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LA HAMACA LA HAMACA REALREALTodos tenemos días en los que sentimos que nada es como
queremos. Ése era uno de esos días para Lourdes. Sentada en
su silla de ruedas, observaba cómo “todos” se hamacaban, cada
uno a su manera. Algunos tan fuerte que casi tocaban las ramas
más altas de los árboles con la punta de los pies. Otros giraban
sus hamacas como un trompo, primero para un lado y después
para el otro. También estaban los que se animaban a hamacarse
parados, ¡esos sí que eran valientes! Aunque daba miedo, porque
llegaban hasta las nubes. Los que estaban aprendiendo lo hacían
despacito. “Pero sin ayuda”, pensó Lourdes, y recordó lo que
siempre repite Nazareno: —Solito, solito.
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—Luli, ¿querés que nos hamaquemos? —preguntó su mamá.
—¡No! —gritó Lourdes, y con bronca giró la cabeza decidida a no
ver hamacarse a nadie más. Pero con su mirada llegó hasta una
pequeña araña colgada de su silla: ¡también ella se hamacaba en
su tela! Con una mezcla de rabia y tristeza, cerró los ojos.
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De pronto se encontró, como la princesa Jazmín, en los jardines
del palacio, meciéndose sola en la hamaca real. Claro que, por
ser de la realeza, su hamaca no era igual a la de los demás. Era
redonda y suave, como hecha de algodón, pero tan grande que
podía hamacarse recostada, apoyando la cabeza en un mullido
almohadón dorado.
—Lourdes, Lourdes, ¿te dormiste? —dijo Santiago, sacudiéndola
un poco—. ¿Nos tiramos por el tobogán en tu mantita?
—No, no tengo ganas. Te la presto; si querés tirate solo.
—No, es más divertido como el otro día, que jugábamos a Jazmín
y Aladino volando en alfombra mágica.
—¡¿No entendés que no tengo ganas?! —respondió Lourdes
apretando los dientes.
—¿Qué te pasa, Luli?, ¿por qué me gritás?
—Nada, qué te importa —dijo ella volteando bruscamente la cabeza.
—Cómo nada, si estás llorando —dijo Santiago
y giró delicadamente el rostro de Lourdes
bañado en lágrimas.
—Es que quiero hamacarme sola y…, y
no puedo. Siempre tengo que hacerlo en
brazos de mi mamá, porque si no, me…
me caigo. Vamos, mami, me quiero ir.
—¡No! Quedate un ratito más, podemos
jugar a otra cosa —insistió Santiago.
—No, chau —concluyó Lourdes, que no toleraba
más el nudo que apretaba su garganta y amarraba su voz.
—Santi, no insistas —intervino seria la mamá de Lourdes
mientras empujaba la silla.
Santiago permaneció inmóvil observando cómo Lourdes se
alejaba. Al verlo, su abuelo se acercó.
—¿Qué pasó? —preguntó don Julio.
—Lourdes se fue triste porque no se puede hamacar sola.
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—Mmm, quizás haya algo que podamos hacer. Vamos a casa,
tengo un plan —decidió el abuelo.
Durante el resto de la tarde, todos en la casa de don Julio estaban
intrigados. ¿Qué harían, encerrados, en el taller del fondo de la
casa? ¿Qué tramaban Santi y su abuelo? A la nochecita, Santiago,
muy entusiasmado, llamó por teléfono a Lourdes y le dijo:
—Tengo una sorpresa para vos. Te espero mañana a la tarde en la plaza.
A partir de ese momento, el humor de Lourdes cambió.
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Al día siguiente, al llegar a la plaza, sus ojos se hicieron enormes,
no podía creer lo que veía. ¡La hamaca de la princesa Jazmín
estaba allí, colgando de la rama del viejo árbol! Aunque no parecía
hecha de algodón: era blanca, grande y redonda como la de su
sueño, y hasta tenía un almohadón. No era dorado, pero ese
amarillo se le parecía bastante. Tampoco Santiago podía creer
cómo esa vieja cubierta de auto, que estaba tirada en el fondo del
taller del abuelo, se había convertido en una maravillosa hamaca.
—La hicimos con mi abuelo para vos —dijo Santiago—. Te recostás
acá, y con esta caña podés empujar y hamacarte sola como querías.
Los destellos brillantes de la mirada de Lourdes y su gran sonrisa
dijeron mucho más que su tímido “gracias”.
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La nueva hamaca fue la atracción de todos en la plaza. Y se armó
una larga cola para probarla. Por supuesto, Lourdes fue la primera
y aquella caña fue para ella el cetro de una verdadera reina.
Sonia, la abuela de Tobi y Clarita, le comentó a don Julio:
—Cuando yo era chica, en mi pueblo todas las hamacas
eran así, hechas con cubiertas de autos, pero no tan lindas.
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—Yo lo ayudé a mi abuelo a pintarla, y le di mi almohadón para
que Lourdes estuviera más cómoda —aclaró Santiago orgulloso.
Esa tarde, hasta Sonia no pudo resistir la tentación de probar
la nueva hamaca, y por un momento volvió a sentirse niña.