abrieron una brecha en el frente occidental.A los pocos días había decenas de miles de soldados alemanes a pocoskilómetros del Arco de Triunfo, lanzando obuses contra París día y no-che. El miedo a los efectos del cañón Gran Berta se extendió hastaLondres. Los británicos estaban convencidos de que si París caía, losalemanes llegarían a las costas francesas del Canal y bombardearían des-de allí los condados del sur.

En esos días Keynes estaba demasiado fascinado con la propuestade uno de sus amigos del grupo de Bloomsbury como para dejarse lle-var por estas especulaciones. El pintor y crítico Roger Fry le había ha-blado de una extraordinaria colección que estaba a punto de salir a laventa. Edgar Degas, que había sido marchante antes de dedicarse exclu-sivamente a pintar, había acumulado en el curso de su extensa carreracientos de piezas de Manet, Corot, Ingres, Delacroix y otros artistascontemporáneos, de los que tenía más de una obra en muchos casos.Y entre los días 26 y 27 de marzo, todo este tesoro iba a ser subastadoen la Galería Roland de París.

Al darse cuenta de que aquella era una ocasión única de salvar unamuestra de la civilización que amaba y por la que estaba luchando supaís, Keynes no se lo pensó dos veces. Se puso en contacto con CharlesHolmes, el director de la National Gallery, y le pidió que lo ayudara aconvencer al gabinete de guerra para que le permitiera disponer de unapartida especial de veinte mil libras. Según cuenta Robert Skidelsky,Keynes estaba convencido de que sus superiores en el ministerio de-saprobarían aquel derroche en una época de sacrificios, por lo que ven-dió la idea como una garantía contra posibles impagos: «En virtud delconvenio firmado con el Tesoro francés, estamos autorizados a acome-ter gastos oficiales en Francia a cuenta de los préstamos que les hemosconcedido», empezaba el informe que envió al ministro. En aquel mo-mento Francia debía a Gran Bretaña unas sumas tan astronómicas quela posibilidad de cobrar los intereses de la deuda, por no hablar del pro-pio capital prestado, parecía muy remota. Por eso mismo, según Keynes,era mejor conseguir «unos cuadros de un valor incalculable, en vez delos inseguros bonos franceses».8

Pocos días después, Keynes envió un telegrama exultante al pintorDuncan Grant —que había sido su amante y en ese momento lo era de

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Vanessa Bell—: «Concedido dinero cuadros».9 Entretanto, se las arreglópara que tanto a él como a Holmes los invitaran a la conferencia de losaliados que debía celebrarse en París. Cruzaron el Canal escoltados por«destructores y un avión plateado que nos vigilaba desde el cielo» y si-guieron hasta París en tren.10 Para no alertar a los marchantes francesesy a los periodistas británicos, Holmes se puso unas patillas y un bigotepostizos y tanto él como Keynes usaron nombres falsos. La estratagematuvo tanto éxito que dos días después, cuando se clausuró la subasta,Keynes escribió alegremente a su madre: «He adquirido cuatro cuadrospara mí y más de veinte para el país».11

De hecho, Keynes regresó a Inglaterra con dos Delacroix y un bo-degón de manzanas de Cézanne, mientras que sir Charles Holmes apor-taba a la National Gallery veintisiete pinturas y dibujos, entre ellos unbodegón de Gauguin y la Mujer con el gato de Manet. Los precios ha-bían bajado mucho por la amenaza de la ocupación alemana, y Keynesestaba especialmente satisfecho de que Holmes solo hubiera gastado lamitad del presupuesto concedido. Después de esta incursión en Francia,Vanessa Bell escribió en una carta a Roger Fry: «La otra noche May-nard se bajó de un coche en la esquina y se presentó inesperadamenteen casa [...] ¡diciendo que había dejado un Cézanne en la acera! Dun-can salió corriendo a buscarlo».12

Como anglofilo y partidario de la monarquía constitucional, JosephSchumpeter se indignó cuando Austria y Alemania entraron conjunta-mente en el conflicto. En diciembre de 1914 lo llamaron a filas, perosolicitó una exención alegando que era el único catedrático de econo-mía de la Universidad de Graz. Según su biógrafo Robert Lorie Alien,Schumpeter confiaba en conseguir un cargo consultivo y se pasaba todoel tiempo posible enViena, cortejando a políticos de todos los bandos.(En su vida privada era igual de promiscuo, ya que Gladys había anun-ciado su intención de quedarse definitivamente en Inglaterra, aunqueno le concedía el divorcio.) No obstante, Schumpeter resultó ser dema-siado radical para su propio partido, los socialistas cristianos, y demasia-do conservador para los socialistas. Cuanto más se alargaba la guerra,más le decepcionaba verse «absolutamente marginado de cualquier po-sibilidad de ser útil».

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Tras pronunciarse en contra de la guerra, Schumpeter presionó alemperador y a sus asesores para que Austria firmara un acuerdo inde-pendiente de paz con los aliados —algo que Francisco José casi logró—y para que se estableciera una alianza con Gran Bretaña una vez termi-nado el conflicto. Poco antes de la capitulación, Schumpeter libraba supropia campaña personal en dos frentes: por un lado, contra la idea, cadavez más popular, de establecer un Anschluss, es decir, una unión políticay económica con Alemania; y por otro lado, contra el fatalismo con elque la clase media austríaca contemplaba el futuro de la democracia yde la empresa privada en Europa. Durante el último año de la guerra,Schumpeter se dedicó a analizar los problemas a los que podía enfren-tarse el gobierno austríaco tras el conflicto.

Seis meses antes del armisticio, en una conferencia impartida en laUniversidad de Viena, Schumpeter esbozó una posible vía para alcanzarla recuperación económica tras la guerra. Era optimista, como Keynes.En su texto La crisis del Estado fiscal, basado en esta conferencia, Schum-peter negaba la inevitabilidad del socialismo y predecía que el Estadocapitalista del bienestar, que él denominaba Steuerstaat o «Estado fiscal»,sobreviviría a la guerra. La crisis que anticipaba no vendría del triunfodel socialismo, sino de la brecha entre las expectativas de los votantes ysu disposición a pagar impuestos. El principal reto de los gobiernos de-mocráticos sería evitar una cronificación de la inflación y del déficitpresupuestario.

Los jóvenes que fueron testigos directos del triunfo de «la brutalidad, lacrueldad y la mendacidad» sobre la civilización pensaban que esta últi-ma terminaría recuperándose.13 El 31 de agosto de 1918, el andén de lapoblación alpina donde el emperador había declarado la guerra a Serbiacuatro años atrás estaba abarrotado de soldados. Un tipo de curioso as-pecto —cuerpo menudo y nervioso, rostro demacrado, pelo gris, fríosojos azules, uniforme de la Armada del Imperio austrohúngaro— seabrió paso resueltamente entre la multitud y abordó a un cabo joven yflaco. «¿No es usted de los Hayek?», le preguntó. «¿No es usted de losWittgenstein?», respondió el otro.14

Los Hayek y los Wittgenstein eran dos de las familias más impor-tantes de Viena. Los primeros eran académicos y altos funcionarios, y

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los segundos, ricos industriales y coleccionistas de arte. Friedrich vonHayek era primo de Ludwig Wittgenstein, aunque este tenía edad paraser su tío. Hasta entonces, solo habían hablado en un par de reunionesfamiliares. Sin embargo, ambos se habían alistado voluntariamente conpocas semanas de diferencia, convencidos de que enfrentarse a la muer-te les ayudaría a mejorar como personas. Los dos llevaban meses co-miendo mal, sin ropa adecuada ni abrigo contra la intemperie, someti-dos al contagio de la gripe y de la malaria y amenazados por las cadavez más evidentes tensiones étnicas. Los dos habían participado en ladesastrosa ofensiva del río Piave, el último y desesperado gesto del ejér-cito austrohúngaro. Los dos habían visto a sus compañeros de armasvadeando marismas infestadas de mosquitos, con el fusil sobre la cabeza,hasta caer muertos. Lo que les diferenciaba de los otros cien mil miem-bros de la fuerza imperial era que ellos habían sobrevivido.

Hayek estaba impaciente por llegar aViena para saber si su peticiónde ingresar en el cuerpo de aviación había sido aceptada. Wittgensteinhabía pedido un permiso para visitar a un editor interesado en el ma-nuscrito que llevaba en el petate, el Tractatus logico-philosophicus, que notardaría en ser reconocido como una de las obras filosóficas más impor-tantes del siglo xx. Cuando llegó el tren, ambos tomaron asiento en elmismo compartimento y se pasaron el viaje charlando.

Wittgenstein estuvo toda la noche hablando de Karl Kraus, que enla revista antibelicista Die Fackel se burlaba de las mentiras de la prensaaustríaca y recordaba «el deber de los genios» de perseguir y contar laverdad. Hayek constató con preocupación que su primo tenía una vi-sión del futuro muy pesimista, pero también le impresionó su «radicalpersecución de la verdad».15 Cuando llegaron aViena, cada uno de ellossiguió su camino. En la siguiente guerra mundial, Hayek cumpliría consu deber de contar la verdad y escribiría Camino de servidumbre.

Frank Ramsey, protegido de Maynard Keynes, era el miembro más bri-llante de la generación que por edad no llegó a combatir en la guerra.Como Keynes, Ramsey procedía de una familia de rancio abolengo. Supadre era presidente de uno de los colleges de Cambridge, y su hermanomenor llegó a ser arzobispo de Canterbury. A sus dieciséis años, Frankera un adolescente corpulento, desmañado y muy inteligente que parti-

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cipo en la traducción del Tractatus de Wittgenstein. A los diecinueveescribió una crítica tan demoledora sobre el concepto de probabilidadde Keynes que este renunció a convertirse en matemático profesional.Además, Ramsey se encargó de revisar los Principia mathematica, el traba-jo que escribieron Bertrand Russell y Albert NorthWhitehead antes dela guerra en el que intentaron reducir la ciencia matemática a un con-junto de axiomas lógicos.

Ramsey tenía once años cuando se declaró la guerra y, como la ma-yoría de sus compañeros de colegio, reaccionó radicalizándose. Escan-dalizó al director de su instituto al decirle que pensaba estudiar econó-micas en vez de matemáticas, porque le parecían más útiles para mejorarel mundo. Al final no se especializó en matemáticas ni en económicas,pero se convirtió en un filósofo que aportó ideas originales a ambasdisciplinas. Llegó a publicar dos artículos en el EconomicJournal antes demorir con solo veintiséis años a causa de una negligencia quirúrgica,pero los dos se convirtieron en textos clásicos, como había vaticinadoKeynes,

Ramsey, un espíritu libre, apasionado por la literatura y el psicoaná-lisis y siempre rodeado de mujeres que lo adoraban, estaba convencido,como Keynes, de que, al margen de las limitaciones de la lógica formal,es posible hallar soluciones imaginativas a los problemas sociales.Ya ensu época de estudiante no aceptaba bien la noción, que la guerra mun-dial parecía confirmar, de que el futuro de la sociedad dependía defuerzas que la humanidad era incapaz de controlar. En una charla im-partida en la sociedad secreta los Apóstoles de Cambridge, a la quetambién pertenecieron Keynes y Russell, declaró que «la vastedad delfirmamento» no le intimidaba. «Los astros son muy grandes, pero noson capaces de pensar ni de amar, dos cualidades que a mí me emocio-nan mucho más que el tamaño —dijo, y a continuación añadió—: Mivisión del mundo no es la de una maqueta a escala sino la de un dibujoen perspectiva. El primer plano lo forman los seres humanos, y las estre-llas son tan pequeñas como una moneda de tres peniques».16

Consternado por el gigantesco despilfarro de capital y vidas humanas,Irving Fisher redobló sus esfuerzos en pro de un sistema de sanidadpública y una sociedad de naciones a favor de la paz. Entre 1914 y 1918

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participó en la fundación del Instituto para la Prolongación de la Vida,que tenía como objetivo difundir el conocimiento de las medidas hi-giénicas y asegurar así «la preservación de la salud [...] y el aumento dela vitalidad».17 También participó en la redacción de un éxito de ventastitulado Cómo vivir, sobre lo que hoy en día denominaríamos «la vidasana», y luchó mucho por la prohibición del consumo de alcohol. Aun-que defendió que Estados Unidos entrase en guerra contra Alemania,lamentaba las consecuencias «eugenésicas» que tendría la pérdida de losmejores jóvenes en el campo de batalla. Llegó a presidir una asociaciónque reclamaba la introducción de normativas de seguridad laboral, unsistema que permitiera elevar los salarios en relación con el coste de lavida y un sistema universal de salud. Curiosamente, la guerra reforzó sufe en la ciencia moderna y en la capacidad de mejora del ser humano.

Sin embargo, antes de que acabara la guerra, Fisher sufrió un tristerevés que a un hombre con menos seguridad en sí mismo le habría lleva-do a cuestionarse todas estas certezas. A finales de la primavera de 1918,tras meses de acuciantes preocupaciones, tuvo que afrontar la dolorosaposibilidad de que su querida hija Margaret, que por entonces contabaveinticuatro años y acababa de comprometerse, sufriera un trastornomental incurable. Poco después de que su prometido fuera llamado a fi-las, Margaret empezó a hablar de extraños fenómenos, de la inmortalidady de Dios, y a decir que su novio moriría en la guerra.18 Cuando ya eraevidente que su hija había empezado a oír voces y se comportaba de unamanera cada vez más extraña, Fisher la llevó al hospital Bloomingdalede Manhattan. El diagnóstico fue devastador: dementia praecox. Incapaz deaceptar que las posibilidades de curación de su hija eran muy remotas,Fisher se dedicó a importunar a todos sus conocidos relacionados con lamedicina en busca de un pronóstico más esperanzados

No tardó en conocer a Henry Cotton, director del hospital delestado de New Jersey, que aseguraba haber conseguido unos resultadosextraordinarios en el tratamiento de la esquizofrenia. Cotton, destacadopsiquiatra y reformador de la medicina, estaba convencido de que lostrastornos mentales eran el resultado de una «infección focal». Lo que lodiferenciaba de otros investigadores con planteamientos similares erasu disposición a aplicar esta teoría a sus pacientes, eliminando radical-mente cualquier elemento que pudiera ser un foco de infección: losdientes, las amígdalas, el colon y los órganos reproductores. Según él, de

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este modo había conseguido curar por completo cientos de casos de-sesperados desde el comienzo de la guerra.

Eso era lo que quería oír Fisher, ansioso por salvar a su hija y abso-lutamente convencido de los milagros de la medicina moderna. Feliz dehaber encontrado a alguien que le prometía una curación, en marzode 1919 envió a su hija a tratarse con Cotton. Tras ser informado deque se habían encontrado «colobacilos», Fisher dio su consentimiento altratamiento propuesto. De inmediato, Cotton mandó arrancar las dosmuelas del juicio de Margaret. Como la paciente siguió mostrándosedesconfiada, apática, aturdida y delirante, el médico le extirpó el útero.Antes y después de la operación se le inocularon sus propias cepas deestreptococos, la última vez en septiembre. Más tarde, en una interven-ción en la Universidad de Princeton, Cotton no tuvo más remedio quereconocer que la paciente número 24 había sido «un fracaso del trata-miento». Margaret murió de septicemia el 19 de noviembre de 1919, alos veinticinco años de edad.19

Fisher se quedó absolutamente desolado, pero nunca puso en dudala pertinencia del «tratamiento» de Cotton ni su insinuación de que lapsicosis de Margaret, e indirectamente su muerte, se debían a que suspadres no habían atendido a tiempo su tendencia al estreñimiento o susproblemas con las muelas del juicio. Y tampoco se tambaleó su fe en laciencia médica; si acaso, su activismo se volvió aún más frenético. Paraconsolarse, Fisher no dejaba de repetirse que, después de dos hechos tancatastróficos como la guerra y la muerte de su hija, tenía que sucederalgo bueno. Según él, ambas desgracias estaban inextricablemente rela-cionadas. Predijo que la sociedad entraría en «un período de conserva-ción vital», en el que la ciencia serviría para prolongar los años de viday mejorar la salud: «Durante un tiempo la guerra ha arrebatado muchascosas al mundo y ha destruido y mutilado una gran parte de lo que leha arrebatado —aseguró—. El mundo encontrará la forma de salvarsedel naufragio».20

Los daños del naufragio eran incalculables: ocho millones y medio demuertos y ocho millones de inválidos, en su mayor parte hombres jóve-nes. Un 90 por ciento de los integrantes del ejército austrohúngaro ycasi tres cuartas partes del francés estaban muertos, heridos, encarcela-

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dos o desaparecidos. «En nuestra familia, la guerra se ha cobrado tresmuertos y cuatro heridos, dos de ellos graves, del total de diecisiete so-brinos directos y políticos que combatían como soldados —anotó Bea-trice Webb—.Todos los días te encuentras con alguna mujer sumida enla tristeza, con el cuerpo letárgico y el rostro desencajado, y no te atre-ves a preguntarle por su marido o por su hijo.»21

La Primera Guerra Mundial interrumpió el proceso de mundiali-zación, dificultó el crecimiento económico, afectó gravemente a losvínculos geográficos, comerciales y financieros, llevó a la bancarrota agobiernos y empresas y permitió que regímenes debilitados y populistasadoptaran medidas supuestamente encaminadas a frenar las revolucio-nes pero que solo sirvieron para azuzarlas. Cuando terminó, tanto losvencedores como los vencidos habían contraído deudas colosales y eranvíctimas de las bruscas oscilaciones de la inflación y la deflación. La po-breza, el hambre y la enfermedad, las plagas de Malthus, volvían a cam-par por sus respetos. Tanto en Londres o París como en Berlín o Viena,los habitantes de las grandes capitales europeas comprobaban que tantoellos como sus respectivos países eran mucho más pobres. Virginia Woolftuvo siempre presente la guerra y sus devastadores efectos. En su novelaFin de viaje, publicada en 1915, una señora del West End londinense quesiempre ha vivido ajena a las realidades de la vida descubre que, «al fin yal cabo, ser pobre es lo más normal del mundo, y Londres alberga a mi-llones de pobres». En La señora Dalloway, escrita diez años más tarde, «laguerra había terminado» para todos salvo para las víctimas, como elpersonaje de Septimus Smith, el excombatiente que acaba suicidándose,o Doris Kilman, la socialista trastornada y empobrecida que sigue su-friendo cuando ya han pasado cinco años. En la novela Al faro, la ame-naza de la tuberculosis, otra de las consecuencias de la guerra, persiguea la señora Ramsay y a su familia.

La guerra menoscabó la legitimidad de la propiedad privada, el merca-do libre y la democracia, a la vez que impulsó diversos movimientosviolentos y revolucionarios, desde Moscú hasta Munich. «Hay exaltadospor todas partes —comentó preocupada Beatrice Webb el día del ar-misticio—. En todas partes los tronos se desmoronan y los dueños depropiedades tiemblan en secreto.»22 En sus respectivos países, Joseph

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Schumpeter y Maynard Keynes intentaban convencer a sus compatrio-tas de que la salvación política dependía de la recuperación económica,como dependía de ella la posibilidad de contrarrestar peligrosos accesosrevolucionarios. Según ellos, para recuperar la economía mundial eranecesario que los aliados marcaran unos límites políticos razonablesdesde el punto de vista económico; y lo más importante, que se olvida-ran de la fantasía de que los triunfadores podían resarcirse de sus pérdi-das imponiendo fuertes reparaciones de guerra a los vencidos. Los dosreclamaban que se estabilizasen las divisas nacionales, se restableciera elflujo de créditos y se eliminaran las barreras al comercio.

El filósofo Bertrand Russell fue uno de los muchos intelectuales deOccidente convencidos de que «la Gran Guerra ha demostrado quealgo falla en nuestra civilización».23 Su primera reacción ante las noticiasde la Revolución bolchevique fue un cauteloso optimismo. Estaba dis-puesto a creer que la Rusia soviética era, si no la tierra prometida, comomínimo un grandioso experimento futurista. Sin embargo, a diferenciade muchos otros que se dejaron llevar por sus miedos y sus esperanzas,Russell decidió reservarse la opinión hasta observar de primera mano lanueva sociedad que los revolucionarios decían estar construyendo.

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Capítulo 6

Los últimos días de la humanidad:Schumpeter enViena

Aún no ha sonado la hora del socialismo.

JOSEPH SCHUMPETER, 19181

Aunque Austria era una triste ruina [...] yo pensaba que había mate-riales con los que reconstruirla.

FRANGÍS OPPENHEIMER,

delegado del Ministerio de Hacienda británico, 19192

El 11 de noviembre de 1918, cuando se anunció el armisticio, BeatriceWebb anotó en su diario que en Londres se había desencadenado «uncaótico bullicio». En París hubo una «desenfrenada celebración» hasta elamanecer. Incluso los berlineses estaban «eufóricos» por haberse qu i -tado de encima la guerra y la dinastía que los había llevado a ella.3 Delas cuatro grandes capitales europeas, solo Viena guardaba silencio. En laRingstrasse, frente al edificio del Parlamento, se concentró una seriamultitud. Unos soldados se arrancaron el águila imperial del uniformey obligaron a otros a hacer lo mismo. A un par de kilómetros de allí, ensu estudio de la Berggasse, Sigmund Freud consignaba en su cuaderno:«Fin de la guerra». Significativamente, no usó la palabra «paz».4

La desintegración del Imperio austrohúngaro era un hecho consu-mado desde hacía semanas. De pronto, una ciudad como Viena, con lamisma población que Berlín, era la capital de una «república mutilada yempobrecida» de seis millones de habitantes, diez veces menos de losque había en el antiguo imperio. En la última sesión del Parlamento

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imperial, en la que legisladores y ponentes se arrojaron carpetas y tinte-ros a la cabeza, se acordó la escisión de Checoslovaquia, Hungría y Yu-goslavia, que se quedaron con una gran parte de los territorios de hablaalemana. En consecuencia, las nuevas fronteras orientales y septentrio-nales de Austria quedaban casi en la periferia de Viena.5 Y los nuevosvecinos de Austria rechazaban incluso estos límites y amenazaban conuna invasión. Por lo pronto, Austria no estaba en condiciones de defen-derse ni de contraatacar. El 12 de noviembre, tras el exilio del empera-dor y su familia y la proclamación del nuevo gobierno republicano, sedisolvió el ejército austrohúngaro, compuesto por cuatro millones desoldados. En los pocos días transcurridos entre la propuesta de armisti-cio y su firma efectiva, cientos de miles de soldados fueron encarceladosen los campos de prisioneros de guerra de Italia. La mayoría tardaríanvarios años en poder volver a su país.

La tormenta revolucionaria iniciada en febrero de 1917, tras el ase-dio y la derrota de San Petersburgo, se extendía hacia Budapest, Berlíny Viena. El gobierno provisional de Austria estaba en manos de dos mar-xistas. Desde enero de 1918, casi todos los observadores daban por sen-tado que habría un golpe comunista. Poco después de Año Nuevo, losoperarios de la Daimler-Benz iniciaron una protesta contra la limita-ción de las raciones de harina. Medio millón de hombres y mujeres quehabían sido obligados a trabajar en las fábricas de munición imperialesabandonaron sus puestos. Empezaron a circular rumores sobre un inmi-nente alzamiento en Hungría y una revolución en Alemania.

La ciudad esperaba con preocupación el retorno de los soldadosaustrohúngaros derrotados. En Los últimos días de la humanidad, el paci-fista y satírico Karl Kraus pronosticó que aquella muchedumbre arma-da, hambrienta y traumatizada convertiría Austria en un campo de ba-talla. «La guerra [...] será un juego de niños comparada con la paz queno veremos.»6 Cientos de miles de soldados, entre ellos Friedrich Ha-yek, que por entonces tenía diecinueve años, habían abandonado susunidades en las llanuras venecianas y se habían sumado a la masa «ham-brienta, desorganizada e indisciplinada» que huía hacia el norte. Por elcamino arrasaron y saquearon comercios o intercambiaron muías, tan-ques y artillería por comida. A principios de noviembre, trataron deatravesar el angosto paso del Brennero para llegar a Innsbruck. Gruposde soldados armados con fusiles se apoderaron de los trenes. «Techos,

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suelos, parachoques, plataformas, las propias locomotoras, todo estaballeno de militares —informó un periodista—.Vistos de lejos, los vagonesparecían colmenas repletas de abejas en movimiento.»7 Cientos de solda-dos encontraron la muerte cuando su tren entró en un túnel o pasó bajoun puente, y los terraplenes de las vías quedaron sembrados de cadáveres.

Los funcionarios del extinto imperio siguieron asegurando el fun-cionamiento de los ferrocarriles para evitar que Austria sucumbiera bajo«la sangrienta anarquía». Según un hombre de negocios británico, la lí-nea de Trieste a Viena llegó a transportar entre setenta mil y cien milsoldados cada veinte minutos. Los burócratas, preocupados por un posi-ble golpe anarquista o comunista, instalaron almacenes en las inmedia-ciones de Viena para que los soldados dejaran las armas antes de entraren la ciudad. En la capital, la policía siguió ejerciendo sus funciones.Después de que varios miembros de la Guardia Roja «liberasen» unosdepósitos de armas y de alimentos, el gobierno socialdemócrata creóuna milicia popular compuesta por obreros en paro. Gracias a estas me-didas, y también a la urgencia por volver a su tierra de los soldadoshúngaros, checos y yugoslavos,Viena mantuvo una relativa calma.

A su llegada, los soldados se encontraron con una ciudad acorralada enla que, como en otras capitales europeas, era difícil comprar comida ocombustible.Viena había dejado de exportar productos manufacturadosy de recibir carne, leche, patatas o carbón prácticamente desde la pro-clamación de la nueva república. Desde 1683, cuando estuvo cercadapor los turcos o tómanos, Viena no había estado tan aislada del mundoexterior. Era muy complicado, si no imposible, trasladarse a Munich,Zurich o la cercana Budapest. El servicio de correos funcionaba deforma intermitente; los telegramas tardaban dos o tres semanas en llegara su destino, si es que llegaban, y los paquetes se perdían o llegaban va-cíos. «No alimentéis a los funcionarios de aduanas y a los empleados delferrocarril», advirtió Freud a sus parientes de Inglaterra.8

Evidentemente, una ciudad de dos millones de habitantes necesita-ba productos foráneos para abastecerse. Antes de la guerra, Viena y lasprovincias alpinas conseguían en las regiones del imperio de habla noalemana casi todas las patatas, la leche y la mantequilla que consumían^además de un tercio de la harina y dos tercios de la carne.9 Pero Hun~

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gría había dejado de exportar a Austria a mitad del conflicto, y pocodespués los nuevos vecinos (sobre todo Checoslovaquia y Yugoslavia)impusieron bloqueos. El alto comisionado británico describió así la si-tuación: «Durante cientos de años, el comercio había seguido unos ca-nales determinados, que contaban con determinadas líneas de comuni-cación. De repente, estos canales y estas líneas se encuentran bloqueados.[...] Por este motivo, ahora hay comarcas donde se pasa hambre al ladode otras donde sobra la comida».10

Además, Austria tenía grandes cantidades de armas, sal, madera yproductos manufacturados para vender. Por su parte, Checoslovaquiatenía azúcar, patatas, verduras y carbón; y Hungría y Yugoslavia, leche.Sin embargo, aunque el gobierno provisional trató de establecer acuer-dos comerciales con estos nuevos países, las políticas nacionalistas y losproblemas de escasez impidieron que se llevaran a la práctica.

Para colmo, los aliados anunciaron que el bloqueo a Alemania im-puesto durante la guerra seguiría en vigor hasta que las potencias cen-trales firmaran las condiciones de paz propuestas por la Entente. Enconsecuencia, el único país que aún estaba dispuesto a vender comida aAustria no tenía nada que vender. Herbert Hoover, al que el gobiernoestadounidense había enviado a Europa en una misión informativa, ob-servó con tristeza: «Los pacificadores han hecho casi todo lo posiblepara convertir [a Austria] en un país sin comida».11

Por otra parte, las provincias rurales austríacas establecieron un blo-queo oficioso contra Viena, y varias de ellas amenazaron incluso conunirse a Alemania o a Suiza. En las comarcas ganaderas, la guerra habíaarruinado la agricultura. No había hombres para cultivar las tierras; elganado, principal fuente de abono, había sido sacrificado para alimentaral ejército, y la nueva normativa que obligaba a vender los productosagrícolas a precios controlados implicó un aumento del acaparamientoa costa de los cultivos. Cuando la falta de alimentos se hizo más acu-ciante, sobre todo el último año de la guerra, las regiones rurales empe-zaron a introducir sus propias medidas contra la exportación y a con-trolar que nadie sacara alimentos fuera de su territorio.

El nuevo gobierno había heredado enormes deudas de guerra y notenía oro con el que adquirir alimentos para sus ciudadanos, ya que losgobiernos de Hungría y Checoslovaquia habían confiscado las últimasreservas que quedaban en el banco central. A mediados de diciembre,

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cuando Hoover llegó a París para preparar el plan de revitalización delcomercio y ofrecer ayuda alimentaria, descubrió con consternación elestado de las finanzas austríacas: «La ciudadanía que pagaba los impues-tos con los que se financiaron el ejército y la burocracia se había escin-dido, y el Estado que pagaba los sueldos de los soldados y de los traba-jadores del ferrocarril había entrado en quiebra».12

La escasez de alimentos se remontaba casi a los comienzos de laguerra. En 1915, los panecillos vieneses se sustituyeron por el pesadoKriegsbrot («pan de guerra») y empezaron a imponerse las «semanas sincarne». Todo eran sucedáneos: no solo se hacía pan «de cualquier cosamenos harina», como escribió el periodista y novelista austríaco StefanZweig, sino que el «café era una decocción de cebada tostada; la cerve-za, agua amarillenta, y el chocolate, arena coloreada».13 Las requisas y losintentos oficiales de distribución solo sirvieron para reforzar el mercadonegro.Y tras el cese de las hostilidades, las existencias de la ciudad con-tinuaron bajando. El gran economista austríaco Ludwig von Mises es-cribió: «Durante los primeros nueve meses del armisticio,Viena no dis-puso en ningún momento de alimentos para más de ocho o nuevedías».14 Los almacenes públicos, el único punto de abastecimiento auto-rizado, ofrecían cantidades ridiculas de col en conserva y «pan de gue-rra» a las amas de casa que se pasaban horas haciendo cola. La ración depan era de ciento setenta gramos semanales por persona, menos de lacuarta parte del que se consumía antes de la guerra; la de carne equiva-lía a un 10 por ciento del consumo anterior a la guerra, y solo habíaleche para los niños menores de un año. Se estima que el consumo me-dio de calorías diario bajó a poco más de mil, una cantidad que nobasta para mantenerse con vida muchas semanas seguidas.

Los transeúntes estaban flacos y macilentos, y los niños parecíanmás pequeños de lo que eran. «Nos estamos quedando completamenteconsumidos —escribió Freud a un amigo—. Los cuatro años de la gue-rra han sido una broma comparados con la gravedad de estos meses, yseguramente de los próximos.»15 Franz Kafka, que trabajaba en unaagencia de seguros, escribió un relato titulado «Un artista del hambre*.La tuberculosis era habitual en los barrios de clase media, cuando an-tes de la guerra prácticamente había desaparecido. En los primeros me-ses de 1920, el índice de sepelios, que antes de la guerra era de cuarentaa cincuenta al día, ascendió a dos mil al día. Félix Salten, crítico teatral y

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novelista austríaco, más conocido como el autor de Bambi (1923), re-cordaba haber oído hablar de «leones, panteras, elefantes y jirafas mu-riéndose de hambre en sus jaulas del zoológico mientras la gente se en-cogía de hombros. Había demasiados seres humanos a las puertas de lamuerte, resistiendo como podían, famélicos y destrozados por el sufri-miento».16

La propia ciudad mostraba los síntomas clásicos de la inanición:cansancio, indiferencia y pasividad, alternados con episodios de manía.A pesar de la llegada de los soldados desmovilizados, los funcionariosimperiales y los miles de judíos que huían de los pogromos del este, lapoblación, que en la bonanza de comienzos del siglo xx había aumen-tado rápidamente, se redujo en varios cientos de miles de personas.Como un cuerpo privado de alimento que empieza a consumir su pro-pia musculatura, el país entero empezó a vivir de las posesiones acumu-ladas. Llegó un momento en que el gobierno anunció que Austria em-peñaría «todo» lo que había sido propiedad de los Habsburgo: castillos,palacios, pabellones, mansiones y cotos de caza.17

Las consecuencias de la escasez de alimentos se agravaron cuandose declaró el «bloqueo del frío». Una semana después del armisticio nohabía carbón para calentar las casas y solo quedaban reservas para coci-nar durante una semana. Semanalmente se entregaba una bombilla deveinticinco vatios por familia, una vela y algo más de cien gramos de car-burante. Incluso en los hogares de clase media, bañarse y hacer la coladase convirtieron en lujos inalcanzables. Los colegios, que ya habían ce-rrado durante la epidemia de gripe, anunciaron las Kaltferien («vacacio-nes del frío»). Las tiendas tenían que cerrar a las cuatro de la tarde, y lascafeterías echaban a los clientes antes de las nueve. La gente hacía leñacon las puertas, arrancaba la corteza de los árboles y talaba árboles de losparques. Se arrasaron hectáreas enteras de los bosques de Viena, y se es-fumaron los postes de teléfono y los árboles que flanqueaban las elegan-tes avenidas vienesas. También desaparecieron las cruces, de .madera delos cementerios. Un viajero lo describió así: «Toda la vida de Viena estáalterada por esta falta de carburante».18

Cada vez eran más habituales las situaciones irresolubles. El perió-dico socialdemócrata Die Arbeiter-Zeitung señalaba: «La gente necesitaleña porque no tiene carbón, pero no se puede importar leña porqueno hay carbón para las locomotoras».19 Según el historiador Charles

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Gulik, la República austríaca heredó del antiguo imperio el 30 porciento de la mano de obra fabril, el 20 por ciento de la capacidad paragenerar carbón, y solo un 1 por ciento de las reservas de este material.La falta de combustible obligó a cerrar panificadoras, acerías, fábricas deladrillos y de cemento y plantas eléctricas, lo cual bloqueó la produc-ción industrial y energética y la construcción. La mitad de las fábricasde Viena con más de mil trabajadores cerraron definitivamente. En unaciudad que había sido pionera en la electrificación, los apagones se con-virtieron en una rutina, incluso en el día de Navidad. Se suspendió elfuncionamiento de los tranvías, que dependía de la electricidad. El trá-fico ferroviario se limitó a los trenes de carga que transportaban ali-mentos. A su vez, la falta de energía, el descenso en la producción dearmas y la desmovilización siguieron nutriendo las filas del desempleo.

En la Nochebuena de 1918, justo antes de la medianoche, ThomasCuninghame, delegado británico en el antiguo Imperio de los Habs-burgo, circulaba por la Mariahilferstrasse, una de las calles más señorialesde Viena. Unas horas después anotó en su diario: «En las calles no seveía ni un alma, y apenas ninguna luz. El hermoso casco antiguo se ha-bía convertido en "La ciudad muerta"».20 El día después de Navidad, enun mercado, William Beveridge fue asediado por una barahúnda deamas de casa que «pululaban a nuestro alrededor como espíritus del Ha-des, diciendo que querían comida».21 Viena, una de las más bellas capi-tales europeas, parecía estar al borde de la muerte.

La ambición de Joseph Schumpeter de ser el titular de Comercio delúltimo gabinete de la monarquía se truncó pocas semanas antes del ar-misticio. A partir de entonces, Schumpeter se dedicó a aguardar unanueva oportunidad en Graz, mientras preparaba de mala gana las clasesdel trimestre de primavera. Pocos días antes de unas elecciones en lasque se preveía que el Partido Socialcristiano y los socialdemócratas ter-minarían formando un gobierno de coalición, Schumpeter sondeó en-tre sus conocidos de izquierda sobre las posibilidades de ser ministro deEconomía. Schumpeter, que como buen burkeano defendía la máximalibertad individual y la mínima intervención estatal, no se llevaba malcon los socialistas. Los dos socialdemócratas que encabezaron el gobier-no provisional eran viejos amigos de universidad. Otto Bauer, judío de

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clase media y de simpatías panalemanas, era el líder del partido y el mi-nistro de Asuntos Exteriores en funciones; y Karl Renner, campechanoy corpulento hijo menor de un prolífico campesino de Moravia, era elcanciller. Aunque los dos eran marxistas, su política tenía más en comúncon el fabianismo que con el bolchevismo. Sin embargo, el cargo fuepara otra persona.

A principios de año, a Schumpeter se le presentó una nueva opor-tunidad. Otro conocido de la universidad, un socialista alemán quepoco después sería el primer ministro de Economía de la República deWeimar, le escribió desde Berlín con una interesante propuesta. ¿Que-rría unirse al grupo de expertos creado en diciembre para asesorar alnuevo gobierno alemán sobre la transición al socialismo, y en concretosobre la posible nacionalización de la industria del carbón?

Por raro que parezca, los políticos socialistas que debían asegurar elbienestar de sesenta millones de ciudadanos nunca se habían parado areflexionar sobre el funcionamiento de una economía socialista. Marxhabía prohibido explícitamente a sus seguidores que incurrieran en loque calificaba de «fantasías» utópicas. El marxista más influyente de Ale-mania aceptaba, como mucho, que estos esfuerzos de la imaginación po-dían ser «un buen ejercicio mental».22 Sin embargo, dada la progresivaradicalización de los obreros alemanes, era imprescindible plantearse elasunto. Desde el mes de noviembre, cuando se firmó el armisticio, se ha-bían producido amotinamientos, huelgas, reivindicaciones salariales, ame-nazas físicas y «expropiaciones espontáneas» en muchas empresas. Despuésde más de cuatro años sacrificándose, la clase obrera alemana quería unacompensación. Los dirigentes de los partidos de izquierda llevaban añosprometiendo que pondrían a los trabajadores al frente de las empresas,pero una vez en el poder se daban cuenta de que era necesario reactivarla producción si querían asegurar la supervivencia del gobierno. La laborde la nueva comisión era buscar soluciones para este dilema.

Schumpeter aceptó la invitación entusiasmado, consciente de queel camino más corto para triunfar en Viena pasaba por Berlín. En unmomento en el que tanto Alemania como Austria estaban gobernadaspor los socialistas, la unión entre ambos países parecía más plausible, yademás, en la comisión estaba Bauer, el ministro de Asuntos Exterioresaustríaco. Por otra parte, Schumpeter confiaba en que se impondría lavisión gradualista. Más tarde, justificó así su participación en el proyecto

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socialista: «Cuando alguien insiste en suicidarse, es mejor que haya al-gún médico cerca».23 En ese momento, sin embargo, los inversores, losbanqueros y los industriales no esperaban que la comisión hiciera pro-puestas tan radicales. Eduard Bernstein, un influyente socialista alemánque también formaba parte del panel, advirtió: «No podemos requisarlas fortunas de los ricos porque se paralizaría todo el sistema de produc-ción».24 Bauer, que quería sustituir las juntas directivas de las empresaspor representantes de la gerencia, los empleados y los consumidores,hizo hincapié en que las empresas privadas y las socializadas convivirían«durante generaciones».25

Schumpeter solicitó una excedencia, y el rector de la Universidadde Graz se la concedió sin problemas. El viaje hasta Berlín requirió cua-tro días en lugar de los dos habituales, pero a su llegada a la capital dePrusia, Schumpeter se encontró con una ciudad que ni siquiera enaquella época de penurias podía calificarse de «muerta».

Berlín, enero de 1919: la ciudad se había salvado de la ocupación aliaday había salido de la guerra intacta aunque algo maltrecha, con deficien-cias en los servicios públicos y con los precios por las nubes. Por otraparte, tenía que enfrentarse a las sucesivas llegadas de soldados desmovi-lizados, que estaban nerviosos y resentidos y se habían habituado a laviolencia. Cualquier chispa podía encender la situación.

El conflicto estalló entre Navidad y Año Nuevo. Una rama de loscomunistas, los espartaquistas, convocó una huelga general que estuvoseguida de un enfrentamiento civil a gran escala. Hubo grandes manifes-taciones en toda la ciudad, desde la Alexanderplatz hasta el Reichstag. Seinterrumpió el servicio de ferrocarril, los bancos y la universidad cerra-ron y los comercios protegieron sus escaparates con tablones. Los espar-taquistas tomaron prácticamente todas las fábricas, las centrales eléctricas,los edificios oficiales, las redacciones de periódicos y las oficinas de telé-grafos. Los tanques salieron a las calles, y, cuando los rebeldes comenzarona lanzar granadas y a disparar ráfagas de ametralladora contra las tropasoficiales, el canciller alemán autorizó el uso de lanzallamas y artillería decampo. Los aterrorizados ciudadanos acudieron en masa a las estacionesen un vano intento de huir de la ciudad. El habitante más famoso de laciudad, Albert Einstein, había conseguido refugiarse en Zurich: «Es una

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suerte poder leer las noticias de Berlín aquí, con este cielo soleado y co-miendo chocolate», escribió a un amigo.26 Schumpeter, en cambio, estabafeliz de encontrarse en el corazón de los acontecimientos.

El grupo de expertos socialistas se reunió durante varias semanasen el sótano del Reichsbank, que se había salvado de la ocupación por-que los funcionarios parapetaron el edificio. A pesar de la caótica ysangrienta situación de la ciudad, la comisión siguió debatiendo tran-quilamente las posibles soluciones, que iban de la nacionalización de lasindustrias a la imposición de un Estado de laissez-faire, y ponderandolas cuestiones prácticas, como la forma de socializar las empresas sinperjudicar los beneficios o la innovación.

Schumpeter se mostró tan cínico y desdeñoso como cuando asistíaal seminario de Bohrn-Bawerk en la Universidad deViena. «No tengoni idea de si el socialismo es posible, pero si lo es, debemos ser coheren-tes —decía en tono provocador—. En cualquier caso, sería interesanteintentar por una vez el experimento.»27 Más tarde, un directivo de labanca explicó que Schumpeter enfocaba la nacionalización como unacuestión puramente técnica: «Si después de la guerra se querían sociali-zar las grandes empresas, había que proceder de determinada manera».28

Al final, como era de esperar, la comisión rechazó tanto el laissez-faire como la estatalización de corte soviético y optó por una mezcla depropiedad pública y gestión privada. Dos miembros liberales de la co-misión se negaron a firmar el texto del informe y redactaron una pro-puesta alternativa. Schumpeter suscribió el informe mayoritario. Supaso por la comisión tuvo los resultados que esperaba. Hilferding, im-presionado por el espíritu de cooperación y los conocimientos técnicosde Schumpeter, le propuso a Bauer que lo tuviera en cuenta para enca-bezar el Ministerio de Economía de Austria, y cuando se publicó elinforme de la comisión, el 15 de febrero (en la víspera de las eleccionesparlamentarias austríacas), la prensa vienesa ya apuntaba que Schumpe-ter estaría en el gobierno. Dos semanas después, Bauer acudía de nuevoa la capital alemana para participar en dos días de negociaciones secretassobre el Anschluss con el ministro de Asuntos Exteriores de Weimar,Ulrich von Brockdorff-Rantzau. (Bauer consideraba una prioridadmáxima la unión política con Alemania, y por eso había reclutado alescritor Robert Musil, quien «tenía como cometido oficial clasificarrecortes de prensa... [Aunque] en realidad se encargaba de promocio-

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nar la unión con Alemania en diversos periódicos».)29 En palabras deotro delegado de la comisión: «Schumpeter estaba impaciente por mar-charse».30 Poco antes de que estallaran una huelga general y otro vio-lento levantamiento, Schumpeter salía de Berlín en compañía de Bauer.

En el nuevo gobierno de coalición había dos o tres cargos tan ingratosque ningún político profesional estaba dispuesto a ocuparlos. El de mi-nistro de Economía era uno de ellos.

¿Cómo se podía frenar la caída de la moneda de una nación enquiebra, conseguir oro o dólares para comprar alimentos a otros países,o diseñar un presupuesto cuando multitud de factores, desde las fronte-ras del país hasta la cuantía de las reparaciones de guerra, estaban siendodecididos por los aliados en París? En cuanto Renner sugirió el nombrede Schumpeter, el Partido Socialcristiano aceptó enseguida, aunque nonecesariamente porque confiara en él. De hecho, en una cultura tanantisemita, el partido de los terratenientes y los aristócratas considerabaa Schumpeter un Judenfreund porque se codeaba con los Rothschild ycon otros banqueros y hombres de negocios judíos. Además, había mos-trado su falta de lealtad al partido al oponerse a la promoción de unprestigioso socialcristiano en la Universidad de Graz. Sin embargo, lossocialistas consideraban que Schumpeter, «una especie de genio de lasciencias económicas», era el hombre adecuado para hacerse cargo delas maltrechas finanzas de la República.31 Según Renner y Bauer, enaquel momento en que la suerte de Austria estaba en manos de los alia-dos, las simpatías prooccidentales de Schumpeter y su pronta oposicióna la guerra podían ser bien recibidas, al igual que su experiencia en elextranjero, su título honoris causa estadounidense y su dominio del inglésy el francés.

Tanto la izquierda como la derecha no tardaron en tachar a Schum-peter de oportunista. La primera crítica vino del Die Morgen: «Qué b o -nito debe de ser tener tres almas en una», publicó, aludiendo a las sim-patías de Schumpeter con liberales, conservadores y socialistas. KarlKraus lo acusó de actuar como un «profesor invitado en sus conviccio-nes».32 Sin embargo, no era fácil criticar su disposición a formar partedel gobierno. Si quería asegurar el futuro de la democracia, la bisoñaRepública austríaca no solo tenía que garantizar la paz, sino también los

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alimentos.Y en opinión de Schumpeter, el Ministerio de Economía erael lugar más adecuado para salvar a su país de la ruina.

En cierto modo, las dificultades a las que se enfrentaba el nuevoministro de Economía eran similares a las del ama de casa vienesa. AnnaEisenmenger, autora de un espléndido diario que ofrece un atisbo de lavida cotidiana en aquella época tan dura, tenía tres opciones para pagarlos alimentos y la calefacción: ganar dinero, pedirlo prestado o vendersus posesiones. Para seguir asegurando la circulación ferroviaria, el ser-vicio policial y el funcionamiento de los comedores populares, Schum-peter se enfrentaba a la misma alternativa. Para sobrevivir, Anna Eisen-menger y su familia solicitaron subsidios oficiales, alquilaron habitaciones,colaboraron con una organización benéfica estadounidense y, cuandono hubo más remedio, vendieron la valiosa colección de cigarros purosque el doctor Eisenmenger había reunido antes de la guerra. Schumpe-ter podía recurrir a las medidas fiscales, tratar de convencer a los ban-queros para que compraran obligaciones del Estado, agotar las reservasnacionales de dinero y de oro (si es que existían) y, en último término,vender propiedades estatales.

Evidentemente, para comprar productos foráneos, o incluso paraviajar a la cercana Ginebra, los particulares necesitaban moneda extran-jera. Si tenían una cuenta bancaria en Suiza podían obtenerla allí, comohizo el banquero de Budapest Max von Neumann, padre de John, quese exilió temporalmente tras el golpe comunista de Béla Kun. Si nodisponían de esta reserva de divisas, tenían que conseguirlas a cambio desus servicios o pedirlas prestadas. Sigmund Freud y sus colegas atendíana pacientes ingleses, como James Strachey y su mujer Alix, que les paga-ban en libras. Eisenmenger pidió dólares a un primo de Estados Unidos.Muchos compraron libras o dólares pagándolos con coronas.

Como Austria necesitaba muchos productos importados, el minis-tro de Economía también tenía que conseguir oro o divisas. En casonecesario, podía solicitar préstamos extranjeros o confiar en una dona-ción. En cualquier caso, su principal cometido era apuntalar el valor dela corona frente a otras monedas. Cada repunte en el valor de cambiode la corona significaba que Austria podría gastar un poco menos en lacompra de carbón o de carne, y cada movimiento a la baja significabaque debería pagar más. Por eso las amas de casa se plantaban frente a losescaparates de las casas de cambio, esperando «con el corazón encogido»

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la publicación de las últimas cotizaciones de la corona. En el caso delministro de Economía, el valor de la moneda tenía más repercusiónporque era el responsable del presupuesto estatal, y cada caída en el va-lor de la corona incrementaba el déficit público. En este caso, el objeti-vo principal era evitar que la moneda se hundiera. En último término,era una cuestión de confianza. Uno aceptaba el dinero de otra personasi creía que con él podría saldar sus deudas: era esa convicción la que leinfundía confianza. Del mismo modo, el ministro de Economía teníaque confiar en la capacidad de su moneda; y a falta de oro o de divisas,tenía que inflar su valor para mantenerla a flote.

Schumpeter, el ministro de Economía más joven de la historia de Aus-tria, tuvo su primera intervención en un palacete de mármol de unaestrecha calle del casco antiguo conocida como la Puerta del Cielo.Dando grandes pasos y agitando las manos, pronunció con su mejoracento del Theresianum un discurso que alternaba entre el entusiasmoy la jovialidad. Era consciente de que para triunfar en la política m o -derna había que «fascinar», «impresionar» e «implicar» a la audiencia, ysabía que la estabilización económica requería «un gobierno populary un líder creíble, con talento, decisión, poder y un discurso en el quela nación pueda confiar».33 En aquella sala lúgubre y gélida, repleta defuncionarios vestidos de negro, Schumpeter irradiaba energía, optimis-mo y esperanza.

Todos los participantes en la guerra, entre ellos Inglaterra y Francia,habían acumulado deudas descomunales, pero el caso de Austria eraextremo. Durante la guerra, el gobierno imperial no se había atrevido asubir los impuestos; por ese motivo, los ingresos fiscales de 1919 cubríansolo dos tercios del gasto público. Además, el gobierno tenía que pagaraltísimos intereses por la deuda de guerra, de la que la nueva Repúblicaaustríaca había heredado una parte desproporcionada. Por otra parte, sehabían prometido ayudas a los desempleados y había que pagar el costede mantenimiento de la milicia. También había que pagar a los funcio-narios, entre ellos a los miles que regresaban aViena desde los confinesdel antiguo imperio.Y, por último, había que instituir subsidios que cu-briesen la diferencia entre el precio de los alimentos pagado por la ad-ministración y el que pagaban los consumidores. El gobierno del anti-

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guo imperio daba por supuesto que una buena parte de las deudas quese iban acumulando sería sufragada por los perdedores, pero esta con-vicción solo sirvió para retrasar el momento de saldar las cuentas.

Para la mayoría de los austríacos, las alternativas eran solo dos: laintegración con Alemania o la dependencia permanente de los aliados.Otto Bauer era un firme partidario de la unión política con Alemania,y no le parecía mal que hubiera cierto grado de inflación porque era«un modo de animar la industria y elevar el nivel de vida de los trabaja-dores».34 Los banqueros y los industriales se inclinaban por una alianzacon la Entente. Como los funcionarios del Ministerio de Haciendabritánico, entre ellos Maynard Keynes, pensaban que «no se permitiráque Austria se hunda. La Entente solucionará su situación financiera. Loúnico que se necesita es un cuantioso préstamo en libras esterlinas».35

La visión de Schumpeter era diferente. Creía que Austria, a pesarde tener un territorio más reducido, contaba con los medios necesariospara recuperarse económicamente. Estaba plenamente convencido deque los recursos de un país son menos importantes que lo que se hacecon ellos. Mientras fuera posible crear empresas, el sistema financierofuncionara correctamente y no hubiera demasiadas trabas al comercio,la sociedad se regeneraría. No estaba de acuerdo con la idea popular deque la viabilidad económica exigía un territorio vasto, una poblaciónnumerosa y muchos recursos naturales. En un interesante artículo sobrela sociología del imperialismo, publicado en 1919 y escrito pensando enAlemania, Schumpeter concluía que el complejo militar-industrial delantiguo Egipto había impuesto una guerra crónica que empobreció elpaís: «La maquinaria creada por las guerras que la requerían comenzó acrear a su vez las guerras que necesitaba para mantenerse».36 Inglaterraya era el país más rico del mundo antes de tener un imperio. Suiza, querivalizaba con Inglaterra en renta per cápita, no era mayor que Escocia.Y antes de la guerra, Viena fue el centro financiero, comercial y detransporte más importante de Europa central. Mientras los aliados o susvecinos no impidieran que Austria comerciara libremente o que su go-bierno recuperase la solvencia, Schumpeter no veía inconveniente paraque Viena retomase el papel económico que había tenido antes de laguerra y elevara su nivel de vida, siempre que no se interpusieran obs-táculos insuperables. «Se suele decir que una Austria alemana no es via-ble —reconocía, pero también añadía—: Creo en nuestro futuro. [...]

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No hay que pensar que un país, para sobrevivir económicamente, debaobtener las materias primas más importantes dentro de sus fronteras. [...]Los países vecinos no pueden existir sin nosotros o sin nuestra media-ción financiera».37

Evidentemente, el país necesitaba solucionar su cuantiosa deudade guerra. Según el historiador Niall Ferguson, solo hay cinco formas dealiviar una carga de este tipo:" el repudio de iure, como el que emplearonLenin en 1918 y Hitler en 1938, y diversos grados de repudio defacto,que implican una modificación de las condiciones de reintegro, un des-censo del valor de la moneda con la que se abona la deuda (inflación),o un crecimiento económico acelerado para que los ingresos aumentenmás deprisa que el pago de los intereses. Evidentemente, el método másdigno es simplemente saldar la deuda.

Demostrando que confiaba en la capacidad de Austria para resolverlas cosas por sí sola, en su discurso Schunipeter se declaró a favor de estaúltima opción, que según él era la forma más rápida de recuperar laconfianza de los inversores en la solvencia del país y reactivar la produc-ción. Sin embargo, ningún gobierno de la posguerra podía salvarse deaumentar los impuestos a los agricultores y a la clase media para com-pensar a los titulares de obligaciones. Elevar el impuesto sobre la rentadesalentaría la inversión justo en un momento en que la economía ne-cesitaba desesperadamente una nueva inyección de capital. En opi-nión de Schumpeter, lo mejor era obligar a los ricos a respaldar la deudade guerra creando un impuesto unitario sobre la propiedad. La idea deSchumpeter era saldar la deuda a costa de los propietarios de obligacio-nes, utilizando una parte de sus activos, ya fuera en forma de efectivo, deobligaciones o de valores.

La genialidad del plan de Schumpeter, que reflejaba las prioridadesque él mismo había marcado en su libro La crisis del Estado JiscaL era que,a pesar de reorganizar la gestión de las empresas, las granjas y otras po-sesiones, estas seguían en manos privadas. Por otra parte, gravar la pro-piedad existente en lugar de los ingresos futuros tenía una ventaja su-plementaria: no impediría que los inversores aportasen capital ni que losempresarios ampliasen la producción. Con el fin de evitar que el gobier-no inflase la moneda para resolver el problema de la deuda, Schumpeterpropuso la creación de un banco central que, como el Banco de Ingla-terra, sería independiente del Tesoro. Al mismo tiempo, propugnó fijar

la corona en el valor que tenía en ese momento en lugar de imponer laparidad previa a la guerra. Con estas medidas se estimularía la confianzade los inversores extranjeros, en los que Schumpeter depositaba sus es-peranzas, porque les saldría barato invertir en Austria.

El programa de recuperación propuesto por Schumpeter requeríados cosas para funcionar: que las condiciones de paz no supusieran unobstáculo insuperable a la renovación del comercio, y que se llevara acabo un esfuerzo continuado de elevación de los impuestos para finan-ciar el gasto público. «De momento no podemos recibir crédito exte-rior porque los extranjeros no confían en nuestro futuro», dijo Schum-peter a su equipo. Reconoció que harían falta medidas extremas parareducir de forma visible el déficit. Se declaró a favor de aplicar impues-tos disuasorios frente al «consumo excesivo» de algunos productos quesolían comprar los proletarios, como la cerveza y el tabaco, y contra «elservicio doméstico, los espectáculos de lujo y los alimentos, los tejidos ylas prendas de vestir de lujo».38 Era un proyecto que no podía gran-jearle amigos ni en la izquierda ni en la derecha. Su partido estaba radi-calmente en contra de instaurar un impuesto sobre la propiedad, sobretodo si afectaba también a las explotaciones agrícolas.Y para los socia-listas, la idea de gravar la cerveza no era más que un ejemplo hilarantedel despiste político de Schumpeter.

El tercer día en que Schumpeter ejercía el cargo de ministro de Eco-nomía, la corona empezó a caer en picado. Guerrilleros comunistasformados y armados en Moscú y dirigidos por un antiguo cabo delejército austrohúngaro rodearon Budapest con tanques que enarbola-ban la bandera roja. Un destacamento de la Guardia Roja austríaca,compuesto por soldados desmovilizados, partió de inmediato hacia lacapital de Hungría para manifestar su solidaridad. La victoria bolche-vique se interpretó como que Hungría prefería arrojarse en brazos deMoscú a someterse a la Entente. El primer ministro británico LloydGeorge, muy preocupado por las reparaciones, se vio en la obligaciónde presentar una advertencia a la conferencia de paz. Mientras la En-tente, no menos «cansada, herida y arruinada» que los perdedores, seempeñaba en que los alemanes y sus aliados financiaran la reconstruc-ción del continente, los discípulos de Lenin tentaban a los alemanes

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hablando de «comenzar de nuevo», o con lo que Lloyd George des-cribió como la posibilidad «de liberar al pueblo alemán del endeuda-miento con los aliados y con las clases acomodadas» que habían apor-tado al Reich los recursos necesarios para combatir en la guerra. Si losaliados insistían en imponer unas condiciones excesivamente severas aAlemania, el resultado inevitable sería que habría «espartaquistas desdelos Urales hasta el Rin».39

Como siguiendo un guión preestablecido, el sombrío vaticinio deLloyd George se cumplió al cabo de pocos días. El 7 de abril, un grupode anarquistas proclamaba la República Soviética Bávara en Munich. Alcabo de una semana, los rebeldes autóctonos habían sido sustituidos porrevolucionarios profesionales rusos vinculados a la Internacional, quedesataron un régimen de terror. Según un documento ruso confiscadoen una redada policial, el ejército de Lenin tenía previsto entrar en Ale-mania a través de Polonia para unirse a los insurrectos. En París se pen-saba que Viena, flanqueada por dos capitales rojas, sería la siguiente pie-za en caer. En un debate parlamentario sobre la conveniencia de enviartropas británicas a Rusia para combatir a los bolcheviques, WinstonChurchiH declaró: «El bolchevismo es un gran mal, pero surge de malessociales importantes». Seis semanas después, el general Briggs, destinadoen Rusia, escribió a Churchill solicitando ayuda británica: «El hambrelleva al bolchevismo».40

Los emisarios de Béla Kun recorrían los barrios trabajadores deViena explicando que la futura República Soviética de Austria daríaalimentos a los proletarios en vez de a los burgueses. Pintaban con co-lores maravillosos la vida en Budapest, donde tomar algo en un hotel deprimera costaba lo mismo que en una taberna, las familias de los obre-ros ocupaban los palacios confiscados a la realeza y se había instauradola igualdad social entre la burguesía y el proletariado. En sus memorias,Bauer describió así la situación:

En cuanto [Béla Kun] se dio cuenta de que no pensábamos [procla-mar el Soviet austríaco], inició una campaña contra nosotros. La embajadahúngara en Viena se convirtió en un foco de agitación. Hungría enviógrandes sumas de dinero al Partido Comunista austríaco, que las empleóen reforzar las operaciones de propaganda y. en sobornar a personas de suconfianza en los ambientes obreros y militares. Los comunistas intentaban

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convencer a los trabajadores de que Hungría contaba con reservas dealimentos suficientes para resolver todas las necesidades de Austria.41

Para contrarrestar esta campaña, Herbert Hoover envió varios tele-gramas a sus ayudantes desde sus cuarteles en el número 51 de la avenueMontaigne parisiense, pidiéndoles que empapelaran Viena con pasqui-nes para advertir a la población de que «cualquier alteración del ordenpúblico comportará la anulación de la ayuda alimentaria y hará que laciudad se enfrente al riesgo del hambre».42 Luchando contra el comu-nismo y la muerte, reforzó las operaciones de ayuda. En Viena, el go-bierno decidió destacar media compañía de laVolkswehr, la milicia so-cialista, en el patio del número 7 de la Herrengasse, donde se celebrabanlas reuniones de gabinete.

El temor a un golpe de Estado explica quizá la anécdota relatadapor el ministro de Alimentación Hans Loewenfeld-Russ. Al parecer, elúltimo día de marzo Schumpeter le llamó por teléfono diciendo quepasaría a cenar junto con Ludwig Paul, el ministro de Transportes. Encuanto se quedaron los tres a solas, Schumpeter preguntó abruptamentea sus colegas si en la eventualidad de un golpe de Estado estarían dispues-tos a sumarse, como él, al nuevo gobierno bolchevique. «Ni en sueños»,contestó secamente Ludwig Paul,43 y Loewenfeld-Russ lo secundó conun gesto. De inmediato, Schumpeter rectificó y dijo que él tampocotenía ninguna intención de sumarse a un gobierno de ese tipo.

Al preguntarle Loewenfeld-Russ por qué había insistido en verlosy por qué les había hecho una pregunta tan extraña, Schumpeter con-testó que solo quería sondear a los dos únicos miembros del gabinete,aparte de él, que no habían sido nombrados por el canciller sino por unpartido político.

Seguramente decía la verdad. Por esa misma época, Cuninghameconsignó que una de sus fuentes le había enviado un «largo informesobre [...] un minucioso plan del Partido Socialista para instaurar unrégimen de tipo socialista». Según el informante de Cuninghame, setrataría de una farsa, ya que sería un gobierno «soviético en aparienciapero no en la realidad».44 Al parecer, Renner y otros moderados del ga-binete estaban decididos a recurrir a este ardid, aunque otros ministrosde ideas más izquierdistas, como Bauer, no querían saber nada. El Mi-nisterio de Asuntos Exteriores británico ordenó a Cuninghame que

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comunicase al ministro de Defensa austríaco que la instauración de ungobierno bolchevique, real o falso, comportaría la inmediata suspensiónde las ayudas alimentarias y el reinicio del suministro de armas a Polo-nia, que mantenía reivindicaciones territoriales contra Austria.

Mientras la República austríaca se debatía entre la vida y la muerte, elgabinete estaba en reunión permanente. La sesión solía empezar unashoras antes de que finalizara la jornada laboral. En el momento en quelos espectadores salían de la ópera, los quince ministros y sus subsecre-tarios acudían en coche o a pie al palacio Modena, en el número 7 dela Herrengasse, una de las calles más bonitas del barrio medieval de Vie-na. Los ministros, nerviosos y faltos de sueño, se abrían paso entre losdesaliñados soldados de laVolkswehr acampados en el patio y ascendíanla imponente escalinata que antaño conducía a las salas donde los suce-sivos emperadores se habían reunido con sus cancilleres y donde KarlRenner había alojado a la cancillería. Una vez allí, procuraban no tro-pezar con las ametralladoras apoyadas en las ventanas y se dejaban elabrigo puesto para combatir el frío y la humedad. La reunión solía du-rar hasta pasada la medianoche, y a veces el primer ministro encargabaunas cervezas y un modesto refrigerio en un restaurante cercano paraque no desfallecieran de hambre.

El 17 de abril, cuando los ministros empezaban a discutir un ordendel día «increíblemente largo», miles de hombres vestidos con harapos ycon los rostros «demacrados y macilentos» ocuparon la Ringstrasse, queestaba cubierta de desperdicios, avanzaron entre las lujosas mansiones dela avenida, que tenían las ventanas protegidas con maderos, y se concen-traron frente al cercano edificio del Parlamento. La mayoría eran obre-ros en paro y soldados desmovilizados, muchos de ellos tullidos o convisibles cicatrices de guerra. Entre ellos había un grupito armado, com-puesto por agitadores extranjeros y miembros del Partido Comunistaaustríaco, que a base de proclamas persuadieron a los demás de tomar eledificio del Parlamento y prenderle fuego. Cuando empezaron a sonardisparos, laVolkswehr irrumpió en el edificio. Según consignaron lasprimeras noticias, en la operación de recuperación del Parlamento, la«milicia del pueblo» mató a unos cincuenta manifestantes e hirió a va-rios centenares.

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Sin embargo, hubo un incidente que indignó más a la ciudadanía queel propio intento de golpe. En el fragor de la batalla, el caballo que mon-taba un policía cayó derribado. Mientras el animal yacía muerto en lacalzada, una multitud hambrienta se abalanzó sobre él para llevarse peda-zos de carne ensangrentada. Para el vienes medio, para el que los espec-táculos ecuestres del antiguo imperio eran tan interesantes como los com-bates de boxeo para un estadounidense, este incidente era una señal de quela civilización estaba desembocando inexorablemente en la barbarie.Y elmás consternado era el nuevo ministro de Economía austríaco, que inclu-so en aquella época de penurias seguía manteniendo varios purasangres.

Aunque en Budapest se pensaba que la revolución vienesa era unhecho consumado, la insurrección se disolvió a media tarde. FriedrichAdler, un popular político socialista que acababa de salir de la cárcel,donde cumplía condena por el asesinato del penúltimo primer ministro,había hecho un llamamiento a la calma. Los propios dirigentes comunis-tas discrepaban sobre la conveniencia de proclamar una república sovié-tica. Al día siguiente, los consejos obreros convocaron una huelga gene-ral. Ellis Ashmead-Bartlett, corresponsal de guerra del Daily Telegraph, setrasladó rápidamente de Budapest a la capital austríaca. «En lugar de en-contrar Viena envuelta en llamas, encontré una absoluta tranquilidad.»45

El hotel Sacher, situado frente al edificio de la ópera y famoso por sudeliciosa tarta de chocolate, era el lugar de encuentro preferido de losdiplomáticos, espías y contrarrevolucionarios de Viena. Se decía quemadame Sacher era una ferviente monárquica. El 2 de mayo, sir Tho-mas Cuninghame vio a Schumpeter, que solía almorzar en el hotel, enuna de las salles privées del fondo. Estaba acompañado de cuatro caballe-ros, uno de ellos Ellis Ashmead-Bartlett, el corresponsal británico quedestapó la matanza de Gallípoli. Cuninghame, al ver que Ashmead-Bartlett estaba en la ciudad, se les unió a mitad de la comida.

Ashmead-Bartlett estaba tratando de reunir fondos para los cientocincuenta oficiales húngaros exiliados en Viena, que, por un lado, temíanla deportación y, por otro, ansiaban organizar una contrarrevoluciónque derrocase a Béla Kun. Su problema era que apenas les alcanzabapara pagar el viaje en tren, ya que no contaban más que con el dineroque les prestaba la compasiva madame Sacher. El banquero húngaro Von

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Neumann había acudido a Viena para ayudarles a conseguir fondos, yaque muchos de sus simpatizantes ricos no se atrevían a prestarles dineropor temor a que la noticia llegara a oídos del gobierno socialista austría-co. Louis Rothschild, en el que los conspiradores tenían depositadas susesperanzas, proponía nuevas condiciones cada día. Al fanal, Cuninghamehabía sugerido a Ashrnead-Bartlett que hablara con Schumpeter, que enel Reino Unido era conocido como un firme detractor de la unióncon Alemania, a la que también se oponían los británicos.

El periodista quedó impresionado con la inteligencia de Schumpe-ter, su vitalidad y su impecable dominio del inglés, y observó complaci-do que este, sin haber cumplido los cuarenta años, no mostraba las sus-picacias habituales de los ministros de Economía. «Estuvimos hablandodel futuro de Austria», explicó. Schumpeter se declaró a favor de unamonarquía constitucional como la británica y reconoció que «la únicaforma de salvar a Viena del peligro rojo era sacar al gobierno soviéticode Hungría». Después de decir que proporcionaría con gusto dineropúblico a los revolucionarios si no tuviera que rendir cuentas al Parla-mento por cada corona gastada, se ofreció a decir a Rothschild que Ha-cienda miraría para otro lado si este decidía prestarles dinero. Ashmead-Bartlett concluyó: «Era una buena noticia, porque así se solventaba laprincipal objeción de Louis Rothschild, [...] es decir, su temor a que elgobierno austríaco le hiciera preguntas incómodas».

Finalmente, el 4 de mayo los monárquicos tomaron la embajadahúngara en Viena y descubrieron una caja fuerte con 135 millones decoronas y 300 millones de francos suizos, reservada para financiar larevolución en Austria. Por eso, cuando las negociaciones con Roths-child estaban a punto de concluir, Schumpeter envió un mensaje albanquero a través de su secretario: «No hay necesidad de que avancedinero, porque se ha conseguido por otro lado».4" Cuando Béla Kunintentó recuperar las arcas de guerra \ extraditar a los oficiales monár-quicos, Schumpeter intervino para defenderlos. Antes de que el asuntofuera más allá, el gobierno de Béla Kun había sido derrocado por el al-mirante derechista Miklós Horthv v sus seguidores.

Durante las siguientes semanas, el gobierno austríaco se dedicó a gastardinero a espuertas. Los socialistas se habían impuesto en el gobierno de

coalición formado en marzo de 1919 porque eran los únicos capaces decontrolar a los desempleados, los soldados, los representantes de los con-sejos obreros y los radicales. Arguyendo que la amplia mayoría campesi-na y conservadora no aceptaría una revolución socialista y que cualquiergolpe de Estado provocaría una intervención aliada, Bauer propuso di-versas medidas sociales. Conscientes de que tenían poco margen deactuación, los socialistas sentaron en muy pocas semanas las bases delEstado del bienestar austríaco. Solo en Viena, sesenta mil inválidos deguerra, familiares de prisioneros de guerra y funcionarios del antiguoimperio tenían derecho a solicitar ayudas sociales. En el plazo de unaño, una sexta parte de la población dependía de los subsidios y no pro-ducía ningún tipo de bienes vendibles.

Entretanto, los esfuerzos de Schumpeter por conseguir apoyo parasus propuestas fiscales llegaron a un punto muerto. No estaba previstorecibir préstamos de los aliados. Apenas quedaban reservas de oro y demonedas fuertes. El Estado podía hacer poco más que financiar el défi-cit imprimiendo más dinero.

El gobierno buscó la forma de trasladar esta carga a las empresas,recurriendo a lo que Bauer denominó «una limitación extensiva de losderechos de la empresa privada, diseñada originalmente como una so-lución de emergencia para unos pocos meses». En mayo, el gabineteaprobó un decreto que imponía a las grandes empresas una ampliacióndel 20 por ciento en sus plantillas. A continuación se aprobaron otrasnormativas que obligaban a los empresarios a facilitar la actividad sindi-cal y conceder vacaciones pagadas a sus empleados y que prohibíanacometer despidos sin la previa aprobación del gobierno. No es de ex-trañar que esta legislación desembocara en una súbita caída de la pro-ductividad, una extensión del Arheitsunlust («absentismo») y un descensoaún mayor de los ingresos fiscales.

Sin embargo, el gobierno de Renner siguió adelante con su pro-yecto socializador. A mediados de mayo» Otto Bauer anunció un progra-ma de nacionalización parcial de las minas, las fundiciones, las gasoline-ras y las explotaciones madereras. Schumpeter se opuso, y aseguró quesi la administración reorganizaba las finanzas públicas y estabilizaba lacorona, los propietarios de empresas volverían a invertir y ampliarían suactividad. Tras enemistarse con los conservadores al proponer que losricos cargaran con el grueso de las deudas de guerra, se enfrentó a sus

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colegas socialdemócratas al declarar que la socialización de las empresasprivadas obstaculizaría la entrada de inversiones extranjeras y asfixiaríala recuperación del país.

Los socialdemócratas tampoco confiaban demasiado en Schumpe-ter, al que tildaban de «frivolo», «engreído» y «pretencioso» a sus espal-das. Mientras la mayoría de sus colegas en el gabinete vestían trajes raí-dos y llevaban las suelas de los zapatos agujereadas, Schumpeter parecíaun banquero o un diplomático inglés. El corte de su traje de SavileRow era impecable, y el pañuelo de seda que asomaba tras el volumi-noso reloj de oro era de un blanco inmaculado. En la prensa, los carica-turistas lo pintaban invariablemente con botas y pantalones de montary un sombrero de fieltro y le colocaban una fusta bajo el brazo, dandoa entender que trataría con mano dura a su ministerio, al gabinete y atodo el país. Los demás ministros vivían en pisos modestos y estabancasados con señoras poco elegantes, mientras que Schumpeter, separado(al parecer definitivamente) de Gladys, ostentaba un lujoso estilo devida de soltero. Tenía alquilada una suite en el elegante hotel Astoria,muy cerca del ministerio, un apartamento en la Strudlhofgasse, y mediopalacio de un conde, donde invitaba a merendar a los Rothschild, losWittgenstein y otros plutócratas, además de a diplomáticos, periodistasy políticos. A menudo llegaba al ministerio en un lujoso coche de caba-llos. Comía en los mejores restaurantes, bebía el mejor champán francés,y muchas veces aparecía con una o dos señoritas de compañía del brazo.Eran costumbres prohibitivas para el sueldo de un ministro del gabinete,y era evidente que Schumpeter debía cada vez más dinero a sus amigosricos. Hasta su antiguo mentor, Friedrich von Wieser, opinaba que aSchumpeter «no le preocupaba mucho la miseria general»; según él, «encuanto ya no pueda satisfacer su vanidad [...] se retirará».47 La aparenteindiferencia con que Schumpeter se tomaba las críticas empeoraba aúnmás las cosas. A los periodistas les decía: «¿Cree usted que quiero seguirsiendo ministro de un Estado que ha entrado en quiebra?».48

Otro motivo de fricción era el Anschluss, al que Schumpeter se oponíay que para Otto Bauer era la única posibilidad de recuperación econó-mica para Austria. Un día de finales de mayo, el corresponsal de LeTemps acudió a entrevistar al docteur Schumpeter, que estaba sentado

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frente a su mesa de trabajo en el salón amarillo. Al periodista le parecióespecialmente paradójico que en aquella época de hambre, con la ciu-dad sumida en la anarquía, Schumpeter trabajara en aquel suntuoso pa-lacete barroco, donde las cámaras vacías del Tesoro se adornaban conlujosas molduras doradas y las paredes estaban cubiertas desde el suelohasta el techo con frescos que glorificaban los antiguos triunfos milita-res de Austria. Y para colmo, Schumpeter, el «burgués que hacía dechivo expiatorio» en el gabinete, estaba sentado «a los pies» de un retra-to de Fernando I.49 Los lectores de Le Temps entendieron la alusión: elemperador Fernando I, conocido por su impotencia sexual y su debili-dad mental, tuvo que abdicar en 1848, otro año de revolución. Era muyposible que la República austríaca, tan débil e impotente como el em-perador, corriera la misma suerte, y que también la corriera alguien tanbrillante, decidido y libertino como su ministro, el docteur Schumpeter.

Por aquellos días, el gobierno austríaco había iniciado una campañapublicitaria a favor del «derecho a la unión con Alemania» con la ideade influir en las condiciones del tratado de paz que preparaba la Enten-te.511 En la siguiente reunión de gabinete, cuando ya se había publicadola entrevista de Le Temps, Bauer acusó a Schumpeter de maniobrar ensecreto para que los franceses y los ingleses se opusieran a la fusión.Bauer se lamentaba en sus memorias: «Los políticos franceses insistíanen que importantes ciudadanos austríacos, entre ellos banqueros y mag-nates de la industria, habían asegurado repetidamente a los diplomáticosde la Entente que Austria podía arreglárselas muy bien por su cuentasin la unión, siempre que se impusieran condiciones de paz relativa-mente favorables».51

En gran medida, la acusación de Bauer era cierta, ya que Schumpe-ter llevaba semanas pronunciando discursos contra el Anschluss. Además,había hablado con Henry Allize, jefe de la misión militar francesa enViena, para proponerle una unión monetaria con Francia. Su idea deque el nuevo Estado austríaco conseguiría salvarse de la quiebra se apo-yaba en la convicción de que Francia preferiría que Alemania no domi-nase el mercado común establecido en Europa central. A finales de ju-nio, declaró públicamente que estaba convencido de que la Ententeaseguraría una «distribución equitativa de la carga» de las deudas deguerra y no insistiría en confiscar los bienes austríacos en Checoslova-quia, Hungría y Yugoslavia. Lo expresó del siguiente modo: «En el caso

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de Alemania, las condiciones de paz se pensaron para impedir la recupe-ración; en el caso de Austria, deberán fomentarla».52

A finales de mayo, Schumpeter volvió a atacar el proyecto delAnschluss en una «impactante» entrevista concedida al Nenes 8 UhrBlatt, donde advertía: «Nuestra seguridad descansa en el trato pacíficocon todos los países, y especialmente con nuestros vecinos más próxi-mos».53 Bauer le mandó una carta indignada, pero Schumpeter, en vezde escuchar sus advertencias, intentó llegar a un acuerdo secreto conlos británicos. Quedó con Francis Oppenheimer, el emisario de Key-nes en Viena, y le pasó el borrador de un proyecto «secreto» que im-plicaba el control aliado de las finanzas austríacas y de su banco centrala cambio de préstamos a largo plazo. Oppenheimer envió un telegra-ma a su jefe en el que defendía con pasión el proyecto de Schum-peter:

[El ministro austríaco] no comparte la opinión general de que elAnschluss con Alemania sea la única salvación de Austria. Si es posible,quiere una Comisión de Finanzas Aliadas fuerte, que gestione Austria deforma similar a la administración británica de Egipto; ahora bien, al mar-gen del mecanismo de control que se adopte, no hay que herir el amorpropio de los austríacos. El ministro ha insistido en que compartir unamoneda única entre los estados sucesores, con Viena como banqueroprincipal, es quizá el elemento más importante del programa para la recu-peración de Austria.

A continuación, Oppenhciiner añadió: «Basta decir que ha sido unraro y afortunado privilegio debatir con un exporto tan genial y abiertode miras».54 Schumpeter y él siguieron viéndose con frecuencia. Entreotras cosas, Schumpeter intentó ayudar a los británicos a adquirir lasempresas austríacas que controlaban la navegación del Danubio. T.ilcomo informó Oppenheimer a Keynes: «El doctor Schumpeter se com-promete a facilitar el traspaso a manos británicas de esta compañía, yposiblemente de las otras tres también, en condiciones de venta excep-cionales, y ha prometido reservarnos una opción preferente negativahasta que hayamos aceptado o declinado la oferta»/" Naturalmente* enViena era imposible mantener en secreto algo así. En una carta a Rcn-ner, Bauer escribió: «Schumpeter sigue con sus intrigas. No voy a hacer

nada de momento, pero en cuanto esté firmado el tratado de paz, seráimprescindible obligarlo a dimitir».56

El 7 de mayo, casi en el mismo momento en que los alemanes eran in-formados de las condiciones aliadas en Versalles, la delegación austríaca,encabezada por el primer ministro Karl Renner, salía de Viena en direc-ción a Francia. El 2 de junio de 1919, tras esperar durante dos semanasen la antigua residencia real de Saint-Germaine-en-Lay, disfrutando dela comida y los vinos franceses, se hicieron públicas las condiciones de laEntente para Austria. «Era un documento pésimo», recordó Otto Bauer.Buena parte de la Austria germanohablante quedaba repartida entrechecos, yugoslavos e italianos. «Igual de duras eran las condiciones eco-nómicas. [...] Era una mera copia del tratado de paz alemán.»57 El pro-yecto de Tratado de Saint-Germaine reconocía que el Imperio austro-húngaro se había disgregado, pero penalizaba solamente a Austria porsus crímenes. Tres millones de austríacos de habla alemana quedaríanbajo el dominio checo, la propiedad privada de los ciudadanos austría-cos sería confiscada, el gobierno de Austria debería pagar reparacionesde guerra durante treinta años... y el golpe de gracia, al menos según elpunto de vista de Bauer, era la explícita prohibición de entablar unaunión política con Alemania.

La reacción de los vieneses fue de desconcierto mezclado con in-credulidad. En palabras a un periodista, Schumpeter dijo que «la motiva-ción de los aliados parece ser únicamente destruir la Austria alemana».58

El 30 de junio declaró: «No es fácil acabar con un pueblo. Por lo general,es imposible. Sin embargo, estamos ante uno de los pocos casos en losque se está haciendo [...] el derrumbe fiscal estará inevitablemente se-guido del derrumbe social».59 Cuando las bolsas extranjeras emitieron suveredicto sobre el tratado, la corona volvió a hundirse. Unos meses des-pués, en una conferencia sobre las ayudas a la reconstrucción celebradaen Londres y a la que también asistió Keynes, Friedrich Wieser dijo:

[Los mercados de cambio] han dejado claro que no consideran quela República austríaca tenga posibilidades de sobrevivir con las fronte-ras que ha fijado el tratado de paz y con las cargas que este le impone.El austríaco que ama a su país hará lo que sea para mantenerlo con vida,

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pero no es de extrañar que el mundo exterior, que es un observador im-parcial, haya declarado a Austria incapaz de vivir.60

Al tratar a Austria con la misma dureza que a Alemania, los aliadosno solo anularon la viabilidad del nuevo Estado, sino que destruyeron lopoco que quedaba de la credibilidad de Schumpeter, quien se vio obli-gado a admitir que había pecado de ingenuidad política. En su diarioconfesó que no era capaz de intuir la realidad de la política y se calificóde «hombre sin antenas».61

El proceso de destitución de Schumpeter fue largo y doloroso. En lareunión de gabinete del 15 de julio, Bauer volvió a lanzar una acusa-ción contra él, esta vez de sabotear la «socialización» de los recursosbásicos al confabularse con la compañía italiana Fiat para cederle unimportante negocio minero y maderero austríaco, imposibilitando asísu nacionalización. Schumpeter trató en vano de defenderse diciendoque si había entablado negociaciones con un agente de bolsa extranje-ro llamado Kola había sido para tratar de conseguir oro y divisas fuer-tes con los que apuntalar la corona.62 Dos semanas después, sufrió lahumillación de tener que defender el proyecto gubernamental de hi-potecar o vender varias «obras de arte inmortales» de la nación, entreellas los valiosos tapices gobelinos del emperador. Era la única formade conseguir la moneda extranjera necesaria para comprar alimentosen otros países, pero Schumpeter advirtió sombríamente: «Este sistemano se puede utilizar a menudo», y terminó suplicando a los diputadosque aprobaran su presupuesto: «El mayor problema del Estado seríatener que superar los próximos tres años sin la quiebra de la adminis-tración y sin la emisión de más papel moneda», insistió, sabiendo quesus argumentos caían en saco roto.63 Fue su última intervención en elParlamento.

A mediados de octubre, totalmente aislado y constantemente ridi-culizado en los medios de comunicación, Schumpeter fue por fin des-tituido oficialmente. El procedimiento y las circunstancias fueron tancrueles que un periódico liberal acusó a Renner de difamación.Y paracolmo, se inició una investigación que duró varios meses contra variasde las medidas adoptadas cuando Schumpeter era ministro de Econo-

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mía. El banquero Félix Somary señaló que «Schumpeter se lo tomabatodo con tranquilidad» y atribuyó su frialdad a su formación en el The-resianum, «donde los alumnos aprendían a cultivar la serenidad y nomostraban sus emociones en ninguna circunstancia. Había que dominarlas reglas del juego de todos los bandos e ideologías, evitando los com-promisos».64 No obstante, en su fuero interno, Schumpeter estaba des-trozado. Quedó convencido de que carecía de «la cualidad del lideraz-go»,65 y ver cómo se frustraban las esperanzas de su madre volvió aúnmás dolorosa la humillación pública. El hecho de que los siguientesprogramas de estabilización que los aliados elaboraron para Austria sebasaran en el suyo o de que el mismo gobierno que lo había destituidose considerase «incapaz de gobernar el país» no atemperaron su sensa-ción de fracaso. Más tarde, cuando le preguntaban por esta experiencia,se limitaba a decir: «Ocupé el cargo de ministro en un tiempo de revo-lución, y le puedo asegurar que no fue divertido».66

En noviembre, cuando Wieser regresó de Londres, se encontró con quesus conocidos seguían hablando de los problemas de Schumpeter. Wie-ser observó: «Al parecer, todos los partidos consideran que Schumpeterha caído en desgracia. Hasta los economistas jóvenes que lo veían comoa su líder han dejado de contar con él. Nadie espera ya nada de él».67

Para sus antiguos admiradores, Schumpeter había perdido su prestigio.Después de pasar dos trimestres lamiéndose las heridas en la Universi-dad de Graz, Schumpeter hizo como tantos otros altos funcionarios y sepasó al sector privado.

Fue una decisión muy oportuna, ya que el derrumbe de las espe-ranzas de futuro de Austria coincidió con un momento de auge del mer-cado bursátil y un frenesí de negociaciones. Un observador describióasí la situación:

Las cotizaciones empezaron a ajustarse de día en día al valor cada vezmás bajo de la moneda. Los capitalistas intentaban salvar sus capitales de ladepreciación invirtiendo en billetes y pagarés. [...] La Bolsa especulabacon la caída continuada de la corona. El valor de cambio de esta respectoa otras monedas cayó más deprisa que su capacidad adquisitiva interna. Enconsecuencia, los precios en Austria se situaron muy por debajo de los

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precios del mercado mundial, lo cual permitía obtener grandes beneficiosexportando productos austríacos.68

En una tardía muestra de aprecio, el Parlamento compensó a Schum-peter con la concesión de una licencia bancaria, licencia que en 1921le permitió acceder a la presidencia de un banco pequeño pero antiguoy prestigioso. Schumpeter había gastado todos sus ahorros y había con-traído fuertes deudas para mantener un estilo de vida demasiado lujosopara un simple político y profesor de universidad. Por eso necesitabaganar dinero.

Capítulo 7

Europa agoniza:Keynes enVersalles

No se está haciendo caso de la opinión de los expertos.Keynes ha sido demasiado espléndido con el tratado de Austria.Va a

luchar. Dice que piensa dimitir.

FRANGÍS OPPENHEIMER, 19191

Viena no era un caso único. En enero de 1919, el hambre y las enfer-medades causaban estragos desde San Petersburgo hasta Estambul. Losobservadores británicos y estadounidenses llegaron a la conclusión deque todo el continente parecía al borde de la muerte. Tras viajar diezhoras en coche desde la costa norte de Francia hasta Lille, un testimo-nio anotó en su diario que no recordaba haber visto «ningún ser huma-no que no tuviera relación con el ejército [...] ningún animal [...] nin-gún ser vivo aparte de las malas hierbas y ninguna casa habitada». En laciudad belga de Ypres, donde se habían librado algunos de los combatesmás duros, «los colores de los ladrillos y de las piedras se ven apagados,y la hierba y el musgo empiezan a cubrir las ruinas».2

Ocho semanas después de la firma del armisticio, había sido impo-sible restaurar las condiciones de una vida pacífica. El bloqueo seguía envigor, ya que los aliados no se atrevían a renunciar a su arma más efec-tiva contra Alemania. Seguía habiendo decenas de conflictos menoresen los que se enfrentaban cientos de miles de soldados. Había pogro-mos, expulsiones y matanzas masivas. Ocho millones y medio de hom-bres habían perdido la vida, y la cifra de personas inválidas o afectadaspsicológicamente era similar. En Europa central, toda una generación

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LA GRAN BÚSQUEDA EUROPA AGONIZA

(la de los Kriegskinder, «los niños de la guerra») se estaba criando conuna alimentación deficiente y sufría problemas de crecimiento.

Poco después de la guerra, la «era universal» y sus conquistas eco-nómicas parecían tan irreales como un sueño. Además de las desoladoraspérdidas de vidas y propiedades, los antiguos canales del comercio y elcrédito se habían desmoronado. No paraban de surgir nuevas barreras ala exportación y la importación. Quienes tenían algo para vender no seatrevían a intercambiarlo por el papel moneda emitido por gobiernosen quiebra; por eso se volvió en gran medida al trueque. Ganadores yperdedores se habían endeudado hasta las cejas para financiar la guerramás costosa de la historia, y habían llegado al límite de sus reservas y desus reducidos poderes fiscales. En 1916, Francia, Alemania y Rusia aúnno tenían un impuesto sobre la renta. No había crédito para alimentar ala población, conseguir combustible para las fundiciones, reparar las fá-bricas dañadas o financiar la renovación del comercio. Aparte de la sedde venganza, la amenaza de la quiebra hacía que cada gobierno prefirie-ra cargar la factura a otros.

En una carta a Woodrow Wilson, David Lloyd George, el primerministro británico de los años de guerra, escribió: «El mecanismo eco-nómico de Europa está paralizado».3 Todo dependía de la recuperacióneconómica, pero los dirigentes de los países victoriosos, reunidos enParís, no parecían dar demasiada importancia al asunto. En cualquiercaso, esta era la opinión imperante en el tercer piso del lujoso hotelMajestic, cercano a la Place de FÉtoile, donde se alojaba la delegaciónbritánica y donde Maynard Keynes, la estrella ascendente del Ministeriode Hacienda, se apresuraba a escribir una carta para Vanessa Bell, asegu-rándole que encontraría «tremendamente divertidas las curiosas intrigasy las complicaciones personales y psicológicas que convierten la inmi-nente catástrofe de Europa en un magnífico espectáculo deportivo».4

Keynes había llegado al hotel Majestic el 10 de enero, en la época mástriste y lluviosa del año. El presidente Woodrow Wilson llevaba ya unmes en París, y el primer ministro Lloyd George llegaría al día siguiente.La ciudad, que pese a los duros bombardeos se había librado de caer enmanos de las tropas del kaiser, era ahora territorio ocupado. Las filialesde American Express brotaban como setas. En el Campo de Marte ru-

gían las grandes rotativas británicas. Por las calles circulaban sedanesnegros ocupados por diplomáticos y multitud de vehículos militares,mientras jóvenes de ambos sexos y vestidos con uniformes de veintisie-te países abarrotaban las aceras. Era como si el mundo entero se hubieraconcentrado en París.

A orillas del Sena se habían constituido una mini-Casa Blanca y unminipalacio deWhitehaU.Winston Churchill, ministro de Armamentodel Reino Unido, no paraba de ir de uno a otro, siempre acompañadopor su fiel secretario Eddie Marsh. Al otro extremo de los Campos Elí-seos estaban el presidente Woodrow Wilson y su equipo de asesores,entre los que se contaban el financiero Bernard Baruch, el letrado JohnFoster Dulles y el ex secretario de Guerra Félix Frankfurter. Las delega-ciones se habían traído sus flotillas de coches y aeroplanos, habían insta-lado sus redes de telefonía y telégrafo y contaban con trenes propios.

Keynes no pertenecía al círculo más próximo de Lloyd George.Por eso compartía el abarrotado Majestic con el resto de la delega-ción británica, mientras el primer ministro ocupaba un piso de lujo consu amante Francés Stevenson. El Majestic, que se había acondiciona-do poco después del armisticio, tenía su propio médico, una asistente-carabina para las mujeres del equipo y una brigada de policías de Scot-landYard encargados de controlar las filtraciones. Todo ello hacía quefuera fácil salir pero «muy difícil entrar», como observó el diplomáticobritánico Harold Nicolson, marido de la escritora Vita Sackville-West,que era un viejo amigo de Keynes y también formaba parte de la dele-gación. El hotel estaba «equipado, desde el desván hasta la bodega, coneficientes empleados británicos de nuestros hoteles de provincias. Por lotanto, la comida era de tipo anglosuizo», constató Nicolson.5 Curiosa-mente, a nadie se le ocurrió sustituir al personal francés del hotel Asto-ria, que estaba al lado y donde la delegación británica había instaladosus oficinas y guardaba mapas y documentos confidenciales.

Personajes de lo más variopinto entraban y salían del Majestic. HoChi Minh, el futuro líder del Vietcong, trabajaba lavando platos en lacocina. T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, solíaestar en el vestíbulo, al igual que el autor teatral Jean Cocteau.Tambiénpodía verse a Marcel Proust, «pálido, desaliñado y con las mejillas caídasy mal afeitadas, vestido con un abrigo de pieles y unos guantes blancosde niño». Nicolson describió así sus encuentros:

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Me hace multitud de preguntas. Quiere saber si tendría inconve-niente en explicarle cómo funcionan las comisiones. Le digo: «Bueno, porlo general nos reunimos a las diez,y los secretarios...». «No,no...Va ustedmuy deprisa. Vuelva a empezar. Ha tomado usted el coche oficial y habajado en el Quai d'Orsay, ha subido las escaleras, ha entrado en la sala...¿Y entonces? ¿Qué ha pasado? Sea preciso, querido amigo, ¡sea preciso!»Así que se lo describo todo. La falsa cordialidad de todo el asunto, losapretones de manos, los mapas, el rumor de los papeles, el té en la habita-ción de al lado,los bombones... Me escucha arrobado, interrumpiéndo-me de vez en cuando: «Sea más preciso, querido amigo, no vaya tan de-prisa».6

Había más periodistas que diplomáticos. El ex general FrederickMaurice también estaba en París, trabajando para el Daily News londi-nense. A finales de la guerra había estado a punto de hundir al gobier-no, tras acusar al primer ministro de mentir al Parlamento sobre el nú-mero de tropas británicas. Su hija predilecta, Nancy, también habíaviajado a París como flamante secretaria del general Edward Louis Spears,un hombre casado, maduro y conservador, que más adelante se conver-tiría en su marido. (Nancy era una de las muchas jóvenes vestidas conuniforme caqui que inspiraron unas cuantas canciones picaras.) Su her-mana menor, Joan, una precoz quinceañera que estudiaba en la escuelafemenina Saint Paul de Londres y aún no mostraba señales de llegar aser un día una de las economistas más famosas del siglo, se moría porestar también en París, pero tenía que contentarse con los esporádicos ypomposos resúmenes que Nancy enviaba a su madre.

En París, Maynard Keynes estaba considerado «uno de los hombres másinfluyentes de los que trabajan entre bambalinas». Hasta sus críticos re-conocían que era «lúcido, seguro, de memoria infalible».7 En una cenaen la que se quejó, con razón, de estar saturado de trabajo, los demáscomensales señalaron burlonamente su «inmejorable digestión» y su ca-pacidad para beber grandes cantidades de champán. Con treinta y seisaños, Keynes conservaba la silueta flaca y desgarbada de un estudiante.Su nariz respingona y sus labios carnosos le habían valido el apodo deMorritos en sus años escolares, y su mirada mostraba la avidez de quien

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«ansiaba trabajo, fama, influencia, dominio, admiración», según el desde-ñoso comentario de lady Ottoline Morrell, una de las amantes de Ber-trand Russell.8 La arrogancia de Keynes podía ser cargante, su trato,brusco, y su forma de vestir, desaliñada, pero su mirada luminosa,rasgos vivaces y su aplomo lo volvían atractivo. Hombres y mujerescontraban irresistible su voz melodiosa y profunda.

Nacido en 1883, el mismo año que Joseph Schumpeter, Keynesprocedía de una familia de Cambridge en la que había numerosos aca-démicos y que estaba vinculada por amistad y matrimonio con otrasprestigiosas dinastías intelectuales, como los Darwin, los Ramsey, losMaurice, los Stephen y los Strachey. Su padre, Neville Keynes, era cate-drático de filosofía moral e íntimo amigo de Alfred Marshall. Su madre,Florence, que en 1932 llegó a ser alcaldesa de Cambridge, participabaactivamente en la política local y en diversas obras filantrópicas. Fueronunos progenitores inteligentes, cariñosos y atentos con Keynes y sus doshermanos menores.

Keynes, que ya en su adolescencia estaba considerado un genio, fueeducado prácticamente desde la cuna para ser profesor de Cambridge.Neville Keynes animó a su inteligente hijo a estudiar matemáticas. En1902, tras terminar con matrícula de honor sus estudios en Eton y obte-ner la mejor puntuación en el examen de ingreso a Cambridge, Keynesconsiguió una beca de estudios para el King's College, uno de los centrosmás antiguos de la universidad. Cuando cursaba el primer año, la publi-cación de los Principia ethica de G.E. Moore fue todo un hito en la expe-riencia universitaria de Keynes, sobre todo porque Moore había sidosocio del Club de los Apóstoles, que servía de punto de conexión entrelas diferentes generaciones de intelectuales de Cambridge. Los Principiaethica definían las pautas de una vida moral y recogían la preocupaciónvictoriana por el esfuerzo, la necesidad de hacer dinero y la obediencia alas normas. Moore, que rechazaba tanto el utilitarismo y el moralismo dela generación de Alfred Marshall como sus costumbres sexuales, propug-naba una mezcla de individualismo radical y de esteticismo, atemperadapor la «regla de oro». En 1938, Keynes lo resumió del siguiente modo:«Lo único que importaba era el estado de ánimo, el nuestro y el de losdemás,pero sobre todo el nuestro. [...] Estos estados de ánimo no esta-ban vinculados a ninguna acción, un logro o una consecuencia. Eranvivencias intemporales y apasionadas de comunión y contemplación».9

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Estas reflexiones no parecen tener mucho que ver con la afición deKeynes por el remo, la hípica, el tenis y especialmente el golf, su pasiónpor los debates y su compromiso con el Partido Liberal y con prestigio-sas asociaciones estudiantiles de carácter social o intelectual en las queparticipaba activamente. Su trayectoria universitaria demuestra queKeynes era un líder nato, además de un brillante estudiante. Aunquepocas veces se iba a dormir antes de las tres de la mañana, se licenciócon matrícula de honor poco antes de cumplir los veintiún años. Dan-do por sentado que seguiría los pasos de Neville, dedicó un año más apreparar elTripos de Matemáticas. En 1905, la reina de las ciencias erabastante más difícil de dominar que en la época en que Marshall habíaquedado segundo de su promoción. Para su vergüenza, Keynes obtuvosolamente el duodécimo puesto, pero este resultado le dio derecho a serfellow del King's College. Para dar una idea de los rivales con los que seenfrentaba, basta decir que G. H. Hardy, creador de una célebre teoríade los números y autor de Apología de un matemático, aún estaba esperan-do una beca tras quedar en cuarto lugar en elTripos de 1900.

En verano, Keynes se fue de excursión a los Alpes con un ejemplarde los Principios de economía de Marshall. En otoño regresó a Cambrid-ge, con la intención de asistir a las clases de Marshall mientras preparabalas oposiciones a la función pública. «Marshall insiste en que debo dedi-carme profesionalmente a la economía y escribe comentarios elogiosossobre mis trabajos —escribió Keynes a su gran amigo Lytton Strachey—.¿Crees que puede tener razón? Tengo mis dudas.»10

No obstante, tras reflexionar sobre el asunto, Keynes empezó apensar que quizá estaría bien «dirigir una empresa ferroviaria u orga-nizar una gran compañía, o al menos tantear las inversiones públi-cas».11 Tras descartar la carrera académica, Keynes se preparó para in-gresar en el Ministerio de Hacienda. Sin embargo, el segundo puestoen el examen de oposición desembocó en un exilio temporal en elMinisterio de las Colonias, donde le encargaron la realización de unestudio sobre la rupia india. A diferencia del personaje de Cecily enLa importancia de llamarse Ernesto* Keynes encontró la rupia bastantefascinante. Llegó a la conclusión de que esta moneda (cualquier mo-neda, de hecho) era la clave de la situación económica, ya que en unaeconomía mundial los países se relacionaban entre sí a través del co-mercio y las inversiones.

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Cualquiera estaba dispuesto a aceptar libras británicas a cambio debienes o servicios, pero no todo el mundo aceptaba rupias. El valor deldinero, fueran los discos de piedra de los antiguos micronesios, las mone-das de oro o las anotaciones en una cuenta bancada, dependía estricta-mente de la disposición de la gente a aceptarlo. Por eso la moneda de unpaís reflejaba la confianza del mundo en sus posibilidades económicas, susolvencia y su disposición a cumplir las promesas. En este sentido, unamoneda era como el pulso, un síntoma vital que podía indicar cualquiercosa, desde una herida o una dolencia hasta un arrebato pasajero de mie-do o de entusiasmo. El reto del médico era descubrir el motivo de unaaceleración del pulso antes de que el paciente entrara en shock o, por elcontrario, saltara de la camilla como si no pasara nada y le hiciera quedaren ridículo. Si el paciente estaba a miles de kilómetros y era imposibleconocer más detalles sobre su estado, la dificultad aumentaba. Con suprivilegiado intelecto, sus dotes de síntesis y su capacidad para descubrirconexiones, Keynes lo pasó en grande resolviendo este tipo de acertijosy se reveló como un excelente diagnosticados

Keynes despachó el encargo sobre la rupia con tal presteza quetuvo tiempo de escribir en horas de trabajo un tratado sobre la proba-bilidad con el que esperaba conseguir el elusivo puesto de profesoruniversitario. De ese modo le quedaban libres las tardes y los fines desemana, que dedicaba a la vida social. Vivía en Londres, donde tenía al-quilado un piso en el 46 de Gordon Square, una zona de la ciudad dedudosa reputación pero que se había puesto de moda. Sus vecinas delpiso de arriba eran las guapas, intimidantes y muy inteligentes hermanasStephen, que más tarde serían conocidas como Vanessa Bell y VirginiaWoolf. Keynes se llevaba especialmente bien con Vanessa, que se dedi-caba a pintar y a la que le encantaba cotillear y soltar palabrotas. Eldiario sexual de Keynes, tan meticulosamente detallado como los cua-dernos en los que anotaba sus gastos y sus resultados en el golf, indicanque su vida amorosa era también muy animada. A diferencia del períodode 1903-1905, cuando anotó «cero» como número de compañeros sexua-les, en 1911 consignó ocho, y en 1913, nueve. Con algunos de ellosconservó la amistad y la relación toda la vida, como Duncan Grant,Lytton Strachey o J.T. Sheppard, el rector del King's College, abierta-mente gay.12 Con todo, Keynes se las arreglaba para no perderse ni unacomida dominical en Cambridge con todo el clan familiar.

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Entre los veinte y los treinta años, Keynes fue el experto nacional enmonedas raras. Estudiar la moneda lo acostumbró a ver la economía deforma holística en lugar de centrarse en el «comercio», el «trabajo» o la«industria» de forma aislada, y también le enseñó a sacar conclusionesacertadas a partir de unos pocos indicadores. Por otra parte, le ayudó aentender que las medidas gubernamentales nunca afectaban a un únicosector o grupo, sino que tenían efectos sobre todo el sistema, como la lunasobre las mareas. En 1908, sin embargo, Keynes dejó el Ministerio de lasColonias. Su padre, junto con Arthur Pigou, sucesor de Alíred Marshall ensu cátedra de Cambridge, se ofreció a mantenerlo durante un año paraque pudiera terminar la tesis. En 1909, en vista de que la presentación deltrabajo no le valió el ansiado puesto defeUow en el King's College —cu-yos privilegios se reducían básicamente a la posibilidad de tener estudian-tes de pago y cenar en la mesa de los profesores—, Marshall pagó de supropio bolsillo una cátedra de economía para Keynes. A partir de enton-ces, los fellows del King's College lo adoptaron corno a uno de los suyos.

Cuando Keynes tenía dieciocho años y acababa de comenzar sus estu-dios en el King's College, anunció en la primera carta que envió a suspadres: «He estado echando un vistazo al lugar y he llegado a la conclu-sión de que está bastante desorganizado»».'5 Su biógrafo Robert Skidcls-ky señala que, si bien las instituciones fueron cambiando a lo largo de suvida, la visión que tuvo Keynes de ellas, o del inundo en general fuesiempre la misma.Todo estaba nial organizado y necesitaba una gestiónmás competente. Aunque Keynes podía tener accesos de «ira incontro-lable»,14 sobre todo ante las muestras de estupidez, normalmente se sen-tía más exasperado que ofendido, más impaciente que indignado. A di-ferencia de sus amigos de Bloomsbury, no profesaba el típico desdén delos artistas por el poder o el éxito mundano. Como Win\ton (!hurchill,quien una vez confesó a su mujer que incluso cuando «todo [tendía]hacia la catástrofe y el declive, ¡él sentía] interés, entusiasmo y felici-dad»,13 Keynes se animaba al constatar los problemas del inundo y núpodía contener el impulso de paliar las cosas malas o de mejorar un pocomás las cosas buenas*

Su reacción ante la guerra fue una curiosa mezcla de patriotismo,oportunismo y pragmatismo. En agosto de ll>l4, cuando Inglaterra de-

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claró la guerra a Alemania, no tenía una opinión formada. Con su opti-mismo incorregible, secundó la idea generalizada de que el enfrenta-miento acabaría a los pocos meses, cuando no semanas. La primera vezque el ministro de Economía David Lloyd George solicitó su consejofue antes de que estallara el conflicto. Keynes estuvo un día entero in-tentando convencer a Lloyd George de que no pidiera a los banquerosde la City que suspendieran la convertibilidad de la libra en oro hastaque fuera estrictamente necesario. Evidentemente, su optimismo supe-raba en mucho el de los propios banqueros de la City.

En enero de 1915, Keynes se incorporó oficialmente al Ministeriode Economía, donde se le asignaron las finanzas de guerra. La introduc-ción en 1916 de la conscripción militar, obligatoria para los varones deentre dieciocho y cuarenta y un años, le complicó su vida personal,porque en ese momento pasó a formar parte de la maquinaria de gue-rra. Como mínimo media docena de sus amigos y ex amantes eran pa-cifistas que habían decidido no combatir, y no paraban de insistirle enque dejara de ser cómplice de una guerra que decía denostar. En ciertaocasión, Keynes se encontró una nota de Strachey en la mesa de la cena:«Querido Keynes, ¿por que está usted todavía en Hacienda? Un saludo,Lytton».1" Mientras trabajara para el Ministerio de Hacienda Keynes nocorría peligro de ser movilizado, porque los ciudadanos que «participa-ban en una tarea de importancia nacional» estaban exentos. Pero ante lainsistencia de sus amigos, amenazó varias veces con dejar su puesto, y enfebrero de 1916 alarmó a sus padres al solicitar formalmente el estatusde objetor de conciencia. En la petición dejaba claro que se oponía alcarácter coercitivo de la conscripción, más que a la guerra; es decir, susmotivos eran más libertarios que pacifistas. Tras informar a la junta dereclutamiento de que sus ocupaciones en el ministerio no le permiti-rían asistir al juicio, su solicitud fue rechazada y Keynes ya no volvió ainsistir. Al final sus amigos le perdonaron, sobre todo porque siempreque podía aprovechaba sus contactos en el gobierno para ayudarles. Sinembargo, la mayoría de los biógrafos anteriores a Skidelsky optaron porechar tierra sobre este episodio por considerarlo perjudicial para el pres-tigio de Keynes, del misino modo que evitaron mencionar su homose-xualidad.

El cometido de Keynes era ayudar a Hacienda a obtener dólares es-tadounidenses en las condiciones más económicas posibles, consiguien-

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do al mismo tiempo las condiciones más lucrativas para los préstamosconcedidos a los franceses y otros aliados, protegiendo así el valor decambio de la libra esterlina. Otra de sus tareas era conseguir divisas me-nos usuales, como la peseta española, para destinarlas a emergencias.Todo ello le permitió adquirir una interesante experiencia como agen-te de cambio y lo aficionó a la peligrosa pero emocionante sensación dejugar con las subidas y bajadas de las diferentes divisas. Según Skidelsky,todo lo relativo a las finanzas de guerra, y buena parte de las de los añosposteriores, pasaron por las manos de Keynes.

Cuando se acercaba el final del conflicto y los ingleses contabancon Alemania para resarcirse de sus clamorosas pérdidas, Keynes se im-plicó con pasión en el enojoso debate sobre las reparaciones de guerra.Lloyd George, que a finales de 1916 había ascendido al cargo de pri-mer ministro del gobierno de coalición, pidió al Ministerio de Hacien-da una estimación sobre la cantidad que podrían pagar los alemanes. Sujustificación fue la siguiente: «Como es natural, el objetivo prioritariode los expertos de Hacienda es asegurar fuentes de ingresos suscepti-bles de reducir la abrumadora carga fiscal que impondrá a las próximasdos generaciones el pago de los intereses de nuestra descomunal deudade guerra».17 Sin embargo, las consideraciones de Keynes, encargado deredactar el borrador del proyecto, eran diferentes. Poco antes de laselecciones generales del 14 de diciembre de 1918, Keynes entregó aAusten Chamberlain, hijo dejoseph Chamberlain y nuevo responsablede Hacienda, un informe sobre las reparaciones que tuvo gran reper-cusión.

La comisión interaliada encargada de evaluar las reparaciones diri-gida por el ex gobernador de Nueva York ("liarles Evans Hughes, habíarecomendado que Alemania pagase 40.000 millones de dólares, una can-tidad que equivalía a aproximadamente un tercio de los gastos de gue-rra de los aliados. Pero Keynes llegó a la conclusión de que lo máximoque podía exigirse a Alemania eran 3.000 millones de libras, es decir,15.000 millones de dólares, menos del importe que Gran Bretaña yFrancia debían a Estados Unidos.Tras señalar que la cifra estimada porla comisión aliada equivalía al doble de todo el oro, las obligaciones Josbarcos Jas materias primas, las fabricas y la maquinaria con que contabaAlemania antes de la guerra, Keynes señaló que establecer UIMN repara-ciones de guerra demasiado elevadas perjudicaría los intereses <.vonó-

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micos británicos porque aumentaría la posibilidad de que Alemania re-pudiase la deuda.

El informe de Keynes causó furor. La mayoría de los británicospensaban que los alemanes debían costear los gastos de la guerra, yaque eran ellos los que la habían iniciado. Al fin y al cabo, como habíadicho Lloyd George, alguien tenía que asumir la carga. Los ingresosfiscales anteriores a la guerra no habrían bastado siquiera para pagarlos intereses de la deuda. La deuda pública francesa se había multipli-cado por diez y la británica por cuatro desde 1914. Si los alemanes nopagaban, los británicos y franceses, que no tenían la culpa del conflic-to, tendrían que subir los impuestos para reducirla. Uno de los moti-vos del entusiasmo con el que el electorado británico siguió el asuntoera que casi el 40 por ciento de la población poseía títulos de deudapública. Además, los empresarios estaban a favor de las reparacionesporque preferían que los impuestos con los que se sufragaría el pagode la deuda recayesen en las compañías alemanas y no en la industriabritánica.

Keynes se negó a rectificar y aseguró que incluso la cifra de 3.000millones de libras era probablemente demasiado elevada. En la acalora-da polémica que estalló en el ministerio, mantuvo su postura y defendiótodo el tiempo las estimaciones más bajas. Lloyd George comenzó allamarlo «el Puck de la economía», en alusión al personaje de Shakes-peare y su frase inmortal «¡Señor, qué locos son los mortales!».18

Mientras la prensa, los políticos y la opinión pública se obcecabancon la cantidad que debía pagar Alemania, Keynes prefería pensar en laforma de cobrar la indemnización. El método con más partidarios erael tradicional, y además coincidía con el que Alemania había previstoemplear para cobrarse las reparaciones de Gran Bretaña y Francia, y lasde Bélgica si esta hubiera seguido en el frente occidental. Era el sistemapropuesto por la comisión de Hughes, y se basaba en despojar a Alema-nia de todos sus bienes transportables, públicos y privados, desde loscertificados de valores y las reservas de oro hasta los barcos y la maqui-naria. Keynes prefería una segunda opción, que era dejar más o menosintactas las propiedades de Alemania, pero suministrarle materias primase imponerle un tributo anual sobre los futuros ingresos de la exporta-ción. «Tras ayudar [a Alemania] a recuperar una situación de producti-vidad elevada», explicaba, los aliados podrían «obligarla a explotar su

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producción en condiciones de servidumbre durante un largo períodode tiempo».19

Según Skidelsky, Keynes acudió a París con dos objetivos difíciles deconciliar: reactivar la economía europea, sin perjudicar las posibilidadesde exportación de Gran Bretaña. Para que esta estrategia funcionaradebían cumplirse dos requisitos esenciales: que la indemnización im-puesta a los alemanes fuera relativamente baja y que los estadounidensesestuvieran dispuestos a perdonar la deuda de guerra británica. Era laúnica forma de evitar que Alemania incurriera en un superávit comer-cial elevado (es decir, que exportase más de lo que importaba para con-seguir libras y francos) y de conseguir que Gran Bretaña no compitieradirectamente con las exportaciones alemanas, algo que habría sido de-sastroso. A Keynes le daba igual que la opinión pública estadounidense,la francesa o la británica considerasen poco aceptables los detalles de suplan, pero los políticos de su país no podían dejar de tenerlo en cuenta.

Diez días después de la capitulación alemana, Keynes anunció orgullosoa su madre: «Voy a ser el responsable de los asuntos financieros de laConferencia de Paz».20 Estaba exagerando, porque oficialmente estabaencargado de las medidas de cooperación y no de un asunto tan espi-noso como el de las reparaciones. Su primer cometido fue ayudar aHerbert Hoover a diseñar los acuerdos financieros que aseguraríanla transición a la paz de los países europeos, sobre todo en lo relativo a lacooperación alimentaria.

El armisticio había impuesto un bloqueo contra Alemania y Aus-tria, pero establecía excepciones para los alimentos y las medicinas. Losfranceses habían instaurado un embargo preventivo sobre el oro, las di-visas y otros bienes líquidos de Alemania, arguyendo que debían desti-narse a las reparaciones. Con las cuentas congeladas, Alemania no podíacomprar alimentos y se enfrentaba a una muerte por inanición. Keynesestaba decidido a resolver los obstáculos que planteaban los franceses.

A los pocos días de su llegada a Francia, Keynes se disponía a viviruna «aventura extraordinaria» en la Alemania ocupada. Le habían invi-tado a participar en una reunión de economistas estadounidenses yfranceses enTréveris, la ciudad situada a orillas del Mosela, en la encru-cijada de Francia, Alemania y Luxemburgo, en la que se había criado

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Karl Marx. En noviembre, esta ciudad próxima al cuartel general delmariscal francés Ferdinand Foch, que en ese momento estaba ocupadopor el ejército estadounidense, sería la sede de las reuniones de renego-ciación del armisticio. Los expertos de la comisión aliada, aunque sen-tían curiosidad por saber «si a los niños se les marcaban las costillas»,apenas salieron de sus vagones de tren en los tres días de la reunión,aparte de alguna pequeña incursión para comprar billetes de los años deguerra, ropa de papel y otros recuerdos.21 La primera noche se formóuna partida de bridge a cuatro manos y Keynes estuvo jugando hasta eldía siguiente.

Esta vez su misión tenía que ver con las finanzas, además de con laayuda alimentaria. Keynes estaba consternado con el bloqueo, comoHoover, y también convencido, conio el presidente Wilson, de que«mientras continúe imperando el hambre, las bases del gobierno nodejarán de tambalearse».22 En teoría, estaba enTréveris para asegurar unenvío de convoyes de alimentos a Alemania. Sin embargo, como erahabitual en todas las negociaciones de la Conferencia de Paz, las cosasno eran tan simples. Por su parte, los aliados querían confiscar la flotamercante de Alemania, que estaba anclada en la ciudad de Hamburgo,pero no sabían muy bien cómo llevar a cabo la toma de posesión. Elarmisticio no estipulaba la cesión de los barcos, y enviar a sus flotas paraconfiscar la alemana parecía un acto políticamente arriesgado. Por eso, alos líderes aliados se les ocurrió aprovechar la crisis alimentaria paraforzar un acuerdo con los alemanes. La tarea de Keynes era convencer-los de que «intercambiar barcos por comida era... un trato razonable».Más tarde, Keynes reconoció que la maniobra tenía una buena parte defarol, por no hablar de la dificultad de conseguir que unos banqueros«desconcertados, asustados, nerviosos y hasta hambrientos [...] com-prendieran qué terreno pisaban realmente».

En Tréveris, Keynes observó con curiosidad cómo los banquerosalemanes, vestidos como empleados de funeraria, se acercaban a su tren.Caminaban «con una actitud rígida e incómoda» y movían los pies«como las figuras de una fotografía o de una película». Cuando subie-ron al vagón, no le tendieron la mano y se limitaron a inclinar la cabe-za con gesto tenso. Formaban un grupito patético, «cariacontecidos ycon la mirada absorta y triste, como si acabaran de recibir una paliza enla Bolsa».23

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El director del Reichsbank parecía «un paraguas viejo y roto», y elrepresentante del Ministerio de Asuntos Exteriores, «un tipo taimadode aire militar», tenía «la cara congestionada por el acaloramiento de ladiscusión». El tercer miembro del equipo alemán era el portavoz, «unhombre muy bajito, exquisitamente aseado y vestido muy pulcramente,con un cuello de camisa que se veía más limpio y más blanco de lonormal» y con «unos ojos brillantes que se clavaban directamente ennosotros con una extraordinaria pesadumbre, como los de un animalbueno y acorralado». Se trataba de Cari Melchior, un banquero judío deHamburgo. De ideas liberales, se había opuesto al conflicto de los sub-marinos y era socio de Max Warburg, un banquero con numerososcontactos en Estados Unidos.

Keynes fue el primero en intervenir, preguntando si todos enten-dían el inglés. En sus memorias, Max Warburg cuenta que Keynes man-tenía un rostro inexpresivo, pero transmitía simpatía con el tono de vozy con la forma de plantear las preguntas. Cuando llegó el turno de Mel-chior, este habló en un «inglés elocuente, persuasivo, casi perfecto». Elbanquero recurrió a elaborados argumentos para implorar un préstamo,mientras que Keynes trataba de transmitir «con claridad y frialdad» quetal idea era totalmente inaceptable desde el punto de vista político.24

Finalmente, se acordó que los alemanes entregarían cinco millones delibras en oro y divisas fuertes a cambio de leche y mantequilla, pero esofue todo.

Un mes después, cuando Keynes volvió a reunirse con los alemanesen Tréveris, la negociación del intercambio de barcos por comida estabaen un punto muerto. Los alemanes estaban decididos a conservar suflota todo el tiempo posible porque la consideraban una baza perfectapara las inminentes negociaciones de paz y no pensaban cederla sin re-cibir algo a cambio. Además, confiaban en que Estados Unidos aportaríafondos para comprar una primera remesa de alimentos, que en granparte consistiría en carne de cerdo excedentaria adquirida a los propiosestadounidenses.

Al término de la segunda reunión, los alemanes habían declaradoque no podrían financiar una importación de alimentos a gran escala sino contaban con un préstamo. Si, como había advertido Keynes, losaliados no podían concederlo por motivos políticos, no cederían los bar-cos. Y si las negociaciones fracasaban y Alemania no obtenía los alimen-

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tos que necesitaba, sería imposible contener «la difusión del bolchevis-mo por toda Europa».25 La negociación había llegado a un callejón sinsalida. En este punto, los únicos que podían hacer algo eran los CuatroGrandes (es decir, los jefes de Estado de Inglaterra, Francia, Italia y Es-tados Unidos), pero estos estaban muy ocupados discutiendo cuántosmiembros debían integrar la delegación de Brasil y escuchando las pro-puestas de «coptos, armenios, eslovacos y sionistas».T. E. Lawrence, queteóricamente era el intérprete del emir Faisal de Arabia Saudí, aprove-chó un momento en que el emir citaba unos pasajes del Corán paraproponer un régimen de autogobierno árabe en los antiguos territoriosotomanos.26

La siguiente reunión entre Keynes y Melchior tuvo lugar a princi-pios de marzo en la ciudad belga de Spa, donde había estado instaladoel alto mando alemán, en una zona de pinares «muy alejada del hambrey la turba ruidosa de las ciudades».27 Pero, una vez más, las conversacio-nes no condujeron a ningún resultado, y Keynes constató con desespe-ración que dos meses después de la primera reunión de Tréveris no sehabía avanzado nada en el proyecto de obtener oro a cambio de ali-mentos. Comprendiendo que Melchior debía de sentir la misma frus-tración, decidió sondearlo personalmente. Esquivando a los malhu-morados asistentes de su interlocutor, Keynes abordó a Melchior y,temblando de nervios, solicitó hablar con él en privado. Más tarde, lorelató del siguiente modo:

Melchior no sabía qué quería de él. [...] Intenté transmitirle quésentía y explicarle que compartíamos su visión pesimista y que éramostan conscientes como él de la urgencia de iniciar el suministro de alimen-tos; también le dije que yo, personalmente, creía que mi gobierno y elgobierno estadounidense estaban decididos a enviar los alimentos, peroque [...] si los alemanes persistían en la actitud de aquella mañana no sepodría evitar que la operación se retrasase peligrosamente, por lo que te-nían que modificar su postura en lo relativo a la cesión de los barcos.28

Melchior prometió hacer lo que estuviera en sus manos, pero noalbergaba muchas esperanzas. «El honor, la organización y la moral delos alemanes se estaban desmoronando; no veía perspectivas halagüeñaspor ningún lado, e imaginaba que Alemania se hundiría y que la civili-

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zación se extinguiría. Debíamos hacer todo lo que estuviera en nuestrasmanos, pero había fuerzas misteriosas que nos superaban.»29 Las conver-saciones con Melchior reafirmaron el pesimismo con el que Keynescontemplaba las devastadoras consecuencias de la guerra. Por otra parte,tras los levantamientos de Berlín y de otras ciudades alemanas, Keynes,como Melchior, temía que Alemania terminase sucumbiendo al bol-chevismo si las condiciones del tratado eran demasiado onerosas.

A la tarde siguiente, quedó claro que los intentos de Melchior nohabían llevado a ningún resultado y que el nuevo gobierno de Weimarno daba su brazo a torcer. En ciertos momentos, Keynes parecía máspreocupado que los alemanes por la lentitud de las negociaciones y laamenaza de revolución. No estaba seguro de que las reservas de alimen-tos de Alemania fueran tan escasas como pensaban los británicos. Con-vencido de que hacía falta un gesto espectacular para salir del atolladero,propuso una ruptura pública y convenció a su equipo de volver a Parísen el tren nocturno, para que los alemanes no les encontrasen cuandose levantaran al día siguiente. De nuevo en París, Keynes descubrió quecon este ardid había logrado llamar la atención de los Cuatro Grandes.El 8 de marzo de 1919, lord Riddell, magnate de la prensa y represen-tante de los medios de comunicación ante el gobierno británico en losaños de guerra, anotó en su diario:

El consejo ha decidido suministrar vituallas a los alemanes siempreque estos cedan sus barcos y paguen los alimentos con bienes, oro o letrasde cambio internacionales. Los franceses se han opuesto rotundamente aesta propuesta. Después, L. G. me ha dicho que los franceses estaban ac-tuando de forma muy necia, y que si no iban con cuidado, arrastrarían alos alemanes al bolchevismo.También me ha dicho que había lanzado unacrítica muy virulenta contra Klotz, el ministro francés de Economía, di-ciendo que si en Alemania se instauraba un Estado bolchevique, se erigi-rían tres estatuas: una a Lenin, otra aTrotski, y la tercera a Klotz. Klotz noha respondido. [...] Los estadounidenses están contentos. [...] Todos losque se dedican al comercio, sean británicos o norteamericanos, están afavor de abolir el bloqueo y exigen un pronto acuerdo con Alemania paraque el mundo pueda funcionar otra vez.30

Cuatro días después, Keynes estaba en un tren con destino a Tréve-ris, en compañía del almirante británico Rosslyn Wemyss, encargado de

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presentar el ultimátum a los alemanes en nombre de los Cuatro Gran-des. Los franceses habían logrado uno de sus objetivos: antes de empezara negociar el envío de alimentos, los alemanes tenían que garantizar lacesión incondicional de los barcos. «¿Cree usted que podrá evitar quecompliquen innecesariamente las cosas?», le preguntó el almirante aKeynes. Por eso Keynes volvió a abordar en privado a Melchior y ledijo que si los alemanes manifestaban su buena disposición incondicio-nal, habría un trato justo. «¿Puede asegurarme queVon Braun cumpli-rá?», le preguntó Keynes, refiriéndose al jefe de la delegación alemana.Melchior guardó silencio un momento, pero enseguida, según Keynes,«me lanzó otra mirada solemne y contestó: "Sí, en esto no habrá dificul-tades"». Al día siguiente, todo el mundo se atuvo al guión: «Todo estabaarreglado, y los convoyes de alimentos partieron hacia Alemania».31

A principios de 1919, con menos dificultades, Keynes convenció alos aliados de que aprobaran un préstamo para sufragar las remesas dealimentos británicos a Austria. Después de esta pequeña victoria, tenía alos alemanes instalados en el Cháteau de la Villette, en las afueras deParís. Estaba previsto hablar de la reconstrucción con banqueros de di-ferentes países, pero Keynes solo visitó La Villette un par de veces. Pocodespués de que se instalaran los alemanes, la Conferencia de Paz descar-tó el tema de la reconstrucción y se enfrascó en una compleja discusiónsobre las reparaciones.

«En la Conferencia de Paz de París, el asunto de las reparaciones causómás discusiones, controversias, resquemores y retrasos que cualquier otropunto del tratado», escribió Thomas Lamont, el representante del Depar-tamento del Tesoro estadounidense.32 Según Harold Nicolson, a pesar deque la conferencia solía pintarse como un duelo entre las fuerzas de laoscuridad y las de la luz —Wilson frente al francés Georges Clemenceau,la paz cartaginesa frente a la paz wilsoniana, Keynes frente a Klotz...—,en realidad «no fiie tanto un duelo como un tumulto general».33

Los aliados no ocultaban su desacuerdo. El presidente Wilson seoponía a imponer a los alemanes el coste total de la guerra. Según él,era razonable exigirles que pagasen los daños infligidos por sus tropas,pero nada más. También estaba la espinosa cuestión de qué parte de latasa pagada por los alemanes cobraría cada uno de los países vencedores

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y durante cuánto tiempo. Cuando Lloyd George sugirió que los pagoscesaran a los treinta años, Clemenceau dijo que deberían ampliarse amil años si hacía falta. En marzo de 1919, los aliados aún no se habíanpuesto de acuerdo sobre este asunto. Los franceses reclamaban 25.000millones de libras, mientras que Estados Unidos rechazaba cualquiercantidad inferior a los 5.000 o 6.000 millones. La propuesta oficial delos británicos fue de 11.000 millones de libras. A principios de marzo,Keynes sugirió dejar el importe total de las reparaciones fuera del trata-do, y esta fue la solución que terminó adoptándose.

Lloyd George, furioso por las constantes filtraciones de la prensa,propuso que los Cuatro Grandes se reunieran en privado. Por ello, lasegunda fase de la Conferencia de Faz, de mediados de marzo a media-dos de mayo, se llevó a cabo en el «minúsculo estudio- de WoodrowWilson. Según cuenta Nicolson, los jetes de Eistado de Francia, Italia, elReino Unido y Estados Unidos ((Jeorges ClenieneeauA'ittorio Orlan-do, David Lloyd George y Woodrow Wilson). sin más compañía que lade un interprétese sentaron en mullidas butacas trence a la chimenea,y«con una serie de mapas extendidos por el suelo, sobre los que se aga-chaban para ver mejor algún detalle, los Cuatro Grandes consiguieronelaborar por fin la penúltima versión del acuerdo»."'

Abril resultó ser el mes más cruel. Fl tiempo empezaba a ser másagradable, pero el ambiente festivo de París se volvió frenético. Las re-servas que habían mantenido algunos participantes sobre la convenien-cia de celebrar la conferencia en París se continuaron. 1 o peor no eranlos precios, las chinches o las pésimas cañerías de los edificios, sinoanimadversión de la prensa. ««El constante clamor de los periódicos ylos virulentos ataques personales redoblaron su estridencia "'-consignóel diplomático británico Harold Nicuhon™. La acumulación lie todoese griterío a las puertas de la conferencia provocaba nerviosismo einquietud.»35 Lloyd George tuvo que afrontar iind rebelión en el Par-lamento, donde los diputados conservadores lo acusaron de no ser su-ficientemente duro con Alemania. Ciemenceau se convirtió en k bes-tia negra de la prensa francesa, convencida de que se había dejadomanejar por los británicos y los estadounidenses. Orlando abandonó laconferencia.Y Woodrow WiKon estaba fuera de combate par una gri-pe o una intoxicación alimentaria, fin mayo. Lis discusiones enere loscuatro habían llegado a tal punto de acaloramiento que en una ocasión

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Wilson tuvo que interponerse físicamente entre Lloyd George y Cle-menceau.

Esta conferencia dentro de la conferencia no solo dejó sin posibili-dad de intervenir a los representantes de los países más pequeños, sinoque prescindió también de la ayuda de expertos como Keynes. LosCuatro Grandes tomaron decisiones económicas de gran calado prácti-camente sin asesoramiento. El presidente Wilson consideró solo duranteunos minutos la petición británica de condonación de la deuda, antesde rechazarla sin más. Según el biógrafo del primer ministro británicoLloyd George, este consultaba a Keynes cuando quería «escabullirse desus compromisos», pero «nunca pensó en hacer caso de sus consejos».36

Tras pasarse todo el día subiendo y bajando de coches donde se helabade frío y corriendo de una habitación donde se moría de calor a otra,Keynes solía cenar con jan Smuts, un sudafricano que formaba parte delgabinete de guerra británico y que era un firme partidario de la Socie-dad de Naciones y de la reconciliación con Alemania.

Por la noche, después de una buena cena, el pobre Keynes suele sen-tarse conmigo y nos dedicamos a despotricar contra el mundo y lo quenos espera. [...] Luego nos reírnos, y detrás de la risa está el atroz pronós-tico de Hoover de los treinta millones de muertos si no se lleva a cabouna intervención decisiva. Pero luego volvemos a pensar que las cosasnunca son tan malas, y que surgirá algo y lo peor no llegará a suceder.37

En la madrugada del 7 de mayo de 1919, antes del amanecer, Her-bert Hoover, que era un hombre bajo y corpulento y tenía una actitudque la mayoría de los europeos consideraba gratuitamente beligerante,paseaba por los Campos Elíseos. Las farolas aún estaban encendidas y laavenida estaba desierta. Hoover andaba lentamente y mantenía la cabezagacha, como un boxeador que ha perdido el combate. No se esperabatoparse con nadie conocido. Aparte de los ascéticos generales franceses,los delegados de la Conferencia de Paz preferían leer el Times tranqui-lamente mientras desayunaban tostadas con mermelada inglesa. Por esoHoover se sorprendió al ver a los dos personajes con bombín que cru-zaban la avenida en su dirección. Keynes y Smuts conversaban animada-mente, al parecer ajenos a su presencia. ¿Qué hacían aquellos dos a esashoras?

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Al reconocer a Hoover, ellos también se sorprendieron. De repente,los tres se dieron cuenta de que llevaban despiertos desde las cuatro dela mañana, cuando los mensajeros habían llevado a sus respectivos apo-sentos el proyecto recién impreso del tratado. Ninguno había podidoleerlo completo hasta ese momento, si bien el 4 de mayo Keynes habíavisto algunos párrafos que le habían decepcionado bastante. Aunqueconocían los entresijos del asunto y Keynes y Smuts veían el procesocon bastante escepticismo, el resultado les escandalizó. Los tres salierona la calle furiosos, incrédulos y cargados de malos presentimientos. Des-pués de este momento de conexión casi telepática, Hoover, Keynes ySmuts comenzaron a hablar a la vez. Como concluyó Hoover más tar-de: «Estuvimos de acuerdo en que era un desastre»/*

Al cabo de dos semanas, Keynes, el optimista incorregible, habíaabandonado su habitación en el Majestic para alquilar un apartamentocon cocinero y ayuda de cámara junto al Bois de Boulogne y se habíarefugiado en la cama, tan deprimido que solo se levantaba si lo reclama-ba el primer ministro. El 14 de mayo, sintiéndose «un cómplice de todaesta perversidad y esta locura», estaba decidido a dimitir. «El acuerdo depaz es indignante e imposible y no nos traerá más que desgracias», escri-bió a su madre, y lo mismo les dijo a Puncan Grant y a otras personas.3"

Su intervención final fue una protesta contra «el asesinato deVie-na».40 Las negociaciones sobre Austria se habían pospuesto hasta queestuvieran decididas las condiciones alemanas. Keynes recibía regular-mente informes de Francis Oppenheimer, delegado del Ministerio deHacienda británico que había estado en permanente contacto con ¡o-seph Schumpeter, quien a su vez le proporcionaba información sobrelos activos de Austria, sus ingresos fiscales y asuntos similares. El 29 demayo, Keynes envió a Lloyd George un memorando en el que defendíaque Austria no debía pagar reparaciones de guerra. El día 3<* asistió auna reunión de la comisión sobre las reparaciones austríacas y logró unaconcesión importante: que se descartara la exigencia de ln.onu millo-nes de coronas de oro. Citando lúgubres cifras de los niños que mori-rían de tuberculosis y desnutrición, Keynes logró que se modificaraparcialmente otra demanda de los franceses, que exigían a Austria lacesión de sus vacas lecheras.

Keynes estuvo de acuerdo con la dura crítica sobre el tratado publi-cada en uno de los periódicos vieneses:

Jamás ha traicionado el espíritu de un Tratado de Paz tan brutalmentelas intenciones que se dijo habían guiado su concepción como en el casode este Tratado [...] en el cual toda decisión se permite con rudeza y faltade piedad, en el que no se encuentra un soplo de simpatía humana, queultraja a todo aquello que une al hombre con el hombre, que es un crimencontra la humanidad misma, contra un pueblo doliente y torturado.41

Aunque seguramente sabía que era una causa perdida, Keynes si-guió insistiendo ante Bernard Baruch en que el Departamento del Te-soro estadounidense debía refrendar su «Gran Plan para poner a todo elmundo en su lugar».42 Lloyd George convocó una reunión extraordina-ria de la delegación británica y, para obtener cambios de última hora enel tratado, prometió que los servicios del ejército no entrarían en Ale-mania y que la marina no trataría de imponer el bloqueo. Sin embargo,como Keynes vaticinó en una carta a su madre, era demasiado tarde paraeste tipo de gestos. Los franceses se pusieron furiosos, y el presidenteWilson, que debería haber sido más comprensivo, se volvió aún mássuspicaz con las intenciones de los británicos. Wilson vetó la propuestade Lloyd George con la misma premura con la que vetó la que habíahecho Keynes un mes atrás sobre la condonación de la deuda. LloydGeorge no insistió más en el asunto, seguramente porque un informedel servicio secreto revelaba que el gabinete alemán ya había decididofirmar el tratado. Al final, predijo sombríamente: «Dentro de veinticincoaños tendremos que repetirlo todo y nos costará tres veces más».43

El 28 de junio, cuando los alemanes firmaron por fin el Tratado deVersalles, Keynes llevaba casi un mes en Inglaterra. Se había refugiadoen Charleston, la casa de campo de Virginia y Vanessa Stephen, dondepasaba largas horas arrancando malas hierbas furiosamente para distraer-se. El 5 de junio se había apresurado a enviar una carta de dimisión alministro de Hacienda Austen Chamberlain, y ese mismo día había es-crito a Lloyd George: «La batalla está perdida. He dejado que sean losgemelos [el juez lord Sumner y lord Cunliffe, el banquero que encabe-zaba la comisión de reparaciones británica] los que se regocijen con ladevastación de Europa y comprueben qué quedará para el contribu-yente británico».44

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Austin Robinson, que era hijo de un pastor anglicano, estudiaba enCambridge y había sido piloto de guerra, fechaba su «conversión a la fede los economistas» en octubre de 1919, cuando asistió a una de lasúltimas clases que dio Keynes en aquel trimestre.45 Keynes leyó unosfragmentos de su manuscrito sobre el tratado de paz frente a una nutri-da concurrencia. Robinson se emocionó al constatar «la visible profun-didad de su dedicación a los problemas del mundo y su rabia por nohaber logrado evitar aquel desastre previsible».46 Para la generación deRobinson, que quería sanar las heridas de la guerra para poder dejarlaatrás, el argumento de Keynes sobre la importancia de reorganizar la eco-nomía con el fin de evitar guerras futuras fue una auténtica revelación.El argumento de Keynes de que las ideas importaban tanto, si no más, quelos intereses económicos y políticos en conflicto fascinó a Robinson.

Keynes había empezando a escribir casi a su regreso a Cambridge.El tema de Las consecuencias económicas de la paz se inspiraba en un inte-ligente comentario de la amante de Jan Smuts: «La señora Gillett, refi-riéndose a la Liga contra las Leyes de Cereales, recordó que en el siglo xixla reforma económica había precedido a la reforma electoral, y tambiéndijo que "ahora parece igual de difícil que se resuelvan las cuestionespolíticas y territoriales si no se endereza la economía mundial"». Smutsrefirió este comentario a Keynes, quien aseguró que «era muy cierto, yque él nunca había pensado en aquel asunto de esa forma».47 Por otraparte, Margot Asquith, la simpática esposa del ex primer ministro, lehabía sugerido incluir retratos de las personalidades más importantes.En agosto, la editorial londinense Macmillan aceptó publicar el libro,aunque los costes de impresión corrían a cargo de Keynes. Félix Frankfur-ter, con el que había hecho amistad en París, concertó una edición es-tadounidense.

Keynes consideraba el tratado una flagrante traición a la anteriorgeneración de líderes políticos. Aparte de no hacer nada para volver alnivel anterior a la guerra, los Cuatro Grandes ni siquiera se habían to-mado en serio la necesidad de reactivar la economía. Se habían limitadoa suponer que los vínculos se restablecerían solos y que la reconstruc-ción se produciría espontáneamente.

El tratado no incluye ninguna disposición sobre la rehabilitacióneconómica de Europa, nada que pueda convertir a los imperios derrota-

dos del centro del continente en unos buenos vecinos, nada que puedaestabilizar a los nuevos estados europeos, nada que suponga una reclama-ción a Rusia, nada que promueva de ningún modo la solidaridad econó-mica entre los propios aliados. En París no se llegó a ningún acuerdo pararecuperar las desorganizadas finanzas de Francia y de Italia o para restau-rar las estructuras del Viejo Mundo y del Nuevo. [...]

Es inaudito que los problemas económicos fundamentales de unaEuropa que se desintegra y muere de inanición ante sus propios ojos seanla única cuestión sobre la que ha sido imposible suscitar el interés de losCuatro. Las reparaciones han sido su máxima incursión en el ámbito eco-nómico, y las han considerado un problema teológico o político, o deinterés electoralista, visto desde cualquier perspectiva menos la del futuroeconómico de los estados cuyo destino manejan.

Según Keynes, el tratado instauraba una paz cartaginesa que, «si selleva a efecto, destrozará por lo sucesivo —pudiendo haberla restaura-do— la delicada y complicada organización —ya alterada y rota por laguerra—, única mediante la cual podrían los pueblos europeos servir asu destino y vivir».48

Las consecuencias económicas de la paz es un libro tremendamentederrotista, motivo por el cual Leonard Woolf apodó a su autor Keyne-sandra. «En el continente europeo, el suelo se está hundiendo y no haynadie que se dé cuenta del derrumbe —escribió Keynes—. No es solouna cuestión de derroche o de "conflictividad laboral", sino un asuntoque tiene que ver con la vida o la muerte, con el hambre y la vida, ycon las temibles convulsiones de una civilización agonizante.» En parte,el pesimismo de Keynes se derivaba de su convicción de que «no essolo la guerra lo que ha empobrecido a Europa». Mirando el pasado,Keynes veía la prosperidad de los años anteriores a la guerra como unparaíso perdido.

Dimos por supuesto que algunos de nuestros privilegios más pecu-liares y provisionales eran naturales y permanentes y que podíamos contarcon ellos, e hicimos planes en consecuencia. Partiendo de estas bases falsase inestables, hicimos proyectos de mejora social y establecimos platafor-mas políticas, mantuvimos nuestras animosidades y ambiciones particula-res y decidimos que teníamos suficiente margen de maniobra para impul-sar, en lugar de aliviar, el conflicto civil de la familia europea.

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Según Keynes, el nivel de vida no podría haber seguido subiendomucho tiempo más. La prosperidad de Europa no se había basado en el«sutil mecanismo» de la competencia y en un clima acogedor para losempresarios y los financieros, sino en un afortunado azar histórico quehabía eliminado temporalmente ciertas trabas al crecimiento. Gracias alos abundantes productos excedentarios de Estados Unidos, Europa ha-bía podido alimentarse a buen precio.

El problema, según Keynes, era que cuando el consumo de EstadosUnidos llegara al nivel de la oferta, los cereales estadounidenses no po-drían seguir vendiéndose a precios bajos. Era una variante del argumen-to de un contemporáneo de MarshaU, Arthur Jevons, quien en 1870había predicho que la disminución de las existencias de carbón frenaríael crecimiento económico de Inglaterra. En vez de combustible, Keyneshacía del trigo el elemento clave. Reconocía que tal vez en el mundoconsiderado en conjunto no había escasez de trigo, pero para aumentarsus reservas en el futuro, Inglaterra tendría que proponer un precio másalto. En resumen, volvía a imponerse la ley de rendimientos decrecien-tes, y Europa tendría que ofrecer cada vez más bienes y servicios paraobtener la misma cantidad de pan.

El sombrío pronóstico de Keynes resultó ser excesivamente pesi-mista. A corto plazo, la economía de Europa logró recuperarse, pese a ladevastación de la guerra y a los fallos del tratado. A largo plazo (desdela Gran Depresión y hasta después de terminado el siglo xx)» los ali-mentos no se encarecieron sino que bajaron de precio, tanto en térmi-nos absolutos como en relación con los salarios. La predicción políticade Keynes, en el sentido de que la «venganza [...] no cejará» y «nadapodrá retrasar durante mucho tiempo la larga y definitiva guerra civilentre las fuerzas de la reacción y las desesperadas convulsiones de la re-volución», resultó ser mucho más profética.

Skidelsky sostiene que la Primera Guerra Mundial y sus secuelas mar-caron las prioridades intelectuales de Keynes y dieron forma a su pen-samiento sobre la economía. Henry Wickham Stced, director del Timeslondinense, caracterizó sus ideas como una «revuelta de la economíacontra la política».49 Keynes hacía hincapié en algo que generales y pri-meros ministros conocían solo superficialmente: la forma en que asegu-

raba su existencia el mundo moderno, y la capacidad de asegurar lapropia existencia como prerrequisito o aval de la paz.

Keynes era consciente de la especialización que había adquirido laeconomía global, sobre todo en Europa, la dependencia que manteníacada elemento de los demás, el grado en que estaba sujeta a cambiospsicológicos y, por lo tanto, lo fácilmente que podía extenderse al restola depresión de uno de los elementos. Aún no había definido los meca-nismos políticos —los instrumentos de dominio— que ayudarían a losgobiernos a incrementar el control sobre el curso de sus economías,pero ya empezaba a pensar en una «economía del conjunto» y en lasconsecuencias de la acción o la inacción del Estado.

La guerra incrementó su desconfianza hacia la sabiduría convencionaly le hizo perder la esperanza en cualquier tipo de progreso automático. Enconjunto, la experiencia fue una cruel lección sobre los poderes destructi-vos de los gobiernos que pasan por alto las realidades económicas. El mi-lagro económico Victoriano había comportado un rápido crecimiento dela capacidad productiva y un espectacular ascenso del nivel de vida, perodependía de determinadas medidas públicas —la extensión del libre co-mercio, la introducción del patrón oro y el mantenimiento del imperio dela ley— y de la eliminación de las trabas a la competencia. Una vez apren-dida la lección, Keynes no podía entender cómo un gobierno podía se-guir ignorando sus responsabilidades para restaurar la prosperidad.

A mediados de octubre, Keynes cruzó el Canal para asistir a una reu-nión internacional de banqueros. «Jamás ha habido una transacción co-mercial tan grande como el tratado de paz», había comentado MaxWarburg, el socio de Melchior.50 Esta vez, su hermano Paul, el banque-ro estadounidense, quería establecer créditos comerciales, financiadossobre todo por bancos norteamericanos, para que Alemania pudieraimportar materias primas. En un impulso, Keynes envió un telegrama aMelchior invitándolo a hablar con él.Tres días después, los dos paseabanbajo la lluvia junto a los canales de Amsterdam, hablando librementepor primera vez y maravillándose de «lo extraordinario [que era] reu-nirse sin barreras».51

Tras dimitir de su puesto en la delegación alemana en protesta porla firma del tratado de paz y tras rechazar dos propuestas de ser ministro

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de Economía en el gobierno de Weimar, Melchior había vuelto a subanco de Hamburgo. Según contó a Keynes, el presidente alemán habíarevelado antes de tiempo a un agente británico que su gobierno teníaintención de firmar el tratado. Melchior estaba seguro de que este trucohabía servido a Lloyd George para abandonar sus proyectos de modifi-cación del tratado. Después de comer, Keynes invitó a Melchior y aWarburg a su hotel y leyó en voz alta el capítulo que había escrito sobreWilson. En él, Keynes retrataba al presidente estadounidense como al-guien que había suscitado las esperanzas del mundo para terminar de-cepcionándolo:

¡Con qué curiosidad, con qué ansiedad y con qué esperanza tratába-mos de ver los rasgos y el porte del hombre del destino, que, venido deOccidente, venía a traer alivio para las heridas de la vieja madre de su ci-vilización y a echar los cimientos de nuestro porvenir!

La desilusión fue tan completa que los que más confiaron apenas seatrevían a hablar de ello. ¿Podía ser cierto?, preguntaban a los que volvíana París. ¿Era el tratado realmente tan malo como parecía? ¿Qué le habíapasado al presidente? ¿Qué debilidad o qué desgracia había llevado a tanextraordinaria, tan imprevista traición?

Por muchos sermones que soltara Wilson sobre sus Catorce Puntos,carecía

de aquella preparación intelectual dominadora que hubiera sido necesariapara luchar frente a frente en el consejo con los magos, sutiles y peligro-sos, a quienes una tremenda colisión de fuerzas y personas ha llevado a lacúspide, como maestros triunfantes en el rápido juego del toma y daca.32

Warburg, que despreciaba al presidente, soltó una risita cuandoKeynes leyó estas líneas, pero Melchior escuchó con expresión solemney apartó la mirada como si estuviera a punto de llorar.

En la reunión de los banqueros, Keynes les pidió que apoyaran unareducción en el importe de las reparaciones, la cancelación de las deudasde guerra aliadas, y la concesión de un préstamo internacional para Ale-mania. Warburg y él redactaron un llamamiento a la Sociedad de Na-ciones y consiguieron que lo firmaran una decena de participantes en laconferencia. Así, el primero de los múltiples intentos de revisar el Trata-

do de Versalles se escribió cuando aún no se había secado la tinta delpropio tratado.

Al ritmo diario de mil palabras «listas para la imprenta» cada uno de lossiete días de la semana, en octubre Keynes ya llevaba escritas sesenta milpalabras. A medida que terminaba un capítulo, lo leía o lo enviaba avarias personas, entre ellas su madre o Lytton Strachey. La industria edi-torial se había volcado en sacar libros sobre el tratado de paz. El libro deKeynes fue el primero que apareció, dos semanas antes de Navidad. EnPascua, se habían vendido cien mil ejemplares en Inglaterra y EstadosUnidos. El grupo de Bloomsbury aceptó graciosamente esta «repara-ción» de Keynes por haber ayudado a la guerra. Lytton Strachey, quecon sus Victorianos eminentes había sido la sensación literaria de 1918,calificó los argumentos del libro de «demoledores» y predijo que «nadiepodría pasarlos por alto».53 Austen Chamberlain, si bien se quejó de queKeynes había sido muy indiscreto, confesó a su mujer que el libro estaba«brillantemente escrito» y su lectura le había causado un «maligno pla-cer».54 Todos los que reseñaron el libro alabaron con profusión el estilode Keynes, y muchos se quedaron convencidos de que sería imposibleque Alemania cumpliera las condiciones del tratado.

El libro de Keynes llevó la antigua controversia al punto de ebulli-ción. Algunos de sus detractores consideraban que Alemania podía pa-gar mucho más de lo que Keynes decía. Otros opinaban que no teníani idea de política. Entre las insinuaciones menos agradables estaban lasde que era un «intelectual deshumanizado», por no haber tomado par-tido. Como era de esperar, los tories cuestionaron su lealtad y sugirie-ron que quizá Keynes merecía una Cruz de Hierro. El historiadorAJ. PTaylor resumió sucintamente el mensaje de Las consecuencias eco-nómicas de la paz: «Deberían tomarse medidas contra las lamentacionesalemanas, no contra la agresividad alemana».55 El capitán Paul Man-toux, intérprete de los Cuatro Grandes, atacó el libro diciendo queKeynes «no había estado presente en ninguna de las reuniones [delConsejo de los Cuatro]».56 Pero la crítica más repetida era sencillamen-te que Keynes no había entendido el fondo del asunto.Wickham Steed,director del Times, observó:

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LA GRAN BÚSQUEDA

Si la guerra nos ha enseñado algo por encima de todo es lo absurdosy peligrosos que fueron los cálculos de los economistas, banqueros y esta-distas que pensaron que la guerra era imposible porque no servía de nada.Alemania entró en guerra porque en 1870-1871 le había servido de algoy creyó que podría servirle de nuevo.5

Los críticos estadounidenses sospechaban que Keynes disfrazaba losintereses británicos de altruismo hacia Europa. El sociólogo ThorsteinVeblen le reprendió por interpretar «totalmente al revés» a WoodrowWilson.58 En el primer aniversario del tratado, el NewYork Times calificóLas consecuencias económicas de la paz de «libro lleno de rabia» y aseguró

que «en la medida en que la opinión estadounidense ha cambiado, hasido para incrementar su desconfianza hacia Europa y reafirmar su de-seo de evitar totalmente las controversias de otros países».""9 BernardBaruch expresó la posición de la administración al concluir que Keynesquería que «pagase Estados Unidos en lugar de Alemania».61'

Algunos historiadores actuales reconocen que las críticas de Keynescontra el presidente Wilson fueron injustas y consideran que su ataquea los franceses fue demasiado partidista. En todo caso, aseguran, las re-clamaciones de indemnización de los británicos estaban menos justifi-cadas que las de los franceses. Por otro lado, el libro París, í 919: Seismeses que cambiaron el mundo, de Margaret MacMillan, y otros análisisrecientes de la Conferencia de Paz demuestran que hoy en día está bas-tante asentada la idea, que Keynes sostuvo, de que los aliados infringie-ron flagrantemente su compromiso con Alemania y de que debería ha-berse permitido que los perdedores negociaran algunos de los requisitosde la paz.Y pocos discrepan de su principal argumento: que, con unasbases económicas tan precarias, ninguna paz podía ser duradera.

No es de extrañar que tras la publicación de Las coiiseoietirias econó-micas Keynes fuera considerado un héroe en Viena y en Berlín, Conti-nuamente se publicaban extractos, traducciones y nuevas ediciones dellibro. Como el tratado no marcaba ningún techo a la cuantía de las re-paraciones, era razonable pensar que Keynes, además de haber defendi-do el papel de Alemania, tenía capacidad para influir en la opinión pú-blica. Joseph Schumpeter, el ex ministro de Economía austríaco, calificóel libro de «obra maestra».65

Capítulo 8

El callejón sombrío:Schumpeter y Hayek en Viena

La alternancia de auges y depresiones es la forma que adopta el de-sarrollo económico en la era del capitalismo.

JOSEPH SCHUMPETER1

Vistos en retrospectiva, los años veinte suelen considerarse el preámbu-lo, cuando no la causa, de la Gran Depresión, la ascensión del fascismoy el triunfo del bolchevismo. Supuestamente, la década de 1920 fuepara los países occidentales un tiempo de ilusiones, sueños de grandeza,decadencia y falsa prosperidad. Sin embargo, para personas como JosephSchumpeter, Friedrich Hayek, John Maynard Keynes e Irving Fisher,fue una de las etapas del pasado siglo más inventivas, emocionantes ygenuinamente progresistas.

Keynes y Fisher se convirtieron en oráculos financieros, lo cualles enriqueció personalmente y, lo que es más importante, fueron unafuente de riqueza intelectual. La violenta alternancia de momentosde inflación y deflación de los años posteriores a la Primera GuerraMundial les parecía un peligro para la supervivencia de la democra-cia y el mercado libre, y por eso se propusieron estudiar las causasestructurales de esta patología. Como el médico de El enfermo imagi-nario de Moliere, no se fijaron en órganos concretos sino en el con-junto del sistema económico y llegaron a la conclusión de que fenó-menos aparentemente opuestos como la inflación y la deflación eransíntomas de una misma dolencia subyacente que tenía su origen y sucorrea de transmisión en el sistema monetario y de generación decrédito.

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LA GRAN BÚSQUEDA EL CALLEJÓN SOMBRÍO

De entrada, para engrasar los mecanismos de la economía mundial,aunque fuera in extremis, se necesitaba un nuevo marco conceptual. Fis-her y Keynes estaban convencidos de que se podía evitar aquella bruscaoscilación entre auges y depresiones. A diferencia de Marshall, no pen-saban que las etapas de prosperidad y de depresión fueran el resultadode influencias externas imprevisibles, y a diferencia de Marx, tampococreían que fueran inherentes a la economía de mercado. Los giros ex-tremos no eran un fenómeno natural sino un desastre creado por elhombre susceptible de evitarse. Fisher, Keynes y Hayek pensaban que sepodían diseñar instrumentos de control, aunque el inglés y el estadou-nidense aceptaban que su aplicación quedara a discreción del sectorpúblico, mientras que el austríaco, con una historia nacional más trági-ca, insistía en que la intervención pública debía estar sujeta a ciertasnormas. Schumpeter era el único que se podría definir como fatalista,tanto por convicción intelectual como por temperamento e historiapersonal.

Cuando Schumpeter fue destituido de su cargo, en el otoño de 1919,1acrisis fiscal austríaca entraba en una fase aguda. El gobierno de KarlRenner, sin fondos para afrontar el cada vez mayor déficit y reacio aimponer medidas de austeridad por temor a soliviantar la opinión pú-blica, trató de resolver la situación emitiendo más papel moneda. Eldirector de la Cámara de Comercio, Ludwig von Mises, describió el«monótono rugido» de las prensas del banco central: «Giraban sin cesar,noche y día... [Entretanto] un buen número de industrias estaban inac-tivas, otras trabajaban a tiempo parcial, y solo las prensas que imprimíanbilletes funcionaban a toda velocidad».2 Cuantas más coronas emitía elEstado, menos se podía adquirir con ellas. El jefe de policía de Viena sequejó de que «cada emisión reduce el valor de la moneda».3 El procesotuvo una repercusión inmediata en el valor de cambio de la corona y,corno gran parte del consumo de Austria dependía de la importación, labrusca caída del tipo de cambio ocasionó un aumento de los precios enel mercado interior. Curiosamente, los socialdemóeratas pensaron alprincipio que la inflación sería un estímulo económico, sin darse cuen-ta de que no tardaría en desembocar, como cualquier episodio de ina-nia, en un período de abatimiento.,, (y de ruina política).

En un primer momento, los créditos baratos y los precios en alzainsuflaron una semblanza de vida en una economía paralizada. Hubo unrepunte de la inversión, la exportación y el empleo porque la inflaciónredujo el coste real de los empréstitos y el descenso del valor de la co-rona dio ventaja a los exportadores austríacos frente a sus rivales extran-jeros. Sin embargo, cuando los socios comerciales de Austria comenza-ron a gravar los productos de esta última con aranceles, las empresasaustríacas empezaron a tener dificultades para reponer las existencias ylas cifras de paro volvieron a ascender.

Entretanto, la inflación comenzó a crecer a un ritmo desenfrenado.A pesar de la constante renegociación de convenios, el trabajador queuna semana antes de la guerra cobraba cincuenta coronas semanalesganaba unas cuatrocientas a finales de 1919, con las que solo podía ad-quirir la cuarta parte de los alimentos, el carbón o la ropa que compra-ba con su antiguo sueldo. En realidad, su paga no se había multiplicadopor ocho, sino que había sufrido una rebaja del 75 por ciento. Un añomás tarde, un traje barato y un par de botas le costarían más de ochosemanas de salario.4 Los empleados públicos y los pensionistas se dabancuenta de que sus ingresos semanales solo les alcanzaban para un par dehuevos o una hogaza de pan.Y era solo el principio. Freud, que estabapensando en mudarse a Berlín, protestó: «Aquí ya no se puede vivir, ylos extranjeros que necesitan analizarse ya no quieren venir».5 A partirde octubre de 1921, el alza media mensual de los precios superaba el 50por ciento, indicando el comienzo de una hiperinflación. En octubrede 1922, el nivel de los precios multiplicaba por doscientos el del añoanterior.

Según el historiador Nial! Ferguson, la inflación acabó con los aho-rros de la clase media y con su confianza en un gobierno democrático.«Todos hemos perdido diecinueve veinteavas partes de nuestro dine-ro», escribió Freud a un amigo.6 Los billetes de banco sin valor, comolos sucedáneos alimenticios y los trajes de papel, creaban una sensacióngeneral de estafa. En el relato de Stefan Zweig «La colección invisible»,un hombre ciego cree que su colección de dibujos de grandes maestrosestá intacta, aunque su familia los ha ido vendiendo y ha sustituido losdibujos desaparecidos por hojas en blanco. Anna Eisenmenger, autorade un famoso diario, describió su sensación de traición al ver «los bille-tes de mil coronas que me quedan, junto a las cartillas [de racionamien-

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to], en el cajón del escritorio. [...] ¿No van a compartir acaso el destinode las cartillas sin usar, si el Estado no cumple la promesa escrita en cadauno de ellos?».7 Mientras se desmoronaba la confianza en la corona, lapoblación volvió al trueque. Muchos campesinos y tenderos se negabana aceptar dinero en efectivo. Entre la clase media se intercambiaban elpiano por un saco de harina, cincuenta puros de antes de la guerra porcuatro libras de carne y diez de manteca, o una leontina de oro —unartículo de prensa en el caso de Freud— por unos cuantos sacos depatatas.

Mientras aún quedara algo en los estantes de las tiendas vienesas,unos pocos dólares o libras bastaban para comprar cualquier cosa, inclu-so el comercio entero. En 1920, el periodista francés Pierre Hamp pu-blicó una novela titulada La peine des hommes. Les chercheurs d'or, queretrata una Viena poblada de especuladores que se abaten como buitressobre la ciudad. El protagonista, Salzbach, les acusa de enriquecerse conla miseria.8 Y en las zonas rurales de Austria se podían conseguir gangasaún mayores. Debido a la depreciación de la corona, los compradoresprovistos de libras, dólares o cualquier otra divisa «sólida» podían adqui-rir minas, ferrocarriles, barcos, centrales eléctricas, fábricas o bancos aprecios de saldo. Las adquisiciones de empresas con capital extranjerosuscitaban la indignación popular, uno de los motivos de que el asuntoKola, relacionado con la compra de la sociedad minera Alpine Montan-Gesellschaft por parte de la Fiat, persiguiera a Schumpeter hasta muchodespués de dejar el cargo.

Mientras los veteranos de guerra rondaban los restaurantes del Ringa la espera de que les dieran las sobras, una nueva clase de millonariosbebían champán y degustaban delicias «idénticas en calidad y en canti-dad a las que se conseguían en Londres».9 El espectacular contraste en-tre nuevos ricos y nuevos pobres que había escandalizado al joven AdolfHitler antes de la guerra se hizo aún más marcado. Pordioseros, mendi-gos y refugiados pululaban por la ciudad. La población volcaba su re-sentimiento en quienes habían hecho negocio con la guerra, en quienesse dedicaban al mercado negro y en los extranjeros, especialmente losjudíos. Cada alza en los precios de los alimentos iba seguida de manifes-taciones contra el aumento del coste de la vida y de brotes de violencia.En diciembre de 1921, una multitud destrozó escaparates, asaltó hotelesy saqueó tiendas de comida. Un viajero de paso por Viena escribió a su

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mujer: «Junto a la exasperación provocada por el constante aumento delos precios, hay un intenso sentimiento de rabia y odio contra todosaquellos que se han enriquecido con las desgracias de Austria, los"Schiebers", los especuladores de la bolsa y similares,"que en su mayo-ría son judíos"».10

La inflación convirtió aViena en un espejo de feria en el que todoslos valores se veían deformados. En Die Freudlose Gasse, «El callejónsombrío», estrenada en español como Bajo la máscara del placer, películade 1929 dirigida por Georg Pabst y protagonizada por Greta Garbo, seven pisos oscuros y fríos en los que se hacinan altos funcionarios, veci-nos que se espían unos a otros, amas de casa que infringen la ley, chicasde buena familia que se prostituyen y ciudadanos sobrios que se con-vierten en desenfrenados especuladores. En aquel tiempo de inflación,los certificados de máxima garantía pasaron a ser una inversión de ries-go. Ciudadanos que nunca habían ido más allá de comprar bonos delEstado invertían todo el dinero que les quedaba en el mercado de valo-res, donde se podían obtener enormes beneficios.

En su diario, Anna Eisenmenger refiere una conversación con eldirector de su sucursal bancaria que refleja la impotencia de la clasemedia ante la fiebre especulativa que se estaba apoderando del conjuntode la población:

—Si hubiera comprado usted francos suizos cuando se lo propuse,ahora no habría perdido tres cuartas partes de su fortuna.

—¿Perdido? —exclamé horrorizada—. ¿Por qué? ¿No piensa ustedque la corona se recuperará?

—¿Recuperarse? —contestó el director riendo—. Nuestra corona seirá al garete, de eso no hay duda. Pase.un momento a mi despacho. [...]

Allí empezó a explicarme que la monarquía estaba obligada a emitirempréstitos de guerra y que normalmente la suscripción era obligatoria.El motivo era que se habían agotado las reservas de oro y no quedabadinero para seguir con la guerra. Con el dinero de los préstamos se podíamantener la guerra, pero prácticamente no había cobertura para los bille-tes actualmente en circulación.

—Vea si es verdad lo que promete este billete de veinte coronas: in-tente cambiarlo, por ejemplo, por veinte coronas de plata —-dijo tendién-dome un billete de veinte coronas—.Ahora entenderá por qué le dijeque en estos tiempos es mejor poseer una casa [o un terreno] o acciones

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de una fábrica o una mina o algo similar, más que dinero, por lo menosdinero austríaco o alemán. ¿Entiende lo que le digo?

—Sí, pero lo que yo tengo son obligaciones del Estado. No puedehaber nada más seguro que eso.

—Pero, mi querida señora, ¿dónde está el Estado que garantizabaestas obligaciones? Está muerto.11

La conversación terminó con el director del banco aconsejando ala señora Eisenmenger que invirtiera su dinero en acciones. Como tan-tos otros vieneses, su dienta así lo hizo.

Aunque su carrera política parecía acabada y había tenido que retomarsu puesto de profesor en Graz, a Schumpeter aún le quedaban amigosen las altas esferas. Para compensarle por el humillante cese, al año si-guiente algunos parlamentarios conservadores le regalaron una licenciabancaria, que podía vender, utilizar o reservar para más adelante. ComoenViena no había más de una veintena de bancos de inversión y lassociedades bancarias necesitaban vender participaciones para obtenerliquidez, podía haber muchos interesados en adquirir la licencia, lo queconvertía el regalo del Parlamento en una valiosa indemnización.

El 23 de julio de 1921, el día de la venta oficial, Schumpeter fueelegido director del banco de inversiones de M. L. Biedermann, el másantiguo de Viena. Tenía veintinueve años. A cambio de ceder el uso dela licencia, estampar su firma en los billetes y alguna cosa más, conse-guía un espléndido despacho, un sueldo anual de cien mil coronas (unosdoscientos cincuenta mil dólares actuales) y una cantidad de valores quelo convertía en el segundo accionista de la entidad. Y lo mejor eraque disponía de una línea de crédito prácticamente ilimitada para efec-tuar inversiones por su cuenta.

El momento era perfecto. La Sociedad de Naciones preparaba porfin un paquete de medidas urgentes para Austria, muy parecido al quehabía elaborado Schumpeter en 1919 y que no había llegado a buenpuerto. A cambio de un préstamo de emergencia, el gobierno se com-prometía a aplicar la disciplina fiscal y monetaria mediante un nuevobanco central que ya no podría sufragar el déficit público con bonos delTesoro, despedir a cien mil funcionarios o rellenar lagunas tributarias

para equilibrar el presupuesto, y que debería retomar el patrón orocuando la deuda pública se hubiera reducido. Los rumores sobre lospreparativos del acuerdo y el anuncio de que la Comisión de Repara-ciones Aliada no presentaría reclamaciones a Austria bastaron para dete-ner el descenso de la corona y para rebajar la inflación del 1.000 al 20por ciento desde antes de la firma de los protocolos en agosto.12

En lugar de remitir, la fiebre especulativa se trasladó a los bonos delEstado. Dado que las empresas austríacas preferían emitir acciones a con-tratar préstamos con tipos de interés reales más elevados, los bancos, quedevoraban los nuevos títulos, no tardaron en convertirse en sus mayoresaccionistas. El historiador C. A. Macartney ha descrito así la situación:

Los bancos austríacos, exceptuando algunas firmas de reputación yaestablecida, no limitaron sus inversiones por razones de seguridad, y trata-ron las acciones con la misma alegría que las divisas. Las propias industrias,incluso las más prestigiosas, habían empezado a especular. Estaban en granmedida en manos de los bancos, y sus participaciones se intercambiaban yusaban para los objetivos más peregrinos.13

Como era de prever, Schumpeter dejó la actividad bancaria a cargode quien había sido durante años el director del Biedermann y se de-dicó a la correduría de divisas y a las inversiones de riesgo. Ensegui-da empezó a adquirir participaciones en varias empresas, a veces conun socio al que conocía de la época delTheresianum.Al cabo de pocosmeses era directivo del banco Kauffman, de una fábrica de porcelanas yde una empresa química filial de una multinacional alemana.14

El frenesí de tratos y compraventas era enloquecedor. La prensa vie-nesa observó con sorna que Schumpeter podía haberse disfrazado dedirectivo bancario, pero llevaba el carísimo estilo de vida de un lord.Schumpeter, que seguía teniendo fuertes deudas personales e iba atrasa-do con el pago de impuestos, dejó la suite y el palacete, pero siguió or-ganizando cenas de lujo en su apartamento y gastando cantidades ingen-tes de dinero en ropa, caballos y queridas. La reputación le importaba tanpoco como el dinero. Cuando un socio le recomendó que no se exhi-biese con prostitutas en público, él se dedicó a «recorrer arriba y abajo[...] una de las principales avenidas de la ciudad [...] con una guapaprostituta rubia sentada en una rodilla y una morena en la otra».15

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A principios de 1924, Schumpeter pensaba que sus asuntos finan-cieros estaban «perfectamente en orden»,16 ya que podía avalar la líneade crédito del Biedermann con bonos del Estado. Sin embargo, el 9 demarzo de 1924 se produjo el espectacular derrumbe de la Bolsa vienesa.De la noche a la mañana, tres cuartas partes del valor de los «títulos ex-tremadamente comercializables» que constituían su garantía se esfuma-ron como el humo.17 En los vertiginosos días que siguieron, Schumpe-ter no tuvo más remedio que vender a bajo precio casi todos los títulosque le quedaban. Debido a una desacertada especulación con el fran-co francés, el banco Biedermann había perdido una gran parte de susexistencias en divisas. Para conseguir liquidez, los directivos, entre ellosSchumpeter, tuvieron que vender una gran cantidad de participacionesa una filial del Banco de Inglaterra. Pasado el verano, varias de sus em-presas quebraron, y Schumpeter tuvo que compensar a los accionistas.El amigo del Theresianum, aunque quizá no fuera un estafador, por lomenos había hecho algunos negocios turbios, y Schumpeter se vio im-plicado en varias demandas e incluso en una investigación penal que seprolongó durante años.

Los inversores británicos del Biedermann, hartos de sus problemasde insolvencia y de las turbias maniobras de su socio, insistieron en queSchumpeter dimitiera. En septiembre de 1924, cuando por fin renuncióal cargo, entre acusaciones de la prensa de haber usado contactos delBiedermann para favorecer a un ministro del gobierno, a Schumpeterno le quedaba nada de sus millones. El banco lo indemnizó con el equi-valente a un año de sueldo, pero sus deudas eran más elevadas y no teníaposibilidades de compensar las pérdidas. La crisis financiera desembocóen una larga recesión, durante la cual quebraron varios bancos impor-tantes y cientos de firmas industriales y comerciales. Al final, el Bieder-mann fue liquidado, pero por fortuna se pudo reembolsar a todos losinversores. En el peor momento de la depresión, Ludwig von Mises seasomó a la ventana de su despacho, señaló la Ringstrasse, símbolo delantiguo auge de Viena, y dijo sombríamente a un colega: «Terminará cu-bierta de hierba porque nuestra civilización se habrá acabado».18

Los enemigos de Schumpeter podían juzgarlo con dureza, pero notanto como con la que él mismo lo hacía. Para describir la década trans-currida desde el inicio de la guerra usó unas palabras del Inferno deDante: II gran rifiuto, es decir, «el gran desperdicio», aludiendo tanto a su

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falta de coraje como a las oportunidades perdidas. A sus cuarenta y unaños, tenía más motivos de pesar que de esperanza.

De todos modos, este ánimo pesimista no duró mucho, ya que lanecesidad de defenderse y de ganar dinero le dieron energías. Por otraparte, al final de aquel annus horribilis Schumpeter volvió a encontrarmotivos para sonreír. Como muchos mujeriegos, se había encaprichadoy hasta obsesionado innumerables veces, pero nunca había estado ena-morado de verdad. Annie Reisinger lo desarmó porque era joven, declase baja y vulnerable.Tenía veintiún años, era la hija de la portera de lacasa de su madre y Schumpeter la conocía desde que era una niña.Cuando Annie cumplió los dieciocho años, Schumpeter empezó a cor-tejarla. Annie lo rechazó, más preocupada por su fama de mujeriegoque por el hecho de que fuera un personaje público y le doblara laedad.Volvieron a coincidir en Navidad, cuando Annie fue a visitar a sumadre. Schumpeter la encontró más guapa, más adulta y más segura desí misma de como la recordaba. Hastiado como estaba, le reconfortó sucarácter alegre y bondadoso y su falta de pretensiones intelectuales.

Él se sentía solo y dolido, y ella se estaba recuperando de una desas-trosa relación con un hombre casado. Los dos acababan de vivir unagran decepción. Schumpeter se propuso salir con ella y la invitó a bailes,representaciones de ópera, restaurantes y fines de semana en el campo.La inundó de flores y obsequios caros.Y se puso de rodillas para pedirleque se casara con él.

Aunque seguramente no le gustaba la perspectiva de tener comonuera a una oficinista, la madre de Schumpeter se mordió la lengua. Encualquier caso, tras haber perdido la fortuna y el prestigio, su hijo difí-cilmente podría haber conseguido el.buen partido que ella deseaba.Además, aún estaba casado legalmente con.su.primera mujer. Schumpe-ter no había vuelto a ver a Gladys, que ya en 1913, cuando se habíanseparado, había retomado su apellido de soltera. No sabemos si ella nose planteaba un divorcio o si él no se había molestado en pedírselo; loque está claro es que seguían casados y que Gladys, de haberlo querido,podría haber denunciado a Schumpeter por bigamia o impedir quevolviera a contraer matrimonio. Por suerte para él, en los tiempos deViena la roja el gobierno socialista liberalizó las leyes de divorcio, y unamable funcionario le dio una dispensa civil para casarse con Annie.Annie superó su desconfianza y la de sus padres y aceptó su propuesta.

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Entretanto, los amigos de Schumpeter se esforzaban en reavivar sucarrera. Pese a sus desafortunadas aventuras con la política y los bancos,su reputación de brillante economista seguía intacta. Aunque en las uni-versidades de Viena y Berlín tenía enemigos que se habrían opuesto a sunombramiento como profesor, en el extranjero había otras muchas, en-tre ellas la de Tokio, dispuestas a contratarlo. Al final, la Universidad deBonn, la primera de la que fue expulsado Karl Marx, le ofreció unacátedra sobre hacienda pública. Uno de sus amigos encabezó una cartaal Ministerio de Cultura alemán con la frase: «Schumpeter es un genio»,y aseguró que su nombramiento permitiría acabar con el retraso deAlemania en este ámbito y convertiría la Universidad de Bonn en unimportante centro de investigación económica.

«¡Bonn conquistada!», anunciaba triunfalmente el telegrama queSchumpeter envió a su prometida en octubre de 1925, tras saber que ha-bía superado aVon Mises, su rival vienes. Para su sorpresa, estaba impa-ciente por empezar. Aunque el puesto era de profesor de hacienda pú-blica, le aseguraron que podría impartir clases sobre teoría económicapura. A principios de noviembre, Annie y él se casaron en px*esencia deun par de testigos y se fueron a recorrer los balnearios de lujo del nortede Italia. A comienzos del trimestre de primavera se instalaron enBonn.

Al cabo de poco, Schumpeter y su mujer se habían convertidoen la pareja más elegante de Bonn. En uno de sus alardes de ostentación,Schumpeter alquiló un imponente palacete con vistas al Rin en el quehabía vivido el kaiser Guillermo en sus tiempos de estudiante. CuandoAnnie acudió al primer té del profesorado, Schumpeter le había forjadouna nueva identidad.Ya no era la hija de una portera ni había trabajadode contable en Viena y de niñera en París, sino una joven de una im-portante familia vienesa que había estudiado en una carísima escuelafrancesa para señoritas. Debido a sus acuciantes deudas, Schumpetertenía que trabajar también como articulista y conferenciante, pero rodoslos que le conocían se daban cuenta de que era más feliz de lo que ha-bía sido en años. Entre otras cosas, porque Annie estaba esperando suprimer hijo.

No obstante, la felicidad no duró mucho. La súbita muerte de sumadre a mediados de junio fue un duro golpe. Schumpeter hablaba amenudo del «cariño incondicional y la inquebrantable confianza que

tenía por ella»,19 que había sido «el gran factor humano» durante mu-chos años de su vida. Tras el funeral de su madre en Viena, a las dos se-manas de volver a Bonn, Schumpeter sufrió otra desoladora pérdida alasistir a la «atroz muerte» de su mujer en el parto.20 El bebé sobreviviómenos de cuatro horas.

El fiasco del banco Biedermann y la pérdida de las dos únicas per-sonas a las que Schumpeter se había sentido ligado le causaron una he-rida incurable. Además, necesitó más de una década para librarse de lasdeudas, y ya no volvió a tener ocasión de rehacer su fortuna. Seis añosdespués, Schumpeter escribía desde Singapur:

No hay verdadera liberación. No puedo librarme de los malos re-cuerdos y de las premoniciones [...] los errores,los fracasos,las penalida-des, etcétera, y el año 1924 nunca ha destacado con tanta claridad antemis ojos como ahora que estoy en un bonito barco, supuestamente a sal-vo, en un mar en calma.Y la sensación de decadencia, intelectual y física,se condensa a menudo en una premonición de la muerte.21

Pese a todo, Schumpeter seguía siendo optimista en lo que respectaal futuro del capitalismo. Según el economista Israel Kirzner, las cues-tiones que impulsaron en los años veinte la investigación sobre el cicloeconómico eran las siguientes: ¿puede funcionar el capitalismo?22 ¿Pue-de sobrevivir una economía basada en la propiedad privada y el merca-do libre? Karl Marx pensaba que los pánicos y las depresiones eran unaconsecuencia del propio sistema económico y acabarían destruyéndolo.Alfred Marshall sostenía el punto de vista opuesto y atribuía las recesio-nes a influencias imprevisibles originadas fuera del ámbito de la econo-mía. Schumpeter, dando la vuelta a Marx, consideró que el ciclo eco-nómico era intrínsecamente benigno: «Normalmente, la prosperidad seasocia al bienestar social y la recesión a un nivel de vida más bajo. Segúnnuestro planteamiento, este vínculo no existe, e incluso hay evidenciasque sugieren lo contrario».23

Schumpeter señaló que tanto la producción como el nivel de vidahabían mejorado, pese a las frecuentes crisis y depresiones habidas desde1848. El crecimiento había sido intermitente, porque las innovacionesno «se distribuyen regularmente en el tiempo [...] sino que aparecen,cuando lo hacen, en grupos u oleadas».24 La innovación provoca imita-

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ciones, nuevas rachas de inversión y brotes secundarios de innovación.Después, la inversión decrece y los bienes de consumo inundan el mer-cado, bajando los precios y elevando los costes. La reducción de benefi-cios desemboca en una recesión.

Las alteraciones constantes eran el reverso de la innovación y lasmejoras en la productividad y el nivel de vida. Según la visión schum-peteriana del desarrollo económico, los momentos de expansión estánseguidos de momentos de contracción («vendavales perennes de des-trucción creadora»), pero la economía es básicamente estable. Si habíaalgún peligro para el sistema, venía de la política. Marx y Engels vieronlas recesiones como fuentes de inestabilidad y muestras del fracaso de laeconomía, pero Schumpeter sostenía el punto de vista opuesto. Comoel ciclo económico produce desarrollo, las depresiones son buenas, unaforma de expulsar a las empresas ineficaces y de forzar a las compañíasa reducir los costes y a racionalizar sus operaciones. La muerte de lasempresas y las industrias es tan inevitable como la de los seres humanos.Schumpeter señaló que nada puede durar: «Ningún remedio puede fre-nar de forma permanente el gran proceso económico y social medianteel cual los negocios, las categorías personales, las formas de vida, losideales y los valores se van desplazando hacia la base de la escala social yterminan por desaparecer». Sin embargo, la muerte también deja espa-cio para una nueva vida. El crecimiento requiere que la gestión, la fuer-za de trabajo y otros recursos pasen de los sectores antiguos a los nue-vos. Por eso, si un país quiere progresar, tiene que asumir los altibajos.Corno a Schumpeter le gustaba decir, queramos o no, «la alternancia deauges y depresiones es la forma que adopta el desarrollo económico enla era del capitalismo».25

Innovaciones tan grandes como la electricidad o un pequeñascomo el cepillo de dientes son * responsables en primer grado»* de las«prosperidades» recurrentes que revolucionan el organismo económicoy de las «recesiones» recurrentes debidas a la ^influencia desequilibrantede nuevos métodos y productos». Las recosiónos causan sufrimientosimportantes —el aumento del desempleo, salarios más bajos pérdidas ybancarrotas—, pero no son duraderas. «Los fenómenos molestos sontemporales», escribió Schumpeter, pero «el flujo de bienes se enriquece,la producción se reorganiza parcialmente, los costes de producción dis-minuyen, y lo que al principio parecen meros honehcios empresariales

terminan repercutiendo en los ingresos reales de las demás clases».26

Según su argumentación, el cambio constante es necesario para la esta-bilidad económica, del mismo modo que el movimiento es necesariopara que una bicicleta se mantenga en pie.

En Bonn, Schumpeter se enfrascó en la redacción de dos libros,frecuentó a un grupo de jóvenes estudiantes, escribió decenas de ar-tículos de prensa y dedicó horas y horas a dar conferencias a grupos deempresarios alemanes. Justificaba esta actividad tan compulsiva con lanecesidad de pagar sus deudas, pero además le servía de anestésico. Eldiario en el que volcaba cada noche sus sentimientos es básicamenteuna lista de lamentaciones y autor reproches. Desde el funeral de su ma-dre, no había vuelto aViena.

En el otoño de 1927, dos años después de que murieran su madre yAnnie, Schumpeter aceptó una invitación de Harvard y viajó por segun-da vez a Estados Unidos. El país no le fascinó quizá tanto como en 1912,pero le impresionaron la opulencia, la energía y el optimismo de los es-tadounidenses. Algunos economistas ya empezaban a alertar de la burbu-ja especulativa en el mercado de valores. En un artículo publicado en laprimavera de 1928, Schumpeter reconocía que la expansión podía irseguida de un descenso en los precios de las acciones y un período demenor producción y paro elevado, pero concluía: «Las inestabilidades,surgidas del propio proceso de innovación, tienden a corregirse por símismas y no se acumulan». Por eso, según él, el capitalismo era «econó-micamente estable, e incluso se puede decir que cada vez más estable».27

Un joven alto, moreno y algo gordinflón, con un aspecto que recordabaun poco a León Trotski, tomó asiento en la sala principal de la Bibliote-ca Pública de Nueva York para consultar viejos ejemplares amarillentosdel New York Times. Buscaba referencias a la actuación del ejército aus-trohúngaro en los últimos meses de la guerra. Una y otra vez, sus ojosazules protegidos por unas gafas de montura metálica adoptaban unaexpresión de sorpresa.Tras haber recorrido medio mundo, resultaba su-rrealista descubrir que todo lo que uno creía saber sobre un episodio desu propia vida era una ficción.

A pesar de tomarse la prensa austríaca con el mismo cinismo quecualquier otro de sus compatriotas, Friedrich von Hayek, primo de Lud-

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wig Wittgenstein y antiguo cabo del ejército austrohúngaro, estaba des-concertado. Hasta entonces había creído, como aseguraban los mediosde comunicación de su país, que la ofensiva del Piave había sido unaopción estratégica que había fracasado por varios errores imprevistos.Sin embargo, al consultar el Times se dio cuenta de que los correspon-sales de guerra británicos y estadounidenses daban por segura la derrotade las fuerzas austrohúngaras desde semanas antes de la ofensiva. Es de-cir, cien mil vidas, entre las que fácilmente podría haber estado la delpropio Hayek, se habían desperdiciado por una mentira.

En agosto de 1918, Hayek había salido de Italia a través de los Al-pes, en la caótica retirada del ejército desintegrado. Cuando por fin seinstaló en Viena, renunció a su sueño de ser diplomático y se matriculóen la Facultad de Derecho. Más tarde, Hayek atribuyó su interés por lasciencias sociales a la experiencia de la guerra, y sobre todo a la de com-batir en un ejército multinacional. ¿Cómo podían conciliarse los inte-reses contrapuestos de una sociedad sin recurrir a la coerción militar?¿Cómo podían comunicarse y actuar conjuntamente personas con di-ferentes culturas, idiomas y educación? Evidentemente, el mando delejército austrohúngaro no había encontrado la respuesta a estas pregun-tas. En todo caso, en la guerra de trincheras Hayek había tenido tiempode leer, entre muchas otras obras, dos densos volúmenes de economíapolítica.

En la Universidad de Viena, que funcionaba precariamente debidoa la escasez de carbón, electricidad y alimentos, Hayek se hizo muyamigo de otro veterano de guerra, un estudiante llamado Herbert Furth,que había resultado gravemente herido en el Piave. Furth, que era hijode un concejal vienes y de la primera sufragista austríaca, introdujo aHayek en el sofisticado ambiente de la izquierda estudiantil, formadobásicamente por jóvenes procedentes de familias judías asimiladas y re-lativamente acomodadas. Furth y sus amigos solían encontrarse en elCafé Landtmann, frente a la Opera, donde discutían de marxismo ypsicoanálisis. Eran hijos de abogados, académicos y hombres de nego-cios, y a Hayek le parecían mucho más cosmopolitas y seguros de símismos que otros jóvenes de su edad. Según contó más tarde, «conocíantan bien lo que sucedía en el mundillo intelectual de Francia e Inglate-rra como lo que sucedía en el mundo germanohablante». Hayek des-cubrió a través de ellos a Bertrand Russell y a H.G. Wells, a Proust y a

Croce, y comprendió que «la devoción sincera por las cosas del espírituno tiene por qué ser incompatible con el arte de ganarse la vida».28

Tras la guerra, el ambiente político de la Universidad de Viena es-taba dominado por un nacionalismo católico virulento y un comunis-mo ferviente, dos tendencias que repelían a Hayek y Furth, quienes seconsideraban socialistas fabianos. Decididos a buscar una alternativa,durante el primer trimestre fundaron una agrupación de tintes socialis-tas, la Asociación de Estudiantes Democráticos.

Hayek asistió a las clases de Friedrich von Wieser, el economistaque había sido ministro de Economía de la monarquía y que era elprincipal portavoz de Austria a escala mundial, y leyó los trabajos deimportantes economistas austríacos, como Cari Menger y Eugen vonBóhm-Bawerk. Sin embargo, como era de esperar en una ciudad condiez mil cafeterías, un problema grave de escasez de viviendas y multi-tud de intelectuales desempleados, su principal formación tuvo lugar allado de sus pares, en los cafés. Durante el tercer curso de universidad,Hayek y Furth organizaron un seminario quincenal al que llamaron enbroma Geist-Kreis (Geist puede ser una referencia al Espíritu Santo obien a los espectros seculares y hasta demoníacos que se invocan en lassesiones de espiritismo). El grupo se dedicaba a debatir sobre diversostemas culturales, desde el teatro hasta el positivismo lógico, y estabaformado por una veintena de personas, entre las que estaban los econo-mistas Oskar Morgenstern, Gottfried Haberler y Fritz Machlup, el filó-sofo ErichVoegelin y el matemático Karl Menger (hijo de Cari Menger),además de historiadores y especialistas en historia del arte, musicólogosy críticos literarios.

Hayek se doctoró en derecho en la primavera de 1922, en el mo-mento de mayor hiperinflación en el país, y no tardó en conseguir unmodesto puesto de funcionario en el departamento que gestionaba lasindemnizaciones de guerra. Como le sucedió a Einstein en la oficinade patentes suiza, el puesto era poco exigente y Hayek tuvo tiempo decursar un segundo doctorado en ciencias políticas. Un amigo suyo ob-servó en cierta ocasión que un aumento de sueldo como el que tuvoHayek, que pasó de cobrar cinco mil coronas a un millón en el espaciode nueve meses, era algo «capaz de dar forma a la mentalidad de unapersona».29 Seguramente exageraba, pero sí es razonable pensar que unaumento tan brusco, acompañado de una enorme pérdida de poder

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adquisitivo, llevaron a Hayek a interesarse por la función de la moneda,del mismo modo que adormilarse en la silla de la oficina de patentes deBerna ayudó a Einstein a desarrollar la teoría de la relatividad. AunqueHayek prefería coleccionar libros antiguos a investigar sobre el mercadode valores, empezó a acariciar el sueño de llegar a dirigir algún día elBanco Central Austríaco.

Aparte de esto, hubo otro fenómeno que le llamó la atención. Antela «rápida socialización»30 emprendida por los bolcheviques en 1919 ya la amenaza del gobierno de Renner de nacionalizar las industrias cla-ve, los intelectuales de izquierda vieneses empezaron a plantearse ciertascuestiones: ¿podía funcionar el socialismo?, ¿podía proporcionar los bie-nes necesarios?, ¿era viable la planificación? El sociólogo alemán MaxWeber ya se había hecho estas mismas preguntas, y su respuesta habíasido un rotundo no.31 Tanto el ministro de Asuntos Exteriores OttoBauer como Joseph Schumpeter habían respondido con un «sí», aunqueel segundo matizaba esta afirmación con la necesidad de que se dieran«las circunstancias adecuadas».32

Por esa misma época, el economista liberal Ludwig von Mises, jefey mentor de Hayek, llevó el debate a un nuevo nivel intelectual. En unpolémico artículo titulado «Die Gemeinwirtschaft» («La economía co-lectiva»), Mises reformuló el argumento y lo centró en el papel de lainformación. Su premisa era que la economía es algo similar a un orde-nador: una máquina que permite solucionar un determinado problemamatemático. Según él, en una economía planificada no hay suficientesdatos para reducir el número de incógnitas al número de ecuaciones, ypor lo tanto no se pueden calcular los precios susceptibles de equilibrarla oferta y la demanda.

Mises aceptaba que una economía planificada puede asegurar unaserie de servicios y bienes, pero no tenía claro qué pasaba después. ¿Cómopuede asegurar el Estado que el valor que tendrá para el consumidor unautomóvil, por ejemplo, igualará o superará el valor de las horas de tra-bajo, el acero, el caucho y otros recursos empleados para producirlo?¿Cómo se puede determinar si el coche tendrá más valor para los con-sumidores que el autobús que se podría fabricar con los mismos re-cursos?

Según Mises, en una economía de mercado los consumidores y ioscomercios pueden efectuar este tipo de cálculos basándose en informa-

ción sobre los precios. Por ejemplo, se puede averiguar si el coste defabricación de un coche es superior o inferior al importe que los con-sumidores están dispuestos a pagar por él. Para ello, pueden sumarse lashoras de trabajo, los kilogramos de acero y de caucho, los gastos de co-mercialización, distribución y otros insumos, multiplicarlo por los res-pectivos precios y obtener el total. Por otra parte, para determinar elvalor que le darán los consumidores, se puede tomar el precio de ventay multiplicarlo por uno para el caso de un solo vehículo. ¿Es razonablefabricar coches? Si el coste es menor que los ingresos, se pueden seguirfabricando. Si su fabricación sale más cara de lo que la gente está dis-puesta a pagar por ellos, es mejor pensárselo.

Según Mises, el problema de sustituir el mercado por una econo-mía planificada es que ya no hay precios de mercado a partir de loscuales hacer los cálculos. Evidentemente, pueden inventarse, pero si nohay nadie produciendo o comprando según las normas del mercado,no serán precios de mercado; es decir, no reflejarán, y menos aún entiempo real, las preferencias subjetivas de los consumidores que solicitanun producto o los cálculos de las empresas que deciden si lo suministra-rán o no. Por lo tanto, no aportan la información necesaria para tomaruna decisión racional. No hay forma de saber si se están aprovechandoal máximo los recursos o derrochándolos irreflexivamente.

El debate sobre la socialización y la noción de Von Mises del mer-cado como elemento de cálculo y de información impactó a Hayek yle animó a escribir un artículo sobre el control público de los alquileres.Para muchas familias, la crisis de la vivienda, otra de las consecuenciasde la guerra, empezaba a ser un problema tan acuciante como la falta decomida o de trabajo. En 1922, los concejales socialdemócratas, entreellos el padre de Furth, decidieron fijar los alquileres en el cuádruple delvalor anterior a la guerra. Como el índice de precios al consumo sehabía multiplicado por 110 desde enero de 1921, en realidad lo queestaban haciendo era congelarlos virtualmente. Como estrategia pararesolver la crisis de la vivienda, era un poco extraña. De hecho, encuanto entró en vigor esta limitación, la construcción se paralizó, lasviviendas existentes se deterioraron aún más y los problemas de hacina-miento y de falta de vivienda se agravaron. La medida, con la que sehabía intentado proteger a los pobres, dificultaba los traslados, creabamás desigualdades y reducía el ahorro disponible para invertir.5.33

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Para el curso 1923-1924, Hayek recibió una propuesta que aceptósin dilación: trabajar en la Universidad de Nueva York como ayudantede investigación de Jeremiah Whipple Jenks, experto en divisas de laComisión de Reparaciones Aliada y el hombre que con sus modales ysu aspecto había confirmado los prejuicios de Beatrice Webb sobre losestadounidenses. Cuando Hayek llegó al Greenwich Village con unospocos dólares en el bolsillo, descubrió desolado que Jenks se había tras-ladado a Cornell, donde también ejercía como profesor.

Afortunadamente, Jenks regresó al poco tiempo y Hayek no tuvoque ponerse a lavar platos en una cantina de la Sexta Avenida. Aparte derecopilar datos para Jenks, Hayek asistió a diversas clases en la Universi-dad de Nueva York, empezó a escribir un libro sobre la forma de deter-minar los precios de bienes básicos como la maquinaria y las naves in-dustriales y terminó un largo artículo en el que analizaba la actuaciónde la Reserva Federal, que en ese momento tenía diez años de existen-cia. También conoció a Irving Fisher, gracias a una carta de presenta-ción de Schumpeter. Además, asistió a varias conferencias de WesleyC. Mitchell y de John Bates Clark en Columbia, el centro más importan-te de Estados Unidos para la investigación sobre los ciclos económicos.

La principal motivación de Hayek para hacer ese viaje a EstadosUnidos era estudiar cómo veían los estadounidenses las fases de auge yde depresión. No le interesaba tanto resolver la cuestión abstracta de laposibilidad de funcionamiento del capitalismo cuanto comprobar sila economía podía servir como herramienta de pronóstico. ¿Era posiblepredecir cómo se comportarían la producción o los precios al cabo deseis meses, con la precisión suficiente para que las autoridades moneta-rias frenaran a tiempo una inflación o una deflación incipientes? A Ha-yek no le interesaban las cuestiones puramente teóricas. De hecho,cuando lo recomendó a Jenks, Von Mises ya insinuó la posibilidad deinstaurar un programa de investigación económica y elaborar pronósti-cos en la Cámara de Comercio de Viena.

Hayek se habría quedado con gusto un año más en Nueva York,pero cuando la Fundación Rockefeller le mandó el aviso de renovaciónde la beca, él ya se había embarcado de vuelta a Europa. A finales demayo de 1924 estaba otra vez en Viena, en la aburrida oficina del De-partamento de Indemnizaciones de Guerra, triste y deprimido. Antes demarcharse a Estados Unidos se había enamorado de su prima Helene

Bitterlich, que trabajaba de secretaria en el mismo departamento. Habíaestado a punto de hacerle una propuesta de matrimonio, pero al finalno le había dicho nada. Y ahora estaba furioso consigo mismo, porqueHelene se había casado con otro durante su ausencia.

Cuando Mises le invitó a formar parte de su seminario privado, «elgrupo de debate económico más importante de Viena y seguramentede toda la Europa continental», Hayek se animó un poco. Aparte de unadecena de antiguos miembros del Geist-Kreis, el grupo incluía al econo-mista Steffi Braun, los filósofos Félix Kaufman, Alfred Schutz y FritzSchreier y el historiador Friedrich Engel-Janosi. La primera charla quedio Hayek fue sobre el control de los alquileres en Viena.

Von Mises, que había intentado en vano colocar a Hayek en la Cá-mara de Comercio, consiguió financiación para crear un centro inde-pendiente y puso a Hayek al frente. El Instituto Austríaco de Investiga-ción del Ciclo Económico, que tuvo como primer director a Hayek, seinspiraba en ciertas entidades privadas que este había conocido en Esta-dos Unidos. Con treinta años, Hayek se vio al cargo de un centro deinvestigación que mantenía contactos con otras organizaciones similaresde otros países y publicaba un boletín mensual de previsiones económi-cas de alcance internacional, aunque por todo personal contaba con dosmecanógrafos y un administrativo.

En 1928, Hayek presentó el libro que había empezado a escribir enNueva York, titulado La teoría monetaria y el ciclo económico, como «habi-

litación» para la Universidad de Viena. Lionel Robbins, un joven profe-sor de la London School of Economics, de clase trabajadora e ideologíaliberal, asistió a su primera clase, sobre «la paradoja del ahorro», y quedótan impresionado que preguntó a Hayek si querría ir a Londres. Porotra parte, Robbins se interesó por las últimas previsiones del instituto.En el boletín de febrero de 1929, Hayek pronosticaba que los tipos deinterés de todo el mundo se mantendrían hasta que se hundiera el mer-cado de valores estadounidense. «La Bolsa se derrumbará en los próxi-mos meses», advertía.34

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LOS MECANISMOS INMATERIALES DE LA MENTE

Capítulo 9

Los mecanismos inmateriales de la mente:Keynes y Fisher en los años veinte

El mundo va siendo cada vez más consciente de su capacidad demejora. La economía política ha dejado de ser aquella ciencia lúgubre.

IRVING FISHER, 19081

Debemos tratar de controlar y reducir el denominado «ciclo econó-mico».

ÍRVING FISHER, 19252

La Gran Guerra había pospuesto la necesidad de Keynes por establecer-se profesionalmente. En cierto momento pensó en dirigir una compa-ñía ferroviaria, pero los trenes ya no tenían el atractivo de antes de laguerra; su puesto lo ocupaban ahora las finanzas. La paridad flotante, laselevadas deudas de guerra, la necesidad de crédito y el espinoso asuntode las reparaciones habían transformado el mundo de los préstamos ylos seguros. El sector que más rápidamente estaba creciendo era el de lasfinanzas, hasta entonces serio y algo misterioso; según los escépticos,cada vez se parecía más a un gigantesco casino.

Keynes conoció la City, el centro financiero de Londres, gracias aOswald «Foxy» Falk, un corredor de bolsa que ingresó en el Ministeriode Hacienda durante la guerra. En menos de un año Keynes era direc-tor de una compañía de seguros, un tema del que lo ignoraba todo, comoignoraba la necesidad de diversificar una cartera de inversiones» Lascompañías especializadas en seguros de vicia «deberían tener una solainversión, la cual debería cambiar cada día»,3 declaró en la primera reu-

nión de junta. Que no tuviera en cuenta la noción fisheriana de la co-rrespondencia entre el riesgo y la tasa de rendimiento de una inversiónes un indicio de su bisoñez en el asunto. Como tantas cuestiones quecaen por su propio peso, la idea de que es peligroso poner todos loshuevos en un mismo cesto era tan desconocida en general como la teo-ría de la relatividad.

Keynes no se limitó a dirigir esa compañía. El abandono del patrónoro, que establecía tipos de cambio fijos —un mecanismo semejante auna moneda única mundial—, y su sustitución por un sistema de pari-dad flotante había creado un paraíso para los especuladores. En el otoñode 1919 y la primavera de 1920, después de especular con francos, dóla-res y libras, Keynes se compró varios cuadros de Seurat, Picasso, Matisse,Renoir y Cézanne. «Evidentemente, es una actividad arriesgada, peroFalk y yo sabemos que nuestra reputación está enjuego y actuamos concautela», aseguró Keynes a su padre, que, como varios amigos del grupode Bloomsbury, le había cedido unos miles de libras para que las invir-tiese. Quizá tendría que haberlo puesto en guardia otro comentario desu hijo: «Me divierte ganar o perder en este juego de apuestas».4

Con este ánimo expansivo, en la primavera de 1920 Keynes em-prendió un viaje p o r Europa con Vanessa Bell y Duncan Grant. EnFlorencia visitaron al historiador estadounidense Bernard Berenson, di-vulgador de la pintura renacentista. En la mansión de Berenson, I Tatti,Keynes y Grant se divirtieron haciéndose pasar el uno por el otro, aun-que su anfitrión no se divirtió tanto como ellos. Pero básicamente sededicaron a ir de compras. Hasta Keynes, que solía ser tacaño cuandose trataba de cantidades menores, se compró diecisiete pares de guantesde piel. En marzo, más o menos en la época en que Joseph Schumpeterdecidía emprender su propio juego de apuestas en la Bolsa vienesa,Keynes, convencido de que la libra se depreciaría frente al dólar porqueen Gran Bretaña, y en Europa en general, los precios subían más depri-sa que en Estados Unidos, compró dólares en nombre de sus represen-tados. La lógica del argumento era impecable, pero el momento elegidono lo era tanto. A su vuelta, Keynes descubrió que el franco, el marco yla lira se estaban revalorizando. Cuando se recuperaron los valores ini-ciales, Keynes estaba arruinado. Por una extraña alquimia, un beneficiode catorce mil libras se había transformado en una pérdida de más detrece mil. Curiosamente, sus clientes siguieron confiando en su talento.

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Su padre y sus amigos estaban convencidos de que Keynes no tardaríaen recuperar todo lo perdido, y su corredor de bolsa aceptó volverle aabrir la cuenta si le pagaba siete mil libras. Lo más curioso es que estaconfianza resultó justificada, ya que a finales de 1924 Keynes volvía aser un hombre rico.

Tras publicar un éxito de ventas, Keynes comenzó a colaborar conla prensa para mantener el estilo de vida al que empezaba a acostum-brarse. Publicó artículos en el Manchester Guardian y el Evening Standard

de lord Beaverbrook, y en el New Repitblk estadounidense. Según subiógrafo Robert Skidelsky, en la década de 1920 Keynes obtuvo untercio de sus ingresos de la actividad periodística, una carrera que cul-minó con su nombramiento como director del Xew Sratesttnm, el sema-nario de izquierdas fundado por G. B. Shaw y los Webb. Otro de susbiógrafos, Peter Clarke, ha señalado que Keynes sacaba lo mejor desus múltiples talentos cuando se proponía «atacar lo ilógico con re-flexiones lógicas».5

En 1922, Keynes se centró en el estudio de la moneda y la activi-dad bancaria. Antes de la Primera Guerra Mundial, la economía mone-taria era una obsesión básicamente estadounidense, pero Irving Fisher,el único economista norteamericano al que Cambridge se tomaba enserio, convenció a Keynes de que la moneda tenía mayor influencia dela comúnmente aceptada en la economía «real»/1 Ya en 1913, un parde años después de conocer a Fisher en la coronación de Jorge V, Key-nes había dado un discurso ante un grupo de empresarios londinensesen el que retomaba la idea fisheriana de que las etapas de prosperidad ydepresión son importantes por «la creación y destrucción de crédito».7

Los desórdenes económicos que vinieron tras la guerra parecían corro-borar este argumento.

En 1923, Keynes, entusiasmado con esta nueva corriente intelectual,condensó sus reflexiones más recientes en el Breve tratado <ohre h¡ reformamonetaria:

Desde 1914 las fluctuaciones monetarias se han producido a ral esca-la que pueden considerarse uno de los sucesos más significativos de lahistoria económica del mundo moderno. No solo las variaciones delpatrón, sea oro, plata o papel, han tenido una intensidad ún preceden-tes, sino que se han producido en una sociedad que descansa» más que en

cualquier otra época pretérita, en la hipótesis de que la moneda debe sermoderadamente estable.

En este texto, Keynes trató de demostrar que las inflaciones y defla-ciones impiden valorar correctamente los efectos de las decisiones em-presariales y distorsionan los comportamientos relativos al ahorro y lainversión. Por otra parte, planteó otra cuestión más general, sobre la queestaba de acuerdo con Fisher: «Debemos dejar atrás la profunda descon-fianza que nos inspira la posibilidad de regular de forma deliberada elpatrón del valor monetario. No podemos dejar [el asunto en manos dela naturaleza]». Para Keynes, el problema de la inflación era que redistri-buía de forma arbitraria la riqueza existente, enfrentando a diferentesgrupos de ciudadanos y, en último término, perjudicando la democra-cia. Por su parte, la deflación retrasaba la creación de nueva riqueza aldestruir ingresos y puestos de trabajo.

No es necesario que comparemos un mal con el otro. Es mejoraceptar que ambos deben evitarse. El actual capitalismo individualista,precisamente por confiar el ahorro al inversor individual y la producciónal empleador particular, supone una medida estable del valor, y no puedefuncionar, y quizá ni siquiera sobrevivir, sin ella.

Keynes insistió repetidamente en esta idea: había una solución. «Elremedio sería [...] controlar el patrón del valor, de modo que, siempreque sucediera algo susceptible de producir cambios en el nivel generalde los precios, la autoridad competente pudiera tomar medidas paracontrarrestarlo». Por otra parte, si la moneda no pasaba a ser «el objetode una decisión deliberada»», quedaría un vacío peligroso que se inten-taría solventar con «una serie de remedios populares [...] aunque estosmismos remedios —subvenciones, congelación de precios y alquileres,control de la especulación y gravamen del exceso de beneficios— ter-minarían siendo algunos de los principales males».

La frase más célebre de Keynes —<*A largo plazo, todos estaremosmuertos»— aparece en el siguiente pasaje del Breve tratado: «El largo pla-zo es una guía inadecuada para estudiar los sucesos actuales. A largoplazo, todos estaremos muertos. Los economistas se arrogan una tareademasiado fácil y vana, si en una fase tempestuosa se limitan a decir que

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cuando pase la tormenta el mar volverá a estar en calma».8 Schumpeter,entre otros, interpretó esta frase de Keynes como una muestra de suindiferencia ante las consecuencias inflacionistas de los estímulos fiscaleso monetarios a corto plazo. Sin embargo, el contexto deja claro queKeynes pretendía rebatir la idea de que la inflación y la deflación pue-den remediarse por sí solas, sin una intervención activa. Es decir, inten-tó demostrar que cada país tiene que optar conscientemente entre dosobjetivos deseables pero incompatibles. Keynes había tomado esta ideade Fisher, que según él era «defensor a ultranza de la estabilidad de losprecios frente a la estabilidad cambiaría».9 En un mundo que facilitabala libre circulación de capital a través de las fronteras, cada país debíaoptar entre estabilizar los precios de las importaciones y exportaciones,o estabilizar los precios de los bienes y servicios producidos interior-mente. Era imposible asegurar las dos cosas, por lo que había que tomaruna decisión. Keynes no dejaba dudas de cuál era su opción preferida:según él, la estabilidad de los precios interiores era de primordial im-portancia para evitar un nivel de desempleo y una redistribución de lariqueza que perjudicaran el tejido social.

El patrón oro se hundió con la Primera Guerra Mundial. En 1875, elgobierno británico garantizó que seis libras podrían cambiarse por unaonza troy de oro, y encargó al Banco de Inglaterra que asegurase que laslibras en circulación permitían mantener la paridad. Evidentemente,cuando otros países vincularon sus respectivas monedas al oro, se creóun tipo de cambio entre las monedas «duras», es decir, las basadas en elpatrón. Así, en el momento en que el gobierno estadounidense deter-minó que treinta dólares equivalían a una onza troy de oro, una librapasó a equivaler a cinco dólares. Es decir, tal como ha señalado el eco-nomista Paul Krugman, en el siglo xix el patrón oro funcionaba deforma similar a una moneda única mundial regulada por el Banco de In-glaterra.

Cuando estalló la guerra, los países beligerantes agotaron sus reser-vas de oro en la compra de armas y alimentos para sus ejércitos. Acaba-do el conflicto, los políticos británicos trataron de volver cuanto antesal patrón oro. El partidario más claro de reinstaurarlo era WinstonChurchill, que se había afiliado al Partido Conservador y había sido

nombrado ministro de Hacienda por el nuevo primer ministro, StanleyBaldwin.

En una aciaga cena celebrada el 17 de marzo de 1925, Keynes tratóde convencer a Churchill de que el retorno al sistema vigente antes dela guerra provocaría una sobrevaloración perjudicial de la libra. Aun-que la fortaleza de la libra sería beneficiosa para el sector financiero,perjudicaría a las industrias dedicadas tradicionalmente a la exportación—sobre todo los textiles y el carbón—, lo que causaría un desempleomasivo. Era una discusión que Irving Fisher y Keynes llevaban tiempomanteniendo en la prensa. Sin embargo, Churchill no se dejó conven-cer. Como dijo más tarde, refiriéndose a una promesa electoral de 1918:«Esto no es un tema económico, es una decisión política».10

«Las consecuencias económicas de Churchill», título del panfletoque Keynes escribió unos meses después, fueron más o menos las quehabían previsto el propio Keynes, Fisher y otros. En diciembre de 1924,anticipándose a la medida que elevó en un 10 por ciento el valor decambio de la libra, el Banco de Inglaterra subió su tipo de descuentodel 4 al 5 por ciento, situándolo un punto entero por encima del deNueva York. El objetivo era estimular la demanda de libras, atrayendofondos estadounidenses a corto plazo. Como los elevados tipos de inte-rés frenaron el flujo de crédito y la fortaleza de la libra redujo la deman-da de bienes de exportación, la industria pesada británica empezó atambalearse y el desempleo se desbocó en el norte de Inglaterra. Key-nes achacó el derrumbe al hecho de que Churchill no hubiera seguidosu consejo.

Llegados a este punto, es necesario retroceder un poco. Cuando Keynestuvo claro corno ganarse la vida y a qué dedicar sus energías, empezó aplantearse más seriamente cómo quería vivir. Se acercaba a la cuarente-na y sentía que le faltaba algo. Durante casi todo 1921 y 1922 se habíaconsiderado «casado» con Sebastian Sprott, uno de los guapos estudian-tes a los que había conocido dando clases en Cambridge, y además teníaotras aventuras. Sin embargo, ninguna de estas historias tenía la intensi-dad de la relación que había mantenido con Duncan Grant una décadaatrás. Solo servían para acrecentar su insatisfacción, porque le recorda-ban que, por diversos motivos, entre ellos el hecho de que la homose-

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xualidad fuera ilegal y no estuviera aceptada socialmente, nunca podríatener una pareja con la que compartir su rica, intensa y cada vez máspública vida.

Keynes siempre se había encontrado a gusto en familia. La mayoríade sus amigos del grupo de Bloomsbury estaban casados o viviendo enpareja, formando un hogar o criando hijos, y en cierto modo esperabanque él hiciera lo mismo. Sin embargo, cuando conocieron a la personaelegida se horrorizaron: era una bailarina rusa de cuerpo voluptuoso ysocarrón sentido del humor, pero sin aparentes intereses intelectuales.Keynes había conocido a la bailarina cómica Lydia Lopokova en unestreno de los Ballets Rusos. Su apasionada relación comenzó en mayode 1921, cuando él la instaló con una excusa en el apartamento deBloomsbury que quedaba encima del suyo y que pertenecía aVanessaBell, que en ese momento no estaba enterada aún del asunto. Cuatroaños después, el 3 de agosto de 1925, la pareja se casaba a bombo y pla-tillo en Londres, con la calle invadida por una multitud de curiosos.Antes de la boda Keynes había comprado en Surrey una finca llamadaTilton, donde se paseaba en traje de tweed, inspeccionando las piaras ylos trigales y comportándose como un auténtico caballero rural.

Keynes pasó la luna de miel en Rusia, primero en casa de su familia polí-tica en San Petersburgo —en ese momento llamada Leningrado— y des-pués como invitado del gobierno soviético en Moscú-Junto a otros colegas,representó a la Universidad de Cambridge en el bicentenario de la Acade-mia de Ciencias Rusa. Como invitado preferente, Keynes visitó el Ministe-rio de Planificación Económica y el banco estatal y asistió al ballet y a unarepresentación de Hamlet en ruso, además de a innumerables banquetes.En una carta a Virginia Woolf, se quejó de que sus anfitriones lo habían«incomodado al obsequiarme una medalla tachonada de diamantes». A suvuelta, cuando se presentó con Lydia en casa de los Woolf en Surrey, Key-nes ya no llevaba su traje de caballero rural sino una camisa bordada al esti-lo Tolstói y un abrigo de astracán. Tras la visita,Virginia resumió asi la im-presión de Rusia con la que Keynes había deleitado a sus amigos:

Espías por todas partes, falta de libertad de expresión, erradicada laavidez por el dinero, vida en comunidad [...] respeto por el ballet, la me-

jor colección existente de Cézanne y Matisse. Interminables procesionesde comunistas con chistera, precios exorbitantes, pero se elabora champány la mejor cocina de Europa, banquetes que comienzan a las 8.30 y seprolongan hasta las 2.30 [...] y el inmenso lujo de los viejos trenes impe-riales, que alimentaban las bandejas del zar.

Como siempre, Keynes hizo gala de su talento periodístico paradescribir detalles inesperados y sabrosas contradicciones, pero gracias asu capacidad analítica fue capaz de distinguir entre apariencia y realidad.Los demás invitados de honor se fueron de Moscú muy impresionadoscon los obreros soviéticos, que parecían relativamente bien alimentados,bien vestidos y bien alojados y no tenían motivos para temer el parocomo sus homólogos occidentales. Keynes, en cambio, aseguró a loslectores del New Republic que el «milagro» económico soviético era fal-so como las aldeas de Potemkin. Es cierto que el trabajador urbano vi-vía mejor que antes de la guerra, y de hecho tenía «un nivel de vida[...] más alto de lo que justifica su producto»; sin embargo, seis de cadasiete ciudadanos soviéticos eran pequeños campesinos y estaban some-tidos a una explotación aún más dura que en los tiempos del zar:

El gobierno comunista puede mimar (comparativamente hablando)al trabajador proletario, a quien por supuesto cuida de un modo especial,por medio de la explotación del campesino. [...] El método oficial paraexplotar a los campesinos no radica tanto en los impuestos —aunque elimpuesto sobre la tierra es una partida muy importante del presupuesto—cuanto en la política de precios.

Moscú podía pagar al trabajador urbano un sueldo dos o tres vecessuperior a los ingresos de un campesino por el sencillo método de obli-gar a este último a vender su producción a precios muy inferiores a losvigentes en el mercado mundial. El resultado no era solamente el em-peoramiento de las condiciones en las que vivían la mayoría de los ru-sos, sino la ruina económica de todo el país. La producción agrícola, «laverdadera fortuna del país», se reducía, las rentas agrícolas empezaban aagotarse, y ya se había puesto en marcha un éxodo rural imparable. EnMoscú y San Petersburgo había miles de personas sin papeles y sin ho-gar, y la tasa de desempleo no se acercaba al cero oficial, sino al 20 o el

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25 por ciento. «La renta real del campesino ruso no es mucho más de lamitad de lo que acostumbraba ser, mientras que el trabajador industrialruso padece superpoblación y paro como nunca antes de ahora», con-cluyó Keynes.11

Aunque aconsejó a sus anfitriones que modificasen esta política tanperjudicial, Keynes reconocía que la situación de la economía soviéticano era «tan ineficiente como para no poder sobrevivir», aunque fuera«con un nivel de ineficiencia bajo» y con unas condiciones de vida pre-carias. Por otra parte, aunque solo fiiera porque tenía sus reservas respec-to a los países occidentales, no rebatió la predicción de Grígori Zinó-viev, el segundo de a bordo de Stalin, quien había asegurado que «de aquía diez años, el nivel de vida en Rusia será más alto que antes de la gue-r ra^ en el resto de Europa será más bajo».12 Quizá por las persecucionesque sufría su familia política en San Petersburgo, o quizá porque tolera-ba peor la ineficacia, la fealdad y la estupidez que la crueldad, no pensóque la Rusia soviética tuviera la clave de la salvación de Occidente:

¿Cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo el tallo a la hoja,exalta al grosero proletariado por encima del burgués y de la intelectuali-dad, que, con los defectos que sean, posee la calidad de vida y siembra conseguridad la semilla de todo el progreso humano? Incluso si necesitamosuna religión, ¿cómo podemos encontrarla en la túrbida basura de las li-brerías rojas?

Haciendo gala de sus prejuicios bloornsburianos, Keynes echó laculpa de la «basura» a «alguna bestialidad en la naturaleza rusa; o en lasnaturalezas rusa y judía cuando, como ahora, se han aliado».13 El direc-tor del New Repuhlic le pidió que quitara esta frase para no ofender a loslectores estadounidenses, pero Keynes se negó.

A finales de 1925 y principios de 1926, Keynes dejó temporalmen-te a un lado los temas monetarios. Como todos sus compatriotas, habíaseguido con fascinación el conflicto entre los magnates del carbón y losmineros, que amenazaban con una huelga de alcance nacional. La pri-mera víctima del fortalecimiento de la libra había sido la decaída indus-tria carbonera británica, que ya arrastraba problemas de sobreequipamien-to, uso de tecnologías anticuadas, costes demasiado elevados y dificultadesde gestión.Tras un pulso entre empresarios y sindicatos en relación con los

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En tiempos de jane Austen, «nueve décimas partes de la humanidad» estaban condenadas a vivir enla pobreza y a trabajar duramente. Una generación más tarde, Charles Dickens estaba convencidode que «estarnos avanzando hacia un tipo superior de sociedad».

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Henry Mayhew, pionero del periodismo de investigación, quería saber si era posible mejorar los sa-larios y el nivel de vida de los pobres londinenses. En plena epidemia de cólera, recorrió los aliábalesy callejones de la ciudad en busca de datos y realizó un retrato extraordinario de la vida y el trabajoen la capital del mundo. Sin embargo, no logró encontrar la respuesta a su pregunta.

Para Friedrich Engels (izquierda), el Londres Victoriano era la Roma de su tiempo y un anuncio delinminente e inevitable Apocalipsis.Su amigo y protegido Karl Marx (derecha) se propuso describir la ley que rige el movimiento de lasociedad moderna, pero sufrió un bloqueo creativo. No llegó a aprender inglés ni visitó una solafábrica mientras escribía El capital.

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Alfred Marshall, matemático y misionero frustrado, procedente de la clase media baja londinense,estaba decidido a poner al hombre a las riendas de su existencia, y también estaba profundamenteconvencido de que la existencia del proletariado no era imprescindible. Junto con su prometidaMary Paley, formada en Cambridge, se propuso convertir la economía en una guía que ayudase ala humanidad a salir de la pobreza.

Beatrice Potter procedía de la clase dirigente británica, pero se sentía dividida entre deseos contra-puestos: dedicarse profesionalmente a la investigación social o convertirse en la esposa de un hombrepoderoso, concretamente el carismático y avasallador Joseph Chamberlain.

{izquierda): Beatrice encontró a la pareja perfecta en Sidney Webb, el brillante hijo de un peluquerolondinense, y junto a él elaboró la noción del Estado del bienestar y se convirtió en asesora política.(derecha): Wimrnn «snenrer nivnrrhill antes conservador v desüués «promotor de la izquierda», confió

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Mientras cursaba el doctorado en Lon-dres, Alois Schumpeter montaba a caba-llo, practicaba esgrima y hablaba como sifuera uno de esos aristócratas con los quele gustaba que le confundieran. Pasabala mayor parte del tiempo en el MuseoBritánico, escribiendo un libro que cri-ticaba la teoría económica por no teneren cuenta que la economía evolucionabacon el tiempo.

Después de una impulsiva boda, Schum-peter emigró a Egipto, el milagro econó-mico de la bcllc opaque, para hacer fortunacomo abogado e inversionista. En ElCairo encontró inspiración para su granobra: La recría del desarrollo económico.

El más importante pensador económico norteamericano del siglo pasado fue un norteño, aficionado a ;..los inventos, abstemio y superviviente de la tuberculosis. C Ion formación de matemático pero deseoso •de «estar en contacto con su tiempo». írving Fisher inventó el aivim o giratorio de uncus, el índice de 'los precios al consumo y la previsión del comportamiento económico. I:'n la década de 1 21», Fisher i/.i/,.-,,',» N . T u . ' ^ v / ^ ,*r-> un n r - í rn l f* /VMJíAmi . 'M un iruvú t\t>] r\iutet\í\ fíKíCn V Ofl t íSDeCl lh l t l o r bursátil CUYJ i

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Friedrich von Hayek se interesópor el funcionamiento de los mer-cados y por la teoría económicamoderna en las trincheras de laPrimera Guerra Mundial, cuandoera un cabo del ejército austrohún-garo. Hayek siguió los consejos deWittgenstein y escribió Camino deservidumbre, una contundente críticaa las economías de control estatal.

El primo de Hayek, Ludwig Wit-tgenstein, ingeniero de aviaciónconvertido en filósofo, convencióal joven Hayek de que el deber delgenio era contar las verdades incó-

La Primera Guerra Mundial hizo tambalearse los cimientos del milagro económico del siglo xixy provocó la quiebra de estados vencedores y vencidos por igual, dejando una estela de hambre ehiperinflación y una corriente revolucionaria que se extendió desde los Urales hasta el Rin.

^ .i.Como ministro de Economía de un país arruinado, mutilado y hambriento, Schumpeter (de pie, ter-cero por la izquierda) intentó convencer a los austríacos de que podían restablecerse económicamente

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En los años de guerra, Keynes fue el hombredesignado por el Ministerio de Hacienda bri-tánico para negociar los préstamos que EstadosUnidos concedería a Francia y a otros paísesaliados y participó como asesor en la conferen-cia de paz de 1919. Partidario de condonar lasdeudas entre países vencedores y de imponerreparaciones modestas a los vencidos, dimitióen un gesto de protesta cuando los CuatroGrandes se negaron a incluir la recuperacióneconómica de Europa como prioridad en elTratado de Versalles.

John Maynard Keynes (ew e/ centro), el inteligente, ambicioso y seguro de sí mismo heredero de una Ide las dinastías intelectuales de Inglaterra, definía la buena vida como aquella que estaba al alcance de \un caballero londinense en vísperas de la Primera Guerra Mundial. En la fotografía aparece junto ados amigos del grupo de Bloomsbury: el filósofo Bertrand Russell (izquierda) y el biógrafo LyttonStrachey (derecha).

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Keynes coleccionaba ami-gos artistas y escritores, ade-más de obras de arte queadquiría gracias a su talentoespeculativo. El gran amorde su juventud fue el pintorDuncan Grant (izquierda),que, como otros de los ami-gos bohemios de Keynes, senegó a servir en el ejércitoen la Primera Guerra Mun-dial y exigió a Keynes quese hiciera objetor de con-

En 1923, Hayek pasó un año en Nueva Yorkcomo investigador y allí conoció a Irving Fi-sher y escribió una acida crítica contra los re-formistas monetarios que aseguraban que losbancos centrales podían controlar el ciclo eco-nómico gestionando el dinero circulante. Nocreía que fuera posible prever los altibajos conla anticipación y la exactitud necesarias para

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La depresión de la posguerra encaminó a Joan Robinson, la soñadora pero resuelta hija t i c UIILVneral, hacia la economía, y esta la llevó a conocer a su marido, un héroe de guerra, y al ecommiMmás famoso de Inglaterra, John Maynard Keynes. Elocuente, segura de sí misma y escritoIM prolii:.Joan se hizo un hueco en el círculo de discípulos varones de Keynes y desarrolló una t e o r í a sexplicaba que el auge de las grandes empresas puede llevar a una desafortunada combin.lv/ionlprecios altos y bajo nivel de empleo. Contó con la ayuda de su inteligente pero neurótica > .uu.ir.L-,Richard Kahn, quien hacía de intermediario con la gran figura.

Para desconcierto y disgusto de sus

r;.(V> j. i amibos de Bloomsbury, Keynes seffijíi.'1 1 casó con la bailarina rusa Lidia Lo-

poko\ a, que tormaba. parte de losBallets Rusos de Sergéi Diagliilev.Su enrúlente sentido del humor, suacento extranjero \ su ialta de pre-

intelectuales la convirtie-ron en el amor de su vida.

Irving Fisher [izquic.J.i* \

Schumpeter (dcivilu\ loto^rat'.uíien New Haven en l l )52.opiniones diferente Mhabía que combatir la (li.ir.sión, pero aunaron suspromocionar el uso de la

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Mese- antes del í )ía D, Franklin Delano Roosevelt instó a los aliados a no caer en los errores de laPrimera Guerra Mundial y centrarse en la recuperación económica de la posguerra.

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Paul Anthony Samuelson fue elkeynesiano estadounidense con másinfluencia en los años posteriores ala Segunda Guerra Mundial. Conuna visión del mundo influida porel declive del cinturón agrario deEstados Unidos, la burbuja de laconstrucción de Florida y la GranDepresión, modernizó la economíaintroduciendo fórmulas matemáti-cas, teorías keynesianas y numerosasideas propias. La generación de es-tadounidenses de la posguerra, entreellos John F. Kennedy, conocieronla nueva economía gracias al librode texto de Samuelson y a su co-lumna en el Newsweek. Se ha dichoque Samuelson fue el inspirador delrecorte fiscal de Kennedy de 1963.

En los años cincuenta, Joan Robinson, la más famosa de los discípulos ingleses de Keynes, repudisu obra juvenil y se convirtió en uno de los trofeos intelectuales de Stalin y Mao. Fue muy críticcon el liderazgo de los estadounidenses en la corriente general de la economía. En la fotografíítomada en julio de 1953 en Pekín, con ocasión de la firma del primer acuerdo comercial de «eesde las WriliHafW amrere seminruka tras otro nersonaie. con el doctor Chi Chao-tin£, Rolan

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LOS MECANISMOS INMATERIALES DE LA MENTE

Robinson aconsejó a su protegido Amartya Sen, que se matriculó en el Trinity College de Cam-bridge en 1953, que se. olvidara de «esa basura de la ética». Según ella, la democracia y el bienestarde la población eran lujos que no se podían permitir los países pobres. Sen no le hizo caso y sededicó a estudiar las hambrunas, la justicia económica y el problema de convertir las preferenciasindividuales en elecciones sociales.

recortes salariales, el gobierno conservador trató de ganar tiempo sub-vencionando las pagas de los mineros. Sin embargo, cuando se acercabala fecha final de las subvenciones, el enfrentamiento seguía en pie y vol-vía a anunciarse una huelga. Los amigos de Keynes en el Partido Liberal,a diferencia de los conservadores, no pensaban que la huelga fuera unprimer paso hacia la revolución, pero aun así apoyaron al gobierno einsistieron en que tal medida de presión sería inconstitucional y perjudi-caría a la democracia. Keynes, quien simpatizaba con los mineros, que notenían la culpa de la decisión de Churchill, propuso una solución decompromiso. El gobierno podía mantener los subsidios si los sindicatosaceptaban un modesto recorte de salarios y los propietarios cerraban lasexplotaciones menos productivas; de este modo, todos saldrían ganando.

Sin embargo, la propuesta no era demasiado realista. La huelga gene-ral de mayo de 1926, que duró diez días, no desembocó en nada. Losmineros resistieron seis meses más, hasta que el hambre les obligó a volvera las minas, en las mismas condiciones que habían rechazado. Entretanto,el Partido Liberal sufrió una escisión. Keynes terminó decantándose con-tra sus viejos aliados en el partido y a favor de su antiguo enemigo LloydGeorge, opuesto a la línea dura oficial. Entre sus nuevos amigos estabaBeatrice Webb, con la que coincidió en varias cenas. Beatrice atribuyó lapostura de Keynes a favor de los mineros a su reciente matrimonio:

Hasta entonces no me había interesado (era brillante, altanero y conpoca paciencia para el análisis sociológico, aunque debo reconocer quetiene cualidades). Sin embargo [...] creo que su matrimonio por amorcon esa fascinante bailarina rusa ha suscitado en él un acercamiento emo-cional a la pobreza y el sufrimiento.14

Beatrice Webb pensaba, con razón, que la antipatía de Keynes haciael espíritu de grupo —ya fueran los banqueros, los sindicatos, la culturaproletaria o el patriotismo— lo incapacitaba para la política, aunqueconsideraba que podría ser útil como miembro del gabinete.

En septiembre de ese mismo año, Keynes viajó a Berlín, donde, ademásde dar una conferencia sobre «El fin del laissez-faire», habló en un entor-no informal sobre la huelga general de su país. En la Universidad de

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LA GRAN BÚSQUEDA LOS MECANISMOS INMATERIALES DE LA MENTE

Berlín, un público numeroso y entusiasta le obsequió con una cálidarecepción que no se solía prodigar a los conferenciantes ingleses. Suscríticas al Tratado deVersalles, la condena de la ocupación francesa delRuhr y su postura a favor de una reducción de las retribuciones y de laintroducción de paquetes de crédito externo lo convertían en un héroe.Por otra parte, el Plan Dawes ya había rebajado drásticamente el impor-te de las reparaciones de guerra alemanas y había facilitado una granafluencia de créditos, sobre todo de Estados Unidos. Weimar, que cadavez recibía más dinero y más inmigrantes y visitantes extranjeros, vivíauna edad de oro. Keynes consideró casi embriagador el ambiente deaquella Babilonia alemana.

Durante su estancia se encontró con su antiguo amigo Cari Mel-chior, que también se había casado, y coincidió por primera y últimavez con Albert Einstein. La reacción que le inspiraron revela su desdénbloomsburiano por el dinero y su temor paranoico al peligro de las in-fluencias extranjeras sobre la cultura alemana. «[Einstein] era judío [...]y mi querido Melchior también es judío», reflexionó.

Sin embargo, si viviera aquí, creo que podría volverme antisemita.Porque el pobre prusiano es demasiado lento y torpe para el otro tipo dejudíos, aquellos que no son diablillos sino demonios en activo, con cuer-nos, trinquetes y rabos grasientos. [...] No es agradable ver una civiliza-ción atrapada por las feas garras de los impuros hebreos, que tienen todoel dinero, además del poder y el cerebro. Mi voto es para las opulentasHausfraus y los Wandervógel de dedos gordezuelos.15

Esta peculiar identificación, más conciliatoria que empática, con elalemán robusto, torpe y lento, en contraposición al demonio inteligen-te, refleja el temor de Keynes a la masa, un tema que expresó con pala-bras menos ofensivas en su discurso sobre «El fin del laissez-faire»: si losgobiernos de los países democráticos cometían el error de dejar la situa-ción económica de sus ciudadanos en manos del azar, se arriesgaban aque hubiera reacciones violentas.

Durante toda la década de 1920, Keynes siguió dando clases en Cam-bridge. Uno de sus estudiantes lo describió como «más parecido a un

corredor de bolsa que a un profesor, un hombre de ciudad que pasabalargos fines de semana en el campo».16 Su fama y su carisma atraían a unnutrido público a las clases. En las tardes de los lunes, en sus aposentosdel Kings College se celebraban charlas de economía a las que asistíancon estricta invitación los estudiantes más brillantes y los profesores másambiciosos.

«Levantémonos y actuemos, usando los recursos inactivos para incre-mentar nuestra riqueza —propuso Keynes a un grupo de políticos delPartido Liberal el 27 de marzo de 1928—. Cuando cada hombre y cadafábrica estén ocupados, será el momento de decir que no podemos per-mitirnos nada más.»17 En la época de la huelga general, Keynes habíapensado que las nuevas teorías sobre el, ciclo económico, presentadascomo una solución al problema de desempleo del Reino Unido, po-drían ser una alternativa a las medidas propugnadas por la derecha (im-posición de aranceles) y por la izquierda (elevación de los impuestos). Sunuevo aliado, Lloyd George, reclamaba una nueva respuesta política. Porun momento, Keynes pensó en presentarse como candidato liberal por laUniversidad de Cambridge, pero eras unos días de vacilaciones descartóla idea. Lo que sí hizo fue desarrollar las propuestas que presentó LloydGeorge en la primavera de 1929. Es decir, el germen de la Teoría generalcobró forma en el tubo de ensayo de tina campaña política.

Según Keynes, el gran peligro del capitalismo no estaba en la desi-gualdad sino en la inestabilidad. Para éh la desigualdad no radicaba en labrecha entre ricos y pobres sino en las ganancias y pérdidas inesperadas—es decir, las que no procedían de las buenas ideas, el trabajo o el aho-rro—.«Las interferencias más graves en la estabilidad y la justicia,comolas que conoció el siglo xix, j . . . ] fueron precisamente las que proce-dían de modificaciones en el nivel de los precita», escribió, recordandoa Irving Fisher. Por eso, la ««medida primera y mis importante (...) esestablecer un nuevo sistema monetarios •** A diferencia de BeatriccWebb, Keynes rechazaba la noción de la guerra de clases; era demasiadoelitista para aceptarla. El Partido Laborista -parece estar contra quienestienen más éxito, más talento, más laboriosidad y nú\ afán ahorrativoque la media —se quejó—. Es un partido de elast\ y de una dase queno es la mía. [...| Puedo dejarme intíuir por lo que considero que es de

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LA GRAN BÚSQUEDA LOS MECANISMOS INMATERIALES DE LA MENTE

justicia y de sentido común, pero la lucha de clases me encontrará dellado de la burguesía educada».19

Lloyd George, al que Keynes había dedicado en 1919 el injuriosocalificativo de «demonio encarnado», había tenido que dimitir en 1922,acusado de ser un mujeriego, de vender favores a cambio de aportacio-nes a su campaña política y de otros deslices morales. Sin embargo, elque era conocido como «el mago gales» conservó su ascendencia sobreel Partido Liberal y sobre Keynes. Durante casi toda la década de 1920,Lloyd George no tuvo ningún cargo político, pero puso su finca, Churt,a disposición de un grupo de economistas y dedicó mucho tiempo yenergías, además de un fondo específico del partido, a la elaboración delprograma liberal. Su objetivo era reaparecer en la política presentandouna propuesta contra el desempleo, y Keynes sería el experto en econo-mía de su campaña.

A partir de 1919, el desempleo en Gran Bretaña ya no bajó delmillón de personas; de hecho, durante varios años fue aumentando gra-dualmente, hasta alcanzar el 10 por ciento en 1929, en un momento enque el país aún no estaba plenamente recuperado de los estragos de laPrimera Guerra Mundial A pesar de la expansión del comercio mun-dial, el volumen de la exportación se redujo. En 1913, el Reino Unidoera el mayor exportador del mundo, y en 1929 había pasado a ocupar elsegundo puesto, por detrás de Estados Unidos.2U La actividad del paísque llegó a ser conocido como «la fábrica del mundo» seguía centrán-dose básicamente en las industrias tradicionales —carbón, hierro y ace-ro, construcción de barcos y manufactura de textiles—, en una época enque el mundo empezaba a reclamar petróleo, productos químicos, coches,películas y otros bienes novedosos. Por otra parte, la situación económi-ca reflejaba la profunda brecha existente entre el sur, más próspero, y elnorte, industrial y crónicamente deprimido, lo que recordaba la décadadel hambre del siglo anterior y hacía pensar de nuevo en una Inglaterraformada por dos naciones, una rica y otra pobre, enemistadas entre sí.

El 25 de septiembre de 1927, Lloyd George invitó a su finca de Churcha catorce profesores, entre los que estaba Keynes, para que *• trataran deestablecer las bases de un nuevo radicalismo»."1 El grupo firmó conjun-tamente el estudio titulado «El futuro industrial de Gran Bretaña», para

cuya realización Lloyd George había aportado 10.000 libras. El trabajo,que se publicó a principios de febrero de 1928, no tardó en ser conoci-do como «el libro amarillo» por el color de su cubierta. Keynes, a pesarde escribir a H. G. Wells que esperaba «no volver a verse envuelto en untrabajo colectivo a esta escala», reconocía que el estudio era «un intentoserio de elaborar una lista de propuestas viables y sensatas en la esferapolítico-industrial».22

Para Keynes, este trabajo le dio la oportunidad de conocer un pocomejor el mundo de la industria, por oposición al mundo financiero. Enuna charla con los candidatos del Partido Liberal, aseguró que la ten-dencia a establecer negocios más grandes no se debía solamente a lasnovedades tecnológicas y financieras, sino también al deseo de asegurarla venta total de las existencias. Las grandes empresas eran el resultadode una evolución natural y había que aceptarlas como tales. Esta visión,aunque no era tan favorable a las grandes corporaciones como la deSchumpeter, no dejaba de ser muy poco socialista.

En la campaña de 1929, el lema del Partido Liberal fue: «Podemosvencer el paro». El 1 de marzo, Lloyd George reclamó enfáticamente lanecesidad de reducir el desempleo a unos porcentajes «normales» en elplazo de un año.23 Su programa se centraba en un plan de gasto públicofinanciado mediante déficit presupuestario y destinado a impulsar laeconomía. En teoría, el aumento del crecimiento generaría más ingre-sos fiscales, que permitirían financiar los nuevos proyectos de carreteras,alcantarillado, telefonía, transmisiones eléctricas y viviendas, mientrasque el seguro de desempleo serviría para pagar a los trabajadores. Me-nos de tres semanas después, Keynes intervenía en el debate con unpanfleto titulado «¿Es factible la promesa liberal?». Después de que elMinisterio de Hacienda contraatacara diciendo que los nuevos empleosdel sector público solo servirían para sustituir los del ámbito privado,Keynes respondió con un segundo panfleto: «¿Puede hacerlo LloydGeorge?».

El hecho de que muchos trabajadores que ahora están en paro co-brarían un sueldo en vez del subsidio de desempleo comportaría unaumento de su poder adquisitivo real, que a su vez sería un estímulogeneral para el comercio. Por otra parte, el aumento de la actividad co-mercial traería más aumentos en el futuro, porque las fuerzas de la pros-

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LA GRAN BÚSQUEDA

peridad, como las de la depresión económica, tienen un efecto acumu-lativo.24

Según ha señalado Skidelsky, este artículo fue el germen de la no-ción del multiplicador. Según esta teoría, desarrollada dos años más tar-de por Richard Kahn, uno de los jóvenes discípulos de Keynes, aumen-tar el gasto público en un dólar genera más de un dólar en gastoprivado, ya que el aumento del consumo implica más contrataciones,más ingresos y un nuevo incremento del gasto privado, aunque sea pe-queño, que se va sumando de forma sucesiva.

Antes de las elecciones generales del 30 de mayo, Keynes, más op-timista que nunca, se apostó cierta cantidad a que los liberales obten-drían cien escaños. Al final solo obtuvieron cincuenta y nueve, lo quemarcó el final de la carrera política de Lloyd George. Por su parte, Key-nes tuvo que pagar 160 libras, aunque recuperó 10 por la apuesta quehabía hecho Winston Churchill. La campaña electoral le obligó a rees-cribir largos pasajes del Tratado sobre el dinero. El verano de 1929 fueidílico; entre otras cosas, se dedicó a preparar su manuscrito; asistir alrodaje de una escena de ballet de cinco minutos para Dark Red Roses,una de las primeras películas sonoras británicas; jugar al tenis, y reunirsecon Oswald Mosley, estrella ascendente del Partido Laborista, que enese momento era el responsable de obras públicas del gobierno y en ladécada siguiente se haría fascista. El único motivo de irritación fue elpobre resultado de sus especulaciones con productos básicos. En 1928había invertido en caucho, maíz, algodón y latón, pero el mercado cam-bió bruscamente y Keynes no tuvo más remedio que liquidar una partede sus acciones para compensar las pérdidas.

Irving Fisher se compró por primera vez un coche con motor de gaso-lina en 1916. Su último modelo eléctrico, un Detroit de superlujo, teníaque estar recargándose toda la noche en el garaje y no superaba los cua-renta kilómetros por hora. Tras su nueva adquisición, Fisher, que cadaaño recorría miles de kilómetros en tren, pudo salir a la carretera conun Dodge, un moderno vehículo con motor de gasolina. En esa épocalas carreteras que comunicaban Nueva York y Boston estaban sin asfal-tar y tenían baches capaces de tragarse una rueda entera, pero Fisher

LOS MECANISMOS INMATERIALES DE LA MENTE

decidió que su nuevo coche «le abría paisajes casi ilimitados».25 En ladécada de 1920, Fisher se compró un coche nuevo cada dos años más omenos, adquiriendo un modelo superior a medida que prosperaban sufortuna y la del país. Al final, además de un Lincoln, tenía un La Salledescapotable y un novísimo Stearns-Knight, la respuesta norteameri-cana al Rolls-Royce. Además, como Jay Gatsby, tenía un chófer irlandés.

En 1929, una de cada cinco familias estadounidenses tenía coche.Tal como había anticipado Fisher en 1914, la guerra convirtió la eco-nomía del país en la más fuerte e importante del mundo. A diferenciade Gran Bretaña o Francia, en Estados Unidos

la Primera Guerra Mundial no comportó pérdidas económicas evidentes;en ciertos aspectos, aportó ventajas sociales y económicas. Además, de-mostró a las potencias combatientes que la administración podía aplicarpolíticas estratégicas y económicas que hasta cierto punto determinabansi la guerra iba a causar pérdidas o ganancias; es decir, el país no era unasimple víctima de las circunstancias.26

Gracias a las exportaciones realizadas en los años de guerra a diver-sos países europeos, en 1918 la capacidad anual de producción de Esta-dos Unidos superó la de Gran Bretaña.27 En vez de sufrir un derrumbeeconómico, como sucedió en Alemania o en Austria, o depender de laslimitaciones de las autoridades monetarias, como le sucedió al ReinoUnido, Estados Unidos comenzó a recuperarse en 1921 de la recesiónposterior a la guerra. Durante la década de 1920 hubo dos recesiones,cada una de las cuales duró algo más de un año, pero fueron tan suavesque pasaron inadvertidas para la mayoría de los ciudadanos estadouni-denses, excepto los agricultores. Desde 1921 hasta 1929,1a economíaexperimentó un crecimiento del 4 por ciento anual, mientras que eldesempleo no superó el 5 por ciento por término medio. En 1929,1aeconomía había crecido en un 40 por ciento y la renta per cápita era un20 por ciento superior a la de 1921, un progreso notable desde todoslos puntos de vista y que pocas veces se ha igualado desde entonces/

No obstante, estas cifras no reflejan los convulsos cambios que tra-jeron en su estela las nuevas formas de energía y que inauguraron unnuevo estilo de vida. Era el comienzo de la era moderna, la era del co-che, la casa en la periferia, el auge.de California, el petróleo, el teléfono,

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la prensa diaria, las cotizaciones de Bolsa, las neveras, los ventiladores ylos aparatos eléctricos, la radio y el cine, el acceso de las mujeres al tra-bajo remunerado, la reducción del número de hijos, el declive del sindi-calismo y el comienzo de los centros comerciales. Los varones mayoresde sesenta años asimilaron el hasta entonces desconocido concepto dejubilación. Se pusieron de moda lemas como la «gestión científica» y el«taylorismo», después de que Louis Brandéis convenciera a las compa-ñías de ferrocarril de que, organizándose según los principios preconi-zados por Frederick Winslow Taylor, no necesitarían subir las tarifaspara pagar salarios más altos a sus trabajadores. La RCA y la AT&T frie-ron los Microsoft y Google de la época. Entretanto, comenzó a decaerla economía tradicional, basada en las granjas, las minas de carbón y lasmanufacturas de textiles y de zapatos, es decir, las grandes fuentes deriqueza de Estados Unidos en el siglo xix .

El barco de vapor, el ferrocarril y el telégrafo habían ampliado lasposibilidades de movilidad y de comunicación para la generación deAlfred Marshall. El automóvil y el teléfono tuvieron el mismo efecto enla generación de Fisher,pero los viajes y la comunicación a distanciasevolvieron más individualistas. Fisher se congratulaba de no depender dehorarios fijos para viajar, del mismo modo que Beatrice Webb se alegra-ba de poder recorrer varios kilómetros sin necesidad de chófer cuandose compró su primera bicicleta. Gracias a la producción en serie, el co-che, el aparato de radio, el teléfono, el ventilador, la nevera y la casaprefabricada estuvieron al alcance de la población general, lo cual faci-litó la vida en los barrios residenciales de la periferia urbana. El volante,el dial de la radio y el interruptor eléctrico eran nuevos instrumentosde dominio al alcance de los consumidores.

Así como Beatrice Webb se había negado en redondo a conducir, yGeoffrey Keynes había calificado a su hermano de «motorófobo, firmedetractor de cualquier tipo de motorización»/'1 Fisher encarnaba la afi-ción de los estadounidenses a los coches y los artilugios tecnológicos detodo tipo. En marzo de 1922, después de hablar por primera vez paralaradio, encargó dos receptores. En una carta a su hijo, dijo: «Seguramen-te ha sido el público más numeroso al que me he dirigido nunca». Ante«una audiencia a la que no veía ni oía y que ni siquiera creía que exis-tiese», aseguró que las nuevas emisiones de costa a costa del Atlánticohabían convertido «el inundo entero en un barrio».-'"' En lc>27, poco

después de que Lindbergh, un aviador estadounidense de veinticincoaños, consiguiera volar sin escalas entre Long Island y París al mando deun monoplano, Fisher, que en ese momento se encontraba en París,utilizó el nuevo servicio de telefonía transatlántica para hablar durantenueve minutos con su mujer en su casa de Rhode Island, con su madreen New Jersey y con su yerno en Ohio. Según ha contado su hijo, Fis-her «tenía los ojos clavados en el segundero del reloj».31 En esa épocaFisher gestionaba la mayor parte de la actividad de su empresa por telé-fono, solía usar el dictáfono para escribir y cuando tenía prisa, algo muyhabitual en él, dictaba las cartas a una mecanógrafa sentada ante una Oli-vetti-Ya hacía tiempo que su oficina particular había invadido el tercerpiso de la mansión de New Haven, donde los archivadores y los escri-torios ocupaban pasillos y escaleras. Tenía contratadas a una decena de«variopintas señoritas» que usaban teléfonos con embocadura de cristaly escribían a máquina con el rumor de fondo de la máquina de ozonoque Fisher había mandado instalar para regenerar el aire de la oficina.

En esa época Fisher dedicaba sus energías a hacer campaña a favorde la Sociedad de Naciones, el control de la inmigración, la conserva-ción del medio ambiente y las reformas sanitarias, entre ellas la intro-ducción de una atención médica universal. En su vida aplicaba los mis-mos preceptos.Tenía casi todo el piso superior de su casa ocupado conun gimnasio, al que definía como «el garaje en el que mantengo enforma mi motor personal». Era un ávido comprador de material degimnasia, además de vitaminas y alimentos saludables. En su casa teníamancuernas, pesas, máquinas de musculación, una sauna, una lámparade bronceado, una silla vibratoria que según sus hijos parecía una sillaeléctrica y «un moderno mecanismo capaz de administrar un masajerítmico a todo el cuerpo».32 Además, en 1929 Fisher tenía en nómina aun fisioterapeuta y un entrenador.

Como solía repetir Fisher a menudo, la historia no es una buenaguía para aprovechar el potencial humano. En un discurso que pronun-ció en 1926 ante un público del sector sanitario,33 Fisher aseguró quelos seres humanos, del mismo modo que no habían alcanzado el límitedel consumo, tampoco habían alcanzado el de la longevidad, que segúnél estaba realmente en los cien años. También aseguró que en 1931 laesperanza de vida de un recién nacido inglés sería veinte años mayorque en 1871.34Y señaló otro detalle importante: en ese momento siete

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de cada diez personas tenían suficiente salud para trabajar y disfrutar dela vida, mientras que al final de la guerra seis de cada diez ciudadanosestaban clasificados como «enfermos» o «lisiados» y tenían «esperanzasde vida muy precarias».35 Asimismo, Fisher anticipó, acertadamente, quehacia 2000 la esperanza media de vida habría subido de los cincuenta yocho años a los ochenta y dos.36

La confianza de Fisher en la capacidad de mejora del ser humano yen las ilimitadas posibilidades de la ciencia y de la libre empresa crecióa la par que la prosperidad de los años veinte:

El mundo va siendo cada vez más consciente de su capacidad de me-jora. La economía política ya no es aquella «ciencia lúgubre» que asegura-ba que los salarios de miseria eran inevitables por el crecimiento malthu-siano de la población, y ahora aborda con confianza y seriedad la cuestiónde acabar con la pobreza. Del mismo modo, la más joven de las especiali-dades de la biología, la higiene, ha rebatido la idea caduca de que la muer-te es una fatalidad que se cobra un sacrificio inevitable e idéntico año trasaño. En lugar de esta creencia fatalista, hoy se impone la aserción de Pas-teur: «El hombre puede conseguir que desaparezcan de la faz de la tierralas enfermedades parasitarias».37

Fisher fue socio fundador y primer presidente de la Sociedad Ame-ricana de Eugenesia. La eugenesia, es decir» la aplicación de la genética alas cuestiones de matrimonio, inmigración y sanidad, no era solamenteuna causa fabiana. Evidentemente, muchas sociedades han. practicado di-versas formas de selección de los nacimientos, desde el infanticidio deEsparta hasta los misteriosos rituales de apareamiento de la aristocraciabritánica, pero fue a finales de la época victoriana cuando las tendenciasreformistas y los avances médicos y científicos dieron su prestigio y suinmensa popularidad a la eugenesia. Francis Galton, primo de CharlesDarwin y uno de los mejores amigos de Richard Potter, está considera-do el padre de esta disciplina. El general Leonard Darwin, hijo de Char-les Danvin, fundó la Sociedad Internacional de Eugenesia en 1911. Bea-trice y Sidney Webb, y de hecho muchos de los Fabianos más destacados,entre ellos G. B. Shaw y H. G. Wells, también eran entusiastas partidariosde la eugenesia. Keynes, que fue vicepresidente y vocal de la SociedadBritánica de Eugenesia y tesorero de la delegación de Cambridge, con-

sideraba que esta disciplina era «la rama más importante, significativa yme atrevería a decir que genuina de la sociología».38 De hecho, la euge-nesia fue una causa defendida por personas de diferentes tendencias po-líticas; algunos de sus partidarios fueron Arthur Balfour, primer ministrodel gobierno conservador entre 1902 y 1905;Winston Churchill; lordBeveridge, artífice del Estado del bienestar de los años posteriores a laSegunda Guerra Mundial; los escritores Leonard Woolf y Virginia Woolf,y las feministas Victoria Woodhull y Margaret Sanger.

Para ser justos, hay que señalar que en 1910 o 1920 la eugenesia nosignificaba lo mismo que en la década de 1970, cuando se asociaba algenocidio nazi y a las leyes de segregación racial estadounidenses. En elPrimer Congreso Internacional de Eugenesia, celebrado en Londres en1912 y que contó con la asistencia de Fisher, reinó un «espíritu general»de carácter «conservador».39 Keynes y él eran partidarios del liberalismo,y Fisher en particular era antirracista y quería «eliminar [...] el prejuicioracial y otros prejuicios sociales, como los que encarna el Ku KluxKlan».4U Ahora bien, Fisher y la Sociedad Americana de Eugenesia tu-vieron gran influencia en la aprobación de la Ley de Inmigración de1924, que no solo intentaba, como resumió Fisher, «evitar que entreninmigrantes incapacitados para el trabajo, como los que antes se incor-poraban a nuestra población procedentes de las instituciones públicas deEuropa»,41 sino que pretendía reducir drásticamente la inmigración pro-cedente del sur y el este de Europa.

Fisher había centrado sus investigaciones en los efectos perniciosos dela inflación y la deflación en deudores y acreedores, en la redistribuciónarbitraria de la riqueza que eso ocasionaba y en las «curas agresivas» quela administración adoptaba en nombre de las víctimas pero que, «comolos remedios de la medicina primitiva, a menudo son dañinas además defútiles».42 Aún no había relacionado las fluctuaciones del nivel de pre-cios con los altibajos del empleo y la producción, ni les había asignadoel papel privilegiado que les asignaría después. De hecho, el índice desus Principies of Economics, libro publicado en 1911, no incluía los con-ceptos de «expansión», «depresión» o «desempleo».

Ante la breve pero aguda recesión de 1920-1921, Fisher empezó ainteresarse por las medidas públicas susceptibles de combatir el desem-

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pleo. En 1895, el gobierno federal estadounidense carecía de los medila capacidad de actuación necesarios para gestionar las condiciones eerales de la actividad económica. Era demasiado pequeño en relación cola economía. Los impuestos se destinaban a financiar la actividad públisobre todo en el ámbito militar, y los aranceles eran una forma de ayud 'a sectores específicos. La creación de dinero circulante quedaba en manode los bancos; al regirse por el patrón oro del siglo xix, su ritmo de cre-cimiento dependía del de las reservas de oro mundiales.

En los años veinte, en cambio, Estados Unidos ya disponía de unbanco central —la Reserva Federal, creada en 1913— y tenía mayorpoder discrecional para influir en la actividad económica, animando odesalentando la creación monetaria y la concesión de préstamos. Ante lagravedad de la recesión, Fisher concluyó que la Reserva Federal conla intención de compensar la inflación de los años de guerra, había echa-do el freno durante demasiado tiempo. Por otra parte, la pésima situa-ción de los agricultores —-similar a la de la década de 1890—y délosobreros industriales le convenció de que el principal problema de la ines-tabilidad de los precios era su influencia en la producción y el empleo.Durante toda la década, Fisher se dedicó a estudiar la cadena de causasque iba de la creación monetaria a la creación de puestos de trabajo.

Poco a poco, las preocupaciones intelectuales de Fisher dejaron degirar en torno a las etapas Je diiizv y de recesión para centrarse en lainfluencia de la moneda en la estabilidad o la inestabilidad de la econo-mía. Según sospechaba, \d\ fluctuaciones del dinero circulante y la dis-ponibilidad de crédito, adenús de causar inflaciones y deflaciones, ex-plicaban los altibajos de la actividad económica y el empleo. Cada vezestaba más convencido de que una mejor gestión de la moneda permi-tiría ««suavizar las fluctuaciones cidicuv-.1

Además de escribir regularmente articulo** académicos, Fisher.de-dicaba cada vez más tiempo a las colaboraciones de prensa. Como Key-nes y como los Wehb, sabia que Sa mejor manera de vender sus ideasante las instancias legislativas era intentarlo de forma indirecta. En todossus artículos trataba de convencer a la opinión pública de que la infla-ción y el desempleo tenían tina cai^a común de tipo monetario, peroreconocía que la mayoría de sus lectores encontrarían desatinada cual-quier vinculación del sistema íuncario con -un apunto tan profundamen-te humano como es el programa contra e¡ deseníplco». Algunos analistas

habían reconocido el vínculo existente entre el declive general del nivelmedio de precios y el alza del desempleo que caracterizaron la graverecesión padecida por Gran Bretaña y Estados Unidos después de laguerra. De forma similar, la inflación se asociaba al auge en la produc-ción y las contrataciones. No obstante, las teorías sobre el «ciclo econó-mico» (la alternancia de momentos de auge y retroceso en la produc-ción y el empleo) no tenían en cuenta por lo general los cambios en elnivel de precios, y ningún otro economista había señalado una correla-ción entre los precios y el empleo.

Fisher advirtió que los demás analistas pasaban por alto la relaciónempírica existente entre el empleo y los precios. Confundían el nivel deprecios con los cambios en el nivel —una distinción que a él se le habíaocurrido repentinamente, durante su estancia en los Alpes suizos—, loque era un error comparable al de confundir la velocidad a la que entrael agua en una bañera con la profundidad del agua en la bañera. Segúnlo expresó, los demás economistas habían pasado por alto «la evidente di-ferencia entre unos precios altos y unos precios al alza, y también la di-ferencia entre unos precios bajos y unos precios a la baja. Es decir, hanobservado el nivel de los precios pero no su ritmo de cambio».44 Unade las razones de esta confusión era la falta de mecanismos para calibrarel ritmo al que cambiaba el nivel medio de los precios en la economía.Durante casi toda la década de 1920, Fisher se dedicó a elaborar y di-fundir estimaciones precisas, con el fin de ayudar a prever la evoluciónde la actividad económica y conocer los cambios que experimentaba elpoder adquisitivo del dólar.

Fisher estaba convencido de que, una vez que se hubieran identifi-cado las causas de los ciclos económicos, los analistas podrían «predecirlas condiciones económicas de una forma verdaderamente científica[...] como quien predice el tiempo». En 1926 escribió que «la teoríamonetaria debería, entre otras cosas, ayudarnos a analizar y predecir elnivel de los precios». Daba por supuesto que, cuando el banco centralpudiera anticipar los precios con exactitud, podría contrarrestar conantelación las fluctuaciones y de este modo frenaría o al menos mode-raría las oscilaciones entre prosperidad y depresión. Para Fisher, el me-dio imponía el objetivo. Según él, «deberíamos controlar y reducir elllamado ciclo económico», en vez de atribuir «una especie de carácterfatalista» a los momentos de auge y depresión.45

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A mediados de la década de 1920, Fisher había añadido el cicloeconómico a la lista de trastornos que, lejos de estar fuera de nuestrocontrol, no tardarían en encontrar un remedio: «La idea de que [el cicloeconómico] es inevitable e impredecible es totalmente falsa. Al contra-rio, sus causas son bien conocidas por lo general, y hoy sabemos en granmedida cómo prevenir la intensidad de los enfriamientos y las fiebresde la economía».46 Esta confianza venía, según él, de constatar que laReserva Federal ya había logrado «una rudimentaria estabilización deldólar», refiriéndose a los intentos del banco central por evitar los perío-dos de especulación. «Como medio para prevenir de forma sustancial eldesempleo, podemos estabilizar el poder adquisitivo del dólar, la libra, lalira, el marco, la corona y muchas otras unidades monetarias.»47 ComoKeynes, Fisher insistía en que la estabilidad de la moneda era un asuntobásicamente social. «Si queremos evitar que nuestra vasta superestructu-ra de crédito se desmorone periódicamente sobre nuestras cabezas, de-bemos ver la actividad bancaria como algo más que un negocio priva-do: es un importante servicio público», escribió.48

En 1925, Fisher tituló del siguiente modo una colaboración paralare-vista de la clínica Battle Creek: «Por qué preferiría ser empleado de laclínica a ser millonario».49 Sin embargo, aunque había muchas cosas quepara él tenían más valor que el dinero, en su fuero interno siempre ha-bía deseado tener las posibilidades financieras de su mujer. El primerode los inventos que le permitió mejorar su potencial de negocio fuefruto de su impaciencia. Harto de pasar una a una las tarjetas archivadasen una caja, ideó un ingenioso mecanismo que las mantenía todas jun-tas y a la vez permitía que el usuario leyera su contenido. Fisher intentóconvencer a una decena de fabricantes de material de oficina de que elartilugio que acababa de inventar era la solución ideal a las cada vezmayores necesidades de archivo de la época moderna y les aseguró quelas empresas se abalanzarían sobre cualquier artículo que las ayudara aorganizar su documentación de forma más eficaz.

Al principio, el Rolodex sufrió la misma suerte que muchos otrosinventos: su autor tuvo que comercializarlo por su cuenta y poniendodinero propio, o en este caso, de su mujer. Fisher montó un pequeñotaller en, New Haven, que por todo personal contaba con su hermano,

un carpintero y un ayudante, y por todo capital, con los 35.000 dólaresque le había prestado Margaret. Un año después de la guerra, la empre-sa Index Visible tenía una nave de tres pisos en la que fabricaba susproductos y una oficina comercial situada en el edificio del New YorkTimes, en pleno Manhattan. El primer cliente importante de Fisher fuela compañía telefónica de Nueva York, que le reportó sus primeros be-neficios en 1925. Fisher aprovechó la ocasión para fusionarse con suprincipal competidor, formando el núcleo de Remington Rand. Trasinvertir un total de 148.000 dólares en la empresa, vendió las accionesde Index Visible por 660.000 dólares, más una serie de valores, obliga-ciones, opciones y dividendos preferentes y un puesto en la junta direc-tiva de la nueva compañía: Rand Kardex. Más tarde, Fisher confesó a suhijo que ser capaz de mantenerse por su cuenta había sido uno de sus«anhelos reprimidos en el momento en que me casé. [...] Los inventoseran la única posibilidad que vi de hacer dinero sin sacrificar demasiadotiempo».50 A los cincuenta años, Fisher había hecho realidad su sueño yera multimillonario.

Entretanto, el negocio de las previsiones empezaba a prosperar, yaque el auge económico había creado un mercado específico. Fisher em-pezó escribiendo una columna de análisis económico en colaboración.Asimismo, comenzó a publicar un índice semanal sobre el poder adqui-sitivo de la moneda, uno de los indicadores que terminó adoptando elgobierno estadounidense. Poco después creó el Instituto de índices dePrecios y comenzó a enviar listas de datos a los periódicos desde la ofi-cina instalada en su casa, en el número 460 de Prospect Street, en NewHaven. Tras la venta de índex Visible, Fisher trasladó el negocio de pre-visiones económicas al edificio del New York Times y sus tablas e índicesempezaron a salir en el Philadelphia Inquirer, el Journal of Commerce, el

Minneapolis Journal, el Hartford Courant y otras publicaciones.

Siempre dispuesto a aplicar sus ideas al mundo real, Fisher habíaempezado a regular el sueldo de sus trabajadores según la inflación du-rante la guerra. Seguramente fue el primer empresario que concedióexplícitamente un ajuste anual automático según el «coste de la vida».Curiosamente, el experimento le enseñó que los índices de precios noeran una solución práctica a los problemas causados por la inflación y ladeflación. Lo explicó de la siguiente manera:

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Mientras el coste de la vida fue subiendo, los empleados deVisible recibieron complacidos los sobres de paga ajustados al «coste delvida» y cada vez más abultados. Pensaban que su sueldo estaba aumen-tando, aunque se les había explicado con claridad que el salario real semantenía estable. Cuando el coste de la vida empezó a bajar, en cambioles molestó la aparente «reducción» de su sueldo.51

Fisher consideraba que esta reacción de sus empleados era unamuestra de la omnipresencia de la «ilusión monetaria». Pensaba inclusoque un corredor de bolsa de Wall Street tenía las mismas posibilida-des que una mecanógrafa de dejarse engañar por la falsa impresión deque el valor de la moneda de su país era estable, aunque el precio debienes y servicios, o el de las demás monedas, fluctuaba arriba o abajoUna acción con una tasa de rendimiento del 10 por ciento podía pare-cer una inversión excelente, pero si la inflación era del 11 por ciento, enrealidad el inversor estaba perdiendo dinero. Fisher imaginó que losinversores y los sindicatos pagarían lo que fuera por tener un meca-nismo capaz de determinar el rendimiento «real» de sus acciones o decalcular si una oferta determinada suponía o no un «verdadero» aumentosalarial.

El interés por la estabilización monetaria había llevado a Fisher al inte-rés por los índices de precios, lo que a su vez lo llevó a interesarse porel rendimiento de las acciones. En 1921, cuando la Reserva Federalelevó los tipos de interés con la intención de frenar la inflación de laguerra, la Bolsa estadounidense se desplomó, pero las acciones volvie-ron a subir bruscamente al año siguiente, A mediados de 1,929, los pre-cios de los valores eran tres veces más altos que en 1921 en términosnominales, y unas diecinueve veces más altos que los beneficios empre-sariales después de impuestos.*2 Las acciones de la empresa de Fisher,laRemington Rand, se multiplicaron por diez en términos reales entre1925 y 1929,

En 1911, Fisher ya había asegurado que a largo plazo era mejorinvertir en una cartera de valores diversificada que en obligaciones. Lasobligaciones solo reflejaban la capacidad de la administración para abo-nar la. deuda y su voluntad de oponerse a la inflación. Los valores, en

cambio, reflejaban la influencia de los aumentos de productividad en losbeneficios empresariales, y por lo tanto tenían más posibilidades de su-bir Mientras duró la prosperidad de los años veinte, Fisher se fue vol-viendo cada vez más optimista. En 1927 era el principal defensor de la«nueva economía» y había pedido un crédito de miles de dólares parainvertir por su cuenta. De hecho, tuvo un par de sustos. En otoño, alvolver a Nueva York tras un viaje a París y Roma, su secretaria personallo estaba esperando en el muelle para decirle que por un derrumbe delmercado había tenido que ingresar 100.000 dólares en la cuenta de suagente para cancelar varios préstamos bancarios a corto plazo. Sin em-bargo, Fisher aconsejaba al cabo de un mes a su hijo Irving: «Arriesga lamitad de tu cartera actual, poniéndola como garantía de un préstamo, yusa los rendimientos para comprar más valores. Probablemente, dentrode seis meses o un año podrás vender con una ventaja sustancial y apartir de entonces diversificar tu cartera».53

En agosto de 1929, el desempleo era del 3 por ciento. El creci-miento de la innovación había empezado a notarse tras la guerra. En losdiez años anteriores, se habían inscrito más patentes que en todo el si-glo anterior. No es de extrañar que una comisión de análisis creada porHerbert Hoover, el flamante presidente, que en los años posteriores a laPrimera Guerra Mundial había dirigido el plan contra el hambre enEuropa, llegara a la siguiente conclusión: «Estamos en una situaciónafortunada. Nuestra fuerza es notable».54 Cuando otros inversores másprudentes, como Roger Babson, alertaron de que los precios de las co-tizaciones habían subido demasiado y demasiado rápido, Fisher replicóque seguían la tendencia de los beneficios empresariales. En otra oca-sión, señaló los motivos de que los beneficios empresariales no parasende crecer: las fusiones favorecían la economía de escala y rebajaban loscostes; las empresas gastaban más en investigación y desarrollo; aumen-taba la reutilización; la gestión empezaba a ser más científica; las carre-teras y los automóviles mejoraban la comercialización, y el aumento dela afiliación sindical en las empresas presagiaba una menor conflictivi-dad laboral.

En 1929, Fisher era el presidente de Remington Rand, tenía inver-siones en media docena de empresas de nueva creación y era el directorde un prestigioso servicio de previsiones económicas. Dedicó casi todoel año a revisar su obra maestra de 1907, The Rate oflnterest. Reflexio-

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nando sobre uno de los momentos alcistas más espectaculares de la his-toria de la Bolsa estadounidense, Fisher atribuyó el alza de los preciosde las cotizaciones al crecimiento de la innovación en los años poste-riores a la guerra y al consiguiente aumento de oportunidades de inver-sión. En septiembre entregó el manuscrito y se puso a trabajar en unlibro sobre la Bolsa. El 29 de octubre tenía previsto hablar para un gru-po de agentes de préstamos en el hotel Taft de New Haven. Dos sema-nas antes, el New York Times reseñaba que el señor Irving Fisher, profesorde la Universidad deYale, había asegurado a los miembros de la Asocia-ción de Agentes de Compras que los precios de las cotizaciones habíanalcanzado lo que parecía «un alto nivel permanente».55

Capítulo 10

El problema de la batería:Keynes y Fisher en la Gran Depresión

Hombres y mujeres de todo el mundo se planteaban abiertamente laposibilidad de que el sistema de sociedad occidental se desmoronase ydejara de funcionar.

ARNOLD J.TOYNBEE, 19311

En Londres, Keynes pasaba la primera media hora de cada jornada le-yendo en la cama las páginas de economía y hablando por teléfono consu corredor de bolsa y otros contactos de la City. Este ejercicio diario,sin embargo, no le ayudó a prever el crac de la Bolsa estadounidense deoctubre de 1929. La dotación del King's College, que él administrabacomo tesorero, cayó en un tercio, y su cartera personal se redujo aúnmás. Como ha señalado Robert Skidelsky, el problema no era que Key-nes poseyese demasiados valores norteamericanos, sino que, convencidode que la prosperidad de la economía estadounidense implicaría un alzageneral de los precios, había hecho fuertes inversiones en caucho, algo-dón, latón y maíz, y para ello había solicitado créditos con un margende diez a uno. En 1928, cuando los precios de los productos básicosempezaron a bajar, Keynes tuvo que vender la mayor parte de su carte-ra de inversiones para mantener su posición. A finales de 1929, su patri-monio neto había pasado de 44.000 libras a menos de 8.000.2 A partirde esta experiencia, se dedicó más bien a invertir en acciones, conven-cido de que «el tipo de inversión más acertado consiste en destinarmayores sumas a las compañías de las que uno cree saber algo y cuyagestión le inspira confianza».3

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Keynes reaccionó al desastre financiero con su habitual optimismo,esperando que las autoridades monetarias estadounidenses iniciaran«una fase de crédito barato» para combatir la severa recesión.4 Despuésde comer un par de veces con el primer ministro laborista, RamsayMacDonald, que en mayo de 1929 había derrotado con un ampliomargen a los conservadores y al candidato liberal Lloyd George, Keynesllegó a la conclusión de que el nuevo gobierno rechazaría lo que Chur-chill denominaba «el dogma ortodoxo del Ministerio de Hacienda».5

Tradicionalmente, el remedio ministerial contra las crisis financie-ras era recuperar la rectitud fiscal equilibrando las cuentas públicas, ypermitir que el Banco de Inglaterra elevase los tipos de interés paraproteger el valor en oro de la libra esterlina. Según este planteamiento,para restablecer la economía cuanto antes había que recuperar la con-fianza de empresas e inversores. Cualquier intento de convertir a la ad-ministración pública en proveedora de puestos de trabajo redundaría enmenos contrataciones en el sector privado. Como reiteró ante el Parla-mento el ministro de Hacienda conservador, Winston Churchill: «Almargen de los posibles beneficios políticos y sociales, por lo general elaumento del gasto público o los préstamos del Estado permiten crearmuy poco empleo adicional, y nunca de forma permanente».6 Keynessuponía que los laboristas adoptarían la idea liberal de invertir en obraspúblicas y rebajar los tipos de interés, al margen de sus repercusiones enel déficit público y en el valor en oro de la libra esterlina. En el mes dejulio, una invitación a presidir el Consejo Asesor de Economía, es de-cir, el «equipo de expertos» del primer ministro MacDonald, confirmósus expectativas.7 «Vuelvo a tener prestigio», se jactó en una nota paraLydia.8

Keynes estaba convencido de que facilitar el crédito estabilizaría laeconomía. Según aseguró en un artículo para el Times londinense, aun-que el desempleo podía seguir aumentando durante unos meses, si lostipos de interés bajaban más deprisa que los precios, se recuperaría lainversión empresarial y los ingresos agrícolas y los precios de los pro-ductos básicos se restablecerían. Confiaba en la voluntad de acción delnuevo presidente Herbert Hoover, muy distinta a la pasividad de CalvinCoolidge. Hoover había puesto al frente de la Reserva Federal a unpersonaje muy decidido, Eugene Isaac Meyer, que más tarde sería elpropietario del Washington Post, y había anunciado un programa federal

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de obras públicas. El presidente de Estados Unidos, que había sido mag-nate de la minería e impulsor de las ayudas alimentarias a Europa, habíaempezado a invitar a la Casa Blanca a los peces gordos del mundo em-presarial para que propusieran ideas. Unas semanas después del cracbursátil, el secretario del Tesoro, Andrew Mellon, había reclamado en elCongreso una rebaja fiscal del 1 por ciento para particulares y empre-sas.9 Optimista como siempre, Keynes decidió llevar sus previsiones a lapráctica. Según Skidelsky, en 1930 volvió a invertir grandes sumas enalgodón indio y estadounidense.

Las peticiones de asesoramiento se multiplicaron, y Keynes empezóa aprovechar las colaboraciones de prensa, las charlas radiofónicas y lasentrevistas en los medios de comunicación para promocionar la gestiónmonetaria como un remedio contra la recesión. En diciembre de 1930publicó un largo artículo en The Nation que comenzaba así: «El mundoha tardado en percatarse de que este año estamos viviendo en la sombrade una de las mayores catástrofes económicas de la historia moderna».Negándose a caer en la resignación, intervenía en todos los foros posi-bles para rebatir la idea popular que atribuía las expansiones y las rece-siones a razones morales. Negaba rotundamente que la recesión fueraun castigo inevitable por el derroche, la codicia y la imprudencia delpasado. Lo que sucedía en realidad, según explicó a sus lectores, era que:«Nos hemos metido nosotros mismos en un desorden colosal, fallan-do en el control de un mecanismo delicado, cuyo funcionamiento nocomprendemos».10

Es decir, el problema era de tipo técnico. Según Keynes, las depre-siones, como los accidentes de automóvil, eran el resultado de sucesosfortuitos y de errores políticos que acababan siendo perjudiciales y que,como el tiempo, no podían volver atrás. Las malas cosechas, los huraca-nes, las guerras y otros contratiempos podían desencadenar un decliveeconómico, pero en general las recesiones se derivaban de decisionescaprichosas o dañinas de los responsables de las políticas económicas.En principio, esto significaba que era posible minimizarlas o prevenirlas.Keynes negaba con especial rotundidad que el problema estuviera enlos auges. Años después, retomando una de las opiniones expresadas porSchumpeter en La teoría del desarrollo económico, aseguró: «El remedio

correcto para el ciclo económico no puede encontrarse en evitar losauges y conservarnos así en semidrepresiones permanentes, sino en evi-

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tar las depresiones y conservarnos de este modo en un cuasiauge conti-nuo».11 Como solía repetir, una recesión, a diferencia de lo que asegura-ban los moralistas, no significaba que las ganancias económicas del pa-sado fueran ilusorias. Refiriéndose al auge inversionista de los añosveinte, escribió: «Lo otro no fue un sueño. Esto es una pesadilla, quehabrá pasado cuando llegue la mañana. Porque los recursos de la natu-raleza y los mecanismos humanos son tan fecundos y productivos comolo eran. [...] No nos engañamos antes».12

Es decir, la economía sufría una avería mecánica, para la que existíauna solución relativamente sencilla. En uno de sus artículos de prensa,Keynes declaró que la economía tenía básicamente un problema con «labatería», es decir, con el sistema de arranque.13 Los precios habían baja-do tanto que los granjeros y los empresarios ya no podían vender susproductos por una cantidad que compensara los costes de producción.Por eso se habían visto obligados a reducir drásticamente tanto la pro-ducción como la inversión, lo que había desencadenado otra racha deparo y había hecho que los precios cayeran aún más. Para salir de estecírculo vicioso, lo único que necesitaban hacer las autoridades moneta-rias era bajar los tipos de interés para generar más crédito, hasta que lasempresas pudieran subir los precios y les saliera a cuenta volver a inver-tir. Keynes estaba convencido de que la facilidad de crédito evitaría unarecesión preocupante.

Como ha explicado Skidelsky, Keynes usó la metáfora del automó-vil para demostrar que una situación grave podía tener una causa banaly una solución sencilla. Sin embargo, muchos consideraban su mensajedifícil de asimilar, e incluso provocador. Mientras el eminente matemá-tico G. H. Hardy, de ideología marxista, negaba con sorna que los pro-blemas científicos pudieran tener una solución meramente mecánica—«Solo alguien totalmente inculto y ajeno a la ciencia puede imaginarque los hallazgos matemáticos se consiguen accionando la palanca deuna máquina milagrosa»»—v4 Keynes tranquilizaba a sus lectores asegu-rando que, en cuanto el problema estuviera correctamente diagnostica-do, habría una solución... siempre que las autoridades tuvieran la con-vicción necesaria para actuar:

Una acción decidida por parte de los bancos de la Reserva Federalde los Estados Unidos, del Banco de Francia y del Banco de Inglaterra

podría hacer mucho más que lo que la mayoría de la gente, equivocandosíntomas o agravando circunstancias de la propia enfermedad, estará dis-puesta a creer [...] estoy convencido de que Gran Bretaña y los EstadosUnidos, animados por los mismos sentimientos y actuando juntos, po-drían poner de nuevo la máquina en marcha dentro de un tiempo razo-nable; es decir, si estuvieran animados por una convicción confiada dehaber identificado el error. Porque la falta de esta convicción es principal-mente lo que hoy está paralizando las manos de la autoridad en amboslados del Canal y del Atlántico.

Esta falta de convicción era, al menos en parte, intelectual. Keynesdefinía así la magnitud de la catástrofe: «No hay ningún ejemplo en lahistoria moderna de una caída de precios tan grande y tan rápida, par-tiendo de unos niveles normales, como la que se produjo el año pasa-do».15 De todos modos, era consciente de que para refutar una teoríaarraigada no bastaba con una simple constatación factual: se necesitabauna teoría nueva. Por eso se apresuró a respaldar sus opiniones con unTratado sobre el dinero, cuyo prefacio terminó en septiembre de 1930para poder publicarlo cuanto antes.

El punto central del Tratado era la posibilidad de controlar el cicloeconómico mediante la estabilización de los precios. Cuando la inver-sión superaba el ahorro, el resultado era la inflación. Cuando sucedía locontrario, el resultado era el descenso del nivel de los precios, la caídade la producción y el aumento del desempleo; es decir, una recesión.Así, las depresiones podían solucionarse fomentando el gasto y desalen-tando el ahorro, justo lo contrario de la cura propugnada por tradicio-nalistas como Churchill. «Porque el motor que mueve la empresa no esel ahorro sino el beneficio», aseguró Keynes, para preguntar retórica-mente a continuación: «¿Se habrían construido las Siete Maravillas delmundo guiándose por el ahorro? Lo dudo».16

Su optimista mensaje era el siguiente: aunque la deflación estaballevando a agricultores, mineros y empresarios a reducir la producción,las autoridades tenían en sus manos la solución del problema. En suobra de 1921 Stabilizing the Dollar, Irving Fisher había asegurado que elbanco central podía controlar la cantidad de dinero y de crédito mani-pulando los tipos de interés. Elevando los tipos cuando apuntaba unainflación y bajándolos cuando apuntaba una deflación, el banco central

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podía frenar o fomentar las inversiones, dependiendo de si quería esti-mular o desalentar la actividad económica. Además, controlando la in-versión, las autoridades monetarias podían mantenerla en el nivel delahorro y ajustar los precios a los costes. Eso mismo es lo que creía Key-nes en 1931, cuando aún confiaba en que una acción conjunta conmiras a rebajar los tipos de interés acabaría con la recesión.

Como ha señalado Skidelsky, Keynes no tuvo en cuenta la ortodo-xia económica de los políticos socialistas. Aunque el alto de nivel dedesempleo preocupaba a la opinión pública desde hacía por lo menosnueve años, los laboristas no habían desarrollado aún un programa espe-cífico para combatirlo. Beatrice Webb era una excepción. Crítica conlos responsables de Hacienda, en su controvertido Minority Report de1909 había denostado «la contabilidad del fisco» y el equilibrio presu-puestario.17 Según ella, en las etapas de auge el gobierno debía subirlosimpuestos a los ricos y crear así un superávit. En los momentos malos,en cambio, debía sufragar las obras públicas, aunque fuera a costa deincurrir en déficit presupuestario. En 1930, Beatrice Webb había llega-do a la conclusión de que el desempleo era una característica intrínsecadel capitalismo. Obviando el hecho de que en Estados Unidos el parono había llegado al 5 por ciento en prácticamente toda la década de1920, Beatrice decidió que para erradicarlo era preciso nacionalizarlaindustria privada.18

Casi todos los miembros del gabinete laborista defendían la visiónoficial con la misma tenacidad que ChurchilL Uno de ellos escribió alprimer ministro: «El capitán y los oficiales de un buque lo han llevado ala costa en marea baja; ningún esfuerzo humano pondrá el barco a flotehasta que la marea, siguiendo el curso de la naturaleza, vuelva a ascen-der». Como respuesta, MacDonald escribió: «Su carta refleja exacta-mente mi estado de ánimo».11* Recortar los beneficios y elevar los im-puestos parecía más prudente que abrazar las radicales medidas deestímulo propugnadas por Keynes y Fisher.

A finales de la decáela de 1930, el Consejo Asesor cié Economíadirigido por Keynes presentó una variopinta serie de propuestas, algu-nas más convencionales y otras mas innovadoras: recortar los subsidiosal desempleo, gravar las importaciones con un arancel del 10 por cientoe introducir «un importante programa de obras públicas» que diese tra-bajo a los parados.20 Además, rechazó explícitamente la idea de que am-

pliar la contratación pública solo serviría para desplazar puestos de tra-bajo privados. «No aceptamos la idea de que esta opción deba causarnecesariamente un desvío importante del empleo en la industria co-mún».21 Sin embargo, el gabinete laborista, en el que Sidney Webb eraministro de las Colonias, adoptó únicamente la primera medida y re-chazó la imposición de aranceles y el programa de obras públicas.

Según Skidelsky, a principios de 1931, acuciado por los problemaseconómicos, Keynes intentó vender dos de sus mejores cuadros, uno deellos un desnudo de Matisse,22 pero no encontró ningún compradordispuesto a pagar el precio de partida que exigía.

En el verano de 1929, Irving Fisher, con un Stearns-Knight recién com-prado, contemplaba satisfecho cómo una brigada de operarios daba losúltimos toques a la lujosa reforma de su casa de New Haven.Y lo mejorde todo, según aseguró a su hijo, era que las obras no las pagaba Maggiesino él.

A sus sesenta años, Fisher, con su espeso pelo blanco, su silueta es-belta y una mirada pensativa que no traslucía la ceguera que sufría enun ojo, tenía un aspecto más ágil y distinguido que nunca. Había pedi-do prestada una importante suma para aprovechar la opción sobre lasacciones de Remington Rand que había conseguido al ceder su partede Index Visible. Cuatro años después de vender índex Visible a Rand,la cuantía de su cartera de valores se había multiplicado por diez. ElInstituto de índices de Precios, que aún estaba en el edificio del NewYorkTimes, había puesto en marcha un servicio de informaciones bursátilespor suscripción. Además, Fisher publicaba todos los lunes, en diversosperiódicos del país, un artículo semanal sobre la Bolsa. Para la opiniónpública, su figura estaba asociada, además de a la Ley Seca y los cuidadosfísicos, al auge bursátil y el optimismo económico de la «nueva era».

En 1929, en un momento en que proliferaban las dudas sobre laperdurabilidad del período alcista, Fisher, quitando importancia a lassombrías advertencias de otros corredores de bolsa más prudentes, comoRoger Babson» resaltó la peculiar combinación de inflación baja y rápi-do crecimiento económico que había caracterizado la década. «Hemosasistido al que probablemente ha sido el mayor auge, en cualquier otroperíodo de tiempo similar de la historia, de la renta real de una pobla-

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ción»,23 escribió. Según el New York Times, a mediados de octubre Fisheraseguraba que el mercado bursátil estaba en condiciones de llegar «mu-cho más arriba en unos pocos meses».24

Tras el derrumbe de la Bolsa, Fisher siguió sin creer que la recesiónfuera inevitable. En enero de 1930 escribió:

En gran medida, la caída del valor de las acciones ha sido una trans-ferencia de riqueza y no una destrucción de riqueza física. [...] Los planessobre los recursos físicos no se han visto afectados. [...] La redistribuciónde la propiedad empresarial se ha circunscrito a un porcentaje muy pe-queño de la población, y por lo tanto ha tenido escasa repercusión en lacapacidad adquisitiva de la gran masa de consumidores.25

Su rival, la Sociedad de Economía de Harvard, reconocía que noera previsible que se repitiera la grave recesión de 1920-1921. Días des-pués del derrumbe, los analistas de Harvard informaban a sus suscripto-res: «Creemos que la actual recesión, tanto bursátil como empresarial,no anuncia una depresión económica».26

En lugar de perder tiempo lamentándose por las pérdidas, Fisherdecidió analizar corno se había producido el derrumbe. Escribió granparte de su trabajo The Stock Market Crash and After en noviembre ydiciembre de 1929. En este texto defendía con optimismo la idea deque los precios de las acciones se recuperarían, y señalaba que en aquelmomento eran de solo once veces sus beneficios, por debajo de su me-dia histórica a largo plazo, lo que suponía «una ratio muy baja ante laexpectativa de que las ganancias aumentarán más rápidamente en elfuturo». Por otra parte, rebatía la idea, popular que culpaba del derrum-be al inflamiento' de precios de las acciones y aseguraba que «entre dostercios y tres cuartos de la subida de la Bolsa de entre 1926 y septiembrede 1929 estuvo justificada» por los beneficios y los aumentos de pro-ductividad que comportó, una conclusión que han confirmado algunosanálisis recientes. Por último, explicaba los motivos de que algunos in-versores, como él misino, hubieran llegado a contraer deudas excesivas,seducidos por la combinación entre unos tipos de interés bajos y unastasas de rendimiento altas: «Cuando un nuevo fenómeno ofrece la posi-bilidad de conseguir más de lo que promete el tipo de interés en vigor,hay una tendencia a pedir créditos para conseguir un mayor rendimien-

to de la inversión». El problema no estaba en el precio artificialmenteelevado de las acciones, sino en el exceso de préstamos:

Los inversores se encontraron, por un lado, ante una espléndida oca-sión de ganar dinero y, por el otro, ante un tipo de interés bajo en lospréstamos. Podían obtener crédito a un coste mucho más bajo de lo queesperaban ganar. Al final, tanto el alza del mercado como el derrumbe sedeben en gran medida a la financiación precaria de proyectos sólidos.27

Fisher siguió anunciando que el mercado bursátil se recuperaría ynegando que el derrumbe condujera inevitablemente a una depre-sión. Según él, la actividad económica había empezado a declinar an-tes del crac bursátil, po r lo que ya entonces era previsible una rece-sión. Insistió en que, mientras las empresas no se dejaran llevar por elpesimismo y comenzaran a reducir la producción y a despedir a susempleados, la economía real sería capaz de capear el temporal. Duran-te todo el año siguiente, Fisher sostuvo que estaba a punto de iniciar-se un repunte. Como Keynes, confiaba en la determinación y la capa-cidad de Hoover.

Durante varios meses, su optimismo pareció justificado. En abril de1930, el mercado bursátil había vuelto al nivel de principios de 1929.Las cotizaciones ya no bajaban tan rápidamente y el desempleo tampo-co aumentaba tan deprisa, como en 1921. De hecho, en junio de 1930la tasa de desempleo era del 8 por ciento, mientras que en 1921 habíasido del 12 por ciento. Los tipos de interés eran extremadamente bajos.Sin embargo, como han señalado Milton Friedman y Anna Schwartz ensu magistral A Monetary History ofThe United States, í 861- í 960, en lu-gar de la recuperación prevista, lo que se produjo fue un notable «cam-bio en la índole de la contracción».28

Por otra parte, una nueva caída de los precios industriales impidióque los titulares de préstamos se beneficiaran de la bajada de los tiposde interés. Entre el otoño de 1930 y el verano de 1931, una sucesión dequiebras provocó la volatilización de activos por el valor de miles de mi-llones de dólares. Pese a todo, incluso cuando se había vuelto inevitablereconocer la gravedad de la depresión, Fisher siguió insistiendo en queel mercado y la economía habían tocado fondo. Su optimismo, su enor-me confianza y su tozudez lo traicionaron y, como tantos otros que es-

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peraban una inversión de la tendencia, no vendió su cartera de accionesSi hubiera seguido el prudente consejo de Herbert Hoover y hubieraliquidado los créditos en 1928 o en 1929, cuando el valor de RemingtonRand ascendía a 58 dólares por acción, Fisher habría multiplicado sufortuna por ocho o por diez. Y aun vendiendo un año después del de-rrumbe, habría conservado una posición acomodada. A finales de 1930en cambio, las acciones de Remington Rand se vendían a 28 dólares, yen 1933 no pasaban de un dólar. En abril de 1931, el patrimonio neto deFisher se había reducido a poco más de un millón de dólares. En agostotuvo que cerrar el Instituto de índices de Precios y echar a los econo-mistas y estadísticos contratados. Por si fuera poco, el fisco le reclamó75.000 dólares por diversas ventas de acciones de Remington Randefectuadas en 1927 y en 1928. Fisher tuvo que pedir ayuda a su cuñadaCaroline Hazard, antigua rectora del Wellesley College, la cual terminóencomendando la gestión del crédito a su abogado y a dos sobrinos.

A la angustia y la humillación de la ruina económica, se sumó eldesprestigio público. El antiguo presidente de la Asociación Americanade Economía atacó a Fisher en el New York Times por «insistir en quetodo iba bien y justificar los elevados precios de las acciones hablan-do de prosperidad, de la nueva era y de las mejoras de la producción».29

El autor del artículo aseguraba también que «ayer, el secretario Mellon,el antiguo rector Coolidge y el catedrático deYale Irving Fisher fueronconsiderados los máximos responsables de "prolongar y extender la lo-cura"», en referencia al frenesí especulativo que había precedido al de-rrumbe de Wall Street.30 Cuando el director de una empresa en la quehabía invertido grandes sumas fue acusado de fraude, Fisher lo deman-dó. La publicidad del caso solo sirvió para empañar aún más su repu-tación. Su hijo ha contado que una vez oyó a dos desconocidos co-mentando los escabrosos pormenores del juicio, que se publicabandiariamente en el NewYork Times: «Fíjate, se supone que lo sabía todo,ymira qué mal parado ha salido...».31

En vez de invertir su curso, el declive económico se aceleró y seextendió por todo el planeta. En Estados Unidos, la producción indus-trial bajó a menos de la mitad del nivel de 1929, y el desempleo se .situóen el 16 por ciento. Los comentarios comenzaron a traslucir el pánico:a mediados de año, los periódicos hablaban ya de «la Gran Depresión».32

Fisher confesó que «el suceso económico más importante de la vida de

todos nosotros» sería «un enigma» durante varios años.33 Ni Keynes niél habían sabido verlo, pero además Fisher había perdido su credibilidadpública.

Keynes y Fisher pasaron la primera semana de julio de 1931 en los ári-dos parajes del Medio Oeste. La Universidad de Chicago había convo-cado a una veintena de expertos en finanzas para debatir la respuesta delgobierno a lo que ya se conocía como Gran Depresión. Keynes elogióa la administración por recortar impuestos y poner en marcha una seriede proyectos de construcción, entre ellos el de la presa Hoover. Asimis-mo, alabó a la Reserva Federal por mantener los tipos de interés en unnivel excepcionalmente bajo con el fin de evitar una deflación. «La de-presión debe combatirse elevando los precios y no rebajándolos», decla-ró a los periodistas.34 Seguía convencido de que unos tipos de interésbajos bastarían para acabar con la recesión, pero reconocía que en unasituación que nadie había sabido prever era prudente, desde el punto devista económico y desde el político, no poner todos los huevos en lamisma cesta y «atacar el problema desde un frente amplio, aplicando ala vez todas las soluciones posibles».35

Por su parte, Keynes presidió una mesa redonda que abordó la si-guiente cuestión: «¿Es posible que los gobiernos y los bancos centralestomen medidas para paliar el desempleo?».36 Los profesores de econo-mía de la Universidad de Chicago, a pesar de tener, como era habitualen el Medio Oeste, una visión conservadora de la fiscalidad, defendíanla política de Hoover de ampliar el gasto público y facilitar el acceso alcrédito. Keynes no era el único que consideraba que el descenso de lademanda —la capacidad de gasto de los hogares y las empresas— podíacausar una recesión, y que por lo tanto el gobierno tenía que intentarreactivarla. De hecho, los profesores de Chicago veían incluso con másentusiasmo que él el programa de obras públicas de Hoover y el pro-yecto de facilitar el crédito a las empresas. Keynes no confiaba tanto enla capacidad organizativa del funcionariado estadounidense, comparadocon el británico.

A su regreso a Londres, Keynes cedió su nombre a un estudio en-cargado por el gobierno laborista, el «Informe de la Comisión de Finan-zas e Industria», elaborado por lord Hugh Macmillan, en el que se pro-

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ponía que el Reino Unido, Estados Unidos y Francia intentaran ampliarel crédito mediante diversas medidas conjuntas, entre ellas la cancela-ción de las deudas de guerra, la emisión de empréstitos de emergenciay la eliminación de las trabas al comercio. El intento oficial de restaurarla confianza en la libra mediante un recorte del gasto de 70 millones yun aumento de los impuestos de otros 70 millones no sirvió de nadaEn agosto de 1931, el gobierno laborista estaba dividido respecto alasmedidas propuestas por el Consejo Asesor de Economía, y Ramsay Mac-Donald había dimitido del cargo de primer ministro. Unas semanasdespués, el hundimiento del mayor banco austríaco, el Kreditanstaltdesencadenó una crisis financiera en todo el continente y una cancela-ción masiva de las cuentas londinenses a nombre de inversores europeos.La reacción del Banco de Inglaterra fue subir el tipo de descuento al 6por ciento, más del doble de su nivel anterior.

El 21 de septiembre, Gran Bretaña adoptó por fin la medida queKeynes y Fisher llevaban tiempo propugnando: devaluar la libra en un30 por ciento y suspender los pagos en oro. En la primera mitad de1932, en vez de mantener el tipo de interés en el nivel del mes de sep-tiembre para evitar más retiradas de oro y de divisas sólidas y proteger elvalor de la libra —una medida que habría desencadenado otra oleadade recortes de inversión y de empleo—, el Banco de Inglaterra lo reba-jó del 6 al 2 por ciento.37 Fisher escribió un telegrama al primer minis-tro MacDonald, felicitándolo por «abandonar el patrón oro» y asegu-rando que esa decisión no era «nada de lo que deba avergonzarse».38

Keynes empezaba a estar más animado. En octubre, después de ha-ber ido a ver una película con Duncan Grant,Vanessa Bell escribió a suhermana Virginia Woolf:

De repente Maynard apareció en la pantalla en un tamaño enorme[...] deslumhrado por los focos y hablando nerviosamente y diciendo almundo que todo saldría bien. El destino había salvado a Inglaterra de unasituación desesperada, la libra no se hundiría, los precios no subirían de-masiado, el comercio se recuperaría, no había nada que temer. Con estetiempo tan bonito, resulta casi creíble.39

No- obstante, el gobierno laborista llegaba tarde. En las eleccionesgenerales de octubre, conservadores y liberales recuperaron posiciones.

Ramsay MacDonald conservó el puesto de primer ministro, pero losconservadores volvían a controlar la política económica interior.

A sus sesenta y cinco años, a pesar de su avanzada edad, su maltrechareputación y sus dificultades financieras, Fisher reaccionó con energíaante el desastre económico. En 1932 publicó muchísimos artículos, tan-to en la prensa general como en la especializada. Bombardeó con reco-mendaciones al gobierno de Hoover y a la Reserva Federal, y animó aotros economistas a hacer lo mismo. Entre otras cosas, se había propues-to convencer al presidente Hoover de que Estados Unidos debía aban-donar el patrón oro, si no de iure por lo menos defacto, y de que la Re-serva Federal no tenía que preocuparse por el descenso del valor decambio del dólar. También se reunió con los funcionarios de la ReservaFederal para pedirles que introdujeran un programa de compra de obli-gaciones bancarias y del sector público con el fin de inyectar efectivoen el sistema bancario. Para su frustración, «los chicos de la ReservaFederal pensaron que sería "más prudente" esperar —se quejó más tardeFisher—. En mi opinión, esta espera ha costado al país una buena partede la depresión».40

En enero de 1932, Fisher asistió a una segunda reunión con exper-tos financieros en la Universidad de Chicago. Esta vez organizó el envíode un telegrama colectivo al presidente, aconsejándole que autorizaseuna subida del presupuesto federal, que introdujera efectivo en el mal-trecho sistema bancario, que recortase los aranceles y que cancelara lasdeudas de otros países aliados. Treinta y dos eminentes economistas delas universidades de Chicago,Wisconsin y Harvard firmaron la petición,en la que Fisher señalaba que Suecia, Japón y Gran Bretaña empezabana recuperarse tras haber abandonado el patrón oro el año anterior. Elnúmero de signatarios es indicativo del grado en que se habían exten-dido las opiniones de Fisher y Keynes sobre la crisis, entre ellas la ideade que esta tenía una dimensión planetaria y unas causas financieras y laidea de que para solucionarla era necesario adoptar medidas monetariasconjuntas. No obstante, esta visión seguía siendo minoritaria. Ese mismomes, dos profesores de Harvard, Harry Dexter White y Lauchlin Currie,publicaron un manifiesto similar, en el que calificaban la depresión de«desastre internacional» e insistían en que el gobierno no podía limitar-

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se a prestar ayuda a las víctimas y debía tratar de evitar el empeoramien-to de la situación:

Con el problema de las indemnizaciones de guerra, la penuria eco-nómica en toda Europa, la mala distribución de las reservas de oro, lapérdida de confianza en los bancos, el aumento de las trabas al comercioy los conflictos de España, la India y China, las perspectivas de una recu-peración en el futuro próximo no son nada halagüeñas. [...] En vista dela incapacidad del gobierno para adoptar alguna medida que no sea me-ramente paliativa, la responsabilidad de recomendar un curso de acciónque acelere la llegada de la recuperación recae en el economista.

Los disidentes de Harvard, además de exigir un programa impor-tante de gasto público, aludieron desdeñosamente a «los economistasque piensan que no es posible frenar el curso de la depresión y quecreen que los cambios políticos y económicos están fuera del controlhumano».41 Por lo visto, todo el profesorado de Harvard era de estaopinión. El tercer firmante del manifiesto era un profesor auxiliar délauniversidad.

En 1932, cuando empezaban a ser evidentes la gravedad de la depresióny su alcance mundial, Herbert Hoover estaba a punto de convertirse en«el hombre más odiado de Estados Unidos». Asediado por consejoscontradictorios, el presidente adoptó una serie de medidas incoherentespara combatir el creciente desempleo. Criticado por recortar impuestosy elevar el gasto mientras el déficit presupuestario no paraba de aumen-tar, Hoover decidió adoptar la línea contraria, subiendo los impuestos yrecortando el gasto público. Banqueros, empresarios y toda la comuni-dad de expertos en economía se negaron a apoyar una solución tanpoco convencional. Tras una reunión con un subsecretario del Tesoro,Fisher escribió a Maggie: «¡Le he dicho que Hoover y él deberían optarpor una sola línea y seguirla sin apartarse de ella!».42

De hecho, no había consenso sobre las acciones que debería adop-tar el gobierno. Ante el descenso de los precios, de la producción y delos ingresos fiscales, la reacción de la. mayoría de los gobiernos fue tratarde equilibrar el presupuesto. El aumento impositivo y el recorte del

gasto provocó un empeoramiento de la depresión y desencadenó másbajadas de precios. Los pánicos bancarios ocasionaron importantes deu-das oficiales. Según ha señalado el historiador Harold James, las medidasgubernamentales, especialmente en Washington, contribuyeron a ex-tender la deflación y la depresión y a que la Gran Depresión tuviera unalcance mundial.

Enseguida se derrumbó cualquier esperanza de que 1932 pudieraser como 1923, cuando la economía estadounidense había conseguidorecobrarse tras la intensa recesión de 1920-1921. Esta vez la economíano se recuperó, sino que su declive se aceleró. En 1933, las acciones sevendían por una quinta parte de su valor de 1929, y los precios de ven-ta al por menor habían caído en un 30 por ciento. Por su parte, el pro-ducto y el gasto nacionales se habían reducido en un tercio. El desem-pleo alcazaba la abrumadora cifra del 25 por ciento de la poblaciónactiva. Como era de esperar, el índice de suicidios estaba aumentando.Una de las pocas notas positivas era que, en conjunto, los estadouniden-ses gozaban de mejor salud que antes, vivían más y tenían menos posi-bilidades de morir prematuramente. Por lo visto, la prosperidad de losaños veinte, con todas sus facilidades para el trabajo y el consumo, nohabía sido solo beneficiosa.

En julio de 1933, en la época en que Keynes y el periodista estadouni-dense Walter Lippmann llevaron a cabo la primera emisión de radiotransatlántica en tiempo real, ocupaba la Casa Blanca Franklin DelanoRoosevelt. Para concluir el programa, Lippmann hizo un comentariopensado para ganarse al entrevistado:

Es posible que en el estado actual del conocimiento humano no es-temos capacitados para entender una crisis tan vasta y novedosa. [...] Entodo el mundo no hay ningún profeta que nos ofrezca observaciones quepuedan considerarse suficientemente amplias y oportunas. [...] Esta estambién una crisis del conocimiento humano, y nuestros peores erroresno han surgido de la malevolencia sino de la falta de previsión.43

La mayoría de los historiadores económicos reconocen que, delmismo modo que nadie fue capaz de anticipar la Gran Depresión ba-

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sándose en otras depresiones anteriores, nadie podría haberla predicho apartir de cualquier teoría vigente.44 A posteriori, los estudiosos actualeshan achacado el problema a errores cometidos por la Reserva Federal,al desplome de la confianza y el gasto de consumidores y empresas, y ala oleada de ventas a la baja por parte de inversores asustados. Sin em-bargo, David Fettig, empleado de la delegación de Mineápolis de laReserva Federal, señaló lo siguiente:

Al final, si la Gran Depresión es efectivamente un relato, tiene todaslas trampas de un relato de misterio repleto de sospechosos y difícil deresolver aunque conozcamos el final: como esas historias que leemos re-petidamente y cada vez se nos ocurre una nueva explicación. Por lo me-nos de momento.43

Para las personas con una mentalidad científica, cometer un errorgrave suele ser un estímulo para pensar las cosas de otra manera. A fina-les de 1932, se hizo evidente que la teoría de Keynes y Fisher según lacual la estabilidad de los precios bastaba para asegurar la estabilidad eco-nómica (es decir, el pleno empleo) era incorrecta, o que por lo menospasaba por alto alguna variable crucial. Además, no explicaba de formasatisfactoria la magnitud del derrumbe económico del período 1929-1933.Y a falta de una teoría que explicase correctamente la crisis, nin-gún gobierno podría adoptar medidas decididas y coherentes. Por eso,los dos economistas se propusieron revisar sus hipótesis y buscar losfactores que podían haber obviado o malinterpretado.

Fisher llegó a la conclusión de que la variable que faltaba era ladeuda. Al principio propuso una nueva teoría que explicaba la magni-tud del derrumbe económico» y en un congreso de economistas enNueva Orleans señaló, los peligros de la combinación entre un excesode deuda y una deflación rápida. «La sobreinversión y la sobreespecula-ción suelen ser importantes, pero tendrían resultados menos graves si nose llevaran a cabo con dinero procedente de créditos», aseguró.46 Lascifras de la deuda pública y privada habían subido vertiginosamentedesde la Primera Guerra Mundial, no solo en Estados Unidos sino entodo el mundo.47 Las familias estadounidenses habían pedido préstamospara comprar coches, electrodomésticos y casas, mientras que los go-biernos europeos aún debían enormes sumas de la guerra.

Tras el primer derrumbe de las cotizaciones bursátiles se tambaleóla confianza de familias, empresas y bancos, que se apresuraron a liqui-dar sus deudas y a equilibrar sus cuentas. El resultado fue una oleada deventas forzadas —«la gente no vendía porque el precio alcanzara el nivelesperado, como sucede en una situación normal, sino porque bajabatanto que se asustaban»—48 y una caída aún mayor de las cotizacionesbursátiles, lo que a su vez ocasionó una contracción de los depósitosbancarios. El dinero en circulación se redujo, y los precios fueron bajan-do cada vez más.

En un principio, la deflación, entendida como una bajada del nivelglobal de precios, debería haber comportado un aumento de los ingre-sos reales, ya que incrementaría el poder adquisitivo del salario nominal.Es decir, cuando los precios de todos los productos, desde la gasolina alos zapatos, empiezan a caer en picado, se pueden comprar más cosascon un mismo sueldo. En The Purchasing Power ofMoney, su trabajo de1911, Fisher había demostrado que el descenso de los precios tambiénpodía reducir los ingresos. El valor real de un préstamo de 1.000 dólareses de 1.000 dólares divididos por el nivel de precios medio. Si los pre-cios bajan, el valor real de la deuda aumenta, lo que empobrece a losdeudores y enriquece a los acreedores. A esto le sigue un segundo efec-to derivado de la redistribución de los ingresos, que pasan de deudoresa acreedores. Los deudores tienden a gastar más que los acreedores y aahorrar una proporción menor de sus ingresos (uno de los motivos deque hayan recurrido a préstamos). Así, sus gastos se reducen más de lo queaumentan los de los acreedores.

Según Fisher, si todo el mundo estuviera esperando una próximabajada importante de los precios, las empresas serían reacias a solicitarcréditos bancarios para instalar nuevas plantas o equipamientos, ya quemás tarde tendrían que devolver el importe en dólares que habríanaumentado de valor. Como sus planes de inversión se recortarían drás-ticamente, su gasto se reduciría, al igual que los ingresos de los obrerosy de los productores de bienes de equipo. Al reducirse los ingresos, ba-jarían la demanda de crédito y el tipo de interés nominal. Ahora bien, eldescenso del tipo de interés nominal sería menos intenso que el delnivel de precios, de modo que el tipo de interés real subiría. En amboscasos, un descenso de los precios comportaría una bajada de la produc-ción y un aumento del desempleo.

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LA GRAN BÚSQUEDA

Lo que Fisher trataba de demostrar era que, en realidad, el'intentode las empresas de librarse de las deudas provocaba un aumento de ladeuda real, una muestra clarísima de que una suma de acciones benefi-ciosas para un individuo concreto podía ser perjudicial en conjuntoHasta las empresas sin deudas tendrían problemas, porque los preciosque podrían aplicar a sus productos bajarían más deprisa que los costesde la mano de obra y de las materias primas. Inevitablemente, la reduc-ción de los beneficios daría lugar a despidos y recortes de producciónSegún Fisher, una medida racional de ciudadanos y bancos, que recor-tarían sus deudas para solucionar sus problemas, tendría el efecto per-verso de empeorar la situación general.

Por otra parte, Fisher había llegado a la conclusión de que la causainmediata de la crisis era «el hundimiento del sistema crediticio bajo elpeso de las deudas».49 Entre 1929 y 1933, tres pánicos bancarios se lle-varon por delante miles de millones de dólares, en forma de empresas,explotaciones agrícolas o activos personales; la cifra equivalía a un terciode la masa monetaria de la nación. Sin embargo, en el otoño de 1931 laReserva Federal empezó a elevar los tipos de interés y no hizo nadapara proteger el sistema bancario, basándose en que la desaparición delos bancos poco eficaces ayudaría a la recuperación económica. Fisherachacó la situación a las prolongadas deudas de guerra, la Ley Arancela-ria de Smoot-Hawley y la ausencia de una dirección fuerte en la Re-serva Federal. Benjamín Strong, que cuando era director del Banco dela Reserva Federal de Nueva York había tenido una gran influencia en laReserva, conocía muy bien el sistema financiero y tenía amistad con eldirector del Banco de Inglaterra. Pero Benjamín Strong había muertoa finales de 1928, y Fisher estaba convencido de que, tras su ausencia,el banco central estadounidense, que hasta entonces había funciona-do relativamente bien, había quedado sin una dirección fuerte y habíaperdido su credibilidad al otro lado del océanojusto cuando más nece-sitaba ambas cosas. En una entrevista, declaró: «El efecto de la crisiseconómica se podría haber mingado "al menos en un 90 por ciento" silos bancos de la Reserva Federal hubieran seguido la política de estabi-lización de Benjamín Strong, el antiguo gobernador del Banco de Nue-va York».5*1

Pese a todo, Fisher no dejó de confiar en que una mejor compren-sión del fenómeno ayudaría a prevenir o reducir las depresiones:

EL PROBLEMA DE LA BATERÍA

La principal conclusión de este libro es que las depresiones, engran medida, se pueden prevenir, y que su prevención requiere una po-lítica decidida en la que tiene un importante papel el sistema de la Re-serva Federal. Hay que buscar sin dilación medidas que puedan liberaral mundo de los innecesarios padecimientos que ha experimentado des-de 1929.51

A juzgar por los titulares de prensa de comienzos de 1930,1a sabi-duría popular veía la economía desde un prisma religioso: las recesioneseran el castigo de antiguos pecados. Cuando la etapa de prosperidadduraba mucho, empresas y ciudadanos dejaban de ser prudentes y em-pezaban a portarse mal. Las recesiones —es decir, los períodos en losque la producción, el empleo y las rentas se contraían en vez de expan-dirse— se producían cuando las familias y las empresas privadas se olvi-daban de sus excesos anteriores, dejaban de invertir alegremente y volvíana controlar su comportamiento. Desde este punto de vista, una rece-sión era un correctivo desagradable pero necesario, como el programade desintoxicación de un alcohólico. Cuando se producía una, el go-bierno tenía que intentar conservar la confianza de empresas y consu-midores, equilibrando el presupuesto y procurando no incurrir en unapolítica monetaria demasiado flexible. Esta fue, evidentemente, la basede la campaña de Franklin Delano Roosevelt.

El gabinete estratégico de Roosevelt estaba formado por variosprofesores de la Universidad de Columbia, entre ellos Adolph Berle,catedrático de derecho y especialista en gestión empresarial; RexfordTugwell, experto en economía agrícola, y Marriner Eccles, un banque-ro millonario de la Costa Oeste. Los asesores de Roosevelt desconfia-ban de los laboristas británicos y de radicales como Keynes o Fisher, alos que consideraban unos inflacionistas casi tan peligrosos como Wil-liam Jennings Bryan y los partidarios del patrón plata de la década de1890. Esta visión era un poco distorsionada. De hecho, lo que queríanFisher y Keynes era que el Tesoro y el banco central se olvidaran de laparidad en oro y se fijaran más en el nivel general de los precios; es de-cir, querían que las autoridades monetarias de las economías más im-portantes facilitaran la depreciación del tipo de cambio exterior paraevitar la deflación de los precios interiores. Para los estrategas de Roo-sevelt, en cambio, esta distinción no era importante. «Creíamos en una

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moneda fuerte»,52 aseguró Tugwell. A su manera, la visión monetaria delos asesores de Roosevelt era tan conservadora y tan dependiente de laopinión del Tesoro como la del Partido Laborista británico.

David Kennedy describió el cerebro de Roosevelt como «una tiendade curiosidades a la que constantemente llegaban nuevos artículos inte-lectuales [...] estaba abierto a todo tipo de impresiones, datos, teorías,soluciones y personalidades, [...] sobre todo a las ideas de los partidariosde la herejía monetaria y los defensores de la inflación, como el cate-drático deYale Irving Fisher».53 Según Tugwell: «Al parecer, las antiguaspropuestas sobre el abaratamiento del crédito seguían en pie, y surgíanotras muchas nuevas. El gobernador [Roosevelt] quería estar al tanto detodas. Nosotros nos encogíamos de hombros y le conseguíamos la in-formación».54

La inflación tenía un interés político. Dos tercios de los miembrosdel Partido Demócrata eran granjeros del sur y el oeste de Estados Uni-dos, preocupados por las deudas y por el declive de los precios agrariosy hostiles al oro. Por otro lado, el temor que sentían banqueros y em-presarios ante las perspectivas de inflación no era de extrañar en un añoen que el nivel medio de los precios había bajado en más del 10 porciento y un tercio de los bancos del país habían incurrido en impagos.Estaba aún muy cerca el recuerdo de las temibles inflaciones de los añosde la Primera Guerra Mundial y posteriores, así como de las deflacionesque se habían sucedido más tarde. Roosevelt era especialmente reacio arecurrir a la ayuda internacional para combatir la depresión económica.

Sus asesores de economía, poco habituados a pensar como científi-cos, no acababan de entender la idea de que un trastorno importantepuede tener una causa banal. Tendían más bien a atribuir la depresión alos típicos males del mundo democrático: la desigualdad de ingresos, losmonopolios, y también, coincidiendo con Fisher, la Ley Arancelaria deSmoot-Hawley. El propio Roosevelt se interesó por las teorías de lasobreproducción y el subconsumo, que atribuían la depresión o bien alexceso de riqueza o bien al exceso de pobreza. En un discurso pronun-ciado en mayo de 1932 en la Universidad Oglethorpe de Atlanta, elcandidato denostó la «incoherencia» y el «derroche descomunal» de laeconomía estadounidense, además de la «repetición superflua de las ins-talaciones productivas», y reclamó que se pensara «menos en el produc-tor y más en el consumidor». Además, predijo que la economía estadou-

EL PROBLEMA DE LA BATERÍA

nidense se acercaba a su límite y aseguró que «en el futuro la estructurafísica de nuestra economía no se expandirá al ritmo en que lo ha hecho

en el pasado».55

Según David Kennedy, el discurso pronunciado el 23 de septiem-K de 1932 en el Commonwealth Club de San Francisco refleja el «eclec-ticismo y la fluidez» de las opiniones de Roosevelt:

Un mero constructor de nuevas plantas industriales, un creador denuevas estructuras ferroviarias, un organizador de nuevas corporacionespueden ser tanto un peligro como una ayuda. Los días del gran promotoro del gigante financiero, al que se le concede todo siempre que construya ourbanice, han terminado.

Por extraño que parezca, en un momento en que un tercio del paíspasaba privaciones, Roosevelt echaba la culpa de la depresión económi-ca al exceso de producción y no a su defecto:

Es la tarea sobria y menos espectacular de administrar los recursos einstalaciones ya existentes, de intentar recuperar el mercado extranjeropara nuestra producción exceden taria. de resolver el problema del sub-consumo, de ajustar la producción al consumo, de distribuir más equitati-vamente la riqueza y los productos/1

Naturalmente, los asesores de Roosevek tenían sus propias pro-puestas. Berle, por ejemplo, sostenía que la crisis económica había crea-do una ocasión única de poner en marcha reformas sociales importan-tes. Kennedy ha señalado que el programa de recuperación económicaen el que se basó la campaña de Roosewk -era difícil de distinguirde muchas de las medidas que Hoover ya había adoptado, aunque fuera demala gana: ayudas a la agricultura, promoción de la cooperación indus-trial [fijación de precios], préstamos a las empresas, apoyo a los bancos yequilibrio del presupuesto»/" El primer proyecto de ley presupuestariaque Roosevelt presentó al Congreso introducía muchos nías recortesen el gasto federal de los que se atrevió a proponer Hoover,

Tanto Keynes como Fisher consideraban que el hecho de situar lasreformas de bienestar social por delante de la estabilización de la eco-nomía era erróneo y peligroso. Unas semanas antes de que Roosevelt

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pronunciara su discurso inaugural, Keynes le escribió aconsejándole queno mezclase las reformas a largo plazo con el programa de recuperacióny defendiendo la realización de «operaciones de mercado abierto» parareducir el tipo de interés a largo plazo.58 Fisher instó a Roosevelt a queel día de la toma de posesión anunciase la retirada del patrón oro, argu-yendo que dicha medida «invertirá la deflación de un día para otro ynos llevará hacia nuevas cimas de prosperidad».59 A finales de 1933, Key-nes publicó en el New York Times una carta abierta al presidente en laque reiteraba esta propuesta. «Incluso una reforma necesaria y meditadapuede [...] frenar y complicar la recuperación. Porque alterará la con-fianza del mundo empresarial y debilitará su motivación para actuar.»60

Fisher compartía las reservas de Keynes sobre el New Deal:

Es una combinación extraña. Soy contrario a limitar el hectareaje yla producción pero muy favorable a la reflación. Al parecer, Rooseveltpiensa algo similar al respecto... ¡solo son dos formas de elevar los pre-cios! Sin embargo, una altera la unidad monetaria y la devuelve a la nor-malidad, mientras que la otra trae escasez de alimentos y de prendas devestir cuando hay tanta gente pasando hambre y frío.61

El único punto en que Roosevelt se desvió de la línea de Hooverera especialmente importante: el abandono del patrón oro. Keynes y Fis-her venían redamando esta medida de una forma u otra desde el cracde 1929. En la práctica, el abandono del patrón oro implicaba que laReserva Federal no podía elevar los tipos de interés para evitar un des-censo del valor de cambio del dólar respecto a la libra y otras divisas.Los primeros beneficiarios serían los agricultores y los mineros, ya queel abaratamiento del dólar volvería sus productos más competitivos fue-ra del país, y los segundos, los negocios y las familias que habían recu-rrido al crédito para comprar viviendas o efectuar mejoras de capital.

El 19 de abril de 1933, cuando Roosevelt anunció que EstadosUnidos abandonaba el patrón oro, Keynes lo elogió por su «espléndidoacierto». Fisher, nuevamente esperanzado, escribió a Maggie: «Ahoraestoy seguro, en la medida en que se puede estar seguro de algo, de quesaldremos rápidamente de esta depresión».'0 Esta vez, sus previsionesestuvieron acertadas: la economía estadounidense tocó fondo menos deun mes después de la toma de posesión de Roosevelt, señalando el co-

mienzo de una recuperación. Lo que no se cumplió fue la esperanza deFisher de restablecer su situación financiera personal.Tener que mendi-gar dinero a su cuñada fue la menor de las humillaciones por las quetuvo que pasar. Si la Universidad de Yale no hubiera comprado su man-sión de New Haven para dejarle vivir en ella sin tener que pagar alqui-ler, se habría quedado en la calle. Su casa de veraneo fue a parar a Caro-line Hazard, que en su testamento le perdonó el resto de la deuda. Sinpoder cobrar dividendos, Fisher contaba solamente con su sueldo dedirector para mantenerse.

El primer encuentro cara a cara entre Keynes y Roosevelt se produjo alas cinco y cuarto de la tarde del 28 de mayo de 1934. Después de man-tener largas reuniones con miembros del gabinete, estrategas, burócratasy demás funcionarios, Keynes obtuvo por fin permiso para hablar du-rante una hora con el presidente. Más tarde contó a Félix Frankfurter,asesor de Roosevelt, cuál había sido su consejo para el presidente: lehabía dicho que si el gobierno aumentaba los gastos federales destina-dos a la reactivación de la economía, que eran de 300 millones al mes, a400 millones de dólares mensuales, el país podría recuperarse satisfacto-riamente.63 Por su parte, el presidente dijo haber disfrutado de «unamagnífica charla con Keynes, el cual me ha caído muy bien», pero sequejó de que hablaba «como un matemático».64 Al día siguiente, el NewYork Times publicó otra carta abierta al presidente, en la que Keyneselogiaba el New Deal y reclamaba un gasto basado en el déficit equiva-lente al 8 por ciento del PIB. Según él, la medida permitiría

aumentar directa o indirectamente la renta nacional en al menos tres ocuatro veces este importe. [...] Mucha gente subestima los efectos de ungasto de emergencia determinado porque no tiene en cuenta el factormultiplicador, es decir, el efecto acumulativo de este aumento en las ren-tas individuales, ya que el gasto que se hace con estas rentas mejora las deun nuevo grupo de receptores, y así sucesivamente.65

Un día después, Keynes asistió a una cena en la Nueva Escuela deInvestigación Social neoyorquina en la que también estaban Fisher ySchumpeter.66 En su intervención introdujo su teoría sobre el gasto en

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obras públicas basado en el déficit, y también la noción de que el efectoacumulado de un dólar de gasto sumaba mucho más que un solo dólar.Mientras Fisher seguía convencido de que la Gran Depresión era elresultado de una serie de errores financieros y pensaba que «de todas lasmedidas intentadas, las políticas monetarias han sido las que más éxitohan tenido» y que «la única recuperación rápida y segura vendrá de lasmedidas financieras», Keynes sufría una notoria crisis de fe en lo querespecta a la potencia de los estímulos monetarios.67 Fisher escuchó laintervención de Keynes en atónito silencio. «Su charla fue interesante,pero para mí, y creo que para todos los demás, bastante oscura y pococonvincente —escribió más tarde a Maggie—. Se le daba muy bienresponder preguntas y objeciones, pero era como si no llegara a ningu-na conclusión.»68

A medida que la Gran Depresión se prolongaba, la confianza deKeynes en la efectividad de las políticas monetarias iba decayendo. Cuan-do se publicó el Tratado sobre el dinero, ya estaba esbozando una nuevateoría sobre las causas del desempleo. Los primeros que la escucha-ron fueron los estudiantes de Cambridge. La base de esta nueva teo-ría, como escribió Keynes en un artículo para la American EconomicReview en diciembre de 1933, era la siguiente: «Como hemos vistorecientemente, cuando ni controlar el comportamiento del interés acorto plazo ni controlar su comportamiento a largo plazo surte efec-to, pueden surgir determinadas circunstancias que conllevan la nece-sidad de adoptar medidas públicas para estimular directamente la in-versión».69

En una depresión grave, los precios descendían con más rapidezque los tipos de interés. Por eso mismo, la reducción de los tipos nomi-nales no impedía el ascenso de los reales. Cuando el tipo nominal llega-ba a cero, la única solución era que el banco central abaratase el créditoo suavizara la carga de deuda para acabar con la depresión, pero ellotenía consecuencias políticas incalculables: era lo que Keynes denomi-naba «la trampa de la liquidez». Como había señalado en cierta ocasión:«La incapacidad de bajar del tipo de interés ha derribado imperios».70

Cuando las medidas monetarias resultaban inútiles, la única opción parareactivar la demanda era poner dinero en manos de quienes pudierangastarlo.

Todas las lecciones del pasado han resultado o bien irrelevantes obien notoriamente perjudiciales. No solo no hemos conseguido entenderel orden económico en el que vivimos, sino que lo hemos malinterpreta-do hasta el punto de adoptar prácticas que redundan contra nosotros, demanera que nos vemos tentados a curar los males recurriendo a más des-trucción en forma de revolución.71

Keynes terminó el primer borrador de la Teoría general del empleo,el interés y el dinero en 1934, a su vuelta de Estados Unidos, y a princi-pios de 1935 empezó a difundir el manuscrito. En una carta a GeorgeBernard Shaw, dijo que creía estar escribiendo «un libro de teoría eco-nómica que revolucionará en gran medida (creo que no de un día paraotro, pero sí en el curso de los próximos diez años) la forma en que elmundo ve los problemas económicos».72

La principal novedad de la Teoría general radicaba en la idea de quelas políticas monetarias no surtían efecto en las depresiones extremas.Los economistas que se basaban en modelos clásicos eran como

geómetras euclidianos en un mundo no euclidiano, que, tras darse cuentade que a menudo las líneas rectas teóricamente paralelas coinciden en lapráctica, tratan de evitar inoportunas colisiones criticando las líneas porsu incapacidad para mantenerse rectas. La verdadera solución, en cambio,consiste en olvidarse del axioma de las paralelas y elaborar una geometríano euclidiana. Algo parecido se necesita hoy en la economía.

La novedad de la propuesta de Keynes no siempre ha sido bienentendida. Lo novedoso no era la idea de que la administración debagastar más en las épocas duras o incurrir en gastos deficitarios cuando laeconomía está más paralizada, ya que, antes que él,BeatriceWebb,Wins-ton Churchill y Herbert Hoover habían defendido las bondades delgasto deficitario. Tampoco lo era decir que un comportamiento pru-dente por parte de un particular puede ser perjudicial si todo el mundoactúa del mismo modo. Y la novedad tampoco estaba en la aserciónclásica de que la oferta excedentaria o la demanda insuficiente de manode obra se pueden paliar bajando los sueldos o los tipos de interés:

Como muchos de nosotros nos hemos visto obligados a aceptar porla propia lógica de las cosas, la economía del sistema considerado en su

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conjunto difiere profundamente de la economía del individuo; es decir, loque es un comportamiento económicamente prudente cuando lo lleva acabo una persona concreta puede ser suicida si la adopta toda la pobla-ción en conjunto. La renta del país no es más que la contrapartida delgasto. Si todos limitamos nuestros gastos, el resultado será que limitaremosnuestras rentas, lo que a su vez irá seguido de una mayor restricción en losgastos.73

Como ha señalado el economista Herbert Stein, la pregunta queplanteaba Keynes era muy diferente a la que plantearon Hayek o Schum-peter. Al explicar las depresiones a partir de las anteriores etapas de bo-nanza, los austríacos intentaron describir cómo se había llegado a aquelpunto de la economía. Keynes no estaba tan interesado en la génesis deldeclive económico como en algo más sencillo: explicar por qué se man-tenían el desempleo elevado y la reducción de la capacidad productivaen una economía de mercado libre sin trabas para la competencia.

No se trataba solamente de que el desempleo debiera ser pasajerode acuerdo con las teorías habituales, sino que casi siempre lo habíasido. Según la metáfora de la máquina hidráulica planteada por Fisher,ysegún los modelos económicos de Marx, Marshall o Schumpeter, «im-pactos» como los de una mala cosecha, una guerra, una huelga, una in-novación tecnológica o cualquier otra situación podían producir undesequilibrio provisional entre la oferta y la demanda, y si este desequi-librio era suficientemente importante en relación con el tamaño de laeconomía, podía causar desempleo. Ahora bien, en este caso, la compe-tencia entre los trabajadores y entre las entidades crediticias induciríauna bajada de las tasas de pago y de interés hasta que volviera a ser ren-table invertir y contratar.

La ley de Say, según la cual la oferta crea su propia demanda, ya seconsideraba obsoleta a mediados del siglo xix . Basada en un hechoobvio como es que cada compra genera un ingreso equivalente, estaley presupone que la única razón de obtener ingresos es tener la capa-cidad de gastarlos. Ahora bien, el ahorro puede ser otra motivaciónimportante, y de hecho, incluso en la época victoriana, el ahorro delas familias de clase trabajadora era considerable. En cuanto se aceptóque era posible gastar menos de lo que se gana, la ley de Say dejó deser válida.

Según Skidelsky, la aportación de Keynes radica básicamente enque dejó de fijarse en el equilibrio medio del mercado y postuló queunos flujos monetarios (como la renta) determinaban otros (como elconsumo). Para Schumpeter, este planteamiento sería inaceptable, por-que niega el equilibrio entre la oferta y la demanda. La radical novedadde la Teoría general keynesiana estaba en demostrar la posibilidad de queen una economía de mercado libre pudiera haber largos períodos detiempo en los q u e máquinas y trabajadores estuvieran inactivos. Es de-cir, aceptaba la posibilidad de que hubiera ciertas depresiones, distin-tas de las habituales, que no terminasen por sí mismas con el tiempo, aconsecuencia de un descenso de los precios y los tipos de interés, e in-cluso que las economías de mercado libre tendieran naturalmente alestancamiento, aunque se pudiera contar con las maquinarias y trabaja-dores inactivos. En este tipo de depresiones, las medidas monetarias noservirían como estímulo para movilizar los flujos de crédito, porque lasempresas no se animarían a pedir préstamos ni siquiera con un tipo deinterés del 0 p o r ciento, porque los precios seguirían cayendo y no ha-bría razones para prever una recuperación de la demanda. La única for-ma de reactivar la confianza empresarial y conseguir que el sector pri-vado volviera a gastar sería recortar los impuestos y permitir queempresas y particulares ahorraran una porción mayor de sus ingresos.O mejor aún, dejar que fuera sobre todo el Estado el que gastara, ya queasí se garantizaría que el cien por cien del gasto tendría utilidad. Si elsector privado no quería o no podía gastar, tendría que hacerlo el Esta-do. Para Keynes, el Estado tenía que estar preparado para actuar comoagente de gasto de último recurso, del mismo modo que el banco cen-tral actuaba como entidad crediticia de último recurso.

James Tobin ha señalado que Fisher estuvo a punto de sentar lasbases de una teoría general en La teoría del interés, su libro de 1930. Fis-her tenía su propia visión sobre la inversión y los ahorros, y tambiénsobre la forma en que la producción y los precios se determinan a cor-to plazo. En 1932, en Booms and Depressions, introdujo el concepto de ladeuda como factor que agravaba las etapas de declive económico. Sinembargo, a diferencia de Keynes, Fisher nunca llegó a combinar todosestos elementos en un único modelo que explicara la forma en que sedeterminaban los tipos de interés, el nivel de precios, los resultados y elempleo.

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Como suele pasar con las nuevas doctrinas, la mayoría de las medi-das preconizadas por Fisher y por Keynes, excepto el abandono delpatrón oro, no cuajaron ni en Estados Unidos ni en el Reino Unido. Encualquier caso, en Inglaterra la situación empezó a mejorar en agosto de1932, cuando la economía inició una lenta expansión. En 1937, la eco-nomía japonesa llevaba media docena de años creciendo. En Alemania,donde el hundimiento económico había sido tan terrible como en Es-tados Unidos, el desempleo prácticamente había desaparecido en 1936.Keynes señaló la paradoja de que la Alemania nazi y la Italia fascistaconsiguieran el pleno empleo a base de incurrir en un gasto deficitariomasivo, rechazando la deuda exterior y dejando que sus monedas sedepreciaran. Lo mismo sucedió en el Japón imperial. Evidentemente, elobjetivo de estos gobiernos era entrar en guerra y cancelar sus deudasexplotando a sus víctimas.

En Estados Unidos, sin embargo, la depresión volvió a manifestarsecon claridad en 1937; en gran parte, según parece, por los errores de laadministración, y especialmente de la Reserva Federal En 1936, des-pués de tres años de recuperación económica, Roosevelt elevó los im-puestos y redujo los gastos de algunos programas del New Deal, comola Administración para el Progreso del Empleo. Un pago único para losveteranos de la Primera Guerra Mundial, concedido en junio de 1936,aumentó fugazmente el déficit federal, pero poco después el gasto fede-ral volvió a caer. Entretanto, la Ley de Seguridad Social de 1935 creóun impuesto sobre las nóminas que empezó a aplicarse en 1937. Enconjunto, estas dos medidas tardías estuvieron a punto de equilibrar elpresupuesto federal a finales de 1937.

En los primeros momentos de la Depresión, la Reserva Federal nohabía hecho nada para evitar la traumática situación del sistema banca-rio y el mercado de crédito. La Ley de Emergencia Bancaria de 1935 ledio potestad para cambiar los requisitos de las reservas. Entre agosto de1936 y mayo de 1937,1a Reserva Federal, preocupada por el excedentede reservas y la presión inflacionista, dobló repentinamente el valor delas provisiones mínimas. Cuando las reservas exceden tarias bajaron, bajótambién el dinero en circulación. Desde mayo de 1937 hasta junio de1938,1a economía estadounidense se contrajo en un quinto» los resulta-dos industriales cayeron en un tercio y el desempleo, que había llegadoal 10 por ciento, volvió a subir hasta el 13 por ciento. La cifra oficial,

que no tenía en cuenta los contratos temporales en la administración,bajó del 15 a casi el 20 por ciento. La Bolsa también se hundió, con loque Irving Fisher acabó en la ruina total.

Keynes, que había invertido mucho en acciones estadounidensesen 1936 y las había conservado tras el crac de 1937, se resarció con cre-ces de sus pérdidas. Pero la salud le falló: tras sufrir un ataque en suoficina londinense, se le diagnosticó una enfermedad cardíaca poten-cialmente mortal. Keynes decidió abandonar la actividad pública, al pa-recer para siempre. Irving Fisher siguió disertando y publicando, perono llegó a establecer con la administración de Roosevelt los mismosvínculos que había tenido en tiempos de Hoover. Su reputación estabatan maltrecha corno su cartera de valores.

Por su parte, la previsión de Hayek y Schumpeter de que la recupera-ción se podía lograr sin hacer nada no se cumplió, y uno y otro acaba-ron intelectualmente aislados y cada vez más pesimistas ante el decliveeconómico y el extremismo político de Alemania y Austria.

En todo caso, a principios de la década de 1930 nadie, ni en esosdos países ni en ningún otro lugar, podía explicar satisfactoriamente elenorme alcance de la crisis mundial. A falta de una teoría satisfactoria,los economistas ingleses se dividieron en dos bandos: por un lado, ungrupo partidario de la intervención, liderado por Keynes y por el lla-mado Cambridge Circus, en el que estaban varios discípulos suyos co-munistas, como Piero Sraffa, Joan Robinson y Richard Kahn; por otrolado, un grupo de jóvenes «liberales» relacionados con la London Schoolof Economics, encabezados por Lionel Robbins. Este economista detreinta años, que era hijo de minero y mantenía una estrecha relaciónintelectual con expertos del resto de Europa, había estado enViena yhabía tratado mucho al círculo de Ludwig von Mises. Además de con-siderar de forma similar la viabilidad del socialismo, Robbins compartíael pesimismo de Mises respecto a la tendencia hacia la intervenciónestatal, que en Inglaterra y Estados Unidos parecía imparable.

Robbins estaba molesto con el predominio de Cambridge en lateoría económica de su país y consideraba a Keynes, con el que habíamantenido grandes disputas en el Consejo Asesor de Economía de Ram-say MacDonald, un oportunista político y un fraude intelectual. Su ob-

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jetivo era convertir la London School of Economics, fundada y subven-cionada por los fabianos, en la contrapartida liberal del colectivismo deCambridge. Había decidido que Hayek, que por entonces tenía treintay un años y era el protegido de Von Mises, podía ser un aliado, y enenero de 1931 le invitó a dar una serie de conferencias en la LondonSchool of Economics. Robbins tenía muy buena impresión de Hayek,que trabajaba en el instituto vienes de investigación del ciclo económi-co y preparaba una extensa historia de la política monetaria, porque enla primavera de 1929, en contra de las optimistas previsiones de otrosexpertos, había anticipado el derrumbe de la prosperidad estadouni-dense: «La bonanza económica acabará en los próximos meses».74 Segúnprecisó más tarde el propio Hayek, lo que había dicho era que «no ha-bría esperanzas para Europa mientras no bajaran los tipos de interés, yestos no bajarían hasta que acabara la bonanza estadounidense, lo cualpredije que sucedería probablemente en los próximos meses».75

Mises y Hayek habían desarrollado una teoría que atribuía las de-presiones al hecho de que la excesiva creación de dinero y el bajísimonivel de los tipos de interés durante la etapa de bonanza habían provo-cado una pésima asignación de capital; es decir, en palabras de Robbins:«inversiones inadecuadas, impulsadas por unas expectativas erróneas».76

Hayek creía que esta teoría explicaba la Gran Depresión, que según élse debía «a la mala gestión monetaria y a la intervención estatal en unámbito en el que la principal fortaleza del capitalismo estaba minadapor la guerra y por las medidas políticas».77

Si era cierto que la culpa de la recesión estaba en el exceso de in-versión de los años de prosperidad —y no en la escasa inversión de losaños de declive, como argumentaba Keynes—, entonces lo único que senecesitaba era «tiempo para alcanzar una cura permanente mediante ellento procedimiento de adaptar la estructura de la producción»; es decir,solo había que esperar a que la capacidad excedente quedara absorbidao amortizada y volviera a ser necesario invertir. Según Hayek, «la crea-ción de demanda artificial» no ayudaría a revertir la mala asignación delcapital y por lo tanto solo crearía otro brote de inflación y un nuevodeclive, como había sucedido en 1921, cuando Austria había pasado poruna hiperinflación.

Las conferencias de Hayek en la London School of Economics«causaron sensación», según Robbins. «Difíciles y fascinantes a la vez [...]

reflejaban erudición y talento analítico.» William Beveridge, rector de laLondon School of Economics y el hombre al que se atribuye la con-cepción del Estado del bienestar inglés, quedó tan impresionado conaquel austríaco «alto, fuerte y reservado» que le ofreció de inmediatouna cátedra. Hayek había escrito una acida reseña del Tratado sobre eldinero de Keynes y había mantenido un complicado debate con este ycon sus discípulos. Su expresión seria, sus maneras corteses y su actitudreservada, que hacía pensar en alguna aflicción de índole personal, fas-cinaron al público inglés. Su expresión enigmática, su audacia y su ne-gativa a aconsejar medidas fáciles hacían pensar en su primo LudwigWittgenstein. Hayek había logrado defender con argumentos verosími-les la solución propiamente liberal, basada en la idea de que las recesio-nes se curan solas y en la necesidad de fortalecer la moneda, liberar elcomercio y respetar los derechos de propiedad.

La obra que escribió Lionel Robbins en 1934, The Great Depres-sion, aplicaba hábilmente la visión de Hayek a las fases de auge y declivedel período de entreguerras. (Décadas después, en la Autobiography ofanEconomista publicada en 1971, Robbins se desdijo de esta teoría y con-fesó que «le gustaría que cayera en el olvido».)78 Hayek apoyó la campa-ña de Robbins contra las propuestas de Keynes. En 1932, junto conRobbins y otros profesores de la London School of Economics, fue unode los signatarios de un llamamiento a favor de medidas equilibrado-ras del presupuesto.79

La buena estrella de Hayek no duró mucho. En 1935, Beatrice Webb,refiriéndose a «Robbins y compañía» —la «compañía» significaba Ha-yek—, aseguró que «tanto ellos como su credo están desencaminados,sin influencia ni relevancia para la actual situación del mundo».80 Teníarazón. Al año siguiente, cuando se publicó la Teoría general de Keynes, eldebate estaba zanjado y la profesión económica se alineaba claramenteen torno al planteamiento keynesiano, que, según uno de los amigos deHayek, «se ajustaba a los tiempos de deflación y desempleo masivo mu-cho mejor que la idea de moderación monetaria de Hayek».81

Hayek había quedado totalmente eclipsado. Bruce Caldwell, editorde sus obras completas, considera que si Hayek no criticó en la prensa laTeoría general de Keynes fue simplemente porque nadie le propuso escri-bir una reseña. En la bibliografía existente predominan las críticas contralas primeras ideas de Hayek, tanto por parte de sus adversarios como de

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LA GRAN BÚSQUEDA EL PROBLEMA DE LA BATERÍA

sus antiguos defensores y sus aliados políticos. Según Keynes, el libro queHayek publicó en 1931, Precios y producción, era un «embrollo espanto-so»,82 y Milton Friedman se definía como «un gran admirador de Hayek,pero no de su teoría económica».83 La relación entre Hayek y Keynesterminó limitándose a su pasión común por la bibliofilia.

Después de trabajar durante tres temporadas como profesor visitante,Schumpeter se trasladó definitivamente a Harvard en 1932. Sus motivospara dejar Alemania tenían menos que ver con el auge del extremismopolítico (en las elecciones de 1932 los nazis no obtuvieron buenos re-sultados) como con el hecho de no haber conseguido una cátedra enBerlín y con su deseo de huir del matrimonio con Mia Stóckel, su aman-te de muchos años. Alemania había sido para él un lugar de exilio, unpaís que asociaba irrevocablemente a las mayores decepciones y trage-dias de su vida, como la muerte de su querida esposa Annie o la de sumadre.

La publicación del Tratado sobre el dinero de Keynes fue un severorevés. Schumpeter, que había estado escribiendo un trabajo sobre losorígenes monetarios del ciclo económico, quedó convencido de que suproyecto era «inútil». Como dijo a uno de sus estudiantes: «Lo únicoque puedo hacer ahora es tirar a la basura el manuscrito sobre el dine-ro».84 Esta reacción indica que coincidía con las ideas de Keynes y Fis-her y se había dado cuenta de que no podía aportar mucho más; de noser así, probablemente habría agradecido la ocasión de criticar la teoríade Keynes y contraponerla a la suya.

Otro factor que agudizó su ánimo depresivo fue el espectacularhundimiento de la economía alemana a partir del Jueves Negro. Cuan-do los inversores estadounidenses se apresuraron a liquidar sus partici-paciones extranjeras y los comerciantes redujeron drásticamente las im-portaciones de cereales, la producción industrial alemana se redujo enun 40 por ciento y el desempleo no tardó en superar el 30 por ciento.85

En Alemania la depresión económica fue aún más acusada que en Es-tados Unidos; de hecho, más que en cualquier otra economía impor-tante del mundo.

Veinte años atrás, en medio de otra crisis económica mundial,Schumpeter y Keynes habían defendido respuestas similares. Esta vez,

Schumpeter definió su postura por oposición a la de Keynes. En di-ciembre de 1930, en la reunión anual de la Asociación Americana deEconomía, los medios de comunicación destacaron la intervenciónde Schumpeter, en la que sugería que no habí-a ningún remedio contrala situación que fuera asumible políticamente.86 El historiador JosephDorfman ha atribuido esta reacción al «sombrío punto de vista» deSchumpeter, que para muchos estadounidenses era «una interesantecontrapartida al optimismo característico de la tradición inglesa».87

Con el tiempo, la convicción de Schumpeter de que la expansiónmonetaria estaba condenada a fracasar se intensificó. Cuesta un pocoentenderlo, sobre todo si pensamos que en 1931 Schumpeter había elo-giado la decisión japonesa de abandonar el patrón oro. Lo cierto es quesu teoría sobre el ciclo económico se centraba en mayor medida que lade Keynes o la de Fisher en las causas no monetarias, y especialmenteen la influencia de las novedades tecnológicas, en los sectores químico ymecánico, que estaban revolucionando la agricultura. Además, Schum-peter creía que la «destrucción creadora» de empresas e industrias obso-letas era un requisito imprescindible para asegurar el crecimiento pro-longado de la productividad y el nivel de vida. Ahora bien, ¿creía todoesto en 1919? Su extremo fatalismo era una novedad que sorprendió aalgunos de sus amigos y colegas.

Schumpeter colaboró en el proyecto de buscar trabajo a economis-tas judíos que escapaban de las persecuciones de Hitler. Junto con eleconomista estadounidense Wesley Clair Mitchell, creó «un comité quese ocupará de los científicos alemanes a los que el actual gobierno estádejando sin cátedra por su raza o su fe hebrea». En una carta escritapoco después de que Hitler se estrenara como canciller del gobierno decoalición alemán, en marzo de 1933, pero antes de que comenzara ladictadura nazi, Schumpeter manifestaba sus sentimientos de desánimo yaislamiento:

Para evitar lo que sería un comprensible malentendido, permítameprecisar que soy ciudadano alemán, pero no judío ni de ascendencia judía.Tampoco soy un riguroso exponente del actual gobierno alemán, cuyasacciones ve de forma algo distinta quien ha conocido directamente el ré-gimen que lo precedió. Mis convicciones conservadoras me impiden su-marme a la bienintencionada condena que el mundo profesa por lo gene-

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ral a los ministros de Hitler. Es solamente el sentido del deber haciahombres que han sido mis colegas el que me lleva a intentar recabar algúntipo de ayuda a su favor, para que en caso necesario puedan llevar a cabopacíficamente su labor científica en este país.88

Seguramente Schumpeter había asimilado el nuevo espíritu queHayek había instilado en la London School of Economics con su seriede intervenciones sobre la depresión. Un año más tarde, cuando se ins-taló en Harvard, aseguró que dar consejo no era prerrogativa de loseconomistas, aunque, como recordó irónicamente su estudiante PaulSamuelson, «siempre estaba aconsejando». Schumpeter organizó unareunión semanal con otros colegas de opiniones similares, conocidoscomo los Siete Sabios. El grupo, en el que participaba el economista ymatemático de origen ruso Wassily Leontief, llegó a publicar un mani-fiesto a favor del laissez-faire y en contra del New Deal.

La recuperación solo será estable si se produce por sí misma. Porquecualquier reactivación producida con estímulos artificiales dejaría sin ter-minar parte de la labor de las depresiones y añadiría, a un factor de desa-juste no solucionado, nuevos desajustes que también habría que erradicar,amenazando a las empresas con una nueva crisis. En concreto, nuestrahistoria nos previene contra los intentos de solución basados en el dineroy el crédito.Y es que el problema no radica en el dinero y el crédito, porlo que este tipo de medidas están condenadas a incrementar y multiplicarel desajuste y a producir más problemas en el futuro.89

Cuando se publicó la Teoría general de Keynes, Schumpeter, que has-ta entonces simpatizaba con él y con sus planteamientos, escribió unareseña singularmente acida: «Su consejo (todo el mundo sabe cómo sonlos consejos del señor Keynes) puede ser bueno. Posiblemente lo es parala Gran Bretaña actual. Es una visión que puede elogiarse diciendo queexpresa con contundencia la actitud de una civilización en declive».90

Capítulo 11

Experimentos:Beatrice Webb y Joan Robinson en los años treinta

La Unión Soviética ofrece un marcado contraste con el resto deEuropa.

WALTER DURANTY, NewYork Times, 20 de julio de 19311

Hoy en día se están desarrollando dos experimentos a gran escala entodo el mundo: el capitalismo estadounidense y el comunismo ruso.

BEATRICE WEBB, abril de 19322

La aparente impotencia de los estados occidentales ante la catástrofeeconómica mundial parecía confirmar la tesis del libro que publicaronlos Webb en 1923, The Decay qf Capitalist Civilization. Beatrice Webb,que no interpretó la espectacular derrota electoral de los laboristascomo un rechazo a la titubeante respuesta del gobierno ante el decliveeconómico sino como «una victoria de los financieros estadounidensesy británicos», perdió la poca fe que le quedaba en la idea fabiana de la«inevitabilidad del gradualismo».3 Inicialmente hostil al régimen bol-chevique, empezó a ver la Unión Soviética como la única nación queestaba «aumentando los recursos materiales y mejorando la salud y laeducación de su pueblo». Sin pensárselo mucho, decidió que el «nuevoorden social» sería el tema de la siguiente obra magna que escribiría conSidney.4

Una semana después de las elecciones generales del 27 de octubrede 1931, en las que Sidney perdió su cargo ministerial, Beatrice, que

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por entonces tenía setenta y ocho años, se preguntó: «¿A qué vamos adedicar nuestra vejez?».5 También se preguntó si tendría fuerzas para re-correr Rusia, aunque el motivo del viaje era solo recopilar datos paradar «vivacidad» al texto.6 Tenía claro de antemano que el experimentosoviético funcionaba y el occidental no, y aseguraba: «Indiscutiblemen-te, estamos en el bando de Rusia».7 Antes de embarcarse en el buqueruso Smolny, había «trazado las líneas generales del grandioso libro queSidney y ella escribirían a su regreso».8

Stalin, como Keynes o Fisher, tampoco supo anticipar la depresiónmundial, pero aprovechó la situación para recabar simpatizantes y alia-dos en los países occidentales. Las figuras de prestigio que acudían a supaís eran más agasajadas que los militantes de base, y se les dedicabanatenciones extraordinarias. En Leningrado, los Webb fueron recibidospor una horda de guías, intérpretes y chóferes que durante dos meses lesacompañaron en una extenuante gira por fábricas, granjas, escuelas yhospitales, para que observasen lo que Beatrice calificaba ya de «nuevacivilización».9

En Londres, con la derrota de los laboristas, se habían acabado laspropuestas de cenas, consultas políticas y entrevistas de prensa. En R u -sia, en cambio, «parece que seamos una nueva clase de realeza», comen-tó complacida Beatrice.10 Como sabemos hoy, mientras los Webb via-jaban en limusina y en trenes especiales, Stalin estaba convirtiendoUcrania en un gigantesco campo de concentración. Moscú había ven-dido grano a los países occidentales a cambio de maquinaria, pero trasel derrumbe de los precios mundiales de los cereales había tenido queduplicar el tonelaje dedicado a la exportación. El dictador soviético, tananalfabeto económicamente que una vez mandó fusilar a una veintenade cajeros porque había escasez de moneda corriente, exigió que la mi-tad de las cosechas se dedicaran a la exportación. La inevitable hambru-na se cobró como mínimo seis millones de vidas, una cuarta parte deuna población rural ya muy mermada por las colectivizaciones forzadas.

De regreso en Inglaterra, Beatrice Webb se sumó a la postura ofi-cial de Moscú. Se apoyaba en el testimonio de corresponsales occiden-tales como Walter Duranty, colaborador del New York Times, quien habíaasegurado: «No hay hambre ni inanición ni es probable que la haya».11

Sin embargo, Duranty no había salido de la capital, y se limitaba a repe-tir los desmentidos del gobierno. Cuando el corresponsal del Manchester

Guardian, Malcolm Muggeridge, marido de la sobrina de Beatrice, setrasladó a Ucrania para observar la situación por su cuenta, BeatriceWebb se negó a creer su demoledora descripción de los abusos oficialesy el hambre de los campesinos. Calificó las crónicas de su sobrino polí-tico de «histéricas» e insinuó que el comunismo soviético era víctimainocente de los «complejos del pobre Malcolm» y del «abismo de odioque encierra su carácter». Beatrice invitó al nuevo embajador soviético,Iván Maiski, y a su esposa a pasar el fin de semana en su casa y se sintió«reconfortada» cuando le dijeron que no había hambruna.12 En SovietCommunism: A New Civilization, publicado en 1935, insistió en que «loque padeció la Unión Soviética desde 1929 en adelante no fue unahambruna, sino una huelga general del campesinado, opuesto a las polí-ticas de colectivización».13

Bertrand Russell, que había criticado a los Webb por su «adoracióndel Estado» y su «excesiva tolerancia respecto a Mussolini y Hitler», seescandalizó aún más al observar su «absurda adulación» del gobiernosoviético.14 El historiador Robert Conquest ha señalado la credulidadcon que los Webb aceptaban las cifras oficiales, su tendencia a despreciarlos testimonios personales y su ignorancia de la historia: «No tenían unabase de conocimientos, y menos aún de "sentimientos", sobre los gran-des imperios esclavistas de la antigüedad, las sectas milenaristas del si-glo xvi o los conquistadores del Asia medieval».15 Pero fue seguramen-te Keynes quien mejor describió el verdadero origen de la fascinaciónque sentía Beatrice Webb por la Unión Soviética, cuando dijo que elcomunismo era una religión «que atrae la parte ascética que hay en no-sotros».16 Beatrice Webb, ya octogenaria, había encontrado una nueva fe.En palabras de Muggeridge: «No se la podía hacer cambiar de opiniónseñalándole los hechos».17

Aunque Keynes sentía un «rotundo desprecio por el Partido Laboristaoficial»,18 era un liberal a la antigua usanza, como Russell. Ponía a la UniónSoviética en el mismo saco que la Alemania fascista y odiaba a Stalin, dequien dijo en 1937 que «no es en absoluto imposible que llegue a unacuerdo con Alemania, si decide que le conviene».19 Cuando le pidie-ron que colaborase en una publicación en honor de Beatrice Webb porsu cumpleaños, contestó: «La única frase que se me ocurre espontánea-

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mente es "la señora Webb, sin ser un político soviético, ha conseguidollegar a la edad de ochenta años"».20

Keynes tendía a ver el fanatismo de los jóvenes comunistas y sim-patizantes de su círculo de Cambridge como una excentricidad inofen-siva o una fase pasajera. No pensaba que la ideología debiera ser unobstáculo para la amistad o la investigación, y en todo caso admiraba elidealismo y el valor de esas personas. En 1939 aventuró que «en la po-lítica de hoy no hay nadie que valga la pena fuera de las filas de los libe-rales, salvo la generación de comunistas intelectuales de menos de trein-ta y cinco años». Aunque estuvieran engañados, eran un «materialmagnífico», demasiado bueno para no aprovecharlo.21

Joan Robinson, que llegaría a ser la más famosa de los discípulosde Keynes en Cambridge, formaba parte de los «comunistas intelec-tuales» que Keynes tenía en mente cuando calificó a los miembros dela generación joven como «lo más próximo que tenemos hoy al típicocaballero inglés, nervioso e inconformista, que fue a las Cruzadas, hizola Reforma, combatió en la Gran Rebelión, conquistó nuestras liber-tades civiles y religiosas y humanizó las condiciones de vida de lasclases trabajadoras en el siglo pasado».22 El carácter decidido de Joan Ro-binson, su entusiasmo y su instinto combativo venían de lejos. JoanRobinson, JoanViolet Maurice de nacimiento, procedía de una estirpede militares, académicos, funcionarios y disidentes. Su madre, la indó-mita y eternamente joven lady Helen Marsh, era beneficiaria de unfideicomiso creado por el Parlamento en 1812, tras el asesinato delprimer ministro británico Spencer Perceval, pariente suyo. Su bisabue-lo, F. D. Maurice, famoso radical al que Alfred Marshall había conocidoen el Grote Club, prefirió abandonar su cátedra de Cambridge antesque declarar que «creía en la condena eterna».23 Su padre, el coman-dante general Frederick Maurice, interrumpió su carrera militar du-rante la Primera Guerra Mundial, tras acusar públicamente de menda-cidad al primer ministro Lloyd George, y más tarde fue corresponsalde guerra, historiador militar, director de dos colleges londinenses yautor de diecinueve libros. El tío materno de Joan Robinson, EddieMarsh, que durante mucho tiempo fue el secretario privado de Wins-ton Churchill, en sus horas libres se dedicaba a escribir versos malos ya difundir la obra de jóvenes y prometedores artistas y escritores, comoRupert Brooke, Siegfried Sassoon o Duncan Grant. Como dijo Austin

Robinson, marido de Joan, la familia de su mujer era «un poco intimi-dante».24

Como Beatrice Webb, Joan Robinson tuvo que diseñar su propiavida. A pesar de su impresionante ascendencia, su grandiosa mansiónfamiliar y su selecta educación privada, fue criada para apoyar la carrerade un marido, más que para seguir una propia. Sin embargo, a los cator-ce años Joan ya era soñadora, introvertida y aficionada a la lectura. Elmundo imaginario le parecía más vivido que el que la rodeaba. No pa-raba de escribir: ensayos, relatos, versos... Ansiaba tanto un público quese atrevió a declamar sus versos en el Rincón de los Poetas de HydePark.

El «caso Maurice», que ocupó al Parlamento en 1918, era una fuen-te de orgullo y dolor a la vez. El comandante general Maurice era unpadre hosco y distante, incluso para los parámetros eduardianos. Segúnél, toda emoción era egoísta. Cuando tuvo que dejar el ejército, aseguróen una carta a sus hijos que estaba «convencido de que lo que estoyhaciendo es acertado, y cuando sucede eso, nada más tiene importanciapara un hombre», a lo que añadió que eso mismo quería decir Cristocuando pidió a sus seguidores que honraran a su padre y a su madre...y a sus hijos. Su yerno Austin Robinson comentó: «Todo lo que veía eratan irrelevante para su preocupación inmediata como las sombras refle-jadas en una pared».25 En una ocasión, Nancy, la hermana de Joan, quebajaba una pista de esquí detrás de su padre, se cayó al cruzar un puentey quedó colgada por el cuello. Tuvo que rescatarla un monitor.

A pesar de los vínculos que su familia mantenía con Cambridge,Joan Robinson fue la única de las cuatro hermanas Maurice en ir a launiversidad. La educación superior aún se consideraba superflua parauna joven inglesa de clase alta. Y si no fuera porque Joan, tan decididacomo su padre cuando quería algo, ganó una beca, probablemente estaopción habría quedado fuera de su alcance tras el retiro forzoso de este.Joan se matriculó en el Girton College, el centro de enseñanza femeni-no más antiguo de Cambridge, al que el filósofo C. S. Lewis comparócon el castillo de Otranto, de la novela gótica de Horace Walpole, por elestilo medievalizante de su arquitectura y su lejanía de los colleges mascu-linos.26

Durante la dolorosa y prolongada recesión de 1920-1921, mientrasestudiaba en la escuela femenina de Saint Paul, Joan Robinson había

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colaborado voluntariamente en una residencia para pobres londinense.A finales del verano de 1922, cuando entró en Cambridge, la recesióneconómica iniciaba su tercer año. Con unas cifras de paro que supera-ban el 10 por ciento y eran motivo de acalorados debates políticos, Joandecidió renunciar a la historia, su asignatura preferida en el Saint Paul, yestudiar economía. Según comenta su biógrafa MarjorieTurner, la po-breza y el desempleo eran dos puntos negros de la sociedad en la queella y su familia ocupaban una posición de privilegio, y Joan sintió lanecesidad de entenderlos.

En la década de 1920, Cambridge parecía una lujosa extensión deBloomsbury por la que se paseaban T. S. Eliot, Roger Fry, G. E. Moorey John Maynard Keynes. Sin embargo, muchas de sus ventajas estabanfuera del alcance de las estudiantes, a las que un sinfín de normas impe-dían relacionarse intelectualmente con los genios del lugar, ya fueranprofesores o compañeros de estudios. La norma que vetaba su asistenciaa las clases con la toga que usaban los hombres y les imponía el uso devestido y sombrero era solo uno de los numerosos recordatorios de sucategoría inferior. Cuando Bertrand Russell iba a empezar a dar clasesen el Newnham College, el segundo college femenino más antiguo, lasaterradas autoridades amenazaron primero con rescindir la invitación, ydespués prohibieron que cualquier señorita «lo acompañe del aula a lapuerta».27 Robinson y otras alumnas de Arthur Pigou, un eminenteeconomista que ocupaba la antigua cátedra de Aifred Marshall, solo po-dían dejar sus trabajos en la garita del bedel, mientras que sus compañe-ros varones los llevaban directamente a los aposentos del profesor, don-de además podían quedarse un rato a charlar con él. El Club de DebateUnion, donde Keynes, en su época de estudiante, había ejercitado susdotes oratorias frente a futuros primeros ministros, era terreno prohibi-do para las mujeres, excepto la galería superior.También lo era la Cam-bridge Conversazione Society, conocida también como Club de losApóstoles, donde el filósofo Frank Ramsey, que tenía la misma edadque Joan Robinson, llamó la atención de Keynes y Russell, sus futurosmentores. El vivero de estrellas creado por Keynes, el Club de Econo-mía Política de los Lunes, estaba abierto bajo estricta invitación a losestudiantes varones, pero no a las mujeres.

En vez de tener como tutor a uno de los números uno de Cam-bridge, a Robinson le correspondió la elegante hija de un fabricante de

perfumes neoyorquino. MarjorieTappan, que aún no tenía treinta años,había estudiado economía en la Universidad de Columbia —aunqueno consta que obtuviera el doctorado, como ella aseguraba— y habíatrabajado durante dos años con un equipo de economistas en las confe-rencias de paz de París. Joan la odiaba. Es difícil saber si su resentimien-to se debía al hecho de que Marjorie fuera una rica estadounidensecuya familia se dedicaba «al comercio» o simplemente al hecho de queno fuera una de las lumbreras de la universidad. Al parecer, lo únicoque se le pegó de la compañía de MarjorieTappan fue su costumbre defumar cigarrillos con una larga boquilla, que agitaba en el aire al hablarcon sus estudiantes.

Robinson asistió a las clases de Pigou sobre teoría económica ycon menos asiduidad a las de Keynes sobre temas económicos de actua-lidad, pero sus trabajos de estudiante no permitían vislumbrar su futuro.«La bella y la bestia», el texto que leyó en la Marshall Society durante sutercer año en Cambridge, era una bonita imitación que demostraba susdotes para la escritura y su conocimiento de los Principios de economía deAifred Marshall, pero comparado con los problemas que se dedicaban aresolver algunos de sus compañeros varones, era un trabajo de princi-piante. Con veintiún años, Frank Ramsey, el protegido de Keynes, habíapublicado un impactante texto sobre la teoría de la probabilidad de sumentor, una contundente crítica del Tractatus de Wittgenstein y un ar-tículo para el Economic Journal en el que demostraba que una popularpanacea económica, la teoría del crédito social de Douglas, se basaba enuna premisa falsa.

A pesar de algunos éxitos tempranos, la carrera universitaria deJoan Robinson terminó mal. Se presentó a la primera parte delTriposde Economía en 1924, y a la segunda parte al año siguiente. Los medio-cres resultados obtenidos en ambas pruebas, que la dejaron sin esperan-zas de obtener un puesto dcfellow, fueron «una tremenda decepción».28

Años después, seguía mostrándose preocupada por haber tenido «unaeducación tan mala».29 Avergonzada, volvió a Londres, donde pasó elotoño y el invierno «consternada», viviendo en un «cuarto mugriento»del East End y trabajando en la oficina municipal de vivienda.30Tan malse sentía que pidió a su padre que investigase las posibilidades de irse aEstados Unidos, entre ellas las becas para el college femenino hermanode Harvard, el Radcliffe. Sin embargo, en primavera Joan se decidió a

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intentar una solución tradicionalmente femenina" ante este tipo de dile-mas profesionales. En la víspera de la huelga general de mayo de 1926,estaba en París con su hermana Nancy, comprando el ajuar de novia.

Su prometido era un atildado profesor de Cambridge de treinta ydos años. Hijo de un párroco pobre, Austin Robinson era un piloto de laPrimera Guerra Mundial condecorado, al que habían impresionado tan-to las charlas que había dado Keynes en 1919 sobre el Tratado deVersa-lles, que había dejado los estudios de clásicas para pasarse a económicas.Era un hombre brillante, eficaz e increíblemente trabajador, que habíasido invitado por Keynes a participar en el Club de Economía Políticade los Lunes, había terminado los estudios de economía con mención dehonor y había obtenido un puesto defellow en el Corpus Christi Colle-ge. Cuando Joan cursaba segundo, él daba clases de economía monetaria,pero solo empezaron a salir cuando Joan volvió a Londres.

Austin estaba perdidamente enamorado, pero Joan, más fría, recha-zó su primera propuesta de matrimonio. El era un hombre guapo, inte-ligente, íntegro, amable y respetado, y por lo visto no le importaba queJoan quisiera ejercer una ocupación remunerada. Sin embargo, compa-rado con lo que Joan había imaginado para su vida futura, le faltabacolor. Doce años más tarde, Stevie Smith, uno de los muchos literatosdel círculo de Joan, la invitó a proponerle la trama de una novela, y Joanle sugirió la historia de una chica indecisa entre dos amantes, uno de loscuales es un joven convencional, con un buen trabajo, que prometedarle una «vida ortodoxa» que ella «se esfuerza en desear».31 No era uncomienzo muy apasionado para un matrimonio.

«Ansio desesperadamente seguir en Cambridge», le confesó Austina Joan cuando se prometieron.32 Sin embargo, a pesar del apoyo de Key-nes, Austin no tenía demasiadas perspectivas de obtener un puesto re-munerado en aquella o en cualquier otra universidad de Inglaterra.Simplemente, no había ofertas. Cuando Joan, gracias a un amigo de supadre, se enteró de que el viejo maharajá de Gwalior—un anglofilo quese empeñaba en llamar a sus hijos George y May y en contratar a pre-ceptores de Cambridge— había muerto dejando a un hijo de diez añosurgentemente necesitado de instrucción, animó a Austin a solicitar elpuesto, diciéndole que, mientras esperaban a que surgiera una oportu-nidad académica en su país, Austin podía ganar un sueldo muy superioral que tendría dando clases en Inglaterra.

De este modo, los recién casados se encontraron pasando los pri-meros dos años de su vida en común en una antigua ciudad india llenade «amplias calles, galerías, puertas y celosías de madera bellamente tra-bajada, mezquitas y templos, palacios antiguos y modernos»,33 y situadaentre Delhi y Bombay Aunque Joan echaba de menos a su familia, lapareja estaba feliz de haber podido instalarse por su cuenta. La vida enGwalior consistía en montar a caballo al amanecer con los lanceros y eljoven maharajá, recibir clases de hindi a la hora de la comida, jugar altenis, leer la prensa y tomar cócteles en el club antes de la cena. Condoce criados a su cargo, entre ellos cinco jardineros, Joan se animó aimpartir clases de economía en una escuela secundaria. También redac-tó un artículo que le habían pedido a Austin sobre la futura aportaciónde la India a los ingresos fiscales de Gran Bretaña. Entretanto, pensabaen cómo podía ayudar a su marido a conseguir un puesto fijo en laUniversidad de Cambridge y en la actividad a la que podría dedicarseella misma. Una vez, Dorothy Garratt le había dicho en broma que sino se hubiera casado con el hijo de un pastor, seguramente estaría «lim-piando urinarios en una leprosería o bordando casullas para los curas».34

En cierto momento, Joan pensó en abrir un negocio de artesanía india.En julio de 1928, unos meses antes de que finalizara el contrato de

su marido como preceptor, Robinson viajó sola a Cambridge. Queríaentregar personalmente el trabajo que habían escrito juntos, y tambiénaprovechar sus contactos para preparar el regreso de Austin. A Joansiempre se le dieron bien las relaciones sociales. En mayo de 1930, Aus-tin consiguió un contrato fijo de profesor a tiempo completo. Hastaentonces, mientras Austin escribía su primer libro, la pareja vivió de losabundantes ahorros de Joan. Según sus biógrafos, solo cuando el futurode Austin estuvo asegurado, Joan empezó a dedicarse seriamente a supropia carrera.

La India y el matrimonio le habían devuelto la confianza intelec-tual, y Austin le había facilitado el acceso a la comunidad universitaria.El éxito de su marido y su amistad con eminencias como Keynes fue-ron muy gratificantes para ella. A falta de una beca de investigación yun doctorado cum laude, Joan pagó una cuota de cinco libras por obte-ner un título de maestría y anunció que daría clases particulares por unmodesto estipendio. Se daba cuenta de que aún era un personaje mar-ginal, una mera observadora sin derecho a participar en el festín inte-

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lectual. La mesa de los profesores, los aposentos de losfellows y los clu-bes le estaban vetados debido a su sexo.

En los meses posteriores al crac bursátil estadounidense, todo cam-bió. Hubo dos novedades cruciales.

Mientras esperaba el nombramiento de Austin para el curso de1929~4930Joan Robinson asistió a un seminario sobre el reto teóricoque estaban intentando resolver algunos de los discípulos de Keynes enCambridge. Se trataba de un curso organizado por Piero Sraffa, un eco-nomista autodidacta y comunista, brillante pero muy neurótico, que ha-bía huido de la Italia de Mussolini en 1927. Keynes se había interesadopor él al leer un artículo en el que reclamaba una actualización de lateoría económica que tuviera en cuenta los rasgos monopolísticos dela empresa moderna: el ascenso de grandes corporaciones, el poder de lasmarcas y la publicidad. Los economistas partían del supuesto de un mer-cado con concurrencia libre y un gran número de compradores y ven-dedores que vendían productos idénticos. En estas circunstancias, ningu-na empresa aislada podía influir en el precio de venta de su producto, delmismo modo que un agricultor no podía influir en el precio del trigo oun minero en el de la plata. Lo cierto, sin embargo, era que las empresasmodernas se comportaban como monopolios y destinaban grandes su-mas a influir en los precios. Según Sraffa, esto invalidaba la hipótesis de laconcurrencia, esto es, la idea de que una economía de mercado libreproducía un resultado máximo al coste mínimo y con margen para laintervención del gobierno. Por eso se necesitaba una nueva teoría, y Sraf-fa y otros estaban abordando la cuestión desde diversos puntos de vista.

Robinson también hizo amistad con el «alumno predilecto» de Key-nes, Richard Kahn, un judío ortodoxo, guapo y de ojos oscuros, que seconvirtió en su amigo y aliado. Aunque no llevaba ni un curso estu-diando economía, Kahn era un joven de mucho talento al que Keyneshabía encomendado la revisión de su Tratado sobre el dinero. A Joan leentusiasmaba relacionarse con hombres a los que podía admirar por suintelecto superior.35 Le dijo a Austin que él era un perdieron mientrasque Sraffa era un tigre, y no se dejó intimidar por el narcisismo, la in-madurez y la neurosis de Kahn. Se estaba dando cuenta de dónde sejugaban las cosas importantes y quería entrar en la partida.

Un día, comiendo con Joan y con Kahn, Austin sugirió un temarelacionado con el reto teórico de Sraffa. Con la ayuda del que fue su

amante desde mediados de 1930 hasta principios de 1933, Joan se em-peñó en resolverlo. Kahn y ella desarrollaron una teoría con la quepretendían demostrar que, por medio de la publicidad, la política demarcas y las innovaciones en la producción, empresas de sectores en losque teóricamente había concurrencia libre —esto es, sectores sin trabasde acceso y con un número elevado de compradores y vendedores—, secomportaban como monopolios. En vez de minimizar los precios delos productos y maximizar los resultados y los puestos de trabajo, apro-vechaban su fuerza comercial para adquirir clientes y obtener benefi-cios extraordinarios, deprimiendo el empleo y rebajando los salarios. Enel contexto de la Gran Depresión, Robinson se encontró tratando deexplicar cómo, incluso en circunstancias ideales, la economía de merca-do tendía a crear paro de larga duración, capacidad industrial exceden-taria y estancamiento económico.

A medida que iba ganando confianza, Joan se iba volviendo másambiciosa. En marzo de 1931 informó a Kahn: «Estoy pensando en pu-blicar un libro completo con todo este material. [...] No soy yo la quelo escribirá. Será un consorcio entre A., tú y yo».36 Como un general alfrente de su ejército, repartió las tareas: Austin escribiría la introducción,Kahn plantearía los problemas y escribiría el anexo con las fórmulasmatemáticas, y ella redactaría el cuerpo del texto. Seis meses después,Joan pidió a Dermis Robertson, prestigioso colaborador de Keynes yexperto en teoría empresarial, que escribiera el prólogo, diciéndole quellevaba escritos cinco capítulos y esbozados otros diez. Tal como hanseñalado Aslanbeigui y Oakes, era obvio que Robinson «planeaba pu-blicar la obra solamente con su nombre».37 Durante un año y mediomás, Robinson y Kahn trabajaron intensivamente en el libro, que Ro-binson no tardó en denominar su «pesadilla».

Entretanto, la colaboración con Kahn le permitió acceder al círculode allegados de Keynes. En la primera mitad de 1931, Keynes estabaintentando asimilar las críticas a su Tratado sobre el dinero, especialmentelas de Hayek, y elaborando las ideas que maduraría en su Teoría general.Entre enero y mayo, un grupo de jóvenes economistas, entre ellos Sraf-fa, Kahn y Austin, que se llamaban a sí mismos el Cambridge Circus,actuaron como portavoces de Keynes. Joan asistió a las reuniones sema-nales y comenzó a enviar notas a Keynes a través de Kahn. «Keynes eracomo Dios en un cuento moral —contó uno de los participantes—.

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Dominaba la representación, pero rara vez aparecía en el escenario.Kahn era el Ángel Anunciador que presentaba los problemas de Keynesal Circus y luego volvía al cielo con el resultado de nuestras delibera-dones.»38 Para Joan Robinson, esas reuniones fueron una ocasión inme-jorable, no solo de poner a prueba sus propias capacidades analíticas,sino de conocer las últimas reflexiones de Keynes, que en ese momentotrataba de entender cómo se había producido la peor crisis económicade la historia moderna.

No está claro si Joan utilizó este acercamiento para conseguir suprimer puesto de profesora universitaria, temporal pero oficial. En cual-quier caso, empezó a trabajar como profesora auxiliar. Uno de sus alum-nos de aquel curso la describió más tarde como una mujer «joven, rotun-da y guapa», y describió sus clases de este modo: «Se dirigía a nosotroscon frases abstrusas. [...] Yo no me enteraba de mucho, pero la escucha-ba fascinado».39

Aunque tenía menos tiempo libre, en octubre de 1932 Joan tenía elmanuscrito casi terminado. Según sus biógrafos, a esas alturas ya no te-nía ningún escrúpulo en presentarse como autora única del texto.40 Porlo visto, marido, mujer y amante se enviaban notas cinco veces al día através del correo de Cambridge, del mismo modo que las parejas actua-les están en contacto mediante el correo electrónico. Una de las veces,Joan Robinson envió una nota triunfal a Austin:

Ya tengo claro de qué va mi libro. Ha sido una revelación súbita, quehasta ayer ignoraba. Lo que he estado haciendo es lo que Piero dijo en sufamoso artículo que había que hacer. He reformulado toda la teoría delvalor, empezando por la empresa como entidad monopolista. Antes pen-saba que estaba elaborando herramientas que serian útiles a algún genioen el futuro, pero he sido yo la que ha hecho el trabajo.41

Hasta ese momento, Joan se veía a sí misma solamente corno pro-fesora. «Antes pensaba: "Tengo que explicarle a esta gente qué piensanlos economistas"... y ahora tengo la sensación de que soy una econo-mista y puedo explicarles qué pienso yo misma.»42 Le dijo a Kahn que«A. R.» la encontraría «una mujer cambiada. He recuperado el respetopor mí misma». No obstante, dejó claro que ahora se consideraba primusínter pares, la pensadora original, el genio que marca el camino: «Kahn,

tú y yo nos hemos estado enseñando economía intensivamente en estosdos años. Pero he sido yo la que ha visto la luz, y este es mi libro». Esevidente que se sentía muy orguUosa de haber triunfado sobre sus com-pañeros varones.

Entretanto, Kahn se estaba enamorando de Robinson. En 1931tenían una relación intermitente, que alarmaba mucho a Keynes, el cualtemía por la carrera de su protegido, y ponía muy nerviosa a Joan, preo-cupada de que un escándalo estropease su inminente éxito académico.Austin se había ido seis meses a África, y Joan insistió en que Kahntambién se marchara de Cambridge para curarse del «mal de amores».Él decidió irse a Estados Unidos un año. Sola, angustiada y al borde deuna depresión, Joan trabajó febrilmente para terminar el libro. Mientrasella revisaba las pruebas, Kahn estaba en la Universidad de Chicagopromocionando el trabajo y tratando de convencer a un estudiante dedoctorado que más tarde sería espía soviético, Frank Coe, de que incor-porase a su tesis el análisis aún no finalizado de Joan. Un día, Kahn ledio a Joan una terrible noticia. Edward Chamberlin, joven profesor deHarvard, iba a publicar un libro, La teoría de la competencia monopolistica,

que coincidía con el tema del libro de ella y lo precedería al menos enseis meses. En febrero, Kahn estuvo en Harvard, donde acordó dar unaconferencia un día antes de que saliera el libro de Chamberlin. Cuandoaseguró que la teoría de Joan Robinson y sus técnicas analíticas eransuperiores, Chamberlin, que estaba entre el público, no supo cómocontradecirlo. «Siento un perverso placer al oír que Chamberlin no esbueno», escribió Joan en una carta para Kahn del 2 de marzo de 1933,después de que él le describiera la confrontación.Y se limitó a decir queañadiría «en una nota» del prefacio que no estaba al tanto del trabajo deChamberlin. Pensó en pedirle a Keynes que le dejara reseñar el librode Chamberlin para el Economíc Journal, pero después se dio cuenta deque «no sería buena idea» y decidió: «Ya me ocuparé de él cuando hayaterminado lo mío».43

Para decepción de Joan, Keynes «no estaba demasiado interesadoen la teoría de la competencia imperfecta» y no aceptaba que el mono-polio fuera una causa importante de las caídas periódicas de la demandaefectiva.44 A pesar de advertir a la editorial Macmillan de que segura-mente no les entusiasmaría el libro, Keynes les animó a publicarlo. Laeconomía de la competencia imperfecta se publicó en el otoño de 1933. El

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libro de Joan Robinson fue un éxito de crítica inmediato y cosechómuchas reseñas respetuosas y algunas realmente entusiastas. Schumpeter,que ya había dicho de Joan que era «uno de nuestros mejores hom-bres»,45 respondió sin dilación a la propuesta de Kahn de promocionarel libro. En su reseña, Schumpeter elogió a Joan Robinson por su «ge-nuina originalidad» y concluyó que el libro le daba «derecho a ocuparun puesto importante, quizá el primero», entre los teóricos de esta área,situándola por delante de Kahn y de Sraffa, además de Chamberlin.46

Joan Robinson tenía una gran ventaja sobre Sraffa y Kahn. Los dossufrían un bloqueo creativo, y Sraffa era tan nervioso que no era capazde hablar en público. Ella, en cambio, era una oradora y escritora mag-nífica que, en cuanto se dio cuenta de que tenía algo que decir, se con-virtió en una de las más prolíficas de su disciplina. En cuanto terminó laúltima corrección del manuscrito, se puso a redactar una serie de ar-tículos y reseñas.

Menos de un año después de que se publicara La economía de la com-petencia imperfecta, Joan dio a luz a su primer hijo. «Qué bien haces lascosas —la elogió su amiga Dorothy Garratt en mayo de 1934—. ¡Un ha-llazgo económico y una niña!»47 Robinson estaba feliz con su succésd} estime. Aquel septiembre, cuando Kahn fue aTilton para colaborar enel nuevo libro de Keynes, Joan le escribió y le preguntó jovialmente:«¿Querrá Maynard que le escriba un prólogo para su nueva obra, de-mostrando en qué medida han cambiado sus ideas?».48 Teniendo en cuen-ta que Joan casi siempre había hablado con Keynes por carta o a travésde Kahn, era una propuesta atrevida, sobre todo porque Kahn era el úni-co miembro del Circus que había hecho una aportación original (el mul-tiplicador) a la nueva teoría de Keynes. En todo caso, era evidente queJoan Robinson se había ganado el respeto de Keynes como economista.Unos años después, Keynes reconoció que Joan estaba «sin duda entrelos seis o siete mejores» economistas de Cambridge, un grupo que in-cluía a Pigou, Sraffa, Kahn y al propio Keynes.49

Andrew Boyle, el periodista escocés que en 1979 destapó que AnthonyBlunt era el cuarto miembro de la famosa red de espías soviéticos deCambridge, asegura que Robinson fue miembro fundador de la prime-ra célula comunista de esta universidad. Supuestamente, la célula estaba

organizada por Maurice Dobb, profesor de teoría económica que en1931 reclutó al estudiante y posteriormente espía Kim Philby.50 PeroBoyle, que se escribía con Joan Robinson, no aporta fuentes. GeoffreyHarcourt, que conoció a Joan Robinson hacia el final de su vida, fechasu fascinación con Stalin (lo que él llama su «radicalización») en 1936.51

Ese año, las opiniones de Joan Robinson pasaron por cambios muybruscos. Cuando revisó la obra de John Strachey Teoría y práctica del so-cialismo, se mostró crítica con el argumento de que la planificación esta-tal de corte soviético fuera el remedio para la Gran Depresión. No ca-lificó su lógica de «insulto a mi inteligencia», como había hecho Keynes,pero criticó a Strachey por combinar los errores de la teoría económicageneral con defectos fatales del sistema económico. «No podemos reco-mendar su derrocamiento solo porque sus economistas han dicho ton-terías sobre él», bromeó.52

Seis meses después, Joan parecía haber experimentado una conver-sión. Describía el capitalismo como «un sistema que admite que la de-manda real caiga habiendo una población superpoblada e infraalimen-tada, que aborda el paro con planteamientos basados en la limitación dela producción y que la única ayuda que ofrece a las regiones en conflic-to es la venta de armamento». Según reconocía, el dogma marxista po-día ser «excesivamente simple», pero al menos no iba contra «el sentidocomún». De hecho, Joan consideraba el marxismo una vacuna eficaz«contra las complicaciones de la economía del laissez-faire».53

En mayo de 1936, a través de unos amigos suyos, los Garratt, Joanconoció a una pareja que estaba visitando Cambridge.Vivían en Alepo(Siria), la ciudad donde se sitúa la conocida novela de Agatha ChristieAsesinato en el Orient Express. Dora Collingwood era una pintora pai-sajista inglesa, hija de un conocido arqueólogo y artista que trabajabacomo secretario de John Ruskin. Su marido, Ernest Altounyan, era unmédico angloarmenio al que Dorothy Garratt describió como «unapersona bastante rara pero interesante, que vive en un nivel emocionalque hace que me sienta muy provinciana». Era un cuarentón miope ycanoso, pero tenía «una frente y una nariz bonitas»,54 una voz seductoray una serie de amantes muy variopintos, entre ellos el autor de librospara niños Arthur Ransome, o T. E. Lawrence, también conocido comoLawrence de Arabia. Este último había fallecido hacía poco en un acci-dente de motocicleta, y Altounyan había escrito un poema épico en

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honor de su amistad. Cuando le contó a Joan Robinson que andababuscando editor, ella se ofreció a leer el poema y enviárselo a su tío,cosa que Altounyan le agradeció mucho. Empezaron a escribirse, y unassemanas después él le confesaba en una nota que Joan era, «con diferen-cia, lo más agradable que me ha sucedido en Inglaterra» y que el mo-mento de conocerla había sido «embriagador».55

A Altounyan le gustaba bailar, y según decía una de sus hijas, «in-tentaba vivir la vida como si fuera un baile y se deprimía y frustrabacuando se lo impedían». Además, era bipolar. De regreso en Alepo, em-pezó a escribir largas y dispersas cartas de amor para Joan. Entretanto,ella corregía su poema épico, que, según Eddie Marsh, Keynes y otrosamigos aficionados a la literatura, era pésimo. Ella, sin embargo, insistióhasta que logró convencer al editor de la Cambridge University Presspara que lo publicara.

El 12 de marzo del año siguiente, un mes antes de que saliera publi-cado el poema de Altounyan, Joan se subió a un vagón del Orient Ex-press en la estación Victoria. Embarazada de dos meses y viajando sola,parecía la Mary Debenham de la novela de Agatha Christie: «La tran-quila manera de tomar el desayuno y el modo de llamar al camareropara que le sirviera más café denotaban que era una persona viajada ycon un buen conocimiento del mundo. [...] Era... una joven que sabíacuidar de sí misma allá donde fuera».56 Joan se reunió con Altounyan enAlepo antes de seguir su recorrido hasta Jaffa y Tiberíades, en Palestina.

Joan se encontró con él a solas una segunda vez, el 14 de abril, enel viaje de vuelta. Quizá fue entonces, viéndolo en un entorno domés-tico caótico y triste, cuando empezó a darse cuenta de que el atractivode su amante había sido en gran medida producto de su propia imagi-nación. Las críticas del poema de Altounyan, Ornament ofHonory fueronescasas. El Palestine Post calificó al autor de «Tennyson menor».57 Cuan-do Joan volvió a Cambridge, el antiguo tnénage a trois con Austin y Ri-chard Kahn volvió a ser el centro de su vida emocional. «En otra época,se habría subido a un camello y habría cruzado el desierto —dijo unavez de ella el economista Frank Hahn—. Uno de los rasgos de su per-sonalidad era el rechazo de la clase alta a mezclarse con la plebe; unanecesidad de distinguirse de la masa.»58

Un año después de tener su segundo hijo, y semanas después deque Hitler invadiera Checoslovaquia, Joan Robinson sufrió un grave

episodio de manía y pasó varios meses en una clínica. Cuando salió,Austin había sido destinado a trabajos de guerra en Whitehall, lo quecomportó la separación física de la pareja. Sus colegas fueron ingresan-do uno tras otro en el ejército. Al final, Kahn también tuvo que irse deCambridge. Lo destinaron a El Cairo, donde pasó casi toda la guerra.Joan Robinson se quedó sola en Cambridge.

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LA GUERRA DE LOS ECONOMISTAS

Capítulo 12

La guerra de los economistas:Keynes y Friedman en el Ministerio de Hacienda

En la guerra retrocedemos de la edad de la abundancia a la edad dela escasez.

JOHN MAYNARD KEYNES, 19401

Cuando estalló la guerra, Hayek y Keynes tuvieron ocasión de hacer laspaces. Ambos confiaban en que se podría evitar el conflicto, pero no sehacían ilusiones con las ofertas «de paz» de Hitler. Ambos creían y espera-ban que Estados Unidos entraría en guerra. De no ser así, según Hayek,cuando Alemania se hundiera «la civilización europea quedará destrui-da».2 Los dos veían la guerra como una defensa, no solo de Gran Bretaña,sino de los principios ilustrados del siglo xvm.En diciembre de 1940,enuna actuación a favor de los refugiados celebrada en el Arts Theatre deCambridge, Keynes aseguró al público que en la ciudad había mil alema-nes. En esos momentos, según explicó, había «dos Alemanias»:

La presencia entre nosotros de la Alemania exiliada es [,..] una señalde que esta no es una guerra entre las nacionalidades y el imperialismo,sino entre dos formas de vida opuestas. [...] Nuestro objetivo en esta lu-cha absurda e inevitable no es conquistar a Alemania sino convertirla,devolverla al seno de la civilización occidental, que tiene como funda-mentos [...] la ética cristiana,el espíritu científico y el Estado de derecho.Solo con estos fundamentos se puede vivir la vida individual.3

En el verano de 1940, cuando comenzaron los bombardeos de Lon-dres, Keynes y Hayek llevaban meses intercambiando mensajes sóbrela

posibilidad de evacuar la London School of Economics a Cambridge,las ayudas para académicos judíos que huían de la Europa nazi y losesfuerzos en pro de la liberación de colegas de otros países, que en lassemanas de pánico que siguieron a la caída de Francia, en junio de 1940,pasaron a ser considerados «enemigos extranjeros». En octubre, Keyneshabía conseguido que Hayek tuviera una habitación en el King's Colle-ge y derecho a usar la mesa de los profesores. En los largos fines de se-mana que Keynes seguía pasando en Cambridge, solían ir a ver a G. Da-vid, dueño de una librería de viejo en la esquina del Arts Theatre, ycomentaban con él anécdotas históricas.

Lo curioso es que, con la guerra, Hayek y Keynes se encontraronen el mismo bando del debate sobre política económica. Durante casitoda la década de 1930, Hayek había criticado las propuestas keynesia-nas de combatir la Gran Depresión facilitando el crédito e incurriendoen gastos deficitarios, medidas que consideraba «propaganda de la infla-ción»; en una ocasión, en privado, llegó a calificar a su rival de «enemi-go público».4 En 1939, en cambio, Hayek elogió a Keynes en variosartículos de prensa. Para consternación de algunos de sus amigos y dis-cípulos de izquierdas, la guerra había convertido a Keynes en un paladínde la inflación.

Lo que había sucedido era que las circunstancias habían cambiado.La fuerza aérea y el ejército británicos habían quedado prácticamentedisueltos tras la Primera Guerra Mundial, por lo que en 1937, paracombatir a la Alemania de Hitler, hubo que aumentar masivamente elgasto público. En parte por temor a que un alza de impuestos agravarael paro, que seguía en torno al 9 por ciento, y en parte porque el rearmeera una medida impopular, el gobierno del primer ministro NevilleChamberlain optó por emitir pagarés del Tesoro en forma de bonos. Deese modo, la deuda pública del Reino Unido alcanzaba cifras desco-munales ya desde antes de que se declarase la guerra. El primer presu-puesto de guerra, publicado en septiembre de 1939, preveía un déficitde mil millones de libras, es decir, un inaudito 25 por ciento de la rentapública anual.

Estos grandes gastos deficitarios tuvieron efectos muy visibles. Laeconomía entró en una fase de prosperidad, sobre todo en el sur deInglaterra, donde se ampliaron puertos, se instalaron bases y se constru-yeron fábricas de armamento. Todo ello era una aplicación tardía del

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remedio propugnado por Keynes en 1933, y parecía una defensa de suTeoría general.

En principio, Keynes podría haberse alegrado de que el Ministeriode Hacienda, que tanto se había opuesto a sus consejos a finales de ladécada de 1920 y comienzos de la de 1930, fuera por fin «keynesiano».Sin embargo, como ha escrito Skidelsky, Keynes se mostró cada vez máscrítico con el gobierno, que al incurrir en una deuda masiva y emitirmoneda para mantener bajos los tipos de interés, estaba sembrando lassemillas de la futura inflación. Ahora que la guerra era un hecho, las cosassolo podían ir a peor. Keynes negaba que sus opiniones hubieran cam-biado; según él, lo que había cambiado eran las circunstancias. En 1933,la tasa de desempleo era del 15 por ciento; en 1939 estaba por debajodel 4 por ciento y seguía bajando, y los propietarios de fábricas se que-jaban de falta de ingenieros y mecánicos cualificados. Keynes habíaideado el concepto de economía de la abundancia para resolver la esca-sez masiva de demanda en una depresión. En este caso, aplicó la mis-ma lógica a la situación contraria: el exceso de demanda durante unaguerra.

Las finanzas inflacionarias y las elevadas deudas de la Primera Gue-rra Mundial habían provocado un caos económico y político. A media-dos de noviembre de 1939, se presentó el Plan Keynes en dos artículospublicados en el Times londinense.5 Para salvar la diferencia entre gastose ingresos tributarios, que ascendía a una cifra de entre 400 y 500 mi-llones de libras, Keynes proponía un impuesto sobre la renta específi-co para los años de guerra. La diferencia era que una vez acabado elconflicto se devolvería el dinero, motivo por el cual Keynes, comoSchumpeter en 1919, hablaba de «ahorro forzoso». Para Skidelsky, estosartículos, publicados unos meses después con el título Cómo pagar la gue-rra, ilustran «la concepción keynesiana del presupuesto como un instru-mento de política económica».6 Una de las reacciones más entusiastasfue la de Hayek, que secundó las propuestas de Keynes en una columnadel Spectator y escribió poco después en una carta: «Me tranquiliza com-probar que estamos tan absolutamente de acuerdo en lo que respecta ala economía de la escasez, aunque discrepemos en cuanto al momentode aplicarla».7

Como bien sabía el propio Keynes, le quedaba poco tiempo de vida. En1937, un ataque al corazón le había obligado a retirarse prematuramen-te a Tilton, donde lo cuidaba Lydia. Dos años después, un milagrosomedicamento alemán y el loco proyecto nazi de conquistar el mundo leanimaron a intervenir por última vez.

Poco antes de la batalla de Inglaterra, en la que Hitler trató de des-truir la aviación británica, Keynes estaba otra vez en el ministerio, «sinuna tarea y un horario oficiales», pero con «una especie de encomiendaprovisional y con derecho a participar en varias comisiones de alto ni-vel».8 El primer ministro Winston Churchill no se preocupaba demasia-do por cómo se financiaría la guerra contra Hitler, y menos aún porcuáles serían los acuerdos económicos tras la guerra. Estos dos temaspasaron a ser el cometido de Keynes, que durante la Segunda GuerraMundial actuó corno el ministro de Economía de Jacto. En 1919, cuan-do lanzó su célebre exabrupto contra el Tratado deVersaUes, Keynes yahabía declarado: «Me atrevo a predecir que la venganza no será débil», silos vencedores insistían en empobrecer a los vencidos. Según Skidelsky,cuando se demostró que lamentablemente estaba en lo cierto, Keynestuvo como «principal y único objetivo» que los aliados «actuaran mejorque la última vez».9

La clamorosa caída de Francia dejó sola a Gran Bretaña frente a lainmensa fuerza alemana, y a partir de entonces la obsesión del ministe-rio, y por lo tanto de Keynes, fue conseguir dinero para seguir luchan-do. Así como la táctica hitleriana de conquistas en serie no requería unaeconomía en pie de guerra, el Reino Unido no podía permitirse el lujode limitar su participación en el combate. Hitler, en tanto que agresor,podía decidir el momento de atacar, y su estrategia basada en ataquesrelámpago se financiaba sola, ya que los gastos militares se sufragabancon lo que se arrebataba a las víctimas. Las opciones británicas, en cam-bio, se reducían a dos. Una era aceptar la oferta «de paz» de Hitler, loque significaba compartir el triste sino de Francia. Sin embargo, aunquela izquierda celebraba vigilias por la paz y Lloyd George, el antiguomentor político de Keynes, estaba dispuesto a convertirse en el mariscalPétain del rey Eduardo, esta opción era inasumible para el electoradobritánico. La otra posibilidad era olvidarse de la prudencia fiscal y em-barcarse de lleno en el esfuerzo bélico, sin tener en cuenta las conse-cuencias que eso pudiera tener después del conflicto. Keynes no dudaba

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de que la opción correcta era esta última, pero al mismo tiempo inten-taba buscar maneras de paliar sus consecuencias negativas.Volvía a sen-tirse «interesado, ocupado y feliz».10 En una carta a un amigo, declaró:«Aquí estoy, repitiéndome como un decimal periódico, haciendo untrabajo muy parecido en el mismo lugar, otra vez para una situación deemergencia».11

A partir de agosto de 1940, Keynes empezó a pasar hasta dieciochohoras diarias en su despacho, muchas veces en las profundidades de lossótanos del ministerio. Como Hayek, que se empeñó en seguir trasla-dándose cada día de Cambridge a Londres durante la primera fase delos bombardeos, Keynes no pensaba en el peligro, descartaba la posibili-dad de una invasión alemana y confiaba en que sus libros y sus cuadrosse salvarían. Ahora que estaba dentro del ministerio, tenía acceso a «lossecretos más recónditos» y al propio ministro, cuyo despacho estaba allado del suyo; por lo tanto, tenía más influencia sobre la política finan-ciera británica que en los años de la Primera Guerra Mundial. Estabadentro, sí, pero seguía siendo un iconoclasta. La edad, la fama y la malasalud no habían mitigado su impaciencia con las torpezas de los jóvenesestudiantes del King's College ni la furia expresada en Las consecuenciaseconómicas de la paz. «Para el que tiene un martillo, todo son clavos», rezael dicho inglés. Para Keynes, todo eran problemas que él podía resolvermejor que los responsables oficiales de resolverlos. Se metía en todotipo de asuntos, desde los aranceles hasta el impuesto sobre la cerveza, ymuchas veces interpretaba mal la información de base y hería suscepti-bilidades. Una vez envió a Richard Kahn, destinado en Egipto, un planpara reorganizar toda la red de transportes de El Cairo.

Al final, el cometido de Keynes fue el mismo que en la guerraanterior: convencer a los estadounidenses de que aflojasen el bolsillo.A principios de mayo de 1941, antes de que Estados Unidos entrara enguerra y en plena controversia sobre si los norteamericanos debían pro-porcionar destructores para proteger los envíos de armas al Reino Uni-do, Keynes pasó once semanas en Washington como enviado de su go-bierno. Era su tercera visita a este país —una visita que, según dijo, «puedeentenderse como una enfermedad grave que deberá ir seguida de unaconvalecencia»—,12 pero esta vez no viajó en su buque favorito, elQueen Mary, sino en un avión de la Pan Am. Con los submarinos ale-manes hundiendo sesenta buques británicos al mes en el Atlántico Ñor-

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te era más seguro volar, aunque debido a los erráticos calendarios de lacompañía, no siempre era lo más rápido. Cuando se encontró con losperiodistas esperándolo en el aeropuerto de La Guardia, Keynes fanta-seó en voz alta sobre una posible conexión diaria entre Londres y Nue-va York, y acto seguido criticó a los aislacionistas estadounidenses.

Por otra parte, Keynes señaló que una victoria alemana perjudicaríapara siempre la vinculación de Estados Unidos con el Viejo Mundo. «Laeconomía norteamericana no podría funcionar como lo hace actual-mente. Es mejor no pensarlo.» No todos agradecieron su diatriba. Elsenador por Montana Burton Wheeler, acérrimo partidario del aislacio-nismo, declaró: «Al pueblo estadounidense le molesta que esos extranje-ros traten de meternos en la guerra y nos suelten sermones sobre laforma de dirigir nuestro país cuando ellos han fracasado tan clamorosa-mente con el suyo».13 Con el «fracaso clamoroso», el senador se referíaal hecho de que Gran Bretaña no era capaz de saldar sus gastos. Trasadaptar la economía a una situación de guerra total, había tenido quepagar las importaciones con divisas fuertes, que ya no podía seguir con-siguiendo con exportaciones. Cuando el embajador británico, lord Lo-thian, soltó: «Vamos a ver, señores, el Reino Unido está arruinado, ynecesitamos su dinero», los funcionarios del Tesoro estadounidense senegaron a creer que al Imperio británico no le quedaran reservas de

oro.14

En todo caso, después de la Primera Guerra Mundial Estados Uni-dos era bastante reacio a sacrificar vidas y posesiones en una guerrafratricida entre países europeos, y por eso defendió el desarme unilateralen un momento en que Alemania, Rusia y más tarde los británicos y losfranceses optaban por el rearme. Aunque Estados Unidos seguía tenien-do la mayor marina del mundo, su ejército era «una fuerza pequeña ybásica» compuesta por 200.000 hombres, y su fuerza aérea no pasaba de150 cazas. En 1940, Estados Unidos gastaba en defensa menos del 2 porciento de su renta anual, y la ley prohibía las ventas de anuas a gobier-nos extranjeros. La Ley Johnson de 1934, pensada específicamente parael Reino Unido, prohibía vender armamento a cualquier país que auntuviera deudas impagadas de la Primera Guerra Mundial.

Tras la caída de Francia y la práctica destrucción de la fuerza expe-dicionaria británica en 1 >unkerqut\ en junio de 194< K los estadouniden-ses reconsideraron su postura. Aunque era año de elecciones, era impo-

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sible negar que Alemania, sobre todo después de aliarse con la UniónSoviética, suponía una grave amenaza para Estados Unidos. Era obvioque Hitler, que había puesto en marcha un proyecto masivo de fabrica-ción de destructores y aviones y trataba de convencer al dictador Fran-cisco Franco para que autorizase la instalación de bases alemanas enEspaña, tenía a Estados Unidos en su punto de mira. El Congreso esta-dounidense aprobó urgentemente una partida para armamento de unos4.000 millones de dólares y estableció como objetivo alcanzar los dosmillones de efectivos militares a finales de 1941.

De todos modos, el rearme se presentó como si su único objetivofuera la «defensa del hemisferio».15 Una abrumadora mayoría de votan-tes estaban convencidos de que el Reino Unido no podría evitar laderrota. El historiador Alan Milward ha señalado que, paradójicamente,el rearme estadounidense hizo que esta triste perspectiva fuera más pro-bable. El Reino Unido había hecho pedidos de armamento a empresasestadounidenses por valor de 2.400 millones de dólares —suficientes bar-cos, aviones y tanques para mantener ocupadas las factorías durante va-rios años—, y ahora se arriesgaba a que tuvieran preferencia los encar-gos de los propios norteamericanos.

La inspirada solución de Roosevelt para mantener a Estados Uni-dos fuera del conflicto y a la vez ayudar al Reino Unido fue el Progra-ma de Préstamo y Arriendo. A diferencia del embajador estadounidenseen Londres, Joseph Kennedy, y de muchos de sus asesores más cercanos,Roosevelt pensaba que los británicos, si contaban con ayuda norteame-ricana, conseguirían imponerse. La frase que pronunció Churchill du-rante la evacuación de Dunkerque, «no nos rendiremos jamás», le con-venció de que «no habría negociaciones entre Londres y Berlín», algoque reclamaban grupos contrarios a la guerra, como el Partido Comu-nista, el Comité Estados Unidos Primero, dos miembros del gabinete deguerra británico y el propio embajador Kennedy.16

El envío de armas a los británicos ayudó a reactivar la economíaestadounidense y reducir el desempleo. El único problema era que losbritánicos no podían pagar los pedidos al contado, como querían los esta-dounidenses, porque habían dejado de obtener dólares con las exporta-ciones; eso es lo que le explicó Churchill a Roosevelt en el «suplicato-rio» que le envió tras su reelección de noviembre de 1940.17 Rooseveltdio su respuesta en una rueda de prensa en la que explicó que «la de-

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fensa más urgente de Estados Unidos es que el Reino Unido consigadefenderse por sí mismo».18 Además, Roosevelt recordó a su pueblo losbeneficios económicos que comportaba vender armas a los británicos yusó una analogía para defender su argumento: si vemos que la casa denuestro vecino se está quemando y tenemos una manguera, no se lavenderemos, sino que se la prestaremos y le diremos que nos la devuel-va cuando haya apagado el fuego. «Lo que intento [...] es liberarme deese tonto, absurdo y antiguo símbolo del dólar», declaró Roosevelt.19

Estados Unidos enviaría al Reino Unido las armas y los productos queeste necesitara, a cuenta de los contribuyentes estadounidenses, a cam-bio de que los británicos prometieran devolver el préstamo en especiesal ganar la guerra. En una de sus «charlas junto al fuego», la del 29 dediciembre, la misma noche en que los bombardeos alemanes arrasaronel distrito financiero de Londres, Roosevelt declaró: «Debemos ser elgran arsenal de la democracia».20

La propuesta de Roosevelt, para la que este solicitó una partidainicial de 7.000 millones de dólares, requería la aprobación del Congre-so. Sus oponentes argüyeron que el Programa de Préstamo y Arriendoterminaría implicando al propio Estados Unidos en la guerra porqueprovocaría un ataque alemán. Otros insinuaron que las armas enviadas alReino Unido pasarían a manos de los nazis tras la inevitable derrota delos británicos. Sin embargo, se impuso la opinión de Roosevelt, y el 10de marzo de 1941 el Congreso aprobó el proyecto, con una enmiendaque prohibía que la marina estadounidense enviara naves a la zona deguerra.

Churchill calificó el Programa de Préstamo y Arriendo como «laley más magnánima que ha habido jamás en la historia de cualquierpaís». De hecho, la nueva medida marcó el comienzo de un desfile de bar-cos, aviones y paquetes de alimentos por valor de 50.000 millones dedólares, y una actitud muy distinta a la práctica tradicional de tratar lospréstamos a los aliados como una mera cuestión de negocios. Aun así,había condiciones, y Keynes estaba empeñado en aligerarlas.

Un día después de que la Casa Blanca presentara al Congreso el proyec-to de la Ley de Préstamo y Arriendo, se inició una discusión entre Es-tados Unidos y el Reino Unido porque la ley solo afectaba a los pedi-

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dos realizados a partir de su entrada en vigor. Churchill declaró que losanticipos pagados por los pedidos anteriores «ya nos han dejado sin re-cursos»,21 y también dijo: «No es que vayamos a adelgazar más, es quevamos a quedarnos en los huesos», refiriéndose a una condición espe-cialmente dura.22 Para demostrar que realmente necesitaban ayuda, losbritánicos solo podían solicitar las ayudas del Programa de Préstamo yArriendo cuando hubieran agotado la totalidad de sus reservas de dóla-res; es decir, tenían que pagar la construcción de las fábricas estadouni-denses que producirían armas para ellos. Por lo tanto, tenían que recu-rrir a sus reservas de oro, cada vez más escasas. De hecho, Estados Unidosmandó a Sudáfrica un destructor para recoger lingotes, por valor decincuenta millones de dólares, que Londres custodiaba en Ciudad delCabo. Además, los británicos tuvieron que vender en un mercado a labaja sus acciones de empresas estadounidenses y de las filiales nortea-mericanas de corporaciones británicas. En las semanas que precedierona la aprobación de la Ley de Préstamo y Arriendo, un enviado del Mi-nisterio de Hacienda británico que estaba en Nueva York, liquidando lacartera de valores de su gobierno a un ritmo de 10 millones de dólarespor semana, se dio cuenta de que había una maniobra para conseguirventajas comerciales tras la guerra.

Siempre optimista, Keynes estaba convencido de que Estados Uni-dos no se quedaría parado viendo cómo el Reino Unido se convertíaen otroVichyy no era consciente del gran interés de los estadouniden-ses en mantenerse al margen de la guerra. Evidentemente, la Ley dePréstamo y Arriendo pretendía reconciliar ambos objetivos. Distancián-dose de las promesas de su campaña («Lo he dicho otras veces y lo re-petiré cuanto haga falta: no enviaremos a vuestros hijos a combatir enguerras ajenas»),23 Roosevelt declaró varias veces en el Congreso queEstados Unidos solo entraría en combate en caso de ser atacado. Suscríticos, de la izquierda y de la derecha, lo acusaron de maniobrar ensecreto para crear provocaciones, pero como se ha demostrado recien-temente, hasta el momento de Pearl Harbor, Roosevelt siguió pensandoque no sería necesario entrar en guerra. «Puede que llegue el día en queuna tontería de los alemanes o de los japoneses nos obligue a entrar—dijo a sus asesores—. La única posibilidad de que nos veamos involu-crados es que ellos tengan un patinazo.»24 Una prueba de que el presi-dente hablaba en serio es que, a la llegada de Keynes a Washington, Es-

tados Unidos supervisaba la labor de descifrado de la máquina Enigma,regalada por los británicos en abril, no para localizar a los submarinosalemanes sino para esquivarlos.25

Keynes acusó a Estados Unidos de «tratarnos peor de lo que a no-sotros se nos habría ocurrido nunca tratar al más humilde y más irres-ponsable de los países balcánicos», y aseguró que Gran Bretaña teníaque hacer lo posible para conservar «suficientes recursos para actuar deforma independiente».26 Lo esencial era limitar la dependencia de la Leyde Préstamo y Arriendo y evitar que Estados Unidos controlara la ba-lanza de pagos británica. El objetivo del viaje de Keynes a Washingtonera conseguir mejores condiciones para los pedidos británicos anterio-res a la ley.Tenía que lograr que las reservas británicas volvieran a contarcon 600 millones de dólares. Por su parte, lo que los estadounidensesintentaban evitar era que Gran Bretaña aprovechase la Ley de Préstamoy Arriendo para incrementar sus reservas de divisas.

La primera reunión de Keynes con Henry Morgenthau, el secreta-rio del Tesoro nombrado por Roosevelt, fue un desastre. La actitudcondescendiente y afectada de Keynes exasperó a Morgenthau, y supropuesta de que los estadounidenses volvieran a financiar 700 millonesde anticipos ya pagados chocaba con la afirmación que había hecho elpresidente ante el Congreso de que la Ley de Préstamo y Arriendo seaplicaría solo a los pedidos futuros. Keynes habló dos veces con Roose-velt, la segunda en 1941, cuando Alemania había roto el pacto con Sta-lin e invadido la Unión Soviética. Esta vez, Keynes consiguió un présta-mo gracias al cual el Reino Unido no necesitó vender sus activos aprecios ruinosos, con un tipo de interés inasumible y usando bienespúblicos como aval.

De hecho, la influencia del keynesianismo se forjó en los dos primerosaños de la guerra. Los enormes gastos militares, financiados con el défi-cit público, habían logrado lo que no habían conseguido los primerosproyectos contra la Gran Depresión: acabar con las grandes bolsas deparo que aún perduraban a finales de la década de 1930. Al ver que lapolítica monetaria no servía para recuperar el pleno empleo, la nuevageneración de economistas concluyó que la economía funcionabacomo postulaba Keynes en su Teoría general En 1941 había varios eco-

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nomistas que se consideraban keynesianos dentro de la burocracia deWashington.

Estos jóvenes keynesianos ganaron credibilidad cuando una pre-visión hecha en los primeros momentos de la guerra resultó acertada.Muchos de los empresarios que solicitaban consejo al Comité de Pro-ducción de Guerra estaban convencidos de que la capacidad productivadel país era «muy limitada» y dudaban de que el comercio de armas ymateriales pudiera dar resultados tan rápidamente como asegurabaRoosevelt. Los keynesianos de la Oficina de Administración de Preciosopinaban lo contrario, y en una de las visitas de Keynes a Washington, lepreguntaron su opinión. Haciendo gala de su habilidad para calcularrápidamente a partir de unos pocos datos, Keynes contestó: «Vamos aver [...] ¿en cuánto superó el producto real de 1929 al de 1914? Si esofue en un período de quince años y desde 1929 han pasado doce, tome-mos los 12/15 de ese incremento. [...] Creo que sería un objetivo razo-nable».27 Los expertos de la Oficina de Administración de Precios estu-vieron de acuerdo. Keynes partió de la base de que en el períodotranscurrido desde la Primera Guerra Mundial hasta el final de la déca-da de 1920 las tasas medias de desempleo fueron bajas, lo que indicabael ritmo al que podía crecer la economía cuando no había una depre-sión de la demanda. Su previsión resultó plenamente acertada. Uno delos expertos de la Oficina de Administración de Precios lo resumió así:«El bando keynesiano de la función pública estadounidense se ha senti-do legitimado».28

En 1941, los keynesianos controlaban cuatro de las instituciones delNew Deal: el Sindicato Nacional de Agricultores, la Asociación Nacio-nal de Planificación, la Oficina del Presupuesto y el Consejo Nacionalde Planificación de Recursos. Además, había un grupo en el Tesoro. Al-gunos ocupaban puestos de cierto nivel en la administración de Roose-velt y tenían capacidad para influir en la política económica. Entre ellosestaban John Kenneth Galbraith, subdirector de la Oficina de Adminis-tración de Precios; Marriner S. Eccles, director de la Reserva Federal;Lauchlin Currie, uno de los seis asesores administrativos de Roosevelt; yHarry Dexter White, jefe del equipo de Henry Morgenthau, el secreta-rio del Tesoro. Mientras que los antiguos adversarios de Keynes descu-brían que podían hacer causa común con él, algunos de sus más acérri-mos defensores en Washington empezaban a desanimarse. En una cena

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celebrada en casa de los Currie, varios jóvenes trataron de convencerlode que el Plan Keynes no era una medida acertada para Estados Unidos.La tasa oficial de desempleo seguía por encima del 10 por ciento, y algu-nos sectores estaban estancados. Los recortes de gastos, las subidas deimpuestos y otras medidas de austeridad solo servían para agravar la si-tuación y podían frenar la recuperación mucho antes de que la economíase acercara al pleno empleo. Pero Keynes sentía que tenía razón, y no sedejó convencer. «Los jóvenes asesores y funcionarios me han parecidoexcepcionalmente válidos y capaces», reconoció; de todos modos, con-cluyó que «ese judío tan enérgico tiene quizá demasiada preeminencia».2*

A John Kenneth Galbraith, que había nacido en una granja canadiensey se vestía y hablaba como un lord inglés, le gustaba decir que las ideasde Keynes llegaron a Washington a través de Harvard.30 No obstante,sería más adecuado decir que llegaron a través de la Universidad de Wis-consin, de la Universidad de Columbia, de la Universidad de la Ciudadde Nueva York, del MIT, de Yale y también, claramente, de la Universi-dad de Chicago.

Milton Friedman, que acababa de doctorarse por la Universidad deChicago, no asistió a la cena en casa de Lauchlin Currie en la que estu-vo Keynes, pero en 1941, el que en tiempos de Reagan sería el princi-pal impulsor de la tendencia monetarista y antikeynesiana era uno delos keynesianos más brillantes del Tesoro estadounidense. Por lo demás,Friedman tuvo bastante influencia en la aplicación práctica del keyne-sianismo en Estados Unidos.

Friedman, hijo de una familia de inmigrantes húngaros, judíos yde clase trabajadora, que se habían instalado en Brooklyn en la década de1890, había nacido justo antes de la Primera Guerra Mundial. Se crióen la tienda que abrieron sus padres en la calle principal de Rahway,una gris población industrial de New Jersey, situada junto a la línea fé-rrea que unía Nueva York con Filadelfia y famosa porque GeorgeMerck la eligió en 1903 para instalar una planta química. Durante suinfancia, Friedman vio cómo sus padres abrían sin éxito un negocio trasotro, entre ellos una heladería. La madre era la principal fuente de in-gresos de la familia, y el padre murió de un infarto con cuarenta y nue-ve años, cuando Friedman tenía quince. En el instituto, Friedman leyó

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A este lado del paraíso, el debut literario de E Scott Fitzgerald, centradoen Princeton. El protagonista, Amory Blaine, tiene «encanto, amabili-dad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varonescontemporáneos suyos y el don de fascinar a todas las mujeres». La se-mejanza no era perfecta porque Friedman era bajito, pobre y usaba ga-fas, pero al menos podía cultivar el rasgo que más valoraba Blaine:«mentalmente: una superioridad absoluta fuera de toda discusión».31

En el mundo de Friedman, esto significaba que podía llegar a seractuario de seguros. Con este objetivo, el ganador del campeonato dedialéctica del instituto decidió estudiar en Princeton en lugar de enRutgers. La Gran Depresión y la influencia de Arthur Burns, joven pro-fesor y futuro presidente de la Reserva Federal, lo convencieron dedejar los estudios de contabilidad y pasarse a económicas. Para mante-nerse durante la época de estudiante, Friedman vendió productos depirotecnia, ayudó a compañeros a preparar exámenes y escribió textospara el boletín universitario. En 1932, cuando acabó la carrera, cruzó elpaís para matricularse en la Universidad de Chicago, donde los profeso-res tenían opiniones «cínicas, realistas y negativas» sobre la reforma, aun-que eran reformistas de corazón, y donde ser un judío de clase baja noera un obstáculo para matricularse.32 Al terminar el primer curso, Fried-man se había enamorado de Rose Director, la hermana pequeña deuno de sus profesores, con la que había estado en la Exposición Univer-sal de Chicago.

Tres años después, cuando Friedman había terminado los estudios yse había quedado sin ahorros, el New Deal fue su «salvavidas».33 Pasó elverano de 1935 esperando en vano una oferta de docencia, pero, apartede que había pocas plazas disponibles, el antisemitismo imperante redu-cía mucho sus posibilidades. Si uno de sus profesores no le hubiera con-seguido un puesto de investigador en Washington, seguramente Fried-man habría renunciado a su proyecto y habría terminado dedicándose ala contabilidad. Pero su entusiasmo era genuino —el hermano de Rose,conservador, señaló las «fuertes simpatías» de su cuñado por el programadel New Deal—,34 y la oferta le permitía asistir al «nacimiento de unnuevo orden» que prometía cambios sociales de todo tipo.35

El Consejo Nacional de Planificación de Recursos, donde entró atrabajar, era uno de los muchos «organismos planificadores» creados du-rante la primera administración de Roosevelt. En esa época, la «planifi-

cación» estaba muy de moda. La idea de establecer los objetivos de pro-ducción agrícola, los salarios mínimos y los precios de diversos sectoresno se basaba en una visión estalinista de la economía, sino en los postu-lados de los fabianos y los laboristas británicos. En la práctica, sin em-bargo, los responsables de planificación del New Deal se dedicaron so-bre todo a calcular la renta pública del país y a anticipar las cifras deproducción y de empleo. John Maynard Keynes había tratado de con-vencer a los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido de quecreasen un sistema de contabilidad de la renta nacional, similar a los li-bros de cuentas de las grandes empresas. Sin información fiable sobrelos resultados económicos anuales del país, los ingresos generados enforma de salarios, beneficios, intereses y arrendamientos, o el gasto dehogares, empresas y administración, el gobierno y las empresas actuabana ciegas. No había forma de advertir un posible desequilibrio entre laproducción y la demanda o de estimar su magnitud. En una época enla que solo había máquinas sumadoras de sobremesa, la elaboración dela contabilidad nacional era una tarea lenta y laboriosa. Por eso nació unambicioso programa público que emplearía a los jóvenes licenciados eneconomía. Herbert Stein, uno de los compañeros de curso de Friedmanen Chicago, calculó una vez que el número de economistas que trabaja-ban en Washington pasó de los cien en 1930 a los cinco mil en 1938.36

El cometido de Friedman era compilar la primera gran base dedatos sobre compras de los consumidores. Aunque era un trabajo pura-mente estadístico, más tarde aseguró que esta experiencia le había sidoútil en algunos de sus trabajos posteriores, como en la elaboración de la«hipótesis de la renta permanente», que citó al ganar el Premio Nobelen 1976. Dicha hipótesis explica, entre otras cosas, por qué los consu-midores suelen gastar una proporción inferior de sus ingresos transito-rios o inesperados que de sus ingresos permanentes.

Dos años después, cuando se invirtió la fase de recuperación eco-nómica iniciada en 1933, Friedman pasó a la Oficina Nacional de In-vestigación Económica, situada en Nueva York, donde se incorporó alequipo formado por Simón Kuznets, profesor de la Universidad de Co-lumbia, que estaba elaborando la primera base de datos nacional sobrela renta del país. Además de solventar las lagunas de información, Fried-man tenía que llevar a cabo una estimación detallada de los ingresos delos profesionales autónomos.

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En el curso de su investigación, Friedman descubrió consternadoque, aunque en Estados Unidos se habían instalado muchos médicosjudíos a partir de 1933, año en que había llegado al poder Hitler, elnúmero de licencias para el ejercicio de la medicina no había aumen-tado. Enojado con el poder de las corporaciones para limitar el acceso asu disciplina, escribió una mordaz queja contra el sistema de licenciasprofesionales. Él mismo fue víctima de ese poder, porque un directivode la Oficina Nacional de Investigación Económica que tenía vínculoscon la industria farmacéutica retrasó durante tres años la publicación desu estudio. Friedman estuvo a punto de tirar la toalla. «El mundo se estádesmoronando [...] y nosotros estamos aquí sentados,preocupándonospor el promedio y la desviación típica de los ingresos profesionales—escribió en 1938 a su novia, la hija de Aaron Director—. Pero ¿quédemonios podemos hacer si no es eso?»37

Aquel verano Friedman se casó con Rose Director, mujer tan tem-peramental, enérgica y conservadora como su hermano. Cuando Fried-man volvió por segunda vez a Washington, en el otoño de 1941, habíaterminado el doctorado y sobrevivido a un desagradable trabajo tem-poral en la Universidad de Wisconsin, donde reinaba una actitud gene-ral abrumadoramente antisemita y contraria a la intervención bélica. Lajoven pareja se consolaba pensando que, tarde o temprano, Estados Uni-dos tendría que entrar en guerra. Cuando Hitler atacó a los soviéticos,los Friedman se alegraron de estar a punto de instalarse en Washington,donde podrían aportar su grano de arena. Al final del verano, Friedmanpublicó un artículo, «El uso de los impuestos para evitar la inflación»,escrito en colaboración con un profesor de la Universidad de Colum-bia que le había contratado para la División de Investigación Fiscal delTesoro. En su primera estancia en Washington, Friedman había trabaja-do como estadístico. Ahora, le enorgullecía tener una influencia másdirecta en la formulación de las medidas políticas.

Después de Dunkerque, en vista de que cada vez era nías seguroque Estados Unidos terminaría entrando en guerra, la administraciónde Roosevelt empezó a pensar en cómo sufragar los gastos bélicos. Laeconomía estaba ya muy centrada en la ayuda a los aliados europeos, ylos preparativos militares requerirían una partida aún mayor. Una de lasconsecuencias indeseadas de la economía bélica fue el retorno de lainflación. Entre 1940 y 1941, los precios al consumo subieron en un 5

por ciento, el mayor incremento anual desde 1920. Aunque vista desdela perspectiva actual no parece una subida excesiva, en ese tiempo bastópara reavivar desagradables recuerdos de la inflación y las protestas ciu-dadanas de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y de lagrave recesión que vino después y que se consideraba su consecuenciadirecta.

Durante la Primera Guerra Mundial, dos tercios del gasto públicose sufragaron con los ingresos fiscales, y el resto se financió emitiendobonos del Estado. Sería razonable inferir que el gobierno estaba usandola deuda pública para salvar la brecha entre ingresos y gastos... pero noera así. En realidad, la mayor parte de la «deuda» era una forma disimu-lada de emitir más dinero. La Reserva Federal, de reciente creación,había obligado a los bancos asociados a prestar dinero a los clientes quequisieran comprar bonos de guerra, y para aumentar en la misma medi-da sus reservas, a su vez estos bancos solicitaron préstamos al bancocentral,

descontando los préstamos en la Reserva Federal; esto es, tomando pres-tado dinero de esta y usando los bonos del gobierno como aval. En con-secuencia, mientras [...] el capital y los depósitos de la Reserva Federal[...] aumentaban en 2.500 millones de dólares [...] solo una décima par-te de esta cantidad correspondía a compras directas de obligaciones delEstado; el resto consistía en crédito concedido a los bancos asociados.38

El resultado de la enorme expansión de capital circulante fue unbrusco aumento de la inflación. Para los granjeros, los mineros y losconstructores, la inflación supuso una vertiginosa prolongación de laprosperidad de los años de guerra. Pero cuando la Reserva Federal ele-vó los tipos de interés, los precios mayoristas cayeron en un 44 porciento y la prosperidad dio paso al declive comercial. La consecuenciapolítica fue que el republicano Warren Harding, que hizo campaña conel lema «volver a la normalidad», accedió a la Casa Blanca. El objetivoprincipal de los funcionarios del Tesoro en la época del gobierno de-mócrata era evitar que se repitiese un desastre de tal calibre.

Cuando los Friedman se instalaron en su nueva casa, cerca del Du-pont Circle, a poca distancia del edificio del Departamento del Tesoro,el malcarado asistente del secretario del Tesoro, Harry DexterWhite, se

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quejaba de lo mal que iban las cosas. «¡Se les está escapando el asunto delas manos! ¡Deben moverse más!», le gritó enfurecido a Galbraith enuna reunión sobre el problema de la inflación.39 El secretario había or-denado a la División de Impuestos que preparase una reestructuracióndel sistema tributario federal. En Washington, casi todas las discusionessobre este tema giraban en torno a la eficacia relativa de las medidasimpositivas frente a la limitación de precios y salarios. Al final, la admi-nistración de Roosevelt adoptó ambos enfoques.

La limitación selectiva, destinada a evitar «la escalada de los precios,el aumento del coste de la vida, la especulación y la inflación», funcio-naba desde abril de 1941, y la Oficina de Administración de Precios sehabía creado precisamente para gestionarla.40 Después de que BernardBaruch dijera en una comisión del Congreso: «No creo en la fijaciónde precios uno a uno. Creo que lo primordial es fijar un techo paratoda la estructura de precios, incluyendo los salarios, los alquileres y losprecios agrícolas [...] después de lo cual pueden ajustarse por separadolas tarifas hacia arriba o hacia abajo, según convenga»,41 la Oficina deAdministración de Precios obtuvo plenos poderes para fijar precios ysalarios en la mayoría de los sectores.

Al principio, el Tesoro y la Oficina de Administración de Preciosdiscrepaban sobre la estimación de los ingresos tributarios, porque unode los argumentos de Baruch para reclamar más control sobre las em-presas era que así se reduciría la necesidad de subir impuestos. Sin em-bargo, en 1942, cuando se aprobó la Normativa de Precios Máximos,los dos organismos llegaron a un acuerdo. El primer encargo importan-te de Friedman fue calcular en qué medida habría que subir los im-puestos para contener la inflación.

El 7 de mayo de 1942, en su primera intervención ante una comi-sión parlamentaria, Friedman declaró que una subida impositiva de8.700 millones de dólares sería «la cifra mínima que permitiría evitaradecuadamente la inflación».42 Siguiendo el mismo razonamiento conel que Keynes defendió su plan en 1940, Friedman señaló que, ante elcrecimiento de la demanda pública y los ingresos de los hogares, habíaque limitar los gastos de los consumidores para evitar que la mayor dis-ponibilidad de dinero se dedicara a la producción de artículos de con-sumo. Con cierta pomposidad, aseguró a la comisión: «Las medidas másimportantes son las tributarías; si no se aplican rápidamente y con deci-

sión, las otras medidas por sí solas no lograrán evitar la inflación». Entreesas medidas menos eficaces, Friedman situaba «el control y limitaciónde los precios, el control de los créditos al consumo, la reducción delgasto público y la emisión de bonos de guerra».43 En ningún momentomencionó la política monetaria. En 1953, hablando de su labor en laépoca de la guerra, Friedman atribuyó este descuido al «talante keyne-siano de la época»,44 pero el propio Friedman era uno de los discípulosestadounidenses de Keynes, y lo seguiría siendo hasta finales de la déca-da de 1940.

Fiel a sus convicciones keynesianas, Friedman tendía a pensar queel impuesto sobre la renta era «más eficaz para evitar un alza inflaciona-ria de los precios y [...] asegurar una mejor distribución de los costesde la guerra» que los impuestos sobre las ventas, que, evidentemente,serían regresivos.45 Durante el verano participó en la elaboración de unproyecto de impuesto sobre el consumo, encaminado sobre todo a evi-tar una subida del impuesto sobre la renta. White, que prefería gravar losgastos a gravar los ingresos, quiso combinar el impuesto sobre el consu-mo con la idea keynesiana de abrir cuentas de ahorro que no pudieranutilizarse hasta pasada la guerra. Tras una agitada reunión que terminócon dieciséis votos contrarios al plan y solo uno favorable, Morgenthaudecidió apoyar de todos modos a White y presentó su propuesta en elCongreso, aunque no tenía ninguna posibilidad de salir aprobada. Estafue la primera ocasión en la que Friedman tuvo que preparar una me-dida legislativa, escribir discursos para sus superiores e intervenir antelas comisiones parlamentarias.

Sin duda, la clave de cualquier plan tributario estaba en la forma derecaudar los impuestos, y la contribución decisiva de Friedman estuvoprecisamente ahí. Hasta 1942, el impuesto sobre la renta se calculabasobre los ingresos del año anterior y se abonaba en cuatro pagos trimes-trales. Era el propio contribuyente el que debía aportar el dinero en lafecha establecida. Eso no suponía un problema, ni para los contribuyen-tes ni para los agentes tributarios, porque las tarifas fiscales eran bajas ysolo las pagaba una pequeña parte de la población. En 1939 se tramita-ron menos de cuatro millones de declaraciones, y la recaudación totalno llegó a los 1.000 millones de dólares, aproximadamente el 4 por cien-to de las rentas imponibles. Por sus ingresos, los Friedman estaban en el2 por ciento superior del país, pero pagaban solamente 119 dólares en

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concepto de impuestos, menos del 2 por ciento de sus ingresos impo-nibles. No tenían problemas para pagar la cantidad total el 15 de marzo,la fecha límite para liquidar los impuestos federales hasta el año 1955.Cuando se impusiera la reorganización prevista, tendrían que abonar1.704 dólares, es decir, el 23 por ciento de sus ingresos imponibles. Ob-viamente, si el Tesoro quería recaudar más dinero, tenía que buscar lamanera de aplicar el impuesto en el momento en que se originaban lasrentas y no un año después.

La solución era retener la cantidad en el origen. De este modo, elTesoro cobraría el impuesto a los empresarios cuando pagaran el sueldoa sus trabajadores, y los beneficiarios de otros tipos de ingresos —inte-reses, dividendos, ganancias de los profesionales autónomos— pagaríansus impuestos trimestralmente, sobre los ingresos obtenidos en el añoen curso, basándose en estimaciones efectuadas por el propio beneficia-rio. A diferencia de la práctica seguida en Alemania y en el Reino Uni-do, que ya llevaban años reteniendo el impuesto en origen, en EstadosUnidos la cantidad recaudada se consideraría estimativa y estaría sujetaa una regulación posterior. La única objeción seria vino del Servicio deImpuestos Internos, que alegó que el nuevo sistema supondría «unacarga de trabajo insostenible» para los agentes tributarios, pero se solu-cionó enviándolos a las empresas para que estudiaran los sistemas depago de las nóminas y pudieran tenerlos en cuenta al diseñar el proce-dimiento de retención.46

Friedman, de nuevo en el Capitolio, aprendió que era importanteir al grano y dar explicaciones sencillas. En cierta ocasión, al ir a respon-der una pregunta del senador texano Toni Connally, se aclaró la voz ydijo: «Hay tres razones; la primera...», pero Connally lo cortó. «Me bas-ta con una, joven», dijo el senador, que en vez de la consabida pajaritallevaba su característico pañuelo negro.47 El secretario del Tesoro, unhombre de «escasa capacidad intelectual» en opinión de Friedman,siempre pedía a sus ayudantes que explicasen los problemas de forma quepudiera entenderlos una estudiante de instituto c o m o mi hija Joan»,frase que siguió repitiendo cuando su hija Joan ya estaba a punto determinar la universidad.48

En el informe que enviaba semanalmente desde la embajada britá-nica, el historiador Isaiah Berlín habló de «una reforma fiscal de dimen-siones inauditas» y explicó que la nueva ley permitiría recaudar 7.600

millones de dólares.49 El 22 de agosto, escribió entusiasmado que «lareforma fiscal afectará a más ciudadanos que cualquier otro proyectoaprobado hasta ahora por el Congreso».50 Por primera vez, Estados Uni-dos tenía un impuesto sobre la renta de aplicación general. Una familiade cuatro miembros con unos ingresos de 3.000 dólares no pagaba im-puestos en 1939, mientras que en 1944 debía pagar 275 dólares; unafamilia con una renta de 5.000 dólares pasaría de pagar 48 a pagar 755dólares; y para una familia con unos ingresos de 10.000, el impuestosubiría de 343 a 2.245 dólares. En 1939, la recaudación del impuestosobre la renta equivalía a poco más del 1 por ciento de los ingresos per-sonales; en 1945, la proporción había subido a más del 11 por ciento.Morgenthau envió la propuesta al Congreso a principios de 1942, y laLey de Pago Directo de Impuestos se presentó en el Senado el 3 de mar-zo de 1942.

El resultado más duradero de la labor de Friedman en tiempos deguerra fue la creación de «una poderosísima maquinaria de recauda-ción».51 Según Herbert Stein, esta maquinaria era tan potente que cuan-do acabó la guerra la recaudación fiscal subió más deprisa que el pro-ducto interior bruto durante varias décadas, debido al crecimientoeconómico y a la aplicación de impuestos progresivos. A medida que larenta nacional mejoraba, había más contribuyentes que pasaban a lostramos impositivos superiores. Gracias a esta dinámica, los gobiernosposteriores a la guerra pudieron seguir aumentando el gasto, con algunareducción ocasional de los tipos impositivos, sin incurrir en déficits im-portantes. Además, la retención en origen facilitó mucho la gestión delos impuestos.

Todo ello hizo posible el empleo de los impuestos para estabilizar laeconomía. Según ha observado Stein, antes de la guerra los ingresos fis-cales correspondían a una parte demasiado pequeña de la renta nacionaly no daban demasiado margen para alentar o frenar la economía. Porotra parte, las oscilaciones de la recaudación se volvieron automáticas.Cuando la economía bajaba, los ingresos fiscales se reducían; cuando laeconomía remontaba, sucedía lo contrario. De ese modo, el estímulokeynesiano empezó a actuar de forma automática en las recesiones, y elfreno keynesiano en las etapas de prosperidad. Lo curioso es que quienlo hizo posible fue Friedman, que en tiempos de Reagan sería el granimpulsor de los recortes fiscales y la mínima intervención estatal.

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EXILIO

Capítulo 13

Exilio:Schumpeter y Hayek en la Segunda Guerra Mundial

Mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros. Nos llevahacia un país desconocido, y rara vez podemos lograr un destello de loque tenemos por delante.

FRIEDRICH HAYEK, Camino de servidumbre, 19441

Para Keynes y muchos de sus discípulos que se incorporaron al ejércitode sus respectivos países, la guerra fue un momento de intenso compro-miso, complejos retos intelectuales y una capacidad de influencia inau-dita. Para Schumpeter y para Hayek, en cambio, la Segunda GuerraMundial fue una época de aislamiento, exilio e inactividad forzosa. Per-dieron su prestigio intelectual. Como eran emigrantes, no se les pidióque se sumaran al esfuerzo bélico. Quedaron al margen, aislados en fa-cultades en las que solo había viejos, impedidos, extranjeros y mujeres.No podían alegrarse de la inevitable victoria aliada sin lamentar al mis-mo tiempo el sufrimiento y la devastación del bando enemigo.

Como testigos, y víctimas, del hundimiento del Imperio austrohún-garo tras la Primera Guerra Mundial, Hayek y Schumpeter podían con-cebir posibilidades inimaginables para quienes habían crecido en EstadosUnidos o en Gran Bretaña. Por su parte, Keynes estaba decidido a quelos aliados no cometieran los mismos errores que en 1919, y confiaba enque sería escuchado y podría imponer su punto de vista. Cuando el Rei-no Unido declaró la guerra al Eje, Keynes tenía cincuenta y seis años yposeía mucha más capacidad de influencia sobre los gobiernos y la opi-nión pública que a los treinta y seis. Era el impulsor de una revolución

del pensamiento económico con numerosos seguidores, y también era elministro de Economía defacto del gobierno de Churchill, el principalnegociador financiero del Reino Unido en Washington y uno de losartífices del sistema monetario de la posguerra.

Schumpeter, en cambio, estaba sumido en una sensación de fracasopersonal, deprimido por la catástrofe que arrasaba Europa y Japón, yaterrado por el fervor belicista. Cada vez se sentía más apartado de suscolegas y estudiantes de Harvard, y no se molestaba en ocultar la amar-gura que le producía ver cómo los estadounidenses condenaban categó-ricamente a Alemania y a Japón mientras aceptaban a la Unión Soviéti-ca como aliada.Terminó llamando la atención del FBI, que lo investigódurante más de dos años.

Para Schumpeter, la ascensión política de los partidos socialistas ynacionalsocialistas en Europa tras la Primera Guerra Mundial demos-traba que el éxito económico no garantizaba por sí solo la superviven-cia de una sociedad. En su opinión, capitalismo y democracia formabanuna combinación inestable. Los empresarios de éxito conspiraban conlos políticos para cerrar el paso a posibles rivales, los burócratas asfixia-ban la innovación con regulaciones e impuestos, y los intelectuales ata-caban los fallos morales del capitalismo mientras elogiaban regímenestotalitarios o incluso ayudaban, abiertamente o en secreto, a los enemi-gos declarados de Occidente. Para Schumpeter, el temor de que la so-ciedad burguesa produjera sus propios sepultureros, como había dichoMarx, se convirtió en una certeza.

A sus cincuenta y seis años, Schumpeter, en vez de sumarse al es-fuerzo bélico como otros austríacos exiliados en Estados Unidos, prefi-rió expresar sus temores en un libro en el que se reveló como granironista. Publicado en 1942, cuando en los países occidentales comen-zaba a decaer la confianza en la libre empresa, Capitalismo, socialismo ydemocracia era un encomio disfrazado de elogio fúnebre que negaba laconclusión keynesiana de que el capitalismo estuviera condenado alfracaso. Pese a sus fallos (las crisis financieras, las depresiones, la conflic-tividad social..,), el capitalismo era capaz de aportar beneficios a las«nueve décimas partes de la humanidad» que en el curso de la historiahumana habían vivido en la pobreza y la servidumbre. «La máquinacapitalista es siempre una máquina de producción masiva», afirmabaSchumpeter en un momento en que el producto interior bruto de Es-

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tados Unidos apenas comenzaba a recuperarse de la Gran Depresión.2

Según escribió en un pasaje muy citado, gracias a la máquina del capi-talismo, las trabajadoras modernas podían comprarse medias que un si-glo atrás no podía permitirse casi ninguna mujer, ni siquiera una reina.Haciendo un cálculo que se quedó corto, Schumpeter consideró que laeconomía de Estados Unidos, si en el medio siglo posterior a 1928 cre-cía tan deprisa como en el medio siglo anterior, en 1978 multiplicaríapor 2,7 veces la de 1928. Con ello no pretendía hacer una predicciónde futuro, sino solamente demostrar a sus lectores la impresionante po-tencia del «sutil mecanismo».

Tras argüir que la competencia era un hábil ardid con el que lasociedad controlaba el genio creativo y elevaba el nivel de vida, Schum-peter profetizó la decadencia del sistema. Planteó una pregunta retórica,«¿Puede sobrevivir el capitalismo?», y la respondió así: «No; no creo quepueda».3 El empresario, agente creativo del éxito capitalista, era objetode ataques no solo en la Unión Soviética, sino también en los paísesoccidentales, como la propia ideología del liberalismo económico. Comose ha señalado, Schumpeter «predijo el triunfo del socialismo, pero hizouna de las defensas del capitalismo como sistema económico más apa-sionadas que jamás se hayan escrito».4

Sin duda, la insinuación de que cada vez habría menos margen deoportunidades para las personas con iniciativa era un reflejo de la edadde Schumpeter y de sus tendencias depresivas. Estaba obsesionado conla idea de la muerte y temía que él mismo se había convertido en unanacronismo. En Harvard, cada vez eran más los que consideraban lasideas de Schumpeter tan anticuadas como su prosa y sus maneras distin-guidas. En su diario, Schumpeter dijo que se necesitaba una «nuevateoría económica», pero que no se sentía con valor de crearla. «No mecorresponde a mí», concluyó.5

En el otoño de 1931, cuando Friedrich von Hayek y su familia se tras-ladaron a Londres, Hayek aún pensaba que volvería a Viena. Al cabo dedos años se dio cuenta de que el exilio sería permanente. Durante untiempo, Hayek fue el líder del liberalismo económico en su país deadopción. Pero en 1938, cuando adquirió la nacionalidad británica, susdiscípulos lo habían abandonado. John Hicks, prestigioso keynesiano,

señaló en 1967: «Ya casi no recordamos que hubo un tiempo en que lasnuevas teorías de Hayek eran el principal rival de las nuevas teorías deKeynes».6

A esta sensación de aislamiento intelectual se sumaban las sombríasperspectivas de Austria. Varios de los antiguos colaboradores de Hayek,entre ellos Ludwig von Mises, que había sido despedido de la universi-dad, habían empezado a refugiarse en el extranjero ya antes de 1938,cuando Hitler proclamó la anexión de Austria, para escapar del crecien-te antisemitismo. En 1935, Fritz Machlup, que había formado parte delGeist-Kreist (el «Círculo del Espíritu») creado por Hayek, le contó enuna carta que había decidido quedarse en Estados Unidos para siempre(tampoco tenía muchas opciones más, siendo judío). Aunque Hayek lecomprendía, respondió: «Me apena mucho la emigración masiva de losintelectuales vieneses,y sobre todo el declive de nuestra escuela de eco-nomía».7 Un año después, afirmó: «La rapidez con la que se está produ-ciendo la capitulación de los intelectuales y la corrupción de la política(por no hablar de las finanzas) es desoladora».8

Días después de que las tropas de Hitler entraran en Viena entrevítores de la multitud, Hayek se escribió con los antiguos integrantesdel Geist-Kreis, quienes le contaron historias terribles sobre los acosos,despidos y detenciones de la Gestapo. Ese mismo año solicitó y obtuvola ciudadanía británica. En varias colaboraciones de prensa atacó al ré-gimen nazi y condenó el antisemitismo. También participó en los pro-gramas de ayuda para los intelectuales judíos que intentaban salir delcontinente.

Por otra parte, los problemas matrimoniales contribuían a su triste-za. Hayek había intentado que su mujer le concediera el divorcio, peroesta se negaba. Y lo que es peor, él seguía amando a Helene. La habíavisto en agosto de 1939, justo antes de que se anunciara el pacto entreStalin y Hitler, una señal de que Estados Unidos no tardaría en entraren la guerra, y él ya no podría volver a verla hasta que terminara el con-flicto.

Cuando por fin acabó la guerra, el aislamiento de Hayek se habíaconvertido en una verdadera reclusión. Con apenas cuarenta años, diezmenos que Keynes, se sentía viejo. Entre otras cosas, había perdido laaudición de un oído. Su sordera era un símbolo de su sensación de ale-jamiento, tanto de su antiguo mundo como de su mundo de adopción.

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LA GRAN BÚSQUEDA EXILIO

Se había quedado en Londres durante las seis primeras semanas de losbombardeos para demostrar su valor y su lealtad al Reino Unido, peroal final había tenido que trasladarse a Cambridge con la London Schoolof Economics, en la que solo quedaban él y media docena de estudian-tes femeninas, y allí había seguido impartiendo clases hasta el final de laguerra. Su mujer y sus hijos se habían refugiado en el campo, su antiguoaliado Lionel Robbins estaba en Whitehall, y sus colegas habían idomarchándose uno tras otro para cumplir sus obligaciones militares.

Camino de servidumbre fue la contribución de Hayek al esfuerzobélico aliado. Él mismo lo calificó como «un deber que no debo elu-dir».9 Después de la declaración de guerra, Hayek estuvo unas semanasesperando a que le confiaran un puesto en el Ministerio de Propaganda.Envió varios escritos al titular del ministerio, lord MacrniHan, sugirien-do posibles estrategias para las emisiones en alemán: «Estoy disponible ycon muchas ganas de dedicar mis capacidades a algo útil, que, tras meti-culosas consideraciones, creo que puede tener que ver con la labor depropaganda».10 Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que su origenextranjero lo excluía de las actividades de guerra. Al final se resignó aseguir ocupándose, prácticamente en solitario, del Departamento deTeoría Económica de la London School of Economics.

Dolido y decepcionado, Hayek pensó en irse a Estados Unidoscomo sus amigos. «Me afecta mucho esta reclusión»,11 escribió a Mach-lup. Sin embargo, cuando este le respondió, Hayek se arrepintió de laidea de embarcarse. «He renunciado a la idea de partir [...] mientras seme quiera aquí de algún modo. Al fin y al cabo, es mi deber.»12 En 1940,cuando la New School le ofreció un puesto temporal de profesor, Ha-yek envió un telegrama de renuncia seco y casi altanero.13 Más tarde, enuna carta para otro amigo, declaró: «Envidio un poco tu posibilidad dehacer algo relacionado con la guerra. Cuando todo acabe, seguramenteseré el único economista que no habrá tenido de ningún modo estaoportunidad, y que, quiera o no quiera, habrá seguido siendo el máspuro de los teóricos puros».14 Como siempre, cuando sufría una decep-ción, Hayek trataba de pensar en el futuro. «Parece que he perdido lacapacidad de disfrutar tranquilamente del presente, y lo que para mívolvía la vida interesante eran mis planes para el futuro, la satisfacciónconsistía en gran parte en lograr lo que tenía planeado hacer, y el sufri-miento venía de no haber sacado adelante mis planes.»15

Paradójicamente, los siguientes tres años fueron algunos de los másproductivos de su vida. «He trabajado más este verano que en cualquierotro período similar hasta la fecha.»16 En cierto momento, en medio delos bombardeos, Hayek tenía entre manos por lo menos tres libros dife-rentes. No tardó en redactar prácticamente a solas las páginas del Econó-mica, el boletín de la London School of Economics. «Por ahora el bom-bardeo es un rotundo fracaso —escribió al instalarse en Cambridge—.Lo que me ha sacado de Londres es sencillamente la incomodidad deuna casa vacía y los frecuentes viajes.»17 Aun así, envió por correo a va-rios amigos que vivían en Estados Unidos algunos capítulos de su nue-vo libro para que los «custodiasen».

En enero de 1941, Hayek aludió explícitamente por primera vezal deseo de escribir un libro que tuviera una gran acogida, como ha-bía logrado Keynes con Las consecuencias económicas de la paz: «Estoy

trabajando en una exposición ampliada y quizá más popular de losasuntos tratados en La libertad y el sistema económico, que, si la termino,podría publicarse en la colección de seis peniques de Penguin».18 Eraalgo que les debía a sus semejantes: «Como no puedo hacer nada paraayudar a ganar la guerra, mi preocupación está en el futuro más lejano,y aunque mis opiniones a este respecto son lo más pesimistas quepueden ser —mucho más que las que tengo sobre la guerra en sí—,estoy haciendo lo poco que está en mis manos para abrir los ojos dela gente».19

Hayek dedicó dos años y medio a la escritura de Camino de servi-dumbre, desde el 1 de enero de 1941 hasta junio de 1943. «Soy tremen-damente lento trabajando, y tal como estoy en estos momentos, conintereses repartidos entre tantos ámbitos distintos, tendré que vivir mu-chos años para llevar a cabo lo que me gustaría hacer ahora mismo», sequejó en una ocasión.20

Hayek comenzaba Camino de servidumbre hablando de la relevanciade la historia para el presente y aludiendo a su experiencia de vivir endos culturas:

Mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros. Nos llevahacia un país desconocido. [...] Diferente sería si se nos permitiera pasarpor segunda vez a través de los mismos acontecimientos. [...] Sin embar-go, aunque la Historia jamás se repite por completo, y precisamente por-

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que no hay evolución inevitable, podemos hasta cierto punto aprenderdel pasado para evitar la repetición del mismo proceso.

Dirigiéndose directamente al lector, Hayek describía su intensasensación de deja vu. La tendencia colectivista de Inglaterra le recordabalo que había sucedido en Viena tras la Primera Guerra Mundial. «Lassiguientes páginas son el producto de una experiencia que se aproxima todo lo

posible a vivir sucesivamente durante varios períodos en países diferentes.» Ha-

yek expresaba una convicción que ya habían descrito antes otros obser-vadores de la sociedad inglesa, desde Engels y Marx hasta Schumpeter:

Así, trasladándose a otro país, cabe observar dos veces la evoluciónintelectual en fases similares. Los sentidos se vuelven entonces peculiar-mente agudos. Cuando por segunda vez se oye expresar opiniones o pro-pugnar medidas que uno ya encontró hace veinte o veinticinco años, estasasumen un nuevo significado. [...] Sugieren, si no la necesidad, por lo me-nos la probabilidad de que los acontecimientos sigan un curso semejante.21

¿A qué opiniones y medidas se refería Hayek? Sabemos que entresus lecturas recientes se encontraba el Mein Kampf de Adolf Hitler,que se publicó íntegramente en inglés por primera vez en 1939. Otra,sin duda, era la oda a la planificación estatal publicada por los Webben 1936: Soviet Communism: a New Civilization, libro que Hayek rese-ñó para el Sunday Times. Aunque políticamente se sitúa a mucha dis-tancia de todos ellos, sin duda Hayek también pensaba en la Teoríageneral de Keynes.

El libro de Hayek era una defensa del mercado y la concurrencia,presentada según la moderna economía de la información:

Debemos ver la estructura de precios como un mecanismo que sirvepara comunicar información si queremos entender su verdadero papel.[...] Lo más significativo de esta estructura es la economía de conoci-mientos que requiere, es decir, lo poco que necesitan saber los participan-tes concretos para poder tomar la decisión adecuada.22

Por otra parte, su libro era también un aviso. Herbert Spencer fueel primero en advertir que las infracciones de la libertad económicaeran infracciones de las libertades políticas. Ludwig von Mises, mentor

de Hayek, veía el Estado del bienestar como un caballo de Troya que iría«transformando paso a paso la economía de mercado en socialismo. [...]Lo que surge al final es un sistema de planificación total, es decir, unsocialismo como el que pretendía instaurar el Plan Hindenburg alemánen la Primera Guerra Mundial». Pero Hayek no estaba defendiendo ellaissez-faire. De hecho, se declaraba contrario a descuidar la economía:

Queda, por último, el problema, de la máxima importancia, de com-batir las fluctuaciones generales de la actividad económica y las olas re-currentes de paro en masa que las acompañan. Este es, evidentemente,uno de los más graves y acuciantes problemas de nuestro tiempo. Pero,aunque su solución exigirá mucha planificación en el buen sentido, norequiere —o al menos no es forzoso que requiera— aquella especialclase de planificación que, según sus defensores, se propone reemplazar almercado. Muchos economistas esperan que el remedio último se halleen el campo de la política monetaria, que no envolvería nada incompa-tible incluso con el liberalismo del siglo xix. Otros, es cierto, creen queel verdadero éxito solo puede lograrse con la realización de obras públi-cas a gran escala emprendidas con la más cuidadosa oportunidad. Estollevaría a mucho más serias restricciones de la esfera de la competencia,y al hacer experiencias en esta dirección tendremos que vigilar cuidado-samente nuestros pasos si queremos evitar que toda la actividad econó-mica se haga cada vez más dependiente de la orientación y el volumendel gasto público.23

En un discurso posterior, Hayek diría ante una concurrencia esta-dounidense: «Debemos abandonar la discusión a favor y en contra de laactividad del gobierno como tal. [...] No podemos defender seriamen-te que el Estado no debería hacer nada».24

A principios de 1943, Machlup envió algunos capítulos del libro deHayek a varias editoriales estadounidenses. Las primeras respuestas nofueron alentadoras:

Francamente, no tenemos claro qué ventas podemos esperar de estelibro, y yo personalmente no puedo evitar pensar que el profesor Hayekestá un poco al margen de la corriente del pensamiento actual, tanto aquícomo en Inglaterra. [...] No obstante,si el libro se publica en alguna otraeditorial y se convierte en un éxito en el género del ensayo, considere

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simplemente que ha sido uno de esos errores de criterio que todos come-temos.25

Harpefs descartó el libro por «forzado» y «afectado».26

En junio de 1943, Hayek firmó por fin un contrato con Routledgepara la publicación de su libro en el Reino Unido. Y en febrero de1944, poco antes de que saliera publicado en Inglaterra, Hayek supoque la editorial de la Universidad de Chicago también aceptaba publi-carlo.

Acto tercero

CONFIANZA

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Prólogo

Nada que temer

El 11 de enero de 1944, Roosevelt llevaba varios días en cama con gri-pe. Agotado tras participar en las conferencias de los Tres Grandes en ElCairo y en Teherán y aquejado de varias dolencias potencialmente mor-tales (hipertensión, cardiopatía hipertensiva, insuficiencia cardíaca en elventrículo izquierdo y una bronquitis aguda), estaba demasiado débilpara desplazarse al Capitolio a pronunciar el discurso anual sobre elEstado de la Unión.1 Por eso envió el texto por mensajero al Congreso,pero como sabía que los periódicos no lo publicarían completo, insistióen leerlo en una de las «charlas junto al fuego» que se retransmitían porradio a la población. Habían pasado meses del desembarco de Norman-día y Estados Unidos estaba sumido en una lucha encarnizada en elPacífico, pero el presidente insistió en que los ciudadanos no pensaransolamente en la guerra: «Ahora mismo nuestro deber es trazar los planesy la estrategia que nos permitirán alcanzar una paz duradera».2

Roosevelt insistió una y otra vez en la idea de que la paz no depen-día solamente de la derrota de los regímenes criminales sino de la eleva-ción del nivel de vida. La seguridad económica era la principal respon-sabilidad de los gobiernos democráticos. Roosevelt estaba decidido a norepetir los errores cometidos por los aliados tras la Primera Guerra Mun-dial, que, según él, habían abierto el camino a la guerra posterior. Con-vencido de que el Estado del bienestar y la libertad individual iban de lamano, advirtió; «El hambre y la falta de trabajo son la materia de la queestán hechas las dictaduras». Por eso mismo, instó al Congreso a apoyar larecuperación económica en Estados Unidos y. en otros países. Su princi-pal propuesta de carácter interno fue una «Declaración de DerechosEconómicos»; esto es, una garantía de que el Estado proporcionaría pues-tos de trabajo, protección sanitaria y pensiones de vejez.3

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LA GRAN BÚSQUEDA NADA QUE TEMER

El discurso más radical de la presidencia de Roosevelt, según lo hacalificado su biógrafo James MacGregor Burns, «cayó con un golpesordo en una Cámara prácticamente vacía».4 En el Congreso había ma-yoría republicana, y las referencias del presidente al hambre y el paro noconvencieron a los millones de estadounidenses congregados junto a laradio. Unos meses después, a su llegada a Washington, Keynes descubrióque «en este continente, la guerra es un motivo de inmensa prosperidadpara todos».5 No solo era una época próspera, sino que en las encuestasel 60 por ciento de la población se declaraba «satisfecha con la forma enque iban las cosas antes de la guerra».6

El motivo era la propia guerra. Desde antes de 1939, el temor a unconflicto bélico había desencadenado una importante entrada de oroen Estados Unidos, pues los inversores europeos y asiáticos buscaban unrefugio seguro para sus ahorros. De este modo, los bancos estadouni-denses habían llenado sus depósitos, y habían bajado los tipos de interés.A partir de 1939, el gasto del gobierno federal había pasado de equiva-ler al 5 por ciento del PIB a equivaler casi al 50 por ciento, una subidamucho más rápida que la de los ingresos fiscales, pese a la espectacularsubida de los impuestos sobre la renta y sobre los beneficios y a la intro-ducción de un nuevo impuesto sobre las nóminas. La magnitud de losgastos deficitarios era enorme, si se comparaba con las políticas fiscalesadoptadas por la primera administración de Roosevelt en la época de laGran Depresión.

La combinación entre un fuerte gasto público y el estímulo mone-tario procedente del extranjero produjo una etapa de prosperidad. Con11 millones de personas movilizadas, y con las fábricas, las minas y lasgranjas funcionando a pleno rendimiento, la tasa de paro oficial pasó deser del 15 por ciento a finales de 1939 —el 11 por ciento si se tienen encuenta los empleos públicos «temporales»— a estar muy por debajo del2 por ciento a finales de 1943. Debido a las limitaciones del mercadolaboral, los sueldos industriales subieron en un 30 por ciento tras la in-flación. Y en el cuarto año de guerra, el hogar estadounidense medioconsumía más que en 1939.

Para suministrar aviones, barcos y tanques a otros países, EstadosUnidos había tenido que intensificar su producción. El producto inte-rior bruto estaba creciendo a un ritmo de casi el 14 por ciento anual,tres veces más deprisa que en los «felices años veinte», cuando, según las

agrias palabras de Roosevelt: «Este país emprendió un loco recorridopor una montaña rusa que terminó en un trágico desastre».7 Los esta-dounidenses no podían seguir adquiriendo coches, neveras o casas, peroestaban tan convencidos de que el dólar conservaría el valor anterior ala guerra que no tenían inconveniente en ahorrar casi una cuarta partede su salario para poder comprar todos estos artículos más tarde. Tam-poco podían hacer viajes por carretera, una afición muy generalizada.Sin embargo, podían comprar más ropa, comida, alcohol, cigarrillos yrevistas, escuchar más discos y programas de radio y ver más películas ycompeticiones deportivas. El contraste con Gran Bretaña, donde elconsumo per cápita se había reducido en un 20 por ciento, era extraor-dinario. Como refleja la serie de novelas de las Cazelet Chronicles, de laescritora Elizabeth Jane Howard, en esos años los ciudadanos inglesestenían la vida bastante complicada por la escasez de vivienda, ropa, car-bón, gasolina y muchos alimentos básicos. Además, la austeridad no aca-bó al llegar el armisticio. Aún en 1946, el gobierno laborista debatía ensecreto la imposición de un racionamiento del pan. Hasta 1954 no serevocó el último de los controles.

Aunque era evidente que el sistema económico estadounidense es-taba en condiciones de resistir, Roosevelt y sus asesores temían que laprosperidad de los años de guerra fuera transitoria. En su discurso, Roo-sevelt habló de «verdades económicas que caen por su propio peso»,entre ellas la de que se necesitaba otro New Deal para evitar que la des-movilización del ejército desencadenase otra Gran Depresión. Si tras laguerra había «un retorno a la teórica normalidad de los años veinte»,eso significaría que «habremos abierto paso al espíritu del fascismo ennuestra tierra»,8 advirtió melodramáticamente.

Su idea de la situación reflejaba la de uno de los dos bandos delacalorado debate entre keynesianos y antikeynesianos. Cuanto más op-timistas se mostraban los empresarios y los ciudadanos ante las perspec-tivas de la posguerra, más preocupados estaban los discípulos de Keynespor la posibilidad de que comenzase otra recesión. Con la desmoviliza-ción, el gasto público bajaría en picado. Alvin Hansen, asesor de la Re-serva Federal al que algunos llamaban «el Keynes norteamericano», pre-dijo «un derrumbe económico en los años posteriores a la guerra; esdecir, desmovilización de las tropas, cese de la actividad en la produc-ción de defensa, desempleo, deflación, quiebra, tiempos difíciles...».9

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LA GRAN BÚSQUEDA NADA QUE TEMER

Paul Samuelson, asesor del organismo de planificación más importantede la posguerra, instó al gobierno a combatir el desempleo. «Antes de laguerra era un problema no resuelto, y nada de lo que ha pasado desdeentonces nos asegura que no volverá a aumentar.» Ninguno de ellospensaba que las empresas y los consumidores pudieran recuperar el rit-mo anterior. Samuelson lo expresó del siguiente modo: «Si alguien pasaseis años sin coche, no necesita seis coches de golpe».10 Convencidos,tras la experiencia de los años treinta, de que las empresas eran demasia-do reacias a invertir y de que la política monetaria no servía para com-batir las recesiones, los keynesianos llegaron a la conclusión de que elúnico remedio era mantener el gasto público, ralentizando la desmovi-lización y reforzando la inversión en infraestructuras.

Por su parte, los antikeynesianos también estaban preocupados porun posible estancamiento, pero sus motivos eran distintos. Schumpeterno veía con optimismo las perspectivas de crecimiento a largo plazo.Temía que la economía no podía traer más mejoras en la productividady el nivel de vida, no porque la demanda fuera insuficiente sino por elefecto de las políticas públicas. En un artículo publicado en 1943, acep-taba que «todo el mundo teme que tras la guerra puede haber una de-presión», aunque le parecía un temor exagerado: «Entendida como unproblema puramente económico, la tarea [de la reconstrucción] puederesultar mucho más sencilla de lo que cree la mayoría de la gente. [...]En cualquier caso, las necesidades de los hogares empobrecidos serántan urgentes y tan calculables que cualquier recesión inevitable poste-rior a la guerra no tardará en dar paso a una etapa de reconstrucción yprosperidad. Los métodos capitalistas han demostrado su utilidad en si-tuaciones mucho más difíciles».11

Según Schumpeter, en la posguerra la verdadera amenaza contra elcrecimiento vendría de las políticas contrarias a la empresa privada en-carnadas en el New Deal. Hayek y él temían que los gobiernos siguie-ran gestionando la producción y la distribución como en los años deguerra, es decir, con controles de precios y salarios, con gastos deficita-rios y con impuestos elevados. Tales medidas, con las que se pretendíaevitar un estancamiento, podían producir precisamente este resultado.Schumpeter lo denominaba «el capitalismo en cámara de oxígeno».12

Hayek, por su parte, no estaba tan preocupado por una posible pérdidade dinamismo como por la limitación de libertades. Mientras Roosevelt

advertía de que el «retorno a la normalidad» equivaldría a una victoriacontra el fascismo, Hayek señalaba que gestionar del mismo modo laproducción y la distribución conduciría a un importante recorte en losderechos económicos y políticos. Sus temores resultaron más acerta-dos en lo que respecta a Europa en general y el Reino Unido en particu-lar que en lo que respecta a Estados Unidos, donde prácticamente todoslos organismos creados durante la guerra fueron desmantelados a partirde 1945.

Aparte de la victoria militar, la prioridad más importante de Rooseveltera no repetir los errores cometidos por los aliados tras la Primera Gue-rra Mundial, que según él habían conducido a la guerra posterior. A sumodo de ver, las conversaciones entre los Tres Grandes sobre los acuer-dos financieros, comerciales y políticos de la posguerra, iniciadas enenero de 1944, eran una muestra de que las cosas se estaban haciendomejor. Criticando la «actitud de avestruz» de los «cegatos» que veíancon suspicacia las deliberaciones, Roosevelt arremetió contra quienesconsideraban la prosperidad del resto del mundo un peligro para losintereses económicos estadounidenses. En la reunión de Teherán habíaconseguido que Stalin se comprometiera a favor de una nueva Sociedadde Naciones. Roosevelt insistió en que «el principal objetivo para elfuturo» era la seguridad colectiva, lo que incluía la «seguridad económi-ca, la seguridad cívica y la seguridad moral» para «la familia de las na-ciones». Una vez controlados militarmente los agresores, lo esencial paramantener la paz sería asegurar «un nivel de vida digno para todos loshombres, mujeres, niños y niñas de todos los países». «La ausencia demiedo siempre está asociada a la ausencia de penurias.»13

Keynesianos y antikeynesianos coincidían en la importancia de lacooperación internacional; mantenían el mismo parecer sobre esteasunto desde 1919. Pocos creían que un entorno económico favorablea escala global pudiera surgir espontáneamente. Los bloques comercia-les bilaterales de la etapa de entreguerras eran un intento de que laUnión Soviética y la Alemania nazi quedaran apartadas de la economíamundial. Incluso Hayek, que por experiencia y temperamento veía conmás escepticismo la intervención pública, estaba convencido de que lasdemocracias podían ser más beneficiosas en aquel momento que una

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generación atrás. Se había impuesto la idea de que los estados teníanque cooperar entre sí y buscar soluciones que asegurasen la recupera-ción del comercio mundial, la resolución de las deudas de guerra y laestabilización de las monedas.

En Europa, sin embargo, la optimista visión de Roosevelt de unmundo unitario, donde las grandes potencias se olvidarían de expansio-nismos agresivos y se centrarían en el crecimiento económico, parecíauna ingenuidad. El 9 de marzo de 1944, Gunnar Myrdal, jefe de unacomisión sueca de planificación, hizo un pronóstico mucho más som-brío. Este joven economista había pasado los primeros años de la guerraviajando por Sudamérica, donde presentaba un estudio sobre las rela-ciones interraciales titulado Un dilema americano: el problema del negro yla democracia moderna, y en 1942 había vuelto a su Suecia natal, que con-servaba su estatus de neutralidad a pesar de haber suministrado materia-les a la maquinaria bélica alemana.

La visión de futuro de Myrdal era mucho más pesimista. Temía quela autarquía, el estancamiento económico y el militarismo —patologíasque habían llevado a una segunda conflagración mundial cuando solohabía pasado una generación de la primera— aún no habían sido de-rrotados, a pesar de los esfuerzos, sacrificios y sufrimientos de los cuatroaños anteriores. El sueño de una comunidad mundial —las NacionesUnidas— que se relacionara mediante el comercio, las divisas converti-bles y el derecho internacional, era para él una ilusión peligrosa. Criti-cando el «exagerado optimismo» de los economistas estadounidenses,predijo que la prosperidad de los años de guerra desembocaría en unasituación de paro masivo mucho más grave que la de la Gran Depre-sión. Una depresión en Estados Unidos tendría repercusiones en todoel mundo, especialmente en Suecia y en otros países que dependían dela exportación para poder pagar las importaciones necesarias para man-tener una economía moderna. Inevitablemente, el caos económico pro-duciría una epidemia de huelgas y de conflictividad social y alimentaríalas rivalidades nacionalistas; es decir, tendría el mismo efecto que la si-tuación económica anterior a la guerra. Seguiría habiendo una tenden-cia al militarismo y la autarquía,14 similar a la que se había impuesto enla etapa de entreguerras. Además, cuando los aliados abandonaran suobjetivo común de derrotar al Eje y se impusieran los intereses econó-micos y políticos de cada uno de los Tres Grandes, el mundo se dividiría

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NADA QUE TEMER

en tres imperios rivales (los rusos, los británicos y los estadounidenses).Según la visión distópica de Myrdal, este nuevo imperialismo no solosería tiránico, sino inestable por naturaleza.

Evidentemente, esta previsión recuerda la novela 1984. GeorgeOrwell, que terminó de escribirla en 1948, pintó un mundo divididoen tres grandes imperios (Oceanía, Eurasia y Estasia), inmersos en unaguerra fría permanente. Demasiado igualadas para ganar o perder, lossuperestados utilizan la amenaza externa para justificar el totalitarismo yel estancamiento económico. El protagonista —un hombre corrientellamado Winston Smith, que «tiene muestras de coraje churchilliano»—descubre que «la desintegración del mundo en tres grandes superestadosfue un acontecimiento que pudo haber sido previsto —y que en reali-dad lo fue— antes de mediar el siglo xx».15

Paradójicamente, alguien que no veía esta pesadilla con temor, sino consatisfacción, era Stalin. Roosevelt había vuelto de Teherán convencidode que los líderes aliados tenían un interés común: cuando se hubieraderrotado al enemigo, intentarían instaurar un marco que permitieracentrarse en el crecimiento económico. Y había asegurado a los esta-dounidenses: «Nuestros aliados han aprendido por experiencia, una ex-periencia amarga, que no será posible el verdadero desarrollo si la repe-tición de las guerras, o incluso la simple amenaza de la guerra, lesapartan de su objetivo».16

En realidad, Stalin estaba convencido de que sus aliados capitalistasserían incapaces de seguir cooperando durante mucho tiempo; según él,una vez derrotado el enemigo común, el afán de lucro llevaría a unconflicto entre Estados Unidos y el Reino Unido. Así pues, la guerraentre británicos y estadounidenses era «inevitable».17 Por este motivo,Stalin podía obtener ayudas y territorios de sus aliados, y esperar a quela inminente crisis provocara otra guerra y llevara a los ciudadanos deesos países a afiliarse a agrupaciones políticas leales a Moscú.

¿Por qué Stalin no tuvo en cuenta las numerosas evidencias de locontrario? Según John Lewis Gaddis, el más importante especialista es-tadounidense en la guerra fría, Stalin estaba fascinado con la primitivateoría económica de Lenin, que partía de una falsa analogía entre lacompetencia económica y la guerra. A diferencia de Roosevelt, quien

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creía que el crecimiento de un país beneficiaría a sus socios comerciales,Stalin estaba convencido de que el comercio, como la guerra, era un jue-go en el que siempre había un bando perdedor. De hecho, para Lenin,la guerra era solo una forma más agresiva de la rivalidad económica.

En la Teoría general, Keynes había manifestado su convicción de quelas ideas son importantes: «Los maniáticos de la autoridad, que oyenvoces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor aca-démico de algunos años atrás».18 Sin embargo, gracias en gran parte a lasideas de Keynes, de Hayek y de sus seguidores, las personas que ocupa-ban puestos de autoridad no estaban locas ni subyugadas por absurdasideas del pasado. Y estaban dispuestas a evitar tales pesadillas.

Capítulo 14

Pasado y futuro:Keynes en Bretton Woods

Las dolencias económicas son altamente contagiosas. De ello se sigueque la salud económica de cada país es un asunto de preocupación paratodos sus vecinos, cercanos o lejanos.

FRANKLIN DELANO ROOSEVELT,

mensaje a los delegados de la Conferencia de Bretton Woods1

Keynes describió la travesía que hicieron Lydia y él en el Queen Mary amediados de junio de 1944, apenas dos semanas antes de que comenza-ra la conferencia internacional sobre asuntos monetarios de BrettonWoods (New Hampshire, Estados Unidos), como «unos días tremenda-mente pacíficos y, al mismo tiempo, tremendamente ocupados».2 Acom-pañado de una decena de altos funcionarios británicos, entre los queestaba Lionel Robbins, íntimo amigo de Friedrich von Hayek y ahoratambién suyo, Keynes presidió no menos de trece reuniones a bordo yparticipó en la redacción de dos «borradores de viaje» sobre las princi-pales instituciones que administrarían los asuntos monetarios de la pos-guerra: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.3 En susratos libres, se instalaba en una tumbona de cubierta y devoraba libros.Además de una nueva edición de la República de Platón y una biografíade su ensayista favorito,Thomas Babington Macaulay, leyó el Camino deservidumbre de Hayek.

A diferencia de algunos discípulos suyos más doctrinarios, Keynesera capaz de concebir dos verdades aparentemente opuestas. En unacarta para Hayek, escribió: «Moral y filosóficamente, estoy de acuerdocon prácticamente la totalidad del libro; no solo me convence, sino que

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me emociona profundamente». Tal vez Hayek no había logrado trazar«satisfactoriamente la línea divisoria entre libertad y planificación»,4 ypor lo tanto su libro no sería la mejor orientación para elegir la «víaintermedia» de la política práctica, pero expresaba valores que Keynesconsideraba esenciales «para vivir correctamente».5 Robbins ha señala-do que Keynes, «tan radical en asuntos puramente intelectuales, era unauténtico conservador burkeano en materia de cultura».6

Keynes llegó a decir que Hayek había descartado demasiado rápi-damente la posibilidad de que cierto grado de planificación fuera com-patible con la libertad, sobre todo si estaba a cargo de quienes compartíanlos valores de ambos: «En una comunidad que profesa los sentimientosy pensamientos correctos, pueden emprenderse con tranquilidad medi-das peligrosas que llevarían al desastre si las realizaran quienes profesansentimientos y pensamientos inadecuados».7 Es decir, una economía deguerra dirigida por ChurchiU o por Roosevelt na desembocaría en unEstado totalitario, algo que sí había sucedido con las dirigidas por Stalino por Hitler.

Keynes y Lydia llegaron a los Montes Blancos de New Hampshire enun tren privado. El hotel Mount Washington, en Bretton Woods, era unestablecimiento señorial y decimonónico, como el Majestic parisiensedonde se había alojado Keynes al final de la última guerra, pero tenía350 habitaciones, baños privados, un salón de baile, una piscina interiory un patio con palmeras y cristaleras de Tiffany Sin embargo, este esta-blecimiento algo destartalado, cuyo momento de gloria había pasadohacía muchos años, no estaba preparado para recibir de golpe a 730 de-legados de 44 países aliados. «Los grifos gotean todo el tiempo, las ven-tanas no se pueden abrir o no se pueden cerrar, las cañerías se rompeny todo el mundo se pierde», escribió Lydia a su suegra. A ella y a su ma-rido les instalaron en una suite enorme, contigua a la del secretario delTesoro Henry Morgenthau. A diferencia de la travesía en barco, la con-ferencia, según Lydia, era «una casa de locos en la que todo el mundotrabaja más de lo humanamente posible».8

Roosevelt firmaba las invitaciones a la conferencia y Morgenthauejercía de anfitrión, pero los principales ideólogos y organizadores eransu asistente Harry Dexter White y Keynes. Los ponentes llegaban con

ideas muy diversas, intereses divergentes y, en muchos casos, objetivosocultos. El hotel estaba infestado de espías. Las opiniones de los delega-dos no eran vinculantes para sus gobiernos. Sin embargo, los organiza-dores eran conscientes de la importancia de asegurar la recuperacióneconómica y sabían que para ello sería imprescindible la cooperacióninternacional. Los artífices de los acuerdos compartían la determinaciónexpresada por Roosevelt en su discurso sobre el Estado de la Unión: norepetir los errores cometidos tras la Primera Guerra Mundial y adoptarun enfoque mundial y multilateral como el de las Naciones Unidas. Elhecho de convocar la conferencia era indicativo de una redefmición yampliación radical de las responsabilidades del gobierno. Del mismomodo que Washington, Londres y París habían asumido la necesidad demantener un alto nivel de empleo en sus respectivos países, práctica-mente todos los gobiernos occidentales admitían cierta responsabilidaden el nivel de empleo de sus socios comerciales.

Los rasgos del nuevo orden propuesto demostraban que habíauna visión compartida de las cosas que habían fallado en el pasado y unamisma convicción de que los cambios tendrían repercusiones que iríanmás allá de la economía. Roosevelt y Churchill, además de Keynes y susdiscípulos estadounidenses, creían que las dolencias económicas —esdecir, la inflación y el desempleo— habían conducido al fascismo yhabían debilitado peligrosamente muchas democracias. Asimismo, esta-ban convencidos de que la disolución del sistema económico globalanterior a la Primera Guerra Mundial —cuando cada país había inten-tado aislarse para mantenerse al margen de la crisis económica gene-ral—, y el consiguiente declive en el comercio mundial, habían contri-buido a la guerra. Por lo tanto, la rivalidad económica entre países podíaconducir a un conflicto bélico. El secretario de Estado estadounidenseCordel! Hull lo expresó así: «Un comercio [sin] trabas armoniza con lapaz; los aranceles altos, las trabas al comercio y la competencia econó-mica desleal armonizan con la guerra. [...] Si pudiéramos conseguirunos flujos comerciales más libres [...] de manera que no hubiera paísescelosos de otros y el nivel de vida de todos pudiera mejorar [...] habríaposibilidades razonables de asegurar una paz duradera».9

De acuerdo con la gran innovación teórica de las décadas de 1920y 1930 —la economía del conjunto, desarrollada por Fisher, Keynes y,en menor medida, Schumpeter y Hayek—-, lo que es bueno para un

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país puede ser malo para el conjunto de todos ellos. Devaluar la mone-da, erigir barreras al comercio y controlar las salidas de capital puedeayudar a reducir los déficits de la balanza de pagos, frenar la salida deoro e impulsar los ingresos públicos; pero si todo el mundo adopta lamisma táctica, el resultado puede ser una escalada general de la pobre-za y el desempleo. En la década de 1930, el comercio mundial se redu-jo a la mitad, y las transacciones comerciales siguieron efectuándosebásicamente en los bloques definidos en torno a cada moneda, comoel Imperio británico con la libra esterlina, la esfera de influencia sovié-tica o el bloque de comercio bilateral definido por el doctor HjalmarSchacht, ministro de Economía de Hitler. En general se aceptaba lanecesidad de cierto grado de intervención pública para asegurar elfuncionamiento de la libre empresa a nivel mundial. En cierto modo,como ha señalado Robert Skidelsky, el nuevo ordenamiento ideadopor White y por Keynes fue una extensión del keynesianismo a escalaglobal.

El objetivo de la Conferencia de Bretton Woods era reactivar elcomercio mundial, estabilizar las monedas y resolver las deudas de gue-rra y la parálisis de los mercados crediticios. La guerra había empobre-cido a una gran parte del mundo, y cada país tenía que buscar su propiavía para volver a la prosperidad. En un sentido amplio, el rescate econó-mico implicaba un esfuerzo de reconstrucción, un retorno al sistemaglobal anterior a 1913, pero sin pensar, como antes de la Primera Gue-rra Mundial, que la maquinaria económica funcionaría de forma auto-mática. Por su parte, los países occidentales debían aprender las leccio-nes del pasado, evitar los errores de la etapa de entreguerras —algo quelos capitalistas eran incapaces de hacer, según los marxistas— y recupe-rar la credibilidad moral y material perdidas. La estabilidad económicaera clave para la estabilidad política, y el crecimiento económico erauna condición necesaria, y suficiente, para la supervivencia de Occi-dente a largo plazo. Las sociedades modernas no podrían sobrevivir si el«sutil mecanismo» del capitalismo funcionaba mal o se estropeaba, delmismo modo que las grandes ciudades no podrían sobrevivir sin elec-tricidad o sin trenes.

A diferencia de los pensadores británicos que propugnaban la liber-tad de comercio en la década de 1840, ni Keynes ni Fisher (como tam-poco Schumpeter o Hayek) creían que hubiera una tendencia automá-

tica hacia la paz y el progreso, como tantos daban por supuesto en lostiempos de la belle époque. La intervención estatal era necesaria, y tam-bién lo era la cooperación internacional. Ningún sistema podía surgir omantenerse espontáneamente, como se pensaba antes de 1914. Por lotanto, quienes deberían encargarse de crear uno serían la única granpotencia que quedaba en pie en Occidente y los antes poderosos y aho-ra humildes imperios europeos. Cualquier otra opción era inconcebible.Según White, si no se actuaba así, se volvería una vez más a la guerra:«La ausencia de un alto grado de colaboración entre las principales na-ciones [...] llevará inevitablemente a un enfrentamiento económicoque será el preludio y el detonante de un enfrentamiento militar a unaescala aún más vasta».10

Es decir,White y Keynes compartían los temores de George Orwell,Gunnar Myrdal, Schumpeter, Hayek y tantos otros, pero ni eran escla-vos del determinismo económico ni desconfiaban radicalmente del Es-tado. Pensaban que era posible convencer a los gobiernos de que debíancrear un marco de cooperación, con el fin de evitar tanto la depresióncorno la guerra.También pensaban que los gobiernos democráticos po-dían aprender de los errores del pasado, y rechazaban tanto la nociónmarxista de la necesidad histórica como la asunción tradicional de larivalidad entre las grandes potencias. En todo caso, no compartían la con-vicción de Stalin de que la guerra fuera inherente al capitalismo.

Lo que faltaba por ver, evidentemente, era si los países occidentalesserían capaces de aprender de los errores del pasado, pero también sisabrían tomar las medidas adecuadas, con ayuda del sutil mecanismocapitalista.

En 1944, Gran Bretaña estaba dispuesta a sobrevivir a toda costa, aun-que tuviera que perder una buena parte de su imperio, cooperar con laUnión Soviética y quedar en segundo plano ante un Estados Unidoscada vez más presente. Excepto para unos pocos comunistas, la principalprioridad de los británicos en la posguerra era asegurar que los estadou-nidenses siguieran involucrados en Europa.

Al final de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos ya tenía laeconomía más fuerte y rica del mundo, pero no era todavía una super-potencia. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en cambio, era la

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única superpotencia existente. Como descubrieron las sucesivas admi-nistraciones estadounidenses, el aumento de riqueza y poder de su paísimplicaba una mayor interdependencia. Al final de la Primera GuerraMundial, Woodrow Wilson defendió la participación norteamericanaen los asuntos europeos, pero su proclama cayó en saco roto. En 1944,la idea de que un mundo más seguro sería beneficioso para EstadosUnidos ya no parecía tan descabellada. Pearl Harbor había destruidopara siempre la ilusión de que dos océanos podían proteger a los esta-dounidenses de las amenazas del exterior.

Según el historiador John Gaddis, las prioridades de Roosevelt enlos años de guerra eran las siguientes: apoyar a los aliados, porque suayuda era necesaria para derrotar a Japón y a la Alemania nazi; asegurarla cooperación en los acuerdos de la posguerra, porque la participaciónsoviética era imprescindible para asegurar una paz duradera; diseñar unplanteamiento multilateral de la seguridad, y evitar otra Gran Depre-sión. En último término, como Estados Unidos era una democracia enla que los políticos dependían de la opinión popular, Roosevelt se pro-puso convencer al pueblo estadounidense de que era imposible volveral aislacionismo anterior a la guerra.

En 1919,Keynes era uno de los muchos asesores técnicos que ocu-paban el hotel Majestic de París, con pocas esperanzas de ser escuchadosy menos aún de aportar algo a los resultados de la reunión. En 1944, enel hotel Mount Washington, era uno de los peces gordos, como le gus-taba decir a Lydia. Los aliados habían aprendido por experiencia que lapaz dependía de la recuperación económica. En 1918 lo pensaban unospocos —entre ellos Schumpeter, Keynes y Fisher—, pero apenas nadieentre los líderes de las naciones victoriosas o entre su electorado.

Dada la situación de quiebra del Reino Unido y su dependenciaeconómica de Estados Unidos, sería este último país el que influiría engran medida en el resultado del encuentro. Aunque el jefe oficial era elsecretario del Tesoro Morgenthau, su asistente Harry DexterWhite erael único «que conoce todo el asunto» y «puede impedir que se votenada que él no quiera que se vote».11 Era White quien lo controlabatodo, desde las ruedas de prensa hasta la transcripción y distribución delas sesiones.

Como de costumbre, Keynes no se molestó en disimular que no leimportaba la opinión de los miembros de la comisión bancaria que pre-

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sidía. Morgenthau tuvo que acudir a su suite para «pedirle por favor quehablara más lento y en voz más alta y tuviera los papeles más ordena-dos».12 Según Skidelsky, aunque Keynes no tenía mucho espíritu deequipo, al menos era eficaz, y las prisas con las que recorría el orden deldía eran indicativas de su agotamiento y de su voluntad de terminarcon el asunto lo antes posible. Keynes fue el encargado de pronunciar eldiscurso final en el banquete, y todos los asistentes se pusieron en pie yguardaron silencio hasta que se acercó al estrado y tomó asiento.

«La Unión Soviética es un país que llega, Gran Bretaña es un país quese va», le dijo Harry White a Keynes en un momento de las largas ydifíciles negociaciones.13 Según Skidelsky, Keynes no terminaba de en-tender la obsesión de White con Rusia y le molestaba su hostilidadhacia el Reino Unido. Lo que no sospechaba, al parecer, era que algu-nos de sus discípulos estadounidenses más influyentes —que a veceseran sus adversarios en las mesas de negociación— estaban pasando se-cretos de Estado a la Unión Soviética, que los espiaba a él y a otros dele-gados. Entre el grupito de economistas que acompañaron a White aBretton Woods había una decena de funcionarios de la División de In-vestigación Monetaria que formaban parte del llamado círculo de Sil—vermaster, una red de espionaje del KGB.

La alianza de los años de guerra, el heroísmo soviético, su contribu-ción a la derrota de Alemania y el papel de los comunistas europeos enla resistencia explican que las primeras noticias sobre una operación deespionaje soviético a gran escala fueran recibidas con incredulidad. Lomás inquietante era que los soviéticos habían formado una quinta co-lumna de ciudadanos estadounidenses que recordaba mucho la estrate-gia nazi de crear redes de simpatizantes en Europa. La imagen impecableque se había forjado la Unión Soviética explica que Roosevelt y Tra-man tardaran en aceptar la inevitabilidad de la guerra fría, y explica tam-bién algo que ahora nos parece inconcebible: por qué algunos de loshombres más capacitados y brillantes de su época estuvieron dispuestosa ser espías, agentes de influencia y portavoces de un régimen extranje-ro, y por qué muchos de ellos no mostraron ningún tipo de arrepenti-miento. Según ellos, hicieron lo que hicieron por el bien del «génerohumano».

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El Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) no llegó a serjamás un movimiento político de masas, ni siquiera en plena Gran De-presión, y tampoco fue nunca independiente. En 1944 alcanzó su máxi-mo número de afiliados, unos ocho mil, aunque la mayoría de ellostardaron menos de un año en dejarlo, y su influencia no pasó de algu-nos distritos de San Francisco, Boston y Nueva York, y unos cuantossindicatos. Algunos de estos espías eran pobres o vivían en condicionesprecarias, y muchos habían sido los primeros de su familia en ir a launiversidad.Varios de ellos incurrieron en lamentables muestras de es-nobismo y de antisemitismo. La ascensión de dictadores como Hitler oFranco, defensores de regímenes militaristas, antiintelectuales y explíci-tamente contrarios a la civilización, dieron cierto caché al Partido Co-munista dentro de las universidades. La lucha contra la Gran Depresiónse convirtió en un ideario político, como los derechos civiles en las dé-cadas de 1950 y 1960. Del mismo modo que los físicos que participaronen el proyecto de la bomba atómica se consideraban parte del esfuerzobélico, hacer cálculos para el Departamento del Tesoro se veía comoparte de la lucha contra el fascismo.

En los años treinta, Lauchlin Currie dio clases en Harvard y escri-bió varios panfletos a favor del New Deal con su mejor amigo, HarryDexter White. En 1939, Currie era uno de los seis asistentes administra-tivos del gabinete presidencial, y como tal tuvo ocasión de asesorar aRoosevelt en varios asuntos complicados, como el paso a la economíade guerra, el presupuesto bélico y la concesión de préstamos a China.Fue Currie quien organizó las operaciones de los Tigres Voladores.Se encargó prácticamente en solitario de distribuir las ayudas del Pro-grama de Préstamo y Arriendo para China y participó con intensidaden la negociación de los empréstitos para el Reino Unido y Rusia y enlas conversaciones que desembocaron en la Conferencia de BrettonWoods. Según diversas fuentes, Currie y White no fueron víctimas ino-centes de una sucia maniobra contra el programa del New Deal, y tam-poco fueron víctimas del macartismo. Los cargos de los que se les acusóprocedían de dos fuentes independientes y quedaron corroboradoscuando el gobierno estadounidense, mucho antes de la intervención delsenador Joseph McCarthy, interceptó varios mensajes en clave de lossoviéticos; además, décadas después pudieron contrastarse con documen-tos del archivo del KGB.

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PASADO Y FUTURO

Currie fue acusado de presionar a la Oficina de Servicios Estraté-gicos, posiblemente en nombre del presidente, para que devolvieramensajes en clave sustraídos a los soviéticos y suspendiera las opera-ciones de descifrado. Las pruebas contra Harry Dexter White eran es-pecialmente demoledoras. Según dos de sus biógrafos, David Rees yR. Bruce Craig, Whittaker Chambers, redactor de la revista Time y exagente del Directorio Principal de Inteligencia (GRU) de la UniónSoviética, que en 1939 reveló al ayudante del secretario de Estado losnombres de otros agentes soviéticos, declaró que White y Currie eranagentes. Chambers tenía copias de un documento del Tesoro que lehabía pasado White para que lo entregase al GRU soviético. Por lo me-nos otros dos ex agentes corroboraron estas acusaciones. Uno de loscablegramas del Proyecto Venona, fechado en noviembre de 1944, in-formaba de que Nathan Gregory Silvermaster se había ofrecido a ayu-dar a la mujer de White con la matrícula escolar de su hija. Otros dosrecogían conversaciones no autorizadas entre White y un general delKGB,Vitali Pavlov, entre ellas una que mantuvieron en 1941 en un res-taurante de Washington.

Aunque Moscú los valoraba como espías, el verdadero cometido deCurrie y de White era ser agentes de influencia. Como ocupaban pues-tos delicados, de gran alcance y autoridad, podían promover medidasque, al margen de si eran útiles o no para los intereses de su gobierno,estaban encaminadas a favorecer a la Unión Soviética. Curiosamente,tanto Currie como White estaban tan poco al corriente de las verdade-ras intenciones de los soviéticos como el político más ingenuo de supaís. A diferencia de Roosevelt y deTruman, que cambiaron de opinióntras la Conferencia de Yalta de 1945, estos hombres calculadores, impla-cables y astutos reaccionaron con la incredulidad de un amante abando-nado cuando Stalin se rió de ellos.

La generación que se interesó por la economía durante la GranDepresión o a consecuencia de ella se aferró al mensaje de la Teoría ge-neral del empleo, el interés y el dinero como si fuera un salvavidas. Key-

nes era su héroe y ellos eran sus discípulos —en el sentido puramenteintelectual, ya que ser «keynesiano» no implicaba estar de acuerdo conlas propuestas prácticas de Keynes y mucho menos con su ideologíapolítica—. Algunos eran conservadores; otros, sobre todo en Europa,eran socialistas. La mayoría de ellos se situaban dentro de las líneas deli-

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mitadas por los principales partidos políticos. Que algunos alcanzaranposiciones de poder e influencia y las utilizaran para perseguir objetivosocultos o demostrar su lealtad a un régimen totalitario dice mucho deellos y de su época, pero muy poco de las ideas keynesianas y menosaún de Keynes como persona. Como mucho, implica que Keynes, comotantos más, no fue capaz de imaginar que personas tan inteligentes pu-dieran comportarse de una forma tan estúpida o tan malvada.

Capítulo 15

Camino de servidumbre:Hayek y el milagro alemán

Nunca se repetirá lo bastante —desde luego, todavía no se ha repeti-do lo suficiente— que el colectivismo no es intrínsecamente democráti-co, sino que, por el contrario, concede a una minoría tiránica unos pode-res que ni siquiera la Inquisición española soñó con tener. [...]

Como la vasta mayoría de la gente prefiere la disciplina estatal a lasrecesiones y el desempleo, la tendencia hacia el colectivismo está conde-nada a seguir si la opinión popular tiene algo que decir al respecto.

GEORGE ORWELL, reseña de Camino de servidumbre, 19441

El 31 de marzo de 1945, Isaiah Berlin, en el informe que enviaba sema-nalmente desde Washington, comunicaba dos cosas: «El Reader's Digest,que efectivamente es la voz de la gran empresa, ha publicado un resu-men de la famosa obra del profesor Hayek», y «la llegada de dicho pro-fesor es esperada con impaciencia por el grupo de contrarios a BrettonWoods, que esperan que les sirva de artillería pesada».2

Hayek atravesó el Atlántico «en formación lenta» en un tormento-so mes de marzo, en un viaje mucho menos agradable que el de Keynesel junio anterior, y en cuanto puso el pie en el muelle de Nueva York,se encontró con una multitud de reporteros accionando los flashes desus cámaras. Su primera conferencia en la Universidad de Nueva Yorkcontó con un público de tres mil personas, y durante las siguientes seissemanas —cuatro más de las que tenía previsto pasar en Estados Uni-dos—, mantuvo un programa de discursos, emisiones de radio y entre-vistas de prensa tan apretado que apenas consiguió organizar una fugazreunión de última hora con su viejo amigo Fritz Machlup, que desde

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1943 le había estado enviando paquetes con carne enlatada, frutos se-cos, ciruelas y arroz.

«La voz de la gran empresa» había convertido a Hayek en una cele-bridad. Una reseña publicada en la primera página del New York Times yfirmada por Henry Hazlitt, colaborador del Newsweek, hizo el resto. Enparte, el increíble éxito de Camino de servidumbre se debió a la oportuni-dad de su publicación. En la primavera de 1945, la recién clausuradaConferencia deYalta y la inminente derrota de la Alemania nazi a ma-nos del Ejército Rojo habían centrado el interés de la opinión públicaestadounidense en los acuerdos de la posguerra y especialmente en lasfuturas relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Entre lostemas debatidos por entonces en el Congreso había un proyecto denormativa de comercio exterior, un importante préstamo para los bri-tánicos y, evidentemente, la ratificación del acuerdo monetario interna-cional adoptado en Bretton Woods en el mes de julio anterior —inicia-tivas a las que los republicanos se oponían férreamente—. Aunque ellibro de Hayek se refería básicamente a la Alemania nazi y no a la UniónSoviética, su mensaje antiestatalista gustó a los detractores del NewDeal. Como había predicho Isaiah Berlin, los conservadores estadouni-denses se apresuraron a abrazar al profesor vienes. Sin embargo, Hayekdemostró ser un modelo intelectual poco fiable. En su siguiente infor-me, Isaiah Berlin declaraba con cierta sorna que la Asociación de laBanca Estadounidense ya no tenía tan clara su oposición a los Acuerdosde Bretton Woods, gracias «curiosamente» al profesor Hayek, que, «enuna reunión con influyentes banqueros de Nueva York a la que asistie-ron Winthrop Aldrich y varios socios de Morgan, además de HerbertHoover y otros, habló apasionadamente a favor del mismo».3

Un mes después, Berlin informaba exultante: «El profesor Frie-drich von Hayek, en el que tantas esperanzas tenían depositadas losconservadores económicos de este país debido a sus opiniones clara-mente contrarias al New Deal, se ha revelado como un aliado incómo-do, ya que su pasión por el mercado libre no le hace menos hostil a losaranceles y los monopolios».4

Aunque sus patrocinadores republicanos no lo sabían, Hayek habíaempezado a simpatizar con Roosevelt antes de la guerra. «Supongo queRoosevelt sabe lo que hace», dijo en una carta a Machlup, al que tam-bién confesó que el discurso de Roosevelt de 1938, el «Mensaje al Con-

greso sobre la concentración del poder económico», había suscitado«una importante reconsideración de mi opinión sobre él».5 El descon-cierto de sus defensores no intimidó lo más mínimo a Hayek. En la úl-tima noche que pasó en Washington, asistió a una cena en casa de AlbertHawkes, senador republicano por New Jersey. Otro senador, cansado dela abstracta argumentación de Hayek y su árido discurso, le preguntó suopinión sobre el proyecto de normativa de comercio exterior pendien-te de aprobación. Hayek respondió fríamente: «Caballeros, si hubieranentendido lo más mínimo mi filosofía, sabrían que lo único que defien-do por encima de todo es el libre comercio en todo el mundo. El pro-grama de comercio recíproco pretende expandir el comercio mundial,y como es natural defiendo tal medida».

Otro de los invitados, el columnista del Washington Post MarquisChilds, consignó satisfecho que «la temperatura de la habitación bajópor lo menos diez grados, ya que el Partido Republicano había decidi-do votar contra la ampliación del programa de comercio».Y el enfria-miento perduró, porque Hayek repitió a continuación que, si bien habíadetalles que no le gustaban, en general estaba a favor de los Acuerdosmonetarios de Bretton Woods. La alternativa, según él, era «demasiadosombría para contemplarla».6

El Congreso estadounidense aprobó los Acuerdos de Bretton Woodsen el mes de julio. El Parlamento británico esperó a diciembre, ya queno quiso dar su visto bueno mientras Washington no diera luz verde alpréstamo de 8.800 millones de dólares que Keynes tanto se había esfor-zado en conseguir. La elección entre autarquía y globalización, entrelibre comercio y proteccionismo, estaba tomada. Los rusos se negaron aratificar los Acuerdos, para desconcierto de la administración de Roose-velt y de sus propios espías. El diplomático George Kennan, artífice dela Doctrina Truman, lo describió así:

En Washington, el Departamento del Tesoro era el que albergaba lasesperanzas más elaboradas, ingenuas y tenaces (incluso se podría decir fe-roces) sobre una posible colaboración con Rusia tras la guerra. CuandoMoscú tomó la incomprensible decisión de no adherirse al Banco y alFondo, pareció que la ilusión se resquebrajaba, y el Departamento de Es-tado transmitió a la embajada, en un tono de tierna inocencia, la inquie-tud y la incredulidad que el Departamento del Tesoro había lanzado sobre

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la Casa Blanca. ¿Cómo se explicaba tal actitud por parte del gobiernosoviético? ¿Qué había detrás de aquella decisión?7

A diferencia de Churchill, Roosevelt y Truman veían a Stalin deforma muy similar a cómo veía Neville Chamberlain a Hitler antesde 1938: como un gobernante con objetivos limitados y legítimos mo-tivos de queja, que podría llegar a acuerdos y respetarlos si se le aborda-ba correctamente. La rivalidad comercial y de poder entre las grandespotencias se daba por sentada, pero se suponía que Estados Unidos y laUnión Soviética tenían un mismo interés en resolver los posibles con-flictos dentro de un marco de cooperación. Sin embargo, las perspecti-vas de negociación con Stalin se desmoronaron incluso antes del 12 deabril de 1945, cuando Roosevelt murió de una hemorragia cerebral,dos semanas después de que Hayek llegara a Estados Unidos. La bruscanegativa del dictador soviético de sumarse al Fondo Monetario In-ternacional y al Banco Mundial fue uno de los factores que llevó a re-considerar radicalmente esta idea. Uno de los primeros síntomas fue elcélebre «largo telegrama» que George Kennan, el número dos en laembajada estadounidense en Moscú, envió al secretario de Estado enfebrero de 1946, y en el que describía una Unión Soviética muy pare-cida a los imperios totalitarios surgidos de la imaginación de GeorgeOrwell.

Keynes y Hayek no terminaron de resolver nunca su largo debate acercadel grado en que la intervención del Estado sobre la economía es com-patible con una sociedad libre. En todo caso, Keynes defendió Camino deservidumbre y propuso a Hayek en vez de a su discípula Joan Robinsoncomo candidato para la Academia Británica. El 21 de abril de 1946,cuando el corazón de Keynes terminó p o r fallar, Hayek escribió en lacarta de pésame a Lydia que su marido era «el único gran hombre quehe llegado a conocer por el que siento una admiración sin límites».8

A principios de 1947, las esperanzas de Keynes en la posibilidad deconseguir un mundo unitario empezaron a desvanecerse. Polonia, Hun-gría y Rumania cayeron una tras otra bajo el dominio soviético. Chur-

chill pronunció su famoso discurso sobre el Telón de Acero. Trumananunció que Estados Unidos «prestará apoyo a los pueblos libres que seresistan a los intentos de dominio de minorías armadas y a las presionesexteriores [...] principalmente mediante ayudas económicas y financie-ras, esenciales para la estabilidad económica y los procesos políticos pa-cíficos».9

Al finalizar la guerra, Hayek no había querido volver a Viena. Susmejores amigos habían muerto o se habían exiliado a otros países. Des-pués de la Conferencia de Yalta, Stalin pospuso la entrada del EjércitoRojo en Berlín para mantener una buena baza en las negociaciones.Al cabo de intensos bombardeos aéreos y de violentos combates en lascalles, Viena cayó bajo el dominio ruso. Algunos de sus edificios másbellos quedaron reducidos a escombros. Las redes de agua, electricidady gas fueron destruidas. Los indefensos habitantes de la ciudad, abando-nados por la policía y por las autoridades locales, vivían aterrorizadospor las bandas de saqueadores. Las fuerzas de asalto soviéticas respetarona la población civil, pero la segunda oleada de soldados que llegó a laciudad se dedicaron a violar, saquear y cometer actos violentos duranteseis semanas.

Durante la guerra, Hayek había soñado con recrear el antiguoGeist-Kreis para demostrar que los ideales de la Ilustración europea se-guían vivos: «El viejo liberal que se pliega a una creencia antigua poramor a la tradición [...] no nos es útil. Lo que necesitamos son personasque hayan escuchado los argumentos del otro bando, que hayan tratadode rebatirlos y que estén en una posición que les permita ver crítica-mente las objeciones y justificar su punto de vista».10 En su segundavisita a Estados Unidos, la conservadora Fundación Volker decidió pa-trocinar un congreso del que pudiera surgir un grupo de liberales conopiniones similares. Hayek organizó la primera reunión de la SociedadMont Pelerin en Suiza, cerca del lago Lemán, el 10 de abril de 1947. Lamayoría de los asistentes eran intelectuales europeos refugiados en Esta-dos Unidos y en el Reino Unido, como Karl Popper, Ludwig von Mi-ses o Fritz Machlup. Por parte de la Universidad de Chicago asistieronMilton Friedman y Aaron Director, entre otros.También estuvieron losperiodistas Henry Hazlitt, del Newsweek, y John Davenport, del Fortune.Los asistentes no llegaron a un consenso en torno a la institución de lapropiedad privada, pero sí sobre el principio de la libertad individual.

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Estuvieron de acuerdo en que la organización no debía publicar librosni revistas, participar en actividades políticas o proponer manifiestos, perorechazaron la propuesta de Hayek de denominarla Sociedad Acton-Tocqueville, porque Frank Knight, de la Universidad de Chicago, senegó a dar al grupo el nombre de «dos aristócratas católicos».11 En eldebate sobre la distribución de las rentas, Ludwig von Mises provocóun escándalo al acusar a varios asistentes de albergar simpatías por elsocialismo. El economista alemán Walter Eucken degustó durante esosdías su primera naranja desde los tiempos de guerra. Después de tresdías de acaloradas discusiones, cuando parecía que no se llegaría a for-mular ninguna declaración de principios, Lionel Robbins, que habíaparticipado en innumerables comisiones, logró redactar una que todoslos asistentes, salvo el francés Maurice Aliáis, estuvieron dispuestos asuscribir. Tras señalar que «la libertad de pensamiento y de expresión seencuentra amenazada por la difusión de credos que, arrogándose el pri-vilegio de la tolerancia cuando está en posesión de una minoría, solopretenden establecer una posición de poder que les permita suprimir yborrar todas las opiniones distintas de la suya»,12 el texto reivindicaba lalibertad de empresa, rechazaba el fatalismo histórico, afirmaba que lospaíses y los individuos deben respetar unos códigos morales y, sobretodo, defendía la absoluta libertad intelectual.

Cuando terminó la conferencia, Hayek se fue aViena, donde cons-tató que la situación de la ciudad y de sus habitantes era mucho peor delo que imaginaba. Después de pasar tres largos años ocupada por loscuatro aliados,Viena era la ciudad abandonada, desmoralizada y oscuraque retrata la película El tercer hombre, con guión del novelista inglésGraham Greene, en la que el protagonista Orson Welles pronuncia unpárrafo inmortal de su propia cosecha: «En Italia, cuando mandaban losBorgia, hubo mucho terror, guerras y matanzas, pero también fue laépoca de Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci y del Renacimiento. EnSuiza pasó lo contrario: hubo quinientos años de amor, de democraciay de paz, y ¿cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!».13

Los vieneses despreciaban y temían a los rusos, que seguían al man-do de la zona oriental. Hayek se quejó de que los aliados estaban tratan-do a Austria «mucho peor que a Italia o a cualquier otro de los paísesque se unieron voluntariamente a Alemania». Las autoridades de la ocu-pación aplicaban más o menos los mismos parámetros que a Alemania,

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lo que significaba que había desaparecido prácticamente toda actividadeconómica, salvo las actividades fraudulentas como aquellas a las que sededica el personaje de Harry Lime en El tercer hombre. Hayek estabaindignado: «Se ha impedido que los austríacos intenten salir por sí solosde una situación económica desesperada».14

Por una de esas coincidencias que parecen multiplicarse en épocasconvulsas, Hayek volvió a coincidir con su primo Ludwig Wittgensteinen el tren que iba de Viena a Munich. Wittgenstein parecía más malhu-morado y furioso que nunca. Había estado un tiempo en el sector ruso,donde el Ejército Rojo había usado como cuadra y garaje la casa que élhabía diseñado para una de sus hermanas. Wittgenstein había sido ungran admirador del bolchevismo y en la década de 1930 pensó seria-mente en instalarse en Rusia,15 pero en ese momento, según contabaHayek, era como si hubiera visto por fin a los rusos «en carne y hueso,y esa visión hubiera acabado con todas sus ilusiones».

Tras este viaje a Viena, Hayek emprendió una gira por doce ciuda-des alemanas organizada por el British Council. Encontró Colonia y sumagnífica catedral «totalmente arrasadas por la guerra; era como si noquedara nada en pie, solo montones de cascotes. Para hablar tuve quesaltar sobre una pila de escombros y meterme en un gran agujero sub-terráneo». En Darmstadt, Hayek vivió lo que en una carta a Machlupcalificó de «la experiencia más angustiosa de mi vida como conferen-ciante».

En aquella época no tenía idea de que los alemanes supieran algo demí, pero mi intervención suscitó tanto interés que la enorme sala de con-ferencias estaba repleta y varios estudiantes no pudieron entrar. Además,me enteré de que la gente se pasaba copias manuscritas con la traducciónde Camino de servidumbre, que aún no se había publicado en Alemania.16

A su vuelta a Londres, a Hayek se le ocurrió organizar una colectapara recopilar libros publicados a partir de 1938 que por culpa de lacensura y la guerra no habían llegado a manos de los estudiosos austría-cos y alemanes. A finales de año se habían reunido unos dos mil qui-nientos volúmenes, que se enviaron a Viena con bastantes dificultades.

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En 1947 aún no se había resuelto la cuestión de cómo tratar a Alema-nia. Era un asunto que Keynes, White y sus respectivos gobiernos lleva-ban debatiendo desde el día del desembarco de Normandía, es decir,desde hacía tres años. White era un firme partidario de la política dedesindustrialización de Alemania, mientras que Keynes propugnaba laintegración y la recuperación económica. La primera información quetuvo Keynes del Plan Morgenthau fue por las noticias publicadas en laprensa en julio de 1944. El Tratado deVersalles, que en los años veinteKeynes había calificado de «cartaginés» y al que atribuía la responsabili-dad de la siguiente guerra mundial, imponía condiciones leoninas; peroal menos no pretendía más que hacer pagar a Alemania los costes de laguerra. El Plan Morgenthau, en cambio, estaba pensado para retornarla economía alemana a la situación preindustrial del siglo XVIII. En unacarta al ministro John Anderson, Keynes reconoció que el Plan Mor-genthau tenía dos puntos positivos: se planteaba en un momento enque, después de la dureza de los enfrentamientos y el elevado númerode bajas, empezaban a parecer aceptables algunas medidas extremas, in-cluso genocidas. Al menos, era una propuesta. El Departamento de Es-tado y el Departamento de la Guerra, en cambio, no habían elaboradonada mínimamente coherente.

Keynes tuvo clara su postura desde muy pronto, aunque no la revelópúblicamente para no enemistarse con Morgenthau o con White. Paratranquilizar su conciencia, pensó que el plan nunca saldría aprobado enel Congreso. En eso tenía razón: en 1945, cuando Eisenhower asumió elcontrol de la zona sur de Alemania, el Plan Morgenthau ya estaba des-cartado. Sin embargo, no había ninguna otra propuesta concreta, y elhecho de que Keynes no expresara sus reservas tuvo sus consecuencias.A falta de una alternativa positiva, «los principios y los hombres de Mor-genthau» gobernaron Alemania durante tres años enteros.Ya en junio de1945, Austin Robinson, que estaba en Europa en una misión informati-va del Tesoro, comunicó a Keynes: «La absoluta parálisis del sistema eco-nómico me preocupa más que los destrozos físicos». Robinson no en-contró «periódicos [...] ni teléfonos que funcionen para las llamadas alarga distancia [...] poquísima capacidad de comunicación, del tipo quesea». Lo que encontró, en cambio, fue «una Alemania con las ciudades enruinas, las fábricas arrasadas y las viviendas bombardeadas, un lugar sinvida. La Alemania rural conserva su vigor, se sigue trabajando en el cam-

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po [...] pero falta el incentivo de vender los productos a las ciudades,que apenas tienen nada que ofrecer a cambio de los alimentos».17

La decisión de bloquear la recuperación de la actividad económicaen Alemania tuvo dos consecuencias que las autoridades estadouniden-ses no habían previsto. En primer lugar, el derrumbe de la economíaalemana dificultó la recuperación del resto de Europa. En segundo lu-gar, el coste de la ocupación se hizo notar en los bolsillos de los contri-buyentes británicos y estadounidenses. Según los conservadores, el pre-cio fue el triple de lo previsto. Robinson alertó a Keynes: si los rusos, «oincluso los franceses», cobraban reparaciones demasiado altas, Gran Bre-taña «tendrá que suministrar productos importados para que en nuestrazona no haya una hambruna catastrófica».18 Keynes, que había observa-do el mismo fenómeno tras la Primera Guerra Mundial, respondió deinmediato: «Por el amor de Dios, procure que esta vez no tengamos queasumir nosotros los costes de las reparaciones».19

Finalmente, Estados Unidos aprobó el Plan Marshall. Ante el hambre yla progresiva ascendencia del comunismo en los países europeos, el PlanMarshall era una continuación natural del espíritu de Bretton Woods yrespondía a la decisión de británicos y estadounidenses de crear institu-ciones que ayudaran al crecimiento y la estabilidad en las economías delmundo libre. El paso de una perspectiva nacionalista a una perspectivamundial en la política económica se enmarcaba en una nueva visión dela seguridad y la estrategia militar y diplomática en la etapa posteriora la guerra. Ante la creencia de que los regímenes totalitarios habíansurgido del derrumbe económico, Estados Unidos se propuso recuperarla salud económica de los países europeos, sobre todo a partir de 1947,cuando fue evidente que Europa no conseguiría restablecerse sin ayuda.La recuperación económica de Europa, además de un requisito impres-cindible para su capacidad de defensa, sería beneficiosa también para lasempresas estadounidenses. Truman consiguió que los grandes empresa-rios respaldaran las grandes partidas públicas dedicadas a la ayuda ex-tranjera y a los gastos de defensa en tiempos de paz.

Aunque a Alemania le correspondió una parte relativamente pe-queña de las ayudas del Plan Marshall, la recuperación que experimentófue tan rápida que no tardó en hablarse de «milagro económico».Tras la

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reforma monetaria de 1948, el producto per cápita subió una media del15 por ciento anual durante tres años. En 1950, a pesar de los destrozosde la guerra y de la supresión de maquinaria a manos de los rusos, habíallegado al 94 por ciento del nivel anterior a la guerra.

¿Qué había pasado? El ministro de Economía Ludwig Erhard atri-buyó el milagro económico alemán a la introducción de una nuevamoneda y a la eliminación de los controles administrativos de preciosen 1948. Según declaró más tarde, la economía alemana, «más que nin-guna otra», había conocido «las consecuencias económicas y supraeco-nómicas de unas políticas comerciales y empresariales sometidas a losextremos del nacionalismo, la autarquía y el control estatal. Habíamosaprendido la lección». La liberalización «despertó nuestros impulsos em-prendedores. El trabajador tenía ganas de trabajar, el comerciante devender, y la economía [...] de producir. [...] Hasta entonces se habíahecho hincapié en el estancamiento. El comercio exterior avanzaba conlentitud, en un marco definido por las instrucciones aliadas. Faltabanmercancías, y había una demanda universal de productos. Pese a todo, elimpulso económico estaba esperando a actuar».20

Para Hayek, el hecho de que Alemania lograse resurgir de sus ceni-zas era, por un lado, una prueba de las bondades de la libertad de mer-cado, la libertad de comercio y la estabilidad de la moneda; y por otro,un hermoso recordatorio de que la civilización europea y liberal que éltanto admiraba no estaba condenada a la extinción.

Tras recibir una invitación de la Universidad de Chicago, Hayekdejó su puesto en la London School of Economics, se divorció y se casócon la que era su amante desde hacía muchos años. Movido por su pa-sión lectora y su afición a las biografías intelectuales, decidió escribir unestudio sobre la relación entre John Stuart Mili y HarrietTaylor y dedi-có la luna de miel a reconstruir el famoso viaje de Mili entre Londres yRoma.

Sin embargo, Hayek no tardó en perder el favor de los conservado-res estadounidenses. No le gustaban los políticos republicanos, los co-ches ni prácticamente nada de la vida norteamericana, especialmente laausencia de una atención sanitaria universal y de un sistema público depensiones. Sentía nostalgia de Europa, y, como ya no era bien recibidoen la London School of Economics, terminó pasándose a la Universi-dad de Salzburgo.

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En 1974, la Academia Sueca de las Ciencias sacó a Hayek de la os-curidad al concederle el Premio Nobel por su «perspicaz análisis de lainterdependencia de los fenómenos económicos, sociales e institucio-nales». Paradójicamente, Hayek compartió el premio con el socialistasueco Gunnar Myrdal. Unos años después, su libro Los fundamentos de lalibertad se convirtió en la Biblia del nuevo conservadurismo lideradopor MargaretThatcher.Y a principios de la década de 1990, el hundi-miento de la Unión Soviética y la extensión del mercado libre en lospaíses asiáticos y de la Europa del Este hicieron de Hayek un héroe paralos conservadores de todo el planeta.

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INSTRUMENTOS DE DOMINIO

Capítulo 16

Instrumentos de dominio:Samuelson viaja a Washington

No me importa quién redacte las leyes de la nación o quién elaboresus importantes tratados, mientras yo pueda escribir libros de economía.

PAUL A. SAMUELSON1

Paul Anthony Samuelson, la mente anónima que había tras el informeal que se refería el presidente Roosevelt en su «radical» mensaje sobre elEstado de la Unión, pasó los primeros meses de la guerra enseñandoeconomía a aburridos estudiantes de ingeniería y haciendo cálculos in-terminables para el ejército en el Laboratorio de Radiaciones del MIT.2

En 1940, el economista Lauchlin Currie comentó a Roosevelt que Es-tados Unidos debería ir organizándose para cuando acabara la guerra. Elpresidente se mostró de acuerdo, y Currie contrató a un grupo de ex-pertos para el Consejo Nacional de Planificación de Recursos, el pri-mer y único organismo de planificación del país, dirigido por FredericA. Delano, tío de Roosevelt. Samuelson, que por entonces tenía veinti-siete años, acababa de licenciarse por Harvard y ejercía como profesorauxiliar en el MIT, pasó a ser el jefe de una veintena de economistas yunos cuantos estudiantes de posgrado de la Universidad Johns Hopkins,encargados de estudiar la evolución que podía seguir la economía des-pués de la guerra y proponer soluciones para los posibles problemas.3

Para demostrar a sus superiores que la nueva economía keynesiana notenía nada de subversivo, Samuelson se empeñó en asistir con una vise-ra verde de contable a las reuniones informativas de la Casa Blanca.

El primer martes de septiembre de 1944, aquel soldado de a pie delvasto ejército de asesores universitarios de la administración rooseveltia-

na tomó el tren nocturno en dirección a Washington por primera vezdesde hacía casi un año. Bajo, enjuto, con el pelo cortado a cepillo y unpulcro atuendo de traje y pajarita, Samuelson se dedicó a recorrer las«calurosas oficinas provisionales» que habían proliferado por toda la ca-pital para hablar con antiguos colegas y estudiantes y ponerse al día delas últimas noticias y cotilleos.

Samuelson empezó a sospechar que «habría recortes en la produc-ción de guerra».4 Las oficinas que visitó estaban invadidas de calcula-doras de sobremesa, pilas de formularios y montones de informes pre-supuestarios. Ante la inminencia del final de la guerra, Washingtonpensaba menos en la producción bélica y se preocupaba más por lasdificultades de la transición a una economía de paz. Había cientos deburócratas ocupados en calcular en qué medida podían reducir las ad-quisiciones militares, cuántos soldados habría que licenciar o cuánto setardaría en convertir las líneas de producción de tanques en líneas deproducción de automóviles. Estaba previsto comenzar la primera tandade reducciones en otoño, coincidiendo, quizá no por casualidad, con lacampaña presidencial de 1944, en la que el presidente Roosevelt se en-frentaría al republicano Thomas E. Dewey, que en esos momentos era elgobernador de Nueva York. Al final, corno la ofensiva de las Ardenas enotoño retrasó el avance de los aliados, la reconversión se pospuso hastacomienzos de 1945.5

A pesar de la pegajosa humedad y el sofocante calor de aquellosdías, Samuelson advirtió frialdad en los «expertos» que trabajaban parael gobierno y para el Congreso. El día antes de su llegada a Wash-ington, había leído consternado un titular del New York Times: «La pros-peridad de la posguerra, casi asegurada».6 En realidad, lo más probableera que tras la guerra hubiera problemas serios. En aquel momentohabía 11 millones de hombres y mujeres sirviendo en el ejército, y 16 mi-llones de personas, casi un tercio de la población, trabajaban en las fá-bricas de defensa. En 1943, los gastos del gobierno federal habían su-perado los 60.000 millones de dólares, una cifra que equivalía a casi lamitad del producto nacional y que multiplicaba por siete la de 1940.Cuanto más pensaba en lo que le esperaba a su país después de la gue-rra, más preocupado estaba Samuelson.

Su estado de ánimo coincidía con el de otros keynesianos que, sibien aceptaban que durante unos cuantos años sería posible elevar la

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producción, la eficacia y la renta per cápita del país, no tenían tanclaro que las empresas y las familias estuvieran en condiciones de gas-tar los ingresos generados por toda esta actividad. Samuelson teníacada vez más claro que la tendencia al estancamiento económico noera una dolencia crónica sino un trastorno transitorio, causado porerrores de la política monetaria o por influencias externas. Según elhistoriador de la economía David M. Kennedy, las conclusiones delinforme que redactó Samuelson para el Consejo Nacional de Plani-ficación de Recursos se inspiraban en dos fuentes. Una era la opi-nión que ya había expresado Keynes en 1940 en Cómo pagar la guerra,es decir, que para asegurar las perspectivas de la economía británicadespués del conflicto tenía que haber una inyección importante yconstante de dinero público.7 La otra fuente de inspiración venía delgrupo de keynesianos que asesoraban al gobierno estadounidense,sobre todo Currie, White y Alvin Hansen, que era profesor de Har-vard y consultor del Consejo Nacional de Planificación y de la R e -serva Federal. Hansen fue quien reclutó para el bando keynesiano alos estudiantes y profesores conservadores de su departamento (el«lumpenproletariado», como le gustaba decir a Samuelson). En todocaso, como ha observado Kennedy, los discípulos estadounidensesde Keynes eran aún más pesimistas que su líder.Ya en 1938, el mis-mo año en que salió del Medio Oeste para entrar corno profesor enHarvard, Hansen había publicado Full Recovery or Stagnation?, don-de vaticinaba un futuro muy sombrío en los años posteriores a laguerra.

Samuelson, que escribía con la misma rapidez y facilidad con laque hablaba, estrenó su carrera estelar de periodista publicando dos po-lémicos artículos en el New Republic sobre «la inminente crisis econó-mica».8 El tono de su discurso era más enérgico que fatalista. Dandopor supuesto que el problema, aunque difícil, era resoluble, reclamaba lomismo que en el informe de 1942 para el Consejo Nacional de Plani-ficación: escalonar la desmovilización y mantener un gasto público ele-vado. El texto irradiaba la misma confianza que ya había mostrado enotra ocasión uno de los partidarios del New Deal, Chester Bowles:«Hemos asistido a la última de nuestras grandes depresiones, por la sen-cilla razón de que la gente [es] lo bastante lista para saber que no tienepor qué soportar otra».9

Samuelson procedía de la emigración de judíos rusos instalada en elMedio Oeste de Estados Unidos tras la Primera Guerra Mundial, en losalegres años veinte. Había nacido en 1915 en Gary (Indiana), hecho alque atribuía su vocación por la economía y la Bolsa. En aquel tiempoGary no era un suburbio de Chicago sino una gris población fabril, congrandes acerías y modernos edificios de viviendas que se alzaban enplena pradera y producían una atmósfera especial que olía a humo, ho-llín y dinero. Durante la Primera Guerra Mundial, las acerías funciona-ban día y noche, y los obreros, casi todos inmigrantes, podían trabajardoce horas al día y siete días a la semana. Cuando se ponían enfermos,no iban al médico sino a la farmacia, para no perder ni un día de paga,y Frank Samuelson tenía la suerte de ser uno de los pocos farmacéuti-cos de la ciudad. Miembro de la primera generación de inmigrantesjudíos, hablaba ruso y polaco con sus clientes.

En sus ratos libres, Frank Samuelson se dedicaba también a especu-lar con terrenos, una afición generalizada entre los habitantes del MedioOeste con dinero para invertir, ya fuera procedente de sus ahorros o depréstamos. La prosperidad de la guerra se había transmitido a la econo-mía agraria y había provocado una subida extraordinaria de los preciosde los cereales. A los granjeros les iba mejor que nunca, y se animaban apedir créditos para invertirlos en más tierras y maquinaria. Tanto elloscomo Frank Samuelson, que compró solares en el centro de Gary, vi-vieron varios años de prosperidad. Como en Gopher Prairie, la ciudadficticia retratada en la novela de Sinclair Lewis Malas calles, en Garyabundaban los triunfadores como Frank Samuelson y sus frustradas es-posas, que encontraban horrible la ciudad y odiaban a sus maridos porobligarlas a vivir tan lejos de Chicago. Guapa, frivola y «tremendamenteesnob», Ella Lipton Samuelson oscilaba entre animar a su marido a se-guir invirtiendo y burlarse de él. Era una mujer de carácter inestableque soñaba con ser una famosa diseñadora de sombreros; le hubieragustado tener hijas, pero tuvo tres hijos varones, a los que envió a criar-se con otras familias en cuanto fueron capaces de andar solos.

A los diecisiete meses de edad, Samuelson era un niño rubito y deojos azules que tuvo que irse a vivir a una granja de Wheeler (Indiana),un pueblucho rodeado de vastos trigales, sin electricidad, agua corrien-

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te, teléfono ni coche. Más tarde recordó: «En mi infancia conocí deprimera mano la desaparición de la economía basada en el caballo y lallegada del agua corriente y la luz eléctrica. Después de algo así, cosascomo las transmisiones de radio o las imágenes de televisión no le im-presionan a uno».10 Samuelson no volvió a ver a su madre hasta que em-pezó a ir a la escuela infantil.

El distanciamiento materno puede producir frialdad e indiferenciade carácter, pero también ansia de cariño y deseo de agradar. En el casode Samuelson, el resultado fue un poco una mezcla de ambas cosas. Sumadre de acogida fue la primera de una larga lista de seres de sexo fe-menino que lo adoraron: desde esposas y secretarias hasta hijas y perras.A diferencia de su madre biológica, era una mujer de formas generosas,amable, cariñosa y muy buena cocinera.

A los cinco años, cuando Paul volvió a la casa familiar, ya se habíafirmado el armisticio y la recién creada Reserva Federal trataba de limi-tar el crédito para revertir la inflación de los años de guerra. Los bancoscentrales de Inglaterra y de Francia, dos países que eran los principalescompradores de trigo estadounidense, estaban haciendo lo mismo. Encuestión de meses, los precios del grano habían bajado a la mitad, lasacerías estaban inactivas y los bancos iniciaban una oleada de quiebras.«Las quiebras bancarias no eran un fenómeno extraño ni desconocidoen mi zona de Indiana —recordó más tarde Samuelson—. Las granjas,cargadas de hipotecas y totalmente equipadas en el momento de másprosperidad de la guerra, sufrieron mucho con la caída de los preciosdel grano. Por eso quebraron los bancos de la zona.» Como era de espe-rar, los precios de la tierra se desplomaron, y también se esfumó el col-chón financiero de los Samuelson.

La recuperación económica iniciada a mediados de 1921 no logróreactivar la maltrecha economía agraria ni las finanzas de la familia deSamuelson. Durante cuatro años, Frank Samuelson vio cómo su antespróspera farmacia iba de capa caída. Al final, en el verano de 1925, atraí-do por las historias de inviernos cálidos y exuberancia tropical —¡na-ranjas a la puerta de casa!— y cansado de las constantes quejas de sumujer, entregó las llaves de su comercio al nuevo propietario. Su mujery él subieron al coche y se marcharon a Miami, como decenas de milesde familias que en esa misma época decidieron instalarse en Florida.Comprar un terreno allí parecía una apuesta segura: con una bajada del

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10 por ciento, duplicar el precio significaba obtener beneficios del1.000 por ciento sobre la inversión original. Daba igual que aquel «pa-raíso de la construcción» fuera algo «a medio camino entre un pantanoy un terreno de matojos».11

Cuando sus padres se fueron de Gary, Samuelson, que tenía diezaños, y su hermano Harold, de doce años y medio, se instalaron enWheeler, donde solían pasar los veranos. Sus padres los invitaron a reu-nirse con ellos a principios de septiembre, y los dos niños viajaron deChicago a Miami en tren. Samuelson ha contado que lo primero en loque se fijó al llegar no fueron sus padres sino «los chicos con pantalonesbombachos que compraban y vendían terrenos».12

A mediados de 1925, la prosperidad había llegado a Jacksonville,una tranquila ciudad agrícola situada al norte de la costa atlántica, aquinientos kilómetros de Miami. También había atraído a un tipo tris-temente célebre llamado Charles Ponzi, que vendía parcelas por diezdólares, que al final resultaban estar a cien kilómetros en línea recta deJacksonville y medir la décima parte de una hectárea. En 1926 empezóa desvanecerse la ilusión de que en Florida uno se podía hacer de oro, yya no llegaban tantos compradores. Como es natural, los precios tam-bién bajaron. Además hubo dos huracanes, y lo que parecía una pausatransitoria dentro de una ascensión imparable terminó siendo una caídaen picado. Frank Samuelson perdió casi todo el dinero que le quedabay se ganó más reproches de su mujer. «No se controlaba demasiado»,dijo Paul de su madre, que, después de que Frank muriese con cuarentay ocho años de un ataque al corazón, no se cansaba de hablar una y otravez de las estúpidas especulaciones de su marido. El origen de los pro-blemas económicos de la familia era evidente incluso para un niño dediez años.

Dos años después, la familia Samuelson regresó al Medio Oeste yse instaló en el barrio sur de Chicago, que por entonces era un distritode clase media, situado entre el gueto negro y el lago Michigan. La eco-nomía de Chicago pasaba por otro momento de auge. La fetidez de loscorrales de ganado se mezclaba con el humo de las acerías de Gary, quellegaba desde el otro lado del lago. Paul se matriculó en el institutoHyde Park y, como el resto de sus conciudadanos, se aficionó a leerdiariamente las páginas de la Bolsa, muchas veces con su profesor de ma-temáticas.

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Por aquel entonces, la adoración por F. Scott Fitzgerald, autor delGran Gatsby, estaba en su apogeo. Samuelson publicó en la revista del ins-tituto algunos relatos con protagonistas jóvenes, mundanos y cínicos, quese enamoraban y desenamoraban en lo que tardaban en cambiarse deropa y soltaban frases como «Por Miguel, Pablo, Pedro y todos los apósto-les, ¡cierra esa boca!».13 Acostumbrado a vivir con una madre que no pa-raba de «pegar gritos», fantaseaba con poder refugiarse algún día en unauniversidad de la Costa Este, en algún «pueblo verde y tranquilo» dondehubiera «una iglesia de paredes blancas».14 En 1931, cuando terminó lasecundaria, Samuelson tenia dieciséis años y la Gran Depresión se cerníasobre Estados Unidos como una larga noche de invierno. Samuelson yano podría, si es que alguna vez había podido, ir a estudiar a la Costa Este.Por eso en enero de 1932 se matriculó en la Universidad de Chicago, conla idea de estudiar matemáticas, y siguió viviendo en la casa familiar.

Al final, quedarse en el Medio Oeste tuvo beneficios inesperados.Lejos de ser el pueblucho atrasado que Samuelson había imaginado,Chicago era un hervidero de actividad intelectual y política, y en launiversidad abundaban los economistas convencidos de que Washingtondebía implicarse más a fondo para combatir la Gran Depresión. El pro-fesorado, formado por conservadores en materia fiscal oriundos delMedio Oeste y por liberales burkeanos de extracción centro europea,veía con alarma las medidas con las que el gobierno se enfrentaba a lacrisis y aconsejaba una respuesta más activa.

Por su tutor, Samuelson supo que «el economista más importantedel mundo», John Maynard Keynes, había dado varias conferencias en launiversidad el verano anterior.15 Su primer profesor de economía fueAaron Director (el futuro cuñado de Milton Friedman), «un economis-ta árido, reaccionario y seguro de sí mismo», que tuvo «una influenciaimportante» sobre él. Más tarde, Samuelson contó que había empezadoa interesarse por la economía en la primera clase de Aaron Director, queversó sobre la teoría malthusiana de la población. Otro de sus profesoresfue Jacob Viner, un canadiense de origen rumano que tenía fama de serdurísimo poniendo notas. Después de la toma de posesión de Roose-velt,Viner se convirtió en uno de los asesores de Henry Morgenthau yayudó a decenas de estudiantes a entrar a trabajar en el Tesoro, la Reser-va Federal y varios organismos del New Deal. íntimo amigo de Schum-peter y de Hayek, Jacob Viner fue uno de los críticos más activos e in-

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fluyentes de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Estaba deacuerdo con Keynes en su visión de la política y en la necesidad de in-currir en gastos deficitarios para combatir la depresión, pero sosteníaque su teoría, lejos de ser «general», solo era válida a corto plazo y nofuncionaba si se aplicaba a períodos más largos.

Cuando Samuelson aún no llevaba un mes en Chicago, la universi-dad organizó un congreso en el que varios expertos en política mone-taria, entre ellos Irving Fisher, el economista más famoso y polémico deEstados Unidos, debatieron las medidas que debería adoptar la adminis-tración de Hoover para combatir la depresión. Director y Viner firma-ron el telegrama escrito por Fisher que instaba al presidente a elaborarun programa decidido de estímulo económico.

Tres años más tarde, Samuelson decidió que sería mejor economis-ta que matemático, y tras conseguir una beca de doctorado, prefiriótrasladarse a Harvard en lugar de seguir en Chicago. Uno de los moti-vos era que allí daba clases Edward Chamberlin, que acababa de publi-car la innovadora Teoría de la competencia monopolística, pero también le

influyó la posibilidad de dejar la casa familiar y hacer realidad la fantasíade estudiar en un «pueblo verde y tranquilo». Cuando llegó a Cambrid-ge, durante el tercer año del programa de recuperación de Roosevelt,Samuelson descubrió que los profesores de Harvard, aunque política-mente se situaban más a la izquierda que los de Chicago, desde el puntode vista intelectual eran mucho más conservadores.

En el otoño de 1936, durante su primer semestre en Harvard,Samuelson conoció a un estudiante canadiense que había asistido a lasconferencias de Keynes en Cambridge. En uno de sus trabajos de curso,Robert Bryce presentaba de forma resumida las ideas de una obra deKeynes aún inédita: la Teoría general. Bryce se centraba en la importan-cia del gasto público para combatir el desempleo pero no explicaba deltodo la teoría subyacente, lo cual desconcertó un poco a Samuelson,que no creía que la intervención fiscal fuera una idea novedosa o exclu-sivamente «keynesiana». En cualquier caso, como era obvio que habíaun repunte económico, dio por sentado que el motivo era el New Dealy creyó de buena fe que Keynes había elaborado una teoría nueva, rigu-rosa y coherente que explicaba los motivos. «Terminé preguntándomesi no estaría bien aceptar un paradigma que me ayudaría a entender elcambio de línea adoptado por Roosevelt entre 1933 y 1937.»16

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En 1936, Nicholas Kaldor, partidario de Keynes y de Marx y asesoreconómico del Partido Laborista, visitó la universidad y asistió a lo quepensaba era la brillante intervención de un gran académico. Antes dehacer una pregunta al ponente, quiso felicitarle: «Enhorabuena, profesorChamberlin», comenzó. Pero el «profesor» resultó ser Samuelson, un es-tudiante de primer curso de doctorado. Samuelson estaba matriculadoen la asignatura del matemático Edwin Bidwell Wilson, el último discí-pulo de Willard Gibbs enYale, en la que la mitad del alumnado la forma-ban él mismo y Schumpeter, quien desde un principio lo había adopta-do como su protegido. También asistía a las clases de un brillante exiliadoruso y futuro Premio Nobel: Wassily Leontief. El economista japonésTsuru Shigeto, que fue el mejor amigo de Samuelson en los años dedoctorado, lo describió así: «Como es sabido, Leontief no era demasiadoelocuente y usaba asiduamente la pizarra, en la que trazaba un par delíneas que se entrecruzaban y decía:"Como ven, en esta intersección...".Entonces intervenía Paul: "Sí, es el punto de...". Pero no podía terminarla frase, porque Leontief exclamaba enseguida alborozado: "¡Eso es! ¡Loha entendido usted perfectamente!". Paul y él sabían de qué estaban ha-blando, pero el resto de la clase no nos enterábamos de nada».17

Al año siguiente, Samuelson fue el primer economista elegido paraformar parte de la Society of Fellows, una curiosa institución de Har-vard inspirada en la tradición inglesa de la mesa de los profesores. Paraentrar en ella, los jóvenes estudiantes de diferentes disciplinas debíansuspender durante tres años sus estudios de doctorado y limitarse a...pensar. De pronto, Samuelson se encontró en compañía de grandes ma-temáticos, como el lógico Willard Van Orman Quine, el inventor de lateoría de grafos George Birkhoff, o Stanislaw Ulam, creador del diseñoTeller-Ulam para el armamento termonuclear.

No obstante, los retos intelectuales y el ambiente apasionadamentereflexivo del grupo no podían sustituir a una familia. Al cabo de un año,Samuelson se casaba con Marión Crawford, otra estudiante de doctora-do originaria de Wisconsin. En mayo de 1940, cuando Samuelson cum-plía veinticinco años y estaba a punto de agotar el plazo de doctorado,Marión ya había terminado el suyo y la joven pareja había tenido a suprimer hijo.

Como muchos de los jóvenes que alcanzaron la mayoría de edaddurante la Gran Depresión, Samuelson tenía prisa por vivir. Sus amigos

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europeos se escandalizaban al saber que escuchaba la Novena Sinfoníade Beethoven desordenada, para no perder tiempo rebuscando entre susdiscos de setenta y ocho revoluciones. A la espera de recibir una ofertade trabajo de Harvard, Samuelson se enfrascó en la escritura de su tesis,que Marión pasaba a máquina. En la presentación, Samuelson tomóprestado el título de los Fundamentos del análisis económico. Sus Funda-

mentos se inspiraban en parte en la crítica que había escrito Schumpeteren 1931 contra la crisis de la teoría económica, y presentaban cierta si-militud con las tesis de Irving Fisher. El trabajo era un ambicioso ataquecontra la teoría económica del momento, en el que Samuelson usaba«sencillas argumentaciones lógicas y aritméticas» para demostrar queesta se podía reducir a proposiciones más simples y fundamentales. «Mesentía como si estuviera abriéndome paso en una selva con una navajade bolsillo —dijo más tarde—.Todo era una maraña de contradicciones,repeticiones y confusiones.»18

Los Fundamentos lograron lo que habían intentado conseguir losPrincipia mathematka de Bertrand Russell y los Fundamentos matemáticos

de la mecánica cuántica de John von Neumann, y también lo que habíanconseguido en 1890 los Principios de economía de Marshall. HerbertStein, formado en la Universidad de Chicago y defensor del New Deal,comparó el logro de Samuelson con la teoría económica anterior a Fis-her y a Keynes: si la gente se queda sin trabajo, hay que darle empleo. Esdecir, si no hay trabajo, hay que manipular algún factor situado en unextremo del sistema —por ejemplo, el dinero circulante o las tarifasfiscales—, entendiendo que afectará de algún modo a lo que está en elotro extremo: el empleo. Esta era la implicación práctica de la nueva«economía del conjunto» o macroeconomía.Y eso era lo que había denovedoso en la teoría económica de Fisher y de Keynes.19

El énfasis en los vínculos existentes entre los diferentes elementosde la economía y en sus efectos indirectos y secundarios explica la im-portante base matemática de la nueva macroeconomía. Sin fórmulas noes posible analizar un sistema complejo. El debate sobre la utilidad de lasmatemáticas para analizar los problemas económicos resurge de vez encuando, como el debate sobre el uso de la informática para demostrarlos teoremas matemáticos. Los economistas, como los ingenieros, losfísicos nucleares y los compositores, necesitan resolver problemas. Si lasherramientas antiguas no les son del todo útiles para el problema que

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están estudiando en un momento concreto, probarán a usar herramien-tas nuevas. Lo cierto es que la vieja generación suele tener dificultadespara adaptarse a las nuevas técnicas y no suele encontrarlas necesarias,pero la generación de Samuelson, que alcanzó la mayoría de edad du-rante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, aceptaba connaturalidad que las matemáticas son un lenguaje, como aseguraba Wil-lard Gibb. El temor a que el cultivo de las matemáticas pudiera perjudi-car el uso de las lenguas naturales era totalmente infundado. John vonNeumann, uno de los muchos matemáticos que influyó en la economíateórica, era capaz de traducir sin problemas del alemán al inglés y citarpasajes enteros de Dickens.Y el virtuosismo verbal de Samuelson eraaún más evidente.

Probablemente no es una casualidad que los Fundamentos se escri-bieran en la década de 1930, una época extraordinariamente innova-dora. Samuelson, que cambió el enfoque de sus estudios después deestudiar un año en Harvard, dedicó los tres cursos académicos del pe-ríodo 1937-1940, en los que trabajó como profesor, a elaborar las basesde sus Fundamentos del análisis económico. Según dijo más tarde, este tra-bajo «no tuvo un momento de concepción concreto. Evolucionó porsí solo gradualmente, entre los años 1936 y 1941».20 Se cuenta que,cuando Samuelson terminó de defender su tesis, Schumpeter se volvióhacia Leontief y le preguntó: «¿Qué le parece?, ¿hemos aprobado?». Sinembargo, como sucedió con muchas de las creaciones de aquella épocafecunda, la Segunda Guerra Mundial dificultó la difusión de los Funda-mentos. A diferencia de la Theory ofGames and Economic Behavior, escri-ta por Von Neumann y Oskar Morgenstern, la tesis doctoral de Samuel-son no tuvo patrocinadores ricos ni defensores influyentes. De hecho,Harold Burbank, director del Departamento de Economía de Har-vard, la veía con tanta hostilidad —no se sabe si por su aversión a lasmatemáticas o por su odio a los judíos— que mandó destruir las gale-radas e insistió en que Samuelson no tuviera una plaza fija de profesor.A finales de 1947, cuando por fin se publicaron, los Fundamentos tuvie-ron una buena acogida, porque tras la guerra se aceptaba mejor el usode herramientas y técnicas nuevas. Samuelson recibió el galardón JohnBates Clark, el equivalente de la Medalla Fields, por ser el mejor ma-temático menor de cuarenta años. Schumpeter proclamó que los Fun-damentos eran una obra maestra y escribió en una carta a su ex alum-

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no: «Si me pongo a leerlos por la noche, el entusiasmo no me dejadormir».21

Las aprensiones estadounidenses sobre la economía de la posguerra sedebían a la creencia de que el factor de recuperación económica no erael New Deal sino la propia guerra. Mientras los británicos pensaban encómo evitar el crecimiento de la inflación sin dejar de compensar a lapoblación por los sacrificios realizados, la mayoría de los estadouniden-ses estaban preocupados por el retorno del paro cuando Washingtonrecortase los gastos militares y millones de soldados dejaran el ejército.

El Consejo Nacional de Planificación de Recursos, precursor delConsejo Asesor de Economía, se encargó de planificar la transición auna economía de paz. Everett Hagen, que escribió el informe del Con-sejo junto a Samuelson, elaboró una proyección general para la admi-nistración. A mediados de 1944 hubo una escisión entre los expertos eneconomía de Washington. Los partidarios del New Deal veían por logeneral con optimismo las perspectivas de la posguerra, mientras quelos keynesianos tendían a ser pesimistas. Samuelson aceptaba que tras laguerra podía haber un momento de auge porque las empresas restable-cerían inventarios y sustituirían equipamientos y los consumidores ac-tuarían de forma similar. Sin embargo, pensaba que el auge no duraríamucho debido a los grandes recortes militares.

La desmovilización fue aún más rápida de lo que imaginaba Samuel-son, pero la crisis que predijo no se materializó. En 1947, tras una rece-sión profunda pero breve, la economía se reactivó rápidamente. Cuandocomenzó la guerra fría, la administración de Truman dedicó cientosde millones de dólares al arsenal nuclear, aunque el gasto en fuerzas detierra convencionales disminuyó bastante. Pero lo que Samuelson nollegó a prever fue el enorme crecimiento en la demanda de los consu-midores, que estaban ávidos de adquirir viviendas, coches, electrodo-mésticos y otros bienes característicos de la vida de clase media y teníanmucho dinero ahorrado. Samuelson estuvo siempre convencido de queeste incómodo error de previsión frenó la entrada del keynesianismo enla academia. En cierto modo, cometer un error tan clamoroso al co-mienzo de su carrera profesional fue beneficioso para alguien como él,que detestaba los errores y pocas veces los cometía. Gracias a ello, Samuel-

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son empezó a ver con más escepticismo las previsiones económicas yse mostró más reservado a la hora de defender o rebatir determinadaspolíticas.

La desmovilización fue un momento de prosperidad para los centros deenseñanza superior estadounidenses, entre ellos el embrionario Depar-tamento de Economía del MIT. Antes de que Roosevelt pronunciara suexhortación de 1944 en favor de los derechos económicos, la únicamedida de este tipo aprobada por el Congreso fue la Ley de Recoloca-ción de las Tropas, que concedía becas universitarias a los soldados des-movilizados. Esta medida tuvo efectos importantes y duraderos en laeconomía de la posguerra. En el Reino Unido, el gobierno laboristacreó un Estado del bienestar con el que intentaba compensar al pueblobritánico por los sacrificios realizados en los años de guerra. La contra-partida en Estados Unidos fue la Ley de Recolocación de las Tropas.Según David Kennedy, la única oposición seria vino de la Universidadde Chicago, el alma máter de Samuelson y de Friedman. Su célebrerector, Robert Hutchins, advirtió: «Las facultades y universidades ter-minarán siendo selvas en las que se educarán salvajes».22 El MIT, que notenía ningún programa universitario de economía, adoptó una posturamás pragmática.

La Ley de Recolocación se aprobó en junio de 1944, justo antes deque comenzara la desmovilización. Samuelson llevaba tiempo queriendodejar su trabajo en el Laboratorio de Radiaciones, que le parecía tedioso,para asumir nuevos proyectos. Tras cierta vacilación, rechazó la oferta deescribir anónimamente una historia sobre el Proyecto Manhattan. Entre-tanto, como cada vez más soldados se acogían a la Ley de Recolocación,su carga docente en Cambridge aumentó exponencialmente. En abril de1945, Ralph Freeman, el jefe de su departamento, le propuso escribir unmanual de economía para ingenieros. Samuelson envió una carta de jus-tificación al ejército, que seguía reclamándole su tiempo: «El MIT me hapropuesto abordar un importante proyecto que solo yo puedo llevar acabo», y añadió: «Se acerca el día en que ya no será de interés nacionalque un buen economista se convierta en un matemático mediocre».23

Los nuevos estudiantes del MIT tenían que hacer un curso intro-ductorio de economía, otra muestra más del cambio de los tiempos. El

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problema, según le confesó Freeman a Samuelson, que probablementeya lo sabía, era que «es una asignatura que todos odian». Basil Dandison,representante de la editorial de libros de texto McGraw-Hill, visitó elDepartamento de Economía de Harvard un día después del ataque ja-ponés a Pearl Harbor y solo encontró a un profesor en su despacho.Dandison le contó que su editorial estaba buscando a alguien que escri-biera un manual de economía y les habían dicho que en la Facultad deIngeniería, al otro lado de Cambridge, había un joven profesor muybrillante. En el momento en que Japón capitulaba, Dandison ya habíallegado a un acuerdo con el profesor del MIT. Más tarde explicó: «Pen-sé que el asunto podría salir muy bien». El profesor al que le propusie-ron la redacción del manual tuvo el acierto de rechazar un pago a tantoalzado e insistir en que prefería cobrar un porcentaje de derechos del 15por ciento, algo poco usual en aquella época.24

Samuelson pensó que, si dejaba el puesto en el Laboratorio de Ra-diaciones, podría dejar listo el texto durante el verano. Pero en 1945aceptó ser uno de los tres escritores en la sombra de Vannevar Bush,ingeniero del MIT y fundador de la compañía de defensa Raytheon,que dirigía una entidad de planificación y tenía que preparar por encar-go de Roosevelt un informe sobre investigación y desarrollo tituladoLa ciencia: una frontera sin límites.25 Por eso Samuelson no pudo terminarsu Economía: un análisis introductorio hasta abril de 1948, aunque los estu-diantes de ingeniería del MIT leyeron copias mimeografiadas de algu-nos capítulos.

En el ensayo God and Man at Yale: The Superstitions of «Academic Free-dom», que fue éxito de ventas en 1951,William F. Buckley Jr., que porentonces contaba veinticinco años, lanzaba una fuerte acusación con-tra su alma máter. Según él, «la principal influencia sobre los econo-mistas de Yale» era «profundamente colectivista», es decir, la antítesisde los valores empresariales preconizados por los alumnos de la uni-versidad. Como prueba, Buckley citaba la bibliografía propuesta enEconomía 10, el curso introductorio que seguían un tercio de los es-tudiantes.26 Uno de los textos criticados era el manual escrito porSamuelson: Economía: un análisis introductorio. Tras acusar a Samuelsonde glorificar la intervención estatal y denostar la concurrencia y la

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iniciativa individuales, Buckley se mostró escandalizado por su «típicafacundia [...] y su melodramático llamamiento».27 Lo que más le in-dignaba era la insinuación de que las herencias y las grandes fortunaseran peligrosas.

Las blasfemias del manual Economía eran muchas y sus muestras derespeto a la sabiduría tradicional, pocas.28 En vez de la «mano invisible»de Adam Smith, Samuelson hablaba de una «máquina a la que le faltaun timón eficaz» para describir la economía privada.29 En vez de con-siderar que el Estado era un mal necesario, Samuelson lo calificaba deentidad imprescindible «allá donde las complejidades de la economíarequieren planificación y coordinación social»,30 y para recalcar su ar-gumento añadía: «El hombre moderno ya no puede creer que "el Es-tado que mejor gobierna es el que gobierna menos"».31 Además, Samuel-son despreciaba la disciplina monetaria que imponía el patrón oroantes de la Primera Guerra Mundial porque convertía «a cada país enesclavo en lugar de dueño de su propio destino económico».32 Samuel-son consideraba pasada de moda la obsesión con el equilibrio presu-puestario y aseguraba a sus lectores que no había «razones técnicas nifinancieras para que un país proclive a los gastos deficitarios no puedaseguir usando este método hasta el fin de nuestras vidas o incluso des-pués».33

El manual Economía era obra de un joven que hablaba directamen-te a otros jóvenes:

OBSERVAD BIEN AL HOMBRE DE VUESTRA DERECHAY AL HOMBRE DE VUESTRA IZQUIERDA...

[El] primer problema que debe resolver la economía moderna: las causasde [...] la depresión, y también las de la prosperidad, el pleno empleo y elalto nivel de vida. Pero no menos importante es el hecho, que claramentedebemos interpretar pensando en la historia del siglo xx, de que la saludpolítica de una democracia está ligada de forma crucial al mantenimientoadecuado de un nivel de empleo alto y estable y de unas oportunidadesde vida igualmente altas y estables. No es exagerado decir que la exten-sión de los regímenes dictatoriales y la Segunda Guerra Mundial que es-talló como consecuencia de ello fueron, en no poca medida, un resultadode la incapacidad del mundo para resolver adecuadamente este problemaeconómico básico.34

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En una muestra del espíritu de los tiempos, favorable a la interven-ción estatal y a la democratización desde la base, Samuelson anunciabacon solemnidad: «El modo de vida capitalista está pasando por unaprueba».35 La estructura del libro reflejaba las nuevas prioridades. Samuel-son comenzaba explicando cómo se produce, distribuye y gasta la rentanacional y cómo afectan a la economía privada las decisiones tributariasy de gasto público. Eran asuntos «importantes para entender el mundoeconómico de la posguerra» y también «cuestiones que la gente en-cuentra muy interesantes». Invirtiendo el orden usual, Samuelson em-pezaba hablando de macroeconomía y dejaba para la segunda parte dellibro otros temas más conocidos, como la teoría de la empresa y la ca-pacidad de elección del consumidor. Consciente de que los ahorros ylos bonos de los años de guerra habían impulsado un nuevo interés porla inversión, y deseoso de que los estudiantes de ingeniería no se dur-mieran leyendo el manual, Samuelson incluía un capítulo sobre las fi-nanzas personales y el mercado de valores.

Básicamente, Samuelson combinaba la nueva economía keynesianacon la teoría heredada de Marshall, a la vez que seguía el ejemplo deeste último e incorporaba conclusiones y técnicas propias. En la cuartaedición, Samuelson calificó el enfoque de su manual como «síntesisneoclásica».36 Marshall y Schumpeter habían señalado ya que el aumentode la productividad era el principal factor de las mejoras en el nivel devida. A esta idea, Samuelson le sumó «la importancia de evitar un paromasivo».37

Para describir las implicaciones de su nueva teoría, Samuelson re-currió a Alicia en el País de las Maravillas. En el mundo del pleno empleo—es decir, un mundo con escasez, donde no se podrían conseguir cosasgratuitamente y donde obtener más de una cosa implicaría renunciar aotra— se aplicaban los parámetros antiguos, aunque el lenguaje mate-mático permitía reformularlos con más exactitud. En el mundo keyne-siano, caracterizado por la abundancia y donde el empleo distaba de sertotal, se volvían posibles cosas imposibles, como obtener algo a cambiode nada. El mejor ejemplo era la «paradoja del ahorro».38 En una eco-nomía con pleno empleo, si una familia ahorra una porción mayor desus ingresos, el importe total de ahorro asciende. En una depresión,ahorrar más reduce la cifra total de ahorro, porque rebajar el gasto im-plica una bajada de la producción y de los ingresos, y por lo tanto del

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ahorro general. Cuando el empleo no es total, «todo se invierte». Lomismo se aplica al ahorro público.

Aunque la Gran Depresión no se caracterizó por el mal funciona-miento de un solo sector sino por un fallo en la coordinación entre losmercados, Samuelson no acuñó el término macroeconomía en su sentidoactual, que es la interrelación entre la demanda efectiva de los hogares,los negocios y el Estado, la cifra total de desempleo, la tasa de inflacióny otros factores. El mensaje que Samuelson quiso transmitir a los lecto-res de su manual era que la política monetaria ya no funcionaba. LaGran Depresión era una prueba de ello: «Hoy, pocos economistas ven lapolítica monetaria de la Reserva Federal como una panacea para con-trolar el ciclo económico».39 Las ideas de la Reserva Federal estaban tananticuadas como los vestidos de los años veinte. Lo mismo podía decir-se de Irving Fisher, que había muerto el año anterior, e incluso de todoslos keynesianos anteriores a 1933.

Sería desacertado pensar que el gran éxito que obtuvo el manual deSamuelson en las aulas universitarias implicó la adopción generalizadade los principios económicos vigentes en Washington. A pesar de laromántica nostalgia con la que hoy suele verse la década de 1950, fueun tiempo en que hubo tres recesiones, una de ellas grave, y en los últi-mos años, una cifra de paro bastante elevada. Algunos historiadores subes-timan la urgencia con la que Truman, y más tarde Eisenhower, tuvieronque tomar medidas para equilibrar el presupuesto federal y, sobre todo,recortar el gasto militar.Y a veces se ha confundido la agresiva retóricade Truman sobre la guerra fría con la decisión de respaldar sus declara-ciones con recursos. Sin embargo, como ha explicado Herbert Stein,Truman no solo llevó a cabo recortes importantes en 1945, sino tam-bién en 1946, 1947 y 1948. El Plan Marshall fue la excepción y no laregla.

¿A qué se debía este distanciamiento entre la teoría y la práctica?De entrada, a la prudencia fiscal.Truman estaba convencido de que unadefensa fuerte era esencial para la salud económica del país, y atribuía lavictoria aliada, en no poca medida, a la capacidad de Estados Unidospara erigirse en arsenal de la democracia. Para Traman, que como erahabitual en el Medio Oeste era conservador en lo fiscal y en lo econó-

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mico, y que además se enfrentaba a un Congreso republicano, la priori-dad básica era frenar el crecimiento de la deuda de guerra, eliminandoel déficit federal anual. Además, como demuestra la ausencia de un pre-supuesto de defensa en 1940, Estados Unidos no estaba acostumbrado amantener un ejército grande en tiempos de paz.Tras la derrota de Ale-mania, el avance de la desmovilización fue imparable, y el proyecto deTruman para los tiempos de paz no logró imponerse. Por todo ello,además de la necesidad de extender el poder de Estados Unidos a esca-la mundial como medida defensiva, hubo que hacer las cosas con po-quísimo dinero.

La revolución keynesiana solo conquistó Washington en los añossesenta. De todos los estudiantes de Samuelson, John E Kennedy fue elque llegó más lejos, y poco antes de las elecciones presidenciales de1960 invitó a su antiguo profesor a dar una charla informal en el jardínde su casa de Hyannis Port, en Cape Cod. Más tarde, Samuelson contócon humor: «Me esperaba un opíparo festín, pero nos dieron salchi-chas con habichuelas».

En conjunto, Samuelson consideró interesante el carácter frío, cal-culador y cauteloso de Kennedy. El nuevo presidente era difícil de con-vencer, pero cuando tomaba una decisión se mantenía firme. A pesardel elevado déficit presupuestario, Kennedy impulsó fuertes recortesfiscales para reavivar la tambaleante economía, y de paso sus índices depopularidad. En una alocución televisada afirmó: «El peor déficit vienede las recesiones», y añadió que rebajar los impuestos tanto a los par-ticulares como a las empresas era «la medida más importante que pode-rnos tomar para evitar otra recesión».

El recorte fiscal que impulsó Kennedy en 1963, aprobado despuésde su magnicidio, fue un gran éxito. En 1970, el presidente RichardNixon aseguró que «ahora somos todos keynesianos», pero el recortefiscal fue la máxima aplicación de la teoría keynesiana a la gestión delciclo económico. Según Samuelson, el keynesianismo llegó a su puntomáximo no por la ascendencia de teorías rivales sino por la estanflación,es decir, la combinación de desempleo, inflación y estancamiento queaquejó a las economías más ricas del mundo en las décadas de 1970 y1980. En cualquier caso, a finales de la década de 1950 y principios dela de 1960, Milton Friedman ya estaba dirigiendo una ofensiva contrael paradigma imperante en la Universidad de Chicago y rechazaba la

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idea de que el Estado pudiera manipular los presupuestos públicos paraobtener una combinación concreta de niveles de desempleo e inflación.Retomando el legado de Irving Fisher y la teoría de que el dinero cir-culante afecta a la cifra de resultados económicos, y partiendo de labase de que la Gran Depresión era el resultado de un fracaso monu-mental de la gestión monetaria, Friedman convenció a los jóvenes eco-nomistas primero, y después al presidente Jimmy Cárter, que contrató aPaulVolcker para controlar el monstruo de la inflación, de que la mo-neda, después de todo, era importante. Ni Friedman ni Samuelson vol-vieron a trabajar para el gobierno; los dos pensaban que podían tenermucha más influencia dando clases y publicando que colaborando conel presidente o con la Reserva a Federal.

Capítulo 17

La gran ilusión:Joan Robinson en Moscú y en Pekín

Hoy en día es muy difícil dar lecciones de teoría económica, porqueahora tenemos países socialistas y países capitalistas.

JOAN ROBINSON, 19451

En abril Moscú es todavía una ciudad gélida y cubierta de nieve, perohasta las nueve no anochece, y en las esquinas se instalan las ancianasque venden ramilletes de mimosa. En la primavera de 1952, poco des-pués de que Winston Churchill anunciara que el Reino Unido estabaen posesión de la bomba atómica, Joan Robinson contemplaba emo-cionada las cúpulas doradas del Kremlin. Era una imagen tremenda-mente familiar y, al mismo tiempo, extrañamente irreal. En su diarioescribió: «Miro y miro, y no sé si lo que veo está allí realmente y si soyrealmente yo la que lo está mirando».2

Más tarde, en el gigantesco Salón de las Columnas, Robinson es-cuchaba distraída los pomposos discursos, las resoluciones de paz y lasbienvenidas «fraternales» de las «mujeres de Escocia». Pensaba en laimpresión que le había causado lo que había visto en la calle: el merca-do, con sus montones de remolachas y sus pilas de lechugas; los escapa-rates con réplicas en yeso de jamones, salchichas y quesos (no porquese hubiera acabado la comida de verdad, como en Inglaterra, sino parano desperdiciarla en una vitrina); las guarderías donde las madres deja-ban a niños bien vestidos y bien alimentados; el almacén al que se lle-vaba la ropa que les quedaba pequeña a los niños para que la aprove-charan otros («¡Qué idea tan buena!»); el «nivel "sueco" de orden ylimpieza», pero sin la tristeza del ambiente escandinavo... Todo ofrecía

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un clamoroso contraste con el abandono, la suciedad y la sordidez deLondres.3

Robinson disfrutó de la atenta acogida de sus anfitriones, tan es-pléndida que realmente parecía que la primera gran potencia socialistahubiera abolido el dinero. Los cuatrocientos setenta asistentes al Con-greso Internacional de Economía, patrocinado por los soviéticos, fuerontratados como miembros de la realeza.4 Se les alojó en un hotel con«amplias escalinatas, lámparas de araña y columnas de malaquita», tanlujoso que habría podido albergar a un sultán.5 El viaje era gratuito apartir de Praga. Cada delegado recibió mil rublos para comprar vodka,caviar y prendas de piel en tiendas especiales. Una flotilla de cien limu-sinas conducidas por chóferes uniformados estaba a su perpetua dispo-sición, aunque Robinson insistió valientemente en viajar en metro y entranvía a pesar de no hablar ruso y no tener ningún mapa de la ciudad.6

Los mejores asientos de la ópera y el ballet estaban reservados para losdelegados. A diferencia de Inglaterra, donde había que contentarse conel puré de patatas liofilizado y las salchichas con sabor a pan mojado delracionamiento, en Moscú se sirvieron cenas «fabulosas». Hasta el coti-diano acto de comer era un recordatorio de que estaban en una granpotencia ascendente y no en un país en declive. En uno de los banque-tes, Joan tuvo la impresión de que veía «todo el continente extendién-dose a mi alrededor, como se sentiría un comensal Victoriano ante unamesa cubierta de provisiones de todos los confines del mundo».7

A pesar de todo este «lujo asiático», Robinson señaló que sus anfi-triones demostraban una «eficiencia nórdica» en la organización delcongreso. Quinientos intérpretes, traductores, mecanógrafos, mensajerosy otros asistentes, más de uno por delegado, estaban a la disposición delos visitantes. Joan dio por sentado que «todos estos intérpretes, chóferesy guías no están aquí para controlar nuestros movimientos, sino paranuestra comodidad». La promesa de no incurrir en propaganda explíci-ta se observó escrupulosamente. (Según informó Time, los rusos habíanretirado los omnipresentes retratos a tamaño natural de Stalin que nor-malmente presidían las salas de los edificios públicos.)8 Joan Robinsonconstató complacida que, en aquel Moscú donde se había abolido elracismo, «puedes mandar a la porra a un asiático pesado, igual que man-darías a la porra a un inglés pesado».9 Esta era la realidad que Occidentese negaba a aceptar.

En cualquier caso, en vez de albergar pensamientos sombríos sobreel futuro de Occidente, Joan Robinson sintió que le invadía un candidooptimismo respecto al Este. El congreso era un Bretton Woods socialis-ta, una ONU del socialismo. La sala de conferencias estaba «hábilmenteequipada» con dispositivos de traducción simultánea que eran como unsímbolo de las esperanzas de los delegados en la economía global y elentendimiento de todos los países.10 En la economía mundial se habíacreado una brecha por culpa de aquella guerra fría que Joan, como mu-chos otros asistentes al congreso, consideraba instigada por la nueva su-perpotencia imperial: Estados Unidos. Lord Boyd Orr, jefe de la dele-gación británica, formada por veintitrés personas, expresó la opinión dela mayoría de los delegados cuando instó tanto a Oriente como a Oc-cidente a «romper el telón de acero con convoyes procedentes del Esteque transportarán la comida que necesita el Oeste y con convoyes queviajarán en dirección contraria, transportando los bienes del Oesteque necesita el Este».11 Uno tras otro, los delegados expresaron su con-vicción de que, en cuanto se eliminasen «barreras artificiales» como lareciente prohibición estadounidense de exportar bienes estratégicos albloque soviético, el comercio entre el Este y el Oeste sería como untorrente capaz de acabar con cualquier problema económico, desde eldesempleo en la industria textil británica hasta la pobreza crónica de laIndia. Un delegado estadounidense aseguró que los acuerdos comercia-les provocarían «una reacción en cadena espiritual en la fraternidad hu-mana» y evitarían el holocausto nuclear.

En su primera semana de estancia en Moscú, Joan Robinson llegóa la conclusión de que Stalin no era un dictador sino un padre solícito,aunque severo y algo distante.Tomó nota de una historia que le parecióespecialmente conmovedora: una anciana cocinera que antes de la gue-rra había estado al servicio de una familia moscovita fue destinada trasla invasión nazi a una fábrica de una región rural. Cuando terminó laguerra, la familia para la que había trabajado obtuvo el permiso paravolver a Moscú, pero la anciana criada no pudo trasladarse. Joan consig-nó en su diario: «Después de intentar en vano los canales habituales, laanciana decidió escribir a Stalin... y le explicó que el trabajo en la fá-brica no le gustaba, que todo su pueblo había sido arrasado y que laúnica amiga que tenía en el mundo era su antigua jefa». Según Joan, «enmenos de tres semanas, le dieron el permiso».12

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Joan Robinson se fue de Moscú más convencida que nunca de quela guerra fría era un error y que no se debía a los designios soviéticossino a la paranoia estadounidense. El Conference Sketch Book, publicadopoco después de su regreso a Cambridge, concluía: «Estoy plenamenteconvencida de que los soviéticos no tienen el menor deseo de salvarnuestras almas, ni con la espada ni con la palabra». Sin aludir explícita-mente a la imposición del régimen soviético en la Europa del Este, Joanconsideraba que lo único que movía a los soviéticos era el miedo a que-dar cercados militarmente por las potencias occidentales. «Si pudiéra-mos convencerlos de que los vamos a dejar en paz, ellos estarían encan-tados de dejarnos que nos hundamos como más nos plazca —aseguró asus lectores—. Si los comunistas de nuestro país piensan de otro modo,es porque se engañan.»13

Joan no se veía como una devota que había peregrinado a la Mecasocialista, sino como una observadora objetiva que contaba la verdad.Insistió en que ni ella ni los demás asistentes al congreso eran «delega-dos de nadie, sino un grupo variopinto de personas», conscientes de «laimportancia de comunicar con precisión la verdad de lo que allí hemosvisto».14 De todos modos, no esperaba que la creyeran. En una carta aRichard Kahn, aseguró: «Estamos preparados para enfrentarnos a las bu-rradas que nos soltarán cuando volvamos».15 Lejos de lo que imaginaba,las conferencias sobre la sociedad soviética que impartió tras su regresoa Cambridge atrajeron a un nutrido público. En una de ellas, un estu-diante con acento estadounidense le preguntó: «¿Qué nos puede decirde la supuesta conspiración de unos médicos judíos para matar a IósivStalin?», a lo que Joan respondió sin dilación: «¿Y qué puede decirnosusted de los linchamientos en el Sur de su país?».16

En esa época Joan Robinson empezaba a ser una de las figuras intelec-tuales del bloque comunista, un papel difícil pero interesante, que com-portaba viajes pagados anuales, fotografías con peces gordos, una cuentabancaria en Moscú y un grupo de amigos que constaba básicamente,por no decir exclusivamente, de miembros del aparato de gobierno,comunistas clandestinos y espías.

Los lectores del Conference Sketch Book se habrían sorprendido mu-cho si hubieran sabido que la entusiasta narradora que, como Alicia,

había caído por sorpresa en el País de las Maravillas socialista era enrealidad una de las organizadoras del congreso. En efecto, Joan Robin-son era una de los dos miembros británicos del Comité Preparatorio,aunque según ella, solo aceptó formar parte por hacerle un favor a «suantiguo amigo Oskar Lange», un economista polaco que colaboraba conel KGB. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico estaba convenci-do de que Joan era «totalmente consciente de los orígenes» del congre-so, y otros miembros del comité comentaron sus «posturas extremis-tas»,17 que coincidían con las del otro delegado británico, el empresarioJack Parry, militante del Partido Comunista. Según Alee Cairncross,miembro de la delegación británica en Moscú, los asistentes sabían queel congreso había sido concebido originalmente como «un paso en lacampaña comunista por la paz», y daban por sentado que la motivaciónde Stalin para convocarlo era principalmente política: en concreto, «abriruna brecha entre Estados Unidos y sus aliados europeos».18 Casi todos loseconomistas asistentes, entre ellos Lange, Jürgen Kuczynski, Piero Sraffay Charles Madge, eran militantes o simpatizantes del Partido Comunista.

Ello no significa que Joan fuera más consciente que Harry DexterWhite de las auténticas intenciones de Stalin. Por ejemplo, seguramentedesconocía que Stalin, unas semanas atrás, se había opuesto a la propiapremisa del congreso. En unas observaciones enviadas al Comité Centrala principios de febrero, Stalin había criticado la noción de la coexistenciapacífica y de la convergencia económica con Occidente, lo cual era pre-cisamente el lema de aquellos que, como Joan Robinson, defendían unmundo que no estuviera dividido en dos bloques. Dirigiéndose a los co-munistas soviéticos que propugnaban el retorno a una economía mundialúnica, Stalin les acusó de dejarse engañar por el auge de la cooperacióninternacional en los años de la guerra y los inmediatamente posteriores.Según él, el principal legado de la Segunda Guerra Mundial sería la divi-sión permanente de la economía en «dos mercados mundiales opuestos».La economía socialista y la capitalista evolucionarían de forma aislada,enfrentadas la una a la otra. El resultado «inevitable» sería una profundiza-ción de la crisis económica de Occidente, que impulsaría la rivalidadimperialista y, en último término, instigaría una guerra fratricida entreEstados Unidos y el Reino Unido: «La inevitabilidad de las guerras en-tre los países capitalistas» seguía en pie.19 Todo esto, según aseguró Stalin alos miembros del comité, se explicaba por las leyes de la ciencia.

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El historiador estadounidense John Gaddis, especialista en la guerrafría, ha llegado a la conclusión de que Stalin era totalmente sincero.20 Alparecer, estaba tan convencido de la inminencia de un apocalipsis secu-lar como Marx o Engels un siglo atrás. Si estas declaraciones hubieranllegado a oídos de los organizadores al congreso de Moscú, les habríanpuesto en un aprieto. Por un lado, para asegurarse la asistencia de fabri-cantes textiles y otros hombres de negocios británicos, habían insinuadola posibilidad de que hubiera importantes pedidos. Por otro lado, Stalinhabía llegado al extremo de proclamar que el bloque comunista no tar-daría en prescindir totalmente de las importaciones occidentales. Nosolo eso, sino que la Unión Soviética y sus aliados «sentirán la necesidadde exportar las mercancías excedentes por ellos producidas».21 Sin em-bargo, poco antes del congreso, Stalin adoptó una postura más política yaseguró que la «coexistencia pacífica del capitalismo y el comunismo»era posible, siempre que, entre otros requisitos, no hubiera interferenciasen los asuntos internos de otros países.22

Si Joan Robinson se sintió apartada en algún momento del proce-so, no lo demostró ni en las crónicas que publicó ni en las cartas queenvió a Kahn. Muy probablemente, ni ella ni los demás delegados ex-tranjeros conocían las observaciones para el Comité Central, que elpropio Stalin mantuvo inéditas hasta que se publicó la traducción ingle-sa en el mes de octubre.23 Los acuerdos comerciales negociados en elcongreso quedaron en poco, sobre todo en comparación con la pom-posa retórica con la que se habían presentado. Según las estimaciones deun economista, el volumen de las transacciones comerciales entre elEste y el Oeste derivadas de estas propuestas fue muy inferior al nivelde antes de la guerra.

O quizá Joan Robinson sí intuyó la verdad. En un momento enque entró en las oficinas del Ministerio de Comercio, vio que los aba-cos coexistían con las calculadoras de sobremesa. Seguramente fue esacuriosa yuxtaposición de lo tradicional y lo moderno lo que la llevó aadvertir otra incongruencia: en el congreso, los economistas soviéticos«no eran lo que se dice unos artistas manejando las cifras».24

Uno de los biógrafos de Joan Robinson, el economista de CambridgeGeof&ey Harcourt, ha situado en 1936 el comienzo de su «conversión»

política.25 Para los intelectuales británicos, 1936 no está tan asociado a laGran Depresión, que en el Reino Unido estaba prácticamente supera-da, como con el comienzo de la guerra civil española. Cuando Alema-nia e Italia intervinieron a favor de los nacionales y los soviéticos a favorde los republicanos, el conflicto español empezó a verse como una gue-rra por poderes entre el fascismo y el comunismo. La decisión de Stalinde luchar contra los fascistas en España reforzó el prestigio de los sovié-ticos, mientras que la negativa de británicos y estadounidenses a inter-venir los convirtió cuando menos en pusilánimes.

En todo caso, en 1936 Joan estaba enamorada de su poeta de Alepo,el doctor Ernest Altounyan, e intelectualmente subyugada por Keynes.Solo en 1939, mientras se recuperaba de su depresión, sorprendió aSchumpeter, corresponsal asiduo y admirativo, al decirle que estaba le-yendo a Marx (al que Keynes consideraba un pesado). Durante la gue-rra, la actividad política de Joan consistió en participar en comités con-sultivos y escribir panfletos para el Partido Laborista y en preparar variosinformes. Entre otros, el Informe Beveridge sobre el Empleo, cuya redaccióncorrió a cargo del húngaro Nicholas Kaldor, un inteligente profesor dela London School of Economics que era íntimo amigo de Joan y que,como ella y como Hayek, pasó la guerra en Cambridge. Joan considera-ba, como los keynesianos de todas las tendencias políticas, que Occi-dente estaba condenado a sufrir problemas de estancamiento económi-co y depresiones recurrentes, pero en 1.943 aún no había concluido queesta situación fuera irresoluble: «La cuestión del desempleo eclipsa to-dos los demás problemas de la posguerra. El sistema económico en elque vivimos está pasando por una prueba. El mundo moderno ha vistoun gran experimento en la planificación socialista, [...] Falta por ver silos países democráticos pueden encontrar un tipo de planificación quelleve a la paz y la prosperidad».26

Como otros economistas del Partido Laborista, Robinson defendíauna mezcla de planificación socialista y gestión keynesiana de la de-manda a través de impuestos y subsidios.27 Como asesora de la Federa-ción de Sindicatos, defendía la nacionalización de la mayoría de las in-dustrias, basándose en que la planificación exigía la propiedad estatal28

Su solución predilecta combinaba la planificación económica, el con-trol estatal de la inversión y la nacionalización de las industrias clave,aunque Joan aceptaba que «dentro de una economía controlada podría

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mantenerse un pequeño margen de economía privada, siempre que noamenace con llegar demasiado lejos».29Todo ello encajaba con la postu-ra tradicional del ala izquierda del Partido Laborista. Según un historia-dor, «en 1944, el radicalismo de la época de guerra había dejado atrás supunto máximo, y las propuestas apuntadas por Kaldor y Joan Robinsoneran mucho más moderadas en el tono».30 En diciembre de 1945, cuan-do Keynes regresó a Inglaterra y comunicó las condiciones del «infaus-to» préstamo estadounidense, que después de tantos esfuerzos solo levalió ataques de la izquierda y de la derecha, Joan Robinson lo apoyópúblicamente y declaró que el Reino Unido no podía permitirse re-chazarlo o enemistarse con Estados Unidos.

En 1945, cuando los laboristas llegaron al poder, Joan Robinson sealineó con el grupo de extrema izquierda que se oponía a la cúpula.A diferencia del gobierno laborista de 1931, el gobierno del primerministro Clement Attlee no tardó en llevar a la práctica lo prometido enlos años de guerra, es decir, la nacionalización de la industria y la instau-ración de un Estado del bienestar que asistiera a los ciudadanos en todaslas etapas de su vida. A medida que el paro bajaba y los salarios realessubían, Joan Robinson se iba mostrando cada vez más crítica con lacúpula laborista, se interesaba menos por los asuntos nacionales y estabacada vez más obsesionada con el poder estadounidense y el peligro deuna guerra nuclear. La aplastante victoria laborista no había desem-bocado, como se esperaba, en un alejamiento radical de la postura deChurchill, que era furibundo proamericano y antisoviético. Según elhistoriador Jonathan Schneer, Ernest Bevin, el ministro de Asuntos Ex-teriores laborista, «no creía que fuera posible llegar a un acuerdo sustan-cial con Rusia sobre la configuración del mundo en la posguerra. Elprincipal objetivo [de Bevin], compartido por la mayoría de los conser-vadores, era convencer a los estadounidenses de que debían adelantarsea los soviéticos y ocupar el vacío de poder que el declive del ReinoUnido había creado en Europa y en otras partes del mundo».31

En 1950, Stalin se quejó a Harry Pollitt, presidente del Partido Co-munista británico, de que los laboristas eran aún más «serviles con losestadounidenses» que los propios tories.32 Sin embargo, sus ataques alPartido Laborista, que comenzaron en cuanto terminaron las eleccio-nes, tuvieron como efecto el cierre de filas en torno a los dirigentes.33

Al ala izquierdista del partido le molestó mucho la sugerencia de que

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no eran mejores que los conservadores, a pesar de todo lo que habíanluchado en el Parlamento para que se nacionalizara la industria pesaday se creara un sistema nacional de salud. Aunque seguían siendo parti-darios de la no alineación, los laboristas situados más a la izquierda esta-ban indignados con la actuación de los soviéticos en Bulgaria, Rumania,Polonia y Alemania del Este. En 1946, los dirigentes del Partido Labo-rista estaban convencidos de que la principal amenaza contra la paz novenía de Estados Unidos sino de la Unión Soviética.

Por otra parte, el núcleo más izquierdista se apartaba de la líneamayoritaria en la cuestión de lo que hoy llamaríamos «derechos huma-nos». No eran más de una decena de militantes, entre ellos Joan Robin-son. El grueso de la izquierda laborista era mucho más claramente anti-comunista que los liberales estadounidenses. Comunistas declaradoscomo D. N. Pritt o John Platts-Mills fueron expulsados del partido, ycuando los comunistas británicos quisieron fusionarse con los laboristas,estos se negaron. Un marxista y prosoviético tan conocido como Ha-rold Laski —profesor de ciencias políticas en la London School of Eco-nomics y presidente del Partido Laborista en 1945— apoyó estas deci-siones de la cúpula y aseguró que los comunistas «actúan como unbatallón de paracaidistas dentro de la brigada [...] en aras de su objetivosecreto, están dispuestos a sacrificar todo respeto por la verdad y el com-portamiento adecuado».34 Para la mayoría de los izquierdistas británicos,la historia de amor con la Unión Soviética había terminado.

Para Robinson, no. De temperamento autoritario, y sin ningún in-terés por la negociación política característica de las democracias, no sedejó impresionar ni por las purgas emprendidas por Stalin en su propiopaís ni por la disposición de este a pescar en río revuelto en el extranje-ro —o más bien a revolver los ríos para poder pescar mejor—. Por lodemás, el rechazo generalizado que despertaba Stalin aumentaba toda-vía más el atractivo que este tenía sobre Joan. Según ella, la mayor ame-naza para la paz mundial era Estados Unidos. «La gran cuestión quehace sombra a todas las demás es si Rusia tiene prevista una agresión,porque si no es así, nuestra política es totalmente absurda», decía. Trasacusar a Estados Unidos de confundir la agresividad ideológica con laagresividad militar, aseguraba que «la gran prosperidad estadounidensederivada del rearme ha llegado demasiado lejos [...] y, sin embargo,laperspectiva de una distensión pacífica y de una súbita paralización de

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los gastos en rearme es una amenaza para su economía. [...] La posturamás fácil es mantenerse así. Y esa es la que me parece la amenaza másgrave, dada la situación actual».35

El Plan Marshall fue el detonante de la división en la izquierdabritánica. El 5 de junio de 1947, el secretario de Estado George C. Mar-shall dio un discurso en Harvard en el que describió su proyecto. «Esta-dos Unidos debería hacer todo lo posible para ayudar a recuperar lasalud económica del mundo, sin la cual no puede haber estabilidad po-lítica ni la paz puede estar asegurada.» El Plan Marshall eclipsó al FondoMonetario Internacional, que estaba «prácticamente inactivo», y al Ban-co Mundial, que administraba con parsimonia sus recursos y era reacioa conceder créditos para la reconstrucción. Richard Gardner ha señala-do que un informe de los directores del Fondo Monetario Internacio-nal publicado en 1949 «puso un triste epitafio a las esperanzas de mul-tilateralismo de los años de guerra»; en conclusión: «La dependencia delcomercio bilateral y del canje bilateral de monedas es mucho mayor queantes de la guerra».36 Al cabo de un mes, el ministro de Asuntos Exterio-res soviético,Viacheslav Molótov, en una reunión de los países del blo-que comunista celebrada en París, rechazó públicamente el plan y lo cali-ficó de «un proyecto estadounidense que pretende esclavizar a Europa».

Cuando el Partido Laborista saludó la ayuda estadounidense como«un importante paso hacia una Europa unida y próspera», Robinson seindignó.37 El 25 de junio, en el programa London Forum de la BBC, ase-guró que el dinero norteamericano «crearía un bloque occidental anti-comunista», lo cual incrementaría las posibilidades de guerra, y añadió:«No creo que se pueda decir que vamos a proteger los valores occiden-tales por el hecho de aceptar dólares y dividir a Europa. Creo que eso,por el contrario, pondrá en peligro esos valores».38 Es decir, según Joan,el Reino Unido tenía que rechazar la oferta de ayuda estadounidense,tal como habían hecho los soviéticos y sus aliados de la Europa del Este,una opinión que la enfrentó a prácticamente toda la izquierda británi-ca, alineada en torno al Partido Laborista. La única excepción era elPartido Comunista, que atacó al gobierno laborista por «venderse a WallStreet».39

El apoyo de Joan Robinson a Stalin en las décadas de 1940 y 1950es más difícil de entender —y más visceral— que el entusiasmo demos-trado por Beatrice Webb en la década de 1930. Recuerda un poco su

antigua adoración por Keynes, a quien Joan vio al principio como unicono.40 En The Russia Complex:The British Labour Party and the Soviet

Union, publicado en 1977, el politólogo Bill Jones estima que en 1946el Partido Laborista contaba solamente con una veintena de simpati-zantes. La defensa a ultranza de la Unión Soviética alejó a Joan Robin-son de Laski —al que George Orwell calificó de «socialista por fideli-dad y liberal por temperamento»— y de la mayor parte de la izquierdalaborista. Su postura simbolizaba el rechazo de las tradiciones de su fa-milia e implicaba necesariamente cierto grado de hipocresía y de compli-cidad con el engaño. «Sobre lo que no se puede hablar, se debe guardarsilencio», concluía Ludwig Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophi-cus. Joan Robinson expresaba sin temor sus opiniones, pero manteníaun cauteloso silencio en lo que respecta a la naturaleza de su relacióncon los soviéticos.

En 1939, Joan le había confesado a Richard Kahn que «la profundafisura existente entre mi lealtad política y mi lealtad tribal ha sido unmotivo de conflicto constante y creciente en todos estos años».41 Cuan-do decidió defender a Moscú, sus temores sobre la decadencia de Occi-dente y su optimista visión de la dinámica del Este se habían convertidoen artículos de fe, y el conflicto entre lealtades contrapuestas era másfuerte que nunca. A partir del verano de 1952, Joan Robinson empezóa sentirse especialmente eufórica. Aseguró que estaba descubriendo gran-des secretos, entre ellos la clave de su frustrada relación con Kahn. Llegóa la conclusión de que había advertido un error insospechado de losfundamentos de la teoría económica que, si llegaba al conocimiento dela gente, acabaría con el capitalismo. Cuando llegó el otoño ya no dor-mía, hablaba sin parar y su discurso era claramente delirante. RichardKahn, Austin Robinson y Ernest Altounyan decidieron llevarla nueva-mente al hospital, donde esta vez estuvo seis meses ingresada.

Sin embargo, a la primavera siguiente Joan estaba lo bastante recu-perada para volver a Moscú. Stalin ya había muerto, y Moscú era sola-mente una primera escala en una complicada peregrinación que la llevóprimero a Pekín y luego a una serie de satélites rusos en el Tercer Mun-do, como Birmania, Tailandia, Vietnam, Egipto, el Líbano, Siria o Irak.Joan había aceptado ser vicepresidenta del Consejo Británico de Co-mercio Internacional con China, una organización dirigida principal-mente por miembros del Partido Comunista británico y de la que se

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sospechaba que servía de canal de financiación para este partido. El pre-sidente era lord Boyd Orr, el especialista en alimentación que habíaencabezado la delegación británica en el congreso de Moscú y asistentehabitual de este tipo de acontecimientos.42 Seguramente fue por la ver-güenza de haber participado en la misión de «ruptura del hielo» por loque Joan trató de esconderse detrás de otro dignatario en las fotografíasde la ceremonia de «firma de los acuerdos comerciales». Milton Fried-man, que ese año era profesor visitante en la Universidad de Cambrid-ge, se extrañó mucho de que una economista tan brillante como Joan«creyera posible justificar y elogiar cualquier detalle de la política chinao de la rusa».43

A sus cuarenta y nueve años, Joan Robinson era una mujer más intimi-dante que nunca, una mezcla de «espléndida valkiria», hurí y comisariapolítica. Orgullosa, seductora e intelectualmente implacable, combinabauna olímpica seguridad en sus convicciones con un fino sarcasmo. Aun-que no fue admitida en la Academia Británica hasta 1958, y tuvo queesperar a la jubilación de Austin, en 1965, para optar a una cátedra uni-versitaria, ocupó el vacío intelectual que había dejado la muerte deKeynes. No era la única figura keynesiana del momento, pero mientrasSraffa se concentraba en la recopilación y edición de los artículos deDavid Ricardo y Nicholas Kaldor se dedicaba a asesorar al Partido La-borista, ella marcaba el programa. Dominaba a los hombres que la ro-deaban.

Uno de los asistentes a un seminario de Oxford dirigido por JohnHicks, que más tarde compartió el Nobel con el economista estadouni-dense Kenneth Arrow por su estudio del crecimiento económico, con-tó que Joan Robinson «no paraba de decir qué era lo que el propioHicks había dicho. Este se iba poniendo cada vez más colorado, y al fi-nal farfulló: "Yo no he dicho eso", a lo cual ella replicó que, aunque nolo hubiera dicho, era lo que había querido decir».44 A diferencia delcatólico Keynes, que intentaba no dejarse arrastrar por sus ideas y detes-taba que sus seguidores intelectuales se mostrasen doctrinarios, Joannecesitaba discípulos. Los estudiantes varones quedaban cautivados conella o no se atrevían a hablar. Uno de ellos contó más tarde:

La señora R. se sentaba en un puf y fumaba con una larga boquilla[...] vestida con un batín de seda, con el pelo gris recogido en un moñoalto, clavaba en mí sus ojos inteligentes y expresivos. La imagen recordabavagamente el retrato que hizo Picasso de Gertrude Stein, tenía esa mismasolidez y presencia, pero el parecido terminaba aquí. La señora R., aun-que no fuera guapa, era indudablemente atractiva. Y la diferencia entreella y la Stein se hacía más evidente gracias al dibujo a pluma expuestosobre una mesita, junto al puf, que mostraba a una mujer completamentedesnuda sentada sobre un puf y cubriéndose la cara con las manos.45

Para Joan Robinson, el Cambridge inglés se convirtió en lo con-trario al Cambridge de Massachusetts. Su desdén por las matemáticasrayaba en la afectación. Descartó una invitación para ser presidenta de laSociedad de Econometría alegando que no podía incorporarse al comi-té de redacción de una revisa que era incapaz de leer. Arthur Pigou, suantiguo profesor, la llamaba «una cotorra que cría innumerables loritos»y se quejaba de que «postula la Verdad en mayúsculas y lo hace con unaeficacia tan prusiana que los pobres hombrecitos parecen salchichas sinmentalidad propia».46 Michael Straight, que estaba emparentado con lospropietarios del New Republic y colaboraba con el KGB, la describiócomo «la profesora más interesante y brillante, en opinión de los estu-diantes de económicas».47

Joan Robinson, que procedía de la clase social que antaño habíaadministrado el imperio, alcanzó la mayoría de edad en un momento enque el imperialismo británico estaba herido de muerte, y quizá fue lasensación de estar en el bando perdedor lo que la llevó a aliarse con losganadores de la historia. Cuando fue a Moscú por primera vez, su nue-va pasión era el crecimiento económico, y estaba convencida de quehabía tomado «el camino equivocado» veinte años atrás, cuando escri-bió «La economía de la competencia imperfecta basándose en supuestos está-

ticos».48 Durante la Gran Depresión, había buscado denodadamente larespuesta a lo que ahora le parecía una pregunta equivocada. En vez deinteresarse por las causas del paro transitorio, ahora veía que deberíahaberse centrado en los factores que determinan la riqueza y la pobrezade las naciones. A posteriori, pensaba que debería haber abandonado el«análisis estático» y haber tratado de «afrontar la teoría marshalliana deldesarrollo».

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Al principio, la cuestión del crecimiento a largo plazo había llama-do la atención de los keynesianos, entre ellos la propia Joan Robinsonpreocupados por la posibilidad de que en los países occidentales indus-trializados se produjera un estancamiento prolongado. Pero algunos fe-nómenos nuevos los llevaron a fijarse más en los «países superpobladosy atrasados», es decir, en las antiguas colonias de Asia, África y AméricaLatina.49 Para empezar, las perspectivas de un estancamiento no se ha-bían materializado. La Europa arrasada por la guerra, incluido el ReinoUnido, remontó con tal fuerza que en 1950 el paro prácticamente habíadesaparecido y los sueldos estaban subiendo muy rápidamente. La iz-quierda pensaba que la economía de mercado se había salvado gracias ala carrera armamentista, pero la cuestión era que el problema económi-co ya no podía ser la justificación del avance del socialismo en el bando

occidental.La Segunda Guerra Mundial había hecho inevitable la descoloni-

zación. La debilidad financiera del Reino Unido y su interés en cons-truir un Estado del bienestar coincidieron con la emergencia de losmovimientos de liberación autóctonos. La cada vez más evidente guerrafría aceleró el proceso al mejorar el poder adquisitivo del Tercer Mundo,y la creciente presencia política de los países pobres en organizacionesinternacionales como las Naciones Unidas hizo que el «-subdesarrollo»adquiriese la categoría de problema económico.

Hoy en día, la esperanzada retorica del congreso de Moscú pareceabsurdamente optimista. En ll>52. con una quinta parte de la poblaciónmundial, ("hiña tenía una renta per eápita media que equivalía aproxi-madamente a la mitad de la de África y a solo un r> por ciento de la deEstados Unidos. El nivel de vida en la India, que contaba con un 15 porciento de la población mundial, era solo ligeramente más alto. Antes dela guerra, la mayoría de los economistas habrían estado de acuerdo enque los países pobres lograrían enriquecerse... al cabo de mucho tiem-po. Después de todo, Europa se había librado Je la amena/a imlthusianadel hambre y la pobreza universales al alcanzar un crecimiento econó-mico que superaba al de la población en solo uno o Jos puntos porcen-tuales.

Pero ¿qué esperanza podía ofrecer la experiencia europea a China,a la India o a Oriente Próximo? Aparte Je que había una diferenciaenorme entre las condiciones materiales Je los países pobres y populo-

sos y la de los países más ricos del mundo, lo más preocupante era quelos países pobres de la época eran mucho más pobres que la Inglaterrade la década de 1840, antes de que comenzaran a ascender los salariosreales y las condiciones de vida del inglés medio. «Hoy en día, los hom-bres y las mujeres que residen en las llanuras de la India o de China vi-ven acosados por el hambre y las plagas y su vida es solo un poco mejor[...] que la del ganado que convive con ellos —escribióT. S. Ashton en1948—. Las condiciones de vida asiáticas, las penurias propias de unlugar sin mecanización, son lo que les espera a aquellos que aumentanen número sin pasar por una revolución industrial.» Si el ritmo parasalir de la pobreza era el mismo que el de Estados Unidos, el ReinoUnido y otros países europeos, China y la India necesitarían otros cienaños para alcanzar su nivel

Los pros y los contras de la planificación centralizada y la propiedadestatal de las empresas no eran el único objeto de preocupación. Tam-bién estaba la cuestión del comercio y la inversión internacionales. ¿Cuálera la vía más rápida para alcanzar el crecimiento, la autarquía o la inte-gración en la economía global? La respuesta dependía, de entrada, de loque se considerase la causa del subdesarrollo. Un siglo antes, en la Ingla-terra victoriana, Friedrich Engels y Karl Marx habían sostenido que lapobreza era un trastorno nuevo, mucho peor en la época victoriana queen la isabelina. Según ellos, la culpa era de los ricos. Más tarde, AlfredMarshall, Irving Fishenjosenh Schumpetcr y John Maynard Keynes, en-tre otros, partieron de otra perspectiva y señalaron que la pobreza fue elsino de la humanidad desde mucho antes de que surgiera la economíamoderna. La razón principal del bajo nivel de vida no era la falta de re-cursos o la desigual distribución de las rentas, sino la incapacidad de usarcorrectamente los recursos existentes —la tierra, la mano de obra, elcapital o el conocimienco—. En ese momento, el principal problema eradeterminar si la pobreza de las naciones en la mayor parte del planetaera un efecto del sistema económico occidental o de condiciones e ins-tituciones específicas Je cada lugar, que impedían el crecimiento econó-mico y que no podían resolverse con la organización capitalista.

Según Schumpeter, el triunfo del bolchevismo en una economíaprecapitalista y agraria era *«una mera casualidad». En su reseña de Capi-talismo, socialismo y díinoí'rdüihjoMi Robinson afirmó:

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Puede ser. Pero en ese caso, la excepción parece mucho más impor-tante que la regla. ¿Quién sabe qué casualidades pueden venir con el finde la actual guerra? Y aunque la casualidad del bolchevismo sea única, nohay duda de que la existencia de una gran potencia socialista tendrá so-bre el desarrollo de otros países (aunque sea sin intervenir deliberada-mente en sus asuntos) un papel tan importante como el de los procesosde evolución más sutiles derivados de las características inmanentes delcapitalismo.

Al parecer, el hecho de que en la Segunda Guerra Mundial los so-viéticos se impusieran sobre Alemania, la principal potencia industrialde Europa, convenció a Joan Robinson de que el socialismo era una víarápida hacia la industrialización:

La gran moraleja de estos treinta años de historia no se aprecia tantoen los países industriales de Occidente, donde el nivel de vida ya es alto,como en las naciones subdesarrolladas. Que el comunismo está destinadoa suplantar al capitalismo es una verdad con categoría de dogma, peroademás, el sistema soviético demuestra que los logros técnicos del capita-lismo pueden ser emulados (e incluso superados) por aquellos cuya pri-mera revolución industrial no les libró de seguir siendo siervos?"

En 1951, Robinson escribió una breve introducción para un clási-co de la bibliografía marxista: La acumulación de capital, de Rosa Luxem-burg. La dirigente del Partido Comunista alemán Rosa Luxemburg,asesinada en 1919, fue una de las más brillantes discípulas de Marx. Hoyen día es más conocida por su temprana crítica de la dictadura bolche-vique que por su teoría económica, pero en 1951 Joan Robinson seinteresó por su afirmación de que el Tercer Mundo marcaba los límitesdel crecimiento de la economía global, y también la causa de su inevi-table fracaso.

Según Rosa Luxemburg, los empresarios habían buscado benefi-cios en el extranjero al reducirse las oportunidades de inversión en elpropio país, lo cual había causado inevitablemente rivalidades. Cuandolos imperialistas ya no tuvieran más territorios para explotar, o cuandochocaran los unos con los otros, el capitalismo se derrumbaría, ya fueramediante el estancamiento económico o mediante una guerra. JoanRobinson reconocía que el análisis de Rosa Luxemburg era incomple-

to, ya que consideraba el imperialismo como la única vía de expansióny renovación vital del capitalismo y no tenía en cuenta los cambios tec-nológicos o el ascenso de los salarios reales: «Análogamente, pocos ne-garían que la extensión del capitalismo en nuevos territorios fue elorigen de lo que un economista académico ha denominado "el vastoauge secular" de los últimos doscientos años y que muchos economistasatribuyen a la precaria situación del capitalismo en el siglo xx , sobretodo por el "cierre de la frontera" en todo el mundo». Pese a todo, JoanRobinson concluía, con poco acierto, que el libro de Rosa Luxemburg«demuestra más clarividencia de la que podría arrogarse cualquier con-temporáneo ortodoxo».51

Joan Robinson decidió escribir su propia obra magna sobre el cre-cimiento económico y tomar prestado el título de Rosa Luxemburg.52

En 1949 escribió una reseña negativa del clásico tratado sobre el creci-miento económico de Roy Harrod, en la que dejaba claro qué queríaconseguir ella misma.53 Joan criticaba a Harrod por ignorar los conflic-tos de intereses o de tipo histórico o político, y en especial «la distribu-ción de la renta o de las medidas capaces de aumentar las inversionesútiles».54 En un artículo de 1952 para el Economic Journal, escrito antesde irse de viaje a Moscú, Joan anticipaba su principal argumento: elcrecimiento era el proceso de acumulación de capital físico —carrete-ras, edificios de oficinas, pantanos, fábricas, maquinaria, etc—. Cierta-mente, Marx se había equivocado al asegurar que una economía basadaen el mercado libre no podría crecer indefinidamente, pero Joan queríademostrar que, de hecho, prácticamente ninguna economía podía cre-cer. «La acumulación constante y perpetua no es intrínsecamente im-posible, pero es difícil que las condiciones que requiere tal modelo secumplan en la realidad», escribió.55

La primera visita de Joan Robinson a China, en 1953, le propor-cionó «la prueba definitiva de que el comunismo no es un estadio pos-terior al capitalismo sino su sustituto».56 Más tarde lo explicó así: «Laempresa privada ha dejado de ser la forma de organización más adecua-da para aprovechar las posibilidades de la tecnología moderna».57 Segúnconcluyó, el principal obstáculo al crecimiento en los países pobres noera la falta de capital o de iniciativa empresarial, sino la interferencia delos países occidentales. El comercio entre el Norte y el Sur era un juegocon ganadores y perdedores, y era inevitable que los perdedores fueran

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los países pobres. El papel de la educación y de la innovación no le pa-recía importante. «Solo cuando los países avanzados comprendan queno necesitan interferir en su actividad tolerarán, y por lo tanto permiti-rán, los drásticos cambios sociales que se requieren para que los paísescoloniales o surgidos de las antiguas colonias inicien una vía de espe-ranza —afirmó, y añadió sin que fuera necesario—: La coexistenciapacífica es lógica y natural.»

Mientras Joan escribía su libro, Richard Kahn organizaba lo quelos dos habían denominado el «seminario secreto». Durante el primery el segundo trimestre del año, todos los martes se celebraba una reu-nión en los aposentos de Kahn en el King's College, en la que se ana-lizaba la obra que estaba escribiendo Joan. Los colegas invitados apenastenían ocasión de intervenir. En su descripción de una de estas reunio-nes, Samuelson explicó que «Kaldor [el amigo de Joan Robinson] ha-bla el 75 por ciento del tiempo y Joan habla el 75 por ciento del tiem-

58po».

En 1956, cuando se publicó La acumulación de capital, el prestigio deJoan y la «envergadura heroica» de su libro le valieron numerosas rese-ñas. Sin embargo, aunque los críticos calificaron esta obra de «monu-mental» e «importante», las reacciones que suscitó fueron poco entusias-tas. Según algunos, contenía «pocas ideas novedosas», no había «ningunapropuesta [que] pueda ser demostrada empíricamente», y solo se ofrecía«una exposición verbal y gráfica» de «resultados conocidos desde hacemucho tiempo sobre la programación lineal».59 Otros acusaron a Joande no entender el papel de los consumidores, cometer errores de lógicay no tener en cuenta la investigación más reciente. (Esto último se con-sideraba un vicio común de los académicos de Cambridge, y en una delas reseñas se llegaba a decir que el libro de Piero SrafFa Producción de mer-cancías por medio de mercancías, escrito durante la Segunda Guerra Mun-dial, no contenía ni una sola referencia posterior a 1913.) Mostrandoescasa generosidad, Harry Johnson dijo de su antigua profesora: «Hademostrado para su propia satisfacción que el capitalismo no puedefuncionar».60 Samuelson comparó la teoría de Joan con la fórmula leni-nista: electricidad más soviets igual a comunismo.61 Abba Lerner dijo queel libro era una «perla», no solo porque volvía a centrar la atención en«las causas de la riqueza de las naciones», sino porque ofrecía a los estu-diantes una serie de «errores y [...] hábiles confusiones» con los que

podrían ejercitar su capacidad de análisis.62 Lawrence Klein, que com-partía las ideas políticas de Joan Robinson, rechazó sus conclusiones por-que eran «los resultados que pueden derivarse normalmente de cualquierteoría económica a partir de un principio maximizador o minimizador».63

Robert Solow, un profesor del MIT de tendencia keynesiana queese mismo año había publicado un artículo sobre el crecimiento eco-nómico —artículo que le valdría el Premio Nobel en 1987—, asestó elgolpe de gracia: «Creo que no hay nada keynesiano en la economíajoaniana. [...] No hay nada en La acumulación de capital [...] o en ningu-no de sus artículos que me parezca partir de una genuina inspiraciónkeynesiana».64

Solow no se había limitado a proponer una teoría elegante, sinoque había llegado a un sorprendente resultado empírico: nueve décimaspartes del aumento de la producción por trabajador experimentada enEstados Unidos entre 1909 y 1949 no se debían ni a la acumulación decapital físico ni a mejoras en la salud o la educación de los trabajadores,sino a los avances tecnológicos. La implicación de que un entorno eco-nómico adecuado para la innovación era más importante que el núme-ro de fábricas o de máquinas entraba en clara contradicción con lapremisa central de Robinson y, por supuesto, también con la del muyimitado modelo soviético. Solow, que despreciaba injustamente aSchumpeter, a quien consideraba proalemán y antisemita además de unfarsante intelectual, aportó pruebas contundentes de que lo que deter-minaba el éxito o el fracaso económico a largo plazo de un país no eransus recursos, sino lo que se hacía con esos recursos. Una conclusión que,evidentemente, era puro Schumpeter.

Robert Solow y Kenneth Arrow, que pasaron el curso de 1963-1964 enInglaterra en calidad de profesores visitantes de la Universidad de Cam-bridge, tuvieron ocasión de escuchar el relato de Joan Robinson sobre losdos meses que había pasado visitando las comunas chinas. Asegurandoque quería contrarrestar «las malintencionadas e incorrectas referencias aChina en la prensa occidental», Joan atacaba a «los comentaristas que de-rraman lágrimas de cocodrilo por la "hambruna"» y aseguraba que lascomunas chinas habían sido «un método de organizar la asistencia» duran-te los tres «duros años» de inundaciones y sequías. Del mismo modo que

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Beatrice y Sidney Webb habían negado la hambruna ucraniana de 1932en sus entusiastas crónicas de la Unión Soviética, Joan calificó las comu-nas chinas de «invención brillante» y concluyó que «el sistema de racio-namiento funciona; las raciones son escasas, pero siempre se respetan».

Hoy sabemos que entre 1958 y 1962 murieron de 15 a 30 millonesde campesinos en las provincias de Henan, Anhui y Sechuan —una ci-fra que multiplicaba por diez las muertes por hambre en Bengala enj 43 y qu e el motivo no fueron las condiciones climáticas sino lacolectivización forzosa, el calamitoso Gran Salto Adelante y la negativadel régimen de Mao Zedong a enviar ayuda humanitaria.

Hoy en día, la idea de que la democracia y el bienestar van de lamano está totalmente aceptada. Sin embargo, durante mucho tiempono fue así. Para muchos intelectuales influidos por la tradición utilitaris-ta, los derechos individuales eran un lujo que no estaba al alcance de lospaíses pobres. Joan Robinson consideraba que la democracia era unfraude y que los políticos eran cobardes y mentirosos. «La noción delibertad es escurridiza», escribió durante la Segunda Guerra Mundial,ysin el menor atisbo de ironía añadió: «Solo cuando no hay un enemigoimportante en el interior o en el exterior se puede permitir tranquila-mente la total libertad de expresión».65 Por otra parte, despreciaba lasreformas democráticas como «intentos prematuros de obtener frutosrápidamente». Esta propensión explica en gran medida por qué Joan,que viajó mucho a China en las décadas de 1950 y 1960, «no fue capazde ver la mayor hambruna de la historia moderna», mientras que otrosintelectuales que en diversos momentos fueron tachados de militantes osimpatizantes comunistas, como Bertrand Russell, Michael Foote, Ha-rold Laski o Harold Macmillan, sí advirtieron lo que sucedía y reclamaronla intervención humanitaria internacional.

En todo caso, Joan Robinson no fue la única figura occidental queaceptó crédulamente los desmentidos oficiales de Pekín. Lord BoydOrr, jefe de la delegación británica en el Congreso Internacional deEconomía de Moscú de 1952 y uno de los mayores expertos mundialesen alimentación, llegó a la conclusión de que Mao estaba consiguiendoerradicar «la tradicional sucesión de hambrunas de China».66 De hecho,la magnitud de la cifra de muertes solo se conoció fuera de China tras lamuerte de Mao en 1976. Pero la disposición de Joan Robinson a creeren un régimen totalitario que prohibía la libertad de movimientos, de

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expresión, de comunicación y de sufragio es sintomática de una deter-minada mentalidad, muy habitual entre los economistas que cincuentaaños atrás se interesaban por el desarrollo, sin tener en cuenta la impor-tancia crucial de los derechos políticos.

En cierta ocasión, Geoffrey Harcourt observó que Joan Robinson«siempre estaba en busca de la siguiente utopía». Quizá era así, perotambién andaba en busca del siguiente gran líder, y evidentemente, deun público que la adorase. Le encantaba la fama, los viajes pagados, eltratamiento de honor y la presencia pública. Le gustaba ser la figuraindependiente y valerosa que se atreve a cantar las cuarenta al poder.Y quizá también le resultaban estimulantes la cuenta bancaria abierta enMoscú; la amistad con espías de la guerra fría como Solomon Adler,Frank Coe, Donald Wheeler u Oskar Lange, y la necesidad de utilizaralusiones veladas y cautelosas elisiones.

Con el paso del tiempo, Joan Robinson se volvió aún más prepo-tente, exigente y pesimista. En el libro Filosofía económica, publicado en1962, analizaba la historia de las ideas económicas desde 1700. En lareseña de esta obra, George Stigler, que había sido el mejor amigo deMilton Friedman en la Universidad de Chicago, aseguraba que la autorahacía un «uso excelente de la lógica», pero también la acusaba de obviarlos hechos:

En realidad, la teoría económica, considerada como una estructuralógica que se basa en una serie de axiomas indiscutibles sobre el mundo,no tiene mucho mérito. Si uno se sitúa voluntariamente al margen de lainmensa e ilustrativa variedad de conclusiones empíricas acumulada a lolargo de dos generaciones, y si uno decide que la historia económica noes relevante para la teoría económica [...] lo que consigue entonces esuna disciplina vacía. Un lógico es un personaje admirable, pero incapazde advertir la diferencia que hay entre dos simples inferencias erróneas: siA = B y J5 = C, entonces; (i) A = 1,01 C y (ii) A = 1065C Un economista,en cambio, lo ve perfectamente.67

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CITA CON EL DESTINO

Capítulo 18

Cita con el destino:Sen en Calcuta y en Cambridge

No hay muchas canciones populares sobre el capitalismo, pero sí sehan compuesto muchas en honor de la justicia social.

Se trata principalmente de un intento de concebir el desarrollocomo un proceso de expansión de las libertades reales de que disfrutanlos individuos. En este enfoque, se considera que la expansión de la liber-tad es 1) el fin primordial y 2) el medio principal del desarrollo.

AMARTYA SEN1

Joan Robinson culminó la conferencia impartida en la Facultad de Eco-nomía de Delhi enarbolando un ejemplar del Libro Rojo de Mao.Eraafinales de la década de 1960. El tema de la charla era la triste situación dela teoría económica occidental, aunque Joan habló sobre todo de China yde la Revolución Cultural. El público la escuchó fascinado. Cuando porfin se apagó el entusiasta aplauso, un joven flaco y desgarbado le hizo unapregunta en un tono que traslucía un cortés y contenido escepticismo.Joan Robinson lo rebatió con rotundidad pero «con afecto».2 Al fin y alcabo, los dos habían tenido una relación cordial como profesora y alumnopredilecto. En Cambridge, Joan Robinson había dado clases a estudiantesdel Tercer Mundo, y uno de los más brillantes había sido Amartya Sen.Pero el interés de este por los derechos humanos y su idea de que eraurgente mejorar la situación de pobreza chocaba con el entusiasmo quedemostraba Joan ante el modelo de la industrialización soviética.

Amartya significa «destinado a la inmortalidad». Nacido en una fa-milia hindú culta y cosmopolita, Amartya Sen creció en el terrible pe-

ríodo de la hambruna bengalí, la violencia entre comunidades, la caídadel dominio británico y la partición de su país. Cuando era un estu-diante rebelde y brillante de la Universidad de Calcuta, superó un gra-vísimo episodio de cáncer, sacó mejores notas que sus cien mil compa-ñeros y se ganó el derecho a matricularse en el mismo centro dondehabían ejercido Isaac Newton, G. H. Hardy y el matemático SrinivasaRamanujan: elTrinity College de Cambridge. Desde 1970, Sen ha vivi-do básicamente en Inglaterra y Estados Unidos, pero sus pensamientosnunca se han alejado demasiado de la India. Basándose en su experien-cia personal, su observación de los desposeídos y su profundo conoci-miento de la filosofía occidental y oriental, Sen ha cuestionado todas lasfacetas del pensamiento económico contemporáneo. Enfrentándose ala noción tradicional del bienestar social y los indicadores del progreso,ha introducido nuevamente «la dimensión ética en el debate sobre losproblemas económicos vitales».3 Sen es un intelectual prestigioso que seha interesado por asuntos muy diversos, desde la lucha contra el ham-bre o contra la mortalidad femenina prematura hasta el debate sobre elmulticulturalismo o la carrera nuclear. Su notable trayectoria vital, des-de una ciudad pobre como era la Calcuta de la India recién indepen-dizada al privilegiado entorno del Cambridge inglés y el Cambridgenorteamericano, y viceversa, simboliza un triunfo de la razón y de laempatia y una humanísima determinación de superar las circunstanciasadversas.

En enero de 2002, el gobierno del Partido Popular Indio organizótres días de actividades en recuerdo de la diáspora india. En un gestoque trasluce lo cerca que aún se sentía de su país pese al camino reco-rrido, Sen abandonó la reunión oficial para participar en una «audienciadel hambre» con varios centenares de campesinos y trabajadores, en undesangelado solar de las estribaciones de la ciudad.

Uno tras otro, los asistentes fueron acercándose al micrófono. Unescuálido adolescente de Delhi habló del hambre que había pasado alperder su trabajo de lavaplatos. Un hombre de piel muy oscura contóque tres miembros de su familia habían muerto tras la sequía de Orissael año anterior. A los cincuenta años de la independencia, el porcentajede la población que sufría desnutrición crónica era mayor en la Indiaque en cualquier otro lugar del mundo, incluida el África subsahariana.Pese a ello, el gobierno indio imponía unos precios altos para los pro-

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ductos agrícolas y acumulaba las mayores reservas de alimentos delmundo, aunque gran parte de ellos se estaban pudriendo en almacenesoficiales infestados de ratas.

Cuando intervino Sen, temblando de frío con sus pantalones an-chos y su chaqueta arrugada, no habló tanto de los «intereses de losconsumidores sacrificados ante los de los granjeros» como de aquellas«muertes profundamente solitarias». Ante un público que lo escuchabafascinado, expresó su compasión y su aliento. «Sin protestas como esta,las cifras de muertos serían mucho más altas. Si se hubiera hecho algocomo esto, la hambruna de Bengala se podría haber evitado», aseguró.Satisfecho, dijo a sus oyentes que su voluntad de expresarse era una mues-tra de «democracia en acción».

Sen es bengalí. Como ser sureño en Estados Unidos, ser bengalí tieneconnotaciones muy concretas. Bengala está en un delta fluvial, su dietase basa en el pescado y sus rasgos distintivos son el dhoti, las chappal yel panjabi. Sen ha dicho que a todos los bengalíes, incluido él, les en-canta hablar. Según un chiste bengalí, lo peor de la muerte es saber quela gente seguirá hablando y tú ya no podrás contestarles.

En bengalí hay una palabra, bhadralok, que significa «intelectualcomprometido», y en Bengala hay una larga tradición, que se remontapor lo menos a dos siglos atrás, de personajes ilustrados y cosmopolitasque cuestionaron lacras sociales como la intocabilidad o la cremaciónde las viudas. Sen forma parte de esta tradición. Su familia procede de lazona vieja de Dhaka, una antigua ciudad fluvial que está a 240 kilóme-tros a vuelo de pájaro de Calcuta y que ahora es la capital de Bangla-desh. En tiempos de Jane Austen, Dhaka era «una población grande yanimada de gran importancia», famosa en todo el mundo por sus finastelas de gasa (conocidas como bajía hawa, es decir, «aire tejido»).4 La com-petencia de Manchester trajo el declive de la ciudad. En 1900, la pobla-ción de Dhaka se había reducido en dos tercios, y una guía de viaje dela época aseguraba: «Por toda la ciudad actual hay ruinas de mansiones,mezquitas y templos, cubiertas de vegetación».5 Treinta y tantos añosdespués, en 1933, cuando nació Sen, Dhaka había recuperado parte de suantigua importancia porque se había convertido en un centro de admi-nistración regional del Raj británico.

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CITA CON EL DESTINO

Sen nació en el seno de la clase formada por los académicos y fun-cionarios que hablaban inglés y participaron en el gobierno de la Indiabritánica. Ha descrito a su padre, Ashutosh, como «un hombre intrépi-do» que se doctoró en químicas en la Universidad de Londres, donde seenamoró de una inglesa de religión cuáquera. Tras volver a su país paracontraer un matrimonio concertado, comenzó a dirigir el Departamen-to de Química Agrícola de la Universidad de Dhaka. La familia Senvivía en una casa típica de la zona, de quince o veinte metros de largo,con una fachada estrecha y «un patio central abierto al cielo», además demucho espacio para criados y parientes.6

Sen comenzó sus estudios en 1939, en una escuela de misionerosingleses. Dos años después, cuando los japoneses avanzaban hacia la In-dia británica, sus padres lo enviaron a casa de sus abuelos maternos enSantiniketan, cerca de Calcuta, «para que estuviera a salvo de las bom-bas». Santiniketan tiene connotaciones especiales para los bengalíes, ypara los indios en general, por su vinculación con el poeta Rabindra-nathTagore. En esta ciudad, en 1913,Tagore fundó con el dinero delPremio Nobel de Literatura la UniversidadVisva Bharati, donde intentóllevar a la práctica sus concepciones pedagógicas y su idea de fusionar laespiritualidad oriental con la ciencia occidental. Gandhi estuvo en San-tiniketan en 1940, y durante años se educaron allí los vastagos de laélite nacionalista de la India, entre ellos los hijos del primer ministroJawaharlal Nehru.

El abuelo materno de Sen, Kshitimohan Sen, reputado especialistaen sánscrito, fue profesor en Visva Bharati. Sen estudiaba en la escuelamixta fundada porTagore, a la sombra de los eucaliptos, y pasaba mu-cho tiempo libre con su abuelo. «Todos lo encontraban extraordinario—ha dicho Sen—. Se levantaba a las cuatro. Conocía todas las estrellas.Me hablaba de la relación entre el griego y el sánscrito.Yo era el únicode sus nietos que tenía vocación académica, y me correspondía a mímantener la antorcha encendida.»

Aunque Santiniketan era un oasis de tranquilidad, no se libró de laagitación de los tiempos. En 1941, el año de su muerte, Tagore estabamuy decepcionado con Occidente y decía no ver mucha diferenciaentre los aliados y las potencias del Eje. La guerra aceleró la rupturadefinitiva con el Reino Unido. En 1942, cuando Gandhi inició el mo-vimiento por la independencia, los británicos detuvieron a sesenta mil

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simpatizantes del Partido Socialista del Congreso, entre ellos el tío deAmartya Sen; al final de aquel año, habían muerto más de mil personasen disturbios civiles. «Mi tío pasó mucho tiempo en prisión preventiva—recuerda Sen—. Tuve otros "tíos" en la cárcel, entre ellos uno quemurió en prisión. Crecí advirtiendo la injusticia de todo esto.»

Tras la hambruna bengalí de 1943, que no fue tanto el producto delas malas cosechas como de la inflación de los años de guerra, la censu-ra y la indiferencia imperial, los indios perdieron el poco respeto que lesquedaba por los británicos. El nuevo virrey, lord Wavell, manifestó enuna carta a Churchill que «la hambruna bengalí ha sido uno de los ma-yores desastres que han sufrido los pueblos gobernados por los britá-nicos y ha causado perjuicios incalculables a nuestra reputación entreindios y extranjeros».7 Sen ha estimado que tres millones de personas,sobre todo pescadores pobres y peones agrícolas sin tierra, murieron deinanición y de enfermedades asociadas.

Para el niño de diez años que era Sen, la hambruna significó verpasar por Santiniketan a cientos de aldeanos hambrientos que tratabandesesperadamente de llegar a Calcuta. Su abuelo le dejaba dar arroz alos mendigos, «pero solo la cantidad que cabía en una pitillera» y solouna pitillera por familia. Más tarde, cuando estudiaba en la universidad,Sen reflexionó sobre el hecho de que en ese tiempo solo hubieran pa-sado hambre las personas muy pobres o los miembros de las castas me-nospreciadas, mientras que la hambruna no les afectó ni a él ni a su fa-milia, y de hecho a nadie de su clase. Esta constatación dio forma a suteoría de que las hambrunas no son calamidades naturales sino provoca-das por el hombre.

Aún más traumático fue el estallido de la violencia entre comuni-dades en vísperas de la independencia. La idea de una nación india mul-ticultural estaba muy presente en Santiniketan, y musulmanes e hindúesgozaban de un mayor grado de asimilación en Bengala que en otraszonas de la India. Sin embargo, poco antes de la independencia estallóun conflicto religioso y comenzó un pogromo en toda regla, en el quese enfrentaron unos vecinos con otros. Ashutosh Sen y otros profeso-res hindúes de la Universidad de Dhaka tuvieron que dejar la ciudaden 1945.

En una de las últimas vacaciones escolares que pasó en Dhaka, Senfue testigo de una escena desoladora. Un jornalero musulmán llamado

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Kader Mia entró en la casa familiar tambaleándose, gritando y cubiertode sangre. Unos rebeldes hindúes lo habían apuñalado por la espalda, y elhombre murió pocas horas después. «Para mí fue una experiencia devas-tadora», recordó más tarde Sen. Mientras el padre de Sen lo llevaba alhospital, Mia contó que ese día su mujer le había suplicado que no salie-ra a la calle, pero como su familia no tenía comida, tuvo que ir a la zonahindú de la ciudad en busca de trabajo. Según cuenta Sen, comprenderque «la extrema pobreza puede hacer muy vulnerable a una persona»inspiró su investigación filosófica sobre el conflicto entre necesidad ylibertad.8 El efecto más inmediato, sin embargo, fue una gran repugnan-cia por todo tipo de fanatismo religioso y nacionalismo cultural.

El Presidency College, uno de los centros educativos más prestigiosos dela India, sigue teniendo hoy un aspecto muy similar al de 1951, cuandoSen se matriculó en él, y muy similar al que tenía a principios de siglo,cuando los británicos fundaron la Universidad Hindú. Su fachada deestuco rosado con ventanas verdes deslucidas, las placas negras que indi-can el número de las aulas, la penumbra del interior, los ventiladores detecho y las innumerables filas de bancos de madera, todo recuerda unaépoca pretérita. Poco después de la independencia, la facultad era unhervidero político. Al principio Sen quería estudiar risica, pero enseguidadescubrió que la economía era más útil e interesante.

Siguiendo la tradición de la clase alta india, Sen estudió tanto lostratados clásicos de economía, entre ellos los Principios de Marshall,como otras obras más modernas, como Valor y capital de Hicks o losFundamentos de Samuelson. (Más tarde, en elTrinity College de Cam-bridge, le decepcionaría la aparente ignorancia matemática de sus pro-fesores.) Su principal pasión, sin embargo, era la política, y antes de queacabara el primer trimestre ya había sido elegido dirigente de la Fede-ración de Estudiantes de Toda la India, de tendencia comunista. Leíacon avidez, se saltaba las clases y pasaba mucho tiempo hablando deMarx con sus amigos estalinistas en un café de College Street, unacalle en la que tanto entonces como ahora había cientos de puestos delibros.

Más adelante, Sen contó: «[Cuando] pienso en los ámbitos acadé-micos por los que me he interesado a lo largo de la vida [...] veo que

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ya formaban parte de las preocupaciones que me turbaban cuando eraestudiante universitario en Calcuta».9 Sus preocupaciones cristalizarontras sufrir una crisis importante, durante su segundo curso en el Presi-dency College. Poco antes de cumplir los diecinueve años, Sen se notóun bultito en el paladar. El médico de cabecera pensó que se había cla-vado una espina y no le dio importancia, pero el bulto no desapareció,y de hecho aumentó de tamaño. Sen consultó al estudiante de medicinaque ocupaba la habitación contigua en la residencia de la Asociación deJóvenes Cristianos, y este le dijo que los cánceres bucales eran frecuen-tes entre los varones indios. Sen consultó un manual de medicina que leprestaron, y llegó a la conclusión de que padecía el segundo estadio deun carcinoma de células escamosas.

Sen necesitó meses y la intervención de parientes y amigos parapoder hacerse una biopsia en el hospital oncológico Chittaranjan deCalcuta. La biopsia confirmó sus sospechas. En aquella época, un diag-nóstico de cáncer bucal equivalía prácticamente a una sentencia demuerte. Normalmente, la cirugía no servía más que para extender elcáncer, y la mayoría de los enfermos terminaban muriendo de asfixiacuando el tumor bloqueaba la tráquea. La radioterapia, que desde prin-cipios de siglo se usaba habitualmente en Inglaterra y Estados Unidos,no era de uso común en Calcuta por su precio y su dificultad técnica.Pero Sen, tras leer algunos artículos en revistas de medicina, localizó aun radiólogo dispuesto a tratarlo. El radiólogo le pidió que le dejarausar la dosis máxima y justificó el riesgo diciendo: «No podré repetirla».Sen decidió que morir por los efectos de la radiación era preferible auna muerte por asfixia.

El tratamiento era muy desagradable, y más aún los efectos secun-darios. Hubo que tomarle un molde y fabricar una mascarilla de plomo,en la que se colocaron las jeringuillas con el radio. Como el personajede la novela de Victor Hugo, Sen tomaba asiento en un cuartito delhospital y dejaba que le sujetasen la mascarilla con mordazas para «evi-tar movimientos». El proceso se repitió todos los días durante una sema-na. «Estaba sentado cuatro horas cada vez y leía —ha contado Sen—.Alotro lado de la ventana había un árbol. Qué consuelo era ver aquel ár-bol verde y solitario.»

Hubo que emplear una dosis masiva, de unos 10.000 rads; es decir,unas cuatro o cinco veces más de lo que es habitual hoy en día. Cuando

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volvió con su familia (sus padres estaban viviendo en Calcuta), Sen em-pezó a notar los efectos de la radiación: eccema, llagas, dolor de huesosy de garganta, dificultad para tragar... «Parecía que tuviese la boca dearcilla. No podía ir a clase. No podía comer nada sólido. Tenía muchomiedo de pillar una infección. No podía reírme sin sangrar. Todo ellome ayudó a entender la amargura de la vida humana.» La amarguraduró casi seis meses, y eso fueron solamente los efectos inmediatos. Conel tiempo, la radiación destruye huesos y tejidos, produce necrosis yfracturas y estropea la dentadura.

El cáncer fue una prueba definitoria. De entrada, descubrir que setiene una enfermedad devastadora, sobre todo si comporta un estigmasocial, no solo es terrible sino que hace que uno se sienta apestado, vul-nerable, marginado. Las desgracias de las que Sen había sido testigo ensu infancia eran muy duras, pero les sucedían a otros. Esta, en cambio, leestaba sucediendo a él. El resultado fue una permanente identificacióncon las personas que también sufren dolor, que no pueden hablar, queviven marginadas.

Por lo demás, superar el cáncer le dio una gran fortaleza. Amita, lamadre de Sen, ha dicho: «Entregué a Amartya a Dios cuando tenía die-cinueve años».10 Pero Sen ha contado que ser capaz de solucionar elproblema por sí mismo le dio una gran confianza en su intuición y ensu capacidad de iniciativa. «Era yo quien controlaba la situación psico-lógicamente —ha explicado—.Actuaba con decisión,me preguntaba siiba a vivir o no. ¿Qué era lo mejor? ¿Qué podía hacer? Tenía una sen-sación de triunfo.»

Según ha contado también, Sen retomó sus estudios «con enormeenergía» y lleno de decisión. Sacó las mejores notas y obtuvo todo tipode honores, entre ellos un premio a la elocuencia. Pidió plaza en elTri-nity College de Cambridge, donde había estudiado Nehru.Al principiolo rechazaron, pero unos meses después, inesperadamente, le comunica-ron la aceptación. Su padre dedicó la mitad de su magro capital a pagarel viaje. Como los vuelos de la British Overseas Airways Corporationeran prohibitivos, en septiembre de 1953, justo antes de cumplir los vein-te años, Sen se embarcó en Bombay en dirección a Liverpool, en el mis-mo buque donde viajaba el equipo femenino de hockey de la India.

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En Cambridge lo esperaban nuevas amarguras: un tiempo oscuro y frío,una comida pésima y una soledad terrible. La dentadura, muy estropea-da por la radioterapia, era una constante fuente de dolor y de vergüen-za. La casera de la pensión, que había pedido a la universidad que no leenviasen «gente de color», lo reñía por cosas tan nimias como dejarabiertas las cortinas por la noche. «Tú no ves a los de afuera, pero ellosa ti sí», le decía, como si fuera un niño ignorante.

En la universidad, Sen se encontró con un polvorín político, conenconadas rivalidades entre los seguidores y los detractores de Keynes.Indira Gandhi, que estudió un año en Santiniketan, contó una vez queallí había aprendido un truco esencial para la supervivencia: «La capaci-dad de vivir en paz conmigo misma, pasara lo que pasara en el exte-rior».11 Sen también alcanzó esa paz interior, y fue capaz de tratar aacadémicos de diferentes bandos del espectro ideológico sin renunciara su manera particular de ver las cosas.

Pese a todo, Sen no pudo evitar caer bajo la fascinación de la brillan-te y avasalladora Joan Robinson. La India recién independizada estabadividida no solamente por las diferencias étnicas, sino también por visio-nes de futuro contrapuestas. Los partidarios de Gandhi anhelaban unaIndia rural y espiritual, llena de telares domésticos, y los seguidores deNehru imaginaban una planificación centralizada de estilo soviético y unpaisaje salpicado de acerías y pantanos. La tesis de Sen, publicada con eltítulo Ttie Chotee ofTechniques (1960), criticaba el empleo de la planifica-ción estatal en la India por ser contrario a ciertos principios básicos de laeconomía. Después de cursar una segunda licenciatura y terminar su tesis,Sen volvió a la India, donde empezó a dar clases en la Universidad de Ja-davpur y más tarde en la recién abierta Facultad de Economía de Delhi.

Si Sen hubiera dejado de escribir a finales de la década de 1960, seríaconocido como mucho como un representante más de la generaciónde economistas indios que defendieron la línea nehruniana basada en laautosuficiencia, la propiedad estatal de las empresas y el impulso de la in-dustria pesada (fórmula que tuvo resultados decepcionantes y que pos-teriormente han denostado la mayoría de los expertos, entre ellos elpropio Sen). Sin embargo, a principios'de la década, de 1970 Sen modi-ficó sus intereses intelectuales y comenzó a escribir una extraordinariaserie de artículos filosóficos sobre el bienestar social que explican lainfluencia que tiene hoy en día.

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Este impulso creativo llegó tras una segunda crisis vital En el espa-cio de un año, Sen entró a trabajar en la London School of Economics,perdió a su padre por un cáncer de próstata y él mismo se enfrentó a laposibilidad de una recaída en su enfermedad. Al final resultó que lossíntomas eran efectos tardíos de la radioterapia, y Sen se sometió a unaimportante cirugía de reconstrucción en Inglaterra. Tras una larga ydifícil convalecencia, dejó a su mujer y a sus dos hijas pequeñas trasenamorarse apasionadamente de la economista italiana Eva Colorni,hija de un conocido filósofo socialista muerto a manos de los fascistasdurante la Segunda Guerra Mundial. Eva alentó los nuevos interesesfilosóficos de Sen y le animó a aplicar su visión de la ética a asuntos tanurgentes como la pobreza, el hambre o la discriminación de las mujeres.Eva y Sen vivieron juntos en Londres desde 1973 hasta que ella murióde cáncer de estómago en 1985, y tuvieron dos hijos.

Cuando Sen empezó a interesarse por la ética, Joan Robinson acon-sejó a su alumno predilecto que «se olvidara de esa basura», pero él no lehizo caso. Ante la insistencia de Eva, se dedicó a estudiar en detalle loque le parecía una consecuencia particularmente desoladora de los regí-menes autoritarios: las hambrunas. «Una vez pesé a casi doscientos cin-cuenta niños que vivían en dos aldeas del oeste de Bengala para compa-rar su estado nutricional con el nivel de ingresos, el sexo, etcétera —haexplicado—. Si alguien me hubiera preguntado qué estaba haciendo, lehabría dicho que estaba desarrollando la economía del bienestar.»12

Según Sen, aunque hubiera reservas suficientes de alimentos, po-dían producirse hambrunas como la de Bengala si la subida de los pre-cios y la falta de trabajo privaban a los grupos sociales más vulnerablesde su «derecho» a la comida y si la falta de una democracia electiva yuna prensa libre impedían que la ciudadanía exigiera la intervencióngubernamental. Joan Robinson, en cambio, aplaudía políticas draconia-nas como el Gran Salto Adelante; como señaló más tarde Sen con acri-tud, Joan «cometió el error garrafal de.no ver la mayor hambruna de lahistoria moderna», una hambruna debida a las colectivizaciones forzosasy que se cobró la vida de entre 15 y 30 millones de chinos. Sen nuncamanifestó públicamente su distanciamiento de Joan Robinson, pero en1983, cuando ella murió, llevaban años sin escribirse.

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En las décadas de 1970 y 1980, Sen postuló una teoría general del bienes-tar social que intentaba combinar la tradicional preocupación de los eco-nomistas por el bienestar material con la preocupación de los filósofospor los derechos humanos y la justicia. Contra la visión utilitarista de suscolegas, que centraban el progreso material en el aumento del PIB percápita, y apelando a una larga tradición que iba de Aristóteles a Friedrichvon Hayek y a John Rawls, Sen arguyo que la libertad, y no la opulenciapor sí misma, era el auténtico indicador del buen estado de una sociedad,el objetivo básico y uno de los instrumentos principales del desarrolloeconómico. Como ha manifestado en su libro sobre la India, Sen quería«medir el desarrollo por la expansión de las libertades humanas esenciales,y no solo por el crecimiento económico [...] ni por el progreso técnicoo la modernización social... [Todo ello] son elementos dignos de elogio[...] si realmente sirven para enriquecer la vida y las libertades de las per-sonas, pero no hay que considerarlos valiosos por sí mismos».13

Sen planteó tres preguntas importantes para las que propuso res-puestas: ¿puede una sociedad optar por una vía que refleje las preferen-cias individuales de los ciudadanos? ¿Son conciliables los derechos de lapersona con el bienestar económico? Y, por último, ¿cuál es el indicadorde una sociedad justa?

En las décadas de 1930 y 1940, los partidarios del liberalismo te-mían que los países occidentales prefiriesen la seguridad económica a lalibertad política. Una generación más tarde, Sen temía que la India yotros países del Tercer Mundo sacrificasen la democracia por lograr elcrecimiento económico. Por eso planteó la siguiente pregunta: ¿cómose puede resolver el conflicto entre la acción social y los derechos indi-viduales?

Cuando Sen empezó a interesarse por este tema, a finales de la dé-cada de 1960, había dos tendencias que negaban la posibilidad de queambas cosas fueran conciliables. Una era la de Friedrich von Hayek,quien temía que los «especialistas» y los intereses concretos se impusie-ran sobre las preferencias del conjunto de la población. Según Hayek, alanteponer los planes estatales a los individuales, las autoridades impo-nían un conjunto monolítico de prioridades a personas que habríanpreferido elegir por sí mismas entre diversas alternativas.

La otra crítica, más demoledora, venía de un terreno inesperado: untexto altamente teórico, Elección social y valores individuales^ publicado en

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1951 por un economista estadounidense de tendencias políticas mode-radas, Kenneth Arrow. Sen había conocido el teorema de la imposibili-dad de Arrow cuando estudiaba en el Presidency College. En teoría,este teorema ofrecía una demostración lógicamente irreprochable deque ningún sistema de votación podía conducir a un resultado que re-flejase las preferencias de los ciudadanos concretos. Salvo en caso deabsoluto consenso, todos los procedimientos electorales desembocabanen resultados que en cierto sentido eran antidemocráticos. La mayorparte de los amigos de Sen en la universidad eran estalinistas. AunqueSen compartía su entusiasmo por la igualdad, le preocupaba «el auto-ritarismo político». ¿Era el teorema de Arrow una justificación de lasdictaduras?

Como no era posible contrastar en la práctica la conclusión deArrow, Sen decidió poner a prueba sus aparentemente inocuas hipóte-sis: es decir, los requisitos que según Arrow debía cumplir un procedi-miento electoral para ser democrático. En Elección colectiva y bienestarsocial, publicado en 1970, postuló que uno de los axiomas de Arrow, quenegaba la posibilidad de comparar el bienestar de diferentes ciudadanos,no era imprescindible; más aún, era arbitrario. Sen afirmó que, si seaceptaba esta posibilidad de comparación, ya no podía concluirse la im-posibilidad. Sen, y otros investigadores que se inspiraron en él, se propu-sieron definir las condiciones que deberían cumplir las reglas de deci-sión para ser compatibles con los derechos individuales. De hecho, laidea de Sen sobre la «métrica de comparación del bienestar» lo llevó abuscar indicadores que fueran útiles a los gobiernos democráticos a la horade adoptar reformas sociales e inició un largo debate sobre la forma másadecuada de definir y medir la pobreza.

¿Existe necesariamente un conflicto entre los derechos individualesy el bienestar económico? Partiendo de aquí, Sen desarrolló una críticamás general contra el utilitarismo, inspirada en parte en La teoría de lajusticia, publicada por Rawls en 1971, que se considera una justificaciónfilosófica del moderno Estado del bienestar. Los utilitaristas, entre ellosla mayoría de los economistas, creen que la sociedad solo debe preocu-parse por el bienestar de sus ciudadanos. Los derechos les interesan in-directamente, como factores que contribuyen a la felicidad o la satisfac-ción de la población. Dando una vuelta de tuerca a la regla de JeremyBentham, según la cual debe haber «el mayor bien para el mayor núme-

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ro», Rawls postuló el «principio de la diferencia», según el cual una so-ciedad justa debería maximizar el bienestar de los grupos más desfavo-recidos. Evidentemente, se trata de una idea típicamente utilitarista,pero el centro de interés de Rawls son los derechos individuales, quetienen primacía sobre el bienestar material, y que tradicionalmente loseconomistas han pasado por alto.

En otro artículo de 1970, «La imposibilidad de un liberal paretia-no», Sen reclamaba que se tuvieran en cuenta los derechos además delbienestar y señalaba que podía haber un conflicto grave entre ambascosas.14 La mayoría de los economistas parten de un criterio del bienes-tar económico mucho menos exigente que el propuesto por Benthamo Rawls. Según el economista italiano del siglo xix Vilfredo Pareto, lasituación óptima es aquella en la que ya no se puede mejorar a nadie sinperjudicar a otro. Es decir, el óptimo es una sociedad en la que se hanaprovechado todas las oportunidades de mejorar la utilidad general singenerar conflicto.

Sin embargo, Sen demostró que incluso este criterio aparentemen-te inocuo puede violar los derechos individuales. Cuando muchas per-sonas sitúan su bienestar en la limitación de las libertades ajenas (porejemplo, los clérigos musulmanes están más satisfechos si se prohibe laescolarización de las niñas, las monjas católicas se sienten mejor si elaborto es ilegal, a los padres les gusta la idea de prohibir las drogas.. .),lalibre elección puede entrar en conflicto con el principio de Pareto.

Supongamos, por usar una versión actualizada del ejemplo originalde Sen, que Puritano valora la libertad de practicar su religión, pero aúndesea más que se prohiba la pornografía. Por su parte, Libidinoso valorala libertad de leer un libro pornográfico, pero por encima de eso deseaque se prohiba la religión. Si el gobierno prohibiera tanto la pornogra-fía como la religión, los dos estarían más contentos, pero también seríanmenos libres.

Aunque la economía no ha asimilado del todo el mensaje de Sen,es cierto que los economistas actuales empiezan a tener en cuenta loque queda fuera de la ecuación cuando solo se usa el PIB para medir lasganancias materiales. De hecho, ya no son tan proclives a considerar queel PIB equivale al bienestar. Sen considera que el PIB no tiene en cuen-ta oportunidades que para las personas pueden ser más importantes quesus ingresos, lo cual supone una carencia importante. Evidentemente, se

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puede decir (como ha hecho Eric Maskin, Premio Nobel de Econo-mía) que, si bien los derechos pueden colisionar ocasionalmente con elbienestar, en general ayudan a protegerlo. Por ejemplo, tener derecho aleer lo que uno quiera (sin que nadie te imponga las lecturas) sueleconducir a mejores ingresos. En todo caso, vista la polarización de estosconflictos en muchas sociedades, Sen demostró una gran clarividenciaal señalarlo hace ya tres décadas.

En una extensión de su crítica al utilitarismo, Sen arguyo que elcrecimiento por sí solo no es un buen indicador del bienestar porqueno explica cuál es la situación de los más desposeídos, y aseguró tam-bién que la utilidad, entendida como aquello que favorece las preferen-cias concretas de los ciudadanos, también es engañosa porque a menudolos desposeídos adaptan sus aspiraciones a las circunstancias en las queviven. Para solventar estas y otras dificultades, propuso una nueva formade determinar los objetivos del desarrollo y la denominó el «enfoque delas capacidades».

Según Sen, lo que crea bienestar no son las mercancías por sí mis-mas, sino la actividad para la cual se adquieren. Por ejemplo, valoramosun coche porque mejora nuestra movilidad, o valoramos la educaciónporque nos permite seguir debates como este. Según la postura de Sen,los ingresos son un factor importante por las oportunidades que crean.Pero las oportunidades reales (o las capacidades, como las denomina él)no dependen solamente de la posibilidad de satisfacer preferencias quepueden verse limitadas por la pobreza, sino también de otros factores:concretamente, la duración de la vida, la salud y la alfabetización. Por lotanto, habría que tener en cuenta estos factores a la hora de medir elbienestar. Siguiendo esta línea, Sen definió unos indicadores de bienes-tar alternativos, que son los que tiene en cuenta el índice de DesarrolloHumano de las Naciones Unidas.

Paralelamente a esta reflexión sobre la medición del bienestar, Sensostiene que las capacidades de las personas constituyen el principalámbito en el que la sociedad puede tratar de impulsar la igualdad, aun-que no llega a decir qué capacidades son estas y qué nivel de igualdadpermiten. En todo caso, reconoce que uno de los problemas de su defi-nición de la justicia es que las personas toman decisiones (por ejemplo,entre ponerse a trabajar o terminar su formación) que determinan cuá-les serán sus capacidades en una fase posterior.

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¿Qué puntuación alcanza la India poscolonial, según la perspectivade Sen? El libro que escribió con Jean Dréze, India: Development andPartiápation, empieza citando el emocionante discurso de Nehru sobre laproclamación de independencia: «Hace muchos años concertamos unacita con el destino, y ahora ha llegado el momento de cumplir nuestrapromesa». Nehru reclamó, entre otras cosas: «El fin de la pobreza, de laignorancia, de la enfermedad y de la desigualdad de oportunidades».15

Según Sen, «estos ambiciosos objetivos [...] siguen sin cumplirse engran medida». Una vez, un estudiante le preguntó por qué no habíamodificado el «contenido» de sus reflexiones desde los años cincuentaen adelante. La respuesta de Sen fue: «Porque el entorno no ha cambia-do. Seguramente me moriré diciendo las mismas cosas».

Sen reconoce que en el Tercer Mundo, obviamente, han cambiadomuchas cosas. La esperanza de vida ha pasado de los cuarenta y seis añosa los sesenta y cinco, y la renta per cápita real se ha multiplicado pormás de tres. Muchos países que fueron pobres ahora tienen más en co-mún con los países ricos que con lo que ellos mismos fueron en otrotiempo.

Pese a todo, Sen señala que los mil millones de habitantes de lamayor democracia del mundo siguen estando entre la población másdesposeída. Según ha remarcado, la extrema pobreza se concentra ensolo dos regiones del mundo: el sur de Asia y el África subsahariana. Laesperanza de vida es más alta en la India que en África porque la Indiano ha conocido una hambruna a gran escala ni una guerra civil. Sinembargo, considerando los niveles de analfabetismo, desnutrición cróni-ca y desigualdad social y económica, la India está tan mal corno el Áfricasubsahariana o incluso peor, sobre todo en lo que respecta a la situaciónde las mujeres.

En los años cuarenta, la India y China tenían un nivel de pobrezasimilar. Hoy, sin embargo, la esperanza de vida de China es de setenta ytres años, frente a los sesenta y cuatro de la India. La mortalidad infan-til es menos de la mitad que en la India, con diecisiete fallecimientospor cada mil nacimientos en lugar de cincuenta por cada mil. Asimis-mo, los parámetros nutricionales demuestran que China ha llegadomucho más lejos en la erradicación de la desnutrición crónica. Las ta-sas de alfabetización adolescente superan ampliamente el 90 por cientoen China, sin diferencias entre chicos y chicas, mientras que en la India

son mucho más bajas y mucho más dispares entre sexos.16 Evidente-mente, los ciudadanos de la India gozan de derechos democráticos,entre ellos el de prensa, a los que son ajenos los más prósperos habitan-tes de China. El reto, para Sen y otros economistas que asesoran algobierno indio, es cómo implantar en su país la vía china de la globa-lización sin perder los rasgos democráticos de los que tan orgullososestán Sen y la propia India.

Robert Solow, ganador de un Nobel por su teoría del crecimientoeconómico, se ha referido a Sen como «la conciencia de nuestra profe-sión». Durante muchos años, sin embargo, la visión económica de Senha despertado suspicacias tanto en la derecha como en la izquierda. Enlas décadas de 1950 y 1960, cuando estaba de moda la planificaciónestatal de corte soviético, en Cambridge, Calcuta o Delhi la izquierdaconsideraba a Sen persona non grata. En las de 1980 y 1990, cuando vol-vía a estar en boga la libertad de mercado, el entonces presidente delcomité de selección de los Premios Nobel aseguró muy convencido:«Sen nunca ganará el premio». Sen ganó el Nobel en 1998 «por susaportaciones a la economía del bienestar».

Pero los tiempos han cambiado. Hoy en día, cuando viaja a Asia,Sen parece más un Gandhi que un profesor de economía y hasta cuen-ta con escolta policial. En enero de 2002, en las calles de Santiniketan secongregaban multitudes para verlo pasar, y las estudiantes de la univer-sidad de Visva Bharati se agachaban a tocarle los pies (gesto que él seapresuraba a rechazar). Decidido, como el poeta que le dio nombre, aaprovechar el Premio Nobel para llamar la atención sobre los temas quele preocupan, Sen ha dedicado la mitad del millón de dólares ganado ala creación de dos fundaciones, una en el estado de Bengala Occidentaly la otra en Bangladesh, para promover la educación básica en las zonas

rurales.A medida que la economía autárquica y burocrática de corte sovié-

tico iba demostrando su ineficacia en la India mientras que Japón y losllamados tigres asiáticos alcanzaban un nivel de vida moderno, Sen fueabandonando la idea de que la ayuda occidental y las facilidades de co-mercio eran esenciales para asegurar el crecimiento del Tercer Mundo yse acercó más al planteamiento schumpeteriano, que considera decisivaslas condiciones locales y afirma que cada país es dueño en último tér-

de su propio destino. A partir de entonces comenzó a defender lamino

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desregulación y la apertura de la economía india a la inversión y al co-mercio exterior, sin dejar por ello de insistir en la importancia de laintervención pública a favor de los pobres, sobre todo en los ámbitosde la sanidad, la educación y la nutrición. La discusión terminó cuandoMao dio por acabada la Revolución Cultural e introdujo la libertadeconómica. La espectacular entrada de China en la modernidad desa-creditó fatalmente el modelo económico soviético.

Epílogo

Imaginar el futuro

La mayoría de los viajes comienzan en la imaginación. La gran búsque-da de convertir a la humanidad en dueña de sus circunstancias no esuna excepción.

En el siglo x v í n , los fundadores de la economía tenían una visiónde la organización económica en la que la cooperación voluntaria sus-tituiría a la coerción. Aun así, daban por supuesto que Dios o la natura-leza condenaban a nueve de cada diez seres humanos a llevar una vidade pobreza y de penurias. Dos mil años de historia les habían conven-cido de que el grueso de la humanidad tenía tantas posibilidades deescapar a su sino como los prisioneros de una colonia penal rodeada deun vasto océano de escapar al suyo.

Dickens, Mayhew y Marshall descubrieron la economía en el Lon-dres Victoriano, en un tiempo en que la productividad y el nivel de vidaestaban experimentando mejoras revolucionarias. Por eso, la perspectivaque les inspiraba era más feliz y esperanzada. La colonia penal no estabarodeada por un océano, sino por un estrecho foso. Podían vislumbrar a lahumanidad al otro lado, avanzando gradualmente hacia un horizonteque siempre se alejaba. No les movía solamente la curiosidad intelectualy la necesidad de teorizar, sino también el deseo de poner a la humanidada las riendas de su destino. Buscaban instrumentos de dominio: ideasque pudieran emplearse para impulsar una sociedad caracterizada por lalibertad individual y la abundancia y no por el declive moral y material.

Tal como descubrieron estos pensadores, la inteligencia económicaera mucho más importante para el éxito de un país que el territorio, lapoblación, los recursos naturales o los avances tecnológicos. Las ideaseran esenciales. De hecho, como dijo Keynes durante la Gran Depre-sión, «el mundo está gobernado por poco más que eso».1 Como Mar-

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LA GRAN BÚSQUEDA IMAGINAR EL FUTURO

shall, Keynes veía la economía como un motor de análisis que puedeayudarnos a separar el grano de la paja, y estaba convencido de que lasideas económicas habían contribuido más que la máquina de vapor acambiar el mundo. Las verdades económicas no eran quizá tan eternascomo las matemáticas, pero la teoría económica era esencial para saberqué funcionaba y qué no, qué era importante y qué no. La inflaciónpodía elevar el producto económico a corto plazo pero no a largo pla-zo. Las mejoras en la productividad eran el principal factor impulsor delos salarios y el nivel de vida. La educación y una red de seguridad po-dían reducir la pobreza sin producir estancamiento económico. Unamoneda estable era necesaria para la estabilidad económica, y un siste-ma financiero saludable, básico para la innovación. En palabras de Ro-bert Solow: «Las preguntas cambian continuamente y las respuestas a laspreguntas, las viejas y las nuevas, cambian también a medida que la so-ciedad evoluciona. Eso no quiere decir que no tengamos cierta idea dequé es útil en un momento dado».2

Las calamidades económicas —los pánicos financieros, la hiperin-flación, las depresiones, los conflictos sociales y las guerras— han desen-cadenado siempre crisis de confianza, pero no han logrado anular lamejora acumulativa del nivel de vida medio. La Gran Depresión fueuna dura prueba para la teoría económica, y también para la modernaeconomía descentralizada. La Segunda Guerra Mundial terminó connotas de pesimismo y desconfianza, cuando los economistas keynesianospredijeron una etapa de estancamiento y los discípulos de Hayek ame-nazaron con el triunfo del socialismo en Occidente. Sin embargo, elcrecimiento se reactivó y el nivel de vida empezó a subir. Los gobiernosse las arreglaron bastante bien gestionando sus respectivas economías.A partir de la Segunda Guerra Mundial, la historia se ha caracterizadoporque una parte cada vez niayor de la población mundial ha logra-do salir de la miseria. En las décadas de 1950 y 1960, países como Ale-mania y Japón, que habían perdido la guerra, resurgieron de sus cenizascomo el ave Fénix. China inició una espectacular ascensión en torno a1970. Y más recientemente, la India ha empezado a dejar atrás décadasde atraso.

En general, la realidad ha superado a la imaginación. Ni siquieraSchumpeter podría haber imaginado que la población mundial llegaríaa ser seis veces más numerosa y diez veces más rica. O que la propor-

ción de habitantes del planeta que viven en la miseria se reduciría encinco sextos. O que el nivel de vida de los chinos sería hoy tan bueno,sí no mejor, que el del inglés medio en 1950. Fisher es el único que nose habría sorprendido de saber que actualmente la duración medida dela vida multiplica por dos y medio la de 1820 y sigue subiendo. Undato interesante es que ni siquiera la fuerte recesión de 2008 y 2009,que ha sido la crisis económica más grave desde los años treinta, ha lo-grado revertir las mejoras conseguidas anteriormente en ingresos y enproductividad. La esperanza de vida no ha dejado de aumentar. El siste-ma financiero mundial no se ha venido abajo. No ha habido una segun-da Gran Depresión.

Los maniáticos de la autoridad, desde el kaiser a Hitler, desde Stalina Mao, han intentado repetidamente, y siguen intentando, obviar o ne-gar las verdades económicas. Pero cuantas más naciones se libran de lapobreza y se adueñan de su destino, menos atractivo tienen los argu-mentos de los dictadores. La Unión Soviética no solo no se impusosobre Occidente, sino que se hundió en 1990.

No hay vuelta atrás. Nadie se plantea ya si debemos o no controlarlas circunstancias económicas, sino solo cómo debemos hacerlo. Cuan-do les preguntaron cuál era su mayor esperanza para el futuro, los mani-festantes de El Cairo dijeron que el crecimiento económico. Los hom-bres y mujeres que en 2011 salieron a la calle a protestar en Túnez, Siriay otros países de Oriente Próximo constituyen la última oleada de ciu-dadanos que anhelan un futuro económico caracterizado por el creci-miento, la estabilidad y un clima comercial favorable a la iniciativa em-presarial. Cuando este futuro empieza a ser imaginable, regresar a lapesadilla del pasado parece cada vez más imposible.

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Agradecimientos

He acumulado una impresionante cantidad de deudas mientras investi-gaba y redactaba este libro.

La mayor se la debo a tres personas sin las cuales La gran búsquedano podría haber comenzado ni llegado a ninguna parte: mi editora Ali-ce Mayhew, que me enseñó, con paciencia y extraordinaria dedicación,cómo convertir un texto sobre economía, historia y biografía en unrelato; mi agente Kathy Robbins, que organizó el proyecto con su acos-tumbrada energía; y mi hija mayor, Clara O'Brien, que me ayudó allevarlo a una conclusión.

Son muchas las personas e instituciones que han apoyado genero-samente mi investigación. En lo más alto de la lista están Amartya Sen,Emma Rothschild, Eric Maskin, Philip Griffiths, Alan Krueger, OrleyAschenfelter y Eric Wanner.También estoy muy agradecida al Institutode Estudios Avanzados, la Fundación Russell Sage, el Churchill Collegey el King's College de la Universidad de Cambridge, la Fundación Yaddoy la Colonia MacDowell por permitirme efectuar estimulantes y pro-ductivas visitas.

En Columbia concebí algunas de mis mejores ideas gracias al in-creíble Bruce C. N. Greenwald. Mi colega en el ámbito del periodismoJim Stewart fue una permanente fuente de apoyo y de sabios consejos.Y no puedo dejar de dar las gracias a mi compañero de docencia EdMcKelvey, por dedicarse en exclusiva a nuestros estudiantes en los últi-mos dos años, por suerte para mí y también para, ellos.

Además, he tenido la increíble fortuna de contar con la colabora-ción del magnífico equipo de Simón & Schuster. Estoy especialmentereconocida a Jonathan Karp, Richard Rhorer, Roger Labrie, RachelBergmann, Irene Kheradi, Gina DiMascia, John Wahler, Nancy Inglis,

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AGRADECIMIENTOS

Jackie Seow, Ruth Lee-Mui,Tracey Guest, Danielle Lynn, Rachelle An-dujar y el imperturbable Phil Metcalf.

Por concederme entrevistas y proponerme fuentes, debo dar lasgracias aWilliam Barber, Peter Singer, Harold James, Bruce Caldwell,Meghnad Desai, Marina Whitman, Peter Dougherty, Geoffrey Har-court, Prue Kerr, Francés Stewart, Francis Cairncross, Barbara Jeffrey,Dutta Jayasri, Avinash Dixit, Lawrence Hayek, Luigi Pasinetti, Bill Gib-son, Laurie Kahn-Leavitt,Jirn Mirlees, Hans Jórg Hennecke, Hans JórgKlausinger, Nils Eric-Sahlin, GeofFrey Heal, la familia de Margaret Paul,Harold Kuhn, Hugh Mellor, Peter Passell, Edmund Phelps, JagdishBhagwati, Andrew Scull, Ruth y Cari Kaysen, Peter Boettke, GuidoHulsmann,William Barnett,Vernon Smith, Peter Temin, Elizabeth Dar-ling, Robert Skidelsky, Andrew Scull, Mark Whitaker, Ray Monk,Amartya Sen, Paul Samuelson, su mujer Risha, su asistente de muchosaños Janice Murray, Robert y Anita Summers, Robert y Bobbie Solow,Milton y Rose Friedman y Kenneth Arrow.

Ruth Tenenbaum llevó a cabo una implacable pero siempre amablecampaña contra todo tipo de errores y omisiones. Alexandra Saunders,Louise Story, Jonathan Hull, Barry Harbaugh, Melanie Hollands, Ra-chel Elbaum, Catherine Viette y Tori Finkle me ofrecieron útilísimaasistencia en la investigación en varios momentos.Y estoy especialmen-te agradecida a Bill Gibson por señalar varios lapsus lógicos y de otrotipo en las galeradas.

Gran parte de la investigación realizada para este libro se llevó acabo en archivos y bibliotecas, y me gustaría dar las gracias sobre todoal personal de los siguientes centros por su amable y experto asesora-miento: la Biblioteca Marshall de la Universidad de Cambridge, elarchivo del Trinity College, el archivo del King's College, el archivomunicipal de Cambridge, el archivo de la Universidad de Harvard, elarchivo de la London School of Economics, el archivo del MIT y el ar-chivo de la Institución Hoover. Mi gratitud se extiende, naturalmente, alos creadores de Google Books, J-Stor, Lexis-Nexis, el archivo Maix-Engels y numerosos archivos y bibliotecas en línea que han revolucio-nado la investigación histórica.

La última palabra» como siempre, es para mis hijos: Clara» Lily yjack, y para mis amigos. Ellos saben que lo importante es el viaje... yquienes te acompañan en él.

Notas

NOTAS SOBRE LAS FUENTES

En la fase de documentación para La gran búsqueda consulté y leí cientos deobras, entre biografías y textos especializados en historia y en economía. Lasque más útiles me han sido para conocer y entender las teorías y hechos des-critos son las siguientes:

Prefacio. Claire Tomalin, Jane Austen: A Life, Knopf, Nueva York, 1997 (haytrad. cast.: Jane Austen: una vida, Circe, Barcelona, 1999); Gregory Clark, A Fa-rewell to Alms:A Brief Economic History ofModern Britain, Princeton UniversityPress, Princeton, 2009; Bradford DeLong, historia inédita de la economía delsiglo x x ; Harold Perkin, The Origins ofModern British Society, Routledge, Lon-dres, 1990; Angus JMaddison, The World Economy: A Millennial Perspective,OCDE, París, 2006 (hay trad. cast.: La economía mundial: una perspectiva milena-ria, Mundi-Prensa Libros, Madrid, 2002), y The World Economy: Historical Statis-tics, OCDE, París, 2006; Mark Blaug, Economic Theory in Retrospect, CambridgeUniversity Press, Cambridge, 1983;T.W. Hutchison,/! Review of Economic Doc-trines 1870-1939, Claiendon Press, Londres, 1966; W.W. Rostow, Theorists ofEconomic Growth from David Hume to the Present, Oxford University Press,Oxford, 1992; Niall Ferguson, Cash Nexus, Basic Books, Nueva York, 2001.

Acto primeroESPERANZA

Prólogo. Kitson Clark, «Hunger and Politics in 1842» Journal of Modern His-tory, 24, n.° 4, diciembre de 1953; James P Henderson, «"Political Economy Isa Mere Skeleton Unless...":What Can Social Economista Learn from Charles

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NOTAS NOTAS

Dickens», Review of Social Economy, 58, n.° 2, junio de 2000; Michael Slater,Charles Dickens, Yale University Press, New Haven, 2009.

Capítulo 1. David McLellan, Karl Marx: Interviews and Recollections, Barnes &Noble, Nueva York, 1981; Gustav Mayer, Friedrich Engels: Eine biographie, H.Fertig, Berlín, 1969 (hay trad. cast.: Friedrich Engels: una biografía, Fondo deCultura Económica, Madrid, 1979); Steve Marcus, Engels, Manchester and theWorking Class, Norton, Nueva York, 1974; Gertrude Himmelfarb, The Idea ofPoverty: England in the Early Industrial Age, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1984,y Poverty and Compassion:The Moral Imagination of the Late Victorians, RandomHouse, Nueva York, 1991; David McLellan, Karl Marx: His Life and Thought,Macmillan, Londres, 1973 (hay trad. cast.: Karl Marx: Su vida y sus ideas, Crítica,Barcelona, 1983); Isaiah Berlin, Karl Marx: His Life and Environment,ThomtonButterworth, Londres, 1939 (hay trad. cast.: Karl Afora;, Alianza, Madrid, 1988);Francis Wheen, Karl Marx: A Lf/e,W.W. Norton & Co., Nueva York, 1999;Dirk Struik, Birth of the Communist Manifestó, International Publishers, NuevaYork, 1986; Anne Humpherys, Trovéis into the Poor Man's Country.The Work ofHenry Mayhew, University of Georgia Press, Athens, 1977; Francis Sheppard,London 1808-1870:The Infernal Wen, Secker & Warburg, Londres, 1971; AsaBriggs, Victorian Cities, University of California Press, Berkeley, 1993; GarethStedman Jones, Outcast London, Penguin Books, Londres, 1982.

Capítulo 2. Mary Paley Marshall, What I Remember, Cambridge UniversityPress, Cambridge, 1947;J. M. Keynes, «Alfred Marshall 1842-1924», en ArthurPigou, ed., Memorials of Alfred Marshall, Macmillan, Londres, 1925; GertrudeHimmelfarb, Poverty and Compassion:The Moral Imagination ofthe Late Victorians,Alfred A. Knopf, Nueva York, 1991; Peter Groenewegen, A Soaring Eagle: AlfredMarshall 1842-1924, E. Elgar, Londres, 1995; Mark Whitaker, Early EconomicWritings of Alfred Marshall, vols. 1-2, The Royal Economic Society, Londres,1975; Mark Whitaker, The Correspondence of Alfred Marshall, vols. 1-3, Cambrid-ge University Press, Cambridge, 1996;Tizziano Raffaeli, Eugenio E Biagini yRita McWiüiams Tullberg, eds., Alfred MarshalVs Lectures to Women: Some Econo-mic Questions Directly Connected to the Welfare of the Laborer, Edward Elgar Pu-blishing Company, Aldershott (UK), 1995.

Capítulo 3. Barbara Caine, Destined to Be Wives: The Sisters of Beatrice Webb,Clarendon Press, Oxford, 1986; Carole Seymour Jones, Beatrice Wehb:Woman ofConflict, Ivan R. Dee, Chicago, 1992; Royden Harrison, The Life and Times ofSidney and Beatrice Webb:The Formative Years, 1858-1903, Palgrave, Londres,1999; Kitty Muggeridge y Ruth Adam, Beatrice Webb:A Life, 1858-1943, Al-

fred A. Knopf, Nueva York, 1968; Margaret Colé, Beatrice Webb, Harcourt Bra-ce, Nueva York, 1946; Michael Holroyd, Bemard Shaw, Chatto & Windus, Lon-dres, 1997;William Manchester, The Last Lion:Winston Spencer ChurchilhVisionsofGlory, 1874-1932, Little Brown, Nueva York, 1983; Gertrude Himmelfarb,Poverty and Compassion:The Moral Imagination ofthe Late Victorians, RandomHouse, Nueva York, 1991; Elie Halevy, A History ofthe English People in theNineteenth Century, vol. 6: The Rule of Democracy (1905-1914), Ernest BennLtd., Londres, 1952; Jeanne y Norman MacKenzie, The Diary of Beatrice Webb,vols. l-4,Virago, Londres, 1984; Norman MacKenzie, The Letters of Sidney andBeatrice Webb, vols. 1-3, Cambridge University Press, Cambridge, 2008.

Capítulo 4. Muriel Rukeyser, Willard Gibbs, Doubleday, Doran & Co., NuevaYork, 1942;William J. Barber, ed., The Works oflrving Fisher, vols. 1-17, Picke-ring & Chatto, Londres, 1997; Irving Norton Fisher, My Father: Irving Fisher,Comet Press, Nueva York, 1956; Muriel Rukeyser, Willard Gibbs: American Ge-nius, Doubleday, Doran & Co., Nueva York, 1942; Robert Loring Alien, IrvingFisher: A Biography, Blackwell Publishers, Cambridge, 1993; Richard Hofs-tadter, TíieAge ofReform: From Bryan to FDR and Social Darwinism in AmericanThought, George Braziller Inc., Nueva York, 1969;Jeremy Atack y Peter Passell,A New Economic Vieiv of American History, W. W. Norton, Nueva York, 1994;Perry Mehrling, «Love and Death:The Wealth oflrving Fisher», enWarrenJ. Samuels y JeffE. Biddle, eds., Research in the History of Economic Thought andMethodology, Elsevier Science, Amsterdam, 2001, pp. 47-61.

Capítulo 5. Seymour Harris, Joseph Schumpeter: Social Scientist, Harvard Uni-versity Press, Cambridge (Massachusetts), 1951;Wolfgang E Stolper,Joseph AloisSchumpeter.The Public Life ofa Prívate Man, Princeton University Press, Prince-ton, 1994; Robert Loring Alien, Opening Doors: The Life and Works of JosephSchumpeter, vol. l,Transaction Publishers, New Brunswick, 1991; Richard Swed-berg,Joseph A. Schumpeter: His Life and Work, Polity Press, Cambridge (UK),1991;Thomas K. McCraw, Prophet of Innovation: Joseph Schumpeter and CreativeDestruction, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2007; Char-les A. Gulik, Austria from Habsburg to Hitler, vol. 1, University of CaliforniaPress, Berkeley, 1948; David E Good, Tíie Economic Rise ofthe Hapsburg Empireí 750-1914, University of California Press, Berkeley, 1990; Joseph Schumpe-ter, History of Economic Analysis, Harvard University Press, Cambridge (Massa-chusetts), 1954 (hay trad. cast.: Historia del análisis económico, Ariel, Barcelo-na, 1982).

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NOTAS NOTAS

Acto segundoMIEDO

Prólogo. Charles John Holmes, Selfand Partners (Mostly SelJ): Being the Remi-niscences ofC.J. Holmes, Macmillan, Londres, 1936; Anne Emberton, «Keynesand the Degas Sale», History Today, 31 de diciembre de 1995; Ray Monk,Ludwig Wittgenstein:The Duty of Genius, Penguin Books, Nueva York, 1991(hay trad. cast.: Ludwig Wittgenstein: el deber de un genio, Anagrama, Barcelona,2002); Ray Monk, Bertmnd RusselhThe Spirit of Solitude 1872-1921, vol. 1,Simón & Schuster, Nueva York, 1996; Hugh Mellor, Frank Ramsey: BetterThan the Stars, BBC, Londres, 1994; Henry Andrews Cotton, con prólogo deAdolf Meyer, The Defective, Delinquent and Insane:The Relation of Focal Infec-tions to Their Causation, Treatment and Prevention, Lectures delivered at PrincetonUniversity, January 11, 13, 14, 15, 1921, Princeton University Press, Prince-ton, 1922.

Capítulo 6. Eduard Marz, Joseph A. Schumpeter: Forscher, Lehrer und Politiker,R. Oldenbourg, Munich, 1983; Eduard Marz, «Joseph Schumpeter as Minister ofFinance in X Helmut Frisen», en Schumpeterian Economics, Praeger, Nueva York,1981; F. L. Carsten, The First Austrian Republic,Wiláwood House, Aldershot(UK), 1986; E L. Carsten, Revolution in Central Europe: 1918-1919,WildwoodHouse,Aldershot (UK), 1988; David Fales Strong, Austria (October 1918-March1919), CUP, Nueva York, 1939; Norbert Schausberger, Der Griff nach Oeste-rreich: Der Anschluss, Jugend undVolk,Viena/Munich, 1988; Otto Bauer, TheAustrian Revolution, Parsons, Londres, 1925; Eduard Marz, Austrian Banking andFinancial Policy: Creditanstalt at a Turning Point, 1913-1923, St. Martin's Press,Nueva York, 1984; Christine Klusacek y Kurt Stimmer, Dokumentation zurOesterreichische Zeitgeschichte 1918-1928,]ugend undVolk,Viena/Munich, 1984;

Joseph A. Schumpeter, Aufsatze zurWirtschaftspolitik, ed. de Wolfgang E Stolpery Christian SeidlJCB Mohr, Tubinga, 1985;Joseph A. Schumpeter, PolitischeReden, ed. de Seidl y Stolper, JCB Mohr, Tubinga, 1992.

Capítulo 7. D. E. Moggridge, ed., The Collected Writings ofjohn Maynard Key-nes, vols. 1-30, Macmillan, Londres, 1971-1989; Paul Mantoux, The Carthagi-nian Peace orThe Economic Consequences ofMr. Keynes, Oxford University Press,Oxford, 1946; Robert Skidelsky, Jo/m Maynard Keynes, vol. 1: Hopes Betrayed,Viking, Nueva York, 1986 (hay trad. cast. :John Maynard Keynes [1]: Esperanzasfrustradas, 1883-1920, Alianza, Madrid, 1986); Donald E. Moggridge, MaynardKeynes:An Economistas Biography, Routledge, Londres, 2009; Margaret MacMil-lan, París 1919: Six Months That Changed the World, Random House, Nueva

York, 2002 (hay trad. cast.: París, 1919: Seis meses que cambiaron el mundo,Tus-quets, Barcelona, 2005).

Capítulo 8. Peter Gay, Freud:A Life of Our Time, W.W. Norton, Nueva York,1988 (hay trad. cast.: Freud: Vida y legado de un precursor, Paidós, Barcelona,2010); E L. Carsten, The First Austrian Republic,Wildwood House, Aldershot,1986; Otto Bauer, The Austrian Revolution, Parsons, Londres, 1925; EduardMarz, Austrian Banking and Financial Policy: Creditanstalt at a Turning Point,1913-1923, St. Martin's Press, Nueva York, 1984.

Capítulo 9. Robert Skidelsky, Jo/m Maynard Keynes, vol. 2: The Economist asSavior 1920-1937, Macmillan, Londres, 1992; D. E. Moggridge, Maynard Key-nes: An Economista Biography, Routledge, Londres, 1992; Irving Norton Fisher,My Father: Irving Fisher, Comet Press, Nueva York, 1956; Robert Loring Alien,Irving Fisher: A Biography, Blackwell Publishers, Cambridge, 1993; MiltonFriedman, Money Mischief: Episodes in Monetary History, Harcourt JovanovichBrace, Nueva York, 1992 (hay trad. cast.: Paradojas del dinero, Grijalbo, Barcelo-na, 1992).

Capítulo 10. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, vol. 2: The Economist asSavior 1920-1937, Macmillan, Londres, 1992; D. E. Moggridge, Maynard Key-nes: An Economistas Biography, Routledge, Londres, 1992; Irving Norton Fisher,My Father: Irving Fisher, Comet Press, Nueva York, 1956; Robert Loring Alien,Irving Fisher: A Biography, Blackwell Publishers, Cambridge, 1993; MiltonFriedman, Money Mischief: Episodes in Monetary History, Harcourt Brace Jova-novich, Nueva York, 1992.

Capítulo 11. Nahid Aslanbeigui y Guy Oakes, The Provocative Joan Robinson:The Making of a Cambridge Economist, Duke University Press, Durham, 2009;Marjorie Shepherd Turner, Joan Robinson and the Americans,MB Sharpe, Ar-monk (NuevaYork), 1989.

Capítulo 12. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, vol. 3: Fightingfor Free-dom, 1937-1946,Vi)áng, Nueva York, 2001; David Kennedy, Freedomfrom Fear:Tlie American People and in Depression and War, Oxford University Press, Oxford,1999 (hay trad. cast.: Entre el miedo y la libertad: Los EE.UU., de la Gran Depre-sión al fin de la Segunda Guerra Mundial, 1929-1945, Eóhzsa, Barcelona, 2005);Milton Friedman y Rose Friedman, Two Lucky People, University of ChicagoPress, Chicago, 1998; Herbert Stein, Presidential Economics: The Making of Econo-mic Policy from Roosevelt to Clinton, American Enterprise Institute,Washington,

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NOTAS NOTAS

1994; Stephen Kresge y WW Bartley III, eds., The Collected Works ofEA. Hayek,vols. 1-17, University of Chicago Press, Chicago, 1989.

Capítulo 13. Seymour Harris, Joseph Schumpeter: Social Scientist, Harvard Uni-versity Press, Cambridge (Massachusetts), 1951;Wolfgang F. Stolper,Joseph AloisSchumpeter: The Public Life of a Prívate Man, Princeton University Press, Prince-ton, 1994; Robert Loring Alien, Opening Doors;The Life and Works of JosephSchumpeter, vol. 1, Transaction Publishers, New Brunswick, 1991; RichardSwedberg, Joseph A. Schumpeter: His Life and Work, Polity Press, Cambridge,1991;Thomas K. McCraw, Prophet of Innovation:Joseph Schumpeter and CreativeDestruction, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2007.

Acto terceroCONFIANZA

Prólogo. James McGregor Burns, RooseveluThe Soldier ofFreedom, 1940-1945,Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970.

Capítulo 14. Robert Skidelsky,Jt)/m Maynard Keynes, vol. 3: Fightingfor Free-dom,Viking, Nueva York, 2000.

Capítulo 15. Alan Ebenstein, Hayeks Journey, University of Chicago Press,Chicago, 2005; Hans Jorg Hennecke, Friedrich von H<3ye&,JuniusVerlag GmbH,Hamburgo, 2010;Werner Erhard, Germanys Comeback in the World Market, Mac-millan, Nueva York, 1954.

Capítulo 16. Richard Reeves, President Kennedy, Simón & Schuster, NuevaYork, 1993; Herbert Stein, Presidential EconomicsiThe Making qf Economic Poliq

from Roosevelt to Clinton, American Enterprise Institute, Washington, 1994.

Capítulo 17. John Lewis Gaddis, The ColdWariA New History, Al&ed A. Knopf,Nueva York, 2009 (hay trad. cast.: La guerra fría, RBA, Barcelona, 2008); Mar-jorie Shepherd Turner, J0¿m Robinson and the Americans, ME Sharpe,Armonk(Nueva York), 1989.

Capítulo 18. Amartya Sen, Developmeni as Freedom, Alfred A. Knopf» NuevaYork, 1999 (hay trad. cast.: Desarrollo y libertad, Planeta, Barcelona, 2000); Amar-tya Sen, The Idea ofjustice, Harvard University Press, Cambridge (Massachu-setts), 2009.

prefacio. Las nueve décimas partes de la humanidad

1. John Kenneth Galbraith, The Affiuent Society, Houghton Mifflin, Bos-ton, 1958 (trad. de Carlos Grau Petit, La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona,2008).

2. Edmund Burke, «AVindication of Natural Society Or, aView of theMiseries and Evil Arising to Mankind from Every Species of Artificial Society,In a Letter to Lord **** by a Late Noble Writer, 1756», Writings and Speeches,Little Brown and Co., Nueva York, 1901, p. 59 (hay trad. cast.: Vindicación de lasociedad natural,Ttottz, Madrid, 2009).

3. Patrick Colquhoun, A Treatise on the Wealth, Power, and Resources of theBritish Empire, Jay Mawman, Londres, 1814 (1812), p. 49.

4. James Heldman, «How Wealthy is Mr. Darcy—Really? Pound andDollars in the World of Pride and Prejudice», Persuasions,Jzne Austen Society,pp. 38-39.

5. Cálculo de la autora, basado en datos de Colquhoun, Wealth, Power, andResources; Harold Perkin, The Origins ofModern British Society, Routledge, Lon-dres, pp. 20-21, y Roderick Floud y Paul Johnson, Cambridge Economic HistoryofModern Britain, Cambridge University Press, Cambridge, 2004, p. 92.

6. Jane Austen a Cassandra Austtn,Jane Austen's Letters, Deirdre le Fay, ed.5Oxford University Press, Oxford, 1995, y anónimo, How to Keep House! OrComfort and Elegance on 150 to 200 aYear,Jmit$ Bollaert, Londres, 1835,14.a ed.

7. ChiieTomúin, Jane Austen, A Life, Knopf, Nueva York, 1997.8. Burke, Vindication, p. 59.9. Gregory Clark, A Farewell toAlms:A Brief Economic History of the World,

Princeton University Press, Princeton, 2009.10. James Edward Austen Leigh, A Memoir of Jane Austen, Richard Bent-

ley & Son, Londres, 1871, p. 13 (trad. de Marta Salís, Recuerdos de Jane Austen,Alba, Barcelona, 2012, p. 46).

11. Clark,/*! Farewell to Alms.12. Robert Giffen, Sotes on the Progress qfthe Working Classes (1883) and

Further Notts on the Progress of the Working Classes, Essays in Finance7 Putnam &Sons, Londres, 1886, p. 419.

13. Burke, Uindication,p.60.14. Tomalin, Jane Alisten, p. 96.15. Patrick Colquhoun, A Treatise on Indigence, J. Hatchard, Londres,

1806.16. Austen-Leigh, A Memoir of Jane Austen, p. 13 (trad. de Marta Salís,

Recuerdos de Jane Austen, p. 44).17. Giffen, p. 379.

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NOTAS

18. Alfred Marshall, The Present Position of Economics: An Inaugural Lecture(1885), p. 57.

19. John Maynard Keynes, «Economic Possibilities for our Grandchil-dren», Essays in Persuasión, Macmillan, Londres, 1931, p. 344.

20. John Maynard Keynes, brindis pronunciado en su despedida comoeditor del Economic Journal, 1945, citado en Roy Harrod, The Life ofjohn May-nard Keynes, Harcourt Brace, Londres, 1951, pp. 193-194.

Acto primeroESPERANZA

Prólogo. El señor Popular frente a Scrooge

1. G. Kitson Clark, «Hunger and Politics in 1842», Journal ofModern His~tory, 24, n.° 4, diciembre de 1953, pp. 355-374.

2. Thomas Carlyle, Past and Present, Chapman and Hall, Londres, 1843,p. 26 (trad. de Ricardo Blanco Belmonte, Pasado y presente, La España Moder-na, Madrid, 1903).

3. Charles Dickens, Daily News, Londres, 21 de enero de 1846.4. Asa Briggs, ed., Chartist Studies, Macmillan, Londres, 1959.5. Carlyle, Past and Present, p. 335.6. Thomas Carlyle a John A. Carlyle, Chelsea, Londres, 17 de marzo de

1840. Archivo online de las cartas de Carlyle, 2007, http://carlyleletters.org(consultado el 2 de enero de 2011).

7. John Stuart Mili a John Robertson, Londres, 12 de julio de 1837, enFrancis E. Mineka, ed., The Earlier Letters ofjohn Stuart Mili, vol. 1: 1812-1848,University of Toronto Press, 1963, p. 343 (parafraseando la descripción quehizo Carlyle de Camille Desmoulins en The French Revolution: A History1837).

8. Citado en Michael Slater, Charles Dickens: A Life Defined by Writing,Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2009, p. 143.

9. Thomas Carlyle, «Occasional Discourse on the Negro Question»,Fraser's MagazineforTown and Country, n.° 40, febrero de 1849, p. 672.

10. Edmund Burke,y4 Vindication of Natural Society: or, a View ofthc Mise-ries and EvilsArising to Mankindfrom Every Species of Artificial Society (1756), ed.de Frank N. Pagano, Liberty Fund Inc., Indianápolis, 1982, p. 87.

11. Thomas Robert Malthus,-4« Essay on the Principie of Population, as hAffects the Future Improvement of Society with Remarks on the Speadations of Mr.Godwin, M. Condorcet, and OtherWriters,]. Johnson, Londres, 1798, p. 30 "(trad.

520

NOTAS

de Teodoro Ortiz, Ensayo sobre el principio de la población, Fondo de CulturaEconómica, México, 1951).

12. /te?., p. 139.13. !Wá.,p.31.14. Levítico 19:18, Romanos 13:9.15. Charles Dickens, Oliver Twist, vol. 1, Bichará Bentley, Londres, 1838,

p. 25 (trad. de Pollux Hernúñez, Oliver Twist, Alianza, Madrid, 2009, p. 33).16. Nicholas Bakalar, «In Reality, Oliveras Diet Wasn'tTruly Dickensian»,

New York Times, 29 de diciembre de 2008.17. Charles Dickens, American Notes for General Circulation, vol. 2, Chap-

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18. Charles Dickens al doctor Southwood Smith, 10 de marzo de 1843,en The Letters of Charles Dickens, vol. 3: 1842-1843, ed. de Madeline House,Graham Storey, Kathleen Mary Tillotson,Angus Eanon y Nina Burgis, OxfordUniversity Press, Oxford, 2002, p. 461.

19. James P. Henderson, «"Political Economy is a Mere Skeleton Un-less.. .":What Can Social Economists Learn from Charles Dickens?», Review ofSocial Economy, 58, n.° 2, junio de 2000, pp. 141-151.

20. Charles Dickens, A Christmas Carol; in Prose: Being a Ghost Story ofChristmas, Chapman Hall, Londres, 1843 (trad. de Santiago R. Santerbás, Can-ción de Navidad: Villancico en prosa o cuento navideño de espectros, Alianza, Madrid,2001).

21. Henderson, «Political Economy», p. 146.22. Dickens, A Christmas Carol, p. 96.23. Thomas Malthus, An Essay on the Principie of Population: Or, a View of

lis Past and Present Effects on Human Happiness: With an Inquiry Into Our Pros-pects Respecting the Future Removal or Mitigation of the Evils Which It Occasions,2.a ed,J.Johnson, Londres, 1803, p. 532.

24. Dickens, A. Christmas Carol, p. 94.25. Michael Slater, introducción y notas a Charles Dickens,/! Christmas

Carol and Other Christmas Writings, Penguin, Londres, 2003, p. xi.26. Anthony Trollope, Tlie Warden, Longman, Brown, Green & Longrnans,

Londres, 1855, cap. 15 (trad. de José Luis López Muñoz, El custodio, Círculo deLectores, Barcelona, 1996).

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28. Sir Robert Peel a sir James Graham, agosto de 1842, citado en Clark,

«Hunger and Politics in 1842».

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NOTAS

29. Charles Dickens, «On Strike», Household Words; A Weekly Journal,n.° 203,11 de febrero de 1854.

30. Ibidem.31. Joseph A. Schumpeter, The Economics and Sodology of Capitalismo ed. de

Richard Swedberg, Princeton University Press, Princeton, 1991, p. 290. Schum-peter acuñó esta frase en alusión a la idea de Alfred Marshall de que la econo-mía «no es un cuerpo de verdades concretas, sino un motor que permite des-cubrir verdades concretas». Alfred Marshall, The Present Position of Economics:An Inaugural Lecture, Macmillan & Co., Londres, 1885, p. 25.

32. John Maynard Keynes, introducción a Cambridge Economic Handbooks,I, Nesbit & Co./Cambridge University Press, Londres/Cambridge, 1921.

1. Novedad absoluta: Engels y Marx en la era de los milagros

1. Walter Bagehot, Lombard Street:A Description qfthe Money Market, Scrib-ner, Armstrong & Co., Nueva York, 1873, p. 20 (hay trad. cast.: Lombard Street:el mercado monetario de Londres, Fondo de Cultura Económica, México, 1968).

2. Friedrich Engels a Karl Marx, 19 de noviembre de 1844, Marxists In-ternet Archive, www.marx is t s .o rg /a rch ive /marx /works /1844/ le t -ters/44__l l_19.htm.

3. Ibidem.4. Friedrich Engels a Arnold Ruge, 15 de junio de 1844, citado en Ste-

ven Marcus, Engels, Manchester and the Working Class, Random House, NuevaYork, 1976, p. 82.

5. Friedrich Engels, autor bajo el seudónimo «X» de la serie en cuatropartes sobre las condiciones políticas y económicas en Inglaterra, RheinischeZeitung, 8, 9,10 y 25 de diciembre de 1842.

6. Edwin Chadwick, Report on the Sanitary Condition qfthe Labouring Po-pulation o/Great Britain, 1842.

7. Friedrich Engels, Rheinische Zeitung, 8 de diciembre de 1842.8. Charles Dickens, Nicholas Nickleby, cap. 43 (trad. de J. Cardona Miró,

Nicholas Nickleby, Bruguera, Barcelona, 1975).

9. Friedrich Engels, The Condition of the Working Class in England in 1844,With a Preface Written in 1892 (Die Lage der arbeitenden Klasse in England), trad.al inglés de Florence Kelley Wischnewetzky, Swan Sonnenschein & Co., Lon-dres, 1892 (trad. de Fina Warshaver y Laura V. de Molina y Vedia, La situación dela clase obrera en Inglaterra,Júcar, Madrid, 1980, p. 23).

10. Citado en David McLellan, Friedrich Engels, The Viking Press, NuevaYork, 1977, p. 22.

522

NOTAS

11. Friedrich Engels, «Umrisse zu einer Kritik der National-ókonomie»,Deutsch-Franzósische Jahrbücher, n.° 1, febrero de 1844 (hay trad. cast.: «Esbozode una crítica de la economía política», en Carlos Marx y Federico Engels,Escritos económicos varios, Grijalbo, México, 1962).

12. Karl Marx, prólogo para A Contribution to the Critique ofPolitical Eco-nomy (1859), en Karl Marx y Friedrich Engels, Selected Works, Foreign Langua-ges Publishing House, Moscú, 1951 (trad. de Marat Kuznetsov, Contribución ala crítica de la economía política, Progreso, Moscú, 1989).

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terworth, Londres, 1939, p. 26.15. George Bernard Shaw, «The Webbs», en Sidney y Beatrice Webb, The

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17. Karl Marx a Arnold Ruge, 9 de julio de 1842, en Marx/Engels Collec-ted Works, vol. 1, pp. 398-391.

18. Karl Marx, «Zur kritik der Hegelschen recthphilosophie», Deutsch-Franzósische Jahrbücher 1, n.° 1, febrero de 1844 (trad. de Angélica Mendoza deMontero, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Clinamen, Santiago de Chile,2009).

19. Karl Marx a Arnold Ruge, septiembre de 1843, Deutsch-FranzosischeJahrbücher l ,n.° 1 (1844), www.marxists.org/archive/marx/works/1843/letters/43_09-alt.htm.

20. Gertrude Himmelfarb, The Idea of Poverty: England in the Early Indus-trial Age, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1984, p. 278.

21. Friedrich Engels a Karl Marx, 19 de noviembre de 1844, Der Briefiwechsel Zwischen F Engels und K. Marx, vol. 1, Stuttgart, 1913, www.marxists.org/archive/marx/works/1844/letters/44_l l_19.htm.

22. Friedrich Engels a Karl Marx, 20 de enero de 1845, en Der Brief-wechsel Zwischen F Engels und K. Marx, vol. 1 Stuttgart, 1913, Marxist Inter-net Archive, www.marxists.org/archive/marx/works/1845/letters/45_01_20.htm.

23. Engels, Condition ofthe Working Class in England (Die Lage der Arbeiten-den Klasse in England), p. 296 (trad. de Fina Warshaver y Laura V. de Molina yVedia, La situación de la clase obrera en Inglaterra, pp. 264 y 248-249).

24. Friedrich Engels a Karl Marx, París, 20 de enero de 1845. Marxist Inter-net Archive, http://www.marxists.org/archive/marx/works/1845/letters/45J)l_2Q.htm (consultado el 15 de marzo de 2011).

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NOTAS

25. Karl Marx, prefacio para Das Kapital (1867), ed. de Friedrich Engels,trad. al inglés de S. Moore y E. Aveling, Charles H. Kerr Se Company, NuevaYork, 1906,p. 14 (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro y León Mames, El capi-tal Hbro 1, vol. 1, RBA, Barcelona, 2003).

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30. Engels, Condition ofthe Working Class in England, p. 23 (trad. de Fina War-shaver y Laura V de Molina y Vedia, La situación de la clase obrera en Inglaterra, p. 46).

31. Charles Dickens, Dombey and Son, Bradbury & Evans, Londres, 1846-1848 (trad. de Fernando Gutiérrez y Diego Navarro, Dombey e hijo, Edicionesdel Azar, Barcelona, 2002, pp. 234-235).

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33. Bagehot, Lombard Street, p. 4.34. Ferguson, The House ofRothschild, vol. 12, p. 65.35. Peter Geoffrey Hall, The Industries of London, Hutchison, Londres,

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burg, Londres, 1971, pp. 158-159.

37. George Dodd, Dodd}s Curiosities oflndustry, Henry Lea's Publications,1858, p. 158.

38. Hall, The Industries qfLondon, p. 6.39. Henry Mayhew, The Daily Chronicle, 19 de octubre de 1849, en Tlie

Unknown Mayhew: Selections from the Daily Chronicle 1849-1850, PenguinBooks, Londres, 1884, p. 13.

40. John Maynard Keynes, The Economic Consequences ofthe Peace, Mac-millan, Londres, 1919, p. 9 (trad. de Juan Uña, Las consecuencias económicas de lapaz, Crítica, Barcelona, 1987, p. 14).

41. Henry James, Essays in London and Elseivhere, Harper & Brothers,Nueva York, 1893, p. 19.

42. George Augustas Sala, Twice Around the Clock; or the Hours ofthe Dayand Night in London, Richard Marsh, Londres, 1862, p. 157.

524

NOTAS

43. Henry Mayhew y John Binney, The Criminal Prisons of London andScenes ofPrison Life, Griffin, Bohn & Co., Londres, 1862, p. 28.

44. Tlie Economist, 19 de mayo de 1866.

45. Harold Perkin, The Origins ofModern English Society 1780-1880,Kout-ledge & Kegan Paul, Londres, 1969, p. 91; Sala, Twice Around the Clock, p. 157.

46. Mayhew y Binny, The Criminal Prisons of London, p. 28.47. Ibid., p. 32.

48. Henry James, «London», Century Illustrated Magazine, diciembre de1888, p. 228.

49. Charles Dickens, Bleak House, Chapman and Hall, Londres, 1853, p. 1(hay trad. cast.: Casa desoladayúdemzr, Madrid, 2008).

50. Friedrich Engels a Karl Marx, París, 23-24 de noviembre de 1847.Marxist Internet Archive, http://www.marxists.org/archive/marx/works/1844/letters/44_l l_19.htm (consultado el 14 de marzo de 2011). Friedrich Engels,«Introduction to English Edition of The Communist Manifestó» (1888), en KarlMarx y Friedrich Engels, The Communist Manifestó, ed. de Gareth StedmanJones, Penguin Books, Londres, 2002.

51. David McLellan, Karl Marx: His Life and Tliought, Macmillan, Londres,1973, p. 169.

52. Friedrich Lessner, citado en David McLellan, ed., Karl Marx: Inter-views and RecoUections, Barnes & Noble, Londres, 1981, p. 45.

53. Tlie Rules ofthe Communist League, aprobado en el Segundo Congre-so de la Liga Comunista de diciembre de 1847, en Karl Marx y FriedrichEngels, Tlie Commufiist Manifestó, Lawrence & Wishart, Londres, 1930.

54. Friedrich Engels, «The Book of Revelation» (1883), en Marx andEngels on Religión, Forcign Languages Publishing House, Moscú, 1957, p. 204(hay trad. cast.: C. Marx y F Engels, Sobre la religión, Sigúeme, Salamanca,1974).

55. Karl Marx, prólogo de The Poverty of Phüosophy (1847), trad. al inglésde H. Quelch, Ciarles H. Kerr & Company, Chicago, 1920 (Miseria de la filoso-fía, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, s/£, traducción recogida enhttp://www.niarxists.org/espanol/m-e/1847/miseria/003.htm).

56. Anónimo (Robert Chambers), Vestiges ofthe Natural History ofCrea-mvijohn Churehill, Londres, 1844.

57. Marx y Engels, Communist Manifestó, p. 223 (trad. de León Mames,Manifiesto comunista. Crítica, Barcelona, 1998, p. 43).

58. Friedrich Engels, «The English Constitution», Vorwaerts!, n.° 75, sep-tiembre de 1844.

59. Angus Maddison, Statistics on World Population, GDP and Per CapitaGDP} Í-200HAIX www.ggdc.net/maddison/.

525

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NOTAS

60. Marx y Engels, Communist Manifestó, p. 224 (trad. de León Mames,Manifiesto comunista, pp. 42 y 45).

61. Gregory Clark, A Farewell to Alms: A Brief Economic History of theWorld, Princeton University Press, Princeton, 2007; Roderick Floud y Ber~nard Harris, «Health, Height and Welfare: Britain 1700-1800», en Richard H.Steckel y Roderick Floud, eds., Health and Welfare During Industrialization, Uni -versity of Chicago Press, Chicago, 1997, pp. 91-126.

62. Charles H. Feinstein, «Pessimism Perpetuated: Real Wages and theStandard of Living in Britain During and After the Industrial Revolution»,Journal of Economic History, vol. 58, n.° 3, septiembre de 1998, p. 630.

63. Thomas Carlyle, Past and Present, Chapman and Hall, Londres, 1843,p. 4 (trad. de Ricardo Blanco Belmonte, Pasado y presente, La España Moderna,Madrid, 1903, p. 6).

64. Arnold Toynbee, Lectures on the Industrial Revolution of the EighteenthCentury in England, Rivingtons, Londres, 1884, p. 84.

65. John Stuart Mili, The Subjection ofWomen, Longmans, Green, Reader& Dyer, Londres, 1869, pp. 29-30 (trad. de Alejandro Pareja, El sometimiento delas mujeres, Prisa Innova, Madrid, 2009).

66. John Stuart Mili, Principies of Politkal Economy, vol. 2, John W Parker,Londres, 1848, p. 312 (trad. de Teodoro Ortiz, Principios de economía política, conalgunas de sus aplicaciones a la filosofía social, Fondo de Cultura Económica,México, 1951,2.a ed., p. 643).

67. Marx y Engels, Communist Manifestó, pp. 233 y 258 (trad. de LeónMames, Manifiesto comunista, pp. 54 y 84).

68. McLellan, Karl Marx, p. 35.

69. Charles Dickens, «Perfidious Patmos», en Household Words; A WeeklyJournal, 7, n.° 155,12 de marzo de 1853.

70. Times, Londres, 26 de octubre de 1849.

71. Anne Humpherys, Travels into the Poor Maris Country.The Work ofHenry Mayhew, University of Georgia Press, Athens (Georgia), 1977, p. 203.

72. Henry Mayhew, «A Visit to the Cholera Districts of Bermondsey»,The Morning Chronicle, 24 de septiembre de 1849.

73. E. P.Thornpson y EileenYeo, eds., The Unknown Mayhew,The MerlinPress Ltd., Londres, 2009, pp. 102-103.

74. Citado en Humpherys, Travels, p. 31.

75. Charles Dickens, OliverTwist, Richard Bentley, Londres, 1838, p. 252(trad. de Pollux Hernúñez, Oliver Twist, Alianza, Madrid, 2009).

76. Gareth Stedman Jones, Outcast Londres: A Study in the RelationshipBetween Classes in Victorian Society, Penguin Books, Nueva York, 1984.

77. Henry Mayhew, carta 11, The Morning Chwnide,23 de noviembre de 1849.

NOTAS

78. Ihidem.

79. Ibidem, carta 15,7 de diciembre de 1849.

80. Henry Mayhew, «Needlewomen Forced into Prostitution», carta 8,The Morning Chronicle, 13 de noviembre de 1849.

81. Thomas Carlyle, «The Present Time», Latter Day Pamphlets, n.° 9,1 defebrero de 1850.

82. Douglas Jerrold a Mary Cowden Clarke, febrero de 1850.83. Henry Mayhew, London Labour and the hondón Poor, n.° 40, 13 de

septiembre de 1851.

84. John Stuart Mili, «The Claims of Labor», Edinburgh Review, abril de1845.

85. Citado en James Anthony Froude, Thomas Carlyle: A History of theFirst Forty Years ofHis Life (Í795-Í835), Kessinger Publishing, Montana, 2006,p. 298.

86. Ibid.,p. 282.87. Thomas Carlyle, «Chartism», Latter Day Pamphlets, Londres, diciembre

de 1839.88. John Stuart Mili a Macvey Napier, 9 de noviembre de 1844.89. H. G.Wells, «Men Like Gods», Hearsñ International, 42, n.° 6 (diciem-

bre de 1922); David Ricardo, On the Principies ofPolitical Economy and Taxation,John Murray, Londres, 1817 (hay trad. cast.:Wells, Hombres como dioses, Guiller-mo Kraft, Buenos Aires, 1955; Ricardo, Principios de economía política y tributa-ción, Fondo de Cultura Económica, México, 1957).

90. Mili, Principies ofPolitical Economy, vol. 3, cap. 1 (trad. de Teodoro Or-tiz, Principios de economía política, p. 386).

91. Thomas Carlyle, «Occasional Discourses on the Negro Question»,Fraser's Magazine, 1849.

92. Archivfür die Geschichte des Sozialismus und der Arbeiterbewegung (1922),pp. 56 ss. 10, citado en McLellan, Karl Marx, pp. 268-269.

93. Karl Marx a Joseph Weydemeyer, Londres, 2 de agosto de 1851, enSaúl K. Padover, ed., The Letters qfKarl Marx, Prentice-Hall, Englewood Cliffs(New Jersey), 1979, pp. 72-73.

94. JohnTallis, Tallis's History and Description of the Crystal Palace, and theExhibition oftheWorWs Industry in í 85 í, JohnTallis & Co., Londres/Nueva York,1852, citado enjeffrey A.Auerbach, The Great Exhibition ofl851 (1999).

95. «The Revolutionary Movement», Nene Rheínische Zeitung, n.° 184,1 de enero de 1850 (trad. de Wenceslao Roces, «El movimiento revoluciona-rio», en Carlos Marx y Federico Engels, Las revoluciones de 1848: Selección de ar-tículos de la Nueva Gaceta Renana, Fondo de Cultura Económica, México, 2006).

96. Ibidem.

526 527

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NOTAS NOTAS

97. Karl Marx y Friedrich Engels, Neue Rheinische Zeitung, mayo-octubrede 1850.

98. Marx y Engels, Communist Manifestó, cap. 1 (trad. de León Mames,Manifiesto comunista, p. 55).

99. Karl Marx a Ludwig Kugelmann, 28 de diciembre de 1862.100. Ibidern.101. Marx y Engels, Communist Manifestó, cap. 1 (trad. de León Mames,

Manifiesto comunista, p. 47).102. Marx, Das Kapital, p. 671 (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro y

León Mames, El capital, libro 1, vol. 1).103. John Stuart Mili, Essays on Some Unsettled Questions ofPolitical Eco-

nomy, Longmans, Green, Reader 8c Dyer, Londres, 1844, p. 94.104. Mark Blaug, Economic Theory in Retrospect, Cambridge University

Press, Cambridge, 1997.105. Marx, Das Kapital, p. 711 (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro y

León Manes, El capital, libro 1, vol. 2, pp. 635-636).106. Robert GifFen, «The Recent Rate of Material Progress in England»,

OpeningAddress to the Economic Science and Statistics Section oj the British Assocta-tion, George Bell and Sons, Londres, 1887, p. 3.

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108. EJ . Hobsbawm, «The Standard of Living During the Industrial Re-volution: A Discussion», Economic History Review, New Series, vol. 16 n ° l1963, pp. 119-134.

109. Charles H. Feinstein, «Pessimism Perpetuated: Real Wages and theStandard of Living in Britain During and After the Industrial Revolutiom,

Journal of Economic History, 58, n.° 3, pp. 625-658.

110. Gareth Stedman Jones, introducción a Marx y Engels, CormmmistManifestó.

111. Marx, Das Kapital, pp. 264-265, nota 3 (trad. de Pedro Scaron, DianaCastro y León Mames, El capital, libro 1, vol. 1, cap. 8, n. 48).

112. Egon Erwin Kisch, Karl Marx in Karlsbad, Aufbau Verlag Weimar.1968; Saúl Kussiel Padover, Karl MarxiAn Intímate Biogmphy, McGraw-HiHNueva York, 1978.

113. Karl Marx a Friedrich Engels, 22 de julio de 1859. Las reseñas se pu-blicaron en Das Volk, n.° 14,6 de agosto de. 1859,y n.° 16,20 de agosto de 1859

114. Berlin, Karl Marx, p. 13.115. Ibidem.

116. Karl Marx,«The Right of Inheritance», 2 y 3 de agosto de 1869propuesta aprobada en el Congreso General de la Asociación Internacional de

los Trabajadores el 3 de agosto de 1869, Marxist Internet Archive, www.mar-

xists.org/archive/marx/iwma/documents/1869/inheritance-report.htm.117. Karl Marx a Eleanor Marx, citado en McLellan, Karl Marx, p. 334.118. Karl Marx a Ludwig Kugelmann, 28 de diciembre de 1862.119. Fiódor Dostoievski, Winter Notes on Summer Impressions, Northwes-

tern University Press, Illinois, 1988 (hay trad. cast.: «Notas de invierno sobreimpresiones de verano», en Obras completas, Aguilar, Madrid, 2005).

120. Cálculos de la autora.121. The Bankers Alagüzme. vol. 26 (1886), p. 639; Illustrated hondón News,

19 de mayo de 1866; 77/?JÍ\N\ Londres, 12 de mayo de 1866.122. Xew York Times, 26 de mayo de 1866.123. Sidney Pollard y Paul Robertson, Tíie British Shipbuilding Industry, 1870-

1914, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1999, pp. 77-79.124. Marx, Das Kapitai pp. 733-734 (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro

y León Mames, /;/ capital, libro 1, vol. 2, p. 656).125. J. H. Chpham, An Economic History ofModern Britain, vol. 3: Machines

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126. Karl Marx a Friedrich Engels, 6 de abril de 1866.127. Friedrich Engels a Karl Marx, 1 de mayo de 1866.128. Karl Marx a Friedrich Engels, 7 de julio de 1866.129. Marx, Das Kapital. p. 715. (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro y

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132. John Maynard Keyncs, líssays in Persuasión, W. W. Norton and Co.,Nueva York, 1 W»3, p. 300 (trad. de Jordi Pascual, Ensayos de persuasión, Crítica,Barcelona, 1988, p, 2h2),

2. ¿Tiene que haber pwletaiiado? El santo patrón de Matshall

L Ralph Waklo Emerson, «Ode, Inscribed to William H. Channing», enPoents, Chapimn Bros,, Londres, 1H47.

2. Alfred Marsh.il!. ••Speech ti) che Cambridge University Senate», enJohn K. Whitaker. ed., l'he Comywidence qf Alfred Marshall, vol. 3: Towards theChsi\ 1903- ¡ 924, í :*intbndgc University Press, Cambridge, 1996, p. 399.

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NOTAS

3. Morning Star, citado en Karl Marx, Das Kapital (1867), Modern Libraryedición, p. 734;W.D.B, «Distress in Poplar», carta al director, The Times, Londres,12 de enero de 1867; «Able-Bodied Poor Breaking Stones for Roads, BethnelGreen London», lílustrated hondón News, 15 (¿o 16?) de febrero; «The Distressat the .East End: A Soup Kitchen in Ratcliff Highway», lílustrated London News,16 de febrero de 1867; «The Distress at the East End: A Soup Kitchen in Ra t -cliff Highway», lílustrated London News, 16 de febrero de 1867.

4. Sara Horrell y Jane Humphries, «Oíd Questions, New Data, and Alter-na tive Perspectives: Families' Living Standards in the Industrial FLevolution»,Jouwal ofEconomic History, 52, n.° 4, diciembre de 1992, pp. 849-880.

5. Florence Nightingale a Charles Bracebridge, enero de 1867, en LynnMcDonald, ed., Tlte Collected Works of Florence Nightingale, vol. 6: Florence Nightin-gale on Public Health Care, Wilfred Laurier University Press, Ontario, 2002.

6. Francis Sheppard, London: 1808-1870, Secker & Warburg, Londres,1971, p. 340.

7. Times, Londres, 6 de mayo de 1867.8. Robert Giffen, «Proceedings of the Statistical Society», Journal of the

Statistical Society of London, 30, n.° 4, diciembre de 1867, pp. 564-565.9. Henry Fawcett, Pauperism: Its Causes and Remedies, Macmillan, Lon-

dres, 1871, pp. 1-2.10. Edward Denison, A Brief Record: Being Selections from Letters and Other

Writings of Edward Denison, ed. de sir Bryan Baldwin Leighton, E. Barrett S¿Sons, Londres, 1871, p. 46.

11. Contado por John Maynard Keynes en «Alfred Marshall, 1842-1924»,en Arthur Pigou, ed., Memoríals of Alfred Marshall, Macmillan, Londres, 1925,p. 358.

12. Alfred Marshall, «Lecture Outlines», enTiziano Raffaelli, Eugenio E Bia-gini, Rita Me Williams Tullberg, eds., Alfred MarshalVs Lectures to Women: SomeEconomic Questions Directly Connected to the Welfare ofthe Laborer, Edward ElgarPublishingCompanyAldershott, 1995, p. 141.

13. Ronald H. Coase, «Alfred Marshall s Mother and Father» y «AlfredMarshalTs Family and Ancestry», en Essays on Economics and Economists, U n i -versity of Chicago Press, Chicago, 1994.

14. Charles Dickens, Great Expectations, Chapman and Hall, Londres,1861 (trad. de R. Berenguer, Grandes esperanzas, Alba, Barcelona, 2010).

15. TheTimes, Londres, 8 de octubre de 1859.

16. Anthony Trollope, The Vicar of Bullhampton,Bmdbury & Evans L o n -dres, 1870.

17. K.Theodore Hoppen, The Mid-Victorian Generation 1846-1886, Cía-rendon Press, Oxford, 1998, p. 40.

530

NOTAS

18. Anthony Trollope, The Warden, Longman, Brown, Green & Longmans,Londres, 1855, p. 289 (hay trad. east.: El custodio, Círculo de Lectores, Barcelo-na, 1996).

19. Peter D. Groenewegen, A Soaring Eagle: Alfred Marshall: 1842-1924,E. Elgar, Londres, 1995, p. 51.

20. David McLellan, Karl Marx: His Life and Thought, Harper and Row,Nueva York, 1974.

21. William Dudley Baxter, National IncomeiThe United Kingdom, Macmillan,Londres, 1868, Global Prices and Income History Website, http://gpih.ucdavis.edu.

22. Groenewegen, A Soaring Eagle, p. 107.23. John Maynard Keynes, «Alfred Marshall», en Essays in Biography,W. W.

Norton, Nueva York, 1951, p. 126.

24. Mary Paley Marshall, citada en Keynes, «Alfred Marshall, 1842-1924»,p.37.

25. Ibidem.26. Groenewegen, A Soaring Eagle, p. 62.27. Leslie Stephen, Sketches from Cambridge by a Don, Macmillan and Co.,

Londres, 1865, pp. 37-38.28. Alfred Marshall a James Ward, en John KingWhitaker, ed., The Corres-

pondence of Alfred Marshall, vol. 2: At the Summit, 1891-1902, Cambridge Uni-versity Press» Cambridge, 1996, p. 441.

29. Mary Paley Marshall, citada en Keynes, «Alfred Marshall, 1842-1924»,p.37.

30. Alfred Marshall, «Speech to Promote a Memorial for HenrySidgwick», en Whitaker, ed., Correspondemc, vol. 2, p. 441.

31. Groenewegen, .4 Soaritig Eagle, p. 3.32. Alfred Marshall, prefacio a Money, Credit and Commerce, Macmillan,

Londres, 1923.33. Beatrice Webb, A/y Apprenticeship, Macmillan, Londres, 1926.34. Alfred Marshall a James Ward, 23 de septiembre de 1900, en Whitaker,

ed., Correspotuicthw vol. 2.35. Gertrude Himmelfarb, «The Politics of Democracy:The English Re-

form Act of 1867», Journal of British Studies 6, n.° 1, noviembre de 1966, p. 97.36. Henry James, prefacio para The Priticcss Casamassima, Charles Scribner's

Sons, Nueva York, 1908 (1886), p. vi (trad. de Soledad Silió, La princesa Casa-massima, Planeta, Barcelona, 1979, p. 10).

37. Keynes,-Alfred Marshall, 1842-1924»,p.37.38. Marshall a Warci 23 de septiembre de 1900.39. Henry Sidgwick, Principies of Political Economy, Macmillan and Co.,

Londres, 1883, p. 4.

531

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NOTAS NOTAS

40. John E. Cairnes, The Chamcter and Logical Method of Political Economy;Being a Course ofLectures Delivered in the Hilary Term, 1857, Longmans, Brown,Green, Longmans & Roberts, Londres, 1857, p. 38.

41. John Ruskin, Unto This Last: Four Essays in the First Principies of PoliticalEconomy, Smith Eider, Londres, 1862 (hay trad. cast.: A este último: Cuatro ensayossobre los principios básicos de la economía política, Alhulia, Salobreña, 2002).

42. Gertrude Himmelfarb, The Idea ofPoverty: England in the Early Indus-trial Age, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1984.

43. Leslie Stephen, The Life ofHenry Fawcett, Smith, Eider Se Co. , Lon-dres, 1886, p. 222,

44. Ruskin, Unto This Last, p. 20.45. J. E. Cairnes, Some Leading Principies qf Political Economy; Uníversity

College London, Londres, 1874, p. 291.46. John Stuart Mili, Principies of Political Economy, Longmans, Green & Co.,

Londres, 1885, p. 220 (hay trad. cast.: Principios de economía política, con algunas desus aplicaciones a la filosofa social, Fondo de Cultura Económica, México, 1951).

47. Francis Bowen, The Principies of Political Economy Applied to the Candi-tion, the Resources, and the Institutions of the American People, Little, Brown SÍ Co.,Boston, 1859, p. 197.

48. Millicent Garrett Fawcett, Political Economy for Beginners, Macmillan,Londres, 1906, p. 100.

49. John Francis Bray, Labours Wrongs and Labour's Remedy, or the Age ofMight and the Age ofRight, David Green Briggate, Leeds, 1839.

50. Alfred Marshall, Alfred MarshalVs Lectures to Women, Sotne EcotunnkQuestions Directly Connected to the Welfare oj the Labourer, Edward Elgar, Alders-hot, 1995, conferencia 5, p. 119.

51. Ibid.,p. 156.52. Ibidem, citas de abril y mayo de 1873, notas de Mary Paley, pp. 47, 53

y 54.

53. Joseph Schumpeter, The History ofEconomkThought, Harvard Univer-sity Press, Cambridge (Massachusetts), 1954, p. 290.

54. Arnold Toynbee, Lectures on the Industrial Revolution of the EighteenthCentury in England, Rivingtons, Londres, 1884, p. 175.

55. Marshall, Lectures to Women, 9 de mayo de 1873.56. Ibidem.

57. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 9.58. Winnie Seebohm, en Martha Vicinus, Independent Women: Work and

Communityfor Single Women • 1850-1920,Umverúty of Chicago Press Chicaeo1985, p. 151.

59. W S. Gilbert y Arthur Sullivan, Princess Ida, 1884.

60. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 16.61. George Eliot, The Mili on the F/os5,William Blackwood & Sons, Lon-

dres, 1860 (hay trad. cast.: El molino del Floss, RBA, Barcelona, 2010).62. Mary Paley Marshall, What I Remember, pp. 20-21.63. Lord Ernle, English Farming Past and Present, 3.a ed., Longmans, Green

& Co., Londres, 1922), p. 407.64. Tlie Cambridge Chronicle, 11 de abril de 1874.65. Alf Peacock, «Revolt of the Fields in East Anglia», Our History, Parti-

do Comunista británico, Londres, 1968.66. Times, Londres, 13 de abril de 1874.67. George Eliot, Middlemarch, WiUiam Blackwood 8c Son, Edimburgo,

1874 (trad. de José Luis López Muñoz, Middlemarch, Alba, Barcelona, 2003,p.419).

68. The Cambridge Chronicle, 25 de abril de 1874 y 8 de mayo de 1874.69. The Cambridge Independent Press, 16 de mayo de 1874.70. Alfred Marshall, «Beehive Arricies», 1874, en R. Harrison, «Two Early

Articles by Alfred Marshall», EconomicJournal, 73, septiembre de 1963, pp. 422-430.

71. Alfred Marshall, citado en The Cambridge Independent Press, 16 demayo de 1874.

72. Alfred Marshall a Rebecca Marshall cataratas del Niágara, 10 de juliode 1875, en John K.Whitaker, ed., The Correspóndase ofAlfred Marshall, Econo-mist, vol. 1: Climhing, 1368-1890, Cambridge University Press, Cambridge,1996, pp. 68-70.

73. lindan, Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Springfield (Massachu-setts), 12 de junio de 1875.

74. Ibidem.75. lindan, Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Boston, 20 de junio de

1875, p. 54.76. Ibidem. Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Cleveland, 18 de julio de

1875, p. 71.77. Alfred Marshall, "Some Features of American Industry», 17 de no-

viembre de Í875, conferencia impartida en el Club de Ciencias Morales deCambridge, recogida en John K. Whiuker, ed., 'I he liatly Economk íí rithigs ofAlfred MarshalL ÍS6?~ltfWh vol. 2,The Roya! Eeonomic Society, Londres,1975, p. 369.

78. Alfred Marshall a Rebecca Marshall Cleveland, 18 de julio de 1875,en Whitaker, C*orrespondetM\ vol. I, p. 72.

79. Keynes, «Alfred Marshall: JX42- ll>2-k Bsays in BkwaphyM W Nor-ton & CoM Nueva York, 1l)5I, \\ 142,

532 533

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NOTAS

80. John K. Whitaker, «The Evolution of Alfred Marshall's EconomicThought andWritings Over theYears», en Whitaker, Early Economic Writings,

p.57.81. Alfred Marshall, «Some Features of American Industry», en Whitaker,

Early Economic Writings, p. 354.82. Reminiscences of America in 1869 byTwo EngHshmen, Sampson, Low and

Son & Marston, Londres, 1870.83. Mary Paley Marshall, What I Remember.84. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 357.85. Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Lowell y Cambridge (Massachu-

setts), 22 de junio de 1875, recogida en Whitaker, Correspondence, voL 1, p. 58.86. Reminiscences of America, p. 86.87. Samuel Bowles, The Pacific Railroad—Open: How to Go, What to See,

Fields, Osgood & Co.,Boston, 1869.88. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 357.89. Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Springfield (Massachusetts), 12

de junio de 1875, recogida en Whitaker, Correspondence, vol. l ,p. 44.90. Reminiscences of America, p. 242.91. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 359.92. Alfred Marshall, Principies ofEconomics, Macmillan, Londres, 1890 (hay

trad. cast.: Principios de economía, Síntesis, Madrid, 2005, 2 vols.).93. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 353.94. Alfred Marshall a Rebecca Marshall, Cleveland, 18 de julio de 1875,

en Whitaker, Correspondence, vol. 1, p. 71.95. Ibidem, 5 de junio de 1875.96. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 372.97. Karl Marx, Das Kapital (1887), Friedrich Engels, ed., trad. inglesa de S.

Moore y E. Aveling, Charles H. Kerr Sí Company, Nueva York, 1906, p. 709 (trad.de Pedro Scaron, Diana Castro y León Mames, El capital, libro 1, vol. 2, p. 633).

98. Marshall, «Some Features of American Industry», p. 375.99. Alfred Marshall a Rebecca Marshall, 5 de junio de 1875, en Whitaker,

Correspondence, vol. 1, p. 36.100. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 19.101. Phyllis Rose, Parallel Lives: Five Victorian Marriages, Alfred A. Knopf,

Nueva York, 1983.102. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 23.103. Alfred Marshall, declaración de diciembre de 1880 ante la Comisión

de Educación Secundaria y Superior en Gales y Monmouthshire, recogida enJ. K. Whitaker, «Marshall: TheYears 1877 to 1885», en History of Política! Eco-nomy, 4, n.° 1, primavera de 1972, p. 6.

534

NOTAS

104. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 24.

105. Marión Fry Pease, «Some Reminiscences of University CollegeBristol», University of Bristol Library, Special Collections, 1942.

106. John Maynard Keynes, «Mary Paley Marshall», en Essays in Bio-graphy.

107. Marshall, en Whitaker, Early Economic Writings, p. 355.108. Alfred Marshall, «The Present Position ofEconomics», en Whitaker,

ed., Early Economic Writings, p. 51.

109. Marshall, Principies ofEconomics, 1 (hay trad. cast.: Principios de econo-mía, Síntesis, Madrid, 2005).

110. Mili, Principies ofPolitkal Economy, vol. 2 (hay trad. cast.: Principios deeconomía política, con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social, Fondo de Cul-tura Económica, México, 1951).

111. Mary Paley Marshall, notas inéditas, Archivo Marshall, Universidadde Cambridge.

112. Charles Dickens, Hard Times, 1854, cap. 5 (trad. de José Luis LópezMuñoz, Tiempos difíciles, Alianza, Madrid, 2010, pp. 44-45).

113. Marx, Das Kapital, p. 462 (trad. de Pedro Scaron, Diana Castro yLeón Mames, El capital, libro 1, vol. 2, p. 420).

114. Alfred Marshall, en Whitaker, Correspondence, vol. 1, p. 59.115. Alfred y Mary Marshall, The Economics of Industry, Macmillan, Lon-

dres, 1879 (hay trad. cast.: Economía industrial, Revista de Derecho Privado,Madrid, 1936).

116. Mary Paley Marshall, What I Remember, p. 24.117. Edwin Cannan, «Alfred Marshall, 1842-1924», Económica, 4, noviem-

bre de 1924, pp. 257-261.118. Alfred Marshall a Macmillan, junio de 1878, en Whitaker, Correspon-

dente, vol. 1, p. 97.119. Henry George, Progress and Poverty, Appleton, Nueva York, 1879

(hay trad. cast.: Progreso y miseria, Gomares, Granada, 2008).120. Jacksons Oxford Journal, 15 de marzo de 1884. Se puede leer una

crónica de la reunión en el apéndice de George Stigler, «Three Lectures onProgress and Poverty by Alfred Marshall» Jbwrad/ ofLaw and Economics, 12, abrilde 1969, pp. 184-226.

121. //mi, p. 1.86.122. JWrf.,p.l88.123. /Wrf.,p.2O8.124. Ibidem.1.25. Ibidem.

535

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NOTAS

3. La profesión de la señorita Potter: Beatrice Webb y el Estado administrador

1. George Eliot, Middlemarch, William Blackwood 8c Son, Edimburgo,1874 (trad. de José Luis López Muñoz, Middlemarch, Alba, Barcelona, 2003).

2. Daniel Pool, What Jane Austen Ate and Charles Dickens Knew... Simón& Schuster, Nueva York, 1993, pp. 50-56.

3. Beatrice Webb, My Apprenticeship, Longmans, Green & Co., Londres,1926, p. 48.

4. Michelle Jean Hoppe, «The London Season», Literary Liaisons, consul-tado el 14 de marzo de 2011, www.literary-liaisons.com/article024.html.

5. Norman y Jeanne MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webb, vol. 1:1873-1892: «Glitter Around and Darkness Within», Harvard University Press,Cambridge (Massachusetts), 1982, p. 90 (anotación del 15 de julio de 1883).

6. Ibid.,p. 75 (22 de febrero de 1883).7. Ibid.,p. 76 (26 de febrero de 1883).8. Ibid.,p. 74 (2 de enero de 1883).9. Beatrice Webb, My Apprenticeship, p. 157.10. Henry James, prefacio a The Portrait ofa Lady, Charles Scribner's Sons,

Nueva York, 1908 (trad. de Ana Eiroa, Retrato de una dama, Mondadori, Barce-lona, 2009, p. 16).

11. Margaret Harkness a Beatrice Potter, s.d., 2 /2/2 , documentos deBeatrice y Sidney Webb, Passfield Archive, British Library of Political and Eco-nomic Science, London School of Economics and Political Science.

12. Henry James, The Portrait ofa Lady, vol. 1, Macmillan 8c Co., Londres,1881,p. 193 (Retrato de una dama,p. 214).

13. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. l,p. 80 (31 de marzo de 1883).14. Ibid.,p. 54 (24 de julio de 1882).15. Eliot, Middlemarch, p. 61 (trad. de José Luis López Muñoz, Middle-

march, Albz, Barcelona, 2003).16. Barbara Caine, Destined to Be Wives:The Sisters of Beatrice Webb, Cla-

rendon Press, Oxford, 1986, p. 12.17. Webb, My Apprenticeship, p. 39.18. Aid., p. 42.19. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 4.20. Norman y Jean MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webb, vol. 2,

1892-1905:All the GoodThings ofLife, Harvard University Press, Cambridge(Massachusetts), 1983, p. 132 (s.d [marzo de 1883]).

21. Herbert Spencer, An Autobiography, vol. 1, D. Appleton & Co., NuevaYork, 1904, p. 298.

22. Webb, My Apprenticeship, p. 10.

536

NOTAS

23. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 2.24. Spencer, An Autobiography, vol. 1, p. 298.25. Ibidem.

26. Webb, My Apprenticeship, p. 10.

27. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 112 (8 de abril de 1884)28. Ibid., p. 16 (6 de marzo de 1874).29. Webb, My Apprenticeship, p. 25 (la cursiva es mía).

30. Kitty Muggeridge y Ruth Adam, Beatrice Webb: A Life, 1858-1943Alfred A. Knopf, Nueva York, 1968.

31. Ibidem.

32. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 19 (27 de septiembre de1874).

33. Webb, My Apprenticeship, pp. 56,106 y 112; MacKenzie, Diary of Bea-trice Webb, vol. 1, p. 74 (2 de enero de 1883).

34. Webb, My Apprenticeship, pp. 112-113.

35. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 77 (1 de marzo de 1883).36. Ibidem.37. Ibid.,p. 81 (31 de marzo de 1883).38. Ibid.,p. 88 (24 de mayo de 1883).39. Ibid.,p. 79 (24 de marzo de 1883).40. Helen Dandy Bosanquet, Social Work in London, 1869-1912:A History

ofthe Charity Organization Soáety,E. P. Dutton, Nueva York, 1914, p. 95.41. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. l,p. 85 (18 de mayo de 1883).42. Ibid.,p. 89 (7 de julio de 1883).43. Ibid.,p. 81 (31 de marzo de 1883).44. J. L. Garvin, The Life ofjoseph Chamberlain, vol. 1, Macmillan, Londres,

1932, p. 202.45. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, pp. 90-91 (15 de julio de

1883).46. Ibid., p. 88 (3 de junio de 1883).47. Ibid., p. 89 (27 de junio de 1883).48. Ibid.,p. 91 (15 de julio de 1883).49. Ibid., p. 111 (16 de marzo de 1884).50. Ibid.,p. 95 (22 de septiembre de 1883).51. Ibid., p. 94 (26 de septiembre de 1883).52. Ibidem.53. «The Bitter Cry of Outcast London», Pall Malí Gazette, 16 de octubre

de 1883, n.° 5808, p. 11.54. Andrew Mearns, The Bitter Cry of Outcast London: An Inquiry into the

Condition oftheAbject Poor, James Clarke & Co., Londres, 1883, pp. 5 y 7; Earl

537

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NOTAS

Grey Pamphlets Collection (1883), Durham University Library, www.jstor.org/stable/60237726 (consultado el 13 de enero de 2011);Gertrude Himmel-farb, Poverty and Compassion:The Moral Imagination ofthe Late Victorians,M£tedA. Knopf, Nueva York, 1991.

55. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 137 (22 de agosto de

1885).56. Webb, My Apprenticeship, p. 150.57. Ibid.,p. 152.58. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 101 (31 de diciembre de

1883).59. Ibidem.60. Ibid.,p. 100 (27 de diciembre de 1883).61. JWd.,pp. 102-103 (12 de enero de 1884).62. Ibidem.63. Webb, My Apprenticeship, p. 23.64. Terence Ball, «Marx and Darwnr.A Reconsideraron», PoliticalTheory,

7, n.° 4, noviembre de 1979, pp. 469-483.65. Herbert Spencer, The Man Versus the State,Williams & Norgate, Lon-

dres, 1884, p. vil (hay trad. cast.: El individuo contra el Estado, Folio, Barcelo-na, 2002).

66. Arnold Toynbee, «Progress and Poverty: A Criticism of Mr. HenryGeorge-Mr. George in England», Londres, 18 de enero de 1883, en Lectures onthe Industrial Revolution ofthe 18th Century in England: Popular Addresses, Notesand Fragments by the Late Arnold Toynbee, 6.a ed., Longmans, Green 3c Co., Lon-dres, 1902, p. 318.

67. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. l ,p.91 (15 de julio de 1883).68. Beatrice Webb a Anna Swanwick, Londres, 1884 (carta no enviada),

en MacKenzie, ed., The Letters of Sidney and Beatrice Webb, vol. 1, CambridgeUniversity Press, Cambridge, 1978, p. 23.

69. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 115 (22 de abril de 1884).70. Webb, My Apprenticeship, p. 138.71. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, pp. 105-112 (16 de marzo

de 1884).72. Joseph Chamberlain, «Work for the New Parliament», Birmingham,

5 de enero de 1885, en Speeches ofthe Right Honorable Joseph Chamberlain^ M.E,ed. de Henry W Lucy, George Routledge Se Sons, Londres, 1885, p. 104.

73. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 117 (9 de mayo de 1884).74. 2bíd.,p. 119 (28 de julio de 1884).75. Ibid. (1 de agosto de 1884).76. Webb, My Apprenticeship, p. 272.

NOTAS

, vol. 1, p. 145 (19 de diciembre de1««J 7 ' MacKenZÍe' Diary °fBe^ke

78. Ibid.,p. 153 (1 de enero de 1886).79. Ibid.,p. 154 (11 de febrero de 1886).

80. «London Under Mob Rule», New York Times, 8 de febrero de 188681 Ibid81. Ibidem.82. Ibidem.

83. «London's Recent Rioting», NewYork Times, 10 de febrero de 188684. «The Riot ing in the West-End», Times, Londres, 10 de febrero de

1886.

85. La reina Victoria a William Ewart Gladstone, castillo deWindsor. 11de febrero de 1886, en The Letters of Queen Victoria; Third Series:A Selection ofHer Majesty's Correspondence and Journal Between theYears 1886 and 1901, vol. 1,ed. de George Earle Buckle, Longmans, Green & Co. Nueva York' 193?'p. 52. ' "'

86. Ibidem.

87. Margaret Harkness (John Law), Out qfWork, Swan Schonnenschein,Londres, 1888.

88. Webb, My A.pprenticeship, p. 273.89. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 154.90. Beatrice Webb, «A Lady'sView ofthe Unemployed at the East», Pall

Malí Gazette, 18 de febrero de 1886.

91. Joseph Chamberlain a Beatrice Potter, 25 de febrero de 1886,2/1/2,Passfield Archive.

92. Joseph Chamberlain a Beatrice Potter, 28 de febrero de 1886,2/1/2,Passfield Archive.

93. Ibidem.

94. Beatrice Potter a Joseph Chamberlain, Bournemouth, s.d. (marzo de1886), en Letters, ed. MacKenzie, vol. l,pp. 53-54.

95. Joseph Chamberlain a Beatrice Potter, 5 de marzo de 1886, 2/1/2,Passfield Archive.

96. Royden Harrison, The Life and Times of Sidney and Beatrice Webb: TheFormativeYears, 1858-1903, Palgrave, Londres, 1999, p. 125.

97. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 160 (4 de abril de 1886).98. Webb, My Apprenticeship, p. 212.99. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 164 (18 de abril de 1886).100. Charles Booth, «The Inhabitants of Tower Hamlets (School Board

División), Their Condition and Occupations», Royal Statistical Society, Lon-dres, 17 de mayo de 1887, en Journal ofthe Royal Statistical Society, vol. 50, Ed-ward Stanford, Londres, 1887, pp. 326-391.

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NOTAS NOTAS

101. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 164 (17 de abril de 1886).

102. Ibid.,p. 173 (2 de julio de 1886).

103. Ibidem.104. Ibid.,p. 174 (18 de julio de 1886).105. Ibid.,p.213 (s.d.).106. Webb, My Apprenticeship, p. 300.107. MacKenzie, Di zry of Beatrice Webb, vol. 1, p. 241 (11 de abril de

1888).108. Beatrice Potter, «Pages from a Work-Girl's Diary», The Nineteenth

Century:A Monthly Review, 24, n.° 139, septiembre de 1888, pp. 301-314.109. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, p. 249 (13 de abril de 1888).110. «The Peers and the Sweaters», Pall Malí Gazette, 12 de mayo de

1888.111. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 261 (14 de septiembre

de 1888).112. Ibid., p. 264 (8 de noviembre de 1888).113. Ibid., p. 269 (29 de diciembre de 1888).114. Ibid., p. 250 (26 de abril de 1888).115. Ibid., p. 274 (8 de marzo de 1889).116. Webb, My Apprenticeship, p. 341.117. Reseña de Lahour and Life ofthe People, ed. Charles Booth, The Times,

Londres, 15 de abril de 1889, p. 9.118. Webb, My Apprenticeship, p. 374.119. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 321 (1 de febrero de

1890).120. Ibid., p. 328 (29 de marzo de 1890).121. Ibid., p. 321 (1 de febrero de 1890).122. Ibid., p. 310 (26 de noviembre de 1889); Beatrice Potter a Sidney

Webb (7 de diciembre de 1890), en Letters, vol. 1, ed. MacKenzie, p. 239.123. Letters, vol. 1, ed. MacKenzie, p. 70.124. Webb, My Apprenticeship, p. 390.125. Muggeridge y Adam, Beatrice Webb: A Life, p. 123.126. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 184 (31 de octubre de

1886).127. Ibid., p. 324 (14 de febrero de 1890).128. Sidney y Beatrice Webb, The History ofTrade Unionism, Green and

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132. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 322 (1 de febrero de1890).

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134. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 330 (26 de abril de1890).

135. Beatrice Potter a Sidney Webb, Gloucestershire, 2 de mayo de 1890,en Letters, vol. 1, ed. MacKenzie, p. 133.

136. Ibid., Sidney Webb a Beatrice Potter, 6 de abril de 1891, p. 269.137. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 354.138. Beatrice Potter a Sidney Webb, Gloucestershire, en Letters, vol. 1, ed.

MacKenzie, p. 281.139. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 1, p. 357 (20 de junio de

1891).

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141. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 1, p. 371 (23 de julio de1892).

142. Ibid., vol. 2, p. 37 (17 de septiembre de 1893).143. Michael Holroyd, Bernard Shaw: The One-Volunte Definitwe Edition,

Chatto Sí Windus, Londres, 1997, p. 164.144. George Bernard Shaw a Archibald Henderson, 30 de junio de 1904,

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NOTAS NOTAS

149. Wells, The New Machiavelli, p. 199.150. 76W.,p.l97.151. A. G Gardiner, The Pillars of Society, James Nisbet, Londres, 1913;

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1902), p. 325 (8 de junio de 1904).155. Gardiner, The Pillars of Society, pp. 204 y 206.156. Wells, The New Machiavelli, p. 196.157. Richard Henry Tawney, The Webbs in PerspectiveiThe Webb Memorial

Lecture Delivered 9 December 1952,The Athlone Press, Londres, 1953, p. 4.158. MacKenzie, Diary of Beatnce Webb, vol. 3, p. 69 (22 de marzo de

1907).159. Wells, The New Machiavelli, p. 196.160. Wells, The New Machiavelli, p. 191.161. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb,p. 287 (8 de julio de 1903).162. Ibid.,p. 321 (2 de mayo de 1904), pp. 326-327 (10 de junio de 1904).163. Élie Halévy, A History of the English People in the Nineteenth Century,

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166. Marsh, A Number of People, p. 150.167. William Manchester, The Last Lion: Winston Spencer Churchill, Visions

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venture, í«74-lPÍÍ,AlfredA.Knopf,NuevaYork, 1961, p. 365.169. Never Give In! The Best of Winston ChurchilVs Speeches, Winston S.

Churchill, ed., Hyperion, Nueva York, 2003, p. 25.170. Beatrice Webb, Our Partnership, ed. de Barbara Drake y Margaret L

Colé, Longmans, Green & Co., Londres, 1948, p. 149.171. Sidney y Beatrice Webb, Industrial Democracy, vol. 2} Longmans,

Green Se Co., Londres, 1897, p. 767 (hay trad. cast.: La democracia industrial. Bi-blioteca Nueva, Madrid, 2004).

172. Sidney y Beatnce Webb, The Prevention of Destitution, LongmansGreen & Co., Londres, 1911, p. 1.

173. J6¿d.,pp.l7y97.174. Ibid., p. 5.175. JWá.,p.9O.176. Ibid., p. 285.

177. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 3, p. 95 (27 de julio de 1908).178. Webb, Our Partnership, pp. 481-482.

179. George Bernard Shaw, «Review of the Minority Report», citado enHolroyd, Bernard Shaw, p. 398.

180. Webb, Our Partnership, pp. 481-492.

181. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, 10 de febrero de 1908.182. Ibid., 16 de octubre de 1908.183. Ibid., 18-20 de abril de 1908.

184. John Grigg, Lloyd GeorgeiThe People's Champion, Í902-191 í, EyreMethuen, Londres, 1978, p. 100.

185. Charles Frederick Gurney Masterman a Lucy Blanche Masterman,febrero de 1908.

186. Roy Jenkins, Churchill: A Biography, Hill & Wang, Londres, 2001,pp. 143-144.

187. Winston S. Churchill a H. H. Asquith, 14 de marzo de 1908, citadoen Martin Gilbert, Churchill: A Life, Henry Holt & Company, Nueva York,1991, p. 193.

188. Churchill a Asquith, 29 de diciembre de 1908.189. MacKenzie, Diary ofBeatrice Webb, vol. 3, p. 100 (16 de octubre de

1908) y p. 118 (18 de junio de 1909).190. Ibid., 18 de junio de 1909.191. Ibid., vol. 3, p. 90 (11 de marzo de 1908).192. Manchester, The Last Lion, p. 371.193. Himmelfarb, Poverty and Compassion, p. 378.194. Barón William Henry Beveridge, Power and Influence, Hodder &

Stoughton, Londres, 1953, p. 86.

4. La cruz de oro: Fisher y la ilusión monetaria

1. David A. Shannon, ed., Beatrice Webb's American Diary,The Universityof Wisconsin Press, Madison, 1963, p. 72. Comentario hecho por el catedráti-co H. Morse Stephens a Beatrice Webb durante una visita a la UniversidadComell en mayo de 1898.

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NOTAS NOTAS

2. Norman y Jeanne MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webb, vol. 2:1892-1905: All the Good Things of Life, Harvard University Press, Cambridge(Massachusetts), 1983, p. 137.

3. Beatrice Webb, Our Partnership, Longmans, Green & Co., Londres,1948, p. 146.

4. Niall Ferguson, Empire:The Rise and Demise ofthe British World Order,Basic Books, Nueva York, 2004, p. 242.

5. Véanse, por ejemplo, los siguientes artículos aparecidos en The Man-chester Guardian: «An American Invasión», 21 de junio de 1871 (rumores sobreel viaje de Susan B. Anthony a Irlanda con la Liga Estadounidense de Dere-chos de las Mujeres); «From Our London Correspondent», 21 de octubre de1890 (las jóvenes estadounidenses acaparan el mercado de los nobles británicossolteros); «Cycling Notes», 29 de octubre de 1894 (las bicicletas fabricadas enEstados Unidos amenazan con dominar el mercado británico); «By-ways ofManchester Life, XI: An American Invasión», 9 de abril de 1898 (una empresaestadounidense construye un silo en el canal de Manchester).

6. Frederick Arthur McKenzie, The American Invaden: Their Plans, Tacticsand Progress, Grant Richards, Londres, 1902, pp. 142-143.

7. William Ewart Gladstone, Gleanings ofPastYears, vol. 1: 1843-78:TíieThrone and the Punce Consort; The Cahinet and the Gonstitution, John Murray,Londres, 1879, p. 206.

8. Angus Maddison, The World Economy.A Millennial Perspective, OCDE,2001, p. 265 (hay trad. cast: La economía mundial: una perspectiva milenaria, Mun-di-Prensa Libros, Madrid, 2002).

9. Ferguson, Empire, p. 242.10. Dudley Baines, Migration in a Mature Economy: Emigration and Internal

Migration in England, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, p. 63, ta-bla 3.3.

11. William Ewart Gladstone, «FreeTrade», en Gladstone et al, Both Sidesofthe Tariff Question by the WorWs Leading Men, Alonzo Peniston, Nueva York,1890, p. 44.

12. Jeremy Atack y Peter Passell, A New Economic View of American Historyfrom Colonial Times to 1940,W. W. Norton, Nueva York, 1994, p. 468.

13. Shannon, American Diary, p. 27 (12 de abril de 1898).14. Ibid.,p. 136 (2-7 de julio de 1898).15. ifcíá. pp. 137-150 (2-7 y 10 de julio de 1898).16. ifcíá.,pp. 89,90-91 (24 de mayo de 1898) y 92-93 (29 de mayo de 1898).17. Beatrice "Webb a Catherine Courtney, Chicago, 29 de mayo de 1898,

en Norman McKenzie, ed., The Letters ofSidney and Beatrice Webb, vol. 2: Part-nership: 1892-1912, Cambridge University Press, Cambridge, 1978.

18. Norman y Jean MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webb, vol. 2:1892-1905: All the Good Things of Life, Harvard University Press, Cambridge(Massachusetts), 1983, p. 159 (16 de mayo de 1889); Charles Philip Trevelyan aBeatrice Webb, Chicago, 19 de abril de 1898, citado en Shannon, AmericanDiary, p. 88, nota 4.

19. Shannon, American Diary, p. 60 (29 de abril de 1898), 10 (1 de abrilde 1898), 24 de mayo de 1898, y 68 (7 de mayo de 1898).

20. Milton Friedman, Money Mischief: Episodes in Monetary History, Har-court Brace Jovanovich, Nueva York, 1992, p. 37.

21. Henry James, The Ambassadors (Harper and Brothers Publishers, Nue-va York, 1903, p. 257 (trad. de Antonio-Prometeo Moya, Los embajadores, Mon-tesinos, Barcelona, 1989, p. 264).

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23. Henry Seidel Canby, Alma Mater:The GothicAge of the American Colle-ge, Farrar Reinhart, Nueva York, 1936, pp. 71 y 32.

24. Irving Norton Fisher, My Father: Irving Fisher, Comet Press, NuevaYork, 1956, pp. 21,26-27,29-30 y 33.

25. Muriel Rukeyser, Willard Gibbs: American Gen i us, Doubleday, Doran& Co., Nueva York, 1942, p. 158.

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27. Rukeyser, Willard Gibbs, p. 146.28. ftú/.,p.231.

29. Paul A. Samuelson, «Economic Theory and Mathematics—An Apprai-sal», en Joseph E. Stiglitz, ed., The Collected Scientific Papers ofPaulA. Samuelson,vol. 2,The MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1966, p. 1.751.

30. Irving Fisher a William. G. Eliot hijo, Berlín (New Jersey), 29 de mayode 1886, en Irving Norton Fisher, My Father, pp. 25-26,

31. Irving Fisher a Will Eliot, Fisher a Eliot hijo, Pittsfield (Massachu-setts), 25 de julio de 1886, en Irving Norton Fisher, My Father, p. 26.

32. Arthur Twining Hadley, Eamomics: An Account ofthe Relatíons BetweenPrívate Property and Public Welfare, G.P. Putnam's Sons, Nueva York, 1896, p. iv.

33. Richard Hofstadter, Social Daruñnism in American Thought, GeorgeBraziller Inc., Nueva York, 1959, p. 8.

34. Albert Galloway Keller, introducción a War and Other Essays by Wil-liam Grétatn Sumner, Keller, ed.,Yale University Press, New Haven, 1911,pp.xx,xxiv; Hofstadter, Social Darwinismy p. 51.

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NOTAS NOTAS

35. Fisher a Eliot, Peace Dale, R.I., septiembre de 1892, en írving Nor-

ton Fisher, My Father, p. 52.36. WilliamJames aThomasW.Ward, Berlín, s.d. (noviembre de 1867), en

Henry James, ed., The Letters of William James, vol. 1, Atlanta Monthly Press,Boston, 1920, p. 118.

37. írving Fisher, «Mathematical Investigations in the Theory of Valuéand Prices (27 de abril de 1892)», en William J. Barber, ed., The Works ojírvingFisher, vol. 1, Pickering & Chatto, Londres, 1997, p. 162.

38. Ibid.,p.6S.39. !W¿.,p.l45.40. Ibid.,pA.41. FrancisYsidro Edgeworth, reseña de «Mathematical Investigations in

the Theory of Valué and Prices», de írving Fisher, Economic Journal, vol. 3, n.° 9,marzo de 1893, p. 112.

42. Alfred Marshall, Principies of Economics, 3.a ed., Macmillan, Londres,1895, pp. 450 y 148, nota 1 (hay trad. cast.: Principios de economía, Síntesis, Ma-drid, 2005).

43. Barbara W.Tuchman, The ProudTower.A Portrait of the World Before theWar, Í890-Í914, Macmillan & Co., Nueva York, 1966.

44. Narragansett Times, 23 de junio de 1893, citado en írving Norton Fis-her, My Father, p. 60.

45. NewYork Times, anuncio de la boda, 18 de junio de 1893.46. Daniel T. Rogers, Atlantic Crossings: Social Politics in a Progressive Age,

Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1998.47. írving Fisher a Ella Wescott Fisher.48. Fisher Jr., My Father, p. 69.49. Douglas Steeples y David O.Whitten, Democracy in Desperation: The

Depression ofí893, Greenwood, Nueva York, 1998.50. Reverendo T. De Witt Talmage, sermón pronunciado en Washington

el 27 de septiembre de 1896, citado en William Jennings Bryan, The First Bat-tle:A Story of the Campaign of Í896,W. B. Conkey Company, Chicago, 1896,p. 474.

51. Albro Martin,James J. Hill and the Opening ofthe Northwest, MinnesotaHistorical Society Press, Mineápolis, 1975, p. 428.

52. Bryant, The First Battle, p. 439.53. Paxton Hibben y Charles A. Beard, The Peerless Leader: William Jen-

nings Bryan, Kessinger Publishing,Whitefish, 2004, p. 189.54. Bryan, The First Battle, pp. 485-486.55. Ibidem.56. Ibidem.

57. «Bryan's Backers Are Shy», NewYork Times, 27 de septiembre de 1896-Canby, Alma Matter, p. 27; Martin L. Fausoldjames WWadsworih,Jr.:The Gent-lemanfrom NewYork, Syracuse University Press, Syracuse (NuevaYork), 1975,p. 17.

58. «Yale Would Not Listen», NewYork Times, 25 de septiembre de 1896p. 15.

59. Fisher a Eliot, verano de 1895, citado en írving Norton Fisher MyFather, p. 71 . ' J

60. Fisher a Eliot, 29 de julio de 1895, citado en Barber, Works of IrvimFisher, p. 10.

61. Fisher a Eliot, verano de 1895, citado en írving Norton Fisher, MyFather, p. 71.

62. Fisher a Eliot, New Haven, noviembre de 1865, citado en írvingNorton Fisher, My Father, p. 71.

63. William Graham Sumner, TheAbsurd Effort to Make the World Over, enKeller, War, and Other Essays, pp. 195-210.

64. Fisher a Eliot, verano de 1895, citado en írving Norton Fisher, MyFather, p. 71.

65. írving Fisher, «The Mechanics of Bimetallism», Economic Journal, 4(septiembre de 1894), pp. 527-536; írving Norton Fisher, My Father, p. 187.'

66. Harold James, The End of Globalization: Lessons from the Great Depres-sion, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2001, pp. 24-25.

67. Walter Bagehot, Lombard Street; A Description of the Money Market,Scribner, Armstrong, Nueva York, 1873, p. 123.

68. Fisher, Mathematical Investigations, en Barber, Works of írving Fisher,p. 147.

69. Katherine Ott, Fevered Uves; Tuberculosis in American Culture Sime1870, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1996, p. 113.

70. Ibid., p.79.71. írving Fisher, mayo de 1901, «Self Control», conferencia pronunciada

en el colegio Thacher de Ojai (California), centro de secundaria fundado porWilliam L. Thacher.

72. Fisher a Eliot, Saranac, 11 de diciembre de 1898, en írving NortonFisher, My Father, p. 75.

73. Fisher a Margaret Hazard Fisher, Battle Creek, Michigan, 31 de di-ciembre de 1904, en ibid.,p. 108.

74. írving Fisher, «Memorial Relating to the Conservation of HumanLife», S. Doc. n.° 493, en pp. 7-8 (1912).

75. írving Fisher, «Why Has the Doctrine of Laissez Faire Been Abando-necl?», ponencia presentada en la 55.a asamblea anual de la Asociación Ameri-

546 547

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NOTAS NOTAS

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77. Fisher, «Why Has the Doctrine of Laissez Faire Been Abandoned?».78. Ibidem.79. Ibidem.80. Ibidem.81. Fisher a Bert, Peace Dale, Rhode Island, 1 de enero de 1903, en Ir-

ving Norton Fisher, My Father, pp. 84-85.82. Irving Fisher, The Rate oflnterest: Its Nature, Determination and Relation

to Economic Phenomena, Macmillan, Nueva York, 1907, p. 326.83. Ibid.,p. 327.84. ]M.,p.288.85. Ibidem.

5. La destrucción creadora: Schumpeter y la evolución económica

1. Rosa Luxemburg, The Accumulation of Capital (1913), Routledge &Keegan Paul, Londres, 1951, p. 458 (trad. de J. Pérez Bances, La acumulación delcapital: Estudio sobre la interpretación económica del imperialismo, Cénit, Madrid,1933, cap. 30).

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3. Félix Somary, Erinnerungen aus Meinem Leben, Manesse Verlag, Zurich,1959.

4. Oszkár Jászi, The Dissolution of the Habsburg Monarchy, University ofChicago Press, Chicago, 1929, p. 210.

5. Cari Schorske, Fin de Siécle Vienna, Knopf, Nueva York, 1979 (hay trad.cast.: Vienafin de siécle, Gustavo Gili, Barcelona, 1981).

6. Erich Streissler, «Schumpeter's Vienna and the Role of Credit in Innova-ción», en H. Frisch, ed., Schumpeterian Economía, Praeger, Nueva York, 1981, p. 60.

7. Joseph Roth, The Radetzky March, trad. al inglés de Geoffrey Dunlop,Viking, Nueva York, 1933, p. 212 (hay trad. cast.: La marcha Radetzky, Edhasa,Barcelona, 2008).

8. «Opening of the International Exhibición of Electricity at Vienna»,Manufacturer and Builder, vol. 15, n.° 9, septiembre de 1883, pp. 214-215; «AnElectric Exhibition», New York Times, 12 de agosto de 1883.

9. Citado en Román Sandgruber, «The Eléctrica! Century:The Begin-nmgs of Electricity Supply inVienna», trad. al inglés de Richard Hockaday, enMikulas Teich y Roy Porter, eds., Fin de Siécle and Its Legacy, Cambridge Uni-versity Press, Cambridge, 1990, p. 42.

10. Richard L. Rubenstein, The Age ofTriage: Fear and Hope in an Over-crowded World, Beacon Press, Boston, 1983, p. 8; Raymond James Sontag Ger-manyandEngland:BackgroundofConflictf 1848-18 94,Kus$eíl &Russell NuevaYork, 1964, p. 146.

11. David E Good, The Economic Rise of the Habsburg Empire, 1750-1914,University of California Press, Berkeley, 1984, p. 256.

12. G o t t f Ú Q á H z b e r h r , Quarterly Journal ofEconomics,Yol.64 n ° 3 a g o s t ode 1950, p. 338. ' ' ' s

13. Arthur Smithies, «Memorial: Joseph Alois Schumpeter, 1883-1950»,American Economic Review, vol. 40, n.° 4, septiembre de 1950, pp. 628-648.

14. Marcel Proust, Swann's Way, trad. al inglés de C. K.' Scott Moncrieff,Chatto & Wmdus, Londres, 1922, p. 73 (trad. de Pedro Salinas, Por el camino deSwann, Orbis, Barcelona, 1988, pp. 108-109).

15. Joseph A. Schumpeter, «Preface to the Japanese Edition of The Theoryof Economic Development,, en Schumpeter, Essays on Entrepreneurs, Innovations,Business Óyeles, and the Evolution of Capitalism, Richard Clemence, ed.,Transac-tion Publishers, Nueva York, 1951, p. 166.

16. Alfred MarshaU, Principies of Economía, vol. 1,5.a ed., Macmillan Lon-dres, 1907), p. xxix, p. 820 (hay trad. cast.: Principios de economía, Síntesis Ma-drid, 2005).

17. Joseph A. Schumpeter, «Review of Essays in Biography by J. M. Key-nes», Economic Journal 43, n.° 172, diciembre de 1933,pp. 652-657.

18. «Wills and Bequests», Times, Londres, 12 de enero de 1933.19. Richard Swedberg, «Appendix II: Schumpeter's Novel Ships in Fog

(a Fragment)», en Schumpeter, a Biography, Princeton University Press Prince-ton, 1991, p. 207.

20. W. W. Rostow, Theorists of Economic Growthfrom David Hume to thePresent,pp. 234-235.

21. Anthony Trollope, The Bertrams, Chapman and Hall, Londres 1859p. 465.

22. Rosa Luxemburg, The Accumulation of Capital (1913), Routledge &Keegan Paul, Londres, 1951, p. 434 (trad. de J. Pérez Bances, La acumulación delcapital: Estudio sobre la interpretación económica del imperialismo, Cénit Madrid1933, cap. 30).

23. Citado en Alexander D. Noyes, «AYear After the Panic of 1907»,Quarterly Journal qf Economics, 23, febrero de 1909, pp. 185-212.

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NOTAS NOTAS

24. «The Progress ofthe World», American Monthly Review ofReviews, voL

35,n.° 1, enero de 1907.25. Evelyn Baring Cromer, The Situation in Egypt: Address Delivered to the

Eighty Club on December Í5th, Í908 by the Earl of Cromer, Macraillan, Londres,1908, p. 9.

26. Williarn Jennings Bryan, «The Government of Egypt Beyond Defini-tion», en The Oíd World and Its Ways, Thompson, San Luis, 1907, p. 323.

27. «Railroad Up Cheops», Los Angeles Times, 12 de febrero de 1907,p.n.

28. Citado en Noyes, «AYear After the Panic», p. 202.29. «Cotton Crops and Gold in Egypt», New York Times, 5 de enero de

1908,AFR28.30. Harry Boyle a Lord Rennell, 21 de abril de 1907, en Clara Boyle,

A Servant ofthe Empire: A Memoir of Harry Boyle with a Preface by the Earl ofCromer, Methuen, Londres, 1938, p. 107.

31. «Egyptian Finance», NewYork Times, 8 de diciembre de 1907, p. 54.32. Noyes, «AYear After the Panic», pp. 202-203.33. Ibid.,p. 194.34. Desmond Stewart, «Herzl's Journeys in Palestine and Egypt», Journal

ofPalestine Studies vol. 3, n.° 3, primavera de 1974, pp. 18-38.35. Wassily Leontief, «Joseph A. Schumpeter», Econometrica, vol. 8, n.° 2,

abril de 1950.36. Citado enTrevor Mostyn, Egypñ Belle Époque, 1869-1952: Cairo and

the Age ofthe Hedonists, Quartet Books, Londres, 1989, p. 154.37. Douglas Sladen, citado en Max Rodenbeck, Cairo:The City Victorious,

Alfred A. Knopf, Nueva York, 1999, p. 138.38. Joseph A. Schumpeter, Das Wesen und Hauptinhalt derTheoretischen Ma-

tionalekonomie, Stefan Geibel,Altenburgo, 1908), p. 621, traducido al inglés porBruce McDaniel con el título de The Nature and Essence of Economic Theory,Transaction Publishers, New Brunswick (New Jersey), 2010, p. x.

39. Ibid.,p.621.40. Smithies, «Memorial», p. 629.41. Joseph A. Schumpeter, The Theory of Economic Development: An In-

quiry Into Profits, Capital, Credit, Interest and the Business Cycle (1911), trad. alinglés de Redvers Opie, Transaction Publishers, Nueva York, 2004, p. 91 (Lateoría del desarrollo económico; hay trad. cast.: Teoría del desenvolvimiento económi-co: una investigación sobre ganancias, capital, crédito, interés y ciclo económico, Fondode Cultura Económica, México, 1976).

42. The Norton Anthology of English Literature, vol. 2: The Age of Victoria,Norton, Nueva York, 2000.

43. Joseph Schumpeter, History of Economic Analy'sis, Harvard UniversityPress, Cambridge (Massachusetts), 1952, p. 571 (trad. de Manuel Sacristán, His-toria del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1994, p. 636).

44. Alfred Marshall, «The Social Possibilities of Economic Chivalry», Eco-nomic Journal, vol. 17, n.° 5, marzo de 1907, pp. 7-29.

45. Angus Maddison, «GDP per Capita in 1990 International Geary-Khamis Dollars», The World Economy: Historical Statistics, OCDE, París, 2003(hay trad. cast.: La economía mundial: una perspectiva milenaria, Mundi-PrensaLibros, Madrid, 2002).

46. Jeffrey Williamson, «Real Wages and Relative Factor Prices in theThird World Before 1940: What Do They Tell Us About the Sources ofGrowth?», octubre de 1998, Congreso sobre el Crecimiento en los siglos x ixy xx : Historia Económica Cuantitativa, 14 y 15 de diciembre de 1998,Va-lencia, p. 37, tabla 2, www.economics.harvard.edu/pub/HIER/1998/1855.pdf; Michael D. Bordo, Alan M.Taylor, Jeffrey G. Williamson, Globali-zation in Historical Perspective, University of Chicago Press, Chicago, 2005,p. 285.

47. Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, p. 87(trad. de José Díaz García: Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelo-na, 1984).

48. Karl Marx y Friedrich Engels, The Communist Manifestó (1848), trad.al inglés de Samuel Moore, introducción y notas de Gareth Stedman Jones,Penguin Books, Londres, 1967, p. 222 (trad. de León Mames, Manifiesto comu-nista, Crítica, 1998, p. 42).

49. Marshall, Principies.50. Schumpeter, Tlieory of Economic Development,p. 95.51. Beatrice Webb, My Apprenticeship (1926), Green, Longmans, 1950,

p. 380.52. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, p. 132 (trad. de José

Díaz García: Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona, 1984, p. 181).53. Schumpeter, Theory of Economic Development, p. 85.54. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, p. 132.55. Friedrich vonWieser, Tlte Theory of Social Economics, Augustus M. Kelly,

Nueva York, 1927 y 1967.56. Joseph A. Schumpeter, «The Communist Manifestó in Sociology and

Economics»,Jí>Mrad/ of Political Economy,junio de 1949, pp. 199-212.57. Ibidem.58. David Landes, Bankers and Pashas: International Finance and Imperia-

lism in Egypt, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1980,p.57.

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NOTASNOTAS

59. Joseph A. Schumpeter a David Pottinger, 4 de junio de 1934, en Swed-berg, Schumpeter, p. 219.

60. Edwin A. Seligman, catedrático de economía en Columbia, a Nicho-las Murray Butler, rector de la universidad, 22 de octubre de 1913, citado enRobert Loring Alien, Opening Doors: The Life and Work ofJoseph Schumpeter,Transaction Publishers, New Brunswick, 1991, p. 130.

Acto segundoM I E D O

Prólogo. La guerra de los mundos

1. Irving Fisher, «The Need for Health Insurance», American Labor Legis-lation Review, 7,1917, p. 10.

2. Norman y Jeanne MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webh, vol. 3:1905~1924:The Power to Alter Things, Harvard University Press, Cambridge(Massachusetts), 1984, p. 204.

3. Ibid., 5 de agosto de 1914.4. Ibid., 4 de noviembre de 1918.5. George Bernard Shaw, «Common Sense About the War», 1914.6. Bertrand Russell, citado en Niall Ferguson, The Pity o/War, Basic Books,

Nueva York, 1999, p. 318.7. Robert Skidelsky,Jb/m Maynard Keynes, vol. 1: Hopes Betrayed,Vikíng,

Nueva York, 1986.8. John Maynard Keynes a Neville Chamberlain.9. Richard Shone con Duncan Grant, «The Picture Collector», en Milo

Keynes, Essays onjohn Maynard Keynes, Cambridge University Press, Cambrid-ge, 1975, p. 283.

10. Charles John Holmes, Self& Partners (Mostly SelJ): Being the Reminis-cences ofC.J. Holmes, Macmillan, Londres, 1936;Anne Emberton, «Keynes andthe Degas Sale», History Today, 31 de diciembre de 1995.

11. John Maynard Keynes a Florence Keynes.12. Vanessa Bell a Roger Fry.

13. Sigmund Freud, en Peter Gay, Sigmund Freud:A Life of Our Time,W. W. Norton, Nueva York, 1988 (hay trad. cast.: Freud: Vida y legado de un pre-cursor, Paidós, Barcelona, 2010).

14. Friedrich Hayek, «Remembering My Cousin Ludwig Wittgenstein(1889-1951)», Encounter, 19 de agosto de 1977, pp. 20-21, y Ray Monk, LudwigWittgenstein: The Duty qf Genius, Penguin Books, Nueva York, 1991.

15. Hayek, «Remembering My Cousin», p 90

t " H' e U r ' f C t t e r tHan StarS: P ° r t r a i t», BBC-

^ vol. 1: E R R a m s e y > > ,

17 «National Soaety to Conserve Life», NewYork Times, 30 de d1Ciembrede 1913; Irvmg Fxsher y Eugene Lyman Hsk, prefaao a Hou* to Uve: Rules fo

t S L r f °n n Sdmc" 2'ed"Funk ¿or

18. Henry Andrews Cotton, The Defecüve, Delin.uent, and Insane:TheRelanon of Focal Infectan* to Their Causation, Treatment, and Prevention, by Hen-ry A. Cotton, tectures delivered at Princeton University, January 11 13 ¡4 í5

1921 con un prefacio de Adolf Meyer, Princeton University Press'prince-

19. Información proporcionada a la autora por Bette M.Epstein del Ar-chivo del estado de New Jersey.

20. Irving Fisher, American Labor Legislation Review, p. 10

21. MacKenzie, Diary of Beatrice Webh, vol. 3, p. 324 (17 de noviembre de

22. Ibid., p. 318 (11 de noviembre de 1918).

23. Ray Monk, Bertrand Russell: Ue Spirit of Solitude 1872-1921, vol 1,Simón & Schuster, Nueva York, 1996.

6. Los últimos días de ¡a humanidad: Schumpeter en Viena

1. Joseph A. Schumpeter, Politische Reden, Wolfgang F. Stolper y ChristianSeidl, eds. J .C.B. Mohr,Tiibinga, 1992.

2. Franeis Oppenheimer, The StrangerlVithur.Autobiographical Pages, Faber,Londres, 1960.

3. Norman y Jeanne MacKenzie, eds., Tlie Diary of Beatrice Wehby vol. 3:1905-1924, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1982-1984,lí de noviembre de 1918.

4. Sigmund Freud, citado en Peter Gay, Freud: A Life of Our Titne,W. W.Norton & Co., Nueva York, 1988, p. 382 (hay trad. cast: Freud: Vida y legado deun precursor, Barcelona, Paidós, 2010).

5. F. L. Oarsten, Rcvolution in Central Europe: 1918-1919, WildwoodHousc, Aidershot, 1988, p. 41.

6. Karl Kraus, The Lasr Days of Alankind: A Tragedy tn Five Acts, Unger,Nueva York, 2000 (hay trad. cast.: LLK< últimos días de la humanidad: tragedia encinco actos,Tmquets, Barcelona, 1991).

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NOTAS

7. Edmund von Glaise-Horstenau, «The Armistice of Villa Giusti 1918», enThe Collapse of the Austro-Hungarian Empire,]. M. Dent & Sons, Londres, 1930.

8. Sigmund Freud, citado en Gay, Freud.

9. F. O. Lindley, alto comisionado británico, citado en Carsten, Revolution

in Central Europe, pp. 11-12.10. FriedrichWieser, «The Fight Against Famine in Austria», en Fight the

Farnine Council, International Economic Conference, Swarthmore Press, Londres,1920, p. 53.

11. The Memoirs of Berberí Hoover, vol. 1: Years ofAdventure 1874-1920,MacmiUan, Nueva York, 1951, p. 392.

12. Ibidem.13. Stefan Zweig, The World of Yesterday: An Autobiography, University of

Nebraska Press, Lincoln, 1984, p. 289 (hay trad. cast.: El mundo de ayer: Memo-rias de un europeo, Acantilado, Barcelona, 2011).

14. Ludwig von Mises, «The Austro-Hungarian Empire», EncydopediaBritannica, 1921.

15. Citado en Gay, Freud, p. 378.16. Félix Salten, Florian, the Ernperor's Horse, Aires Scribner Sons, Nueva

York, 1934 (hay trad. cast.: Florián, el caballo del emperador, Saturnino Calleja,Madrid, s.£).

17. «AustriaWilling to Pawn Anything», NewYork Times, 22 de enero de 1920.18. Carsten, Revolution in Central Europe, p. 37.19. Joseph Schumpeter, Die Arbeiter-Zeitung, 22 de noviembre de 1919,

en Dokumentation zur Oesterreichischen Zeitgeschichte, 1918-1928, ed. de Chris-tine Klusacek y Kurt Stimmerjugend und Volk,Viena, 1984.

20. SirT. Montgomery-Cuninghame, Dusty Measure, John Murray, 1939,Londres, p. 309.

21. SHB a ASB, 30 de diciembre de 1918, citado en William Beveridge,The Power and Influence, p. 153.

22. Karl Kautsky, The Social Revolution and On the Morrow of the SocialRevolution,Twentieth Century Press, Londres, 1907, parte 2, p. 1.

23. Félix Somary, Erinnerungen aus Meinetn Leben, ManesseVerlag, Zurich,1955, p. 171.

24. Eduard Bernstein, loe. cit.25. Otto Bauer, TheAustrian Revolution, Parsons, Londres, 1925.26. Albert Einstein a Hedwig y Max Born, 15 de enero de 1919, Alhert

Einstein, Collected Papers, vol. 4.27. Joseph Schumpeter, citado en Eduard Marz, Joseph A. Schumpeter:

Forscher, Lehrerund Politiker, R. Oldenbourg, Munich, 1983.28. Somary, Erinnerungen, p. 172.

554

NOTAS

29. Karl Corino, Robert Musil, Rowolt, Hamburgo, 2003, p 59830. Friedrich von Wieser, Tagebuch, Gertrud Enderie-Burcel, Staatsarchiv

Wien Nachlass Wieser in the Haus-, Hof- und Staatsarchiv Extracts in SeidlPolitísche Reden, pp. 10-12.

31. Wolfgang F. Stolper, Joseph Alois Schumpeter: TJie Public Life of a Prívate,Man, Princeton University Press, Princeton, 1994, p. 123.

32. Karl Kraus, Die Fackel, abril de 1919.33. Joseph Schumpeter, Politische Reden.

34. Otto Bauer, TheAustrian Revolution, Parsons, Londres, 1925.35. Gabor Betony, Britain and Central Europe 1918-1933, Clarendon

Press, Oxford, 1999, p. 10.

36. Joseph Schumpeter, «The Sociology of Imperialismo en RichardSweds, The Economics and Sociology of Capitalism, Princeton University Press,Princeton, 1991, pp. 156-157.

37. Joseph Schumpeter, Politische Reden.38. Ibidem.

39. David Lloyd George, «Fontainebleau Memorándum», 25 de marzo de1919, www.fbllbooks.com/Peaceless-Europe2.ht3nl.

40. Winston Churchill, Cámara de los Comunes, 29 de mayo de 1919,http://www.winstonchurchill.org; Randolph Spencer Churchill y MartinGilbert, Winston S. Churchill, vol. 4: The Stricken World, Houghton Mifflin,Nueva York, 1966, p. 308.

41. Bauer, TheAustrian Revolution,^. 106.42. The Memoirs of Herbert Hoover, vol. 1: Years ofAdventure 1874-1920,

Macmillan, Nueva York, 1951; Bauer, TheAustrian Revolution, p. 103.43. Hans Loewenfeld-Russ, Im Kampf Gegen den Hunger, R. Oldenburg,

Munich, 1986.44. T. Montgomery-Cuninghame, Dusty Measure, John Murray, Londres,

1939.45. Ellis Ashmead-Bartlett, TheTragedy of Central Europe, Thornton But-

terworth, Londres, 1924, p. 159.46. Ibidem.47. Friedrich von Wieser, Tagebuch, Gertrud Enderle-Burcel, Staatsarchiv

Wien Nachlass Wieser in the Haus-, Hof- und Staatsarchiv Extracts in Seidl,Politische Reden, pp. 10-12.

48. Eduard Marz, Austrian Banking and Financial Policy: Creditanstalt at aTurning Point, 1913-1923, St. Martin's Press, Nueva York, 1984, p. 333.

49. «Entretien avec le Docteur Schumpeter», Le Temps, 2 de junio de1919, traducido y citado enW R Stóbpti, Joseph Alois Schumpeter}The Public Lifeqfa Prívate Man, Princeton University Press, Princeton, 1994, p. 219.

555

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NOTAS

50. Bauer, TheAustrian Revolution, p. 110.51. Ibid., p. 257.52. Schumpeter, Politische Reden.

53. Ibidem.54. Francis Oppenheimer a John Maynard Keynes, 18 de mayo de 1919,

Archivo del King's College.55. Francis Oppenheimer, The StrangerWithin:Autobiographical Pages, Fa-

ber, Londres, 1960, p. 369.56. Bauer, TheAustrian Revolution.57. Ibidern.

58. Joseph Schumpeter, Nene Freie Presse, 24 de junio de 1919, en Klu-sacek et ai, eds., Dokumentation.

59. Joseph Schumpeter, Nene Freie Presse, 28 de junio de 1919. «Es istnicht leicht einVolk zu vernichten. Im allgemeinen ist es sogar unmóglich.Hier haben wir aber einen der seltenen Falle for uns, wo es móglich ist.»

60. Friedrich Wieser, «The Fight Against Famine in Austria», en Fight theFamine Council, International Economic Conference, Swarthmore Press, Londres,1920, p. 53.

61. Citado en Stolper,Joseph Alois Schumpeter.62. Richard Kola, Rückblick ins Gestrige: Erlebtes und Empfundenes, Rikola,

Viena,1922.63. Schumpeter, Politische Reden.64. Somary, Erinnerungen.65. Richard Swedberg, Joseph A. Schumpeter, His Life and Work, Polity

Press, Cambridge, 1991.66. Ibid.,pp. 144-145.67. Friedrich von Wieser, Tagebuch, 19 de noviembre de 1919: «Es sche-

int, dass Schumpeter in der Meinung aller Parteien und aller gebildeten Mens-chen vóllig abgewirtschaftet hat.Wie mir Kelsen erzáhlte, auch unsere j ünge -ren Nationalókonomen, die ihn ais ihren Führer betrachteten, sind von ihmabgekommen und geben ihn wissenschaftlich auf, es sei nichts mehr von ihnizu erwarten».

68. Eduard Marz, «Joseph Schumpeter as Minister of Finance», en H e l -mut Frisch, ed., Schumpeterian Economics, Praeger, Nueva York, 1981.

7. Europa agoniza: Keynes en Versalles

1. Francis Oppenheimer, The Stranger Within:Autohiographical Pages, Faber,Londres, 1960, p.. 374.

556

NOTAS

2. Lord William Beveridge, Power and Influence, Beechhurst Press, NuevaYork, 1955, pp. 149-150.

3. David Lloyd George a Woodrow Wilson, abril de 1919.4. John Maynard Keynes aVanessa Bell, 16 de marzo de 1919, documen-

tos de Keynes, Archivo del King's College.

5. Harold Nicolson, Peacemaking 1919: Being Reminiscences of the ParísPeace Conference, Houghton Mifflin, Boston, 1933, p. 44.

6. Ibid., pp. 275-276.

7. David Lindsay, The Crawford PapersiTheJoumals of David Lindsay,Twen-ty-seventh Earl of Crawford and Tenth Earl of Balcanes (1871-1940), During theYears 1892 to 1940, 9 de abril de 1919.

8. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, vol. 1: Hopes Betray ed,Viking,Nueva York, 1986, p. 304.

9. John Maynard Keynes, «My Early Beliefs», 9 de septiembre de 1938, enEssays in Biography, Macrnillan St. Martin's Press para la Real Sociedad de Eco-nomía, Londres, 1972, p. 436.

10. John Maynard Keynes a Lytton Strachey, 23 de noviembre de 1905,citado en Skidelsky, Keynes, vol. 1, p. 166.

11. John Maynard Keynes a Lytton Strachey, 15 de noviembre de 1905,Skidelsky, p. 165.

12. «A Key for the Prurient: Keynes s Loves, 1901-15», Donald E. Mog-gridge, Maynard Keynes: An Economist's Biography, Routledge, Londres, 1992,anexo 1.

13. C. R. Fay, «The Undergraduate», en Milo Keynes, ed., Essays onjohnMaynard Keynes, Cambridge University Press, Cambridge, 1975, p. 36.

14. Lionel Robbins, Autohiography of an Economist, Macrnillan, Londres,1971.

15. Winston Churchill a Clementine Churchill, Speaking for Themselves:The Personal Letters of Winston and Clementine Churchill, ed. de Mary Soames,Doubleday, Londres/Nueva York, 1998.

16. Elizabeth Johnson, «Keynes'Atti tu de Toward Compulsory MilitaryService», Economic Journal 70, n.° 277, marzo de 1960, pp. 160-165.

17. David Lloyd George, Memoirs ofthe Peace Conference, vol. l,Yale Uni-versity Press, New Haven, 1939, p. 302.

18. William Shakespeare, A Midsummer Night's Dream, Palgrave, NuevaYork, 2010 (trad. de Luis Astrana Marín: Sueño de una noche de San Juan, Calpe,Madrid, 1922,p. 78).

19. Lloyd George, Memoirs ofthe Peace Conference, vol. 1, p. 302.20. John Maynard Keynes a Florence Keynes, citado en Skidelsky, Keynes,

vol. 1: Hopes Betrayed, p. 353.

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NOTAS

21. John Maynard Keynes a Florence Keynes, documentos de Keynes,

Archivo del King's College.22. Citado en MacMillan, París 1919,p. 60.23. John Maynard Keynes, «Dr. Melchior: A Defeated Enemy», en Essays

in Biography, p. 210.24. Max Warburg, «Aus Meinem Aufzeichnungen», citado en Collected

Writings ofjohn Maynard Keynes, vol. 16: Activities 1914-1919, TheTreasury andVersaüles, Cambridge University Press, Cambridge, p. 417.

25. Keynes, «Dr. Melchior», p. 214.26. iWd.,p.216.27. IWrf.,p.218.28. Ibid., p. 221.29. Ibid., p. 223.30. George Allerdice Riddell, Lord RiddelVs Intímate Diary of the Peace

Conference and After, 1918-1923, Reynal & Hitchcock, Nueva York, 1924,p.30.

31. Keynes, «Dr. Melchior», p. 231.32. Thomas W. Lamont, «The Final Reparations Settlement», Foreign

Affairs, 1930.33. Nicolson, Peacemaking 1919, p. 86.34. Peter Rowland, David Lloyd George, Macmillan, Londres, 1975,

pp. 485-486.35. Nicolson, Peacemaking 1919,p. 78.36. Skidelsky, p. 367.37. Jan Smuts, citado en Skidelsky, Keynes, vol. 1: Hopes Betrayed, p. 373 .38. The Memoirs of Herbert Hoover, vol. 1: Years ofAdventure 1874-1920,

Macmillan, Nueva York, 1951, pp. 461-462.39. John Maynard Keynes a Florence Keynes, en Skidelsky, Keynes, vol. 1:

Hopes Betrayed, p. 371.40. John Maynard Keynes a Florence Keynes, documentos de Keynes,

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42. John Maynard Keynes a Duncan Grant, 14 de mayo de 1919.43. Rowland, David Lloyd George, p. 480.44. John Maynard Keynes a Austin Chamberlain, 5 de junio de 1919.45. Alee Cairncross, «Austin Robinson», Economic Journal, 104, julio de

1994, pp. 903-915.46. Ibidem.

558

NOTAS

47. Jan Smuts, citado en Skidelsky, Keynes, vol. 1, p. 373.48. John Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace, Mac-

millan, Londres, 1920 (trad. de Juan Uña: Las consecuencias económicas de la paz,Crítica, Barcelona, 1987, p. 9).

49. Henry Wickharn Steed, «A Critic of the Peace», «The Candid FriendatVersailles», «Comfort for Germany»,Jo/m Maynard Keynes: Critical Responses,ed. de Charles Robert McCons,Taylor and Francis, Londres, 1998, pp. 51-60.

50. Citado en Niall Ferguson, Paper and Iron, Cambridge University Press,Cambridge, 1995, p. 206.

51. Keynes, «Dr. Melchior», p. 234.

52. Keynes, The Economic Consequences of the Peace, p. 39 (trad. de JuanUña: Las consecuencias económicas de la paz, Crítica, Barcelona, 1987, p. 31).

53. Lytton Strachey a John Maynard Keynes, citado en Michael Holroyd,Lytton Strachey, Heineman, Londres, 1978, p. 374.

54. Austen Chamberlain a Ida Chamberlain.

55. A. J. P.Taylor, The Origins of the Second World War, Penguin Books,Londres, 1964, p. 26.

56. Paul Mantoux, The Carthaginian Peace or the Economic Consequences ofMr. Keynes, Oxford University Press, Oxford, 1946.

57. Wickham Steed, «A Critic of the Peace», «The Candid Friend atVer-sailles», «Comfort for Germany», en John Maynard Keynes: Critical Responses,Charles Robert McCann, ed.,Taylor & Francis, Londres, 1998, pp. 51-60.

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tannica, 1921.

559

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NOTAS

3. Schober, citado en F. L. Carsten, The First Austrian Republic, WildwoodHouse, Aldershot, 1986, p. 41.

4. ft/¿.,p.45.5. Peter Gay, Freud: A Life ofOur Time,W. W. Norton and Co. , Nueva

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sity Press, Cambridge, 1926, p. 215.14. Alois Mosser y Alice Teichova, «Investment Behavior of Joint Stock

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15. Citado en Richard Swedberg Joseph A. Schumpeter: His Life and Work,Polity Press, Cambridge, 1991, p. 68.

16. Citado enWolfgang E Stolper, Joseph Alois Schumpeter: The Public Lifeofa Prívate Man, Princeton University Press, Princeton, 1994, p. 3.

17. Charles A. Gulik, Austria from Hapsburg to Hitler, vol. 1, University ofCalifornia Press, Berkeley, 1948, p. 251.

18. Fritz Machlup, Tribute to Mises, 1881-1973, Quadrangle, Chislehurst1974.

19. «Ships in Fog», fragmento de una novela que Schumpeter comenzóen la década de 1930, en Swedberg Joseph A. Schumpeter, apéndice 2.

20. Thomas K. McCraw, Prophet of Innovation:Joseph Schumpeter and CreativeDestruction, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2007, p. 140.

21. Citado en Robert LoringAUen, Opening Doors:The Life and Work ofjoseph A. Schumpeter, vol. 1: Europe, Transaction Publishers, New Brunswick /Londres, 1991, p. 274.

22. Israel Kirzner, «Austrian Economics», conferencia impartida en laFundación para la Educación Económica, 26 de julio de 2004.

23. Joseph A. Schumpeter, Business CyclesiA Theoretical, Historical and Sta-tistical Analysis of the Capitalist Process, McGraw-Hill Company, Nueva York,

560

NOTAS

1939 (hay trad. cast.: Ciclos económicos: Análisis teórico, histórico y estadístico delproceso capitalista, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2002).

24. Joseph A. Schumpeter, TheTheory ofEconomic Development:An Inquiryinto Prqfits, Capital, Credit, Interest and the Business Cycle,Transaction Publishers,New Brunswick, 1934.

25. Ibidem.26. Ibid.,p.245.27. Joseph A. Schumpeter, Essays on Entrepreneurs, Innovations, Business

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28. Friedrich A. Hayek, Hayek on Hayek:An Autobiographical Dialogue, ed.de Stephen Kresge, University of Chicago Press, Chicago, 1984.

29. Fritz Machlup a Barbara Chernow, 12 de junio de 1978.30. Gulik, Austria from Hapsburg to Hitler, vol. 1, pp. 134-135.31. Max Weber, «Der Sozialismus» (1918), en Gesammelte Aufsatze zur So-

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el Arbeiter-Zeitung, enero de 1919 (hay trad. cast.: El camino hacia el socialismo,Editorial-América, Madrid, si [¿1920?]).

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brero de 1929.

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2. h-ving Fisher, «Unstable Dallar and the So-called Business Cycte» Journalqf the American StaHstical Assoríation, vol. 20, n.° 150, junio de 1925, pp. 179-202.

3. John Maynard Keynes, citado en Robert Skidelsky, John Maynard Key-nes, vol. 2: The Economist as Saviorf 1920-1931, Macmillan, Londres, 1992.

4. Ibidem t

5. Peter Clarke, Keynes; The Rise, Fall, and Return of the 20th Century'sMost Influential Economist, Bloomsbury, Nueva York, 2009.

6. John Maynard Keynes, «Alternative Theories of the Rate of ínterest»,Economic Journal, vol. 47, junio de 1937.

7. John Maynard Keynes, «How Far Are Bankers at Fault for Depres-sions?», 1913, citado en Ángel N. Rugina, «A Monetary and Economic Dialo-

561

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NOTAS

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8. fohn Maynard Keynes, Tract on Monetary Reform, 1923 (hay trad. cast.:Breve tratado sobre la reforma monetaria: Escritos (1910-1944), Síntesis, Madrid,2009).

9. Ib idem.

10. Citado en D. E. Moggridge, Keynes: An Econornists* Biography, R o u t -ledge, Londres, 1992, p. 429.

11. John Maynard Keynes, A Short View o/Russia, Hogarth Press, Londres,1925 (trad. de Jordi Pascual, «Breve panorama de Rusia», en Ensayos de persua-sión, Crítica, Barcelona, 1988, p. 269).

12. Ibidem.13. Ibidem.

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16. Tlie Letters qf Virginia Woolf vol. 3.

17. John Maynard Keynes dirigiéndose a la Federación Liberal Nacional,27 de marzo de 1928, citado en Robert Skidelskyjo/m Maynard Keynes, vol, 2:The Economist as Savior, 1920-1937, Macmillan, Londres, 1992, p. 297.

18. Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economist as Savior, p. 231.19. Ibid.,p. 232.

20. Charles Loch Mowat, Britain Between the Wars} 1918-1940, Methuen& Co., Londres, 1956, p. 262.

21. Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economistas Savior, p. 258.22. John Maynard Keynes a H. G. Wells, 18 de enero de 1928.23. Mowat, Britain Between the Wars, p. 349.

24. Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economist as Savior, p. 302.

562

NOTAS

25. Irving Norton Fisher, My Father: Irving Fisher, Comet Press, NuevaYork, 1956, p. 171.

26. Alan Milward, War, Economy and Society, 1939-1945, University ofCalifornia Press, Berkeley, 1979, p. 17.

27. Angus Maddison, «Statistics of World Population, GDP, per CapitaGDP, 1-2008 AD», www.ggdc.net/maddison/.

28. Joseph Schumpeter, «The Decade of the Twenties», American EconomicReview, 1946, y «Business Cycle Dates», Oficina Nacional de InvestigaciónEconómica.

29. Geoffrey Keynes, citado en D. E. Moggridge, Maynard Keynes: AnEconomist's Biography, Routledge, Londres, 1992, p. 103.

30. Irving Norton Fisher, My Father: Irving Fisher, p. 200.31. Ibid.,p. 232.32. IWí/.,pp. 117-118.33. Irving Fisher, dirigiéndose a la Asociación Americana de Salud Públi-

ca, 23 de octubre de 1926.34. Irving Fisher et al., Report on National Vitality, 30 boletín del Comité

de los Cien sobre Salud Pública, GPO,Washington, 1908, p. 1.35. Irving Fisher, Stabilizing the Dollar, Macmillan, Nueva York, 1920,

p.75.36. Irving Fisher, The Purchasing Power of Money: Its Determination and

Relation to Credit Interest and Grises, Macmillan, Nueva York, 1912.37. Irving Fisher, «Our Unstable Dollar and the So-Called Business Cy-

cle», Journal qf the American Statistical Association, junio de 1925, p. 181.38. John Maynard Keynes, «Opening remarks:The Galton Lecture», "Euge-

nia Review, vol. 38, n.° 1,1946, pp. 39-40.39. Veáse RobertW.Dimand,«Economists and "the Other"Before 1912»,

lite American Journal of Economía and Sociology, julio de 2005,http://findarticles.coni/p/articles/mi_m0254/is_3_64/ai_nl 5337798/?tag=content;coll, y NewInternational Year Book, Dodd Meade & Co., Nueva York, 1913.

40. Irving Fisher, «Lecture on The Irving Fisher Foundation», CollectedUbrks. vol. l ,1997,p.35.

41. Ibidem.

42. Irving Fisher, «Our Unstable Dollar and the So-Called Business Cy-

cle»,p. 197.43. Irving Fisher, «Depressions and Money Problems», 4 de abril de 194L44. Irving Fisher, «I Discovered the Phillips Curve: "A statistical relation

between unemployment and price ch&nge$"»,Joumal of Politicé Economy, 81,n.° 2, pp. 496-502, reimpreso en International Labour Review, 1926.

45. Irving Fisher, NewYork Times, 2 de septiembre de 1923.

563

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NOTAS NOTAS

46. Irving Fisher, «The Unstable Dollar and the So-called Business Cy-cle» (1925), pp. 179-202.

47. Irving Fisher, «A Statistical Relación Between Unemployment andPrice Changes» (1926), pp. 496-502.

48. Ibidem.49. Irving Fisher, Battle Creek Sanitarium News, 25, 7, julio de 1925.50. Irving Norton Fisher, My Father: Irving Fisher, p. 57.51. Ibid.,p. 192, del apéndice autobiográfico de Stable Money,A History of

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nomic Research, Chicago, 1929, p. xn.55. «Fisher Sees Stocks Perrnanently High», New York Times, 16 de octu-

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1. ArnoldJ.ToynbeeJtowraflZ of International Affairs, 1931, p. 1.2. David Fettig, «Something Unanticipated Happened», en The Región,

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York Evening Post, 25 de octubre de 1929.5. Charles A. Selden, «Big British Labor Gains;Third of Vote Counted;

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7. Lionel Robbins, Autobiography of an Economist, Macmillan, Londres,1971, p. 151.

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9. Joseph J.Thorndike, «Tax Cuts, Confidence, and Presidential Leader-ship», 8 de septiembre de 2008, wvvw.taxhistory.org/thp/readings.nsf/,

10. John Maynard Keynes, «The Great Slump of 1930», The Nation &Athenceum, 20 de diciembre de 1930, y 27 de diciembre de 1930, www.guten-berg.ca/ebooks/keynes-slump/keynes-slump-00-h.html (trad. de Jordi Pas-cual, «La gran depresión de 1930», en Ensayos de persuasión, Crítica, Barcelona1988, p. 135).

11. John Maynard Keynes, The General Theory, libro 6, capítulo 22, apar-tado 3, Macmillan, Londres, 1936, p. 322 (Teoría general del empleo, el interés y eldinero] trad. de Eduardo Hornedo, RBA, Barcelona, 2004, p. 334).

12. Keynes, «The Great Slump», Nation (trad. de Jordi Pascual, «La grandepresión de 1930», en Ensayos de persuasión, p. 134).

13. Ibidem.14. Godfrey Harold Hardy, «Mathernatical Proof», en Raymond George

Ayoub, Musings of the Masters: An Anthology of Mathernatical Re fiectio ns, Ameri-can Mathernatical Association, Nueva York, 2004, p. 59.

15. Keynes, The Great Slump of 1930 («La gran depresión de 1930», enEnsayos de persuasión).

16. Robert Skidelsky,John Maynard Keynes, vol. 2: Tlie Economist as Savior,1920-1937, Macmillan, Londres, 1992, p. 333.

17. Minority Repon, 35, 507 n, 657-662.18. Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economist as Savior, p. 32.19. Sirjohn Anderson a Ramsay MacDonald, 31 de julio de 1930.20. 20 de octubre de 1930.21. Ross McKibbin, «The Economic Policy of the Second Labour Go-

vernment, 1929-1931», Past and Presenta 65,1975, pp. 95-123.22. Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economist as Savior, p. 524.23. Irving Fisher, 2 de septiembre de 1929, citado en Kathryn M. Do-

mínguez, Ray C. Fair, Matthew D. Shapiro, «Forecasting the Depression: Har-vard Ve rsus Yale», American Economic Reinew, 78, n.° 4, septiembre de 1988,p.607.

24. «Fisher Sees Stocks Permanently High», New York Times, 16 de octu-bre de 1929, p. 8.

25. Irving Fisher, 6 de enero de 1930, Collected Works, ed. de Robert Bar-ber, vol. 14, p. 4.

26. Harvard Economic Society, lllrkly íxtter, vols. 8 y 9, Harvard Uni-versity Press, Cambridge (Massachusetts), 1929, citado en Domínguez eí <i/.,«Forecasting the Depression», p. 606.

27. irving Fisher, 11 u* Stock Markct Crash and Afta\ Macmillan, NuevaYork, 1930.

28. Milton Friedmun y Anua Jaeobson Schwartz, A Monvtary History ofthe l'nited States, 1^67-196(1 Prineeton University Press, Princeton, 1971.

29. «Scores Cooíidge in Markec Slump»>, Xew York Tintes, 12 de enero de

1930.30. Robert W, I )ÍIUOIK1, ^Irving Fishers Monetary Maeroecononiicsi>, en

The HcoHomics of Irving ¡:i$twr, Elgar, Londres» W)9.31. Irving Norton Fisher, My Eulnr: Irving Fishtx p. 263.

564 565

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NOTAS

32. «Harvard Group Sees Debt Plan Benefits: Believes Moratorium WillBalance Exchanges and Remove Pressure on Commodities», Wall Street Jour-nal, 17 de julio de 1931, p. 20; «The 1929 Speculation and Today's Troubles:Controversy as to How Far the "Great Boom" Caused the Great Depression»,New York Times, 1 de enero de 1932, p. 33.

33. Irving Fisher, «The Stock Market Panic in 1929», Proceedings of theAmerican Statistical Association, 1930.

34. 22-23 de junio de 1931, citado en Skidelsky, Keynes, p. 391.35. John Maynard Keynes, notas mecanografiadas, Archivo del King's

College.

36. John Maynard Keynes, director del debate, notas manuscritas, Archi-vo del King's College.

37. Tipo de descuento del Banco de Inglaterra, 1836-1939, macrobase dedatos de la Oficina Nacional de Investigación Económica, www.nber.org/databases/macrohistory/rectdata/13/ml3013.dat.

38. Irving Fisher a Ramsay MacDonald, diciembre de 1931.39. Vanessa Bell Skidelsky, Keynes, vol. 2: The Economist as Savior, p. 430.40. Irving Fisher a Henry Stimson, 11 de noviembre de 1932, citado en

Fisher, p. 273.

41. Lauchlin Bernard Currie, Memorándum Prepared by L. B. Currie, P. T.Ellsworth, and H. D. White, Cambridge (Massachusetts), 1932, reimpreso enHistory qfPolitical Economy, 34, n.° 3, otoño de 2002, pp. 533-552.

42. Irving Fisher a Margaret Fisher, citado en Irving Norton Fisher, MyFather: Irving Fisher, p. 267.

43. Walter Lippmann, Interpretations 1933-1935, Macmillan, Nueva York,1936, p. 15.

44. K. M. Domínguez, R. C. Fair y M. D. Shapiro, «Forecasting the GreatDepression: Harvard Versus Yale», American Economic Review, 78, septiembre de1988, pp. 595-612.

45. David Fettig, «Something Unanticipated Happened», MinneapolisFed, 2000.

46. Irving Fisher, Booms and Depressions: Some First Principies, Adelphi,Nueva York, 1932.

47. Irving Fisher, «Cancellation of War Debts», Southwest ForeignTrade Conference Address, 2 de julio de 1931, citado en Giovanni Pavane-lli, «The Great Depression in Irving Fisher's Thought», Fifth Annual Confe-rence of the European Society for the History of Economic Thought, febrero de2001.

48. Irving Fisher, The Depression: Causes and Cures, Committee of OneHundred, Miami, 1 de marzo de 1932.

566

NOTAS

49. «Economists Urge Reléase of Gold», New York Times, 28 de octubrede 1931.

50. NewYorkTimes,9 de diciembre de 1931.51. Irving Fisher, Booms and Depressions, p. vm.52. R. G.Tugwell, Brains Trust, Viking, Nueva York, 1964, p. 97.53. Kennedy, Freedomfrom Fear, p. 113.54. Tugwell,p.98.55. Franklin Delano Roosevelt, Oglethorpe University Commencement Speech,

22 de mayo de 1932, http://georgiainfo.galileo.usg.edu/FDRspeeches.htm.56. Franklin Delano Roosevelt, Address to Commonwealth Club, 23 de

septiembre de 1932, San Francisco, en Great Speeches, Courier Dover, NuevaYork, 1999.

57. Kennedy, Freedomfrom Fear, p. 123.58. John Maynard Keynes, The Means to Prosperity, Macmillan, Londres,

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Universidad de Wisconsin, a Franklin Roosevelt, 25 de febrero de 1933.60. The New York Times, 31 de diciembre de 1933.61. Irving Fisher a Irving Norton Fisher, 15 de agosto de 1933.62. Irving Fisher a Margaret Hazard Fisher, citado en Irving Norton Fis-

her, My Father, Irving Fisher.63. Skidelsky, Keynes, vol. 3, p. 506.64. Ibidem.65. The New York Times, 29 de mayo de 1933.66. D. E. Moggridge, Maynard Keynes: An Economists' Biography, Rout-

ledge, Londres, 1992, p. 584.67. Irving Fisher a Howe (secretario de Franklin Delano Roosevelt), 18

de mayo de 1934.68. Irving Fisher a Margaret Hazard Fisher, 7 de junio de 1934.69. John Maynard Keynes, American Economic Review, 1933.70. John Maynard Keynes, Lecture Notes.71. Citado en Skidelsky, Keynes, p. 503.72. John Maynard Keynes a George Bernard Shaw, 1 de enero de 1935.73. Marriner S. Eccles, Fortune, abril de 1937, reproducido en The Lessons

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74. Friedrich Hayek, Informe del Instituto Austríaco de InvestigaciónEconómica, febrero de 1929.

75. Friedrich A. Hayek, entrevista. Gold and Silver Newsletter, Monex In-ternational, Newport Beach (California), junio de 1976.

567

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NOTAS

76. Lionel Robbins, The Great Depression, 1934.77. Ibidem.78. Robbins, Autobiography of an Econotnist, p. 154.79. Skidelsky, Keynes, vol. 2: 77ze Economist as Savior, p. 469.80. Beatrice Webb, citado en José Harris, William BeveridgeiA Biography,

Clarendon Press, Oxford, 1977, p. 330.81. Fritz Machlup a Barbara Chernow, 12 de junio de 1978.82. John Maynard Keynes, «The PureTheory of Money:A Reply to Dr.

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2001, p. 81.

84. Erich Schneider, Joseph A. Schumpeter: Leben und Werk eines grossenSozialekonomenen.

85. Harold James, The Germán Slump: Politics and Economics, 1924-1936,Clarendon Press, Oxford, 1986, p. 6.

86. Joseph Schumpeter, «The Present World Depression: A TentativaDiagnosis», American Economic Association, Proceedings, 31 de marzo de 1931.

87. Joseph Dorfman, The Economic Mind in America, vol. 4, p. 168.88. Joseph Schumpeter al reverendo Harry Emerson Fosdick en la iglesia

de Riverside, 19 de abril de 1933.

89. Douglas V. Brown, The Economics of the Recovery Program, McGraw-Hill, Nueva York, 1934, reimpreso en Joseph Schumpeter, Essays: On Entrepre-neurs, Innovations, Business Cycles, and the Evolution of Capitalism, TransactionPublishers, Nueva York, 1989.

90. Joseph Schumpeter, reseña de la obra de Keynes General Tkeory ofEmployment, Interest and Money, Journal of the American Statistical Association, di-ciembre de 1936, pp. 791-795.

11. Experimentos: Beatrice Webb y Joan Robinson en los años treinta

1. Walter Duranty, New York Times, 20 de julio de 1931, p. 1.2. Beatrice Webb a Arthur Salter, 12 de abril de 1932, Norman yjeanne

MacKenzie, eds., The Letters of Sidney and Beatrice Webb, Harvard UmversityPress, Cambridge (Massachusetts), 1978.

3. Norman y Jean MacKenzie, eds., The Diary of Beatrice Webb, vol. 4:1924-1943: The Wheel of Life, Harvard University Press, Cambridge (Massa-chusetts), 1985 (23 de septiembre de 1931 y 10 de octubre de 1931).

4. Ibidem.5. Ibid., p. 272.

568

NOTAS

6. Ibid. (14 de mayo de 1932).7. Ibidem.8. Ibid, (2 de septiembre de 1931).9. Ibidem.10. Ibidem.

11. Walter Duranty, New York Times, 13 de noviembre de 1932, p.'l.12. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 4, pp. 299-301,315 y 328 (29

de marzo de 1933, 30 de marzo de 1933, 21 de octubre de 1933,22 de febre-ro de 1934).

13. Beatrice y Sidney Webb, Soviet Communism:A New Civilization,Long-mans, Green & Co., Londres, 1935, p. 265.

14. Bertrand Russell, Autobiogmphy, George Alien & Unwin, Londres,1967, pp. 74-75 (hay trad. cast.: Autobiografía, Edhasa, Barcelona, 2010).

15. Robert Conquest, Reflections on a Ravaged Century,W. W Norton &Co., Nueva York, 2001, p. 148.

16. John Maynard Keynes, Collected Writings, vol. 23: Activities 1940-1943,Macmülan, Londres, 1979, p. 5.

17. Malcomí Muggeridge, Chronicles ofWasted Time, vol. 1: The GreenStick, William Morrow, Nueva York, 1973, p. 207.

18. MacKenzie, Diary of Beatrice Webb, vol. 4, p. 371 (19 de junio de 1936).19. John Maynard Keynes a Kingsley Martin, 1937, en The Collected Wri-

tings ofjohn Maynard Keynes, vol. 28: Social, Political and Literary Writings, Mac-millan, Londres, 1928, p. 72.

20. John Maynard Keynes, citado en Muggeridge, Chronicles, p. 469.21. John Maynard Keynes, «Democracy and Efficiency», New Statesman

and Nation, 28 de enero de 1939.22. Ibidem.23. Rita McWilliams Tullberg, «Alfred Marshall and Evangelicalism», en

Claudio Sardoni, Peter Kriesler, Geoffrey Colin Harcourt, eds., Keynes, Post-Keynesiamsm and Political Economy,V$ychólogy Press, Londres, 1999, p. 82.

24. Austin Robinson a Joan Robinson, documentos de Robinson, Archi-vo del King's College.

25. Comandante general sir Edward Speers, «Forward», en sir Frederick Mau-rice y Nancy Maurice, The Maurice Case, Archon Books, Londres, 1972, pp. 95-96.

26. Citado en Marjorie Shepherd Turner, Jotm Robinson and theAmericans,M. E. Sharpe, Nueva York, 1989, p. 13.

27. Margaret Gardiner, A Scatter of Memories, Free Association Books,Londres, 1988, p. 65.

28. Entrevista con Geoffrey Harcourt, Jesús College, Universidad de

Cambridge, 2000.

569

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NOTAS

29. Joan Robinson a Richard Kahn, s.f., noviembre de 1930.30. Joan Robinson a Stevie Smith.31. Ibidem.32. Austin Robinson a Joan Robinson, s.f., abril de 1926.33. Diary ofBeatrice Webb.34. Dorothy Garratt a Joan Robinson, 26 de enero de 1932.35. Joan Robinson a Richard Kahn, marzo de 1931.36. Ibidem.37. Nahid Aslanbeigui y Guy Oakes, The Provocative Joan Robinson: The

Making ofa Cambridge Economista Duke University Press, Durham, 2009.38. James Meade, citado en George R. Feiwell Jo¿m Robinson and Modern

Economic Theory, New York University Press, Nueva York, 1989, p. 917.39. Ibid., p. 916.40. Aslanbeigui y Oakes, The Provocative Joan Robinson.41. Joan Robinson a Austin Robinson, 11 de octubre de 1932.42. Joan Robinson a Richard Kahn, trimestre de otoño, 1932; Joan

Robinson a Austin Robinson, 11 de octubre de 1932; Richard Kahn a Joan R o -binson.

43. Joan Robinson a Richard Kahn, 2 de marzo de 1933.44. Joan Robinson, introducción a The Theory of Employment, Macmillan,

Londres, 1969, p. xi.

45. Richard Kahn a Joan Robinson, marzo de 1933.46. Joseph Schumpeter, «Review ofjoan Robinson s Theory of Imper-

fect Competition»,_/b«rmz/ qfPolitical Economy, 1934.47. Dorothy Garratt a Joan Robinson, 25 de mayo de 1934.48. Joan Robinson a Richard Kahn, 5 de septiembre de 1934.49. John Maynard Keynes a Richard Kahn, 19 de febrero de 1938.50. Andrew Boyle, Climate qJTreason, Hutchinson, Londres, 1979, pp. 63

y 453 (nota 4).

51. GeofTrey Harcourt, «Joan Robinson», Economic Journal.52. Joan Robinson, «Review of The Nature ofthe Capitalist Crisis by John

Strachey», Economic Journal, 46, n.° 182, junio de 1936, pp. 298-302.

53. Joan Robinson, «Review of Britain Without Capitalists», EconomicJournal, diciembre de 1936.

54. Taqui Altounyan, Chimes from a Wooden Bell, I. B.Taurus & Co., Lon-dres, 1990; inAleppo Once,]o\m Murray, Londres, 1969.

55. Ernest Altounyan a Joan Robinson, 30 de mayo de 1936.56. Agatha Christie, Murder on the Orient Express, Collins, Nueva York,

1934,p. 17 (trad. de Eduardo Machado Quevedo, Asesinato en el Orient ExpressRBA, Barcelona, 2011, cap. 1).

570

NOTAS

57. Citado en Altounyan, Chimes Jrom a Wooden Bell58. Entrevista con Frank Hahn, Churchill College, Universidad de Cam-

bridge, 2000.

12. La guerra de los economistas: Keynes y Friedman en el Ministerio de Ha-cienda

1. John Maynard Keynes, How to Pay Jor the War, Macmillan, Londres,1940, p. 17 (trad. de Jordi Pascual, «Cómo pagar la guerra», en Ensayos de per-suasión, Crítica, Barcelona, 1988, p. 381).

2. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, octubre de 1940.3. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, vol. 3: Fighting Jor Freedom,

1937-1946,Viking, Nueva York, 2001, p. 51.4. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 19 de marzo de 1934 (documentos

de Machlup, caja 43, carpeta 15).5. John Maynard Keynes, «Paying for theWar I: The Control of Con-

sumption», Times, Londres, 14 de noviembre de 1939, p. 9, y «Paying for theWar II: Compulsory Savings», Times, Londres, 15 de noviembre de 1939, p. 9(«Cómo pagar la guerra», en Ensayos de persuasión.)

6. Skidelsky, Keynes, vol. 3: Fighting Jor Freedom, p. 142.7. John Maynard Keynes a F. A. Hayek, citado en Skidelsky, ibid., p. 56.8. John Maynard Keynes a J.T. Sheppard, 14 de agosto de 1940.9. Skidelsky, Keynes, vol. 3, p. 179.10. Winston Churchill a Clementine Churchill, 18 de julio de 1914, en

Mary Soames, Winston and Clementine: The Personal Letters oj the Churchills,Houghton Mifflin Harcourt, Nueva York, 2001, p. 96.

11. John Maynard Keynes a Russell Leffmgwell, 1 de julio de 1942.12. John Maynard Keynes a P. A. S. Hadley, 10 de septiembre de 1941.13. «Wheeler Doubts President Will Order Convoys», Chicago Daily Tri-

bune, 10 de mayo de 1941.14. Sir John Wheeler Bennet, NewYork Times, 24 de noviembre de 1940, p. 7.15. Alan Milward, War, Economy and Society, 1939-1945, University of

California Press, Berkeley, 1979, p. 49.16. Gerhard L. Weinberg, A World atArms:A Global History oj World War

II, Cambridge University Press, Cambridge, 2005; David Kennedy, Freedomfrom Fear: The American People in Depression and War, Oxford University Press,Oxford, 1999, p. 446.

17. Winston Churchill a Franklin D. Roosevelt, 7 de diciembre de 1940,archivos sobre grandes diplomáticos británicos.

571

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NOTAS

18. Franklin D. Roosevelt, conferencia de prensa en la Casa Blanca, 17 dediciembre de 1940, http://docs.fdrlibrary.marist.edu/ODLLPc2.html.

19. Ibidem.20. Franklin Roosevelt, «Charla junto al fuego» (alocución radiada), Casa

Blanca, 29 de diciembre de 1940, http://docs.fdrlibrary.marist.edu/122940.html.21. Winston S. Churchill a Franklin D. Roosevelt, 31 de diciembre de

1940, en Martin Gilbert, ed., The Churchill War Papers,W. W. Norton & Co.,NuevaYork,2000,3,11.

22. Winston S. Churchill a sir Kingsley Wood, 20 de marzo de 1941, enGilbert, The Churchill War Papers, 3, 372.

23. Franklin D. Roosevelt, alocución de campaña, Boston, 30 de octubrede 1940, www.presidency.ucsb.edu.

24. Franklin D. Roosevelt, conversación en el Despacho Oval con cola-boradores no identificados, 4 de octubre de 1940, transcripciones oficiales dela Casa Blanca, 48-61, 1, Biblioteca y Museo Presidencial Franklin D. Roose-velt, Hyde Park, Nueva York, http://docs.fdrlibrary.marist.edu:8000/transcr7.html.

25. Weinberg, A World atArms, p. 240.26. John Maynard Keynes, citado en Skidelsky, Keynes, vol. 3: Fightingfor

Freedom,p. 102.27. Paul A. Samuelson, en The Corning of' Keynesianism, p. 170.28. Ibidem.29. Citado en Skidelsky, Keynes, vol. 3: Fightingfor Freedom, p. 116.30. John Kenneth Galbraith, A Life in Our Times,31. F. Scott Fitzgerald, This Side ofParadise, Nueva York, 1920 (A este lado

del paraíso; trad. de Francisco Gurza, Schapire, Montevideo, 1974, p. 27).32. Milton Friedman y Rose Friedman, Two Lucky People, University of

Chicago Press, Chicago, 1998.33. Ibidem.34. Ibidem.35. Ibidem.

36. Herbert Stein, Presidential Economics: The Making of Economic Policyfrom Roosevelt to Clinton, American Enterprise Institute, Washington, 1994.

37. Friedman y Friedman, Two Lucky People.38. Ibid., p. 107

39. Galbraith, A Life in Our Times, p. 163 (trad. de José Antonio Bravo,Memorias: una vida de nuestro tiempo, Grijalbo, Barcelona, 1982, p. 188).

40. Ibidem. Galbraith fue asistente y después subdirector de la División dePrecios. Richard Gilbert, George Stigler,Walter Salant y Herbert Stein forma-ban parte del equipo económico de la Oficina de Administración de Precios.

572

NOTAS

41. Citado en ibid.,p. 133 (Memorias: una vida de nuestro tiempo, p. 155). LaNormativa de Precios Máximos de 1942 entró en vigor el 28 de abril.

42. Friedman y Friedman, Two Lucky People, p. 113.Véase también Mil-ton Friedman y Walter Salant, American Economic Review, 32, junio de 1942,pp. 308-320; Milton Friedman, «The SpendingsTax as aWartime Fiscal Mea-sure», American Economic Review, marzo de 1943, pp. 50-62.

43. Friedman y Friedman, Two Lucky People.44. Ibid.,p. 11345. Ibidem.46. El impuesto sobre los salarios se aplicaba en un principio a los ingre-

sos de 1943, pero el Plan Ruml, objeto del debate de 1942, obligó a aplicarloa los de 1942. La Ley de Rentas se aprobó el 21 de octubre de 1942 y la Leyde Pago Directo de los Impuestos, el 9 de junio de 1943.

47. Friedman y Friedman, Two Lucky People.48. IW¿.,p. 116.49. Isaiah Berlin, Washington Dispatches, 3 de marzo de 1942, p. 25.50. Ibidem.51. Herbert Stein, Presidential Economics, p. 68.

13. Exilio: Schumpeter y Hayek en la Segunda Guerra Mundial

1. Friedrich Hayek, The Road to Serfdom, University of Chicago Press,Chicago, 1944 (trad. de José Vergara, Camino de servidumbre, Alianza, Madrid,2011).

2. Joseph Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, Harper & Co.,Nueva York, 1942 (trad. de José Díaz García: Capitalismo, socialismo y democracia,Folio, Barcelona, 1984, p. 101).

3. Ibidem.4. Joseph Schumpeter a Irving Fisher, 18 de febrero de 1946.5. Joseph Schumpeter, diario, 30 de octubre de 1942.6. John Hicks, «The Hayek Story», en Critical Essays in Monetary Theory,

Oxford University Press, Oxford, 1967.7. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, enero de 1935.8. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 1 de mayo de 1936.9. Friedrich Hayek a Fritz Machlup.10. Friedrich Hayek a lord Macmillan, 9 de septiembre de 1939.11. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 14 de diciembre de 1940.12. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 21 de junio de 1940.13. Friedrich Hayek a Alvin Johnson, 8 de agosto de 1940.

573

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NOTAS

14. Frieclrich Hayek a Alfred Schutz, 26 de septiembre de 1943.15. Friedrich Hayek a Fritz Machlup.16. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 21 de junio de 1940.17. Friedrich Hayek a Herbert Furth, 27 de enero de 1941.18. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 2 de enero de 1941.19. Friedrich Hayek a Fritz Machlup.20. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, 31 de julio de 1941.21. Friedrich Hayek, The Road to Setfdom (trad. de JoséVergara, Camino de

servidumbre, Alianza, Madrid, 2011, p. 39).22. Ihidem.23. Ibid., p. 135 (Camino de servidumbre, pp. 197-198.)24. Friedrich Hayek, «The Road to Serfdom: Address Before the Econo-

mic Club of Detroit, April 23,1945», mecanografiado, Institución Hoover.25. Citado en Fritz Machlup a Friedrich Hayek, 21 de enero de 1943.26. OrdwayTead a Fritz Machlup, 25 de septiembre de 1943.

Acto terceroC O N F I A N Z A

Prólogo. Nada que temer

1. James MacGregor Burns, Roosevelt: The Soldier ofFreedom, 1940-1945,Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970, p. 424.

2. Franklin Delano Roosevelt, «Economic Bill of Rights», discurso sobreel Estado de la Unión, 11 de enero de 1944, transcripción, Biblioteca y MuseoPresidencial Franklin D. Roosevelt, Hyde Park, Nueva York, http://www.fdr-library.marist.edu/archives/stateoftheunion.html.

3. Ibidem.4. James McGregor Burns, Roosevelt: The Soldier ofFreedom, vol. 2, Har-

court Brace Jovanovich, Nueva York, 1970, p. 426.5. John Maynard Keynes a sir J. Anderson, 10 de agosto de 1944, citado

en Robert Jacob Alexander Sidelsky, John Maynard Keynes, vol. 3: Fighting forFreedorn,Viking Press, Nueva York, 2001, p. 360.

6. Gunnar Myrdal, «Is American Business Deluding Itself?», Atlantic Month-ly, noviembre de 1944, pp. 51-58.

7. Roosevelt, discurso sobre el Estado de la Unión, 11 de enero de 1944.8. Ibidem.

9. Alvin H. Hansen, «The Postwar Economy», en Seymour E. Harris, ecL,Postwar Economic Problems, McGraw-Hill Book Company, Nueva York, 1943, p. 12.

574

NOTAS

10. Paul A. Samuelson, «Full Employment After the War», en Harris, Post-war Economic Problems, pp. 27 y 52.

11. Joseph A. Schumpeter, «Capitalism in the Postwar World», en Harris,Postwar Economic Problems, pp. 120-121.

12. Ibidem.

13. Roosevelt, discurso sobre el Estado de la Unión, 11 de enero de1944.

14. Myrdal, «Is American Business Deluding Itself?».15. George Orwell, Nineteen Eighty-Four,Penguin Classics, Londres, 2009,

p. 231 (trad. de Rafael Vázquez Zamora, 1984, Destino, Barcelona, 2010,p.247).

16. Roosevelt, discurso sobre el Estado de la Unión, 11 de enero de 1944.17. John Lewis Gaddis, The Cold War: A New History, Penguin, Nueva

York, 2006, p. 14.18. John Maynard Keynes, The General Theory (1936), Macmillan & Co.,

Londres, 1954, pp. 383-384 (Teoríageneral del empleo, el interés y el dinero; trad. deEduardo Hornedo, RBA, Barcelona, 2004).

14. Pasado y futuro: Keynes en Bretton Woods

1. Franklin Delano Roosevelt, mensaje a los delegados de la Conferenciade Bretton Woods, julio de 1944.

2. John Maynard Keynes a Florence Keynes, 28 de junio de 1944.3. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, vol. 3: Fighting for Freedom

193 7- í 946, Viking, Nueva York, 2000, p. 343.4. John Maynard Keynes a Friedrich Hayek, julio de 1944.5. John Maynard Keynes, «My Early Beliefs», en Essays in Biography.6. Lionel Robbins, Autobiography of an Economist, Macmillan, Londres,

1976.7. John Maynard Keynes a Friedrich Hayek, julio de 1944.8. Lydia Keynes, citada en Liaquat Ahmed, Lords of Finance:The Bankers

Wlio Broke the World, Penguin, Nueva York, 2009.9. Cordell Hull, The Memoirs of Cordell Hull, Macmillan, Nueva York,

1948,1,81.10. Documentos de Harry DexterWhite, Archivo de la Universidad de

Princeton.11. Skidelsky, Keynes, vol. 3: Fighting for Freedom, p. 348.12. Ibidem.13. Ibidem.

575

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NOTAS NOTAS

15. Camino de servidumbre: Hayek y el milagro alemán

1. George Orwell, reseña de Camino de servidumbre (1944).2. Isaiah Berlín, 31 de marzo de 1945, Washington Despatches, 1941-1945:

Weekly Political Reportsfrom the British Embassy, University of Chicago Press,Chicago, 1981.

3. Berlin, Despatches, 6 de mayo de 1945.4. Berlin, Despatches, 10 de junio de 1945.5. Friedrich Hayek a Fritz Machlup, y «Mensaje al Congreso sobre la

concentración del poder económico», 29 de abril de 1938.6. Marquis Childs, «Washington Calling: Hayek's "Free Trade"», Wash-

ington Post, 6 de junio de 1945, http://www.proquest.com.ezproxy.cul.colum-bia.edu/ (consultado el 10 de febrero de 2011).

7. George Kennan, Memoirs 1925-1950, Atlantic Monthly Press, NuevaYork, 1967, p. 292 (hay trad. cast.: Memorias de un diplomático, Luis de Caralt,Barcelona, 1972).

8. Friedrich Hayek a Lydia Keynes, 21 de abril de 1946.9. Harry S.Truman, 12 de marzo de 1947, transcripción de la Doctr ina

Truman (1947), http://www.ourdocuments.gov/; Robert A. Pollard, EconomicSecurity and the Origins ofthe Cold War, 1945-1950, Columbia University Press,Nueva York, 1985, p. 123, http://questia.com.

10. Friedrich Hayek, «Opening address to a conference at Mont Pelerin»,1947, P. G. Klein, ed., The Collected Works ofEA. Hayek, Volume IV:The FortunesofLiberalism, University of Chicago Press, Chicago, 1992, p. 238.

11. Friedrich A. Hayek, Nobel Prize Winning Economist Friedrich A. von Hayek 7

University of California/Los Angeles Oral History Program, Los Angeles, 1983,http:// www.archive.org/stream/nobelprizewinninOOhaye#page/n 11 /mode /2up .

12. Statement ofAims, Sociedad Mont Pelerin, https://www.montpelerin.org/montpelerin/mpsGoals.html.

13. Intervención de Orson Welles en El tercer hombre, 1949, en R o b e r tAndrews, The Columbia Dictionary of Quotations, Columbia University Press,Nueva York, 1993, p. 888.

14. Citado en Kurt R. Leube, «Hayek in War and Peace»s Hoover Digesty

n.° 1,2006.

15. Ray Monk, Wittgenstein:The Duty of Genius, Penguin Books, N u e v aYork, p. 518.

16. Friedrich Hayek, Hayek on Hayek: An Autobiographical Dialoga StephenKresge, ed., University of Chicago Press, Chicago, 1994, pp. 105-106.

17. Austin Robinson, First Sight ofPostwar Germany, May-June, í £45, T h eCanteloupe Press, Cambridge, 1986.

18. Ibidem.

19. John Maynard Keynes a Austin Robinson, junio de 1945.20. Ludwig Erhard, Germany's Comeback in the World Market, Macmillan,

Nueva York, 1954.

16. Instrumentos de dominio: Samuelson viaja a Washington

1. Citado en Philip Saunders y William Walstead, The Principies ofEcono-mics Course, McGraw-Hill, Nueva York, 1990, p. ix.

2. Paul A. Samuelson, The Samuelson Sampler, Thomas Horton & Co.,Glen Ridge (NuevaYork), 1973, p. vn.

3. Paul A. Samuelson y Everett Hagen, «Studies in Wartime Planningfor Continuing Full Employment», Consejo Nacional de Planificación deRecursos, Washington, 1944; Paul A. Samuelson et al, After the War 1918-1920, Consejo Nacional de Planificación de Recursos, 1943; y Paul A.Samuelson et al, Consejo Nacional de Planificación de Recursos, Wash-ington, 1942).

4. Paul Samuelson, Conferencia Godkin I.5. Alan Millward, War, Economy and Society, 1939-1945, University of Ca-

lifornia Press, Berkeley, 1980.6. Will Lissner, New York Times, 3 de septiembre de 1944, p. 23.7. David M. Kennedy, loe. cit.8. Paul Samuelson, «Unemployment Ahead and the Corning Economic

Crisis», New Republic, septiembre de 1944.9. Citado en Polenberg, p. 94.10. Entrevista, Paul Samuelson.11. Paul A. Samuelson y William Nordhaus, Economics: The Original í 948

Edition, p. 573.12. Robert Surnmers, padre de Lawrence Summers. Él y Harold Samuel-

son, el hermano mayor de Paul Samuelson, se pusieron el apellido «Summers»para evitar actitudes antisemitas.

13. Florence Wieman, South Chicago, The Scroll, mayo de 1930.

14. Paul A. Samuelson, «Reflections on the Great Depression», mecano-

grafiado.15. 2Wd.,p.58.

16. Paul A. Samuelson,«How Foundations Carne To Be», Journal of Econo-

mic Líterature, 1998, p. 1.376.17. Tsuru Shigeto, «Reminiscences of Our"Sacred Decade ofTwenties'X

Tíie American Economist, otoño de 2007.

576 577

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NOTAS

18. Samuelson, «Reflections on the Great Depression».19. Herbert Stein, Presidential Economics.20. Paul A. Samuelson, entrevista.21. Joseph Schumpeter a Paul A. Samuelson, 3 de noviembre de 1947r.22. Robert Maynard Hutchins, citado en David Kennedy, Freedom frorn

FearThe American People in Depression andWar, Oxford University Press, Oxford,2001.

23. Paul A. Samuelson a F. Wheeler Loomis, director del Laboratorio deRadiaciones del MIT, 26 de abril de 1945.

24. Kenneth Elzinga, «The Eleven Principies of Economics», SouthernEconotnk Review, abril de 1992.

25. Stanley Fisher, entrevista con Paul A. Samuelson, transcripción meca-nografiada.

26. William F. Buckley, God and Man at Yak, Regnery Gateway, Wash-ington, 1951.

27. Ibid., p. 49.28. Ibid.,p. 60.29. Ibid.,p. 81.

30. Paul A. Samuelson, Economics, McGraw-Hill, Nueva York, 1948, p. 412(hay trad. cast.: Economía, McGraw-Hill/Interamericana de España, Madrid ,2010,19.a ed.).

31. Ibid.,p. 434.32. Ibid.,p. 152.33. Ibid., p. 380.34. /W¿.,p.433.35. Ibid.,p. 3.36. IM.,p. 584.

37. Paul A. Samuelson, Economics, 4.a ed., McGraw-Hill, Nueva Yorkpp. 209-210.

38. Samuelson, Economics, 1.a ed., p. 607.39. Ibid,, p. 271.

17. La gran ilusión:Joan Robinson en Moscú y en Pekín

1. Joan Robinson, conferencia impartida en la Universidad de Cambr id -

* * *

578

NOTAS

3. Ibid.,pp. 6,21 y 23-24.

4. Alee Cairncross, «The Moscow Economic Conference», Soviet Studies,vol. 4, n.° 2, octubre de 1952, p. 114.

5. Robinson, Conference Sketch Book, p. 5.6. Robinson, Conference Sketch Book, pp. 7-8; Cairncross, «The Moscow

Economic Conference», p. 119.7. Robinson, Conference Sketch Book, p. 23.8. «Russia:Two Faces West», Time, 14 de abril de 1952.9. Robinson, Conference Sketch Book, p. 11.10. International Economic Conference in Moscow, Comité para la Promo-

ción del Comercio Internacional, Moscú, 1952; Oleg HoefFding, «East-WestTrade Possibilities:An Appraisal of the Moscow Economic Conference», Ame-rican Slavic and East European Review, 1953; Richard B. Day, Cold War Capita-lism: The Viewfrom Moscow, Í945-1975, M. E. Sharpe, Armonk (NuevaYork),1995, p. 79.

11. International Economic Conference, p. 85.12. Robinson, Conference Sketch Book, p. 28.13. Ibidem.14. JWd.,pp.3y5.15. Joan Robinson a Richard Kahn, 4 de abril de 1952, documentos de

Richard Ferdinand Kahn, KFK/13/90/5, King's College, Universidad de Cam-bridge.

16. Paul Samuelson, «Remembering Joan», en G. R, Feiwell, tá.,JoanRobinson and Modern Economic Theory, Macmillan, Londres, 1989, p. 135.

17. Paul Preston, Michael Partridge y Piers Ludlow, «British Documentson Foreign AfFairs: Reports and Papers from the Foreign Office ConfidentialFrint», Lexis Nexis, 2006.

18. Cairncross, «The Moscow Economic Conference», pp. 113 y 118.19. Economic Problems ofSocialism in the U.S.S.R., International Publishers,

Nueva York, 1952, pp. 26 y 30 (sin nombre de traductor: «Los problemas eco-nómicos del socialismo en la URSS», en Obras escogidas de J.V Stalin, CasaEditora «8 Néntori», Tirana, 1961). Las «Observaciones sobre cuestiones deeconomía relacionadas con la discusión de noviembre de 1951», firmadas porStalin, se distribuyeron el 7 de febrero de 1952 entre los miembros del Comi-té Central que preparaban un manual sobre la teoría económica soviética. Las«Observaciones» se publicaron unos meses después que la versión inglesa deLos problemas económicos.

20. John Lewis Gaddis, We Now Know: Rethinking Cold War History,Oxford University Press USA, Nueva York, 1997, p. 195.

21 . Stalin, Economic Problems ofSocialism, p. 27.

579

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NOTAS

22. Richard B. Day, Cold War Capitalism: The Viewfrorn Moscow, 1945-1975, M. E. Sharpe, Armonk (NuevaYork), 1995, p. 76.

23. Ethan Pollock, «Conversations with Stalin on Questions of PoliticalEconomy», julio de 2001, documento de trabajo n.° 33, proyecto de historiainternacional sobre la guerra fría, Centro Internacional Woodrow Wilson,http://www. wilsoncenter.org/topics/pubs/ACFB07.pdf.

24. Robinson, Conference Sketch Book.25. Geoffrey Colin Harcourt, «Some Reflections on Joan Robinson's

Changes of Mind andTheir Relationship to Post-Keynesianism and the Eco-nomics Profession», en Capitalism, Socialism and Post-Keynesianism: Selected Es-says of George Harcourt, Edward Elgar, Cheltenham, 1995, p. 111.

26. Joan Robinson, The Problem of Full Employment: An Outlinefor StudyGíreles,Workers Educational Association, Londres, 1943.

27. Stephen Brooke, «Revisionists and FundamentalistsrThe Labour Par-ty and Economic Policy During the Second World War», Histórica! Journal,marzo de 1989, p. 158.

28. Elizabeth Durbin, NewJerusalems:The Labour Party and the Economicsof Democratic Socialism, Routledge & Keegan Paul, Londres, 1985, p. 164.

29. Citado en C.W. GuiUebaud, «Review of Joan Robinson, Prívate En-terprise or Public Control: Handbook for Discussion Groups», Económica, 10, n.° 39,agosto de 1943, p. 265.

30. J. E. King, «Planning for Abundance: Joan Robinson and NicholasKaldor, 1942-1945», en European Society for the History of EconomicThought, Political Events and Economic Ideas, Elgar, Londres, p. 307.

31. Jonathan Schneer, «Hopes Deferred or Shattered:The British LabourLeft and the Third Forcé Movement, 1945-1949», Journal ofModern History,junio de 1984, p. 197.

32. Iósiv Stalin, reunión de los camaradas Stalin y H. Pollitt, 31 de mayode 1950, transcripción, Archivo Estatal Ruso de Historia Política y Social,p.4.

33. Eric Shaw, Discipline and Discord in the Labour Party, University ofManchester Press, Manchester, 1988.

34. Harold Laski, The Secret Battalion, panfleto de 1946 en defensa de lapostura del Partido Laborista contra la solicitud de afiliación al Partido Comu-nista de Gran Bretaña.

35. Joan Robinson, «Preparation for War», Cambridge Today, octubre de1951, reimpreso en Monthly Review, n.° 2,1951, pp. 194-195.

36. Richard Gardner, Sterling Dollar Diplomacy:Anglo-American Collabora-tion in the Reconstruction of Multilateral Trade, Clarendon, Londres, 1956, p. 298.

37. Schneer, «Hopes Deferred or Shattered».

580

NOTAS

38. Joan Robinson, BBC, London Forum, 25 de junio de 1947 citado enibid, p. 221.

39. «Why the CP Says Reject the Marshall Plan», 5 de julio de 1947, ci-tado en Keith Laybourn, Marxism in Britain: Dissent, Decline and Re-emergence,1945-c. 2000, Taylor & Francis, Nueva York, 2006, p. 35.

40. Robert Solow, citado en Marjorie Shepherd Turner, Jo¿m Robinsonand theAmericans, M. E. Sharpe, Armonk (NuevaYork), 1989, p. 143.

41. Joan Robinson a Richard Kahn, Archivo del King's College.42. Christopher Andrew, Defend the Realm: The Authorized History ofMB,

Alfred A. Knopf, Nueva York, 2009, p. 400; Marjorie S.TurnerJoaw Robinsonand the Americans, p. 86; Percy Timberlake, The 48 Group: The Story of the Ice-breakers in China, 48 Group Club, Londres, 1994.

43. Milton Friedman y Rose Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Uni-versity of Chicago Press, Chicago, 1998, pp. 245-246.

44. Robert Clower, citado en Turner, Joan Robinson and the Americans,p. 133.

45. Alvin L. Marty, «A Reminiscence of Joan Robinson», American Econo-mic Association Newsletter, octubre de 1991, pp. 5-8.

46. Arthur Pigou a John Maynard Keynes, junio de 1940, Archivo delKing's College.

47. Michael Straight, citado en Turner, Joan Robinson and the Americans,

p.56.48. Brian Loasby, «Joan Robinson's WrongTurning», en Ingrid H. Rima,

ed., The Joan Robinson Legacy, M. E. Sharpe, Londres, 1991, p. 34.49. Joan Robinson, «Mr. Harrod's Dynamics», Economic Journal, marzo de

1949, p. 81.50. Joan Robinson, «Review of Joseph Schumpeter, Capitalism, Socialism

and Democracy», Economic Journal, 1943.

51. Sidney Hook, «Review of Rosa Luxemburg, The Accumulation of Ca-

pital, with a Preface byjoan Robinson», 1951.

52. Joan Robinson, The Accumulation of Capital, Macmillan, Londres, 1956

(hay trad. cast.: La acumulación de capital, Fondo de Cultura Económica, Méxi-

co, 1960).

53. Roy Forbes Harrod, Towards a Dynamic Economics, Macmillan, Lon-

dres, 1948.54. Robinson, «Mr. Harrod's Dynamics», p. 85.

55. Joan Robinson, «Model of an Expanding Economy», Economic Jour-

nal, marzo de 1952.56. Joan Robinson, Letters from a Visitor to China, Students' Bookshop,

Cambridge, 1954, p. 8.581

Page 299: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

NOTAS

57. Joan Robinson, «Has Capitalism Changecl?», Monthly Review, 1961.58. Samuelson, «Rememberingjoan»,pp. 121-143.59. Stanislaw H.Wellisz, reseña, Revíew ofEconomics and Statistics, 40, n.° 1,

febrero de 1958, pp. 87-88.60. Elizabeth S. Johnson y Harry G. Johnson, The Legacy ofKeynes, Basil

Blackwell, Oxford, 1978.61. Samuelson, «Remenibering Joan».62. Abba Lerner, «The Accumulation of Capital», American Economic Review,

septiembre de 1957, pp. 693 y 699.63. L. R. Klein,« The Accumulation of Capital by Joan Robinson», Econome-

trica, 26, n.° 4, octubre de 1958, pp. 622 y 624.64. Robert Solow, «Technical Change and the Aggregate Production

Function», Review ofEconomics and Statistics, 39, n.° 3, agosto de 1957; p. 320; yRobert Solow, citado en Turner, Joan Robinson, p. 143.

65. Joan Robinson, Prívate Enterprise or Public Control, English UniversityPress Ltd., Londres, pp. 13-14.

66. Citado en Jason Becker, Hungry Ghosts: Mao}s Secret Famine, Macmil-lan, Londres, 1998, p. 292.

67. George J. Stigler, reseña de Economic Philosophy de Joan Robinson,The Journal ofPolitical Economy, 71, n.° 2, abril de 1963, pp. 192-93 (la cursivaes mía).

18. Cita con el destino: Sen en Calcuta y en Cambridge

1. Amartya Sen, Development as Freedom, Alfred A. Knopf, Nueva York,1999, p. 36 (trad. de Esther Rabasco y Luis Toharia, Desarrollo y libertad, Plane-ta, Barcelona, 2000, p. 55).

2. Sankar Ray, «The Third World Apologist Finally Strikes», Calcutta On-line, 15 de octubre de 1998, http://www.nd.edu/~kmukhopa/cal300/sen/artlO14m.htm.

3. Real Academia Sueca de las Ciencias, «The Prize in Economics 1998: PressReléase», nota de prensa, 14 de octubre de 1998,http://nobelprize.org/nobel__prizes/economics/laureates/1998/press .html.

4. John B. Seely, The Road Book ofIndia,JM. Richardson & G.B.Whittaker,Londres, 1825, p. 12: «Dhaka [...] es célebre por manufacturar las gasas másbellas y refinadas». Este tipo de telas eran un tema recurrente en las cartas queJane Austen envió a su hermana Cassandra. En La abadía de Northanger (1818),un posible pretendiente fascina a una carabina con el «fabuloso lote» que com-pró para un vestido largo de su hermana, fabricado en «auténtica gasa india».

582

NOTAS

5. WiHiam Sproston Caine, Picturesque India:A Handbookfor European Tra-vellers, George Routledge & Sons Limited, Londres, 1891, p. 367.

6. Amartya Sen, entrevistado por la autora. Si no se indica lo contrario, lascitas de Amartya Sen proceden de conversaciones y entrevistas con la autora.

7. Archibald Percivel Wavell a Winston Churchill, telegrama de febrero de1944, en Penderel Moon, ed., Wavell: The Viceroy's Journal, Oxford UniversityPress, Oxford, 1973, p. 54.

8. Amartya Sen, «Autobiography», http://nobelprize.org/nobel_prizes/economics/laureates/1998/sen-autobio.html.

9. Ibidem.10. Amita Sen, entrevista de la autora.11. Indira Gandhi, Selected Speeches and Writings of Indira Gandí, vol. 5:

January 1, 1982-October 30, Í9S4, Publications División, Ministry of Informa-tion and Broadcasting, Government of India, Delhi, 1986, p. 457.

12. Arjo Klamer, «A Conversación with Amartya Sen», Journal of EconomicPerspectives, 3, n.° 1, invierno de 1989, p. 148.

13. Jean Dréze y Amartya Sen, India, Development and Politícs, OxfordUniversity Press, Oxford, 2002, p. 3.

14. Amartya Sen, «The Impossibility of a Paretian Liberal», Journal ofPoli-tical Economy, 78, 1970, pp. 152-157 (hay trad. cast.: «La imposibilidad de unliberal paretiano», Hacienda Pública Española, 44,1977, pp. 304-307).

15. Dréze y Sen, India, Development and Politics, p. 2.16. Indicadores de desarrollo del Banco Mundial (consultado el 13 de

abril de 2011), http://data.worldbank.org/indicators.

Epílogo. Imaginar el futuro

1. John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest andMoney, Harcourt, Brace, Nueva York, 1936, p. 383 {Teoría general del empleo, elinterés y el dinero; trad. de Eduardo Hornedo, RBA, Barcelona, 2004, p. 398).

2. Robert Solow, «Faith, Hope and Clarity», en David Colander y AlfredWiHiam Coats, eds., The Spread of Economic Ideas, Cambridge University Press,Cambridge (Massachusetts), 1993, p. 37.

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índice alfabético

Academia Británica, 442, 480acciones, 298-299, 465

cartera diversificada, 336

crac bursátil de 1929,311,339-341,346-347

crac bursátil enViena en 1924,300Fisher sobre las, 336-338índice de cotizaciones, 334-336,345y la Gran Depresión, 341-342, 353-356,

366y la Segunda Guerra Mundial, 398

Acuerdos de Bretton Woods, 440-442, 447Adler, Friedrich, 255Adler, Solomon, 489Administración para el Progreso del Em-

pleo, 366África, 482,491, 504agricultura, 53,126,133,136,374

y la Gran Depresión, 342, 358, 359,360

y la Primera Guerra Mundial, 239Alberto, príncipe, 46,54Aldrich, Winthrop, 440Alemania, 15, 32, 33,45,47,175,188, 200,

274

bienestar social, 159

Blitzkrieg, 393charlas con Austria sobre el Anschluss,

245,249,258-260economía, 175,202-206,213industria, 243,370

nazi, 331, 366, 370, 371, 397, 413, 425,434,435,440

reparaciones de guerra, 261, 274-292,322,447

sociedad alemana, 36,243,322trabajo, 243milagro económico, 447y el Plan Marshall, 447y la Gran Depresión, 370y la Primera Guerra Mundial, 226-228y la Segunda Guerra Mundial, 390-409,

413,421,433-435,440,443,484Alemania oriental, 477Aliáis, Maurice, 444Altounyan, Ernest, 387-388,475,479American Economic Review, 362

Anderson, John, 446Angelí, Norman, 222Arabia Saudí, 279Aristóteles, 500Arrow, Kenneth, 480, 487,501

Elección social y palotes individuales, 501

teorema de la imposibilidad, 501Ashmead-Bardett, Ellis, 255-256Ashton,T. S., 483Asociación Americana de Economía, 175,

185,348,371Asociación Británica de Economía, 179Asociación de la Banca Estadounidense,

440Asociación Nacional de Planificación, 400

585

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ÍNDICE ALFABÉTICO

Asquith, Herbert Henry, 162, 163, 286Asquith, Margot, 286AT&T, 328Attlee, Clement, 476Austen, Jane, 13-15,22,180

Juicio y sentimiento, 13

Orgullo y prejuicio, 13-14

Austria, 181,199-203, 228-230

conversaciones sobre el Anschluss conAlemania, 245,249, 258-261

deuda de guerra, 239,248-251, 257, 259economía, 181, 202-204, 212-222, 294-

311industria, 201, 241-242, 243, 249, 257,

308invasión nazi de, 413mercado de valores, 263reparaciones de guerra, 261, 274-276,

284-285,322sistema bancario, 298-301, 350socialdemócratas, 238, 242-244, 246,

258, 294, 390y la Primera Guerra Mundial, 228-229,

233-234,235,305-307y la Segunda Guerra Mundial, 413, 443-

445

Babson, Roger, 337, 345Bagehot,Walter, 187

Lombard Street, 30

Baldwin, Stanley, 317Balfour, Arthur, 155, 158, 331banco Biedermann, 298-300Banco de Francia, 342Banco de Inglaterra, 65, 74, 198, 211, 250,

300,316,317,340,342,356Banco de la Reserva Federal de Nueva

York, 356Banco Mundial, 429, 442,478bancos, 39, 186,220,332

crisis de 1866, 64-68,69-70en la década de 1920,314-316, 333-334

Keynes sobre los, 314-316pánico de 1907,211-212quiebras de la década de 1890, 182y la Gran Depresión, 340, 342, 349-358,

359,366y la Segunda Guerra Mundial, 422

Baring, Evelyn, 208, 209, 211Barnardo,Thomas, 72Barnett, Samuel, 72, 140Baruch, Bernard, 267,285, 292, 406batalla de Inglaterra, 393batalla de las Ardenas, 451Bauer, Otto, 202, 242-244, 245, 246, 249,

252,257-258,259,260-261,308Baxter, Robert Dudley, 61Bell,Vanessa, 228,266,271,313, 318 t 350Bellamy, Edward, Looking Backwani: 2000-

Í887, 174Bentharn, Jeremy, 502Berenson, Bernard, 313Berle,Adolph,357,359Berlin, Isaiah, 62,408, 439Beveridge, William, 164,242, 331,369Bevin, Ernest, 476bienestar, 24,157-164., 175,417,421

después de la Primera Guerra Mundial,257

después de la Segunda Guerra Mundial,462,498-506

en Gran Bretaña, 24, 136-138, 157-164,369,462

Estado del bienestar moderno* 157-164,196,501

Sen sobre el, 498-506Webb sobre el, 157-164

BirkhofF, George, 458Blake, William, «La nueva Jmisalen", .WBlaug, Mark, 58,59Bóhm-Bawerk, Eugen von, 21*2, 221* 245,

307

bolchevismo, 235, 243» 251-254, 2"X 2K0,293,308,373» 443,483-4K4

Booth, Charles, 138-141,144

586

ÍNDICE ALFABÉTICO

Lahour and Life ofthe People, 144

Booth, «general» William, 72Bowles, Chester, 452Boyle, Andrew, 386Brandéis, Louis, 328Braun,Steffi,311

Brockdorff-Rantzau, Ulrich van, 245Bronté, Charlotte, 85Brooke, Rupert, 376Bryan, William Jennings, 183-184,186,189,

210,357Bryce, Robert, 457Buckley, William F.» God and Man at Yale;

Tin Supcrsritiom of «Acadvmic Free-

donv\ 4í>3

Burbank, Harold, 46H

Burke, Edmund, 14,15 ! 04

í Itidiúidúfi Jt1 la íoacddd nuturiil, 13

Burns, Arthur, 402Burm, Jamos MacGregor, 422BushA'annevar, 4f >3

Caine, Barbara, H«>CairncrusN, Alce» 47*3

canal de Siuv, Il»*.2«Ct2OHcapitalismo, 5f>-5"\ 148, 214, 217, 3U3-3ü5,

3lf i, 515. 368,4?6, 4H4-4H5Kevnes sobro el» 323, 344Marx sobro o!. 43- 4"\ 56-57, <»2, (»7,432Sohnmpotor, 411-412

hiwnas. 21-22, 2K 32, M\t 4<>, 511

*» Aiulrow, J7i

Stcc!, UiM«l

s. 21-22, 2H, 3 ! , 53» MK ?>5

í'luáwtí'k» ÍHKMII, Inf^nnt ,néw Lis lOtuiiaú*

nw -¿Kiurui tk k ¡whhhiún obrera di'

(¡rjti Ifff'Wfíu, 32

i, Auvton. 274,2H5, 2^1

Chamberlain, Joseph, 116, 125-134, 135,136-138,139,143,155,205, 274

Chamberlain, Neville, 116,391, 442Chamberlin, Edward, 457

Teoría de la competencia monopolística, 385,457

Chambers,Whittaker, 437China, 72,207,436,479,485-489

comunismo, 485-489,504Gran Salto Adelante, 488,499Robinson y, 479,485-489,490

Churchill,Wmston, 154-157,162,252,267,272,316-317,321,326,331,340, 343,344,363,376,469,476,494

Beatrice Potter Webb y, 154-157discurso sobre el Telón de Acero, 443y el Estado del bienestar, 156-157, 162-

163y el Programa de Préstamo y Arriendo,

396-399y la Segunda Guerra Mundial, 393, 411,

431,442

Clark, Gregory, 14,45Clark, John Bates, 310clase media, 40-41,295,461

británica, 40-41, 49,60,71,81,83crecimiento de la, 60

clase obrera, 35-37en Alemania, 243en Gran Bretaña, 35-37, 47, 49, 61,79-

84,85» 11U 113-114, 131, 132, 155-157

Clemenee.ui, (Jeorges, 281-383Cleveland, Círover, 183Clough^Anne, 88, <•)(>, 91Club de Economía Política de los Lunes,

378,380CacttMu,Jean, 267Coe, Frank, 489cüiectiviMiux 175, 367,416Colorni, Eva, 499í lolquiionii» Patrick, 15comidaJ 4,197,217

587

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ÍNDICE ALFABÉTICO

China, 487-488década del hambre, 21-29, 31-37, 46-47,

324escasez después de la Primera Guerra

Mundial, 237-242, 248, 254, 266existencias, 24impuestos, 27, 53India, 491-492, 499pánico de 1866,69-73precios, 21,24,53,70,183,288,295-296,

374,454,491

racionamiento durante la Segunda Gue-rra Mundial, 423

Véase también hambre

Comisión de Reparaciones Aliada, 299,310Comisión Nacional para la Conservación,

192compañía telefónica de Nueva York, 335Competencia, 23, 24, 57, 83, 85, 86, 104,

175, 177-178, 196, 288, 289, 364,382-383,385,417

Marshall sobre la, 86, 106,107,110-114Comte, Auguste, 123comunismo, 62,79,104,237,244,251-255,

280-281, 307,375,386-387Joan Robinson y el, 386-387, 472-489

Condorcet, marqués de, 22Conferencia de Bretton Woods (1944),

429-438,439,441Conferencia de Paz de París, 261-262,266-

268,276-292,434debate sobre las reparaciones, 274-292,

322

Conferencia deYalta (1945), 437, 440,443Congreso de Estados Unidos, 168,359,396,

397,398,407,467legislación fiscal, 407-409

Congreso Internacional de Economía(Moscú, 1952), 469-47r4,483

Connally,Tom,408Conquest, Robert, 375Consejo Nacional de Planificación de Re-

cursos, 400,402,450,452, 461

Cook,Thomas,56,209Coolidge, Calvin, 340, 348Cotton, Henry, 232-233crédito, 195,217,235,266, 365

después de la Primera Guerra Mundial,266,293,295,312,317,332

después de la Segunda Guerra Mundial,432

pánico de 1907,332,212Schumpeter sobre el, 217, 219, 220y la Gran Depresión, 350, 356, 366

Cuninghame,Thomas, 242,253, 255Currie, Lauchlin, 351, 400, 401, 436-438,

450,452

Dandison, Basil, 463Darwin, Charles, 22, 23, 61, 121, 122, 130,

174,176,204,330El origen de las especies, 7 8 , 1 6 0

Darwin, Leonard, 330darwim'smo social, 176, 177Davenport, John, 443deflación, 188,310, 343, 349, 355, 358

Fisher sobre la, 188-189, 193-197, 335,354, 360

Keynes sobre la, 315-316,343, 349Delano, Frederic A., 450democracia, 79, 214, 229, 234, 293, 315,

411,434,464,488,505Denison, Edward, 72depresiones, 331, 341,343, 365, 426,465

británicas en la década de 1880, 109-112

de 1907,163,210-212después de la Primera Guerra Mundial,

237-242,295-296,327-328,332-333en la década de 1890,109,180-186véase también Gran Depresión

derecho de propiedad, 35, 43, 52, 57, 85,109-110,219,221,234

de las mujeres, 52,118Marshall sobre el, 85,109-113

588

ÍNDICE ALFABÉTICO

desembarco de Normandía, 421,446desempleo, 32, 49, 60, 83, 109, 134-138,

159,161,163,304,319,343-345,383,392,400, 417,426,431,457,459,461,466, 481

después de la Primera Guerra Mundial,242,254,295,316,317,323,324,325,331-332

Fisher sobre la inflación y el, 331-334,354, 355

y la Gran Depresión, 340, 342, 343-344,347,348-349,352,355,356,362,364,366, 370

y la Segunda Guerra Mundial, 399-400deuda, 189, 195,365

Fisher sobre la, 354-356,365y la Gran Depresión, 353-356y la Primera Guerra Mundial, 239, 248-

251,257,259,274,276-284,290,312,354, 356, 392

y la Segunda Guerra Mundial, 426,432Deutsch-Franzó'sische Jahrbücher, 34,35

Dewey,Thomas E., 451Dhaka, 492-493,494Dickens, Charles, 21-29, 44, 52, 71, 81, 83,

89, 96, 103, 104-105, 106, 112, 196,507

Canción de Navidad, 25-29, 57

Casa desolada, 41

Dotnbey e hijo, 38

Grandes esperanzas, 74

Nkholas Nkklehy, 32

Oliver Twist, 25,48

Tiempos difíciles, 104

Director, Aaron, 404,443,456Dobb, Maurice, 387Doctrina Monroe, 176Doctrina Traman, 441Dorfnianjoseph, 371Dullcs, John Foster, 267Duranty, Walter, 373,374

Eccles, Marriner, 357, 400economía, 15-17,22,28

debate sobre las reparaciones de guerra,274-291

Engels sobre la, 33-37,41-47, 304escuela histórica, 202, 203Fisher sobre la, 176-189, 192-197, 316,

326-338,345-349, 351-361, 365Friedman sobre la, 402-409Hayek sobre la, 310-311, 367-370, 412-

418,425,439-445Joan Robinson sobre la, 383-389, 474-

489keynesiana, 270-272, 276-292, 313-326,

339-345,349-351,361-372, 390-401,403,409,422-428,431-433,437,442,450-452,457,461,465,482

Marshall sobre la, 80,84-88,93-114,178,196,205,218,303,465

Marx sobre la, 35-37,41-47, 54-68, 86,100,105,108,196,218,304

Mili sobre la, 51-54, 82-84Samuelson sobre la, 461-466Schumpeter sobre la, 202-205, 212-222,

229,249,302-305,370-372,410-412,424

Sen sobre la, 498-506y la Primera Guerra Mundial, 225-235,

274-291,316-317,425y la Segunda Guerra Mundial, 390-409,

412-418,421-428,436Véase también economistas concretos

economía política, 33,35, 43-47,71,79-84,85,141,176,177

cambio y, 87Marshall sobre la, 85-88, 94-114Marx y Engels sobre la, 33-37, 41-47,

54-68Mayhew sobre la, 48-51Mili sobre la, 51-54,58, 81-84Véase también economía; economistas con-

cretos

Economic Journal 179,231,379,385,485

589

Page 303: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

Económica, 415

Edgeworth, FrancisYsidro, 179, 181educación, 84,197

coeducación, 90,102de las mujeres, 84-85, 88-91,102moral, 100obligatoria, 133,154,163,193reforma de la, 84-85, 89,193universidad, 173Véase también escuelas concretas

Egipto, 198,206-214, 216,249,394,509dominio británico, 207-210,211-212economía, 208-212, 220industria, 207-210pánico de 1907,211-212

Einstein, Albert, 215,244, 307,322Eisenhower, Dwight, 446,466Eisenmenger, Anna, 247,295, 297Eliot, George, 61, 85,101,117,123

Middlemarch,92,U5,U9El molino del Floss, 89

Eliot,T.S.,378Emerson, Ralph Waldo, 97,181

«Oda, dedicada a William H. Channing»,69

empleo, 315,459,465Fisher sobre los precios y el, 331-334,

354,355y la Segunda Guerra Mundial, 396,399-

401,422,431Véase también industria; trabajo; desem-

pleoEngel-Janosi, Friedrich, 311Engels, Friedrich, 30-33,38,474, 483

«Esbozo de una crítica de la economíapolítica», 33,58

Manifiesto comunista, 43-47,56, 57,114

Marx y, 30-31, 35-37, 41-47, 54-57, 61-62,63, 65-68

La situación de la clase obrera en Inglaterra,

36-37sobre la economía, 33-37,41-47,304

Erhard, Ludwig, 448

esclavitud, 52, 82,122abolición de la, 81

espartaquistas, 244, 252esperanza de vida, 32, 45, 191, 217, 329,

353,504, 509Estados Unidos, 25,53

agricultura, 167,183,184, 188,328, 358,453

ciencia, 174Conferencia de Paz de París, 274-291crac bursátil de 1929,311,339-341,345-

347debate monetario, 186-189demócratas, 184,358depresión de la década de 1890, 180-

186economía a finales del siglo xix, 166-

171,173,180-197elecciones presidenciales de 1896, 183-

185,189elecciones presidenciales de 1932, 357-

360elecciones presidenciales de 1944, 451era progresista, 171-197guerra de Secesión, 166,171,187, 207guerra fría, 427,435, 442, 461, 466, 471,

489Hayek en, 310-311,439-442industria, 96,98,113,166-170,171,173,

180,182,184,326-329,348,397-401,451-452

keynesianismo y, 394-401Marshall en, 95-101,112mercado de valores, 178,212,336-341New Deal, 360,361,366, 372, 400,402,

423,424,436,457,461pánico de 1907,210-212patrón oro, 187-190,360Plan Marshall, 447,466,478productividad, 95-99,112-114,165-171,

182,400Programa de Préstamos y Arriendo, 396-

399

590

ÍNDICE ALFABÉTICO

prosperidad en tiempos de guerra, 421-423

relaciones con los soviéticos, 440-442,471

relaciones de Gran Bretaña con, 165-167,290-292

republicanos, 184salarios, 167

Schumpeter en, 221-222, 305,370-372sociedad, 97-101,168-171Webben, 165-171y la Gran Depresión, 16, 288, 293, 339-

372, 383,387,399,402,436,456,466y la Primera Guerra Mundial, 231, 327,

453y la Segunda Guerra Mundial, 390-409,

421-428,433-435,450-451Eucken, Walter, 444Exposición Internacional de la Electricidad,

200

fatalismo, 144, 145-154, 156, 206, 218,243,307,330,368,373

fabricas, 60, 61,78, 133, 200,487

Marshall sobre las, 103-106í '¿ase también industria; trabajo

Facultad de Economía de 1 >elhi, 490,498Falk, Oswald «Foxy», 312, 313fascismo, 293, 326, 366, 431,475Fa\vcett,Hcnry,71,82

Xfatmat de twnomia política, 14 í

Fawcctt, Millicent, 83, K5Federación de Sindicatos» 475Feinstcin» Charles, (>1Fergmoih Nial!, 2^5ferrocarriles, 38,53, 6U. 206,328

en Austria» 2' l Ien Egipto, 2!0en Estados Unidos^?, *>8,167,180,182,

183en Gran Bretaña, 38, 42» 49, <>3, 65, 83,

119,163

Fettig, David, 354Fisher, George, 171-173,190Fisher, Irving, 171-197, 220, 225, 231-233,

293,294,310,312,314,315,317,323,326-338,431,432,457,459,468,483,509

Appreciation and Interest, 189

Booms and Depressions, 365

Cómo vivir, 232

enYale, 171,173-180,185«Investigaciones matemáticas sobre la

teoría del valor y los precios», 179,187-188

The Nature of Capital and Income, 192

Principies ofEconomics, 331

The Purchasing Power o/Money, 321

The Rate of Interest, 195,337

sobre el crac bursátil de 1929,345-349sobre el patrón oro, 186-189, 196, 332,

351,360sobre la deuda, 354-356sobre la economía, 176-189, 192-197,

316,326-338,345-349,351-361,365sobre la inflación, 188, 193-197, 331-

336sobre las acciones, 336-338, 345-349sobre los precios y el empleo, 331-334,

354,355Stabilizing the Dallar, 343

Tíie Stock Market Crash andAfter, 346

y la eugenesia, 330-331y la Gran Depresión, 345-349, 351-361,

362,365y. Roosevelt, 359-361

Fisher, Margaret Hazard, 180,182,190,191,352

Fitzgerald, H Scott, 456.4 este lado del paraíso, 402

El gran Gatsby, 456

Florida, 454,455Fondo Monetario Internacional, 429, 442,

478Feote, Michael, 488

591

Page 304: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

Francia, 15, 27, 33, 45, 47, 48,188, 327Conferencia de Paz de París, 274-291en la década de 1930, 350República, 48Vichy, 398y la Primera Guerra Mundial, 226-228,

233-234y la Segunda Guerra Mundial, 391, 393,

395,398,421Francisco José, emperador, 201, 229Franco, Francisco, 396,436Frankfurter, Félix, 267,286, 361Freeman, Ralph, 462Fremantle,William Henry, 72Freud, Sigmund, 23, 201, 236, 238, 240,

247,295,296Frick, Henry Clay, 169Friedman, Milton, 370, 401-409, 443, 456,

467,480,489«El uso de los impuestos para evitar la

inflación», 404hipótesis de la renta permanente, 403medidas tributarias, 404-409A Monetary History of the United States,

1867-1960,347sobre la economía, 402-409y la Segunda Guerra Mundial, 404-409

Friedman, Rose, 404Fry,Roger,227,228,378Furth, Herbert, 306,307, 309

Gaddisjohn Lewis, 427,434, 474Galbiaith, John Kenneth, 400, 401, 406

La sociedad opulenta, 13

Galton, sir Francis, 121,218,330Gandhi, Indira, 498Gandhi, Mohandas K., 493, 505Gardner, Richard, 478Garrett, Elizabeth, 85Gaskell, Elizabeth, Norte y sur, 73gasto deficitario, 361, 363,391

Keynes sobre el, 361-365

y la Gran Depresión, 361-365y la Segunda Guerra Mundial, 391, 422

Geist-Kreis, 307, 311, 413, 443George, Henry, 109-112

Progreso y miseria, 109

Gibbs J.Willard, 173,174,178, 458, 460GifFen, Robert, 15,61,71Gilbert y Sullivan, 88Gladstone,William, 135,166,167globalización, 43, 192, 217, 234, 289, 432,

441,473,483,505gobierno, 154-157, 178, 325-326, 331-332,

476Gran Bretaña/Reino Unido, 13-17

bienestar, 24, 136-138, 157-164, 369,462

comunismo, 472-474, 476-480Conferencia de Paz de París, 274-291conservadores, 126, 133, 154, 316, 321,

350, 476crac bursátü de 1929, 339-345depresión de la década 1880, 109-112descolonización, 482deuda de guerra, 275-276, 290, 391,395deuda nacional, 391dominio de la India, 491,493, 494economía en el siglo xix, 33-37, 43-68,

73-114,124-164,182emigración a la ciudad, 45en las décadas de 1840 y 1850, 21-29,

31-62en las décadas de 1860 y 1870, 60-68,

69-95en las décadas de 1880 y 1890, 109-114,

115-164,166-167,188-189Gran Exposición, 54-56, 60, 63-64, 90huelga del carbón de 1926,320-321,380imperialismo, 155, 208-210, 211-212,

249,481liberales, 33,126,132,154-157,150-163,

225,270,321-326,307,350pánico de 1866,69-73pánico de 1907,163, 211-212

592

ÍNDICE ALFABÉTICO

Partido Laborista, 157, 340, 344, 349-351,357, 374, 423, 462, 475-479

Préstamo y Arriendo, 396-399racionamiento, 423relaciones con Estados Unidos, 165-167,

395-399revolución industrial, 31-33, 36-43, 44-

47,61,73,83,85,86,104sistema bancario, 64-68, 312-313, 317,

340sociedad, 31-37,40-41,43-51,71,84-85,

115-120,134-143,149-151,226tories, 21, 28, 126, 128, 147, 154, 291,

316,340,350Viernes Negro, 64-68,70y el Plan Marshall, 447, 478y la Primera Guerra Mundial, 225-228,

233-234,235,394y la Segunda Guerra Mundial, 390-409,

410-411,414,421-428,433-435Gran Depresión, 16, 288, 293, 339-372,

383,387,399,402,436,456,458,466,481,508

Keynes y la, 339-345,349-351,361-362,391

Fisher y la, 345-349,351-361,362,365Véase también países concretos

Gran Exposición, 54-56, 60, 63-64,90Grant, Duncan, 227, 228, 271, 284, 313,

317,350,376Great Northern Railway, 182Great Western Railway, 119Greeley, Horace, 63Grote Club, 78,85,376GRU, 437grupo de Bloomsbury, 226-229, 271, 272,

291,313,318,378guerra civil española, 475guerra fría, 427, 435, 442, 461, 466, 471,

482,489guerra Hispano-norteamericana, 176Guerra Mundial, Primera, 16, 225-235,

272-274,305-307,327,416,453

armisticio, 236,265,276, 433-434Conferencia de Paz de París, 261-262,

266-268,276-292impacto económico de la, 233-234,236-

263,265-292,316-317, 405, 425reparaciones de guerra, 261, 274-292,

312,322,447Tratado de Versalles, 261-262, 285-292,

321-323,380,393,434Guerra Mundial, Segunda, 16, 151, 390-

409,421-428,482,484, 493, 508impacto económico de la, 390-409,412-

418,421-428Friedman y, 404-409Hayek y, 390-391,410, 412-418, 424keynesianisrno, 390-401, 409, 410, 446-

447,452reparaciones, 446-449Schumpeter y, 410-412

Gulik, Charles, 241

Haberler, Gottfried, 307HadleyArthur, 175Hagen, Everett, 461Halévy,Élie,155hambre, 14,21-29, 36,234,374,491

después de la Primera Guerra Mundial,238-242,248,254,265,277-281,284,288,295-296

en Estados Unidos en la década de 1890,182

en Gran Bretaña en la década de 1840,21-29,31-37,46-51,53,324

en Gran Bretaña en las décadas de 1880-1890,128

huelga del carbón en 1926 en Gran Bre-taña, 321

pánico de 1866, 69-73Hamp, Pierre, La peine des hommes. Les cher-

cheurs d V, 296

Hansen,Alvin, 423,452Full Recovery or Stagnation, 452

593

Page 305: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

Harcourt, Geoffrey, 387,474, 489Harding,Warren, 405Harkness, Margaret, 118,124, 135Harrod, Roy, 17,485Hawkes,Albert, 441Hayek, Friedrich von, 201, 229-230, 237,

293,294,305-311,364,383,412-418,429-430,431,433,439-445,448-449,475, 500, 508

Camino de servidumbre, 230,410,414-418,

429,439-442, 445clases en la London School of Econo-

mics, 367-370en Estados Unidos, 310-311, 439-442Precios y producción, 370La teoría monetaria y el ciclo económico, 311Roosevelt y, 440sobre la economía, 310-311, 367-370,

391,412-418,424-423,439-445y la Gran Depresión, 367-370y la Segunda Guerra Mundial, 390-391,

410,412-418,424Hazard, Rowland III, 171Hazlitt, Henry, 443Hegel, Georg Wilhelm, 36,43

Filosofía de la historia, 78Helmholtz, Hermann Ludwig von, 181Henderson, James, 25Hicks, John, 412, 480

Valor y capital,495Hilferding, Rudolf, 202,245Hill, James J., 182Himmelfarb, Gertrude, 36, 79, 81, 128,

131Hitler, Adolf, 250, 296, 371, 375, 388, 390,

393,396,404,413,430,432,436Mein Kampf, 416

Hobsbawm, Eric, 61Ho Chi Minh, 267Hofstadter, Richard, 175Holmes, Charles, 227,228Hoover, Herbert, 239, 240, 253, 276, 283-

284,337,440,457

medidas contra la depresión, 340-341,347-351,359,363,367

programa de obras públicas, 349Horthy, Miklós, 256Howard, Elizabeth Jane, Cazelet Chronicles,

423huelgas, trabajo, 21, 31, 82,144, 182

de jornaleros agrícolas, 92-95del carbón en 1926,320-321, 380en Berlín después de la guerra, 244en la Pullman en 1894,182estibadores, 144

Hughes, Charles Evans, 274,275Hull,Cordell,431hundimiento del Overend, 64-65Hungría, 237,239, 251, 252, 255-256, 259,

261,442Husein Kamil, sultán, 209Hutchins, Robert, 462Huxley,Thomas, 121

imperialismo, 155, 208-210, 212, 249, 473,484-485

Imperio austrohúngaro, 199-202, 305-307

hundimiento del, 236-238, 261, 410impuestos, 25, 53, 79, 82-83, 106, 109-112,

130,147,197,221,229,266,332,394,404,465

a la alimentación, 28, 53al consumo, 406-407

después de la Primera Guerra Mundial*250-251,266,275

disuasorios del consumo, 251Friedman sobre los, 404-409recaudación, 407-409recortes fiscales, 365,403retención, 407-408sobre la propiedad, 250, 251sobre la renta, 406-409sobre la tierra, 109-112,133sobre las nóminas, 366,422sobre las ventas, 251,407

594

ÍNDICE ALFABÉTICO

y la Gran Depresión, 344, 349, 352, 366

y la Segunda Guerra Mundial, 405-409,James, Harold, 186,353James, Henry, 118

422 Los embajadores, 171India, 17, 76, 194, 208, 270, 381, 471, 482, La princesa Casamassima, 80

490-506 Retrato de una dama, 118dominio británico, 491, 493, 494 James, William, 177hambruna, 488, 491-492, 494, 499, 504 Japón, 351,366,371, 508independencia, 494,504 y la Segunda Guerra Mundial, 398, 411,pobreza, 482, 488, 491-495,499 434, 463poscolonial, 504 Jászi, Oszkár, 200sociedad, 494, 504-505 JenksjeremiahWhipple, 310

índice del poder adquisitivo de la moneda, Jerrold, Douglas, 51335 Jevons, Arthur, 288

industria, 27, 31 -33,484 Jevons, William Stanley, 177Marshall sobre la, 103-114 Jim Crow, 331Véase también industrias y países concretos Johnson, Harry, 486

inflación, 184, 188,310, 466, 508 Jones, Bill, The Russia Complex: The British

desempleo e, 331-334 Labour Party and the Soviet Union, 479

después de la Primera Guerra Mundial, judíos, 37,188,199,209, 296,322,404234, 249,293, 294-298,299,315-316, antisemitismo, 201, 246, 296, 320, 322,358 402,413

después de la Segunda Guerra Mundial, enViena, 201, 241,3064(> 1 inmigrantes, 453

Fisher sobre la, 188, 193-197, 331-336 pogromos, 241,265Friedman sobre la, 404-407Keynes sobre la, 315-316, 343,349,391

y la Gran I depresión, 357-358 Kafka, Franz, 200, 240Informe licivrUíjiv sobre el Empico A75 Kahn, Richard, 326, 367, 382-386, 388,

innovación, 217-218, 303, 337, 383, 487 394,472,479,486

Instituto Austríaco de investigación del Ci- Kaldor, Nicholas, 458,475,480

do Económico, 311 Kant, Immanuel, 78,88

Instituto de índices de Precios, 335, 345, Kaufman, Félix, 311

34N Kellogg, John Harvey, 191

Instituto para la .Prolongación de la Vida, Kennan, George, 441, 442

252 Kennedy, David, 358,359,462

interés, IKK. 1^3, 250,407-408 Kennedy, John R, 467

irlanda. Ií»7 Kennedy, Joseph, 396

hambruna de la patata, 47, 51 Keynes, Florence, 269,291

ísinail Hajjjedive, 2«»7. 208 Keynes, John Maynard, 17, 68, 226-229,

Italia. 237, 262, 282, 287, M16 230,231,260,266,268-292,293,294,

fascista. 3c>6, 382, 444, 475 312-326,331,332,339-345,378,431,

456,480,483,498,508

BeatriceWebby,321,375

595

Page 306: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

Breve tratado sobre la reforma monetaria, 314-

316,326?Cómo pagar ¡a guerra, 392, 452

conferencia de Bretton Woods, 429-438«Las consecuencias económicas de Chur-

chill», 317Las consecuencias económicas de la paz, 286-

288,291-292,394,415debate sobre las reparaciones, 274-292,

322,446-447en el King's College, 269-272en Estados Unidos, 394-401en la Conferencia de Paz de París, 266-

268,276-292en la Unión Soviética, 318-320«¿Es factible la promesa liberal?», 325«El fin del laissez-faire», 321-322Joan Robinson y, 376,379,383-386,475,

487«¿Puede hacerlo Lloyd George?», 325Programa de Préstamo y Arriendo, 396-

399Roosevelt y, 360,361-362,399sobre el crac de 1929, 339-245sobre el gasto deficitario, 361-365sobre el Tratado de Versalles, 285-290,

321-322,380,393,434,446sobre la economía, 270-272, 276-292,

313-326,339-345,349-351,361-372,390-401,403,409,422-428,431-433,437, 442, 450-452, 457, 461, 465,482

sobre la inflación y la deflación, 315-316,343,349,391

Teoría general del empleo, el interés y el dine-

ro, 323, 363-365, 369, 372, 383, 392,399,416,428,457

Tratado sobre el dinero, 343,362, 369, 370,

382,383y la economía posterior a la Segunda

Guerra Mundial, 422-427, 446-447y la Gran Depresión, 339-345, 349-351,

361-362,391

y la Primera Guerra Mundial, 226-228,234-235, 247, 272-275

y la Segunda Guerra Mundial, 390-401,409,410,446-447,452

Keynes, Lydia, 318,393, 430, 442Keynes, Neville, 269, 270,272King's College, 269-272,323,339,391,394,

426

Kirzner, Israel, 303Klein, Lawrence, 487Kraus, Karl, 246

Die Fackel, 230

Los últimos días de la humanidad, 2 3 7

Kreditanstalt, 350Krugman, Paul, 316Kuczynski, Jürgen, 473Kun, Béla, 247, 252,255, 256Kuznets, Simón, 403

laissez-faire, 131, 192,245,321, 417Lamont,Thomas, 281Landes, David, 220Lange, Oskar, 473, 489Laski, Harold, 477, 479,488Lawrence, T. E., 267,279,387Lenin,V. L, 250,251,428,486Leontief, Wassily, 372, 458, 460Lerner, Abba, 486Lewes, George, 101Lewis, Sinclair, Malas calles, 453Ley Arancelaria de Smoot-Hawley, 356,358Ley de Derechos de Propiedad de las Mu-

jeres Casadas (1882), 118Ley de Emergencia Bancaria (1935), 366Ley de Fábricas (1844), 28Ley de Pago Directo de impuestos (1943),

409

Ley de Recolocación de las Tropas, 462Ley de Reforma de 1867,79Ley de Regulación Bancaria, 65ley de Say, 364

Ley de Seguridad Social (1935), 366

596

ÍNDICE ALFABÉTICO

Ley Johnson (1934), 395Ley Sherman Antitrust, 170leyes de cereales, 33, 53, 81, 83,120,132leyes de pobres, 25, 32, 158,159libre comercio, 148,176, 219,221, 234,289,

293,365,432,441,485Liga contra las Leyes de Cereales, 33, 286Liga de los Comunistas, 42, 47Liga para la Paz, 180Lippmann, Walter, 353Lloyd George, David, 162, 163, 225, 226,

251, 266,273,274-275,321,323-326,340, 376,393

en la Conferencia de Paz de París, 274-276,281-285,290

LoewenfVld-Russ, Hans, 253London Daily Mail, 71,210

London Daily Xeirs, 26X

London Izirnitig Standard, 314

London Momitig C*hronich\ 37

serie de Mayhew sobre «El trabajo y lospobres*. 48-54, 59

London School oí Economics, 152, 203,311, 367,39 i, 414, 4 i 5, 44<S, 477, 499

con fe re nc ias de Hayek, 367-370Londres, 17, 22, 28, 37-43, 48, (>l-62, 202,

203, 236,271,311crecimiento, 37-43, 49-5i I, 63-f>N, 128desempleo, 134-13Sdisturbios,, 135en las décadas de iS4í \-1K5O, 22, 2K, 37-

62en Us décadas de 1860-1870, 60-68, 69™

95en las devada^ de i 880-1890. lo9~! 14,

115-164Gran Exposición, 54-56, 60,63,90industria. 39-54, 63, 64, 65, I3<>, 141-

143

mercado de valorea 198,3! 2-313pinico de 1866,69-73pánico de 1907.21!, 2! 2población, 37, 4<», 45, 49

pobreza, 40-41, 45-54, 62-64, 69-73,125,128,134-143

sistema bancario, 38,64-68,70,212, 312sociedad, 40-41,45-54,71,115-119,134,

143,149-151talleres de trabajo esclavo, 49-50, 141-

143trabajo, 39-54, 60-68, 109-114,134-143Viernes Negro, 64-68, 70y la Primera Guerra Mundial, 227, 233,

234y la Segunda Guerra Mundial, 393, 396,

414Lothian, lord, 395Luis Felipe, rey de Francia, 48Luxemburg, Rosa, 207,484-485

La acumulación del capital, 198,484

Macartney,C.A.,299Macaulay,Thomas Babington, 139MacDonald, Ramsay, 340, 344, 350, 351,

367Machlup, Fritz, 307,414,417,439,443Macmillan, Harold, 488Macmillan, lord, 414

«Informe de la Comisión de Finanzas eIndustria», 349

Macmillan, Margaret, París 1919: Seis mesesque cambiaron el mundo, 292

maeroeconomía, 459,465,466Madge, Charles, 473Malthus,Thomas Robert, 22-25, 26,33,45,

54,57,85,86,137,176,216,456Ensayo siére el principio de la población, 22

ley de la población, 22-25,53, 58Manchester, 31-33, 37, 39, 45, 66, 73, 156,

492Manácster Guardian, 119,314,374

Manifiesto comunista (Marx y Engels), 43-47,

56,57,114Mann, Thonias, La montaña mágica, 191

Mao Zedong, 488,490

597

Page 307: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

March,Eddie,376Marshall, Alfred, 16, 69, 73-114, 125, 130,

140,141,143-144,146,155,156,158,160,163,167,168,171,179,194,217,269,376,481,483,507

Economía industrial, 103,106-108

en Estados Unidos, 95-101,113Principios de economía, 96, 109, 112-114,

179,205,270,379,459,495sobre la economía, 80, 84-88, 93-114,

178,196,205,218,303,465sobre la producción fabril, 103-106

Marshall, George C, 478Marshall, Mary Paley, 88-91, 101-103, 104,

108Marshall, William, 73-77,78, 89,101Marx, Eleanor, 124Marx, Karl, 30-31,33-37, 54-68, 70, 78, 82,

84, 99, 103, 104, 106, 108, 124, 130,141,148,158,196,204,217,243,277,294,302,364,387,411,432,474,475,483,484,495

El capital, 37, 56-59, 64, 66-68,103,105,130,203

Contribución a la crítica de la economía polí-

tica, 62

Manifiesto comunista, 43-47, 56, 57,114

sobre la economía, 35-37, 41-47, 54-68,86,100,105,108,196,218,304

y Engels, 30-31,35-37,41-47,54-57,62,63, 66, 68

Maskin, Eric, 503Matisse, Henri, 313,319, 345Maupassant, Guy de, «Yvette», 150Maurice, F.D.,376Maurice, Frederick, general 268,376Mayhew, Henry, 37, 40-41, 48-54, 60, 71,

83,103,128,140,196,507«El trabajo y los pobres», 48-54,59

McCarthy, Joseph, 436McKinley, William, 168,183,184,192medalla John Bates Clark, 460Mehrling, Perry, 193

Melchior, Cari, 278-281, 289-290, 322Mellon, Andrew, 176, 341,348Menger, Cari, 181,202, 307Menger, Karl, 307Meyer, Eugene Isaac, 340Mili, James, 54Mili, John Stuart, 22, 28, 46, 51-54, 57, 60,

61, 82, 86, 88, 96, 104, 108, 113, 146,158,176,197,216,448

Principios de economía política, 52, 79, 114

Sistema de lógica, 141

sobre la economía, 51-54, 82-84El sometimiento de las mujeres, 84

teoría del fondo de salarios, 82-84Milward, Alan, 396Ministerio de Asuntos Exteriores británico,

473Ministerio de Hacienda británico, 273

Keynes en el, 272-291, 390-401Mises, Ludwig von, 202,240,294,300,302,

308-310,311,367,368,413,416,443,444

«La economía colectiva», 308sobre los mercados como mecanismo de

cálculo, 308-309MIT, 401,450,462,463, 487Mitchell, George, 93Mitchell,Wesley C, 310Molótov.Viacheslav, 478moneda, 183-189,219

debate de las décadas de 1880-1890,186-189

después de la Primera Guerra Mundial,247-248, 256-258, 261-262, 293,312-317,332

después de la Segunda Guerra Mundial,425

dinero circulante, 195,197,404-407efecto en la economía, 186-197Fisher sobre la, 186-197,332-336Gran Depresión y, 342, 349-350, 351-

352,361-365,368,432Keynes sobre la, 270-272,361-365

598

ÍNDICE ALFABÉTICO

patrón monetario, 183-189,196,315-317valor de la, 271, 314-316, 336Véase también bancos; crédito; Reserva Fede-

ral; patrón oro

Moore, G.E.,378Principia ethica, 269

Morgan, J. R, 209Morgan, Junius, 116Morgenstern, Oskar, 307Morgenthau, Henry, 399, 407, 409, 430,

434,446, 456Mosley, Oswald, 326movimiento a favor de la plata, 189movimiento cooperativista, 143,144,148Muggeridge, Malcolm, 375mujeres, 79, 84-85

británicas de clase alta, 115-164costureras, 50derechos de propiedad, 52,118derechos, 52, 81economistas, 88-91, 102-103, 134-164,

382-389,469-489estadounidenses, 99formación, 84-85, 88-91,102sufragio, 122, 144temporada londinense, 115-116trabajo social, 124-125trabajo, 28,45, 50,141-145,328

Musil, Robert, 245Mussolini, Benito, 375,382Mvrdal, Gunnar, 426-427,433,449

Naciones Unidas, 426,431,482índice de Desarrollo Humana, 503

Napoleón! II, 48National Gallery, Londres, 227, 228nazismo, 331, 366, 370, 371, 397,413, 425,

434,435,440Nehru, Jawaharlal, 493,498, 504New Dea!, 360, 361, 366, 372, 400, 402,

423,436,456,457,461.detractores, 440

New Republic, 314,319,320,452,481New Statesman, 152, 225, 314NewYork Times, 65,135,184,211,292,305,

338, 345, 348, 360, 361, 374, 440,451

NewYork Tribune, 63

Newsweek, 440,443

Nicholson, Harold, 267, 281,282Nightingale, Florence, 70nivel de vida, 83-84, 158, 167, 196, 216-

217,289,303,371,421,465,482, 508debate sobre el, 83-84,109-114después de la Primera guerra Mundial,

288-289en la Unión Soviética, 319,320Estado del bienestar moderno y, 157-

164la productividad como factor que im-

pulsa el, 107Nixon, Richard, 467Normativa de Precios Máximos, 406Norton, Charles Eliot, 97Noyes, Alexander, 211

oferta y demanda, 51, 52, 53, 93, 178, 187,196,205,363-365

Oficina de Administración de Precios, 400,406

Oficina del Presupuesto, 400Oficina Nacional de Investigación Econó-

mica, 403Oppenheirner, Francis, 236, 260,265Orlando, Vittorio, 282Orr, lord Boyd, 471,480,488Orwell, George, 433,439

1984, 427Owen, Robert, 97

Pabst, Georg, 297Paley, Tom, 90Paley, William, 89

599

Page 308: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

ÍNDICE ALFABÉTICO

Pall Malí Gazette, 71,128,136, 143,165«El amargo lamento del Londres margi-

nal», 128-129pánico de 1893,110,180pánico de 1907,163,211-212Pareto,Vilfredo, 181,502Parlamento británico, 21, 28,115,119,134,

154,161,163,340,377, 441,476Parry,Jack,473Partido Comunista de Gran Bretaña

(CPGB), 473, 476-480Partido Comunista de los Estados Unidos

de América (CPUSA),436patrón oro, 183, 186-189, 211-212, 289,

299,316,371,464abandonado por Roosevelt, 359-361después de la Primera Guerra Mundial,

289,298,313,316-317Fisher sobre el, 186-189, 196, 332, 351-

352,360y la Gran Depresión, 340, 350, 351-352,

360, 366patrón plata, 184,186,189Paul, Ludwig, 253Pearl Harbor, 398,434, 463Pearson,Karl,218Peel,Robert,21Perceval, Spencer, 376Perkin, Harold, 40Pétain, mariscal, 393Picasso, Pablo, 313,481Pigou, Arthur, 272,378,379,386, 481Plan Beveridge, 164Plan Dawes, 322Plan Keynes, 392,401, 406Plan Marshall, 447,466, 478Plan Morgenthau, 446Platts-Mills, John, 477población, 22-24,43, 221

crecimiento de la, 37,216,482después de la Segunda Guerra Mundial,

482ley de Malthus, 22-25,53,58

Londres, 37, 40-41,45,49, 50pobreza, 14,15,174,196-197, 217,234,508

después de la Segunda Guerra Mundial,481, 482,490-495,409, 500-501, 504

Dickens sobre la, 21-29el Estado del bienestar moderno y la,

157-164serie de Mayhew sobre «El trabajo y los

pobres», 48-54, 59Poincaré, Henri, 181,203Polonia, 252,254,442,477Pollitt, Harry, 476Ponzi, Charles, 455Popper, Karl, 443Potter, Laurencina, 120-121,124,132Potter, Richard, 116, 119-123, 132, 134,

136,138,145,149,330Presidency College, 495, 501Pritt,D.N.,477productividad, 86, 104, 113-114, 158, 193,

196,197,215-216,217,303-304,337,371,424,465,508

baja, 86,111en Estados Unidos, 96-99,112-114,165-

171,182,400Marshall sobre la, 86-87, 103-108, 109-

114y competencia, 107-114y la Segunda Guerra Mundial, 399-400

Programa de Préstamo y Arriendo, 396-399,436

proletariado, 35,47,73propiedad privada, 35, 43, 57, 85,109-110,

219,234Proudhon, Pierre-Joseph, 57Proust, Marcel, 267,306

Por el camino de Swann, 204

Proyecto Manhattan, 436,462

Quine, Willard van Orman, 458

600

ÍNDICE ALFABÉTICO

Rae, John, 193

Rarnsey, Frank, 230-231, 378, 379Rawls, John, 500

Teoría de la justicia, 501

RCA, 328Reader's Digest, 439

recesiones, 303-304, 341, 343, 357de 2008-2009,509de la década de 1950, 466después de la Primera guerra Mundial,

238-242, 295-296,327,331-333,346,353,377-378

religión, 22,23, 30, 31,36,72,123,171evangelisrno en Nueva Inglaterra, 171Marx sobre la, 35,36

Remington Rand, 335, 336, 337, 345,348rendimientos decrecientes, ley de, 53Renner, Karl, 243, 246, 253, 257, 260, 262,

294, 308renta, 166-167,181,192,202,221,250,315,

365, 483, 502Friedman sobre la, 403

Reserva Federal, 332, 334, 336, 405, 452,454, 456, 466

y la Gran Depresión, 340, 342, 351,354,356, 360, 366

Revolución francesa, 21,33Rheinische Zeitung, 31,34, 56Rhodes, Cecil, 206, 209Ricarde-Seaver, Gladys, 198,205-206,210,

212,213,222,228,258,301Ricardo, David, 23, 52-54, 57, 82, 86, 96,

137,141,176,480ley de hierro de los salarios, 52-53Principios de economía política y tributación,

52Riddell, Lord, 280Robbins, Lionel, 311, 367-370, 414, 429,

430, 444The Great Depression, 369

Robertson, Dennis, 283Robinson, Austin, 286, 377, 380-385, 388,

446, 447? 479

Robinson, Joan, 367, 377-389, 442, 469-489

La acumulación de capital, 487

colaboración con Kahn, 382-386, 388,486

Conference Sketch Book, 472

La economía de la competencia imperfecta,

385,481en Cambridge, 376-382en China, 479,485-488, 490Filosofía económica, 489

Keynes y, 376, 379, 383-386,475,487Sen y, 498sobre el crecimiento económico, 481-

487sobre la economía, 383-389,474-489y el comunismo, 386-387, 472-489y la Unión Soviética, 386, 469-480

RockefellerJohnD.,209Roosevelt, Franklin Delano, 353, 357-361,

450abandono del patrón oro, 360campaña presidencial de 1932,357-360charlas radiofónicas, 397,421Conferencia de Bretton Woods, 429-438equipo de expertos, 357-361Hayek y, 440Keynes y, 360, 361-362,399medidas contra la depresión, 358-361,

366,367,440«Mensaje al Congreso sobre la concen-

tración del poder económico», 440Programa de Préstamo y Arriendo, 396-

399y la Segunda Guerra Mundial, 395-399,

404,421-428,434,437,462Roosevelt, Theodore, 168,192Rostow, W.W., 207Roth, Joseph, La marcha Radetzky, 200

Rothschild, Louis, 246,256,258Rothschild, Nathan Mayer, 38Rowntree, Seebohm, Poverty: A Study of

Town Life, 156

601

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ÍNDICE ALFABÉTICO

Ruskin, John, 38, 81, 82, 84, 387Russell, Bertrand, 153, 231, 235, 269, 306,

375,378,488Principia mathematica, 231, 459

Sackville-West, Vita, 267Saint John's College, 73, 75,77salarios, 15, 45, 53, 128,157-158, 197, 304,

355, 363,482,508brecha salarial entre hombres y mujeres,

225en Estados Unidos, 167en Gran Bretaña en el siglo xix, 40, 45,

49, 53, 57-61, 82-83, 86-87, 94, 103-106,109-113

en Gran Bretaña en el siglo xx, 321ley de hierro de los, 52, 53, 94Malthus sobre los, 22-25,58Marshall sobre los, 86-88, 94, 103-106,

109-113Marx sobre los, 57-61salario mínimo, 156,157,161teoría del fondo de salarios, 82-84

Salisbury, lord, 126,128Salten, Félix, 240Samuelson, Ella Lipton, 453, 455Samuelson, Frank, 453-455Samuelson, Marión, 459Samuelson, Paul, 179, 372, 424, 450-468,

486Economía: un análisis introductorio, 463-

466en Harvard, 457-460Fundamentos del análisis económico, 459-

461,495sobre la economía, 461-466

San Francisco, 95, 97,170,212, 359,436terremoto de 1906, 212

Sanger, Margaret, 331Santiniketan, 493,494,498, 505Sassoon, Siegfried, 376Schaeht, doctor Hjalmar, 432

Schmoller, Gustav, 202Schorske, Cari, 200Schreier, Fritz, 311Schumpeter, Annie Reisinger, 301, 302,370Schumpeter, Johanna, 198, 263, 301, 302,

305,370Schumpeter, Joseph Alois, 198-222, 234-

235,269,284,292,293-305,308,310,313,325,364,365,367,370-372,386,392,410-412,431,433,458,459,460,465,475,483,487, 505,508

Capitalismo, socialismo y democracia, 4 1 1 -

412,483como banquero, 263-264,298-300como ministro de Economía austríaco»

245, 246-263La crisis del Estado fiscal 229 ,250

en Egipto, 198,206-214en Estados Unidos, 221-222, 305, 370-

372en Harvard, 370-372,412en laViena de después de la guerra, 236-

264en Viena, 294-305La naturaleza y la esencia de la teoría econó-

mica, 214

«Sobre el método matemático en la eco-nomía teórica», 203

sobre la economía, 202-205» 212-222,229,249,302-305,370-372,410-412,424

teoría de la evolución económica, 204-205,214-221,303-304

La teoría del desarrollo económico, 215-221»341

y la Primera Guerra Mundial, 228-229,234

y la Segunda Guerra Mundial, 410-412Schutz,Alfred,311Schwartz,Anna,347Scott,sirWalter,90segunda Ley de Reforma, 71,82, 83Seguridad Social, 421-422

602

ÍNDICE ALFABÉTICO

seguros, 212, 312-313al desempleo, 329de salud, 232sociales, 163

Sen, Amartya, 490-5( )6The Choice ofTechniques, 498

Elección colectiva y bienestar social, 501

en el Trinity College, 497-498India: Development and Partkipation, 504

«La imposibilidad de un liberal paretia-no»,502

Premio Nobel, 518Robinson y, 498-499sobre el bienestar social, 498-506sobre la economía, 49S~5üí>

Sen, Kshitimohan. 493Shakespeare, William, 91}Shaw, George Bernard, 34, 147, 149-151,

154, if>0, 225.314, 33H.363Gasas de viudos, I.SU-I5I

ÍM lomandante Bárhiñi, Í5h

LA profesión Je la señora ¡Vanen, 151

Sheppard,J.T.,271Shigeto.Tstiru, 458Sidgwick» Henry, 7X-79. s í, 84 83,8K, 91Sindicací) Nacional de Agricultores» 4HüSindicato Nacional de Jornaleros Agrícolas,

91-95sindicatos, 52, 59, X2, 'O-94, 112, 149, 154,

1M, Ifi3. r*».25"en Li década de \KOK 32"-32*guerra de jornaleros de 1874.92-94Webh sobre los, 15"*

Skidekky» Roben, 2"*2. 2H$, 314, 544. 365.3**2, 43.i

Smith.Aduxn, !5. 3\ >!, 5", "XHf», KH\, Iu7,113, 141. 4M

Li rh¡wzj é la? tuuhwo, 15, 51Smith, James A.t iSI

iisiuo, 40» 4K. 52,54,57,79,84,87, 104,

! 12 J 45,192, Jl4!, 242-2411,30H, 367,471.482

de Marx y Engels, 30-37, 41-47, 54-68

fabiano, 145-149,307utópico, 148

Sociedad Americana de Eugenesia, 330Sociedad de Econornetría, 481Sociedad de Naciones, 180, 283, 290, 298,

329,425

Sociedad Internacional de Eugenesia, 330Sociedad Mont Pelerin, 443-444sociología, 177Solow, Robert, 487, 505, 508Soinary Félix, 263Spears, Edward Louis, 268Spectator, 392

Spencer, Herbert, 61, 119-123, 124-131,138,144,149,160,174,176,194,416

Estática social, 130

Filosofía sintética, 78

El indiriduo contra al Estado, 130-131,137

Principios de sociología, 176

Ley de Fábricas (1844), 28Sprott, Sebastian, 317Snifta, Fiero, 367,382-383,386,473,480

Producción de mercancías por medio de mer-

áindiis, 486

Sulin, Iósiv, 374, 375, 425 427, 430, 433,437,442,443,470-480

purgas, 477Standard Gil 167,209Stead,William, 165

lite Ameriúiiiizdtion of the IVorld, 165

Stedman Jones, Gareth, 49, 63Steed, Henry Wickham, 288,291Stein. Herbert, 364, 403, 409, 459. 466Stephen, Leslie, 77,81Sccphens. H. Morse, 139Stigler, George. 4S9Strachey. fohn. Teoría y practica del socialismo,

3S7

Scmchey. I.yccon, 27ii, 271, 273,291

í iV.w/jwtv eminentes, 291

Straighr.Michael,481

Sjvi>slert Erich, 200

603

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ÍNDICE ALFABÉTICO

Strong, Benjamín, 356subconsumo, 358-359sufragio, 21, 48, 52, 71, 79, 81

de la mujer, 122, 144Ley de Reforma de 1867, 79universal masculino, 126,132-133

voto obrero, 81Sumner,William Graham, 175,178,192

The Absurd Effort to Make the World Over,

185

Tagore, Rabindranath, 493talleres de trabajo esclavo, 49-50, 141-143Tappan, Marjorie, 379Tawney,R.H., 153Taylor,A.J.P.,291Taylor, Frederick Winslow, 328Taylor, Harriet, 52, 448Taylor, Sedley, 93tecnología, 168-169, 200, 218-219, 324-

325, 487en la década de 1920,324, 327-329

teoría evolucionista, 22-23,43,78,122,130,204, 205

Tesoro de Estados Unidos, 395, 400, 405,406, 436,456

keynesianismo y, 399-401,409, 446Thackeray,William Makepeace, 96thinktank, 151-153tierra

especulación, 189impuesto, 109-112,133propiedad, 52,219

Time magazine, 437, 470

Times de Londres, 64, 65, 67, 71, 74, 92,144,283,288,291,340,392

tipos de cambio, 189,316,317fijos, 313flotantes, 313y la Gran Depresión, 357

tipos de interés, 189, 193, 195, 198, 220,317,392,405

y la Gran Depresión, 340, 342, 346-349,

356, 360,362-365, 368Tobin, James, 365Tocqueville, Alexis de, 95, 96Toynbee, Arnold, 46, 87, 131, 339trabajo, 23, 45, 217,364

después de la Segunda Guerra Mundial,

451,487en Alemania, 243en Estados Unidos, 97, 98-99, 166-171,

182-183en Gran Bretaña en el siglo xx, 320-

326en Gran Bretaña en las décadas de 1840-

1850,23-29,31-62en Gran Bretaña en las décadas de 1860-

1870,60-68,69-95en Gran Bretaña en las décadas de 1880-

1890,109-114,134-145en la Unión Soviética, 319Marx sobre el, 43-47, 57-59serie de Mayhew sobre «El trabajo y los

pobres», 48-54, 59talleres de trabajo esclavo, 49-50, 141-

143Véase también empleo; fábricas; industrias

concretas; sindicatos; salarios

Tratado deVersalles, 261-262,285-291Keynes sobre el, 285-290, 321-322, 380,

393,434,446intentos de revisión del, 290-291

Trevelyan, G JVL, 147Trinity College, Cambridge, 491,497Trollope, Anthony, 96,120

The Bertram, 207

El custodio, 75

El mundo en que vivimos, 186

The Vicar of Bullhamptan, 75

Truman, Harry, 435, 437, 442, 447, 461,466

Tuchman, Barbara, 180Tugwell, Rexford, 357turismo, 38, 56

604

ÍNDICE ALFABÉTICO

en Egipto, 209-210transatlántico, 96

Twain, Mark, 216

U.S. Steel, 169Ulam, Stanislaw, 458

Unión Soviética, 235, 237, 266, 318, 469-480

agricultura, 319Beatrice Webb y la, 373-375comunismo, 234-235, 243,251-254, 308,

373, 386, 472-474, 483espías, 386, 435, 436-437,489guerra fría, 427, 435, 442, 471,489hambruna, 374, 375hundimiento en 1990,509industria, 319-320Keynes en la, 318-320relaciones con Estados Unidos, 440-442,

471

Robinson y la, 386, 469-480sociedad,, 319, 320, 469-470,472y la Segunda Guerra Mundial, 396, 399,

411,413,427,428,433-435,441,443,484

Universidad de Berlín, 202,203, 321-322Universidad de Bonn, 302,305Universidad de Cambridge, 71, 91-93, 272,

322, 323, 368,377-383,387Universidad de Chicago, 340,351,385,401,

402, 4 í 8,443,448,456,462,489Universidad de Oolumbia, 170, 221, 310,

357,379,401Universidad de Graz, 221,228,244,298Universidad de Harvard, 222,305,351,352,

379,385,401.452,457-460Samuelson en la, 457-460Sehumpeter en la, 370-372,412Socicty oí Fellows, 458

Universidad de Nueva York, 310,410,439Universidad de Oxford, 76,77,181Universidad de Prmcecon, 222,233,402

Universidad de Salzburgo, 448Universidad de Viena, 199, 202, 214, 229,

306-307Universidad de Wisconsin, 401, 404Universidad deYale, 170,183, 361,401,463

Fisher en la, 171,173-180,185utilitarismo, 503

Veblen,Thorstein, 175,292Victoria, reina, 46, 54,126,135, 216Viena, 42, 181, 199-203, 214, 228-230,

233-234, 292control de alquileres, 309crac bursátil de 1924, 300después de la Primera Guerra Mundial,

236-264,295-298,416electrificación, 200-201, 242sociedad, 199,201y la Segunda Guerra Mundial, 412-413,

443-445Viner, Jacob, 456Voegelin, Erich, 307Volcker, Paul, 468Vori Neumann, John, 247,460

Fundamentos matemáticos de la mecánica

cuántica, 459

Theory of Gantes and Economic Behamor,

460

Wagner, Richard, 186

Wallace, Alfred Russel, 174

Walras,Léon,171,181

Warbuig, Max, 278,289-290

Washington Post, 340,441

Watt, James, 39Waveil, Lord, 494Webb, Beatrice Potter, 116-164, 165-171,

176» 218,310,314» 323,328» 330,332,344,363,369,373-375,478,488

Chamberlain y, 125-134, 136-138, 143-144

605

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ÍNDICE ALFABÉTICO

Churchül y, 154-157como obrera, 141-143The Decay of Capitalist Civilization, 373

La democracia industrial, 157,161

en la investigación social, 125, 126, 129,134-145,149,155-164,197

Estados Unidos y, 165-171Historia del sindicalismo, 156

Keynesy,321,375The Minority Report, 160,164,344

«La opinión de una dama sobre los de-sempleados», 136

«Páginas del diario de una obrera», 143Sidney Webb y, 145,148-164,165-171sobre el Estado del bienestar, 157-164,

197Soviet Communism: A New Civilization,

375,416Spencery, 121-123, 124-127, 130-131,

144,149y la Primera Guerra Mundial, 225, 234,

235y la Unión Soviética, 373-375

Webb, Sidney, 145-164,165-171, 218, 225,314,330,332,345,373,488

La democracia industrial, 157,161

Historia del sindicalismo, 156

Weber, Max, 308Wells, H. G., 151-154,156,306,325,330

El nuevo Maquiavelo, 151

Wemyss, Rosslyn, 280

Westminster Review, 71

Wheeler, Burton, 395Wheeler, Donald, 489Whitakerjohn,96White, Harry Dexter, 351, 400, 405-406,

407, 430,432-438,446,452,473Whitehead, Alfred North, Principia mathe-

matica, 231

Whittier, John Greenleaf, Snow-Bound, 191Wieser, Friedrich von, 202, 219, 258, 261,

263,307Wilde, Osear, La importancia de llamarse Er-

nesto, 270

Wilson, Edwin Bidwell, 458Wilson, Woodrow, 170,180, 266,277, 434

Catorce Puntos, 290Conferencia de Paz de París, 266-268,

281-285,290,292Wittgenstein, Ludwig, 200, 229-230, 258,

305,369,445Tractatus lógico-philosophicus, 230, 379,

479Woodhull,Victoria, 331Woolf, Leonaid, 287, 331Woolf, Virginia, 77, 81, 234, 271, 318, 331,

350Al Jaro, 234

Fin de viaje, 234

La señora Dalloway, 234

Zweig, Stefan, 240«La colección invisible», 295

Créditos de las fotografías

Biblioteca de Imágenes Mary Evans: 1,2, 4,10,12Archivo Hulton / Getty Images: 3

Colección internacional del Instituto de Historia Social, Amsterdam: 5, 6

Cortesía de la Biblioteca MarshaU de Economía, Universidad de Cambridge: 7,8

Cortesía de la Biblioteca de la London School of Economics, número referencia00042:9

©The National Portrait Gallery, Londres: 11,21Manuscritos y archivos de la Universidad deYale: 13Universidad de Albany, Universidad del Estado de Nueva York: 14Archivo de la Universidad de Harvard: 15Biblioteca de Imágenes Mary Evans / Archivo Thomas Cook: 16Cortesía de Michael Nedo y el Archivo Wittgenstein, Cambridge: 17,18Biblioteca de Imágenes Mary Evans / Colección Robert Hunt: 19Cortesía del Archivo Estatal de Austria: 20«Fotografía de Duncan Grant y Maynard Keynes en la Asheham House de Sussex, casa

de Leonard y Virginia Woolf», Vanessa Bell, ©Tate, Londres 2011: 22Keystone France / Gamma-Keystone / Getty Images: 23Colección Cambridgeshire, Biblioteca Central de Cambridge: 24Cortesía de Peter Lofts Photography: 25,26E. O. Hoppe / Time Sí Life Pictures / Getty Images: 27Archivo de la Universidad de Harvard: 28Cortesía de la Biblioteca Presidencial Franklin D. Roosevelt: 29Cortesía de Jan Martel: 30Cortesía del Fondo Montetario Internacional: 31Cortesía del Museo del MIT: 32Cortesía del 48 Group Club: 33Cortesía de la Asociación Cambridge-India: 34AP Photo / Richard Drew: 35

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Page 312: La gran búsquedabivir.uacj.mx/Reserva/Documentos/rva2015304.pdfde Orgullo y prejuicio. Como ciudadana de un país cuya riqueza «suscita-ba el asombro, la admiración y tal vez la

La gran búsqueda, de Sylvia Nasarse terminó de imprimir en marzo de 2014

en los talleres de Litografica Ingramex, S.A. de C.V.Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda,

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