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La Hora de Tomás Moro (Ayer y Hoy de La Historia) - Peter Berglar

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PETER BERGLAR

LA HORA DE

TOMÁS MORO

solo frente al poder

PALABRA

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Título original: Die stunde des Thomas Morus. Einer gegen die Macht

Colección: Ayer y Hoy de la Historia

© by Walter-Verlag AG Olten, 1978© Ediciones Palabra, S.A. 2014

Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 [email protected]

© Traducción: Enrique Banús

Diseño de cubierta: Carlos BravoDiseño de ePub: Erick Castillo AvilaISBN: 978-84-9840-992-5

Todos los derechos reservados.No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la

transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, porregistro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares de Copyright.

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LA HORA DE TOMÁS MORO

Tienen las palabras que dan título al libro un doble significado: expresan, por unaparte, que Tomás Moro tuvo su hora: su evolución personal, su campo de acción, sudestino, determinado por su comportamiento personal en el marco de una constelaciónmuy concreta de su biografía y de la historia. Pero dichas palabras expresan también queesa constelación tuvo algo de intemporal, un cierto carácter general; y que por eso suhora es también nuestra hora. Lo intemporal, general: eso es lo que expresa el subtítulodel libro: «Solo frente al poder».

Tomás Moro vivió como padre de familia, como escritor humanista, como defensorde la Iglesia Romana, como jurista y como servidor del Estado, en plena transición de laEdad Media a la Moderna, inmerso en una radical transformación de Europa. Todo estoes lo que yo quisiera exponer al lector en las páginas que siguen. La historia de TomásMoro es fascinante y sería digna de ser contada aunque sólo fuera como tema histórico-biográfico. Pero va más allá y nos puede afectar personalmente, porque es «actual», enel mejor sentido de la palabra. Aquel hombre de estado inglés vivió no sólo en medio deuna lucha entre intelectos, opiniones y movimientos; entró además en conflicto con elpoder físico-material del Estado, que se hizo presente en su vida en las figuras del reyEnrique VIII y de Tomás Cromwell y del «aparato» que les era dócil. En términosestrictos la cuestión que estaban dilucidando era la del divorcio y las segundas nupcias delrey y –unida a ella– la de la escisión de la Iglesia inglesa de Roma. Pero se puedeexpresar el problema en términos más generales: en realidad se estaba tratando de laemancipación de la sociedad y del Estado, de su desintegración del «ordo» medieval, delnacimiento del concepto moderno de Nación, de su independencia. Y se trataba de algomás: de la pretensión del poder estatal de exigir no sólo una obediencia de hecho, sinotambién un asentimiento activo. Por primera vez no iba a ser suficiente el tolerar lasdecisiones de la autoridad; por primera vez se iba a exigir que esas decisiones seaprobaran de forma explícita y se iba a perseguir no sólo la rebeldía, sino también laactitud interior: la no-aprobación quedaba automáticamente equiparada a la rebelión. Enla cuna de la Europa moderna está, pues, la lucha para mantener el ámbito de libertad delindividuo frente al poder organizado, que no siempre ni necesariamente se identifica conel «Estado». Tomás Moro delimitó para su propia persona ese ámbito de libertadpersonal de forma muy modesta: motivos religiosos, más claramente, su fe le impedíaasentir al divorcio y a las segundas nupcias de Enrique y a la segregación de la Inglaterracristiana de la Iglesia Romana Universal y del Papa. Y su conciencia le prohibía actuar encontra de su fe, es decir, asentir aunque fuera por pura fórmula, prestando el juramento aaquellas «leyes anti-divinas».

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Esta diferenciación entre los dictados de la fe y los de la conciencia es muyimportante y, sin embargo, con frecuencia no se ve con la necesaria claridad. El no poderasentir al divorcio y al segundo matrimonio del rey –es decir, a la supremacía real sobrela Iglesia–, por ser una injusticia, no fue una decisión «en conciencia», sino unaconsecuencia de la fe; pero el actuar de acuerdo con la fe, el no dejarla de lado, eso síque fue un acto de obediencia a la conciencia. Y por esa obediencia, que no estabadispuesto a vender ni siquiera al precio de su vida, subió al patíbulo.

Todavía, en nuestro mundo occidental el ámbito de libertad personal esincomparablemente mayor al de Tomás Moro. No estamos abocados tan sólo al no-asentimiento a la injusticia o, en términos más generales, lo que sea contrario a nuestrasconvicciones; podemos hacer más, es decir, defender activamente nuestras opiniones y –todavía– no necesitamos fingir un consenso que en realidad no existe. Pero sabemos queesto no es así en todo el mundo. Y también a nuestro alrededor en una sociedad libre yabierta, va creciendo la tendencia a uniformar las opiniones, al menos las que se articulanen público: que cada cual «crea» lo que quiera... pero debe decir lo que agrada. Lascoacciones para uniformar las opiniones y el comportamiento, sin tomar en consideraciónlas convicciones interiores y la autenticidad de la persona, van aumentando en todo elmundo y adquieren un carácter no sólo físico, autoritario.

Por ello «la hora de Tomás Moro» es también para nosotros ejemplo y programa.Nunca faltarán poderes que pretendan una sumisión total. A nosotros, cinco siglos mástarde que el valiente inglés, no nos cuesta imaginarnos, es más, tenemos que hacernos ala idea de que muy bien pudiera llegar de nuevo la hora en la que no sólo se nos prohíbaluchar por nuestras convicciones, sino en que ni siquiera nos esté permitido callar y serlesinteriormente fieles. Es más: podría suceder que se nos forzara a hablar y actuar encontra de ellas.

«Solo frente al poder»: también estas palabras se han elegido con toda intención.Tomás Moro estuvo solo no en cuanto a sus convicciones religiosas, sino en cuanto a suobediencia a la conciencia. Y cualquiera de nosotros, en una situación similar, estaría tansolo como él. Solo, en primer lugar, porque la conciencia es algo exclusivamentepersonal, pero sobre todo porque son pocos los que obedecen a su conciencia. Obedecera la conciencia también implica, si las circunstancias lo exigen, ser capaces de un actoheroico de lealtad frente a una mayoría avasalladora, que piensa o decide de maneradistinta. A pesar de ello, en el fondo del corazón, todo el mundo quisiera ser uno de«esos pocos». El ser realmente capaz de ello depende, en último término, de la Gracia.Una Gracia a la que Tomás Moro correspondió con fidelidad; por eso, con la fuerza de

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su conciencia, fue capaz de no negar su fe, y, con la fuerza de su fe, fue capaz deobedecer a su conciencia hasta la muerte.

Y por último: Con esa «hora de Tomás Moro», que nos afecta personalmente, nosestamos refiriendo no sólo a la hora de una última decisión a vida o muerte, sino tambiéna la ejemplaridad del gran inglés. Fue ejemplar en su vida familiar, en el trato con sushijos, en sus principios educativos, en su esmero profesional, en su flexibilidad intelectualpara todo lo nuevo, en su respeto hacia lo probado, en sus virtudes humanas deprudencia, justicia, templanza, caridad, fortaleza y, además, en su humor bondadoso y suescueta agudeza. Resumiendo: «La hora de Tomás Moro» se refiere también a la horadel amor a Dios y a los hombres. Y esa hora, en realidad, permanece siempre.

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PRIMER LIBRO

EL ASCENSO

Cuando los enfermos ven que son tratados por médicos cuyo estado es aún más tristeque el suyo, se rebelan y se obstinan. En un médico sano, en cambio, ponen toda suconfianza.

Tomás Moro a John Colet, 23 de octubre de 1504

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EL EPITAFIO DE CHELSEA

Los cementerios y otros enterramientos son no sólo lugares de paz, como se sueledecir, sino también de choque, en ocasiones incluso de horror. Lugares que han inspiradoa filósofos, poetas y pintores. Pero cualquier visitante que lea allí una inscripciónsepulcral la entenderá más bien como un epílogo que como un prólogo.

En el caso de Sir Thomas More, que –humanista entre los humanistas– se dio a símismo el nombre de Morus, encontramos la feliz circunstancia de que un hombrecabalmente sincero, modesto y realista, quiso expresar su historia personal en unainscripción pensada para su sepulcro. La biografía como epitafio: la vida, escrita sobre elsepulcro. Los historiadores, con toda razón, desconfían de los testimoniosautobiográficos, porque saben que la naturaleza humana, consciente oinconscientemente, tiende a dar testimonio de sí mismo en un tono positivo, o por lomenos, más positivo del que corresponde a la realidad, y tiende también a retratar elentorno de acuerdo con esa visión positiva de sí mismo. Pero en el caso de Tomás Morosobran estos reparos. No sólo porque su autobiografía, su «artículo necrológico», esdemasiado breve como para que su amor propio encuentre cabida en él; también porquepor todo lo que sabemos de él, por sus propias cartas y por los escritos y testimonios deotros, no fue hombre pretencioso, sino tan sinceramente modesto que la célebreinscripción de Chelsea bien se puede denominar un testimonio de «understatement», deesa modestia algo irónica tan típicamente británica.

Por eso, en esta nuestra biografía iremos siguiendo paso a paso la inscripciónsepulcral, interpelándola por sus motivos, su fondo, sus repercusiones.

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ESTADISTA Y ESCRITOR

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La «Old Church» de Chelsea, la «vieja iglesia» en que se encuentran la tumba y elepitafio de Moro, quedó destruida tras un bombardeo, en abril de 1941. Al reedificarla seprocedió de tal manera que la capilla sepulcral se convirtió en cabeza de la nave principal,mientras que el epitafio, la placa de mármol negro que lleva la inscripción, se colocó en elpresbiterio, a la derecha del altar.

A Chelsea había trasladado Moro su residencia en 1524; venía de Bucklersbury, enpleno centro de Londres. Era Chelsea un pueblo a orillas del Támesis, fuera de los murosde la ciudad, aunque hoy en día –ya desde hace mucho tiempo– está incorporado alnúcleo urbano. Cuando Tomás compuso la inscripción, en 1532[1], estaba ya en elúltimo tramo de su vida. Había renunciado a su cargo de Lord Canciller del reino el 16de mayo, porque no podía aprobar ni la escisión de la Iglesia inglesa de Roma ni eldivorcio y las segundas nupcias de Enrique VIII, que tuvieron lugar en enero de 1533.Era un hombre de cincuenta y cuatro años, privado de toda influencia, con una salud quedejaba mucho que desear y una situación económica preocupante, un hombre que intuíacuál podría ser su porvenir, un porvenir lleno de oscuridad, de angustias, lleno quizátambién de posibilidades aún insospechadas, pero en las que él ya no habría de participaractivamente. Aunque entonces aún no previese la muerte a manos del verdugo, sí eraconsciente de que estaba cercano el final de su camino.

El que compusiera su epitafio precisamente en aquel momento –cuando, tras catorceaños, cesaba en sus cargos al servicio de Enrique VIII–, expresa, sin menoscabo de otrasposibles razones, la intuición de que quizá pronto hiciera falta.

«Tomás Moro nació en Londres de familia conocida, aunque no noble. En ciertamedida se ocupó de asuntos literarios y, tras pasar varios años de su juventudtrabajando como abogado defensor ante tribunales, tras haber sido primero juez yluego sub-sheriff en su ciudad natal, el invencible Enri que VIII le llamó a la Corte,aquel rey a quien –único entre los reyes– se le concedió el honor de llevar el título de‘Defensor de la fe’, título ganado por la espada y por la pluma. Fue recibido en laCorte, nombrado miembro del Consejo Real, ennoblecido, nombrado Vicecanciller ymás adelante Canciller del Condado de Lancaster y finalmente, por gracia especial desu soberano, Canciller de Inglaterra».

Nació Tomás probablemente el 6 de febrero de 1478, en Londres. No tenemos

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seguridad absoluta sobre la fecha; por una anotación de su padre, Juan Moro, descubiertahace unos cien años, caben como fecha de nacimiento los años 1477 y 1478 y los días 6y 7 de febrero. El que, contemporáneamente al pequeño Tomás, apareciera en Inglaterra–como señala Chambers[2]– el primer libro impreso, es uno de esos signos llenos designificado que tanto contentan a los escritores. Y es que con la imprenta surgió unanueva era, más aún que con el viaje de Colón o con las Tesis de Lutero en Wittenberg, ysi algo hay que tenga importancia para la vida de Tomás Moro, son los libros.

Si el padre de Tomás, John More, se perfila con bastante claridad ante nuestros ojos–aún hablaremos de él cuando interpretemos el epitafio–, poco sabemos de los demásantepasados. Quizá el abuelo fuera algo así como un contable y supervisor del personalen la Corporación de Juristas de Lincoln’s Inn[3]; en 1470 incluso llegó a ser miembro deesta asociación. Con Tomás estaría, pues, la tercera generación de la familia al serviciode la justicia. También el abuelo materno, Thomas Graunger, por quien dieron al niño elnombre, era un ciudadano londinense respetado y acaudalado. Fue nombrado «sheriff»en 1503, y aún vivía cuando su nieto llegaba a ser un afamado abogado, lector en laEscuela de Derecho de Furnivall’s Inn, y fundaba una familia. Murió en 1510.

Ya en la segunda frase del epitafio, aunque sea muy de pasada, se mencionan losintereses literarios de Tomás Moro, antes aun de enumerar las etapas más señaladas desu carrera de jurista, que, sin exagerada precipitación, pero con gran continuidad, le llevóhasta la cumbre. Aquellas pocas palabras: «En cierta medida se ocupó de asuntosliterarios» hacen referencia a una medida más que colmada: a toda su creación literaria,desde los primeros epigramas del joven autor hasta las grandes discusiones con Tyndale,cabeza de los adictos a Lutero en Inglaterra... aunque, a decir verdad, es dudoso queMoro subsumiera también estos escritos de controversia teológica bajo el término de«literatura».

Si se estudian en visión retrospectiva una vida y una obra ya concluidas, es muy fácilinterpretar los trabajos juveniles con atrevidas visiones y tampoco se puede negar que, enalgunos casos, en ellos efectivamente se dan indicios, presagios de lo venidero. Pero nosiempre es así. También en los epigramas de Moro se han querido ver «elementos de suautobiografía»[4]. Pero el que en ellos se estigmatice la tiranía del rey, se haga burla declérigos no aptos para el episcopado, se ridiculice el comportamiento narcisista y laridícula imitación de los franceses, y el que todos estos elementos se encuentren tambiénen la vida de Tomás Moro, no es razón suficiente para hablar de elementosautobiográficos, pues son elementos comunes a muchas personas cultas de su tiempo;además, la crítica contemporánea y social son uno de los ingredientes clásicos de laepigramática, desde la Antigüedad hasta nuestros días.

Aunque por los otros fines de este libro no podamos entretenernos en la

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«miscelánea», de entre las obras literarias de Tomás Moro sí queremos nombrar una delas cuatro obras juveniles en lengua inglesa que se conservan. Es una obra creadaalrededor del 1503, que resulta una curiosidad y al mismo tiempo brinda algo así comouna perspectiva de anciano, anticipada a la época de la juventud: se trata de NinePageants, nueve estrofas, ocho de ellas en inglés, una en latín, comentando las nueveimágenes de un «bello tapiz pintado en exquisito lienzo», que Tomás había diseñado parala casa de su padre. También en esta obra los motivos son convencionales: al hilo de lasescenas del tapiz, describen un niño que está jugando y que desea que todos los librosfueran presa del fuego; un hombre a caballo que lo atropella, sintiéndose superior a él; elAmor triunfante, que hace volver a éste a la infantilidad; la sabia vejez, que vence alAmor, la muerte vence a la vejez, la gloria póstuma, a la muerte, el tiempo, a la gloria y,finalmente, la eternidad, al tiempo. La última imagen muestra al poeta sentado en unasilla y sacando –en latín– la «moraleja»: Todo es vanidad.

Lo que en este texto nos remueve es la circunstancia de que este saber tan común,extraído de situaciones universales de nuestra existencia, válidas para cualquiera,adquirirá en Tomás la dimensión de una filiación divina[5] llena de humildad. Se sueledecir que el tapiz es la «piel» de una habitación, de un espacio. Si esto es cierto, el jovenTomás Moro nos ha dejado aquí «la piel» de su propio espacio vital.

Ahora bien, la configuración básica de este espacio vital no estaba determinada desdeun principio. ¿Sería el «mundo» o el «convento»? ¿Cómo era de profunda la inclinacióndel joven Moro hacia el estado religioso y por qué se decidió por el laical? Estamos aquísin duda ante una pregunta particularmente importante. A la hora de encontrar unarespuesta, juega un papel decisivo esa «ocupación en asuntos literarios» de que habla enel epitafio, y más concretamente su interés por la persona y la obra de Pico dellaMirandola, asunto que tendremos que abordar más a fondo.

Como suele ser regla en las biografías de aquellos tiempos, poco sabemos de laprimera infancia de nuestro Tomás. Era el segundo hijo y tenía una hermana mayor,Jane, nacida en 1475, y cuatro hermanos más jóvenes: su hermana Agatha, que murió aedad temprana (*1479), los hermanos John (*1480) y Edward (*1481), el primero de loscuales cumplió algo más de treinta años y fue quizá durante algún tiempo secretario deTomás, y finalmente la hermana pequeña Elizabeth (*1482), casada con John Rastell ymadre de William Rastell, impresor, abogado, juez, biógrafo de Moro y editor de lasobras completas de su tío[6]. La madre de Tomás, Agnes, murió antes de 1490. Vinieronluego tres madrastras, la tercera de las cuales vivió nueve años más que Tomás. No hayduda de la calidad del testimonio de caridad cristiana que dio Tomás, de quien sabemosque fue un buen hijo para con sus madrastras, alabó el cuarto matrimonio de su padrecuando éste tenía ya casi setenta años y aceptó con serenidad la reducción de la propia

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herencia que eso suponía.Tras asistir a clase en la renombrada y antigua Escuela de San Antonio en Londres,

donde adquirió los fundamentos de sus conocimientos de latín, lengua de que se sirviódurante toda su vida como de una segunda lengua materna, entró a los doce años a servircomo paje en casa del arzobispo de Canterbury, el entonces Lord Canciller yposteriormente cardenal John Morton. Allí –como escribe Chambers– «tuvo ocasión deobservar el comportamiento de todos los grandes del reino»[7]. En la Utopía, Morosentó un monumento de agradecimiento a aquel príncipe de la Iglesia que le introdujo enlos ambientes sociales y políticos en los que él mismo habría de vivir un cuarto de siglomás adelante[8].

A los catorce años –lo que entonces no era especialmente llamativo– ingresó en laUniversidad de Oxford, donde el arzobispo le había conseguido plaza en el Canterbury-College, dirigido por los benedictinos. Aquí se cultivaba especialmente el griego,redescubierto en el curso del gran movimiento humanista: también lo aprendió el jovenMoro, aunque nunca llegó a dominarlo como el latín ni con tanta perfección como suamigo Erasmo. La siguiente etapa de su carrera, casi dos años después, fue el New Inn.Era una especie de escuela profesional de juristas, de la que poco después, en 1496, pasóa Lincoln’s Inn. Sigue luego una década de su vida que, tras un largo proceso deevolución y maduración probablemente difícil y accidentado –del cual, en el fondo, pocosabemos–, terminó con un completo «dedicarse al mundo», con el matrimonio y el«debut» parlamentario en 1504/1505. Fue una década en la que se fundieron el estudiodel derecho, de las lenguas antiguas y de la literatura clásica, la actividad docente y unaintensa vida espiritual. En noviembre de 1501 escribe a uno de sus doctos amigos, elprofesor de latín John Holt: «¿Me preguntas cómo van mis estudios? ¡Estupendamente!No podrían ir mejor. He abandonado el latín y ahora me dedico al griego. Probablementeme olvidaré de aquél y éste no lo aprenderé nunca»[9], una de tantas expresiones deironía hacia su propia persona y del ya citado «understatement», actitudes tan típicas deMoro y que tan amables le hacen. Su trato amistoso con los humanistas, del cualvolveremos a hablar en el capítulo dedicado a Erasmo, y sus estudios en las citadasmaterias no le impedían dedicarse, con toda seriedad, a la jurisprudencia e incluso a lateología. Por eso daba clases, aunque él mismo todavía era estudiante, en la escuela dederecho de Furnivall’s Inn y dictaba conferencias sobre La Ciudad de Dios de SanAgustín, conferencias que tenían lugar en San Lorenzo, la iglesia parroquial de WilliamGrocyn, el maestro y amigo de Moro, y estaban muy concurridas, como sabemos porErasmo. El propio Grocyn exponía en la catedral de San Pablo su interpretación críticadel doctor de la Iglesia Dionisio Areopagita[10], lo que Tomás comenta con su secaironía: «Es difícil saber si con ello presta un servicio mayor a su celebridad o a susoyentes. Sus discípulos acuden en masa; ¡ojalá fueran tan doctos como numerosos!...

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Naturalmente, también asiste el vulgo; muchos, atraídos por la fascinación de lo nuevo;otros, por aparentar que entienden algo del asunto. Quienes se tienen por los más sabiosse quedan en casa, por no dar a nadie ocasión de suponer que tienen lagunas en sucultura»[11]. Es de imaginar que Moro tenía una opinión muy similar de su propiopúblico. Estamos a comienzos del siglo XVI. Aún la fe y la ciencia, la piedad y lafilología, la aceptación humilde de los misterios divinos y la aspiración de restablecer ensu pureza original las fuentes en las que se nos comunicaron, concretamente la SagradaEscritura, no se han separado; los humanistas, investigadores, son aún al mismo tiempohombres de la Iglesia, sacerdotes y directores espirituales ortodoxos. Especialmente losamigos de Moro, William Grocyn, John Colet[12], Thomas Linacre o William Lily.

Entre el estudio de la Antigüedad y el ideal del sacerdocio, entre el dominio del griegoy su integración en la doctrina de la Iglesia no había contradicción alguna; los conflictosinmanentes aún estaban ocultos. El humanismo significaba todavía purificación yfortalecimiento de la fe de la Iglesia con los nuevos medios de la cultura clásica; aún nohabía llegado a ser, con intención o simplemente por la evolución, una alternativa para lafe.

Entre los motivos para la decisión final de Moro a favor del estado laical y no delreligioso, la inclinación hacia la nueva erudición o la contradicción entre ella y la vidaespiritual no juegan ningún papel. Tenemos que intentar hacernos una idea sencilla deaquella decisión, por muy complicada y compleja que haya sido en el fondo del alma deTomás, quien aproximadamente entre 1499 y 1503 vivió en la cartuja de Londres. Loscartujos[13] habían llegado a Inglaterra en tiempos de Enrique II (1154-1189); el reyhabía hecho edificar para ellos el monasterio de Witham, quizá en arrepentimiento porhaber instigado el asesinato del arzobispo de Canterbury, Tomás Becket, dentro de lacatedral. En 1349, cuando la peste causaba estragos en Londres, el obispo habíaadquirido un gran terreno para usarlo como cementerio público; en él se erigió más tardela cartuja «The Salutation of the Mother of God». Del conjunto del convento, queabarcaba la iglesia, las celdas (es decir, la pequeña casita para cada monje) y las salascomunes (para los hermanos legos), formaba parte una casa de huéspedes. En ella vivióel joven Moro. Aunque la regla de la Orden prohibía la permanencia dentro delmonasterio de quienes no eran religiosos, en 1490 el capítulo general había permitido quevarones solteros pudiesen vivir en la cartuja como huéspedes, que quedabanincorporados a la comunidad, sin promesas, votos ni obligaciones, pero integrados en lavida espiritual cotidiana, por llamarlo de alguna manera. Es decir: Tomás participaba en laSanta Misa, en las meditaciones, lecturas y prácticas de penitencia de los monjes. Servíaa Dios con ellos. Pero aún estaba abierta la cuestión de si aquélla era la forma de servir aDios prevista para él o si ese servicio debería vivirse en el mundo, en la profesión y lasobligaciones sociales, matrimoniales y familiares, y cómo habría de realizarse la

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integración de todo ello.Pero, ¿por qué un hombre joven va a un convento, aunque sólo sea como huésped?

Si hoy en día se plantease esta pregunta, casi nadie la entendería. A finales de nuestrosiglo, el ideal monástico ha quedado marginado de la conciencia social. En tiempos deTomás Moro la situación era completamente distinta; no sólo porque el mundo estaballeno de clérigos y sobre todo de monjes de órdenes contemplativas y mendicantes... loque también era una piedra de escándalo muy grande, no sólo porque su relacióncuantitativa y también cualitativa con respecto al clero secular y sobre todo a los laicosparecía insana –y muy probablemente lo fuera–, porque había demasiados y, sinembargo, pocos eran dignos de confianza. Pero más importante aún y la verdaderadiferencia con respecto a épocas posteriores, y sobre todo a nuestro tiempo, secularizadoy laicista, era que entonces todo el mundo, grande o pequeño, rico o pobre, veía comoalgo normal y muy natural la posibilidad de elegir entre «quedarse en el mundo» o «salirde él», fundar una familia o ser clérigo –sacerdote secular o religioso, padre o hermanolego–. La sociedad medieval existía, por así decirlo, en dos formaciones, la «espiritual» yla «del mundo». El hecho de que cada una de ellas tuviera sus condicionamientos yconsecuencias, económicas, sociales y culturales, no dice nada en contra de la necesidady autenticidad de la decisión que cada uno tenía que tomar para su propia vida. Lasventajas económicas (piénsese en el sistema de prebendas), los privilegios sociales(cultura, posibilidades de ascenso, etc.), los intereses de poder y de influencia (provisiónde sedes episcopales y cabildos catedralicios según puntos de vista políticos, dinásticos,corporativos o genealógicos): todo esto se mezclaba con las exigencias pastorales, con elservicio desinteresado a Dios y a los hombres y con la vocación sacerdotal. Y esaamalgama podía hacer que peligrara y en más de un caso incluso se fuera a pique larectitud de intención en la elección. Pero por otra parte esta mutua penetración de las dosformaciones significaba también que tanto la vida individual como todo el cosmospolítico-social y cultural de la cristiandad latina estaban impregnados de religiosidad enuna medida difícilmente imaginable para nosotros.

Por lo tanto, no es necesaria una complicada búsqueda para dar con el motivo por elque Tomás Moro se examinó para ver si tenía vocación para la vida religiosa. Como esecamino era una «carrera» normal para innumerables jóvenes, en esta reflexión nopodemos ver nada espectacular. Por el contrario: llamaría la atención que un joven comoTomás Moro, con buena formación, inclinación a las ciencias y una piedad natural y sanano se hubiese planteado la posibilidad de ingresar en el estado clerical, pues por reglageneral se consideraba necesario retirarse del mundo para llegar a la plenitud de la vidacristiana.

Una cuestión totalmente distinta es si Tomás sintió en su juventud un fuerte impulsointerior hacia el sacerdocio y la vida religiosa y si tuvo que superar un conflicto entre este

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impulso y el estudio del derecho que le impuso su padre. John More no sentía ningunasimpatía por los «modernos» deseos de su hijo de adquirir una formación filológica yfilosófica. A propósito de esto, Erasmo escribía a Hutten: «Cuando era mozo se dedicó alestudio del griego y de la filosofía, en lo que el padre, por lo demás hombre prudente yhonrado, le apoyó tan poco que mejor sería decir que le abandonó completamente. Casiparecía que le hubiese repudiado, porque le daba la impresión de que Tomás quería serinfiel a la carrera de su padre, quien de profesión es conocedor de las leyes inglesas. Estaprofesión nada tiene que ver con ciencia verdadera, pero las autoridades en este ramotienen en Inglaterra muy buena reputación»[14]. En otras palabras: su padre habríaejercido una presión tan fuerte sobre su hijo, al privarle de ayuda económica y mostrarlecon toda claridad su desacuerdo, que Tomás se dedicó a la jurisprudencia, puesto que enaquellos tiempos prácticamente no existía rebeldía contra los padres.

Bien es cierto que con esta explicación no tenemos aún respuesta a la pregunta dequé es lo que sucedió en las profundidades del alma de aquel «cartujo huésped». No sehizo sacerdote ni monje, porque obedeció a su padre, para quien «hombre de letras» yclérigo significaba lo mismo: esta respuesta sería harto superficial. Erasmo da unaexplicación demasiado simple, probablemente por su propia antipatía contra losreligiosos, de índole biográfica. Indudablemente, lo que movía el corazón de Moro einquietaba su conciencia, era más complejo. Más tarde tuvo que pagar con su vida suconocimiento del orden jerárquico de la obediencia y su adhesión a ella; y es de suponerque, así como treinta y dos años más tarde obedeció a Dios más que al rey, tambiénhabría obedecido a Dios más que a su padre, si realmente hubiese sentido la vocación alsacerdocio. Pero fue precisamente esa palabra, «realmente», la que le costó años delucha interior. Su yerno Roper[15], que vivió con Moro, le conoció muy de cerca y espor ello un testigo de primer rango, cuenta que Moro vivió en la cartuja «entregado a ladevoción y a la oración, viviendo allí religiosamente, pero sin votos»[16]. Y Erasmo, a sumanera, comunica más detalles a Hutten: «Entretanto se concentró plenamente al estudiode la piedad: velando, rezando y preparándose para el sacerdocio con otros ejerciciossimilares; y esto siendo mucho más sabio que esa gente que se abalanza sin más a unaprofesión tan difícil, sin haberse puesto a prueba anteriormente. Nada le impidióconsagrarse a esa forma de vida excepto el no poderse quitar de encima el anhelo de unamujer. Prefirió ser un marido casto que un sacerdote deshonesto»[17]. Esta última frasees una expresión erásmica que en aquel entonces, cuando tantos sacerdotes pecabancontra su obligación de vivir el celibato y el vulgo exageraba tales hechos, seguro queprodujo sus efectos. En la misma carta, que es la primera biografía de Moro, yaanteriormente, pero sólo de pasada, se había tocado este punto: «Cuando por su edad lecorrespondió, no se resistió al enamoramiento, pero con todos los respetos debidos y de

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tal manera que se regocijaba más cuando ellas mismas se abrían a él que cuando eran“conquistadas”, y además, él prefería ser cautivado por el intercambio intelectual que porel trato»[18].

Resumamos: un hombre joven, que se siente atraído por la moderna erudición, por ladedicación a las lenguas clásicas y a los escritores de la Antigüedad, pero también por lagran tradición cristiana, el estudio de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia y,por lo tanto, también el estado clerical, en que podría conjugar todo ello; aún másimportante: un hombre joven lleno de ansias de amar a Dios y de entregarsecompletamente a Él, pero esto habría incluido la renuncia al amor sensible, al matrimonioy a fundar una familia, y se dio cuenta de que no debía hacerlo.

Vázquez de Prada ha señalado que Tomás, al no encontrar la paz en la cartuja, hizootros intentos y por algún tiempo jugó con la idea de ingresar en la orden franciscana.Escribe el historiador español a este respecto: «Otro joven, sin su rectitud yperseverancia, se hubiera desanimado por completo al cabo de cuatro años. Pero Tomás,generoso con Dios y sincero consigo mismo, sabía que dentro de su pecho bullía aún unamisteriosa inquietud sin apaciguar»[19], sin el alivio de la claridad sobre su caminofuturo. ¿Cuándo le llegó la claridad y cómo?

Moro se entregó a la experiencia de su «doble vida», que transcurrió en una estrechaunión con la vida contemplativa y ascética de la cartuja, y al mismo tiempo en íntimocontacto con el mundo exterior; en los oficios del coro y horas canónicas, Misa,ejercicios espirituales y ayuno por una parte, y en los estudios y prácticas de derecho,conferencias, conversaciones con amigos y en la vida social por otra.

Para tratar todos estos temas hemos partido de unas pocas palabras del epitafio: «Encierta medida se ocupó de asuntos literarios». Y lo hemos hecho porque fue un«encuentro literario» lo que formó el marco para el reconocimiento de que no teníavocación al sacerdocio, un reconocimiento nada patético, pero cuya aceptaciónprobablemente causó cierto dolor en algún rincón del alma. El «encuentro» decisivo fuecon la figura y la obra de Giovanni Pico della Mirandola.

Este conde italiano, que sólo llegó a cumplir treinta y un años (1463-1494), formóparte del ilustre círculo que se reunía en torno a un duque de la familia Médici: Lorenzoel Magnífico de Florencia. Es Pico una figura clave en el Renacimiento italiano. Unhombre de procedencia nobilísima, rico, bello y de gran irradiación, amplia cultura,inteligencia sobresaliente y dicción literaria brillante: representaba el tipo ideal de la nuevaépoca, el «homo magnus». En cierto modo intentó romper con la visión cristiano-medieval del mundo, iluminado sólo por la luz sobrenatural de Dios y lleno, por eso, denoche terrenal, en una sombría escena de padecimientos, entendidos como transición alReino de Dios. Él transforma ese panorama en un radiante escenario de la fuerzacreadora del hombre, proclamando aquel Reino como el de la perfección humana y

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haciéndolo bajar a nuestra tierra. Le movía un querer como extasiado: hubiera pretendidoponer en labios de Dios aquellas antiquísimas palabras de la serpiente, el «eritis sicutDeus», «seréis como Dios». No le bastaba con saber que el clasicismo griego y latinohabía revivido; no le bastaba ser un excelente conocedor de aquel clasicismo y de toda laAntigüedad; no le satisfacía el redescubrir los manuscritos de los antiguos y examinarlosbajo criterios filológicos; no se conformaba con sus conocimientos de hebreo, sufamiliaridad con las ciencias árabes y con los secretos del mundo oriental, sino que«penetró hasta las raíces más profundas de lo humano y lo divino», como se dice en labiografía que escribió su sobrino. En el año 1486, cuando compuso aquel su escrito tanmagníficamente ingenuo y a la vez tan híbrido sobre la dignidad humana (Oratio dehominis dignitate), Pico planteó novecientas tesis que contenían algo así como la sumade su cosmovisión, e invitó, «reventando de orgullo luego de descubrir los misterios delos hebreos, de los caldeos, de los árabes, y las oscuras enseñanzas de Pitágoras yOrfeo»[20], a todos los sabios de Italia, y aun de «todo el mundo», a una disputación enRoma. En 1487, el Papa Inocencio VIII declaró parte de los teoremas como herejías ypuso así fin al primer congreso internacional de eruditos.

No fue el Pico que Moro conoció a través de esta biografía quien le impresionó einfluyó en él, sino su transformación, la conversión que narra su sobrino, es decir, el Picodella Mirandola penitente alcanzado por el amor de Cristo: éste es quien entró en elinseguro corazón de Tomás. La biografía del humanista italiano procede de la pluma desu sobrino Giovanni Francesco y en realidad es el prólogo a la edición de sus obras.Moro tradujo la biografía latina al inglés[21] y la mandó, junto con algunos fragmentosdel texto, que también había traducido, a su amiga de juventud Joyeuce Lee, que ahoraera clarisa. «Querida hermana –anotó-, de todos los libros que han llegado a tus manos,bien te serán éstos los más provechosos; enseñan a moderarse en la felicidad y a tenerpaciencia en la desgracia; en ninguna parte encontrarás nada mejor sobre el desprecio delos bienes terrenos y el ansia de felicidad eterna»[22]. En la biografía de Pico dellaMirandola se cuenta cómo un buen día, paseando con su sobrino Giovanni Francesco, ledijo a éste: «Sobrino, guarda en secreto lo que te voy a revelar. Estoy decidido a dar alos pobres los bienes que me quedan y, abrazándome con el crucifijo, caminar por elmundo a pie descalzo con objeto de predicar a Cristo por todas las ciudades ycastillos»[23]. Y aunque la situación de Moro era distinta, estas palabras le movieronprecisamente porque no habían sido dichas por un clérigo, sino por un hombre demundo, un hombre que tan plenamente se había dado a los asuntos terrenos, a laambición, a los gozos sensuales, a la sublime dicha intelectual; y una persona así era laque había experimentado su «Damasco», su conversión absoluta a Cristo, tras elencuentro con Girolamo Savonarola, aquel monje dominico de Florencia, de piedadfervorosa, que arrastraba precisamente por su exigencia; el Don Juan de antaño, que en

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todos los terrenos se movía en lo más alto de la sociedad, se había convertido en unrezador disciplinado, con horas fijas de oración, con mortificaciones, con desprecio delos honores terrenos que antes tan apasionadamente codiciara; el saber que a partir deentonces siempre estaba alegre e interiormente libre: todo esto impresionó profundamentea Tomás. Por primera vez vio, en el ejemplo de Pico della Mirandola, que también ellaico tenía posibilidades de vivir entregado a Dios en medio del mundo. Vázquez dePrada señala en su biografía de Moro la profunda relación existente entre los comentariosa los salmos, las oraciones y meditaciones de Mirandola en sus últimos años, y las deTomás Moro al final de su vida y en la Torre de Londres[24]. También Pico habíaabrigado, bajo influencia de Savonarola, la idea de renunciar al mundo e ingresar en unconvento: lo mismo que Moro. Y no llegó a realizarlo: lo mismo que Moro. Pero ahíterminan las analogías. Si Pico hubiese vivido más tiempo, probablemente habría seguidoel camino que le indicaba su guía espiritual; a Moro, el ejemplo de aquel italiano fallecidoa edad temprana le confirmó en su decisión de no seguir ese camino... aunque nuncapudo deshacerse de una cierta nostalgia por aquella vía, que entonces se consideraba laúnica perfecta.

Los pasajes de Pico de la Mirandola que hemos citado proceden de las Doce Reglas,la obra del italiano que –junto con la biografía– tradujo Moro: son una colección deconsejos para la lucha interior, para resistir las tentaciones y la seducción del pecado; sonuna anticipación de las Veintidós Reglas del Enchiridion militis christiani («Pequeñomanual del soldado cristiano») de Erasmo, publicado en 1501. A las Doce Reglas quecon marcada brevedad quieren prestar una ayuda para conseguir el desprendimientointerior de las cosas de este mundo, siguen las Doce Condiciones que tiene que cumplirquien desea estar cerca de Dios, quien anhela amar el Amor. La primera es: «Amareunum tantum et contemnere omnia pro eo», que Moro traduce parafraseando:

Lo primero es amar a uno tan sólo,y por él abandonar todo otro amor...Porque amor que entre muchos se divideapenas satisface a cada amante[25].

Este amor indiviso, que un día había tomado posesión de Pico della Mirandola y lohabía transformado, aún no se había desarrollado completamente en el joven Moro, peroiba creciendo en silencio, con discreción, dentro de su alma, como la perla crece dentrode la ostra.

Ese encuentro con la obra de Pico, una vivencia literaria –por decirlo de algúnmodo–, había tenido efectos clarificadores y orientadores para la vida de Moro. Más

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tarde sucedió todo lo contrario: su situación vital influyó sobre sus ambiciones y sucreación literaria, tanto en la Utopía como en la Historia de Ricardo III[26] y, en elfondo, en todos sus escritos tardíos. Sabemos que Moro abrigaba la idea de escribir algoasí como una Historia Contemporánea de Inglaterra, que abarcara hasta la muerte deEnrique VII en 1509. Pero tan sólo inició la historia de Ricardo III, el último rey de lacasa de York, un rey infeliz y criminal, cuya derrota en la lucha con Enrique Tudor ycuya muerte en la batalla de Bosworth en 1485 dieron fin a la época de la «Guerra de lasdos Rosas». La obra, comenzada en 1514, se quedó en fragmento por varias razones:por un lado, porque la composición de Utopía en 1515/1516 aplazó su conclusión, porotro lado, porque Tomás probablemente se dijera que su manera de escribir la Historia,es decir, de mostrar a los reyes como personas débiles y mortales o de recriminarles suspecados, quizá en Inglaterra no fuera muy aconsejable. Por eso no continuó trabajandoen ella.

Seguro que las palabras del epitafio sobre su «ocupación en asuntos literarios» serefieren no sólo a la propia producción, sino también a la recepción de literatura. Tomásfue durante toda su vida un lector interesado y perfectamente a la altura de losconocimientos de los escritos humanísticos de su tiempo. Por otra parte, seguro que nilos grandes escritos de controversia ni los testimonios escritos, tan personales, de supiedad caen bajo el concepto de «asuntos literarios»; todo ello será tratado en otro lugar.Sin embargo, sí quiero hacer aquí algunas consideraciones sobre un escrito que en ciertomodo ocupa una posición especial. Se trata del tratado The Four Last Things, escrito porTomás en diciembre de 1522; quedó inacabado y no se publicó hasta la edición completade 1557. El texto nos permite penetrar, de forma poco usual, en el «ámbito interior» deeste hombre, que está al servicio del rey desde hace ya cuatro años y que desde hace unaño es Vicecanciller del Tesoro, llevando a cabo con toda discreción y destreza gran partede la comunicación oficial entre el soberano y el Canciller. Enrique VIII le estima y elCanciller, el cardenal Wolsey, se sirve de él a la vez que le protege. Muchos días los pasaen la corte, lejos de la familia, en un ambiente gobernado por el favor y la arbitrariedaddel poder. La génesis del escrito merece un comentario. Su origen es de naturalezapedagógica: Moro, preocupado sobremanera por la educación de su hija predilecta,Margarita, la desafió a un certamen literario, en que ambos, padre e hija, habían deexpresar por escrito sus pensamientos sobre el gran tema de las postrimerías, que ni paraMoro ni para aquellos tiempos era desusado. El motivo del «memento mori», del«recuerda que has de morir», es intemporal y ha preocupado a los hombres de todos losrangos y todos los siglos. Precisamente el gótico tardío, la Baja Edad Media y también laépoca renacentista –ésta más bien como contrapeso, necesario contrapeso a sudesenfrenado y orgulloso anhelo de vivir–, cultivaban las representaciones de las Danzasde la Muerte. Cuando Moro reflexionaba sobre el morir y la muerte, no hacía otra cosa

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que buscar el equilibrio para su vida. Desde su niñez, desde que contemplara estremecidouna de aquellas Danzas de la Muerte, tan naturalistas, en la londinense catedral de SanPablo, la vida era para él un escenario, en que todo el drama de la Historia y cada uno desus actos terminaban con una danza de la Muerte. Pero, al mismo tiempo, la muerte erala transición –una transición determinada por Dios de esta y no de otra manera– al «grandescanso» de la paz eterna, fuera ya del teatro.

Tomás, a quien más tarde incluso personas cercanas le atribuyeron una concienciaescrupulosa, una soberbia que se ocultaría tras la máscara de la conciencia y algo asícomo una arrogancia espiritual, estaba convencido de que el hombre nace con laposibilidad, pero no con la seguridad de salvarse. Durante toda su vida supo conseguir ensu interior un equilibrio entre el temor y la esperanza. Y aun siendo un «intelectual» degran cultura, un intelectual por excelencia, nunca despreció los medios que son buenos ypracticables también para el hombre más sencillo del pueblo: la Santa Misa, la oracióncon regularidad, la consideración de los misterios de nuestra Redención, el rezo de lossalmos, el Rosario y el ascetismo. Nunca se olvidó de una serena alegría ni de lasociabilidad, pero por amor a Dios refrenó todo atisbo de sensualidad o egocentrismo,con el mismo espíritu con que un niño regala a su padre sus ahorros «para» una personao «para» un fin determinado. Entre los rasgos más hermosos de su carácter destacanprecisamente la sencillez, que nunca fue chabacana, y una ingenuidad que nunca fueinfantil.

Para la redacción de las «Postrimerías» le sirvió de modelo el libro del Eclesiastésdel Antiguo Testamento. Ningún otro texto de la Sagrada Escritura se centra con tantafuerza en la consideración de la caducidad y la muerte. Esta férrea e indiscutible ley de laexistencia del hombre sobre la tierra tiene que ser el criterio que determine la valoraciónde las cosas del mundo, y también la valoración de uno mismo. El «leitmotiv» del «todoes vanidad», que forma el núcleo de los sabios dichos del «Predicador Salomón» en elEclesiastés, regía de la manera más natural la vida entera de Tomás Moro. «Pues Dios –así concluye el Predicador– llamará a juicio a todo lo que está oculto, bueno omalo»[27]. La puerta de paso a ese juicio, el oscuro abismo que hay que superar parallegar a él, es de enorme importancia para Tomás Moro, porque forma parte del designiode salvación del hombre[28]. El morir y la muerte son, lo mismo que el nacer, unallamada de Dios; y ya sea una muerte rápida, sin dolores, o dura y angustiosa: siempre esuna llamada del Amor que sabe que para esta alma y para su salvación tiene que ser así yno de otra manera. Ésta fue la fe de Tomás Moro, una fe que nunca vaciló, una feexpuesta en cartas y escritos como el que nos ocupa o más tarde el Dialogue of theComfort against Tribulation. Y él mismo tuvo que ser fuerte en esa fe cuando en laTorre de Londres esperaba la muerte, que se le presentaba en su forma más cruel.

Allí donde se odia la muerte o no se la toma en serio, también la vida se desprecia y

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se deshonra. Por eso Tomás aconseja pensar con frecuencia en la propia muerte, pero nocomo se suele pensar en las ideas de «castigo», «hambre» o «guerra», sinoimaginándose la muerte de forma muy realista: «Has de contemplarte en el lecho demuerte. El corazón late descompasado y falleciente, y la sangre bate sin ritmo en lasvenas. Tienes la espalda dolorida y la cabeza restallante por la fiebre. Jadea el estertor enla garganta y sacude las carnes el escalofrío. Y al desvanecerse la vida, la rigidez vaganando las piernas; el resuello se acorta, se disipan las fuerzas y los dedos andan atientas en busca de un impalpable asidero que no existe»[29].

Moro no se hacía ilusiones, no sentía necesidad alguna de engañarse a sí mismo. Lavida, de la que con toda seguridad podemos decir que desde el día del nacimiento vaavanzando hacia la hora de la muerte, es «una enfermedad de cáncer incurable»; y encuanto nos demos cuenta de esto, deberíamos considerar «la muerte no como forastera,sino vecina próxima»[30], lo que, bien mirado, no es ni particularmente difícil niparalizante, sino en el fondo algo muy normal. No faltan ejemplos manifiestos paracomprobar cuán realista es ese modo de ver las cosas: sólo hace falta abrir los ojos.Moro acababa de asistir muy de cerca, dos semanas después de su nombramiento comoVicecanciller, a un ejemplo de ello: el 17 de mayo de 1521 era decapitado en la Torre deLondres Edward Stafford, duque de Buckingham, por alta traición. Comenzaba así lalarga serie de asesinatos ordenados por la justicia durante el reinado de Enrique VIII...una de cuyas víctimas sería el propio Moro. La acusación, el proceso y la sentenciacontra el duque, el señor más poderoso de Inglaterra después del rey, se basaban enacontecimientos sucedidos ocho años atrás, es decir cuando la princesa María, la futurareina, aún no había nacido. «Acontecimientos» es un término inadecuado: se basaban enchismes y calumnias; se decía que el duque, un descendiente de Eduardo III,emparentado con Enrique, tenía esperanzas de llegar a ser el sucesor si el Tudor no teníaheredero. Éste era un tema ante el cual Enrique reaccionaba con cada vez mayorpreocupación e irritación, llegando finalmente a reacciones despóticas.

Aparte de una hija, su esposa, Catalina de Aragón, había traído al mundo sólo niñosnacidos muertos o fallecidos poco después de nacer. Como en aquellos tiempos la idea deuna sucesión por vía femenina resultaba totalmente extraña, inimaginable, escomprensible que el rey fuera altamente sensible en este punto. Pero ello no parece causasuficiente para una ejecución. Poco a poco se estaba iniciando una degeneración en lapersonalidad de Enrique: el desenfreno sexual y la crueldad, consecuente a aquél; elatractivo del rey y la correspondiente adulación de los cortesanos, la idea renacentista delpoder real y la predisposición del ambiente, nutrido de oportunismo y contribuyendo portanto a que efectivamente se ejerciera el poder real: todo ello fue convirtiendo aqueljoven, atractivo, aparentemente sensible y piadoso rey –un rey ideal–, en una figura deojos pequeños y maliciosos en una cara rechoncha, en esa imagen que tan bien

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conocemos por los retratos.No fue este aspecto del «caso Stafford» –del que quizá también Moro se percatara–

el que hizo estremecer al autor de las «Postrimerías», sino la rapidez con la que davueltas la rueda del destino: de la posición más alta a la caída más profunda, de la riquezay el esplendor a la miseria y la proscripción, de la vida de un magnate a la muerte de unmalhechor en el patíbulo. «Todo es vanidad»: ahí tenía una ilustración de estas palabrasdel Predicador Salomón. Por eso habla del poderoso duque, que, precisamente cuandoiba a casar a su hija, de pronto se vio preso, dispersada su corte, confiscados sus bienes,arrojada a la miseria su mujer, desheredados sus hijos, mientras él mismo era juzgado«sin ulterior examen; desbarataron su escudo de armas y, arrancándole sus espuelasdoradas, arrastraron y descuartizaron su cuerpo luego que fue ahorcado»[31].

«Memento mori» –recuerda que has de morir–. A Moro, su conciencia cristiana no lepermitía esperar la muerte y la vida venidera vagueando, sino que le incitaba a prepararsepara ella. Prepararse significaba buscar a Cristo y seguirle; y esto suponía amar alprójimo en la vida cotidiana, a través del cumplimiento a conciencia de los deberesprofesionales, de la bondad en la familia, del trabajo que busca el bienestar corporal,intelectual y espiritual del prójimo en la sociedad, en el Estado y en la Iglesia. Perosignifica aún más: tratar de cerca a Jesucristo en la oración, la Santa Misa, lossacramentos, el sacrificio. Como Tomás tenía grabada en su propia carne esta unidad dela existencia cristiana[32], el alegre comensal era un serio pensador. El intelectualpolemista y el apreciado jurista era un humilde rezador que optaba por la clemencia antesque por la justicia. El bondadoso y práctico padre de familia era una persona que ansiabala quietud de un convento. Por eso también, el servidor del rey servía al Rey de Reyesen la Misa; por eso, el cortesano, bajo la indumentaria de su cargo, llevaba un vestidopenitente que le causaba llagas; por eso, el éxito literario, el favor de su soberano y lapopularidad entre el pueblo las compensaba con el ayuno, el prescindir del sueño y laatención a los pobres. Así, las «Postrimerías» fueron para Tomás Moro asunto quesiempre tuvo presente; el «memento mori» le resultaba sinónimo del «memento vivere»:recuerda que vives, que estás viviendo, con defectos, con fallos de todo tipo, para, através de la muerte, llegar a la plenitud de la vida, a lo que «ni ojo vio ni oído oyó nientró en el corazón del hombre, lo que Dios ha preparado a quienes le aman»[33].

El autor de la inscripción sepulcral, antes de entrar en los pocos detalles de su vida,detalles profesionales o privados, antes de comunicar algo personal, indica de formaescueta y sobria las etapas de su carrera. Media frase –«tras pasar varios años de sujuventud trabajando como abogado defensor ante tribunales, tras haber sido primerojuez y luego sub-sheriff en su ciudad natal...»– comprende un período de tiempo de casidecenio y medio. En una visión global de la carrera profesional de Tomás Moro, sepuede decir que se trata de un jurista que pasa de la administración de justicia a la

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política; de abogado y juez, a funcionario de la Corona y Jefe de Gobierno. Ahora bien,con este resumen no se deben asociar ideas modernas sobre estos cargos. Entre lasmuchas peculiaridades que distinguen la Edad Media de la Moderna se encuentra lasustitución, generalizada y muy rápida, de los clérigos por los juristas. Un Estado que yadesde comienzos del siglo XV se va separando cada vez más de las conexiones con laIglesia; un Estado que quiere conseguir y consigue un dinamismo propio, autónomo; unEstado que hay que entender como un campo de fuerza y sistema de reglas de juego delos poderes, de la Corona, de los estamentos, de las representaciones corporativas; unEstado así necesita cada vez más su propio personal, es decir, su funcionariado. Su lentagénesis, empezando por los Consejos de los príncipes, que desde comienzos del sigloXVI están formados casi exclusivamente por seglares y cada vez más por juristas,caracteriza en toda Europa el paso hacia el absolutismo y también hacia el Estadomoderno de funcionariado y administración pública.

En Inglaterra, el comienzo de esta evolución se puede datar prácticamente conexactitud matemática y puede estar representada por dos nombres: en 1529, tras catorceaños de gobierno prácticamente en solitario, cae el Lord Canciller, Cardenal Wolsey,quien es sustituido por Tomás Moro, Canciller del Condado de Lancaster. Por primeravez, un laico ocupa el máximo cargo estatal. A partir de ahí, ya siempre será así.

El jurista Moro: un gran tema. Y eso aunque ya Erasmo opinaba: «Esta profesión notiene nada que ver con la verdadera ciencia, pero en Inglaterra tiene muy buenareputación quien haya adquirido autoridad en esa disciplina... Y a nadie se le tiene pordocto en cuestiones del derecho si no ha sudado muchos años sobre ellas. Aunque elespíritu de Moro, hecho para cosas mucho mejores, aborrecía ese estudio, se hizo unconocedor tan excelente de las leyes que ni siquiera muchos de los que se ocupabanexclusivamente de ellas, tenían una mejor práctica de ellas»[34]. Bremond comparte eldesprecio del holandés por la actividad jurídica de Moro: «No necesitamos entretenernoscon su carrera ante los tribunales. No es ahí donde encontramos al verdadero Moro.Como tantas otras personas, dedicó su mejor tiempo a una profesión que noamaba»[35]. ¿Es cierto lo que opinaban su famoso coetáneo y este biógrafo que escribecasi cuatrocientos años más tarde? No conozco dato alguno del que se pueda deducir larepugnancia contra el estudio del Derecho de que habla Erasmo, y tampoco que ejercieracon desgana y a la fuerza su profesión, como insinúa Bremond. El hecho de que Tomásamara los redescubiertos tesoros clásicos de la cultura, el que frecuentemente tuviese queencontrar tiempo para ocuparse intensamente de ellos –robándoselo no pocas veces alsueño–, el que a veces se lamentara de no estar tan libre para la ciencia como sus doctosamigos: todo esto no está reñido con la entrega a su profesión. Fue precisamente elhonrado abogado y el justo juez la persona conocida y respetada por todos, cuyo

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recuerdo siguió vivo en la memoria de sus compatriotas aún decenios después de sumuerte. Su vida espiritual, sus deberes profesionales y sus estudios privados nuncaconstituyeron un impedimento mutuo. La vida espiritual fue el medio que penetró toda suexistencia; un medio que para la vida cotidiana normal y corriente suponía lo que eloxígeno para los pulmones.

En el epitafio Moro no mencionó su «debut» parlamentario del año 1504. Él, que en1501 había sido admitido como abogado[36], que –recordémoslo– vivía en la cartujapreocupado por dilucidar si tenía vocación religiosa, adquirió pronto tal prestigio que fueelegido diputado para el Parlamento cuya sesión de apertura tuvo lugar en enero de 1504.Desconocemos los detalles de la elección, pero sabemos que aquel diputado de veintiséisaños causó grandes quebraderos de cabeza al rey Enrique VII. Éste, un hombre muyahorrador, por no decir tacaño, tenía derecho a exigir del Parlamento ayudas económicaspara ciertos asuntos de la casa real. Ahora, según nos narra Roper, exigía noventa millibras para su hijo Arturo, príncipe de Gales, fallecido ya en 1502 a la edad de quinceaños, así como para su hija mayor Margarita, que se había casado en agosto de 1503 conel rey Jacobo IV de Escocia. Es comprensible que el Parlamento pusiera trabas; y alfrente de todos estaba el joven Moro, «quien expuso tales argumentos y razones, que lasexigencias del rey quedaron rotundamente desbaratadas»[37]. Cuando Enrique VII, quetuvo que contentarse con menos de la mitad de la suma exigida, se enteró de «que habíasido un mozo imberbe quien había echado por tierra sus planes, se enojó mucho con él».Según Roper, la venganza consistió en que, en vez del hijo Tomás, fuera encarcelado enla Torre de Londres el padre, John More, abogado ilustre en Londres en 1503/1504: sebuscó un pretexto cualquiera y no se le puso en libertad hasta haber pagado cienlibras[38]. No conocemos comentarios de Tomás sobre el incidente, y además es dudososi sucedió tal y como Roper lo cuenta. En cualquier caso, parece que las relaciones entrepadre e hijo no se vieron afectadas por ello.

El camino del joven siguió ascendiendo de forma continua y rectilínea: en primaverade 1505 lo encontramos como miembro de la «Mercer’s Company», es decir, como elhombre de confianza de los comerciantes londinenses en paño y seda, encargado de losasuntos jurídicos. En cierto modo, este ramo del comercio fue algo así como su destino,pues seis años más tarde, en 1511, contrajo segundas nupcias con la viuda de uncomerciante en seda, Alice Middleton, matrimonio que –por mucho que Tomás lo llevaracon humor y cariño– no se puede decir que fuera como la seda.

En enero de 1510 entra, como uno de los representantes elegidos por la ciudad deLondres, en el primer Parlamento instaurado por Enrique VIII, rey desde 1509. Ochomeses después será nombrado sub-sheriff de su ciudad natal, es decir, uno de los dosfuncionarios con formación jurídica que ayudan al alcalde en todos los casos de que

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conoce la jurisdicción municipal. Cada semana, todos los jueves por la mañana, Morotenía sesión del tribunal; durante ocho años, hasta el verano de 1518, cuando pasó delservicio municipal al real. Sobre la actividad como abogado y más tarde como juez, quele proporcionaron gran popularidad, dice Erasmo: «Cuando aún vivía de su bufete deabogado daba a todos su consejo afable y sincero, preocupado más por el beneficio delcliente que por el propio; normalmente los persuadía de olvidarse del pleito, porque estoles iba a resultar más barato; si no lo lograba, por lo menos les mostraba cómo procesarde la manera menos costosa; porque también hay personas que hasta se alegran cuandotienen pleitos. En Londres, su ciudad natal, ejerció muchos años como juez de lo civil...Nadie llevó tantos procesos a término, y nadie lo hizo de forma más incorruptible. A lamayoría de los litigantes les remitía los honorarios»[39].

Viendo el sinnúmero de cargos y obligaciones, a veces bastante variopintos,encomendados a Moro en esos años, ya sea por elección o por delegación, se adivinacuánta confianza, generalizada y plena, se depositaba en sus cualidades. Lo vemos comojuez de paz en Hampshire, muchas veces como profesor en la escuela de derecho deLincoln’s Inn, como «Governer» de esta reputada institución académica, como docenteen la escuela de derecho de Furnivall’s Inn, como miembro de la asociación de eruditos«Doctor’s Commons» (1514), compuesta casi exclusivamente de juristas; es responsablede las fiestas de Navidad y de Reyes Magos en Lincoln’s Inn (1510); se ocupa de losproblemas de los pescadores, de la canalización (1514), del control de pesas y medidas(1517), de la fijación de los precios para los comestibles en Londres (1516); es mediadoro actúa como árbitro, por ejemplo en 1517 en un conflicto entre dos feligreses de SanVedasto y el gremio de los guarnicioneros; sirve de consejero y portavoz jurídico a lasdelegaciones de los jueces municipales, de los panaderos, de las corporaciones deartesanos londinenses, y otras. En 1517 ayudó a apaciguar el tumulto de los artesanoslondinenses, que se manifestó en desmanes contra los extranjeros, consiguiendo despuésclemencia para con aquellos participantes que habían sido apresados y analizandotambién las causas de la revuelta[40]. Ya de esta enumeración incompleta se desprendeque Moro gozaba de una reputación especial como mediador prudente y sincero entrepartidos litigantes, y que su particular empeño como representante jurídico de losciudadanos londinenses consistía en dar cauce a sus intereses en conjunto, pero tambiénen representar los objetivos de grupos específicos de la sociedad, y hacerlo con destreza,sin arrogancia y con éxito, ante el rey, el Consejo Real y la «Chamber of Lords».

De los múltiples contactos oficiales y oficiosos con la corte y sobre todo con el jefede gobierno, el cardenal Wolsey, resultó –casi como una consecuencia natural– la llamadadefinitiva a Moro para entrar al servicio del rey. Según Roper, Moro despertó el interésdel rey, no por vez primera, pero sí de modo definitivo, con ocasión de un litigiointernacional: se trataba de la confiscación de una nave papal por orden de Enrique VIII,

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y Moro defendió la parte del Papa. El arreglo de este pleito, que Moro consiguió deforma satisfactoria para todos, además de su actuación positiva en la legación a Flandesdel año 1515 así como en la delegación comercial a Calais en 1517, convencieron aWolsey y al rey de que no podían prescindir de los servicios de un hombre así. El pasode Moro del nivel municipal al estatal se realizó, pues, poco a poco. Dado que el primersueldo anual (aproximadamente mil quinientas libras, según la cotización de 1935) sepagó en verano del 1518 con efectos retroactivos a partir de otoño de 1517, la nuevaactividad se puede datar desde este momento; en julio de 1518 Tomás dimitió del cargode sub-sheriff de Londres, lo que para nada alteró su íntima conexión con la ciudad, parala que siguió actuando en repetidas ocasiones como representante y portavoz.

Pero si quería impedir que en algún momento se llegara a una colisión entre losdiversos deberes, era imposible servir al mismo tiempo a la ciudad y a la Corona. No hayque buscar complicadas explicaciones psicológicas para entender por qué se decidió afavor de ésta. La dificultad, mejor, la casi-imposibilidad de declinar una llamada deWolsey y del rey; la natural satisfacción por la estima que implicaba tal llamada, el deseode obtener mejores posibilidades de trabajo y de acción, a un nivel suprarregional, yprobablemente también la mejora material le facilitaron el cambio, claramente atractivo.No hay contradicción, sino que es muy natural, que junto a ello también sintiera unacierta melancolía, congojas y preocupaciones. En una carta al arzobispo de Canterbury,William Warham, Lord Canciller de 1504 a 1515, es decir, antecesor de Wolsey en esecargo, al que había renunciado por propio deseo, un servidor bondadoso, piadoso eincorruptible de la Iglesia y de la Corona, Moro escribía en enero de 1517: «Si unhombre deja este honor por propia iniciativa, esto con seguridad es signo de granmodestia y de integridad aún mayor... No conozco a nadie que hubiera sabido ser tanmodesto como para abandonar voluntariamente cargo tan alto y tan brillante; nadie estátan por encima de toda ambición que pueda tener en poco el puesto de LordCanciller»[41]. Tampoco Moro lo tendrá en poco; pero también él, con igual modestia ypor razones más íntimas que Warham, se verá movido a renunciar. El autor de la cartacompara luego el ocio y la libertad para ocuparse de asuntos espirituales y eruditos, deque Warham ahora disfruta, con su propia situación: «Pero cuanto más voy resaltandolos aspectos agradables de vuestra vida, tanto más consciente se me hace mi lamentableestado: pues aunque no se me encomiendan negocios de importancia, mis escasascapacidades hacen que mis fuerzas se agoten ya con bagatelas; siempre estoy ocupado;no puedo liberarme ni siquiera un rato pequeño...»[42]. En otras palabras: no hay dudade que el poder dedicarse a su inclinación, a sus deseos del intelecto y del corazón, haciala religión, la literatura y la ciencia, le parece muy bonito, apetecible y envidiable, pero siello no es posible, si se ha de ejercer una profesión en la vida cotidiana, el deseo naturalde cualquier persona normal será querer gastar sus fuerzas por lo menos en un trabajo

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importante y con posibilidades de desenvolvimiento propio, y no en uno subalterno. Sicon sus ascensos Moro pudo realizar o no este deseo, eso es otra cuestión. Ahora sólo setrata de mostrar que este deseo en sí no es incompatible con el ansia de «vitacontemplativa».

La actuación de una persona y sus comentarios sobre su propia actuación a menudodifieren ampliamente. Pero, también con frecuencia, las aparentes contradicciones no sontales. Un ejemplo: el 25 de octubre de 1517, Moro escribe a Erasmo desde Calais,donde, acompañado por Sir Richard Wingfield y el doctor William Knight, estánegociando con comerciantes franceses: «Haces bien en guardar distancia frente a lasactividades vanas de los príncipes, y es una muestra del cariño que me tienes el quedesees verme a mí también libre de ellas. No podrías creer lo saturado que estoy de estascosas. Nada me resultaría más aborrecible que esta misión... Si ya odio los negociosjurídicos en la patria, donde al menos gano dinero con ellos, ya te puedes imaginar cómome aburren aquí, donde, además, estoy perdiendo dinero»[43]. ¿Odió Moro «losnegocios jurídicos», su profesión? ¿Es que le aburrían, y sólo la necesidad de ganardinero le hacía perseverar en ellos? Así está escrito... y, sin embargo, es sólo mediaverdad. Las cartas y las afirmaciones en una conversación nacen de la disposiciónanímica del momento, sobre todo cuando van dirigidas a un amigo, con quien se tieneconfianza; expresan sentimientos, deseos o intereses que normalmente se guardan bajollave. Seguro que a Erasmo le iba bien que su amigo británico le asegurara una y otra vezcuánto le envidiaba por su forma de vida, libre de tantas preocupaciones, cómo añorabauna existencia así. Y sin duda lo decía sinceramente. Pero: él había elegido otra, la delcaballo en arneses. «Sólo con gran desagrado he aceptado un puesto en la corte –escribeal obispo Juan Fisher de Rochester inmediatamente después de la toma de posesión en1518–, todos lo saben, y el rey a veces, en broma, me reprocha esta aversión...»[44]. Detodos es sabido que expresiones de este tipo suelen tener ciertos rasgos de coquetería.Tampoco Tomás estaba enteramente libre de ellos. Cuando achicaba sus propios méritosy calificaba los ascensos y homenajes de inmerecidos y fastidiosos, cuando alababa losméritos y las obras de los demás y los calificaba siempre de más dignos que los suyos, ycuando ambas cosas las hacía de una forma que para nuestro gusto actual es exagerada,estaba cumpliendo con las reglas sociales de su tiempo, en las que con frecuencia unacortesía retórica y ritual se unía a la más enorme grosería. Era una época revuelta yapasionada, en la que se admiraba, se insultaba, se adulaba y se odiaba apasionadamentey sin medida. Más que las demás épocas hay que estudiarla en su totalidad. A esterespecto, el caso de Moro es relativamente fácil, porque en él, todos los conflictos y lascontradicciones –las internas y las externas–, en la suma de su vida, desembocan en lapaz de la filiación divina.

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El concepto de «filiación divina» no significa tan sólo saber, en teoría, que se escriatura de Dios y, por tanto, hijo suyo; significa algo más: hacerse niño, real,existencialmente: niño inocente y confiado, de rápido consuelo, prontamente alegre yesperanzado tras cualquier pena y miedo, lleno de naturalidad, sin pretensiones. Todasestas cualidades las encontramos en Tomás Moro en los últimos años de su vida, y sobretodo en los períodos de peligro y de persecución y en el martirio. Pero tampoco en élestas actitudes estuvieron desarrolladas plenamente desde el principio; fueron creciendopaulatinamente, imponiéndose a las resistencias resultantes de su carácter o de actitudesacostumbradas, entre las que, por ejemplo, se contaban las bromas a costa de personasintelectual y culturalmente inferiores, como fueron su segunda mujer, lady Alice, o losmonjes que se burlaban del nuevo espíritu científico; la sobrevaloración de la erudiciónclásico-filológica y, lo más grave, la ironía. El término «ironía» –que hay que diferenciarmuy claramente del humor– puede referirse a fenómenos muy diversos: en personas decarácter susceptible puede ser una protección o un disfraz, puede ser desprecio de otraspersonas o también el único medio para luchar contra la amenaza del poder; perosiempre es expresión de un alto grado de conciencia del propio yo y el polo opuesto a laingenuidad. La ironía y la inocencia casi siempre se excluyen mutuamente. Por eso elproblema de la ironía en el carácter y en el comportamiento de Moro es un tema clave.Como no hay duda de que poseía una maravillosa «ingenuidad adulta», profundamentepiadosa, y tampoco hay duda de que ésa fue la actitud con que se encaminó a la muerte,queda por aclarar la incógnita de cuándo y cómo su ironía desembocó en la sencillez deun corazón humilde, o si lo que a nosotros nos parece ironía en realidad no lo era.

La dificultad de aclarar esa incógnita se puede demostrar con un pasaje del texto quenos sirve de base, concretamente cuando Tomás Moro dice que «el invencible EnriqueVIII le llamó a la Corte, aquel rey a quien –único entre los reyes– se le concedió elhonor de llevar el título de “Defensor de la fe”, título ganado por la espada y por lapluma». Parece que aquí se comenta de una manera que no se puede entender sinocomo burla el hecho de que Enrique recibiera del Papa León X en 1521 el título de«Defensor Fidei», en reconocimiento por su libro contra Lutero, la Assertio SeptemSacramentorum («Defensa de los siete Sacramentos»). Cuando Moro escribió esaspalabras en 1532, el rey estaba divorciado de su esposa Catalina y en vísperas de la bodacon Ana Bolena, y el clero, presionado, le había aceptado como cabeza suprema de laIglesia de Inglaterra. Eran de prever la completa separación de Roma y la totaldestrucción de la Iglesia católica en el reino, y Tomás no se hacía ilusiones. Ante estepanorama, la alusión a la defensa de la fe que en tiempos hiciera Enrique, mediante lapluma y la espada –término que hace referencia a la ejecución de los herejes– y elcalificativo de «invencible» para un soberano que tuvo pocos éxitos en la guerra, parece

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«humor negro».Para aclararlo hemos de remontarnos más atrás, centrando nuestra atención tanto en

la historia de Inglaterra en la transición del siglo XV al XVI como en la persona y lapolítica del segundo de los Tudor. Las consecuencias de la Guerra de los Cien Años(1338-1453) entre Inglaterra y Francia tuvieron una importancia decisiva para el futurode ambas partes. El intento de Inglaterra, un Estado creado en 1066 por losconquistadores normandos, de conquistar la tierra de sus orígenes, uniendo bajo una solaCorona ambos países y pueblos, fracasó. Pero tanto en Francia, defensora de suautonomía política, como en Inglaterra, el agresor –rechazado y obligado a retirarse–causó el efecto de reforzar lo que desde ese momento designamos como «sentimientonacional». Precisamente en la derrota y en la renuncia a sus ambiciosas metas deconquista, Inglaterra tomó conciencia de su propia identidad nacional. Su unidadnacional, ya muy avanzada en tiempos de Enrique VIII, nació en las luchas intestinas queconocemos sobre todo por los dramas de Shakespeare, luchas que reciben ladenominación de «Guerra de las dos Rosas» y que supusieron la continuación inmediatay la consecuencia de las guerras externas, que habían terminado con la retirada. Es lasangrienta y brutal pugna por la Corona entre las casas de Lancaster y de York,conocidas respectivamente, por sus insignias, como «Rosa Roja» y «Rosa Blanca». Enla pugna, que duró decenios, Eduardo IV (1461-1483), de la casa de York, se alzó en1461 con el triunfo gracias a la ayuda de Borgoña y, lo que es más importante, de la ricaburguesía. De forma muy similar a la Francia de Luis XI (1461-1483), agotada por laguerra de los Cien Años, también el Rey Eduardo IV, en una Inglaterra exhausta por lasguerras civiles, intentó fortalecer la posición de la Corona. Pero con menor éxito. Porqueen Francia a partir de la segunda mitad del siglo XV se afianza más y más el poder real –lo que, a pesar del retroceso bajo los últimos Valois[1], a pesar de las guerras de loshugonotes y las luchas nobiliarias, lleva al absolutismo de tiempos de Richelieu y de losBorbones–; pero en Inglaterra el intento fracasa. A pesar del poderío, aparentementeilimitado, de Enrique VIII o de Isabel I, Inglaterra no sigue el camino del absolutismoeuropeo. Su monarquía, como en los tiempos de la Carta Magna, sigue vinculada alParlamento, aunque ya no por medio de los grandes señores feudales, sino por laburguesía.

Tras las décadas de pasividad en la política exterior, consecuentes a la Guerra de losCien Años y condicionadas por los desórdenes internos, la Inglaterra del primer Tudor,Enrique VII, ocupó inmediatamente su puesto en el triángulo de tensiones y conflictosque formaba con Francia y España, aquel triángulo que determinaría el curso de lahistoria europea y trasatlántica hasta muy entrado el siglo XVIII. Al principio, Inglaterrase contentó con una política oportunista, dado que los conflictos –las luchas por Italia,Borgoña o los Países Bajos– se desarrollaban entre Francia y la casa de Austria que,

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aparte de la Corona imperial y de sus propios territorios, había obtenido por herencia laCorona española, con sus posesiones en el Nuevo Mundo. Inglaterra conseguía que suapoyo –a una o a la otra parte– siempre se viera bien retribuido. El éxito de esta políticade alianzas cambiantes dependía en cada caso de apostar en cada momento por el ladovencedor, evitando además a toda costa la reconciliación duradera de las dos grandespotencias beligerantes: España con el Imperio por una parte y Francia por la otra.

La primera fase de este juego estuvo marcada por la alianza hispano-inglesa. España,atacada por Francia en Italia, quiso buscar alivio y ayuda por medio de un ataque inglésen el noreste de Francia. Inglaterra, que aún dominaba Calais, que no se había despedidode sus sueños de recuperar el poderío perdido al otro lado del canal y que esperabaincluso poder apoderarse de Bretaña, veía en España su aliado natural, puesto quetambién el comercio entre los dos países florecía. Ya en 1489 se había concertado enMedina del Campo el futuro matrimonio entre la hija menor de Isabel de Castilla yFernando de Aragón, Catalina, que entonces contaba cuatro años, y Arturo, el príncipeheredero inglés, que tenía casi dos años. La boda tuvo lugar en 1501; pero cinco mesesdespués murió el esposo, que aún no había cumplido los quince años, y en 1503 la viuda,con dieciocho años, fue prometida al hermano menor de Arturo, Enrique, de entoncesdoce años.

Ninguna de las esperanzas y de los objetivos de aquella alianza se cumplió. NiInglaterra conquistó Bretaña ni España se vio aliviada en la lucha contra la invasiónfrancesa de Italia (a partir de 1495). Pero el matrimonio entre Enrique VIII y Catalina deAragón tendría un día consecuencias de gran alcance, convirtiéndose para muchos enuna cuestión de vida o muerte.

En sentido estricto, Enrique VIII era el tercer usurpador del trono de Inglaterra(después de Eduardo IV, a quien, en tiempos los soldados habían proclamado rey, y deRicardo III, que se había apoderado de la Corona por un crimen); a pesar de ello,consiguió estabilizar su poder como un orden jurídico reconocido tanto en su país comoen el extranjero, creando así un nuevo «legitimismo», que resultó ser muy estable, puesnunca más ha habido reyes ilegítimos en Inglaterra.

Una característica esencial de la transición del sistema político medieval, con suorientación personalista y transcendente, al aparato estatal de la Edad Moderna, con suorganización global de carácter racionalista, meramente intramundano, consiste en la«juridificación» de la sociedad. Es nuevo el empeño por vincular todos los sucesos,acontecimientos y conflictos dentro del Estado a «reglas de juego» fijas, a normasjurídicas lógicas y razonables. Este desarrollo discurre en paralelo a la recepción delDerecho Romano, que va superponiéndose a los antiguos derechos de gentes y pueblos,haciendo que éstos desaparezcan. El punto capital de esta evolución consiste en la

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formalización jurídica de las medidas estatales, pero también de la convivencia cívica engeneral. De tal suerte, Enrique VII se interesa por sancionar su poder con medidasjurídicas y no sólo por asesinatos secretos u oscuras intrigas. No es que ahoradesaparezcan la injusticia y el crimen –el reinado de Enrique VIII e incluso el de Isabel Iestán llenos de ellos–, pero quedan «legalizados», pasan a ser asuntos jurídicos públicos.En este sentido, el primer Tudor fue a la vez el primer soberano moderno de Inglaterra,pues no se dejó llevar ni por el ideal de santidad de Eduardo el Confesor (1042-1066), nipor el caballeresco de Ricardo Corazón de León (1189-1199), ni por la pasión de poderde Ricardo III, sino por frías consideraciones de utilidad. Una comisión del «PrivyCouncil», responsable de asegurar jurídicamente el poder, pasó a convertirse en elTribunal Supremo del Reino, la «Star Chamber» (la «Cámara de la Estrella», llamada asípor la decoración del techo de su sala de sesiones). En una relación muy estrecha con elrey, personificaba –en aplicación del Derecho Romano– la nueva razón de Estado. Lafunción de este gremio, que trabajaba rápidamente y a conciencia, consistía en cortar las«luchas privadas» entre los señores feudales, impedir la existencia de los «ejércitosprivados» creados para ello, perseguir con medios penales los delitos de los «sheriffs»,los sobornos de los jueces municipales y la prevaricación de los señores que ostentabanel poder local. La sanción para este tipo de delitos consistía preferentemente en altasmultas a largo plazo, con las que los antiguos o potenciales enemigos experimentabansensibles pérdidas materiales[2]. De este nuevo estado de derecho se beneficiaba sobretodo el «gentry», es decir, la rica burguesía de comerciantes en las ciudades y la pequeñanobleza rural. Fueron éstos encontrando cada vez más apoyo jurídico en la «StarChamber», y cada vez más fueron pasando a ser los responsables de la administración yjurisprudencia local; de sus filas se reclutaban los jueces de paz honoríficos, uno de loscuales fue, durante largos años, Tomás Moro. El «gentry» correspondía al favor realpagando impuestos más cuantiosos, e incluso impuestos especiales «voluntarios»,abonados por burgueses acaudalados. La sobresaliente capacidad de Enrique VII paraagotar todas las fuentes de recursos hizo que crecieran permanentemente los ingresos delEstado. El haber descubierto el nexo causal entre poder y dinero y el haberloaprovechado con frío cálculo mercantil son elementos que caracterizan al primer Tudorcomo un gobernante moderno... aunque naturalmente no se deba abusar de esteconcepto.

Verdad es que la «modernidad» del rey tenía límites. Parece ser que no comprendióla importancia de los descubrimientos de ultramar. Rechazó la oferta de Colón deemprender en su nombre el gran viaje hacia el occidente. En 1497/1498, tras eldescubrimiento de América, el genovés Giovanni Caboto (John Cabot) recibió el encargode hacer dos viajes con el fin de encontrar el camino a China por el oeste, idea que aún

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se mantenía. Aunque Cabot llegó a Norteamérica, no trajo nada de valor, y en Londresse perdió durante decenios el interés por el Nuevo Mundo.

¿Qué aspecto tenía –intentando resumir– la Inglaterra que en 1509 dejaba a susucesor el fundador de la dinastía Tudor, cuando moría a los cincuenta y dos años deedad, tras casi un cuarto de siglo de reinado? Aunque la posición de la Corona se habíaafianzado y se habían puesto los fundamentos para un Estado moderno, aquélla aúnestaba muy lejos de ser un poder absoluto y éste seguía muy injertado en lasconvenciones medievales. Contrariamente a la evolución en Francia y en España, elrégimen monárquico había sabido dominar a la alta nobleza, pero no había conseguido elpoder absoluto sobre la nación. En cuanto a las finanzas, la Corona seguía dependiendodel Parlamento, sobre todo de la «House of Commons», y del «gentry». Tampoco lacreación de una administración central para todo el país por parte de la Casa Real fuemás allá de primeros pasos y planteamientos iniciales. La nobleza rural pudo mantener suposición, y también los jueces de paz conservaron en gran parte su autonomía frente alrey. Éstos habían sido reclutados de entre la burguesía, la pequeña nobleza y los hijosmenores de la alta burguesía con el fin de servir de contrapeso a la jurisdicción feudal.

Como en la evolución estatal y social, también en la historia de la Iglesia en Inglaterrase entrelazaron los factores religiosos, sociales y políticos. Aunque la separación deRoma en 1535 fue un acto violento, profundamente concatenado con los problemaspersonales y dinásticos de Enrique, un acto cuya importancia religiosa al principio nocomprendió la mayoría de los contemporáneos, no hay que verlo como algo aislado, sinrelación con la evolución de las relaciones entre la Corona y el Papado en los dos siglosanteriores. Por otra parte, el episcopado, el clero, la alta nobleza –dejando de lado al«gentry», que por motivos intelectuales y económicos albergaba una tradicionalenemistad frente a Roma–, fuerzas que en el fondo eran fieles al Papa (a pesar de ciertasquerellas con el sucesor de Pedro y con la Iglesia y a pesar de las tensiones entre sí),ahora (con pocas excepciones) siguieron al rey sin resistencia alguna, con algo así comouna resignación dispuesta a la aceptación, sin beligerancia alguna. Esto es sorprendente,pero tiene también causas históricas. No es aceptable la objeción de que la Iglesia inglesaal principio –aún separada del Papa– siguió siendo «católica», por lo que en la separaciónnadie podía entrever el cisma; pues por una parte una iglesia separada de Pedro ya no esla instituida por Cristo, tal como lo vieron con claridad Tomás Moro y su amigo JohnFisher, el obispo de Rochester. Por otra parte, los rápidos cambios y la protestantizaciónfueron aceptados, en general, por la nación entera. Ya treinta años después del Acta deSupremacía, Inglaterra era un país protestante, por mucho que se mantuvieran lasvestiduras y las formas litúrgicas. Esto sólo se explica si se tiene en cuenta que la fe, entoda su plenitud e integridad, con todo el nivel de dogmatización alcanzado y

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salvaguardado por la Iglesia durante más de mil años, había arraigado en las almas conuna profundidad mucho menor de lo que es corriente suponer en una visión superficialde la Edad Media. No se suele tener en cuenta que gran parte de la piedad medieval semantenía a un nivel de costumbres, de tradición o inserción social; y tampoco se tiene encuenta que nunca en la historia de la Iglesia, desde la primera Pentecostés hasta el día dehoy, el «depositum fidei» ha sido aceptado sin discusión y sin contradicciones. Hayrelativamente pocos cristianos que ven su fe como un don personal; muchos nuncasuperan el nivel de considerarla como una vestimenta impuesta desde fuera o heredada,una vestimenta que los poderes de cada momento o el «espíritu de los tiempos» puedencambiar o modernizar o dejar de lado.

A las exageradas pretensiones de dominio espiritual y moral del Papa Bonifacio VIII,tal como se expresan en la bula «Unam Sanctam» del año 1302, siguió la caída delPapado. Ahora se veía que sólo durante poco más de medio siglo éste había podidomantener la autonomía alcanzada en una lucha de más de ciento cincuenta años contralos emperadores del Sacro Imperio Romano-Germánico. Y se veía que el choque con lospueblos europeos que estaban en vías de convertirse en naciones, sobre todo con Franciae Inglaterra, sería tan duro, apasionado y peligroso como la pugna con el Imperiouniversal de los alemanes. El exilio de Aviñón, la «cautividad babilónica» de la Iglesia(1308-1377), y el subsiguiente Gran Cisma (1378-1415), habían causado una tremendapérdida de autoridad del Papado. Al haber simultáneamente varios papas, de hecho eranlos soberanos de cada territorio quienes decidían cuál era reconocido en su país; por eso,los rivales por la Sede de Pedro cortejaban a los soberanos. Lógicamente, el episcopadolocal y el soberano de cada territorio se fueron acercando a la hora de tomar la decisiónde quién era el papa «válido» para el país. Resumiendo: fuera el papa o el antipapa, lassimpatías de un Estado se pagaban, y se pagaban con concesiones, haciendo dejación dederechos. Una monarquía fuerte intentaba reducir el influjo político y jurídico de Roma,ligando el episcopado del país a la Corona, sometiéndolo al Estado y apropiándose en lamedida de lo posible del poder sobre la Iglesia. Una Monarquía débil, en cambio,buscaba unirse a la Sede de Pedro y cortejaba a los obispos para que le ayudaran, en vezde exigir que cumplieran su misión. Así, el Estado se convirtió cada vez más en auxiliarde la Iglesia. Esto se ve muy claro en Inglaterra. En las épocas del Gran Cisma y de losreyes fuertes de la casa Plantagenet, Enrique IV (1399-1413) y Enrique V (1413-1422),la Iglesia depende de la Corona en lo material y en lo personal. Pocos decenios mástarde, durante la Guerra de las Dos Rosas y los débiles reyes de la casa de Lancaster, larelación se invierte: la autoridad papal vuelve a ganar fuerza y el episcopado inglésrepresenta el factor más importante de poder e integración del Reino, en cuyo gobiernoparticipa de manera decisiva.

Una gran importancia para la realización de la reforma de los Tudor la tuvieron las

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relaciones entre la Iglesia y el Estado a su más alto nivel, entre el rey, el papa y elepiscopado; pero la misma o aún mayor relevancia tuvieron las interconexiones entre laIglesia y la sociedad. En 1221 y 1225 se habían establecido en Inglaterra las Órdenesmendicantes de dominicos y franciscanos[3], que se convirtieron en los motores de larenovación religiosa y de la piedad interiorizada, pero también en acusadores de unajerarquía mundanizada, feudalista, enredada en asuntos políticos, y de la miseria social;en tiempos de Moro incluso llegaron a ser piedra de escándalo. Su importante aumentocuantitativo, su itinerante vida, que causaba la impresión de vagabundeo y astrosidad, elestar protegidos frente a la justicia estatal y su especial posición frente al episcopadofueron motivo de escándalo. De esta manera prepararon el terreno para sublevaciones,sin quererlo, pues en realidad, ellos eran firmes en la fe y fieles al papa. A este elementorevolucionario de las Órdenes mendicantes, a la decadencia de la disciplina en las otrascongregaciones, cuyos monjes vivían como seglares y cuyos abades parecían miembrosde la nobleza campesina, destacando más por la producción de lana que por el rezo delas horas canónicas[4], se unía la penosa situación del clero secular. También aquí existíaun excedente cuantitativo. «Casi diez mil sacerdotes carecían de trabajo fijo en la cura dealmas –constata Kluxen–. De los ocho a nueve mil puestos en parroquias, la mitad estabavinculada a conventos, iglesias episcopales y “colleges”, por lo que eran administradossólo por vicarios que cobraban una miseria. El excedente de clérigos fomentaba la malacostumbre de que también las buenas prebendas estuvieran atendidas por vicariospobres, mientras que los titulares se ausentaban»[5]. Una consecuencia de ello era quetodo el que lo podía costear, sobre todo las acaudaladas hermandades y los gremios deartesanos y de comerciantes, tenían su propia capilla, con sacerdotes para la Misa, lapredicación y la oración. Estos «chantries» llegaron a ser centros de religiosidad personaly también de crítica generalizada a la Iglesia.

Wyclif (1320-1384) anticipó no sólo las ideas proclamadas por Martín Lutero siglo ymedio más tarde, sino también toda la doctrina y la predicación de la Reformaprotestante. Las ideas de ésta sobre la Iglesia, el papado, la gracia, el libre albedrío, lajustificación, los sacramentos, el sacerdocio, o cualquier otro punto: todo está yaprefigurado y preformulado en los escritos de aquél. Del mismo modo que la revoluciónreligiosa del luteranismo se transformó en la revolución social de las guerras campesinasy en el anabaptismo, el ataque general de Wyclif contra la fe y contra la constitución dela Iglesia derivó hacia el lolardismo[6]. Aunque los poderes eclesiástico y secular,actuando en común, consiguieron sofocar la gran rebelión campesina de 1381 y«depurar» la Universidad de Oxford, centro intelectual de los partidarios de Wyclif,reduciendo a los lolardos a la clandestinidad, no consiguieron que desaparecieran losadeptos de Wyclif, que en su mayor parte pertenecían a clases sociales bajas y

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predicaban sobre todo en Inglaterra central y en Gales. Las ideas que postulaban (elsacerdocio universal, la igualdad de todos los pecadores, la Misa laica, el«aprovechamiento» de los bienes de la Iglesia para «el común de las gentes», y otrascosas por el estilo) flotaban en el ambiente y se fueron extendiendo por toda Europaoccidental y central. Sobre todo por Bohemia, donde Hus se declaró partidario y sucesorde Wyclif, quien había conseguido salvar su vida y su libertad gracias a sus poderososprotectores, sobre todo a Juan de Gante, y también porque durante algún tiempo habíadespertado el interés de los «Commons». Pero en el siglo XV la alianza de los reyes conel episcopado consiguió acallar, tras grandes luchas, el wyclifismo y el lolardismo. ElEstado y la Iglesia se apoyaron y se salvaron mutuamente. A pesar de todo, ya no eransocios igual de fuertes e igualmente necesitados de la ayuda de la otra parte. En lamedida en que se iba rompiendo o desmoronando la unidad de la fe y la disciplina y seiba reduciendo la autoridad de la Iglesia sobre los cristianos en su condición de súbditosdel Estado, la alianza entre Iglesia y Estado se iba convirtiendo en un protectorado delEstado sobre la Iglesia. Esta nueva redistribución del poder efectivo se mantuvo ocultasólo mientras la Corona y el Parlamento consideraron que para sobrevivir eraabsolutamente necesario conservar el orden dualista; pero en el mismo momento en queun ordenamiento completamente distinto, intramundano y emancipado, apareció en elhorizonte como una posibilidad realizable, o incluso como una ventaja y mejora, de golpese puso en evidencia la impotencia de la Iglesia, de Roma y del Papado, que ya nodisponían de medios propios para mantener la autoridad. Con el tercer decenio del sigloXVI comienza para Europa una larga época, en la que la voluntad del soberano y sudeterminación personal deciden qué confesión habrán de abrazar su país y sus súbditos.

A ese respecto parecía que en el caso de Enrique VIII no cabía sombra de duda. Eljoven soberano no sólo actuaba como si fuera fiel a Roma y al Papa, sino queefectivamente lo era: estrictamente ortodoxo y –durante largos años– partidario de laSanta Sede. En 1509, cuando –teniendo dieciocho años– fue entronizado, la nobleza, elclero, el «gentry», pero sobre todo los doctos círculos de humanistas y todo lo que erajoven, estaba ávido de hazañas y lleno de vida, se mecía en la idea de que ahoracomenzaba una edad de oro para la feliz isla. «El cielo ríe y la tierra se regocija –rezauna carta de lord Mountjoy a su viejo maestro Erasmo en Roma, carta con la que leinvita a visitar Inglaterra–, todo está lleno de leche y miel y néctar. La codicia ha huidodel país. Nuestro rey no aspira a poseer oro, joyas o metales preciosos, sino la virtud, lagloria, la inmortalidad»[7]. También Moro compartía, sinceramente, esta opinión; no fueel único que en junio, con ocasión de la coronación de Enrique y Catalina, compuso unpoema de homenaje, un «Carmen Gratulatorium», en que con bastante audaciacelebraba el final de la tiranía, la libertad, el retorno de la justicia, la noble formación

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filosófica y artística del rey, su enormemente prometedor origen[8], la fidelidad y lavalentía de la reina y los futuros hijos y nietos, que darían continuidad a la dinastía. Unpoema halagador y convencional, a la moda de la época, con el que presenta suscredenciales a los nuevos soberanos un joven jurista de buena reputación, culto y conexcelentes conocimientos literarios, un miembro de la generación de humanistas, que estáen lo mejor de la vida. En la carta que acompaña al poema, el autor destaca su formaciónclásica, citando un pasaje de Suetonio. Termina expresando la esperanza de que sufelicitación, a pesar de llegar post festum, no «se considere como desacertada. De talfracaso me protege la enorme alegría de todos por Vuestra subida al trono, cuyo recuerdoha quedado profundamente grabado en todos los corazones; el entusiasmo que haprovocado no envejecerá ni se desvanecerá jamás...»[9].

En ello se equivocaba Moro, como tantos otros contemporáneos; pero habrían depasar muchos años hasta que la monstruosidad del segundo rey de la casa Tudor se fuerahaciendo patente, aunque –naturalmente– las disposiciones naturales, de cuyadepravación nacieron más adelante los errores, ya existían en el joven monarca, sólo queaún mostraban su cara agradable. Su figura, más tarde voluminosa y obesa, aún eraatlética y deportiva. La boca pequeña y los ojos estrechos, tan crueles y al mismo tiempotan afeminados en cuadros posteriores, todavía eran de rasgos delicados. La sensualidad,más tarde marcada por una codicia psicopática, aún se manifestaba bajo el ropaje de unencanto abierto y atrayente. El orgullo real, que más tarde degeneraría hasta perder todosentido moral y caer en el despotismo, aún cautivaba, pudiendo ser considerado como laufanidad de un joven príncipe mimado por la naturaleza y el destino. Enrique realmenteparecía el prototipo del soberano ideal para aquellos tiempos. Era un excelente torneador,un incansable jinete, un maestro en el tiro con arco, tenía una buena formaciónhumanista, hablaba latín, francés e italiano y poseía excelentes conocimientos deteología. Su función –y al principio pareció cumplirla a la perfección–, no consistía enhacer «su» política, descendiendo hasta el nivel de los negocios cotidianos y llevando acabo el trabajo duro y detallista de un gobernante. Él quería ser el sol, el radiante centrode un círculo de hombres optimistas, capaces y ambiciosos, hombres de la nueva época.

Ser símbolo viviente de aquella época de cambio y de aquella nación en auge suponíauna ocupación permanente, aunque el trabajo político cotidiano estuviera delegado en elCanciller (que hasta 1515 fue el arzobispo Warham de Canterbury, después el de York,Wolsey) y sus colaboradores. La caza, los torneos, las festividades cortesanas, lasdisputas con los eruditos, las audiencias a los legados, la correspondencia y las consultasabsorbían por completo al rey. Aunque Enrique, en la primera década de su reinado,concedió gran libertad de acción a su Canciller, estaba bien informado. Los frecuentescambios de residencia, que entonces aún eran usuales, las visitas de otros soberanos ynobles convertían el «ser ídolo», ya en el siglo XVI, en algo agotador. El nuncio papal en

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Inglaterra, Chieregati, ha descrito la audiencia que le concedió el rey en 1516: «Un día, elrey llamó a los legados y les invitó a comer en sus aposentos. La presencia de la reina fuealgo muy excepcional. Después de la comida el rey empezó a cantar y a tocarinstrumentos musicales, exhibiendo así algunos de sus extraordinarios talentos.Finalmente bailó, haciendo cosas maravillosas...»[10]. Sobre un torneo nos comenta elmismo testigo que «el rey, vestido en tisú de plata, al llegar a la barrera se presentó antela reina y las damas; hizo luego innumerables piruetas en el aire, y tras agotar al caballo,se retiró a la tienda y montó otro; siguió así apareciendo una y otra vez entre las barrerasdel torneo. A esto siguió un banquete que duró siete horas. El rey aparecía ora vestido endamasco blanco, a la moda turca, en un ropaje bordado con rosas de diamantes y rubíes,ora en los ropajes oficiales de Rey, forrados de brocado de oro y piel de armiño y quellegaban hasta el suelo»[11].

El tipo de soberano diseñado aquí en pocas líneas nos es conocido por otrospersonajes de la historia: desde Sardanápalo y Nerón hasta Göring. Las dimensiones delpeligro que de él emana dependen del contrapeso interno y de las barreras externas quefrenen sus ilimitadas ansias de poder y de egolatría. En el caso de Enrique, estas dosfuerzas reguladoras eran débiles o faltaban por completo; así llegó a ser un déspota caside tipo oriental. Y si es verdad que su formación teológica y su manifiesto celo religiosose expresaban en la práctica correcta de las devociones, en la persecución de los herejespor parte del Estado, en la defensa de la doctrina tradicional y del Papa, también hay quedecir que fue un error pensar que todas estas características eran signo de un cristianismopersonalmente asumido y hecho vida, que iban unidas a la humildad y la veracidad y quegarantizaban la seguridad de la Iglesia en Inglaterra. Más bien era todo lo contrario.Cuando Lutero hizo que el edificio de la Iglesia romana se tambaleara, al joven rey lehalagó poder actuar ante todo el mundo como defensor y protector, demostrando quedominaba la disputa teológica con tanta excelencia como la espada en el torneo y el laúdy los bailes más modernos. Pero cuando se dio cuenta de que, en vez de recibir títuloshonoríficos del Papa, por ejemplo el de «Defensor Fidei», o de medirse con él paraconseguir el divorcio de Catalina, podría ser su propio Papa, eso le halagó aún más. Ypor eso, como dice Chesterton, le cortó la cabeza a San Pedro y la sustituyó por la suya.

Ya desde 1515, Enrique, que no quería quedarse a la zaga del emperador alemán odel rey de Francia, se esforzaba por conseguir títulos altisonantes, que expresaran unespecial aprecio de la Santa Sede, como el de «Defensor Ecclesiae» o «Defensor Fidei».Por ello, cuando en 1520 apareció el libro de Lutero De la prisión babilónica de laIglesia, que atacaba con enorme virulencia los fundamentos de la Iglesia aunque sin decirnada nuevo, pues era sólo una versión grandilocuente y subjetiva de las doctrinas deWyclif y Hus, el rey aprovechó la ocasión para ganarse la anhelada distinción gracias a

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un hecho poco habitual en un príncipe reinante: lanzó un escrito polémico contra el «granmaestro de los herejes». Aunque el libro de Lutero se había publicado sólo medio añoantes, Richard Pace, un clérigo al servicio de Wolsey, comunicaba el 16 de abril de 1521a su superior que el rey le había explicado que quería defender la Iglesia de Cristo con lapluma y que con este fin concluiría en pocos días su libro Assertio SeptemSacramentorum («Defensa de los siete Sacramentos»)[12]. Y efectivamente, el realautor anunció un mes más tarde el envío de la obra al Papa León X, comentando que deella el Santo Padre podría deducir «que estaba dispuesto a defender la Iglesia, no sólocon las armas, sino también por medio del espíritu»[13]. En septiembre el legado inglésentregó al Papa, en una audiencia privada, el libro, lujosamente encuadernado, «que hoy–como comenta Pastor– se puede ver expuesto en la Biblioteca Vaticana, al lado de lascartas de amor de Enrique VIII a Ana Bolena»[14]. La dedicatoria dice así: «Enrique,rey de Inglaterra, envía esta obra a León X, como signo de fe y amistad».

La obra impresionó al Papa. Urgido repetidas veces por Wolsey y reconociendo elprovecho político de una relación estrecha con la Corte de Londres, otorgó a EnriqueVIII, con bula de 26 de octubre de 1521, el título de «Defensor de la Fe», que aún hoyostentan los reyes de Inglaterra. Con seguridad se puede afirmar que el libro, cuyatraducción alemana apareció en 1522, en lo esencial efectivamente está escrito porEnrique. Es muy probable que buscara asesoramiento de doctos eclesiásticos como losobispos Fisher y Tunstall o también del cardenal y Canciller Wolsey. El real escritopolémico, que, siguiendo la mala costumbre de su tiempo, no escatima injurias verbales,defendía, en contra de las opiniones de Lutero, la institución divina de todos lossacramentos: Bautismo, Eucaristía, Penitencia, Confirmación, Matrimonio, OrdenSacerdotal y Unción de los Enfermos. Lutero había afirmado que sólo los tres (más tardelos dos) primeros habían sido instituidos por el propio Jesucristo, mientras que los otroscuatro (más tarde cinco) habían sido introducidos posteriormente por la Iglesia. El reysubrayaba también el origen divino de la supremacía papal. Precisamente éste fue unpunto que Tomás adujo doce años y medio más tarde en su propia defensa: En marzo de1534, Moro escribía al secretario real, Thomas Cromwell, que en aquellos tiempos el reyse había empeñado en publicar la versión original de su célebre libro contra las herejíasde Lutero, apartándose de la opinión de Tomás Moro, que le aconsejaba matizar algunospasajes[15]. Esta indicación, ahora que Moro la recordaba, en 1534, podía causarle másdaños que provechos, porque al rey (lo que sin duda le resultaría muy molesto), le traeríaa la memoria sus adulaciones para conseguir el favor papal.

No fue éste el único quebradero de cabeza que la ambición teológico-literaria delsoberano causó a su canciller. Una vez publicada en alemán la «Assertio septemsacramentorum», Lutero tomó la pluma y, si el escrito del Rey era burdo, la contestaciónfue –por decir así– «burda y media»: un rudo panfleto Contra Henricum Regem

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Angliae, al que siguió poco después la versión alemana: Antwort teutsch auf KönigHeinrichs Buch; en ésta, modificada, el carácter es menos polémico y personal y másfundamental. La respuesta de Lutero hizo que tuvieran que saltar a la palestra losdefensores del rey, pues la dignidad de éste no le permitía entrar en un duelo de insultoscon alguien de un rango tan inferior. Eran súbditos fieles y respetables los que tenían querechazar el contraataque del alemán en el ya entonces muy desarrollado escenario de laopinión pública[16]. Para ello sólo entraban en consideración los dos hombres más cultosde Inglaterra: John Fisher y Tomás Moro. El reparto de funciones entre ellos consistió enque el obispo de Rochester se encargó de la parte más bien teológica de la defensa,publicando su libro Defensio regiae assertionis contra Babylonicam Captivitatem,mientras que la parte más bien polémica, en la que se denigraba personalmente a Lutero,quedó reservada a Tomás Moro. No sabemos si fue él mismo quien se ofreció para esteservicio o si el rey se lo encargó porque necesitaba un laico hábil en la discusión,comprometido con la religión y nada remilgado a la hora de polemizar. Aún hablaremosde la Responsio ad Lutherum, de la que poseemos dos versiones: una, más temprana,redactada bajo el seudónimo de Baravellus, y otra posterior, ampliada, escrita bajo elnombre de Rosseus, publicadas en mayo y en septiembre de 1523, respectivamente.

Recordemos que aún estamos buscando respuesta a una incógnita: nos gustaría sabersi el comentario de Moro de que jamás príncipe alguno había merecido con más razónque Enrique VIII ser llamado «Defensor de la Fe» por su actuación con la espada y conla pluma, si este comentario tenía un sentido irónico o no. Como jurista que era, Tomássabía medir exactamente sus palabras. En el texto de 1532 no nos dice que el reymereciera en aquel momento ese título honorífico, sino solamente que lo había merecidocuando se le concedió. Aún así, queda una sutil diferencia por aclarar. El hecho de que elrey consiguiera su título de defensor con el libro y con la lucha contra los herejes, esdecir, derramando tinta y sangre, es una cosa; el que desde un cierto momento el títuloya no le correspondiera, por lo menos en su sentido originario, eso es otra. No era Moroquién para juzgar de ello.

Puede el lector del epitafio sacar esta conclusión, una conclusión plausible, peroprobablemente no querida por el autor; pues si Moro era muy capaz de reaccionar conmordacidad frente a la incultura y la estupidez, a su rey siguió siéndole fiel, en lealtadabsoluta, hasta en los momentos más difíciles, cuando una persona normal le hubieseodiado: es ésta una expresión de aquella ingenua sencillez que es uno de los rasgos másconmovedores de nuestro personaje.

¿Y qué significado tiene la expresión «invencible» aplicada a Enrique VIII en esemismo pasaje del epitafio? ¿Es sólo un epíteto, utilizado en aquellos tiempos en ellenguaje coloquial de la corte para designar a todos los regentes, y más aún a unsoberano de importancia europea, o una afirmación con sustancia? También aquí hay

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que tener en cuenta la expresión exacta, que habla no de un rey victorioso, sinoinvencible, lo que supone una cierta intensificación frente a «invencido». Bien es verdadque el juvenil soberano había querido presentarse al mundo también como héroe militar;con mucho gusto se habría preciado de la reconquista de Francia, si ésta hubiera sidoposible de manera fácil y rápida; pero el tiempo había pasado, irrevocablemente. Laguerra anglo-francesa de 1512-1514, en la que Fernando de Aragón había conseguidoinvolucrar a Enrique, supuso para éste –en alianza con Maximiliano I– la victoria en la«Batalla de las espuelas», que se desarrolló en Guinegate (1513), y la conquista de lafortaleza de Tournay, pero en general el reinado de Enrique no está caracterizado porgrandes esfuerzos y menos aún por éxitos bélicos, comparables con los de Carlos I deEspaña o Francisco I de Francia. En la lucha de varias décadas entre estos dos, la luchapor el dominio en Italia y la supremacía en Europa (y para Francia, la lucha contra elcerco por parte de la Casa de Austria), Inglaterra participó unas veces con ésta y en otrasocasiones con aquélla. En la mayoría de los casos fue una participación superflua yequivocada. El país, aún demasiado débil como para intervenir en la política internacionalde las grandes potencias, se entrometía en las disputas de los «grandes», que en más deuna ocasión se sirvieron gustosamente de él, pero sin que ejerciera nunca una influenciadecisiva en los acontecimientos. Como la balanza de la victoria osciló entre la España delos Austrias y Francia, Inglaterra, que no podía maniobrar con rapidez suficiente, iba aparar una y otra vez al lado del vencido. Sólo a su posición insular y al hecho de quepoco a poco fuera adquiriendo el papel de «fiel de la balanza», se debió que no tuvieraque pagar las consecuencias negativas de una política errada; y esto será durante muchotiempo una prerrogativa británica. Así, con el término de «invencible» Moro no estabaadulando al rey, sino expresando una realidad política: el reparto de poder.

3.

Los tres primeros años en servicio del rey, de 1518 a 1521, fue Moro «Master ofRequests». Entre los méritos de Wolsey se cuenta la mejora del sistema judicial, y sobretodo de la protección jurídica de los pobres, del «vulgo», si queremos decir así. Uno delos tribunales de la justicia real que instauró es la ya citada «Court of Requests»: nació deuna comisión del Consejo Real, con objeto de tramitar las quejas de la gente humilde yera un tribunal que –aún en la época en que Tomás pasó a formar parte de ella– seguía alrey en sus viajes a los diversos castillos, sobre todo a Woodstock y Greenwich.

Pero la actividad de Tomás Moro en la corte no se limitaba a la función de juez, quele agradaba muy especialmente. Desde un principio, una de sus obligaciones consistió enser algo así como un secretario especial del rey. Conocemos ya del año 1519 cartas suyasal Lord-Canciller Cardenal Wolsey, en las que el rey se sirve del talento de Moro para

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redactarlas. Un solo ejemplo puede servir para ilustrar la destreza con que procedía elnuevo miembro del Consejo: En carta de 5 de julio de 1519 Moro comunica al Cardenallas muy decididas instrucciones de Enrique sobre una disputa entre dos ciudadesirlandesas. Añade Tomás un benevolente comentario del soberano sobre su primerservidor, Wolsey: «Cuando tras mi regreso hablé con Su Majestad, Su Majestad estabamuy contento de que Vuestra Merced goce de tan buena salud, según ha podido oír porvarios lados, a pesar del permanente trabajo en los asuntos de Su Majestad, en los que,como dijo, tenéis mucho más que hacer que lo que podrá parecer a quienes sólo os venen Westminster o en el Consejo. Opina Su Majestad que deberíais estar agradecido porsu consejo de dejar de tomar con cierta frecuencia la medicina acostumbrada y que poreso no estaréis falto de salud, que –por lo demás– Dios se digne proteger. Woking, 5 dejulio. Vuestro más humilde servidor, que reza por Vos»[1].

Los comunicados, frecuentemente delicados y a veces difíciles, que Moro tenía queenviar al cardenal en nombre del rey –comunicados con directivas, opiniones o deseos deEnrique, referentes a la esfera privada o a la alta política–, podían inducir a la tentaciónde acentuar determinados aspectos por iniciativa propia o de tramar intrigas cortesanas.El consejero real Tomás Moro se distinguió porque nunca ansió situarse en un primerplano. Y al no ser indiscreto, gozó de la confianza de todos. Tenía una cualidad quepodríamos llamar «diplomacia de cristiano», consistente en la discreción y en el principiode decir sólo cosas afirmativas, nunca desfavorables respecto de otra persona, aunquefuera un enemigo. Hasta el final de su vida confiaron en su lealtad y su cariño inclusoquienes buscaban su perdición. Es más: despreocupadamente podían, con prevaricacióny falso testimonio, condenar a muerte a un hombre del que se sabía con absolutaseguridad que nunca lucharía con esas mismas armas.

El 2 de mayo de 1521, a los cuarenta y tres años, Moro es nombrado «Sub-Treasurer», Vicecanciller, al mismo tiempo que es ennoblecido. Sir Thomas, como sellama ahora –en escritos oficiales acostumbra a poner el título de «Knight», caballero,detrás de su nombre–, está por debajo del «Lord High Treasurer», el Canciller delTesoro, que es el duque de Norfolk. Éste, que en diciembre de 1522 traspasará su cargoa su hijo Thomas, Earl of Surrey, se ocupa de las funciones de representación, mientrasque a Moro le compete el trabajo y, en el fondo, la responsabilidad. Durante casi cincoaños, hasta el 24 de enero de 1526, cuando le sucede Sir William Campton, Moroadministra este departamento, especialmente importante en los inicios de un aparatoestatal moderno y que nos podemos imaginar como un precursor del Ministerio deHacienda y del Tesoro. Ya cuatro meses antes de renunciar al cargo había sido nombrado«Chancelor of the Duchy of Lancaster», Canciller del Ducado de Lancaster, por cierto elmismo día del matrimonio de sus hijas Cicely y Elizabeth. Con el nombramiento paraeste puesto –bien dotado y honroso– a la cabeza de aquel ducado tan lleno de historia[2],

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cuya capital es Westminster, Moro alcanza su último escalón antes de su elevación aLord-Canciller de Inglaterra, que tuvo lugar el 25 de octubre de 1529.

Detrás de esta desapasionada enumeración de cargos se esconden realidades muydiversas, condicionadas por los grandes desarrollos político-sociales, eclesiástico-religiosos, intelectual-científicos. Cada uno de estos aspectos incide decisivamente en losotros y todos juntos transforman Inglaterra y Europa. Pero, para nuestro tema, la mismaimportancia tiene la vida cotidiana de trabajo de Tomás Moro que todos estos factores,porque esa vida fue la que marcó –conviene no olvidarlo– más de treinta de suscincuenta y siete años de vida. Esta afirmación nos trae otra vez a la memoria la opiniónde Bremond según la cual el «verdadero Moro» no se encontraría en su vida de jurista.Si esta afirmación fuese correcta, la auténtica vida no se expresaría ni en sus servicios enla corte ni en sus misiones diplomáticas ni en sus tareas administrativas, sino sólo en elcampo extraprofesional: en la familia, en el círculo de humanistas, en la actividad comoliterato. Según esta tesis, sólo en una situación de excepción, en la Torre de Londres,durante el proceso y en el patíbulo se mostró como persona en el ámbito público. Segúneso, su vida se dividiría en una parte «banal», un noventa por ciento de ella, y en otra«excepcional», el diez por ciento restante. Precisamente en la falta de tal división, que –hay que reconocerlo– es característica de muchas vidas, está la particularidad de TomásMoro, su fuerza y su ejemplaridad.

Sabemos que en los casi quince años que estuvo al servicio del rey se empeñó hastael límite de sus fuerzas. A los deberes jurídicos y administrativos de sus diferentes cargosse sumó, sobre todo en los primeros años, la posición –por llamarlo de alguna manera–de secretario oficioso del rey, a quien le gustaba tenerlo cerca. A través de él mantenía lacomunicación con el Cardenal Lord-Canciller, que respondía también por escrito. Moromediaba en la correspondencia. Parece dudoso que Enrique o Wolsey le preguntaran porsus opiniones en temas políticos o conversaran confidencialmente con él, con lo que, demanera indirecta, habría podido influir en el curso de la política exterior e interior. Segúnparece, tampoco él tenía gran interés en hacerlo. Sus opiniones personales sobre lascuestiones concretas del día a día son casi desconocidas. Sin duda las retuvo para sí enmayor medida de lo que hoy en día es corriente. Parece que en nuestros tiempos laindiscreción está en relación directa con el carácter más o menos confidencial de unaposición. La naturalidad con la que Moro supo estar en un segundo plano, la falta total depretensiones, la capacidad de dar siempre preferencia a la lealtad sobre la«autorrepresentación», todas estas expresiones de modestia y fidelidad le honran comocristiano y hacen de él un hombre amable. Sin embargo, no son el terreno sobre el quecrecen la pasión y la creatividad políticas. La ambición, la falta de escrúpulos y el instintode poder, condiciones para alcanzarlo y conservarlo, le faltaban a Moro. Pero

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precisamente por ello, y por lo que ello suponía de contraposición con su predecesorWolsey, el rey le confió el sello del Reino. «Confió» en sentido literal; pues aunque ya enese momento era evidente que Tomás no aprobaría y mucho menos apoyaría los planesde divorcio de Enrique, y que no servía como instrumento para un juego de fuerzas y depoder, el soberano podía estar seguro de su lealtad y su discreción. Tomás Moro –asípensaría Enrique– pondrá al servicio del cargo toda su reputación, lo ejercerá sinambiciones políticas personales y no será una traba para la autocracia del rey,precisamente porque se limitará a la función jurídico-administrativa. No tenía ningúninterés en un Lord-Canciller Tomás Moro que dirigiera bajo su propia responsabilidad lapolítica de Inglaterra. Eso lo haría desde entonces el rey mismo, apoyado por ayudantescondescendientes. Moro debía «adornar» el barco del despotismo como un símbolo delegalidad.

Pero esta «confianza calculada» de Enrique en Tomás Moro llevaba a una conclusiónequivocada. Precisamente porque Tomás Moro mantuvo una cierta distancia frente a losplanes del rey y frente a la febril actividad política, fue capaz de reconocer el momento apartir del cual quedarse en el gobierno significaba colaborar con el rey y hacersepersonalmente responsable. Tomás perseveró en su cargo mientras parecía haber unmínimo resquicio para la esperanza de impedir el divorcio y las nuevas nupcias deEnrique y la sujeción de la Iglesia. Al ser designado como Canciller había escrito aErasmo: «Algunos de mis amigos están llenos de alegría por mi nombramiento comoCanciller e incluso me felicitan. Tú sueles contemplar la suerte de un hombre con granprudencia y mucho discernimiento: ¿acaso no te compadeces de mí? Yo intento estar a laaltura de la situación; me complazco con el gran favor y la merced que me ha otorgadonuestro príncipe. Me esfuerzo todo lo posible para no decepcionar las extraordinariasesperanzas que el rey pone en mí; pero el talento y las demás cualidades, que en minuevo cargo me serían especialmente provechosas, me faltan por completo; por ellointento compensar esta falta con la mayor diligencia posible, con fidelidad y buenavoluntad»[3].

¿Era Moro tan ingenuo como para creer que podría satisfacer aquellas«extraordinarias esperanzas» con «diligencia», con «buena voluntad»? Sin duda sabíaque no, pues conocía el contenido de esas esperanzas. Ya muy poco después de sudesignación –según relataba pocas semanas antes de ser detenido, en su gran carta dejustificación del 5 de marzo de 1534 al secretario secreto del rey, Thomas Cromwell– elrey le había recomendado «recapacitar» de nuevo sobre «su gran asunto», la cuestióndel divorcio, considerando atentamente todas las razones, examinándolas sin prejuicios,en todos sus aspectos. «Me prometió contarme entre sus consultores de más confianza silos argumentos conseguían convencerme de la rectitud de su opinión»[4] –recuerda

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Moro–. El nuevo Canciller comprendió de inmediato que aquella invitación, una peticiónformulada en forma casi amistosa y confidencial, que parecía dejar plena libertad en loque tocaba el resultado de las reflexiones y que al mismo tiempo tentaba con unarecompensa especial en caso de que se llegara a un resultado «acertado», contenía unaamenaza harto peligrosa. Peligro que para nada paliaban las promesas del rey de querespetaría la conciencia de Moro, de que no le apremiaría y de que, en caso de respuestanegativa, nunca más le plantearía el problema, haciéndole trabajar sólo en otros asuntos.Y además, Enrique se atuvo a esa su promesa, porque Moro –exceptuando su posturarespecto al «gran asunto»–, un seglar, burgués de origen, experto jurista, hombre sinenemigos y al mismo tiempo sin seguidores poderosos, era el Canciller ideal para elnuevo régimen autocrático. Enrique podía atenerse a su promesa mientras Moro callara ysiguiera en su cargo. Ahora bien, el servir al poder en una posición tan alta y expuesta,significaba solidarizarse con él, aun sin asentir expresamente. Así lo vio también el propioMoro. Por la misma razón por la que el rey estaba dispuesto a tolerarle y hasta amantenerle en su cargo, por esa misma razón tuvo que renunciar a él. Moro no era un«confesor» espontáneo ni eligió por propia iniciativa la lucha abierta. Le bastaba callar.Pero sólo podía callar como particular, no como alto funcionario. Y esto lo vio el rey: UnCanciller callado siempre habría sido, ipso facto, un cómplice. Pero el silencio deldimitido, del humanista Tomás Moro, de un hombre respetado en Inglaterra y en todaEuropa, se consideró como un «no» al camino del rey. Por eso, el rey, si se aferraba aeste camino, tenía que insistir en un «sí» fuerte y audible de Sir Thomas, intentandoarrancárselo por todos los medios.

Para el Lord-Canciller, el 16 de mayo de 1532, un día después de la sumisión de losobispos británicos a Enrique VIII, que le aceptaban así como cabeza de la Iglesia enInglaterra (aunque con la cláusula exculpatoria de: «en cuanto que lo permita la ley deCristo», cláusula que pronto quedaría suprimida), la situación, de cara al futuro y vistaslas cosas sólo humanamente, se presentaba como un callejón sin salida. Por eso devolvióal rey el sello del Reino. No sabemos si Tomás ya entonces intuía que se acercaba laúltima disyuntiva: sumisión o muerte. Pero era una mente lúcida, consciente de que lasposibilidades que le quedaban se podían contar con los dedos de una mano. Una de esasposibilidades –más probable incluso que un repentino cambio de opinión en Enrique o elfallecimiento inesperado de éste– era la propia muerte natural. Wolsey había fallecidocamino de la Torre de Londres, antes del proceso que, como es de suponer, habríaterminado con su ejecución. Quizá el destino tuviese preparada la misma merced para SirThomas. Fuera como fuese, él no deseaba ni anticiparla provocándola ni evadirse de ella.Por eso no se apartó del escenario de la política con una «declaración de principios»,sino con un atestado médico. «De salud hace algunos meses que no me siento muy bien–escribe a Cochlaeus–; aunque mi aspecto no era tal que la gente me hubiese de tener

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por muy enfermo, yo realmente me sentía muy mal... Y probablemente habríaempeorado de día en día si hubiese seguido llevando la carga de Canciller; el médico noquería garantizar una mejoría, en caso de que no me retirara completamente; y nisiquiera con un cambio de las circunstancias quería prometerme una curacióncompleta»[5]. En una carta a Erasmo, escrita el mismo día, Moro especifica más suenfermedad: «Mi pecho ha sido atacado por algún mal. No estoy impedido por doloresfuertes; pero sufro un agobio constante y un miedo angustioso»[6]. Podemos con estosdatos diagnosticar un asma cardíaco, de tipo «psicosomático»; Tomás sabía lo que leoprimía y por qué el corazón le pesaba de miedo.

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PRÁCTICA POLÍTICA

«Entre tanto había sido elegido portavoz del House of Commons. Sirvió también comoenviado del Rey en diferentes misiones y diversos lugares, últimamente en Cambrai,como colaborador y colega de Cuthbert Tunstall, entonces obispo de Londres y, pocodespués, de Durham, persona tan culta, sabia y virtuosa que pocas veces se encontraráotra igual. Como enviado a tal lugar fue, con gran alegría, testigo de la renovación delacuerdo entre los más nobles monarcas de la cristiandad y de la restauración de la tandeseada paz en el mundo. Quiera el Cielo sellar y hacer eterna esta paz».

1.

Curiosamente, la inscripción sepulcral omite en esta enumeración de actividadesrelevantes el nombramiento como «High Steward», «Patronus ac Censor», de laUniversidad de Oxford, primero, y más tarde de la de Cambridge. Precisamente en estoscargos se manifiesta la gran estima de que Tomás gozaba en el mundo erudito, pues erancargos que se ocupaban no por nombramiento, sino por elección. Con la Universidad deOxford había tenido que ver ya en 1518, en un asunto no especialmente agradable.Mientras que en Cambridge, donde el obispo Fisher ocupaba el cargo de Canciller de laUniversidad, el estudio del griego florecía, en Oxford se había emprendido desde elpúlpito una campaña contra aquella «dedicación pagana». Tomás Moro, que repetidasveces había reaccionado con temperamento y con aguda y mordaz ironía contra ese tipode ataques, que para él no eran sino fruto de la incultura de los monjes –sobre todocuando querían enmendarle la plana a su amigo Erasmo por su edición griega del NuevoTestamento–, escribió por orden del rey una enérgica carta a la Universidad. PuesEnrique, quien, como escribe Erasmo, «no es iletrado y protege con su mano a loseruditos, se enteró de la disputa... y ordenó que todo el que quisiera pudiera estudiargriego en la Universidad»[1]. Moro aprovechó la ocasión para arremeter,contundentemente y sin escatimar expresiones fuertes, contra todo aquel que decía tenerreparos contra los vientos frescos en las ciencias, sobre todo si eran reparos en nombrede la fe. Su crítica a los críticos no siempre recoge correctamente lo esencial de losreparos, formulados a menudo con poca habilidad, y por eso tampoco es siempre justoen su respuesta. En este escrito, Moro une al rechazo de los ataques una fuerteinsinuación: «Seguro que comprenderéis mejor que yo que si no se sofoca de raíz a losalborotadores, se puede difundir una enfermedad peligrosa... y que, en este caso, genteajena a la Universidad podría verse obligada a tomar en sus manos el ayudar a los

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buenos y sabios entre vosotros... Estoy seguro de que el venerable padre que ocupa lasede arzobispal de Canterbury, que es nuestro Primado y también el Canciller de vuestrauniversidad (Warham), no incumplirá sus obligaciones y actuará como debe. Ya sea afavor del clero, ya a vuestro favor: con razón se siente responsable de impedir ladegeneración de la cultura; y la cultura sucumbirá si la Universidad sigue sufriendo lasdisputas de locos perezosos, permitiendo que se injurie desvergonzadamente a lasletras»[2].

Después de amenazar más concretamente con la intervención de Wolsey e insinuar lapérdida del favor real, no olvidando mencionar la dependencia económica y el riesgo deque se acabaran las subvenciones, Tomás cierra la carta con un esperanzador panoramapara el futuro... si se comportan de acuerdo con las expectativas: «No dudo de que, envuestra sabiduría, vosotros mismos encontraréis un camino para acabar con las disputasy acallar a esa gente simple, y de que tendréis cuidado no sólo de proteger las letrascontra toda burla y desprecio, sino que las conservaréis en dignidad y respeto. Con esevuestro esfuerzo conseguiréis grandes ventajas para vosotros mismos; me resulta casiimposible describir cuán gran prestigio obtendréis ante nuestro célebre príncipe y ante losvenerables padres arriba mencionados. Crearéis un vínculo maravilloso entre vosotros yyo, que por cariño a vosotros he querido escribiros todo esto de propia mano. Sabéis quemis servicios están a disposición de cada uno de vosotros. Dios se digne preservar detodo daño vuestra magnífica mansión de la cultura; que Él os siga concediendoprosperidad en la virtud y en todas las ciencias del espíritu»[3].

Repetidas veces visitó Tomás Moro ambas universidades, unas veces por motivospersonales, otras oficialmente; se interesó por las disputas científicas y se ocupópersonalmente de los estudiantes que se dirigían a él. Todo esto lo sabemos por elinforme de Roper y por la carta de junio de 1521 al obispo Fisher. Desgraciadamente,éste es el único documento sobre el tema. En él, dice Tomás Moro: «Cualquiera que seala influencia que yo tenga ante el rey –¡que indudablemente es poca!–, sabéis quesiempre está a vuestra disposición y a la de todos vuestros estudiantes, del mismo modoque mi casa está abierta a todo el mundo. Debo siempre agradecimiento a vuestrosestudiantes por el cariñoso afecto que expresan en las cartas que me dirigen. A Vos,adiós, mejor y más sabio de los obispos, y siga unido a mí en amistad»[4]. Como lasrelaciones con las universidades y sus cancilleres –el arzobispo Warham en Oxford y elobispo Fisher en Cambridge– eran tan intensas, no sorprende que Moro fuera elegido«High Steward»; quien ocupaba este cargo era la «mano derecha» del Canciller, pues deél dependía la administración y la jurisdicción universitaria. En verano del 1524 aceptóesta elección para la Universidad de Oxford; en noviembre de 1525, para la deCambridge. Estas responsabilidades universitarias le reportaron no solo alegrías, sinotambién alguna que otra contrariedad. Al nuevo «High Steward», por ejemplo, ya en la

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carta de agradecimiento de la universidad en agosto de 1524 se le pedía que tomaramedidas contra un tal Carver de Westminster, que había buscado pleitos con los deOxford[5]. En un escrito de 11 de marzo de 1527 dirigido al juez universitario de Oxford,Moro comunica la orden del rey de enviarle como prisionero a un criado que se ocupabade los víveres, llamado Henry, manteniendo un estricto secreto. Y termina diciendo:«Ésta es la orden de Su Majestad, que espera cumpláis con esmero y diligencia, si tenéisel deseo de que siga protegiendo benévolamente a Vos y a Vuestra universidad, cuyosprivilegios tiene intención de mantener de manera benéfica también en el futuro»[6].Cuando después nos enteramos de que el destinatario obedece esta orden, pero al mismotiempo ruega a su superior, Tomás Moro, que proteja los derechos garantizados de laalma mater[7], nos vamos haciendo una vaga idea de cuán difícil era el terreno en queTomás Moro se movía constantemente: en la órbita del rey y entre los dos polos delpoder, Enrique y Wolsey. Además, va cobrando cuerpo la impresión de que Moroentendía su subordinación no de manera minimalista, como corresponde a la manera depensar actual, sino como una actitud general, ética. Esto no significa que no tuviese suspropias opiniones sobre las cuestiones políticas y el estilo de gobierno del rey y delcardenal-canciller. Pero ni las opiniones ni las suposiciones ni las arrogancias podíanparalizar o suprimir su obediencia; eso sólo podían hacerlo decisiones de última instancia,es decir, decisiones en conciencia. Y para apelar a su conciencia y obedecer a ella, teníaque ser llevado, en público, a una de esas situaciones límite en las que el actuar de unmodo o de otro es decisivo para la salvación del alma.

2.

En el epitafio se citan dos campos de actividad política: el parlamentario y eldiplomático. No puede ser casualidad. Aunque las atribuciones profesionales de Moroabarcaron muchos más ámbitos, sólo consideró dignos de pasar a la posteridad suelección como portavoz de la «House of Commons» y su actividad como legado, yespecialmente el haber formado parte de la delegación que negoció el tratado de paz deCambrai. Pero no debe olvidarse que esas funciones, si se tiene en cuenta la totalidad desu actividad pública, son meros episodios.

El Parlamento cuya sesión de apertura presidió el rey el 15 de abril de 1523 era elcuarto desde su subida al trono. De los parlamentarios, el monarca esperaba sobre todoque aprobaran medios financieros más cuantiosos para la guerra con Francia, que sehabía declarado el año anterior. Sin embargo, como el malestar en la Cámara frente a laguerra en particular y a la política de Wolsey en general era grande y crecíaconstantemente, era previsible que hubiera dificultades para su concesión. Por estarazón, tenía aún más importancia el cargo de «portavoz», que no sólo presidía la «House

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of Commons», sino que era también su «boca» ante el gobierno y el rey. Como enaquellos tiempos las atribuciones entre el poder ejecutivo y el legislativo aún no estabandelimitadas con excesiva nitidez, un hombre como Moro, que estaba al servicio del rey,podía ser al mismo tiempo portavoz del Parlamento. Gozaba de la confianza tanto delrey y de Wolsey como de los Comunes, por lo que había muchos argumentos a favor desu elección. Y, efectivamente, el 18 de abril fue presentado al rey como nuevo«speaker». Tras autocaracterizarse, como era usual, como persona inepta e indigna de talhonra, y tras haberle replicado Wolsey en nombre del rey, celebrando –también segúncostumbre– su elección como la mejor posible, Moro pronunció un discurso, cuyaatrevida dicción en una ocasión tan convencional es muy llamativa: «En atención alhecho –así dice– de que en el Parlamento de Vuestra Majestad sólo se tratan asuntos depeso y de importancia, referentes a Vuestro Reino y Vuestro propio estado real, muchosdiputados de la Cámara de los Comunes, inteligentes y experimentados, se veríanimpedidos –con grave daño para el bien común– de expresar su consejo y opinión, sitodos y cada uno de Vuestros diputados no estuviesen libres del miedo de que algo de loque dijesen pudiese ser tomado a mal por Vuestra Majestad... Por eso, concedabenignamente Vuestra Majestad, nuestro benévolo y piadoso rey, indulgencia y perdón alos Comunes aquí presentes, para que cada uno pueda cumplir, libremente y sin temor aVuestra terrible ira, con sus obligaciones de conciencia y pueda expresar con toda libertadsu opinión en todo lo que pudiera suceder entre nosotros. Cualquier cosa que dijeraalguno de nosotros sea benignamente aceptada por Vuestra Majestad, viendo las palabrasde todos nosotros, por muy torpes que sean, como expresión del empeño por laprosperidad de Vuestro Reino y por la gloria de Vuestra real persona, cuyo bienestar yconservación es lo que nosotros, Vuestros leales súbditos, deseamos y pedimos, segúnnuestra natural adhesión»[1].

Aquí tenemos el primer testimonio conocido en favor de la libertad de expresión en elParlamento, que va más allá de fórmulas retóricas. En aquellos tiempos esa libertad noera ni mucho menos algo natural, garantizado. Incluso en la propia Inglaterra tuvieronque transcurrir siglos hasta que se institucionalizara. Precisamente bajo los Tudors, ysobre todo bajo Enrique VIII, el orgullo, la dignidad y la libertad del Parlamentoexperimentaron una evolución negativa. Sir Thomas lo vivió en su propia carne.

Mas ahora tenía ocasión de mostrar su talento diplomático para superar una situaciónprecaria. Tras haber expuesto Wolsey la exigencia gubernamental de que para financiar laguerra con Francia se pusieran a disposición no menos de 800.000 libras, Moro la asumióal día siguiente, declarando que era un deber de los súbditos aceptar ese impuestoextraordinario que venía a ser lo mismo que un pago al contado del veinte por ciento. Nohacía otra cosa que exponer correctamente la postura de su superior, aunque es desuponer que personalmente no la compartiera. Puesto que los Comunes no mostraban

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inclinación ninguna a aceptar una sangría económica para una guerra ya de por sí muyimpopular, el cardenal intentó poner en un aprieto a ciertos diputados a través de unaintervención solemne en el Parlamento, en que les preguntó directamente cómo pensabandecidirse. Todo el procedimiento resultaba provocador y era un desprecio a la Cámara, ala que correspondía la deliberación y la resolución, que luego expondría por medio delportavoz. Así pues, de éste exigía Wolsey la respuesta definitiva. Moro se encontraba enuna situación muy difícil. Del conflicto entre lealtad y deber se zafó no entrando en elaspecto material del asunto. Este método es típico en él. Como relata Roper, se arrodillóy pidió perdón por el silencio de los diputados, haciendo considerar que la presencia deautoridad tan alta haría callar incluso al hombre más sabio y más docto. Después«expuso con muchos e inteligentes argumentos... que no sería útil ni estaría de acuerdocon las antiguas costumbres de la Cámara que los diputados respondiesen uno a uno»[2], y que él no estaría en condiciones de dar adecuadamente cuenta al Señor Cardenal enun asunto de tanto relieve «sin que los señores diputados metiesen su inteligencia en supobre cabeza»[3]. Algo característico de Moro se expresa en esta escena: la fusión entreuna humildad sincera y ese relativizar con tanto humor la soberbia del interlocutor.Cuando Moro dice a Wolsey, un hombre inmensamente presumido y pagado de símismo, que los diputados habían perdido el habla por la presencia de una «señoría tanalta», «un acontecimiento que hubiese hecho callar hasta al hombre más sabio y másdocto», esto se puede entender textualmente, en cuyo caso halaga al omnipotentecardenal, o viendo en estas palabras una cierta censura a la inadecuada actuación delpríncipe de la Iglesia. Esta clase de ironía cristiana, que ni es fría ni duele, sino querepresenta una fraternal corrección que apela a la sensibilidad y a la capacidad deautocrítica, es algo único. Solamente en Moro se encuentra de esta manera y se puedeentender incluso como un ingrediente típicamente inglés de su santidad.

Wolsey se molestó, ya que sus pretensiones económicas no se impusieron entre losComunes, a pesar del leal respaldo de su colaborador Moro. Según Roper, comentó:«¡Ojalá hubiera querido Dios que hubieseis estado en Roma cuando Os hice portavoz!».Esta arrogante expresión era característica del cardenal, además de falsa, puesto queMoro había sido elegido «speaker» por los Comunes y no nombrado por un superior. Lapresunción de Wolsey había crecido de forma desmesurada por el continuo asentimientoo al menos consentimiento de Enrique, y llegaba a tales extremos que incluso paralizabasu capacidad de ver con realismo la situación política.

Tomás Wolsey, cinco años mayor que Moro, vivió de 1473 a 1530. Es decir:exactamente los mismos años que Moro. Pero ahí terminan las comparaciones. Sucarrera tuvo un curso mucho más brillante, aunque –lo que nunca se deja de mencionar–sólo fuera «hijo de un carnicero». Capellán de corte de Enrique VII, en 1509 miembro

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del Consejo Real, donde destacó por su ingenio y su energía, se distinguió por vezprimera en asuntos de mayor envergadura cuando en 1512 organizó el ejército y lamarina para la guerra contra Francia y Escocia, los aliados antibritánicos por tradición.Inglaterra venció a los escoceses; el rey de éstos, Diego IV, cayó en otoño del 1513 en labatalla de Flodden. Su viuda Margarita, la hermana de Enrique VIII, asumió la regenciapor Jacobo V, aún menor de edad, cuyos descendientes relevarían noventa años mástarde a la dinastía de los Tudor[4]. El rey, agradecido por el final feliz de esta su primeraguerra, nombró a Wolsey Lord-Canciller en 1515. Aquel mismo año el Papa León X loconfirmó como arzobispo de York y lo elevó al cardenalato.

Si frecuentemente se dice que desde entonces Wolsey «gobernó» durante casi quinceaños en Inglaterra, esto hay que matizarlo en el sentido de que el rey no se escandalizó lomás mínimo por sus prácticas en la política interior, por los negocios con prebendas, quetramaba sin ninguna clase de escrúpulos, y por el cobro desconsiderado de dineros, nosólo para bien del Estado sino también para su enriquecimiento personal. Y, además,Enrique aceptó las ideas de su Lord-Canciller en política exterior. Por otra parte, por elestudio de las fuentes sabemos hoy que el Rey estaba perfectamente informado de todoslos acontecimientos políticos, también de los más insignificantes. Ni en la corte ni en elgobierno había acción o decisión alguna sin su saber o su aprobación. Nada de loconcerniente al Estado o la Iglesia quedaba fuera de su influjo. Es cierto que Wolseyguiaba el país con gran independencia, pero era una independencia concedida por elsoberano, quien la podía retirar cuando quisiera. El Cardenal gobernaba mientras Enriquele dejara gobernar. Y cayó cuando Enrique se atribuyó a sí mismo el ejercicio del poder,en los aspectos «práctico-técnicos».

No es de extrañar que el rey se adhiriera a las ideas de Wolsey en política exterior:tanto el rey como el canciller se dejaban llevar en gran medida por un deseo de prestigio.Enrique soñaba con asumir la herencia del Sacro Imperio Romano-Germánico; sedecoraba con el título de «Defensor Fidei»; buscaba el muy solicitado papel de árbitroentre los rivales Francisco I de Francia y el emperador Carlos I. Así, todo estaría enorden y la posición del cardenal sería inamovible mientras éste consiguiera mantener lasapariencias de que su rey era la figura más brillante, más importante, la más sobresalienteen la política europea y en toda la época. Pero cuando, con la cuestión del divorcio, sehizo patente que el peso internacional de Enrique y su «importancia política» gozaban demucha menor consideración en el ambiente en general y especialmente en Roma, no leperdonó a su Lord-Canciller este tener que abrir los ojos a la realidad y la consecuentehumillación.

La ambición de Wolsey tenía una meta concreta: aspiraba a la tiara pontificia. Ladesventaja de presidir, como arzobispo de York, la provincia eclesiástica de Inglaterra

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menos grande y significada –la otra era el arzobispado de Canterbury– la compensabacon su posición de «legatus a latere»[5]. Es decir, consiguió ser nombrado representantedel Papa para la Iglesia inglesa en 1518; en 1524, dicho nombramiento se amplió de porvida –una medida muy fuera de lo corriente–. Con ello era el verdadero regente de laIglesia en Inglaterra. Podía convocar a la totalidad de los obispos ingleses y hacer ydeshacer prácticamente a su agrado en lo que tocaba a las autoridades regionales de laIglesia. Por eso tiene un papel decisivo para aquella época, en la que está en juego unareforma de la Iglesia, su unidad, su subsistencia hacia dentro y hacia fuera. Hay que decirque fue una responsabilidad fatal, porque habría podido tener el poder y la autoridad paradar a la Iglesia en Inglaterra la salud desde dentro y conducirla a unas relaciones sanastanto con Roma como con la Corona. En cambio, procedió con su responsabilidad deforma arbitraria, como si le perteneciera, abusando de una posición singular. Su codicia,su pasión por el lujo y la pompa así como su embriaguez de poder le impulsaron a hacertodo lo que en aquellos tiempos se le reprochaba a la Iglesia, todo lo que minaba suprestigio y credibilidad: acumulación de cargos, desatención de la obligación de residenciay de vigilancia, intervenciones injustificadas en los obispados, manipulación en laprovisión de sedes episcopales, eliminación de las convocaciones, faltas contra el celibato–él mismo tenía varios hijos– y una vida en general nada digna de un sacerdote. Éstaseran las características de su forma de gobierno en la Iglesia. «Su política autocrática,basada en los poderes otorgados por el Papa, amargaba a los obispos y los iba alejandode Roma», escribe Kluxen[6]. Este punto parece esencial para poder comprender lapasividad y la falta de resistencia con que el episcopado inglés soportó o hasta asintió unadécada más tarde a la separación de Roma. Aquel «papa regional», que reunía en supersona todos los poderes jurídicos de la Iglesia, estaba considerado –también a los ojosdel rey– como una persona que lo podía y lo conseguía todo. Pero se vio claramente queeso era un engaño, que no lo podía conseguir todo, que, por ejemplo, era incapaz deconseguir la disolución «elegante» –por sentencia papal– del matrimonio del rey, lo quetambién habría supuesto el reconocimiento eclesial de las segundas nupcias y de loreferente a la sucesión. Y cuando Enrique vio con claridad que Wolsey no lo conseguiría,se vengó en su creatura y la destruyó.

Cuando Tomás compuso la inscripción sepulcral, confiaba en que la paz de Cambraiperdurara; con ella se había terminado el 5 de agosto de 1529 una guerra de más detreinta años entre Francia y la Casa de Austria y comenzaba una paz, que habría de durarun decenio. Por eso, su presencia como testigo en la celebración del tratado y en susolemne promulgación en la catedral de Cambrai, Tomás la consideró como un recuerdoluminoso, que resaltaba entre los negocios cotidianos. Dos años antes, en 1527, habíaformado parte, junto con los duques de Norfolk y Suffolk, de una delegación que debía

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negociar una «paz eterna» con Francia, y en la catedral de Amiens había estado al ladode su Cardenal-Lord-Canciller cuando se firmó aquélla. Otros dos años antes, en 1525,lo encontramos al lado del arzobispo Warham de Canterbury, del obispo Nicholas Westde Ely y del duque de Norfolk en la comisión para el armisticio anglo-francés. Y algunosaños atrás, en 1520 y 1521, lo vemos como miembro de delegaciones comerciales enBrujas, donde tiene que llevar, como diríamos hoy en día, negociaciones comerciales conrepresentantes de la Hansa y comerciantes flamencos. Acompaña a Wolsey a Calais, semueve en los niveles –profanos y eclesiásticos– más altos de la sociedad, negocia con losrepresentantes diplomáticos, miembros de la alta nobleza, de Francia, España y Venecia,conversa con el rey de Francia, pronuncia el discurso de bienvenida en la visita de CarlosI a Londres en 1522. Acompaña a la pareja real, Enrique y Catalina. La reina confía enél; el rey lo estima. Su propio soberano se pasea con él, el brazo puesto sobre suhombro, por el jardín de Chelsea y se sienta a su mesa. Tanta simpatía y estima tambiénse reflejan en lo material. Su remuneración va subiendo y en marzo de 1527 alcanza lastrescientas cuarenta libras. Wolsey no piensa sólo en sí mismo y pide al rey, a pesar deestar enfadado con «su speaker», una gratificación para éste (agosto de 1523), «porqueno tiende a defender sus propios intereses»[7].

El tratado con Francia en 1525 le supone un provechoso efecto: una pensiónfrancesa. En 1522, Enrique regala a su subcanciller la quinta de South en Kent, queprocede de los bienes confiscados al ya citado «traidor» ejecutado de Buckingham. Tresaños más tarde siguen las quintas de Ducklington y de Fringford en Oxfordshire[8], y ennoviembre del 1526 el rey le otorga –contra su voluntad– la «libre disposición» sobre unaprebenda[9]. Es de suponer que Sir Thomas no se alegró por igual de todas estasmercedes. Es importante decir que no aspiró a ninguna de ellas, ni a bienes materiales nia honras ni a títulos, que en ningún caso fueron el resultado de una tenaz ambición o de«ayudas» dudosas. Lo que tocó en suerte a Moro como político y hombre de estado nosobrepasa los límites de lo usual. Era expresión de la satisfacción y simpatía para con unayudante probado, provechoso y discreto, que no despertaba ni temor ni envidia.

Es difícil saber si a Tomás Moro le satisfacía esta posición en segunda fila, elagotador ajetreo con banalidades, asuntos rutinarios y formalidades, los mil detalles de lavida administrativa y política, que son, indudablemente, aburridos y deslucidos. Es muyprobable –aunque no tenemos constancia de ello– que al pasar de un trabajo en el ámbitomunicipal al servicio de la Corona tuviese esperanzas de poder ejercer una influenciacreativa, es decir, de realizar una política de líneas maestras, de paz hacia fuera y desaneamiento interior, por lo menos durante los primeros años. Por sus escritos y suscartas sabemos que no miraba al mundo despreocupada, alegremente, aunque confrecuencia se sonriera o se divirtiera con él. Tenía preocupaciones y penas por elpresente y el futuro. Pero no conocemos testimonio, ni suyo ni de terceros, que nos

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hable de un descontento personal, de una desilusión por su camino profesional, de unrecomerse por dentro por sus condiciones de vida. Padeció por muchas razones, poraquellas continuas guerras que no tenían sentido, por el cisma religioso, por la evoluciónde la personalidad de su rey, por el divorcio, por la lucha contra Roma, y a veces,probablemente, por su lady Alice, pero nunca por un egoísmo insatisfecho.

Repasando el itinerario de Moro que describe Germain Marc’hadour[10], uno seencuentra con una sorprendente diversidad de tareas y actividades de nuestro SirThomas. Dado que, como ya mencionamos, los departamentos de la administración y lascompetencias de cada cargo no estaban separados rigurosamente, sino que las personasque trabajaban alrededor del rey y del Lord-Canciller, los consejeros laicos y los (aúnmuchos) religiosos, los secretarios, los titulares de cargos en la corte o quienessimplemente gozaban temporalmente de un favor, dependían enteramente –en su funcióny el cumplimiento de ésta– de la persona del rey o de su representante, encontramos queuna misma persona se ocupa de temas diferentes, que cambian con gran frecuencia, puesdependen de la situación concreta. En sentido abstracto, también Moro servía sóloindirectamente al «Estado» o a la «Corona». En concreto servía al rey Enrique VIII y,durante once de los catorce años, también al cardenal Wolsey. Ambos le dieron trabajosmúltiples: como consejero, secretario para la correspondencia, defensor de la ortodoxia,luchador contra la herejía, diplomático y cortesano de segunda fila. Al disponer de unaamplia cultura, ser ingenioso y lleno de humor, y al mismo tiempo muy amable, era aptotanto para el trato con legados extranjeros como para la participación en una recepciónfestiva o para amenizar una cena real.

Las cartas que se han conservado nos ofrecen una imagen clara de su actividad comomediador entre Enrique y Wolsey. Su contenido material, referido detalladamente acuestiones políticas del día a día, es de menos interés que los ingredientes propios deMoro y de su personal dicción. Siempre mantiene el estilo protocolario de la corte, perolo hace más ameno al incluir citas de conversaciones o dar pequeños acentos subjetivos.Son lisonjeos benevolentes al cardenal, opiniones propias, agregadas como de paso.Cuando Enrique piensa aliarse con el emperador en 1522 y sueña con la reconquista deFrancia, Moro observa en su informe a Wolsey: «Pido a Dios que así sea, si es deprovecho para Su Merced y este reino; en caso contrario pido a Dios que le depare unapaz honrosa y fructífera». La frase siguiente: «Esta mañana le he leído también a SuAlteza las directivas dadas personalmente por Vuestra Merced, formuladas con tantasabiduría y de manera tan elegante...» demuestra lo bien que sabía tratar Sir Thomas asu maestro[11]. Nunca olvida designar las exposiciones de éste como «sabias»,«previsoras», «benevolentes» y mencionar el «agradecimiento» y «la sincera alegría»del rey por ellas, y seguramente lo hace a menudo por propia iniciativa: «Durante lalectura y deliberación de todos sus asuntos, Su Alteza observó que era bien consciente de

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los esfuerzos y trabajos que Vuestra Merced tendrá que tomar sobre sí para estudiar yexponer en tan corto tiempo tal cantidad de negocios importantes, habiendo necesitadodos horas sólo para la lectura del informe. Por eso Su Alteza me encargó os diera lasgracias, que nunca serán tan expresivas como las merecéis, por Vuestra carga, Vuestrosesfuerzos y Vuestro esmero»[12]. Aunque también hay lisonjeos tan masivos como elsiguiente: «Su Alteza está tan satisfecho con Vuestra carta que me parece que jamás otrale haya gustado más. Si puedo, con la ayuda de Dios, confiar en mi pobre inteligencia,esta alabanza ciertamente está bien fundada, pues Vuestro escrito es, por su contenido ysu forma, uno de los mejores que jamás he leído»[13]. Si lisonjas tan marcadas no son laregla, sí que parece que Moro se complacía en notificar al Canciller, cuya sensibilidadpara las alabanzas conocía, toda expresión amable de Enrique, también la más mínima,en una concesión medio sonriente, medio comprensiva hacia a las debilidades de unhombre a quien, a pesar de todo, tenía por importante y por bueno en lo profundo de sucorazón. Cuando el Canciller cambió una vez de opinión y de consejo al Rey –fuedurante la campaña francesa, aunque aquí no interesan los detalles–, Moro enseguida leaseguró que el rey no le reprocharía por ello, acusándole por ejemplo de ligereza, sino«que Su Alteza considera que nada hay más peligroso en un consejo que el aferrarse a élsólo porque se dio una vez... Por eso Su Alteza no ve en el nuevo parecer de VuestraMerced inconsciencia, sino que lo alaba y os da las gracias por Vuestro esmero, tan dignode confianza, y por Vuestra sabiduría, pues sabéis reflexionar tan intensamente...»[14].De la correspondencia con Wolsey resulta con evidencia que el oficio de Moro suponíauna gran tensión y cómo, sirviendo a dos señores, era mandado de acá para allá, nosiempre en cuestiones de alta política, sino frecuentemente de transaccionesmonetarias[15] o de puros deseos privados, que incluso podían encerrar rasgos curiosos,como enseña el ejemplo siguiente: Moro comunica al cardenal que «quizá le guste aVuestra Merced ser informado de que Su Alteza el Rey me llamó en secreto cuando iba acenar y me encargó escribiera lo siguiente: habiendo agradado al Señor llamar a Sí a Mr.Myrfyne, concejal de Londres, Su Alteza desea que sir William Tyler case con la viudade dicho concejal, con lo cual quiere otorgarle una merced. Para conseguirlo, Su Altezacuenta con Vuestra discreción y probada lealtad... Vuestra Merced le daría con esto ungran placer, dice Su Alteza, y obligaría al citado sir William a rezar toda una vida porVuestra Merced»[16].

No hay duda de que Enrique estaba acostumbrado a que se cumplieran todos susdeseos, también los referentes al ámbito privado. En ello le confirmó también elservilismo incondicionado de Wolsey durante casi década y media. Pero es una antiguaexperiencia, repetida muchas veces en la Historia, que el solo favor del soberano,comprado y conservado con docilidad ilimitada, no es un fundamento sólido paramantener el poder. Puede que el segundo Tudor en cualquier caso hubiese evolucionado

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hacia el vicioso tirano en que se convirtió y se impuso en el reino; pero es seguro que elservilismo absoluto del cardenal hizo que se acelerara este proceso. «Si hubiese servidocon tanto empeño a Dios como al rey, no me habría entregado en mi vejez»[17], dijo elderrocado Canciller cuando lo iban a llevar a la Torre de Londres. En contraste conMoro, que consideró su tiempo de sufrimiento como un último y fatigoso trayecto antesde llegar a la meta, al retorno definitivo a Cristo, como algo, pues, por lo que estabaagradecido, Wolsey veía en su caída sólo una catástrofe. Él, un sacerdote, un hombre dela Iglesia, había estado toda su vida poseído del deseo de llegar a la cumbre, al papado.En pos de esa quimera había desarrollado una política de aventuras, procurandoaprovecharse de la vanidad y de la autocomplacencia del rey para alcanzar sus propiosintereses. Con eso se había ido alejando más y más de Dios, y cuando perdió el favor deaquel su «dios sustitutivo», se encontró totalmente abandonado: nadie movió ni una solamano por él. Aun así sería injusto juzgar su personalidad y su cancillería sólo de maneranegativa. Era generoso y conocía el agradecimiento y la comprensión. Tras sofocar larevuelta de mayo de 1517 consiguió para cuatrocientos jóvenes presos la merced del rey,como comenta el legado veneciano desde Londres[18]. Sus méritos en favor delperfeccionamiento del poder judicial, de la rápida realización de los procesos, de lamejora de la protección jurídica para la gente pobre y humilde así como su recta manerade llevar los juicios en la «Cámara de la Estrella» están objetivamente probados. Perotodos estos rasgos positivos quedaron devaluados, sus efectos destruidos y todo sumandato envenenado, como desde una fuente central, por un solo vicio: por su ilimitadavanidad, que llegaba a dar frutos grotescos: «Sus ropajes eran todos de tafetán escarlatao de bermellón fino o de raso rojo, con una piel de cebellina de un negro aterciopeladoalrededor del cuello», así describe el ayuda de cámara y biógrafo Cavendish suapariencia. «En la mano llevaba una naranja rellena con una esponja empapada devinagre o con otra cosa contra el aire contaminado. Y cuando le molestaban muchospeticionarios la llevaba con gran frecuencia a la nariz.... Delante suyo portaban el sello deestado de Inglaterra y el capelo»[19]. Tales exterioridades se podrían pasar por alto yprovocar una simple reacción de extrañeza o de burla, pero la observación de Wolseyfrente al Canciller francés de que el duque de Buckingham había sido ejecutado porquese había rebelado contra su política, expresa un afán realmente patológico de prestigio.Lo mismo que su afirmación, cuando intentaba congraciarse a los franceses, de que«había sido el primero en aducir razones en favor del divorcio, para separar así aInglaterra de España y unirla con Francia»[20].

Si en verdad, lo que por su carácter es posible, Wolsey impulsó la solicitud del reypara conseguir el divorcio, con el fin de presentarse como la persona que podía realizaraquel deseo, como el bienhechor, imprescindible para su soberano y para todo el clan delos Boleyn, luego resultó que también fue su primera víctima. Esto explicaría también el

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ataque de Moro contra el derrocado, ante el Parlamento. Un hombre que había abusadode su cargo de Lord-Canciller y de Legado para tramar, con gran falta de conciencia, unincidente, cuyos efectos traerían consigo no sólo sufrimientos muy grandes para la reinaCatalina, sino también persecución, miseria y muerte, males previsibles para muchoscompatriotas y la destrucción de la Iglesia en Inglaterra, un hombre así no merecía sertratado con la consideración de un caballero.

Sea como sea: la relación de Moro con sus superiores es un ámbito de su vida no deltodo transparente, un ámbito que puede causar ciertas dudas sobre su rectitud y arrojaruna sombra sobre su personalidad. Por un lado, nos han sido transmitidas respuestasbastante atrevidas de Moro: cuando una vez contradijo en el Consejo Secreto a unapropuesta del Canciller, a lo cual éste le increpó: «¿Estáis loco, maestro Moro?», élrespondió: «¡Ah, reverendísimo señor, cómo doy gracias a Dios de que sólo haya un locoen el Consejo del Rey!»[21]. Por otro lado, sabemos cómo, probablemente en medidaexagerada, Moro lisonjeaba la vanidad de Wolsey, que reconocía como defecto en lapersonalidad de éste, y sabemos también que experimentó y aceptó la protección delcardenal.

Tomás Moro no se diferenciaba demostrativamente de lo que era usual en su tiempoy de las formas de trato de sus iguales. Si como escritor, orador o comensal era muyoriginal, como persona no pretendía ser un «tipo original» ni destacar en su ambiente porun inconformismo ostentoso. Sabía que quien quisiera permanecer en el mundo y seguira Cristo, tenía que hacerlo con tacto, no con rarezas notables que sorprendan a los otros«hijos del mundo», les cohíban y les asusten, sino con naturalidad y normalidad. Ytambién sabía que no es pura casualidad que el cilicio se lleve sobre la piel y no sobre lacapa.

En 1903 escribió Henri Bremond: «Quienes por aversión a Wolsey quierendistanciarlo a toda costa de Moro tienen que reconocer que los dos corrieron a la parmientras el cardenal fue Canciller, y Moro fue recorriendo a su sombra y con rapideztodos los niveles, no del poder, pero sí del honor. El uno se apoyaba, con confianzaincondicional, en un protegido fiel, de quien sabía que no haría maniobras en contrasuya; el otro estaba lleno de respeto hacia un maestro cuya valía conocía y cuyainfluencia retrasaba la victoria plena de ciertos amigos del soberano, ávidos solamente deplaceres»[22]. Tres decenios más tarde opinaba otro biógrafo, Chambers: «Tenemosmotivos para suponer que él (Moro) consideraba a Wolsey como el espíritu perverso deEnrique y de Inglaterra, como el hombre que había empobrecido a su país por las guerrassin sentido contra Francia, y que lo enredó después en un conflicto con Carlos I, querepresentaba el aliado tradicional de Inglaterra, la Casa de Borgoña. Todo esoindudablemente lo había hecho Wolsey, y era suficiente para ocasionar el odio más

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amargo del que Moro fuese capaz»[23]. El francés Bremond, que entendió másprofundamente la santidad de Moro que Chambers, le tiene, a pesar de ello, menosconsideración en lo humano. El británico y anglicano Chambers, que admira al hombrede estado humanista con ética y conciencia, intenta defenderlo, con argumentos políticos,contra la sospecha de oportunismo. ¿Estamos ante una contradicción sustancial? ¿En lapersona de Moro o sólo en la visión de sus intérpretes?

Opiniones y obediencia... Éste era el tema. Cuando Tomás fue llamado a la corte delrey no existía razón lógica para no aceptar la llamada. Encontró un campo de acciónadecuado y honroso para un jurista burgués acaudalado, parlamentario y funcionariomunicipal. Era natural obedecer al rey y al encargado por él de los negocios de Estado, elLord-Canciller y Cardenal Wolsey. Existe una lealtad que está por encima de lasopiniones personales, opiniones que no le estaban vedadas a Moro. Las tenía, y no pocasveces diferían de las de sus superiores. También las expresaba, en parte en clave, comoen su Utopía, en parte en privado, por carta o en conversaciones, en parte también enpúblico y en cierto modo de forma oficial. Puede que hubiese debido hacerlo con másfrecuencia e intensidad. Pero era un hombre cauteloso y ponderado, lo que no significamiedoso o indiferente. Pero distinguía entre opiniones, que por su carácter y su materiapodían ser así o de un tenor muy diferente, y certeza, cosas que tenía por seguras, pormotivos de fe o de conciencia.

En lo referente a la política exterior del Canciller, las guerras, los problemasfinancieros, de impuestos o de comercio, tenía pareceres, según los cuales en gran parterechazaba las medidas de Wolsey por considerarlas dañinas para Inglaterra. Peroconfesaba que en estos puntos también eran posibles otras opiniones, que podían ser lasválidas en la práctica. Y validez tenían los pareceres de Wolsey y no los suyos, porqueera Wolsey quien guiaba la política y no Moro. Y de la disconformidad parcial –no entodo ni siempre– no se podía sacar la consecuencia de la desobediencia en el cargo ni lanecesidad de dimitir. Moro se decía a sí mismo que no tenía que justificarse ante Diospor la política de Inglaterra, sino sólo por el cumplimiento honrado de sus deberes,limitados. Veía y afirmaba una relación interna entre competencia y responsabilidaddentro de la esfera socio-política y no creía en una responsabilidad «allround», que llevaa que cada uno quiera ser corresponsable «en general», pero no quiera ser hechoresponsable de nada concreto. Tales exigencias las hubiese considerado como presuncióny también como profundamente engañosas.

De manera distinta actuaba en los asuntos de fe: se podía discutir sobre política dealianzas o sobre impuestos, mas no sobre la doctrina de la Iglesia y la fe transmitida porlos antepasados. Eso, en opinión de Moro, ya era reprensible; en ello no veía una meraexpresión de pareceres, sino apostasía. Porque pensaba así, en unas ocasiones se nos

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presenta como un «simpatizante», en otras, como un «resistente». Como político yfuncionario podía adaptarse o hasta someterse, también en contradicción con su propioparecer. Si en ello exageraba, Dios le perdonaría. Pero como cristiano no tenía estasalida, pues ningún rey ni ningún canciller podían absolverle si, siguiéndoles acaso a ellos,renegaba de su fe. Por eso, al llegar al final de un camino recibió el collar dorado deCanciller; al fin del otro, el golpe mortal.

En lo que se refiere a su relación con Wolsey, probablemente Moro hubiera tenidoque distanciarse más de él, no aceptar beneficios y favores, posiblemente hubiese tenidoque apelar con más frecuencia o más intensidad a su conciencia. Puede ser que de vez encuando lo intentara. Probablemente sean la burla literaria y la ridiculización interiorformas de aversión demasiado leves contra vicios del género de los de Wolsey. Por otrolado, el cardenal le imponía respeto, y por eso también reconocía los méritos de Wolsey.A veces, parece haber sido capaz de verlo tal y como Dios lo había querido. Por esodebemos creer en la sinceridad de Moro cuando cierra una carta al cardenal con laaseveración: «Estaría, Mylord, muy ciego, si no reconociera, y sería muy desgraciado sialgún día olvidara, la gran merced que me concedéis: una benevolencia a la que nuncapodré corresponder más que con mi pobre oración, en la cual quiero pedir a Dios durantetoda mi vida que guarde a Vuestra Merced en honras y salud»[24].

Pero no fue a Wolsey a quien eternizó en el epitafio, sino a su amigo CuthbertTunstall. Era éste uno de esos clérigos cultos y versados en la ciencia jurídica, que, enlarga tradición, sirvieron durante siglos a los príncipes europeos como secretarios,consejeros, legados, hasta que a principios del siglo XV fueron entrando cada vez máslos seglares en estos puestos. Tunstall era cuatro años mayor que Moro, había estudiadoen Oxford, Cambridge y Padua Derecho Romano y Canónico, Teología, griego, hebreo ymatemáticas, disciplinas que dominaba a la perfección, y fue nombrado por el arzobispoWarham de Canterbury canciller del arzobispado, nada más regresar de Italia, poco antesde la subida al trono de Enrique. El rey, entre 1515 y 1529, le nombró repetidas veceslegado suyo, siendo Moro, quien probablemente le conocía ya del tiempo en Oxford, sucolega en 1515 y 1516 en los Países Bajos y en 1529 en las negociaciones de paz deCalais: Tunstall fue uno de los amigos más íntimos de Moro, posiblemente más cercano asu corazón que Erasmo.

La carrera religiosa de Tunstall iba a la par de la estima real: en 1522 fue nombradoobispo de Londres, en 1530, de Durham. Aunque en un principio también se expresó encontra de la supremacía eclesiástica de Enrique, finalmente se resignó a aceptarla, aunquea disgusto suyo. Era uno de esos hombres de la Iglesia, personalmente honrados ypiadosos, un hábil diplomático, un humanista de fino espíritu, a quien no le iban las

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alternativas duras ni las consecuencias extremas. Hecho de madera blanda y no para sermártir en el cumplimiento de su oficio. Aunque él mismo fuera completamente ortodoxo,evitaba toda crueldad en la persecución de los adictos a Lutero y hasta les ayudóindirectamente... por ingenuidad. Hizo acopio del Nuevo Testamento en la traducción deTyndale, para quemarlo, puesto que no estaba autorizada y se tenía por herética. CuandoMoro preguntó poco más tarde a un creyente de la nueva fe en un interrogatorio quiénfinanciaba a Tyndale y a sus amigos extranjeros obtuvo por respuesta: «En verdad que esel obispo de Londres quien nos ha ayudado. Nos ha dado muchísimo dinero paraejemplares del Nuevo Testamento, para quemarlos. Así ha sido nuestro único apoyo ynuestro único consuelo, y lo es hasta el día de hoy». «Sinceramente, ésa es también miopinión –replicó Moro– y así se lo dije al obispo cuando empezó a comprarlos»[25].

El afable pastor, que aún vivió el comienzo del reinado de Isabel I, pudo salvar sucabeza, pero no su libertad ni su cargo. Cuando después de la muerte de la reina María(1558) no se mostró lo suficientemente dócil a la nueva soberana y a la crecienteprotestantización, perdió su sede episcopal. Murió, como lo expresa Chambers, en«arresto leve», con ochenta y cinco años, en 1559, casi un cuarto de siglo más tarde queMoro. Ambos habían sido lumbreras de las ciencias y parecían iluminar un nuevo siglo,un siglo humano. Ambos eran representantes de la parte inglesa en el humanismoeuropeo, y ambos habían servido al rey, al país, a la Iglesia, renunciando a una vidadedicada a las ciencias y a la literatura. Ambos pertenecen a la larga lista, una lista que seextiende a través de toda la Historia de la humanidad, de hombres del intelecto noviolentos, hombres que de las maneras más diversas cayeron en el engranaje de lasluchas por el poder, pereciendo por una violencia falta de intelecto.

3.

La corta cancillería de Moro –duró sólo año y medio– es de interés más para supersona que para la Historia de Inglaterra. Sobre ésta no influyó casi nada, en el sentidode que la conformara políticamente, de forma creativa. Las palabras de Bremond, en esesentido, son engañosas. Dice Bremond: «Moro ha accedido al poder». Pero Moro, enrealidad, nunca poseyó poder. Éste correspondió desde siempre al rey, aunque alprincipio aún estuviera moderado por el Parlamento y por infinidad de consideraciones.Wolsey había administrado ese poder y se había exhibido con él como un representantemuy pretencioso y lujoso. Pero en realidad tampoco él lo tenía. Su posición nunca fuecomparable a la de un Richelieu. Y después, en lo que se refiere a la administración delpoder político real, fue reemplazado no por Moro, sino por Thomas Cromwell. Lasrazones de Enrique para confiarle a aquél el sello del Estado, pero aprovechándose deéste como técnico del poder eran patentes: necesitaba al principio un Canciller íntegro, un

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estricto jurista, fiel a la Iglesia y que ya sólo por su persona mantuviese alejada todasospecha de subversión ilegal y violenta, es decir, una figura política que le sirviese decoartada para realizar sus planes. El rey y su ambicioso ayudante Cromwell actuaban convoluntad firme. Aparte del objetivo inmediato, el «divorcio», querían conseguir un modode gobernar moderno y centralizado, según los principios de un Maquiavelo. A ambos seles entiende con bastante facilidad en sus motivos y su actuación.

Pero, ¿y Moro? Al porqué de su dimisión en 1532 se puede responder con una solafrase: no se veía en condiciones de seguir compartiendo el camino del rey, siendo haciafuera precisamente el representante de la antigua Inglaterra y de su tradición jurídica yeclesiástica. Pero muchas veces se ha planteado la pregunta: Y, ¿por qué no renunció yaen 1529 al nombramiento para un puesto que tenía que llevarle a un conflicto sinsolución, un conflicto previsible ya entonces? Conocía los deseos y los objetivos del rey,conocía las fuerzas que le respaldaban e incluso le animaban o le impulsaban, y conocíasu propia debilidad. ¿Por qué, pues, aceptó?

Ya se ha dicho que no era hombre de «decisiones preventivas», que no buscabaponerse a salvo «por si acaso», ni siquiera en lo espiritual. De su idea del deberprofesional formaba parte la convicción de que éste se ha de cumplir hasta el extremo yque sus límites no son ni las desventajas materiales ni las meras diferencias de opinión.Para él existía una sola definición del concepto, tan deteriorado hoy en día, de«inaceptable»: era sinónimo de amenaza para la salvación eterna del alma inmortal.Reconocer el cuándo y el cómo de esa amenaza no es simplemente un «asunto deconciencia», lo que suena fatalmente a cuestión de pareceres, sino ante todo Graciadivina, que mantiene en el corazón del hombre el equilibrio, infinitamente valioso ysensible, entre la conciencia subjetiva y la autoridad objetiva. Sir Thomas, a quien laGracia le concedió aquel don, no se apartó de su rey ni un solo segundo antes de tiempo,antes del «punctum extremum»; pero tampoco ni un segundo después, como fue el caso,por ejemplo, de su amigo Tunstall. Se apartó del «asunto del rey» en el primer momentoen que se lo permitieron su lealtad y su afecto a Enrique. Pero ese momento fue tambiénel más tardío posible, si se mide con el baremo de su lealtad para con la Iglesia y el Papay para su amor a Jesucristo. Hasta entonces aún tenía esperanza. Claro que Tomás erarealista, y no un ingenuo –en el sentido peyorativo de esta palabra–; bien veía lo que seaproximaba, sabía lo que le esperaba y, a pesar de todo, nunca perdió ese saber superiorde que su sentido de la realidad, su previsión, su conocer de antemano, eran al fin y alcabo saberes con limitaciones humanas, saberes que procedían de un cálculo deprobabilidades, es decir, de suposiciones. Como político sin duda era extremadamenteescéptico y prácticamente no tenía esperanzas de que el rey cambiara de opinión y deque, en lo fundamental, se alterara el rumbo. Pero como cristiano subrayaba ese«prácticamente», no estaba del todo cerrado a la esperanza, esa virtud teologal, que en él

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era indestructible e ilimitada, por mucho que la actuación que en ella se basaba tuvieralímites, por muchas barreras que hubiera para colaborar en nombre de la esperanza.Exactamente hasta aquel 15 de mayo de 1532 en que se sometieron los obispos y el reyse declaró cabeza de la Iglesia en Inglaterra, en lugar del Papa, Moro tuvo derecho aconservar la esperanza de que se diera marcha atrás en este camino y de que él pudieracolaborar en política, bajo el signo de la esperanza, sin participar, como cómplice, en ladestrucción de esa misma esperanza. A partir del 16 de mayo quedó sólo la esperanza: laesperanza de un cambio en tiempos posteriores, la esperanza de la conversión de Enriqueo de sus sucesores, la esperanza de que la devastación espiritual del pueblo inglés fuesemenos grave que el destrozo material de la Iglesia católica en Inglaterra. Mas a partir deeste día, seguir en el cargo hubiese significado complicidad. Por eso, Moro dimitió aqueldía y no otro.

El tiempo que Moro ocupó la cancillería estuvo dominado por disputas que, como lalucha contra los protestantes o el tira y afloja por el divorcio del rey, se desarrollaron«alrededor suyo», pero en las que él no era ni motor ni centro. Las disputas con Lutero,Tyndale y las nuevas doctrinas sí jugaron en su vida un papel sobresaliente –quesobrepasó la duración de su cargo–, pero él nunca dispuso del poder para intervenir en elconflicto con medios políticos o estatales. En esta lucha su papel quedó limitado a la tintay la pluma[1]. En realidad, el nuevo canciller saltó una sola vez a la palestra en temaspolíticos fundamentales y fue precisamente en el inicio de su mandato, en aquel ataqueparlamentario al Wolsey dimitido. El 18 de octubre le habían reclamado a éste el GranSello del Estado; un mes después el rey lo pone «bajo su protección», lo cual, en ciertomodo, ha de entenderse sin ironía, puesto que el derrocado necesitaba protección frentea las persecuciones y conspiraciones del clan de los Bolenas (los familiares de AnaBolena ejercían cada vez más influencia en la corte y en el Estado). Esta protección se laconcedió también su sucesor, lo que le sustraía a la venganza privada... para ponerle adisposición de la real, que venía siempre envuelta en el ropaje de procesos, por víajurídica. La inmensa fortuna que había amontonado fue confiscada para la Corona ya el30 de noviembre. Conocía a su rey lo suficiente para saber que aquello sólo era elprincipio. A pesar de ello, quizá esperara poder permanecer en la administración de suarzobispado de York, o por lo menos ser casi «olvidado» a la soledad de algunaresidencia rural. Sabemos que en marzo de 1530, el Consejo Real concede seis mil libraspara el traslado del ex-canciller a York, a las cuales el rey agregó aún mil libras de supropio «cofre» (lleno por la confiscación). Es característico del reinado de los Tudorsque la elevación y la caída frecuentemente no se anunciaban de antemano a las víctimas,sino que sin mediación alguna se sucedían actos de benevolencia y de desgracia.Precisamente esta condición le presta al reinado de Enrique VIII un carácter arbitrario y

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despótico que se fue revelando cada vez más a partir del 1530. Wolsey va de un lugar aotro, en cada uno se queda sólo corto tiempo, como un animal acosado y perseguido: desu quinta en Esher cerca de Hampton Court a la granja de Richmond, de allí haciaSouthwell, luego a Scroby, desde allí a Cawood, donde quiere hacer los últimospreparativos para la mudanza definitiva a York. Aquí es detenido en nombre del rey el 4de noviembre de 1530. El hecho de que haya intentado preparar su defensa –o quiénsabe si incluso su fuga– y que por eso haya entrado en contacto con el rey de Francia ycon el emperador Carlos I es suficiente para desencadenar un proceso por alta traición.Pero el gobernador de la Torre de Londres, que ha de recogerle en Sheffield el 22 denoviembre, se encuentra con un hombre gravemente enfermo. Aún lo llevan comopueden hasta la St. Mary’s Abbey en Leicester. Allí muere el 29 por la tarde tras haberseconfesado y recibido la absolución y la Extremaunción. Es enterrado en ese mismo lugarantes del amanecer.

Igual que años atrás con la repentina caída del duque de Buckingham, Moro tieneoportunidad de reflexionar sobre la inconstancia de la gloria terrena y del brillo mundano.¿Qué sentimientos embargarían al que hasta hacía poco había sido el favorito, mimado,lisonjeado, omnipotente, el primer hombre en Inglaterra después del rey, cuando dirigíapeticiones al duque de Norfolk o incluso a Moro, «su criatura»? ¿Cuando, cada vezmenos respetado y sabiendo que iba hacia la perdición, se trasladaba de una moradaprovisional a la siguiente? ¿Y cuando en secreto se le informaba de las palabras de suantiguo subordinado en la sesión de apertura del Parlamento?

Este Parlamento, llamado el «Parlamento de las reformas», abierto por Sir Thomasel 3 de noviembre de 1529, se reunió durante ocho legislaturas hasta abril de 1536 ysupuso el inicio de una nueva era para Inglaterra. Con él empieza la Edad Moderna en lapolítica, una edad en la que no participarían ni el espléndido príncipe de la Iglesia Wolseyni tampoco su sucesor, el modesto seglar Moro. Este Parlamento no solamente fue ellugar donde terminó la Inglaterra medieval, sino también donde brilló la carrera de Moroen su cumbre, donde la estrella de su familia estaba en el cénit, pero donde también sehicieron las leyes que le costaron la cabeza y a sus familiares en parte la vida, en parte lalibertad, el bienestar y la patria[2]. Ante este Parlamento, pues, ajustaba cuentas el nuevoCanciller con su predecesor. Tras haber aplicado –de manera bastante convencional– laimagen del «pastor y su rebaño» al rey y su pueblo, sigue: «Así como veis que en ungran rebaño de ovejas algunos animales, malos y con defectos, son separados de lasbuenas ovejas por el buen pastor, así el gran carnero que cayó recientemente actuó demanera tan pérfida, tan corrupta y tan falsa frente al rey, que todo el mundo tiene quededucir de su comportamiento que se creía que el rey no tenía bastante inteligencia parareconocer su perfidia. O que supuso que el rey no notaría sus escamoteos engañosos.

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Pero en ello se vio desengañado, puesto que la vista de Su Majestad fue tan aguda ypenetrante que lo descubrió, lo conocía por fuera y por dentro, de manera que todo erapatente para él. Se le ha deparado un ligero castigo, tal y como lo merecía... Según lavoluntad del rey, la levedad de este castigo no ha de ser un precedente para otrosculpables...»[3].

Incluso dejando de lado algunas incongruencias –¿es realmente tan «ligera» unaconfiscación de bienes, y por qué un «engaño pérfido», descrito con calificativos comolos indicados, ha merecido solamente un «castigo pequeño»?–, este discurso siempre hacausado quebraderos de cabeza y gran desazón a los biógrafos de Moro. No es posibledudar de su autenticidad, puesto que la transcripción hecha por Edward Hall, que no esun admirador sino un crítico de Moro, coincide con la más corta de Chapuys, el legadoimperial, que sí es uno de sus admiradores. «El canciller –nos relata éste– siguióenumerando los delitos del cardenal». ¿Moro, un santo de la Iglesia católica, dandopuntapiés a quien ya estaba destrozado? Todo lo que se puede decir a este respecto ya lohan expuesto testigos contemporáneos, biógrafos, antiguos o modernos, e historiadoresimparciales; a veces reprochando, casi siempre justificando a Moro. Se dice que éste aúnhabría actuado con indulgencia, teniendo en cuenta las desgracias que Wolsey habíaatraído sobre Inglaterra, la Iglesia, la reina, el alma de Enrique; que la razón de Estado ysu lealtad al rey habían exigido dos cosas: la condena del antecesor y la acentuación delpoder del soberano[4]; que el Canciller solamente había hablado ex officio, había hechode portavoz del rey, reflejando la opinión de éste y no la propia[5]; que había queridomás bien amonestar a Enrique que increpar a Wolsey. «La época en que vivía Moro erapoco caballerosa...; el buen gusto de Moro no era siempre infalible» –escribe Chambers—[6].

Todas esas razones son más o menos plausibles. Con todo, queda un restodesagradable. Moro no estaba libre de faltas. No consiguió el carretero librarse desalpicaduras de inmundicia mientras conducía su carro por las lodosas calles de la víapública, calles tan polvorientas, fangosas, llenas de agujeros y sin recubrir como las callesde su querida Inglaterra en aquellos tiempos. Pero nunca volcó su carro ni se cayó en elfango. Santidad no significa estar libre de pecados[7]. Aparte de que las debilidades deMoro difícilmente se pueden denominar pecados: son excesos ocasionales en los halagosy lisonjas, adaptación al estilo de la época y del ambiente, una cierta falta de tacto, aveces también de paciencia benévola, sobre todo frente a la incultura y a personasintelectualmente inferiores. Todo esto se iba depositando como fino polvo encima de sualma, y si se ve con tan extrema claridad es sólo porque muy luminosa es también la luzen la que se nos presenta.

En el Canciller Moro, apartado casi totalmente de la alta política y sobre todo del

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«gran asunto» del rey, del divorcio, volvió a entrar plenamente en juego el jurista Moro.Así se cerró el círculo de su actividad profesional con el oficio aprendido en lejanostiempos. El joven abogado optimista y alegre de Lincoln’s Inn se había convertido en eljuez del reino, envejecido, atribulado por grandes preocupaciones y presagios nadahalagüeños. Gran parte de su tiempo lo seguía reclamando su actividad como juez depaz, ejercida ahora en todas las comisiones del país, en Yorkshire, Bedfordshire,Buckinghamshire, Berkshire, Cornwall, Devon, Cambridgeshire, Cumberland, etc. En laCámara de la Estrella tenía que dedicarse a examinar el contenido de plata de lasmonedas acuñadas a partir de junio de 1527. Las medidas contra la difusión de escritosprotestantes y los interrogatorios y procesos contra los herejes juegan repetidas veces unimportante papel. El doble fondo de su existencia era algo que contribuía a que estuvieracansado, agotado, deseoso de retirarse del escenario público. Es verdad que el reycumplió su promesa y nunca más consultó a Moro en el asunto del divorcio, peronaturalmente el rechazo de éste no se mantuvo oculto. Cada vez que luchaba por losderechos de la reina, por parecerle que el deber y los buenos modales le obligaban a ello,se exponía a la indignación de Enrique y se creaba dificultades. Por un lado el rey insistíaen la persecución de la herejía, por el otro sometía y extorsionaba a los clérigos. En estepunto tampoco era desconocida la opinión del Canciller. Así, desde el primer día sepresentía el fin de esta cancillería. Sólo se planteaba la cuestión de si Sir Thomas lograríadimitir «con elegancia», guardando la cara y las formas hacia todos lados, sin ser metidoinmediatamente en cadenas, en la Torre de Londres... Como se desprendía del casoWolsey, esto no era tan fácil. Por todos lados acechaba peligro. Al obispo Fisher, quedurante la convocación de Canterbury se había expresado contra la supremacía realsobre la Iglesia en Inglaterra, se le intentó envenenar pocos días después en su residenciade Lambeth. Y cuán rápidamente se habría logrado instigar un proceso por alta traicióncontra Moro, si no hubiese actuado con la máxima precaución frente al legado imperial.Carlos I era al fin y al cabo sobrino de la apremiada reina Catalina, y Enriqueconsideraba que era su oponente principal, el que realmente estaba evitando la anulacióndel matrimonio por parte del Papa Clemente VII. Naturalmente, uno de los deberes delembajador Chapuys era informar puntualmente a su soberano sobre la situación enLondres y, por ello, también sobre Tomás Moro. Pero eso suponía un gran peligro,puesto que el correo diplomático no estaba seguro frente a lectores indeseados. Ya confecha de 21 de febrero de 1531, Chapuys comunica que Moro estaba tan amargado porla capitulación de los obispos que sólo pensaba en su dimisión. Y siete semanas mástarde dice que Moro se quejaba de la ceguera de los príncipes que no querían ayudar alemperador en su lucha contra los turcos[8]. Si las cartas hubiesen sido interceptadas ypresentadas a Enrique, habrían bastado para la condena del Lord-Canciller. Cuando ésterechazó la aceptación de una carta personal de Carlos V enviada por manos de Chapuys,

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y le pidió que prescindiera de una visita, sólo actuaba con prudencia, pues no queríasuicidarse ni siquiera indirectamente[9].

De este modo, Sir Thomas consiguió su obra maestra: dimitir conservando lasformas, y ser despedido por el rey con amabilidad, y hasta con risas y palmoteosaparentemente afectuosos. Un último pequeño triunfo de su «práctica política»... quetampoco es tan pequeño si se tiene en cuenta el valor incalculable que tenemos que darprecisamente a los tres años que le quedaban de vida.

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LOS HEREJES

En toda la sucesión de altos cargos y honores se comportó de manera tal que su nobleseñor nada tuvo que objetar a su servicio. Ni la nobleza le odió ni se hizo antipático alpueblo. Preocupación causó sólo a los ladrones, asesinos y herejes.

1.

Cuando Enrique VIII traspasa la supremacía del Papa sobre la Iglesia a su propiapersona, en opinión de Moro está actuando contra la ley divina. En un principio sólo enun asunto especial, definible, limitado. Por consiguiente, la reacción de Moro fueestrictamente coherente con la situación: no quiso negarse a cumplir en su totalidad losdeberes propios de un súbdito o faltar a la lealtad personal ante al rey, sino solamente no-asentir a este acto concreto. Para ello se remitía expresamente a la Tradición, a la Iglesiaen Inglaterra y a toda la cristiandad europea, es decir, a una autoridad intacta y continua,contrapuesta a la autoridad real, de la que en la historia a veces se había abusado, yprioritaria con respecto a ésta. Sobre este telón de fondo, sobre la idea que Moro teníadel servicio, de la obediencia y del orden, se ha de entender el tono de satisfacción y decontento que vibra en su alusión a su reputación pública en el epitafio. En lo sustancial,las tres frases referentes a este tema dicen toda la verdad... como todas sus palabras. Elrey de hecho nunca criticó su actividad oficial. Sir Thomas murió no por un servicio malprestado, sino por uno no prestado. Entre los grandes señores del país no tenía enemigos,es decir, no era «odioso» a nadie, al menos hasta el momento en que compuso lainscripción sepulcral. Las razones para ello ya las hemos mencionado: nadie tenía porqué temer por causa de la ambición o de las ansias de poder de Tomás Moro; nadie,pues, temía su rivalidad. Otra cosa es que tuviera o no amigos entre los Lores. ThomasHoward, duque de Norfolk, un hombre pragmático y descomplicado, con un buensentido para la obtención del propio provecho, le tenía cierta simpatía, en una relación dearisca camaradería. Cuando una vez se encontró por casualidad a Moro ayudando a Misacon roquete –lo que hacía con frecuencia en su parroquia de Chelsea–, le pareció«shocking», chocante, y se preguntaba qué diría el rey de un Lord-Canciller que hacíaalgo tan vulgar. Moro le devolvió la pelota, expresando su convicción de que al rey legustaría ver que su Canciller servía al Señor de ambos y de todos. Más tarde, Norfolkperteneció a la comisión investigadora creada con objeto de llevar a término el «casoMoro». La «obstinación» de un acusado que le resultaba simpático la consideró algo asícomo una ofensa personal. La ira algo artificial sobre este hecho le facilitó el asentir con

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buena conciencia a la condena de su antiguo compañero. Los verdaderos amigos deTomás se encontraban entre los prelados –el obispo Fisher, el obispo Tunstall– y seguroque quedaban incluidos en la palabra «nobiles» que utilizaba.

Poseemos múltiples testimonios de la popularidad de Moro. Se deduce del grannúmero de cargos honoríficos y de confianza para los que le nombraron susconciudadanos londinenses, y especialmente sus colegas y los representantes decorporaciones y gremios. Se desprende de los testimonios y recuerdos incluso de susadversarios, por ejemplo, de la crónica de Edward Halls. Queda atestiguado por el ricotesoro de anécdotas y, en último término, por el drama elisabetiano «Sir Thomas More»,que ilustra la popularidad de su héroe aun decenios después de su muerte. El anónimoautor del drama presenta en la escena final a Moro camino de la ejecución; se leaproxima una mujer con la súplica de que le devuelva importantes documentos que Morotiene en depósito y sin los cuales estaría arruinada. Moro le contesta: «¿Qué haces aquí,mi antigua cliente? ¡Pobre criatura ingenua! Es verdad, lo he de confesar, que tenía esospapeles que tanto te interesan. Pero el rey ha tomado el asunto en sus propias manos yposee todo lo que yo tenía. Presenta, pues, tus quejas, mujer, a él. Yo no te puedoayudar. Has de sufrir conmigo»[1]. Estas frases, aparentemente tan insignificantes,iluminan a Moro como con un «flash» repentino; no se enfada por ser molestado conasuntillos de su profesión... en aquel momento. Y ese tono, con su poco de humorbondadoso y triste: pobre criatura, toma tan en serio su persona y su asunto, que no ve alcondenado a muerte, sino sólo al señor juez... y que no le causen problemas. Pobrecriatura. La respuesta es amable, de gran naturalidad, que así hablaría siempre con lamujer. Y, además, es concreta y jurídicamente correcta, aun ahora, a pocos metros delpatíbulo, cuando su alma tiene ansias sólo de Dios. Sí, se acuerda de los documentos.Están en manos del rey, junto con todos sus bienes confiscados. Ya no es él el juezcompetente, se ha de dirigir al rey. Y luego ese maravilloso: «Thou must bear with me.»

Esta escena no es inventada; también nos la narra la crónica de Hall, como ejemplodel cinismo de Moro. Contestando a la súplica de la mujer de que se ocupe de que ledevolvieran su comprobantes, al parecer ciertos títulos de posesiones, dice aquí SirThomas: «Pero mujer, tened un poco de paciencia, pues el rey es tan bueno conmigoque en menos de media hora me dispensará de todo negocio y os ayudará personalmen-te»[2]. Hall no comprendió que Tomás hablaba en serio de la bondad de Enrique, quienle hacía llegar a la meta que desde hacía tiempo ansiaba por un camino corto yrelativamente suave. Pero a esta versión le falta aquella profunda y sutil comprensión dela debilidad humana que caracteriza el drama. «Has de sufrir conmigo»: esto no es unaburla que pretenda subrayar la insignificancia del sufrimiento de la mujer comparado conel propio. Es la compasión, sonriente y con lágrimas a la vez, de un hombre que, aunquefísicamente todavía haya de padecer, ya ha superado el sufrimiento, ya es vencedor. Es

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la compasión con una pobre cristiana que no es capaz de compasión con un tú que estámuy cerca, ante sus ojos, porque ella está absolutamente enzarzada en sus pequeñaspreocupaciones, relacionadas sólo con su yo y que por eso sufre, de verdad, por supropia persona y sus preocupaciones cotidianas. Precisamente esta comprensión de la«poor silling wretch», comprensión enteramente sincera, libre de toda vanidad, libera aaquella infeliz de su egocéntrico endurecimiento: «Tengo compasión de Vos desde lo másprofundo del alma, noble señor, que mejor amigo sois de quien infeliz y pobrellaman»[3].

Con estas últimas palabras de la mujer, los autores elisabetianos han escrito la másbella necrología de Sir Thomas. Y lo que años después dicen los comediantes, dandotestimonio de la popularidad de Tomás, es lo que en aquellos tiempos, cuando aún latía«the gentle heart», la gente cantaba por las calles:

«When More some time had Chancellor been,No more suits did remain;The like will never more be seenTill More be there again».

2.

La frase o más exactamente la parte de frase más difícil del epitafio –y, según laopinión de Prada, al mismo tiempo la única justificación de la inscripción sepulcral– reza:«furibus autem, homicidis haereticisque molestus», lo cual significa tanto como «resultómolesto a los ladrones, asesinos y herejes». Ya Erasmo aconsejó a Tomás omitir estepasaje y, como si hubiera un acuerdo tácito entre los biógrafos, desde hace tiempo pasanpor encima de este aspecto de la vida, el actuar y la personalidad de Tomás Moro. En unhumanista tan amable y admirable es como si quisiéramos recubrir todo aquello que leconvertiría en un trastorno ante el panorama sincretista de nuestros días. Estamos aquíante el problema principal en una biografía moderna de Tomás Moro, un problema parael que no hay una solución que sea plenamente satisfactoria. Tomás Moro fue hasta lamédula un «homo religiosus». Pero su religiosidad no se limitó al ámbito personal,interno, de Misa, oración, vida de familia y obras de caridad, sino que impregnó toda launidad de su vida, también de su vida pública como juez, político, estadista y escritor.Mientras el Rey y el Gobierno defendieron como cuestión de Estado la fe católica yconsideraron la lucha contra ella como un factor político, Moro, ex officio, tuvo que vercon la persecución de la herejía y de los herejes. Además, por sus cualidades y suprestigio como escritor, por su fama en la opinión pública y por sus convicciones, sesintió obligado a adoptar una postura clara en la lucha por la fe.

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Erasmo, a quien se le planteaban problemas muy similares, no se puede decir que sealegrara de que su buen amigo londinense defendiera expressis verbis la persecución delos herejes, que a los ojos de Erasmo era una toma de partido por motivos políticos;tampoco le resultaría simpática la forma en que se expresaba en el epitafio, donde seindicaba una línea ascendente: ladrones, asesinos, herejes. Para Tomás era una líneaclara: delitos contra la propiedad, delitos contra la vida, delitos contra la vida eterna. Estaparte, «escandalosa», en 1630 (como toda la inscripción) ya casi no se podía leer. Hoyen día, en el lugar de la palabra «HAERETICISQUE» sólo brilla un agujero negro. Enuna carta a Erasmo, Tomás Moro explicó la importancia que para él tenía el epitafio ypor qué se empeñaba en mantener la parte que Erasmo criticaba: «Algunos dicharacherosdifunden aquí el rumor de que yo me habría visto obligado a dimitir de mi cargoinvoluntariamente, pero callando esa circunstancia. Por eso no dudé, cuando me puse apreparar mi tumba, en recoger en la inscripción sepulcral una explicación pública de loshechos, posibilitando así a cualquiera su refutación, si es que puede. En cuanto aquellaspersonas vieron la inscripción, la llamaron “vanidosa”, puesto que no podían negar queera veraz. Mas prefiero este reproche a dicho rumor... no por razones egoístas, que no ledoy gran importancia a lo que los hombres dicen, mientras esté seguro de la conformidadde Dios. Pero tras haber compuesto en inglés varios escritos de controversia paradefender la fe contra algunos compatriotas que propugnan ideas bastante absurdas, tengopor mi obligación conservar la integridad de mi reputación... Verdad es que el rey variasveces ha hecho declaraciones sobre ello, algunas en privado y dos en público. Me davergüenza contarlo: Con ocasión de la toma de posesión de mi excelente sucesor (LordThomas Audeley), el rey hizo que el noble duque de Norfolk, Canciller del Tesoro deInglaterra, (hablara en su nombre y) declarara en público que sólo muy a disgusto habíaaceptado mi dimisión. Pero no contento con esta extraordinaria prueba de simpatía, hizorepetir mucho más tarde la misma declaración, esta vez por boca de mi sucesor, estandoel rey presente; fue durante la sesión solemne de la Cámara de los Lores con ocasión dela apertura del Parlamento... En lo que se refiere a la observación de mi inscripciónsepulcral de que fui molesto a los herejes, la he escrito con ardor. Encuentro tanrepugnante a esta clase de gente que quiero serles, mientras no cambien de opinión, tanodioso como sea posible. Mi creciente experiencia con ellos me hace temblar ante elpensamiento de lo mucho que el mundo aún padecerá por su causa»[1].

Para Moro, las ideas básicas del movimiento religioso protestante eran tanescandalosas que, de imponerse y triunfar, resultaría una catástrofe de grandesdimensiones para la humanidad. No necesitaba de Lutero o de su seguidor inglés Tyndalepara darse cuenta de cuáles eran los principios y las ideas básicas. Al fin y al cabo,

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Inglaterra había tenido hacía ya más de ciento cincuenta años a John Wyclif y, después,el movimiento de los lolardos, en una continuidad en la evolución del «apartamiento deRoma» y –con eso– también del «apartamiento de la fe cristiana de los antepasados»:esto saltaba a la vista, se admitiera o no. Cuando Lutero prestó su palabra, su voz y suacción a los más diversos deseos y esperanzas no sólo de índole religiosa, y lo hizo consu típica manera vital, apasionada, llegando a los corazones y descargando emociones,con demagogia y ante todo con grandilocuencia, cuando esto hacía Lutero ya todo loesencial de su doctrina había sido pensado, puesto por escrito y predicado. Esto es algoque uno constata, una y otra vez, con sorpresa. En cuanto a la «originalidad» de supredicación, Lutero fue sólo un compilador. Pero cumplió la misión de condensar todaslas teorías e interpretaciones teológicas, los resentimientos antieclesiales y anticlericales,cosas todas que hasta entonces habían bullido en dimensiones limitadas en el tiempo ysólo en regiones concretas, y de provocar, con aquella mezcla y en el crisol político ysocio-económico de su época, una explosión, revolucionaria, que nos hemosacostumbrado a llamar, de manera algo arbitraria, la «Reforma» protestante.

Para comprender la situación en Inglaterra hemos de volver la mirada atrás, haciaWyclif. Su vida, su ambiente, su carrera, la situación política y social del país, lasituación de la Iglesia, todo ello está bien estudiado. Vivió de 1320 a 1384, fue profesorde teología en Oxford, más tarde párroco en Lutterworth, donde pudo morir en paz, sinpersecución por parte de la jurisdicción estatal o eclesiástica. Tenía protectorespoderosos, y su crítica al Papado y a la voluntaria sumisión de Inglaterra bajo aquélhalagaba el sentido nacional, entonces en un proceso de fortalecimiento. La crítica a lasriquezas de la Iglesia gustaba ante todo a aquellos que sabían aunar el deseo de que laIglesia viviera la «pobreza exigida por Jesucristo» con el ansia de enriquecimientopersonal, de tal manera que ésta quedaba santificada por aquél. También conocemos laevolución intelectual de este hombre, quien en el curso de los años se fue caracterizandocada vez más por la pérdida de medida, de autolimitación y de capacidad de ponerse unfreno a sí mismo. El oponerse a la politización del Papado, a la corrupción, al sistema definanciación en Avignon es comprensible y en buena parte está justificado. Wyclifopinaba que el poder y la propiedad estaban ligados sólo a la «legalidad». Aquí el asuntoempieza a ponerse peligroso, puesto que el poder, la propiedad y sobre todo la ley y lalegalidad y sus mutuas relaciones son mucho más complicadas de lo que pensaba elmalhumorado profesor; pero, al fin y al cabo, son temas discutibles. La exigencia de unapobreza cristiana al modo «primitivo», que nunca falta donde se habla de reforma, estáen perfecto orden; es una de esas exigencias que son excelentes cuando se viven, yconvencen por el ejemplo, no por la retórica. En caso contrario se acercan funestamentea la envidia y la codicia, o son testimonio de un celo amargo, que siempre da origen a un

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clima prerrevolucionario. Los siguientes pasos en su pensamiento y en sus escritos los diocon una actitud general de querer cambiarlo todo, una actitud en que ya no es posiblediferenciar los motivos leales de los desleales, la piedad del afán de prestigio, eldesconocimiento del mundo de las ganas de pelearse. Wyclif era una de esas personasque empiezan a limpiar una esquina sucia en la fachada de una catedral y después se dancuenta de que la fachada entera está sucia y, además, decorada con mal gusto. Por eso,tendría más sentido renovarlo todo, «devolverlo a su estado original» o, todavía mejor:derribar todo el edificio, puesto que en realidad bastaría con una pequeña capilla. ¿Paraqué aquellas pomposas torres, todos los altares decorados con oro y joyas, losmausoleos, las imágenes de los santos? ¿No sería mejor repartir todos esos tesoros entrelos pobres? ¿Es que se necesitan catedrales presuntuosas? ¿Acaso no se puede invocar aDios bajo el cielo libre? ¿Hacen falta prelados y papas? Y, al final, ¿es que es necesarioinvocar a Dios? ¿No basta con hacer obras buenas? Y no faltaría quien acabara diciendoque ni eso es necesario, pues en el fondo, todo está decidido y predestinado. Y despuésvendrán quienes creen que todo eso son discusiones sin sentido. Porque, ¿es posibleconocer a Dios? Y, al fin y al cabo, que exista o no, qué mas da: el hombre tiene que sersu propio dios.

Wyclif había anticipado todo como en miniatura: en 1366 defendió la denegación deltributo feudal inglés al Papa, tres años después el gravamen de los bienes de la Iglesia porparte de la Corona. Eso gustaba a la gente y fortalecía la idiosincracia inglesa, sobre todola de los laicos. Y Wyclif podía estar seguro de seguir gozando de esa simpatía durantelos años siguientes, si apuntaba contra la degeneración moral del clero, el materialismo yla secularización de la Iglesia en general y, más en concreto, de los conventos. Eransituaciones penosas que no las estaba inventando Wyclif, sino que existían realmente. Elhecho de que Gregorio IX condenara en 1377 un gran número de tesis del escritowyclifiano «De civili dominio» no sirvió de nada, antes bien aumentó su popularidad. Yya no se quedó en la crítica objetiva, justificada en buena parte; pasó de la limpieza a larenovación y luego al derribo del edificio, de quejas «nacionales» desde Inglaterra aproyectos de reforma general de la Iglesia y al desguace teológico completo. Autoridadúnica de la Sagrada Escritura; reprobación del primado en la Iglesia, del poder delsacerdote para perdonar pecados, de la confesión auricular, del Sacramento de laPenitencia; fuera con el celibato, con el monacato, y, también –tenía que ser así, enconsecuencia– con la transubstanciación, con la Eucaristía. La Iglesia: Comunióninvisible de los predestinados a la gloria desde la eternidad. El Papa: el anticristo. Y asícomo Lutero dio a su pueblo la traducción de la Escritura al idioma nacional, Wyclif editósu Nuevo Testamento inglés en 1383. Anticipando el curso de la gran «Reforma» en elsiglo XVI, los predicadores difundían las nuevas doctrinas por todo el país. Aunque en

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aquel momento aún se consiguió controlar esta prerrevolución antirromana y anticatólica.Pero casi todos sus ingredientes se unieron menos de ciento cincuenta años después enuna revolución triunfante: la que empezó en Wittenberg. «Es ley de toda sublevación –escribe Reinhold Schneider– pasar de situaciones que necesitan un cambio, situacionesperfectamente atacables, a la sustancia y a la forma, que son de un nivel superior a lassituaciones y que por eso no pueden ser explicadas partiendo de éstas. También Wyclifempezó intentando cambiar situaciones y terminó rompiendo la forma»[2].

3.

Moro sabía, pues, perfectamente de lo que se trataba: de que el wyclifismo,aparentemente muerto, estaba resucitando bajo la forma del movimiento luterano, y estavez, además, como levantamiento en toda Europa y con un gran espíritu de liberaciónespiritual, nacional, social; al menos eso parecía. Su difusión se realizó a través defolletos y libros. Muchas veces se ha dicho que la invención de la imprenta fue un factordecisivo para el triunfo del protestantismo. Los mercaderes y comerciantes, losestudiantes, la correspondencia entre los intelectuales: todo contribuyó a que la difusiónse realizara con una rapidez asombrosa. Cuando en 1523 Tomás Moro editó suResponsio ad Lutherum, aquel escrito de defensa por encargo de su rey, Inglaterra aúnestaba poco afectada por la nueva doctrina, que en Alemania se propagaba como unreguero de pólvora. Los «intelectuales», eso sí, conocían los escritos de Lutero desdehacía tiempo. El editor e impresor Froben comunicaba a principios de 1519 a Lutero quehabía suministrado a Francia y España seiscientos ejemplares de la edición de sus obras,publicada en 1518 (impresa en Basilea precisamente un mes antes de la reedición de laUtopía de Moro) y que otros ejemplares habían ido hacia Brabante e Inglaterra[1].Erasmo felicitó al Dr. Martinus Luther porque la gente importante del reino leía susescritos. No hay contradicción entre la afirmación, que aparece en algunas fuentes, deque ya en 1520 los libros de Lutero «pasaban en gran número de mano en mano» entrelos ingleses y el hecho probado de que el librero John Donne de Oxford vendía esemismo año sólo seis ejemplares del escrito De potestate Papae de Lutero y dos de susobras completas. Tenía razón Erasmo cuando afirmaba que los libros de Lutero sepodían sacar de las bibliotecas pero no de las mentes de las personas; aún así, el gobiernohizo bastantes esfuerzos para aniquilar al menos los libros, que por ejemplo enCambridge, centro del luteranismo inglés, se quemaron. Y aunque Wolsey –para ejercerpresión sobre Roma– afirmara en 1521 que no tenía poder alguno para proceder contralos escritos de Lutero, sí prohibió su importación a Inglaterra. El 12 de mayo de esemismo año tuvo lugar, tras una predicación del obispo Fisher, una ceremonia de quemade libros, con la que sobre todo se quería demostrar una nueva alianza entre Inglaterra, el

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Emperador y el Papa, y también una manifestación crítica contra Francisco I de Francia.Enrique VIII amonestó categóricamente a su nuevo amigo Carlos I para que procedieracontra la «pestilencia luterana», y él mismo escribió el ya mencionado libro contra el«maestro de herejes». Éste rechazó el ataque; y Fisher y Moro fueron los encargados deredactar la Vindicatio Henrici VIII a calumniis Lutheri, la «Defensa de Enrique VIIIcontra las calumnias de Lutero», el primer escrito extenso de controversia de SirThomas.

Si hoy en día, en una época en que preguntas del tipo de la que sigue no son muypopulares, se inquiriera cuáles son las diferencias entre la confesión católica y laprotestante, algunos –los que van más allá de las meras exterioridades– sacarían acolación la fórmula de la «sola Scriptura», es decir, que para Lutero y todos sussucesores y «modificadores», la Sagrada Escritura es fundamento único y autoridadmáxima de la religión cristiana y de la Iglesia. La Escritura en sí, no la Iglesia, es la últimay suprema autoridad.

El editor de la Responsio de Moro en la Yale Edition, John M. Headley, escribe:«Lutero entiende por “sola scriptura” bastante más de lo que pudiera parecer en unprincipio; pero este hecho sus oponentes del año 1523 lo desconocían. La mejordefinición de “autoridad máxima”, en opinión de Lutero, sería “palabra de Dios”,expresión con la que se refiere a la eterna proclamación divina de la Buena Nueva, quese deduciría de las formas históricas de la Iglesia y de los Sacramentos, pero ante todo dela Escritura. Por eso no se le hace justicia a Lutero si se estudia su principio de laautoridad sólo dentro de los límites de la expresión “sola scriptura”»[2]. Esto, que suenaa una justificación de Lutero, en realidad contiene un duro reproche. Pues la cita llevanecesariamente a la conclusión de que Lutero, en la teoría, reconocía como «palabra deDios» la Escritura y los Sacramentos y la evolución histórica de la Iglesia, es decir, laexplicación de la doctrina de la fe y su comprensión en el tiempo, en la historia; pero nolas reconocía en la realidad, tal y como efectivamente se habían dado durante milenio ymedio, desde la Resurrección de Jesucristo. Esto significaría que la «scriptura» no sehabía entendido rectamente, según la voluntad de Dios, o incluso que había sidointerpretada intencionadamente de manera errónea. Por consiguiente, significaría que laIglesia fundada por Cristo era capaz de equivocarse y de caer de manera grave, y quepor eso no existía ninguna garantía firme y eterna para la transmisión auténtica de laverdad.

Significaría además o que la salvación de las almas no estaba garantizada dentro de laIglesia o que también se podía alcanzar la salvación creyendo fiel y subjetivamente encontenidos objetivamente erróneos, proclamados por la Iglesia «oficial», por el Papa ylos Concilios. Y significaba aún mucho más: si en el transcurso del tiempo habíanarraigado interpretaciones falsas de la obra y de la voluntad salvíficas de Jesús,

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reducciones y añadidos causados por la distancia cada vez mayor con respecto a su vidaterrenal, había que retornar al momento en que habían comenzado las distorsiones. Peroal intentarlo se veía que –si como punto de comparación se tomaba la «comunidadcristiana primitiva»– no existía ese momento concreto, sino que en un siglo determinadose podía registrar un cambio; en otro momento, una modificación diferente, y en untercer siglo, otra más. Así, el camino de la Iglesia durante siglos se podía ir subsumiendobajo los epígrafes de «correcto» e «incorrecto», «verdadero» y «falso», con evolucionesa través de Papas y Concilios, con cambios que había que aceptar o rechazar. Si estofuera verdad, el Espíritu Santo no habría dirigido la Iglesia, la Iglesia visible, el cuerpo deCristo, la cristiandad europea, sino sólo a algunos creyentes. Y luego, después de más demil años de algo «medio correcto» y «medio incorrecto», Dios habría mandado al doctorMartín Lutero para definir qué es «correcto» y qué «incorrecto», para reparar la Iglesia,la comunidad de Cristo, tal y como Él la había querido y la había fundado y tal comohabía sido en los primeros tiempos. «Biblia y Tradición» se vieron sustituidas por «Bibliay Lutero». «Palabra de Dios» era el Evangelio más la palabra de Lutero. El propioreformador fue testigo de la tragedia de su «exageración» (recordemos la imagen de loque comienza como limpieza de una fachada y acaba como empresa de demolición).Tampoco ahora la Escritura se interpretaba sola, sino que, por así decir, del «monopoliointerpretatorio» del oficio de pastor, de Pedro y de los Concilios, se pasó a laarbitrariedad de los teólogos. Zwinglio, Knox, Calvino comprendieron el mensaje bíblico–en parte incluso en puntos fundamentales– de manera distinta a Lutero y por esoenseñaron en parte una fe distinta... con las mismas pretensiones de autoridad que noaceptaban en la «antigua Iglesia», en Roma, en el Papa y los Obispos.

Para Tomás Moro, el Amor de Dios, que había salvado al hombre a través de laEncarnación del Verbo, de la Crucifixión y Resurrección de Jesucristo, incluía también lagarantía absoluta de que el hombre puede encontrar a Dios y llegar a Él; e incluía laautoridad, garantía de la salvación. Portadora y sede de esta autoridad es la Iglesiahistórica, real, como explica en el primer libro de su «Responsio». En este contexto,Moro aduce el testimonio de que la tradición oral existía ya antes de la redacción de losEvangelios, que no se realizó inmediatamente. Aquélla fue, pues, primero. Algunostestigos o testigos de testigos, escogidos por Dios, anotaron, bajo la inspiración delEspíritu Santo, la vida de Cristo. Esto era necesario, puesto que se acercaba el día en elque ya no viviría nadie de los que habían tenido una relación personal con uno de losprimeros testigos. Todo esto es tan natural, también desde una perspectiva meramentehumana, que para Tomás supondría una tortura el tener que repetirlo continuamente.También la constatación de que no todo lo referente a la vida terrenal de Jesucristoquedó anotado –«no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir» (Jn 21,

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25)–, es una banalidad. Pero con absoluta seguridad se ha fijado por escrito todo lonecesario para nuestra salvación. Esto a su vez no significa que con la composición delos textos evangélicos y su aprobación canónica hubiese terminado la tradición oral y quesólo hubiese sido válida la palabra escrita. Es un hecho que la «aprobación canónica», lasdoctrinas dogmáticas de los Concilios, e incluso la calidad textual y la traducción (esdecir, asuntos filológicos) existían –como proceso de la Historia y de la Salvación– antes,a la vez y después de la fijación por escrito. Por eso, ni la «sola scriptura» ni la Tradicióny el Magisterio son la verdadera y última autoridad, sino el Espíritu Santo, fuente deinspiración de todas ellas, y que escribe en los corazones: «Saxeae tabulae protinusfractae sunt: ligneae duravere diu: in corde vero quod scripsit: duravit indelebile. In cordeigitur, in ecclesia Christi, manet inscriptum verum evangelium Christi: quod ibi scriptumest ante libros evangelistarum omnium»[3].

Quienes querían reformar la Iglesia y quienes la defendían, en el fondo estabandilucidando una cuestión: ¿qué en ella es divino y eternamente válido, y qué es solamentehumano y temporal? Esta pregunta afectaba a la sustancia de la Iglesia: ¿había sidoquerida como algo igualitario, sin «estados» especiales, es decir, sin sacerdocioministerial, sin jerarquía, sin monacato? El sacerdocio ministerial, que por la ordenacióndestaca a algunos de entre la totalidad de los creyentes, y –dentro del sacerdocio– elepiscopado en su sentido estricto, como sucesión de los apóstoles, y el oficio de Pedrocomo representación real de Cristo en el mundo, ¿eran solamente «evolucioneshistóricas», prácticas de poder, desconocimiento de las intenciones de Jesucristo,malentendidos teológicos, en una palabra: un desarrollo equivocado? Esta pregunta, ensus consecuencias, afectaba también a las expresiones de la vida de la Iglesia; empezandocon las indulgencias, el culto de los santos y las reliquias, las peregrinaciones, todo eltesoro de la devoción sacerdotal, monástica y popular, y la devoción a María y hasta losSacramentos. Las respuestas a todas estas preguntas dependen de que como legitimacióndivina se admita sólo la Escritura o también la tradición oral y la evolución histórica. Yaunque se adoptara la primera postura, no se ganaría nada: pues de la Escritura sepueden deducir concepciones diferentes. Para unos (por ejemplo para el editor de laResponsio, Headley) «la doctrina de la Trinidad y de la perpetua virginidad de María noestán fijadas en la Sagrada Escritura»[4]; para otros, sí. Para Lutero carecían designificado no sólo el culto de los santos, el papado o los votos de los monjes; también acuatro, más tarde a cinco, de los siete sacramentos les faltaba la fundamentación bíblica,mientras que Moro la veía dada por completo[5]. Es evidente que estamos en un callejónsin salida. El hecho de que se puedan comprender de manera contradictoria la RevelaciónDivina, la autoridad, la Iglesia con todo lo que de ello se desprende, y el hecho de quedesde un principio realmente se hayan comprendido de maneras diferentes, es parte de la

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Cruz de Cristo a la que está clavada la cristiandad.

Al final del primer libro en la primera versión de la Responsio, en la llamada «versiónde Baravellus», Tomás Moro resalta los cuatro postulados que Lutero tendría queaceptar en caso de querer seguir llamándose cristiano católico: «1. Se ha de creer en laSagrada Escritura; 2. hay cosas dichas, hechas y enseñadas por Dios que no han sidoescritas; 3. por estar gobernada por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene poder para distinguirlas revelaciones de Dios de las tradiciones de los hombres; 4. respecto a la interpretaciónde la Sagrada Escritura hay que seguir el juicio de los Padres de la Iglesia»[6]. En elmomento en que Tomás Moro escribía estas palabras, ya no había una única lectura nisiquiera de una de estas frases; no había salida para las divergencias fundamentales. Ellibro segundo, que trata cuestiones secundarias, como por ejemplo (un tema que agitabamucho los espíritus) si se debía dar la Comunión bajo las dos especies o sólo bajo la delpan, contiene –de forma casi escondida– pólvora de otro tipo. La cuestión subyacente es:¿De qué forma están relacionadas la ley y la conciencia, la ley y la salvación? En suescrito sobre la Cautividad babilónica de la Iglesia, Lutero había defendido la opiniónde que la sabiduría del derecho divino, que vendría a añadirse a la razón natural, hacíainnecesarias o incluso perniciosas las leyes escritas. Según él, la caridad cristiana nonecesitaba leyes. No hay duda de que el reformador no tenía suficientemente en cuentala naturaleza y la situación reales del hombre sobre la tierra, que –como mucho– seesfuerza por vivir la caridad cristiana, pero que, en lo que respecta a su salvación eterna,depende plenamente de la Gracia. Su esfuerzo no es sino algo fragmentario. Le estávedada sobre todo la conjunción divina de justicia y amor. La convivencia de personas,cuya caridad fraterna está poco desarrollada y carece de fuerza ordenadora, necesitaleyes civiles y eclesiásticas, leyes que la protejan de la anarquía y del despotismo. No sedio cuenta Lutero de que el sistema humano de leyes es también expresión del Amor deDios, que sabe qué necesitamos en este mundo para compensar nuestra debilidad. Poreso, tanto los movimientos antilegalistas, contrarios a toda autoridad, como un rigorismoautoritarista o un dirigismo estatalista han podido referirse a Lutero como autoridad. Sevio esto incluso en vida suya. A lo largo de su evolución contribuyó tanto a la liberacióncomo a la opresión de fuerzas anarquistas. Su doctrina –malinterpretada o no– animó alos súbditos a alzarse contra los príncipes. Pero cuando, aterrado, vio las consecuencias,Lutero animó a los príncipes a restablecer sin perdón «la disciplina y el orden». Surelación para con la política, el poder, el Estado, fue versátil, desequilibrada, y más tardeincluso fueron a más los rasgos de ocasionalismo y cálculo, pero también de ingenuidad.El joven Lutero fue un religioso revolucionario que no se asustaba si su revolucióntrascendía al ámbito profano. El viejo Lutero se había convertido en una autoridadreligiosa, instalada bajo la protección del poder profano.

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Tomás Moro, que había sido juez durante largos años y que por su rectitud personal,su respeto a las personas y su sentido natural de la justicia hubiese sido capaz de juzgarcon el solo criterio de una conciencia y un corazón con sentido cristiano, veía en lasleyes, ya fuesen de derecho canónico, romano o consuetudinario, la protecciónimprescindible contra la arbitrariedad, el esqueleto que ofrecía ayuda a la humanadeficiencia de cada uno. No quería saber nada de «jueces de paz» que administraranjusticia basándose solamente en sus conocimientos bíblicos o en su vida e ideasreligiosas. «Si borráis las leyes –escribía en su Responsio– y dejáis todo al criterio de losjueces de paz, o no mandarán ni prohibirán nada, con lo que serían inútiles, o gobernaránsegún su carácter, y perseguirán todo lo que les venga en gana en cada momento, yentonces el pueblo no será más libre, antes bien se encontrará en peores condiciones,porque no habrá de obedecer a leyes, sino a caprichos, que cambian de un día para otro.Y esto pasará incluso con los mejores jueces»[7]. En cuanto a los campos sometidos alas leyes, Moro no diferenciaba entre «secular» y «religioso». Encontraba absurdo negaro prohibir a la Iglesia el derecho a una legislación que pusiera orden en su propio ámbito,en la vida ordinaria y en el culto. En aquel tiempo aún no dedicaba su atención alproblema de las atribuciones dentro de la Iglesia, y en especial al primado del Papa.Resulta difícil comprender la disputa sobre el legalismo entre Lutero y Moro. «Luteronegaba con gran vehemencia el legalismo en la teología», observa Headley[8]. ¿Quésignifica esto? Es sabido y no necesita ser resaltado específicamente que Jesucristo nohabía anulado «la ley», sino que le había dado cumplimiento a través de la obra salvíficade la Redención; por ello, en el Nuevo Testamento el concepto de «ley» posee, enrelación con la salvación del alma, un sentido nuevo, más profundo y más amplio que enel Antiguo Testamento. ¿Qué era, pues, lo que rechazaba Lutero? ¿La dogmatización delos contenidos esenciales de la fe? ¿Consideraba que los dogmas, que afirmaban ydefendían la naturaleza del Dios-Hombre Jesucristo o de la Trinidad, en una palabra, loscontenidos fundamentales de la fe, eran «leyes»? ¿O es que con «leyes» asociabasolamente fijaciones jurídicas, administrativas, disciplinarias? Si se tiene en cuenta quelas confesiones reformadas fueron dogmatizadas y «legalizadas» muy pronto, en parteaún en vida de Lutero (sin eso, hubiese sido imposible mantener una comunidad, y enespecial una comunidad religiosa, en las circunstancias de nuestro mundo), se llega a laconclusión de que el problema no es el legalismo en sí, sino –una y otra vez lo mismo– la«auctoritas» de la Iglesia para imponer leyes. Pero con ello sólo hemos vuelto al mismopunto de partida. Tomás Moro apoyaba la convicción de que los sucesores de Pedro ylos de los apóstoles poseen esta competencia legislativa: la poseyeron en tiempos y laseguían poseyendo, en la actualidad y en el futuro, y que el Espíritu Santo, el verdaderoLegislador, se sirve de ellos. Y esto, en su opinión, es así para las leyes doctrinalesperennes, los dogmas, y para las leyes formales, que cambian en el curso de la Historia.

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Lutero, por el contrario, ponía en duda no sólo esta fuente de legislación, sino tambiénlas leyes que hasta entonces habían sido válidas, las «leges credendi» y las «legesorandi». Al impugnar la fiabilidad del Papa y de los Concilios en cuestiones de fe, no sóloasestó –si se ve con perspectiva histórica– un inmenso golpe contra el edificio de laIglesia en todo el occidente –con sus más de mil años de antigüedad–, sino que tambiénplanteó implícitamente la pregunta de si podía existir una fe sin yerro y –caso de que elEspíritu Santo pudiese darse a conocer– cómo lo hacía de manera verificable.

En último término no se trataba de la defensa de Enrique VIII ni del rechazo deLutero, ni de una lucha del día, sino de la sustancia de la Iglesia. Tomás tuvo quereconocer la imposibilidad de que, si se le refutaba, Lutero revisara sus opiniones. Ytambién tuvo que reconocer que era imposible parar toda la evolución que se había dadoa partir de 1517, pero que en el fondo existía desde hacía mucho más tiempo. Ahora sólose trataba de aclarar la propia posición, que era también la de la «iglesia de siempre».Éste es el fin de la segunda versión de la Responsio, la llamada «versión de Rosseus».Obedeciendo a la moda de aquellos tiempos, el contenido prefiere presentarse en formade correspondencia o conversación fingida. Así, en el caso de Baravellus, Moro se cubrecon el disfraz de estudiante en una universidad española. La acción se desarrolla en sutotalidad en España, lo cual le presta una cierta distancia, a pesar del carácter subjetivo ypolémico del libro. En el caso del «Rosseus», el autor se nos presenta como humanista,diplomático y teólogo, todo un inglés que dispone de buenas relaciones con las fuentes deinformación en el continente. No quiero profundizar en los esfuerzos de los eruditos paraidentificar al español Ferdinandus Baravellus y al inglés Guilelmus Rosseus con personasreales[9]. Siempre será interesante, quizá incluso importante desde el punto de vistafilológico-literario comprobar las fuentes, las influencias, los informes que constituyen elfondo para una obra, conocer las circunstancias de su origen y su autor. Naturalmente,Moro se basa en afirmaciones del propio Lutero, pero también en opiniones sobre él ysobre el movimiento reformador en conjunto y sobre los acontecimientos en Alemania.La correspondencia con Erasmo y Konrad Goclenius (Konrad Wackers, tambiénGockelen o van Gockel); las misiones diplomáticas al continente en 1520 y 1521, laposición de Moro como secretario real y la gran riqueza de informaciones de quedisponía la corte, los informes del padre franciscano Thomas Murner de Estrasburgo,que visitó Inglaterra en 1523, todo ello hacía de Moro un contemporáneoextraordinariamente bien informado. Ahora bien, el proceso de transformar lasinformaciones en conocimientos es consecuencia de su propio esfuerzo.

Sólo cuando Lutero empezó a atacar de manera fundamental y general a la Iglesia talcomo había sido y se había entendido desde hacía más de mil años, Tomás se vioobligado a reflexionar intensamente sobre un tema que hasta entonces, lo mismo que a

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incontables cristianos, le había sido natural y no le planteaba dudas básicas: la fundacióndivina de la autoridad papal. Y si poco tiempo antes él mismo había aconsejado al reyque redactara con más prudencia los pasajes sobre el primado del Papa y si en la«versión de Baravellus» aún había rehuido el problema, Lutero ahora le obliga a unaclara toma de postura, a una confesión.

En vez de insultar a Lutero, Moro le ataca con seriedad y en puntos decisivos: laIglesia es la comunidad visible de quienes confiesan su fe en Cristo de la manera que hasido transmitida sin interrupción. Iglesia es sinónimo de «cristiandad», cuya mayoríaacepta el primado del Papa. Si este «gran número de personas unidas en la fe no es laIglesia, ¿dónde ha estado, pues, entre la muerte de Cristo y el nacimiento deLutero?»[10]. No está la Iglesia ligada a Roma, pero sí unida al Papa, sucesor de Pedro.«Por muy dispersas que estén las comunidades cristianas, siempre ha de haber unaIglesia visible»[11], cuya cabeza terrena es el Papa. Así lo quiso Jesucristo, Señor de lostiempos y de la eternidad. El Papa es el vicario, el «capellán de Cristo». Ésta es ladoctrina tradicional y también la interpretación de Moro de aquel pasaje del evangelio deMateo: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y laspuertas del infierno no prevalecerán contra ella»[12]. De nuevo, pero con másprofundidad, Moro vuelve a hablar de la relación entre «justicia» y «caridad» en laIglesia. Hasta nuestros tiempos han perdurado vocablos erróneos como «la Iglesia de laley», que corresponde a la «Iglesia oficial», la «Ecclesia visibilis»; y «la Iglesia delamor», que sería «la iglesia joánica», la «invisible», contrapuesta a la anterior. Moroadvirtió a Lutero que la Iglesia necesita leyes y una jurisdicción precisamente porque sólose puede definir desde la fe: «La jurisprudencia y el deber de caridad cristiana no sonsinónimos, pero no existe jurisprudencia cristiana que no haya sido instaurada porcaridad. Mas la autoridad de un soberano podría y debería estar en condiciones demuchas cosas que ni la caridad cristiana ni la misericordia del individuo puede ni debeproponerse»[13].

Al término del año 1523, cuando Moro llevó a término la versión Rosseus de la«Responsio», encontró y expresó en ella su idea definitiva de lo que era «Iglesia», de lacual nunca había dudado en serio. Además confesó su fe en la institución divina delpapado y en la función del Papa como sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia; pero aúnse notaban ciertas reservas para hablar con más detalle y con su usual precisión jurídica.Aún más: en varios pasajes dice expresamente que no quiere entrar a discutir sobre elpoder del Papa: «Tacito inteream de iure pontificis»[14]. Probablemente haya alguiendecepcionado por el carácter abstracto de las observaciones sobre el primado,considerándolas una evasiva. Pero Tomás Moro se revela también aquí como un realistacristiano, que hace y dice lo adecuado a la situación, lo que le corresponde a su posición,

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su cargo, sus conocimientos. Más, no. Él no era un explorador que quisiera descubrirnuevas tierras ni alguien que iba como recogiendo y dirigiendo las tropas de lacontrarreforma; no era un filósofo original, un legislador o justificador teológico de unateoría del primado y de la jurisdicción del Papa. Así pues, declaró que reconocía a Pedroy la sucesión ininterrumpida hasta el fin de los tiempos, pero no entró a estudiar lamaterialización concreta de esa sucesión. Pues aún no se había calmado en la Iglesia lamultisecular disputa sobre las relaciones entre el Papa y los Concilios, y Tomás no seconsideraba en el deber de definir, deslindar y coordinar la naturaleza y la autoridad deambos. A pesar de su buena formación teológica se tenía por un laico, tanto en cuanto ala materia como en el carisma. Tenía un respeto natural por los sacerdotes, sobre todopor los que eran como su amigo el obispo Fisher, a quien debía la clarificación de supropia postura religiosa en medio de las luchas de su tiempo, y cuyo modo de tratar elproblema del primado admiraba. Tomás fue siempre un hombre con medida, que sobretodo conocía su propia medida y no estaba dominado por el afán de prestigio de tenerque declarar en alta voz sobre cualquier asunto y ante todo el mundo, dando«orientaciones». Al fin y al cabo, tampoco se debe olvidar que fue trescientos cincuentaaños más tarde, en el Concilio Vaticano Primero, cuando se aceptó como dogma de fe lainfalibilidad del Papa en materia de fe y de costumbres.

Hasta el momento en que, por el libro del rey Assertio septem sacramentum y lacontroversia subsiguiente, Moro intervino por primera vez activamente en la gran luchade la época, de Lutero prácticamente no había leído más que las tesis de Wittenberg, quealguien le había mandado. Pero con ellas –aunque no conocemos su exacta opinión a esterespecto– y con sus muchas informaciones de oídas se había formado una impresiónnegativa del reformador alemán. No hay duda de que aquí el prejuicio precedió al juicio.Sólo al saltar al ruedo Enrique VIII, Moro se vio obligado a estudiar los escritos deLutero con mayor atención. La lectura, los informes sobre sus efectos y su propiaprevención transformaron la aversión inicial en una reprobación informada. La«Responsio» supuso el inicio de una década entera de periodismo antiherético: ADialogue concerning Heresies and matters of religion, 1528 (publicado en 1529); TheSupplication of souls, 1529; The Confutation of Tyndale’s Answer, 1532; la carta a JohnFrith, 1532; The Apology of Sir Thomas More, 1533; The Debellation of Salem andBysance, 1533; The Answer to the poisoned book named The Supper of the Lord, 1533.El hecho de que desde ahora redactara todos los escritos de controversia en inglésdemuestra el gran cambio de Tomás: de un controversista académico a un combatienteapasionado, que busca lectores, que quiere ser comprendido, que pretende conseguiralgo. No escribe como un intelectual que no se identifica plenamente con el tema, quepretende guardar una distancia frente al campo de batalla, que se inventa estrategias fuera

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de ese campo. Escribe como alguien profundamente afectado y herido, como si seasomara al abismo. No consigue guardar una fría distancia. Con el amor y el dolor de unamigo debajo de la Cruz, habla casi como abogado de las Almas del Purgatorio; y habladel tormento en ese lugar de purificación y de la necesidad de la continua comunicaciónde los vivos con ellas a través de la oración; resalta la realidad de la CommunioSanctorum y defiende la Eucaristía y la permanente presencia real de Cristo en elSacramento del Altar, en el tabernáculo. Moro padecía no sólo por las divergenciasfundamentales en materia de fe, para él, Lutero era el responsable no sólo de ellas; casien la misma medida le atormentaban las innovaciones secundarias: la renuncia al celibato,el rechazo del estado monástico, el desprecio y las invectivas contra ideales como lacastidad, el ascetismo, la devoción a la Virgen; la decadencia, acompañada por injurias yvejaciones, de la muy diversificada devoción popular con sus romerías, peregrinaciones,su veneración del Rosario y su culto de los santos. A veces ni siquiera diferenciaba losuficiente entre los problemas centrales y las cuestiones marginales, puesto que no veíaatacada sólo «la fe de la Iglesia»; le afligía que también sus formas de devoción fuerandespreciadas y maltratadas. Sólo si no perdemos de vista que Tomás, a pesar de escribirpor orden del rey, sufría en lo más profundo de su corazón bajo la decadencia delantiguo y venerable orden, sólo entonces podremos hacer justicia a su persona y a suResponsio.

En aquellos tiempos sólo acertaron a comprenderlo quienes compartían ese amor yese dolor de Sir Thomas. La extensísima obra, escrita en latín, parece haber tenido pocaresonancia en Inglaterra, a pesar de que el obispo Fisher la menciona en 1524 entérminos elogiosos en una de sus predicaciones en Londres. La conocían casiexclusivamente las personas que rodeaban a Moro, al rey y al gobierno. Tras la muertede su autor, la obra compartió en Inglaterra el destino de éste. Fue injuriada, descalificaday después olvidada durante mucho tiempo. En el continente, el libro encontróconsideración entre los apologetas católicos, como Juan Luis Vives o el alemán Dr.Johann Eck. Pero no es posible hablar de una influencia concreta de la Responsio sobreel curso de los acontecimientos, sobre las luchas de aquellos tiempos, la Reforma o laposterior Contrarreforma. Nunca se publicó una edición en alemán. Es cierto que en eltranscurso del siglo XVI –cuando en toda Europa, después del Concilio de Trento, laIglesia católica pasa al contraataque– Moro y su Responsio ad Lutherum gozaron derenovada estima, sobre todo entre personas cultas, pero no se debe exagerar laimportancia de este hecho. Sólo mucho más tarde llegó la «hora de Tomás Moro»: llegócuando influyó no sólo por sus libros y su martirio, sino por toda su vida cristiana enmedio del mundo[15].

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El primer precursor de Lutero en tierra inglesa fue William Tyndale, quien nacióalrededor del 1490 en el condado de Gloucester, y ya en 1520 había comenzado con latraducción de la Biblia al inglés. Ni Moro ni la mayoría de los clérigos negaban que eranecesaria una traducción al idioma nacional, para facilitar una labor pastoral más incisiva.Pero tenía que ser una traducción hecha por encargo de la Iglesia, y no un trabajo de unparticular, y menos aún, de un adicto a Lutero, que eso era Tyndale. La consecuencia: sele acusó de herejía, huyó al continente y llegó a Wittenberg en 1524, siendo pronto unode los seguidores del reformador. Su traducción del Nuevo Testamento fue publicada enColonia en 1525 y cinco años después aparecía en Marburgo la de los libros deMoisés[1]. Es evidente que la prohibición oficial de importar libros en lengua inglesa delcontinente al reino no tuvo éxito: ya en 1526 había encontrado acceso la traducción deTyndale; y no solamente ella, también los escritos heréticos circulaban por todas partes,más o menos bajo mano. No bastaban medidas meramente prohibitivas. Hacía falta unadefensa activa, replicar al ataque, tomando buena nota de las razones, de las acusacionesy doctrinas y contestando a ellas: éstas eran las necesidades del momento, si no se queríaseguir el camino de la Reforma, emprendido ya por varios príncipes alemanes, por elGran Maestre de la Orden Teutónica, por los soberanos escandinavos.

Esa defensa intelectual y espiritual se le encargó a Tomás Moro, quien con suResponsio había demostrado que podía hacer frente a las exigencias en aquel campo debatalla cuya artillería –por decirlo de algún modo– eran las personas y cuyos soldadoseran los intelectuales. Su antiguo amigo Cuthbert Tunstall, en aquellos tiempos aúnobispo de Londres y custodio del Sello Secreto del Estado, es decir, el segundo dignatariodel Reino tras Wolsey, encargó a Moro –con escrito oficial– que leyera los libros de losherejes, para rebatirlos: «Para que no necesitéis luchar como un ciego contra losadversarios –escribía–, Os envío algunas pruebas de estas ideas locas y descabelladascompuestas en nuestro idioma... La primera condición para una victoria es el exactoconocimiento de los planes del adversario. Se han de conocer sus proyectos y susobjetivos. Si le reprocháis algo de lo que no habla, todos Vuestros esfuerzos seránvanos... Pido a Dios que Os ayude a concluir bien este encargo; pues también estáisprotegiendo –y muy especialmente– a la Iglesia. Pero para que podáis luchar realmentecon éxito Os damos licencia para retener y leer libros heréticos»[2].

En el mismo año de 1528 Tomás escribió, en cuatro libros, su obra A Dialogueconcerning Heresies and matters of religion, publicada en Londres en junio de 1529. Seinicia con ella la serie de tratados de controversia escritos por Moro en lengua inglesa. Enla primavera de 1531, Tyndale publicó en Amberes su réplica: Answer unto Sir ThomasMore’s Dialogue y un año después, en 1532, Moro le contestó con el más extenso de susescritos, con The Confutation of Tyndale’s Answer, cuya segunda parte se publicó en

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1533; al igual que la primera, fue editada por John Rastell en Londres. Aunque esta obrasaliera a la luz cuando Moro ya se había retirado del servicio real, es decir, en aquellaépoca límite en que redacta también la inscripción sepulcral, no podemos excluirla delanálisis, también porque su idea, su redacción y su impresión en su mayor parte serealizaron en el período de su cancillería.

Entre la Responsio y la Confutation pasaron casi diez años. Persistían aún los puntoscontrovertidos, que rompieron la unidad de la cristiandad romana. Pero se ibanclarificando cada vez más esos puntos; cada vez más nítidas aparecían todas sus aristas.Las cuestiones ya no eran si a los sacerdotes les estaba permitido casarse, o si el estadomonástico era necesario y el papado una institución divina; si se había de guardar este oaquel día de precepto o de ayuno, qué efectos tenían las indulgencias y si eraimprescindible la confesión auricular; en el fondo ya ni siquiera se trataba de debatir elpapel de la Virgen en la Salvación, la Comunión de los Santos, «Escritura o Tradición»:éstos eran sólo problemas consecuentes a otros, aunque, al ser origen de muchosescándalos, habían aparecido antes que las verdaderas causas y habían removido losánimos. En el fondo, el problema real era la idea que se tenía de Dios, del plan deSalvación y de la Redención, de la predestinación y la elección por la Gracia, de larelación entre ésta y la voluntad humana, de la libertad del querer del hombre, y unidoinseparablemente a todo esto, del carácter de la Iglesia y de los Sacramentos.

También la visión intramundana desde la que escribían los controversistas habíacambiado en puntos decisivos: los protestantes estaban avanzando, los católicos enretirada. Pues aunque en la Dieta Imperial del Sacro Imperio Romano-Germánico enAugsburgo se había contestado a la Confessio Augustana de los protestantes con laConfutatio de los católicos, y aunque se había aprobado una ley que protegía a la Iglesiade siempre, muchos estados del Imperio ya se habían adherido a la autodenominada«doctrina purificada». Lo mismo habían hecho, como ya se ha mencionado, Suecia,Dinamarca, Noruega y las regiones gobernadas por las órdenes militares prusianas. EnFrancia, los Países Bajos e Inglaterra, el protestantismo estaba echando raíces.

Sir Thomas, situado al lado de los defensores del catolicismo, sentó con suConfutation un acto heroico e inesperado de defensa. Heroico, porque fue compuesto enpoquísimo tiempo, en medio de dolores morales y físicos, y con un esfuerzo enorme.Inesperado, porque apuntaba a los corazones, sobrepasando en mucho la tácticaintelectual y su búsqueda sólo de exactitud teológica. Aunque a decir verdad, sólo habríade llegar a los corazones de quienes no se habían adherido a la nueva doctrina; por eso,en realidad hemos de hablar de una medida «defensiva». Durante mucho tiempo Tomásestuvo del lado de los perdedores. En su prólogo a la Confutation en la edición de Yale,Louis A. Schuster observa que esta «obra gigantesca», cuyo tema es el «destino de laIglesia católica y de sus enemigos», no produce efectos en el hombre del siglo XX,

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marcado por una cultura liberal, que «soporta» el mundo con desenvuelto escepticismo.El tono, con frecuencia rudo y vengativo, asusta, «y los mejores argumentos pierdenvalor ante el enorme y sombrío muro del ateísmo moderno»[3]. No hay duda: todo estoes cierto, pero, ¿qué conclusión se tiene que sacar de ello? Donde reina un verdaderoateísmo, todos los escritos religiosos y teológicos del mundo, incluyendo la Biblia y elCorán, y no sólo los de Moro, dejan de tener «razón de ser». Pero la fuerza del ateísmocoherente es mucho menor de lo que parece. Nuestro mundo moderno está marcado notanto por un claro «no» a un Dios personal cuanto por un «may be», un encogerse dehombros. Pero ninguna de estas posturas es inalterable. Los argumentos, ciertasexperiencias y la Gracia pueden llevar al individuo –y a toda una época– a la conversión,a la transformación. Para alguien que esté tan alejado de la fe cristiana que ésta para éltenga un significado meramente histórico, la defensa de cualquier posición cristiana leresultará aburrida. Por otro lado, aún hay muchos cristianos (quizá más cada vez) que nose conforman con «dejar todo a la ventura» o comportarse de manera amable y «social»frente al prójimo. Por amor a Cristo, a sus hermanos y a sí mismos, las verdades de sufe no les resultan indiferentes. Por eso, las claras y eternamente válidas observaciones deMoro les son importantes.

A pesar de que en la Confutation Moro trata cuestiones sobre la Iglesia y suautoridad, lo mismo que en la Responsio, en aquélla profundiza más, al incluir también lapregunta acerca de Dios y acerca del acceso del hombre a Él. Como no soy teólogo, noquiero entrar en los problemas del conocimiento de Dios, sino –con referencia a Moro–limitarme a la siguiente consideración: Nunca se ha negado, por ser algo natural, que lapresencia y la plenitud, el ser y la esencia de Dios nos sean inconcebibles. Ahora bien,Tomás de Aquino había expuesto que, gracias a nuestra razón, podemos llegar a conocerla existencia de Dios y percibir algunas de sus cualidades, como su perfección, sueternidad, su omnipotencia. Los nominalistas y los escotistas (los partidarios de ladoctrina de Duns Scoto) resaltaron la impenetrabilidad de Dios, la limitación de nuestroentendimiento y la aproximación a Él, el Amor, a través del amor, para refrenar así lasobrevaloración y acentuación de las posibilidades del hombre de comprender lascualidades divinas por medio de la razón. En Moro, sobre todo en la Confutation,encontramos unidos ambos aspectos. Sabía que nadie podía comprender a Dios sólo conla inteligencia. Y aunque con la razón –que abarca más que la inteligencia– es posible unconocimiento más profundo, subsiste el misterio del «abismo místico». Pascal lo expresómás adelante diciendo que Dios no es el dios de los filósofos. El cristiano ha de aceptarhumildemente que solamente puede comprender aquello que, por voluntad de Dios, le daa conocer la Iglesia, haciéndoselo accesible, tolerable, amable. Tyndale desconfía de todolo material, de lo perceptible por los sentidos, también en el seno de la Iglesia, por lo que

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menosprecia el rito y las ceremonias y considera que el efecto de los Sacramentos,siendo algo puramente espiritual, va enlazado con la predicación y la comprensión de laReforma, entendida como algo meramente interior. En contraposición a todo ello, Morosubraya repetidas veces que Dios –teniendo en cuenta nuestra naturaleza– ha queridounir a la materia sus más profundos misterios de la Gracia y sus mayores dones. Que poreso ha tomado carne de hombre, por eso Jesús ha obrado sus milagros de manera visible,«materializada». Para Moro, la espiritualidad purista de Tyndale y de los reformadoresno era sino soberbia en grado máximo. «Lo que en realidad quiere Tyndale escomprender los secretos designios divinos», escribe[4]. Pero ningún hombre tienederecho a conocer las «razones» de las obras y de los pasos de Dios. Ya el querersaberlo es una blasfemia y, además, una necedad. Dios hubiese podido salvar al hombrede otra manera que por la Encarnación, la Cruz y la Resurrección, pero ha queridosalvarnos de este modo[5]. También hubiese podido instituir y legar otras prendas que losSiete Sacramentos, pero ha querido estos siete, y, además, de la manera en que sonadministrados, unidos a la materia, a lo corpóreo: al agua, al aceite, al pan y al vino, a laimposición de manos, etc. Moro, en ese modo tan suyo, lleno de humor, comenta queTyndale «no hubiese necesitado serpiente alguna para ser tentado, pues previsiblementehubiese querido saber él mismo por qué prohibía Dios comer del fruto de aquelárbol»[6].

Es verdad que los caminos por los que el hombre llega a la fe son frecuentemente, omejor dicho, siempre misteriosos, pero su contenido es reconocible. No es la fe unaquimera subjetiva, sino un bien preciso que se nos ofrece, que nos ofrece la Iglesia.Moro reprochaba tanto a Tyndale como a Lutero el que se apoyasen en una«interpretación subjetiva de la Sagrada Escritura» en lugar de en el Depositum Fideitransmitido a través del tiempo y de la Historia. El hecho de que no sólo negaran que losmás de mil años de Historia de la Iglesia sean una prueba de que está guiada por elEspíritu Santo, sino que los consideraran como un solo y enorme camino de error yapostasía, que terminaría sólo gracias a la liberación luterana y al restablecimiento de la«Iglesia verdadera», todo esto le parecía incomprensible a Moro. No era capaz deentender los argumentos a favor de esa opinión: no podían estar todos los cristianos entreCalcedonia (451)[7] y Wittenberg (1517) condenados por su fe errada; por eso, tenía quehaber existido una Iglesia verdadera, invisible, por debajo o dentro de esa «Iglesiaoficial», que caminaba por las sendas del error; y aquella Iglesia verdadera era la dequienes habían sido salvados por su fe limpia y sencilla; Moro no podía ni quería aceptarque se anularan así las palabras de Cristo: «Cuando venga el Espíritu de verdad, Él osenseñará todas las verdades necesarias para la salvación» (Jn 16,13) y «estad ciertos deque yo mismo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos»

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(Mt 28, 20); y no le cabía en la cabeza que en todo ese tiempo el Espíritu Santo hubieseexistido solamente en las catacumbas[8].

Hacía ya más de diez años que detestaba la expresión «Iglesia verdadera», usada enlas discusiones. Porque, ¿qué significaba? La Iglesia existía con las faltas, debilidades,pecados de todos los que formaban parte de ella, pero existía en una continuidad íntegradesde la primera Pentecostés hasta el presente. Cuando ahora venían personas diciendoque ésa no era la Iglesia verdadera y auténtica, la instaurada por Cristo, sino un extravío,mientras que la Iglesia auténtica y verdadera y grata a Dios había crecido a escondidas,conocida sólo por Él, hasta que Lutero y los suyos la habían sacado a la luz de laHistoria, esto le resultaba absurdo. Por eso empleó grandes esfuerzos y mucho tiempopara refutarlo. Y acusaba en su persona el fatigoso «dar vueltas» al mismo argumento,en disputas vanas. Porque los renovadores se remitían en sus afirmaciones sobre la«Iglesia auténtica» a la Escritura como fundamento, mientras que Moro les contestaba: loprimero no fue la Escritura, sino el pueblo de Dios, afirmación válida para la AntiguaAlianza, y más aún para la Nueva: «Cristo no nos legó un libro, sino un pueblo, y en estepueblo –la Iglesia– surgió la Escritura. Y la Iglesia no sólo engendró la Sagrada Escrituragracias al Espíritu Santo, sino que además escogió de los escritos ya existentes aquellosque se basaban en inspiración divina»[9]. «Hoy en día –constata– sigue siendo laautoridad de la Iglesia nuestro único camino para estar seguros de lo que forma parte dela Escritura, y lo que no. Sin la interpretación por parte de la Iglesia nadie sabría lo quequiere decir la Escritura, pues no sólo ha de tenerse por palabra de Dios, sino también hade entenderse rectamente»[10]. La Escritura nunca puede contradecir la doctrina de laIglesia católica. Y en caso de duda siempre decide la Iglesia, pues la promesa de Cristode que estará siempre con ella hasta la consumación de los siglos, no la aplicó a un libro,sino a su Iglesia. «Quien tenga presente –observa Moro– en qué mal estado (en cuanto ala tradición textual) se encuentran algunos libros de la Escritura y que otros se hanperdido, no se atreverá a afirmar que Dios prometió una Biblia sin error»[11]. Las«llaves del cielo» fueron entregadas a Pedro, no a un comité de exégetas.

Con más ímpetu que en la Responsio insiste Tomás en este escrito en la«corporeidad» de la Iglesia y en la «materialidad» de los sacramentos. Por supuesto, losdefendía en su integridad y se esforzaba también en probar a través de la Biblia lainstitución de los cinco sacramentos de los que lo negaba Tyndale: Penitencia,Confirmación, Unción de enfermos, Matrimonio y Sacerdocio[12]; aunque también eneste caso hay que decir que no necesitan ser probados con una cita de la SagradaEscritura, por muy útil y tranquilizadora que ésta sea. Todos los sacramentos, los siete,existían ya antes de la Escritura. Ricardo C. Marius observa que Moro tenía unapredilección por la palabra «misterio», y nos parece muy natural, pues todo lo esencial y

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sustancial en nuestra religión, e infinitas más cosas, son misterios. No necesitamosenumerar todos los ejemplos que nombra Moro. En relación con Jesucristo, la Iglesia ylos Sacramentos, el misterio consiste en la unión de Dios con lo físico, lo material[13]. Yeste misterio, ¿no actúa también en todo hombre, unidad de cuerpo y alma, en todaacción de la Gracia, en toda conversión, toda apostasía, toda elección, todo rechazo? Portodas partes, misterio. El aceptarlo, con actitud admirada y humilde, es síntoma de esainfancia espiritual que Jesús calificó de imprescindible para la salvación. Tomás la poseía,y había recibido la gracia de reconocer el momento «adecuado» para la investigación, laciencia, el presentimiento, la fantasía, la fe, la contemplación. Una gracia enorme que, asu manera, también poseía Goethe. Y a Santo Tomás de Aquino se le dio el másprofundo conocimiento de Dios que jamás cayó en suerte a un intelectual, porque suespíritu era tan «maduro» que sus consideraciones desembocaban en la meditación filialy humilde de un corazón que ama.

Pero el aspecto más difícil de toda la Confutation, el problema central del tratado, serefiere a la Redención en sí, a los problemas de elección y colaboración del hombre, a lafe y las obras. Todo ello ya lo había tratado Moro en la Responsio, pero ahora lo estudiacon más profundidad. Insiste en que la razón del conflicto entre la Iglesia romana y losrenovadores no la constituyen las faltas de los hombres –aunque éstas habían sido elescándalo que provocó el conflicto–, sino la doctrina de la Iglesia católica[14]. Ésta no esla comunidad secreta e invisible de los predestinados a la salvación, sino la comunidadfundada, «hecha» por Jesucristo, a la que pertenecen, desde el principio y hasta el final,también miembros malos, indignos, incluso perdidos, pues también entre los que el Señorllamó se encontraba Judas Iscariote, «el hijo de la perdición»[15].

Moro rechazó una y otra vez la doctrina de los reformadores sobre la predestinación,pero, como dice Marius: «tal y como él la entendía», porque no la entendió bien del todoy «la hizo aún más cruel y más horrible de lo que ya de por sí era» [16]. Tyndale nohabía «declarado, como creía Moro, que si dos personas pretenden agradar de la mismamanera a Dios, se escogerá arbitrariamente a una y se repudiará a la otra, sino que dijoque el simple hecho de que alguien desee sinceramente servir a Dios era una prueba desu elección». Y Marius agrega en tono conciliador que, por consiguiente, tanto SirThomas como sus contrincantes en materia de religión probablemente pertenecían a los«elegidos». Claro está que así el problema de la predestinación tan sólo se desplaza unpoco. La pregunta reza: ¿Está entonces predestinado desde la eternidad quién habrá deesforzarse por buscar sinceramente a Dios y por servirle y quién no? En otras palabras:¿existe una colaboración del hombre en su salvación? Moro rechazó con vehemencia lassiguientes opiniones: la salvación del hombre no va unida a su colaboración; el hombrepuede llegar a saber si se encuentra entre los elegidos o los repudiados; la salvación, la

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vida eterna es absolutamente segura para cualquiera, sea cristiano o no; el cristiano nuncapuede perder la Gracia. Todo esto le resultaba a Moro síntoma de una presunciónincomprensible. Sabía que toda cavilación y especulación sobre la «elección», la«predestinación» al fin y al cabo no lleva a nada, o –si lleva a algo– es al extravío, a laarrogancia o al fatalismo, y que el hombre lo que tiene que hacer es callar ante estemisterio, como ante tantos otros. Pero al mismo tiempo –y aquí sale a relucir el jurista,de alta capacidad diferenciadora– indica que se ha de distinguir entre predestinación ypresciencia divina. Basa su argumentación en los pasajes correspondientes del quintolibro del De consolatione Philosophiae de Boecio, en que se observa que la libertad dela voluntad humana no queda anulada por la previsión de Dios. «Supongamos –diceMoro– que Dios no tuviese conocimientos previos, y supongamos también que en unmomento concreto una persona se sienta o deja de sentarse. En ese momento sólo puedehacer una cosa o la otra, también en un universo sin Dios». El hombre dispone de unnúmero limitado de posibilidades, y además tiene que actuar conforme a ciertaslimitaciones características del ser humano, dentro del espacio y del tiempo, en unmomento concreto. El hecho de que Dios sepa qué posibilidad irá a elegir un hombre noinfluye en la elección del hombre[17].

Naturalmente, no dudaba de la bondad divina, que sobrepasa toda imaginaciónhumana, pero tampoco de que está misteriosamente unida con la justicia. Dios es Padrecariñoso, pero sigue siendo Rey y Señor. Junto a las promesas a los niños, a los queaman, a los humildes, siguen siendo plenamente válidas las palabras de la Carta a losHebreos (10, 31): «Terrible cosa es caer en manos del Dios vivo». Nadie puede decir desí mismo que ha hecho tantas obras buenas que Dios necesariamente tiene queconcederle la salvación eterna, escribe Moro. Pues si hemos trabajado bien, sólo hemoscumplido con nuestro deber, pero no hemos alcanzado un «derecho». «Después de quehubiereis hecho todas las cosas que se os han mandado, habéis de decir: Siervos inútilessomos: no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer», instruye Jesús asus discípulos (Lc 17, 10). «Siempre se ha de templar la esperanza en la Gracia de Dioscon el temor a su justicia –advierte Tomás–, no sea que una esperanza temerariadegenere en presunción y en desprecio del pecado»[18]. «Porque si obramos maldespués de obrar bien, dejamos de ser hijos de Dios, por mucho que antes hayamos sidosus predilectos (“dear darlings”)»[19]. Suena dura esta frase, e instintivamente tendemosa suavizarla, puesto que también un hijo malo y culpable sigue siendo hijo, y también lamás pequeña obra buena es tenida en consideración, gracias a la bondad de Dios. Lo queMoro quiere decir es que el pecado grave siempre significa un apartamiento voluntario yconsciente de Dios; significa despreciarle, volverse contra Él; por eso, siempre separa alalma de Dios. Y la fijación irrevocable de esa separación es la condenación.

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La pregunta de si el hombre tiene una voluntad libre, es decir, si tiene responsabilidadfrente a sí mismo, a su entorno y a Dios, si colabora a su salvación por medio de suvoluntad, si es imprescindible que a la Gracia se una su libre asentimiento, esta preguntaes una de las más fundamentales; su respuesta sólo aparentemente es resultado de lainvestigación y de la reflexión, de comprobaciones y conclusiones lógicas. Cualquiera seda cuenta de que las respuestas que se puedan proponer para resolverla son de ese tipode contestaciones que es casi imposible desbaratar desde fuera. Tampoco Lutero,defensor de la voluntad no libre en su escrito De Servo Arbitrio y Erasmo, defensor dela libertad de la voluntad en su tratado De Libero arbitrio (1524), consiguieron influirsemutuamente. A ninguno de los dos le faltan pasajes de la Escritura que pudiera «dirigir»contra el otro, como un general dirige sus tropas contra el enemigo. Pero es perder eltiempo. Todo depende de cómo se comprenda ese pasaje, también en su contexto. Moro,que en su Confutation no hizo referencia a Erasmo, tampoco fue más allá de lo que dijoéste, con excepción quizá de ciertas expresiones muy gráficas: «Bien es verdad –escribe–que nadie pueda creer sin la Gracia y sin la ayuda de Dios; pero si nada hubiese en elhombre con lo que pudiera abrirse a la Gracia que le ofrece Dios, o también rechazarla odespreciarla, por pereza y descuido... si nada existiese en el hombre que le capacitarapara añadir algo, actuando junto con Dios, entonces nuestro Señor no llamaría a loshombres y les amonestaría a creer, y no rechazaría a los que no lo hacen, como se puedeleer claramente en muchos pasajes de la Escritura»[20]. Uno de los ejemplos preferidosde Moro, al que se refiere para ilustrar la colaboración humana, es aquella frase delApocalipsis de San Juan (3, 20): «He aquí que estoy a tu puerta y llamo: si algunoescuchare mi voz y me abriere, entraré a él y con él cenaré y él conmigo». Nadie puedeforzar esa llamada, pero si se oye que llaman a la puerta, se ha de abrir, para que leSeñor pueda entrar. Pero también podemos dejar la puerta cerrada.

Y como la aceptación forma parte del regalo y sin ella no hay donación, y como estaaceptación tiene que ser libre, porque si no la donación sería una contribución o unahipoteca –por eso en la Sagrada Escritura la incredulidad se estigmatiza como denegacióny, por consiguiente, como culpa-, la donación aceptada genera ipso facto consecuencias.Una fe viva se «materializa» en obras buenas. Estas obras, que son mucho más que lalimosna –aunque la limosna a los pobres y a la Iglesia ocupa un lugar privilegiado–,abarcan todo trabajo, todo servicio, todo quehacer del cristiano. La pregunta de si sonnecesarias para la salvación conmovía los ánimos en los tiempos de Lutero y Moro. Anosotros, esa pregunta casi nos parece ingenua: ¿es que un árbol sólo necesita raíces otambién ramas y hojas? La raíz es lo que hace que viva, pero cuando vive, lleva ramas yhojas y frutos.

Por último: el que el hombre, el cristiano sea responsable de su salvación significa

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que es también responsable de sus hermanos y del mundo entero. En la Historia de laIglesia y de la cristiandad hubo muchos estilitas, eremitas, anacoretas, que hicieronolvidar durante algún tiempo a muchos creyentes que, para alcanzar la salvación, esnecesario servir activamente al prójimo, y que eso también supone santificar el mundo.Con esta constatación no quiero empequeñecer el papel de los monjes orantes ypenitentes, que –como ermitaños o como miembros de Órdenes contemplativas– dedicansu vida entera exclusivamente a la meditación; sé que con eso sirven al mundo. Pero elmundo, por qué no decirlo, necesita de los que en él trabajan, de cristianos que rezan consu trabajo. Una de las contradicciones más extrañas tras el cisma es que fueranprecisamente los protestantes, para quienes «las obras» estaban tan por debajo de la fe,quienes desarrollaran una ética del trabajo, a veces incluso exagerada casi hasta laidolatrización y signo de la Edad Moderna; mientras que los católicos, cuya «justificaciónpor las obras» tanto odiaba Lutero, frecuentemente han tenido una relación más bienrelajada frente al trabajo, en el cual han visto más una consecuencia del pecado originalque un modo de santificarse.

Si existe algún punto de contacto entre Tomás Moro y los reformadores, esprecisamente la alta valoración del trabajo y de la responsabilidad social, aunquedifirieran profundamente en las ideas de cómo realizarlo. En la Responsio, Tomás habíarechazado –por ilusoria– la opinión, la exigencia de Lutero de que el cristiano nonecesitaba más leyes que el Evangelio. Volvió a incluir este pensamiento en laConfutation, relacionándolo con los problemas de la voluntad y de la elección[21]. Comohombre de la vida práctica, también era un hombre lleno de medida y, en lo que respectaa la naturaleza humana, de un sonriente sentido de la realidad. Precisamente esto es loque les falta a Tyndale y los suyos. A pesar de que Moro consideraba que nuestranaturaleza estaba menos corrompida de lo que opinaban Lutero y los renovadores,pensaba que no convenía someterla a cargas demasiado fuertes. Las personas muchasveces quieren lo bueno, muchas más veces de lo que uno piensa, pero son débiles ynecesitan una armazón social, estatal, jurídica.

Moro poseía un olfato indudable para reconocer que sólo son pasos en un mismocamino los que separan la fe en la predestinación en general de la conciencia de serpersonalmente uno de los elegidos (conciencia que cree reconocerse a sí misma en unaexperiencia especialmente intensa de Dios, en una relación subjetiva especial con Él); deahí sólo media otro paso a la autocracia, que se presenta como un deber sagrado. Esospasos se dieron: La república teocrática calvinista en Ginebra y el régimen puritano deOliver Cromwell representan importantes ejemplos históricos de ello. Uno de losprincipales fines de Moro en todos sus escritos de controversia y en toda su lucha contrala herejía fue –por citar una vez más a Marius– «conservar la realidad de la Iglesia (“to

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uphold the reality of the church”), de la que formaba parte la cristiandad europea y quese veía socavada por la doctrina de los reformadores. Éstos buscaban una Iglesia distinta,predestinada, pequeña, invisible para todos menos para Dios»[22].

5.

Tenemos que recordar –aunque sea repetitivo– que las cuestiones sobre la fe y laIglesia afectaban también a la vida pública, al Estado; y que la evolución y los cambiosen el Estado conducían a cambios también en el ámbito eclesial; que ambas esferasformaban una unidad, eran las dos partes de la existencia, ordenada, del hombre. Aúncasi no se pensaba en la autonomía de la convivencia cívica, político-social, con suspropias reglas de comportamiento y de actuación, con un espacio, abierto, de lasideologías y las confesiones; para llegar a esto todavía tendrían que transcurrir cientos deaños. A pesar de más de medio milenio de controversias entre el poder religioso y elterrenal, entre el Emperador y el Papa, entre los diversos reinos y la Santa Sede, launidad en la fe y la lucha común contra las desviaciones se consideraba como algonatural. Ésta era la situación de Inglaterra aún bajo Enrique VIII, por lo menos mientrasMoro estuvo a su servicio. Por eso pudo escribir en su Confutation muy acertadamentey en plena conformidad con la legalidad: «Por mi cargo y por el juramento que heprestado me veo obligado de especial manera –junto con todos los que sirven a lajurisdicción del reino– a curar este mal (la herejía) no sólo con buenas razones, sinotambién con decretos y estatutos oficiales. Y si se confirmara que es un mal incurable,estamos dispuestos a amputar la parte dañada en favor de la salud de la totalidad, paraimpedir que el resto sea infectado»[1].

Cuando Moro escribió estas frases, su mandato como Canciller ya estaba a punto determinar y la persecución de los herejes partía de un rey herético, que estabacontribuyendo a la separación de Roma y a la sucesión «inglesa y local» de Pedro, porasí decir, y que, de vez en cuando, instigaba directamente a la rebeldía contra la Iglesia yel Papa. Pronto Sir Thomas podría defender a la Iglesia sólo como particular, antes demorir por ella. No debemos eludir la pregunta de si la muerte, aparte de ser martirio endefensa del oficio de Pedro y de la unidad de la Iglesia católica, tendríamos queconsiderarla como penitencia por una culpa, culpa por injusticia, por maldad. A partir de1535, año en que empieza la «negativización» de la imagen de Tomás Moro en su patria,entre los reproches póstumos también se oyó el de crueldad contra los «cristianosreformados». A este respecto hemos de constatar antes que nada lo siguiente: ni Wolseyni Moro tenían, como Lord-Canciller, el derecho a condenar y a ejecutar herejes. Losprocesos de herejía caían exclusivamente bajo la competencia de los obispos y de lostribunales eclesiásticos. En el caso de que un «hereje empedernido» fuera condenado a

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muerte, lo cual pasaba con mucha menos frecuencia de lo que se ha afirmado más tarde,concretamente en la rabia de las luchas religiosas, la justicia estatal llevaba a cabo laejecución. El delincuente podía escapar a ella, hasta el último momento, por medio de larevocación.

En su Apology de 1533, Moro informa al lector de que una vez había castigado apalos a un niño de una familia protestante, al que había acogido en su propia casa,porque había difundido herejías entre los otros niños de la casa. No conocemos lascircunstancias exactas y ante todo no sabemos la edad del niño. Pero con toda seguridadpodemos sacar la conclusión de que Tomás Moro no confesó esta pequeñez, para ocultaralgo mucho peor. En la misma obra menciona Tomás que un «hereje imbécil» fueazotado por orden suya, pero no por herejía, sino por acosar a mujeres durante la SantaMisa[2]. Si se omiten algunos detalles en el relato de estos dos casos, no queda sino«brutalidad»: Moro hace que se pegue a un niño porque es protestante; ordena azotar auna persona de otra confesión, y además en su propio jardín. Entonces, ¿cuántasatrocidades más habrá que cargar en su cuenta?

Entre los medios que se utilizaban en la lucha se contaban entonces, como en todoslos tiempos, las campañas de difamación, las calumnias y las injurias. El propio Moroescribe en la Apology cómo se desarrollaban: Un librero de Cambridge, que había estadopreso en Chelsea durante cuatro o cinco días, afirmaba después haber sido atado a unárbol en el jardín de Moro, haber sido pegado y maltratado, y que, además, el Cancillerle había robado un portamonedas con cinco marcos. Es corriente en la psicología elagrandar presumidamente las iniquidades que se cree haber sufrido injustamente, aunexcluyendo maldad expresa. Sin duda, el siguiente comentario de Moro es digno de fe:«Entre todos los herejes que jamás me fueron entregados a mi custodia segura (y nisiquiera tan segura, pues Georg Konstantin se me escapó), no hay uno solo que hayarecibido por orden mía un solo golpe, ni siquiera una palmadita en su frente»[3].También dos demandas, que culpan a Moro de arrestos ilegales ordenados por él y queaún se encuentran en los archivos del Estado, resultaron, tras el examen incoado pororden del rey, infundadas y fueron rechazadas. Pero esto no impidió que más tardefueran repetidas continuamente, lo mismo que las otras supuestas atrocidades.

Durante los doce años comprendidos entre 1519 y 1531 no se pronunció ni unasentencia de muerte por herejía en la diócesis de Londres. Sólo cuando el clero inglés sehubo sometido al rey en febrero de 1531 y lo aceptó como cabeza de la Iglesia, «encuanto sea compatible con la ley de Cristo», las hogueras volvieron a arder, comocoartada de una ortodoxia inalterada, provechosa o hasta necesaria por razones políticas,en opinión tanto de Enrique como de los obispos, aunque quizá por motivos diferentes.

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Las víctimas sufrían una muerte cruel por «necesidades» de la razón de Estado. Peroestas «necesidades» cambiarían varias veces en los siguientes cincuenta años. En aquelmomento, febrero de 1531, Moro no disponía ya de ningún poder que pudiera resultarpeligroso para los herejes. De las tres quemas de herejes en los últimos seis meses de lacancillería de Moro fue responsable el nuevo obispo de Londres, el sucesor de Tunstall,Stokesley. En resumen: No se le puede culpar a Sir Thomas de persecuciones físicas deherejes. Sus manos no están manchadas de sangre.

Entonces, ¿a qué se refería Bremond cuando hablaba de las «manchas de sangre enel armiño de Tomás Moro»?[4]. No está hablando de la justicia del jurista, sino del amordel cristiano llamado Moro, y para comprenderlo, tenemos que remontarnos algo másatrás. Tenemos que hacernos una imagen (y no sólo un entramado de confusas nociones)de aquellos cambios tan profundos, cuya etiqueta de «Reforma» resulta casi incolora ennuestros días. Para los contemporáneos se trataba o de un recomenzar apasionado yentusiasta o de una demolición horrible y blasfema. Lo que para el uno era una limpiezay recomposición de la religión y de la Iglesia cristiana según la voluntad de Cristo, erapara los otros apostasía, derrumbamiento y sacrilegio. En una época muy fructífera en elcampo de las letras, los «intelectuales», los humanistas, escribían mucho y con agrado.Gracias a la imprenta todo encontraba en seguida su antítesis, a un escrito seguía unarespuesta, y a ésta una Confutatio y Reputatio y Responsio, total: un torbellinopublicitario continuo. Pero aún así: todo habría quedado en una disputa entre académicossi hubiese sido sólo un torneo en el círculo de intelectuales, si no hubiese trascendido alpueblo, cosa que sucedió por la masa de folletos y panfletos, por los escolaresambulantes que los leían en voz alta, por predicadores, que agregaban lo suyo, es decir:por el «contagio» en la vida cotidiana, en el mercado, en los albergues y tabernas, enreuniones y fiestas, en familia, entre los amigos y vecinos. Porque, ¿quién sabía leer? ¿Yquién leía verdaderamente De captivitate Babylonica ecclesiae praeludium de Lutero ola Assertio septem sacramentorum de Enrique VIII o la Responsio de Moro o lasdecenas de escritos de controversia, en su mayoría en latín? ¿Quién podía entender losproblemas teológicos de los que se escribía y se disputaba, y que evidentemente nopodían ser solucionados escribiendo y disputando? Con todo, había suficientes cosas quese entendían porque se veían, que se comprendían porque se notaba el provecho o eldaño en propia carne: frailes y monjas dejaban los conventos, salían a deambular,disfrutaban de una nueva libertad y se casaban; príncipes adictos a la nueva feconfiscaban bienes de iglesias y conventos; los labradores entendían en el Evangelio lajusticia que Cristo había querido, y con eso su derecho a la liberación de sujeción yservidumbre, así como el nuevo orden de la sociedad humana. Esto se «materializó» enlas guerras campesinas y en las inmensas atrocidades cometidas por ambos bandos. Elcristiano normal no podía meterse a estudiar la doctrina sobre los Sacramentos y la

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Sagrada Comunión, la Transubstanciación o Consubstanciación o sólo CenaRememoratoria, la presencia real en el Sacramento del Altar y muchas otras cuestiones.Pero lo que se comprende con mayor facilidad, lo que resulta más agradable, eso es loque se acepta. Indudablemente es más fácil comprender que Cristo no estáverdaderamente presente, en forma substanciada, en la Hostia, que lo contrario.Indudablemente es más agradable poder ahorrar el dinero de las Misas por los difuntos,porque «no sirven para nada», que hacer donaciones para los muertos.

Pero, ¿quién admite ante sí mismo o incluso ante otros que prefiere el camino fácil yagradable al difícil y duro? Existen múltiples mecanismos reguladores que «protegen»frente al autoconocimiento. En vez de decir «huir del convento», «romper los votos»,«dejar el celibato», también se puede decir: «escaparse de una ilusión», «vivir conformea la naturaleza», «volver a la normalidad». El ansia de confiscar bienes a la Iglesia y deperseguir a sacerdotes y clérigos se puede designar como acto de justicia social y deeducación, para convertirlos en personas más «útiles». El descerrajar, robar y fundir untabernáculo se puede etiquetar como obra piadosa, contra la superstición y, por eso,meritoria. Y además se puede actuar en todo eso de forma bienintencionada. Pero sóloen un entumecimiento de la conciencia, bien amueblada, en la que en las paredes nocuelgan espejos, sino autorretratos idealizados.

En lo que se refiere a la parte física de esta pugna intelectual y espiritual de su época,Moro estaba a favor del principio de intervención estatal, que, naturalmente, sólo podíadirigirse contra los renovadores. Por eso consideraba como un deber de su cargo eldetener la herejía. Pero el prestar a la apremiada Iglesia de siempre «el brazo profano»era para él no sólo una medida jurídica, formal, sino también un vivo deseo. Ya un añoantes de ser nombrado Lord-Canciller había escrito a Johannes Cochlaeus[5], humanistay (desde 1528) consejero espiritual del duque Jorge de Sajonia: «Considerando la actualsituación, la rápida decadencia, su avance de un día para otro, pienso que en tiemposcercanos se levantará alguien para rechazar completamente a Cristo. Y si se levanta untal bufón insensible, no le faltarán simpatizantes, dado el descabellado estado actual delas masas»[6]. Moro aceptaba todos los medios, también los de violencia física, paracortar tal evolución. Era de la opinión de que, aunque la Iglesia tenía que llevar los pleitoscontra los herejes, no tenía en sus manos otra sanción que la excomunión. Pero que laverdadera represión y el verdadero castigo de la herejía tenían que ser deber del Estado;éste, y no sólo la Iglesia, tenía que dictar las leyes adecuadas, previendo también la penade muerte para herejes obstinados. No perdía Moro de vista la responsabilidad moral dela Iglesia. «El obispo lo mata (al hereje), por así decir, cuando lo entrega a los tribunalesprofanos»[7] –hace decir al adversario en el Dialogue concerning Heresies–. Moro noveía en ello perfidia, sino sólo la aplicación adecuada y legal del derecho por parte de

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ambos poderes. No deja duda de que aprobaba también las consecuencias más extremas:«Si un hombre está tan profundamente arraigado en el mal que ni siquiera unprocedimiento adecuado refrena el atrevimiento, el orgullo y la obstinación de su corazónenvenenado y no le impide difundir sus rebeldes errores, prefiero que tal hombredesaparezca a tiempo»[8].

Las palabras de Bremond de las «manchas de sangre en el armiño de Tomás Moro»se refieren a ese giro: «that he were gone in time», que indudablemente hace referencia ala ejecución. No es aconsejable intentar una «defensa a la desesperada» de Sir Thomas,sino ver ésta y otras expresiones parecidas en el contexto de su tiempo, del cual –a pesarde su personal grandeza y bondad– era hijo. En aquellos tiempos los ladrones eranahorcados, se aplicaba la pena de muerte por muchos delitos, entre los que ninguno eracomparable en su gravedad a la herejía, en opinión de Moro. Para él, destrozar uncrucifijo era peor que un robo; y profanar la Hostia consagrada, peor que un asesinato.No existía entonces tolerancia religiosa. Simón Fish, de quien aún hablaremos, instigaba a«flagelar a los clérigos, sobre todo a los monjes, paseándolos, desnudos y atados a uncarro, por la ciudad, y después casarlos»[9]. No eran raras las expresiones de odio deeste estilo. Moro no respondió con la misma moneda. Y finalmente también hay queconsiderar que la revolución luterana, en un momento en que Europa y la Cristiandad seencontraban amenazadas por los turcos, que en 1529 estaban ante las puertas de Viena,significaba para Tomás una traición enorme, y le hacían temblar las palabras delreformador, según las cuales prefería ver a Alemania turca que católica, porque los turcoseran un castigo de Dios al cual no era posible oponerse sin caer en pecado.

Tomás no fue consciente de culpa, si es que realmente puso su firma al pie de las trescondenas de muerte en los casos citados. Con razón pregunta Bremond si se puede decirde un ministro de justicia que mata al firmar una sentencia de muerte[10]. Está probadoque Moro hizo en cada uno de los casos todo lo posible para evitar este medio extremo;que conducía los interrogatorios de manera indulgente, amable y con el empeño deconvertir al hereje; que volvía a mandar a aquellos condenados que no querían apartarsede la herejía, a los obispos correspondientes, para salvarlos de la hoguera, pues un nuevodecreto permitía a los obispos mantener a los herejes en prisión[11].

¿Actuó Tomás contra la caridad cristiana en este horrible capítulo? A un tal Silver,acusado de hereje, dice tras interrogarlo: «La plata (silver) ha de ser probada en elfuego». Bremond llama a esto el «humor acostumbrado», mientras que a nosotros estaobservación no nos parece nada graciosa, sino macabra, pero al mismo tiempo lo deja enlibertad, tras replicar éste: «Sí, mas el mercurio (quick silver) no se queda en el fuego»,pues pensaba Moro que la agudeza y el fanatismo se excluían mutuamente[12]. Y siMoro escribe: «En el hereje odio su error y no su persona, y desearía de todo corazón

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que aquél fuera destruido y ésta salvada»[13], tenemos que tomar estas palabrasliteralmente y como expresión de la jerarquía de sus valores, aunque suenedesacostumbrado. Para él el valor supremo era «la fe verdadera», la fe católicatradicional, puesto que era necesaria para la salvación del cristiano. Era, pues, unatautología el deseo de extirpar al error y salvar al que yerra. En los juicios de Moroestaba «salvado» no el hereje que sobrevivía, sino el que se convertía. La vida de la queen el fondo se trataba no era la terrena y limitada, sino la eterna. Ante todo buscaba laconversión. Y se esforzaba por mantenerse libre de resentimientos contra losrenovadores: «Si se supiera qué pruebas de indulgencia y compasión he dado, juraría quenadie me contradiría (en este punto)»[14]. De manera solemne pone aquí Tomás Moro aDios como testigo de no haberse alejado nunca de la caridad cristiana en el trato con losheterodoxos, aunque se dejara llevar de vez en cuando por accesos de cólera,consecuencia de su debilidad humana. «Quiero –decía– poco rigor y mucha compasiónallí donde se expresa falta de juicio y no soberbia o maldad»[15]. Y aun donde seexpresaban estas últimas actitudes no podía maldecir, sino sólo rezar.

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PADRE E HIJOS

«Su padre, el Caballero John More, fue nombrado por el Rey juez del Tribunal Real;era un hombre abierto, amable, intachable, piadoso, compasivo, honrado y sincero.Aún en una edad venerable, se mantenía con gran fuerza para una persona de su edad.Tras ver cómo su hijo era nombrado Canciller de Inglaterra, consideró que su vidaterrena había acabado y con alegría pasó a la vida del Cielo[1]. Cuando vivía elpadre, su hijo siempre se le comparó, llamándosele el “joven Moro”. Y ahora notó lapérdida de su padre y viendo los cuatro hijos que había tenido y los once nietos,empezó a considerar que estaba envejeciendo».

1.

Tomás aprovecha su inscripción sepulcral para dedicar a su padre un alabanza tanimperecedera como el retrato de Holbein. Cuánto amor y cuánta veneración se expresanen estas líneas..., entrelazados, eso sí, con la inimitable y jovial picardía. Bien podemosimaginarnos el tono que reinaba entre padre e hijo: cariñoso, preocupado el uno por elotro, lleno de respeto y humor, sin sentimentalismos, más bien seco, posiblemente nosiempre con opiniones conformes, pero sí sabiéndose unidos, con algunas bromas sobreterceros, sin excluir la crítica a mucho de lo que pasaba a su alrededor; unidos en sulealtad hacia el rey y hacia la Iglesia; una relación no sólo entre padre e hijo, sino tambiénentre colegas. El viejo Moro era uno de los más altos y apreciados jueces del reino, y esseguro que en casa se discutían problemas y casos jurídicos de actualidad yacontecimientos políticos del día. Pero no se quedaba en eso, pues hay testimonios deactividades jurídicas y administrativas en común: así, para los años 1514 y 1529,encontramos a los dos Moro en comisiones para la construcción de canales, una vez enLondres (junto con John Roper), otra en Middlesex[2]; y para el año 1518, los tres sonmencionados como jueces de paz en el condado de Kent[3]. No conocemos la fecha dela elevación de John More al estado caballeresco, que se menciona en el epitafio. Pareceque llegó a ser propuesto, a los setenta y dos años, para los Tribunales Reales Supremosde «King’s Bench», después de haber sido –seis años antes– juez del «Court ofCommon Pleas», un alto tribunal civil: es un ascenso en una edad a la cual entoncesllegaban los menos, y que aún hoy en día se tiene por edad de jubilación. Sir John era unjuez con gran rutina, más desapasionado que su hijo, más «corriente» en todo, por asídecir, pero ante todo más «moderado» en asuntos religiosos. Probablemente no hubieseido al patíbulo por ellos. El juez Moro senior hubiese elegido el «arreglo». Era un

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hombre piadoso: así nos lo dice el hijo. Pero en él no se encontraba aquel amor ardientea Dios que llenaba el corazón del hijo. No estaba marcado como «oveja llevada almatadero», no era un santo.

En aquella hoja de buena calidad con el dibujo a lápiz de Holbein, el dibujo de1527[4], se ve a un señor, mayor pero robusto, llamativamente sin arrugas, mirando alinfinito, con una zona algo desagradable alrededor de la boca. Holbein ha conseguido,con gran maestría, localizar lo que sí hay de senil en aquel hombre en y alrededor de losojos, en un hombre de mediados los sesenta con ojos que, curiosamente, recuerdan a losdel viejo Adenauer. Hondos, bajo párpados relativamente pesados, tienen una mirada fijay fría, mientras que la del hijo es triste y suave. Aunque se cuenta del padre quecomparó la elección de cónyuge con meter la mano en un saco lleno de culebras yanguilas, en que hay siete culebras por cada anguila, él metió cuatro veces la mano y noestamos seguros de lo que le tocó. Harpsfield cuenta en la biografía del hijo Tomás:«Cuando el padre oía cómo los hombres acusaban a sus mujeres de pendencieras, solíadecir, divertido, que las acusaban sin razón, pues sólo existía una única mujer mala en elmundo, y cada marido pensaba que era la suya»[5]. Es de suponer que el juez sabía dequé hablaba, pero no se desanimaba. Cuando se casó por cuarta vez frisaba los setenta;la tercera madrastra no solamente le sobrevivió a él, sino también a Tomás, quien, por eltestamento de su padre, de 1527, no recibió casi nada cuando en 1530 murió Sir John. Elhijo no se lo tomó a mal, no sólo porque en aquellos tiempos dispusiera de ingresosconsiderables, sino porque en su naturaleza estaba arraigado el espíritu de pobreza, quele hacía insensible frente los reveses materiales de la vida. De esta manera, su relacióncon sus madrastras no se vio envenenada por querellas de herencia. «Habría dificultadespara encontrar a personas que se entiendan tan bien con su madre como él con sumadrastra –escribe Erasmo en una carta a Hutten–. Su padre se había casado ya con lasegunda, y a ambas quería como a su propia madre. Hace poco introdujo a una terceraen su casa: Moro jura por todos los santos que jamás ha visto nada mejor»[6]. Moro nocambió de actitud, tampoco cuando empeoró su situación económica, entre 1532 y 1534,tras su dimisión. Tomás aceptaba su «pobreza honrada», que persistiría «mientras vivami madrastra, a quien Dios digne conservar largo tiempo con buena salud»[7]. Sitenemos en cuenta que hay pocas cosas en las que los hombres pierdan tanto la dignidadcomo en querellas por cuestiones de herencia, apreciaremos mejor la nobleza interior deMoro. «Nobleza» era también la modestia que llevaba al Lord-Canciller, ya con más decincuenta años, a arrodillarse ante su padre para pedirle la bendición.

2.

Nada más hermoso y expresivo sobre Tomás Moro como padre de familia –y, por

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ello, también sobre el resto de la casa– que la carta de Erasmo a Hutten que ya hemosmencionado repetidas veces; y ningún testimonio más profundo que las cartas de Tomása su casa, a su mujer y sobre todo a sus hijos. Tenía bastantes ocasiones para escribir,porque con frecuencia los asuntos le retenían días y días en la corte, o permanecíasemanas y hasta meses en misiones diplomáticas en el extranjero. Aún habremos dededicar a los dos matrimonios de Tomás Moro algunas observaciones, relacionadas conel «añadido» a la inscripción sepulcral; por eso, aquí nos interesa sobre todo el padre yeducador. Entre los cuatro hijos del primer matrimonio –el matrimonio con lady Alicequedó sin hijos–, Margaret, nacida en 1505, le era la más cercana. Cuando un díaenfermó gravemente –probablemente de tifus–, cayendo en un sueño parecido al coma, ycuando los médicos y los parientes se daban ya por vencidos, Moro, rezando de rodillas,se acordó de un medicamento y se lo dijo a los médicos, avergonzados de no haberpensado en él. Por la medicina que se le dio mientras aún dormía, la enferma despertó,aunque seguía mostrando «signos claros e innegables de muerte». Pero consiguió sanartotalmente, y «todos estaban convencidos de que había sido solamente por la fervorosaoración de su padre»[1]. Éste, más tarde, dijo –e iba totalmente en serio– que, siMargaret hubiese muerto, él se habría retirado enteramente del mundo. Si cierto es quequería cariñosamente a todos sus hijos: Elizabeth, Cicely y John, tampoco se puedenegar que aún más quería a su Margaret y que lo demostraba bien a las claras; a vecesincluso de manera demasiado patente, lo que podría hacernos pensar que los otros hijosquizá hubiesen podido estar celosos y tristes. Precisamente durante el tiempo de prisión,la hija mayor ocupa el primer lugar en el corazón del padre; la correspondencia con ellaentre la detención y la muerte es no sólo la fuente más emocionante, sino también la másreveladora para asomarse al corazón de Tomás.

Sabemos por Nicholas Harpsfield que Margaret tenía un extraordinario talento y unaexcelente instrucción. Se supone que hasta hizo ediciones críticas de textos latinos maltransmitidos. Erasmo la admiraba, le dedicó un pequeño escrito y la dejó traducir suTratado sobre el Padrenuestro. Tomás estaba muy orgulloso de su culta hija y noescondía su luz bajo el celemín. «Una noche –así escribe («a medianoche del 11 deseptiembre [de 1522], en la corte»)–, estaba sentado junto al obispo de Exeter; es unhombre muy culto y de muy buena reputación. A lo largo de la conversación busqué undocumento en mi cartera.... y por equivocación saqué también una de tus cartas y se laentregué al obispo, junto con los otros papeles. A Su Excelencia en seguida le llamó laatención la bonita letra, por lo cual miró más detalladamente la carta. De la firma dedujoque el remitente era una mujer. Y ya no pudo contener la curiosidad y comenzó a leerla.De pasada le dije que tú la habías escrito, y tuve que reafirmárselo repetidas veces,porque no me lo creía. Sólo quiero darte una idea de su opinión. Al terminar de leerla,

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dijo que una carta así..., pero, ¿por qué no unir mi opinión a la suya? Admiró tu brillantelatín y toda tu sabiduría, pero también alabó las expresiones de tu amor filial hacia mí. Aloír tal elogio, también le enseñé tus ejercicios de retórica. También leyó lospoemas...»[2]. No podemos contener la sonrisa al darnos cuenta de que el orgullosopadre, según parece, llevaba consigo todos los escritos de su hija predilecta. Morocontinúa diciendo que el obispo le había obligado a aceptar una moneda de oro para unahija tan inteligente, y para no parecer inoportuno o incluso aprovechado, ya no habíapodido enseñarle las cartas de los otros hijos. Esto es muy característico de lasensibilidad de Moro. Quiere, con una explicación natural, aminorar la impresión de supredilección por Margaret y no causar la de desconsideración para con los otros hijos.

En otra ocasión, un año después, Moro recibió y leyó una carta de su hija mientrasReginald Pole estaba de visita[3]. De nuevo nos informa Tomás cuán impresionado yhasta lleno de incrédulo asombro estaba el joven y noble señor ante tanta cultura ysabiduría. Y prosigue: «La fortuna no te quiere bien; pues los éxitos, alcanzados gracias atrabajos realizados con mucho sudor, jamás los podrás disfrutar; nunca tus escritos seconsiderarán como tus propias obras; todos sospecharán que alguien te ayudó alcomponerlas; hasta pudiera ser que creyesen que las habías copiado... Mi queridísimaMargaret, sabes muy bien que tu nombre nunca podrá ser muy célebre, y aun así siguescultivando tus conocimientos y tus virtudes... Sientes tan gran cariño por tu marido y pormí que te bastamos enteramente como auditorio. Por nuestra parte rezamos por ti, paraque el parto cercano sea fácil y feliz. Que Dios y la Bienaventurada siempre VirgenMaría te concedan dar a luz fácilmente y sin dificultades; nos obsequiarás con undescendiente que esperamos sea en todo, menos en el sexo, parecido a la madre»[4]. Ycomo enseguida se dio cuenta de la injusticia que –recogiendo un prejuicio de aquellostiempos– encerraba esta última frase, y viendo que estaba contradiciendo sus propiosprincipios educativos, agrega: «Conozco a una mujer, que, por ser mujer, nunca llegará ala celebridad que en verdad merece; con sus especiales esfuerzos en las ciencias y en lasvirtudes de una buena madre intenta corregir esta desventaja. Naturalmente, prefiero estamujer que tres muchachos. Adiós, mi queridísima hija»[5].

Aunque existieron, sobre todo en los círculos de la alta nobleza, mujeres importantesy con influencia, e incluso reinas por título propio, como Isabel de Castilla o más tarde,precisamente en Inglaterra, María I e Isabel I y, en Escocia, María Estuardo; y aunqueen el ámbito religioso siempre hubo grandes santas, abadesas, monjas, esto –como seevidencia por la carta de Moro– seguía siendo una excepción: el elemento femenino notenía importancia en la vida pública o en el ámbito extrafamiliar. Tanto más merece seranotado el camino nada convencional, casi se puede decir espectacular, que Tomásemprendió en la educación de sus hijas. Margaret, Elizabeth, Cicely aprendieron –igual

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que su hermano John– el latín y el griego, y fueron instruidas en teología, filosofía,lógica, matemáticas y astronomía. No buscaba Moro una mera igualación exterior de lossexos en materia cultural, sino la igualación en la formación personal, algo que deducíade la igualdad de las almas a los ojos de Dios. «Casi todos los mortales son de la opinión–escribió Erasmo en 1521 a su amigo Guillaume Budé (Budaeus)– de que las cienciasson dañinas para la inocencia y la buena reputación de una muchacha. Hasta hace pocotambién yo sostenía esa opinión. Moro me ha sacado de ese error; la inocencia de unamuchacha la ponen en peligro dos cosas: la ociosidad y el juego desbordante; pero si sededica a las ciencias no caerá en esos defectos. ¿Acaso hay alguien con quien sea másdifícil entenderse que con una persona inculta? Si la fidelidad y el amor conyugal sefundan en una concordancia de las almas, y no se quedan en mera concupiscencia, nofaltará la armonía en la convivencia»[6].

Tomás no era un representante de la «emancipación» femenina en el sentido que hoyse le da: como igualdad funcional de hombre y mujer en la sociedad. Erudición y cultura–como todo lo demás en la vida– significaban para él formas específicas de expresar lapiedad, medios de perfeccionamiento de la personalidad, por amor a Dios y a loshombres. Pero excluir de ello a la mujer, sólo por ser mujer, le parecía necio, injusto ypecaminoso. La carta del preocupado padre al educador de sus hijos, William Gonell,expresa una conciencia muy clara de la jerarquía correcta de los valores en la formación:«Su belleza natural (la de los niños) no debe sufrir por falta de aseo, pero tampoco debeacentuarse con todos los medios artificiales posibles. Lo esencial debe ser para ellos unavida virtuosa; el estudio debe ocupar sólo el segundo lugar; por eso deben estudiaraquellas asignaturas que les conduzcan a ser fieles a Dios, a amar al prójimo, a sermodestos y tener humildad cristiana frente a sí mismos. Entonces les caerá en suerte lagracia de una vida de buena reputación; entonces no se asustarán pensando en la muerte;pues sus corazones estarán llenos de la verdadera alegría»[7]. Sin duda, éstas sonpalabras que hoy en día asombrarán a todos los que conocen la falta de alegría de muchagente joven en sus estudios y en su vida. Moro continúa: «No necesito deciros que tantoel hombre como la mujer pueden tener éxito en las ciencias. Pues hablan el lenguajecomún de los hombres. A ambos dio la naturaleza el entendimiento, que les diferencia delos animales. Con el mismo derecho pueden, pues, estudiar el hombre y la mujer, puestoque su entendimiento les da la posibilidad... Algunas personas dicen que la inteligencia delas mujeres es limitada o que sólo pueden crear cosas insignificantes y que no ejercennunca de manera correcta las ciencias. Con tales palabras es natural que se intimide a lasmujeres; si todo eso fuese verdad, sería aún más necesario que las mujeres gozaran deuna buena formación, literaria y en todas las ciencias, para poder, aplicándola, reparar taldetrimento de la naturaleza. Ya las personas cultas y los santos de tiempos lejanos fueron

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de la misma opinión que yo. Para confirmarla sólo quiero citar a San Jerónimo y a SanAgustín; amonestaban a las matronas honradas y las vírgenes de buena reputación queno desatendieran su formación... Mi discreto Gonell, hacedme el favor de que mis hijitaspequeñas estudien las obras de aquellos hombres santos. Sólo así entenderán qué metahan de tener sus esfuerzos. Desearán enriquecerse sólo con la protección de Dios y conuna buena conciencia; paz y calma interior serán su consuelo; elogios y adulaciones noles moverán y las burlas tontas de los incultos no les herirán»[8].

Moro no se contenta con indicar metas didácticas, sino que muestra al preceptor losfines y los medios de la educación. «Querido Gonell, el orgullo es un mal que sólodifícilmente se puede extirpar; por eso y desde temprana edad se ha de poner esfuerzopara no permitir que aflore demasiado. Este mal es tan obstinado por varias razones:Apenas llegamos al mundo cuando ya nos es implantado en nuestros sensibles corazonesde niño, después es casi cultivado por los maestros y fomentado por los padres. Ya nadiequiere enseñar el bien sin exigir de inmediato una alabanza como recompensa. Y si unose acostumbra a ser alabado por las masas, es decir, por gente insignificante, al final seavergüenza de ser contado entre los honrados. A todo trance quiero apartar a mis hijosde tal desgracia. Vosotros, mi querido Gonell, mi mujer y todos mis amigos, tenéis queexplicarles lo reprochable e indigna que es tal gloria efímera. Tenéis que explicarles quenada es más adecuado que aquella humilde modestia que Cristo nos recomiendarepetidas veces. Actuad con prudente caridad: instruidlos en la virtud, sin censurar elvicio; pues con amor alcanzaréis más que con rigidez. Quien desee procedercautelosamente, lea los escritos de los Padres de la Iglesia; nunca se enfurecieron. Susantidad, que nos mueve a la obediencia, nos exhorta a imitarlos»[9].

Ciertamente Sir Thomas era un humanista de primer rango, pero sus ideas sobre laimportancia de los diferentes aspectos en la formación se deduce de esa última frase, enconexión con la siguiente: «Si aparte de Salustio leyerais algo de eso con Margaret eElizabeth (Cicely y John aún no son suficientemente maduros), os quedaría muyagradecido»[10]. Esta importante carta lleva al final la nota: «Escrita en la corte, en laVigilia de Pentecostés». Casi se ve al padre, apartado de su familia por sus deberesprofesionales y sin poder celebrar la bonita fiesta con su mujer, sus hijos y quieneshabitan en su casa. Se preocupa por sus hijos, por sus talentos y su desarrollo.Preocupado y cariñoso, consciente de su responsabilidad por su bienestar temporal y susalvación eterna, piensa en ellos. De ahí nace esa instrucción pedagógica para Gonell.

Erasmo considera como algo al menos notable que en la familia de Moro no hubiese«escenas ni palizas». El mismo Tomás recuerda a sus hijos que, cuando había sidonecesario pegarles, lo había hecho con plumas de un pavo real. Esta delicadeza y este

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respeto por la dignidad del niño, tan desusada en aquellos tiempos, no significaba quefaltaran la autoridad y la disciplina o que se mimase a los niños. La correspondencia entreellos y el padre fue siempre en latín, hasta que se hicieron mayores. Esperaba,inexorablemente y sin aceptar disculpas, una carta al día. Tomás comunica a sus jóvenescorresponsales el mejor modo de componer esa epístola, testimonio y deber de amorfilial al mismo tiempo que ejercicio de latín: «Aun así quiero daros un buen consejo:Escribid siempre con reflexión y esmero, sin mirar si el tema es serio o no. Para nadadaña que primero lo escribáis en inglés. Después podéis transcribirlo con mucha mayorfacilidad al latín. Pues ya sólo tenéis que atender al buen estilo. Aunque en verdad estoos lo tendría que dejar a vuestro arbitrio, pero quiero advertiros de que examinéis todocon exactitud antes de ponerlo en limpio. Si consideráis que el orden en general es bueno,atended a las frases y examinad su construcción una por una. Así no se os pasaráninguna falta. Cuando las hayáis corregido todas, copiad otra vez toda la carta y volved aleerla, pues fácilmente sucede que se vuelven a copiar faltas ya corregidas»[11]. No hayduda: no era tan fácil ser niño en aquellos tiempos. El pequeño John, nacido en 1509,seguramente tenía dificultades al lado de sus hermanas mayores, y sobre todo deMargaret, que era de tan alta inteligencia. Con la delicadeza que también se debe a unniño, Tomás le ayuda a superar posibles sentimientos de inferioridad: «Si quiero deverdad ser sincero, he de reconocer que la carta de John es la que más me ha alegrado –se dice en una carta a la chiquillería–. Pues en primer lugar es quien escribe másdetalladamente, y además parece que se esfuerza un poco más que los otros. Narra losacontecimientos del día con viveza; también ordena sus pensamientos de manera muylógica. Y además entiende cómo bromear conmigo. Contesta a mis bromas de maneraingeniosa, pero sin pasarse, pues no olvida con quién está bromeando. Quiere regocijar alpadre con sus chanzas, pero tiene cuidado de no perderle el respeto»[12]. Aun así, lapredilecta era Margaret, y mucho se tendrá que buscar antes de encontrar en la historia oen la literatura una amistad comparable entre padre e hija. Como hija mayor ocupa unaposición de especial confianza y es algo así como una ayudante en la educación de loshermanos menores. «Te pido, Margaret, me tengas al corriente de vuestros estudios.Preferiría renunciar a mis cargos y mis negocios, y con ello a mis ingresos, y dedicarme amis hijos y a mi casa, a saber que algunos de los míos permitiera que sus fuerzas sedebilitaran en la holgazanería. A nadie de mi familia quiero más que a ti, dulce y pequeñahija. Adiós»[13]. Cuando, teniendo trece años, Margaret le pide dinero –no sabemos conqué fin–, Tomás le responde: «Pides a tu padre dinero con demasiada timidez ymoderación, mi querida Margaret; si sabes que siempre me alegro de poder dar.... Temando ahora solamente la cantidad deseada; en verdad me gustaría adjuntar algo más;pero si puedo volver a dar, también puedo volver a deleitarme con la alegría de dar. Puesme gusta que mi hija me pida y me halague un poco; su virtud y su sabiduría me hacen

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quererla en especial. Cuanto antes gastes esta suma en tu manera usual, cuanto antes mevuelvas a pedir más, tanto mayor será mi placer»[14].

Entre los preceptores se nombra, aparte del mencionado Gonell, a un tal Drew[15],además de Richard Hyrde, quien añadió a la traducción de Margaret del tratado deErasmo sobre el Padrenuestro una introducción en inglés, defendiendo el derecho de lamujer a gozar de una formación erudita. Este Richard Hyrde se hizo más tarde médico, ymurió en un viaje a Roma[16]. Pero el más interesante e importante de los profesoresprivados fue Nikolaus Kratzer (1486-1550). Era natural de Munich y llegó a Inglaterra en1517, después de estancias en Colonia y Wittenberg. Nunca consiguió aprendercorrectamente la lengua inglesa, a pesar de permanecer allí varias décadas. En 1519 fuenombrado astrónomo del rey y en 1523 se trasladó a Oxford, donde daba clases deastronomía y geografía[17]. Su trabajo como profesor en Bucklersbury fue muy breve.En esta «escuela» de los Moro su asignatura era la astronomía.

El término de «escuela» alude al hecho de que no sólo recibían clases los hijos deMoro, sino también los de todos los moradores de la casa, y eran bastantes; entre ellos seencontraba Margaret Giggs (o Gyge), «la hermana de leche» de Margaret More, a la queTomás aplicaba también buena parte de su cariño por su hija mayor. En las cartas a sushijos siempre menciona a Margaret Gyge, que le era tan cercana como si fuera hija suyay «a quien amaba –dice– como a una de sus hijas»[18]. Era tan culta como los hijos deMoro, sabía griego y tenía buenos conocimientos de matemáticas y medicina. Se casócon John Clement, que también pertenecía al círculo doméstico de Tomás Moro y que,siendo joven, acompañó a Tomás en su viaje a Flandes de 1515; Tomás le inmortalizó alincluirle en la «Utopía». Cuando Holbein llegó a Chelsea en 1527, Margaret Giggs yJohn Clement, un año más tarde médico de la corte, eran ya pareja desde hacía tiempo.De la «escuela» formaban también parte: Alice Middleton, hija del primer matrimonio delady Alice y más tarde esposa de Sir Giles Alington; Margaret à Barrow, la futura esposade Sir Thomas Elyot, de quien Holbein creó en 1532 un maravilloso retrato; y AnneCresacre, pupila de Moro y posterior nuera.

«Tomás Moro manda saludos a toda su escuela –así comienza el padre de escuela yfamilia su carta de 23 de marzo de 1521, escrita «en la corte»–. Mirad el saludo tanuniversal que he encontrado para ahorrar tiempo y papel, que de otra manera hubieradesperdiciado enumerando todos los nombres, uno por uno. Y encima mi esfuerzo habríasido en vano, puesto que –a pesar de que a cada uno os quiero bajo un nombre especial,de forma que no hubiera olvidado saludar a nadie– bajo ningún nombre os quiero másque bajo el de “escolar”. Vuestro afán de saber me une a vosotros casi más que los lazosfamiliares... Si no os quisiera tanto os envidiaría por la suerte de tener tantos profesores ytan excelentes. Pero creo que ya no necesitáis al maestro Nikolaus, porque habéis

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aprendido todo lo que os ha enseñado sobre astronomía. Sé que habéis avanzado tantoen esta ciencia que no sólo podéis indicar la Estrella Polar o Sirius, sino tambiéncualquiera de las estrellas comunes. ¡Estáis incluso en condiciones –para lo que hace faltatener las cualidades de un astrónomo perfecto– de distinguir, entre los cuerpos celestesespeciales e importantes, el sol de la luna! Pues, ¡adelante en esta ciencia nueva yadmirable por la cual llegáis a las estrellas! Pero mientras observáis éstas con afán, teneden cuenta que este tiempo sagrado de la Cuaresma os recuerda –y el bello poema sagradode Boecio[19] resuena en vuestros oídos– elevar también vuestro espíritu al cielo, paraque el alma no baje la mirada hacia la tierra, como lo hacen los animales, mientras quesólo el cuerpo se erige. Adiós, queridos».

Es ésta una carta especialmente característica y amable; en ella se concentran y seunen rasgos muy propios de la personalidad de Tomás Moro, resumidos en pocas frases:su seria jocosidad, que sabe adaptarse a niños de toda edad –el pequeño John cuentadoce años–; su seriedad llena de humor y de chanzas, pero siempre con doble fondo, unaseriedad que sabe ganarse, sonriendo y como de pasada, a los niños. Siempre mantiene lajerarquía de valores, incluso en los asuntos más pequeños y aparentementeinsignificantes: la ciencia, la erudición, la astronomía, todo ello es bueno; la mirada alcielo estrellado, muy bien..., pero lo más importante: ¡sursum corda!

La casa de Moro es un pequeño mundo, en el que no sólo se ejercen las ciencias y secome, se estudia, se trabaja y se reza en común, sino que también hay bodas. Elsecretario privado, John Harris, se casa con Dorothy Colly, camarera de la hija Margaret;el hijo John toma por esposa a Anne Cresacre, pupila de Moro. Cuando Holbein dibujó alos dos en 1527, John tenía dieciocho y Anne quince años, y los dos ya eran novios. Elnieto de esta pareja, Cresacre More, escribió la biografía de su bisabuelo, y los actualesdescendientes de Sir Thomas –el último descendiente masculino murió en 1795–proceden de John y Anne[20].

En la introducción de Hitchcok al Life of More de Roper se dice: «Cuatro siglosdespués de la ejecución de Moro siguen transmitiendo su nombre. El vaso, corriente, delLord-Canciller y el bastón de paseo, en madera, del obispo (John Fisher) son susmayores bienes... Ningún objeto precioso, herencia de pompa real, es comparable a estaherencia del pequeño Thomas More»[21]. Naturalmente, también hoy existe un buennúmero de descendientes de Tomás Moro –Stapleton habla de veintiún nietos de SirThomas[22]–, probablemente más incluso que los registrados genealógicamente. Lashijas menores de Moro, Elizabeth, de diecinueve años, y Cicely, un año menor, secasaron el mismo día: el 29 de septiembre de 1525, en la capilla privada de su suegroAlington. Elizabeth se casó con el cortesano William Dauncey, y Cicely con Giles Heron,hijo de Sir John Heron, tesorero de la Casa Real. Giles también había sido una vez pupilo

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de quien ahora era yerno. A la vista de todos estos entrelazamientos familiares en casa delos Moro uno instintivamente piensa en la palabra «clan». Es un ejemplo de la formaciónde una capa social directiva a través de casamientos homogéneos.

Nos queda Margaret. También su marido, William Roper, había vivido tres años encasa de Moro. Descendía de una excelente familia de juristas, y tenía aproximadamenteveintitrés años cuando se casó el 2 de julio de 1521 con la hija predilecta del Subcancillerdel Tesoro; ella aún no contaba dieciséis años. Poco después escribía Tomás a la jovenesposa: «Por eso estoy contento al leer que has decidido dedicarte con tanto esmero a lafilosofía, para compensar en el futuro, con serios esfuerzos, lo que piensas haber perdidoen el pasado por dejadez. Querida Margaret, nunca te he visto negligente. Y tuextraordinaria cultura en todos los campos de la literatura demuestra los buenosprogresos que has hecho. Así pues, me permito entender tus palabras como prueba de tugran modestia, que te mueve a culparte sin motivo de pereza antes que a presumir con tudiligencia. Pero también podría ser que ahora intentaras dedicarte tan seriamente a losestudios que, comparando tu actual esfuerzo con tu anterior diligencia, ésta parezcavagancia. Si es esto lo que quieres decirme, Margaret –y así lo creo–, nada me podríaalegrar más, y para ti, querida hija, nada sería de mayor provecho. Aunque esperoseriamente te dediques el resto de tu vida a la ciencia médica y a la literatura espiritual,de manera que estés bien preparada para todos los casos de la vida (con un espíritu sanoen un cuerpo sano); y aunque sepa que ya has puesto la base para estos estudios, y quesiempre existirán posibilidades de seguir construyendo este edificio, soy de la opinión deque aún has de dedicar unos años de tu floreciente juventud, para tu provecho, a lasciencias humanas y a las llamadas “artes liberales”. No necesito ni mencionar que talesestudios forman y perfeccionan el buen juicio. Me encantaría seguir conversando contigomucho tiempo de estos temas, querida Margaret; pero acabo de ser interrumpido porpajes que han traído la cena. He de tener consideración con los demás, aunque seamenos agradable cenar que hablar contigo. Adiós, mi hija más querida, y da saludos a miquerido hijo, tu esposo. Me alegro mucho de que se dedique a los mismos estudios quetú. Siempre sigo la costumbre de aconsejarte te sometas en todo a tu marido. Pero ahora,por el contrario, te doy plena libertad para aventajarle en los conocimientos de lossistemas celestes. Otra vez, adiós. Saludos a todos los que estén a tu alrededor, pero antetodo a tu maestro»[23].

«Conocimientos de los sistemas celestes»: éste es el concepto clave. Durante muchosaños, Sir Thomas y su yerno no coincidían en su apreciación de estos «conocimientos» –si, por esta vez, entendemos que el término se refiere a la fe cristiana–. Para Moro, sobreel joven matrimonio de su hija se cernían densas nubes: Roper era adicto a la doctrina deLutero. Esto –prescindiendo de otras consideraciones–, en aquellos tiempos y en casa de

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un servidor del Estado de Inglaterra que ocupaba un puesto alto, era un escándalo. ParaTomás significaba mucho más: le causaba un profundo dolor. Harpsfield relata: «ElMaestro Roper no se contentaba con hablar en voz baja de su nueva fe, sino queanhelaba propagarla. Creía estar en muy buenas condiciones para hacerlo, incluso desdeel púlpito de la iglesia de San Pablo. Sí, tenía tan grandes deseos de fomentar y dedifundir la nueva doctrina de Lutero y se complacía tanto en su propio papel, que a nadaaspiraba más ardientemente que a un púlpito. Para realizar este deseo necio, con muchogusto habría prescindido de parte considerable de sus tierras»[24]. Roper era un hombrede buena cepa: inteligente, aplicado, generoso y, ante todo, sincero. Pero además eratozudo, incluso obstinado, y de temperamento violento. Si algo le dominaba yentusiasmaba, se aferraba a ello. No se le podía ni convencer ni disuadir de nada. Sólo semantenía en él aquello a lo que había llegado por sí mismo. Se había enterado de Luteroy de la extensión de la Reforma en el Imperio a través de comerciantes alemanesresidentes en Londres. Enraizó en él la convicción de la justificación sólo por la fe y de lainutilidad de las buenas obras para la salvación eterna. Moro presentó contra loscomerciantes una queja oficial por haber propagado doctrinas heréticas. El cardenalWolsey invitó a un interrogatorio también a Roper, junto con otros ingleses y conalemanes. Mientras que los otros fueron puestos en la picota, aquél fue liberado con unamera «amonestación amistosa», por consideración con el suegro. Pero nada podía hacercambiar la opinión del joven. Los discursos y razonamientos no conseguían éxito alguno.«Meg –dijo Tomás a su hija Margaret–, he tenido mucho tiempo paciencia con tumarido. He hablado y discutido con él sobre cuestiones religiosas, y siempre le he dadoconsejos paternales, según me lo permitían mis débiles fuerzas. Pero no veo que todoello sea capaz de apartarlo de sus ideas. Por eso ya no quiero seguir más tiempopeleando y discutiendo, sino dejarlo a su azar y otra vez volverme hacia Dios por algúntiempo y rezar por él»[25].

Así como Nicodemo, José de Arimatea y otros visitaban sólo a escondidas y denoche a Jesús, a pesar de que en aquellos días su vida pública estaba en el cénit y noparecía haber peligro, siendo ellos mismos quienes después, en tiempos de persecucióntras su muerte, se declararon discípulos suyos, así actuaron también los yernos de Moro,Roper y Giles Heron. Y no sólo eso. Heron, un joven también bastante difícil en vida desu suegro, le siguió a la muerte cinco años más tarde. Fue ejecutado en 1540, siendovíctima de testimonios falsos, igual que Sir Thomas. William Roper retornó a la Iglesiacatólica antes de 1533. Defendió apasionadamente la fe tradicional e hizo –continuandocon la obra caritativa de Moro– donaciones generosas, sobre todo para el asilo de pobresen Chelsea que fundara Tomás. Ayudó a católicos apremiados, con prudencia, fortaleza ymucha valentía personal, ocupándose de hermanos suyos en la fe que habían caído en la

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miseria o estaban presos. En 1542 fue encarcelado por algún tiempo. Durante el reinadode Isabel I lo llevaron ante los tribunales a causa de la ayuda prestada a fugitivoscatólicos. En conjunto la cosa terminó bien. Hasta le fue permitido seguir ejerciendo laprofesión de abogado, si prometía «portarse bien». Murió con casi ochenta años en1578[26], treinta y cuatro años después que su mujer. Ésta siempre había seguido siendola intrépida y cariñosa mujer, muy influenciada por su padre. Cuando los mensajeros delrey aparecieron para registrar la casa después de la ejecución de Moro y del arresto de suesposo, se sorprendieron al encontrar a una mujer calmada y serena, dando clase a sushijos. Con la misma sangre fría salvó la cabeza y las anotaciones de su padre. Consiguióel permiso de quedárselas «for her consolation». Murió en las Navidades de 1544, a lostreinta y nueve años, tres antes que su hermano John, que –habiendo permanecidosiempre a la sombra de Margaret, mientras vivió ésta– se encargó, con sus nueve hijos,de dar continuidad a la familia Moro.

3.

Nadie de su familia, consanguíneo o no, fue infiel en los momentos de persecución ode máximo peligro personal –y momentos así los hubo: una y otra vez, a partir de 1534 ydurante tres decenios–, ninguno se apartó de Tomás o renegó de él: esto es algo muyextraordinario y, en el fondo, da aún más testimonio a favor de Tomás que todos losrecuerdos y todas las anécdotas que han llegado hasta nosotros. Por otra parte, tambiénse puede decir que con estas pruebas concretas de fidelidad, las numerosas tradicionesorales y escritas referentes a la personalidad y la vida de Moro adquieren una grancredibilidad. Es posible que algunos detalles hayan sido adornados, como en las leyendas,pero el cuadro en su conjunto indudablemente es verídico.

Pero, ¿cómo es ese cuadro? Se compone de muchísimos rasgos individuales, que ensu totalidad se condensan en la vida familiar de Moro, como en una probeta. Nos hemosde figurar este hogar, que primero se encontraba en Bucklersbury y desde 1524 enChelsea, como un pequeño universo. Lleno de vida y de calor, en armonía con el granuniverso gracias a Tomás Moro, conservado en orden por lady Alice. De nuevo Erasmo,huésped de los Moro durante un tiempo largo e intenso, es testigo de excepción. Ya sudescripción del porte externo del amigo y de sus costumbres de vida nos transmite elambiente. Del señor de la casa, del padre de familia se pueden extraer conclusiones sobrela casa y la familia. «En cuanto a su figura y sus medidas –relata Erasmo a Hutten– ni esdemasiado flaco ni llamativamente pequeño. En conjunto, la armonía de todos losmiembros es tal que se cumplen todos los cánones. El color de la tez es blanco, la caratiende más a un brillo claro que a la palidez, aunque al mismo tiempo está muy lejos de la

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rojez; si acaso, trasluce sólo un rosa pálido. El rubio de su pelo tira a oscuro o, siprefieres, es de una oscuridad que tira a rubio. La barba es escasa. Los ojos son de ungris azulado y están salpicados de pequeñas manchas, lo cual suele indicar una naturalezaextremadamente favorable. Entre los británicos se considera atractiva, mientras que aquínos atrae más la negrura. Se suele decir que ninguna clase de ojos se ve menos turbadapor los vicios. La expresión corresponde a su naturaleza. Siempre es simpático, tiende ala risa, y por decirlo francamente, está hecho más para las bromas que para la seriedad yla dignidad, aunque esté muy lejos de la gracia inadecuada y de lo bufonesco. El hombroderecho parece un poco más alto que el izquierdo, sobre todo al andar. Esto no viene denacimiento, sino por costumbre, pues muchas cosas de ese estilo suelen adherirse anosotros. En el resto de su figura no hay nada llamativo. Sólo las manos son un poco lasde un campesino, si se comparan con la restante apariencia de su figura... El donaire quetuvo de joven aún se vislumbra: yo mismo conozco a este hombre desde que teníaveintitrés años; ahora no tiene mucho más de cuarenta»[1]. La salud de Moro, Erasmo lallama buena, pero dando a entender que su constitución en el fondo no es robusta. «Suvoz no es potente, pero tampoco excesivamente fina, sino de tal manera que entrafácilmente por el oído. No es sonora ni suave, sino simplemente la de un “hablante”;pues no parece estar dotada por la naturaleza para cantar, aunque se deleite con todaclase de música. Su habla es admirablemente clara y articulada. No posee ningunaprecipitación ni se entrecorta»[2]. La moderación, la modestia, casi la austeridadcaracterizan el comportamiento personal de Moro, ya se trate de placeres de la mesa o dela moda: «No he conocido persona menos especial a la hora de elegir comidas. Hasta suadolescencia sólo le gustaba beber agua... pero para no molestar a nadie, engañaba a susinvitados bebiendo, de un vaso de estaño, cerveza muy aguada y con frecuencia tambiénagua clara. El vino lo probaba a veces a sorbitos, para no dar la impresión de que lorechazaba por completo y para acostumbrarse a los deberes sociales, puesto que allí setiene por costumbre invitarse mutuamente a beber del mismo vaso. Prefiere comer carnede buey, pescados salados o panes pesados de levadura que esas comidas quecomúnmente se cuentan entre los manjares exquisitos, pero en lo demás no le disgustanlos placeres inocentes del cuerpo. Siempre le han gustado, más que nada, los productoslácteos y la fruta de toda clase. Los platos de huevo los cuenta entre los platos finos... Sedeleita con un atavío sencillo, no lleva seda, púrpura o cadenas de oro, excepto cuandono tiene libertad para no ponérselas. Es maravilloso poder decir lo poco que se preocupadel ceremonial, por el que la gran masa de gente juzga la finura de los modales. No loexige de nadie, y se lo tributa a otros sin timidez, en reuniones y en sociedad; cuandoquiere hacer uso de él, lo domina completamente. Pero le parece afeminado e indigno deun hombre desperdiciar gran parte del tiempo con tales tonterías»[3].

Dicho de otra manera: Tomás vive el ascetismo de una manera muy natural y

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disimulada, nunca demostrativa, nunca sombría o amarga. Su espíritu de pobreza no estáhecho para avergonzar a su entorno, sino para animarle, en silencio y si fuese posible sinser advertido, a la imitación de Cristo. Si mi Señor, mi hermano y amigo, se haalimentado y vestido de manera muy sencilla; si ha habitado y dormido de la manera máshumilde, yo no puedo darme a la glotonería y a la pompa y al lujo. Pero eso no excluyela fiesta alegre, la representación adecuada, en las que la alegría y el honor sirven a Dios.Así es como opinaba y sentía Moro. Por eso no exigía ceremonias para sí, a no ser queel rey, su señor en la tierra, fuese honrado con ellas. La bella cadena dorada, símbolo desu cargo, no la llevaba como adorno, sino como signo visible de ser responsable; a losgrandes del mundo les daba los honores que les correspondían, sin estiramientos niagarrotamientos y sin servilismos («sin timidez», dice Erasmo), pero con totalcorrección.

Erasmo, uno de los grandes talentos para la amistad en nuestra historia y nuestracultura, resalta de manera especial este rasgo de Moro: «Parece haber nacido, haber sidocreado para la amistad. Es su más sincero servidor; se aferra firmemente a ella; tampocoteme tener muchos amigos... está abierto a todo el mundo para cerrar la alianza de laamistad. No es especial a la hora de elegir sus amigos; al mismo tiempo, es el que conmás atención se dedica a fomentarla, el más constante en su adhesión a ella. En caso deencontrarse con alguien cuyas faltas él no puede sanar, lo despide cuando se presenta laocasión, disolviendo, no rompiendo la amistad. Goza en tal manera del trato y de losrelatos de las personas que considera veraces y adecuados a su propia manera de ser, queve en ello la mayor alegría en la vida. Porque por el juego de la pelota, los dados, lascartas y otros juegos con los que la mayoría de los nobles suelen engañar suaburrimiento, siente una gran antipatía. Así como apenas hay quien se cuide menos desus propias ventajas, así nadie hay más diligente en todos los favores de la amistad.¿Para qué tantas palabras? Quien desee un ejemplo perfecto de amistad verdadera no loencontrará en nadie mejor que en Moro»[4]. Amistad, alegría, confianza, benevolencia,tacto: todo eso está estrechamente relacionado, y si falta sólo uno de los elementos, todoslos demás perderán fuerza y se resquebrajarán. Tan grande como su naturalidad ensociedad era su educación humana: dos caras de una misma actitud noble. Le gustabareír y de vez en cuando también se burlaba de alguien, pero sin dureza y sin esarepugnante y desagradable actitud que proviene de la frialdad. En el cuadro de la familiaque dibujara Holbein también se ve al bufón de la casa, Henry Patenson, quien se teníaque ocupar de la parte más burda del buen humor y también de los comentarios y lascorrecciones que necesita la convivencia diaria de una familia grande, en una pedagogía,por así decir, no oficial y «como de pasada». En eso Tomás era hombre de su época yno veía nada humanamente cruel o denigrante en el papel del bufón –representado a

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veces por desgraciados, liliputienses, enanos, deformes–. De ese gusto de su tiempo essíntoma también el recrearse con rarezas y anormalidades, vivas o muertas: «Su mayordiversión es la observación de las figuras, las características y la percepción de losdiversos seres vivientes –cuenta Erasmo–. Por eso no hay casi clase de pájaro que nomantuviera en su casa, o de cualquier otro animal, generalmente raro, como un mono, unhurón, una comadreja y otros por el estilo. Si encuentra algún animal que sea exótico ocurioso por algún motivo, suele adquirirlo con gran pasión. Su casa está llena de cosas deeste tipo, de manera que uno se encuentra a cada paso con algo atrayente a los ojos delos que entran»[5]. Pero su verdadera alegría –añade el autor de la carta– consistía parael propietario de estas curiosidades en la admiración y en la alegría de sus visitantes oinvitados.

Es verdad que en la casa reinaban la sencillez y la alegría, que «nunca caía un criadoen desgracia», que no tenían lugar escenas de palos y gritos; pero esto no basta paracaracterizar una forma de vida doméstica que dio su impronta a todos sus miembros ylos conservó firmes en la fe y en la fidelidad. Casi se puede decir que en aquel hogar deChelsea, las circunstancias exteriores, es decir, los espacios, estaban dimensionados contanta generosidad como el espíritu y el corazón de las personas que los habitaban.Erasmo, a aquella casa la llamó una «academia platónica con fundamentos cristianos». YChambers habló de «utopías patriarcales-monásticas»[6]. En ambas denominacionesresuena algo de un equilibrio entre los elementos cristiano-eclesiales y los humanístico-terrenales, como si se tratase de dos esferas diferentes, aunque armómicamentecoordinadas. Espontáneamente, uno se pregunta si esta afirmación es verídica. O si noera solamente una esfera, la de la imitación concreta de Cristo, vivida o intentada vivirpor hombres normales del mundo, poniendo la erudición, la racionalidad, las artes y lasciencias en un puesto de servicio.

Imitación de Cristo: amor a Dios-amor al prójimo. Eso es lo que se notaba, vivo, entoda la casa de Moro. Eso es lo que se reflejaba tanto en el interior como en el exterior.En el exterior: «Moro tenía la costumbre de rezar cada vez que en su casa o en el lugardonde vivía estaba una mujer con dolores de parto –nos cuenta Stapleton–. No dejaba derezar hasta recibir la noticia del buen fin del parto»[7]. Otro ejemplo: repartía limosnasconstantemente, y eso sin examinar la desgracia o a los desgraciados, como hace unfuncionario social, cosa que casi durante dos mil años ha sido natural entre los cristianosy estaba muy bien visto. Las limosnas que daba Moro no eran donaciones anónimas omonedas echadas al pasar, para descargar su conciencia. Y tampoco eran ofrendashechas sin delicadeza, desconcertantes, dando en abundancia. Se nos dice que«acostumbraba a visitar por la noche los más apartados lugares, las calles más oscuras,para localizar y ayudar allí a los pobres vergonzantes. De día visitaba a las familias

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necesitadas y les ayudaba, no repartiendo subvenciones sin importancia, como se suelehacer, sino regalando pequeñas sumas. Mas si su miseria era grande, entonces daba, devez en cuando, hasta una o varias monedas de oro»[8]. Y aun con eso no le bastaba: condinero y ofrendas no está todo hecho, la gente humilde necesita y merece estima. Losancianos, los enfermos y los débiles, además, han menester de ayuda práctica, en elcuerpo y en el alma: «Con frecuencia invitaba a comer a los campesinos de su vecindad,y los recibía alegre y amablemente. A los ricos y nobles visitaba con discreción... nopasaba semana en la que no acogiera algún enfermo para que lo cuidaran. Hasta alquilóen Chelsea una casa grande, en la cual recogía él mismo un cierto número de ancianos ymujeres enfermas, manteniéndolos con su dinero. Durante su ausencia quedabaencomendada la administración de esta “Casa de la Divina Providencia” a MargaretRoper»[9].

Conocemos ciertas obligaciones de la comunidad doméstica de Moro. Los juegos dedados y cartas estaban prohibidos, lo mismo que las «relaciones amorosas» así como susgrados preliminares. Los dormitorios de los criados y de las criadas se encontraban enedificios separados, y, excepto en casos de grave necesidad, estaba estrictamenteprohibido entrar en el «otro» edificio. A pesar de, o mejor dicho: a causa de la reservamantenida entre los sexos, en el entorno de Moro surgieron solamente matrimoniosbuenos. El estudio, la música, la jardinería: esta tríada clásica de la cultura caracterizabala vida en Bucklersbury y Chelsea; mejor dicho: caracterizaba una de sus caras. La otrarecibía su impronta también de una tríada, de tipo espiritual en este caso: Santa Misa,oración, lectura y meditación de los Evangelios. El oficio vespertino de la casa,pronunciado por Tomás siempre que podía estar presente, era algo natural; la Misa losdomingos y días festivos, una obligación. En los grandes días de fiesta toda la comunidaddoméstica celebraba la vigilia y el oficio de medianoche. En los día laborables un familiar(casi siempre Margaret Giggs) leía en el oficio matutino o en las comidas, tomadas encomún, párrafos de la Sagrada Escritura y de los correspondientes comentarios alEvangelio. Tampoco faltaba el coloquio sobre lo leído. Los Viernes Santos todos asistíana la lectura de la Pasión, de que se ocupaba casi siempre el secretario de Moro, JohnHarris.

Moro había erigido una especie de centro espiritual-religioso en el llamado «edificionuevo»[10], situado a unos seiscientos pies del edificio principal, hacia las orillas delTámesis; reunía una capilla, una biblioteca y una galería. Tomás se levantaba a la dos dela madrugada y se dedicaba hasta las siete, hasta la Misa, al trabajo y la oración. Todoslos viernes que podía estar en Chelsea los pasaba leyendo, escribiendo, rezando en el«New Building». Según nos cuenta Stapleton, terminaba diariamente su oración de la

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mañana y de la noche con los siete salmos penitenciales, los salmos introductorios, elsalmo «Beati Immaculati»[11] y la letanía lauretana. Antes de irse a dormir, Tomásllamaba al círculo más estrecho de sus familiares al despacho, rezaba con ellos la oraciónde la noche y después, solo y en voz alta, añadía los salmos «Miserere mei Deus» (LVI),«Ad te, Domine, levavi» (XXIV) y «Deus misereatur nostri» (LXVI); a continuación,mientras hacía una colecta, la Salve, y finalmente el «De profundis» (salmo CXXIX) porlos difuntos[12]. No hay por qué admirarse de ello. ¿No dedican hoy en día algunosoccidentales horas y horas a sus ejercicios de meditación oriental? La vida intelectual yespiritual requiere tiempo. «Si tenía que ejercer un cargo o resolver una situación difícil,nunca dejaba de sacar la fuerza necesaria para la ejecución de su deber de la recepciónfrecuente de la Sagrada Comunión y del rezo fervoroso al Espíritu Santo –comenta unautor–. Si sus deberes se lo permitían, su máxima alegría era visitar alguna de las capillasconocidas. Aunque estuviesen a varias millas de su casa, siempre hacía tales romerías apie»[13]. Moro ayudaba a Misa, acompañaba con su voz de bajo los cánticos delsacerdote, llevaba la cruz en las procesiones. Cuando llegó a ser Lord-Canciller, leinvitaron a ir a caballo en las procesiones, dado que ocupaba tan alta posición. «Deninguna manera quiero seguir a caballo a mi divino Señor, que va andando»,respondió[14]. Y así como Tomás le siguió a pie hasta la cárcel y la muerte, así lesiguieron sus hijos y quienes vivían bajo su techo, en el camino a la Torre de Londres, alpatíbulo o al exilio. El amor a Cristo que había sentido y realizado existencialmente ypagado con su vida, se había contagiado a los suyos, pues es «la enfermedad máscontagiosa» que existe. Les predijo lo que les esperaba en este mundo: «No podemosesperar llegar al cielo en camas muelles y cuando nos apetezca. Éste no es el camino,pues nuestro Señor llegó a través de grandes dolores y sufrimientos. Y el siervo no debeesperar encontrarse en una situación más favorable que su Señor»[15]. Pero también deldestino de los suyos en el otro mundo –me atrevo a utilizar la expresión– se había hechoresponsable. No tiene ningún mérito ser honrado y limpio en tiempos que valoran esto,«pero si llegáis a vivir tiempos en los que nadie os dé buen consejo ni buen ejemplo, enlos que veáis cómo se castiga la virtud y se recompensa el vicio, si entonces permanecéisfirmes y seguís siendo fieles a Dios, por mi vida os digo que seréis considerados justos...,aunque sólo fueseis justos a medias»[16].

4.

El tiempo de la Reforma tiene al norte de los Alpes dos cronistas sobresalientes; y noes casualidad que sean dos alemanes: Lukas Cranach el Mayor (1472-1553) y HansHolbein el Menor (1498-1543); ambos han dejado el testimonio de su época en una seriede retratos. Su incomparable importancia para nosotros reside en el hecho de que nos

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ponen ante los ojos –mejor que cualquier documento escrito– esos personajes sobrecuyas obras, ideas, vidas, reflexionamos. Lo hacen de manera muy real, como«fotografías espiritualizadas»: Lutero es aquel hombre que Cranach fijó tanfrecuentemente en una imagen. Y para siempre veremos el Tomás Moro que nosmuestra Holbein. La transformación radical de Alemania e Inglaterra en la tercera ycuarta década del siglo XVII ha quedado viva para nosotros en los cuadros de Cranachsobre el entorno del monje de Wittenberg y de su príncipe elector, el de Sajonia, y en lasimágenes de Holbein con el mundo de Moro y de la corte de Enrique VIII.

Cuando Holbein llegó en noviembre de 1526 a Chelsea, ya había sido recomendadopor su amigo Erasmo, sobre todo a Tomás Moro; por consejo del propio Erasmo,Holbein quería cambiar el estrecho mundo de Basilea por las posibilidades que esperabaencontrar en un país culturalmente tan ambicioso como Inglaterra. «Tu pintor, queridoErasmo –escribe Sir Thomas el 18 de diciembre de 1526 desde Greenwich– es un artistamaravilloso, pero temo que no encontrará una Inglaterra tan fructífera ni tan provechosacomo espera. Yo por mi parte haré todo lo posible para que no la encuentre demasiadoimproductiva»[1]. También por un desconocido, recomendado por el de Rotterdam,Moro hubiese hecho todo, pero aquel joven de veintiocho años ya era un pintorestimado. Nacido en Augsburgo en 1498 –es decir, veinte años más joven que suanfitrión–, había trabajado como aprendiz con su padre, Hans Holbein el Mayor, ydespués de haber terminado en 1515, se había ido a Basilea. En 1516/17 había viajadopor el norte de Italia, y en 1524 por Francia; de esta manera había conocido el panoramadel arte renacentista europeo en sus centros más importantes. En Basilea tuvo buencontacto con el tipógrafo y editor Froben, con los humanistas de aquel lugar y sobre todocon Erasmo, cuyo libro Elogio de la locura decoró con viñetas y a quien retrató variasveces. Aparte de varias obras de temática religiosa como el Altar de la Pasión en Basilea,el Altar de Oberried en la catedral de Friburgo y, sobre todo, la Virgen del alcalde JacobMeyer, de 1526, fueron ante todo los grabados en madera de la Danza de la Muerte,creados alrededor de 1525, los que le dieron la fama de retratista de rango.

Así pues, pronto se le fueron abriendo las puertas de prestigiosas personalidades en laisla, pero no se abrió verdaderamente paso hasta su segunda visita en 1532, de la queresultó la estancia definitiva en Inglaterra, donde el pintor murió en 1543. En 1527Holbein vivió durante algunos meses en Chelsea, integrado sin reservas en el círculofamiliar de Moro, como todos sus invitados. Nos gustaría conocer más detalles de suestancia, por ejemplo, los temas de conversación nocturna alrededor de la chimenea.Tomás ya había escrito la Responsio ad Lutherum y estaría abrigando la idea delDialogue concerning Heresies (1528). Un representante de la Inglaterra oficial, de casicincuenta años y conocido como adversario activo de la nueva doctrina, sentado frente a

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un joven y genial alemán. Parece probable que Holbein no fuese un luterano fanático,sino más bien del tipo del «cosmopolita», a quien su arte le significaba más que su«confessio», pero indudablemente tendía más hacia la Reforma protestante que hacia laantigua Iglesia Romana. Sólo con nuestra fantasía podemos imaginarnos tanto laconversación sobre la religión entre aquellos dos hombres como su modo cauteloso deevitar entrar en ese tema. Sea como fuere, Moro fue el primer inglés que dio un encargoa Holbein. Y le allanó el camino hasta la más alta sociedad y hasta el mismo rey. No esseguro que éste entrara en contacto con el arte del pintor de Augsburgo en la galería deChelsea. Es verdad que Enrique visitaba a Moro en aquel lugar –casi siempre porsorpresa– para hablar con él de asuntos confidenciales o eruditos. Por eso es posible queen una de esas visitas le llamaran la atención los cuadros de Holbein y que le fuerapresentado el pintor. Dicen que al ofrecerle su fiel servidor Tomás Moro como regalo loscuadros que el rey había alabado, éste respondió a este gesto: «¡Ahora que tengo elpintor, no necesito los cuadros!».

En 1527, Holbein dibujó y pintó primero al señor de la casa. Sus dibujos a tiza seencuentran en Windsor Castle; el cuadro, en la colección H. C. Frick, en Nueva York. Seve a Sir Thomas de pie, apoyado levemente con el antebrazo derecho en una consola, enposición relajada. Las manos son realmente un poco «campesinas», como escribeErasmo; quizá se debería decir: demasiado bastas y, desde el punto de vista artístico,tampoco muy logradas. Parecen rozarse, pero la izquierda –con el índice adornado porun anillo– reposa en el cinturón, mientras que la derecha sostiene una carta. Moro se nospresenta delante de una cortina verde oscura en el ropaje oficial de terciopelo rojooscuro, un abrigo orlado de piel, birrete, la cadena de oro, de la que cuelga el emblemacon la rosa de cinco hojas. «Se nos presenta» en verdad no es la expresión correcta:precisamente el elemento de la exhibición, característica de tantos retratos, falta aquí porcompleto. Hasta se podría creer que el artista le ha pintado sin haber sido descubierto, leha escuchado en su soledad. En verdad: Un aura de soledad rodea a este hombre,soledad que –sobre todo en este óleo– contrasta notablemente con el hábito exterior de larepresentación oficial. Si se compara el dibujo con el cuadro hay varios detalles quellaman la atención. Ambos retratos presentan a Moro de medio perfil derecho, en el óleoun poco más acentuadamente que en el dibujo. Por eso, en éste la nariz parece un pocomás chata y carnosa, mientras que en la variante del óleo es algo más delgada y fina.Éste, en general, da una impresión más noble. Sobre todo el corte de la boca, con sulabio inferior levemente entallado, es bonito –al contrario que en el dibujo, en el cualprecisamente la boca da una impresión en parte más descolorida y en parte másforzada–. Sabiendo que Moro poseía humor y picardía, gracia y sarcasmo, estascualidades se pueden encontrar en ambas representaciones. En el óleo, donde resaltan

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más las «arrugas de la risa» alrededor de los ojos y de la raíz nasal, se nota más elhumor; en el dibujo, más la gracia. En ambos retratos la mirada parece irse, seria yconcentrada, hacia el infinito. Pero, y aquí se muestra el maravilloso arte de Holbein,hacia un infinito tanto en el interior del retrato como en el interior del observador. Cuantomás tiempo se observa esta cara, tanto más llega uno a calmarse. No da la impresión deque Tomás nos mire cara a cara, pero, siguiendo su mirada, es como si a través de lacorporeidad del medio ambiente volviéramos a nuestra propia alma.

También los hijos de Moro, John y su novia Anne Cresacre, Elizabeth, Cicely yMargaret fueron dibujados o pintados por Holbein, lo mismo que lady Alice. Respecto alos retratos de las dos últimas no existe seguridad de que se trate de originales o decopias[2]. Los dibujos de los cuatro anteriormente nombrados, que se encuentran enWindsor Castle, son producciones culminantes del grabado europeo a comienzos de laEdad Moderna.

Una pequeña observación sobre el retrato en grupo de la familia Moro: el original deeste retrato de la familia, pintado en óleo, se perdió, pero el Museo de Arte en Basileaposee un estudio, un dibujo a pluma y tinta china, que Holbein llevó a Erasmo a suregreso de Inglaterra. De ahí podemos deducir cuáles eran las personas retratadas y dequé manera el artista había pensado agrupar a los diez miembros de la familia. Christoffelescribe: «El anciano padre y Tomás Moro estaban sentados a la izquierda en un banco.La hija Elizabeth Dauncey, la hija adoptiva Margaret Giggs, la novia del hijo, AnneCresacre, el hijo John y el “factotum” de la casa estaban de pie, al lado y detrás de ellos,sin relación entre uno y otro. A la derecha, la madre estaba arrodillada en un reclinatoriomientras que las hijas Margaret Roper y Cicely Heron estaban sentadas en el suelodelante de ella»[3].

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Tomás Moro con los miembros de su familia.Dibujo a pluma de Hans Holbein el Joven, 1527-1528. Museo de Arte de Basilea.

Esta descripción necesita algunas correcciones: en primer lugar, el padre no seencuentra simplemente «a la izquierda», sino muy cerca del centro, algo a la izquierda deél; y el hijo, no al lado izquierdo, sino casi exactamente en el centro; ello corresponde alsentido del cuadro: el viejo juez Moro y su hijo forman naturalmente el centro y el puntode concentración de este grupo, del mismo modo que lo son para todo hogar, aunqueahora corresponda a Sir Thomas, al hombre en la cumbre de la vida, la posición clave.Con el «factotum de la casa», Christoffel se refiere al bufón Henry Patenson. El grupoentero parece despreocupado, vivo: no es un escenario lleno de estatuas, sino más bienuna breve mirada a la vida cotidiana, a una tertulia al terminar la jornada de trabajo. Elambiente de esa casa estaba caracterizado esencialmente por los libros. En este bosquejohe contado una docena: cinco en manos de alguien (de Margaret Giggs, de John, Cicely,

Margaret Roper y de lady Alice), en dos se está leyendo (John, la madre) y de uno seestá explicando algo: cinco están en el suelo, dos encima de la repisa a la derecha.

¿Se puede realmente decir que falta relación entre los retratados? Seguro que no, sóloque Holbein no la «compuso» exageradamente, sino que recogió la que existía en larealidad. Ahora bien: Sir Thomas, a pesar de estar en el centro, aparece rodeado de unazona de silencio interior, aunque suene extraño. También Margaret Roper está absorta en

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sus pensamientos. La nuera Anne Cresacre es quien más ha quedado al margen (ensentido figurado, y también en un sentido real, aunque Holbein probablemente no fueraconsciente de ello); y a pesar de que geométricamente se encuentra en el centro, está aúnmás apartada que lady More, situada en la parte exterior, a la derecha, arrodillada en elreclinatorio y leyendo. Ella es una de las autoridades de la casa y de la familia, y por esose puede permitir quedar al margen, allí donde se está como de guardia, por ejemplo,cercana a la puerta abierta de la habitación. Todos tienen que pasar a su lado; el caminohacia dentro o hacia fuera pasa por lady Alice. El hecho de que ninguno de los tresyernos esté presente en el retrato familiar es sorprendente; Holbein tampoco los retratóindividualmente. Sólo de Roper creó, probablemente en 1536, una miniatura.

¿Qué sucedía tras la frente de aquel hombre que el pintor inmortalizó «ópticamente»,aquel hombre que cinco años más tarde comprobaba en su propia persona ese«envejecimiento» que se siente cuando se mira a los hijos ya mayores y a un númerocreciente de nietos? Entre otras cosas indudablemente también pensaba lo siguiente:aunque su cariño, su consejo y su oración seguían vivos, el verdadero deber del padrecomo educador y maestro había llegado a su fin, se había cumplido, lo mejor que habíapodido, pero cumplido. Y «el joven Moro» ya no era él, Tomás, sino su hijo de veintitrésaños. Entre John el mayor y el menor, entre el pasado y el futuro, él de pronto seencontraba en el presente, solo, como en tierra de nadie.

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DESPEDIDA Y PARTIDA

Este sentimiento se vio acrecentado por un fuerte mal de pecho, que –otro síntoma deque se acercaba la vejez– pronto se le desarrolló. Lleno ahora de los caducos bienes deeste mundo, se retiró de su cargo. Por incomparable favor de su muy bondadososoberano (a quien Dios acompañe en todas sus empresas), finalmente consiguió llegara la meta que ansiaba desde su juventud: pudo disponer para sí de sus últimos años,retirándose poco a poco de los asuntos de este mundo para reflexionar sobre la vidaeterna en el otro mundo. Hizo luego construir su tumba, como recuerdo permanente dela inflexible cercanía de la muerte y quiso que allí reposaran los restos de su primeramujer. Que no lo haya erigido en vano aún en vida, que al pensar en la cercana muerteno tiemble de miedo, sino que vaya a su encuentro con alegría, con deseos deencontrar a Jesucristo y que la muerte no sea muerte eterna, sino la puerta a una vidafeliz: ayudadle; así, caro lector, os lo pido, con vuestras oraciones, mientras esté en latierra y también cuando haya muerto.

Una despedida del escenario público sin amargura, sin rencor, sin resignación. Estopodría causar asombro. Pero en este caso hay que diferenciar muy claramente entrerealismo y fatalismo. Moro no esperaba milagros ni respecto al tiempo que le quedaba devida ni respecto al futuro del reinado de Enrique VIII. Ni siquiera sabemos si rezó paraque se dieran tales milagros. Con probabilidad casi segura, es decir, según los criterioshumanos, era de esperar que el cisma religioso no desaparecería de pronto, que Inglaterrano volvería a ser el país católico que fuera en los mil años anteriores, que el rey lograríaimponer el divorcio y se casaría con Ana Bolena. Por eso era mejor ir pidiendo ya ahorafuerzas para perseverar y ser fiel en la persecución venidera, era mejor esto que pedirle aDios que evitara los sufrimientos, que –obviamente– algún fin tenían en sus planes desalvación. Claro está que eso no significaba solamente pedir, rezar. Ninguno de loscambios que de alguna manera eran previsibles o ya se estaban dando, ninguno de ellospodía –de eso estaba Moro convencido– suponer una excusa para no actuar, ninguno ledaba carta blanca para cruzarse de brazos, aunque fuera para rezar. Aquí llama laatención una cierta diferencia entre el texto de la inscripción y la actitud real del autor:aquélla acentúa la contemplación y no contiene ninguna alusión a la acción. El motivopodría ser que el Canciller retirado se viera a sí mismo fundamentalmente como alguienque está «a la espera de la muerte» y que los escritos antiheréticos, que ahora salían desu despacho particular de erudito, no los considerara «acciones». Pero de la larga carta aErasmo del 14 de junio de 1532, en que explica su dimisión, se desprende que, a pesar

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de prepararse para la muerte buscando el crecimiento interior, estaba dispuesto acontinuar luchando con la tinta y la pluma. En la carta alude primero al estado de susalud. Sin querer negar causas psíquicas, al mal de Moro tampoco se le podrá llamar una«enfermedad diplomática»: «Confieso que no me imaginé así mi jubilación; era mi deseopasar mis últimos años en lozanía, fuerte y libre de males corporales (en la medida enque se pueda esperar esto de la vejez). Quizá fuera este deseo completamenteinapropiado, y sólo Dios sabe si será realidad alguna vez»[1].

Indudablemente los médicos le aconsejaron dimitir y no sólo por acceder a susdeseos: «Compartían la opinión de que no era de esperar una pronta mejoría, que con eltiempo y la estricta observancia de la dieta, con ayuda de medicamentos y muchoreposo, pudiese ser que se produjera... No me prometieron que algún día llegara acurarme completamente. Reconocí que evidentemente tenía que dimitir, si no queríacumplir mal mis deberes; y comprendí que si quería cumplirlos bien echaría a perder deltodo mi salud. Probablemente hubiera sucumbido al mal, y tampoco hubiera seguidosiendo Lord-Canciller. No quería perder vida y cargo de un golpe, y por eso pedí midimisión»[2].

A continuación Tomás habla con toda claridad de los planes para el ocaso de su vida,planes que ha silenciado en el epitafio y para los que desea tener salud suficiente: «Parael tiempo que me queda de vida dígnese el Señor en su bondad concederme no sólo lavoluntad de trabajar, sino también la imprescindible fuerza física...»[3]. «Quiero utilizartodas mis fuerzas para proteger a aquellos que reniegan de la fe no por iniciativa propia,sino porque sucumben a los engaños de astutos oradores»[4]. Los dos años, hasta 1534,en que Moro pudo vivir en libertad, los dedicó a realizar este propósito, en términoshumanos y desde el punto de vista de lo histórico-ostensible, sin éxito.

¡Prepararse para la muerte! Mirando al futuro, solamente de eso habla la losasepulcral. Diez años atrás había abierto su tratado sobre Las cuatro postrimerías en laspáginas estremecedoras, grotescas y escalofriantes del capítulo sobre la muerte. Lo hizono sin la ironía cristiana que le caracterizaba y con la pompa retórica que se estilaba ensu tiempo: «Tantas y tantas antorchas, tantas y tantas velas, tantos y tantos ropajesnegros, tantas y tantas comitivas fúnebres, riéndose bajo sus hábitos negros: ¡por fin unentierro suntuoso! Como si el difunto observara desde una ventana su cortejo fúnebre yviera con qué honores es llevado a la iglesia»[5]. Esta preocupación de «quedar bien»aún post vitam y de representar una última vez, a Moro le parecía ridícula y necia a lavez. Todavía más incomprensible le resultaba la destreza de tantas personas, de lamayoría, para no tomar nota de la caducidad y fugacidad de la vida, aunque es lo únicoseguro, lo único que se puede reconocer claramente.

En aquel entonces, en 1522, escribió: «El rey más grande puede, es verdad, intentar

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ahuyentar la incómoda visión de la muerte mientras pasea sosegadamente o cabalga enmedio de una escolta imponente, pero aún así sabe que no podrá escapar a ella. Lasentencia ya está dictada. Si no es necio, no podrá vivir sin temor. Mañana, u hoymismo, vendrá el verdugo cruel: la muerte, que desde que nació lo está rondando,mirando y esperándole»[6]. Tales consideraciones no eran nuevas, se conocen desde laAntigüedad y persisten a través de toda la literatura y todo el arte europeo occidental.Pero hay una gran diferencia entre meditar sobre la muerte o esperarla, «loco de amor»,como a un mensajero, que por fin trae la noticia de haber sido escuchado.

Este inglés, padre de familia, inmerso en una vida profesional, una persona nadaextravagante, rezaba: «Oh Dios, concédeme el ardiente deseo de estar junto a Ti; no paraser liberado de las miserias de este triste mundo, no para escapar a las llamas delpurgatorio o del infierno, ni siquiera para alcanzar y gozar de las alegrías del cielo,tampoco por mi propio provecho, sino única, solamente por amor a Ti»[7]. No cabeduda alguna de que en Moro actuaba una gracia que le arrebataba hacia Dios. Gracia a laque interpuso muy pocos obstáculos, cada vez menos en el curso de su vida, y al finalninguno. Así, en los últimos años de su vida, llegó a esa maravillosa interacción entre serguiado y dejarse llevar, que conocemos de tantas vidas de santos. Tomás tenía deseoscada vez más ardientes de Dios, y Dios le concedió ese curso del trayecto final de suvida, adecuándolo de la manera más exacta y perfecta posible a una meta: conducirle almás alto nivel de santidad para él determinado.

De esta preparación para el final forma parte el desprendimiento del mundo, que seva realizando paso a paso. «Desprendimiento» tanto exterior como interior, activo ypasivo. Tomás se iba preparando para el «cambio de casa», e iba siendo preparado paraél.

Los tratados polémicos de 1532/33 ya no los escribió con regocijo literario o conacometividad intelectual, sino con dolor, temor y aislamiento: con dolor porque erannecesarios; con temor ante la evolución futura; con aislamiento porque, aunque susescritos todavía se publicaran, ya para nada podrían cambiar el camino del rey, el cursodel país y de la historia. Lo que sucedía en la cristiandad, eso que, en su opinión, ofendíaa Dios, le dolía concreta y personalmente. El temor por la evolución en general incluía elmiedo, sobremanera realista, ante la propia prueba y el posible fallo en ella. El deseo deadquirir un bien no excluye el temor ante el precio a pagar por él. Tomás anhelaba elmayor, el único bien. Consideraba también la posibilidad de pagar por él el preciomáximo. No porque Dios exija un «pago», sino porque ya el propio precio es parte delbien. Muy paulatinamente, y después de manera cada vez más rápida e intensa, fueentrando en el alma de Moro el presentimiento –que se transformó en certidumbre yfinalmente en experiencia– de que el precio del sufrimiento es ya una satisfacción de

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amor.Es ésta una gracia avasalladora, pero el sufrimiento sigue siendo sufrimiento, el dolor

sigue siendo dolor, el miedo, miedo.

Jesucristo sudó sangre en el Monte de los Olivos, vencido por el horror ante lovenidero. Lo horrible de la crucifixión y de las tres horas que le esperaban no se vioatenuado en nada. Es un tormento en que ya no se piensa en el amor, no se habla de él,ni siquiera se es consciente de él. Un tormento, en que ya sólo Dios ve el cumplimientodel amor, lo acepta, lo interioriza y lo lleva a término. El participar en esa agonía deCristo es el temor y la esperanza de todo cristiano. Tomás Moro, quien hizo grabar enmármol la petición de valor ante la muerte, como hombre de carne y hueso temblabaante ella, le tenía espanto. Padeció tanto miedo como era tolerable y necesario para susalvación. El amor divino, que no «compensa», sino que desborda y da ensobreabundancia, le concedió la alegría de la Cruz. Al final, Tomás fue capaz deabrazarla. En la Torre de Londres estaba lleno de paz. Y el camino hacia el patíbulo lorecorrió como un novio, lleno de expectación.

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LAS DOS MUJERES

Postdata al epitafio:Reposa aquí mi querida mujer Jane. Yo, Tomás Moro, quiero que esta tumba acojatambién a Alice y a mí. La primera de las dos damas, mi mujer en los días de mijuventud, me hizo padre de un hijo y de tres hijas; la otra amó a sus hijastros (lo quesuele ser raro en una madrastra) con intensidad tal que rara es aun en una madrerespecto a sus propios hijos. Una terminó su vida a mi lado, la otra aún la comparte yde una forma tal que no soy capaz de juzgar si amé más a la primera o amo más a lasegunda. ¡Cuán felices hubiéramos sido juntos los tres, si el destino y la moral lohubieran permitido! Rezo, pues, para que la tumba –como el Cielo– nos unan. Lamuerte nos dará así lo que la vida no pudo darnos.

Para el joven Moro –ya lo dijimos–, la decisión de no abrazar el estado clerical, sinode permanecer «en el mundo» había sido equivalente a la decisión de casarse. «Contrajomatrimonio con una chica joven y bastante iletrada, de noble linaje, que siempre habíavivido con sus padres y sus hermanos en el campo, y lo hizo para luego darle formacióna su manera», escribe Erasmo a Hutten[1]. Pero, respecto a este comentario de Erasmo,es bueno destacar desde un principio que no se trata de una especie de historia de«Pigmalión», como si Tomás hubiese buscado un objeto para sus ambicionespedagógicas. Eso sí, su afecto hacia una persona se expresaba también en el hecho deayudarle a desarrollar su personalidad. Por Roper sabemos más detalles de estosempeños de Tomás en favor de su novia. Siguiendo una invitación de John Colt a sufinca de Netherhall en el condado de Essex, Moro se encontró allí –entre un total dediecisiete hermanos, procedentes de dos matrimonios– con tres hijas de Colt en edad decasarse, «cuya honrada conducta y cuya virtuosa educación lograron atraer su afectohacia ellas»[2]. Sabemos que Tomás se enamoró de la segunda. Pero se dio cuenta deque «para la mayor supondría un gran dolor y también una cierta vergüenza si suhermana le fuese preferida para el matrimonio. Por eso se inclinó por la mayor, puestoque tenía cierta compasión por ella, y poco después se casó»[3]. Este modo de procederentraba dentro de las convenciones de la época; por razones de subsistencia y deltraspaso ordenado de la dote, las hijas se casaban sucesivamente; normalmente lo hacíaprimero la mayor. A pesar de ello, da que pensar la palabra «compasión»; cuánto más enun tiempo como el nuestro, en el que la «filantropía» se practica frecuentemente sólocomo una mera pugna hostil de pretensiones legales mutuas, y en el que –por orgullo opor miedo a reconocer una debilidad o un defecto– nadie quiere ser «compadecido».

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Casarse «por compasión»: eso hoy nadie lo consentiría. De tal manera se han invertidolas cosas que un «matrimonio por compasión» se consideraría algo así como un engañoal cónyuge, puesto que sólo el «amor» podría ser fundamento del matrimonio. Quetambién la compasión es amor quizá se acepte en la teoría, pero seguro que no seconsidera como base para un matrimonio, que –supuestamente– se funda en elpredominio de la inclinación corporal. Por supuesto que tampoco en tiempos de Moro, yni antes ni después, se negó esta inclinación, pero se veía en otro contexto: como algoque en la mayoría de los casos en cierto modo era un complemento de otras razones parael matrimonio. Existían «casamientos de los hijos», en los que los padres «prometían» asus hijos según puntos de vista familiares, materiales o religiosos. El señor decidía engran parte sobre el matrimonio de su servidumbre y de sus gentes. No solamente en lasdinastías y en las casas nobiliarias, sino también en la clase social a la que pertenecíaMoro, se contraían muchos matrimonios por intereses específicos de clase, y no porinclinaciones subjetivas. Pero con toda seguridad el número de matrimonios «infelices» yque no cumplieran los planes de Dios y las legítimas necesidades humanas no era mayorque hoy en día.

Por eso, entre las múltiples razones para un matrimonio, la «compasión» no era nimucho menos la peor y, además, muy pronto iba acompañada de enamoramiento. Nosabemos si el sacrificio de Tomás al renunciar a la «realmente» amada fue grande o no;sí sabemos que este primer matrimonio con Jane Colt fue feliz. Aún veinte años mástarde Moro la llama su «cara uxorcula», su «querida mujercita», recordando,probablemente con emoción y con un poco de nostalgia, la corta felicidad, que tan sóloduró seis años y medio. Quizá recordara también que dicha felicidad no les había caídosimplemente en suerte: a él, el esposo de veintisiete años, y a su mujer, diez años másjoven que él. En sus Colloquia familiaria, las «Conversaciones confidenciales», Erasmohabla –en forma de diálogo confidencial entre dos señoras casadas[4]– de la fase críticade un joven matrimonio y del modo de superarla. Este relato, compuesto casi diez añosdespués de la muerte de Jane More, se refiere, como podemos suponer con ciertaseguridad, a la joven pareja Moro, con la cual estuvo frecuentemente durante su segundavisita a Inglaterra en 1505/1506.

En el diálogo nos cuenta la señora Eulalia: «Conozco una persona noble, culta yespecialmente hábil en todas las cuestiones de trato. Se casó con una joven de diecisieteaños, que siempre había vivido en el campo con sus padres... Quería una mujer naturalpara poderla formar más fácilmente según su propia manera de vivir. Empezó a darlelecciones de poesía y de música, a acostumbrarla poco a poco a repetir lo que oía en lapredicación y a enseñarle otras cosas que más tarde podrían serle de provecho»[5]. Aquívemos al joven esposo Moro como «maestro de escuela», un maestro que quizá no

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tuviera suficientemente en cuenta que, al menos en el matrimonio, el éxito pedagógico vaunido al eros pedagógico. Y la esposa-alumna, según nos informa Erasmo, «lloraba sinparar, se tiraba al suelo y daba golpes con la cabeza contra el suelo como si deseara lamuerte». Finalmente, el esposo no sabe otra solución que ir con ella, que está llena deañoranza, al campo, a casa de sus suegros. Allí cuenta a su suegro su preocupación, yéste le da el consejo –probado, según los criterios de la época– de «castigar a palos» a lajoven mujer. «Conozco mis derechos –responde el yerno–, pero prefiero que sea curadapor tu destreza o por tu autoridad, antes que recurrir a medidas extremas»[6]. Unorealmente no se imagina a Moro pegando a su mujer, y el señor padre, de vieja escuela,seguramente tampoco lo haría. Describe después Erasmo cómo éste, con fingida cólera,mete en cintura a la hija –por cierto, de una manera que a cualquier psicólogo moderno lepondría los pelos de punta–; nos informa también del resultado, positivo: «La joven, trasla conversación con su padre, volvió al dormitorio y allí se encontró a su marido, solo. Seechó a sus pies y dijo: Querido esposo, hasta ahora no te conocía ni a ti ni a mí. Veráscómo en el futuro seré distinta. Olvida, pues, todo lo que ha pasado hasta este momento.Tras escuchar estas palabras, el marido la atrajo hacia sí con un beso, prometiéndoletodo si era fiel a su propósito». Lo fue, y también podemos suponer que el esposo sehabía vuelto más cauto, más comedido en su afán pedagógico y más recto en susintenciones... y que iría madurando poco a poco hasta llegar a ser el cariñoso padre desus hijos, tal como lo conocemos. Jane murió en el verano de 1511, aproximadamente alos veintitrés años, dejando al joven Moro viudo con cuatro hijos de entre seis y dosaños. «Había llegado casi a formarla de tal manera que hubiese deseado pasar con ellatoda su vida...», escribió Erasmo a Hutten[7].

2.

Pocas semanas más tarde, quizá cuatro o seis, Tomás estaba casado de nuevo, y eso–para aquellos tiempos, incluso para un hombre que necesitara urgentemente una madrepara sus hijos– era de una rapidez desacostumbrada. No podemos dejar de lado eltestimonio de Erasmo, cuya tercera visita a Inglaterra cae en ese período de tiempo;dependemos incluso de su versión: «Pocos meses después de haber enterrado a sumujer, se casó (Moro) con una viuda, más por preocupación por su familia que porapetencia, puesto que no era ni una belleza ni una jovencita, como él mismo solía deciren broma. Pero sí era una madre de familia enérgica y activa. A pesar de todo, él la tratóde forma tan afectuosa y agradable como si fuera una joven de la más atractiva belleza.Casi ningún marido consigue, a base de órdenes y de rigidez, tanta docilidad de su mujercomo él con alabanzas y bromas. ¿Qué no podría alcanzar, si hasta ha conseguido que sumujer, que se acerca ya a la vejez, y además es de un temperamento nada suave, pero sí

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muy atenta a obtener bienes, aun haya aprendido a tocar la cítara, el laúd, el monocordioy la flauta, y le conceda a su marido cada día el tiempo de ejercicio que le exige?»[1]. Denuevo encontramos algo que ya conocemos de Erasmo: groserías hábilmente mezcladascon alabanzas. Cuando escribió esto, ya había estado en Inglaterra por cuarta y últimavez, y en su amistad con Moro, que se mantenía inalterada, lady Alice no quedabaincluida del todo. Ella, una mujer en los cuarenta, de la que no se puede decir queestuviera ya cercana a la vejez, al principio había acogido al célebre invitado enBucklersbury con amabilidad. Pero pudiera ser que, después de algún tiempo, fueraperdiendo la paciencia, a causa de las eruditas conversaciones, siempre en latín –Erasmoni sabía el inglés ni consideraba digno de interés el aprenderlo–, y probablemente tambiénpor la manera de ser del de Rotterdam, un poco al estilo de los solterones.

El propio Moro ha contribuido a la imagen contradictoria y en general no muyatractiva que nos hacemos de su segunda mujer. Escribe a Erasmo el 15 de diciembre de1517: «Contestando a tus deseos de una larga vida, mi mujer me encarga un millón desaludos para ti. Le interesa vivir aún mucho tiempo, para poder perseguirme todavíamás». Carece de importancia el que Moro aquí esté citando una broma de ella o que lahaya inventado él mismo; en cualquier caso, muchas pinceladas de este estilo han creadoun retrato que tiene al menos cierto parecido con la Jantipa clásica, que, como se sabe,también tenía sus buenas cualidades.

El biógrafo de Moro, Harspsfield, que en nada disimula sus antipatías hacia ladyAlice, subraya esos rasgos, el carácter pendenciero y el espíritu de contradicción:«Cuando esta mujer vio que Sir Thomas no sólo no dejaba de trabajar para que ellaprogresara, sino que cargaba con los sufrimientos de la cárcel, empezó a disgustarse conél y le preguntó: “¿Por qué no queréis hacer lo que hace todo el mundo? ¿Tenéis previstoquedaros junto a la chimenea dibujando figuras en la ceniza, como hacen los niños? ¡Oh,si yo fuese un hombre sabría lo que tenía que hacer!’ –“¿Qué es lo que haríais, mujer?”–preguntó su esposo–. “¡En verdad que me acogería al partido más fuerte! Ya mi madreme decía que es mejor gobernar que ser gobernado; ¡yo no estaría tan loca de dejarmegobernar, si lo pudiese hacer yo misma!” –“Esta vez habéis dicho la verdad –le respondiósu esposo–. Que yo no he visto jamás que estuvieseis dispuesta a dejaros gobernar”»[2].El mismo autor cuenta que un día lady Alice, a la vuelta de confesarse, le había dicho asu marido: «¡Alégrate! ¡Para hoy he dejado de ser mala, mañana empiezo de nuevo!»[3].Éste es un ejemplo claro de algo que Harspsfield no quiso ver: el tono de burla mutua,burla que –eso también es verdad– por parte de Tomás Moro podía súbitamente pasar aun tema serio. La siguiente anécdota que encontré en Bremond muestra que él le pagabasiempre con la misma moneda y que a veces iba más allá de lo necesario: «Cuando undía vio el trabajo que se daba en peinarse los pelos hacia atrás, para que su frente

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pareciera más alta y su figura la mitad de gruesa, le dijo, creyendo que padecía de vanacoquetería: “De seguro que Dios os hace una injusticia, querida mujer, salvándoos delinfierno, pues lo habéis comprado con buen dinero”»[4], una observación cuya gracia esmuy discutible.

Por la llamada biografía Ro.Ba.[5], que junto a una esposa completamente dócil nospresenta ante todo a un salomónico juez Tomás Moro, y por la historia del perrillofaldero que allí se cuenta, nos enteramos de cuánto tenía que tolerar también lady Alicede su marido. Por Roper sabemos que Tomás solía recibir por las tardes, casi siempre ensu antesala, a los peticionarios, para escuchar sus quejas. Entre ellas, un buen día lepresentaron la siguiente: «...la segunda esposa de Sir Thomas amaba los perrillosfalderos, y así sucedió que le regalaron uno que había sido robado a una pobre mendiga.La mendiga reconoció su perro en brazos de un criado y lo reclamó. Le fue negado yhubo una viva disputa sobre este asunto. Finalmente, se informó del incidente a TomásMoro, quien hizo venir a su esposa y a la mendiga, hablándoles de esta manera: “Mujer,situaos acá en la cabecera de la sala, puesto que sois noble; y Usted, comadre, poneosabajo. No os sucederá ninguna injusticia”. Él se puso en medio de las dos, con el perroen brazos y dijo: “¿Estáis de acuerdo en que decida el litigio que existe entre vosotras acausa de este perro?”. Respondieron que sí. “Pues entonces que cada una de vosotrasllame al perro por su nombre. Y con quien vaya el perro, a ésa le pertenecerá”. Como elperro se fuese hacia la mendiga, se lo dieron a ella. Entonces, le dio a la pobre mujer unacorona francesa y le pidió que le diera el perro a su esposa. La pobre mujer se sintió tanbien pagada con sus amables palabras y con su limosna, que con gusto dejó el perro a laseñora Alice»[6].

Aparte del propio Tomás y de Erasmo, el yerno Roper es el testigo más importantede la Life of More, aunque sólo fuera porque vivió durante más de dieciséis años en casade su suegro. Ahora bien, el valor documental de su biografía de Moro, que –escrita enlengua inglesa– comprende alrededor de setenta páginas en octavo y no se publicó hasta1626 en San Omer, se ve limitado por el hecho de que fue compuesta unos veinte añosdespués de la muerte de éste. El autor lo sabía muy bien y explica en su introducción:«...a todo pesar hay muchos detalles que no hubiesen debido caer en el olvido, y que seme han ido de la memoria por dejadez y por el largo período de tiempo transcurridodesde entonces»[7]. La inseguridad histórica aumenta en los pasajes en los que Roperrelata asuntos que no ha vivido él mismo, sino que conoce de oídas, sobre todo en loreferente a la prisión de Moro. Así, la célebre conversación entre Tomás y Alice en laTorre de Londres, que él nos transmite, tiene sólo la validez de un testimonio indirecto,teñido subjetivamente en varios niveles. «En varios niveles» porque ya lady Alice habrácontado la discusión con su marido con acentos que habrán modificado los hechos.

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Seguramente llegó a casa triste, desconcertada, desesperada y sin entender nada, y en eseestado de ánimo lo más probable es que recompusiera el curso de la conversación deforma inexacta. Y naturalmente, Roper –al acordarse, veinte años más tarde, de estahistoria– la volvería a modificar. Por eso Chambers tiene razón cuando recalca más suexquisitez literaria que su valor histórico. Por otra parte, Roper había conocido a ambosesposos con tanta profundidad que estaba en condiciones de reconstruir con bastanteexactitud el ambiente, la dicción y el sentido esencial de aquel diálogo. La conversaciónen el calabozo se integra sin dificultades en el conjunto tanto de la imagen de Moro comode lady Alice.

A la señora Moro –según sabemos– le concedieron por fin permiso para visitar aTomás, cuando éste llevaba ya bastante tiempo encarcelado. «Sin ningún rodeo le saludócon las siguientes palabras[8]: “¡Dios mío, maestro Moro! ... Me sorprende veros a Vos,a quien hasta ahora siempre había tenido por sabio, hecho un necio y encerrado en estecalabozo estrecho y sucio; que estéis contento de estar encerrado con ratones y ratas,mientras podríais estar libre y gozando de la merced del rey y de sus Consejos. ¡Bastaríacon que quisierais hacer lo que todos los obispos y los hombres más cultos del país hanhecho! Si tenéis en Chelsea una bonita casa, Vuestro despacho, Vuestros libros, Vuestragalería, Vuestro jardín y Vuestro huerto y todas las demás comodidades, donde podríaisser feliz en compañía de Vuestra mujer, Vuestros hijos y Vuestros criados; me admiropor qué, por el amor de Dios, aún permanecéis tan neciamente en este lugar”».

Aunque quizá el tono de las palabras de la señora Moro fuera menos duro, lo esencialde estas frases, su sentido, probablemente lo expresara así; y no sólo ella, sino tambiénMargaret, la hija predilecta de Tomás, y todos los que daban consejo al encarcelado.Pero también la réplica de Moro lleva el sello, si no de la exactitud literal, sí de laveracidad histórica: «Después de haberla escuchado algún tiempo silenciosamente, le dijocon cara alegre: “Pero buena mujer, por Dios, Os pido que me digáis sólo una cosa... ¿noestá esta casa tan cerca del cielo como la mía?”. A lo cual ella, a quien no le gustabanaquellas palabras, sólo respondió, en su acostumbrada ruda manera: “Tilly vally, tillyvally”. (Lo que significa tanto como “pamplinas” o “tonterías”). “¿Qué decís, señoraAlice –comentó él–, no es así?”... “¡Bone Deus, bone Deus, mi marido, ¿es que estonunca va a acabar?”... “Mujer, si es así, tampoco veo razón para alegrarme de mi bonitacasa y de todo lo que pertenece a ella: si, al volver a ella sólo siete años después de misepultura, con seguridad iba a encontrar allí dentro a alguien que me echaría diciéndomeque allí no se me había perdido nada. Así pues, ¿que razón tengo para tener cariño a unacasa que olvida tan pronto a su señor?”».

Esta respuesta, dada con esas mismas palabras o no, es en cualquier casoabsolutamente típica de Moro. Su argumentación coincide con muchas otras de sus

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declaraciones escritas o de palabra. Roper no necesitaba inventarse mucho en loreferente a su suegro o a su suegra. El mismo Tomás le iba dando las ideas. Así, en unode sus escritos desde la Torre menciona «a una cierta señora importante... que porrazones humanitarias visita a un pobre preso a quien encontró en una habitación, que (adecir verdad) estaba bastante bien puesta; al menos era suficientemente sólida. Lasparedes y el suelo las había revestido el preso con esteras de paja, de manera que por lomenos en ese sentido ella no se tenía que preocupar de su salud, y podía estar contenta.Pero entre las muchas otras cosas penosas que ella sufría por él, lamentaba mucho unade ellas: que la puerta de su cámara era atrancada cada noche por el carcelero, es decir,que él estaba encerrado. “Por Dios –dijo ella–, si mi puerta se cerrara de esa manera, seme cortaría la respiración”. Cuando lo dijo, el preso, interiormente, se tuvo que reír. Nopodía reírse en voz alta y tampoco decir nada, puesto que le tenía un poco de miedo, yporque a la misericordia de ella se debía en gran parte su subsistencia en aquel lugar.Pero interiormente no pudo contener la risa. Pues él sabía muy bien que ella todas lasnoches atrancaba su propia cámara por dentro, de la misma manera la puerta y lasventanas, y que no las abría durante toda la noche»[9].

De forma maravillosa, digna de un gran escritor, Moro transparenta aquí el problemade la libertad, hasta sus raíces más profundas. En pocas frases, contraponiendo lalibertad y la cautividad exterior y la interior, hace ver que es el corazón del hombre elcalabozo o la sede de la libertad.

Él mismo ha sido quien de manera decisiva ha labrado la imagen de su segunda mujerque heredaría la posteridad. Una imagen doble: la imagen burlona, a veces espolvoreada,irónica y sarcásticamente, de una Jantipa a la británica; y la otra, dibujada con humor,respeto, y en el fondo, con amor, de una mujer buena. Lo que quiere decir, en primerlugar, que cumplía sus deberes, sus obligaciones de madre, de gobernadora de la casa, dedirectora de la «escuela», y que las cumplía con esmero y autoridad. Tomás muyfrecuentemente se encontraba fuera de casa y de la familia, muy ocupado en asuntos desu cargo, viajando tanto como hoy en día un ministro. Pero podía hacerlo con todatranquilidad, pues contaba con lady Alice, que poseía dignidad y energía. A pesar detodo, el amo de la casa era naturalmente Tomás, reconocido por todos, también por ladyAlice. En aquel matrimonio –a pesar de todos los defectos de detalle– nunca faltó elrespeto mutuo y la distribución clara de competencias. Cuando en la Corte le llegó aTomás la noticia de que una parte de su casa en Chelsea, todos sus graneros llenos ytambién algunos de los edificios vecinos habían quedado destruidos por un incendio, leescribió a su mujer: «Os mando saludos muy cariñosos, señora Alice. Por mi hijo Heron(el yerno Giles Heron) me he enterado de la pérdida de todos nuestros graneros y de losde nuestros vecinos con todo el trigo que en ellos había. Es una verdadera pena por elmucho trigo; pero que siempre se cumpla la voluntad de Dios; y si ha querido permitir

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este golpe del destino, estamos obligados no sólo a estar satisfechos, sino hasta felicespor ello. Él nos dio lo que hemos perdido. Él lo ha vuelto a tomar a través de estadesgracia, cúmplase siempre su voluntad. No nos quejemos por ello, sino sobrellevemosesta aflicción, dándole muchas gracias, lo mismo por la miseria que por laprosperidad»[10].

La asombrosa frase de la postdata en el mármol de la Old Church de Chelsea, en lacual el autor se imagina la felicidad de una «triple alianza» terrenal, impedida solamentepor «el destino y la moral», pero que el cielo se digne regalar más allá de la tumbacomún, esta frase demuestra que Tomás Moro amó a sus dos esposas de formaverdadera y sincera; a cada una de ellas de la manera más adecuada y apropiada.Adecuada y apropiada a la edad, a las circunstancias, al carácter de cada uno de los tres.Aun así, queda por desvelar un misterio, anclado en el alma de Tomás. Probablementenos podemos aproximar a él teniendo en cuenta que las palabras de la persona joven:«Porque te quiero, eres mi mujer», se transforman en las del hombre maduro: «Tequiero porque eres mi mujer». Es la única manera de que un matrimonio salga adelante.Parece ser que Moro recorrió precisamente ese camino de Jane Colt a Alice Middleton;es decir, experimentó en dos matrimonios una evolución que normalmente se lleva a caboen uno solo.

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SEGUNDO LIBRO

EL TESTIMONIO

Nada sucede contra la voluntad de Dios. El destino que me tiene preparado sólo puedeser el mejor, por muy duro que parezca a los criterios humanos.

Tomás Moro a su hija Margaret, desde la Torre de Londres, 1534

Todo el mundo sabe perfectamente que hay asuntos en los que está permitido tener supropia opinión, sin poner en peligro la salvación de su alma, a pesar de no estar deacuerdo con la multitud.

Al Dr. Nicolás Wilson, desde la Torre de Londres, 1534

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EL MUNDO DE ERASMO:UTOPIA

1.

Erasmo nació, según parece, el 27 de octubre de 1469 en los Países Bajos, enGouda. Era el mismo año en que Machiavelo veía la luz del mundo. Su niñez, la pasóprobablemente –hasta 1478– en la casa parroquial de Gouda, como hijo de unsacerdote[1]. Después asistió durante ocho años a la escuela de los «Hermanos de laVida Común»: hasta 1483 en Deventer, más tarde en s’Hertogenbosch. Aquí se le dio almuchacho un fundamento religioso, que resultaría resistente e indestructible a pesar detodas las tentaciones intelectuales y de todas las tempestades, internas y externas, de suvida posterior. Los «Hermanos de la Vida Común» eran los más significadosrepresentantes de la «devotio moderna», un movimiento de reforma religiosa, cuyosorígenes se remontan a principios del siglo XIV. Jan van Ruysbroek (1293-1381), deBrabante, también llamado «doctor extaticus», era quien había establecido el lema de la«Nueva Vida Espiritual»: «Trabajar y contemplar –ambas bien ordenadas en unapersona–: eso es una vida piadosa, una vida santa». Y sobre este fundamento, GeertGroote (1340-1384), de Overyssel en la región de Utrecht, erigió el edificio de la«devotio moderna», que aportaría abundantes gracias a la Iglesia.

Los «Hermanos de la Vida Común» veían y reprobaban las situaciones penosas en elmundo, en la sociedad y, sobre todo, en la Iglesia; igual que muchos cristianos fieles ypiadosos de aquellos tiempos. Pero sus respuestas eran más silenciosas y más modestasque las de los reformadores. Groote y la «devotio» sabían algo frecuentemente olvidadoo reprimido: que siempre y en todos los tiempos ha habido y habrá situaciones penosas,males, enfermedades, injusticias en el mundo y en la Iglesia. Y que son fruto del pecadooriginal y no se pueden eliminar cambiando la organización de la sociedad de loshombres. Dios, la Iglesia y el mundo, así se decían los Hermanos, necesitan no tanto deorganizadores y reformadores, sino de cristianos que sigan a Cristo.

Es importante conocer esta actitud religiosa y espiritual, porque no sólo una figura tansignificativa para nuestro tema como Erasmo de Rotterdam quedó marcada por ella, sinotambién personalidades claves de la época, con autoridad terrenal y espiritual, comoCarlos I y el Papa Adriano VI. Del círculo de la «devotio moderna» procedieron, ademásdel de Rotterdam, Nicolás Cusano, Tomás de Kempis y Adriano de Utrecht (el educadorespiritual del joven Carlos de Borgoña, el futuro emperador)[2]. De todos ellos se puededecir que fueron formados perdurable, incluso definitivamente por la «devotio».

Y a su niñez piadosa le debió Erasmo el conservar la fe durante toda su vida. Pues

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aunque frente a la Iglesia romana y –al menos así me lo parece– también en las grandesdisputas religiosas mantuvo una cierta «reservatio mentalis», murió como cristianocatólico.

Tras la muerte de sus padres, sus tutores indujeron al muchacho, a los catorce años,a ingresar en un convento. Se hizo novicio en el monasterio agustino de Steyn, muycerca de Gouda; pertenecía, por tanto, a la misma orden que Lutero. Aunque Erasmo seesforzara toda su vida por mantener la objetividad y un juicio ponderado –a veces hastael extremo de una neutralidad no compatible con el alcance y la seriedad de las decisionesque se planteaban–, hubo un solo punto en el cual nunca pudo vencer enteramente susresentimientos: frente al estado monástico y la vida conventual. Nunca se cansó de decirque había hecho los votos bajo presión. Con perseverancia y pertinacia pidió dispensa, yfinalmente la alcanzó. Puesto que en aquellos tiempos el ingreso en el estado religioso,sobre todo en el monástico, suponía una alternativa muy normal a una profesión profana,la presión más o menos fuerte ejercida por los tutores sobre su pupilo no se podráinterpretar como una crueldad especial. Es de suponer que en un principio el jovenagustino no padeciera bajo esa presión. Parece que en los primeros tiempos incluso sesentía cómodo en Steyn, donde hizo amistades, estudió los escritores clásicos, escribiópoemas y compuso sus primeros escritos: De contemptu mundi («Del desprecio delmundo») y la primera versión de su Antibarbari[3]. En 1492 el obispo de Utrecht loordenó sacerdote. Un año más tarde, en 1493, Erasmo dejó su convento, pasó a sersecretario del obispo de Cambrai, acompañó a Su Señoría en viajes, en los que conoció amucha gente; y seguía escribiendo. Indudablemente vivía bastante profanamente, pero apesar de ello sentía ganas de estudiar Teología y consiguió el permiso para hacerlo. Hastale dieron una pequeña beca.

Desde 1495 hasta 1499 estudió en París. Primero vivió en el Collège de Montaigu,después en una casa particular. Comienza así el distanciamiento también externo de suestado monástico-clerical. Pero sólo muchos años después, en 1517, se pasa a lasecularización formal. Aunque Erasmo adquiriera el bachiller de Teología en la Sorbonaen 1498, este acontecimiento marca también el alejamiento definitivo de ella. Aquellasciencias de la escolástica tardía sólo las había estudiado para conocerlas y separarse deellas. Quería adherirse al movimiento humanista europeo y se convirtió en su figuracentral. Abandonado por su episcopal bienhechor, tomó –para poderse sustentar enParís– alumnos a quienes daba clases de estilística y gramática. Entre ellos se encontrabael joven William Blount, lord Mountjoy, que invitó a su maestro a Inglaterra. Ambosllegaron a la isla en junio de 1499. Fue la primera de las cuatro visitas de Erasmo; duróhasta enero de 1500 y terminó con una disonancia. Al salir del país, aduanerosespecialmente estrictos confiscaron, por orden de Enrique VII, casi toda la propiedad de

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Erasmo, también el dinero. Más tarde, el daño fue reparado en parte, pero sólo conmuchos esfuerzos consiguieron los amigos ingleses reconciliar al erudito, ya de por símuy sensible y ahora comprensiblemente intimidado.

Con esta primera estancia de Erasmo en Inglaterra comienza su amistad con Moro,que duraría hasta la muerte de Tomás. Es extremamente difícil analizarla del todo yhacerle justicia. La causa es que el afecto mutuo entre ambos, indudablemente sincero yefusivo, estaba inseparablemente unido a todas las cuestiones fundamentales de sutiempo. A los dos les interesaban los problemas de la fe, del conocimiento, de la ciencia;en pocas palabras: lo que dilucidaban era la idea de Dios, del hombre y del mundo, esdecir, los problemas que afectaban –y estremecían– la razón, el corazón, laconciencia[4]. Y aunque entre aquellos dos personajes, que intervinieron activamente enuna de las épocas históricas más movidas de Europa, época que ellos tambiénconformaron y en cuyo sufrimiento participaron; aunque entre ellos no hubieradiferencias claramente perceptibles, al observador de nuestros días se le plantea lapregunta de cuál era el contenido esencial de aquella armonía amistosa. Y esta preguntaen gran parte coincide con la reflexión sobre el carácter y la comprensión del humanismocristiano.

El encuentro más significativo de Erasmo en Inglaterra fue con John Colet, quien –tres años mayor que el holandés– ya había sido maestro del joven Moro. Aquel clérigo,que por sus estudios en Italia y Francia había alcanzado una cultura muy alta, deán enSan Pablo de Londres, causaba gran sensación con sus predicaciones, en las queexplicaba las epístolas de San Pablo. El objetivo de Colet era reconducir la fe, la vida y lapiedad cristianas a sus orígenes, es decir, a los textos originales de la Sagrada Escritura ya los Padres de la Iglesia. Quería podar toda ramificación excesiva de comentarios,interpretaciones, analogías y alegorías medievales. Precisamente con este intento de sacara la luz los orígenes de la Iglesia cristiana –una intención plenamente legítima– ejerciógran influencia sobre Erasmo y Tomás. Una carta de Erasmo a Colet en octubre de 1499muestra cómo estos humanistas se consideraban a sí mismos renovadores sinceros ypiadosos de la vida religiosa: «Si dices que esta generación de teólogos jóvenes,envejecidos en meras sutilezas y discursos sofísticos, te disgusta, piensas igual que yo,querido Colet... La Teología, reina de todas las ciencias, adornada y decorada con laelocuencia de los viejos, queda estropeada por su charlatanería y su sucia saliva... Poreso, a la antigua soberana, llena de majestad, la ves ahora casi muda, indefensa yharapienta... Además, para el estudio de la Teología, la primera entre todas las ciencias,se arremolinan ahora gentes que por su esclerosis intelectual no sirven para casi ningunaciencia... Tú, querido Colet, has iniciado la lucha para, en lo que esté de tus manos,devolver a la vieja y verdadera Teología su antiguo esplendor y vieja dignidad; con ello

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has emprendido una tarea que, bien lo sabe Dios, es en muchos aspectos bonita y muyprovechosa para la Teología, y esto va en interés de todos los estudiantes, sobre todo deesta floreciente universidad de Oxford»[5].

Es sin duda un tono juvenil-agresivo, pero fácilmente comprensible y justificado. Loque pronto se convertiría en uno de los muchos motivos de la Reforma protestante,cobrando una fuerza destructiva que perdería toda medida, empezó abriendo, contemperamento y optimismo, las ventanas para que entrara aire fresco en una habitacióndonde olía a cerrado. Del círculo de amigos de Colet y Erasmo formaban parte –ademásde Moro, con mucho el más joven de ellos– William Grocyn, que ya desde 1491enseñaba griego en Oxford; Thomas Linacre, quien igualmente enseñaba en Oxford,fundando allí y en Cambridge cátedras de Medicina y siendo nombrado en 1508 médicode cámara del rey, y William Lily, director de la escuela de San Pablo de Londres. Todostenían en común que eran clérigos y habían vivido y estudiado en Italia. Trajeron el«spiritu del Rinascimento», el talante científico que retornaba a la Antigüedad,fructificándola de nuevo. Ese talante era el manantial de la verdadera cultura humana ynutría el espíritu del «nuevo estudio», es decir, una adquisición conscientementefilológica de conocimientos. Este círculo de amistades constituía algo así como unahermandad de la cultura frente a la incultura: con mucha admiración y protección mutua,con autoconciencia y al mismo tiempo con un profundo desprecio por los «bárbaros»,entre los que contaban sobre todo a los religiosos que luchaban contra la nueva filologíabíblica.

A la influencia de Colet le debe Erasmo el estudio intenso del griego; además, hastaconocerle no llegó al «descubrimiento de sí mismo» (Chambers). Pero en sus relacionestampoco faltó aquella irritación ocasional, típica de las vinculaciones intelectuales depersonas de la misma edad. Por el contrario, la amistad con Moro, nueve años más jovenque él, se basaba sobre todo, a pesar de su alto rango intelectual, en el corazón y en lossentimientos. Se desarrolló durante la segunda visita de Erasmo a Inglaterra (1505/1506),llegó a su culminación durante la tercera (1509-1514) y desde entonces –sobre todo enlos catorce años que van desde 1521 hasta la muerte de Moro, años en los que losamigos no se volvieron a ver– fue algo así como un patrimonio histórico. Elacostumbramiento, el afecto inalterado, el respeto y la confianza de ambos en que el otroactuaba correctamente, impidieron que se evidenciara la separación de los caminos,separación que se encontraba en un recinto tan profundo del alma, que le faltaba todocarácter consciente y programado. Era una separación de vocaciones: Erasmo continuósiendo un erudito irénico y a su manera piadoso, que meditaba, hablaba y escribía sobreDios, mientras que Tomás amaba tanto a Dios que pudo, tras superar el miedo natural detoda creatura, celebrar el calabozo y el patíbulo como una boda.

Pero esta observación anticipa mucho de lo venidero. Y el tema dominante aún no

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era el cisma religioso, sino la lucha por la renovación de las ciencias y de la culturaclásica. La amistad entre Erasmo y Moro fue también, en una parte decisiva, una alianzaen esta lucha de los espíritus, una lucha en la que los humanistas defendían larevivificación de la Antigüedad y, sobre todo, del griego, no sólo como un objetivocultural en general, sino también como algo específicamente cristiano. La renovación dela Iglesia y de la fe, en su opinión, se efectuaría a través de la edición de textos, defuentes purificadas de la Escritura y de los Padres. Los adversarios temían una disolucióny destrucción latente de la piedad del pueblo, de los dogmas y de la autoridad de laIglesia, si se introducía una crítica textual que perdiera la medida y activara un criticismogeneral, un escepticismo y una desconfianza frente a la fe y la Iglesia. Moro, Erasmo ysus amigos dieron gallardamente palos argumentativos contra esos «ignorantes», contralos «enemigos del progreso» de entonces. «No me asombra mucho –escribía Tomás aColet– que revienten de envidia por tu excelente escuela. Pues así como los griegossalieron del caballo troyano para destruir la ciudad bárbara de Troya, así –piensan–saldrán de tu escuela quienes demostrarán y destruirán su ignorancia»[6].

Para comprender mejor aquellos años anteriores al desencadenamiento de larevolución luterana es importante tomar nota de que esos «bárbaros troyanos», como losllama Moro, indudablemente intuían un peligro real. Por otra parte, quienes con el«instrumentario» de la nueva cultura y del «nuevo estudio» querían colaborar a unainteriorización de la fe y a la reforma de la Iglesia, es decir, los humanistas como Colet,Erasmo, Tomás Moro, no tenían intención de remover las verdades de la fe o de poneren duda incluso la entidad de la Iglesia. «No puedo expresar, queridísimo Colet –escribeErasmo en diciembre de 1504 desde París–, cuánto me atrae la Sagrada Escritura contodas las fibras de mi ser, cómo me repugna todo lo que me aleja o me aparta de ella...Quiero de todo corazón dedicarme libremente a la Sagrada Escritura, consagrándole todami vida en el futuro... Desde hace casi tres años me encuentro cautivado por el griego ycreo que no es esfuerzo inútil. También había empezado a entrar en contacto con elhebreo, pero lo extraño del idioma me desalentó, y además la corta vida del hombre y suespíritu no bastan para varias cosas a la vez; por eso renuncié a ello...»[7]. De lasinceridad de estas palabras es prueba la redacción simultánea del Enchiridion militischristiani («Pequeño manual del soldado cristiano»), del que el autor dice en la mismacarta: «No lo he escrito para mostrar mi ingenio, sino solamente con el fin de curar elerror de quienes ven lo esencial de la religión en ceremonias y en ritos más que judaicos,referentes al cuerpo. Al mismo tiempo desatienden la piedad, de forma asombrosa. Heintentado presentar algo así como una teoría de la piedad, al modo de aquellos libros enque se indica exactamente la relación interior de las ciencias...»[8].

Al contrario que muchos cristianos de hoy en día, que piensan que la fe y la piedad

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son lo único en el mundo que no necesitan del ejercicio, sino que o están ahí «de por sí»o no están, Erasmo estaba convencido de que el trato con Dios también depende de ladisciplina del alma y de un corazón valiente y pronto a servir. Ese compendio de piedadseglar era para su amigo Tomás algo natural, lo que pensaba y vivía. Son «Veintidósreglas del soldado cristiano»[9], inmarchitablemente bellas; la primera, la «regla: contra elmal de la ignorancia», reza: «Puesto que la fe es el único acceso a Cristo, el principiofundamental es que debes conocer lo mejor posible los escritos inspirados por su espírituy creer en ellos. Pero no lo hagas sólo con la boca, no lo hagas con dejadez, con dudas oindiferencia, como la mayoría de los cristianos, sino de todo corazón. Piensa que nocontienen ni un punto que no se refiera a tu salvación». Y la cuarta regla: «Que Cristosea el sentido de tu vida; pero para que puedas aspirar con paso seguro a la felicidadeterna, que te ayude esta cuarta regla: que veas en Cristo el único fin de tu vida, y quedirijas hacia Él todos tus esfuerzos, todos tus empeños, todo tu ocio y todas tusocupaciones. Pero que Cristo no sea una palabra vacía; que lo conozcas únicamentecomo el amor, la sinceridad, la paciencia, la pureza, cosas todas que Él enseñó.Comprende que es sólo el demonio el que te aparta de ello». En la regla duodécima:«Vence al enemigo con sus propias armas», se dice: «Si luchas contra el enemigo, no tecontentes con evitar o rechazar su golpe. Toma sin miedo su arma y empúñala sin recelocontra su autor, pues así lo derrotas con su propia espada... Si eres incitado a lavoluptuosidad, reconoce tu debilidad. De los placeres, prohíbete incluso algo de lospermitidos, y valora en todo la ocupación limpia y piadosa. Si eres instigado a la codicia yavaricia, aumenta las limosnas. Si movido a vanagloria, sé en todo modesto. Entoncessucederá que toda tentación se convertirá en una renovación de tu piadoso propósito y enun aumento de tu fervor. No existe manera más eficiente de arruinar y dominar a nuestroenemigo: porque temerá desafiarte otra vez. Él, el causante de la impiedad, no quieredarte ocasión de ser piadoso». La regla decimoséptima: «La Cruz de Cristo sea tudefensa contra todas las tentaciones y adversidades. Contra los diferentes ataques deltentador son adecuados una vez estos, otra vez aquellos remedios. Pero el único y máseficaz remedio contra toda clase de adversidad y tentación es la Cruz de Cristo...». Laregla vigésimoprimera: «Recuerda la caducidad de la vida y ten también en cuenta lotriste y pasajera que es tu actual existencia. Por todos lados se ve amenazada por lapérfida muerte, que cae sobre quienes no la esperan. Inmenso es el peligro de alargar lavida (en pecado), pues nadie está seguro de su vida ni siquiera por un momento. Si,como sucede con frecuencia, te sorprende la muerte súbitamente (en pecado), habrásperecido para siempre».

El espíritu y la dicción de este «Pequeño manual» se encuentran también en latotalidad de la obra de Moro, empezando por Las cuatro postrimerías hasta los escritosdel preso en la Torre de Londres. En ese sentido se puede decir que Erasmo ha sido uno

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de los inspiradores y formadores más importantes del joven Moro, quien, por supuesto,no le imitó sin más, pero sí que encontró, para la voluntad de vivir como cristiano, quecompartían, en buena parte una forma de expresión similar. La diferencia entre los dosreside en la diferente medida de Gracia que se les concedió para cumplir esa voluntad,existente en ambos, y para poder vivir la imitación de Cristo.

La segunda visita de Erasmo a Inglaterra duró desde enero de 1505 hasta julio de1506. Durante este tiempo estuvo casi permanentemente en casa de Colet o en Buck-lersbury, donde fue testigo del joven matrimonio de los Moro. Trabajaba en lastraducciones de Eurípides y mantenía un duelo con su anfitrión en la transposición de losdiálogos de Luciano. Cuando el médico de cámara de Enrique VII, Giovanni BattistaBoerio, buscó un acompañante –profesor particular, educador y tutor en uno– para elviaje a Italia de sus hijos, Erasmo asumió este cargo, que le ofreció la posibilidad depermanecer en Italia durante tres años. Se doctoró en Turín en Teología, visitó Bolonia yFlorencia, evitó las regiones en que se desarrollaban las diversas campañas del belicosoPapa Julio II, se hizo amigo en Venecia de Aldo Manucio, el más conocido tipógrafo deaquellos tiempos, publicó con él la edición ampliada de sus Adagia (una colección deproverbios que de golpe le hizo famoso en toda Italia), conoció a Alexander, posteriorLegado papal y adversario de Lutero, al futuro cardenal Pietro Bembo, al célebrehumanista Johannes Lascaris, viajó con su discípulo Alexander Stuart, hijo ilegítimo delrey Jacobo IV de Escocia, a Padua, Ferrara y Siena, estuvo en 1509 durante cuatromeses en Roma, entablando relaciones en la corte papal con todos los prelados yhumanistas de categoría y fama, visitó finalmente Nápoles y volvió por tierra a Inglaterra,pasando por Bolonia, Constanza, Estrasburgo y Amberes. Llegó a la isla en septiembrede 1509, donde permaneció –con la breve interrupción de una estancia en París en 1511–durante un quinquenio.

Como erudito libre de estrecheces profesionales y de deberes familiares, comoprototipo de la nueva clase de intelectuales de Europa, Erasmo unía la libertad deexpresión y de prensa a la abstinencia frente a responsabilidades concretas, prácticas.Así, en Italia iba de corte en corte y de celebridad en celebridad, mientras Moro teníaque gastar sus mejores fuerzas como subsheriff de Londres en servicios de rutinacotidiana, prosaica, en la que no se trataba de solucionar los grandes deseos dehumanidad, ni cuestiones de arte o ciencia, sino de querellas legales insustanciales, deasuntos de corporaciones, de gremios, de la burguesía. Probablemente, el que Erasmofuese profesionalmente un literato, erudito y filólogo, mientras que Tomás era escritor ensu tiempo libre, es lo que más diferencia a los dos. Ambos fueron extraordinariostrabajadores. Pero el de Rotterdam podía dedicarse enteramente a los deberes científicosy literarios que él mismo escogía, mientras que Moro –al menos hasta 1532– podía

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ejercer el trabajo intelectual-creativo sólo como de paso. La larga serie de publicacionesde Erasmo da una imagen de continuidad profesional, mientras que las obras de Moro, apesar de su número y extensión, siempre tienen algo de escritos eventuales.

Erasmo había absorbido en Italia, con afán, el «espíritu de la época». Habíaasimilado toda la abundancia de aquel país, superior en el ámbito cultural, en laflexibilidad intelectual y en el avance artístico; rebosaba productividad: dio conferenciasteológicas en Cambridge (De Ratione Studii), compuso para su amigo Colet un escritosobre pedagogía escolar y medios de enseñanza (De Copia Verborum) y se desahogó demanera anónima con la sátira mordaz –negada, con inteligencia, durante toda su vida–contra el belicoso Papa Julio (Julius Exclusus e Coeli). Pero primero escribió, durante suestancia en casa de Moro, el diálogo Moriae Encomium, que así es el título griego-latinizado, haciendo alusión al nombre del amigo. El nombre latino es Laus Stultiae, elespañol Elogio de la locura. Sería una de sus obras más populares.

En este espejo de la locura, dedicado a Moro, Erasmo –bajo forma de «señoranecedad»– critica a su tiempo y a la sociedad, sirviéndose de un motivo que era conocidoen la Baja Edad Media y que había obtenido su forma literaria definitiva en el escrito Lanave de los locos de Sebastian Brant, publicada en 1494. El libro constituiría el mayoréxito del de Rotterdam: ya en el siglo XVI alcanzó unas sesenta ediciones; en el XVII,unas cuarenta y en el XVIII, más de sesenta. La primera edición alemana es del año1534. El hecho de que esta obra se adecuara muy especialmente a la personalidad deMoro y el que Erasmo se lo dedicara, con buena razón y conociendo bien su carácter, sefundamenta en el tratamiento sólo aparentemente cómico-grotesco, pero en verdadprofundamente sabio del concepto de «locura». «En medio de la sátira –escribe Eckert–percibimos de pronto un tono de resignación, de tener que contentarse con el papel delobservador. Y al final, Erasmo desvela la dimensión más profunda que engloba la palabra“locura”. Habla de la locura de la Cruz, como nos enseñó a comprenderla el apóstol delas gentes, San Pablo. Y de que hay que educar al cristiano para esa locura...[10].

La «explosión» creativa de Erasmo, entre 1509 y 1516, no terminó con las citadasobras; en realidad, sólo estaba empezando. Durante su viaje de regreso hacia Basilea,Rhin arriba, se encontró en Maguncia con Ulrich von Hutten; en Francfort, conReuchlin, y en Estrasburgo con Wimpfeling y Sebastian Brant. Poco después sepublicaron: su escrito contra la guerra (Dulce bellum Inexpertis), el escrito educativoInstitutio Principis Christiani (1516), dedicado al rey Carlos de España, el posteriorEmperador Carlos V, cuando éste tenía dieciséis años, y después, como obra de granpeso, la edición griega del Nuevo Testamento: Novum Instrumentum; finalmente terminóla primera parte de la gran Edición de Jerónimo, que dedicó a su excelente protectoringlés, el arzobispo Warham de Canterbury. Por parte de Tomás Moro, a estaextraordinaria productividad sólo se le oponen dos escritos: la célebre carta desde Brujas

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a Martin van Dorp, de 21 de octubre de 1515, y la Utopía, publicada en otoño de 1516en Lovaina. Ambas obras están estrechamente relacionadas con la persona y la obra delamigo neerlandés. En su Carta a Dorp lo defiende contra reproches importantes; y laUtopía es, en cierto modo, la versión de Moro de la crítica de los tiempos y de lasociedad del Encomium Moriae. Por mucho que en la Utopía admiremos el brillantetestimonio de un análisis del mundo, humanista, específicamente inglés y muy de Moro,es probablemente la Carta a Dorp la clave más importante para comprender qué es unhumanismo que quiere ser y mantenerse cristiano, y también a la hora de entender laderrota del servidor de estado humanista Moro y la victoria del santo humanista Moro.

2.

Martin van Dorp (1485-1525) era oriundo del sur de Holanda. Había estudiado en launiversidad de Lovaina lenguas clásicas y artes liberales, y allí había sido contratadocomo profesor de latín en 1504. Ya en 1503, las publicaciones de este joven de dieciochoaños habían llamado la atención de Erasmo. A los veinte años inició sus estudiosteológicos, en principio sólo para, como él mismo decía, obtener una prebenda. En losdiez años siguientes, hasta 1514, debió de evolucionar, sin que se dieran cuenta Erasmo ylos demás humanistas, hacia un conservadurismo estricto, probablemente bajo lainfluencia de los teólogos de Lovaina. Fue grande la sorpresa cuando se conociópúblicamente su larga carta en la que criticaba a Erasmo, carta escrita ya en diciembre de1514 y de la que había mandado copia a diversas personas, pero no al criticado. Erasmono la vio hasta mayo de 1515, cuando en Amberes se la prestó un amigo. Dorp decíahablar en nombre de la Facultad de Teología de Lovaina, que había acogido El elogio dela locura con muchas reservas. Opinaba que Erasmo había dañado, a los ojos delpueblo, a la Teología, cuya autoridad debía mantenerse a toda costa. Proponía quereparara el daño a través de un escrito que promulgara El elogio de la sabiduría.Afirmaba que una crítica filológica sistemática de los textos sagrados destruía la autoridadde la Iglesia y la de la propia Escritura. Añadía que la reedición de las cartas de SanJerónimo era meritoria; pero que la versión del Nuevo Testamento en griego, con el claropropósito de corregir la Vulgata latina[1], se había de rechazar decididamente. Porque lasdudas sobre la veracidad de aquella traducción auténtica de la Biblia que había estadovigente en los últimos mil años, acabarían socavando la fe.

Erasmo respondió cortés y hábilmente: en una versión breve, que mandó a Dorp, yen otra más larga, prevista para la publicación. En lo referente al Elogio de la locura semoderó: «Para decirlo francamente, la publicación del Elogio de la locura casi me pesa.El librito me ha hecho muy famoso, o si preferís, tristemente célebre... Siempre perseguícon la edición de todos mis libros el solo fin de conseguir provecho, a través de mi

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diligencia; y si eso no fuera del todo posible, por lo menos querría no ocasionar ningúndaño...»[2]. Afirmó que sólo había querido criticar a los teólogos cuando sus doctrinasconsistían en debates estériles y sutiles, en vez de fundarse en el estudio a fondo dellenguaje bíblico y de los escritos patrísticos. En lo referente al Novum Instrumentum, encambio, permaneció firme, defendiendo el derecho y la necesidad de la renovación deltexto griego, purificado, como fuente original. Dorp, que entretanto había sido nombradoprofesor de Teología en Lovaina y estaba apoyado por sus colegas, respondió el 27 deagosto de 1515 a la réplica de Erasmo, de manera mucho más dura. Pues aunque aúnintentara mantener la afirmación defensiva de que sólo estaba citando la opinión de otros,siendo en el fondo un defensor de Erasmo, que, eso sí, no estaba en todo de acuerdo conél, negaba en general la necesidad de poseer conocimientos de griego para estudiar laSagrada Escritura y acentuaba la superioridad fundamental y permanente de la Vulgatalatina frente a los textos originales griegos. Argumentaba que éstos habían perdido suvalor al separarse la Iglesia griega de Roma. Y se remitía a famosos eruditos de la Iglesiade Occidente que no habían sabido griego.

En junio de 1515, cuando Moro, miembro de una legación en Flandes, se encontrócon Erasmo en Brujas, los amigos tuvieron ocasión de intercambiar sus ideas y susopiniones sobre el ataque de Dorp. La larga carta[3] de Moro a Dorp, escrita el 21 deoctubre –cuando Erasmo ya había vuelto a Basilea–, tiene casi el volumen de unpequeño libro. Esta carta hay que verla como un «producto común» de la amistad, puesen la defensa que Tomás Moro hace del atacado, una defensa muy elocuente, queargumentativamente retrocede hasta muy lejos, en esa defensa, indudablemente entrarontambién los pareceres más personales del propio Moro sobre todo el complejo debate. Eneste asunto, los dos amigos hablaban realmente con una sola boca.

Para no perderse en la verbosidad de las disputas de aquellos tiempos, para noconsiderarlas meras sutilidades y para comprender su importancia para la evoluciónintelectual de la Edad Moderna, hay que destacar con toda nitidez cuál era el verdaderonúcleo de la controversia, escondido a menudo en el fárrago de diferencias personales yde circunstancias accidentales. Erasmo y los humanistas reprochaban al mundo científicoy docente de los profesores –sobre todo en el campo teológico-filológico, entumecido enla universidad y principalmente en las facultades teológico-filosóficas– el anquilosamientoen una especulación lejana a las fuentes y en la repetición charlatana de lo que ya otroshabían dicho. Afirmaban los humanistas que en el transcurso del tiempo, encima de lasfuentes de la fe, en las que se fundaban la Iglesia, la cristiandad y el Occidente, se habíanido depositando capas, cada vez más numerosas e impenetrables, de interpretaciones,especulaciones y analogías: de aspectos subjetivos, irreales, muchas veces incluso casisupersticiosos, fantásticos, que ahora amenazaban con oscurecer la luz de la fe, haciendo

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su núcleo casi invisible. Por eso querían volver a recordar las fuentes, ponerlas aldescubierto en toda su pureza, devolverlas a la conciencia. Para eso eran necesariosconocimientos lingüísticos, en especial del griego. La verdadera cultura consistía en serconsciente de este camino hacia las fuentes, en afirmarlo y practicarlo. Por el contrario,sería necio e incluso impío quedarse en lo repetido, copiado y compilado cientos y milesde veces. Esta era, expresada de manera moderna, la postura de los humanistas, con laque se estaba creando el principio científico, hoy en día universalmente aceptado, deldeber de controlar los resultados y también de la gran confianza en la comprobabilidad detodas las afirmaciones y todos los conocimientos. Se situaba así a la filología en el tronoque más tarde ocuparían las ciencias naturales. Esta postura la defendían los hombresmás excelentes del tiempo, entre ellos –en posición sobresaliente– Erasmo y tambiénTomás Moro. Al principio no contenía tendencia alguna que pudiera llevar a un conflictoreligioso, o –si la tenía– al menos no era aún reconocible.

También existía la posición contraria. Sus representantes, sobre todo los teólogos dela escolástica tardía, entre ellos, por ejemplo, Adriano de Utrecht, el futuro Papa AdrianoVI (1459-1523), y muchos religiosos, ante todo dominicos y franciscanos, nopreguntaban si las opiniones y aspiraciones de los humanistas tenían una justificaciónintrínseca ni si objetivamente estaban fundadas; les interesaban fundamentalmente lasconsecuencias. ¿A dónde se llegaría si se convirtiera en un juego de los eruditos elburlarse de las universidades, de las facultades de Teología y de los teólogos? ¿Quéconsecuencias tendría el hecho de que «el pueblo» pasara a ver en sus obispos, clérigos,religiosos sólo charlatanes incultos y supersticiosos, capaces sólo de rumiar mil veces loque habían leído en los libros de predicaciones..., máxime cuando el pueblo cristiano yatenía que padecer el escándalo de la gula, la lujuria, la codicia y la pereza de los clérigos?Y finalmente: ¿qué podría seguir siendo inamovible si en primer lugar se destacaba que laSagrada Escritura tiene la importancia central para la vida religiosa en general y para cadacristiano en concreto; si, en segundo lugar, la exactitud textual, precisamente por esemotivo, adquiere una importancia decisiva; si, en tercer lugar, en busca de esa exactitud,se duda de la versión hasta entonces válida y se aspira a encontrar el texto original parapublicarlo, purificado; si, en cuarto lugar, ese trabajo sólo lo pueden realizar especialistascon conocimientos de griego, quienes, revisores y examinadores de todo, a su vez pornadie podrían ser revisados ni examinados; si, en quinto lugar y por decirlo brevemente,se instalara una autoridad paralela a la de la Iglesia, al margen de la jerarquía, apoyada enuna superioridad en cuestiones escriturísticas, que muy pronto pasan a ser cuestiones defe?

Aquí se enfrentan dos posiciones contrarias, tras las cuales se esconden problemasextremamente difíciles, profundos y ricos en consecuencias; dos posiciones de las que

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hay que tomar en serio también la vencida, la que ya entonces parecía «reaccionaria».¿Qué es lo que Tomás, situado en el ámbito de la nueva «cientificidad», entendía por«progreso»? En primer lugar, la eliminación de la mala y ya vieja costumbre de inundar alos alumnos y estudiantes en las asignaturas de Lógica, Retórica y Gramática con untorrente de sofismas lingüísticos, de pseudodialéctica y de problemas sólo aparentes. Erade la opinión de que con ello se les cegaba la vista para lo esencial: tanto en la religióncomo en la ciencia. En su carta a Dorp se encuentran muchos ejemplos de esos excesos.Moro destaca una y otra vez que en el Elogio de la locura Erasmo sólo había tenido laintención de criticar esos excesos de la verdadera erudición. Puso buen cuidado encriticar la generalización que Dorp hace de la crítica de Erasmo. Que lo que Erasmoobjetaba a algunos teólogos era válido sólo para para ellos, para algunos teólogos, y no –como afirmaba Dorp– para todos. Todo lo escrito se puede interpretar con malaintención –dice Moro–, por cierto también lo escrito por Martin Dorp, por ejemplo sureciente carta sobre el libro Questiones Quodlibeticae del maestro Adriano de Utrecht.Pero que todo autor se debería encontrar al principio con un voto de benevolencia.

Si todas estas observaciones son sólo notas marginales, Moro pasa luego a un puntoen su parecer central, a la miserable formación de muchos teólogos y en general de losclérigos. La defensa de su amigo Erasmo se convierte ahora en un ataque. Quienesatacan a Erasmo, por sus conocimientos del griego o por su empeño por conseguirmejores textos de la Escritura –y lo hacen porque están a favor de una Vulgatainalterada–, esos mismos –dice Moro– con frecuencia no tienen ninguna clase deconocimientos de la Sagrada Escritura: ni de una ni de otra versión. Son charlatanes,completamente incultos, pero con un arsenal de cosas oídas quién sabe dónde. ¿Merecenser llamados «teólogos» tales parlanchines?, pregunta Moro. Por supuesto que no. PeroDorp les abre una escapatoria cuando, en su carta acusatoria a Erasmo, escribe: «Nocreáis, Erasmo, que un hombre que entienda toda la Biblia palabra por palabra es unteólogo perfecto, y tampoco lo es quien de ella puede deducir interpretaciones morales.Quedan por aprender muchas cosas más difíciles de entender, y de valor más prácticopara la cristiandad. ¿Cómo saber, si no, en la administración de los Sacramentos cuál esla forma correcta de aplicación? ¿Cuándo debe recibir un pecador arrepentido laabsolución y cuándo le debe ser negada? Se podrían enumerar innumerables problemasde este tipo. Si no me equivoco, se puede aprender de memoria gran parte de la Biblia,sin esfuerzo, antes de solucionar uno solo de estos problemas. A diario surgen muchosproblemas, en los que el tema del debate, en el fondo, se refiere sólo a pocas palabras. Amenos que designéis todo lo relacionado con los Sacramentos (y sin ellos está en peligrola salvación de la humanidad, según nos enseña la santa Iglesia católica) comopasatiempos de la Teología».

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Aquí Moro quiere derrotar a Dorp con sus propias palabras, presentando estaobservación como si contuviese una alternativa al conocimiento profundo de la Biblia.Pero el pasaje transcrito dice algo enteramente diferente: que los conocimientos bíblicosno son suficientes para la pastoral en general, puesto que los problemas prácticos de cadadía, los problemas a que se enfrentan los sacerdotes, no giran en torno a pasajes textualeso a la meticulosidad filológica, sino a la correcta administración de los sacramentos,necesaria para la salvación de las almas. Aquí se está hablando en dos idiomas diferentes.Los humanistas exigen el respeto adecuado a la Sagrada Escritura, lo que también incluye–según ellos– la búsqueda del texto óptimo, del más exacto y más fiel a las fuentes, perosin querer devaluar lo que en el cristianismo no está fijado por escrito, en especial latradición y los sacramentos. Muchos de los escolásticos tardíos no vieron o noentendieron esta intención buena y correcta de renovar la fe por medio del conocimientode la Escritura. Lo consideraban inútil, la contraponían a la pastoral práctica, sobre todoa la vida sacramental. Pero, por supuesto, no negaban la importancia de la Biblia dentrode la Iglesia. Ni los humanistas «progresivos» querían desplazar los sacramentos ni losescolásticos «conservadores», la Sagrada Escritura. Pero eso era exactamente lo que sereprochaban mutuamente. Tomás, Erasmo y sus amigos y colegas humanistas estuvieronal servicio de un movimiento de renovación intelectual, espiritual, cuyo desarrollo aún noera previsible en los dos primeros decenios del siglo XVI. Consideraban –y precisamenteen este punto entraban en contradicción con Dorp– que la miseria intelectual-espiritualdel momento, que hundía sus raíces en el anquilosamiento, en el olor a cerrado y en lapseudo-teología sofística, era peor y más peligrosa que una miseria posible en el futuro,que probablemente se expresaría en arbitrariedad, hostilidad contra la tradición einsubordinación general. Erasmo y Tomás aún habrían de ver los graves quebraderos decabeza que causaba su nuevo y optimista inicio. Se distanciaron entonces de procesosque no habían deseado, y seguramente también se preguntarían si ellos habíancolaborado, libre o involuntariamente, inconscientemente o acaso con culpa propia.

Cuando Moro, en sus cartas a Dorp y, más tarde, «a un monje», se opone al mal usode la Biblia, a que con ella se practiquen juegos verbales sofistas y se planteen preguntasnecias, que dejan de lado los temas importantes, cuando a la vez se hace patente la faltade conocimientos del texto auténtico, no está queriendo decir que había que difundir losconocimientos de la Escritura sin su interpretación vinculante por parte del magisterio dela Iglesia. Si se burlaba de los clérigos ignorantes, que basaban sus opiniones sólo encomentarios o en comentarios de los comentarios, sin haber echado jamás una mirada ala Biblia, no quería decir que tenía a todos los clérigos por incultos y faltos deconocimientos de la Biblia o que negara que pudieran hacer afirmaciones teológicas sobrela Escritura. Tomás se negaba a construir una contradicción entre la fuente, «la Biblia», y

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el edificio, «la Iglesia», entre los teólogos doctos en Sagrada Escritura y la Jerarquía de laIglesia. Solamente distinguía entre una fuente lo más pura posible y una corrompida oacaso un sucedáneo, y también entre un clérigo fiel, conocedor de esa fuente y obedientea ella, y los cuentistas ignorantes. Aun así, todo formaba parte de la Iglesia, lo sano comolo enfermo; pero, ¿era para daño o para bien de la Iglesia? Esa era cuestión muydiferente. Según la convicción de Moro, el foso entre herejía y ortodoxia no separaba elconocimiento y la ignorancia de la Biblia, la cultura y la incultura, sino la soberbia y lahumildad, la insurrección y la obediencia. «Mi querido Dorp, estoy, naturalmente,convencido, y en eso –como me imagino– no habrá contradicción con Vos, de que nos hasido dado en abundancia todo lo necesario para nuestra salvación: por un lado, por laSagrada Escritura, después, por sus intérpretes antiguos, por la tradición, que nos hallegado a través de los Padres, y finalmente por los sagrados decretos de la Iglesia». Estafrase contiene una confesión a favor de la Iglesia, una confesión de validez intemporal,que Moro expuso ampliamente años más tarde, en su Responsio y en su Confutatio.

Según Moro, existe siempre la necesidad de mejorar filológicamente el texto bíblico;pero sólo es lícita si va unida a la aprobación eclesiástica. En todos los casos la Iglesiatiene la última palabra, ella es la única que decide sobre la versión válida del texto. Aquíen realidad se está refiriendo al Novum Instrumentum de Erasmo, edición griega delNuevo Testamento, es decir, a la revivificación de la versión original, a base de la cual sehabría de revisar y corregir también la posterior traducción latina, que había sufrido conel curso del tiempo. Tomás vuelve a repetir que el miedo de Dorp ante las consecuenciasde una tal revisión textual es infundado. En cuestiones de fe, la filología está vinculada ala tradición viva de la Iglesia. Si se llegase a discrepancias en este punto, por ejemplo, apasajes dudosos, se tendrían que aclarar por el «Evangelio de la fe viva, que estácimentado en la Iglesia universal, en todo lugar, en los corazones de los fieles, predicada–antes de que alguien lo escribiera– por Cristo a los apóstoles, y por éstos al mundo. Poreso (los comentadores) examinan tales pasajes para encontrar las leyes inmutables de laverdad».

Aquí se hace alusión a los argumentos que ya conocemos por la Responsio y laConfutatio. Tomás Moro no retrocedió, no pasó a ser, de un «humanista progresivo», unescolástico tardío, miedosamente conservador; toda su vida el cristiano siguió siendohumanista –avanzando y conservando–, es decir, lo que desde un principio había sidopor naturaleza, cultura y Gracia.

En las últimas páginas de su carta, Tomás pasa a tratar los reproches de Dorp contrael Elogio de la locura. No necesitamos detenernos mucho en ello. En el fondo se tratade lo mismo que en el debate sobre el Novum Instrumentum. Al atacar a Erasmo, Dorphabía sacado de quicio un trabajo concreto y limitado, generalizando sus intenciones y

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sus efectos. Moro defiende a su amigo, quizá ya con algo de fatiga. No entra tan a fondo,no resalta tanto como en la primera parte de la carta la pregunta central. Da más laimpresión de un abogado profesional. Y también se le escapan algunas demagogias.Además, si en la disputa científica de las cuestiones humanistas se sirve de un lenguajecomedido, evidentemente le salta la bilis con el tema de «teólogos, clero, monjes», pormucho que intente mantener la objetividad y la justicia.

Quizá no siempre distinga con claridad suficiente entre vicio e incultura. Su ira sedirigía, a veces con excesiva violencia, contra la incultura como vicio. También de elloposeemos un documento impresionante, de su propia pluma; impresionante en lonegativo: nos muestra al Moro rudo y sarcástico, que lleno de desprecio intenta aniquilara un adversario. La carta a un monje, al leerla, causa malestar[4].

«A un monje» significa, hoy lo sabemos, a John Batmanson. Parece que TomásMoro lo conocía ya de joven. Nacido en 1488, diácono desde 1510, era algo así comoun autodidacta; en 1523 fue elegido prior de Hunton y en 1529, de la cartuja de Londres,donde murió en 1531[5]. Compuso un libro: Contra Annotationes Erasmi Roterodami,en el cual ataca el Novum Instrumentum, el Nuevo Testamento en griego del holandés, ysobre todo sus anotaciones. La obra no fue impresa, como otras obras de Batmanson, yno sabemos si tuvo alguna repercusión. Indudablemente, el autor, dejando de lado suformación científica, tenía derecho a expresar dudas sobre la edición de Erasmo y aplantear objeciones. Pero también Moro tenía derecho a desbaratar esas dudas yobjeciones; se veía obligado a ello como humanista y amigo del de Roterdam, que habíasido atacado. Además, lo hizo a gusto. Pero lo hizo de manera desproporcionada y nomuy atrayente. Esta desproporción es lo que causa estupor. El tremendo empeño porbuscar argumentos críticos y por dar largas y prolijas explicaciones y el tonofrecuentemente altanero y despectivo –contra un joven religioso y su manuscrito– secomprenden aún menos teniendo en cuenta que normalmente Moro destacabaprecisamente por un sentido muy desarrollado para la proporcionalidad de susreacciones. La epístola, escrita probablemente en julio de 1519 e impresa en agosto de1520, empieza así: «Carta del célebre señor Tomás Moro, en la que rechaza lasacusaciones iracundas e increpantes de un cierto monje cuya estupidez es tan grandecomo su soberbia». En primer lugar Moro refuta, de forma detallada y profunda, lacrítica del cartujo a Erasmo. Las dudas del monje estaban causadas, lo mismo que las deDorp, por el miedo a la confusión de los fieles. Los argumentos de Tomás Moro y laréplica en su totalidad se mueven en la misma dirección que en el caso de Dorp, sólo queahora escribe con mucha más impaciencia. A la justificada preocupación de Batmansonde que la diversidad y la coexistencia, constantemente debatida, de las traduccionesbíblicas, traducciones que coexisten en competencia o se relevan mutuamente,provocaría dudas en el lector, Tomás responde: «Se trata de una buena objeción en el

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caso de un lector enteramente estúpido, sin mente ni juicio. Pero si es inteligente, le seráaún más fácil –como dice Agustín– reconocer el verdadero sentido de las diferentesversiones». Moro tendría en el futuro muchas ocasiones de comprobar que esto erafalso. Como picado por la tarántula, reacciona a la acusación del monje de que Erasmoevidentemente simpatiza con Lutero. Hoy sabemos que esta suposición –al menos enaquel momento– no era descabellada. Un torrente de palabras iracundas y furiosas sedescarga sobre el malvado, y no sólo sobre él sino sobre «los monjes de hoy en día» engeneral: «Quizá perdáis mucho tiempo en chismorreos y cotilleos, lo cual es peor que sileyerais malos libros, pues observo que todo cotilleo, toda calumnia y todo escándalo esllevado directamente a vuestras celdas. En cambio, los escritos nos cuentan que entiempos hubo monjes tan apartados del mundo que no se permitían leer ni siquiera lascartas de sus amigos. Querían impedir volver la vista atrás y mirar la Sodoma que habíanabandonado. Pero los monjes de hoy leen, por lo que yo puedo observar, libros herejes yapóstatas y grandes volúmenes llenos de disparates...». Y sigue así. Pone delante delcartujo todas las autoridades, entre ellas todos los humanistas cultos y piadosos deInglaterra que habían declarado, con admiración y de forma positiva, sobre Erasmo y, enespecial, sobre su edición del Nuevo Testamento. «¿No ha rendido el mismo Papa (LeónX, 1513-1521) ya dos veces explícitamente homenaje a lo que vosotros condenáis? Loque ha declarado útil el Vicario de Cristo, el portavoz divino, ¿queréis Vos, “niño, profetadel Altísimo”, declararlo dañino? Lo que la cabeza del mundo cristiano honra con suapoyo, ¿queréis depreciarlo Vos, pequeño monje miserable, inculto y desconocido, conVuestra lengua murmuradora, desde el agujero de Vuestra pequeña celda...?».

¿Queda destrozado el pobre monje? Moro se despreocupa de eso. Sigue página porpágina, con una constancia fatigante para el lector, humillando, destrozando aBatmanson. Es, en lo que sé, la única vez que Tomás realmente se propasa y deja delado toda caballerosidad frente a alguien en muchos aspectos más débil. A veces parececomo si se exteriorizara violentamente un disgusto retenido desde hace mucho tiempo.Queda muy patente una irritación, quizá incluso una herida, muy profunda, del laico porla presunción clerical, y sobre todo, monástica. Y lo que evidentemente le sacaba dequicio no eran los defectos en particular, sino la actitud general, que era algo que leafectaba y le ofendía personalmente: la actitud de soberbia monástica, que en cadapequeña palabra, en cada observación y en cada gesto, por muy pequeños que fuesen,quería demostrar la convicción de que la forma de vida monástica era superior a la laical,la convicción, expuesta de forma demostrativa, de que el monje era por principio elcristiano mejor, el más cercano a Dios, el que más le complacía, el más seguro de susalvación; esto le ponía furioso a Moro, sin más, de una manera humana, natural. El quereaccionara tan violentamente nos lleva a la impresión de que con ello se había puesto eldedo en una llaga oculta, muy personal.

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Había una segunda razón: el cartujo había acusado a Erasmo y, con ello, también a ély a todos los amigos humanistas, de herejía y proximidad a Lutero. Uno se pregunta sino era el famoso «granito de verdad» que hay en toda afirmación lo que irritaba a Tomás–como un mosquito en el ojo–, lo que explicaría su reacción violenta. Sus afirmaciones,en esta carta, sobre la devoción mariana, la vida monástica, la fe y las obras, la Gracia yla voluntad, hubiesen podido proceder de la pluma de Lutero. Hubiese sido facilísimointerpretarlas y usarlas en clave luterana. Pues en aquellos tiempos casi nadie estaba encondiciones de diferenciar en la forma en que hoy nos resulta posible e incluso fácil. Sólocon la distancia que ha creado el tiempo nos damos cuenta de que aquella encarnizadalucha nacía no tanto de errores absolutos que se combatían sino de medias verdadescontrapuestas. El monje, en su crítica a Erasmo, había expresado media verdad; la otramitad, los méritos del de Roterdam a favor de la limpieza y vivificación de las fuentes dela fe, y de todos los humanistas por la integración de la antigüedad clásica en el cosmoscristiano, todo esto lo había callado o lo desconocía. Pero también la defensa de Moro sefunda en media verdad. Con brillantez protegía a Erasmo, al humanismo y a loshumanistas contra las imputaciones atrabilarias y de miras estrechas de no ser ortodoxos,y estigmatizaba con fuerza la penosa situación del clero y de los religiosos. Pero estabasordo para la preocupación justificada y comprensible de los adversarios. Cuando en1515 respondió a Dorp y en 1519/1520 a Batmanson, el verdadero mal para la Iglesia yla cristiandad lo veía en una invasión de la fe por la superstición, y en el humanismo veíael remedio probado. El que este remedio pudiera convertirse en una enfermedad, esoentonces no estaba sino insinuándose. Cierto es que Moro recuperó más tarde la «otramitad» de la verdad: objetivamente no necesitaba revocar nada de lo escrito a Dorp y almonje, pero lo completó por su predicación ortodoxa de la fe en los grandes escritos decontroversia. Porque en ese momento el peligro mayor para la Iglesia no procedía ya dela «reacción», sino de la «revolución». Pues las tijeras reformadoras, que habíaneliminado los zarcillos y los bejucos que estaban a punto de asfixiar la fe, estaban ahoracortando ramas enteras de la misma fe.

3.

Quien no es especialista en la vida de Moro, normalmente sólo sabe dos cosas de él:que escribió un libro titulado Utopía y que fue decapitado. El interés por este escritopuede obedecer a motivos diversos. En primer lugar, a razones «profesionales», por asídecir. Parece muy natural que los filólogos, los historiadores, los expertos en historia dela economía y de la sociología se entusiasmen por un documento que proporciona tantasinformaciones sobre el idioma y el estilo de la literatura inglesa a comienzos de siglo XVI,

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sobre el escritor humanista Moro, sobre el «espíritu de aquel tiempo» y, de maneraindirecta, también sobre la situación política y social en la Inglaterra de Enrique VIII.Existen también motivos «ideológicos» para ocuparse de esta obra. Desde el momentoen que los intelectuales europeos dejan de contentarse con las verdades de la fe cristianay consideran que el curso del mundo necesita urgentemente de mejora, les complacesentarse en su estudio y planificar nuevas realidades. Comienza la época de las «grandesinterpretaciones del mundo». Se describen sobre el papel sistemas sociales en sutotalidad, teorías sobre cómo desatascar ese «carro que se ha salido del camino».Aumenta también, lógicamente, el interés por aquellas personas y aquellos libros quesupuestamente ya antes lo intentaron: por el Nova Atlantis de Bacon[1], por el Estadodel Sol de Campanella[2], por la Utopía de Moro. En términos generales se puede decirque el descontento con la situación del mundo en general y de la sociedad en particularfavorece el ir elucubrando, imaginando estados «mejores» o, al menos, «muy distintos».La «Utopía» genuina nace del malestar y de la impotencia. Si se da sólo malestar y si elproyecto que nace de él está bajo el signo de una voluntad de realización, tendremos unprograma, una doctrina, quizá incluso una religión. El o los autores estarán convencidosde la posibilidad de realizar sus ideas y no se arredrarán por mucho esfuerzo que cuesteel realizarlas. A pesar de ello –así opinan muchos y otros lo saben por experiencia–,puede tratarse de utopías. El ejemplo más claro es el socialismo sistemático, cualquieraque sea su proveniencia.

Tras considerar esos aspectos, podemos constatar, ya de antemano, lo siguiente sobrela Utopía de Moro: indudablemente existía un descontento, concreto y claramenteperfilado, con la Inglaterra de su tiempo, la Inglaterra de los Tudor entre 1500 y 1515. Ytambién existía la conciencia de no poder cambiar a mejor, de no estar en condiciones demejorar radicalmente la situación. Pero no se puede hablar de que se quisiera unatransformación y de que se quisiera con todo empeño y riesgo. La Utopía no es un«contraste programático» con la realidad, no es una hoja de instrucciones para la acción,ni siquiera es una teoría para un «futuro mejor». Quizá se encuentre en ella una ciertaprotesta, un desahogo. Pero ante todo y en primer lugar es... un juego. A este aspecto sele ha prestado poca atención. Sobre todo los intelectuales alemanes, desde Kautsky[3]hasta nuestros días, se han excedido en interpretaciones tremendamente serias, ignorandoel humor del autor, para ellos a menudo hermético. En su descargo hay que decir queeste humor ciertamente no es el nuestro, no es comprensible sin más, en cierto modoestá pasado de moda. Del mismo modo que hoy en día nadie se puede reír decorcovados o bufones de casa o de corte o de monos domesticados y cosas por el estilo,tampoco podemos reírnos del «estado total» de la Utopía. Nos parece, en la versión de1984 de Orwell, amenazadoramente cercano, mientras que para Moro y sus lectores era

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una formidable broma. Quien lea sin prejuicios la Utopía, olvidándose de Kautsky y deOncken[4], de Ritter[5] y de Freund[6], se dará cuenta de que se trata de una verdaderafantasmagoría, resultado de un juego de sociedad nacido de las conversaciones junto a lachimenea: «Nuestra actual cristiandad, toda esta Europa y nuestra querida Inglaterraestán en ebullición, inventemos, pues, un estado a nuestro gusto que, ante todo, tenga lainapreciable ventaja de estar situado en el “país de ninguna parte” (Nusquama = Utopía),de no realizarse jamás y de no tener que probar su eficacia». Todos se ríen: Erasmo yPeter Gillis (Petrus Aegidius), el escribano de la ciudad de Amberes, y HieronymusBusleyden, jurista humanista y miembro del Tribunal Supremo de los Países Bajos, y eljoven John Clement, a quien Tomás suele llamar su «pupil-servant», y Moro, miembrode la delegación comercial inglesa en Flandes, y los otros...[7]. Que lo haga Tomás,dicen, que tiene fantasía y gracia y buen estilo y escribe deprisa... Y lo va haciendo, conganas, como descanso en su escaso tiempo libre. Y –como siempre que Moro toma lapluma– termina rápidamente. El segundo libro de la Utopía fue el primero en ser escrito,en 1515. Contiene el «Discurso de Raphael Hythlodeus sobre la mejor constitución delEstado»; encierra, pues, el material que causará los quebraderos de cabeza a loshermeneutas. A esta segunda parte, Moro le compuso un «prólogo», escrito a toda prisaen 1516 y que luego pasó a ser el primer libro de la Utopía. A finales de otoño de 1516se publicó la primera edición en Lovaina[8].

Como todo el mundo puede adquirir hoy en día el escrito más famoso de Moro,incluso como libro de bolsillo, y como ha sido tratado y analizado una y otra vez hastanuestros días[9], quiero limitarme a pocas observaciones. Si, como hemos dicho, ladescripción del reino de Utopía se compuso antes que la conversación introductoria, ellocorrespondía al deseo del autor de conducir al lector de acuerdo con sus objetivos. Enrealidad es natural crear el marco después del cuadro. No se necesitan teoríascomplicadas para explicar por qué Tomás Moro redactó la conversación en casa delCardenal, de la que resulta el informe de Hythlodeus sobre su visita a la isla Utopía, mástarde que el propio informe. Marcos de este tipo, de una o de varias historias, son unrecurso muy probado y muchas veces repetido, desde el Decamerón y las Mil y unanoches hasta E.T.A. Hoffmann y la literatura más reciente. Y no hay razón para suponerque Tomás exprese en esta parte introductoria del año 1516 ideas enteramente nuevas,distintas a las de la parte principal del año 1515; o que por consideraciones políticas o decualquier otra índole se hubiese visto obligado a tomar esta «precaución» para evitar unescándalo; o que hubiese tenido que distanciarse artificialmente de su obra, para que nole surgieran incomodidades. No: lo que se puede leer en ambas partes de la Utopía estabasimultáneamente en la cabeza de que nació. Y son completamente superfluas lasespeculaciones sobre si todo lo que ahí se dice, especialmente los discursos de

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Hythlodeus o las opiniones del Cardenal o las palabras de Aegidius, expresan laconvicción personal de Moro, o si ésta sólo se pone de manifiesto en sus propiaspalabras. La Utopía –hay que subrayarlo una y otra vez– es un relato, una fábula, si sequiere; no un manifiesto. Pone frente a un espejo la época, los príncipes, la cristiandad,en forma de «historias fantásticas», con un tono algo didáctico y moralizante y –recordémoslo– muy ameno, pensado para el placer de una sociedad fina, versada en lalectura. Moro, eso sí, con rostro tremendamente serio, se hubiese divertido muchísimocon la pregunta de los pesados ideólogos germanos de si consideraba deseable el Estadodel rey Utopus y si le gustaría edificarlo; se hubiera sentido muy contento con el éxitorotundo de su farsa serio-fantástica, y –con un modo de mirar especialmente erudito–probablemente hubiese contestado con el misterioso cuarteto:

«Utopus ha Boccas peula chama polta chamaan.Bargol he maglomi baccan soma gymnosophaonAgramma gymnosophon labor embach bodamilominVoluala barchin heman la lauoliola dramme tagloni».Y su regocijo habría alcanzado cotas insospechadas en el momento en que los

eruditos se hubiesen retirado, dándole las más expresivas gracias por información tanreveladora, para volcar a continuación toda su atención a los «problemas dedescodificación lingüística y de comprensión hermenéutica» de este oráculo,desconociendo que el idioma de los útopos, «a la manera griego-persa», lo habíainventado el propio autor, y que de su desciframiento resultaba un tetrástico latino. Enespañol dice así: «El príncipe Utopus hizo de mí, que era una no-ínsula, una ínsula. Hesido el único entre todos los países de la tierra que, sin tener filosofía, ha representadoante los mortales el Estado filosófico. Con gusto favoreceré a otros con lo que es mío;con gusto estoy dispuesto a aceptar de ellos algo mejor»[10].

Tomás puso todo ello, como relato de viaje, en boca de Raphael Hythlodeus, y seinventó no sólo un alfabeto y un idioma, sino también todos los detalles de la geografía,la vestimenta, las costumbres y tradiciones de la ínsula «Utopía». Así se convierte en elinventor de un mundo completo, cerrado, algo muy parecido a su compatriotaTolkien[11], cuatrocientos años posterior. Con esa invención está poniendo en prácticasus ganas de jugar. Describe detalladamente la capital –Amaurotum– como una especiede Londres fantástico. La composición del Estado: una nueva versión de Esparta. Lavida laboral: el óptimo saludable entre ociosidad y trabajo de negros, es decir, segúnMoro, seis horas de trabajo: tres por la mañana y tres por la tarde[12]; los tiempos dedescanso, de comer y de dormir son fijos. Durante el tiempo libre, la mayoría se dedica a«estudios literarios». Lo dicho: de manera juguetona –comparable a Los Viajes deGulliver de Swift–, el autor descarga su enojo, largamente acumulado, y el mal humor

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de sus amigos humanistas. Que nadie piense que seis horas de trabajo son poco, si todoslas cumplieran. Los larguísimos tiempos de trabajo de su tiempo los considera un precioque se ha de pagar por la ociosidad de tantos. Explícitamente nombra entre los ociosos a«los sacerdotes y los llamados religiosos “píos”. ¡Qué multitud tan grande, tan perezosa!¡Añádeles toda la gente rica, sobre todo los latifundistas, los que se suelen llamar“personas de estado” y “nobles” (generosi ac nobiles)! ¡Además debes contar entre ellosa su servidumbre, toda esa inmundicia de haraganes armados! Finalmente losmendicantes fuertes y sanos... Ciertamente encontrarás que todo lo que es necesario parauso diario de los hombres se basa en la labor de mucha menos gente de lo quecreías»[13]. No es de extrañar que, por este y muchos otros pasajes parecidos, elsocialista Kautsky considerara a Moro como un predecesor, que únicamente tuvo ladesgracia de no conocer el «socialismo científico», y con ello, la posibilidad de realizar suutópico programa. De la misma manera –apoyándose en sus afirmaciones sobrecolonización, asuntos de guerra, prácticas de alianzas y tratados de los útopos–,historiadores como Hermann Oncken vieron en Tomás un fundador del imperialismobritánico. Y se dieron cuenta de cosas perfectamente ciertas. Pero no hay nadasorprendente en ello, puesto que el número de estructuras teóricas fundamentales en unasociedad es bastante limitado. Quien se imagine una sociedad en que la igualdad –y no lalibertad– esté considerada como la expresión adecuada de la justicia, necesariamentellegará a la falta de libertad y al comunismo. Y quien suponga que ese principio es elmejor para organizar la convivencia humana, calificará a sus adversarios como enemigosdel género humano. Hacia dentro los esclavizará, hacia fuera los subyugará en lasllamadas «guerras de liberación». Lo que hoy hace estremecer al lector es la necesidadcon la que, de pocas premisas, se despliega todo un ramillete de atrocidades. Porque, porponer un ejemplo, una vez definida la lucha como algo necesario, «obligado» por la«buena» causa, necesariamente se habla de los medios «adecuados» para la lucha, que acontinuación se definen como «los más humanos». En este contexto, el autor –sólo porreflexionar con total consecuencia– llega a las más modernas prácticas de guerra: a lapropaganda con todas las sutilezas criminales imaginables; al espionaje, a las actividadesde agentes o a la instigación de la población enemiga contra su gobierno; al asesinato deadversarios eminentes, a la recompensa para los traidores, a los procesos contracriminales de guerra, etcétera. No falta nada de lo que conocemos nosotros, hijos delsiglo XX[14]. Angustiosa, por inimitablemente verídica, es el aura de fariseísmo ehipocresía que recubre todo el campo de las relaciones exteriores, incluyendo la guerracomo «continuación de la política con otros medios».

Desde un principio han sido los párrafos sobre la religión de los útopos los que hantraído más de cabeza a los intérpretes. Como Moro se había inventado un mundo

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cerrado, no podía dejar de lado las ideas religiosas. En teoría, hubiese podido «inventar»para sus útopos un cristianismo «puro», pero indudablemente hubiese entrado en colisióncon el cristianismo real de su tiempo, con la Iglesia romana, quizá incluso con laInquisición. Tampoco hubiese podido mantener la ficción de un país situado en el NuevoMundo y recién descubierto. Ambas razones exigían crear una religión propia, la religión«utópica». Precisamente por ser Utopía un Estado no cristiano, al autor se le brindaba laposibilidad de dar plena libertad a su fantasía y de reprochar a los otros cristianos susfaltas: si contemplaban aquella sociedad, que vivía y se organizaba sólo por la razón y laley natural, quizá pudieran hacerse conscientes de sus propios pecados, pero también delas posibilidades incomparables que les ofrecía Jesucristo.

Siempre han encontrado dificultades los intérpretes con las contradicciones dentro deesta obra: noble humanidad, tolerancia religiosa, alto nivel moral, justicia material, poruna parte; esclavitud, crímenes de guerra, dirigismo estatal, falta de ámbito privado, porla otra. También se ha criticado la mezcla, que puede llegar incluso a falta dediferenciación, entre aquellos estados «utópicos» que Moro aprueba, rechaza o pone enduda. Y también se han criticado las discrepancias entre los importantes principiosestatales de Utopía que presenta Hythlodeus y los que el autor practicaría más tarde.Estas tres dificultades de comprensión van unidas entre sí. Pero, ¿son verdaderamentetan grandes como parecen? Tomemos, por ejemplo, la descripción que hace Moro delsacerdocio utópico: sin duda, el aprecio por el valor de la ordenación y la dignidadforman parte de las convicciones más íntimas de Moro. Pero en el mismo pasaje tambiénse dice que los sacerdotes, «si no eran mujeres, tenían por esposas a las mujeres másnobles del pueblo...»[15]. Y esto no es, en ello tampoco hay duda, opinión de Moro, sinoingrediente literario con objeto de conservar la ficción del país de «Ninguna parte». Peroademás, es lógico: En la Iglesia católica, el sacerdocio está reservado al hombre, puestoque el sacerdote representa a Cristo; pero si no se da esta condición, como en Utopía, lasmujeres pueden ser admitidas al servicio sacerdotal.

Otro ejemplo: el comunismo. Hythlodeus comenta que los útopos «habían tenidonoticia del nombre, de la doctrina, de la naturaleza y de los milagros de Jesucristo» y quese habían mostrado muy abiertos. Y que para ellos había tenido gran importancia el«haberse enterado que Cristo había dado por buena la forma de vida comunitaria(comunista) de sus discípulos, usual aún hoy en día entre los cristianos auténticos»[16].¡Ahí está: nuestro Tomás, un comunista! No, por supuesto que no: sólo dice que esteaspecto del cristianismo –la fraternidad consecuente, también en lo material– encuentra lasimpatía de los útopos en cuanto que ellos ya anteriormente practicaban un comunismono cristiano. Pero no responde a la pregunta de si hay aquí un malentendido en el sentido

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de que la vida comunitaria «comunista» sólo sería posible y aguantable si naciese delverdadero amor a Cristo, un amor general y de todos por igual. Nada dice de lo quepasaría de no ser así.

Un tercer ejemplo: la tolerancia. Hythlodeus cuenta de un fanático cristiano, un«cristiano nuevo», que fue detenido en Utopía. Había predicado, contra el consejo desus camaradas, «públicamente sobre la veneración de Cristo, con más celo queprudencia. Llegó a entusiasmarse tanto que pronto elevó nuestra confesión por encima detodas las demás, condenándolas sin remisión, llamándolas profanas y denigrando a susconfesores como blasfemadores infames, dignos del fuego del infierno»[17]. Esdesterrado, no por sus ofensas contra la religión, sino «por escándalo y agitación delpueblo». Este argumento jugó más tarde un importante papel en la lucha contra laReforma protestante y también para Moro. Pero ya hemos visto que, yendo mucho másallá, rechazó toda equiparación entre la antigua y la nueva fe, combatiendo ésta contodos los medios. ¿Cuándo, pues, fue insincero? ¿O es que se transformó: de un hombreliberal y tolerante, cuando mediaba los treinta años, a un sombrío fanático, a loscincuenta? Para poder responder a esta pregunta se han de considerar las cosas con másdetalle. El rey Utopus había vencido a los insulanos también porque estaban peleadosentre sí por motivos religiosos y ya «sólo luchaban por su patria por partidos religiosos».Después de su victoria decidió: «Cada cual puede adherirse a la religión que quiera;también es legítimo intentar convertir a otras personas a su religión, pero solamente demanera que se presente la propia opinión amablemente y sin presunción, fundándola enargumentos racionales, y no denigrando violentamente los demás puntos de vista. Si, apesar de todas las exhortaciones, no se consigue convencer a los otros, no se deberá usarviolencia y se tendrán que reprimir los insultos. Será castigado con destierro y esclavitudquien procediese con excesiva violencia en este asunto»[18]. Moro permanece fiel a suconcepto básico de erigir un Estado y una sociedad sobre la idea de una religión racional.Dado que en ella el hombre sólo puede articular de por sí mismo lo que reconoce, seacepta la igualdad fundamental de los diversos productos del conocimiento. El Estado yla sociedad se basan en ella, y sólo pueden ser intolerantes contra la intolerancia. Eljurista Moro procede, también como escritor, con lógica consecuente. De ningunamanera prejuzga para el futuro su propio comportamiento en un conflicto religioso.Conflicto desencadenado allí donde existe una religión no creada humanamente, sinorevelada; una religión sobre la cual el hombre, a quien le ha sido revelada, ya no puedeopinar de esta o de aquella manera, porque Dios es quien habla, y la Iglesia es, por asídecir, su traductora. El cristiano –y de eso está Moro convencido– no debe opinar, sinoque tiene que creer. Entre la fe y la opinión se abre un abismo: el que va de la aceptaciónhumilde de la Revelación Divina a la creación de opiniones propias. Solamente de un«opinante», en este caso el rey Utopus, puede decir Moro: «No era tan presuntuoso

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como para decir algo definitivo sobre la religión, puesto que no estaba seguro de si no erael propio Dios quien deseaba formas numerosas y diversas de culto, inspirando por ello aunos de esta manera y a otros, de manera diferente»[19]. Para el creyente, por locontrario, es un hecho que Dios quiere la veneración y el amor de la humanidad y decada uno en particular sólo en y por Jesucristo, es decir, que Dios no puede querer queuna creatura lo venere «de otra manera» que a través de Cristo, en quien está todasalvación.

En suma: el cristiano Moro ha inventado un mundo no cristiano; este detalle tiene quetraslucir como luz a través de vidrio opalino: Hythlodeus cuenta de sus útopos «que casitodos tienen la convicción de que a los hombres les espera una felicidad eterna. Seentristecen por ello en caso de enfermedad, pero nunca en caso de muerte, excepto siven que los moribundos se desprenden de la vida llenos de miedo y de resistencia...Piensan que a Dios no le agradará la llegada de un hombre que no acuda alegrementecuando sea llamado...»[20]. Se habla de la comunidad entre los vivos y los muertos, dela oración de petición por las almas de los difuntos, de la alabanza al Creador a la vista dela naturaleza, del duro trabajo corporal como manera de practicar el amor a Dios. Ensuma: «Utopía», ese mundo no cristiano, es un mundo precristiano, que sólo precisa deun último centro y punto de referencia que le dé sentido.

Utopía fue también –lo que, con toda seguridad, no es el elemento menosimportante– un gran monólogo de Moro. Un monólogo llevado con sinceridad, sinsuprimir ni negar nada de lo que a él y a sus amigos los humanistas les preocupaba. Elcarácter contradictorio de su obra es su marca de calidad, el sello de garantía de suveracidad. Las personas y obras humanas libres de contradicciones y oposicionesdespiertan desconfianza. Pero el autor de la Utopía merece nuestra confianza, porque dioa su libro un título sincero y realista, con el que en tiempos posteriores se podrían evitartodas las ideas locas. Además, a su manera seriamente bromeante, obliga a cualquierlector que no esté completamente obcecado a sacar la conclusión de que los males deeste mundo se han de superar «en su sitio», porque no es posible la emigración al paísdel rey Utopus.

4.

La obra en latín, cuyo título completo reza: De optimo reipublicae statu deque novainsula Utopia, es decir: «Sobre el Estado ideal y a la vez sobre la nueva isla Utopía»,tuvo seis ediciones en el continente antes de ser publicada en Inglaterra. Como ya se hamencionado, fue editada en lengua inglesa en 1551, después de haber sido traducida alalemán y al italiano. A pesar de todo, el conocimiento del libro se propagó entre los

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intelectuales ingleses como un reguero de pólvora. Ya en noviembre de 1516, Moro dalas gracias a Tunstall por su alabanza: «No puedo deciros cuánto me alegro de queVuestra opinión haya sido tan positiva. Casi me habéis convencido de que decís lo quepensáis. Sé que estáis lejos de toda simulación y que no tengo bastante importancia comopara que tuvierais que adularme. Para merecer escarnio os aprecio demasiado. Si, pues,veis la verdad objetivamente, me alegro altamente de vuestra opinión. Mas si Vuestroafecto por mí os hubiese cegado en la lectura, no me alegro menos, pues el afecto tendráque ser muy grande para haber privado a un Tunstall del discernimiento»[1].

En Tomás se encuentran en ocasiones pequeños embustes, por táctica o pormodestia. Un ejemplo de lo primero: «Había tenido la intención –escribe a un cortesanono nombrado– de confiar mi Utopía solamente al cardenal Wolsey –si mi amigo Peter(Gillis), como sabéis, no la hubiese despojado, sin mi conocimiento, de la primera flor desu virginidad–, en el caso de habérsela confiado a alguien, y no me la hubiese quedadopara siempre o la hubiese consagrado a Vesta, entregándola a su sagrado fuego»[2]. Y unejemplo de lo segundo: «El hecho de que me tengas tanto respeto –explica a su amigoAntonio Bonvisi– se basa, según mi opinión, más en tus sentimientos para conmigo queen una correcta valoración de mi persona. Pues el amor, si se ha afianzado en unapersona, suele oscurecer la facultad de reflexionar. Lo que, según puedo observar,también te ha pasado a ti, sobre todo desde que mi Utopía te regocijó tanto; un libro que,a mi parecer, hubiese merecido ser escondido para siempre en una isla...»[3]. A pesar detodas estas afirmaciones, Moro había esperado impacientemente la publicación del libro.Pero también conocía la enorme vanidad de Wolsey, que podía llegar a ser peligrosa, yademás con gran rapidez, si no se le rendía tributo. Nunca pensó Tomás en encerrar,esconder o acaso quemar su «Narratio phantastica». Expresiones de ese tipo formabanparte del ritual social de moda en aquellos tiempos.

Si el inglés Moro había inventado para su utópica sociedad una religión racional, elholandés Erasmo aconsejaba a la sociedad real de su tiempo la «razón religiosa»; a vecesincluso luchó por ella con valentía y decisión. Bajo este concepto entendía la razóncristiana, hija de la caridad cristiana, que en principio rechazaba, considerando comoremedio inefectivo, toda violencia y todo insulto en caso de diferencias en la fe, y muchomás en cuestiones secundarias. Opinaba que al consenso se debía aspirar por medio deuna disputación respetuosa y con conocimiento de causa, y que, además, el consenso sepodía conseguir si todos ponían una voluntad buena y razonable. Erasmo no comprendiónunca que pudiera haber (como de hecho hay) oposiciones que no se pueden superar conbuena voluntad y de manera natural y razonable. Nunca estuvo convencido de que lalucha fuese inevitable, y por eso nunca fue realmente «partidario» de algo; unacaracterística por la que hoy en día se le suele elogiar altamente. Tomás admiraba al

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humanista Erasmo y quería a Erasmo como persona. Su mutua amistad les honra aambos. Ninguno de ellos vaciló nunca en el respeto y el afecto por el otro, y eranactitudes que se fundaban tanto en un conocimiento racional como en el vínculo afectivo.Aún así, el papel que jugó Erasmo durante la época de conflictos religiosos es uno deesos problemas a los que conviene acercarse sólo con gran precaución.

Tras su última visita a Inglaterra en la primavera de 1517, Erasmo pronto cayó en lavorágine de los inicios de la revolución luterana: tras la publicación de las tesis de Lutero,disputó con los teólogos en la universidad de Lovaina. En general acogió con satisfacciónel paso adelante del de Wittenberg, pero haciendo valer también ciertas objeciones. Enverano de 1520 se encontró con Moro en Brujas. En junio de ese mismo año habíaescrito a Melanchton: «Le favorezco (a Lutero) todo lo que puedo, a pesar de que entodas partes se asocian mis asuntos a los suyos. En Inglaterra iban a quemar sus libros.Seguro que lo habré impedido con la carta que escribí al cardenal de York (Wolsey);todos los que quieren bien a Lutero –y lo hacen casi todas las personas buenas–desearían que hubiese escrito un poco más cortés y comedidamente. Veo que la cosa vaa terminar en un alboroto. Rezo para que sea para el honor de Cristo. Es posible quetengan que venir escándalos (Mt 18,7), pero no quiero ser su causante. La actividad delos adversarios de Lutero es diabólica y tiene el solo fin de reprimir a Cristo y de mandaren nombre de Cristo...»[4].

Es comprensible que los partidos enfrentados, que se formaron muy rápidamente,quisieran asegurarse la autoridad y la pluma de Erasmo. Hasta su muerte, aquel erudito,en realidad tan poco combativo que hubiese deseado vivir en la paz de su ciencia, dedicósus mejores esfuerzos a conservar la independencia entre las partes, o mejor, por encimade ellas. Del hecho de que existían numerosas cosas que reformar, también yprecisamente en la Iglesia, Erasmo y sus amigos no habían tenido que enterarse porLutero. Nunca habían callado lo que ellos criticaban y exigían a este respecto. Ahora, losrenovadores podían apoyarse en esas críticas como confirmación y justificación de susactividades; por otro lado, muchos humanistas consideraban que con los acontecimientosen Alemania se estaban cumpliendo sus propias intenciones. De ahí se explica que alprincipio adoptaran una actitud positiva frente a Lutero, considerándolo como un«desescombrador», que venía a poner fin a muchos escándalos en la Iglesia. No sepuede precisar exactamente en qué medida Erasmo siguió realmente al doctor Martinus,en lo teológico o incluso en su interior, en su fe. Odiaba querellas, conflictos, luchasresentidas, ruidosas, predicaba el sobrellevarse mutuamente. Su situación no estaba librede dramatismo. Además, mostró un cierto heroísmo intelectual, si se tiene en cuenta querepartió golpes hacia todos los lados: en 1523, la disensión con su amigo Hutten; en1524, ruptura abierta con Lutero. Y no se trataba sólo de las profundas diferencias en la

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comprensión del «libre albedrío»; indudablemente Erasmo se sentía cada vez másrepelido por la creciente plebeyez de la lucha. Lutero le irritaba, por así decir,«estéticamente». En 1527, Erasmo se volvió contra la Inquisición; en 1528, contra la«degeneración neopagana y retórica de los humanistas contemporáneos»[5]. Después dehaber intentado sin éxito mover al Consejo de la ciudad de Basilea hacia una actitud detolerancia religiosa, y cuando finalmente los seguidores de Zwinglio se apoderaronviolentamente del poder sobre la ciudad, la abandonó; era abril de 1529. Tras unaestancia de nueve años, emigró a Friburgo de Brisgovia, donde permaneció seis años.Después, en verano de 1535, volvió a Basilea. Allí murió el 12 de julio de 1536, casiexactamente un año después que Tomás Moro.

Nunca llegó a comprender –y ahí jugó un papel también su vanidad de erudito y deescritor– que hubiera gente que interpretase erróneamente sus consejos o que no sepreocupara de ellos. Al enterarse del destino de Moro y de Fisher se puso triste,consternado. Pero también ahí dio a entender que los dos mártires no deberían haberseopuesto a la tormenta. Ése hubiese sido su consejo, puesto que el tiempo reconducíamuchas cosas a su cauce. Con mucho gusto hubiese movido al rey de Inglaterra a actuarmás moderadamente con las lumbreras intelectuales de su país. Con esto y con unrecuerdo a Fisher en el prólogo a su última obra, el Ecclesiastes, se dio por satisfecho. Niun ataque, ni un grito de indignación contra Enrique VIII. Erasmo tenía sesenta y seisaños, y se había vuelto un erudito algo egocéntrico, que dividía a las personas en dosclases: en lectores y en no lectores, y aquéllos, a su vez, en admiradores de las obraserásmicas y en incultos. Sufría bajo la hostilidad de ambos partidos religiosos, perotambién disfrutaba con ella; pues confirmaba su superior sabiduría. Hubiese podido sercardenal, ocupar algunos de los cargos más altos en la corte, pero la posición de«instancia arbitral», de humanista culto, muy por encima del barullo de los luchadores,frecuentemente tan ordinarios y brutales, y además expuestos al riesgo de perecimientofísico, esa posición le atraía aún más.

Tomás, que conocía bien a su amigo Erasmo, no estaba ciego ante las debilidades deéste; sabía que su audacia intelectual y su valentía personal no siempre iban a la par. Aeste respecto es muy reveladora su carta de diciembre de 1526. Al escrito de Erasmo Delibero Arbitrio diatribe sive collatio («Conversación o coloquio sobre el librealbedrío»), de 1524, había contestado Lutero en diciembre de 1525 con el tratado Deservo Arbitrio. Erasmo respondió a principios del año 1526 con el muy voluminoso libroHyperaspistes Diatribae adversus servum arbitrium Martini Lutheri. Liber primus(«Primer libro del coloquio “Hyperaspistes” contra la “voluntad no libre” de MartínLutero»). En otoño de 1527 siguió una segunda parte, altamente divagante[6]. A ella serefieren las siguientes observaciones de Moro: «No podrás creer con qué celo espera esa

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obra toda la gente buena; pero también hay algunas personas malas, bien partidarios deLutero o bien envidiosos rivales tuyos, personas cuyo número va en aumento, que sealegran al ver el retraso de tu respuesta. Yo, sin embargo, tengo comprensión por turetraso si la razón ha sido tu deseo de terminar antes otros escritos –por ejemplo tu obrasobre el matrimonio cristiano[7]–, que Su Majestad la reina, justificadamente, tiene pormuy importante, cosa que espero pronto notes de manera concreta. Igualmente quedarémuy contento si el retraso ha sido causado por tu intención de escribir sobre este temapausada y esmeradamente. Me resulta muy importante que esta (segunda) parte seatratada con el mayor cuidado»[8]. Tras esta diplomática introducción, Moro entra delleno al asunto: «Pero si el retraso ha sido originado –como dicen algunos informes–porque te aterrorizan, porque has perdido todo interés por este trabajo y estásdesalentado, entonces me siento sobremanera preocupado e incapaz de contener mipesadumbre. Tú, querido Erasmo, has luchado muchas batallas y superado muchospeligros y trabajos hercúleos. Has pasado los mejores años de tu vida trabajando hasta elagotamiento en noches en vela, para el bien de todo el mundo. No permita Dios queahora, a tu edad, te dejes influenciar tan desgraciadamente, prefiriendo abandonar lacausa de Dios que perder en un asunto... No dudo de ninguna manera que seguirásdemostrando tus fuerzas intelectuales hasta el último aliento, y eso aunque acaeciese unahorrible catástrofe. Pues nunca podrías dejar de confiar en que la bondad y la gracia deDios impedirían lo peor»[9].

Tomás, según el estilo de su tiempo, no escatima rudas injurias contra Lutero, al quellama «necio», «canalla», «fanfarrón» y «tonto». Intenta alentar a su amigo para quemantenga la lucha. Dado que entre las motivaciones de Erasmo a la hora de escribir seencontraba también la vanidad de publicar, Moro tampoco escatima lisonjeos, que, sinembargo, nacen de una opinión sincera. Así, escribe que Lutero es enteramenteconsciente de que «sus fútiles comentarios, que oscurecen los pasajes más claros de laSagrada Escritura», comentarios «ya de por sí suficientemente fríos», por la crítica deErasmo «se congelarán hasta formar una masa de hielo»[10].

Aun así, de esta carta se desprende algo más que un mero dar ánimos para resistir alas dificultades y contrariedades que pudieran resultar de la controversia con Lutero. Senota una sutil duda de si Erasmo quiere seguir manteniendo esa lucha. Moro admite nopoder juzgar del todo correctamente al no estar «en el lugar de los hechos» y no conocerlas dimensiones de los auténticos peligros para Erasmo. Si éstos realmente son tan serioscomo opina su amigo, le pide que los explique más detalladamente: «Escríbeme unapequeña carta confidencial y haz que me la entregue un mensajero fiable. El obispo deLondres, un hombre completamente cabal, que, como sabes, te tiene mucho afecto, y yomismo tendremos diligente cuidado de que esa carta nunca sea publicada, a no ser que sepueda hacer sin peligro»[11]. Aquí espontáneamente nos paramos: Que Erasmo –éste es

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el ruego de Moro– le explique las circunstancias que le podrían impedir seguir luchandocontra Lutero. También el final de la carta da que pensar: Tomás menciona el rumor,«difundido en el extranjero por personas malvadas», de que Erasmo se había adherido alas convicciones del reformador radical Andreas Bodenstein von Carlstadt (1480-1541) yalaba el que esa calumnia haya sido desmentida por el propio acusado; y termina la cartacon las siguientes palabras: «Si Dios te concede encontrar tiempo libre, me gustaría veremanar de tu corazón, ese instrumento tan maravilloso para la defensa de la verdad, untratado que apoye nuestra fe. A pesar de todo, actualmente estoy preocupado de maneraespecial por el “Hyperaspistes” y desearía que no te ocuparas de otras cosas quepudieran dispersar tu interés e impedirte concluir esa obra lo más pronto posible. Adiós,Erasmo, la más querida de todas las personas. Desde la corte en Greenwich, 18 dediciembre. Sinceramente y de todo corazón, tu amigo Tomás Moro»[12].

Aun en una interpretación prudente habrá que decir que aquí Tomás intentó motivara su amigo hacia una mayor audacia personal y una postura aún más clara en lo referentea la disyuntiva: «fe nueva – Iglesia antigua». Pero falló en ello, lo mismo que cuatro añosantes había fracasado el Papa Adriano VI, piadoso y dispuesto a reformas, en su intentode ganar a su compatriota como enérgico compañero de lucha.

Moro defendió siempre a su amigo contra el reproche de ser el verdadero instigadorintelectual de la revolución luterana. Y con razón. Porque de la misma manera se podríacontar a Moro entre los «padres» de la Reforma, si la causa para el cisma se quiere veren la erudición humanista, en el estudio de las Escrituras y en los deseos de reforma.Hemos intentado mostrar que las raíces eran mucho más profundas y todo el asunto,mucho más complicado. Hoy en día ya no podemos dudar de que Erasmo y Tomás, enlo que se refiere a la fidelidad a la fe de la Iglesia, estaban del mismo lado y en el mismopartido. Pero mientras que para el humanista Tomás Moro el país de «ningún lado»existió sólo como producto de su pluma, que pronto abandonó para trabajar, luchar,padecer y morir en su patria, concreta, Erasmo se quedó a vivir durante toda su vida en«Utopía», por supuesto en una «Utopía» de carácter muy distinto a la isla del rey Utopo:en una provincia cultural suprarregional, cuyos habitantes tienden a derramar más tintaque sangre y a considerarse la instancia suprema del mundo. Moro conocía este aspectode su amigo, que al mismo tiempo era un punto fuerte y una debilidad. Sabía bien quelos dos tampoco se diferenciaban en sus posturas frente a Lutero y sus doctrinas, sino enel modo de responder a éstas. Para Erasmo se trataba de controversias teológicas en lasque participaba como erudito de fama y publicista. Para Tomás se trataba, en últimotérmino, de su amor, su fidelidad y su amistad con Cristo, por quien murió como unsoldado que cae al echarse sobre su general para protegerlo.

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LAS ALMAS DEL PURGATORIO

1.

Germain Marc’hadour indicó en el prólogo a su edición del escrito The Supplicationof Souls[1] de Moro que el autor optó por el diálogo en todas las obras que compuso enla fase que podríamos llamar de culminación de su arte literario: en la Utopía, en elDiálogo sobre las herejías[2] y en la Consolación en el sufrimiento[3]; segúnMarc’hadour lo habría hecho porque era la forma que mejor permitía el «métodosocrático», es decir: el sacar a relucir problemas, sin aportar de inmediato la solución,sino motivando al lector, poniéndole en condiciones de sacar sus propias conclusiones.No siempre fue Tomás capaz de encontrar el tiempo y la tranquilidad para elaborar condetalle esos diálogos. Algunos de sus escritos más importantes (la Carta a Dorp, laResponsio y también La humilde súplica de las almas) nacieron bajo premura detiempo, como «intervenciones», que han de realizarse rápida y decididamente si sequiere que tengan éxito. Así fue en el caso de la carta a Dorp, cuando tenía que ayudar aErasmo a salvar el movimiento humanista del estrangulamiento por parte de la reacciónmonástico-teológica. También ahora tenía prisa, puesto que se trataba de repeler elataque contra la doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio, un tema que hoy en díadifícilmente podemos comprender en toda su envergadura sin remontarnos a losantecedentes y explicar su historia.

En ambos casos Moro saltó a la brecha, por así decirlo, para defender algo que leparecía no solamente importante y valioso, sino vital: la libertad intelectual eninvestigación y docencia, la primera vez, y la Communio Sanctorum, la realidad de lacomunidad entre los vivos y los muertos, la otra. Pero, ¡cuántos cambios se habían dadoen aquellos quince años! En la primera fecha, 1515, Moro era aún un «hombre joven».Estaba –como dice Marc’hadour– «en oposición a todos los barbudos ancianos, a losanquilosados mandarines (de la escolástica tardía), a su indolencia, sus prejuicios, susmaquinales repeticiones». Era un hombre del progreso, cuya combatividad intelectual «separecía al impulso primaveral que rompe los endurecimientos de un largo invierno»[4].Pero ahora, en 1529, es un hombre de cincuenta años que se opone a los jóvenes –entreellos, a su propio yerno Roper–, a quienes buscan una nueva religión y una Iglesiadiferente, una nueva sociedad y un estilo de vida distinto. Ahora es a Moro a quien seconsidera viejo y anticuado, y sus aliados son los monjes, a los que tantas veces habíapuesto duramente en la picota, ridiculizándolos y denigrándolos intelectualmente. No erasu hora, ni la de Eck, Murner, Cochlaeus o como se llamasen los defensores de loprobado, sino la de Lutero, Tyndale, Zwinglio y los suyos. A la última soledad en la

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Torre de Londres y en el patíbulo le preceden los muchos años de aislamiento lento, perocontinuado. El martirio de Moro no se limitó al calabozo y a la ejecución; comprendiótambién el tiempo anterior, el aislamiento gradual, primero solamente interior, y desde1532 también experimentable en lo exterior, un aislamiento dentro del mundo cotidianode su patria.

Ahora bien, Moro, aunque envejecido y madurado, seguía siendo el mismo. No tienesentido intentar construir una contradicción entre sus cartas a Dorp y a Batmanson y ladefensa de las Almas del Purgatorio, como si Tomás hubiese experimentado unatransformación, pasando de la defensa de la intelectualidad libre a un «eclesiastismo»dogmático. En él, la brisa fresca del humanismo y el soplo del Espíritu Santo, elconocimiento científico y la fe de los Padres no entraban en contradicción, sino queformaban una unidad. Su sueño había sido el enlazar la nueva erudición profana y latradición de la fe, el espíritu de investigación, que se interesa por este mundo, y lapiedad, que mira a la vida eterna; y todo esto lo había soñado no sólo para su propiaalma, sino para toda la época. La ruptura de esta unidad, tal como se dio en la práctica,la separación de ambas esferas, ése fue su sufrimiento. Pero siempre defendió aquelloque estaba más amenazado. Y eso en el año 1529 ya no eran los humanistas, apremiadospor clérigos y teólogos, sino los sacerdotes, y sobre todo los monjes, apremiados porinnovadores fanáticos.

Moro puso la Supplication sobre el papel con prisa, casi eruptivamente y conemoción perceptible, y Rastell la publicó en Londres probablemente en septiembre del1529, pocas semanas antes del nombramiento de Moro como Lord-Canciller; la escribióen lengua inglesa, para que todo el mundo pudiera leerla y entenderla. No podíaentretenerse con alusiones crípticas, irónicas y pedagógicamente sabias, que condujesenel lector a conclusiones gradualmente desarrolladas. Compuso un escrito de controversia,el más impresionante y apasionado de su pluma, apto para conmocionar también a todolector actual que no se cierre a ella.

Durante los años veinte de aquel siglo, había tenido lugar una mezcla que seríamortalmente peligrosa para la vieja Iglesia: la amalgama entre un fervor, difuso y muyextendido, orientado hacia el Evangelio y hacia lo que se entendía como cristianismo«originario», y la envidia material frente al clero, sobre todo a la alta clerecía, y a losconventos, y la sublevación general contra la autoridad del sacerdocio. Por supuesto quela Misa, los Sacramentos, la doctrina sobre las indulgencias y el Purgatorio, como puntoscentrales que defendía aquella autoridad, no podían quedar al margen, también porquetodos ellos estaban ligados con asuntos materiales. Desde la primera Edad Media lasmuchas donaciones y herencias a las iglesias y a los conventos iban unidas a la condiciónde celebrar Misa por los difuntos, de encomendarlos en la oración. Las tasas para las

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Misas de difuntos eran uno de los ingresos más importantes del clero local.

Del mismo modo que antes de la Revolución Francesa el lujo desenfrenado de lacorte de Versalles y de la aristocracia fueron el escándalo decisivo, que había envenenadoel clima social del país, y del mismo modo que, en ese contexto, el célebre «incidente delcollar» de la reina Marie-Antoinette fue un presagio fatídico de la tormenta que seavecinaba –sin que tuviera importancia el que los interesados fueran o no culpables–, deese mismo modo, en las décadas anteriores al Protestantismo, el ambiente en gran partede la población, sobre todo en las capas sociales más cultas y acaudaladas, estabaenvenenado por la mezcla, frecuentemente altanera y rigorista, entre asuntos pastorales yexplotación de las tasas. El peligroso relámpago esta vez fue el incidente «RichardHunne»[5]. Era Hunne un rico pañero londinense, conocido por sus obras de caridad.Cuando en 1511 murió un hijito suyo a los cinco meses de edad, se negó a pagar alpárroco la tasa usual («mortuary»), que en este caso era el pequeño vestido bautismal ola mortaja del niño. «El niño –argumentó el padre– no poseía nada, luego tampoco debenada». El párroco llevó a Hunne ante un tribunal eclesiástico de Londres, presidido por elclérigo William Horsey. La cuestión de si el asunto era de incumbencia de la jurisdiccióneclesiástica o de la profana, se solucionó, al menos en un principio: ésta se declaróincompetente. El litigio se decidió contra Hunne. Su «testaruda arrogancia» durante elproceso le hizo sospechoso de herejía, por lo que en 1514 fue llevado ante el tribunalepiscopal de Londres. El 5 de diciembre de 1514 se le encontró ahorcado en la celda. Deun examen inmediato resultó que Hunne había sido estrangulado, por orden de Horsey.El obispo de Londres pidió a Wolsey que llevara al sospechoso ante un tribunal real, dadoque el odio anticlerical de los jurados londinenses no garantizaba un juicio justo. Horseyquedó en libertad, tuvo que pagar una multa, se fue de Londres, recibió diversasprebendas y murió en 1541 como canónigo en Exeter. Y Hunne, de forma póstuma, fuedeclarado hereje obstinado; su cadáver fue quemado en Smithfield el 20 de diciembre de1514. Todo el asunto causó una altísima conmoción. Aparte de los aspectos humanos,muchos de ellos vergonzosos, el asunto encerraba algunos elementos jurídicos, dederecho público y canónico, muy complicados. Se trataba por una parte de la cuestión dela competencia material: El que Hunne se hubiera negado a pagar tasas al párroco, ¿setenía que conocer ante un tribunal eclesiástico o estatal? Por otra parte se trataba de lacuestión del fuero personal: ¿ante quién tenía que responder un clérigo acusado de uncrimen, ante un tribunal eclesiástico o ante un tribunal estatal? El oscuro «caso especial»de Richard Hunne, pues, encerraba toda una carga explosiva, con material conflictivoreferido a las relaciones entre Iglesia y Estado y entre el clero y el pueblo, y también alasí llamado estatuto «Praemunire», que toma su nombre de la primera palabra de lafórmula de citación bajo la cual un juez real podía citar a cualquiera que deseara sustraer

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a la jurisdicción civil ordinaria en un asunto que le correspondiese a ésta. Había sidopromulgado en 1353 y renovado en 1393, y expresaba manifiestamente las pretensionesde la Corona y del Estado de independencia frente a la Iglesia y Roma. Así, el «casoHunne» dejó de ser una debacle privada, triste y sucia, y se convirtió en una cuestión deprincipios. Intentando defenderse y protegerse, el infeliz hombre se había amparado enaquel estatuto Praemunire, con lo que el asunto tomó un giro que complicaba aún más lacosa y radicalizaba la opinión pública, descargando una tensión y una crispación entre losámbitos de poder de la Iglesia y del Estado que había ido creciendo durante siglos. Seplanteaban las siguientes preguntas: ¿Se ha de llevar a clérigos ante tribunales profanos?¿Pueden los religiosos ocupar una posición jurídica especial? ¿Pueden el Papa o el clerode un país emitir decretos obligatorios, que cambien las leyes vigentes? ¿Qué poderes yqué autoridad tiene un Soberano frente a un obispo, si es que tiene alguna? Éstas y otrascuestiones fundamentales eran las que surgían en este caso, y se debatían en un ambientecrispado, incluso en el Parlamento de 1515, que tomó partido a favor de la viuda y de loshijos de Hunne y en contra de la confiscación de sus bienes. Y esta situación se ha deconsiderar, por mucho que se consiguiera apaciguarla, pues fue una especie de mecha através de la cual el fuego fue avanzando hasta llegar finalmente, unos dos decenios mástarde, a la explosión.

El apartamiento de Roma, ante todo en un sentido emocional, la disminución delrespeto, del afecto, de la obediencia a Roma, se fue desarrollando con continuidad, apesar de la política oficial. Con razón constata Schoeck que, en realidad, la Reformaempezó en Inglaterra ya en 1551, en el ambiente del citado escándalo judicial, y que la«era Wolsey» supuso sólo un momento retardador[6]. Moro pudo seguir el incidenteHunne desde muy cerca, como jurista, como subsheriff, como diputado en la Casa de losComunes. Además, su cuñado John Rastell era desde 1515 tutor legal de las dos hijas delinfeliz pañero. Este caso, que excitó a toda Inglaterra, se grabó también con gran fuerzaen la memoria de Moro; lo demuestra el hecho de que, aún quince años después, lededicara un largo capítulo en la Conversación sobre las Herejías y el que lo tratara endetalle en la Supplication of Souls. Estaba convencido de la herejía de Hunne, de susuicidio –de hecho nunca se aclaró realmente la cuestión de si fue «asesinato» o«suicidio»– y de la inocencia de Horsey. Defendía la persecución de herejes según lalegislación vigente y negaba la competencia del Parlamento en litigios de derechocanónico, no por una obstinación de signo conservador, sino por aplicación de la parábolade los impuestos a la política real.

2.

A finales de 1528 se publicó en el continente el escrito anónimo A Supplication for

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the beggars, un panfleto de catorce páginas que, reimpreso cientos de veces y traducidoen numerosas ocasiones, encontró una difusión muy amplia; Moro lo consideró tanpeligroso que le dedicó un tratado diez veces más largo. Un tal Simón Fish fueidentificado como autor de aquel libelo; había estudiado derecho en Londres y más tarde,en el continente, se había adherido a Tyndale[1]. Por medio de una «petición» en pro delos mendigos londinenses aconsejó al rey que confiscara todos los bienes del clero yobligara a los sacerdotes y monjes a casarse. De un golpe, así explicaba su propuesta,quedarían solucionados todos los males del reino: la mendicidad, la despoblación, lainjusticia y la explotación. En todo este tema, la doctrina sobre el Purgatorio era un puntodecisivo, en cuanto que la frecuente aplicación del sacrificio de la Misa y de oracionespor «las benditas ánimas del Purgatorio» era precisamente uno de los deberes másimportantes de los sacerdotes y los religiosos. Fish argumentaba contra el Purgatorio deforma no teológica, sino demagógica: si se le quitan a la Iglesia –decía– sus posesiones yse eliminan las donaciones hechas para salvación de las «almas del Purgatorio», no se leshace injusticia a los muertos ni se les daña, puesto que las Misas y los ruegos por ellosson, en cualquier caso, una tontería. El panfleto tuvo tanto éxito precisamente porque noentraba en difíciles cuestiones de fe, sino que apelaba a instintos vulgares. No dejéis queos saquen el dinero del bolsillo –esto es lo que, correctamente, entendían los lectores–curas vagos y embusteros; quitadles incluso lo suyo. Por vuestros difuntos de todasmaneras ya no podéis hacer nada.

Al expresar estas opiniones, Fish indudablemente se basaba en firme teologíareformatoria. Si entre los innovadores existían graves diferencias en materia de fe, sobretodo en lo referente a la doctrina de los Sacramentos y de la Eucaristía –en octubre de1529 Lutero y Zwinglio se habían peleado definitivamente sobre la cuestión de lapresencia real de Cristo en la Eucaristía–, en la negación del Purgatorio reinaba consenso.Y es que, desde el punto de vista protestante, la negación era lógica. Pues si la sola fejustificaba, sin necesidad de las buenas obras, éstas de nada podían servirles a las almasde los difuntos. La «satisfactio» y la «satispassio» puede cumplirlas sola y únicamenteJesucristo. En consecuencia, como escribe Marc’hadour[2], de esta opinión se llega a lanegación general del Purgatorio. Pues, ¿quién iba a entrar en aquel lugar de purificación,si hay solamente dos categorías de personas: las predestinadas desde la eternidad a sersalvadas y las condenadas...? Quien cree en las promesas de Cristo está sin falta. Suspecados quedan cubiertos por el «manto de la inocencia del mismo Salvador». Nonecesita preocuparse, de forma voluntarista, activista, por su purificación o penitencia,esto sería incluso arrogante y soberbio. Pero quien se niega a creer peca contra elEspíritu Santo, su pecado es imborrable e inexpiable, y él está perdido.

Con estas tesis, Tomás se sentía tan personalmente herido y desafiado como por casi

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ninguna de las controversias religiosas de su tiempo. Sobre problemas como el librealbedrío o la autoridad eclesial o la Escritura y la Tradición aún se podía discutir con unacierta calma teórica, abstracta y científicamente, pero en lo referente a los difuntos ynuestra relación con ellos esto no era posible. Quitarles las oraciones y el sacrificio de laMisa era, en opinión de Moro, como negarle la comida y la bebida al prójimo, a la propiafamilia, a los hijos, a los amigos. La «doctrina sobre el Purgatorio» parece a primeravista una parte menos importante del edificio de la fe cristiana. Pero quien lo vea con losojos de Moro comprenderá que en ella está comprendida toda la doctrina cristiana. Esimposible creer que la Iglesia es Cuerpo Místico de Cristo, que incluye la CommunioSanctorum, esto es, la comunidad de todos los cristianos, tanto de los vivos como de losmuertos, y que existe una vida eterna en Dios, a quien no puede llegar nada impuro osucio, sin estar al mismo tiempo convencido de la existencia del Purgatorio. Convencidode él como de una necesidad de amor. El hecho de que el alma que al salir de estemundo aún no sea perfecta, no esté completamente limpia para la unión amorosa conDios, tenga que ser preparada para ella, haya de ser purificada, entra, por así decirlo,dentro de la «lógica» de la salvación, de la Gracia y del Amor. Se trata no de un«castigo», en el sentido de venganza, sino de una preparación, en el sentido dearrepentimiento y penitencia, por amor. El alma la desea con ímpetu irresistible. Moroera incapaz de ver esto de otra manera. E igual de incomprensible le resultaba la opiniónde que la suerte de las almas no importa nada a los que viven sobre la tierra. Lacomunión, amorosamente rogante, de los cristianos que viven en este y en el otromundo, la Iglesia nunca la había negado, sino que siempre la había vivido ypracticado[3]. De ello habla Tomás una y otra vez. No es imaginable una piedad cristianaque se olvide de los muertos.

The Supplication of Souls, escrito en el idioma nativo, está pensado para ser leído enun ambiente en que gran parte de la población no sabe leer; está pensado para serescuchado y comprendido por todos. No está perfeccionado hasta el último detalle, sinoque es un discurso apasionado, docente y también orante, destinado al círculo de lafamilia y de los amigos, para el taller y el refectorio. Moro estaba tan escandalizado porla idea de que pudiesen desaparecer las oraciones y las Santas Misas por los difuntoscomo por la idea de que alguien pudiera olvidar a sus seres más queridos, dejándolosperecer en la lejanía. E intenta hacer comprender a sus compatriotas su consternación,intenta incluso contagiarlos. Por eso subraya tan fuertemente que el lugar y el estado depurificación proceden del amor de Dios y tienden a él, pero que, aún así, significantormento en toda la aceptación de la palabra, sin paliativos. El Purgatorio, tal como lo veMoro, es un lugar de horror[4]. Nosotros todos, que no tenemos conocimiento algunosobre la forma concreta de purificación, hemos de tener en cuenta la imaginacióntardomedieval del autor, pero no podemos simplemente despreciarla. Aunque las

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imágenes que él proyecta no tengan por qué ser entendidas de una forma realista, sí que,con seguridad, su descripción es más verídica que la mentalidad de compañerismo,medio ingenua, medio atrevida, típica de nuestro tiempo, que no toma en serio ni a Diosni al diablo, ni Cielo ni Infierno ni Purgatorio. Y tampoco, como es natural, las clarasafirmaciones de la Sagrada Escritura al respecto. Y precisamente en ellas se basa Moro.En afirmaciones del Antiguo y del Nuevo Testamento, y en los escritos del Magisterio dela Iglesia.

La obra se divide en dos libros de casi idéntica longitud. En el primero, Moro«destroza», en un lenguaje marcado por gran furia, el escrito de Fish; en el segundo,Moro intenta probar la existencia efectiva del Purgatorio según la razón, las Escrituras yla Tradición, rechazando y rebatiendo además las desviaciones de Lutero de la doctrinacatólica tradicional. «Nuestras lamentaciones suben constantemente a vosotros ensúplicas fervorosas –así empieza la queja de las almas de los difuntos– para pedirosvuestro sacrificio amoroso, para recibir vuestra compasión cariñosa, vuestra ayuda,vuestra consolación y vuestro apoyo. ¡Ayer aún éramos compañeros de vuestro trabajo,de vuestros juegos! Nosotros, los esposos, padres, amigos, a quienes conocíais yqueríais, hoy somos los pobres presos de Dios en el Purgatorio. Ante vosotros somos loshumildemente suplicantes, a los que ya no conocéis, a los que ya habéis medio olvidado.Padecemos horriblemente en este fuego de purificación, cuyo ardor incesante consume elóxido y las manchas de nuestros pecados. Esperamos el momento –¡acelerado porvuestro eficaz apoyo!– en que la compasión divina nos libere»[5].

Nunca hasta el presente, así prosigue, han dejado los cristianos de recordar a lasalmas del Purgatorio, de rezar por ellas, de aplicarles las gracias de la Santa Misa. Peroahora se presentan agitadores que quieren extinguir todo eso. Si sus pareceresprevalecieran, se perdería toda consolación y toda ayuda que se prestaba a los difuntos através de las obras caritativas de los vivos. Dada esta situación, «encontraréis, pues, muynatural que nos... permitamos dirigirnos a vosotros, no para molestaros en vuestrodescanso con invectivas extemporáneas en momentos en los que queráis relajaros unpoco (¡algo que nunca nos atreveríamos a hacer!), sino para dedicaros este pequeño librocon nuestra humilde súplica. Si tenéis la bondad de leer en vuestro tiempo libre estaspáginas, por amor a nosotros, pobres almas que estamos en tormento, encontraréis enellas un remedio preventivo contra el veneno mortal de esos divulgadores de pestilencia,que quieren haceros creer que no existe el lugar de purificación»[6].

Bajo pretexto de la compasión por la miseria de los vivientes, Fish exige dureza,crueldad contra los muertos, que están indefensos, escribe Moro. «Indignación en ropajede consejos, soberbia arrogancia que finge ser humildad... Bajo la pretensión (de Fish) deayudar a los pobres se oculta el deseo diabólico de dañar de un golpe y al mismo tiempo

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a pobres y ricos, sacerdotes, religiosos y seglares, al rey, a los grandes señores y a lagente pequeña, a los vivos y a los muertos...»[7]. Pero, ¿es que realmente son las almasdel Purgatorio las más afectadas por ello? La misericordia de Dios también cuidaría deellas aunque fuesen olvidadas en la tierra[8]. No, los hombres, los cristianos que seseparen de la unidad de la creación, que se salgan de la corriente que fluye entre el cieloy la tierra, atraerán en el futuro enorme miseria sobre sí mismos y sobre todas las clasesde la sociedad. El hombre que tenga tan poca idea de la necesidad de purificación delalma que la niegue en su totalidad, está en peligro mortal de perderse para siempre. «Alarrebatarle la creencia en el Purgatorio –dice Moro–, se le prepara para el infierno»[9].Moro sabía que no era suficiente oponerse a Fish y su provocador escrito conargumentos «ad hominem» o con correcciones o paralelos históricos, sino que se tratabade volver a despertar la conciencia para la verdad de la doctrina tradicional sobre elPurgatorio, indicando su sensatez y exponiendo la argumentación bíblica y las decisionesdogmáticas de la Iglesia. Hay que partir, dice, de tres realidades: «De la inmortalidad delalma, de la cual no duda ninguna persona sensata, de la justicia y de la bondad de Dios.Partiendo sólo de estos datos ya se desprende el Purgatorio como una necesidad. Puestoque Dios en su justicia no deja ningún pecado sin castigo, pero en su bondad, tras laconversión y el arrepentimiento del pecador, no castiga ninguna falta con la condenación,se deduce que el castigo tendrá que ser “temporal” (es decir, limitado)»[10]. Si el hombremuere antes de que el castigo haya sido ejecutado, sin que, por lo tanto, la justicia y elamor hayan sido reparados plenamente, esa penitencia tendrá lugar en la vida de despuésde la muerte. «Hasta un niño podría deducir de ello: el castigo incumplido, el “debe” quequeda en el momento de la muerte, se ha de cumplir. Considerando la majestad infinitade quien ha sido ofendido, el castigo necesariamente tendría que ser grave y severo...Algunos quizá se remitan a la bondad infinita de Dios y aseguren que con la conversióndel pecador no sólo están perdonados todos los pecados, sino también remitidos todos loscastigos..., que el sufrimiento de Cristo, llevado por nosotros, sustituye a todos nuestroscastigos y penitencias. Desde este punto de vista no tiene razón de ser el Purgatorio y noexiste lugar donde penar por nuestras faltas. Quienes esto afirman pensando alabar así lamisericordia de Dios, no sólo lo hacen a costa de su justicia, sino que también dañan a laidea soberana que tenemos que hacernos de su bondad. Indudablemente Dios puedeperdonar tanto el pecado como el castigo inmediatamente y por la sola gracia, sin faltarcon ello a la justicia: ya sea por pura gracia, ya teniendo en cuenta el estado del corazóndel pecador, que a su vuelta a Dios se encuentra penetrado de confianza fervorosa, detemor y amor. Indudablemente, la Pasión dolorosa de nuestro Salvador reduce tambiénnuestro Purgatorio. Y en verdad que no sabemos valorar esta merced incalculable. Ahorabien: si toda conversión acompañada de confesión y firme propósito incluyese el perdónsin ninguna clase de satisfacción –porque la Pasión de Cristo bastaría para satisfacer la

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culpa–, esta generosidad sería prácticamente una invitación a pecar despreocupadamente.Los hombres se dirían: no sufriremos daño por nuestros pecados, por muy graves,numerosos y duraderos que sean; si tenemos el bautismo y la fe, nos basta un cortomomento para volver a Dios, y todos los pecados y castigos quedan olvidados. Basta condecir: “Perdón”, como una mujer que pide disculpas a otra por haberle pisado el bordedel vestido».

De ninguna manera niega Tomás que el último «perdón» de un corazón contritopueda conseguirle la salvación. Pero precisamente de esta forma parte también lapurificación. Cuántas veces le surgirá a un cristiano, ya en esta vida, de formaespontánea, la súplica de que Dios se digne quemar la escoria del egoísmo y delegocentrismo que le aparta –como capa aislante– de su real y verdadera vocación, que almismo tiempo constituye la felicidad real y verdadera. La imagen y los vocablos de«fuego» y «quemar» se imponen involuntariamente, puesto que, como sabemos porexperiencia, la aislante costra de escoria es inmune contra todo menos el fuego. De ahí laoración: «Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine»[11]. Elcristiano corriente, si ha comprendido lo que significa este nombre, ansiará ardientemente–a pesar de todo miedo, propio de la creatura– el Purgatorio, donde y cuando estédestinado para él.

Tras la argumentación, por así decir, «cristiano-lógica», Moro enumera las pruebasbíblicas para la existencia del Purgatorio. Para ello no sigue el curso de la SagradaEscritura, sino que las ordena de una manera que Marc’hadour ha designado como un«crescendo»[12], es decir, de tal manera que los pasajes referentes al Purgatorio vayanintensificándose hasta culminar en las célebres frases de la Primera Carta a losCorintios y finalmente en las palabras del mismo Señor[13]. Mientras que todos losdemás pasajes citados por Tomás Moro son discutibles, la referencia a Pablo es, tambiénpara el oponente, ineludible; escribe éste en la carta citada: «Porque nosotros somoscoadjutores de Dios: vosotros sois el campo que Dios cultiva, el edificio que Dios fabrica.Yo, según la gracia que Dios me ha dado, puse cual experto arquitecto los cimientos deledificio: otro edifica sobre ellos. Pero mire bien cada uno cómo alza la fábrica o quédoctrina enseña. Pues nadie puede poner otro fundamento que el que ya ha sido puesto,Jesucristo. Y si sobre tal fundamento pone alguno por materiales oro, plata, piedraspreciosas, o madera, heno y hojarasca, sepa que la obra de cada uno ha de manifestarse:Por cuanto el día del Señor la descubrirá, comoquiera que se ha de manifestar por mediodel fuego: y el fuego mostrará cuál sea la obra de cada uno. Y si la obra de unosubsistiera sin quemarse, recibirá la paga. Si la obra de otro se quemara, será suyo eldaño: no obstante, él no dejará de salvarse; si bien como quien pasa por el fuego»[14].Moro observa sobre estas palabras: «El difunto que entre en el más allá con una obracomparable a una casa de madera, de heno o de hojarasca no traspasará de forma tan

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intacta las llamas purificadoras como aquel cuya obra o es enteramente de un materialpuro o ha sido purificada por la penitencia antes de su muerte. Mas al oro puro el fuegono le podrá dañar...»[15]. Pero, ¿quién puede mostrar en su última hora solamente «oropuro»? Normalmente nos presentamos con «aleaciones», en las que se mezclan lo turbioy lo limpio, lo valioso y lo sin valor: «Aquí hay por ejemplo un hombre que reza, perosin la atención debida, dejando vagar sus pensamientos. Da limosna, hace buenas obras,pero hay pensamientos vanos y deseos de alabanza que se meten de por medio»[16]. Asídisminuye el valor de sus esfuerzos y méritos. ¿Qué es más natural que el hecho de que,de nuestras obras, que contienen mezclas tan turbias, el fuego del amor divino destile lasustancia real del amor?

Tampoco los pasajes del Evangelio citados por Moro «prueban» la existencia dellugar de purificación, o mejor: del proceso de purificación. No se argumenta de manera«jurídica», sino que, como conclusión, las palabras del Evangelio le sugieren a unespíritu piadoso y objetivo la comprensión de ese proceso. La palabra de Cristo sobre lospecados que no se perdonarán ni en este mundo ni en el venidero[17] incluye el hecho,así dice Tomás, de que hay otros pecados que sí serán perdonados en el mundovenidero, es decir, después de la muerte: «Las palabras de Cristo son tan claras: a loselegidos les serán perdonados todos los pecados ya en el curso de su vida» –estosignifica: su santificación y purificación tienen lugar ya aquí–, «pero si aún quedanpecados veniales por penar, o si quedan penas incumplidas por pecados mortales yaperdonados, será el Purgatorio el lugar de la penitencia. Es el único lugar en el que alhombre, después de su muerte, se le pueden perdonar pecados y castigos por lospecados; porque ni el pecado ni el castigo entran en el cielo, y en el infierno no hayperdón»[18]. De la misma manera, Moro interpreta la palabra del Señor de que loshombres tendrán que dar cuenta de cada palabra inútil que hayan dicho durante su vidael día del Juicio, como anuncio de la necesidad de penar después de la muerte.Simplemente este hecho demuestra ya la existencia del Purgatorio.

3.

Pero The Supplication of Souls no es un tratado teológico, o al menos no lo es enprimer término, sino, como los escritos anteriores y posteriores ya citados, un libro «decombate». Moro perseguía dos intenciones: hacer ver y rechazar las desviacionesheréticas de la doctrina tradicional de la Iglesia, y conmover los corazones. Precisamenteen esta súplica de las almas del Purgatorio se evidencia sobremanera la consternación deTomás ante la frialdad de corazón, la pérdida de sentimientos y el crecimientoincontrolado de opiniones privadas de tipo racionalista. Él no puede explicarse la maníageneral de dudar de todo: «Ellos (los herejes) no pueden negar que una cosa sea verdad,

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cuando toda la Iglesia la cree desde hace mucho tiempo; ni siquiera podrían dudaraunque no existiese un solo texto bíblico que hiciera referencia evidente a ella. Peroaunque hubiese esa confirmación bíblica evidente, muchos seguirían dudando»[1]. Éstees el caso, dice, en lo que se refiere a la virginidad perpetua de la Madre de Cristo, éstees el caso en lo referente al Purgatorio. Después de todo, no es la interpretación de este oaquel pasaje bíblico lo que decide sobre las verdades de fe, sino la doctrina de la Iglesia,fundada en la inspiración del Espíritu Santo. Y, al fin y al cabo, toda la filología bíblicadeja de tener sentido cuando el lector se acerca a la Escritura con una actitud de fríasoberbia.

Con esa actitud –dice Moro– se pueden negar el Infierno y el Cielo y el Purgatorio. Yaunque «alguno volviera» y «nos contara de allí», no serviría de nada: no se le creería.En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Abraham responde a la súplica del rico,que se consume en el fuego, para que mande un mensajero desde aquel lugar detormento a sus hermanos y les advierta, diciendo: «Si no escuchan a Moisés y a losprofetas, aun cuando uno de los muertos resucitara, tampoco le darían crédito» (Lc 16,31). Por eso escribe Moro: «Quien se empeñara en su cabeza en no creer en ninguno delos relatos (de la Escritura), quien fuese tan obstinado y tan exigente de pedir que –paracreer– la aparición se dirigiese a él personalmente y el milagro ocurriera en su presencia,aún empeoraría su situación. Pues se consideraría víctima de una alucinación o diría quehabía sido engañado por el demonio. Si se trata de hombres virtuosos e íntegros, a losque les cuesta creer –como le costaba al apóstol Tomás creer en la Resurrección deCristo–, el Señor en su bondad encuentra, de ello no hay duda, medios especiales parailuminarlos»[2]. A la generosa sinceridad de querer creer –así destaca Tomás– es a lo quese abre Dios; e incluso en ocasiones se adelanta de manera milagrosa; pero Dios nuncaactúa así frente a un inmodesto no querer creer, que se aferra a la necesidad de encontrar«pruebas». Y en su misericordia excluye desde un principio toda prueba de podermilagrosa y «sensacional» para quien, en su propio perjuicio, la interpretaría de maneraerrónea: «Es su amor el que limita este tipo de milagros, para que los piadosos, que creensin ver, no queden privados de este mérito, y para que los demás se vean preservados detoda confianza irrespetuosa; pues ésta no sería menos grave que la falta de fe»[3].

Estrechamente unida con la doctrina sobre el Purgatorio está la doctrina sobre lasindulgencias. Por el uso abusivo de éstas se había enconado una indignación que acabaríallevando a la radical transformación protestante. Ambas cuestiones tienen en común laidea básica de que es posible conseguir remisión de las penas de los pecados gracias alvalor infinito del Santo Sacrificio de la Misa y de la oración amorosa de los cristianos eneste mundo y de los santos en el otro. Uno de los misterios centrales del cristianismo esel principio de la suplencia. Nuestra Redención se basa en él. Del mismo modo que

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Cristo desagravió supliendo por nosotros, así suplirán hasta el fin del mundo, hasta el díadel juicio, los cristianos, llevando su Cruz, amándola y ofreciéndola, el uno por el otro ypor aquellos hermanos y hermanas que están cerrados en la frialdad y la oscuridad delpecado o en el «fuego» del Purgatorio. Todo esto en realidad es tan claro, tan natural,que quizá nunca se habría dudado de ello si la mezcla de este amor con el dinero nohubiese repugnado a personas que verdaderamente querían ser piadosas y si su aversión,comprensible y justificada, frente a esa mezcla no las hubiese desviado hacia el error. Porello, con todos los medios de su elocuencia, Moro intenta resaltar la rectitud teológica dela doctrina tradicional sobre el Purgatorio y las indulgencias, sin entrar a comentar losabusos. Ante todo se revuelve contra tergiversaciones demagógicas al estilo del célebredicho: «Cuando el dinero suena en la caja, salta el alma del Purgatorio» o contra laafirmación de que el Papa podía disponer según su albedrío de las almas del Purgatorio;se revuelve, pues, contra tergiversaciones que, a pesar de su absurdidad, no salían de lanada, sino que respondían a ideas confusas muy difundidas.

Tomás hace decir a las almas del Purgatorio: «Si entre las criaturas humanas nohubiera ósmosis, comunicación de méritos alguna, se perderían todos los méritos de lapasión dolorosa de Cristo para el género humano. Es Dios quien ha muerto en la Cruz –dirá quizá alguno–, puesto que en la persona de Cristo están unidas la naturaleza humanay la divina. Pero sigue en pie que su sensibilidad humana y solamente ella pagó el preciode nuestra Redención... ¿Por qué reza San Pablo por todos los cristianos, por qué lesinvita a rezar por él, a pedir los unos por los otros, para que todos se salven? ¿Por qué,en el relato de la liberación de Pedro, los Hechos de los Apóstoles valoran tanto el que“la Iglesia incesantemente orara por él” (Hch 12 5)?... Si Dios por la súplica humanalibera a un hombre en la tierra de castigos leves y de prisión soportable, ¿no creéis que sedejará mover tanto más por las humildes y fervorosas súplicas de otros (de los vivientes),cuando se trata de mostrar su misericordia a los que sufren en las llamas delPurgatorio?»[4].

Pero al final de su escrito, el autor no puede dejar de mencionar la «piedra deescándalo», que podemos designar con el vocablo «dinero». El pasaje de suSupplication que a él se refiere se ha de considerar como un verdadero informeprofesional de abogado. Todo su empeño consiste en diferenciar otra vez, netamente,conceptos que consciente o inconscientemente se han entremezclado, en deshacer«cortocircuitos» argumentativos necios o malévolos. La salvación del alma, el perdón delos pecados, la remisión de las penas debidas por los pecados, se realizan por la gracia deDios, por el sacrificio de Cristo en la Cruz, y por nada más. No es por dinero, por lastasas, el motivo que lleva a los sacerdotes a ofrecer el Sacrificio de la Misa y a decir losoficios de difuntos, sino porque es la esencia y el sentido de su sacerdocio. Los fieles no

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les «pagan» por ello, pues todo ello es completamente impagable, sino que con suslimosnas, es decir, con donativos de caridad compasiva contribuyen al sustento de lossacerdotes. Con su ayuda a los pobres materializan algo que en realidad es natural: suespíritu de sacrificio. «No necesitamos mencionar que no hay limosna más meritoria queaquella cuyo objeto somos nosotras –explican las almas del Purgatorio–, pues somos lasmás necesitadas, y, como los hombres no nos ven, sólo una fe profunda les puede movera ayudarnos. A otros pobres se les da por tener buen corazón, por natural conmiseracióno para acallar su molesto mendigar. Pero, ¿quién dará unas monedas para nosotras,pobres almas de los difuntos, cuyo apuro es invisible, cuya llamada no llega a ningúnoído humano que no crea que vivimos para siempre, que no tema que padezcamos uncastigo, que no espere que su manera de obrar encuentre una recompensa en el cielo?Esta unión de fe y esperanza con una caridad eficaz y generosa hace de tales limosnasalgo de lo más sublime que existe sobre la tierra»[5].

Hace medio milenio Tomás Moro oyó el «SOS» de las almas del Purgatorio con eloído de su corazón, y con los ojos de su corazón veía sus tormentos: «Cristianos ycristianas creyentes, vosotros, los que nos queréis, ¡seguid vuestro buen corazón y tenedpiedad de nosotras!... Si es que alguna vez, en la enfermedad, sentisteis cuán largas eranlas noches, si anhelasteis el día mientras las horas pasaban lentamente, arrastrándose,intentad imaginaros cuán larga es la noche de las almas prisioneras; la noche sin sueño nidescanso, ardiendo en oscuro fuego; la noche sin fin, noche que se extiende durante díasy semanas y, para algunos, durante años»[6].

Es un Purgatorio cruel el que nos describe Tomás, algo muy cercano al Infierno,como dice Marc’hadour. En efecto, está cerca del Infierno y se diferencia de élsolamente por su carácter finito. Por una finitud que no es una característica del«fuego», sino que se basa en la posibilidad de eliminar la suciedad y el óxido. El Infiernoes «fuego eterno» porque la suciedad y el óxido ya no son eliminables. Al final, por bocade las almas del Purgatorio, Moro aún dice algunas palabras sobre la burla de laincredulidad. Ya en sus tiempos la forma más brutal de lucha no era la contradicción,sino el escarnio. «Quienes ridiculizan todo (lo que aquí se ha escrito), muestran poca feen las palabras de Cristo. Su burla va a parar contra nuestro Señor»[7].

Pero, en el fondo, ¿cuál es la meta de Tomás, qué pide? Pide un recuerdo normal,efusivo, como entre hermanos: «Acordaos de cuál es el lazo que nos une –así imploranlas almas del Purgatorio–, acordaos qué cariñosas palabras habéis dicho, qué promesashabéis dado... Si ha quedado en vuestros corazones el menor resto de vuestra anteriorsimpatía, el más pequeño vestigio de afecto, si no negáis ni todos los lazos de la sangre nitoda la fidelidad hacia los amigos de antaño, si aún guardáis una chispita de amor, algúnsentimiento de misericordia, no permitáis que un grupo de cabezas locas y de fanáticos

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que luchan enfurecidamente contra el sacerdocio, la vida religiosa y vuestra fe, extinga envuestros corazones los ruegos piadosos por vuestra familia, la preocupación por vuestrosamigos de antes y la memoria de los fieles difuntos. Acordaos de nuestra sed cuandoestéis sentados esperando la bebida; de nuestra hambre cuando estéis comiendo; denuestro insomnio febril cuando os vayáis a dormir; de nuestros punzantes dolores cuandoos divirtáis; del fuego que nos consume cuando gocéis alegremente de la vida. Y, así, osconceda Dios que vuestros hijos se acuerden de vosotros. Dios se digne guardaros deestas llamas. Pero si tiene dispuesto que paséis por ellas, que no os deje consumiros aquípor mucho tiempo, sino que pronto os lleve a la felicidad eterna. Por el amor de nuestroSeñor os pedimos ayuda. También nosotras pondremos todo de nuestra parte paraayudaros a vosotros, de modo que podamos estar unidas con vosotros en el más allá»[8].

Hay que aprender a leer «con doble sentido»: con sentido histórico y religioso.Ninguno de los dos nos resulta fácil. Hace falta una cierta costumbre para considerar, porejemplo, que la horrorizante descripción del Purgatorio, las amargas y burlonas injuriasverbales y la excesiva fantasía, que recuerda los cuadros del Bosco, es algo condicionadopor el tiempo y la situación, y distinguirlo de la llamada a vivir con los muertos tantasolidaridad como con los vivos (es decir, a tomar en serio la «Communio Sanctorum»),una llamada que sigue dando una impresión de frescor y novedad. Se trata de no permitirque se enturbie la vista por causa de la envoltura histórica, que difumina contenidos devalidez intemporal. Quien sienta el deseo de pasar del «cristianismo» a la persona deJesucristo, encontrará en Tomás Moro un compañero y buen conocedor del camino, quenunca se aprovecha de su superioridad o se empeña en demostrar que él sabe más. Unamigo digno de confianza.

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CORPUS CHRISTI

1.

En el tratado de Simón Fish contra el Purgatorio era sobre todo la ira, e incluso sepuede decir, el odio contra el clero y las Órdenes religiosas lo que había movido la plumadel autor. En realidad, no le preocupaban fundamentalmente la teología y las verdades defe sino lo que hoy llamaríamos las «transformaciones sociales» en Inglaterra, es decir, la«redistribución» de los bienes, porque consideraba que la Iglesia los acumulaba endimensiones intolerables. Por eso, al negar el Purgatorio, al negar la aplicabilidad de lasgracias y méritos a los difuntos, lo que sobre todo quería era cerrar un importantemanantial de ingresos para el clero. Y en este punto incluso podía contar con laprotección de los poderes políticos. Enrique VIII –lo mismo que los príncipes alemanes–rápidamente se dio cuenta de que todo lo que se confiscara a la Iglesia revertiría en suspropias arcas. Por eso, propagandistas al estilo de Fish, que removieran el ambiente, leresultaban muy oportunos. Y por eso, tampoco tiene nada de sorprendente que regresaraa Inglaterra en 1530 protegido por un salvoconducto del rey. Enrique estaba muydispuesto a proteger a alguien que le podía ayudar a llevar a cabo la expropiación y la«despoderización» de la Iglesia romana. Y de la misma manera estaba dispuesto apermitir que se quemara como hereje a alguien que dudara de la «ortodoxia» del rey,ortodoxia que nunca se cansó de resaltar. Fish murió de la peste en 1531, reconciliado –según cuenta Moro en su Apology– con la «vieja Iglesia», a la que tanto había atacado.

Y si Simón había tratado un tema que le resultaba oportuno a la Corona y murió demuerte natural, John Frith se destacó con un ataque al corazón de la fe católica, pero enun tema que no se traducía en aumento de poder o en ventajas materiales. Por eso, suataque le costó la vida. Era un joven sacerdote que se había pasado a la nueva doctrina,había ayudado a Tyndale en la traducción de la Biblia, había permanecido luego largotiempo en la cárcel y finalmente había podido huir al continente. Aquí se sumó a losprotestantes alemanes; en 1532 volvió a su patria inglesa para una visita y quedó bajoarresto en la Torre de Londres –sucedía esto aún bajo la cancillería de Moro–, dondecompuso su reprobación del Sacramento del Altar. Moro se opuso a este escrito en sularga Carta a John Frith[1]. La denominación de «carta», aquí, hay que considerarlameramente como alusión a un género literario. Moro y Frith no mantuvieron«correspondencia» y mucho menos se hablaron. Sus escritos no estaban destinados auna conversación personal con el interlocutor, como sucede en las cartas, sino quellegaron a las manos del otro por vía indirecta e incorrecta. Si, en el caso de Frith, elmanuscrito iba de mano en mano, la réplica de Moro (la Carta del 7 de diciembre de

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1532), si bien impresa por Rastell, no fue puesta a la venta. Opina Marc’hadour queMoro quería evitar el dar mayor publicidad a una obra herética, dedicándole una réplicapública[2]. Sólo un año después de la impresión, Moro permitió que su Carta sevendiera[3]. Para entonces ya estaba más que probado que no era posible impedir oevitar la discusión pública incluso de los misterios más sutiles y profundos de la fe.

En abril de 1533 Tomás tuvo que tomar de nuevo la pluma como defensor de laEucaristía al publicarse en Amberes el escrito The Supper of the Lord de George Joye,quien negaba igualmente la presencia real de Cristo en el Tabernáculo. Lo hizo con eltratado The Answer to the poisened book named The Supper of The Lord, que fuepuesto a la venta, junto con la carta a Frith, a finales de diciembre de 1533.

John Frith había muerto en la hoguera como «hereje obstinado»: en Smithfield el 4de julio de 1533. Era un «mártir de la nueva doctrina». Tras haber sido interrogadopúblicamente por tres obispos en la Catedral de San Pablo el 20 de junio, el 23 de esemismo mes había declarado desde su prisión en Newgate que estaba dispuesto a morirpor su negación de la existencia del Purgatorio y de la presencia real de Cristo en elSacramento del Altar, que consideraba afirmaciones no bíblicas, contrarias a lasEscrituras y no aceptables como artículos de fe. De esta manera se confirmaron demanera horrible las palabras que Erasmo pronunciara muchos años antes y según lascuales de nada servía retirar de las bibliotecas o quemar los libros heréticos, si sus ideasseguían viviendo en las mentes y en los corazones. Y ni siquiera el llevar a sus autores ala hoguera conducía a una decisión o contribuía a la victoria de una de las partes. Elabismo en la fe que se había abierto no se podía curar con «decisiones». Frith, a cuyopoder había llegado la «carta» de Moro por un canal desconocido, había podido escribirantes de morir una respuesta y un panfleto contra el autor. Ambos escritos, la carta y elpanfleto –y todo ello es notable y muy característico de cómo estaba la situación– habíansido sacados clandestinamente de la cárcel, habían ido a parar al continente y allí habíansido impresos. De este modo, la apasionada refutación por parte de Moro de lainterpretación que Frith hacía de la doctrina eucarística se publicó al mismo tiempo que laigualmente apasionada «refutación de la refutación» por parte del oponente, ya muerto.

Frith había negado, yendo así más allá que Lutero, cualquier presencia real de Cristoen el pan y el vino eucarísticos, ya fuese la verdadera transformación sustancial ypermanente en el sentido propio de la Eucaristía o, como opinaba Lutero, una presenciatemporal, pero real, bajo las especies del pan y del vino; tan sólo aceptaba el carácter deuna cena recordatoria, conmemorativa. Moro enumera muy detalladamente losargumentos más esenciales que aduce Frith al respecto, argumentos –por cierto– que elracionalismo no se cansa de exponer. Según Frith, Cristo había utilizado en la SagradaEscritura muchas parábolas. De sí mismo dice que es la «cepa» y que sus discípulos son

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los «sarmientos»; también se compara con la «puerta de entrada al establo de lasovejas». A nadie se le ocurriría tomar esas expresiones y muchas otras por el estilo deforma literal. «Si Cristo dijo explícitamente: “Esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre”,tampoco quería que se entendiera palabra por palabra, lo mismo que la comparación conuna puerta o con una cepa, aunque amaba estas comparaciones por su especial claridad.Ni el cuerpo ni la sangre de Cristo están presentes en el sacramento. El pan y el vino sonsólo, para nosotros y para los discípulos, recuerdo de aquel que se fue de nosotros. Lomismo que el cordero pascual es solamente conmemoración y recuerdo del paso delSeñor. Al fin y al cabo, un novio que ha de marcharse a un país lejano hace lo mismo y,antes de partir, regala a su novia un anillo, como signo de su fidelidad». Todo ello suenamuy plausible y, sobre todo, no le exige nada a una fe ingenua, de niño; parece abrirseasí un camino «fácil», «descomplicado», «natural» hacia Cristo. En la respuesta deMoro se palpa el abogado. Y, en verdad, él se sentía abogado de Cristo y de la Iglesiaromana, en un sentido profesional de la palabra. «No me ofendo en manera alguna porlas comparaciones –responde– y tampoco quiero criticar los ejemplos de Frith, si seutilizan en su sitio. Y también me puede parecer muy bien la comparación con el anilloque da el novio a su novia al marcharse. Porque también yo considero el SantísimoSacramento del Altar como recuerdo y memoria de Cristo. Pero yo voy más allá yafirmo que ese regalo es el cuerpo de Cristo... Y si el joven no quiere aceptar todo suvalor, se le podría comparar con una persona a quien el novio entrega un bonito anillocon un valioso rubí para que lo transmita a su novia como signo de su amor... Nuestrojoven se comporta como alguien que da a la novia el regalo de su amado, pero la engañadiciéndole que el anillo solamente es de cobre o latón...». Tomás no elude el puntocrítico de la controversia: hay en la Sagrada Escritura pasajes que evidentemente son yquieren ser parábolas. Pero también hay otros que tienen que ser entendidos literalmente.No es lícito tomar todo literalmente, pero tampoco lo es no tomar nada en sentido literal,palabra por palabra. Y cómo actuar en cada caso no puede depender únicamente del«sentido común». Si éste fuese la última instancia, no haría falta la fe y se podría cerrarel caso. Es decir, no es necesaria solamente la gracia de poder creer, gracia que concedeDios, sino también el contenido de la fe, formulado con autoridad sagrada por la Iglesiade Dios. «Hay que imaginarse lo que pasaría si cada cristiano interpretara la SagradaEscritura según su albedrío; luego, cada uno creería sus propias interpretaciones; con ellopodría ponerse en contradicción absoluta con los Santos Padres y Doctores de la Iglesia.De esta forma, ni uno solo de nuestros dogmas de fe seguiría teniendo validez paramucho tiempo. San Jerónimo dijo una vez: “Si las interpretaciones de otros eruditos y laconformidad con la Iglesia católica no siguiesen teniendo peso, de manera que cualquierapudiese encontrar seguidores para sus opiniones, yo podría fundar una nueva secta ydemostrar mediante la Sagrada Escritura que nadie es verdaderamente cristiano si tiene

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dos camas”. En verdad, entonces tampoco tendría dificultades para mí el inventar quincenuevas sectas que podría fundamentar con tantas pruebas sacadas de la SagradaEscritura como lo hacen los teólogos de la nueva corriente con su herejía».

Pero Tomás no se refugia en la autoridad de la Iglesia como si ya no tuviera que decirnada más sobre las razones por las que esta autoridad toma las palabras de Cristo sobrela «cepa» y los «sarmientos» como una imagen, y las palabras de institución de laEucaristía en un sentido real.

Recuerda que la Iglesia, desde los mismos apóstoles y los primeros Doctores de laIglesia, siempre había considerado no sólo el tenor literal de las afirmaciones de Cristo,sino también sus circunstancias. «Cuando Cristo hablaba del Sacramento del Altar, elefecto entre los que escuchaban era completamente distinto al de las parábolas. Ya enello reconocemos su voluntad de que sus palabras no se entendiesen como un símbolo.Ninguno de los oyentes se extrañaba cuando se comparaba con una puerta o con unacepa. ¿Por qué? Porque se daban perfecta cuenta de que no se consideraba realmenteuna puerta o una cepa. Pero cuando anunciaba a sus discípulos que su carne sería sualimento y su sangre su bebida, y que nadie que no comiese su carne y bebiese su sangrepodría ser redimido, su sorpresa fue grande. ¿Por qué? En sus palabras, por el modo dedecirlas, reconocían que estaba hablando realmente de su carne y de su sangre. Si no,hubiesen considerado también aquellas extrañas frases como una alegoría y no se habríanmaravillado. Pero, al oír que comerían la carne de Cristo y beberían su sangre, sesorprendieron mucho y se maravillaron. El milagro les parecía tan grande, tan enorme,que preguntaban cómo podría ser eso. ¿No es esto una prueba de que ya los discípulosentendieron estas palabras no como una parábola, sino que realmente estaban intentandoentender cómo Cristo les daría su carne y su sangre?».

Indudablemente a Moro le parecía horrible el hecho de que incontables cristianos –ysu número iba en aumento– dejasen de creer en la Transubstanciación y en la presenciareal de Cristo en el Sacramento del Altar, en su verdadera presencia en el Tabernáculo deuna iglesia. Pero aún más inconcebible le parecía la actitud de soberbia indiferencia frentea esta cuestión. Pues ya Lutero, en su escrito sobre la Prisión babilónica de la Iglesia,y ahora Frith, opinaban que, aunque la doctrina de la antigua Iglesia sobre losSacramentos fuese una tontería, nadie ponía su alma en peligro si se seguía aferrando aella. Moro recuerda que ya Enrique VIII había contestado a esta concesión altanera en sulibro Assertio septem Sacramentorum: si en la «antigua fe» no había peligro, lo correctosería atenerse o volver a ella. En caso contrario, es decir, si la Eucaristía era una realidadno aceptada, amenazaba eterna condena. En otras palabras: mucho peor que el despreciode la Eucaristía era, en opinión de Moro, el no tomar en serio al alma que lucha por

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encontrar la fe en este misterio de la Salvación: «En lo que se refiere a posiblesescrúpulos de otras personas, el joven (Frith) les anima a ser audaces y no preocuparsede si el Sacramento está consagrado o no. Menciona explícitamente el vino, pero enrealidad está pensando en ambas especies. Dice que debían gustar de ambos, del pan ydel vino, despreocupadamente, tal como están, es decir, sin bendecir. Porque el sacerdoteno podía privarles del disfrute de institución divina, ya diga o no las palabras de laconsagración. ¿No es ésta otra opinión extraña? Bien sabemos que el sacerdote no puedeprivarnos, por su descuido o maldad, de las gracias del Sacramento, si nosotros mismostenemos la actitud recta. Si por parte del sacerdote son de temer imperfecciones, Dios laspasará por alto en su gran benignidad. Por eso dice San Juan Crisóstomo que nadiepuede sufrir daño a no ser por su propia culpa. Pero si nosotros vemos exactamente queel sacerdote no se atiene a la liturgia, que se propasan los mandamientos de Cristo, sirecibimos intencionadamente el Sacramento sin estar bendecido ni consagrado y con elloconsideramos carente de importancia la forma de la consagración, y si también nosparece bien que ni siquiera haya tenido lugar, entonces nos hacemos culpables de la faltadel sacerdote. Perdemos el beneficio que en otro caso podríamos haber obtenido a travésdel Sacramento; y caemos en el castigo de la perpetua condena, no porque el sacerdotehaya cometido una falta, sino porque intencionadamente nos declaramos de acuerdo conesa falta».

Considerando de manera superficial las cosas, la actitud de Frith, «dispuesta aconcesiones», parece liberal y tolerante, aunque vaya unida a una «indulgencia» que ledescalifica. Quiere decir con esa actitud: aunque la creencia en la Transubstanciación yen la presencia real en el Tabernáculo es superstición y aunque la gente ingenua que sedeja engañar por tales cuentos antiguos son mistificadores algo retrógrados, por eso no secausan a sí mismos daño alguno, y tampoco a los otros cristianos, a los «progresistas»,porque –esto se sobreentiende– aquéllos desaparecerán y se extinguirán en cuanto lanueva luz de la razón ilumine el mundo. Esta clase de tolerancia se basa, pues, en laestricta y consecuente negación de la Eucaristía. Sólo es posible sobre la base de dichanegación. Pero, del otro lado, para alguien que crea en la Eucaristía como el misteriocentral, el más sublime del amor divino, el apartarse de ella supone el dolor supremo. Lafalta de fe y, en realidad, aún más la irreverencia hacia al Señor, quien se expone poramor a los hombres, en incomparable humildad y oculto bajo las especies de pan y vino,cada día, cada hora; para el creyente esa irreverencia es más difícil de soportar que unmaltrato vivido en su propia persona. El creyente no puede ser «tolerante» a la manerade un Frith. Solamente puede defenderse intentando hacer penitencia, amar, pedir que seenternezcan los corazones y se abran los ojos, rogar a sus hermanos que sean másdelicados y cariñosos con ese Dios tan indefenso en el Santísimo.

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Hasta el fin del mundo se repetirá el proceso que describe el Evangelista Juan (6, 48-66): con indignación, extrañeza, escándalo y defección reaccionaron muchos seguidoresde Jesús cuando expresó lo inabarcable: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tienevida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida, ymi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yoen él... Muchos de sus discípulos, habiéndole oído, dijeron: Dura es esta doctrina, ¿quiénpuede escucharla?... Desde entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirle, y yano andaban con él». Y, en efecto: es intolerable oír esta doctrina, entonces, hoy y en elfuturo, intolerable si no se escucha con la sencillez de un niño, la confianza de un amigoy la entrega de un amante. Y Tomás fue un amante. Al final de su carta resume otra vezlo que le parece más importante: «Que nadie actúe como aquellos que escucharon alSalvador, se desconcertaron y le abandonaron. Que dejen irse a los otros, pero que sequeden entre los que están con el Señor... (y) siguen las palabras de vida eterna. Que porellas llegue también a nuestro joven teólogo la gracia de creer lo verdadero..., que porellas llegue él a la vida eterna, en la que veremos a Nuestro Señor sin velo, no bajo laforma material de un sacramento, sino cara a cara. En el nítido espejo de la verdadreconoceremos que en Dios son tres personas. Veremos que es perfectamente posibleque Cristo esté al mismo tiempo en varios lugares con su cuerpo...». Frith habíarecomendado en su tratado a los adictos a la nueva doctrina, que rezaran una oracióndeterminada, compuesta por él mismo. Dice Moro en referencia a ello: «Aunque el autorhaya puesto por escrito sus palabras con mucho esfuerzo y trabajo, aunque las hayacompuesto con gran cuidado, cualquier mujer piadosa que recibe la Comunión encuentra,con la ayuda de Dios y por amor a su Redentor, palabras mejores, que se le ocurren sinesfuerzo. Dará gracias a Dios por su bondad, por el especial regalo que le ha concedidocuando con toda su sencillez e indignidad puede acercarse a su sagrada mesa, para, enconmemoración de los duros padecimientos que sufrió también por sus pecados, no sólocomer pan sino recibir bajo esa forma su sagrado cuerpo y su sagrada sangre, es decir,todo su cuerpo, en el que murió, resucitó, se apareció a los apóstoles y finalmente subióa los Cielos. En ese mismo cuerpo aparecerá de nuevo en el Juicio Final. En esa mismaforma reinará en el cielo con el Padre y el Espíritu Santo en gloria eterna. Todos los quehan creído en Él tendrán entonces parte en su reino. Como miembros de su CuerpoMístico, nunca más les dejará pasar hambre; pues los hartará para siempre en lacontemplación de su divinidad. Aquí en la tierra satisface nuestra hambre del cielohaciéndonos esperar la felicidad eterna. Nos legó el signo seguro de su Salvación, elSantísimo Sacramento del Altar. Así nos ofrece ya como alimento su cuerpo bajo formade pan. Si creemos en ello, nos uniremos espiritualmente con Él y también corporalmenteya en la tierra, como preparación a la vida eterna, en la que estaremos unidos con DiosPadre, Hijo y Espíritu Santo. Estos pensamientos también los puede condensar una

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mujer sencilla en una oración. Probablemente el estilo no sea lo que se dice perfecto;pero es posible que en su sencillez sí ofrezca al Señor algo perfecto. Pues como dice elprofeta: “Dios puede oír su alabanza y su gloria por boca de los niños y de los reciénnacidos”; y así también por boca de mujeres ancianas, creyentes y razonables». Tomástermina su carta con una oración por John Frith, una oración profundamente sincera,libre de toda verborrea e hipocresía... y quien no creyera esto, no habría comprendidonada de la personalidad de Moro. Dice así su oración: «Pido a Dios que quite todas lasherejías emponzoñadas del corazón de este errado y le convierta en fiel servidor suyo».

Cuando Tomás escribió esta frase, ya había comenzado una era que tenía preparadosasesinato, tortura y hoguera para los defensores perseverantes de cualquier confesión.Los monjes cartujos londinenses y Fisher y Moro y Cranmer, Tyndale y Barnes y Frithmurieron por «su» fe, y a sus cenizas o sus cadáveres despedazados no se les notaba sihabían muerto a favor o contra el papado, la Confesión personal, el SantísimoSacramento del Altar. ¿Y su destino eterno, su salvación? En la Primera Carta a losCorintios, Pablo enumera, entre los hechos testimoniales, también el suplicio del fuego:«Y si entregara mi cuerpo a las llamas, faltándome la caridad, de nada me sirve» (13, 3).Puede que esta frase contenga una respuesta a la tormentosa pregunta. No el asunto porel que uno da su vida, de forma reconocible para él y para nosotros, manifiesta al juiciosuyo y nuestro, decide sobre salvación o condenación de una persona, sino si en lo másprofundo de su alma –allí donde ni él ni nosotros podemos mirar– vive el amor o lasoberbia.

2.

En 1532/33, llegó a su punto culminante la inundación de escritos controversistas enInglaterra. Tomás notaba que el muro de la oscuridad crecía a su alrededor, de unaoscuridad en la que él ya nada conseguiría. Escribía día y noche para mantener el paso yresistir. No quería rendir las armas. Para él ya no se trataba de «victoria» o «derrota»,sino de fidelidad personal. Cuando una vez su Señor le pidiese cuentas, no queríapresentarse como un jubilado perezoso, sino como un siervo agotado por un trabajohonrado.

Cuesta trabajo no perder la orientación, no equivocarse, por en medio de la maraña,las vueltas y revueltas, pros y contras de los escritos de controversia religiosa[1]. Afinales de 1532 se publicó en Londres el escrito A Disputation of Purgatory, procedentede la también muy diligente pluma de John Frith, respondiendo a los tratados de JohnFisher, John Rastell y Tomás Moro en «defensa» del Purgatorio. Como ya sabemos, esemismo año se publicaron los tres primeros libros de la Confutation, además de A Treatise

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Concerning the Division between the Spirituality and the Temporality («Tratadoreferente a la distinción entre el ámbito espiritual y el temporal») de un abogado llamadoChristopher Saint-German (o Saint Germain). Habla éste de las competencias del clero yde los seglares, ocupándose –como constata Moro con ironía– de que el clero siempresalga perdiendo. A principios de abril de 1533 publica un tal George Joye en Amberes unescrito atacando la Eucaristía: The Supper of the Lord. Pocos días más tarde aparece laApology de Moro, que consta de cincuenta capítulos, veintiséis de los cuales estánescritos para refutar tres del tratado de Saint-German, quien a su vez contesta enseptiembre con el escrito Salem and Bizance, para defender su Division contra laApology. Y a esta defensa replica Tomás ya en octubre con la Debellation of Salem andBizance, que comprende también nada menos que ciento seis páginas. Luego, aprincipios de diciembre, concluye su réplica a la negación de la Eucaristía de Joye, en eltratado The Answer to the poisened book named the Supper of the Lord, que –aunque yaantes de Navidad se venden ejemplares sueltos– lleva el pie de imprenta del año 1534[2].Por último, el año 1533 trae también la segunda parte de la Confutation (que –recordémoslo– era también una respuesta a la respuesta de Tyndale al Dialogueconcerning Heresies de Moro); y la ya mencionada réplica de John Frith a la Carta delex- canciller y, finalmente, una sátira anónima «sobre un caballero sofista que ha escritouna “Apology”, un “Dialogue”, una “Supplication”, una “Debellation” y hasta una“Utopía”», con lo cual, sin decir nombres, se está aplicando a Tomás Moro The Imageof Ypocrypsy.

Hay que reconocer que todo esto es un poco confuso, también porque lacomposición de los diversos escritos de Moro en parte se superpone. Nos contentaremoscon unas pocas observaciones. El que Tomás escribiera tanto, haciendo acopio de todassus fuerzas, no significa que –como en sus años mozos, como por ejemplo en susgrandes cartas de controversia humanista o en la Utopía– escribiese con gusto. «Noestoy tan ciego –observó en cierta ocasión– como para no ver que hay muchos que mesuperan en talento y sabiduría. Sería mejor que otros se ocuparan de tratar las cuestionessobre las que yo escribo: pues me convendría dejar de lado tales problemas, en vez deintervenir en ellos con mis escritos»[3]. Estas palabras no son un coqueteo intelectual.Siendo en realidad un jurista y hombre de la administración, se tuvo que hacer con unaformación de teólogo, leyendo y estudiando incesantemente libros sobre cuestiones de fe;a pesar de ello, siempre fue consciente de que en esos terrenos era un aficionado. Ahorabien, la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia los conocía a la perfección. En sumodestia y su objetividad de jurista se daba cuenta de que esa situación era anormal. Elmotivo de esa anomalía, sin embargo, no era su actividad literaria de «teólogo porafición», sino la necesidad absoluta de ella. El abismo que se había abierto entre lasconfesiones ya no era reparable con un compromiso entre los teólogos, como opinaba

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Erasmo. Como en todas las situaciones de necesidad extrema para la Iglesia y para la fe,no eran suficientes las fuerzas de los defensores profesionales, de los teólogos ysacerdotes, sino que hacían falta los laicos; su espiritualidad complementaria eraimprescindible. A Tomás hay que considerarlo como una ayuda de este tipo, y así –sinninguna clase de pretensiones o de estima exagerada– se veía a sí mismo. Sabía que demomento estaba solo, en un «frente perdido» por los embates del espíritu de los tiempos.Pero entre todas las clases de lujo la que más ajena le resultaba era la inclinación a hacersolamente lo que promete éxito.

La pregunta literario-estética de si escribía «bien» o no, pierde importancia ante elhecho de que escribía motivado y de forma coherente, acorde con su fin. No se tratabade ganar laureles como literato, sino almas. Se ha criticado en sus escritos tardíos laocasional prolijidad acumulativa, la tendencia a la repetición y también a la impaciencia.Por una parte recurría al grandísimo tesoro de la vida religiosa tradicional para demostrarla inconsistencia de las nuevas doctrinas. Se puede decir que apelaba a la experiencia del«hombre de la calle»: es altamente improbable –argumentaba implícitamente– quecuarenta generaciones de cristianos hayan entendido mal al Señor antes de que en lacuadragésimoprimera se hiciera la luz de la verdad. Por otra parte, encuentra un lenguajepropio, lleno de color, con muchas imágenes originales, con comparaciones drásticas,cuando ataca a sus contrarios entre los contemporáneos. «Pretende –escribe Prada–pulsar todas las fibras del lector, removiéndole las entrañas con la lógica, el sentimiento,la ironía y el humor... Para hacerle plena justicia sería menester remontarnos al instanteangustioso de la gestación del cisma»[4]. «Instante angustioso»: una expresión muyacertada. La ruptura de la unidad religiosa en Europa, el desgarro de la «una sanctacatholica et apostolica ecclesia», la separación de su propia nación de una de sus arteriasvitales más esenciales, de la que se había alimentado y formado: todo ello llenaba aTomás de angustia. Más aún: para él, todo eso eran golpes contra el cuerpo de Cristo. Elfuror de las controversias sonaba para él como martillazos de la crucifixión.

En aquel año de 1533, cuando el Canciller retirado llenaba páginas y páginas, cadavez más acosado y precipitado, como en carrera con una sombra que se va alargando,mientras su situación económica iba empeorando continuamente, un buen día sepresentaron en Chelsea los obispos de Durham (su viejo amigo Tunstall), de Bath y deExeter, para entregarle, en nombre del clero inglés, una retribución por sus esfuerzos ytrabajos de tantos años en servicio de la Iglesia: eran cinco mil libras, aportadas por lasdiversas diócesis. Le pedían que aceptara ese regalo como algo que le correspondía enjusticia, no como una recompensa, puesto que ésta sólo podía dársela a Dios. Y tambiénporque, dada su situación económica, aquellos honorarios resultaban necesarios. Se loagradeció Tomás, sinceramente conmovido, pero con decisión rehusó aceptarlo, tanto

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para su persona como para su familia: «Señores, antes de aceptar yo o alguno de losmíos siquiera un céntimo de ello, preferiría que toda esa suma se tirara al Támesis.Aunque vuestra oferta es en verdad sincera, amistosa e indudablemente me supondríamuchas comodidades, ayudaría poco a mi bienestar. Os digo abiertamente que ni por esedonativo ni por un múltiplo de ello hubiese prescindido del sueño en tantas noches, comolo he hecho. No me enfadaría en absoluto si hubiera sacrificado el descanso nocturno yviera cómo queman todos mis libros y destruyen todo mi trabajo, si con ello al menosquedasen extinguidas las herejías»[5]. Aparte de la limpieza moral de esta respuesta, esevidente también el ingenio del jurista. Cuando comenzó la época de su persecución, seintentó con todos los medios denigrar su persona y su actuación. El haber sido«comprado por la Jerarquía» se ofrecía perfectamente como lema para las calumnias.Habría sido un triunfo para sus enemigos si hubiesen podido comprobar un «pago».Pero, como se dice en la biografía que se suele llamar «Ro.Ba.», aquel hombre prudente«condujo su barco a puerto sin chocar con arrecifes o bajíos»[6]. Y esto se puede aplicarno sólo a los dos precarios años tras su dimisión, sino también a su servicio, durantedecenios, en la administración y en la justicia. Fallaron todos los intentos de culpar aMoro ante el rey de sobornabilidad, falsificando torpemente sus afirmaciones. Aquelhombre del derecho y de la ley no podía ser derrotado con el derecho y la ley, sino sólocon la perversión de éstos.

Por mucho que Enrique VIII y su Consejo se esforzaran por resaltar su inalterableortodoxia católica, por mucho que intentaran aparentar que todo el debate sobre eldivorcio, el conflicto con el Papa y la sumisión del clero inglés bajo el poder estatal nadatenía que ver con «protestantismo» y avenencia con los reformadores, que –por elcontrario– todo ello era verdaderamente católico, fiel a la fe, no se podía evitar que todoaquel que designara las nuevas interpretaciones de la fe como errores automáticamenteestuviera defendiendo la antigua Iglesia, es decir, se estuviera expresando a favor de laIglesia romana universal y en contra de la iglesia inglesa local. Ya en 1533/34 no eraposible en Inglaterra ser ortodoxo sin enredarse en los lazos de la política eclesiástica delrey. Tomás lo notó cuando, por un retraso del impresor, su Respuesta a The Supper ofthe Lord de Joye se publicó en enero de 1534 en vez de a finales de diciembre de 1533,por lo que se interpretó como una crítica indirecta a los Nueve Artículos. Bajo el título deArticles devised by the whole consent of the King’s most honorable Council, llamadobrevemente Book of IX Articles, se había publicado en diciembre de 1533 un breveresumen de las opiniones oficiosas sobre las nuevas nupcias del rey, el carácter de laIglesia y la posición del obispo de Roma. Aunque el tratado de Moro versaba sobre eltema de la Eucaristía, contenía por la naturaleza del asunto también afirmaciones sobre laIglesia, que parecían una refutación de los Nueve Artículos. En una carta de 1 de febrero

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de 1534 a Thomas Cromwell, el autor se defiende contra los reproches por haberatacado la publicación oficial que el propio rey había promovido: «Desde que salieron aluz los ya nombrados artículos del Consejo Real, no he publicado –así me salve Dios–ninguno de mis libros, ni por mi cuñado ni por otro impresor. El último escrito mío quese imprimió es la contestación a aquel ataque de un hereje desconocido contra elSantísimo Sacramento del Altar..., pues su “Cena del Señor” fue traída hasta nosotrosdesde el Continente y se divulgó aquí rápidamente entre la gente. Mi defensa contra ellofue escrita, impresa y vendida ya antes de Navidad. El tipógrafo puso sin miconocimiento la fecha de 1534, lo cual tiene que llevar a la suposición de que el libro nose publicó hasta después de Año Nuevo»[7].

Ahora bien, Moro no se queda en una mera rectificación objetiva. Se da cuenta deque es cercado más y más, que sus campos y posibilidades de acción van reduciéndosecada vez más. Ya ahora era fácil poner en juego la cabeza por una simple palabrairreflexiva o provocadora; no faltaban temas mortales: las segundas nupcias de Enrique;la reina legítima Catalina o la ilegítima Ana Bolena; la niña Isabel, nacida en septiembrede 1533; la separación de Roma. Ante esta situación, Tomás formula aquella máxima decomportamiento cristiano, que combina valor y prudencia. Máxima que seguiráfirmemente hasta el final: «Mientras se me conserve la vida, quiera el Altísimoconcederme también la gracia de confesar la verdad siempre y en todo lugar, conlibertad, y de conservar limpia mi conciencia, como lo manda mi deber ante a Dios yante a mi rey, y como debe ser en un hombre pobre, pero honrado y amante de laverdad. Mas si se publicara en nombre del rey o de su venerable Consejo un libro concuyo contenido no pudiese declararme de acuerdo, a pesar de ello no olvidaría darlehonor al rey y respeto a su Consejo. Por eso, nunca se me ocurriría componer unarespuesta contra tal libro o darle a otra persona la idea de hacerlo»[8]. Es decir: hablarallí donde Dios lo exige, y callar allí donde Dios lo permite. De todas las actitudesimaginables, ésta era la más insoportable para el rey.

3.

Las palabras «Corpus Christi», «el cuerpo de Cristo», expresan una realidadimpenetrable, misteriosa y universal. Realidad que comprende el cuerpo humano delSeñor desde sus comienzos en el seno de su madre hasta su sepultura. Que comprendetambién su cuerpo transfigurado, en el que es eternamente Dios, segunda Persona de laSantísima Trinidad, y en el que se apareció a las mujeres y a los discípulos después de laResurrección. Que comprende su cuerpo eucarístico que, oculto bajo las especies de pany de vino, es el Dios-Hombre de la «vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et

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una Unitas». Y que finalmente comprende la totalidad de los que por el Sacramento delBautismo han renacido en Jesucristo y forman, como Iglesia, el «Corpus mysticum», elcuerpo para su cabeza divina.

Hablar de Tomás Moro, escribir, meditar sobre él significa tener en cuenta estaplenitud de la «corporeidad» de Cristo, que él tenía presente en su alma y a la que seentregó con todas sus fuerzas: en la vida sacramental y en la oración, en los escritos y enel martirio. Sus grandes obras –la Responsio ad Lutherum y la Confutation of Tyndale’sAnswer– giraban en último término en torno al Cuerpo Místico de Cristo, en torno a laIglesia; la carta contra John Frith y el pequeño fragmento que suponemos escrito pocoantes de su ingreso en la Torre de Londres (A Treatise to receive the blessed Body of ourLord. Sacramentally and Virtually both[1]) estaban dedicados al Cuerpo eucarístico delSeñor. Finalmente, el preso, fijando su mirada en el hombre Jesucristo, en su Cuerpoterrenal y capaz de sufrir, expresó en el tratado sobre la Pasión de Cristo la aceptaciónamorosa de su propia cruz como Cruz de Cristo, es decir, como participación en lapenitencia suplidora por las injurias hechas a Dios. No pudo terminar esta obra, escrita enlatín, frente a frente con la muerte, la obra intitulada De tristitia, tedio, pavore etoratione Christi ante captionem eius[2]. Repetía en ella el tema de una meditacióncomenzada antes de la cautividad y compuesta en inglés, probablemente interrumpidapor la prisión. Entre la versión inglesa y la latina, Tomás escribió el Dialogue of Comfort.No solamente es su obra más importante de entre las escritas en la Torre de Londres,sino una de las más significativas en total; aún nos ocuparemos de ella. El cortofragmento arriba mencionado sobre cómo recibir la Comunión (comprendía sólo seisfolios) era quizá, como supone Martz, «el pasaje final de la incompleta “TerceraLección” (sobre el Sacramento del Altar), con la que se interrumpe el tratado en ingléssobre la Pasión en la edición de Rastell»[3].

Las últimas obras de Moro giran todas alrededor del «Cuerpo del Señor»: del que, enagonía de muerte, sudó sangre en el Huerto de los Olivos, del eucarístico y de laprofunda unidad entre ambos. El amor compasivo y el amor humildemente admirado secompenetran. Este amor se ha de realizar en la recepción digna del Cuerpo del Señor. «Side verdad nos imagináramos –ésta es la meditación de Tomás– que el precioso Cuerpodel Señor entra en nuestra descuidada y pobre cabaña, cuánto más tendríamos en cuentaque en su morada no debe haber ni arañas venenosas ni tarántulas colgando del techo.Cómo fregaríamos para que en el suelo no quedase ni la más pequeña mancha ni rastrode pecado, por muy leve que sea. Y cuando viniese le dejaríamos hablar y, con losdiscípulos de Emaús, le diríamos: Señor, quédate con nosotros, porque ya es tarde, y eldía ya va de caída»[4].

Moro diferencia entre recepción «sacramental», «espiritual» y «real». Según lo

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entiende Moro, recibir la Eucaristía solamente de manera «sacramental» significa recibirel verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo según la sustancia, pero noespiritualmente, en el alma, es decir, recibirlo indignamente, «bien con intención devolver a cometer un pecado mortal o sin contrición de los pecados mortales cometidos».Quien así comulga no está en la Comunión de los Santos, «es decir, no está unido conlos Santos a través del Espíritu de Dios, como miembro vivo del Cuerpo Místico deCristo»[5]. Recibir la Eucaristía espiritualmente quiere decir que aunque no se recibebajo las especies sacramentales de pan y vino, sí hay una unión con ella, una inmersiónespiritual: «Esto vale –escribe Moro– para todos aquellos que llevan una vida limpia yacuden piadosamente a Misa. Pues éstos son los frutos del Sacramento: tales personasreciben gracias por las que están más fuertemente unidos a Cristo en el espíritu y sehacen miembros vivos de la comunidad espiritual de los santos»[6]. Y finalmente –y conello empieza el fragmento A Treatise to receive the blessed Body of our Lord–, elcristiano que ama, anhela recibir «verdaderamente», es decir, de manera «sacramental yespiritual» al mismo tiempo, el Cuerpo del Señor. Eso es lo que quiere decir la palabra«virtually». Y sobre esta unión perfecta escribe Moro: «Él (Cristo) está dispuesto aconsiderar dignas a aquellas personas que no se han hecho intencionadamente indignasde recibir en su cuerpo el sagrado Cuerpo, riqueza inmensa para las almas. Es más: en supaciencia infinita ni siquiera se niega a entrar corporalmente en los cuerpos de aquelloscuyo espíritu corrompido se niega a dejarle entrar en su alma por el camino de lagracia»[7].

Al final de su vida, el Cuerpo de Cristo se hace para Tomás la realidad de Amor quecomprende todo y llena toda el alma. Con Jesús se arrodilla en el Huerto de Getsemaní,tiembla con él, se entristece con él hasta la muerte, se horroriza con él ante el tormentovenidero; ve, siente, lleva con él la miseria futura de sus hermanos, reza con él. Y pide:«Gloriosísima y bendita Trinidad, justamente castigaste para siempre a muchos ángelesrebeldes que tu bondad había creado con dulce misericordia para que participaran en lagloria eterna. Planta en mi corazón la suave docilidad necesaria para, con tu gracia, seguirlas inspiraciones de mi buen ángel y resistir las vanidosas inspiraciones de los ángelescaídos. Por la amarga pasión de Cristo te pido me hagas partícipe de su eterna felicidadjunto con los santos espíritus que entonces perseveraron y hoy están para siempre en tugloria, fortalecidos por tu gracia»[8]. Y escucha la contestación: «¡Ten ánimo, débilcorazón, no desesperes! A pesar de estar lleno de miedo y fatigado y en gran peligro depadecer los más dolorosos sufrimientos... no tengas temor, pues yo mismo, el Señor detodo este mundo, he sentido aún mucho más miedo, tristeza y agotamiento. Y padecítambién mucho más sufrimiento interior al pensar cuán pronto me sobrevendría elpadecimiento más amargo. El valiente podrá encontrar mil mártires gloriosos, cuyo

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ejemplo podrá seguir alegremente. Pero tú, ovejita miedosa, débil e ingenua, piensa quees suficiente para ti que me sigas a mí, que soy tu pastor y cuido de ti. Desconfía, pues,de ti mismo y pon tu confianza en mí»[9].

Llegaba para Tomás Moro la hora en que se acababan el hablar y el escribir. El gransilencio: sólo quedaba callar y recostar, como Juan durante la Última Cena, la cabezasobre el pecho del Maestro y percibir, en los latidos del corazón del Divino Amigo, unmensaje inmensamente consolador.

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EL CAMINO DEL REY

1.

Roper cuenta de la época posterior al Sacco di Roma –cuando Inglaterra estaba allado de Francia y contra el emperador y España– cómo, paseando una vez con su suegroa orillas del Támesis, éste le dijo: «“Roper, hijo mío, quisiera Dios que me metiesen enun saco y me tiraran así ahora mismo al Támesis, si con ello se arreglaran tres cosas enla cristiandad”. “Y, ¿se puede saber, Sir, cuáles son las cosas tan importantes quedespiertan en Vos tales deseos?” –le contesté–. Me dijo así: “Primero: que la mayoría delos príncipes cristianos, que se desgarran unos a otros en guerras mortales, viviesen enpaz universal. Segundo: que la Iglesia de Cristo, fuertemente atribulada en estosmomentos por errores y herejías, tuviera tranquilidad y completa unidad en la fe. Ytercero: que el asunto del matrimonio del rey, que ya se ha convertido en un problema,tuviese un buen fin, para gloria de Dios y satisfacción de todos los afectados»[1].

De ello dedujo el yerno que Moro veía precisamente en este último asunto un granpeligro para Inglaterra y para la cristiandad. Y realmente, la catástrofe matrimonial deEnrique VIII –y, si se tienen en cuenta las consecuencias, esta expresión no resultaexagerada– decidió el camino y la evolución de Inglaterra y de todo el mundo deinfluencia anglosajona, y también marcó el destino personal de Moro. Aunque esteincidente es bastante conocido, si hay que hablar de Enrique VIII y Moro hemos deremontarnos algo para comprenderlo mejor, para comprender mejor también lo quepodemos llamar «la revolución Tudor». Como Enrique era quien reinaba en Inglaterra ycomo sus acciones y decisiones tenían peso histórico, la atención normalmente se centraexclusiva o particularmente en él, mientras que el segundo protagonista del drama, lareina Catalina, ha quedado durante largo tiempo en la sombra. Sólo con la publicación dela excelente biografía de Garrett Mattingly empezó a cambiar la cosa[2].

Catalina, nacida en 1485, era el último hijo de los Reyes Católicos Fernando deAragón e Isabel de Castilla. En sus venas tenía, a través de antepasados de Isabel, sangrede los Plantagenet; su hermana Juana –conocida como «Juana la Loca»–, seis añosmayor que ella, se casó con el hijo del emperador Maximiliano I, Felipe el Hermoso,heredero de las casas de Borgoña y Austria, y fue la madre de Carlos I de España, elposterior emperador Carlos V, que, por lo tanto, era sobrino de la reina de Inglaterra. Elmatrimonio entre Arturo, el heredero al trono británico, y la princesa española habíaproporcionado en tiempos a la advenediza dinastía de los Tudor la legitimaciónprincipesca que urgentemente necesitaba. Por este matrimonio consiguieron acceso alpequeño círculo de las familias reales que en los siguientes trescientos años gobernarían

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en el continente. Con júbilo fue recibida en 1501 esta joven de dieciséis años enInglaterra. La pregunta de si se consumó el matrimonio con el joven Arturo, unmuchacho débil, incluso endeble, jugó varias décadas más tarde un papel importante yembarazoso. Mientras Catalina negaba esa consumación y ponía de relieve que, alcasarse con Enrique, era virgen, para demostrar así la validez absoluta de su matrimoniocon el rey, éste y sus «testigos» (nobles que se querían acordar de ciertas fanfarronadasdel novio Arturo la mañana posterior a la noche de bodas) aseguraban lo contrario, parahacer así más convincentes los escrúpulos de conciencia de Enrique, con miras almatrimonio entre cuñados.

El príncipe Arturo murió el 2 de abril de 1502. El futuro de la dinastía dependíaexclusivamente de Enrique, que aún no había cumplido los doce años. Dada la altamortandad de niños y jóvenes, el futuro pendía de un hilo muy fino. Si éste se rompía,volverían los tiempos de atrocidades y guerras civiles, aún apenas superados. Razones depolítica interior y exterior, motivos económicos –la pequeña española, al fin y al cabo,había traído cien mil coronas de dote (como primera mitad), que se hubieran tenido quedevolver en caso de retorno a su patria– y consideraciones prácticas llevaron a laconclusión de un nuevo contrato matrimonial catorce meses después de la muerte deArturo, el 23 de junio de 1503. Puesto que Catalina y Enrique, seis años menor que ella,desde el punto de vista canónico estaban unidos por un parentesco de cuñadía, se tuvoque obtener dispensa papal para que se pudiese celebrar el nuevo matrimonio. El queambas partes estuvieran de acuerdo en que la dispensa era necesaria suponía laaceptación de un anterior matrimonio válido y, por lo tanto, consumado, que no se podíaanular sin más. Puesto que el nuevo matrimonio no se iba a celebrar hasta que Enriquehubiese cumplido los quince años –si para entonces estaba disponible la segunda parte dela dote y había llegado la dispensa–, la pobre joven viuda se veía «en la desagradablesituación de una novia que es constantemente huésped no invitado del padre de suprometido»[3].

Aunque en 1504 el Papa Julio II otorgó la necesaria dispensa, la situación de la jovenCatalina no mejoró en nada. El tiempo hasta la subida al trono de Enrique, en 1509, fuepara ella un período de humillaciones, de pobreza y de dependencia de su tacaño suegro.Ya en estos siete muy difíciles años de viudedad, se demostró con toda claridad una delas más esenciales cualidades de Catalina: su inalterable firmeza en perseverar en lo quereconocía como «justo», «justo» no solamente por lo referente a su propia persona, sinotambién entendido como orden divino. Así, en el tiempo en el que era tratada más biencomo una prisionera que como una futura reina, declaró que moriría en Inglaterra, peroque nunca desistiría de su matrimonio con Enrique. Y estas palabras las había dichocuando su matrimonio, fijado en un contrato ya casi sin valor, suponía una meradeclaración de intenciones. Y se aferró a él también cuando después de veintitrés años

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fue divorciada a la fuerza y repudiada.

Se conoce el destino de matrimonios de casas principescas concluidos por cálculospolíticos. Su evolución, su éxito o su fracaso dependía del nacimiento de unadescendencia numerosa y sana, que tenía que comprender hijos e hijas. Pero talesmatrimonios también se veían influenciados por la constelación política entre las dinastíasde los países de donde provenían los respectivos cónyuges. En aquellos tiempos, engeneral tenía vigencia la preponderancia masculina. Y, en especial, se cuidaba la sucesiónmasculina al trono. Por eso, las mujeres de familias principescas eran las que sufrían lasconsecuencias en los conflictos políticos y guerreros entre su antigua y su nueva patria; ylo mismo sucedía en caso de falta de hijos y de mortalidad infantil, así como de falta dedescendencia masculina. A pesar de que el joven Enrique al principio amaba a su esposay la respetó durante muchos años, y a veces hasta buscó su apoyo y su consejo, eldestino de Catalina como mujer y reina es precisamente un ejemplo muy claro delpadecer de una princesa. Las relaciones, muy cambiantes y durante mucho tiempomalas, entre Inglaterra y España, así como la falta de descendencia viable que asegurarala pervivencia de la casa Tudor, oscurecieron su vida hasta convertirla finalmente en unatragedia. Después de que varios hijos, entre ellos también varones, nacieran muertos ofallecieran poco después de su nacimiento, vino al mundo María, en el año 1516; esdecir, siete años después de la boda. Y el rey volvió a recobrar la esperanza: «Los dossomos todavía jóvenes –dijo– y aunque esta vez sólo haya sido una hija, con la gracia deDios vendrán detrás los hijos»[4]. Pero ni esa gracia ni los hijos llegaron. Nuestrosconocimientos sobre posteriores reinas inglesas y sobre su importancia, en parte grande ypositiva, para la historia de Inglaterra no debe llevarnos a despreciar las preocupacionesde Enrique por el futuro de su dinastía y de su reino. La falta de un sucesor masculino altrono significaba en la situación de entonces el fin seguro de los Tudor. A desórdenesinteriores hubiese seguido el traspaso de la corona a un linaje extranjero, como de hechosucedió con los Estuardo. Hubiese hecho falta una piedad profundamente humilde paraaceptar todo esto y la indisolubilidad del matrimonio con Catalina. Hubiesen sidonecesarias prioridades completamente distintas a las que parecían usuales, naturales, yquizá incluso indispensables para un soberano de este mundo. Para juzgar con justiciasobre Enrique VIII se han de diferenciar tres puntos: su preocupación justificada,obligada y legítima por la sucesión; su pasión por Ana Bolena, que se mezclabainextricablemente con esa preocupación, y la depravación de su personalidad, quetampoco se puede separar de los dos puntos anteriores. Es posible o incluso muyprobable que esta degeneración hubiese tenido lugar de todas maneras. Pero comocoincidió con las otras condiciones, se inició aquella catastrófica reacción en cadena, quehizo estallar la materia explosiva acumulada en toda una época. Sin esa materia

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explosiva, sin la enorme transformación de Europa, el asunto de Enrique habría sido unepisodio triste o aborrecible, pero en cualquier caso privado e «intrainglés».

La crisis matrimonial, con el objetivo del «divorcio», no surgió de maneracompletamente inesperada. Se sobreestimaría a los posibles «iniciadores», se daríademasiado valor incluso a la obsesión por Ana, si no se tomara noticia de los largosantecedentes, medio ocultos en una de esas zonas crepusculares que el alma del reyposeía tan abundantemente. Ya en verano de 1514 informa el legado veneciano: «Se diceque el rey tiene la intención de repudiar a su mujer, hija del rey de España y viuda de suhermano, porque no puede tener hijos de ella; que tiene intención de casarse con una hijadel duque francés de Borbón. Tiene el propósito de anular su matrimonio y obtendrá delPapa lo que desea»[5]. Es decir, todo está pensado ya quince años antes de que salga ala luz del día. Existía además un hijo natural de Enrique con Elisabeth Blount, hermanade aquel lord Mountjoy que en tiempos había traído a Erasmo a Inglaterra. Parece serque durante algún tiempo el rey acarició la idea de declarar a este pequeño Henry Fitzroycomo su sucesor legítimo al trono. Tomás Moro participó en las elevaciones solemnes delniño a conde de Nottingham, después a duque de Richmond y de Somerset. Leyó losdocumentos de nombramiento, y, más tarde, el rey le consultó sobre la educación de suhijo. El padre hizo al niño, cuando tenía seis años, Gran Almirante y le concedió dostítulos más que él mismo había ostentado en su juventud, el de Lord of Warden of theMarches y el de gobernador de Irlanda.

No sabemos con seguridad quién expresó por vez primera la idea del divorcio ycuándo. ¿Fue Wolsey, o el obispo de Tarbes, que estaba temporalmente en Londres, o elconfesor del rey, John Longland; fue alguno de ellos quien insinuó al rey la idea de quesu matrimonio era ilegítimo, puesto que estaba contraído con la mujer de su hermano?¿Sería acaso ante Dios un pecado; y, por ello, sería la muerte de los hijos en edad infantily la falta de hijo varón, un castigo? ¿O es que al monarca, tan versado en la Biblia y conformación teológica, no hizo falta sugerirle estas ideas? Cuanto más humano y naturalnos imaginemos todo, tanto más fácil se nos hará el comprenderlo. 1527: Carlos I viveuna primera culminación de su poder; Inglaterra se vuelve de la parte española a lafrancesa; la esposa española, ahora de cuarenta y dos años, marchita de tantos partos y,como tantas mujeres meridionales, envejecida prematuramente; Enrique, mediados lostreinta, de muy desarrollada sensualidad, licencioso, acostumbrado a ver cumplidosinmediatamente todos sus deseos; hace tiempo que su pasión se ha inflamado por AnaBolena, hija de un miembro de sus Consejos, que se había negado a ser su concubina;María, con once años, única hija legítima, no puede asegurar el reino. La estirpe Tudorno ha echado ramas. No es de extrañar que para el rey lo agradable, es decir, Ana en lacama y en el trono, se uniera con lo útil, con el asegurar la sucesión. Muy pronto, los dosmotivos no se podrían distinguir el uno del otro.

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Los Boleyn pertenecían a esa nueva clase social en ascenso, que ya hemosmencionado. En su origen eran pequeños comerciantes londinenses que habían llegado aconseguir fortuna y que con casamientos bien previstos se habían unido con familias dela nobleza inglesa de primer rango, con los Hastings, los Ormonde-Butlers, los Howards.Thomas Boleyn, el padre de Ana, un servidor del rey, a lo que había llegado por suesforzada diligencia, fue ennoblecido después de que su hija mayor María se mostrasedócil a los deseos del soberano. Ana que, habiendo regresado de Francia en 1521,primero no había atraído casi la atención del rey y había regocijado ya a varios señoresde la corte, entre ellos a su primo el poeta Thomas Wyatt, es descrita de la siguientemanera: «Su figura no era de ninguna manera notable, el color de su tez era mortecino,su cuello, excesivamente largo y delgado; su boca, ancha, pero más astuta que franca yclaramente sensual. Tenía una densa masa de pelo negro y ojos negros almendrados quealgunos encontraban bellos; pero sólo ellos no bastaban para que resaltara entre lasbellezas de la corte. Ahora bien, poseía una característica especial: un sexto dedoatrofiado en la mano izquierda, una característica que a los piadosos les incitaba asantiguarse para protegerse del mal de ojo, mientras los aún más supersticiosos hablabande una criatura del demonio y del signo seguro de una bruja...». Esta Ana, pues, aspirabaa más que a la posición, muy dudosa y pasajera, de concubina real. Al notar que Enriquele era tanto más adicto cuanto más se le escapaba, decidió jugar el atrevido juego de«apostar» más y más alto. ¿Qué precio estaría dispuesto a pagar el rey? ¿Existía unlímite? Seguramente ella misma se quedaría extremadamente sorprendida al notar que suamante no ponía «límite», que estaba dispuesto a pagar el precio más alto: compartirtrono y corona.

Por supuesto que todo esto no fue tan fácil como aquí se describe. Enrique lo hubieranegado palabra por palabra y se hubiese remitido a su conciencia, que le obligaba asepararse de Catalina[6]. A su conciencia, que había despertado con la lectura de laBiblia. Dejaremos de lado si se le había ocurrido a él mismo ver que el motivo para lafalta de sucesor al trono era la ira de Dios, o si alguien, calculando las preocupaciones ylos deseos de Enrique, les había dado, de forma interesada o a la ligera o con sinceridad,un tono religioso. El caso es que tomó la Sagrada Escritura y leyó en el tercer libro deMoisés (Levítico 20, 21): «Si un hombre toma la mujer de su hermano, es algoabominable; ha descubierto la desnudez de su hermano y quedarán sin hijos». Ahorabien, no estaba inequívocamente claro si «mujer» significaba también o exclusivamente«viuda». Pues se hubiese podido pensar también en la mujer divorciada o repudiada delhermano o incluso en adulterio. Además, existía el otro pasaje en el quinto libro deMoisés (Deuteronomio 25, 5) que reza: «Cuando los hermanos vivan juntos y uno deellos muera sin haber tenido descendencia, la mujer no deberá casarse con un hombre

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extraño. Su cuñado deberá aceptarla y hacerla su mujer y cumplir así con ella susdeberes de cuñado». Hay que reconocer que este mandamiento ordena con mucha másinsistencia el matrimonio entre cuñados, que lo que lo prohibía el primero. Y sigueDeuteronomio 25, 6-9: «Pero si un hombre no quiere aceptar a su cuñada, que vaya lacuñada al portal ante el Consejo de Ancianos y diga: “Mi cuñado se niega a que elnombre de su hermano siga viviendo en Israel y no quiere cumplir su obligación decuñado”. Cuando entonces el Consejo de Ancianos de la ciudad lo cite y le pidaexplicaciones, y él se presente diciendo: “No la quiero por mujer”, su cuñada deberáponerse delante de él en presencia de los ancianos, le quitará el zapato del pie, le escupiráa la cara y dirá públicamente: “Así ocurrirá con el hombre que no quiere edificar la casade su hermano”».

En este punto, pues, la Biblia no hablaba claramente; pero, vistas las cosas concalma, estaba más bien a favor del matrimonio de Enrique y Catalina. Toda Inglaterra yEuropa discutían en aquellos tiempos estos pasajes de la Escritura «hasta la extenuación»(Mattingly) y pronto no sólo los pasajes bíblicos, sino también la dispensa papal quehabía suprimido el impedimento. La tinta corrió a chorros. No faltaron dictámenes ycontradictámenes, posiciones a favor y en contra de la separación del matrimonio, afavor y en contra del «asunto» de Enrique o de Catalina. Durante años la cuestión fuetratada como un caso jurídico de derecho canónico, lo que en parte realmente era. Perosólo lo era mirándolo desde fuera y superficialmente y mientras se mantuviera la fachadade la atribulada conciencia cristiana de Enrique, que al mismo tiempo era hijo obedientede la Iglesia romana. Si Enrique hubiese sido un esposo cristiano corriente, que de prontohubiese tenido dudas más o menos fundadas sobre la legitimidad de su matrimonio y desi éste era grato a Dios, por lo que pedía a la instancia competente de la Iglesia, en estecaso al Papa, una sentencia que hubiese estado dispuesto a acatar, no se habríadesencadenado un conflicto sin solución. La decisión papal hubiese rezado: la dispensade nuestro antecesor Julio II ha sido correcta; el matrimonio entre Enrique y Catalina esválido ante Dios, la Iglesia y el mundo. «Roma locuta causa finita».

Pero en este caso, precisamente, no se daban todas esas circunstancias. PorqueEnrique no era solamente un esposo cristiano inquietado en su conciencia, sino unsoberano preocupado por su reino y su dinastía. Además estaba harto de su mujer ycortejaba a otra; no era –ya– el hijo dispuesto a obedecer a Roma, sino el «príncipe»soberbio de una nueva era, que se veía como cabeza terrenal y espiritual de su país. Yano estaba dispuesto a someterse a un juicio papal, sino absolutamente decidido a llegar ala decisión deseada, según su propia voluntad. Además, estaba convencido de poderconseguirlo. Por eso, desde un principio se trataba sólo exteriormente de un caso dejurisdicción canónica; en realidad, había empezado una lucha chantajista por el poder,

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una lucha que cada vez se iría desbordando más, una lucha que Enrique llevaba demanera más y más brutal, para conseguir el dominio absoluto. En Enrique VIII –aunantes que en Felipe II de España– hemos de ver el fundador del absolutismo europeo,uno de cuyos criterios es precisamente el conseguir que la Iglesia del país dependa de laCorona. Esto de ninguna manera tenía que ir parejo con una separación de Roma, comosucedió en el caso de Inglaterra. También podía ser, como en el caso de Francia o deEspaña y Portugal, de acuerdo con la Santa Sede, que por el ejemplo inglés se habíavuelto temerosa y precavida. Desde el momento en que Enrique decidió de manera fijasu divorcio de Catalina, creía verdaderamente en la legalidad, ortodoxia y sinceridad deconciencia de esta decisión. Era un maestro en componer dentro de sí una identidad,maravillosamente calmante y legimitadora de todo, entre su voluntad y la de Dios. Si él,Enrique, anhelaba el divorcio de Catalina, es que así lo quería Dios, cuyo oído estabasiempre abierto para él y cuya boca era él mismo. En ello tampoco había ningunamolesta falta de lógica, como podría verse en lo siguiente: que él, queriendo el divorcio,negara al Papa Julio II el poder de superar con una dispensa el impedimento para elmatrimonio que se deducía de Levítico 20, 21, pero concediendo al Papa Clemente VIIel derecho a reparar esta «falta» de su antecesor anulando un matrimonio que existíadesde hacía veinte años.

Con una conciencia de este tipo, era imposible atacar o corregir a Enrique. Y él nohablaba para nada de que con aquella decisión quisiera separarse conscientemente de laIglesia romana. ¿Para qué? El Papa, informado por el legado inglés, ya conocía suopinión, la del rey... no, no era una opinión: era la voluntad de Dios, por boca del rey.Sólo tenía que hacer una cosa: declarar inválido el matrimonio con Catalina. El quepudiera haber una oposición seria Enrique prácticamente no lo consideraba, y muchomenos, el que fuera a haber verdadera resistencia. El que alguien en el mundo, fueraPapa u obispo o quien fuese, pudiera oponerse a sus deseos, el que alguien no quisieraserle dócil, a él, al rey de Inglaterra, al «Defensor de la fe», al ungido de Dios, el quepudiese reprocharle error o cosa aún más grave, el que incluso osara decirle un no en unasunto importante, «en su gran asunto», eso le resultaba inconcebible. Quien lo intentara,necesariamente –y aquí el mecanismo psíquico de Enrique trabajaba con la máximaprecisión– tenía que ser un traidor, un renegado, un usurpador del poder de Cristo. Fueprecisamente esta resistencia la que, en el curso de los diez años siguientes, convirtió alTudor en un verdadero rabioso, en una fiera humana, incomedida, pero con método. Ycon buena conciencia. Aunque el rey no dudaba de que podría imponer su voluntad –disponía de suficientes medios, suficiente poder–, tenía mucho interés en el cómo, esdecir, en un cumplimiento canónico-legalista, apoyado en un amplio consenso de laopinión pública en Inglaterra y en Europa, por sus iguales, los príncipes, y por lajerarquía. Para sus nuevas nupcias y la sucesión al trono esto le resultaba muy

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importante. No sólo por orgullo y por honra, por sensibilidad personal, sino también porrazón de Estado. Quería que no se pudiera impugnar la legalidad del nuevo matrimonio yde los descendientes de éste. Enrique sabía perfectamente que era incomparablementemás útil y seguro obtener la aceptación de su «nuevo orden» desde fuera y desde arriba,es decir, por parte del Papa, casi bendecido por él, que forzarlo con violencia. Pero –desde su punto de vista– se vio obligado a hacer precisamente esto último.Probablemente él mismo se sorprendió de lo relativamente fácil, sin dificultades, queresultó.

2.

En la fase en la que aún se trataba de conseguir un amplio consenso, también TomásMoro tuvo que ver con el asunto. En concreto, se trataba de examinar no si Enriquepodía ser divorciado de Catalina, sino si en realidad estaba casado con ella o si, comosoltero, estaba viviendo con ella en concubinato incestuoso. Éste habría sido el caso si elimpedimento de la cuñadía hubiese sido tan insuperable que ninguna dispensa papal lohubiese podido eliminar. De la primera conversación de Moro con su rey sobre el temasabemos por Roper los detalles que le contó su suegro.

Sir Thomas enseguida se dio cuenta de la fuerza explosiva del tema y de la cantidadde peligros que encerraba; por eso, actuó ante todo con la prudencia de un buenfuncionario. Dijo que no entendía de problemas tan difíciles, que no se sentíacompetente para expresar una opinión y, finalmente, como insistiese el rey, le pidiótiempo para reflexionar. Enrique le sugirió que se aconsejara con Tunstall y Clerk, losobispos de Durham y de Bath. La opinión de los tres señores, que no se correspondíacon las expectativas de Enrique, la expuso Moro con aquella envoltura cortesana, quedominaba a la perfección: «Por decir la verdad a Vuestra Majestad: ni los señores deDurham y Bath, a quienes conozco como prudentes, virtuosos, sabios y honorablespríncipes de la Iglesia, ni yo mismo ni los demás miembros de Vuestros Consejos somosconsejeros adecuados de Vuestra Majestad en este asunto, aunque todos somos Vuestrosfieles servidores y Os estamos sumamente obligados por las mercedes que tanfrecuentemente nos habéis concedido. Pero si queréis comprender la verdad, dígnenseaconsejaros quienes no querrán engañaros ni por bienes terrenales ni por miedo a Vuestropoder real»[1]. «Y después –prosigue Roper– le habló de Jerónimo, Agustín y otrossantos Padres, griegos y latinos. A continuación le expuso la opinión a que había llegadocomo fruto del estudio de sus escritos. Ésta le gustó poco al rey, puesto que era opuestaa sus deseos. Pero Sir Thomas More, quien en este asunto actuó siempre muyprudentemente frente al rey, expresó sus argumentos de manera tan inteligente queEnrique pronto los acogió de forma conciliadora y en el futuro le siguió pidiendo consejo

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con frecuencia»[2].La expresión «le pidió consejo» es un eufemismo: El rey no buscaba el «consejo»,

sino el consentimiento de su servidor. Y naturalmente no sólo de Moro; tocaba todos losregistros y trataba de granjearse todas las simpatías. Al mismo tiempo se esforzaba enllegar a una rápida solución por parte de Roma, una solución que satisficiera los deseosreales en lo referente a su problema matrimonial. Los legados ingleses, los de Wolsey ylos de Enrique, sin saber los unos de los otros, asaltaban al Papa con ruegos muyprecarios y en parte grotescos. Así, Wolsey exigía de Clemente VII, que tras la conquistade Roma y su cautiverio se encontraba en una situación completamente trastornada,plenos poderes que le permitieran «decidir el litigio del rey de Inglaterra emitiendo unasentencia, sin tener que temer que el veredicto fuese revocado»[3]. Dicho de otramanera: deseaba poderes para sentenciar el divorcio o la anulación del matrimonio real.Ya se ha dicho que Wolsey estaba luchando por su propia supervivencia política. Elmismo rey, a espaldas de su Lord-Canciller, le hacía propuestas muy extrañas al SantoPadre: que se dignase permitir «que contrajera un matrimonio bigamista y, al modo delos Patriarcas del Antiguo Testamento, pudiera sustituir una vieja esposa infructuosa poruna joven y fecunda»[4]. Además le pedía una dispensa que declarara su nuevomatrimonio como «válido en primer grado de afinidad». Esta rara súplica se refería alhecho de que la hermana mayor de Ana, María, había sido su querida, y por eso seencontraba según derecho canónico en la misma «relación de parentesco» que conCatalina, en caso de que ésta realmente hubiese consumado el matrimonio con Arturo.

Para nuestras cabezas, con ello hemos llegado al extremo de la absurdidad: Enrique,para asegurar la legalidad de su segundo matrimonio, admite que el Papa tieneprecisamente aquel poder de conceder dispensas, que al mismo tiempo le niega parapoder sostener la ilegalidad del primer matrimonio. Ahora bien, si el Papa Clementeadmitiera la propuesta de bigamia, la primera dispensa dejaba de ser piedra de escándaloy no era necesario poner en duda su validez. Aunque aquella propuesta parezca aprimera vista muy abstrusa, demuestra que, aparte de Catalina, probablemente fueseEnrique el único que reconocía el punto crítico en toda la cuestión matrimonial: la reinahabía declarado haber estado casada con el príncipe Arturo solamente según el nombre,pero que el matrimonio con el joven no se había consumado y que, por eso, en realidadno había existido; que se había casado con Enrique siendo virgen. Con esta declaración,el conflicto matrimonial había quedado despojado, de un solo golpe, de todos losaccesorios perturbadores y oscurecedores. Tanto el rey y los legados encargados dellevar a cabo el examen del asunto como, al final, también el Papa, se encontraban –cadauno por su parte– en una situación sin salida, presionados hacia «lo uno o lo otro». Perotanto lo uno como lo otro era malo y parecía casi un imposible, aunque fuese solamentepara «salvar la cara». Pues si Catalina decía la verdad, no existía ninguna posibilidad por

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parte de la Iglesia de divorciar o anular el matrimonio. Perdía todo valor la referencia aLevítico 20, 21 y la pregunta por la validez o no de la dispensa del Papa Julio no jugabapapel alguno. Enrique se hubiera visto obligado a desistir de su deseo de divorciarse, a noser que los legados y el Papa se hubiesen «inventado» algo. Si no sucedía ninguna de lasdos cosas, solamente quedaba la ruptura total: el repudio de la reina, el divorcio y lasnuevas nupcias de Enrique por propios y plenos poderes; violando, eso sí, el Sacramentodel Matrimonio.

Ésta era la situación, y no hace falta mucha fantasía para imaginarse loprofundamente que se ofendía el pudor y el honor de Catalina, y –de forma mediata–también de toda la casa real. Pues al fin y al cabo todo se centraba en la pregunta de siEnrique había recibido a su esposa como «virgo intacta» o no. Wolsey, legado enInglaterra, y el Cardenal Campeggio, que llega a Londres en el 1529 como representantede Roma, tenían poderes del Papa para tratar y decidir el caso, es decir, la cuestión de siel matrimonio de Enrique y Catalina era válido o no. Como eran conscientes de lasfatales consecuencias en caso de no conseguir un arreglo amistoso, conciliador entre losesposos, pusieron todos los medios para llegar a él. Intentaron quitarle de la cabeza aEnrique la idea del divorcio, o convencer a la reina para que entrara en un convento. Eneste último caso –así le explicó en numerosos encuentros el cardenal Campeggio– todo searreglaría a su plena satisfacción; se disolvería su matrimonio carnal en beneficio de unoespiritual; sólo necesitaba pensar en el grandioso ejemplo de la reina de Francia, que en1498 había ingresado en un convento para facilitarle a su esposo Luis XII el matrimoniocon Ana de Bretaña[5]. Mucho más que aquélla podría ella servir a su país, a la Iglesia ya la cristiandad con su sacrificio. De su decisión generosa dependían ahora el orden y lapaz de innumerables personas. Como fallaran todos estos intentos, no quedó otrasolución que incoar el proceso. Empezó el 31 de mayo de 1529 en Blackfriars. Durantela segunda sesión el rey se hizo representar por un apoderado, mientras que la reina sepresentó personalmente, para rechazar la competencia del tribunal y apelar a la SantaSede. La tercera vista, el 21 de junio, supuso el punto culminante, dramático yhumanamente conmovedor. Enrique, que ahora había venido personalmente, aseguró sulealtad a la Santa Sede. Catalina se postró ante su esposo y le suplicó fervientemente quefrenara en su impulso y volviera sobre sus pasos. Le recordó que sabía muy bien cómola había recibido de novia. Nunca más apareció ante el tribunal. El cuarto y el quinto díade la vista estuvieron completamente bajo el signo de la valiente protesta del obispoFisher, que se revolvía contra la farsa ilegal y anticristiana del divorcio. También entregósu opinión por escrito, en forma de memorándum, a los dos legados, declarando estardispuesto a morir por el derecho y la honra de la reina.

El 22 de julio de 1529 Campeggio decretó el aplazamiento del proceso hasta el 1 de

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octubre. Se trataba, como decía, de un tribunal romano y éste ahora tenía vacaciones deverano. Casi simultáneamente, el Papa cedió a la apelación de Catalina y de su sobrino,el emperador Carlos I, en cuyas manos se encontraban en último término él, losterritorios pontificios y toda Italia, y atrajo el litigio a Roma. El 10 de octubre, el cardenalitaliano abandonaba Inglaterra, no sin que –contra toda costumbre diplomática– anteshubiese sido controlado su equipaje, en la esperanza de encontrar algún escrito papal quehubiese permitido a Wolsey llevar a cabo él solo el proceso, es decir, proceder aldivorcio. Pero en vano. Enrique estaba enfurecido. Ana Bolena, enrabietada ydesengañada, culpaba de todo a Wolsey. Éste cayó, como ya mencionamos. Más decuarenta testigos habían sido interrogados sobre el matrimonio de Catalina con Arturo; lamayoría de ellos, que sabían lo que se esperaba, confirmaron su «consumación física».Después de casi treinta años, apoyándose solamente en el recuerdo de haber oído algunavez algo. Todo ello era desvergonzado y grotesco; nada apto para llegar a una decisión.La reina parecía alzarse con el triunfo.

¿Un triunfo de la firmeza, de la entereza? Antes de describir el curso de los sucesos,en sí tan lógico, que ahora comienzan y que se desarrollarán implacablemente y sinperturbarciones serias, son necesarias algunas consideraciones sobre el problema de lasmotivaciones humanas en esta historia.

3.

El papel clave en el drama no lo jugaba Enrique o quizá Ana Bolena, como se suelepensar, sino Catalina. Sabemos que por una parte estaba convencida de que su esposoaceptaría una derrota en juicio y se sometería finalmente a la sentencia de Roma, de laque no dudaba que sería a su favor. Éste fue el primer error de graves consecuencias.Por lo visto aún vivía en ella la imagen de un Enrique que ya no era así desdeaproximadamente sus veinticinco años. Es de suponer que este error la afianzara en laintención de, por su parte, no ceder ni un palmo. Rehusaba la solución «elegante» deingresar en un convento lo mismo que cualquier otra concesión que hubiese podido poneren duda la validez absoluta de su matrimonio con Enrique. Es fácil, en la retrospectivahistórica, decir: Catalina debería haberse sacrificado. Tenía obligación de salvar a supueblo del cisma. Precisamente si amaba a Enrique, habría debido preservarle de otrospecados más graves, a los que le llevó la obstinación, la de él y la de ella. Hubiese podidorezar por el adúltero Enrique. Porque, ¿tenía que permitir que, además, se convirtiese enverdugo, tirano y devastador de la Iglesia en Inglaterra? Todo esto suena muy plausible,y, sin embargo, es incorrecto. Cualquier «solución elegante» (por llamarla de algunamanera) sólo se habría podido realizar a través de la negación del Sacramento delMatrimonio. Pero una negación así no le está permitida al cristiano, cualquiera que sea el

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pretexto «situativo».

Como la reina no pudiese realizar su papel clave, le cayó en suerte al Papa, el cual –yesto es más que un juego de palabras– de todas maneras lo poseía en un sentidosupraindividual. Este Médici era un hombre subjetivamente piadoso, vacilante, débil ynervioso. Culto y con buenos conocimientos de las tácticas diplomáticas, pero poco aptocomo político, por lo que no estaba en condiciones de diferenciar, según el asunto y lasituación, lo adecuado e importante en cada caso de lo menos adecuado y menosimportante, y de actuar luego según estos criterios. En suma: un hombre que no estaba ala altura de la inmensa gravedad y complejidad de los problemas de su tiempo. Lasamenazas eran: el protestantismo, las cuestiones inglesas, la rivalidad entre Francia y losAustrias, el peligro de los turcos. Era comprensible que Catalina apelase a él y queCampeggio le urgiera a ocuparse personalmente del caso. ¿Quién sino el Papa podría sercompetente en el litigio matrimonial de soberanos cristianos, católicos, europeos?

Pero, ¿qué podía hacer? El poder de unir y separar que Jesucristo había concedido aSimón Pedro y a los otros apóstoles y a sus sucesores no significaba el otorgamiento deuna «cheque en blanco» en temas espirituales. Como representantes del Señor debíanunir y separar en nombre suyo, es decir, según la ley que él mismo les había dado y queles había posibilitado entender y aplicar gracias a la venida del Espíritu Santo. Elmatrimonio entre Enrique y Catalina era en todo caso válido, por más vueltas que se lediese; no importaba si la joven española había sido físicamente la mujer del príncipeArturo o no; si no lo había sido, en contra de lo que ella misma decía, se derrumbabatodo el edificio artificial de la argumentación que el rey basaba en Deuteronomio 20, 21;y si lo había sido, la dispensa de Julio II había eliminado el impedimento. No podía existirduda del poder del Papa para otorgar tal dispensa. Si esto era así, ¿cómo iba a poderdisolver Clemente VII el Sacramento del Matrimonio? Ese poder no quedaba incluido enla potestad apostólica de unir y separar. Ningún Papa podía –suponiendo suadministración válida– «anular» un Sacramento, romper o borrar un sello divino impresoen el alma. A ningún Papa le es posible hacer de un bautizado un no bautizado, de uncasado un soltero, de un sacerdote ordenado un no ordenado. Es verdad que en el casodel sacerdote es posible la secularización, la dispensa del celibato, la suspensión deejercer actos como sacerdote, pero no el restablecimiento del estado del alma antes de laordenación sacerdotal. En el caso del matrimonio es posible la separación de mesa ycama, pero no la nueva administración del sacramento del matrimonio mientras vivan losdos cónyuges separados. Por eso, también la «solución conventual» hubiese sido muyproblemática.

En la literatura se ha comentado mucho que el Papa Clemente VII tenía las manos

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atadas en los temas políticos. En consideración al omnipotente Emperador, su vencedor,no hubiese podido emitir un juicio en contra de la tía de éste. Indudablemente un puntode vista accidental, que no afecta al núcleo del problema. Carlos V ni estaba endisposiciones ni tenía deseo alguno de hacer la guerra a Inglaterra por causa de su tía,una mujer sin poder, que ya prácticamente no contaba en el juego de fuerzas de lapolítica. Si bien el Emperador tenía la posibilidad de presionar al Papa como soberanoterrenal de los Estados Pontificios, algo peor de lo sucedido en 1527 ya no podía acaecer.De hecho no tenía medios eficaces para forzar o para impedir una decisión del sucesorde Pedro en esta cuestión matrimonial. Probablemente, el Papa fuese tan pococonsciente del inmenso significado del asunto como su predecesor León X de laimportancia de la sublevación de un monje agustino llamado Martín Lutero en el lejanoWittenberg. Cuando el Papa, en la primavera de 1534, declaró válido el matrimonio deEnrique y Catalina, el rey llevaba un año casado con Ana Bolena. Ésta había sidocoronada como reina de Inglaterra, y la hija del primer matrimonio de Enrique, María,declarada un «bastardo». La niña de la nueva unión, Isabel, que más tarde«descatolizaría» Inglaterra por completo, tenía ahora medio año. Cuando en el verano de1535 es firmada la bula de excomunión contra Enrique VIII por Pablo III, el sucesor delinfeliz Médici, el excomulgado, por el «Acta de Supremacía», ya es hace tiempo«Cabeza de la Iglesia en Inglaterra». Los primeros mártires, los monjes cartujos, elobispo Fisher, Sir Thomas, ya han pagado con su vida su fidelidad al Papadoa.

4.

Cuando, sin que los legados hubieran emitido ningún juicio, el proceso de divorcio setrasladó a Roma, Enrique comprendió que las perspectivas de alcanzar una decisiónpapal a su favor habían empeorado considerablemente; que tenía que actuar por supropia cuenta o, tarde o temprano, someterse al juicio de Roma, que con todaprobabilidad resultaría en contra de sus deseos. Es decir: actuaría por cuenta propia y esosignificaba: divorcio, nuevas nupcias, reglamentación de la sucesión por sus propiosplenos poderes. Esto a su vez obligaba a edificar una superestructura y unainfraestructura jurídica, con la que ante el mundo, y sobre todo a los ojos del propiopueblo, se demostrara la legalidad de su proceder. Tenían que darse los pasos siguientes(y de hecho se fueron dando con la precisión de una máquina):

1. De ninguna manera se debía fomentar la impresión de que el rey sólo se interesabapor los placeres carnales con Ana, que, tal como estaban las cosas, no se podían alcanzarsin el matrimonio. Su conciencia, inspirada por motivos religiosos, la conciencia que lehacía creer que su matrimonio con Catalina era ilegal, inmoral, es decir, un pecado, tenía

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que quedar confirmada por dictámenes teológicos. Thomas Cranmer, el profesor deTeología de Cambridge que más tarde llegó a ser arzobispo de Canterbury, le aconsejóque, aparte de los dictámenes de las universidades del país, aportara también los defacultades teológicas del extranjero. De ahí resultó que Oxford y Cambridge(naturalmente), pero también universidades francesas e italianas (entre ellas las de Padua,Ferrara y Bolonia) le dieron la razón al rey. Pero otras escuelas superiores italianas,además de la alemanas y las españolas, se expresaron en contra de sus intenciones. Peroal menos podía remitirse al voto afirmativo de varias autoridades de peso.

2. El 3 de noviembre de 1529 se volvió a reunir, por primera vez desde hacía seisaños, el Parlamento inaugurado por Tomás Moro. El rey tenía la intención de aprovecharel ambiente, caldeado y con fuertes tendencias anticlericales por causa del régimen deWolsey, para poner muy en primer plano de las discusiones y de las medidas legislativasla lucha contra situaciones penosas y abusos en la Iglesia. Entre los Comunes, así escribeChambers, se encontraba fuertemente representada aquella clase de súbditos de Enriqueque podía esperar que con ese tema aumentaran sus bienes[1].

De hecho, la confiscación de bienes de iglesias y ante todo de conventos llevada acabo por el «Parlamento de los siete años» (actuó hasta 1536) fue sobre todo a favor dela gentry y también de la alta nobleza. Y se realizó a costa de los pequeños campesinos,que ahora, bajo sus nuevos señores, lo pasaban aún peor que bajo los antiguos, losclérigos. El Parlamento, que por principio era anticlerical y dócil tanto a Enrique como aThomas Cromwell, su más importante hombre de estado, daba a todos los deseos realesla forma legal necesaria. Las leyes constitucionales más decisivas, que cambiaronInglaterra y dieron una nueva dirección a su Historia, fueron las Actas de Sucesión y deSupremacía, ambas de 1534. La Ley de Sucesión, aprobada en marzo, declarababastarda a la princesa María, por haber nacido «ilegítimamente», y fijaba la sucesión altrono de los hijos de Ana Bolena. La Ley de Supremacía, en vigor a partir del 3 denoviembre, constituía definitivamente y sin ninguna cláusula restrictiva al rey deInglaterra como cabeza de la Iglesia inglesa.

3. A estos puntos finales les habían precedido diversos pasos. A partir de 1530aumentaron los procesos iniciados por el Supremo Tribunal Real, basándose en elestatuto «Praemunire», contra obispos o teólogos que habían estado a favor de la reinadurante el proceso dirigido por los legados. En diciembre de 1530, el gobierno dio otrogran paso. Acusó, con gran aparato, a la totalidad del clero inglés de haber faltado contraaquel estatuto y de haber ejercido la jurisdicción espiritual de forma ilegítima e ilegal. Lasconvocaciones, las reuniones de prelados de las provincias eclesiásticas de Canterbury yYork se compraron el «perdón real» a través de multas muy altas, en febrero de 1531,

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perdón que fue confirmado por un acto del Parlamento. Al mismo tiempo surgió lapregunta por el dominio –en su sentido más amplio– del rey sobre la Iglesia de Inglaterra.Enrique exigía ser su «cabeza suprema después de Dios», una fórmula nada clara yperturbadora. Las convocaciones aceptaron el nuevo título con la cláusula de reserva(«en cuanto la ley de Dios lo permita») recomendada por el obispo Fisher. Así pues, elsínodo, intimidado, confirmó que el rey era el «único protector, único y máximo señor y,en cuanto la ley de Dios lo permita, también la cabeza suprema» de la Iglesia. Ello aúnno implicaba la ruptura definitiva con Roma. La cláusula salvadora aceptada por el reypodía valer muy bien como mantenimiento de la aceptación de la supremacía espiritualdel Papa. Enrique aún podía tener esperanzas de hacerle ceder a éste, por medio depresión. Pero como no se diesen síntomas de que fuera así, siguió el desarrollo cismáticoen Inglaterra. La sumisión de la Iglesia bajo el Estado y, con ello, su separación del poderjurisdiccional del Papa, obtuvieron una dinámica propia, que tampoco habría cambiadosustancialmente si el Papa hubiese aceptado las exigencias de Enrique después de1532/1533.

Desde el verano de 1531, Catalina había sido desterrada a diversas residenciasrurales. A su esposo ya nunca más lo volvió a ver. Éste había encontrado un aliado quesupo unir el difundido anticlericalismo en los sentimientos y la codicia material de losComunes con las pasiones del rey, y que además consiguió una aleación entre lasexigencias de la Corona y los impulsos del espíritu de los tiempos, conformando aquellafuerza que posteriormente crearía la moderna nación inglesa. La importancia histórica delprimer Cromwell consistió en transformar los deseos de cambio y renovación,ampliamente difundidos, pero aún oscuros, en una concepción política, es decir, en elEstado de poder monárquico y oligárquico. Para crearlo, antes era necesario destruir elorden jurídico eclesial de la Edad Media. Las leyes de la Iglesia –ésa era la tesis centralde Cromwell– no estaban sancionadas por la Corona; y sin esa sanción no eran leyes. Enun Estado no pueden existir dos legisladores en paralelo, uno estatal y otro no estatal. Ellegislador eclesiástico, a los ojos del sentimiento nacional, muy recientemente despertado,era incluso un legislador «extranjero» dentro del Estado. Así se debe entender el discursoque Enrique pronunció en la primavera de 1532 ante una delegación de los Comunes,expresamente convocada al efecto: «Queridos súbditos –dijo–, creíamos que los clérigosde Nuestro Reino eran enteramente Nuestros súbditos, pero ahora hemos notadoclaramente que sólo lo son a medias, mejor dicho, que en realidad prácticamente no sonsúbditos. Pues todos los clérigos prestan al ser ordenados un juramento al Papa quecontradice por completo al que dan a Nosotros, de manera que parecen ser súbditossuyos y no Nuestros»[2]. Pedía a sus Comunes que le aconsejaran cómo hacer frente aeste problema. Las convocaciones buscaban en cierto modo la protección de la Corona,

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por temor (justificado) al Parlamento, en su mayoría radicalmente anticlerical. Estareacción era un juicio errado, un poco ingenuo, sobre la situación; pues en lo referente ala sumisión y a la «despoderización» de la Iglesia, la Corona y el Parlamento formabanuna unidad. Por la «submission of the Clergy» de 15 de mayo de 1532, que motivó aTomás a dimitir, el rey se convirtió en el máximo y único legislador de la Iglesiainglesa[3]. A pesar de que ahora ya existía autonomía jurisdiccional, aún no se habíancortado todos los lazos con Roma. Entre ellos se contaban también tributos financieros,por ejemplo las anatas: todos los obispos nuevos tenían que pagar una tercera parte desus primeros ingresos anuales a la Sede Romana. El Parlamento lanzó la idea de crearuna ley para anular esas anatas, pero dejó la decisión final en manos del rey, quien deesta manera se veía en posesión de un medio de presión contra el Papa.

Ana Bolena, cercana ya a su meta y segura de que Enrique no podía retroceder, sehabía entregado a su adorador. Estaba embarazada. Con ello obligaba al rey a un prontocasamiento, puesto que éste tenía interés no en la procreación de un hijo cualquiera, sinodel sucesor al trono. El esperado heredero debía nacer, cayera quien cayera,«legítimamente». Enrique se casó en secreto con Ana el 25 de enero de 1533, sin estardivorciado de Catalina. En ese mismo mes nombró a Thomas Cranmer arzobispo deCanterbury. Amenazando con la ley de las anatas consiguió incluso la confirmación papaldel nombramiento. «De este modo, la Iglesia de Inglaterra fue separada de Roma por unarzobispo nombrado según las prescripciones de la ley canónica», escribe Kluxen[4]. Aestas alturas, a Roma ya se le habían ido de las manos todas las posibilidades de actuaren el «asunto» del rey. Exclusivamente en Londres se decidía si se realizaría laseparación, y cuándo y cómo. Un paso seguía al anterior, resultaba consecuentemente deél: en marzo de 1533, el Parlamento aceptó la «Act in restraint of Appeal», con la cual,en caso de litigios testamentarios y de derecho matrimonial, se prohibían las apelacionesde los tribunales arzobispales a la Santa Sede. Puesto que la reina no quedaba excluida deesta prohibición, la decisión implicaba también el conceder poder a Cranmer, ahoracabeza del Tribunal Supremo de la Iglesia en Inglaterra, para decidir en el procesomatrimonial del rey. El 23 de mayo de 1533 el matrimonio con Catalina se declaró nulo;válido, aquél con Ana Bolena. El 1 de junio, estando ésta ya en avanzado estado, fuecoronada como reina. En julio entró en vigor la ley de las anatas, a la que poco despuéssiguió otra que prohibía cualquier pago a Roma. También se reglamentó la elección de losobispos y abades de tal manera que los candidatos necesitaban la aprobación del rey.Esto hacía tiempo que de hecho se llevaba así, pero ahora quedaba institucionalizadocomo deber expreso de conseguir la autorización.

En todas estas leyes había un amplio consenso entre la Corona y el Parlamento; noobstante, ambos no eran «el pueblo», donde aún existían muchas simpatías por la reina

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Catalina y también por el antiguo orden de la Iglesia. La sentencia eclesiástica sobre elmatrimonio real sirvió de fundamento para la legislación estatal correspondiente. El yacitado estatuto de sucesión al trono («Act of Succession») declaraba la ilegitimidad de laprincesa María y la legitimidad de los vástagos que se esperaba iba a tener Ana Bolena, yobligaba a los súbditos a reconocer este orden. Quien negara la validez del nuevomatrimonio sería acusado de alta traición, lo que significaba ser condenado a una muertecruel. Quien expresara dudas o tan sólo objeciones, cometería traición y podía contar concalabozo (por un tiempo ilimitado) y confiscación de sus bienes. La idea de Cromwell deobligar a todo el pueblo inglés a jurar las Leyes de Sucesión y de Supremacía hubiesesido digna de los regímenes totalitarios del siglo XX. Puesto que la realización de unjuramento general era difícil de organizar, se podía disponer arbitrariamente a quiénordenar que prestara el juramento. Esto era lo realmente perspicaz en el asunto. El rey yCromwell sabían muy bien el juramento de quién podía serles útil y a quién se lerompería el espinazo con ello.

Al término del año 1534 todo estaba ya decidido: la Iglesia de Inglaterra habíaquedado desgarrada de Roma y entregada al Estado. Ahora todos aquellos tributos queanteriormente había realizado a Roma debía rendirlos al Estado. Éste exigía y percibíauna suma considerablemente mayor de la que jamás había exigido y percibido el Papa.Quien sólo insinuara que Enrique era un cismático, estaba jugándose la vida. Los últimoscentros de resistencia fueron los conventos. En su mayoría estaban exentos, es decir,sustraídos a la jurisdicción episcopal, por lo cual se sentían particularmente unidos aRoma. Ya se ha mencionado repetidas veces que su reputación en el país habíaempeorado mucho, y que sus privilegios y su riqueza despertaban malestar y envidia. Porlo tanto, ¿podía haber una cosa más lógica que disolverlos, simplemente, repartiendo susriquezas, y esto de tal manera que la mayor parte recayera en manos de la Corona? Elnuevo «Vicario general» de la Iglesia inglesa, Thomas Cromwell, hizo tasar por unacomisión el «Valor Ecclesiasticus»; después fue en busca de «situaciones penosas», que–naturalmente– encontró, haciéndolo primero –una muestra de su destreza– enconventos pequeños, que confiscó. Los monjes fueron trasladados a conventos másgrandes o puestos a la cabeza de una parroquia o retirados con pequeñas jubilaciones. Elprocedimiento siguiente, contra las grandes abadías, resultó ya menos gentil. La horcaayudaba donde la docilidad no parecía lo bastante rápida o lo suficientemente amplia. En1540 habían desaparecido en el reino de Inglaterra todas las abadías, conventos yprioratos[5].

5.

A pesar de que en las páginas precedentes sólo rara vez se ha nombrado a Moro,

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indirectamente sí hemos hablado de su destino. El único camino que tenía para salvarsede esta nueva red de coordenadas estatal-eclesiales, creada por Cromwell con la ayudade un rey embriagado por el deseo de poder y de un Parlamento que en el fondoignoraba las consecuencias de sus propias decisiones, era la «emigración». Emigraciónque podía ser «interior» para quien era una ruedecita insignificante, cuya opinión notenía ningún interés; o la emigración exterior, es decir, el exilio o la muerte, para las«personalidades» a las que el nuevo régimen no les permitía callar y la concienciapersonal no les permitía decir lo que el régimen deseaba. En un principio, bastantessúbditos de Enrique, sobre todo una mayoría importante de prelados, opinaban que elnuevo curso de los acontecimientos podría calmarse o llegar a una «distensión» gracias aconcesiones más o menos numerosas o significativas de complacencia y benevolencia.Confiaban en una neutralidad, disfrazada de cortesía sutil y sonrisa confiada; creían en elgran arte del «sálvese quien pueda», manteniendo intacto el respeto a la propia persona,sin sufrir daño moral. Este modelo de actuación, signo de la debilidad de la naturalezahumana, lo encontramos siempre que en la historia surge una constelación de terror.

Al principio, los asuntos parecen completamente inofensivos. En este caso, porejemplo, se fija la fecha para la coronación de la nueva reina Ana: 1 de junio de 1533.Indudablemente, un asunto turbio, pero, en fin: lo pasado, pasado está. Ni este obispo niaquel abad pueden cambiar algo. A nadie le sirve de nada provocar las iras del rey. Si sequiere impedir lo peor, al menos hay que conservar la propia vida y proteger a quienes lehan sido encomendados a uno, a su familia; de esta forma, uno está cumpliendo susobligaciones. Razones de este tipo son sensatas y siempre se tiene a mano un númeroconsiderable de ellas. Ni siquiera los reverendísimos señores Tunstall, Clerk, Gardiner, deprofesión obispos de Durham, Bath y Winchester, respectivamente, pueden cerrarse aconsideraciones tan realistas. Y tampoco debería hacerlo el bueno de Sir Thomas. Susituación parecía aconsejarle un gesto de buena voluntad; al fin y al cabo no dañaba anadie con su mera presencia en la coronación. Aquellos señores, que le apreciaban y leadmiraban sinceramente y conocían su penuria de dinero, le enviaron –así nos cuentaRoper– veinte libras, para que se pudiese comprar un ropaje digno con ocasión de lafiesta. Moro se quedó con el dinero, y el día de la coronación permaneció en su casa. Sisus amigos se empeñaban en darle limosna, bueno. Se la quedó, con toda sencillez ynaturalidad, y probablemente la usó para algo más necesario que un traje de fiesta. Y alos algo asombrados y perplejos donantes les dijo, después de las festividades, que a supresencia en la coronación pronto seguiría la exigencia de una defensa activa, de palabray por escrito, del nuevo orden. «Quiera Dios –dijo a Roper– que la aceptación de estasnuevas cosas no tenga pronto que ser confirmada por un juramento»[1]. Sabemos quemuy pronto precisamente ése fue el caso.

La cuerda sobre la cual Moro balanceaba por encima del precipicio entre obediencia

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y oposición, es decir, entre una obediencia que da al rey lo que es del rey y una oposiciónque no le da lo que no es suyo, está tejida de humildad y prudencia. Moro no salepúblicamente a la palestra para condenar el camino del rey, el camino de la anulación delmatrimonio, de las segundas nupcias, de la separación de Roma. Pero se abstiene de todolo que le aboque al asentimiento o se pueda interpretar como tal. Por eso no participa enla coronación de Ana. Se va retirando cada vez más del escenario público. Calla yescribe, sabiendo que aun esto es un lenguaje cada vez más peligroso. Aquí hay unadiferencia con Fisher. Un obispo –de eso está Moro convencido– no puede ser «neutral»cuando se trata del sacramento del Matrimonio o del papado; en su caso no es suficientecallar o dejarse urgir a una toma de postura. Es el cargo y el deber del obispo defender lafe apostólica de la Iglesia y defender también a ésta como «Corpus mysticum Christi»:por su propia iniciativa, activamente y sin ser requerido a ello, cara a cara con el poderestatal. El seglar, por el contrario, tiene derecho a callar, mientras su silencio no signifiquecolaboración explícita con acciones injustas del Estado o de otra comunidad a la quepertenezca. Nadie está obligado a buscar el martirio: «Aunque Cristo, nuestro Redentor –escribe Tomás–, exija de nosotros que padezcamos libremente la muerte si es inevitable,prefiere no ordenarnos nada en contra de la naturaleza. No admite que temamos a lamuerte. Pero tampoco puedo aconsejar a nadie que se exponga temerariamente al peligroy se precipite hacia delante, si no está en condiciones de hacerlo con pasos sosegados ydignos. Pues si no puede subir a la cumbre de la montaña, está en peligro de caer en elmás hondo precipicio»[2]. Ni está fijado desde un principio, ni se sabe –y mucho menoslo sabe uno mismo–, si se está en condiciones de dar tales «pasos sosegados y dignos» ysi se puede llegar hasta «la cumbre de la montaña». Cada cual puede pedir esa Gracia.Puede y debe pedirla, pero no provocarla: eso es lo que viene a decir Moro.

Tomás habría callado en lo referente al camino del rey, y habría callado hasta sumuerte, si se lo hubiesen permitido. Pero para Cromwell lo mismo que para el rey sóloservía un Moro que callaba porque estaba muerto, o que vivía porque asentía. El modomás cómodo de hacer desaparecer para siempre aquel «reproche personificado» deChelsea, hubiese sido un proceso totalmente «normal» de alta traición, a poder ser sinrelación alguna con la cuestión de la supremacía. Pero cuando fracasó el intento deprobar la oposición de Moro contra los «Nueve Artículos», Cromwell tuvo queinventarse algo nuevo.

Este Cromwell, nacido en 1485 y de humilde procedencia, había pasado su juventuden Italia, como soldado, y en los Países Bajos, como comerciante. Finalmente llegó a serun abogado algo siniestro en Londres, antes de que Wolsey lo tomara a su servicio en1520. Del Cardenal aprendió algo que él luego aplicó a lo grande. Para financiar laedificación del cardenalicio colegio mayor en Oxford, obligó a cerrar a pequeños

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conventos, utilizando sus bienes e ingresos para los fines de su señor. Tras la caída deWolsey descubrió con gran rapidez el camino más seguro para ascender y corrompercompletamente la personalidad del rey: la docilidad desenfrenada ante todos los planes,deseos, caprichos e instintos del soberano. En 1530, es decir, durante la cancillería deMoro, llegó a ser su consejero secreto y el verdadero conductor de la administración. Siuno está en condiciones de considerar las hazañas históricas al margen de categoríasmorales, se le ha de considerar una figura importante de la Historia inglesa. Comoorganizador tuvo mayor importancia que Moro. Es el fundador de la Iglesia estatalinglesa y uno de los principales cofundadores de la Inglaterra moderna. Suministróademás el instrumental jurídico para la liquidación de Fisher, Moro y otros muchoscompatriotas, cubriendo con ropajes de legalidad un terror que recuerda al de hoy en díaen ciertos estados totalitarios. En el Parlamento consiguió imponer las leyes quepermitían declarar «alto traidor» a cualquiera y enjuiciarlo. Bien es verdad que esto lefue recompensado de manera macabra: Él mismo se pudo convencer de la alta calidaddel trabajo que había hecho. Cinco años después de la muerte de su colega y anteriorsuperior jerárquico, en 1540, fue enjuiciado como traidor, sin largas ceremonias, yejecutado según sus propias leyes.

Cromwell, pues, hubo de tomar un segundo impulso para liquidar a Moro y tambiéna Fisher, y se percató de que el caso de Elizabeth Barton, la llamada «monja de Kent»,se le ofrecía como medio idóneo. Era ésta una pobre criatura, sirvienta en algún lugar delcondado de Kent, que, tras grave enfermedad, no se encontraba bien, estabapsíquicamente perturbada. Tenía «visiones» y hablaba «en lenguas». El pueblo la teníapor una buena, sencilla y santa mujer, que tenía el don de hablar piadosa yedificantemente. En 1527 había ingresado en el convento del Santo Sepulcro deCanterbury. Allí, sus visiones tomaron formas extremadamente peligrosas: Que Dioscondenaba el divorcio del rey y el matrimonio con Ana Bolena, y que el rey moriríapronto. Parece que aquella persona un poco loca, y quizá también algo vanidosa, fueutilizada como instrumento por los adversarios de los planes del rey. Diversos clérigos laayudaron a formular y difundir las desagradables profecías. No hay duda de que elasunto empezaba a urgir. En julio de 1533, la monja, por orden del rey, fue llevada anteel arzobispo Cranmer, a quien confesó en interrogatorio que jamás había tenido visiones,sino que se lo había inventado todo. Elizabeth Barton y su director espiritual, elfranciscano Resbye, así como algunos otros monjes, que ya hacía muchos años habíanpertenecido a una comisión investigadora constituida por Warham para examinar el casode la monja y que en aquellos tiempos se habían expresado benévolamente, fueroncondenados por alta traición y ajusticiados el 20 de abril de 1534 en la brutal manerareservada para esta clase de delito.

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Para entonces, Moro se encontraba ya desde hacía tres días en la Torre de Londres.La trampa de Cromwell se había cerrado, no había podido escapar a ella: estabaimplicado en el caso de la «holy Maid of Kent». De qué modo, eso lo explica él mismoen una detallada carta a Cromwell. Éste, naturalmente, sabía que Sir Thomas erainocente, pero también sabía algo más: que en este asunto los detalles eran secundarios.Moro había hablado y mantenido correspondencia con aquella mujer y había llevado uoído conversaciones sobre ella. Todo esto bastaba para considerarlo sospechoso yderribarlo. El 21 de febrero de 1534 había sido aprobado por el Parlamento el «Bill ofAtteinder», según el cual los cómplices de Elizabeth Barton podían ser enjuiciados poralta traición, y quienes sabían del caso, condenados a confiscación de bienes y a prisión«según albedrío del rey». Nadie se inquietaba por que esta ley penal fuera retroactiva. Yaun cuando no se pudiera probar la plena complicidad de Moro, que sabía del asunto, yase encontraría cualquier otro delito digno de muerte. Thomas Cromwell lo veía demanera muy realista, y el otro Tomás indudablemente también. Hablando «de tejasabajo», estaba perdido. Sólo quedaba abierta la cuestión del «cómo». Moro no teníaintención de desperdiciar su defenestración, como si fuera una capitulación; no, queríacaer, sin rendirse a nadie, excepto a su divino Señor. Pero antes lucharía con todo el artey toda la astucia de un buen abogado defensor. Su prestigio profesional y su «espíritudeportivo» no le permitían luchar por su propia cabeza menos que por las de los demás.

«Os agradecería –escribió a Cromwell al enterarse de que su nombre se encontrabaen la lista de los acusados– que me consiguierais a través de Vuestra intervención unejemplar del escrito acusatorio contra mi persona. Me gustaría examinarlo; pues mecuesta creer que en él falten acusaciones falsas contra mí. En cuanto sepa contra qué sedirigen, dirigiré una humilde ruego a Su Majestad el Rey. A él o a la persona que él meindique expondré de nuevo toda la verdad, tal como la veo. Siempre he estado unido ami Rey en sincera lealtad. No puede privarme de su benevolencia en cuanto se entere dela entera verdad, lo mismo que ningún ciudadano honrado podría negarme una sentenciajusta. Pero si no recibiera ni lo uno ni lo otro y fuera condenado injustamente, tampocoesto me ofendería. Dios y yo mismo somos los mejores testigos de mi inocencia. Pase loque pase, solamente puede ser en cumplimiento de Su voluntad. El guarde Vuestrocuerpo y Vuestra alma»[3].

En primer lugar, Moro podía remitirse a que, hacía ocho o nueve años y por motivosoficiales, se había ocupado de aquella «indigna mujer» (que así, y con expresionessimilares, la designa a partir de su confesión ante el arzobispo Cranmer en noviembre).En aquellos tiempos el rey le había transmitido el caso para su revisión y Tomás habíacomprobado que «en verdad no podía encontrar nada extraordinario o especialmentevalioso en esas “revelaciones”...; cualquier mujer sencilla puede decir lo mismo conayuda de su sentido común»[4]. Afirmaba que el rey no había tomado en serio aquel

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asunto, del que era patente que se trataba de un fraude. Ahora bien, Elizabeth Bartonhabía sido recibida por el rey y por Wolsey; quizá por desconfianza, quizá por curiosidad.Y Moro sólo volvió a entrar en contacto con todo ese asunto cuando el franciscanoRichard Resbye, invitado suyo en Chelsea en la Navidad de 1532, le había hablado de la«mujer santa». «Elogió muy altamente su santidad –recuerda Tomás– y dijo que eramaravilloso ver y entender en ella la eficacia de Dios». «Me alegré mucho por ello y digracias a Dios», añade con la encantadora ingenuidad de un alma que había logradoconservarse limpia a través de veinticinco años de actividad pública. Pero cuando elPadre, después de hablar de la piedad de la monja en general, sacó a colación susobservaciones concretas –y aludió de paso al asunto del divorcio de Enrique–, Tomás noentró en el tema y dijo que no quería oír ninguna clase de revelaciones sobre losproblemas privados del rey. «Expresé la esperanza –escribe a Cromwell– de que Dios ensu bondad se dignara guiar a Su Alteza en gracia y sabiduría, y llevara este gran asunto auna solución que fuese de su personal agrado y sirviera a la seguridad del reino».

Mas lo verdaderamente delicado viene después: cediendo a los ruegos de algunosmonjes que, conversando con Tomás, habían expresado dudas sobre la autenticidad delas «inspiraciones» de Elizabeth Barton, se encontró con la monja para una entrevista.En la primavera de 1533, esto indudablemente era una empresa atrevida, y essorprendente que Moro cometiese este error. «Hablé con ella en una pequeña capilla.Ninguna otra persona estaba presente. Enseguida de comenzar nuestra conversación leexpliqué que no había venido a estar con ella por curiosidad, que no quería saber nada desus revelaciones. Que, en cambio, su gran virtud, por la que se iba haciendo cada díamás célebre, había despertado en mí el deseo de conocerla; y que deseaba que eso lallevase a rezar por mí y a encomendarme a Dios. A ello me respondió muyvirtuosamente: “Dios obra en mí mejor de lo que yo, criatura miserable, merezco”».Anota Tomás que ella le había causado muy buena impresión. Y que más tarde, es decir,después de su entrevista con ella, le habían seguido hablando de ella. Que siempre habíaadmitido que sus virtudes eran célebres; pero que sus revelaciones no las habíamencionado con una sola palabra. Se reconoce claramente la táctica de defensa delexperto abogado: por su expreso deseo tan sólo ha conocido el aspecto espiritual yreligioso de Elizabeth Barton, en el cual –lo reconoce abiertamente– no le habíadisgustado, también porque en cualquier caso –«ésta es normalmente mi actitud en talesasuntos»– pensaba bien de todo el mundo, mientras no se viera convencido de locontrario. Pero tampoco se le había encargado el llevar a cabo un examen profundo,puesto que esto era tarea de Cromwell, quien, gracias a Dios, la había cumplidoexcelentemente. «Merecéis el mayor elogio, pues es una hazaña indudablemente muymeritoria sacar a la luz un fraude tan abominable. Que a todo bellaco le sirva deadvertencia, para que no se le ocurra difundir fantasmagorías diabólicas de este estilo

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bajo el ropaje de revelación divina».Todas las cuestiones políticas de actualidad –éste es el núcleo de la autodefensa de

Moro– y todos los problemas concernientes al rey y al Estado habían quedado de lado enlas conversaciones sobre la monja y en la entrevista con ella. Apelaba, con alusión tácitaa su credibilidad, reconocida universalmente, a la benevolencia de la otra parte. El hechode que decía la verdad lo podría deducir el maestro Cromwell también de la carta escritainmediatamente después de la entrevista con la monja, y de la cual adjuntaba copia fiel,ya que era probable que ella la hubiera roto o perdido.

Puesto que Tomás se había dado cuenta, probablemente ya al encontrarse conElizabeth Barton o inmediatamente después, de su grave error táctico, había intentadoanticiparse a las posibles imputaciones a través de un documento exculpatorio, unacoartada, que ahora presentaba a Cromwell. Resaltaba, bajo forma de una advertencia ala monja, su propia lealtad frente al rey –una lealtad del silencio–; el escrito mismo erauna prueba de lealtad. «Posiblemente aún recordéis –observa Moro a la monja– que alprincipio de nuestra conversación Os aseguré que nunca querría, tampoco en el futuro,enterarme de algo sobre otras personas a través de Vos. Y que ante todo temía todas lasrevelaciones referentes al príncipe o a asuntos de Estado, aun si Dios Os hubieseconcedido verdaderamente el conocimiento de tales cosas, como ya ha sido el caso entiempos pasados con otras buenas personas. Con toda intención resalté que tales cosasno me interesaban, que no quería saber absolutamente nada de ello. Seguramente existenmuchas personas que desean hablar con Vos de tales cosas. En verdad que no puedoestar conforme con su actitud. Pero parece que muchos ya no son capaces de frenar sucuriosidad y su afán de saber ni siquiera ante asuntos que no les importan en absoluto.Muy fácilmente pueden caer en habladurías, que en consecuencia les causarán grandesmolestias. Sin duda conoceréis la historia del duque de Buckingham, a quien le gustabaconversar con un monje. Algunos años después fue acusado por ello. El resultado fue sumuerte, el empobrecimiento de toda una estirpe, muchos asesinatos y hasta daños para lareligión... No quiero dudar de que, en Vuestra prudencia y con la ayuda de Dios, Osguardaréis de hablar con seglares sobre el rey o sobre la situación de nuestro Estado.Dad, a los de alto y bajo rango, información solamente sobre lo que puede ser deprovecho para la salvación de su alma; dadles sólo conocimiento de las cosas que no Ospuedan dañar en el caso de que se hiciesen públicas...»[5].

A los ojos de Cromwell, y también del rey, esta carta no era tan exculpatoria comoposiblemente creía Moro, pues en realidad solamente contenía la reconvención de cuidarla lengua y de callar sobre los temas peligrosos. Pero no contenía asentimiento alguno ala nueva situación. Tomás sabía muy bien –también esto se desprende de la carta– que lamonja mantenía, aunque no con él, sí con otros, con gentes de la oposición,

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conversaciones peligrosas, y la prevenía contra ello; pero por su seguridad, no por elasunto del rey o por la buena reputación de los nuevos soberanos. De todo esto tambiénse daba cuenta Cromwell, por supuesto. El «no» mudo de Moro a los nuevos tiemposera claramente perceptible. Y como en la tragedia griega cada paso que el héroe da o dejade dar va cerrando más y más estrechamente la red alrededor del propio héroe, así cadauna de las observaciones del acusado Moro le iban acercando más y más a su fin. Nisiquiera es seguro que la sumisión exigida y el asentimiento perceptible hacia el nuevomatrimonio real así como el juramento sobre la Ley de Supremacía le hubiesen salvado.Los tribunales y los verdugos de Enrique actuaban, por así decir, «de acuerdo con lasituación», según los requerimientos del momento y por consideraciones utilitarias. Pocoantes de la detención de Moro, el gruñón y alborotador duque de Norfolk, que le teníacariño, volvió a presionarle: «Por todos los santos, maestro Moro, es muy arriesgadooponerse al soberano. Me alegraría que cedierais a los deseos del rey. Por el Cuerpo deCristo, maestro Moro: Indignatio principis mors est». Tenía mucha razón: la indignacióndel príncipe llevaba a la muerte. Pero como ya se estaba evidenciando, ya no estaba enmanos de los súbditos, y mucho menos de los de alto rango, el evadir ese destino;tampoco por una servidumbre cada vez más acentuada y por la negación de sí mismo.Solamente Enrique, el dios del tiempo de su pueblo, decidía a quién y cuándo luciría elsol y a quién y cuándo le derrumbaría un rayo. Así, Tomás le dio al de Norfolk la serenarespuesta: «¿Eso es todo, mi señor? Pues entonces la única diferencia entre nosotros esque yo moriré hoy y Vos mañana»[6].

Por razones que se comprenden, no se accedió al deseo de Moro de defenderse antela Cámara de los Lores, y su nombre fue borrado de la lista de los acusados de altatraición por complicidad con la monja. Indudablemente habría convencido a los lores desu inocencia. Pero iba a tener que dar cuenta de su comportamiento ante una Comisiónde investigación compuesta por el arzobispo Cranmer, el Lord-Canciller Audeley, elduque de Norfolk y el secretario real Thomas Cromwell. Y ante ella se vio de inmediatoque, en relación con Moro el caso de la monja de Kent no interesaba para nada. Sinmucho rodeo le dijeron a Tomás lo que verdaderamente se esperaba de él: elreconocimiento claro, preciso y declarado ante testigos de que el rey era única cabezasuprema de la Iglesia de Inglaterra; además, el asentimiento a la legalidad exclusiva delnuevo matrimonio. Con este requerimiento oficial, a principios de marzo de 1534comienza la última parte del trayecto de Moro.

El ex-canciller replicó que «en verdad había esperado no volver a oír hablar nuncamás de este asunto», puesto que desde un principio había comunicado repetidas veces aSu Majestad su opinión. Y que el rey se había contentado con ello y declarado que noquería volver a insistirle más en ello[7]. Los señores dejaron caer ahora el tono

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amablemente colegial del comienzo, y dieron a conocer a Tomás en nombre de Su RealMajestad «que jamás un servidor había procedido tan infamemente contra su señor ni unsúbdito tan traicioneramente contra su príncipe como él»[8]. Pero que esta traición noconsistía en la «inducción» de la monja Barton, sino en la del rey; concretamente, allibro Assertio septem Sacramentorum del año 1521. Por esta causa los miembros de laComisión designaron a su antiguo colega como «traitorious subject». Probablemente ésteperdiera por un momento el habla. ¿Era posible tanta simpleza, tanta maliciosa necedad?Todos los presentes conocían perfectamente la historia de aquel libro de Enrique; y el reyera quien mejor lo sabía. Por eso Sir Thomas sólo respondió: «Señores, estas amenazasson razones para niños, no para mí». Así terminó este primer interrogatorio, que enrealidad se tendría que llamar una encuesta, puesto que el inculpado aún estaba enlibertad; terminó sin resultado. El mismo Cromwell no habría supuesto que se podríaderrotar a Moro de esta manera. Obviamente no era posible doblegarlo. Habría, pues,que hundirlo, y, si era irremediable, quebrándolo. En realidad asombra que dejaranvolver a Tomás a Chelsea. ¿No habría podido huir al continente como tantos de suscompatriotas perseguidos antes y después que él, dado que tenía su destino tanclaramente ante los ojos? ¿Por qué no lo hizo? Pues entre aquel interrogatorio y ladetención en Lambeth el 13 de abril transcurrieron casi seis semanas. ¿Fue porconsideración a su mujer y a su familia, sobre quienes se hubiesen cernido represalias?¿Por amor a la patria, por horror a la vida de emigrante? ¿Por lealtad al rey, de quienprefería recibir la muerte antes que renegar de él en el extranjero, uniéndose al bando desus oponentes? No hay indicios de que Moro pensara nunca en la posibilidad de huir. Asu vuelta a casa después de ser interrogado, Roper le preguntó por las razones de subuen humor; suponía que Tomás había quedado borrado de la lista de los acusados. Perola contestación fue: «¿Quieres saber por qué estoy tan contento?... Estaba alegre porquele he preparado una derrota al demonio, y porque he ido hasta tal punto frente a aquellosseñores que ya no podría retroceder sin deshonra»[9]. Estas palabras desconcertaron yentristecieron al buen yerno. Mas con el «demonio» probablemente se estaba refiriendoTomás a la totalidad de las tentaciones de evadirse, de una u otra manera, a lossufrimientos venideros.

Inmediatamente después de su vuelta a Chelsea escribió a Enrique: «Vuestra Altezame dijo en aquellos tiempos (al dimitir del cargo) que a causa de mis numerosos méritospor el bien de nuestro país –Vuestra Majestad fue tan amable de tasarlos en mucho másde lo que realmente eran– encontraría en cada momento en Vos un señor bondadoso. Yque si alguien quisiese alguna vez ofender mi honra o si yo me encontrara en necesidadesmateriales, que siempre me acogeríais bondadosamente...»[10]. Después de asegurarTomás de nuevo la veracidad de sus declaraciones en el caso de Elizabeth Bartonprosigue: «Mi piadoso príncipe, en este asunto no quiero disputar o discutir con Vuestra

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Alteza, que esto en nada me sería adecuado. Con plena humildad me postro a los pies deVuestra Majestad y Os suplico consideréis el caso y juzguéis de su trascendencia con lasabiduría y bondad que conocemos en Vuestra Majestad. Y si entonces Vuestra Altezatuviera que reconocer que, a pesar de Vuestras numerosas mercedes conmigo, yo fueseun hombre tan desagradecido que me hubiese desviado de mis deberes de súbdito,conjurándome con alguna persona contra Vuestra Majestad, entonces no quiero seguirpidiendo clemencia, sino sufrir con gusto la pérdida de todo lo que yo pueda perder; misbienes y tierras y mi libertad, y hasta mi vida no podrían alegrarme ya más. Mi únicoconsuelo sería que, tras mi corta vida y la larga vida de Vuestra Majestad –que el Señoren su bondad se digne conceder a Vuestra Alteza para su gloria y para el bien de VuestraMajestad–, nos volviéramos a ver en el cielo, para que yo fuera feliz en compañía de mirey. Entre mis alegrías celestiales se contaría el saber a Vuestra Merced convencido de mifidelidad, no obstante todo lo malo que ahora se me imputa. Vuestra Majestad tendríaque reconocer que siempre fui un fiel súbdito y servidor de Vuestra Majestad, y loseguiré siendo, cualquier cosa que aún pase conmigo por orden de Vuestra Alteza... Puesme acosa un miedo terrible porque me he enterado de que el sabio Consejo de VuestraAlteza ha presentado contra mí una acusación ante el Parlamento... Quiera Dios impedirque se preste oído a falsos testimonios. Pido humildísimamente a Vuestra Alteza que, enSu conocida piedad, defienda la honra de un pobre hombre y no permita que seaasesinado por falsas imputaciones... Las almas de quienes me condenasen se pondrían engran peligro, pues a la salvación de la mía al fin y al cabo poco podrían dañar todas lasinjusticias... Mi temido y amado Señor, quiero pedir a la Santísima Trinidad que guardealma y cuerpo de Vuestra Merced y de todos los fieles súbditos de Vuestra Alteza, ycastigue a todos Vuestros adversarios. Mas si yo perteneciese o hubiese pertenecidojamás a éstos, pido a Dios que lo haga público, con mi humillación ante todos loshombres y con mi destrucción. Escrito en mi modesta casa de Chelsea, el día 5 demarzo, de la mano conocidamente torpe de Vuestro súbdito más humilde y más fiel,Thomas More, caballero».

La incomparable mezcla, o mejor: la unidad de espíritu de infancia y virilidad, defidelidad y sinceridad de un corazón limpio con la prudencia y ponderación de unainteligencia cultivada, eso que nos atrae y nos conmueve aún a la vuelta de cinco siglos,no impresionó nada al rey. No la reconoció, sino que la consideró como una táctica ymentira. Aun aumentó su ira contra su antiguo hombre de confianza. Puesindudablemente también había leído la larga y gran carta, de declaración de principios,que Moro había dirigido con la misma fecha de 5 de marzo a Cromwell. Estememorándum –que así hemos de considerarlo– constituye en realidad una extensadefensa por adelantado, antes de que la máquina de la justicia empezara a trabajar. En

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ella, Tomás resume sustancial y objetivamente todo lo que tenía que decir: en loreferente a la cuestión del matrimonio, al problema de la supremacía, y también otra vezsobre la monja de Kent. «Lo que tenía que decir» no significa: «lo que había que decir»,sino «lo que quería decir». Y no quería decir todo lo que hubiese podido decir; ni enaquella carta ni tampoco en los interrogatorios posteriores.

Cuando el Parlamento estaba debatiendo en tercera lectura la «Bill of Attainder», laCámara de los Lores le preguntó al rey si deseaba que quienes habían de ser acusados dealta traición fuesen interrogados por miembros de la Casa. Sabemos que los consejerosde Enrique, que se había metido en la cabeza componer tal espectáculo en su propiapresencia para intimidar tanto a los lores como a los malhechores, tuvieron que hacermuchos esfuerzos para disuadirle de ello. Se encontraban en la muy desagradablesituación de tener que explicarle que sufriría una derrota, porque, por ejemplo, TomásMoro se defendería, con toda seguridad, brillantemente, alcanzando una triunfalsentencia absolutoria. Finalmente, el Lord-Canciller Audeley y los demás consejeros sepostraron ante el soberano y le suplicaron que no se expusiera ante la nación y ante todala cristiandad a tal derrota. Enrique cedió, el nombre de Moro fue borrado de la lista delos acusados de alta traición. Pero para el rey, a quien le habían metido miedo con estenombre, se hacía aún más irremediablemente claro que ese hombre tenía que serdestruido.

Y Tomás era quien mejor lo sabía; por eso mitigaba la alegría de Roper por lasupuesta «salvación». De hecho ya no eran necesarios ni la infeliz Elizabeth Barton ni la«Bill of Atteinder» para derrotar a un oponente de la categoría de Moro. La Ley deSucesión, aprobada por el Parlamento a finales de marzo, no sólo fijaba la sucesión altrono por línea de la descendencia de Enrique y Ana Bolena –con exclusión de laprincesa María–, sino que también preveía que todos los súbditos mayores de edadpodían ser obligados a prestar un juramento que reconociese esta ley. La denegación deljuramento se castigaba con prisión y confiscación de bienes. El 12 de abril de 1534, eldomingo después de Pascua, Tomás Moro, que se encontraba visitando a John Clementy Margaret Giggs en su antigua residencia de Bucklersbury, fue citado para el díasiguiente ante la Comisión investigadora del Rey, reunida en Lambeth. Regresó aChelsea, se despidió por la noche de su familia, fue al día siguiente por la mañanatemprano a la iglesia, se confesó, asistió a la Santa Misa, comulgó. Como nos comentaRoper, prohibió a los suyos que le acompañaran a la barca, «cerró el portón detrás de síy se separó de ellos. Con el corazón triste, que lo revelaba su rostro, fue conmigo y connuestros cuatro criados en barco a Lambeth. Después de haber permanecido algúntiempo triste y silencioso, de pronto se volvió hacia mí y me dijo: “Roper, hijo mío, doygracias al Señor porque la batalla está ganada”. Yo entonces aún no sabía lo que queríadecir. Pero, no queriendo aparentar ignorancia, le respondí: “Señor, me alegro mucho de

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ello”»[11]. Roper no habría podido dar una contestación mejor ni más correcta, inclusosi en aquel momento hubiese entendido el sentido de las palabras.

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CONSOLACIÓN EN EL SUFRIMIENTO

1.

En su exposición sobre las «Tower Works» de Moro, relata Martz que con un amigohabía ido a ver la película «Anne of the thousand Days» («Ana, reina por mil días»); enella hay una escena en la que el obispo Fisher, el prior de los cartujos y Tomás sonintimados por el rey a prestar el juramento, es decir, a firmar la fórmula prescrita para eljuramento sobre la sucesión, lo que implicaba también el reconocimiento de lasupremacía real sobre la Iglesia. Fisher y el prior rechazan esa exhortación y protestantanto contra la obligación de jurar como contra el reprobable contenido del juramento.Sin embargo, Tomás Moro, interrogado por Enrique, «contesta con voz suave: “Leerécon esmero el documento y espero que mi conciencia me permita firmarlo”. En esemomento, el buen amigo con el que había ido al cine se reclinó hacia mí parapreguntarme en voz baja: “¿Por qué Moro no puede ser tan valiente como los otros?”.Es en verdad una buena pregunta, una pregunta que Tomás Moro sin duda se habráplanteado muchas veces. De hecho, ésta es la pregunta que subyace a todo su tratado enlatín sobre la Pasión, comentando también el miedo mortal de Cristo en el huerto deGetsemaní y la exclamación: “Haz que pase de mí este cáliz”. Moro las entiende comopalabras de ánimo a la segunda clase de mártires, la de los miedosos, y como un signo deque no es pecado buscar cualquier escapatoria honrada, siempre y cuando no supongauna traición a la fidelidad..., y que no es vergonzoso buscar una posibilidad de fuga,mientras no se quiebre la fe»[1]. Cita el autor frases de Moro en sus meditaciones latinassobre la Pasión: la angustia mortal de Cristo –dice– pone en evidencia «que no es unerror temer la muerte y los sufrimientos, sino más bien un gran dolor» –un doloradicional–, «que el propio Cristo no evitó, sino que llevó pacientemente. Y no podemoscondenar como cobarde a una persona que tenga miedo a ser atormentada o que ensecreto se evada al peligro, mientras lo haga legítimamente»[2].

Son precisamente las restricciones al derecho de una persona débil a salvarse a símisma, restricciones que aquí se mencionan como de paso, las que plantean las más altasexigencias a la conciencia; pues esa persona, ¿con qué fuerza tiene que vivir orientadahacia Dios para guardar la línea fronteriza, que frecuentemente se ve y se palpa ya sólomuy débilmente, la línea que separa «las maneras honradas y fieles de evasión», el modo«legítimo» de sustraerse a lo peor, de la traición a Dios y con ello también de laautodestrucción? Las palabras que Moro dijo a su yerno camino de Lambeth y que ésteno entendió, ese «The field is won», la batalla está ganada, no significaban que hubiese

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superado la angustia mortal y el miedo a los sufrimientos venideros, sino que estabatomada la decisión de aceptar ese miedo: con la ayuda de Dios se había decidido,después de larga reflexión, a no saltarse ningún grado de sufrimiento, a no capitular antesdel huerto de Getsemaní ni querer tomar casi al asalto el monte del Gólgota. Estaspalabras significan que está dispuesto a recorrer el largo y lento camino de las catorceestaciones. No podía saber Tomás en cuánto se lo acortaría Dios. Pronunció un síantecedente al camino entero, con todas las estaciones. Y lo pronunció con la confianzade un niño pequeño que pone su manita en la de su padre. El mundo de los «mayores»no era capaz de entenderlo. No era táctica cuando en el ya mencionado informe«preventivo» a Cromwell escribía: «Entre todos los bienes terrenos ha sido el afecto delrey el que más he deseado poseer..., siento que el rey me tenga por obstinado y supongaque, en lo que se refiere al importante asunto de su matrimonio o en lo que concierne alprimado del Papa, me estoy pasando al bando de sus adversarios, con mis palabras y mishechos... ¡Si pudiese comprender mi corazón tan claramente como Dios, que lo conocemejor que yo!»[3]. Para Tomás, la fidelidad hacia el soberano terreno, puesto allí por elsoberano celestial, era tan natural como el aire para respirar; un conflicto en materia defidelidad le era inimaginable; pues aun en los puntos en los que Tomás tuvo que prestarresistencia al rey, conservó su fidelidad hacia la parte mejor de su persona: estabasirviendo al bien del alma de Enrique VIII.

Después de repasar brevemente en su carta del 5 de marzo el asunto de la monja deKent –lo cual demuestra la visión realista de su situación–, trata muy detalladamente lasdos cuestiones de las que depende su vida o su muerte: el matrimonio del rey y lasupremacía real sobre la Iglesia. Primero cuenta cómo se enteró del «gran asunto». Fueen el verano de 1527. Tras haber acompañado a Wolsey en un viaje que hizo comolegado ante Francisco I, se presentó ante el rey en Hampton Court: «Iba yo con el rey enla galería de un lado para el otro; allí, de pronto, empezó a hablarme de su gran asunto.Me explicó que ahora se había comprobado que su primer matrimonio no sólo iba contrala ley positiva de la Iglesia y contra la ley escrita de Dios, sino que también eracompletamente incompatible con las leyes de la naturaleza, de las que ni siquiera laIglesia podía dispensar»[4]. Ya sabemos cuál era en realidad la cuestión. Es interesante elsiguiente comentario de Moro: «Se hicieron grandes esfuerzos para examinar a fondo lospuntos dudosos; nunca llegué a enterarme de los resultados. Pero también podría ser quelos haya olvidado».

Al lector de hoy, y probablemente también al de entonces, especialmente esta últimaobservación le podría parecer una burla para con sus acusadores. ¿Cómo podía«olvidar» el antiguo Canciller, así nos preguntamos, un resultado del cual dependía eldestino de tantas personas, y hasta de una nación? ¡Es absolutamente imposible! Peroeso no es lo que dice. Dice que se le habían escapado u olvidado los resultados en

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detalle, los «resultados provisionales» de un ir y venir de muchos años en torno a la buladispensatoria del Papa, a sus supuestos o reales defectos formales o jurídicos oteológicos, en torno al «segundo breve» del Papa, con el que se querían eliminar losdefectos de la bula, un breve de cuya autenticidad se dudaba: quizá Tomás efectivamentehabía olvidado esas respuestas, que eran sólo cortinas de humo alrededor del problemacentral.

Tomás sigue relatando cómo se le encargó que se ocupara del asunto del matrimonio:«El rey puso la Biblia delante de mí y me leyó las palabras que habían despertado lasdudas, en él y en varios eruditos. Me preguntó cuál era mi opinión sobre todo esteasunto. Aunque no podía imaginarme que el rey concediese a mis afirmaciones en tanimportante asunto ni la más mínima importancia, como estoy obligado a obedecer lasórdenes de Su Majestad, dije lo que opinaba sobre las palabras que acababa de leer. Elrey acogió bondadosamente mi apresurada e irreflexionada respuesta y ordenó que mepusiera en contacto con Edward Fox, el limosnero real, para discutir con él sobre el libroque trataba todo aquel problema». Sabemos que, si bien Moro fue afinando yfundamentando más tarde esta primera «respuesta apresurada e irreflexionada», nomodificó su contenido. El «no» espontáneo a cuestionar el matrimonio real fueevolucionando en el curso del tiempo, con el estudio del asunto que se le había ordenado,hacia un «no» definitivamente firme e inquebrantable. Moro no habría sido el expertojurista, funcionario y cortesano, que sabía medir con justeza sus palabras y tratar condestreza psicológica a su rey, y tampoco habría pertenecido a aquella categoría de losmártires angustiados, llevado ad extremun sólo por Dios mismo, si no hubiese intentadouna y otra vez revestir de terciopelo o minimizar ese «no». Por eso nunca dejó traslucir,ni siquiera en insinuaciones, que se pudiera dudar de que los motivos del rey y susconsejeros fueran rectos. Por eso resaltaba siempre su propia incompetencia, suinexperiencia «en cuestiones jurídicas de este tipo». Pero como el rey a toda costa queríaconvencer a su canciller, precisamente la manera apacible y nada fanática de éste leincitaba a aumentar sus esfuerzos, y Moro se vio obligado a comprometerse cada vezmás. Por esta causa, su decisión de conciencia desde un principio no pudo ser un asuntoprivado. Aquella primerísima divergencia de opiniones entre Enrique y Moro, en lagalería de Hampton Court y a solas los dos, trascendió hacia fuera. En un primer instantese dio a conocer a los consejeros más íntimos del rey, con los que Tomás debíaentrevistarse: a los obispos de Canterbury y York, Thomas Cranmer y Edward Lee, allimosnero real Dr. Edward Fox, así como al padre franciscano italiano Nicola de Burgo.

«Leí toda clase de cosas –recuerda Tomás–; todo lo que hacía referencia al divorciome interesaba; intentaba ponderarlo y enjuiciarlo con mi pobre inteligencia; me ocupabade todo lo que alguna vez se había escrito sobre casos parecidos. Y sobre todo meentrevistaba con los consejeros reales anteriormente mencionados. Manteníamos entre

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nosotros una amistad sincera y afectuosa. Estoy seguro que de mí le comentaron al reysólo cosas favorables; pues yo no era obstinado ni reacio, sino que me mostrabadispuesto a toda adaptación, en la medida en que ésta se puede exigir en un asunto tancontrovertido».

Pero el intento de definir lo que se debe, se puede o se tiene que exigir «justa ylegalmente», la lucha permanente, sin tregua ni fin, para delimitar los campos entre lasociedad y el individuo, entre el derecho a dar órdenes y la obligación de obedecer, entrela autoridad y la conciencia, esa lucha es el tema central de toda la Historia. Siempreresulta extremadamente difícil el fijar de forma universal, para un gran número depersonas, decisiones de conciencia. Incluso para cristianos creyentes. Por eso, Tomássiempre habló con gran cuidado, con tacto y caridad, sobre aquellos que, por ejemplo, enel asunto del matrimonio o de la supremacía, habían llegado a otras conclusiones que él.No descalificaba a quienes optaban por una decisión distinta de la suya, no les tachabasimplemente de oportunistas o de cobardes; también a ellos les creía cuando afirmabanque seguían a su conciencia. Y si dudaba de ello, callaba.

Moro, que se veía obligado a decepcionar al rey y sufría mucho por ello, estáhablando con indudable sinceridad cuando destaca la paciencia de Enrique: «El reyacogió todo indulgentemente y no dudó ni un momento de mi lealtad. En repetidas vecesaseguré que estimaría más que todos mis bienes terrenos el poder servirle en este asunto.En su bondad decidió escoger para la gestión de sus asuntos matrimoniales solamente apersonas que en conciencia estuviesen convencidas de la legitimidad del divorcio, y deéstas conoce muchísimas Vuestra Merced. A mí y a otros, a quienes las razones para suforma de obrar no nos parecían completamente convincentes, nos utilizó para otrosnegocios. En su desbordante bondad fue para todos sus súbditos un soberano benévolo;nunca habría tomado a su cargo el obligar a uno de ellos a una acción que le hubiesecausado cargo de conciencia».

Cuando Tomás escribía estas frases, hacía mucho tiempo que ya no existía elEnrique tolerante. No sabemos si Moro descubrió retrospectivamente que la «bondaddesbordante» había sido frío cálculo. Es probable que no. No era de esas personas quequieren «desenmascarar» todo y «dudan sistemáticamente» para «descubrir» como raízen todo, hasta en lo visiblemente bueno, un núcleo malo, vileza, egoísmo, lo de algunamanera mezquino y abyecto. Al contrario: con una «captatio benevolentiae» casiinagotable creía de partida en los motivos buenos, en la manera limpia y leal de pensar yde actuar de los demás.

Finalmente, Moro vuelve a asegurar que se había mantenido al margen de toda lacuestión matrimonial, de palabra, por escrito o en lecturas. Ni había hecho declaracionespersonales, ni había leído panfletos del «partido antimonárquico». Y tampoco había

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atendido a libros que defendieran a Catalina y al matrimonio existente; ni siquiera habíatolerado la presencia de tales escritos en su casa. «Profundicé solamente en los librosredactados por amigos del rey». Está luchando por su vida. Sólo el pequeño último paso,del cual al fin y al cabo depende su vida, es decir, su asentimiento al contenido deaquellos escritos, ése no lo da. «No me preocupé ni siquiera por la actitud del Papa».También aquí, para salvar la cabeza, Tomás se acerca hasta el límite extremo de lopermitido. El siguiente pasaje, con el que Moro cierra su defensa preventiva en el asuntomatrimonial, ha ocasionado grandes dificultades interpretatorias a los expertos: «Sóloquiero ser el súbdito del rey. Pues él ya ha vuelto a casarse, su esposa es la reinaverdaderamente ungida de Inglaterra. No murmuraré ni discutiré sobre esto; no lo hehecho hasta el día de hoy y tampoco empezaré a hacerlo en el futuro. Quiero seguirmanteniéndome al margen de todo el asunto. Quiero rezar, junto con todos los demássúbditos leales, por el rey y la reina, para que Dios les conceda a ellos y también a sunoble vástago, según su voluntad, gloria y seguridad; y al reino, sosiego, paz, bienestar yprovecho». ¿A quién se refería Tomás al mencionar a «la reina» y su «noble vástago»?,se preguntan los expertos[5].

Quizá esta desconfiada pregunta provoque asombro. Pues el contexto deja entreverclaramente que Moro está hablando de la reina Ana. El argumento de que, dado queconsideraba el nuevo matrimonio como inválido desde el punto de vista religioso, sehabría referido a Catalina y, por ello, a la princesa María, es demasiado arriesgado.Desconoce precisamente uno de los rasgos más esenciales, uno de los elementosconstituyentes de la grandeza de Moro: la precisión jurídica de sus palabras nunca setransforma en doblez sofista e hipócrita. Pues en este lugar Tomás no dice nada de suopinión sobre el nuevo matrimonio, sobre la unción y la coronación. Utiliza la palabra«esposa» sin entrar en la legitimidad eclesial de esta denominación, y habla de «la reinaverdaderamente ungida de Inglaterra», sin declararse en lo referente a legalidades ylegitismos. Tampoco dice nada sobre si Inglaterra quizá tenga ahora dos reinas«verdaderamente ungidas». Precisamente la forma incompleta de sus aseveraciones, quese negaba a completar, fue lo que le llevó al patíbulo.

Por supuesto que el tercer punto de la acusación, la toma de postura de Moro ante alproblema de la supremacía, no podía quedar excluido en su carta de defensa del 5 demarzo. También aquí defiende el derecho a «no entrometerse» personalmente. Con ellose refiere a la disposición declarada de poder callar voluntariamente sobre sus opiniones,pero con una importante diferencia con respecto a su postura en la cuestión delmatrimonio. En lo referente a ésta callaba, sin repetir un voto negativo dado en tiemposanteriores. En lo referente al problema de la supremacía vuelve a expresar ahora, en elmomento del peligro, su convicción. Es la penúltima vez; aún le obligarán moralmente ahacerlo una última vez. Primero recuerda Moro que, en el libro del rey contra Lutero,

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había estado a favor de una mitigación de los pasajes que resaltaban de manera especialel Primado papal. Después prosigue: «Más tarde consideré más detalladamente la obradel rey y estudié en los últimos diez años otros muchos escritos que tienen por objeto elPrimado del Papa. Pude así comprobar que todos los eruditos de la Iglesia, desde SanIgnacio, el discípulo del apóstol Juan, hasta nuestros días, ya escribiesen en griego o enlatín, concordaban en este punto. La supremacía del Papa ha quedado confirmada envarios concilios. En verdad nunca oí por parte de los adversarios del Primado razonessuficientemente convincentes; no podría decidirme a adoptar su posición con buenaconciencia. Por el contrario, temería exponerme a gran peligro si dudara del Primadopuesto por Dios... Toda la cristiandad mantiene el Primado, y esto por la siguiente razónde gran peso: está puesto para impedir los cismas y asegurar una sucesión regular en laSede de Pedro. Esta convicción tiene que ser conocida al menos desde hace ya mil años,pues desde la muerte de San Gregorio[6] han pasado aproximadamente mil años».

Tomás se confiesa adicto al Primado papal, pero no concreta los detalles ni lasmodalidades de su realización. No dudaba de la posición del Papa como sucesor dePedro y cabeza de la Iglesia, instituido así por Jesucristo, pero aun así evitaba llegar ensus reflexiones hasta las últimas consecuencias de lo que sucedería en el caso de unconflicto irreconciliable e imposible de solucionar entre el Papa y un concilio. Parece quepara ese caso extremo tendía hacia una «ultima potestas» del concilio[7]. De esta manerase habrán de entender las frases: «Ahora conocéis mi opinión sobre el Primado del Papa.A pesar de todo, nunca fui del parecer de que el Papa estuviese por encima de unconcilio universal. Tampoco destaqué la supremacía en ninguno de mis libros impresosen lengua inglesa. En lo referente al Primado, me sumo a toda la cristiandad, no hablomucho sobre el problema, no razono sobre ello ni me esfuerzo inútilmente en buscarpruebas».

Ahora bien, esta observación «neutralista» no contiene deferencia alguna para con laspretensiones de supremacía de Enrique VIII: Comoquiera que se definiera y delimitara elPrimado papal, de ninguna manera podía quedar eliminado y sustituido por el de unsoberano terrenal. Aún no se había dado el último paso. El Acta de Supremacía, quedeclaraba al Tudor también cabeza espiritual en la tierra de la Iglesia de Inglaterra, no seaceptó por el Parlamento hasta el 3 de noviembre de 1534. Puede ser que Tomásesperase un milagro en el último momento. No sabemos en qué medida estaba informadoa aquellas alturas de la política real; desconocemos si estaba enterado de que Enriquehabía desistido hacía ya tiempo de la idea de apelar a un concilio en contra del Papa. Esde suponer que supiera más de lo que aquí expresa, y que aludiera a la posibilidad de unconcilio sólo para poder insertar más fácilmente su fervorosa súplica de evitar el cisma:«Quiera Dios que pronto se convoque una gran asamblea. Aunque yo no creo que eseconcilio pudiera hacer gran cosa en favor de los asuntos del rey si éste ya anteriormente

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ha negado, con leyes y con libros, no sólo el Primado de la Sede Apostólica, sinotambién la infalibilidad del Papa». Y a continuación, casi como última jugada deabogado, a la desesperada, en un último intento de frenar al rey, incluye un comentariorayano en la frivolidad: «Sólo me queda esperar que Su Majestad nunca permitirá que lascosas lleguen a tal punto, pues ya en el próximo concilio ecuménico podría darse el felizcaso de que este Papa fuese destituido y en su lugar viniese otro con el cual nuestro reyse entendiera muy bien». Pero no se dio el «feliz caso»: Si bien el Papa Clemente VII nofue destituido, murió el 25 de septiembre de 1534; pero su sucesor, elegido el 13 deoctubre, el cardenal Farnese, el Papa Paulo III (1534-1549), no se llegó a llevar ni bien nimal con Enrique: ya no tuvo ninguna clase de relación con él. Sólo le quedaba poner envigor la bula de excomunión extendida contra el Tudor el 30 de agosto de 1535 y que nofue promulgada hasta diciembre de 1538. Tuvieron que pasar siglos hasta que, ennuestros días, se volviera a entablar un diálogo entre Roma y la Iglesia anglicana.

Tomás, al releer, aún en ilusoria libertad, su carta, podía decirse que había expresadotodo aquello que podía y quería expresar. «Nunca he tenido algo malo en mente –asíconcluye–, me reprochan no tener la misma opinión que otras personas, indudablementemás sabios y cultos que yo. Pero yo no puedo hablar de manera distinta a lo que miconciencia me inspira. No me opongo a mi rey por mera obstinación. Mi actitud tampocoha de influenciarme negativamente en mi afecto hacia mi príncipe, pues aquélla procedede una conciencia temerosa a la que simplemente no se le han dado mejoresconocimientos...; estimo más que nada la benevolencia (del rey); con gusto daría,excepto mi alma, todos mis bienes terrenales, para conservar así su aprecio». Pero sabíaque este aprecio ya no se podía conservar, por nada del mundo. El rey podía odiar ymatar a un Moro en la oposición, pero también podía temerle y –quizá– admirarle enalgún rincón muy escondido de su corazón. A un Moro dócil, en el mejor de los casos, lehubiera despreciado y olvidado.

2.

No había hecho más que llegar al palacio arzobispal de Lambeth, cuando Moro fueexhortado a jurar sobre la Ley de Sucesión promulgada por el Parlamento el 30 demarzo, siete días después de que en Roma el Papa Clemente VII hubiese declarado queel primer matrimonio de Enrique era el único válido[1]. Dado que la fórmula deljuramento iba precedida de un preámbulo, en que se declaraba nulo el matrimonio conCatalina de Aragón y se rechazaba al mismo tiempo la supremacía del Papa sobre laIglesia de Inglaterra, el convocado se negó a prestar el juramento[2]. Esto se repitió pordos veces en el ya citado día del 13 de abril. Y en otras ocasiones, más tarde, después deque en noviembre hubiese sido aprobada el Acta de Supremacía. Pero en la

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fundamentación de la negativa ya nada cambiaría: «En verdad –aseguraba Sir ThomasMore a los señores– que mi conciencia me dice que sí puedo jurar sobre la sucesión,pero no sobre la supremacía; pues con ello expondría mi alma al peligro de perdicióneterna. Mas en caso de que Vos penséis que mi posición se funda sólo en mero caprichoy no en motivos de conciencia, estoy muy dispuesto a confirmar mi convicción con unjuramento. Si Vos no queréis prestar credibilidad a este juramento, entonces no tendríasentido que jurara. Pero si confiáis en mi honradez, entonces también quiero confiar enVuestra bondad, que no podría forzarme a aceptar el juramento que se me presenta.Pues ya sabéis que no puede ser hecho compatible con las convicciones de miconciencia»[3].

Como ni a los miembros de la comisión ni al rey les interesaba la sinceridad de lasconvicciones de Moro, no atribuyeron ninguna importancia al juramento que él ofrecía,sino que insistieron en el que oficialmente se exigía. De ninguna manera debemosimaginarnos a estos dignatarios como seres sombríos y malvados. Exceptuando quizá aCromwell, ni siquiera odiaban fanáticamente a Roma. Se consideraban súbditos, quetenían que obedecer. Como bien se sabe, el tener ese tipo de «conciencia tranquila» seve muy favorecido por el bienestar en este mundo. Esto no es así sólo desde los tiemposde Enrique VIII... ni tampoco es exclusivo de aquella época. Desde aquel día enLambeth se apremió a Tomás de dos maneras para que se apartara de su negativa yterminara por prestar el juramento: por una parte, a través del repetido comentario deque una mayoría avasalladora, al contrario que él, había prestado y estaba prestando eljuramento; por otro lado, con el reproche de que al justo deseo y a la gran paciencia delrey para con él estaba reaccionando sólo con la obstinación, además de que ni siquieraindicaba las razones para denegar el juramento. El martirio de Tomás Moro consistió nosólo en prisión y muerte, sino también en miedo: miedo a los sufrimientos, miedo a serdébil, miedo a acabar ofendiendo a Dios; en el miedo y en la soledad. El martirioconsistió también, y quizá en su forma más dolorosa, en que continuamente fue tentado,una y otra vez, de manera peligrosamente sutil, puesto que el tentador le apremiabaincluso por boca de las personas más queridas, por ejemplo de su hija Margaret, con elreproche de ser arrogante, inmodesto, soberbio. ¿Quién eres, Tomás, así era la preguntadirigida hacia él en versiones siempre distintas, para atreverte a querer comprender yjuzgar estas difíciles y complicadas cuestiones mejor que todos los hombres sabios y dealto rango del país? ¿Para que pienses tener una conciencia de mejor discernimiento quetodos los demás? ¿Con tu obstinada negativa no estás mostrando que tú mismo estáscegado o que lo están todos los demás? De esta manera fueron argumentando durante unaño y medio en contra suya. Casi no existe fantasía suficiente para imaginarse la presiónque así se ejerce sobre una conciencia sensible y delicada, que incesantemente seexaminaba. Quizá fue éste el mayor de los tormentos. Que comenzó ya antes de la

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detención y que tras ella se renovaría constantemente. Así ya el primer día: «Tambiénme enteré de que el señor vicario de Croydon y todos los demás sacerdotes de Londresque habían sido citados habían prestado el juramento». Pero Sir Thomas, el seglar, teníaobjeciones que según parece les faltaban a algunos sacerdotes; y no sólo a ellos, sinotambién a los obispos y a los abades y a los teólogos. Le rogaron que expusiese las talesobjeciones, si no quería que le considerasen como maliciosamente reticente. Éste era elsegundo y el más peligroso registro para romper la «fortaleza» de su conciencia: sicallaba sus razones, se exponía a imputaciones de todo tipo, también a la de tenermotivaciones malvadas o de ser demasiado cobarde para presentar una confesión abierta;mas si las mencionaba, su fin estaba sellado. Si declaraba: No puedo jurar, porque mi reyes un adúltero y su nuevo matrimonio un concubinato, y porque su «supremacía»supone un abofetear a Jesucristo, y porque le conozco y sé que ambos pecados estánunidos entre sí; si declaraba esto, no viviría ni un día más; y tampoco habría evitado lamuerte violenta en Tyburn. Sin embargo, éste no era el motivo profundo para su silencio:Tomás amaba a su rey con el fiel y agradecido apego de un servidor a su señor, de quienha recibido mucho bien. Es posible que el hombre moderno ya no tenga estas categoríasafectivas, pero en el caso de Moro hemos de aceptarlas. Por nada del mundo hubiesedicho Sir Thomas las frases arriba mencionadas. Casi ni se atrevía a pensarlas en sucorazón y las enterró, lleno de miedo y de compasión, en las oraciones que día y nocheelevaba a Dios, lo mismo que por su propia alma y por su familia y por sus amigos; asítambién por aquel Enrique Tudor, por Inglaterra y por la cristiandad.

No existía otro camino que el callar. Callar y no jurar, callar también sobre lasrazones para no jurar. Y aferrarse al derecho de hacer ambas cosas. Moro perseveró eneste camino hasta el momento en que fue condenado... por un falso testimonio. Y aunentonces tuvo consideración con el rey. Desde un principio resistió a la incesanteinsistencia de sus acusadores y jueces para que juzgara sobre quienes habían prestado eljuramento; nunca se dejó llevar por la pasión, nunca dijo algo despectivo sobre ellos.«Mylord de Canterbury me tomó la palabra, porque yo había dicho que no podía juzgara nadie por haber prestado el juramento –comunica a Margaret–. Consideraba que estoera una prueba de que no tenía enteramente claro por qué me negaba a prestarlo. “Yasabéis –dijo Su Eminencia– que estáis obligado a obedecer a Vuestro señor supremo, alrey. Vuestra conciencia no parece ser un buen guía en este tema; no le prestéis, por ello,atención; obedeced las órdenes del rey y jurad”. Y aunque mis dudas no parecíansuperadas con esta respuesta, la argumentación sí que resultaba muy sagaz eimpresionante, pues procedía de un tan noble príncipe de la Iglesia. Contesté: “Eso nopuedo permitírmelo. Pues según mi conciencia éste es uno de los casos en los que nodebo obediencia a mi príncipe. En él, no quiero atender a la opinión de otra gente; pues

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aunque no quiero juzgar de sus conciencias, en mi opinión la verdad no se encuentra desu lado. No me he decidido a adoptar esta postura tras superficial reflexión o de formarepentina, sino después de haber estudiado largo tiempo este asunto. Señor arzobispo, sise aceptara Vuestra argumentación, fácilmente se podría evitar cualquier disensión. Puesen cuanto surgiera entre los expertos alguna cuestión de difícil solución, el rey podríaeliminarla con un mandato completamente arbitrario”». Moro alude aquí explícitamente aun campo en el cual un súbdito y ciudadano debe obediencia no al soberano –términoperfectamente sustituible por el de «autoridad estatal»–, sino sólo a su conciencia; deeste modo subraya un principio de validez intemporal. Un principio tan de actualidad hoycomo entonces, porque hoy se ve tan despreciado como en aquellos tiempos.

Y en verdad, poco después de su muerte, sucedió lo que Moro tanto había temido: elrey decidía por vía promulgativa y proclamativa (autorizado a ello por el Parlamento) loque «el pueblo tenía que creer bajo pena de muerte»[4]. Ante aquella observación deTomás sobre la posible arbitrariedad en el futuro, a la hora de resolver disensiones,Cranmer se evadió. Volvió a poner en juego el argumento de la cantidad: «Dijo que yotenía que temer que mi opinión fuera falsa, puesto que me oponía a todo el ConsejoReal, al que se tendría que someter mi conciencia. “Yo sin duda temería muchooponerme a la opinión de todo un Parlamento. Pero indudablemente tengo el mismonúmero de seguidores –o acaso más– que Vos, seguidores que se negarían a prestar eljuramento por las mismas razones que yo. No me siento obligado a amoldar miconciencia a las órdenes del Consejo Real, dado que la opinión de toda la cristiandad leses opuesta”.

»Thomas Cromwell quiso aparentar que, afectuosamente, deseaba favorecerme, yprestó un juramento de mucho peso: “Preferiría ver cómo mi único hijo perdía su cabeza(Gregory es, qué duda cabe, un buen muchacho, que muy probablemente llegará agrandes honores) que Vuestra manera de negaros a prestar el juramento. Pues ahora elrey perderá toda confianza en Vos; quizá incluso crea que toda la historia de la monja deKent la habéis tramado Vosotros”. Sólo pude replicarle que mi fidelidad era probada yhartamente conocida de todos; mas que yo mismo no deseaba apartar ninguna desgraciade mí, si con ello pusiese en juego la salvación de mi alma.

»A continuación el Canciller le leyó en mi presencia al señor secretario el acta delinterrogatorio, pues Cromwell tenía órdenes de informar al rey. Su Señoría repitió que yome había declarado dispuesto a prestar juramento sobre la Ley de Sucesión. A ello hiceyo la salvedad de que deseaba una redacción del texto del juramento que no entrara encontradicción con mi conciencia. Mylord se dirigió a Cromwell diciendo: “Ah, señorsecretario, no os olvidéis de subrayar especialmente esta observación. Habéis oído quetambién este juramento quiere prestarlo solamente bajo ciertas condiciones”.

«“Os equivocáis, Mylord, sólo deseo conocer con anterioridad el texto, para no

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prestar juramento en falso y no actuar tampoco contra mi conciencia. No veo ningúnpeligro en garantizar la sucesión de los hijos del segundo matrimonio de Enrique; perosigo teniendo el parecer de que soy yo quien he de ocuparme de mi juramento. Por esoestoy pensando cómo hacerlo. Nunca pensé en aceptar la fórmula completa, dado queconsidero que sólo una parte de ella es correcta. Nunca impedí a otra persona que sesometiera plenamente a la ley del Parlamento y tampoco infundí dudas a nadie, ni lo haréen el futuro. Todo lo dejo al dictado de la conciencia de cada uno. Por eso tambiénencuentro justo que se me permita mantener mi postura personal”».

Se había llegado a un punto muerto. Moro fue puesto bajo custodia y entregado porcuatro días al abad de Westminster, William Benson, para que éste lo vigilara. El 17 deabril lo llevaron a la Tower. Por los «Letters and Papers» sabemos que sobre todoCranmer utilizó esa media semana para buscar un compromiso aceptable, que debíaconsistir en presentar a Moro y a Fisher una versión considerablemente modificada deljuramento. La propuesta del arzobispo apuntaba a pedir a ambos que juraran solamentesobre la Ley de Sucesión, que aseguraba a los hijos de Ana Bolena el advenimiento altrono, pero desistiendo de la reprobación explícita del primer matrimonio y del Primadopapal. La condición para esta solución consistía en que quienes prestaban este«juramento especial» se comprometían por un juramento adicional a mantener esta«particularidad» en secreto[5]. Un plan en que Cranmer indudablemente actuaba conbuenas intenciones, pero que era irreal. Pues el punto clave era precisamente el de queCranmer, fiel seguidor de Enrique, quería dispensar al ex-canciller y al obispo deRochester. Todo el valor del juramento residía, para el rey y para Cromwell,precisamente en el preámbulo. Lo que tenían que juramentar los dos destacadosexponentes de la oposición dentro de Inglaterra no era el derecho de sucesión al trono decualesquiera de los hijos de Enrique VIII, sino de sus hijos legales, es decir, de los deAna Bolena (hasta ese momento, sólo vivía la hija Isabel). Pero esto implicaba lareprobación del matrimonio con Catalina y –tal y como estaban las cosas– suponíatambién la negación de la supremacía papal. Desde el punto de vista de los reyes y delsecretario era mucho mejor detener a Moro y a Fisher por denegación del juramento quedarles libertad con «medio juramento» y juramento secreto, cuando este extrañocompromiso no podría mantenerse en secreto por mucho tiempo. Por eso se le prohibióal arzobispo que volviera a mencionar sus inoportunas y acaso peligrosas ideas. SuMajestad insistía en el texto íntegro del juramento.

Además del largo informe transcrito, Moro envió, con cierta seguridad el mismo día yquizá como primera señal de vida desde la Torre de Londres, una pequeña esquela aMargaret en la que decía: «Gracias a Dios estoy en buen estado físico y también de buen

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ánimo. Del mundo no necesito más de lo que ahora poseo. Pido a Dios, con la esperanzadel cielo, que os haga felices a todos. Que Él os infunda mis pensamientos sobre la vidaeterna, de los que ahora tanto querría tratar con vosotros; que Él os bendiga y protejacon la fuerza del Espíritu Santo mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Escrito concarbón de madera por vuestro padre, que os ama cariñosamente y no se olvida de nadieen sus pobres oraciones, ni de vuestros pequeños, ni de vuestras nodrizas, ni de vuestrosbuenos esposos, ni de las mujeres prudentes de vuestros buenos esposos, ni de laexcelente esposa de vuestro padre, ni de nuestros otros amigos. Y ahora adiós, decorazón, pues se termina el papel». Y la postdata reza: «Que Nuestro Señor memantenga siempre fiel, creyente y sincero. Le suplico de todo corazón que antes me dejemorir que permita que caiga en la actitud contraria a ésta. Nunca, Meg –ya te lo he dichofrecuentemente–, nunca he rezado por una vida larga. Y en verdad no tengo ese deseo,sino que estaría contento si Dios me llamara ya mañana mismo...»[6].

No se le cumplió este deseo a Tomás. Su prisión en la Torre de Londres durócuatrocientos cuarenta y cinco días.

Como Moro nunca se admiró a sí mismo, tampoco se dedicó a reflexionar sobre la«importancia histórica» que podía tener su «caso» y tampoco consideró si estabaluchando en favor de generaciones futuras, si estaba influyendo (y cómo y por qué) ensus contemporáneos y en quienes le eran cercanos, y en los extraños o incluso en losenemigos. Precisamente esa modestia de no querer ser «figura», de no considerarsedefensor ejemplar de una causa buena contra otra mala, precisamente eso es lo que lehacía tan atrayente ya entonces y luego a través de los siglos. Quizá sea en lapersecución singularmente grande la tentación de buscar consolación en una ciertaautocomplacencia; es una variante de la parábola del fariseo y el publicano; Señor, ¡tedoy gracias por no estar en el error como aquellos que me persiguen! Tomás siempresiguió siendo el publicano: Señor, ¡da luz a mi pobre y triste espíritu!

Las numerosas observaciones, de seca agudeza, que conocemos de él, nunca dan laimpresión de amaneramiento, ni siquiera en las situaciones más precarias. Son siempre lareacción exacta a una situación momentánea, delimitada de manera precisa. Camino de laTorre de Londres llevaba, como tenía por costumbre, una cadena de oro alrededor delcuello. Richard Cromwell, un sobrino de Sir Thomas Cromwell que tenía orden deacompañarlo, le aconsejó que se quitara la cadena y la enviara a casa. «No –dijo Moro–,eso no lo haré, pues si el enemigo me hiciese prisionero en el campo de batalla, desearíaque ganara algo mío»[7]. El gobernador de la Torre de Londres, sir EdmundWalsingham, un antiguo conocido de Moro, se disculpó porque no podía proporcionarlecondiciones de vida más agradables sin despertar la cólera del rey. «Tened la seguridad,señor gobernador –replicó Moro–, de que no me disgusta el trato. Pero si alguna vez me

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mostrara descontento, podéis echarme de Vuestra casa»[8]. A su lady Alice, que leapremiaba especialmente para que prestara el juramento, le preguntó en una ocasión enque fue a visitarle: «“Bueno, Alice, y ¿cuánto tiempo crees que aún podría disfrutar de lavida?”. “Por lo menos veinte años, si Dios quiere” –contestó ella–. “Querida mujer, novales para negocios. ¿Quieres de verdad que cambie la eternidad por veinte años?”»[9].

Todos estos ejemplos, cuyo número es grande y que aun en ropajes de anécdotaconservan el sello de la verdad, tienen en común el hacer atractivo y ayudar a difundir elespíritu de pobreza, de mortificación y de desprendimiento de lo terreno, gracias a suforma humorística. Y es éste otro aspecto, quizá el más importante, del tiempo enprisión: se hizo fructuosa para el encarcelado, y también para todos los que tuvieroncontacto con él, completando lo que le faltaba a Tomás para hacerse uno con el Señor,su único objetivo y el contenido de su vida. Desde joven había intentado seguir a Cristoy darle cobijo en su corazón. Todos aquellos que se habían encontrado con él (daba igualde qué modo) habían participado de ello: a través de su cariño y su amistad, suscuidados, su educación y su instrucción, su administración de justicia, su piedad, susescritos, cartas, conversaciones, es decir, a través de la unidad vivida de una existenciaverdaderamente cristiana. El que al final su camino desembocara en el Viacrucis deJesucristo y el que el Señor le invitara –como un amigo invita a otro– a acompañarle enese camino, eso Tomás, el llamado, lo entendió como una gracia grandiosa, que leconmovía profundamente. Y del mismo modo que ninguno de los que habían estadoimplicados o habían asistido a la Pasión de Cristo, en la que Moro se había sumergidouna y otra vez, había quedado indiferente, inalterado, así también el martirio del ex-canciller dejó huellas en todos los que de alguna forma habían tenido que ver con él, ohabían sido testigos.

Indudablemente fue la hija mayor, Margaret, la más afectada. Nunca en los tiemposde libertad había sido tan intensa, por no decir tan impresionante, la cercanía interiorentre padre e hija como en los últimos meses de la vida de Moro. Parece como si Tomáshubiese dejado atrás todas las vacilaciones a la hora de preferir y distinguir de manerapalpable a esta su hija predilecta. Nadie que tenga que ver con este preso se irá con lasmanos vacías. No falta ni la oración por el rey y por los jueces ni la palabra de consuelo,acompañada de una sonrisa, para lady Alice, ni la broma, que anima, para el verdugo; nila desarmante defensa ante la Comisión de investigación ni el prudente consejo para suscompañeros de infortunio. Pero es sólo a Margaret Roper a quien se confía porcompleto... casi por completo; porque tampoco a ella le desvela las verdaderas razonespara negarse a prestar el juramento. Y por muy maravillosa que se nos presente larelación entre padre e hija en las cartas desde la Torre, precisamente durante aqueltiempo de prisión se vio marcada por el signo de una lucha desgarradora. Y esa lucha es

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concretamente la que con frecuencia llevó el sufrimiento interior hasta límitesinsoportables. A pesar de que –después de la muerte de Tomás Moro– los intentos deMargaret por persuadirle, sus repetidos esfuerzos por hacer que cambiara de idea yprestara el juramento, se han interpretado como «astucia» para engañar a Cromwell yconseguir permisos de visita, todo parece indicar que Margaret iba muy en serio con suconsejo de que prestara el juramento. Pero como amaba a su padre sobre todas la cosas,aceptó finalmente y quizá incluso compartió interiormente su actitud. Pero podemossuponer que en el fondo nunca llegó a comprenderla y a asumirla por entero. Y estoagudizó el dolor de Moro.

Margaret y Tomás sabían que Comwell leía su correspondencia. Por eso no podíanescribir todo lo que hubiesen deseado escribir. Pero esto no quiere decir que lo quequedaba sobre el papel no fuese sincero. Por supuesto que Margaret no habría obtenidopermiso de visitar a su padre si hubiese anunciado que iba a confirmarle en su negativa aprestar el juramento. Pero esto no nos autoriza a concluir que el intento contrario, elintento de disuasión, haya sido una mera estratagema. La manera en que respondeTomás excluye casi por completo tal hipótesis. «Mi cariñosamente querida hija, si poruna gran gracia de Dios yo no hubiese llegado hace ya tiempo a una actitudimperturbable, tu desconsoladora carta me habría robado toda serenidad, mucho más quelas muchas cosas que me han reprochado tantas veces. Éstas nunca me llegaron tanto alalma, nunca me dolieron tanto como tu carta, mi querida hija; en ella intentaspersuadirme con tanta vehemencia de hacer algo que no puedo hacer por consideración ala salvación de mi alma. Ya te lo he explicado en otras ocasiones con suficiente detalle.Estoy seguro de que te acuerdas cómo repetidas veces te aclaré que no podía decir anadie las razones de mi proceder. Y si quisiera responder a los diversos puntos de tucarta, tendría que desvelártelas. Sólo puedo desear y a la vez suplicarte que nunca másexijas eso de mí, sino que te contentes con mis antiguas respuestas»[10]. Moro habla desu creciente confianza interior, de la mitigación de su temor a la muerte, pero también desu gran preocupación por el futuro terrenal de su familia y de sus amigos inocentes, sobrelos cuales «atraerá desgracia y peligro»: «Ya no está en mis manos el poder hacer algopor vosotros; sólo puedo encomendaros a Dios... Quiero pedir a mi Dios que me dejeentrar en la felicidad eterna del cielo al tiempo que Él considere oportuno. Y que mientrastanto os conceda la gracia de, en todos los horrores y peligros, rezar humildemente, enconmemoración de su amargo temor en el Huerto de los Olivos»[11].

Margaret, contestando a esta carta, le cuenta cómo toda la familia se esfuerza porvivir siguiendo los consejos de su cabeza en prisión, siguiendo su espíritu y su piedad. Sumayor deseo sería servir a su padre, en lugar del criado John Wood, que había obtenidopermiso para acompañarle a la Tower. Como es natural, no pierde la esperanza de supronta liberación: «Pido a Dios con gran fervor que nos conceda esta alegría; pero ante

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todo quiero someterme completamente a su voluntad»[12]. El 20 de mayo de 1534Margaret puede visitar por primera vez a su padre en la cárcel; en los meses posterioreslo hará con cierta frecuencia. Es la única persona gracias a la cual éste conservarelaciones con el mundo exterior.

Una cosa es la humildad del corazón y otra su realización, la humillación en concreto.Y por muy sincera que sea aquélla, ésta sigue siendo dificilísima. Con la mismanaturalidad con la que Tomás ha llevado la dorada cadena de su cargo y el manto de piely ha comido con los reyes y les ha aconsejado, con esa misma naturalidad pide ahoraayuda a los amigos en libertad. Una ayuda que, indudablemente, significa también apoyoen su necesidad material: «Como ahora estoy bajo vigilancia estricta, no puedo decirosqué necesitaré en el futuro. Ni siquiera sé cuáles son las dificultades que aún me esperan.Por eso os encarezco a todos mucho que concedáis a mi queridísima hija Margaret todoslos favores que os pida por mi causa. Es la única de todos mis amigos y familiares que haobtenido permiso para visitarme en la prisión. Prestadle toda vuestra atención como sifuera yo mismo el solicitante, como si yo en persona acudiese a vosotros. Os suplico atodos que no me olvidéis en vuestras oraciones, yo me acuerdo a diario de vosotros.Vuestro fiel amigo y pobre mendigo Tomás Moro, caballero, prisionero»[13].

Con razón Louis L. Martz llamó a la carta a lady Alice Alington de agosto de 1534«una maravilla» y «la de más arte de todas», contándola entre lo más revelador yemocionante que Moro escribió en la Torre de Londres. Ahora bien, si decimos «Moro»,tenemos que añadirle una explicación[14]. Con ocasión de una cacería en la finca de suesposo sir Giles Alington, lady Alice, la hijastra de Moro, aprovechó la oportunidad parapedir al huésped más prominente, el Lord-Canciller Audeley, por su padrastro. Audeley,al contestarle, hizo alusión a una antigua petición suya al rey, gracias a la cual se habíatachado a Moro de la lista de los acusados de alta traición por haber tenido contactos conla monja de Kent. Pero añadía que ahora no podía entender ni aprobar la obstinación deSir Thomas, que le traía a la memoria dos fábulas que no quería ocultar ante ladyAlington. La primera trataba de hombres sabios que se refugiaron de la lluvia en unacueva, porque habían oído que la humedad hacía a todos necios. Al salir de allí, despuésde la lluvia, empezaron a querer gobernar sobre los necios, «pero tuvieron que reconocerque era imposible, por lo cual llegaron a desear haberse vuelto también ellos necios»[15].La segunda fábula narraba cómo un león, un lobo y un asno fueron a confesarse. El leónrecibió sin más la absolución, porque en su naturaleza estaba el asaltar presas. Al lobo sele puso como condición que no gastara más de seis reales por comida, con lo cual secontentó, pues acomodó su conciencia de tal manera que ni siquiera un ternero le parecíavaler más de seis reales. Pero el asno, que, cercano a morir de hambre, había sacado unapaja del zapato de su señor, de manera que éste se resfrió, no recibió la absolución, sino

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que se le remitió al obispo[16]. Con estos relatos que, bien mirados, también encerrabansus riesgos, ya que su blanco no era solamente el «inconformismo» y la«escrupulosidad» de Moro, sino también la necedad y la brutalidad, lord Audeley intentózafarse de aquella conversación, tan embarazosa para él. En una carta a su hermanastra,Lady Alington comenta con tristeza y preocupación el fracaso de su petición. Con esacarta fue Margaret a visitar a su padre en la Torre de Londres.

Hemos de imaginarnos que los dos hablarían de la carta y que con ese motivovolverían a tratar toda la profundidad e inevitabilidad del fatal enredo en que seencontraba Tomás. Pero, ¿cómo se transformó esta conversación en la obra de arte, quese nos ha transmitido en forma de carta, de Margaret Roper a su hermana Alington? Noes una carta corriente, sino un maravilloso diálogo, una piedra preciosa entre las obras deMoro, que con buena razón insertó Rastell en su edición de las obras moreanas. Ya en1557 se desconocía quién había redactado el texto: ¿realmente Margaret, sólo Tomás, opadre e hija en conjunto? Supongo, adhiriéndome a Martz, que Moro fue el verdaderoautor[17], aunque Margaret indudablemente colaboró, ya sea tomando apuntes durante laconversación en el gabinete de la Torre de Londres, ya completando un escrito de supadre, o bien porque ambos escribieron juntos los pasajes más importantes. En cualquiercaso son el espíritu, el arte y el estilo de Tomás Moro los que otorgan al diálogo su rangoexcepcional.

En lo referente al asunto en sí, casi no se expresan argumentos nuevos. En el fondo,no se trata de «prestar un juramento» o «no prestarlo» ni de encontrar razones para louno o lo otro, sino del derecho a decidirse, según la conciencia personal, por una u otraopción. Este derecho Moro lo defiende contra todo tipo de objeciones, entre otras lasiempre repetida de que resultaba incomprensible, quizá incluso soberbio, decidir demanera distinta a la mayoría. O también contra el reproche de que la «desobediencia alrey» también iba contra los mandamientos de Dios, y que ese pecado les hacíaimposible, también a los amigos de buena voluntad, el ayudar a Moro. Tomás no entra alargumento de que tales razones aplazan el problema, puesto que no se refieren a lalibertad de decidir, sino al contenido de las decisiones. Entristecido por el hecho de que,según parece, no conseguía que le entendiera ni siquiera la persona más querida, dice:«Margaret, hija mía, hemos discutido estos asuntos más de una y dos veces; esa mismahistoria y esos mismos temores ya me los has contado. Y cada vez te he explicado queningún hombre habría prestado con más alegría que yo el juramento, si hubiese visto laposibilidad de cumplir la voluntad del rey sin ofender al mismo tiempo a Dios..., mastengo que atenerme a mi conciencia, según la cual no tengo ninguna otra posibilidad deactuar. No me he formado mi opinión tras ocuparme ligeramente del asunto; sino que heestudiado la cuestión durante muchos años, bajo los aspectos más diversos yconsiderando todas las posibilidades. Y nunca leí u oí algo –y con gran probabilidad

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tampoco en el futuro encontraré nada– que pudiese cambiar mi convicción. Noencuentro salida. Dios me pone ante la alternativa: o le disgusto fatalmente o tengo quetomar sobre mí toda la desdicha humana que Él quiera hacerme llegar como penitenciapor todos mis restantes pecados».

En la carta ocupa un gran espacio la interpretación de las fábulas narradas porAudeley. Típico es sobre todo el comentario de Moro sobre el pobre y necio asno: conél, «Su Señoría sólo puede haberse referido a mí; ya sus otras afirmaciones sobre misescrúpulos hacen alusión a mi persona. Con esta comparación quiere decir que sólo pornecedad y ceguera mi temerosa conciencia considera un peligro para mi alma el prestar eljuramento; pues él lo considera, al fin y al cabo, una mera bagatela. Sí, te creo, muchasotras personas de estado profano y también religioso piensan de la misma manera. Quizátambién aquellos que estimo en mucho por su alta erudición podrían ser de la mismaopinión. Mas no estoy convencido de que con tales palabras expresen sus verdaderospensamientos. Y aunque eso pensasen con toda sinceridad, no me impresionaría. Y nocambiaría mi postura ni siquiera si al señor obispo de Rochester pudieran hacerle cambiarde opinión...». Con ello se estaba refiriendo a la imputación de que en realidad él sóloseguía el ejemplo de John Fisher. «Puedes, hija mía, estar segura de que con la gracia deDios nunca cargaría sobre otra persona la responsabilidad por mi alma, aunque fuese elmejor entre los mortales; pues no sabría qué haría esa persona con ella. Y yo tampocoquiero responder de los hechos de otra persona viva». Un pasaje, indudablemente, demáxima importancia: A toda persona le puede suceder que alguna vez caiga en unasituación conflictiva en la cual se vea completamente solo delante de Dios, y nadie puedaayudarle, nadie pueda actuar en su lugar. El hecho de que llegue a verse en tal situación,es decir, de que esté en condiciones de reconocer dentro de sí una colisión entre valoresy alternativas morales de actuación, ya es un signo de la existencia de una brújulainterior. El que esta brújula –que llamamos conciencia– no indique de forma clara einequívoca, y menos aún vinculante para todos, esa situación conflictiva y tampococómo se soluciona, eso forma parte de nuestras insuperables debilidades, consecuentes alpecado original.

Compuso Tomás un catálogo, muestra de su gran conocimiento de la persona, sobrelas posibilidades de sacar la cabeza del lazo, es decir, sobre los modos para evitar que laconciencia sea causa de sufrimiento terreno: «Algunos modelan su conciencia según susdeseos y opinan luego que Dios tendrá consideración con ellos, puesto que han obradopor miedo. Otros confían en que podrán arrepentirse y confesarse, por lo cual,naturalmente, se les concedería perdón de los pecados. Finalmente hay unos pocos quecreen poder decir sin peligro alguno una cosa y pensar lo contrario, porque Dios, al fin y

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al cabo, se fija más en sus corazones que en su lengua. Tienen la firme convicción deque el juramento sólo tiene validez en cuanto concierne a sus pensamientos. Así, por lomenos, se lo explicaba a sí misma una señora que no desconozco». Moro alude con elloa su valerosa mujer Alice, que había intentado persuadirle para que prestara el juramentoremitiéndose a la «reservatio mentalis».

Cuando padre e hija mantuvieron esta conversación, en agosto de 1534, aún no sehabía aprobado la Ley de Supremacía, y el Parlamento tampoco había prescritoobligatoriamente el juramento sobre la Ley de Sucesión, junto a aquel preámbuloinaceptable para Tomás y Fisher. Los dos estaban, pues, presos ilegalmente, por el afánde adulación de Cromwell y de los otros consejeros, que deseaban, por así decir, poner alos pies del rey el juramento de sus principales adversarios. Pero, por supuesto, estabanpresos con el conocimiento y la aprobación de Enrique, quien –sobre todo bajo lainfluencia de su secretario y del clan de los Bolena– ya no se preocupaba de legalidadesni formalidades jurídicas. El Parlamento no «legalizó» el procedimiento contra el obispode Rochester y el ex-canciller hasta noviembre, con nuevas disposiciones legales,retroactivas. A esta circunstancia de que «todo tenía aún un final abierto», que nadaestaba decidido «definitivamente» y que la salvación aún era posible, se refiere laobservación de Margaret al final de la conversación comunicando que «el señorsecretario, como buen amigo, enviaba recado de que el Parlamento aún estabacelebrando sesión». Ésta era la amenaza velada de Cromwell: En cualquier momentopodemos hacer una ley que te destroce para siempre. El gran miedo de Margaret por suquerido padre era, pues, justificado y comprensible. A pesar de todo, su pregunta: «¿Porqué deniegas el juramento, padre?», después de haber intentado aclararle todo, tenía quehacer estremecer a Tomás. ¿Había sido en vano todo lo hablado, todo lo explicado? Esfácil imaginarse que de pronto le sobrevendría un inmenso y triste cansancio. Pero aMargaret no le hizo notar nada: «Es posible que te suene sorprendente si te digo: unhombre puede perder la cabeza sin sufrir daño para su alma. Y aunque espero que Diosno permita que un príncipe bueno y sabio retribuya los servicios de tantos años de unsúbdito fiel con tal desagradecimiento, no quiero olvidar que tales casos no son ni muchomenos imposibles en este mundo. También he considerado el consejo del Evangeliosegún el cual, antes de edificar un castillo para proteger el alma, se han de calcular loscostes. En más de una noche insomne, mientras dormía mi mujer y creía que yo hacía lomismo, reflexioné sobre todos los peligros que se me podían presentar. Pensé en todaslas posibilidades. Ni la mayor desgracia me encontrará desprevenido. En muchasocasiones, ante tales pensamientos, me ha pesado el corazón; pero ni la angustia másvertiginosa pudo hacerme cambiar de opinión». Una vez más, la cariñosa y prudente hijano llega a entender. Con tonos casi de maestra al colegial, le dice que no es lo mismoimaginarse sólo una posibilidad o enfrentarse con una certidumbre. Que si se llegase a la

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situación extrema, probablemente sí fuese a cambiar de opinión, pero que entonces,probablemente, sería demasiado tarde. «¿Demasiado tarde, hija mía? Ruego a Dios que,si quisiera cambiar de opinión, no exista ya ninguna posibilidad práctica de salvación.Pues cualquier otra postura sólo podría poner en peligro la salvación de mi alma, sobretodo si procede del mero miedo. Quiera por eso Dios concederme la fuerza depermanecer fiel a mis consideraciones actuales...».

No está el origen de estas palabras en una fuerza que manara de dentro, sino en elsimple deseo de permanecer fiel. Pues aunque la acusación, el juicio, el castigo seaninjustos desde un punto de vista jurídico, moral y humano, están al servicio de unajusticia mayor, llena de amor, la justicia de Dios, que sabe y lleva a cabo lo que necesitacada alma para su salvación: «Y si por una acusación injusta –dice Tomás– llegara aperder la vida, quiero soportar esa humillación como penitencia por mis restantespecados. Con la gracia del Altísimo quiero llevar todo pacientemente, quizá incluso conalegría; entonces (unido a los méritos de su amarga Pasión, que aportan mucho más a misalvación que todos mis propios méritos), mi tormento en el Purgatorio se reducirá yademás aumentará mi premio en el Cielo». Ni un solo momento está seguro de suconstancia. Sabe que si no se tambalea, es sólo porque Cristo le sostiene. Mas si lasfuerzas le abandonasen, Cristo volvería a levantarle como en aquel tiempo a San Pedro:«Si de pronto sí estuviera dispuesto a ceder, si mi cobardía me hiciese emprender elcamino falso, pensaré en cómo Pedro invocó a Cristo en medio de la ráfaga de vientopidiéndole que le ayudara. Estoy seguro de que extenderá hacia mí su santa mano y mesalvará de ahogarme en la tempestuosa mar. Y si el Señor permitiera que siguierahaciendo el papel de San Pedro, de manera que me olvidara por completo, jurara yprestara perjurio..., aun así seguiría esperando que, como a San Pedro, me mirara llenode suave compasión. Volvería a darme fuerzas y nueva valentía, para poder mantener lasconvicciones de mi conciencia y experimentar ya aquí en la tierra el daño y la vergüenzamerecidas por mis pecados. Te aseguro, Margaret, que no me hundiré si no es por culpapropia. Quiero encomendar a Dios todo mi destino con la mayor de las confianzas. Y sime condenara por mis pecados, eso sería sólo una prueba de su justicia. Pero en verdad,Meg, creo que en su cariñosa compasión se dignará salvar mi alma, para queeternamente pueda exaltar su misericordia. Por eso no debes entristecerte por todoaquello que aún podría sucederme en este mundo. Nada sucede contra la voluntad deDios. El destino que me tiene preparado sólo puede ser el mejor, aunque según criterioshumanos parezca de lo más duro».

Es como si Tomás una y otra vez tomara aliento y comenzara siempre de nuevo aexpresar, con el débil instrumento de nuestro lenguaje, su amor a Dios, su confianza en

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Él y sus ansias de Él. Esto irradia también a quien le pide consejo, como el doctorNicholas Wilson, antiguo capellán de la corte y confesor de Enrique VIII, detenido en laTorre de Londres por las mismas razones que Moro. Ahora se le plantea también a él,que hasta ese momento ha representado en todas las discusiones siempre la líneaestrictamente fiel a la Iglesia, el problema de la prestación del juramento, de la colisiónentre conciencia y poder del Estado. Es en cierto modo asombroso que Wilson pidaconsejo precisamente a Moro, prisionero como él, a quien con ello quizá ponga en gravepeligro. Igual de notable es el hecho de que Moro le conteste. ¿No había subrayadorepetidas veces que no quería inmiscuirse en las decisiones de conciencia de los demás,que no quería tomar postura? ¿Es que quizá debamos agregar: sin ser preguntado? ¿Perosí lo haría en caso de ser solicitado expresamente? Parece que Wilson se había mostradodispuesto a prestar el juramento, pero interiormente se encontraba intranquilo y pidió aMoro unas palabras de auxilio[18]. Fueron cortas y concisas: «Nunca desaconsejé anadie jurar sobre las nuevas leyes. Nunca cargué tampoco sobre la conciencia de losdemás escrúpulos en lo referente a este asunto. No quiero discutir de mi convicción conotras personas. Que cada cual lo aclare con su propia conciencia; yo, con la ayuda deDios, quiero cumplir lo que Él me hace reconocer como justo. Me expondría al peligrode condenación eterna, si jurara en contra de mi convicción. No puedo decir lo quepasará conmigo hasta mañana; ni siquiera sé si me será concedida la gracia de laconstancia hasta el fin de mi vida; esto depende de la bondad de Dios y no de mímismo»[19]. Aunque éste era el único «consejo» que Moro podía dar, es decir, obedecera la voz de la conciencia, tal y como lo hacía él mismo, parece que Wilson no locomprendió. El pobre doctor pidió más explicaciones, y la compasión con él hizo queTomás le volviera a contestar. Después de haber repetido todo lo que ya sabemos deotras cartas –ante todo su firme propósito de callar sobre las razones de su decisión y deaferrarse firmemente al derecho de hacerlo–, prosigue: «Cuando Os encontré enLondres, antes de que se nos presentara la fórmula del juramento, Os dije que yo noquería ocuparme más de todo el asunto, sino obedecer sólo a mi conciencia. Pues tengoque responder de ello ante Dios..., ésta es mi convicción también en el día de hoy, y meatrevo a deciros sinceramente que también a Vos se Os ofrece esta posibilidad». Tomásno podía ir más allá, no podía exhortarle más encarecidamente: Tened valor, Vos tambiénpodéis seguir, con la ayuda de Dios, la voz interior, con sinceridad e íntegramente. PuesOs habla muy claramente, si tenéis la valentía y la sinceridad de escucharla. No necesitáisde mis razones, sino de la propia entrega humilde y confiada a Dios. Y es precisamentepara este punto esencial, que tiene que estar detrás de todas las decisiones y actitudesprácticas, para el cual Moro encuentra palabras emocionantes: «Me parece como si trasde mí tuviese una muy larga vida; tampoco siento el deseo ni tengo la necesidad depermanecer aún mucho tiempo aquí abajo. Desde que estoy en la Torre he estado ya una

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o dos veces muy cerca de la muerte. Mi corazón latía cada vez más libremente en laesperanza de ser redimido pronto... Ruego a Dios que conserve en mí el deseo de unapronta muerte y de eterna unión con Él. Estoy firmemente convencido de que dará subienvenida a los que tienen ansia de Él. También pienso a menudo que todo el que llega aobtener la felicidad eterna ve en ello el cumplimiento de un deseo y que, sin haberfomentado ese deseo, no hubiese entrado en el Cielo. Ruego al Señor se digneconcederos, según su voluntad, calma y paz para Vuestro corazón, tal y como esprovechoso para el bien de Vuestra alma... En lo que se refiere a mi persona, pido a Diosque me conceda la gracia de someterme pacientemente a su deseos, para que sumisericordia me haga llegar al lugar seguro de las alegrías celestiales, tras las tormentasdificultosas de una vida accidentada. Que Él se digne llevar, según su voluntad, también amis enemigos (si es que tengo alguno) hacia allá, donde nos podamos volver a encontraren el amor. Por eso quiero ya ahora dar gracias a Dios de corazón. No Os enfadéisconmigo si no os incluyo en esa oración. Espero me creáis que para mis amigos no pidopeor cosa que para mis enemigos, y que para éstos no pido nada más desagradable quepara mí mismo, siempre con la ayuda de Dios. Buen maestro Wilson, Os pido pornuestro Señor que recéis por mí, pues yo también lo hago por Vos, a veces también a unahora en la que me daría pena si no durmierais»[20].

Miedo, probablemente lo más horrible en cualquier pasión. Nadie puede opinar sobreél si no lo ha experimentado; nadie condenar a aquel que no está a la altura de lasituación y se derrumba bajo él. Sólo podemos sospechar cómo aprieta el corazón deMoro, como si estuviera puesto en un banco de carpintero; lo entrevemos, por ejemplo,en algunos pasajes de sus cartas; así en su confesión a Margaret: «Ya antes de venir aquíreflexioné sobre todos los peligros posibles que amenazaban mi vida en caso de negarmea prestar el juramento. En esas consideraciones tuve que comprobar que mi cuerpo seaterroriza ante el dolor y la muerte mucho más de lo que debería hacerlo un cristianocreyente...»[21]. Y en la carta siguiente: «Por naturaleza soy muy quejumbroso, casi measusto de un papirotazo. Pero en todo el espantoso miedo de muerte que, como sabes,he pasado frecuentemente, con corazón desesperanzado y afligido, antes de mi ingresoen la Torre, cuando me hacía consciente de todos los peligros y modos dolorosos demorir bajo los cuales quizá tendría que dejar mi vida, y estando muchos ratos despierto ymeditando, mientras mi mujer creía que dormía, a pesar de todo nunca me familiaricé,en ningún momento (ni siquiera ante el temor extremo por esos dolores físicos), con laidea de asentir a algo que fuese en contra de mi conciencia y que atraería sobre mí elmás profundo desagrado de Dios...»[22]. El miedo: nunca tiene en Tomás la últimapalabra, pero tampoco queda definitivamente vencido en ningún momento. Una y otravez tiene que conseguir vencerlo; es un sublevado peligroso y tenaz, aliado de la aversión

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psíquica al dolor y de la voluntad física de vivir. La razón y la fe han de tomar el corazónmiedoso entre las manos y a veces animarlo, otras apremiarlo más aún que el miedo:«Debe de ser doloroso padecer la muerte con buena salud. Pero tampoco tras largaenfermedad muere nadie gustosamente. Dios sabe cuán pronto vendrá el tiempo en elque he de esperar, enfermo de muerte, mi fin. Quizá en ese momento desearé que Diosme hubiese dejado morir antes como víctima de leyes injustas. Sería realmente necio queeste modo de morir, que quizá más tarde desee, ahora me preocupara. Pues tambiénpuede suceder que una persona tenga que fallecer violenta y dolorosamente por otraclase de desgracia, y sin motivo de agradecimiento a Dios, o con más peligro para sualma. Por ejemplo en una guerra o como víctima de un asalto»[23]. Los pensamientosen la muerte, dice Moro a su hija, que durante tanto tiempo le habían oprimido, ya no leintimidan, pero enseguida se asusta de su presunción y agrega en la frase siguiente: «SanPedro, mucho menos temeroso que yo, fue atacado de tal miedo que traicionó y negó anuestro Redentor por la palabra de una sencilla joven. No quiero ser tan loco degarantizar ya ahora mi constancia. Pero rezaré y pediré a mi buena hija que receconmigo, para que Dios se digne conservarme en la convicción que Él me ha dado»[24].

Tomás oyó en su alma la insistente y cariñosa llamada, el «Ven», y sabía quién lellamaba; no podía hacer otra cosa que seguirle. «Te aseguro, Margaret, que pongo todomi destino en sus manos; ya no rezo por mi liberación, y tampoco quiero ya evitar lamuerte. Dios se digne guiar todo según su agrado; pues Él es quien mejor sabe lo quepreciso. Desde que estoy aquí no anhelo volver a pisar mi casa, ni por razones decomodidad ni por la alegría que eso supone»[25].

Frecuentemente se olvida de todo a su alrededor: del Consejo Real y del Parlamento,de la sucesión, la supremacía y el juramento. Con su Margaret ya sólo desea hablar deDios. Pues aunque la agravación de la prisión ahora ya no le permita a ésta visitar a supadre, sigue a su lado en la oración. También ella empieza a superar el miedo, y suincomprensión va disminuyendo poco a poco. Había escrito a su padre que pedía a Diosque se dignara «fundar nuestro amor fuertemente en el suyo, sin mirar mucho hacia elmundo», hacerles capaces de huir del pecado y de ejercitarse en la virtud. «Entoncespodremos decir con San Pablo: “Porque mi vivir es Cristo, y el morir una ganancia” ytambién: “Tengo deseo de verme libre de las ataduras de este cuerpo, y estar conCristo”(Fil 1, 21-23)»[26]. Y Tomás replica: «Mi querida hija, que el Señor se digneconcederme la gracia de decir esa santa oración, que Él te infundió, a diario, y a ti, que laescribes, te dé la fuerza de rezarla diariamente de rodillas... Reza esa oración siempre pornosotros dos; yo en el futuro haré lo mismo. Al mismo tiempo pediré la gracia de quenosotros, que nos enriquecimos aquí abajo con nuestra amistad (pues así une el amornatural al padre con la hija), nos podamos alegrar juntos eternamente en la gloria del

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cielo, y que también participen con nosotros todos los demás miembros de nuestrafamilia, todos nuestros amigos y familiares...»[27].

Tal y como antes se fijó en San Pedro, así ahora en San Pablo. Que también éste, asírecuerda a Margaret, flaqueó en la tentación. Por tres veces clamó al Señor para que elmensajero de Satanás le dejara en paz. «Dios permitió que de pronto fuese infundido dedolores y temores. Sólo después le concedió, en su temor a caer en la tentación, unapequeña consolación, diciéndole: “¡Te basta mi gracia!” (2 Cor 12, 7-10)... y con eso ledio la seguridad... de que, a pesar de toda debilidad y todo cansancio, podía mantenerseíntegro y perseverante»[28]. Tomás alude a aquellas palabras de San Pablo: «Todo lopuedo en Aquel que me conforta» (Fil 4, 13), y de ahí saca la firme esperanza: «Meg,con seguridad tu corazón no es más temeroso que el mío. Pero yo confío en lamisericordia de Dios –Él me protegerá–, pues estoy completamente en sus manos. Nopermitirá que reniegue miserablemente de Él. De la misma manera te mantendrá de sumano, mi querida hija»[29].

Al final vuelve a tocar el fondo de todo el problema de conciencia: el no intervenir enlos asuntos de conciencia de los demás, tal y como lo hace Moro, aún lo puede soportar,aunque, como se lee entre líneas, es una concesión[30]. «Pero más allá no debe ir unhombre preocupado por la salvación de su alma. Si ve un peligro, está obligado a formarsu conciencia, buscando buen consejo e informándose exactamente sobre los aspectosdificultosos de la cuestión. Tiene que estar convencido de que su conciencia le guía por elcamino que va a la felicidad eterna; si duda de ello, tiene que volver a informarse. Sientonces sigue afirmando que puede adherirse a una u otra opinión sin peligro para lasalvación de su alma, de su convicción seguro que no le surgirán daños. Quiero dargracias a Dios por la claridad y confianza que me dio en mi conciencia. Pero tambiénrezo por todos los que no son de mi opinión, para que sean acogidos en el cielo»[31].

3.

En el prólogo a la edición alemana del Dialogue of Comfort against Tribulation, laeditora hace referencia a la afinidad de esta obra con el diálogo de Boecio Deconsolatione Philosophiae. Efectivamente, hay paralelismos externos evidentes: Boecioy Moro eran representantes de la cultura de su tiempo; se encontraban ambos en elumbral de una nueva época: Boecio en la frontera entre la Antigüedad y la Edad Media;Moro, en la transición de la Edad Media a la Moderna; ambos habían sido losfuncionarios más altos del reino, y ambos fueron puestos en prisión por la arbitrariedaddel soberano: Boecio por la del rey ostrogodo Teodorico. A los dos les esperaba la penade muerte por alta traición. Ambos fueron víctimas de un asesinato con intervención del

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poder judicial[1]. Aquí terminan las semejanzas. También Boecio era cristiano, pero suconsolación consistía en la elegante sabiduría de la escuela estoica: al sabio lecorresponde aceptar sin quejas y con dignidad lo inevitable. El diálogo de este romano definales del Imperio se desarrolla entre el preso y la noble señora «Filosofía», y sirve antetodo para consolación y confortamiento del autor. Para el lector de tiempos posteriores,el valor de esta conversación –que en realidad es un monólogo–, con toda su bellezapoética, está en la identificación con la actitud de noble autosuficiencia frente alsufrimiento y la muerte. Por eso la obra de Boecio ha encontrado mucha mayor difusión,ha tenido un efecto incomparablemente más intenso y ha sido traducida innumerablesveces a todos los idiomas civilizados, al inglés ya por el rey Alfredo (849-899), más tardetambién por Chaucer. En cambio, el Dialogue de Moro es poco conocido, incluso hastaen nuestros días. El escrito de Boecio, en cierto modo carente de compromiso, tambiénlo puede leer con provecho un no cristiano culto. Pues aunque también la obra de Moroposee rasgos de «autoconsolación» y de darse ánimos a sí mismo y no le falta el «bonsens» común, humano, lo mismo que a la de Boecio, en humor y conocimiento delhombre el inglés supera la obra del filósofo de la Antigüedad tardía. Tomás no habla de«la vida» y «la muerte», «la sabiduría» y «el hombre»; no compone, de manera elegantey elevada, conceptos generales hasta formar un «breviario para tiempos de crisis»–«¿cómo comportarse en el sufrimiento?»– sino que mira incesantemente a Aquel aquien escupieron, abofetearon, burlaron y flagelaron; a Aquel por cuyo rostro corrensudor y sangre; a Aquel a quien las espinas del miedo por el hombre, del conocimiento yla compasión por él se le adentran tan profundamente en el corazón como las espinas dela corona de escarnio en la cabeza. Y, a su vez, Él le mira incesantemente: Él, quecamina por el camino del sufrimiento; Él, que pende de la Cruz; pero también Él, que haresucitado.

Así, esta «Conversación de la consolación en el sufrimiento, compuesta en el año delSeñor de 1534 por Sir Thomas More, caballero, cuando estuvo preso en la Torre deLondres» supone mucho más de lo que en un principio deja entrever el título. Es lamodesta y conmovedora invitación a hacerse sencillo, a prepararse con confianza filialpara la felicidad que resulta de abrirse al sufrimiento, cortejo amoroso de Cristo.

A pesar de las circunstancias difíciles y de la seriedad del tema, Moro sigue siendo élmismo. Se mantiene fiel al juego literario de su tiempo, al «disfraz». No empieza sin mása dar un sermón, sino que se complace en la escenografía, rica en alusiones. Hace saberal lector que el Diálogo lo compuso un húngaro en latín, y que después fue traducido alfrancés, más tarde al inglés. El sobrino Vicente visita a su tío, enfermizo, a quien tienegran apego como persona de respeto y cariñosamente admirada por él; pero no vienepara consolar y animar al enfermo, sino para dejarse consolar y alentar él mismo. Hay

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motivo más que suficiente: los turcos se acercan con enorme fuerza armada, ya hanconquistado gran parte de Hungría; les precede la noticia de las espantosas crueldades yde la persecución de los cristianos. Según juicio humano nadie los detendrá; hay quecontar con lo peor. ¿Qué se puede hacer? ¿Huir, luchar, rezar, desesperarse? Ahora bien–así opina el sobrino, en quien frecuentemente se ha querido ver la figura de Roper–,quien más suerte tiene es quien puede prever que en cualquier caso pronto ha de morir.

El lugar de la acción, Hungría, mortalmente amenazada por los turcos, no se haelegido por casualidad. Con la victoria de los turcos en Mohácz en 1526, la mayor partedel país había caído bajo el poder otomano; solamente una estrecha franja en elnoroeste, la «Hungría austríaca», siguió siendo territorio de la casa de Austria. En 1529,los turcos habían estado ante las puertas de Viena, y aunque no habían podido conquistarla ciudad, lo mismo que en 1683, sólo con grandísimo esfuerzo el ejército imperial habíaconseguido rechazar al enemigo. A partir de ahí y durante ciento cincuenta años, lafrontera del sureste del Imperio y de la monarquía de la casa de Austria estuvo reñida.Los habitantes de la Hungría austríaca se encontraron en peligro permanente; y para quéhablar de las devastaciones generadas por las numerosas guerras y del sufrimiento de lapoblación cristiana en la Hungría otomana.

Tomás Moro reconocía su propia situación como extrema e inevitable, mas al mismotiempo sencilla. En uno de los platillos de la balanza estaban una superficial lealtad al rey,la libertad física, la vida terrena, lo cual, dicho de otra manera, también podía significar:el sufrimiento de tener que prescindir de todo ello, y el sufrir las circunstancias unidas aello. En el otro platillo se encontraba la fidelidad a su conciencia, que le hacía aferrarse ala única Iglesia, al Papa, al Sacramento del Matrimonio; y el amor a Cristo, inspirador deesa conciencia, que le decía el «Sígueme». Una situación sencilla, puesto que para Morosignificaba la decisión entre la condenación eterna y la vida eterna. Era sencillo, peronada fácil. El hombre es débil. Se horroriza ante el padecimiento y la muerte, y en esemomento el tentador se pone delante y le muestra «salidas»: ataca su juicio, suconocimiento, sus apegos, en breves palabras, todas sus buenas cualidades. Y en ellodemuestra una riqueza imaginativa casi inagotable. Y donde nada tiene éxito, de prontodeja su pose aduladora, atenta, y se muestra como torturador y verdugo brutal. Tomásnunca dudó en ello: quien quiere resistir consecuentemente a Satanás, tiene que contarcon la más extrema tortura, también física, a no ser que la gracia de Dios se la quieraevitar.

De eso trata en el Dialogue. Trata de Moro en su patria, de Moro en aquellaInglaterra de Enrique VIII, de Moro cara a cara con la muerte; y trata de todos aquellosque alguna vez lleguen a estar en una situación comparable. Pues siempre, hasta el fin dela Historia, vendrán «turcos», serán obligados los hombres a contar con «el caso de

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peligro extremo», a prepararse interiormente para él, igual que el tío, Antonio, y elsobrino, Vicente.

Todo padecimiento encierra la tentación a evadirlo. Al hombre de nuestro tiempo estole parece natural, y frecuentemente hasta rechazaría la palabra «tentación» en estecontexto. Quien esté acostumbrado a ver el sufrimiento y el dolor como enemigos –y nopuede verlos de manera distinta si los considera al margen de la relación de amor a Dios,de penitencia y salvación del alma–, luchará contra ellos con todos los medios o, si esposible, ni siquiera permitirá que se presenten. Y se quedará profundamente consternadosi no consigue evitarlos, preventivamente, o combatirlos con éxito. Y se sentirádesbordado, será presa del pánico y posiblemente se desalentará, si llega a verse en unasituación en la cual ha de escoger libremente el sufrimiento y el dolor, aun pudiéndolosevitar. ¿Cuándo surge tal situación? ¿Cuándo se da el caso de que la vida o quizá sólo unmomento de bienestar se haya de comprar por un precio, cuyo pago podría desvalorar yhasta destruir la vida y el bienestar? Aunque la pregunta suene muy teórica, siempre hasido y es actual. Se ha repetido en cada generación, desde los Macabeos hasta losMártires de nuestros días. Y siempre será igual, pues nunca faltarán ídolos y dictadoresque exijan que se les ofrezca este sacrificio.

Tomás se negó a darlo. Por eso tuvo ahora ocasión, en la Torre de Londres, deescribir un libro de consolación para todos los que alguna vez, llevados también ante losídolos, no prestaran el sacrificio. Pero libro de consolación en este caso significa tambiénlibro de instrucción. Normalmente, al hombre no se le pone de forma repentina en unasituación dramáticamente extrema, en la cual para él se trate de ser o no ser y en la queel bien y el mal, la fidelidad y la traición, la salvación y la condena se reconozcanclaramente. Las situaciones extremas se van preparando lentamente, y la vista para sudesarrollo se va enturbiando sólo poco a poco; la capacidad de juicio y de resistencia sevan quedando paralizadas de forma latente. La final capitulación total va precedida deinnumerables capitulaciones parciales. Moro quiere ayudar en esa situación, expresandoen primer lugar con toda claridad quién es el enemigo y de qué se trata: «...el demonionos persigue a través de la tentación, y el demonio nos tienta a través de la persecución.Y así como la persecución significa para todos padecimiento, la tentación significapadecimiento para el bueno. Y aunque en ambos casos sea el demonio, nuestro enemigoespiritual, quien combata contra el hombre, existe una diferencia entre la tentacióncorriente y la persecución: la tentación es, por así decir, una escaramuza preparatoria,mas la persecución es la batalla abierta, en pleno desarrollo»[2]. Ésta, pues, no seencuentra al principio, sino al final. El cómo resistamos en ella depende sustancialmentede cómo nos hayamos mantenido en las escaramuzas previas, en las tentaciones.

Tomás se adentra muy detalladamente en las diferentes clases de tentaciones, no en

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el sentido de una casuística moral, sino con objeto de consolar y de animar. Se podríadecir que va hojeando un catálogo básico de las tentaciones: tentaciones «por el mundo...por nuestra propia carne... por diversiones... por el dolor... por nuestros enemigos... pornuestros amigos»[3]. Sigue en ello el salmo 90, que reza: «Scuto circumdabit te veritaseius, non timebis a timore nocturno, a sagitta volante in die, a negotio perambulante intenebris, ab incursu a daemonio meridiano – la verdad de Dios te circundará con unescudo, no temerás el temor de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la actividad queronda de noche, ni el asalto del enemigo del mediodía»[4]. Estos versos del salmoinvitan, con toda naturalidad, a una meditación. Es excepcional en ellos que el salmistano enumere amenazas singulares sustanciadas, aflicciones singulares, tentacionessingulares, sino cuatro condiciones ambientales generales de la tribulación humana.Primero, el «timor nocturnus»: el miedo, la tristeza, el temor en la noche. «Noche»conserva en un principio su significado literal de oscuridad natural entre la tarde y lamañana, esas horas en que a quien duerme pueden atormentarle salvajes sueños, omartirizar dolorosas fantasías a quien vela. Pero «noche» significa también la oscuridaddel alma, la «melancholia». No es casualidad que hablemos de «la noche del alma».

La noche es el tiempo de la «pusilanimidad», y la pusilanimidad es el estado del almaoscurecida. Lleva a «que una persona, por falta de fortaleza, primero se pongaimpaciente en la desgracia, y después –a través de su impaciencia– le llevafrecuentemente a afectos contrarios: a la contradicción, la obstinación y la pugna conDios. Y así, el hombre pasa a ser blasfemo, igual que las almas condenadas en elinfierno... La pusilanimidad y el miedo impiden además con frecuencia al hombre obrarlo bueno, para lo que estaría capacitado, si comenzara con optimismo, confiando en laayuda de Dios»[5] . La pusilanimidad –así instruye Antonio a su sobrino– tiene una hija,la «escrupulosidad». En realidad, esto no es sorprendente; pues donde falta la confianzaen que Dios está cerca, cuando el hombre actúa y cuando padece, también falta laconfianza en su ayuda a la hora de conocer lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Estaescrupulosidad, una conciencia timorata, en el fondo, revela falta de espíritu de filiación ypuede con facilidad caer en el otro extremo. El escrupuloso cae «fácilmente de una faltagrave en otra mucho más grave, si llega a conocer una nueva doctrina que proclama unafalsa libertad... Y lo hace por la calma y el alivio que de pronto encuentra en ella. Suconciencia después es tan ancha como antes lo era estrecha»[6]. Una observación quedemuestra un buen conocimiento del ser humano, y a la cual el tío agrega queindudablemente es de preferir la conciencia «un poco estrecha» a una ancha.

El preso Tomás Moro dispone de algo de que careció siempre mientras estuvo libre,pero al servicio de Londres, de Inglaterra, del rey: tiempo, mucho tiempo. Eso significaque, mientras le esté permitido escribir, se dejará llevar por su antigua tendencia a la

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verbosidad y se perderá por caminos colaterales y en rodeos de su tema. Así, porejemplo, trata de manera sorprendentemente exhaustiva el problema del «suicidio» comopunto final, consecuente, del pecado mortal de la desesperación. Le preocupa el vicio dela soberbia espiritual, complicada y experta en camuflajes y protecciones para no serdesenmascarada; o la distinción, a menudo tan difícil, entre revelaciones verdaderas eilusiones diabólicas. Esto era algo que interesaba también a sus contemporáneos. A pesarde todas estas ramificaciones temáticas es imposible no darse cuenta de la relacióninterna con la personalidad y la situación del autor. Cuántas veces habrá planteadoTomás al Señor, rezando ante el Tabernáculo, la pregunta: ¿Cometo con mi oposición alcamino del rey un suicidio camuflado e indirecto? ¿Estoy actuando por soberbiaespiritual? En mi conciencia, ¿estoy realmente obedeciendo la voz de Dios o me estáembaucando Satanás? Ante nosotros está sólo el resultado: la santidad. Pero el caminohacia ella le hizo pasar por los cuatro «tiempos del día y de la noche» de la tribulación,los del salmo 90. Y dentro de ellos, en cada hora se escondía una tentación nueva,distinta.

El buen tío Antonio, que en la lejana Hungría consuela a su sobrino, está enfermo,igual que su inventor, Sir Thomas, que en la Torre de Londres está convulsionado de tos,con fiebre y dolores cardíacos. También estos padecimientos físicos forman parte de lastentaciones de la noche. El cuerpo y el alma son en el hombre una unidad. Juntos sontentados, y juntos reclaman curación. Ambos necesitan del médico. Moro hace decir alhúngaro: «Nadie se extrañe de que a una persona con un sufrimiento moral-religioso lerecetaría consultar a un médico para el cuerpo. Dado que el alma y el cuerpo están tanestrechamente enlazados y unidos el uno con el otro, de forma que los dos constituyenuna persona, el desorden en uno de ellos conlleva con frecuencia la destrucción deambos. Por eso también aconsejaría a una persona con una enfermedad corporal que seconfesara y buscara curación para su alma gracias a un buen médico espiritual. Esto nosólo es bueno para el caso de peligro, resultante por ejemplo de un empeoramiento de laenfermedad, no supuesto al principio; sino que la consolación que de ahí procede y lagracia divina que con ello aumenta, también son buenas para el cuerpo»[7]. Así escribíaTomás, cuatrocientos años antes de que se empezara a tomar en serio la medicinapsicosomática.

Tomás cierra la meditación sobre el «timor nocturnus» con consejos concretos, conrecomendaciones específicas, comunicando lo que a él mismo le ha ayudado hasta elmomento: «El último modo de luchar (para todo acosado y tentado) consiste en lainvocación a Dios pidiendo ayuda, orando él mismo y pidiendo a otros que lo hagan porél: A los pobres por las limosnas dadas, y a otras buenas personas por su caridadcristiana, sobre todo a buenos sacerdotes en la liturgia de la Santa Misa. Pero no sólo a

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estas personas debe dirigirse, sino también a su propio ángel Custodio y a otros santos alos cuales tenga especial devoción. Si es culto, puede usar la Letanía de Todos los Santoscon los siguientes ruegos... y San Bernardo aconseja que todos pidan a los ángeles y a lossantos que intercedan ante Dios en los asuntos que Él en su misericordia quieraconceder... Pero no hay oración que Dios acepte con más agrado y sea más eficaz quelas palabras que nos enseñó nuestro mismo Redentor: “No nos dejes caer en la tentación,mas líbranos del mal...”, y así quiero concluir este tratado sobre el miedo nocturno, y mealegro de que lo hayamos dejado atrás y lleguemos ahora al día, a aquellas palabras delsalmista: “a sagitta volante in die”. Pues tengo la impresión de que he hecho muy larga lanoche»[8].

De Santa Teresa de Ávila son las palabras de que nuestra vida terrena es «como unamala noche en una mala posada», palabras que vienen a la memoria al leer que TomásMoro la compara con «una larga noche invernal y un corto día de invierno». Puede sersoleado y despejado y, en cuanto a la luz, casi como un día de verano, pero por suceleste azul silba la «flecha», la soberbia, con la que «el demonio tienta al hombre... dedía, en su felicidad; pues este tiempo está lleno de lúcido gozo y vivo valor», y, sinembargo, es sólo «un día muy corto de invierno. Empezamos muy pobres y en frío.Volamos muy alto, como una flecha disparada al aire, y de pronto, al alcanzar la mayoraltura y antes de habernos podido calentarnos ahí un poco, volvemos a bajar, a la fríatierra; y en ella quedamos clavados, sin movimiento. Pero en el corto tiempo en que nosencontramos en las alturas, Señor, qué alegres y orgullosos estamos, zumbando alláarriba como un moscardón que durante el verano vuela de acá para allá, sin pensar queen el invierno ha de morir. Así actuamos muchos de nosotros. Pues durante el corto díade invierno, pleno de felicidad terrena y de bienestar, esta flecha volante del demonio,esta soberbia altanera, que... traspasa nuestro corazón, nos lleva en nuestra pasión hastalas nubes, donde creemos estar sentados encima del arco iris. Abarcamos con nuestravista el mundo por debajo de nosotros y, considerando nuestra propia gloria, tenemos aaquellas otras pobres almas, probablemente acostumbradas a ser nuestras compañeras,por hormigas tontas y miserables»[9].

Con estas palabras, Tomás también se está dando cuenta a sí mismo de su propio«corto día de invierno», a punto ya de acabar. ¿No creyó también él a veces estarsentado encima de aquel «arco iris», y no miró desde la gloria de la formación humanistahacia abajo, hacia el correteo de las «tontas y miserables hormigas», hacia los incultosmonjes que desconocían el latín y el griego? Y, con toda sinceridad, ¿no disfrutó por serun escritor con éxito y por dejarse pintar por Holbein, acompañado de toda su familia?¿Y no le calentó también a él muy agradablemente el manto oficial, orlado de piel, enaquel día de invierno? Sí, es cierto, él, gracias a Dios, nunca se hizo ilusiones como el

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orgulloso Cardenal en quien tanto tenía que pensar en los últimos tiempos. Él luchócontra la seducción de la vanidad, de la soberbia y de la arrogancia que se oculta detrásde fina ironía. Y, con frecuencia, quizá incluso casi siempre, había vencido. Pero, y estohay que tenerlo en cuenta a favor de los hijos de este mundo: Es «extraordinariamentedifícil tocar pez sin ensuciarse los dedos... sujetar una serpiente contra el suelo y estarseguro frente a su mordisco, acostar juntos a un joven y una joven sin que surja elpeligro de la concupiscencia. Igual de difícil es para toda persona, ya sea hombre omujer, vivir en gran riqueza terrena y bienestar y mantenerse libre del mortal deseo devanagloria, a la cual conduce el demonio, presentando ocasiones»[10].

A primera vista se podría considerar que nada tiene que ver la meditación sobre latentación de la soberbia en la felicidad con la consolación en el sufrimiento. Pero esta«flecha que vuela de día» hiere, y las heridas queman y supuran en la noche. Y aunquela «flecha de la soberbia», volando, alcanzando e hiriendo durante el día, tiente alhombre, por así decir, de forma «compleja», pues de esa lesión suele proceder toda unasarta de depravaciones, su hora siguen siendo ante todo las tinieblas. «Ya sabes –así esinstruido el sobrino– que aparte de la noche oscura... hay otros tiempos de tinieblas: unoantes de que claree la mañana, otro, cuando oscurece la noche. Hay también en el almadel hombre dos tiempos similares de tinieblas: uno, antes de que la luz de la gracia hayasalido plenamente para su corazón; el otro, cuando la luz de la gracia empieza adesaparecer del alma»[11]. Las horas del primer crepúsculo matutino y del últimovespertino son las «gobernadas por el demonio llamado “negotium perambulans intenebris”». Tiene Tomás mucho que decir sobre la «ocupación» incesante, febril, que seda importancia y disfruta, y que no se debe confundir con el trabajo, del que a menudose reviste y del que se diferencia ante todo por la falta de espíritu de servicio y de olvidode sí mismo: decenios de vida pública y privada, observaciones hechas en el Estado, enla Iglesia, la familia y la corte, con reyes y con carreteros le han instruido sobre el «diablode la actividad». No sólo de manera teórica, sino que lo ha visto trabajando y se lo haencontrado –esto siempre está en el fondo de sus comentarios– también en sí mismo.Siempre vagabundea en la hora del crepúsculo. Con frecuencia es difícil distinguir si setrata del crepúsculo matutino o del vespertino, es decir, si intentamos escapar del diablopara llegar a la luz o si nos dejamos llevar por él a tinieblas cada vez más profundas quequizá nos atraigan. Ya el simple diagnóstico: ¿dónde me encuentro, qué hago y con quéfin?, no es nada fácil. Nos conocemos mal y a menudo ignoramos nuestra real situación.Erramos sobre nuestros caminos, nuestras acciones, nuestros motivos; no sabemos loque necesitamos. Sin duda poseemos una vista mala y conocimientos limitados. Pero sino reconocemos ni siquiera eso y desconfiamos de los medios dispuestos por lamisericordia de Dios, si no los aplicamos, estamos potenciando nuestra debilidad con

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aquella «avidez» que el «diablo de la actividad» no se cansa de despertar y conservar ennosotros. Con esa avidez de los sentidos y del intelecto «sucede como con el fuego:mientras más madera se le eche» –y es la característica más específica de la actividad elsuministrarla y reforzarla–, «tanto más caliente y más voraz es»[12]. Una meta porencima de las demás y, naturalmente, también el motor de la actividad es la obtención debienes materiales, obtención que, para quien se orienta completamente hacia ella, nuncatiene fin, puesto que parar significa retroceder. Quien dice «basta», se conforma con«menos». Por eso el autor, que piensa no en hombres excepcionales, sino en personascorrientes, se detiene largamente en este tema. Lo que dice el sobrino, Vicente, hoypodría decirlo cualquier cristiano «comprometido en lo social». Pero también la respuestadel tío Antonio tiene validez intemporal. Permítasenos una cita algo larga: «No entiendobien –hace Moro decir al joven– cómo un hombre puede hacerse y seguir siendo rico –puesto que el mundo es como es y hay tantísimos pobres en él–, sin peligro decondenarse por ello. Si no hay pobres, que se quede con su riqueza y permanezca engracia de Dios como Abraham y tantas otras personas ricas desde entonces. Perohabiendo hoy en todo país tal inmensa cantidad de pobres, todo el que retiene un pocode riqueza para sí por fuerza tiene que tener un apego desordenado hacia ella, porque nolo dona para las personas pobres y necesitadas. Pues está gravemente obligado a ello porla caridad». «Querido sobrino –le contesta Antonio–, en algunos asuntos es difícilordenar o prohibir, afirmar o negar, censurar o confirmar algo que se presenta y seexpone con tanta facilidad. Pues para poder decir con precisión: “Esto es bueno” o “estono lo es”, también se han de considerar exactamente las circunstancias»[13].

Ya sólo ésta es una frase digna de consideración, puesto que se rehúsa lasimplificación del problema, procedente probablemente de un buen corazón, pero querevela falta de conocimientos de la materia, del ser humano y de la fe. Se podría esperarque ahora Moro hiciese dar al tío Antonio explicaciones más detalladas sobre el aspectoeconómico del asunto. Pero como Antonio no está participando en una discusión anteuna comisión de asuntos sociales, sobre pobreza y riqueza y cómo conseguir unequilibrio, sino que es interpelado sobre la salvación del alma de los ricos por un cristianopreocupado en conciencia, contesta de manera correspondiente. Y una vez más nosdamos cuenta de que Tomás es un escritor espiritual que alcanza su cima allí donde nonecesita polemizar. Pues –así lo explica– si bien la pobreza perfecta es uno de losconsejos evangélicos, es decir, está dentro de la invitación que Cristo hace al hombrepara que le imite sin limitaciones; con ello el Señor –lo mismo que con las duras palabrasde que quien no deje a padre, madre, hijos, hermanos y hasta tenga en poco su propiavida, no puede ser su discípulo– no quiere establecer una amenaza de condena para losque aman terrenamente, sino sólo comunicar el justo orden de los apegos. Quiere decir:Su compañero de viaje sólo puede ser quien prefiera desprenderse en su corazón de todo

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lo que posee, quien preferiría perder y romper todo en mil pedazos antes que ofendergravemente a Dios. «Pues Cristo nos enseña a amar a Dios sobre todas las cosas. Yquien retiene parte de sus bienes, aunque con ello disguste a Dios, no ama a Dios sobretodas las cosas... Pero: el dar siempre todo, de manera que ninguno fuese rico o tuviesefortuna, eso es algo que en ningún lado encuentro como precepto. Como el Señor dice,hay muchas moradas en casa del Padre. Y será feliz quien tenga la gracia de vivir en unade ellas, aunque sea sólo en la última»[14].

Riqueza – pobreza – justicia. Aunque sea muy difícil definir cada uno de estosconceptos individualmente, su mutua relación se ha de ver de manera diferenciada. Laenvidia y el fariseísmo –características, en formas especialmente fatales, de los pobres yde los «justos» con miras estrechadas hacia lo meramente «social»– ciegan para laverdad. Para explicar esto, Moro hace que Antonio, por así decir, dé una meditaciónsobre el pasaje de la Escritura de Lucas 19, 1-10, es decir, sobre el encuentro de Jesúscon el publicano Zaqueo. Es uno de los pasajes más bellos entre sus textos homiléticos:«Mira a ese Zaqueo, que sube al árbol, porque a toda costa quiere ver al Señor. Alllamarle Cristo en voz alta y decirle: “Zaqueo, baja deprisa; pues hoy tengo que alojarmeen tu casa”, qué alegre se puso, qué conmovido interiormente por una gracia especialpara la salvación de su alma. Todo el pueblo refunfuñaba porque Cristo le llamara y lotratara tan confidencialmente... Pues era conocido como jefe de publicanos, y éstos eranrecaudadores de impuestos, al servicio del Emperador. Toda aquella profesión tenía unapésima reputación entre el pueblo, por robo, chantaje y corruptibilidad. Y ahora esteZaqueo..., que encima había llegado con todo aquello a grandes riquezas, por lo que elpueblo le tenía por un hombre terriblemente pecador. Y para vergüenza de todo juiciotemerario y ciego sobre una persona, cuyo estado interior y cambio súbito no se puedenconocer, Zaqueo demostró enseguida, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, queestos precipitados erraban. Pues el Señor, a través de las pocas palabras dichasexteriormente, había cambiado interiormente su corazón... Zaqueo se apresuró a bajar,acogió a Cristo lleno de alegría y dijo: “Mira, Señor, la mitad de todos mis bienes la doy alos pobres. Y además: si en algo he defraudado a alguien, estoy dispuesto a restituircuatro veces más”»[15]. En este momento interrumpe Vicente, y uno casi oye al buenRoper, al correcto jurista, que se siente desconcertado, que se asombra del orden en queZaqueo utiliza sus medios, y hace la siguiente reflexión: «Me parece que en primer lugardebía haber hablado de restituir su propiedad a quienes había defraudado. Y despuéshubiese podido hablar de dar limosna. Pues la restitución es, como se sabe, unaobligación, mientras que dar limosna es un acto libre»[16]. No hay duda: desde un puntode vista jurídico nada hay que oponer a esa objeción. Es tan limpia y tan clara quecualquier pagano la podría suscribir. Tan limpia y tan clara como la objeción de los que,

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pensando jurídica y socialmente, se oponen al propietario de la viña que paga a todos sussiervos un denario, ya hayan trabajado doce horas o sólo una. Si el mundo y la sociedadhumana forman tan sólo un sistema de derechos y exigencias mutuas, entonces estáperdido todo aquel que no sea capaz de luchar por conseguir «lo que le corresponde».Pero, ¿quién podría imponerse contra los poderosos y maliciosos «publicanos jefes» queno quieren restituir ni dar limosna? No sólo ante a Dios, sino también entre nosotrosdependemos una y otra vez de que se haga clemencia más que justicia. O en el caso deZaqueo: lo bueno concreto y urgente ha de anteponerse a lo teórica y abstractamentecorrecto. «Quien tiene (suficiente) –replica, por eso, el tío a su sobrino preocupado porlos principios jurídicos–, debe dar limosna al pobre que está cerca y le pide ayuda,también antes de haber ido a ver a todos sus deudores y a aquellos con quienes hacometido injusticias y que quizá vivan lejos los unos de los otros...». Y tal vez la buenaobra no llegará a realizarse, porque, antes de haber satisfecho a todos éstos quizá yahabría desaparecido el buen propósito. «Y siempre es bueno –dice Antonio– hacer lobueno que está a nuestro alcance»[17].

Parece que sólo con dificultad se aleja Moro del tema de la «riqueza». Y uno seplantea la pregunta de si aquí vuelve a divagar, según su estilo, y se deja llevar porocurrencias, o si es que nosotros tenemos un concepto demasiado limitado de sufrimientoy consolación. Tomás no fue una persona pobre. Hubo incluso tiempos en que susingresos eran considerables. Chelsea era una imponente casa señorial, el rey le habíaregalado tierras; tenía pensiones y dotaciones... Y él, el caballero Sir Thomas More,¿había «poseído como si no poseyese»; había hecho él, que se había quedado «en elmundo», todo lo que Cristo exige de quien le quiere seguir? Por el desasosiego interiordel preso sobre este tema, se entiende que exponga con tanto detalle, prácticamente parasí mismo, la necesidad urgente de la economía monetaria, de la vida activa, del desnivelentre rico y pobre para la sociedad humana. Son pocos a quienes cae en suerte la llamadade Dios a la entrega en absoluta pobreza, en castidad y en obediencia perfecta. Sucamino quizá sea difícil y rico en sacrificios, pero está marcado e indicado clara,inequívocamente. El poder emprenderlo se lo deben a la gracia de Dios, y el poderrealizarlo se lo deben también a los otros muchos que no deben emprenderlo, no puedenrealizarlo. Y también los más pobres de los pobres necesitan unas migajas que caen delas mesas de los ricos. También los célibes han de nacer, y la obediencia también seprueba en mandatos terrenos, humanos. El camino «de los otros», «de los muchos»tampoco es fácil, también es espinoso y encima quizá sea impreciso y equívoco. Esdifícil y, sin la ayuda de Dios, imposible seguir siendo pobre en el bienestar, limpio en losplaceres, obediente en la lucha profesional: con breves palabras, permanecer «en Dios enmedio del mundo». Esto es precisamente lo que Tomás había intentado. Este intentohabía sido su vida, y esta tensión la había llevado dentro de sí durante casi cuarenta

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años. Y, aunque esto sólo lo supiesen él y Dios y Margaret, nunca había perdido porcompleto la añoranza de aquel «otro» camino. Por eso, este diálogo se tenía queconvertir en un examen de conciencia: ¿había salido victorioso, había logradosobreponerse a los «temores de la noche», a «la flecha del día», al atractivo de laactividad y de la codicia en el crepúsculo, en que él, «hijo del mundo» había tenido quepermanecer durante tanto tiempo? Para su consolación también él pudo escuchar laspalabras dichas a Zaqueo por Jesús: «¡Hoy ha sido un día de salvación para esta casa!».Podemos vivir «en el mundo» y, al mismo tiempo, en estado de gracia y en lamisericordia de Dios.

Hasta aquí, el objetivo del Diálogo ha sido sobre todo consolar y confortar en esetipo de sufrimiento, que para cualquiera de nosotros resulta simplemente de la debilidad,caducidad e inclinación al mal de nuestra naturaleza; de las tentaciones que van unidas,por así decir, a la normalidad de nuestra vida. Pero ahora se evidencia que todo eso noha sido sino mera preparación. En realidad, Tomás ha hablado tan detalladamente detodas las variantes de la aflicción y de las tentaciones en la vida cotidiana, para hacer verque son las escaramuzas en la avanzadilla, anteriores a la batalla decisiva. Esa batalladecisiva se traba «ab incursu, et daemonio meridiano», con el asalto del demonio delmediodía, como reza el salmo 90, con el ataque frontal, abierto y sin camuflaje, deSatanás contra los cristianos, contra ellos en conjunto, contra la Iglesia, es decir: con lapersecución. Sucederá, desde el Viernes Santo hasta el fin de los siglos, una y otra vezque el demonio deje caer su máscara de «espiritualidad» y, harto ya de los miles deartificios de la seducción, se presente como brutal verdugo que con desnudo terrorintente forzar la traición a Cristo, la apostasía de Él. A muchos cristianos se les evita elentrar en una de esas batallas físicas. Pero, por otro lado, precisamente nuestro siglo nosenseña que entrar en batalla puede suceder en cualquier momento y, frecuentemente, conla rapidez de un asalto. Moro, a quien el adversario no había conseguido dominar con susmétodos «más finos», quedó finalmente expuesto al ultimátum rudo y primitivo delenemigo, del «daemonius meridianus», al ¡sométete o morirás! Y como, para ese caso, éltenía que contar con una matanza tormentosa, escogió en el Diálogo el escenario de losturcos para subrayar la crueldad; la tentación «del mediodía», que es precisamente elquerer evadirse de ella, es la tentación inequívoca del cénit de la decisión extrema. Eldiálogo entre Antonio y Vicente desarrolla ahora todos los horrores de una persecuciónde los cristianos, incluyendo todas las posibilidades del terror, también el «falsotestimonio» de los renegados, con cuya ayuda son entregados al verdugo quienespermanecen fieles. Tomás previó su propio destino, y probablemente también el detantos católicos ingleses después de él.

En muchos pasajes se nota que al autor Moro, al escribir, se le mezclan la analogía«turca» y la realidad británica; así, por ejemplo, cuando dice: «En este país, como es

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natural, no faltan ahora los turcos que, bajo diversos pretextos, vagabundean por aquí eindudablemente informan de todo al Gran Turco. Por eso quiero, por un lado, aconsejara todo el mundo que rece e invoque a Dios, para que extienda su mano, llena de gracias,sobre nosotros y, si es su voluntad, aparte de nosotros la aflicción. Por otra parte, quierotambién aconsejar a todo buen cristiano que tenga presente y considere que es muyprobable que se nos avecine tal calamidad y que por eso ha de hacer sus cuentas y dejarde lado toda tacañería. Y a todos, sean hombres o mujeres, quiero aconsejar que con laayuda de Dios convengan de antemano qué harán, si llega el peor de los casos»[18]. Coneste comentario relaciona el sobrino Vicente la pregunta de si «conviene de antemanoconsiderar en el espíritu y decidir en el corazón si, en caso de caer en manos de losturcos, se ha de preferir morir que renegar de la fe...»; la contestación del tío es muyclara. Desecha la «salida» de que un cristiano, para escapar al martirio, pueda o inclusodeba «negar a Cristo con la boca, pero guardarle la fidelidad en silencio, en sucorazón»[19].

Con gran seriedad y sin concesiones minimizantes se dice lo que se exige del cristianoen la persecución: «Cristo ha dicho frecuente y explícitamente que todo hombre, bajopena de condenación eterna, está obligado a confesar abiertamente su fe, aun en loscasos en que los hombres le fuercen y, amenazándole con la muerte, quieran obligarle alo contrario. Me parece que en cierto modo ello incluye la obligación de mantener, aveces de forma actual, y siempre de manera habitual, la intención de, llegado el caso,querer actuar así, con la ayuda de Dios... Y si alguien nota que, al pensar en ello eimaginarse los tormentos, tiembla su corazón, debe acordarse y considerar cuán grandessufrimientos padeció Cristo por nosotros. Debe rezar fervorosamente pidiendo que Diosle conceda la gracia, la fuerza de ser constante, si es que se presenta el caso»[20]. Estasfrases significan que ningún cristiano se debe remitir confiadamente al argumento de quereniega «sólo aparentemente», porque él no tiene madera de mártir, tranquilizándose deeste modo. Si Dios permite que se encuentre en tal situación, esa situación estará a sualtura, pues Dios no permite que nadie sea tentado por encima de sus fuerzas. En casocontrario, no sería un Dios amoroso. No existe la caída «inocente» en el pecado.

Este «incursus a daemonio meridiano» supone la más peligrosa de todas lastentaciones, porque aparentemente se podría huir de ella con el menor esfuerzo, sindesventajas visibles y con ventajas extraordinariamente palpables. ¿Quién puede serfuerte si le es posible evadirse a la tortura y a la muerte violenta con una «merapequeñez»? ¿Con el sacrificio ante la estatua del Emperador? ¿Con un asentimientomeramente exterior al profeta? ¿Con el juramento sobre una Ley del Parlamento? «Enotras situaciones penosas, como la pérdida o la enfermedad o la muerte de uno denuestros amigos –escribe Tomás–, el peligro no es ni la mitad de grande, aunque el dolorquizá sea igual o aún mayor. Pues en ellas, el hombre en cualquier caso ha de contenerse

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y aguantar su dolor, ya se enoje o se impaciente mucho por ello... Pero en la tentaciónpor causa de la fe –no me refiero a la lucha en el campo de batalla, donde el creyente hade comprometer su persona en defensa de la fe y también el no creyente ha de cargarcon su parte de miedo y temor; me refiero a la persecución, en la que es prendido ypuesto en cautividad, pero, renegando de su fe y apartándose de ella, puede liberarse yvivir en paz, a veces incluso entre riquezas–, de tales casos digo que no necesitaríaimprescindiblemente pasar esfuerzos y aflicción, sino que, si los pasa, es cosa de su librealbedrío. Y ésta es una ocasión extremadamente peligrosa para él de caer en aquelpecado al cual le quiere llevar el demonio: de renegar de la fe»[21].

No existe duda de que la gracia lo puede y lo consigue todo. Pero aquel cuyoprincipio supremo sea siempre evadir toda «desgana», se encuentra en malas condicionesde salida cuando se le exija pasar inesperadamente por un máximo de «desgana»: por elodio, la tortura o incluso la muerte. Y se le exigirá que sufra en aras de algo bueno, sobrelo que quizá nunca ha reflexionado. Con todo detalle contrapone el autor los bienesterrenos que se pueden conservar o adquirir a través de la infidelidad, de la apostasía dela fe, al bien supremo, que se pierde por ello. Pero qué fácilmente chocan lasconsideraciones, tan comprensibles desde un punto de vista racional, con la barrerairracional, con el miedo de la creatura al sufrimiento físico: «Si el turco me quitara hastala camisa si no abandonara mi fe –opina Vicente– y me ofreciera todo y cinco veces máscon la condición de adherirme a la suya, no dudaría ni un momento y preferiría perderlotodo a desertar de cualquier punto de la santa fe de Cristo. Mas si a continuación piensoen los tormentos y en el dolor que amenazan a mi cuerpo, me acomete un temor que mehace temblar»[22].

Pasajes de este tipo nos hacen suponer de qué modo atosigó a Moro precisamenteaquel temor que «hace temblar». Tomás nota que también para él es necesario«animarse» una y otra vez, para no vacilar. «No sabemos por qué caminos nosconducirá Dios. Pero si somos verdaderos cristianos, bien podemos decir que, sinaplomo temerario y sin necia confianza en nuestras propias fuerzas, tenemos bajo penade condenación eterna la obligación de estar convencidos de que, con independencia delhorror que sintamos en nuestros sentidos, con su ayuda y por Él soportaremos todatortura que pudiera inventarse el demonio con todos sus paganos secuaces de estemundo, antes que renegar de Cristo y de su fe delante del mundo... Si tenemos estaconfianza y sometemos nuestra voluntad a la suya; si le pedimos su gracia, podemos contoda seguridad contar con ella; Él no permite que se nos cargue encima más de lo quepodemos llevar por su gracia. Si permite que el enemigo nos tiente, también nosprocurará una salida segura. Pues: “fidelis est Deus –dice San Pablo–, qui non patiaturvos tentari supra id quod potestis, sed dat etiam cum tentatione proventum” – “Dios esfiel y no permite que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la

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tentación da su ayuda...”».«Si no fuésemos los individuos impávidos y tontos que somos –hace decir Moro al

tío Antonio–, la meditación del incomparable amor y de la bondad de Cristo, lacontemplación de su Pasión, encenderían nuestros fríos corazones. Entonces no sóloestaríamos dispuestos a sufrir la muerte por Él, sino que la desearíamos. Cuántaspersonas murieron en todos los tiempos por cosas caducas como la gloria, el honor, lapatria o quizá por un ideal, por un amor terreno personal; y frecuentemente murieron conmucha tortura; siendo esto así, ¿no es más que vergonzoso que Cristo tenga que vercómo sus católicos prefieren renegar de la fe en Él que soportar todo por el cielo y lagloria verdadera?»[23].

Con gran fuerza en su lenguaje, al final del Diálogo Tomás Moro vuelve a relacionarla aflicción terrena más extrema con el cielo y el infierno. Primero con la condenación:«Sobre ello no tengo duda. Si aquí estuviese el turco con todo su ejército y si cada unode los soldados estuviese dispuesto a torturarnos con las torturas más horribles que nospodamos imaginar, y si ahora, en caso de que no renegáramos de nuestra fe, empezaranlas torturas y, para acrecentar los horrores, todos empezaran de pronto un terrible ruidocon tambores, timbales y trompetas y con salvas de todos sus cañones, para que elestruendo nos atemorizara aún más; pero si entonces súbitamente la tierra se conmoviesey se abriera... y pudiéramos echar una mirada al infierno, esa visión nos espantaría de talmanera que apenas nos acordaríamos de haber visto a los turcos...»[24]. Por otro lado –prosigue– «pienso, instruido por la fe, que, si apareciera la gran gloria de Dios, laTrinidad en su majestad soberana y maravillosa y nuestro Señor en su humanidadgloriosa sentado en su trono, con su Madre inmaculada y toda la comunidad gloriosa, ynos llamara, pero si el camino que lleva hacia allá condujera a través de horrible yatormentada muerte, ninguna persona dudaría un solo momento, viendo aquella gloria.Todos se apresurarían a correr hacia allá, por mucho que todos los torturadores turcos ylos demonios del infierno interfiriesen el camino para matar a ese hombre»[25].

Al escribir esto, Tomás, en su interior, ya había hecho las cuentas con la vida.Suponiendo que las cosas se desarrollaran de forma consecuente tenía que contar con lamuerte violenta en Tyburn. Sólo ante esta horrorosa perspectiva cobran todo su peso laspalabras finales de Antonio: «En nuestro temor queremos tener presente la agonía deCristo ante su muerte, la agonía que para consuelo nuestro quiso padecer antes de suPasión, para que ningún temor nos llevara a nosotros a la desesperación. Y siemprequerremos pedir su ayuda, la que responda a su voluntad. Entonces nunca tendremosque atemorizarnos. Porque o bien apartará de nosotros la muerte, o nos confortará de talmanera que nos hará entrar alegremente en el cielo. Y entonces habrá hecho mucho máspor nosotros que si apartara la muerte. También hizo Dios más por Lázaro al ayudarle amorir de hambre ante la puerta del rico, que si le hubiese llevado a la puerta toda la

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comida del rico Epulón; y así ayuda también más a alguien liberándolo de este míseromundo a través de una muerte muy dolorosa y conduciéndolo a la felicidad eterna, quetan sólo salvándolo de una situación horrible. Aunque por supuesto que con éste tambiénes misericordioso»[26].

Como no podía ser de otra manera tratándose de un libro de consolación, TheDialogue of Comfort against Tribulation se cierra con unas palabras de alegría. Aun encaso de que el tío y el sobrino tuviesen que soportar todo el sufrimiento de este mundo ypudiesen hacerlo, esto todavía no les haría dignos de la felicidad eterna –recuerdaAntonio–; pues ésta es tan inmensamente grande que se ha de considerar como un donde la gracia, imposible de merecer por nada del mundo. La virtud cristiana de laesperanza, esperanza en esa unión de amor con Cristo, ha de exceder y superar todotemor ante el dolor terreno. «Por eso te pido, mi buen y querido sobrino, que destierrescon la plenitud de esta alegría todas las preocupaciones de tu corazón. Y rezo tambiénpara que lo consiga en mí. Con estas palabras quiero concluir ahora rápidamente toda lahistoria y despedirme. Pues ahora noto que empiezo a estar cansado»[27].

La observación puesta por Moro en labios del sobrino Vicente, que se encuentra enapuros ante el peligro de la cercanía de los turcos, de que tiene intención de publicar loscomentarios de su tío no sólo en el propio idioma, sino también en alemán, eleva la obra,aunque nacida de un apuro altamente personal, a un nivel suprapersonal. A la vista de supropia ruina, como víctima de la evolución nacional en Inglaterra, desea que su palabrase dirija a un pueblo que, como ningún otro en Europa, necesita las ideas, el aliento y laconsolación del Diálogo. Pues como ningún otro en Europa está expuesto a todos los«peligros de turcos» imaginables en el presente y en el futuro. El destino del continentedependerá de que consiga zafarse de ellos y de cómo lo haga.

4.

Al ciudadano del siglo XX no hace falta explicarle exprofeso que el duro terror del«daemonius meridianus» divide a los espíritus. También Enrique y Cromwell vivieron laagradable experiencia de que, en su «reforma», por cada mártir había por lo menos diezaclamadores, y por cada uno de esa clase de personas con postura abierta, varios milesde acomodados, de indiferentes. Éstos, para los que hoy se ha encontrado ladenominación de «mayoría silenciosa», son en realidad los que posibilitan las crueldadesde la Historia Mundial; pero nunca llegan a constar en las actas: no adquieren colorhistórico y tampoco son llevados ante ningún tribunal terreno. Los aclamadores no son nimucho menos –ni siquiera en su mayoría– fríos hipócritas, sino que con frecuencia creenrealmente lo que aclaman con entusiasmo. Estas personas, como es natural, tampoco

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faltaron durante la «revolución Tudor-Cromwell»: sobre todo, entre los profesores yprelados. Así, el 2 de mayo de 1534, la Universidad de Cambridge rechazó«unánimemente» la autoridad papal. Lo mismo hizo tres días más tarde la convocaciónde la provincia eclesiástica de York; y también, dirigida por el canciller de la Universidad,John Longland, obispo de Lincoln, la Universidad de Oxford el 27 de julio; todos ellosaclamaron con tal ocasión al rey Enrique VIII como el «nuevo Salomón». Lossilenciosos y los jubilantes hicieron que también el tercer grupo, los oponentes, pudieraalcanzar su meta, el martirio. No sólo porque en el texto del Acta de Supremacía de 3 denoviembre de 1534 faltaba el complemento de «en cuanto la ley divina lo permita» –cláusula que los obispos habían puesto como condición para poder prestar adhesión–,sino que también se iban aprobando leyes complementarias, por así decir, según lasnecesidades de cada momento, para con ellas poder derrotar o liquidar a los muyobstinados. La prisión de Moro y Fisher fue «cimentada jurídicamente» de maneraretroactiva, poniendo bajo pena la denegación del juramento. Pero sobre todo: quiendespués del 1 de febrero de 1535 criticara, aunque fuese con una sola alusión, lasupremacía de Enrique sobre la Iglesia, su matrimonio, la reglamentación de la sucesión yla persona del rey, se hacía culpable por «alta traición» y tenía que contar con el castigode «destripación». En el hecho de que el Parlamento hubiese insistido en la pequeñapalabra «maliciously» al aprobar esta ley de terror, es decir, que sólo cometiese altatraición quien faltase «con mala intención», Chambers ha querido ver una prueba para lavalentía de los Commons[1]. Esto puede ser el caso si en lo referente a esa «valentía» seaplica un concepto muy modesto, como Tomás Moro. No es necesario ni mencionar quela palabra «maliciously» no pudo salvar a nadie.

Lo que Moro había tratado sólo teóricamente en su Dialogue, es decir, la voluntadde, con la gracia de Dios, permanecer constante en la más extrema tribulación, eso muypronto tuvieron que vivirlo los cartujos londinenses. A ellos se les pidió el último, elterrible paso, más allá de la sola disposición: Dios tomó enteramente lo que estabandispuestos a dar, sin restricción o suavización. Con el pleno asentimiento de todo elcapítulo, el prior de la cartuja de Londres, John Houghton, que como visitador de laprovincia inglesa de la Orden era la cabeza de los cartujos ingleses, decidió denegar eljuramento sobre el Acta de Supremacía. Sabía que esto significaría con toda probabilidadel fin de aquella comunidad de treinta padres y hermanos legos. Después de pedirperdón, de rodillas, a cada uno de sus hermanos y de haber celebrado la Santa Misa, fue,junto con los priores Augustin Webster, de la cartuja de Axholm en Lincolnshire, yRobert Lawrence, de la cartuja de Beauvale en Nottinghamshire, a ver a ThomasCromwell para decirle abiertamente que no podían prestar el juramento. «¿Cómo puedeser un seglar la cabeza de la Iglesia inglesa?», preguntó Houghton. Poco después, aprincipios de abril, los tres fueron detenidos y llevados a la Tower, donde ya había

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ingresado el padre Richard Reynolds, monje brigitino del convento de Sión, también pornegarse a prestar el juramento. Este hombre era de espíritu y de faz como de un ángel,según recuerda Reginald Pole: el monje más culto de Inglaterra[2]. Tras variosinterrogatorios, durante los cuales los acusados permanecieron firmes, el día 29 de abriltuvo lugar el proceso ante una «comisión especial» compuesta por el canciller Audeley, elduque de Norfolk, degenerado ya en un dócil seguidor, y Cromwell, así como otrosaproximadamente veinte nobles y asesores más o menos instruidos jurídicamente. Rastelldescribió el transcurso del juicio en su biografía de Moro: «Los cartujos, por boca de suprior John Houghton, confesaban rehusar la supremacía del rey, pero no por malaintención. El jurado no pudo ponerse de acuerdo para condenar a estos cuatro religiosos,pues era de la opinión de que la denegación del asentimiento no sucedía con malaintención. A eso respondieron los jueces que todo el que rehusara la supremacía lo hacíacon mala intención y que la palabra “maliciously” en el texto legal suponía una restricciónnula de la interpretación de las palabras y las intenciones de los culpables. A pesar detodo, los miembros del jurado no se hallaban dispuestos a condenarlos. Ante lo cual,Cromwell se enfureció y les amenazó con gran desgracia si no expresaban la condena.Vencidos así por las amenazas, sentenciaron a los inculpados y recibieron por ello granrecompensa. Pero más tarde se avergonzaban hasta de mostrarse en público. Algunos deellos estaban gravemente apesadumbrados por lo que habían hecho»[3].

Todo el mundo sabía que este proceso tenía un carácter normativo. La cláusula deestilo «maliciously» no podía salvar a ningún acusado; pues si se hubiese aceptado laposibilidad de que alguien rechazara el nuevo orden de forma «no maliciosa», se habríacreado un precedente. Y, en el fondo, todo el aparato de terror se habría paralizado a símismo. El proceso de los cartujos era, pues, un «proceso modelo» con objeto deintimidar o incluso de sembrar espanto. La suerte de los condenados, a quienes comoquinto se sumó el vicario de Isleworth, John Hale[4], fue horrible. Cuatro días despuésde la ejecución, el 8 de mayo de 1535, el legado del Emperador escribe a su superior, elsecretario de estado Granvelle: «Después de haberlos arrastrado a la horca, hicieron subiruno a uno a los condenados encima de un carro, que era retirado debajo de sus pies, demanera que pendían en el aire. Después, en seguida cortaban la cuerda; los ponían en unsitio especialmente preparado para, mientras estaban allí de pie, cortarles las partespudendas, que eran echadas al fuego. A continuación les abrían el vientre y lesarrancaban las tripas; finalmente, les cortaban la cabeza. Sus cuerpos erandescuartizados. Anteriormente les habían arrancado el corazón y restregado con él laboca y la cara»[5].

Entretanto había comenzado el proceso contra Moro. Se quería aprovechar el traumade la matanza de los cartujos. Si ahora no conseguían mover al obstinado ex-canciller y

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al obispo Fisher para que prestaran el juramento, no lo conseguirían nunca. Entonces seimpondría solamente la ejecución rápida; pues la resistencia, visible desde lejos, de doshombres tan célebres era mucho más peligrosa que la de los clérigos que acababan deasesinar. Por eso, el día después de la condena de los cartujos, el 30 de abril, Cromwell yalgunos Consejeros Reales fueron a ver a Moro para exhortarle una última vez a que sesometiera. Con este interrogatorio, del cual Tomás informó a su hija, empezó elverdadero proceso en contra suya, con el fin de condenarlo como reo de alta traición. El1 de julio de 1535 se pronunció el veredicto de culpabilidad con la correspondientesentencia.

Al mismo tiempo tenían lugar los procesos contra el obispo Fisher y contra otroscartujos, los padres Middlemore, Exmewe y Newdigate (éste un antiguo cortesano yfavorito de Enrique). Los monjes, que denegaban el juramento, eran torturados demanera indescriptible muy cerca de Moro, en el patio de la Torre. Desde el 25 de mayo,el día de su ingreso, hasta el 11 de junio, el día de la sentencia de muerte, es decir,diecisiete días, «permanecieron de pie, con un anillo férreo alrededor del cuello, sujetos aun poste y con pesadas cadenas en las piernas... y durante todo el tiempo no fueronmovidos de su posición, ni siquiera para hacer sus necesidades»[6]. Su matanza el día 19de junio seguramente les pareció una liberación. Dos días antes, Fisher había sidocondenado a muerte, tres días después cayó su cabeza. El capelo cardenalicio, concedidopor el Papa Pablo III el 21 de mayo, quizá en la esperanza de que esto significara unaprotección, aceleró el final del obispo. Le imputaron –injustamente– haber mantenidocontactos secretos con el Papa y haber solicitado él mismo la púrpura cardenalicia. El reyaseguró repetidas veces –según comunicó Chapuys al Emperador– que iba a mandar lacabeza del obispo a Roma, para que allí le pudiesen imponer el capelo. Y con suscortesanos bromeaba Enrique diciendo que iba a disponer las cosas de tal manera que elseñor de Rochester llevase el capelo encima de los hombros, «pues cabeza ya notendrá».

Hasta ahora seguía siendo «legal» la regla siguiente: Quien como los cartujosrechazara expresamente la supremacía del rey, tenía que sufrir la muerte como reo dealta traición. Solamente a los que callaban se les permitía seguir viviendo, siendocondenados a cadena perpetua. Desde ahora se tenía que procurar construir en cada casosingular el hecho de la alta traición completa. Los registros y los interrogatorios de loscriados de Fisher no aportaron nada aprovechable. Los antiguos amigos, ahoraencarcelados, se habían hecho, cuando les era posible, pequeños regalos: una vez mediaempanada; otra, manzanas y naranjas; otra vez, con ocasión del santo de Fisher, unaimagen de San Juan Bautista; el día de Año Nuevo, los Reyes Magos ante el belén,además de una libranza humorística de dos mil libras en oro. El buen Antonio Bonvisi

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había mandado a los presos dos o tres veces por semana carne y una botella de vino.Todo esto no tenía valor para la acusación. Tampoco sirvieron las detenciones defamiliares y protectores de Fisher. Pero se iba a demostrar que el anciano obispo, menosversado jurídicamente que el listo servidor de estado Moro, iba a poner personalmente elarma mortal en manos de sus enemigos. Tras haberle asegurado discreción, el mensajerodel rey, el «solicitor general» (abogado principal) Richard Rich, el 7 de mayo Fisher sedejó inducir a una declaración en la que rechazaba la supremacía de Enrique. Eso fue superdición; de esta manera facilitó el trabajo de la comisión especial, formada el 1 demayo para el enjuiciamiento de los traidores. Como los interrogatorios de Fisher y Morotenían lugar en paralelo, Sir Thomas había advertido varias veces al obispo, con notastransmitidas a través de un criado del gobernador de la Torre, que escogiera sus palabrasde tal manera que no surgiera la impresión de influencia mutua. Aunque ya no teníaesperanzas, quería mantener su reputación profesional y defenderse «lege artis». Comoera de esperar, la observación de Fisher de que le habían asegurado «discreción» en loreferente a su declaración fue rechazada por insignificante. «Aunque Os hubiese habladode la manera que afirmáis ahora –dijo Rich–, eso no puede exculparos ante la ley»[7]. Lasentencia se dictó el 7 de junio en Westminster: Culpable de alta traición y condenado ala pena prevista. El obispo murió, «indultado a simple decapitación», en la mañana del22 de junio de 1535. Pidió a los que rodeaban el patíbulo que rezaran por él, diciendo:«Hasta ahora no he temido la muerte, pero sé que soy un hombre y que San Pedro, pormiedo a la muerte, negó por tres veces al Señor. Por eso os pido que me ayudéis convuestras oraciones, para que en el momento de mi muerte no vacile por miedo en ningúnpunto de la fe católica[8]... y que la bondad infinita de Dios se digne salvar al rey y a sureino»[9].

Durante catorce días, así cuenta Rastell, su cabeza, enarbolada encima del puente delTámesis, miraba «como viva a la gente que acudía en masa a Londres». Cuando tuvoque hacer sitio a la de Moro, el verdugo la echó sin más al río.

En 1935 fueron canonizados los dos, Fisher y Moro. El calendario postconciliarcelebra su fiesta en un mismo día, el 22 de junio. Lo mismo que Santo Tomás Moro,San Juan Fisher fue una lumbrera del humanismo, un erudito de rango internacional. Laobra capital en la vida de ambos consistió, entre otras cosas, en fundir el humanismo y elcatolicismo de tal manera que el humanismo estuviera, creciera y se mantuviera bajo elsigno de la cruz, mientras que el catolicismo adquiría el gran aliento de la libertadintelectual, de ámbito universal, que necesitaba para la gran misión universal quecomenzaba en el siglo XVI. Lo mismo que el servidor del estado, también el obispo sehabía colocado en tiempos al lado y delante del rey; arremetió contra Lutero, en 1523con el escrito Assertionis Lutheranae Confutatio, en 1525 con la Assertionum Regis

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Angliae Defensio. E igual que el jurista, también el clérigo había utilizado su tiempo en elcalabozo, aparte de rezar y meditar, para componer escritos religiosos en su lenguamaterna: A spiritual Consolation y The ways to perfect Religion. Si existía unadiferencia significativa entre Moro y Fisher era la que distingue a un seglar de unsacerdote. Fisher podía y tenía que proceder de manera «más directa» contra lasdesviaciones del régimen. En este sentido su postura era más fácil que la de Moro. A SanJuan invocarán como patrón sobre todo los sacerdotes que entren en conflicto con elEstado y quieran permanecer fieles a la Iglesia; y a Santo Tomás se dirigirán aquelloscristianos desconcertados que se hayan enredado en los complicados, casiincomprensibles mecanismos, en las tramas de la sociedad y necesiten un ejemplo, unintercesor.

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EN CONVERSACIÓN CON DIOS

1.

El destino de Moro está decidido. Los sesenta y seis días después de aquelinterrogatorio definitivo, el del 30 de abril, son un tiempo breve para alguien que estáapegado a la vida y se va haciendo más y más consciente de la propia inmadurez,debilidad y culpa; y es un tiempo a la vez largo para alguien que tiene ansias de llegar a lacasa definitiva, eterna y, sin embargo, sacudido de miedo y tentado por demonios, seasusta ante ello. En una carta fechada el 2 ó 3 de mayo Tomás contó a su hija Margaretel curso del interrogatorio. Con la perfidia propia de esta acción, Cromwell pregunta alpreso de quién obtenía el rey de Inglaterra su poder. «Su Majestad y Sus herederos hanllegado a ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra por un auto del Parlamento y obtienenahora su poder directamente de Cristo, tal y como siempre hubiese debido ser de justiciay como siempre será desde ahora...»: Así decía el artículo primero del Acta deSupremacía y sobre estas palabras –dijo Cromwell– el rey quería conocer la opinión y laactitud de Sir Thomas More. Éste replicó: «Pero desde los comienzos de todas estasnegociaciones he ido comunicando de tiempo en tiempo mi actitud al rey. Y Vos, señorsecretario, la conocéis por mis numerosas explicaciones orales y escritas. Yo he queridoolvidar todos estos asuntos, no quiero discutir sobre los títulos del rey o del Papa. Soysúbdito fiel del rey y lo seguiré siendo siempre en el futuro. Rezaré diariamente por él ylos suyos. Y también me acordaré de Vos, que sois Sus consejeros y encomendaré todoel reino al Señor. De ninguna otra manera me entrometeré más en asuntos terrenos»[1].Después de haber manifestado «el señor secretario», con preocupación, que «estarespuesta no le sería suficiente al rey, de forma que tendría que forzarle a dar una másconcreta», empezó a tratar a su antiguo colega como a un niño obstinado, diciendo que«nuestro rey» de ninguna manera era un soberano severo, antes bien siempre bondadosoy misericordioso, dispuesto a acoger de nuevo en gracia a todo súbdito renuente quehubiese faltado contra su persona, si éste volvía a él y demostraba ser dócil. Y queprecisamente en el caso del caballero Moro, el soberano se alegraría muy especialmentesi pudiera volver a dejarlo ser «libre entre las personas libres».

No se requiere gran imaginación para comprender que, a pesar o precisamente acausa de la repetición de situaciones iguales, cada una de las veces Moro se veíaapremiado de nuevo por una tentación inmensa, por el ya citado «incursus a daemoniomeridiano». Por eso se entiende la expresión de la carta: «después de haber recobrado elsosiego» («after the inward affections [=feeling] of my mind»). Tomás no era nada«terco», sino una persona sensible. También él amaba este mundo, este paisaje de su

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patria, su Chelsea, su familia. El tentador no chocaba contra un corazón blindado, sinoque daba golpes contra uno palpitante. «Después de haber recobrado el sosiego, respondíconcisamente que no tenía intención de volver a inmiscuirme en asuntos terrenos,aunque se me regalara todo el mundo, puesto que me había propuesto firmemente...orientar mis pensamientos enteramente hacia la Pasión de Cristo, preparándome conestos pensamientos para mi propia muerte».

Moro fue sometido a otros interrogatorios el 7 de mayo y el 3 de junio. Sobre elloscomenta a Margaret Roper: «En la Comisión estaban hoy presentes el arzobispo deCanterbury, el señor Lord-Canciller, Mylord de Suffolk (Charles Brandon, cuñado deEnrique VIII), Mylord de Wiltshire (Thomas Boleyn, custodio del sello real) y el señorsecretario». A la alusión, ya bastante trillada, de que el rey podía obligar a Tomás por leya que tomara una postura decidida, Moro replicó que no lo negaba, pero que le parecía,con perdón, un poco duro; «mi conciencia no puede declararse de acuerdo con la nuevaley –el porqué no Os lo quiero decir–, pero a pesar de todo no me expreso en contra deestas determinaciones. Bajo estas circunstancias, ¿consideráis justo obligarme a tomarpostura? Pues me encuentro ante la decisión o de aprobar la ley perdiendo mi alma o dehablar en contra de ella, bajo peligro de muerte».

Por muy interesante que sea el interrogatorio como duelo entre abogados –en cuantoa la invención de tácticas y argumentaciones jurídicas, ambos estaban a la altura–, noaporta razones nuevas. La posición de Moro se aferra al derecho mínimo de callar allídonde la aprobación es imposible por motivos de conciencia, motivos que nadie puedeverse obligado a explicar. El secretario no entra a este argumento. Elude el problema deconciencia y con ello la pregunta sobre el posible conflicto entre el peligro para lasalvación del alma y el peligro para la vida. Quizá le faltara la comprensión para ello. Encambio, pone en una relación aparentemente lógica las prácticas interrogatorias delantiguo juez Moro frente a «herejes, ladrones y malhechores» con la situación actual. Esuna trampa en la cual un acusado menos hábil habría caído fácilmente, si hubiera entradoen la diferencia sustancial de las cuestiones: por un lado, el reconocimiento de laautoridad papal; por otro, el reconocimiento de la autoridad real, que sustituye y releva aaquella. Pero en el maestro Moro, el maestro Cromwell encontró la horma de su zapato.El inculpado se remite a una «Opinio communis» vigente «en aquellos tiempos» y vuelvea subrayar que es algo muy distinto el contenido de una respuesta y el no dar respuesta.Que para la conciencia es irrelevante el ser condenado a muerte por haber habladopalabras indeseadas o por la omisión de palabras deseadas, es decir, por haber callado o,lo que es lo mismo, por pensamientos que desde fuera se consideran indeseados. Enúltimo término, la conciencia se encuentra completamente sola y tiene libertad para

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decidir entre «el infierno y la decapitación».A la pregunta, hecha también incontables veces, de por qué ahora, cuando la muerte

ya no le asustaba, no se oponía de manera abierta y sincera a la ley, Sir Thomasrespondió: «No he llevado una vida tan ejemplar que pudiese ofrecerme sin más a lamuerte. Dios me podría castigar por tal presunción. Por eso no quiero apresurarme, sinotodo lo contrario, esperar con calma. Si Dios quiere dejarme morir, pondré mi esperanzaen su misericordia, que en mi última hora no me privará de su gracia y su clemencia».Colmado de reproches por parte de los miembros de la Comisión, que se quejaban de suactitud malvada, traidora y desagradecida, volvieron a llevar a Moro a su celda. Tuvoalgunos días de tranquilidad, dolorosamente ensombrecida por la carta de contestación deMargaret, en la que la hija suplicaba al padre que cediera.

Después, el 12 de junio, recibió la visita del abogado de la Corona, Rich, quien novino solo, sino acompañado de varios señores que enseguida empezaron a registrar lahabitación. «“Maestro Moro –la voz de Rich sonaba amable, casi insinuantementeconfidente–, todo el mundo sabe que sois un hombre callado y sabio, instruido en lasleyes del reino. Por eso, perdonad mi audacia, sir, al plantearos sin ninguna malaintención una pregunta. Supongamos el caso, sir, de que una ley del Parlamento mehiciese a mí rey. ¿Me aceptaríais como tal, maestro Moro?”. “Sí, sir, lo haría”. “Ahorasupongamos que la ley del Parlamento me hiciese Papa. ¿Me reconoceríais como tal,maestro Moro?”. “Volviendo sobre el primer caso que habéis presentado, maestro Rich,quiero deciros que el Parlamento bien puede intervenir en el status de los soberanosterrenos. Y en lo referente al segundo caso quiero contestaros dándoos por mi parte adecidir lo siguiente: Imaginaos que el Parlamento aprobara una ley según la cual Dios nodebería ser Dios. ¿Diríais por eso que Dios no es Dios, maestro Rich?”. “No, sir, eso nolo diría; pues ningún Parlamento puede aprobar tal ley”»[2].

Aparte del informe de Roper y del escrito de acusación, poseemos desde 1963 undocumento más sobre esta conversación. Verdad es que se encuentra en muy mal estado,carcomido por el tiempo y por las ratas. Por eso tiene muchas lagunas y falta la fecha,pero fue escrito con seguridad entre aquel 12 de junio y la redacción del pliego de cargos.Este documento confirma las fuentes nombradas anteriormente, pero no aporta tampocouna explicación plena de las siguientes frases pronunciadas por Rich durante laconversación, frases que jugaron en el proceso un papel decisivo y costaron la vida aMoro. Después se dice que Rich dejó al preso con las palabras: «Dios se digne apiadarsede Vos, sir; veo que no queréis cambiar de opinión». Y agregó la advertencia de que susilencio le supondría graves peligros, ya que no era menos afrentoso que la negaciónabierta. «Y, por eso, ¡que Jesús se digne concederos mejor juicio!». Los intrusos sefueron, llevándose consigo libros, manuscritos, papel y tinta, para impedir el contacto de

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Moro con el exterior. Sir Thomas cerró las contraventanas y oscureció la habitación. Alpreguntarle el carcelero por qué lo hacía, en pleno día, dio una respuesta, llena derealismo: «Cuando se llevan el mostrador y las herramientas de trabajo, es hora de cerrarla tienda»[3]. Entre los manuscritos confiscados se encontraba también la versión latinade la meditación sobre la Pasión, la llamada Expositio passionis Domini, ex contextuquatuor evangelistarum usque ad comprehensum Christum[4]. Tomás la había podidollevar a término hasta las palabras: «et iniecerunt manus in Jesum», «y se apoderaron deJesús».

El 14 de junio, dos días después de la conversación con Rich, Moro volvió a serinterrogado. Le plantearon las tres preguntas siguientes: 1. Si reconocía al rey comocabeza suprema de la Iglesia («Supreme Head»); 2. si reconocía el matrimonio del reycon la reina Ana como legítimo y, con ello, como ilegítimo aquél con lady Catalina; 3.por qué creía que, como súbdito del rey, él no tenía por ley la misma obligación quetodos los demás súbditos de responder a dichas preguntas y de reconocer la supremacíadel rey. El acta anota en lo referente a la primera pregunta: «No puede dar respuesta»; enlo referente a la segunda: «ni habla en contra ni da respuesta»; y en lo referente a latercera: «No puede dar respuesta»[5]. Que sí podía y que podía de una forma queresonaría a través de los siglos es algo que se vería con toda claridad en la sesión de 1 dejulio en Westminster. El hablar ante esta Comisión no hubiera tenido ningún sentido.Tomás era consciente de que una sola vez podría confesar con sus palabras y testimoniarante su país, ante el mundo y la historia. Por eso, no quería desperdiciar en varios plazosy de forma anticipada su «hora de la verdad», sino esperar el momento oportuno, elúnico posible. Y éste sólo podía ser el mismo proceso.

Si la Utopía es la más conocida de las obras de Moro, su proceso y su muerte son losaspectos más conocidos de su vida. Ya entre sus contemporáneos y hasta nuestros días,el dramático proceso y la ejecución, llevada a cabo cinco días después de la sentencia,han sido narradas numerosas veces, en variaciones que se diferencian sólo en detalles. Elpliego de cargos no presentaba ningún punto de vista nuevo. A Moro, debilitado por laprisión y la enfermedad, se le permitió permanecer sentado. Conservó la calma al repetir–por enésima vez– que había dejado el mundo tras de sí y que por eso no quería pensarmás sobre este tipo de cuestiones, sino sólo recogerse en la meditación de la Pasión deCristo. Y agregó: «Os digo que Vuestro estatuto no me puede condenar a muerte por misilencio; ninguna ley del mundo, tampoco esta nueva ley inglesa, puede ejecutar a nadieque no haya hecho o dicho nada, sólo por haber callado». A la réplica del tribunal de queeste silencio demostraba mala fe, «porque todo súbdito fiel y leal de Su Majestad... teníael deber y la obligación de responder categórica y sinceramente que este estatuto era

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bueno y santo», hizo considerar, no sin el fino humor que le parecía apropiado inclusoante aquel tribunal, el principio del Derecho romano del «Qui tacet consentire videtur»,quien calla, parece consentir. Y que por ello –y casi nos podemos imaginar el indicio deuna sonrisa alrededor de sus tristes ojos– su silencio más bien confirmaba el Acta delParlamento y las leyes complementarias y no las condenaba. Luego repite una vez mássu alegato en favor del derecho al silencio: «Tenéis que comprender que en todos losasuntos que tocan la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más suconciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo...»[6]. Por lo demás, dijo,podía asegurarles que hasta ese momento a nadie en el mundo había confiado su«opinión en este asunto».

Todo eso lo saben los jueces, el acusado lo ha expuesto innumerables veces, depalabra y por escrito. Sus declaraciones llenan las actas. Pero como se han reunido paradar carpetazo al asunto, llaman al testigo de cargo, el abogado de la Corona, sir RichardRich. Éste repite la ya mencionada conversación, enriquecida por el siguiente pasaje:«Sabéis –así habría seguido diciendo él a Moro– que nuestro rey ha sido declaradocabeza de la Iglesia. ¿Por qué no le reconocéis como tal, del mismo modo que a mí mereconoceríais como rey?». A eso habría respondido el acusado diciendo que elParlamento sí podía nombrar y volver a destronar a un rey, pero no a la cabeza de laIglesia. Rich incluyó también esta declaración en su juramento. Cuando por lo menos él –aparte de Moro– sabía que estaba jurando en falso. «Si el juramento que habéis prestadoaquí –así se dirigió Moro al testigo– es veraz, maestro Rich, no quiero ver nunca a Dioscara a cara. ¡Y si Vuestra declaración fuese veraz, no pronunciaría estas palabras pornada del mundo!»[7]. Expuso lo que había sucedido durante aquella visita del 12 dejunio, mencionó el carácter dudoso de Rich, preguntó si era probable que él confiara a unhombre así lo que callaba incluso ante el rey y el consejo. Añadió que aun en el caso deque realmente hubiese negado la supremacía, no lo habría hecho con mala intención –aquí de nuevo la referencia a la palabra «maliciously»–, por lo que, según el tenor de laley, tampoco habría cometido un crimen digno de muerte. «En verdad, maestro Rich –concluyó–, el falso juramento que habéis prestado me entristece más que el peligro queme amenaza». Los testigos auxiliares del abogado de la Corona, Richard Southwell yPalmer, aquellos acompañantes que habían registrado la celda y llevado consigo losefectos personales del preso, no podían o no querían acordarse de las palabras exactas dela conversación del 12 de junio. Ambos dijeron que no habían prestado atención, puestoque habían estado absolutamente ocupados. Así pues, solamente quedaban las palabras yel juramento de sir Richard Rich..., y aquella única frase inventada por él y según la cualMoro había rechazado la supremacía real. Pero todo esto les daba igual a los jueces. Atodo asunto le toca alguna vez su fin. «A continuación –se dice en un informe de la

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época–, un ujier, como es uso en el país, llamó a catorce hombres a los que les fueronpresentados los citados artículos. Según éstos, debían discutir y enjuiciar si el llamadoseñor Tomás Moro había contravenido o no, con mala intención, el estatuto. Después dehaberse retirado por espacio de un cuarto de hora, volvieron ante los lores y juecesordinarios y pronunciaron el “Culpable”. Esto significaba: condenado y reo de muerte.Enseguida, el señor Canciller pronunció la sentencia, según el texto de la nueva ley».

La suerte estaba echada. La muerte era segura. Solamente la gracia del rey podíasustituir la horrorosa matanza en Tyburn, que esperaba al reo de alta traición, por ladecapitación, más humana. Y precisamente esta última gracia –concedida entre los nueveejecutados anteriores tan sólo al obispo Fisher, ni siquiera a Newdigate, antiguo amigo deEnrique– la ponía en juego Tomás, si se apartaba de su silencio y citaba al rey, alParlamento, y a todo la nación ante una instancia más alta. No cabe duda de que Moroera consciente de este peligro. Y no cabe duda de que una vez más tuvo que superardentro de sí el ataque del miedo de la creatura. Pero ya no había otra salida: ni de lamuerte, ni de la verdad. Había podido callar mientras el silencio no hería o dañaba anadie, sino que no hacía más que confirmar un derecho humano irrenunciable, y ademásle protegía a él mismo de las últimas consecuencias. Pero ahora que habían desaparecidotodas estas razones, su obligación era hablar, para que el derecho y la verdad noquedasen oscurecidos ante los contemporáneos y las futuras generaciones. Por esointerrumpió al presuroso Lord Audeley, que se sentía absolutamente incómodo, con laspalabras: «Señor Canciller, cuando yo aún era juez, se solía preguntar al inculpado, antesde imponerle el castigo, si existía alguna razón por la cual no debería ser condenado».Audeley hizo una pausa y le preguntó si tenía algo que decir. «Puesto que veo –comenzóSir Thomas– que estáis dispuestos a condenarme (Dios sabe cómo), quiero ahora, paradesahogo de mi conciencia, exponer de manera clara y abierta mi opinión sobre laacusación y sobre Vuestro estatuto. La acusación se basa en una Ley del Parlamento queestá en directa contradicción con las leyes de Dios y de su santa Iglesia, cuya supremadirección –ya sea en su totalidad, ya en cada una de sus partes– no debe pretenderarrogársela ningún soberano, por ninguna ley. Por derecho le corresponde a la SantaSede en Roma, como privilegio especial que nuestro propio Salvador, cuando aúnmoraba en el mundo, otorgó exclusivamente a San Pedro y sus sucesores, es decir, a losobispos de dicha Santa Sede. Por eso ésta no es una ley por la que un cristiano puedaacusar a otro cristiano»[8]. Por fin lo había dicho, abiertamente: una gran alegría y ungran desahogo para Tomás, pero también para todos aquellos que aún echaban algo enfalta en este hombre encantador: esas últimas palabras, completa, plenamente abiertas,dichas a la cara del mundo.

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En su desangelada respuesta, Audeley se remitió una vez más a los votos de losobispos, de los eruditos, de las universidades. Moro: «Dudo de que no sea más ciertoque, quizá no en este reino, pero sí en toda la cristiandad, la mayor parte de los obisposeruditos y de los hombres virtuosos que aún están en vida son en este asunto de lamisma opinión que yo. Y si tuviera que hablar de los que ya murieron, estoycompletamente seguro de que la mayoría de ellos pensaban exactamente de la mismamanera que yo ahora. Por eso no estoy obligado, Mylord, a adaptar mi conciencia, encontra del concilio universal de los cristianos, al concilio de únicamente un reino. Pues dedichos santos obispos puedo contraponer más de cien a cada uno de los Vuestros; ycontra Vuestro Concilio o Parlamento –Dios sabe qué es– están todos los concilios que sehan celebrado en los últimos mil años. Y contra este reino están todos los demás reinoscristianos... Por eso invoco a Dios, cuya mirada es la única que penetra en lasprofundidades del corazón humano, para que Él sea mi testigo. Pero sea como sea: Nobuscáis mi sangre tanto por esta supremacía, como porque no he querido aprobar elmatrimonio».

Audeley: «Maestro Moro, Vos queréis que se Os tenga por más sabio y con mejorconciencia que todos los obispos y nobles, que todo el reino entero».

Norfolk: «Ahora, Moro, se evidencia claramente Vuestra maldad».Moro: «Mylord, lo que digo aquí es necesario tanto para revelar mi conciencia como

para tranquilizar mi alma, y para eso pongo a Dios por testigo, que es el único queconoce los corazones de los hombres».

El Lord-canciller estaba desconcertado, inseguro y con temor a que se le pidieranresponsabilidades por su manera relajada de llevar el juicio. A pesar de que los catorcemiembros del jurado ya habían pronunciado su «Culpable», se dirigió el juez realsupremo, Fitzjames, con la asombrosa pregunta de si la acusación era suficiente para lacondena. Éste contestó afirmativamente, con impresionante doblez: «Señor, tengo quereconocer que, si la ley en sí no es ilegal, la acusación no es, según mi conciencia,insuficiente»[9].

No sabemos qué pensaron los jueces sobre estas palabras, si es que pensaron algo, osi tan sólo eran ejecutores de una tiranía en la cual lo mejor era presentarse sin perfilpropio, en mero asentimiento. Rápidamente, Audeley pronunció la sentencia: el reo dealta traición debía ser arrastrado a Tyburn, colgado en la horca, amputado en vida,rajado, etcétera, etcétera... ¿Si aún tenía algo más que decir en su defensa? Moro selevantó: «No más que lo siguiente: Como podemos leer en los Hechos de los Apóstoles,Pablo estuvo presente en la muerte de San Esteban y guardó la vestimenta de los que leapedreaban. A pesar de ello, ambos son hoy en día santos en el cielo y serán allí amigospara siempre. Así, yo espero –y rezaré de todo corazón por ello–, que, aunque me hayáis

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condenado aquí en la tierra, nos encontraremos para nuestra eterna salvación en elcielo»[10].

De Westminster Hall volvieron a llevar a Sir Thomas a la Tower. Como signo de queestaba condenado a muerte, portaban el hacha del verdugo delante de él, con el filodirigido hacia él. Roper narra que el hijo John estaba al borde del camino y se arrodillópara pedirle la bendición; lo mismo hicieron su hija Margaret y Margaret Clement(Giggs), que habían esperado cerca de la Torre. Pero luego, Margaret Roper ya no sepudo contener. Se levantó de golpe, «se abrió camino entre los guardianes que lerodeaban herméticamente con sus alabardas y sus lanzas, se le echó al pecho, abrazó sucuello y le besó»[11]. Era incapaz de hablar, pero de Tomás se nos cuenta que le dijocalmada y decididamente: «Ten paciencia, Margaret, no te aflijas: es la voluntad de Dios.Los secretos de mi corazón los conoces ya desde hace tiempo». Margaret retrocedió,para a continuación, enteramente fuera de sí, lanzarse de nuevo hacia él y abrazarle ybesarle una y otra vez... Pero su padre, como queriendo decir que ya bastaba, le advirtió,aparentemente inconmovido, que rezara por su alma.

Seguro que Tomás respiró con alivio cuando al fin se cerró a sus espaldas la puertade la celda y se quedó solo. No sabía cómo ni cuándo tendría lugar la ejecución. Contabacon lo peor, esperaba una rápida despedida. El expresarse por escrito fue hasta su últimomomento un rasgo dominante de su personalidad. Precisamente esto es para nosotrosuna gran suerte, pues así se nos han transmitido una serie de oraciones que él escribió yque Rastell incluyó ya en la edición de sus obras en 1557.

Precisamente en aquellos días entre la condena y la muerte encontró palabrascapaces de conmover también corazones duros en siglos posteriores: «Santa Trinidad –así empieza su última gran oración–, Padre, Hijo y Espíritu Santo –tres personas igualese igualmente eternas en una divinidad todopoderosa–, ten piedad de mí, mísero,despreciable y detestable pecador, que ante tu soberana majestad confieso mi vida entodo tiempo pecadora.

»Así como me regalas, buen y clemente Señor, la gracia de reconocer mis pecados,concédeme también que me duela de ellos no sólo en palabras, sino también de profundocorazón, y que me desdiga enteramente de ellos. Perdóname también aquellos pecadosque por mi propia culpa, por mis malas cualidades y bajas costumbres no reconozcocomo tales, puesto que mi razón está tan cegada por la sensualidad. Ilumina, Señor, micorazón, concédeme tu gracia para conocer y ver todos los pecados, y perdona aquellosque olvidé por descuido, recuérdamelos en tu clemencia para que sea purificadocompletamente de ellos...»[12].

Éstos eran «los secretos de su corazón», a los que aludía en su último abrazo a

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Margaret. Eran las ansias de llegar por fin a su hogar, ansias que hacía ya largo tiempoque crecían en él y que ahora casi estallaban en su interior y le acercaban a la muerte:«Dios glorioso, dame la gracia de, sin ninguna mirada más al mundo, unir de antemanocompletamente mi corazón con el tuyo, descansando en él, para que con el apóstol Pablopueda decir: para mí, el mundo está crucificado, y yo lo estoy para él. Deseo acabar yestar junto a Cristo... Dios todopoderoso: enséñame a hacer Tu voluntad»[13].

Su entrega a Dios, que ya no se ve impedida por consideración terrena o apegohumano alguno, le hace pedirle ya sólo, más allá del miedo físico ostensible, estar endisposiciones de ofrecer también éste, como todos los demás sufrimientos, y de hacerlofructificar. Ofrecer más, dar más fruto: «Señor, concédeme la gracia de, en mi miedo demuerte, pensar en el gran temor y en la agonía de muerte que padeciste Tú, mi Redentor,en el Huerto de los Olivos, para que con la meditación de estos sufrimientos recibaconfortamiento y consolación, para salvación de mi alma... Dios todopoderoso, aparta demí toda vanidad, todo deseo de alabanza propia, toda pereza, codicia, gula y sensualidad,todo acceso de ira, todo pensamiento de venganza, toda alegría del mal ajeno, todoplacer de irritar y provocar a un religioso, todo agrado en la confiscación de bienes o enel ultraje de algún sacerdote en sus necesidades y tentaciones».

Nunca se debería pasar por encima, sin considerarlas, de palabras como éstas,escritas en la expectación de la cercana muerte. Él, Moro, había conocido muy bien eseagrado y ese placer; y, de forma comprensible o no, justificada o no, también él habíapagado su tributo al espíritu de su tiempo. Ahora se arrepentía. Le dolía habersecomportado frente a un sacerdote alguna vez de manera distinta que con respeto.También aquí vencieron finalmente en él la magnanimidad y la misericordia.

«Concédeme, Señor –así rezaba–, una fe irreducida y no debilitada, una esperanzafirme, una caridad vigorosa y un amor a Dios que sea incomparablemente mayor que miamor a mí mismo. Haz que ame todo relacionándolo contigo, que no ame nada que a TiTe desagrade...

»Perdóname, bondadosísimo Padre, la temeridad de presentarte tan grandes súplicas,yo que soy tan malo y pecador y tan indigno de recibir ni lo más mínimo de ellas. Pero,Señor, estos ruegos son de tal género que tengo que expresarlos y aún serían mayores simis muchos pecados no se opusieran; pecados de los que Tú, oh Santísima Trinidad, enTu bondad has prometido purificarme con la Sangre preciosa que manó de Tu cuerpoinmaculado, oh amado Salvador Jesucristo, bajo los múltiples tormentos de Tu pasiónamarguísima.

»Aparta de mí, oh Señor, esta tibieza, esta fría manera de contemplación y estainsensibilidad con la que te rezo a Ti. Dame calor, alegría y vigilancia espiritual en mispensamientos sobre Ti. Y concédeme la gracia de ansiar Tus santos Sacramentos, pero,ante todo, de estar lleno de alegría en presencia de Tu Cuerpo Sagrado, amado Salvador

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Jesucristo, en el santo Sacramento del Altar. Concédeme que te dé gracias debidamentepor las tribulaciones que tú sufres por ello, y que, en su recuerdo, me acuerde también,con cariño y compasión, de Tu indescriptiblemente amarga Pasión»[14].

Rezar por la propia alma incluye necesariamente el hacerlo por las de los demás, delos amigos, los enemigos, pedir por todos: «Oh Señor, haznos hoy mismo partícipes deeste sagrado Sacramento en una realidad plena e íntegra; haznos diariamente, amadoSalvador, miembros vivos de Tu santo Cuerpo místico, de Tu Iglesia católica... Diostodopoderoso, ten piedad de ... y de ... y de todos los que me quieren mal y deseanhacerme un daño. Ten consideración con sus faltas, igual que con las mías, y haznosmejores a todos con los medios tan suaves y clementes que sabe encontrar Tu sabiduríainfinita, para que, como almas redimidas, vivamos en comunidad contigo y con tussantos en el cielo, unidos en el amor. ¡Oh gloriosa Trinidad, por el amargo sufrimiento denuestro Señor Jesucristo! Amén»[15].

Durante todo el tiempo de prisión, Antonio Bonvisi, un viejo amigo de Moro, habíademostrado ser un fiel ayudante. Aunque su familia, procedente de Lucca, se habíaestablecido en Londres ya a finales del siglo XV, se le tenía por un extranjero. Por eso leestaba permitido mandar tres veces a la semana alimentos a los presos Fisher y Moro, yhacerles llegar en el invierno ropa caliente. A él le da Tomás, en una carta de despedida –la penúltima escrita por él– las gracias de manera conmovedora: «Quiero decirte enalgunas líneas cómo me levantaron la moral en mi desgracia las pruebas de tu amistad...Desde siempre consideré nuestro mutuo acuerdo como algo maravilloso... QueridoAntonio, el más querido de mis amigos, pido al Altísimo –más ya no puedo hacer– que terecompense abundantemente todos los beneficios que me prestas a diario..., que Él seapiade de nosotros y nos haga llegar de esta accidentada vida a la paz del cielo, donde yano es necesario escribir cartas, donde ya no nos separan muros, donde ya ningúncarcelero escucha nuestras conversaciones. Allí gozaremos de la felicidad eterna conDios Padre, con su Hijo único, nuestro Señor y Redentor Jesucristo, y con el EspírituSanto, el Consolador, que procede del Hijo y del Padre. Que, en la esperanza de estasalegrías, Dios todopoderoso se digne concederte a ti, mi querido Antonio, a mí y a todoslos hombres, la gracia de valorar en muy poco todas las riquezas de este mundo, toda lagloria y hasta la vida...». A su firma, Tomás añade las palabras: «Sería innecesario ponerla palabra “tuyo” delante de mi nombre; pues ya sabes que has ganado todo mi cariñocon todos tus favores. Además, he llegado a un punto en el que ya no doy importancia aquién pertenezco aquí abajo»[16].

Dorothy Colly, la criada de Margaret Roper, tuvo hasta el final permiso para llevar alcondenado comida y vino. De este modo, tuvo ocasión de hablar unos momentos con él

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y de recibir su última carta. Está escrita con carbón, datada el 5 de julio y dirigida a suquerida hija. Después de haber enviado su bendición y sus saludos a todos sus hijos,nietos, ahijados y amigos, así como transmitido algunos pequeños encargos y pedidoalgunos favores, prosigue: «Para ti, seguramente me estoy convirtiendo en una carga, mibuena Margaret; sentiría que esto tuviese que durar más que hasta mañana. Pero mañanaes la vigilia de Santo Tomás y la octava de San Pedro. Me gustaría morir en ese día,sería una buena coincidencia. Nunca estimé tanto tu amor hacia mí como recientemente,cuando me besaste por última vez. Me alegré tanto de que no te preocuparas de lasconvenciones del mundo. Adiós, mi querida hija, reza por mí, como yo lo hago por ti ypor todos nuestros amigos, para que podamos volver a encontrarnos en las alegrías delcielo. Te doy gracias por todo el peso que has tomado sobre ti por mi causa... Devuelvea mi buena hija Clement la tabla de cálculos. Con Dios la bendigo, y a mi ahijado (JohnClement) y a todos los suyos. Dale también saludos a mi hijo John More. Me gusta tantosu modo tan natural. El Señor le bendiga a él y a su mujer, mi hija; que él (John) la amesiempre de todo corazón, como se merece»[17]. Junto con esta carta, Margaret recibióalgunos recuerdos; también la camisa-cilicio que Tomás llevó hasta el final y que ellavarias veces había lavado en secreto. Roper contó cómo lo descubrió una vez su cuñada:«Cuando en cierta ocasión, una tarde de verano, estaba cenando, sólo en jubón ypantalones y con una sencilla camisa sin gola ni cuello, lo notó mi hermana Moro (AnneCresacre) y empezó a reírse. Al darse cuenta, mi mujer, que estaba enterada, se lo indicóen secreto. Sintió que su nuera hubiese visto el cilicio y completó su atuendo»[18].

Siempre había evitado Moro todo lo que pudiera ser considerado como unaexhibición de su mundo interior, y especialmente de su vida religiosa, de su trato conDios. Y de seguro que ni siquiera el derecho del delincuente a decir unas últimas palabrasantes de la ejecución se hubiera convertido en una «demostración»; no hubiera hechofalta que Enrique le indicara, por medio de Thomas Pope, que debía usar de«discreción» («at your execution you shall not use many words»). Este buen Pope, unfuncionario judicial a quien Tomás conocía de tiempo atrás y con quien mantenía unarelación amistosa, apareció en las primeras horas del 6 de julio, un martes, como unángel del Cielo. El rey –así comentó– se había dignado conceder la ejecución de lasentencia por el hacha, ejecución que se había fijado para esa misma mañana a lasnueve.

Cualesquiera que fueran los motivos para la «real concesión de gracia», en verdadque el favor era grande e inesperado. El agradecimiento de Moro es indudablementesincero: «Maestro Pope, cordialmente os agradezco Vuestras buenas noticias. Desdehace mucho tiempo debo agradecimiento al rey por los muchos favores y honores de queme ha cubierto. Aún más he de agradecerle que me haya traído a este lugar, donde he

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tenido ocasión y tiempo de pensar en mi fin. Y, por Dios os lo digo, Maestro Pope, quequedo obligado con Su Majestad porque ha querido liberarme tan pronto de lossufrimientos de este triste mundo. Por ello no olvidaré rezar por él tanto aquí como en elotro mundo»[19].

Las últimas horas de Moro y su decapitación se han visto, en la tradición, ornadascon tantas anécdotas como una sala barroca con adornos. Uno no sabe hacia dóndedirigir su atención...[20]. Cuando el Gobernador llamó «un pícaro sin honor» al verdugo,a quien Tomás había hecho entrega de su abrigo de seda, regalo de Bonvisi, se dice queMoro replicó: «¿He de llamar pícaro a quien hoy me presta tan gran servicio?». Nos hanllegado también numerosas «frases desde el patíbulo»: «Señor Gobernador –así habríapedido el delincuente al pisar los destartalados escalones del patíbulo–, ayudadme a subircon seguridad, que para bajar ya me bastaré yo solo»; al verdugo se cuenta que le animó:«Ten valor, muchacho, y no tengas miedo de cumplir tu función. Mi cuello es corto; ten,pues, cuidado de dar un golpe certero, para que no seas considerado un principiante en tuoficio»; y, finalmente, arrodillado ya, habría retirado cuidadosamente la barba, crecidadurante la prisión, hacia un lado, diciendo: «Ésta no ha cometido alta traición». Es muyposible que todas estas sentencias, profundas y chistosas, sean verdaderas; a Tomás lecaracterizan muy oportunamente. Pero para nosotros es especialmente importante elúnico testigo ocular, de entre sus allegados, presente en la ejecución: Margaret Clement.Sólo ella estuvo en la ejecución... sin que Moro lo supiera. Por ella sabemos que el santosalió de la Torre al aire libre pálido y adelgazado, con barba larga, enmarañada, llevandotosca vestimenta gris, con una cruz roja entre las manos. Una mujer de entre losespectadores le ofreció un vaso de vino. Atentamente lo rechazó: «A mi Señor leofrecieron vinagre e hiel, no vino». Con gran esfuerzo subió al patíbulo. Al llegar arriba,se dirigió a los presentes pidiéndoles que rezaran por él en este mundo, que lo mismoharía él por ellos en el otro, y que dieran testimonio de que moría en la fe en la santaIglesia católica y por esa fe. Con fuerza les amonestó para que incluyeran al rey en susoraciones, para que Dios le enviara buenos consejeros. «Muero como fiel servidor delrey –concluyó–, pero antes, como servidor de Dios». A continuación se arrodilló pararezar el salmo 50: «Ten misericordia de mí, o Dios; Tú eres compasivo y misericordioso;por toda tu gracia elimina mi culpa. Limpia mi miseria hasta el final. Purifícame de mipecado». Abrazó al verdugo, que –según la costumbre– le pedía perdón arrodillado, sevendó a sí mismo los ojos con un pequeño pañuelo que traía y puso el cuello sobre lamadera.

Su cadáver, al principio, fue sepultado en la iglesia de San Pedro ad Vincula en lazona de la Torre. Su cabeza sustituyó a la de Fisher en el puente de Londres.

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El 4 de mayo de 1535 el padre y la hija vieron a los condenados: a los cartujos, alPadre Reynolds y al vicario Hale, llevados a la ejecución y alegres «como va el esposo ala boda». ¿Quién será capaz de imaginarse lo que en ese momento pasó por el interior deTomás y Margaret? Durante las largas horas de soledad en su celda, Tomás Moro enmuchas ocasiones había recurrido al Salterio como incomparable libro de consolación,del diálogo entre Dios y el hombre; había ido poniendo pequeñas anotaciones al margen:ideas, asociaciones, inspiraciones, que se le habían ido ocurriendo durante la lectura. Ensu totalidad ofrecen una visión profunda de su alma y, en cierto modo, nos compensantambién las lagunas en nuestro saber de los últimos meses en la vida de Moro.Desconocemos, por ejemplo, si en el momento de la ejecución se encontraba presente unsacerdote; si Tomás, antes de morir, pudo recibir los últimos sacramentos y, en general,hasta qué punto estaba asegurada la atención espiritual del prisionero. Roper y los otrosinformantes y testigos, ¿no habrían hablado de ello si, como especial crueldad, se lehubiera negado a Moro la recepción de los sacramentos antes de la ejecución y laasistencia del sacerdote en el patíbulo? ¿O es que ese mínimo de atención pastoral eraalgo tan natural que no hace falta citarlo expresamente? Sea como fuera... Durante losúltimos meses, semanas, días, Tomás vivió en una continua comunión espiritual, que sefue profundizando cada vez más y que prácticamente no se interrumpía. Y en ellaredactó dos conmovedores documentos, que llevan hasta la más profunda realidad de sudiálogo con Dios.

A cuarenta y siete de los ciento cincuenta salmos Moro hizo ciento setenta y doscomentarios, consistentes a menudo sólo en pocas palabras; a veces, en frases breves; enpocas ocasiones, en glosas algo más largas. Es imposible –y también innecesario–tratarlas aquí desde el aspecto filológico: Martz y Sylvester han realizado un excelentetrabajo. El agotar desde el punto de vista religioso la totalidad de las anotacionesrebasaría también el marco de estas consideraciones finales. Tenemos que conformarnoscon algunas, con pocas ideas. En primer lugar, a nosotros, cristianos de finales del sigloXX, nos llama la atención de qué forma tan impresionantemente densa y omnipresentese daba para Tomás Moro la realidad y la personalidad del mundo supraterreno,sobrenatural. La gran y simple categoría fundamental de la vida humana –la lucha entreDios y Satanás–, la lucha entre esos dos reinos, que lo mismo llena la historia del mundocomo se desencadena por cada alma humana, configurando el contenido real de la vidadel hombre: este hecho fundamental no resulta para Tomás de un sistema de ideas, ytampoco meramente de las experiencias de la historia y de la propia vida. Lasconsecuencias las extrae de una realidad, sentida y vivida cada día y cada hora y concada latido del corazón. Dios le era presente como su Padre; Jesucristo le tendía la mano;

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el Espíritu Santo le estaba hablando en el alma; su ángel custodio le acompañabasiempre. Pero del mismo modo sentía al diablo y sus secuaces, los malos espíritus,siempre al acecho. Los ángeles caídos no se cansaban de destruir en el débil hombre, conun enorme esfuerzo de artes seductoras y prácticas tentadoras, la consciencia de lafiliación divina.

Esta realidad elemental de su existencia se expresa en los numerosos comentarios deMoro a los salmos que se refieren a la presencia y los ataques de los demonios. Más decuarenta veces, Tomás se siente llevado por un versículo de los salmos a hablar de laamenaza constante por el «diabolus» y por los malos espíritus presentes en el mundo. Sesiente advertido de su presencia y confirmado en la defensa contra ellos. Basten algunosejemplos para mostrarlo.

Junto al versículo: «No temo a los ejércitos del pueblo, que me rodean comoenemigos» (Ps 3, 6), escribe el prisionero: «Declaración de guerra contra los demonios».Al versículo: «Su garganta es una tumba abierta, aunque de adulaciones rebose sulengua» (Ps 5, 11), anota: «Contra los lazos de los demonios». Junto al versículo: «Perome tambaleé y se alegraron y se juntaron. Se juntaron todos contra mí, para castigar alinocente» (Ps 34, 16), escribe Moro la glosa marginal: «Los demonios se burlan denosotros, pero nosotros queremos ser humildes, serenos, sin impacientarnos; ayunando,rezando». Y, al mismo salmo, en el versículo 20: «Quienes injustamente me combaten,no se alegrarán por mí; no guiñarán los ojos quienes sin motivo me odian», anota laspalabras: «También los demonios nos adulan con falso cuidado».

Acusación falsa y testigos falsos son los que hacen caer a Moro. «No me entregues –se lee en el versículo 16 del Salmo 26– al ansia de mis enemigos, pues testigosmentirosos se alzan contra mí, hombres que piensan en perdición». Y Tomás anota almargen una sola palabra: «Calumnia», en latín, que significa violación del derecho,canallada, fraude. Sabe de qué está hablando.

Lo mismo que a su propio apremio, también traspone la llamada, la oración delsalmista al apremio general: «Haz milagros de tu misericordia, pues salvas del enemigo aquienes se refugian en tu diestra» (Ps 16, 7), y al lado, de puño y letra de Moro:«Oración del pueblo cristiano contra el poder de los turcos». Junto al pasaje: «Por mí nose avergonzarán quienes en Ti esperan, Señor, Señor de los ejércitos celestiales» (Ps 68,9), anota: «Para que lo recen los húngaros fieles en época de apremio, cuando crece elpoder de los turcos y muchos húngaros caen en la falsa fe de los turcos». Las dos veces–y hay otros pasajes del mismo tenor– no hay duda de que Tomás se refiere en primerlugar al peligro concreto de los turcos para su época y sólo en segundo lugar al apremioen la fe de los católicos perseguidos. El punto de comparación en que está pensando sólo

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se entiende si se tiene en cuenta el contexto de otros versículos: «Dios, Tú conoces minecedad y mis culpas no Te están escondidas» (Ps 68, 8) y «Que no se avergüencen demí quienes Te buscan, Dios de Israel» (Ps 68, 10). Su comentario recomienda una doblepetición: perseverancia en el buen ejemplo y la gracia de no arrastrar a los hermanos alalejamiento de Dios por causa de los propios fallos, que tienen efectos contagiosos.

Hemos conocido a Tomás como padre de su familia y de su comunidad doméstica;su cariño se expresaba sobre todo en una educación que se basaba en las verdades de lafe y conducía hacia ellas. Aún poco antes de su muerte, amonesta la conciencia dequienes actúan de forma diferente frente a los suyos. En el Salmo 105, el versículo 39dice: «Como sacrificio ofrecieron a sus hijos, a sus hijas las entregaron a los demonios».Tomás anota al margen: «Así hacen quienes les educan mal (a sus hijos)». Y al Salmo48, referido a la nulidad del bienestar en la tierra y cuyo versículo 17 dice: «No teatemorices si alguien se enriquece», anota toda la suma de su experiencia sobre estetema: «Orgullo de los ricos, digno de compasión».

Incluso a la espera de la pronta muerte, los pensamientos y las oraciones de Moronunca giran en torno a sí mismo; al mirar su propia miseria, que necesita de la salvación,siempre tiene también ante los ojos los pecados y las ignominias de los demás cristianos.No sólo en el pecado original, que parte de los primeros padres, son los hombressolidarios entre sí, sino también en la culpa personal. Y en la penitencia por ella: todaculpa de un hombre afecta a todos, se refiere a todos. Los estados, tras catástrofes oguerras, dictan «Leyes de compensación por los daños», que se basan en el deber moralde que la miseria general tiene que ser repartida entre todos los miembros de lacomunidad y que quienes han sufrido menos tienen que ayudar a salir adelante a quienesmás daños han padecido. La «ley divina de compensación», que lleva el nombre deJesucristo, es tan sublime y de tan misteriosa profundidad que escapa a nuestracomprensión. Pero sí sabemos que quien es miembro del Cuerpo Místico de Cristo,quien forma parte de él, actúa con, pena con y sufre con y por todos los demásmiembros, más: por todos los que tienen rostro humano.

Por ello, el otro gran tema en las glosas marginales de Moro al salterio es la«penitencia por los pecados». Con ello estamos hablando de arrepentimiento ydesagravio como acto de amor y como acto jurídico, para sanar las heridas queculpablemente infligimos nosotros a la unidad, fundada en Dios, de amor y justicia. Unay otra vez, Moro escucha en las palabras del salmista la llamada a la penitencia y latransmite, así en los Salmos 3, 6, 12, 24, 31 y 105, por citar sólo algunos. Si en elversículo 5 del Salmo 3 se dice: «Me recosté a descansar y dormí; me levanté de nuevo,porque el Señor me había aceptado», Tomás transpone este «sueño» y este «volver a

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levantarse» a la vida del alma y comenta: «(Se está refiriendo) al que se levanta de supecado». Y la súplica del orante veterotestamentario: «No me amonestes, Señor, en tuira; en tu cólera no me castigues» (Ps 6, 1), Moro la entiende como «la súplica deperdón por el pecado». Junto al versículo 5 del Salmo 31 (del segundo salmopenitencial), que reza: «Entonces te confesé mi pecado, ya no te oculté mi culpa»,escribe el prisionero: «Confessio peccati», la Confesión. En otro lugar vuelve a hablar deella. La suplicante cuestión de aquel cuya alma está oscura y en «sequía» espiritual:«¿Por cuánto tiempo, Señor, vas a olvidarme? ¿Por cuánto tiempo apartarás tu rostro demí?» (Ps 12, 1), la interpreta Moro como oración de petición por una buena confesión,que traiga la paz: «Quien tenga escrúpulos en la confesión –comenta– y no se sientalimpio en su interior, que rece este salmo». A quien sale del confesonario inquieto y sinsentirse liberado, porque no es capaz de verse a sí mismo y sus actos correctamente, y aquien cree no haberse confesado de forma completa, por lo que teme no haber sidoperdonado, Tomás le aconseja que con sencillez le diga al Señor: «Da luz a mis ojos,para que no duerma en la muerte; que mi enemigo no se enorgullezca diciendo: Le hedominado» (Ps 12, 4). No es que recomiende el desenfado en estas cuestiones, usual ennuestros días, sino la petición, de corazón y sincera, de una mayor claridad.

Mientras pudo hablar y escribir, Moro nunca buscó adormecer los miedos del hombrepor medio de una relativización de las verdades de fe, sino consolar por medio de unamoroso tomarse en serio la doctrina de la fe. La majestad de Dios, fundida con supaterna bondad, exige al hombre respeto adorante e invita a filial confianza. Por eso, enel salterio de Moro se encuentran muchas veces las expresiones de «maiestas Dei» y«fiducia in Deum», confianza en Dios. A Dios se debe dirigir la oración de acción degracias, como en el Salmo 84, que comienza con las palabras: «Gracia has concedido,Señor, a tu tierra» y al que Tomás comenta: «Oración tras la victoria... sobre los turcos osobre los malos espíritus de la tentación; o como acción de gracias tras superar la peste,la sequía, tras la lluvia». Y a Dios se debe dirigir la oración que expresa el ansia de Él,como en el Salmo 83, donde se dice: «¡Cuán amables son tus moradas, Señor de losejércitos celestiales! Mi alma se deshace en ansia de los atrios del Señor». Y, al margen,el comentario de Moro: «Oración de un prisionero o un enfermo, atado a su lecho ysuspirando por la casa de Dios, o de un creyente, ansiando el Cielo».

Diálogo con Dios, diálogo de una persona «in tribulatione», en la tribulación, en elvíacrucis; pero de una persona que no está sola, a cuyo lado camina Cristo. El Salmo 37(tercer salmo penitencial) contiene los sobrecogedores versículos: «Quienes buscanquitarme la vida me ponen trampas; quienes me quieren mal, me amenazan conperdición; siempre están tramando falsedad... Pero yo no oigo, soy como alguien queestá sordo, como un mudo que no abre su boca...». A este pasaje es al que Moro ha

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escrito el más largo comentario marginal: «Así debe comportarse el manso de corazón enla tribulación; no debe ni pronunciar discursos vanidosos ni contestar a palabrasmalvadas; sino que debe bendecir a quienes le desprecian y gustosamente aceptar elsufrimiento... por justicia, si lo ha merecido; y por Dios, si no lo ha merecido».

Ha llegado Tomás al final de su camino. «El manso de corazón»: ahora, él lo es.Pero tampoco él había nacido como tal. También él había conocido en tiempos elorgullo, la superioridad, la egocéntrica alegría mundana, pero se habían derretido comotrozos de hielo al sol. Paso a paso se había ido acercando al humilde varón de dolores,hasta estar finalmente, como éste ante Pilato, mudo ante los poderosos del mundo. SiAquel que estaba totalmente sin culpa, desde la Cruz había dicho las insondablementeamorosas palabras «Perdónales porque no saben lo que hacen», entonces el injustamentecondenado, sufriendo su sino amargo, pero nunca totalmente libre de culpa, es decir, deforma no totalmente inmerecida, también tenía que perdonar.

Más aún: tenía incluso que estar agradecido por intrigas y enemistades, por dolor yacoso, pues eran causa de su salvación. Nadie lo ha expresado de una forma que incidatanto en el corazón como Moro en las notas marginales a su libro de horas. Comprendentreinta y siete versos, que, juntos, componen la llamada «Goodly Meditation». Estánescritos en inglés en los márgenes superior e inferior de las páginas de este libro deoraciones marianas, que contiene himnos y salmos junto a oraciones expresamentededicadas a la Santísima Virgen. Con el mismo orden que un breviario, del que formanun complemento, las horas marianas se rezaban al tiempo de las horas canónicas demaitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completa. Los comentarios deMoro se encuentran en las páginas de la primera, la tercera y la sexta hora, es decir, delas seis y las nueve de la mañana y las doce del mediodía. Cada hora contiene lacontraposición, en imágenes, del comienzo y del final de la vida terrena de Jesucristo. Alos tres grandes grabados, que representan el nacimiento del Señor, la Anunciación a lospastores y la Adoración de los Magos se contraponen tres grabados más pequeños conJesucristo ante Pilatos, coronado de espinas y con la Cruz a cuestas.

El hablar de todo esto no es superfluo, porque sólo se entiende lo que a Moro leafectaba en el alma si con él se van siguiendo las escenas contrastadas: si se le sigue alportal, donde María y José, con el buey y la mula –las criaturas– se inclinan ante elrecién nacido con respeto y admiración. «Dame tu gracia, buen Señor, para tener enpoco este mundo», escribe Moro al margen. Un mundo que no cumple lo que promete.Es cosa del cristiano el mantener su alegría en el apuro. «Haz que lleno de alegría,querido Señor, piense en Ti y que devotamente pida Tu ayuda», se dice en la página quemuestra a Cristo atado ante el gobernador. Y a la imagen dedicada a la anunciación de losángeles a los pastores, anota: «El reconocer mi maldad, mi miseria, y hacerme humildeen Tu mano». Sabe que no puede haber alegría y paz si no nacen de cada corazón, de

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cada persona. «Hoy os ha nacido el Redentor», cantaron los ángeles. «Ecce homo»,gritó Pilato al populacho, mientras les mostraba al rey del escarnio. El varón de dolores:es el Redentor. La corona de espinas: gaudium magnum, alegría grande. La Cruz: felixculpa, oh feliz culpa. ¿Quién puede entenderlo? «Haz que mi última hora siempre latenga ante mi mente –escribe Tomás–, que ante mis ojos tenga siempre al compañero deviaje, la muerte».

El tercer grabado, que ocupa toda una página, muestra a los tres Reyes Magos, enquienes sabiduría, esplendor y riqueza del mundo adoran al niño, cuya impotenciaesconde la omnipotencia de Dios, el misterio del amor. Moro pide a Dios que le preparebien para la muerte: «Para que nunca deje de considerar el infierno y pida perdón antesde que se acerque el Juez, considerando en el corazón lo que Jesucristo sufrió por mí».Como niño llegó el Amor al mundo, como Juez retornará. Pero como Hijo del hombre enla Cruz está entre nosotros. «Haz que como mejor amigo –escribe el prisionero almargen de este grabado– reconozca a mi peor enemigo. Los hermanos de José, si lehubieran tratado con cariño y simpatía, no habrían podido hacerle tanto bien como porsu odio y envidia».

Entre las muchas cualidades hermosas de este hombre, de Tomás Moro, quizá la máshermosa y la más importante fue la «fortitudo», la fortaleza. Ésta, uno de los siete donesdel Espíritu Santo, siempre emparentado con la humildad y la sinceridad, constituía elnúcleo de su personalidad. En descubrirlo y mantenerlo había consistido el verdaderosentido de su vida... bien sabía él lo que necesitaba para ello y bien que lo pedía en laoración:

«Tu gracia dame, buen Señor, / para tener en poco este mundo; / para unir fuerte mialma a Ti, / para no depender de boca de hombre y de mano de hombre. / Haz queacepte el estar solo / y que no tenga deseos de compañerismo del mundo. / Haz que todopaso que me aleje de él / separe mi corazón del activismo mundano; / que no mesuponga atractivo, sino tormento / el oír elucubraciones, parloteos mundanos. / Haz quelleno de alegría, querido Señor, piense en Ti / y devotamente pida tu ayuda. / Concédemeque confíe del todo en tu consuelo / y que Te ame como premio a mis esfuerzos; / quereconozca mi maldad, la miseria, / y en tu mano me haga humilde. / Señor, damedisposición de dolerme de mis pecados, / de pacientemente llevar dolor en penitencia. /Alabo, Señor, lo que ya en la tierra me purifica; / haz que en miseria y contradicción seaalegre. / Que recorra el estrecho camino hacia la vida, / que a la Cruz de Cristo prestemis hombros; / que mi última hora tenga en mente, / ante los ojos el compañero de viaje,la muerte. / Dámela, Señor, a mi lado / para que nunca deje de considerar el infierno / ypida perdón, antes de que se acerque el Juez, / teniendo en el corazón cuánto sufrióCristo por mí. / Haz que toda mi vida agradezca que Él haya sido bueno; / que haya

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vuelto a comprar el tiempo perdido; / de ruido de palabras, de palabrerías, líbrame / ytambién de disfrute necio, escandaloso. / Que evite tonto ocio vanidoso / y lo que ofreceel mundo en alegrías: / amistades, libertad, ganas de vivir, que ansiamos; / si sólo consigollegar a Cristo, que todo lo demás lo considere en nada. / Como mi mejor amigoayúdame a reconocer / a mi peor enemigo. Los hermanos de José, / con todo cariño ysimpatía no hubieran podido hacerle tan gran favor como con odio y envidia. / Tenertodo esto en cuenta es infinitamente más útil / que toda la riqueza de los príncipes de estemundo, / que todo el bien y el dinero de cristianos y paganos, / aunque estuvieraacumulado en montañas».

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EPÍLOGO

Cuando en 1973, el día 6 de julio, aniversario de la muerte de Moro, prometí alpárroco de mi parroquia, Santo Tomás Moro, en Colonia, escribir un libro sobre un santotan «actual», no sabía en qué me metía. Aparte de ciertas dificultades que se derivabande la situación de las fuentes y del hecho de que no soy experto en temas ingleses ni,entre los historiadores, en los comienzos de la Edad Moderna, había un problema aúnmás profundo: con toda mi admiración y mi simpatía por el gran inglés, al principio noconseguía encontrar la clave de su personalidad y de su obra. Con gran claridad me dabacuenta de que mi exposición amenazaba con quedarse en lo convencional-biográfico.Sólo el encuentro intelectual y espiritual con el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer,Fundador del Opus Dei, fallecido en 1975, me abrió esa perspectiva cristiana del mundoy de la historia que me capacitó para una comprensión específica y muy necesaria,acorde con nuestro tiempo, de la figura de Moro.

Esta visión específica, que he tratado de transmitir al lector, bascula en torno a dosconceptos centrales: la unidad de vida y la filiación divina, dos realidades inseparablesque conformaron el núcleo de la vida y la doctrina de Escrivá de Balaguer. Laespiritualidad cristiana, durante toda la Edad Media y hasta nuestros días, ha estadomarcada por una dicotomía, un paralelismo inconnexo entre estar en el mundo, «vitaactiva», camino del laico, de un lado, y fuga del mundo, «vita contemplativa», caminodel clérigo, del religioso, de otro. Aquél era el camino normal, éste el selecto; aquél, elcorriente, éste, el perfecto. Muy poco a poco vamos empezando a comprender cuánto hasupuesto esa separación para el mundo cristiano; y apenas alcanzamos a atisbar laenorme importancia que tiene la superación de ese apartamiento, en esa revolución quepara siempre quedará vinculada al nombre de Escrivá de Balaguer.

Este joven sacerdote, que en 1928 fundó el Opus Dei, volvió a traer a la concienciaalgo que a lo largo de los siglos prácticamente se había olvidado, algo que él transformóen vida vivida, real, de un número creciente de cristianos, preparando así de formadecisiva el camino para la proclamación solemne de esas verdades redescubiertas,proclamación hecha en el Concilio Vaticano II: que cada hombre está llamado a lasantidad, incoada en el Bautismo, de acuerdo con las palabras del Señor: «Sed perfectos,como vuestro Padre celestial es perfecto». Este mandato, dado a todos, está vigentetambién para el cristiano «en medio del mundo»; y el realizarlo precisamente allí, esperfectamente posible; es más, tiene que ser el camino normal, natural. Para ser santo (yésta es la meta que el Amor divino ha planteado al hombre), no hay que abandonar elmundo, retirarse a un convento o ser ordenado sacerdote. «Describo –dice Mons.Escrivá de Balaguer– la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se

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encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y enlos ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día»[1]. Y, en otro lugar: «Todatu vida –el corazón y las obras, la inteligencia y las palabras– llena de Dios... Todo elpanorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio lapresencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria»[2].

En la práctica, durante siglos se había impuesto la idea de que el «hijo del mundo»estaba llamado y capacitado sólo para un nivel más bajo de seguimiento de Cristo,mientras que la entrega total y el camino de la santidad quedaban reservados a losreligiosos y clérigos. Por eso, hasta hoy, entre los santos canonizados se encuentranrelativamente pocos que hayan sido, por ejemplo, padres y madres de familia normales,«gente del mundo». Uno de estos pocos es Tomás Moro. No cabe duda de que fue ungran santo, cuya canonización, sin embargo, se realizó por su martirio y nofundamentalmente por su santificación de la vida de familia, de la profesión, de su papelen la sociedad. Él mismo consideró todo esto más bien como un impedimento, de formacreciente además, y no como medio de santidad. Como hijo de su época sufrió por laaparentemente insuperable tensión entre entrega sin condiciones a Cristo y vida en elmundo, de la que ansiaba salir, ya como persona joven y luego de forma creciente segúniba envejeciendo. Sólo quien haya experimentado esto comienza a intuir el hecholiberador que supone el que el Fundador del Opus Dei haya hecho ver que lasantificación que se encomienda a cada uno es santificación del mundo en el mundo, y elque él mismo haya dado ánimos para esta tarea, evitando el deseo de retirarse de él.

Vivía Tomás Moro en conciencia y consideración constantes de su filiación divina.Es ésta una verdad fundamental de la fe y una actitud fundamental del amor; Jesucristomismo la puso en el centro, además de forma textual: «Llamó a un niño, lo puso enmedio de ellos y les dijo: En verdad os digo, que si no os hacéis como este niño, noentraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 2-3). A pesar de ello, esta realidad –tanto en ladoctrina pastoral práctica como en la vida cotidiana del cristiano– casi había caído en elolvido, hasta que el Beato Escrivá de Balaguer enseñó al «hombre moderno» apracticarla de nuevo. «Si nos dejamos guiar –escribe– por ese principio de vida presenteen nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nosabandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad conque un niño se arroja en los brazos de su padre... Viejo camino interior de infancia,siempre actual...»[3]. Este camino lo recorrió Tomás Moro. Vivió en una época en que lapregunta por la naturaleza y el camino de la santificación cristiana se planteaba de unaforma insuficiente, por lo que se llegaba a respuestas parciales, demasiado cortas. Estotenía que ser superado –y lo era en casos concretos– gracias a virtudes vividas en grado

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heroico. Moro, que disponía de ellas en abundancia, llegó a la meta que Dios le planteóen su tiempo; pues su vida, su obra, su personalidad se asemejan a una elipse con dosfocos: «unidad de vida» y «filiación divina».

Desde hace mucho tiempo no se ha publicado, de pluma de autor alemán, unabiografía extensa de Moro, que tenga en cuenta suficientemente todos los aspectos deesta personalidad extraordinaria y de su época. No faltan estudios de detalle, artículos yconferencias y, sobre todo, de la Utopía se ha escrito mucho hasta nuestros días, adiferencia de otras obras de Moro, sobre las que poco se ha publicado. Tampoco en estelibro se han podido tener en cuenta por igual todas sus obras. Así, no he tratado algunascomo Dialogue concerning Heresies o Debellation of Salem and Bizance; otras sólohan sido estudiadas al margen, como Apology, Treatise on the Passion o De TristitiaChristi; y la Supplication of Souls se ha tratado partiendo tan sólo de la traducciónfrancesa de Marc’hadour. Han sido necesarias estas imposiciones, para poder limitar laextensión del libro y también para asegurar su publicación con ocasión del 500aniversario del nacimiento de Moro.

Dentro de unos años se habrá completado la «Yale Edition» de las «Complete Worksof St. Thomas More» y esperemos que, al menos parcialmente, encuentre camino a unatraducción alemana. En los casos en que existe una versión alemana correcta de algunasobras o de la correspondencia, la he utilizado, si bien en algunos casos introduciendomejoras lingüísticas. Entre la rica bibliografía sobre Moro existen algunas obras clave,como las biografías de Bremond, Chambers, Prada y Reynolds, que nadie que escribasobre Moro puede dejar de lado. Estoy obligado a ellas, especialmente a Chambers yPrada. Sin la labor investigadora de Germain Marc’hadour, la redacción de este librohubiera sido aún más difícil. A él le debo ante todo mi agradecimiento.

Por sugerencias, consejo y ánimo continuado en los trabajos de este libro debocordial agradecimiento a mis amigos, Rev. Dr. D. Joaquín Alonso y Rev. Dr. D. RolfThomas, ambos en Roma; también al Rev. señor párroco Gustav van de Loo, de laparroquia de Santo Tomás Moro en Colonia, que puso a mi disposición su rica bibliotecamoreana. Sinceramente agradecido estoy también a mis colaboradores, que con su ayudaen los difíciles y en parte muy extensos trabajos de traducción contribuyeron a que labiografía se pudiera terminar en el plazo previsto: Emanuel Kolly (Colonia), que colaboróen la traducción de la versión francesa de Supplication of Souls; Widmar Puhl (Colonia),que tradujo del español parte de la biografía de Prada; y sobre todo, Gerda Taxl (Viena)y Wendelin Wetzel (Heidelberg), que tradujeron por primera vez al alemán buena partede las obras de Moro y también comentarios a ellas.

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CRONOLOGÍA

1477/78El día 6 ó 7 de febrero nace en Londres Thomas More (o, en forma latinizada,Morus), como segundo hijo y primer hijo varón de John More (aprox. 1451-1530) y de su primera mujer, Agnes Graunger.

1483 Ricardo, Duque de Gloucester, manda asesinar a sus sobrinos, los hijos deEduardo IV, y se convierte en Rey de Inglaterra, con el nombre de Ricardo III.

1485Enrique Tudor, tras vencer a Ricardo III en la batalla de Bosworth, seconvierte en Rey de Inglaterra, como Enrique VII. La dinastía Tudor reinaráen Inglaterra hasta 1603.

1486 Giovanni Pico della Mirandola publica en Roma 900 tesis de su filosofíasincretista.

1487 Bartolomé Díaz rodea por vez primera el Cabo de Buena Esperanza, la puntameridional de África.

apr.1490Tomás Moro, estudiante en el Colegio de San Antonio en Londres. Esadmitido como paje en casa del Arzobispo y Lord-Canciller Morton (fallecidoen 1500).

1491 Nace el Príncipe Enrique, futuro Enrique VIII, segundo hijo de Enrique VII.

1492Tomás Moro va a la Universidad de Oxford.Descubrimiento de América.Conquista de Granada, la última plaza árabe en España.

1494

Por deseo de su padre, Tomás Moro deja Oxford y pasa a estudiar Derecho enla Escuela Jurídica de New Inn en Londres.Con la entrada del rey francés Carlos VIII en Italia comienzan las disensionesentre Francia y la casa de Austria por el poder en Italia, que durarán decenios.

1496 Tomás Moro, estudiante de Derecho en la Escuela de Lincoln’s Inn.1497 Nace en Augsburgo Hans Holbein el Joven (muerto en Inglaterra en 1543).1499 Erasmo de Rotterdam, en Inglaterra. Primer contacto con Tomás Moro.1499-1503 Tomás trabaja como abogado y vive, como huésped, en la cartuja de Londres.

1500Nace Carlos de Austria y Borgoña, el futuro Emperador Carlos V. Como nietodel Emperador Maximiliano y de los Reyes Católicos, Isabel de Castilla yFernando de Aragón, hereda los reinos de la Casa de Austria y los de España.

1501

Clases de Moro en la iglesia de San Lorenzo sobre La ciudad de Dios de SanAgustín. Estudio del griego junto con William Grocyn y Thomas Linacre.Traducciones del griego junto con William Lily. Lector en la Escuela Jurídicade Furnivall’s Inn.Matrimonio del Príncipe Arturo, hijo mayor de Enrique VII, con Catalina de

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Aragón, hija de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

1502Se publica la obra de Erasmo Enchiridion militis christiani («Manual delsoldado cristiano»).Muerte del Príncipe Arturo.

apr.1503 Tomás Moro escribe poesías en inglés (entre otras, Nine Pageants).

1503 Convenio matrimonial entre Enrique, ahora príncipe de Gales y heredero altrono, y Catalina, viuda de su hermano.

1504 Tomás Moro, miembro del Parlamento. Se opone a pretensiones dinerarias deEnrique VII.

1505

Tomás se casa en enero con Jane Colt, la hija mayor de Sir John Colt, deNetherhall (Essex). El joven matrimonio vive en Bucklesbury. En octubre naceel primer hijo, Margaret.Tomás traduce al inglés la biografía de Giovanni Pico della Mirandola, escritapor su sobrino Gianfrancesco.

1505/06 Moro traduce a Lucano. Erasmo, huésped en Bucklesbury.1506 Nace la segunda hija de Moro, Elizabeth.1507 Nace la tercera hija, Cicely.1508(?) Visita de las ciudades de París y Lovaina y de sus universidades.

1509

Nace el único hijo varón de Tomás, John. Muerte de Enrique VII (21 de abril).Enrique VIII se casa con Catalina el 3 de junio.Erasmo, a su regreso de Italia, escribe el Elogio de la locura, dedicado aMoro.

1510 Tomás Moro, miembro del primer Parlamento convocado por Enrique VIII.

1511Muere Jane More, a la edad de veintitrés años. Segundo matrimonio con AliceMiddleton (nacida alrededor de 1471), desde 1509 viuda de John Middleton,comerciante de paños en Londres.

1513

Es elegido Papa León X (Médici).Victoria de los ingleses sobre los franceses, con quienes estaban en guerradesde 1511, en la «Batalla de las espuelas», cerca de Guingate. Victoria sobrelos escoceses, aliados de los franceses, en la batalla de Flodden.

1514-1518 Tomás escribe la Historia de Ricardo III, en versión inglesa y latina.

1514 Thomas Wolsey es nombrado Lord-Canciller.Niccolò Machiavelli escribe Il Principe (no se publicará hasta 1532).

1515

Desde marzo hasta octubre, Tomás Moro permanece con una delegacióncomercial en Flandes. Allí se encuentra con Erasmo, Peter Gillis (PetrusAegidius), Hieronymus Busleyden. Comienza a redactar la Utopía.Controversia con Martin van Dorp.Francisco I, rey de Francia. Comienza la reconquista de Italia; victoria sobre

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los suizos en Marignano.

1516

Completa la Utopía añadiéndole el «primer libro». En diciembre se publica laobra en Lovaina.Nace la Princesa María, hija de Enrique y de Catalina. Como Reina, seráMaría I la Católica, la «Sangrienta», 1552-1558.Carlos de Austria y de Borgoña, al morir su abuelo Fernando de Aragón, pasaa ser rey de España, con el título de Carlos I.

1517

Tomás Moro entra a trabajar para el rey y pasa a ser miembro de su Consejo.Desde agosto hasta septiembre, en misión extranjera, esta vez en Calais.Martín Lutero publica en Wittenberg 95 tesis sobre el debate de lasindulgencias. Comienza el protestantismo en Alemania.

1518 Se imprimen en Basilea la Utopía y Epigrammata de Moro. En julio, Tomásse retira de su cargo de subsheriff.

1519 Tomás escribe la Carta a un monje.Carlos V, Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico.

1520

Durante la visita de Carlos V a Canterbury y Londres, Tomás Moro acompañaal rey Enrique VIII y forma también parte de la Comisión que negocia con elEmperador un nuevo Tratado.En junio, encuentro de Enrique con Francisco I en el «Campo Dorado» cercade Boulogne. Tomás, en el séquito de su rey, se reúne con Guillaume Budé(Budaeus) y Francis Cranevelt. A comienzos de julio, Moro acompaña al rey alencuentro con Carlos V en Gravelines. Conoce a Juan Luis Vives, el humanistaespañol, y se encuentra con Erasmo en Brujas, en casa de Cranevelt.Los tres grandes escritos reformatorios de Lutero: A la nobleza cristiana denación alemana; De la esclavitud babilónica de la Iglesia; De la libertad deun cristiano.

1521

Moro es nombrado Vicecanciller del Tesoro y ascendido a la nobleza. Su hijaMargaret se casa con William Roper. Tomás acompaña a Wolsey a Calais yBrujas y negocia con representantes de la Hansa. Encuentro con Erasmo yVives.Enrique VIII escribe su libro Assertio septem Sacramentorum, dirigido contraLutero y su doctrina de los sacramentos. León X le otorga el título de«Defensor fidei».

1522

Fragmento del tratado de Moro Treatise of the Four Last Things. Durante lavisita del Emperador Carlos V a Londres (6 de junio), pronuncia el discursooficial de bienvenida.Tratado de asociación entre Enrique y Carlos, firmado en Windsor. Invasión detropas inglesas en Francia.

1521/22 El holandés Adrian Florinsz, elegido Papa, con el título de Adriano VI (muertoen 1523).

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1523 La Responsio ad Lutherum, de Tomás Moro, iniciada en enero, se publica endiciembre. Es elegido portavoz de la «House of Commons».Giulio Médici, Papa: Clemente VII (muerto en 1534).

1524 Moro, High-Steward de la Universidad de Oxford. Compra el inmueble enChelsea. Erasmo se opone a Lutero con el escrito De libero arbitrio.

1524/25 Guerras campesinas en Alemania.

1525

Se le otorgan a Moro los territorios de Ducklington, Fringford y Barleypark.Miembro de la Comisión que debe preparar la paz con Francia. El 29 deseptiembre es nombrado Canciller del Ducado de Lancaster. El mismo día secasan sus hijas Elizabeth y Cicely.El escrito de Zuinglio Sobre la religión verdadera y falsa toma postura contraLutero.En la batalla de Pavía, Francisco I cae prisionero de Carlos V.

1526

Tomás Moro, juez en la Cámara de la Estrella. Hans Holbein, huésped de lafamilia Moro en Chelsea. William Tyndale (1483-1536) traduce en los PaísesBajos el Nuevo Testamento al inglés. Inglaterra se pasa del lado imperial alfrancés.

1527

Moro, miembro de la comisión encargada de negociar el nuevo acuerdo conFrancia. Con Wolsey viaja a Calais y Amiens. Tras el Tratado de Westminsterentre Enrique VIII y Francisco I (30 de abril), nuevo Tratado de colaboración,firmado en Amiens (18 de agosto).A su regreso a Inglaterra, Moro es consultado por primera vez por el Reyacerca de su «gran asunto», la intención de divorcio. Pretende que Wolseylleve adelante la anulación del matrimonio de Enrique con Catalina.Conquista y saqueo de Roma por parte de las tropas imperiales («Sacco diRoma», 6 de mayo).

1528

Moro recibe del obispo Tunstall el permiso de estudiar libros heréticos, paradefender la fe católica.El Papa Clemente VII otorga a Wolsey y al cardenal Campeggio poderes paradecidir en la cuestión del divorcio.

1529

Se publica la obra de Moro: Dialogue concerning Heresies, en junio. Enotoño aparece Supplication of Souls. Cae el cardenal Wolsey (17/18 deoctubre) y Moro es nombrado Lord-Canciller el 26 de octubre. El 3 denoviembre inaugura el llamado «Reformations Parliament». Su hijo John secasa con Anne Cresacre, de quien Moro es tutor.Moro asiste a la firma de la paz de Cambrai («Paz de las Damas», 5 deagosto), que pone fin a la guerra entre el Emperador y Francia.Los turcos, a las puertas de Viena.

1530Muere el padre de Tomás, John More, a la edad de setenta y nueve años.En la Dieta de Ausgburgo se entregan a Carlos V la Confessio Augustana y elescrito-respuesta de los católicos, la Confutatio.

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1531

Apertura de la segunda sesión del Parlamento. El clero inglés reconoce laspretensiones de Enrique de supremacía sobre la Iglesia, con la limitación de:«en cuanto que lo permita la ley de Dios». Se publica la segunda edición delDialogue concerning Heresies.

1532

Apertura de la tercera sesión del Parlamento. Se publica la primera parte delescrito de Moro Confutation of Tyndale’s Answer. El 15 de mayo, el cleroinglés se somete definitivamente a la supremacía del Rey sobre la Iglesia. Undía después, Tomás –por motivos de salud– se retira de su cargo de Lord-Canciller. Su sucesor es Lord Audeley.Redacta Moro su epitafio en latín y escribe la Carta a John Frith, en defensade la Sagrada Eucaristía.Por el peligro turco, Carlos V suprime, hasta nueva orden, el Edicto de Worms,dictado en 1521 contra los protestantes.

1533

Se publican la segunda parte de la Confutation of Tyndale’s Answer,Debellation of Salem and Bizance, Apology. Se termina el escrito Answer to apoisoned Book..., que se publicará en enero de 1534.El 25 de enero, Enrique VIII se casa en secreto con Ana Bolena, que escoronada reina el 1 de junio. Moro no participa en la ceremonia de coronación.El nuevo arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer (muerto en 1556),declara el 30 de marzo que el primer matrimonio de Enrique es inválido. El 7de septiembre nace la Princesa Isabel, la futura Reina (1558-1603).

1534

En enero, se acusa a Moro de haber escrito contra el Book of IX Articles,editado por el Consejo Real para justificar el matrimonio del rey. En relacióncon el proceso por alta traición contra Elizabeth Barton, «la monja de Kent»,se dicta el «Bill of atteinder» para perseguir a los conocedores y cómplices. Lalista de inculpados contiene el nombre del obispo de Rochester, Fisher; elnombre de Moro es tachado. El 6 de marzo, interrogatorio de Moro ante unaComisión del Consejo Real. El 30 de marzo se promulga la ley de sucesión(«Act of Succession»), que traspasa la sucesión al trono a los hijos delmatrimonio con Ana Bolena.13 de abril: Moro, citado para comparecer en Lambeth, se niega ante los Loresa prestar el juramento. Sigue detenido y el 17 de abril ingresa en la Torre deLondres. 3 de noviembre: La supremacía real sobre la Iglesia de Inglaterra pasaa ser ley («Act of Supremacy»).

1534/35En la Torre, Tomás escribe Treatise on the Passion; Treatise to receive theBlessed Body...; Dialogue of Comfort against Tribulation; De TristitiaChristi, junto con consideraciones y oraciones.Los bienes de Moro se traspasan a otras personas.30 de abril: Interrogatorio en la Torre. 4 de mayo: Tomás y Margaret Roperson testigos de cómo Reynolds y los cartujos son llevados a la ejecución.7 de mayo, 3, 11 y 14 de junio: Interrogatorios de Moro. 12 de junio: Visita del

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1535 Abogado de la Corona, Richard Rich, a la celda de Moro. Confiscación de suslibros y material de escribir. 19 de junio: Ejecución de otros cartujos. 22 dejunio: Ejecución del obispo Fisher. 1 de julio: Proceso contra Moro enWestminster-Hall. Por una declaración falsa, de Richard Rich, prestada bajojuramento, es condenado a muerte por «alta traición».6 de julio: Decapitación de Moro en la colina de la Tower.

1886 El 29 de diciembre, beatificación de John Fisher y Tomás Moro por el PapaLeón XIII.

1935 El 19 de mayo son canonizados por el Papa Pío XI los dos mártires.

2000 31 de octubre, el Papa Juan Pablo II proclama a santo Tomás Moro comopatrono de los gobernantes políticos.

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NOTAS

ESTADISTA Y ESCRITOR

1.

[1] El texto del epitafio se lo comunicó Tomás a su amigo Erasmo en una carta dejunio de 1533. En traducción, dice así el texto completo: «Tomás Moro nació en Londresde familia conocida, aunque no noble. En cierta medida se ocupó de asuntos literarios y,tras pasar varios años de su juventud trabajando como abogado defensor ante tribunales,tras haber sido primero juez y luego sub-sheriff en su ciudad natal, el invencible EnriqueVIII le llamó a la Corte, aquel rey a quien –único entre los reyes– se le concedió el honorde llevar el título de “Defensor de la fe”, título ganado por la espada y por la pluma. Fuerecibido en la Corte, nombrado miembro del Consejo Real, ennoblecido, nombradoVicecanciller y más adelante Canciller del Condado de Lancaster y finalmente, por graciaespecial de su soberano, Canciller de Inglaterra.

»Entre tanto había sido elegido portavoz del House of Commons. Sirvió tambiéncomo enviado del Rey en diferentes misiones y diversos lugares, últimamente enCambrai, como colaborador y colega de Cuthbert Tunstall, entonces Obispo de Londresy poco después, de Durham, persona tan culta, sabia y virtuosa que pocas veces seencontrará otra igual. Como enviado a tal lugar fue, con gran alegría, testigo de larenovación del acuerdo entre los más nobles monarcas de la cristiandad y de larestauración de la tan deseada paz en el mundo. Quiera el Cielo sellar y hacer eterna estapaz.

»En toda la sucesión de altos cargos y honores se comportó de manera tal que sunoble señor nada tuvo que objetar a su servicio. Ni la nobleza le odió ni se hizo antipáticoal pueblo. Preocupación causó sólo a los ladrones, asesinos y herejes.

»Su padre, el Caballero John More, fue nombrado por el Rey juez del Tribunal Real;era un hombre abierto, amable, intachable, piadoso, compasivo, honrado y sincero. Aúnen una edad venerable, se mantenía con gran fuerza para una persona de su edad. Trasver cómo su hijo era nombrado Canciller de Inglaterra, consideró que su vida terrenahabía acabado y con alegría pasó a la vida del Cielo. Cuando vivía el padre, su hijosiempre se le comparó, llamándosele el “joven Moro”. Y ahora notó la pérdida de supadre y viendo los cuatro hijos que había tenido y los once nietos, empezó a considerarque estaba envejeciendo. Este sentimiento se vio acrecentado por un fuerte mal de

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pecho, que –otro síntoma de que se acercaba la vejez– pronto se le desarrolló. Llenoahora de los caducos bienes de este mundo, se retiró de su cargo. Por incomparablefavor de su muy bondadoso soberano (a quien Dios acompañe en todas sus empresas)finalmente consiguió llegar a la meta que ansiaba desde su juventud: pudo disponer parasí de sus últimos años, retirándose poco a poco de los asuntos de este mundo parareflexionar sobre la vida eterna en el otro mundo. Hizo luego construir su tumba, comorecuerdo permanente de la inflexible cercanía de la muerte y quiso que allí reposaran losrestos de su primera mujer. Que no lo haya erigido en vano aún en vida, que al pensar enla cercana muerte no tiemble de miedo, sino que vaya a su encuentro con alegría, condeseos de encontrar a Jesucristo y que la muerte no sea muerte eterna, sino la puerta auna vida feliz: ayudadle; así, caro lector, os lo pido, con vuestras oraciones, mientras estéen la tierra y también cuando haya muerto.

Postdata al epitafio: Reposa aquí mi querida mujer Jane. Yo, Tomás Moro, quieroque esta tumba acoja también a Alice y a mí. La primera de las dos damas, mi mujer enlos días de mi juventud, me hizo padre de un hijo y de tres hijas; la otra amó a sushijastros (lo que suele ser raro en una madrastra) con intensidad tal que rara es aún enuna madre respecto a sus propios hijos. Una terminó su vida a mi lado, la otra aún lacomparte y de una forma tal que no soy capaz de juzgar si amé más a la primera o amomás a la segunda. ¡Cuán felices hubiéramos sido juntos los tres, si el destino y la moral lohubieran permitido! Rezo, pues, para que la tumba –como el Cielo– nos unan. La muertenos dará así lo que la vida no pudo darnos».

[2] Cfr. R.W. Chambers: Thomas More. Ein Staatsmann Heinrichs VIII. Munich-Kempten 1947. (El autor cita por esta edición alemana. La edición original en inglés sepublicó en 1935 en Londres.)

[3] Inns of Court: Las escuelas jurídicas de Londres.[4] Chambers, 100.[5] Véase al respecto el epílogo del libro.[6] Chambers, 30-36. Su biografía de Tomás Moro, conservada sólo de forma

fragmentaria (The Rastell Fragments) se publicó como anexo a la edición de Harpsfield(cfr. nota 15). Rastell publicó en 1557 las obras de Tomás Moro escritas en inglés (secitan como: Works).

[7] Chambers, 63.[8] Tomás Moro: Utopía (El autor la cita por la traducción alemana de Gerhard

Ritter. Berlín 1922), pág. 14 (se cita como: Utopía).[9] Cartas de Tomás Moro (El autor cita por la edición alemana: Die Briefe des Sir

Thomas More, editadas con una introducción de Barbara von Blarer. Einsiedeln/Colonia1949), pág. 16 (se citan como: Blarer).

[10] Cfr. Hechos de los Apóstoles 17, 34; convertido por San Pablo, parece que fue

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primer Obispo de Atenas y mártir. Utilizando su nombre, un desconocido autor sirio,quizá el Patriarca Pedro de Antioquía, compuso hacia el año 500 una serie de escritos decorte neoplatónicos, el llamado Pseudo-Dionisio.

[11] Blarer, pág. 16.[12] Ibid., pág. 17.[13] Los cartujos (Ordo Cartusiensis, O. Cart.) forman una orden contemplativa de

eremitas, fundada por San Bruno de Colonia y llamada así por el primer convento, laGrande Chartreuse, fundado en 1084 entre Grenoble y Chambéry en los Alpes. Hacia el1500 contaba con unos doscientos conventos. Cada cartujo vive en una pequeña casa,sólo los hermanos legos viven en comunidad.

[14] Erasmo de Rotterdam: Cartas. Las cita el autor por la edición alemana,traducidas y editadas por Walther Köhler, Wiesbaden 1947, pág. 254. Se trata de unacarta de 23 de julio de 1519, fechada en Amberes. (Se cita como: Köhler).

[15] Sobre Roper ver Chambers 19-26. La primera edición crítica de The Life of SirThomas More, de Roper, a cargo de E.V. Hitchcock, se publicó en Londres en 1935 (secita como: Roper). El libro The Life and Death of Sir Thomas More, de NicholasHarpsfields, fue editado por E.V. Hitchcock y R.W. Chambers en Londres, en 1932 (cfr.Chambers, 26-30).

[16] Andrés Vázquez de Prada: Sir Tomás Moro, Madrid 1966, pág. 86. Se cita porla tercera edición, Madrid 1975 (citado como: Prada).

[17] Willehad Paul Eckert: Erasmus von Rotterdam. Werk und Wirkung. 2 tomos.Colonia 1967. II, 447 (se cita como: Eckert).

[18] Ibid., II, 443.[19] Prada, 90.[20] Ibid., 106.[21] Se publicó, bajo el título de The Life of J. Picus, Earl of Mirandola, en Londres

en 1510.[22] Blarer, 22.[23] Prada, 106.[24] Ibid., 104-114.[25] Works, 25; Prada, 109.[26] The Yale Edition of the Complete Works of St. Thomas More. Vol. 2: «The

History of King Richard III», ed. por R. S. Sylvester. New Haven-Londres 1963 (laedición de Yale se cita en lo sucesivo como CW).

[27] Eclesiástico 12,14.[28] Su actitud está en contradicción patente con el espíritu de nuestro tiempo, que se

empeña en hacer olvidar al hombre la muerte y el morir.[29] Works, 77; Prada, 254.

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[30] Works, 81; Prada, 255.[31] Works, 81; Prada, 255.[32] A este respecto, véase el Epílogo.[33] 1 Cor 2-9.[34] Desiderius Erasmus: Opus epistolarum, ed. por P. S. y H. M. Allen, H. W.

Garrod, 12 vols., Oxford 1906-1958. (Se cita como: Allen, tomo, núm. de la carta ypág.). IV, 999, 17. Cfr. Chambers, 95; Eckert II, 444.

[35] Henri Bremond: Le Bienheureux Thomas More. París 1904. El autor cita por laedición alemana: Thomas Morus. Lordkanzler, Humanist und Märtyrer. Ed. porJohannes Maria Höcht y Rudolf von der Wend. Ratisbona 1949, pág. 51 (se cita como:Bremond).

[36] Germain Marc'hadour: L'Univers de Thomas More. Chronologie critique deMore, Erasme et leur époque (1477-1536). París 1963, pág. 115 (se cita como:L'Univers).

[37] Roper, 7; Chambers, 97.[38] Ibid.[39] Allen IV, 999, 20; Chambers, 118; Eckert II, 448.[40] L'Univers, 169-267.[41] Blarer, 48.[42] Ibid., 49.[43] Allen III, 688; Chambers, 183.[44] Blarer, 52.

2.

[1] Los hijos de Enrique II y Catalina de Médici: Francisco II (1559-1560), Carlos IX(1560-1574), Enrique III (1574-1589).

[2] Ernst Schulin: England und Schottland vom Ende des Hundertjährigen Kriegesbis zum Protektorat Cromwells (1455-1660). En: «Handbuch der europäischenGeschichte», ed. por Theodor Schieder, tomo III: «Die Entstehung des neuzeitlichenEuropa», ed. por Josef Engel, pág. 907.

[3] Órdenes mendicantes son aquellas en que no sólo los monjes, sino también laOrden como tal prescinde de cualquier posesión. Nacieron en el siglo XIII, sobre todopor la actividad de S. Francisco de Asís; a lo largo de los tiempos se debilitó laprohibición de poseer patrimonio. Otra diferencia esencial con respecto a las Órdenesantiguas consiste en la conexión entre vida conventual y actividad pastoral fuera delconvento y también en las constituciones de tipo centralista. En sentido estricto, hoy sólolos franciscanos y capuchinos son órdenes mendicantes; en sentido más amplio, también

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los agustinos, dominicos y carmelitas se pueden considerar como tales.[4] Kurt Kluxen: Geschichte Englands. Stuttgart 1968, pág. 155.[5] Ibid.[6] Resulta el nombre de una expresión holandesa para los miembros de una secta,

denominados despectivamente «lolardos», bien por analogía con «luller» (los que cantanbajo) o bien como seguidores de Walter Lollards, quemado como herético en 1322(Kluxen, 160).

[7] Se cita en Chambers, 114.[8] Subraya Moro la prudencia del padre, Enrique VII, la bondad de la madre, Isabel

de York, la piedad de la abuela paterna, Lady Margaret Beaufort, y el noble sentidoguerrero del abuelo materno, Eduardo IV. Chambers, 112.

[9] Blarer, 29.[10] Heinrich VIII von England in Augenzeugenberichten. Ed. por Eberhard Jacobs

y Eva de Vitray. Düsseldorf 1969, pág. 54 (se cita como: Jacobs).[11] Ibid.[12] Ibid., pág. 78.[13] Ibid., pág. 81.[14] Ludwig Fhr. v. Pastor: Geschichte der Päpaste seit dem Ausgang des

Mittelalters. Tomo 4: «Geschichte der Päpste im Zeitalter der Renaissance und derGlaubensspaltung (1513-1534). 1ª Sección: Leo X». Friburgo de Brisgovia, 9ª ed., pág.596ss.

[15] Blarer, 137. Carta de 5-3-1534, desde Chelsea, seis semanas antes de sudetención.

[16] CW, tomo 5. Responsio ad Lutherum. Ed. por John M. Headley. «Part I: Latinand English Texts; Part II: Introduction, Commentary, and Index». New Haven-Londres1969, II, 730s.

3.

[1] Elizabeth Frances Rogers (ed.): The Correspondence of Sir Thomas More.Princeton 1947, carta 77 (se cita como: Corr.).

[2] El matrimonio de Blanca, la heredera de Lancaster, descendiente de Enrique III,con John of Gaunt, cuarto hijo de Eduardo III, le trajo a éste el título de Duque deLancaster. Los descendientes de ambos fueron reyes ingleses, de 1399 a 1461 y, en lalucha con la casa de York («Rosa blanca»), que descendía del hermano menor de Johnof Gaunt, Edmundo de York, combatieron bajo el símbolo de la «Rosa roja». En 1471desapareció la casa de Lancaster en su rama masculina.

[3] Blarer, 81. Carta de 28-10-1529, desde Chelsea.

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[4] Ibid., 141.[5] Ibid., 85. Carta de 14-6-1532.[6] Ibid., 86.

LA PRÁCTICA POLÍTICA

1.

[1] Allen III, 948, pág. 182-219. La carta de Tomás Moro de 29-3-1518 a laUniversidad de Oxford se encuentra en: St. Thomas More: Selected Letters, ed. por E. F.Rogers. New Haven-Londres 1961 (se cita como: SL), carta núm. 19, pág. 94-103;Corr., 60.

[2] SL, 19; Corr., 60.[3] Ibid.[4] SL, 30; Corr., 105.[5] Corr., 134.[6] SL, 39; Corr., 150.[7] Corr., 151; L'Univers, 393.

2.

[1] Roper, 15; Chambers, 244.[2] Roper, 18; Chambers, 246.[3] Ibid.[4] Margarita, la hija de Enrique VII, casó con Jacobo IV de Escocia; el hijo de este

matrimonio, Jacobo V, murió en 1542; su hija María Estuardo tuvo que renunciar altrono en 1568 y, tras larga prisión en Inglaterra, fue decapitada en 1587. El hijo delmatrimonio de María con Lord Darnley, Jacobo VI, subió tras la muerte de Isabel I en1603 al trono inglés, pasando a ser –con el nombre de Jacobo I– el primer rey deInglaterra y Escocia.

[5] Cada una de las provincias eclesiásticas tenía su propia «convocación», es decir,reunión de los obispos sufragáneos y de los abades. Sólo el Papa era señor de toda laIglesia en Inglaterra. Muchos conventos estaban exentos y dependían directamente deRoma.

[6] Kluxen, pág. 181.

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[7] Corr., pág. 278; L'Univers, 337.[8] L'Univers, 363.[9] Ibid., 387.[10] El libro L'Univers de Thomas More está estructurado de tal manera que para

cada año y, si es posible, también para cada mes o día, en la parte izquierda se indicanlos acontecimientos políticos en general y, al lado, en la parte derecha, lo referente aTomás Moro y Erasmo. Al final de cada año se indican los principales libros publicados.Una excelente introducción, numerosas notas con aclaraciones, una bibliografía y uníndice completan el libro, convirtiéndolo en un extraordinario instrumento de trabajo.

[11] Corr., 110, págs. 261-265; Tomás Moro a Wolsey el 21-9-1522 desde Newhall.[12] Corr., 117; Tomás Moro a Wolsey el 1-9-1523 desde Woking.[13] Bremond, 125.[14] Corr., 123; desde Abingdon, 20-9-1523.[15] Corr., 137; desde Hertford, 29-11-1524.[16] Corr., 122; desde Easthampstead, 17-9-1523.[17] George Cavendish: The Life and Death of Cardinal Wolsey, ed. por R.S.

Sylvester (EETS, 243), Londres 1959, 2ª ed. 1961; Chambers, 188.[18] Augenzeugenberichte, 63.[19] Ibid., 62.[20] Chambers, 193.[21] Bremond, 123.[22] Bremond, 132.[23] Chambers, 292.[24] Corr., 126; desde Woodstock, 26-9-1523.[25] Chambers, 260; cita a Edwad Hall: Chronicle, ed. de Whibley, tomo II, 162.

3.

[1] No contradice a esta afirmación el hecho de que Tomás Moro, al jurar su cargo el26-10-1529 en la Great Hall de Westminster, prestara también el juramento, obligatoriodesde marzo de 1529, de actuar en nombre del rey contra la herejía.

[2] Entre los Comunes se hallaban también el cuñado de Tomás Moro, John Rastell,sus tres yernos William Roper, Giles Heron y William Dauncey; y Sir Alington, casadocon la hija de Lady Alice More en primeras nupcias. El único hijo de Moro, John, aún nopodía ser elegido, dado que era menor de edad. El padre de Tomás, John More, que aúnvivía, probablemente estuviera en la House of Lords, dado que era «Judge of the King’sBench».

[3] Chambers, 290.

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[4] Ibid., 291.[5] L'Univers, 431, nota 11. Moro, en opinión de Marc’hadour, habría hablado en

nombre del Rey del mismo modo que hoy el Rey habla en nombre del Presidente deGobierno. Cfr. también E. E. Reynolds: The Field is won. The Life and Death of SaintThomas More. Londres 1968, pág. 228ss. (se cita como: Reynolds).

[6] Chambers, 291.[7] Santidad significa «bondad», no falta de defectos. Según Josef Pieper, el ser

bueno es el sustrato humano, natural, de la santidad sobrenatural. Si antes he hablado de«ingrediente» inglés de la santidad, me estoy refiriendo a ese «colorido» específicamentebritánico de la «bondad», aportado a la santidad, transnatural. En el término y elconcepto de «santidad» hay que distinguir entre la santidad general del bautizado, lasantidad personal, visible como esfuerzo de una persona viva por seguir a Jesucristo, y lasantidad, reservada al juicio de la Iglesia sobre una vida ya finalizada.

[8] L'Univers, 453; 455.[9] Ibid., 455.

LOS HEREJES

1.

[1] Se cita por el texto inglés en Chambers, 290, traducido aquí.[2] Ibid.[3] Ibid.

2.

[1] SL, 46, pág. 180; Corr., 191.[2] Das Inselreich. Gesetz und Größe der britischen Macht. Leipzig 1936. Se cita

por la edición Wiesbaden 1955, pág. 220.

3.

[1] CW 5; Part I, 82; II, 716-831 (cfr. nota 16 en la parte 3 del capítulo «Hombre deEstado y escritor» (se cita como Responsio).

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[2] Ibid., 732s.[3] Responsio I, 100. En castellano: «Tablas de piedra se rompen enseguida; las de

madera duran tiempo: lo que el Espíritu Santo verdaderamente ha escrito en loscorazones, permanecerá inquebrantado. En el corazón, en la Iglesia de Jesucristo esdonde queda escrito el verdadero Evangelio de Cristo: aquel que ha sido escrito antes delos libros de todos los Evangelistas».

[4] Responsio II, 737.[5] Ibid., 739. Moro cita Jn 20, 30; 2 Tesal 2,14; Hebr 10, 16; Jn 16, 31; Lc 22, 32;

Mt 28, 20.[6] Responsio II, 740.[7] D. Martin Luthers Werke, 58 tomos. Weimar, 1883 ss. Tomo 6, 554.[8] Responsio I, 276ss.; II, 754.[9] Cfr. Ibid., 795-908.[10] Ibid., I, 192; II, 763.[11] Ibid.[12] Mt 16,18.[13] Responsio I, 196; II, 766.[14] Ibid., I, 608.[15] Cfr. el epílogo.

4.

[1] Esta traducción que comenzó Tyndale la terminaron en 1537 Coverdale y Rogersy la revisó el Arzobispo Cranmer; pero hasta 1611, en tiempos de Jacobo I, no se publicócomo «authorized version». Tyndale fue preso por la Inquisición y ejecutado cerca deBruselas en 1536.

[2] Blarer, 90 s.; Corr., 160. Carta de 7-2-1528.[3] CW, vol. 8, The Confutation of Tyndale's Answer, Part I-III. Ed. por Louis A.

Schuster, Richard C. Marius, James Lusardi, Richard J. Schoeck. New Haven-Londres1973 (se cita como: Confutation. II, 1271. En vol. III se encuentra el ensayo de RichardC. Marius: Thomas More's View of the Church. Págs. 1269-1364.

[4] Confutation I, 79s.; II, 1271-1277.[5] Ibid., I, 464.[6] Ibid., I, 62.[7] El Concilio de Calcedonia (451) confesó al único Señor Jesucristo, perfecto en su

divinidad y en su humanidad, de igual naturaleza que el Padre en cuanto a la divinidad yde naturaleza igual a la nuestra en cuanto a la humanidad, engendrado de Dios Padreantes de los tiempos y nacido en el tiempo de María la Virgen, Madre de Dios

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(theotokos). (Cfr. R. Kottje-B. Moeller (eds.): Ökumenische Kirchengeschichte, I, pág.182. Maguncia 1970).

[8] Confutation I, 108; 679.[9] Ibid., II, 1287.[10] Ibid., I, 677.[11] Ibid., II, 287.[12] Confutation I, 688s.[13] Cfr. Ibid., I, 76ss.; 102-106; II, 1290: «También se podría decir que para Moro

la Iglesia es el Sacramento universal de Cristo».[14] Confutation I, 761.[15] Ibid., I, 499.[16] Richard C. Marius: Die Kirche, ihre guten und schlechten Gleider. En:

Confutation III, 1319ss.[17] Se cita por Confutation III, 1331.[18] Confutation I, 426.[19] Ibid., 757.[20] Ibid., 503s; III, 1321.[21] Cfr. a este respecto y para lo que sigue: Ibid. III, 1329s.[22] Ibid., III, 1334s.

5.

[1] Confutation I, 28; Works, 351.[2] Chambers, 333; Works, «Apology», cap. 36, pág. 901.[3] Chambers, 334; Works, Ibid.[4] Bremond, 148.[5] Johannes Cochlaeus (1479-1552), un humanista versátil, de alta formación y muy

productivo; teólogo católico y (desde 1519) sacerdote. Aparte de por su descripcióntopográfica de Alemania (Brevis Germaniae Descriptio, 1512), se hizo famoso por suoposición radical a Lutero y la Reforma protestante. Fue capellán de corte del DuqueJorge de Sajonia (1528) y –hasta la entrada del protestantismo en Sajonia– canónigo enMeissen y más adelante en Breslau.

[6] SL, 41; Corr. 162.[7] Works, 277; Chambers, 340.[8] Se cita por Bremond, 144.[9] Works, 307; Bremond, 146; Chambers, 320.[10] Bremond, 149.[11] Ibid., 148.

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[12] Ibid.[13] Ibid., 144.[14] Ibid.[15] Works, 279; Chambers, 340.

PADRE E HIJOS

1.

[1] Cfr. SL 46, pág. 182.[2] L'Univers, 203; 417.[3] Ibid., 269.[4] Este dibujo es uno de los que surgieron en el primer viaje a Inglaterra; entre ellos

están los retratos de la familia Moro. Cfr. Ulrich Christoffel: Hans Holbein d.J. Berlín1950, pág. 34ss.

[5] Chambers, 56. Cfr. también nota 17 al capítulo «Estadista y escritor».[6] Cfr. nota 16 en ese mismo capítulo. Carta a Hutten de 23-7-1519.[7] Works, 867 («Apology»); Chambers, 57.

2.

[1] Chambers, 219.[2] Blarer, 63s. John Voysey (1465-1534) fue desde 1519 Obispo de Exeter. Sobre

Margaret Roper cfr.: E. E. Reynolds: Margaret Roper. Londres1962.[3] Reginald Pole (1500-1558) era primo de Enrique VIII. En 1529/30 intentó

conseguir en París un dictamen de la Sorbona favorable al Rey en la cuestión deldivorcio. En 1534 fue nombrado Cardenal. En 1536, en un escrito en defensa de launidad de la Iglesia, dirigido al Rey Enrique y publicado en Roma en 1538, se negó aaceptar la supremacía real y fue desterrado. Trabajó como miembro de la comisión dereforma en Roma y en 1545/46 fue Legado papal en el Concilio de Trento. Bajo María I,la Católica, fue en 1533 Legado para Inglaterra y en 1555, Arzobispo de Canterbury.

[4] Blarer, 65s.[5] Ibid., 66.[6] Ibid., 55.[7] Ibid., 56s. (escrita «en la Corte, 22 de mayo de 1518).

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[8] Ibid., 57.[9] Ibid., 58.[10] Ibid., 59.[11] Ibid., 62s. (Carta de 3.9.1522, desde la Corte)[12] Ibid., 62.[13] Ibid., 60 (escrita en 1518).[14] Ibid., 61 (1518).[15] Quizá Roger Drew (Drewe o Drewys); cfr. SL, 146, nota 1.[16] Chambers, 219.[17] SL, 146, nota 2.[18] Blarer, 59; 62s. (cartas de 1517 y de 3.9.1522).[19] Moro se refiere a la poesía siguiente, contenida en el Libro Quinto de De

consolatione philosophiae: «Sólo el hombre puede orgulloso alzar la frente, / con cuerpoerguido, despreciando la tierra. / Si no estás fuera de ti, malvado, advierte en esa imagen:/ Tú, que con mirada altiva miras al cielo y alzas la frente, / eleva también el espíritu alAltísimo, / para que derrotado no caiga el espíritu y se alce más aún el cuerpo».

[20] Chambers, 38-41. Cresacre More publicó la biografía de su bisabuelo TomásThe Life and Death of Sir Thomas More en 1630/31, quizá en París.

[21] Cfr. nota 17 en el capítulo «Estadista y escritor»: E.V. Hitchcock en suintroducción.

[22] Chambers, 36-38. El libro de Thomas Stapleton Tres Thomae (es decir, elApóstol Tomás, Tomás Becket y Tomás Moro) se publicó en 1588 en Douai. La partesobre Moro comprende con sus 275 páginas más de la mitad de la obra. Se publicó,traducida al inglés, bajo el título The Life and Illustrious Martyrdom of Sir ThomasMore, Londres 1928.

[23] SL, 31, pág. 147ss; Corr., 106.[24] Cfr. nota 17 en el capítulo «Estadista y escritor»: Harpsfield, pág. 64.[25] Ibid., 87.[26] Reynolds, 387ss.

3.

[1] Eckert II, 441.[2] Ibid., 442.[3] Ibid.[4] Ibid., 443.[5] Ibid.[6] Chambers, 213; Carta al Obispo Faber, de Viena, 1532.

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[7] Bremond, 107.[8] Ibid., 108.[9] Ibid.[10] Cfr. el plano de Chelsea en Reynolds, 180.[11] Los siete salmos penitenciales: VI, XXXI, XXXVII, L, CI, CXXIX, CXLII.[12] Bremond, 112.[13] Cfr. sobre este punto y los siguientes: Bremond, 111s.[14] Ibid.[15] Roper, 26s; Chambers, 227.[16] Ibid.

4.

[1] SL, 38, pág.164; Corr., 148; Allen VI, 1770.[2] Reynolds, X.[3] Cfr. nota 4 de este capítulo, pág. 142.

DESPEDIDA Y PARTIDA

1.

[1] Blarer, 86.[2] Ibid., 86s.[3] Ibid., 87.[4] Ibid., 90.[5] T. E. Bridgett: Life and Writings of Sir Thomas More. Londres 1891. Edición

revisada 1892 con tomo II: «The Wisdom and Wit of Blessed Thomas More»; Ibid. pág.72.

[6] Ibid.[7] CW, vol. 13: Treatise on the Passion; Treatise on the Blessed Body; Instructions

and Prayers, ed. by Garry E. Haupt. New Haven-Londres 1976, pág. 230. Cfr.Bremond, 184.

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LAS DOS MUJERES

1.

[1] Eckert II, 447 (Carta a Hutten).[2] Cit. en Chambers, 107.[3] Ibid.[4] «El dragón doméstico o: sobre el matrimonio» («Uxor sive coniugium»). En:

Erasmus von Rotterdam: Ausgewählte Schriften. 8 tomos, latín-alemán, ed. por WernerWelzig. Darmstadt 1967 (se cita como ES = Erasmus: Schriften). Tomo 6: Colloquiafamiliaria.

[5] Ibid., 159 ss.[6] En el texto latino: Tum gener, novi, inquit, ius meum; sed malim eam tua vel arte

vel auctoritati sanari quam ad hoc extremum remedium venire. ES, 160.[7] Eckert II, 447.

2.

[1] Eckert II, 447.[2] Bremond, 93s.[3] Ibid.[4] Ibid.[5] Chambers, 38ss. La biografía The Life and Death of Sir Thomas More, publicada

en 1599 bajo el seudónimo, no aclarado, de Ro:Ba (también Ba., Ro.), fue editado porE. V. Hitchcock, P. .H. Hallett y A. W. Reed, Londres 1950 (EETS, OS 222); sobreotras biografías tempranas cfr. L'Univers, 555ss.

[6] Cfr. Wordsworth: Ecclesiastical Biography, tomo 2, 202s.; Chambers, 327s.[7] Chambers, 20.[8] Roper, 82ss.; Chambers, Ibid.[9] Works, 1247; Chambers, 22s.[10] SL, 42, pág. 169ss.; Corr., 174; Blarer, 17; 67s.

EL MUNDO DE ERASMO: UTOPIA

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1.

[1] El padre recibió la ordenación sacerdotal después del nacimiento de Erasmo.[2] Thomas Hemerken, llamado «de Kempis», 1379-1471, canónigo agustino, vivió

en los Países Bajos y es uno de los escritores espirituales de mayor impacto en el mundocristiano; su Imitación de Cristo («De imitatione Christi») es, después de la Biblia, ellibro más difundido. Nicolás de Cusa (o Cusano; en realidad: Chryfftz o Krebs) vivió de1401 a 1464. Es el más importante filósofo y teólogo en la transición de Edad Media aEdad Moderna. Desde 1448, Cardenal. Se esforzó por aquella «Reforma católica» queno se consiguió hasta cien años más tarde. Cfr. Karl Jaspers: Nikolaus Cusanus, Munich1964; E. Meuthen: Nikolaus von Kues, 1964; Nicolo Cusano e gli inizi del mondomoderno, Florencia 1970. Adrian Florisz, de Utrecht (1459-1523) fue –ya antes de sereducador de Carlos de Borgoña, el futuro Emperador Carlos V– un afamado teólogo eimportante profesor universitario en Lovaina. En 1516 Obispo de Tortosa, en 1517Cardenal, ocupó –junto con el Cardenal Ximénez de Cisneros (fallecido en 1517)– laRegencia por el joven rey Carlos, desde 1520 como su representante en España. En1522 fue elegido, sorprendentemente y en ausencia, sucesor de León X. Este Papaascético, severo y piadoso dio término a la época renacentista del Papado y, comoenemigo duro y sin compromisos de Lutero, ha de ser considerado como precursor de lareforma católica.

[3] Eckert I, 54ss.; George Faludy: Erasmus von Rotterdam, Francfort 1973, pág.50ss.

[4] Cfr. al respecto E. E. Reynolds: Thomas More and Erasmus. Londres 1965.[5] Köhler, 38ss.[6] SL, 3, pág. 6; Corr., 8, Londres, marzo de 1512.[7] Köhler, 46; 79s.[8] Ibid.; Eckert I, 108. Dentro de su colección «Lucubrantiunculae Aliquot»

(«Pequeñas elucubraciones»), publicadas en 1503 en Amberes, en la editorial de DirkMartens, editó Erasmo también, por vez primera, su Enchiridion Militis Christiani. En1518, el libro se tradujo al inglés; en 1519 al checo y en 1520, al alemán (Eckert I, 105).

[9] ES I, 148-350 (Regulae quaedam generales veri Christianismi: Algunas reglasgenerales del verdadero cristianismo).

[10] Eckert I, 136.

2.

[1] Vulgata: la traducción al latín de la Biblia, hecha por San Jerónimo (345-420) pordeseo del Papa Dámaso I (366-384). Desde hace unos 600 años es la versión vigente en

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toda la Iglesia romana; en 1546, el Concilio de Trento la declaró «auténtica». Desde1907 se trabaja en una versión crítica-revisada de la Vulgata. Los salmos y el NuevoTestamento se publicaron en 1969/1971 en una versión nueva, revisada, publicada pormandato de Pablo VI. Septuaginta: la más antigua traducción del Antiguo Testamento algriego; surgió en tiempos de Ptolomeo II (308-246 aC); sobre la historia de laSeptuaginta cfr. J. Jellicoe: The Septuaginta and modern study. Oxford 1968.

[2] Köhler, 125-131. Desde Amberes, junio de 1515.[3] SL, 4, págs. 8-64.[4] SL, 26; Corr., 83. Aquí se encuentra el texto completo, del que SL (págs. 114-

144) recoge sólo la segunda parte.[5] SL, pág. 114. Cfr. The Religious Orders in England. Cambridge 1959. Tomo 3,

pág. 469.

3.

[1] Francis Bacon (1561-1626), sobrino del importante estadista elisabetano Burleigh;como persona, una figura de carácter muy dudoso (de 1617-1621 administrador del Sellodel Reino y Lord-Canciller), se hizo famoso sobre todo por sus Essays or Counsels, civiland moral (1625), que desarrollan formas de vida más allá del bien y del mal. Su últimaobra, Nova Atlantis, la descripción de un «Estado filosófico ideal», es fragmento.

[2] Tomás Campanella (1568-1639), fue dominico, estuvo encarcelado durante 27años en Nápoles por su oposición al dominio español. También su escrito Città del Sole,de 1602, se redactó en la prisión. En ella va desarrollando un Estado colectivista«cristiano», en el que reinan sacerdotes filósofos bajo un Papa ideal. La vida de losmoradores del Estado del sol está regulada de forma totalitaria, incluso a la hora de tenerhijos. En cierto sentido se puede considerar que las reducciones de los jesuitas enParaguay, entre 1589 y 1768, son un intento de hacer realidad esa utopía estatal.

[3] Thomas More und die Utopia. Stuttgart 1888. Séptima edición Bonn-BadGodesberg 1974.

[4] Cfr. al respecto: Gerhard Möbus: Politik und Menschlichkeit im Leben desThomas Morus. Mainz 1966, pág. 30ss.

[5] Ibid., pág. 53ss. Cfr. también Gerhard Ritter: Die Dämonie der Macht.Betrachtungen über Geschichte und Wesen des Machtproblems im politischen Denkender Neuzeit. Quinta edición, revisada. Stuttgart 1947. (La primera edición se publicó bajoel título de Machtstaat und Utopie).

[6] Como 4), pág. 59s. Cfr. también Michael Freund: Zur Deutung der Utopia desThomas Morus. En: «Deutsche Zeitschrift», München 1935.

[7] L'Univers, 221: «Un jour en sortant de la toute neuve et flamboyante église

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Notre-Dame d'Anvers, More a rencontré le marin portugais Raphaël Hythlodée, dont ilprétend rapporter des paroles dans le livre II de l'Utpie».

[8] La Utopia, escrita en latín, tuvo su última edición en vida de Moro en noviembrede 1518, en Basilea. Más tarde se tradujo a todos los idiomas importantes, entre ellos elalemán. Para las ediciones más antiguas cfr. Victor Michels y Theobald Ziegler: ThomasMorus. Utopia (lateinische Literaturdenkmäler des 15. und 16. Jahrhunderts). Berlín1895; The Utopia of Sir Thomas More. Ed. by Y.H. Lupton. Oxford 1895. La ediciónmás importante hoy: CW, vol. 4. Ed. by E. Surtz SJ and J.H. Hexter. New Haven-Londres 1965.

[9] Cfr. Hans Süssmuth: Studien zur Utopia des Thomas Morus. Münster 1966.También: Joachim Starbatty: Die «Utopia» des Thomas Morus –ihre wirtschafts– undgesellschaftspolitischen Konsequenzen. En: «ORDO, Jahrbuch für die Ordnung vonWirtschaft und Gesellschaft», Tomo 27, 1976, pág. 14ss.; el mismo autor: DieEntzauberung der «Utopia» – zur Frage des Christlichen in der utopischen Ethik. En:«Wirtschaftspolitische Chronik», año 25, cuad. 2/3, 1976.

[10] Utopia, 48*.[11] J. R. R. Tolkien: Der Herr der Ringe, 3 tomos, Stuttgart 1969s.[12] Por decisión del Parlamento de 1495/96 y de 1514 se habían fijado para los

artesanos 12-13 horas de trabajo por día. (Utopia, 50; nota 1).[13] Utopia, 51.[14] Ibid., 90ss.[15] Ibid., 104s.[16] Ibid., 98.[17] Ibid., 99.[18] Ibid., 99s.[19] Ibid., 100.[20] Ibid., 101.

4.

[1] SL, 10; Corr., 28; desde Londres 1516.[2] SL, 14; Corr., 32; enero 1517.[3] SL, 15, pág. 90; Corr., 34; enero 1517.[4] Köhler, 271s.[5] Faludy, 265.[6] ES, IV (ed. por Winfried Lesowsky. Cfr. Introducción VI-XXX).[7] Se trata del escrito Christiani Matrimonii Institutio, dedicada a la Reina Catalina

el 15 de julio de 1526 y publicada en agosto por Froben, en Basilea.

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[8] SL, 38; Corr., 148; desde Greenwich, 18-12-1526.[9] Ibid.[10] Ibid.[11] Ibid.[12] Ibid.

LAS ALMAS DEL PURGATORIO

1.

[1] Saint Thomas More. Lettre à Dorp.– La Supplication des âmes. Textes traduitset présentés par Germain Marc'hadour. En introduction: Thomas More vu par Erasme.Namur 1962 (se cita como Supplication MH = Marc’hadour). Entre 1557 y 1950 laSupplication of Souls no se publicó ni una sola vez. En aquel año, Sister Mary Theclaeditó la obra con ortografía modernizada (Maryland 1950). Pronto se publicará en la YaleEdition, como tomo 7 (CW) la primera edición crítica, preparada por GermainMarc’hadour. Como se comenta en el epílogo, no me ha sido posible consultar la versiónoriginal o una edición inglesa modernizada. A pesar de ciertos reparos de principio y parano tener que prescindir de algunos capítulos, me he apoyado en la traducción francesa.

[2] A Dialogue concerning Heresies and matters of Religion, el primer escrito decontroversia de Moro en inglés, fue publicado en 1529 por Rastell. Marc’Hadour indicaal respecto: «Cuidadosamente, distendido, lleno de anécdotas muy divertidas, a menudosorprendentemente animosas, deslumbrante de buen humor. Lleno de confianza en el“bon sens” y en la sólida fe del pueblo inglés». Para la Yale Edition está previsto esteescrito, editado por T. M. C. Lawler, R. Marius, G. Marc”hadour, como tomo 6 de CW.

[3] Se cita por Bremond, 124s.; también: Thomas More: Trost im Leid. Ein Dialog.Ausgewählt, übersetzt und eingeleitet con Martha Freundlieb, Munich 1951, pág. 228.

[4] Supplication MH, 9.[5] Cfr. al respecto: Richard J. Schoeck: Common Law and Canon Law in their

Relation to Thomas More. En: «St. Thomas More. Action and Contemplation.Proceedings of the Symposium held at St. John's University». October 9./10.1970. Ed.by R. S. Sylvester. New Haven-Londres 1972. Capítulo: «The Case of Richard Hunne»,págs. 23-42.

[6] Ibid.

313

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2.

[1] Supplication MH, 132ss.[2] Ibid., 134.[3] Ibid., 135s.[4] En 1510 se había publicado el tratado de Santa Catalina Adorna de Génova sobre

el Purgatorio. Cfr. L. Sertorius: Katharina von Genua. München 1939. Jakob Bergmann:Läuterung hier oder im Jenseits? Regensburg 1958. Wilhelm Schamoni: Das wahreGesicht der Heiligen. Würzburg-Hildesheim-New York, 5ª. ed. 1966, pág. 142.

[5] Supplication MH, 139.[6] Ibid., 140.[7] Ibid., 143.[8] Ibid., 141.[9] Ibid.[10] Ibid., 212-215.[121] Límpianos, Señor, con el fuego del Espíritu Santo, nuestro corazón y nuestros

riñones.[12] Supplication MH, 11 («Ils sont disposés en un savant crescendo»).[13] 2 Macabeos 12, 39-46. Las demás citas del Antiguo Testamento que aduce

Moro son: Isaías 30; Reyes 4, 20; Reyes 2, 6; Zacarías 9, 11. En el Nuevo Testamento:1 Juan 5, 16; Hechos 2, 24; Apocalipsis 5, 13.

[14] 1 Cor 3, 9-15.[15] Supplication MH, 226ss.[16] Ibid.[17] El pasaje en Mt 12, 32 dice así: «Quien diga una palabra contra el Hijo del

Hombre, le será perdonada. Mas quien hable contra el Espíritu Santo, no le seráperdonado, ni en este mundo ni en el futuro».

[18] Supplication MH, 230-234.

3.

[1] Ibid., 234s.[2] Ibid., 236s.[3] Ibid., 237.[4] Ibid., 240s.[5] Ibid., 245.[6] Ibid., 269s.[7] Ibid., 272s.

314

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[8] Ibid., 274.

CORPUS CHRISTI

1.

[1] Blarer, 92-117.[2] L'Univers, 471.[3] En Münster publica Konrad Willms A Booke answering unto M. Mores Lettur y

A Mirrour or Glasse to know thyselfe... vorgehalten einem Manne, der weder Gott nochMenschen achtet. Vgl. L'Univers, 487; Prada, 443, nota 26. Especialmente importantees la «Introducción» a: P. E. Hallet: St. Thomas More's History of the Passion. Londres1941.

2.

[1] Cfr. para lo que sigue: L'Univers, 473-487.[2] Ibid., 485. La obra fue recogida en la edición de 1557: «The Answer to the fyrst

parte poysoned booke which a nameless heretyke hath named the Souper of the Lorde».Works, 1035-1138.

[3] Works, 845; Prada, 371.[4] Prada, 372.[5] Ibid., 373; Roper, 46ss.[6] Prada, 376; cfr. capítulo «Las dos mujeres», nota 12; Hitchcock, 65.[7] Blarer, 119.[8] Ibid., 120.

3.

[1] Para la génesis de este fragmento cfr. Louis L. Martz: Thomas More, The TowerWorks. En: St. Thomas More. Action and Contemplation. (Cfr. Nota 5 al cap. «Lasalmas del Purgatorio»).

[2] Cfr. Ibid., 78; 83, nota 50. Allí se encuentran también datos sobre los diversosmanuscritos, ediciones, títulos.

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[3] Ibid., 69.[4] Se cita según Prada, 425s.[5] Ibid., 70; Works, 1348.[6] Ibid., 70s.; ibid., 1349.[7] Ibid., 71; ibid., 1624.[8] Prada, 443s.; Works, 1273.[9] Works, 1357s.

EL CAMINO DEL REY

1.

[1] Roper, 24s.; Chambers, 297; Prada, 299s.[2] Nueva York 1941; edición alemana Stuttgart 1962 (se cita como: Mattingly).[3] Mattingly, 73.[4] Chambers, 270s.[5] Augenzeugenberichte, 109.[6] Mattingly, 260s.

2.

[1] Roper, 32s; Chambers, 275.[2] Ibid.[3] Mattingly, 270.[4] Ibid.[5] El Papa Alejandro VI disolvió el matrimonio y permitió las nuevas nupcias del

Rey.

4.

[1] Chambers, 296.[2] Augenzeugenberichte, 129.[3] Sobre esto y lo que sigue cfr. Kurt Kluxen, op. cit. (en el capítulo «Estadista y

escritor»), pág. 187ss.

316

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[4] Ibid., 188.[5] Ibid., 191.

5.

[1] Roper, 57ss.; Chambers, 354s.[2] Works, 1355; Prada, 444s.[3] Blarer, 122; carta desde Chelsea, sábado/febrero 1534.[4] Sobre esto y lo que sigue: Blarer, 122-133, carta a Thomas Cromwell, marzo

1534.[5] Blarer, 128ss. La carta está fechada en Chelsea, martes, 1533.[6] Roper, 71s., Prada, 426.[7] Roper, 66; Chambers, 359.[8] Roper, 68ss.; Chambers, Ibid.[9] Roper, ibid.; Chambers, 360.[10] Blarer, 134-137; Corr., 198.[11] Roper, 73; Chambers, 363s.

CONSOLACIÓN EN EL SUFRIMIENTO

1.

[1] Cfr. Martz, op. cit. en cap. «Corpus Christi», nota, pág. 77.[2] Ibid., pág. 77s.; Works, 1356.[3] Blarer, 138.[4] Blarer, 139-143; Corr., 199.[5] Algo distinta podría ser la situación en el caso de la carta a Wilson, que también

estaba en la Torre de Londres; escribe Tomás, sin hacer alusión a Ana Bolena, que rezaa diario «por el Rey, la Reina y su noble descendiente».

[6] Gregorio I el Grande gobernó la Iglesia de 590 a 604. Él, un santo y Doctor de laIglesia, es una de las figuras más grandiosas en la historia de los Papas. Sentó las basespara el futuro Estado pontificio, reordenando la administración de las tierras pontificias(Patrimonium St. Petri); incoó la misión de Inglaterra (596), fue el primer Papa enllamarse «Servus Servorum Dei» («Siervo de los siervos de Dios»); escribió la «RegulaPastoralis» y tuvo influencia permanente en la Iglesia a través de sus homilías, vidas de

317

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santos, por la reforma de la liturgia de la Misa y del canto litúrgico.[7] Richard C. Marius (cfr. cap. «Los herejes», nota) ha estudiado detalladamente la

actitud de Moro frente al Papado en su escrito Thomas More's View of the Church. CW,Vol. 8, III, págs. 1294-1315.

2.

[1] Esta decisión del Papa se dio a conocer en el país ya el día 4 de abril, haciendoaún más difícil la situación, sobre todo la de los «rebeldes».

[2] Este juramento fue una condición especial hecha a los súbditos y no una parte delActa de Sucesión. El tenor literal quedaba en buena parte al arbitrio de la Comisión Real,formada en el caso de Tomás Moro por el Arzobispo Cranmer, el Lord-Canciller SirThomas Audeley, Thomas Duque de Norfolk, el Canciller del Tesoro Duque de Suffolk.Así, por ejemplo, añadieron la fórmula según la cual había que «apartarse de todo señorextranjero», con lo que el clero tenía que rechazar explícitamente al Papa, lo que suponíaun paso más estricto que el mero reconocimiento de la supremacía real. En diciembre de1534 se aprobó una segunda «Act of Succession», de la cual formaba parte el juramentopresentado a Moro y Fischer, el juramento «realmente querido por el Acta de Sucesión».Cfr. SL, 216.

[3] Para esto y lo que sigue: Blarer, 148-153; Corr., 200 (Carta desde la Torre, de 17de abril, a su hija Margaret Roper).

[4] Chambers, 366.[5] Ibid., 366s.; L.P. (= «Letters and Papers, Foreign and Domestic, of the Reign of

Henry VIII. Preserved in the Public Record Office, the British Museum, and Elsewherein England. Arranged and catalogued by J. S. Brewer, James Gairdner and R. W.Brodye. 23 vols. London 1862-1932; revised edn. by Brewer-Bodie, London 1920ss.»)VII, núm. 499.

[6] Corr., 201; Blarer, 153s.[7] Roper, 74.[8] Ibid., 74ss.; Chambers, 371.[9] Prada, 424; Stapleton, fol. 1010, Cap. VI.[10] SL, 56; Corr., 202; Blarer, 155s. (No se conserva la carta de Margaret).[11] Ibid.[12] Blarer, 157.[13] Ibid.; Corr., 204.[14] Cfr. al respecto: Martz, op. cit.; Corr., 206; Blarer, 158-180.[15] Blarer, 158.[16] Ibid.

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[17] Ibid.; cfr. capítulo «Las almas del Purgatorio», nota 5, pág. 236.[18] En la edición de Blarer de las cartas, esta breve respuesta de Moro se encuentra

tras una carta exhaustiva sobre la misma cuestión. En realidad, la breve respuesta a laanunciada disposición de prestar el juramento es anterior a la carta larga. Wilson, tras la«respuesta rápida» de Moro, se dirigió otra vez a él y sólo entonces Tomás le escribió lacarta más larga. Cfr. SL, 58; 59. Corr., 207; 208.

[19] Blarer, 187s.[20] Ibid., 180-187.[21] La correspondencia entre los prisioneros había sido posibilitada por un audaz (y

desconocido) amigo de Tomás. En interés de todos, Moro pidió que le devolvieran sucarta, para impedir que cayera en otras manos. Wilson resistió aún dos años más,permaneciendo en prisión; luego prestó el juramento y quedó en libertad, en 1537. Tresaños después volvió a ingresar en la Torre, donde estuvo meses, porque se había«adherido al partido del Papa». De 1541 a 1548, en que murió, aún pudo, en ciertosentido, disfrutar de las consecuencia de su sumisión: obtuvo algunos beneficios y, juntocon otros eruditos, obispos y teólogos, pudo trabajar en la revisión y mejora del NuevoTestamento en inglés.

[22] Blarer, 191; SL, 60; Corr., 210 (Carta a Margaret Roper, desde la Torre, 1534).[23] Blarer, 196; SL, 61; Corr., 211 (Carta a su hija Margaret, desde la Torre, 1534).[24] Como en 22.[25] Ibid.[26] Ibid.[27] Como en 23.[28] Ibid.[29] Ibid.[30] Esta afirmación no supone crítica a la corrección de la actuación de Moro. Tenía

Tomás una muy alta opinión de la libertad del hombre. El amor al prójimo, en suopinión, nunca podía suponer el limitar o quitar a alguien esa libertad, con la excusa deque la estaba usando mal; sino que es darle los criterios verdaderos para utilizar lalibertad. Por eso diferenciaba entre injerencia en la libertad de las conciencias y ayudapara ella. Nunca, por ello, decía a nadie: «¡No reconozcas el nuevo matrimonio delRey!», «¡Niégate a prestar el juramento!»; no quería ser norma para la conciencia de losdemás, pero con su propia conducta estaba hablando con más elocuencia que porpalabras. Precisamente su carta a Wilson demuestra hasta donde iba en su apoyo a lasdecisiones de los demás, si éstos realmente lo buscaban.

[31] Como en 23.

3.

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[1] Consolación en el sufrimiento, prólogo, págs. 10-24.[2] Ibid., 73.[3] Ibid., 74.[4] Cfr. Joachim Kuhn.[5] Consolación en el sufrimiento, 84s.[6] Ibid., 88.[7] Ibid., 135.[8] Ibid., 140ss.[9] Ibid., 143ss.[10] Ibid., 148.[11] Ibid., 157.[12] Ibid., 158.[13] Ibid., 164.[14] Ibid., 167s.[15] Ibid., 170.[16] Ibid., 171.[17] Ibid.[18] Ibid., 199.[19] Ibid., 201.[20] Ibid., 202.[21] Ibid., 206s.[22] Ibid., 244s.[23] Ibid., 253s.[24] Ibid., 254s.[25] Ibid.[26] Ibid., 260s.[27] Ibid., 262s.

4.

[1] Chambers, 385.[2] Ibid., 388 (cfr. Reginald Pole: Pro Unitatis Ecclesiae Defensione, 1538).[3] Ibid., 390.[4] Fue víctima de un tal Robert Feron, que, siendo joven sacerdote, se dedicó a

labores de espionaje para el Gobierno y motivó a Hale a redactar una dura crítica contrael Rey. Cfr. Augenzeugenberichte, 168s.

[5] Ibid.[6] Chambers, 398s.

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[7] Los documentos sobre el proceso y la muerte de Fisher y Moro se encuentran enL.P., tomo VIII.

[8] Chambers, 403.[9] Prada, 452.

EN CONVERSACIÓN CON DIOS

1.

[1] Blarer, 200-204.[2] Roper, 84ss.; Prada, 450s.; Chambers, 408; Reynolds, 341s. y Apéndice II,

385s.; P.R.O., S.P. 2/R, fol. 24 y 25.[3] Prada, 451; Stapleton, fol. 1031 (Cap. XIII).[4] Cfr. al respecto: Prada, 526-529 (El Manuscrito de la Pasión del Señor); Works,

1350.[5] Reynolds, 344; L.P. VIII, 867.[6] Harpsfield, 186; Chambers, 406s.[7] Roper, 87.[8] Harpsfield, 193.[9] Chambers, 412.[10] Roper, 96; Chambers, 413.[11] Roper, 98s.[12] CW 13, 228-231; Works, 1471; Prada, 408.[13] Ibid.[14] Works, 1417ss.; Chambers, 415.[15] Ibid.[16] Blarer, 210ss.[17] Ibid., 214. En Inglaterra, el 7 de julio se celebraba la fiesta de la «Traslación de

las reliquias de Santo Tomás de Cantorbery (Tomás Becket)», que el 29 de diciembre de1170 había sido asesinado en su catedral arzobispal de Cantorbey por instigación del ReyEnrique II. Murió porque no quiso doblegarse a las injustificadas ansias de poder del Reyfrente a la Iglesia en Inglaterra.

[18] Roper, 49; Chambers, 149.[19] Roper, 100ss.[20] L'Univers, 509.

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EPÍLOGO

[1] Josemaría Escrivá de Balaguer: Es Cristo que pasa, núm. 8.[2] Ibid., núm. 11.[3] Ibid., núm. 135.

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Índice

La hora de Tomás Moro

Primer Libro: El Ascenso

El epitafio de ChelseaEstadista y escritorPráctica PolíticaLos herejesPadres e hijosDespedida y partidaLas dos mujeres

Segundo Libro: El Testimonio

El mundo de Erasmo: UtopiaLas almas del purgatorioCorpus ChristiEl camino del reyConsolación en el sufrimientoEn conversación con Dios

Epílogo

Cronología

Bibliografía

Notas

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