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La imagen intermitente

Espera y contestación ante la presencia desnuda de lo otro

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La imagen intermitente

Espera y contestación ante la presencia desnuda de lo otro

Alejandra Gómez Vélez

Tesis presentada como requisito para optar al título de: Magíster en Estética

Asesora: María Cecilia Salas Guerra

Facultad de Ciencias Humanas y EconómicasUniversidad Nacional de Colombia.

Medellín, Colombia2016

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Imagen portada: Juan Manuel Echavarría

“Silencio sin huella”. De la serie Silencios. 2010-2015Fotografía. Dimensiones: 78x152 cm.

Recuperado de: http://www.jmechavarria.com/gallery_lao.html

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A Ángela, Jaime y Mercedes por sus miradas y mundos amorosos, a Penélope por sus dedicadas e iluminadas lecturas,

a María Cecilia por sus entusiasmos, encantos y desencantos compartidos.

A todos gracias.

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Preguntas. Pero ¿acaso no habría otra cosa, es decir, otra manera de ju-gar con ellas sin reducirlas a la forma en que nos retiene la obligación de escoger entre un habla dialéctica (que rechaza lo inmediato para confiarse únicamente a la fuerza mediadora) y una visión (un habla de visión, vi-sionaria también, que sólo habla cuando uno ve, entrando por el habla en la vista y, por la vista, atraída inmediatamente al ser que sería apertura de luz)?

Maurice Blanchot, La conversación infinita.

Heráclito pone el acento en la exaltante alianza de los contrarios. Ve en ellos, en primer lugar, la condición perfecta y el motor indispensable para la producción de la armonía. En poesía ha llegado a ocurrir que en el momento de la fusión de estos contrarios surgiese un impacto sin origen definido cuya acción disolvente y solitaria provocaba el deslizamiento de los abismos que llevan de modo tan antifísico el poema. Corresponde al poeta salir al paso de este peligro haciendo intervenir o bien un elemento tradicional de probada eficacia o bien el fuego de una acción demiúrgica tan milagrosa que anule el trayecto de causa a efecto. El poeta puede ver entonces cómo se consiguen los contrarios –esos espejismos puntuales y tu-multuosos–, cómo se personifica su descendencia inmanente, siendo poesía y verdad, según sabemos, sinónimos.

René Char, Furor y misterio.

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Contenido

Desviar la mirada 10

I. Imposibilidad de la relación humana 22

1. El rostro: surgimiento de la ética primera 26

ANTE EL ROSTRO: EL OTRO 30PREGUNTA INFINITA 35SILENCIO DEL GRITO 36HABLA PLURAL, IMAGEN POEMA 38

2. Presencia-ausencia 43

LA AUSENCIA EN LA PRESENCIA 45VIOLENCIA DEL HABLA Y PENSAMIENTO DE LO IMPOSIBLE 50

II. Imagen-colisión. Tiempos cruzados, fuerzas contrarias 56

3. Imágenes ligeras 65

IMAGEN RELÁMPAGO 65IMAGEN INTERMITENTE 74

4. Imágenes pesadas 82

CONTACTO INCENDIARIO 82IMAGEN DESPOJO 89FANTASMAS 96

La espera pese a todo 108

Referencias 117

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Juan Manuel Echavarría“Testigo Esperanza”, 2013. De la serie Silencios. 2010-2015

Recuperado de: http://www.jmechavarria.com/gallery_lostestigos.html

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Desviar la mirada

¿Una imagen no comienza a ser interesante –y no co-mienza, sin más– (…) al darse como una «imagen del otro»?

Georges Didi-Huberman, 2014.

Mirar las obras de arte como objetos pensantes y mirar al mundo con ayuda de estas obras: hacia esto deseo que nos

embarquemos. Gérard Wajcman, 2001.

Georges Didi-Huberman, pensador francés, quien acompañará estas líneas de principio a fin, visitó el complejo de Auschwitz-Birkenau, un domingo en la mañana. Tomó algunas fotografías, sin grandes pretensiones, sólo simples imágenes con las que poder ver más todavía, y con ellas escribió. Al inicio de una página hay una fotografía en blanco y negro: es un campo de hierba con una franja de flores claras, y al fondo una valla de alambre y hormigón. No hay nada más que ver. Cerca de la valla, en el lugar donde se ubican hoy sosegadamente las flores, fueron arrojados miles de cadáveres, recién gasea-dos, quemados en hogueras al aire libre en el campo de Birkenau.

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Lo que puedo ver, cerca de este cerramiento del campo, se asemeja proba-blemente a un estado del suelo anterior a esos dispositivos aterradores que tenían cuarenta a cincuenta metros de largo por ocho de ancho y dos de pro-fundidad, dispositivos a los que se adjuntaron cunetas destinadas a recoger la grasa humana. “Absolutamente” hablando, no queda nada para ver de todo aquello. Pero el después de esa historia, donde me sitúo hoy, también exigió trabajar, trabajar con efectos diferidos, trabajar “relativamente”. Es eso lo que advierto al descubrir, con el corazón estrujado, esta pululación bizarra de flores blancas en el lugar exacto de las fosas de cremación. (…)la exuberancia con la que pujan las flores de los campos no es otra cosa, en definitiva, que la contrapartida de una hecatombe humana de la que se aprovecha, en su beneficio, esta franja de tierra polaca. (Didi-Huberman, 2014b, págs. 55-57).

La franja de flores blancas, que nos hace ver Didi-Huberman, carga consi-go una fuerza abrumadora de memoria, que le permite además de ser flores –y sin dejar de serlo– ser ante todo imagen. Imagen que responde y contesta a la hecatombe humana, y desde la que es posible, por tanto, hablar de la imposibilidad irrebatible que hay en el encuentro entre humanos.

El análisis que nos concierne en las siguientes páginas se verá afectado por imágenes que nos hacen desviar la mirada al devenir objetos pensan-tes y críticos. Imágenes que aparecen en la frontera entre lo invisible y lo visible, entre la ausencia y la presencia. Sabemos desde hace siglos que el único modo de franquear esta frontera es a través de la potencia poética de la imagen, pues estas nociones enfrentadas, que determinan todo el devenir de la imagen y la mirada en nuestros tiempos, son difíciles de asir y de com-prender. Es por ello que lo esencial de la imagen, a lo que apelaremos, es a su poder de colisión entre nociones y tiempos, como anuncia el pensador

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francés Jean-Luc Nancy, quien nos acompañará silenciosamente: “La imagen debe tocar a la presencia invisible de lo distinto, a la distinción de su pre-sencia” (Nancy, 2002, pág. 12). La imagen tiene pues el poder de hacer ver la presencia invisible de lo oculto, de la pérdida, de la ausencia. De ahí que lo que se destaca de la imagen es su capacidad de permanencia en el mo-vimiento constante entre sentidos y tiempos, potencia que se afirma con la pregunta del pensador mexicano Octavio Paz: “¿Cómo la imagen encerrando dos o más sentidos es una y resiste la tensión de tantas fuerzas contrarias?” (Paz, 1972, pág. 40).

Pero miremos hacia otro lado, hacia un lugar sobre todo más próximo, pero desde la misma posición: Se ve un espacio invadido de vegetación, pequeños árboles que no parecen tener más de diez años, el suelo cubierto de hojarasca, musgos y líquenes que buscan un lugar entre las grietas de un muro que sostiene un tablero, cuyo esmalte verde se cae a pedazos pero que contiene todavía unos últimos trazos. En medio de la imagen, junto al tablero, una figura llama la atención, es un cerdo que nos mira de frente: Un animal doméstico en medio de un espacio desolado. Un salón que otrora per-tenecía a una escuela y hoy es morada de un cerdo que sobrevive al arrasa-miento de la violencia entre grupos del conflicto armado colombiano. En la fotografía no vemos nada más, porque nada más quedó allí, sólo la memoria latente del espacio, que corresponde a la imagen hacer ver y volver presente.

El nombre de esta obra es Testigo esperanza (2013), pertenece a la serie Testigos de los silencios del artista colombiano Juan Manuel Echavarría, quien presenta en su incansable trabajo lo que queda de diversas escuelas de los Montes de María en la región del caribe colombiano; escuelas y pueblos

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que fueron devastados por los enfrentamientos entre grupos armados del conflicto interno del país. Esta imagen condensa múltiples sentidos y por tanto, múltiples tiempos. Con la figura del testigo, presente allí, colisionan el pasado y el presente: el cerdo es, paradójicamente, la señal más evidente de que hubo alguna vez presencia humana, pero es a su vez, lo que nos muestra la violencia de lo otro. Presencia y ausencia se convocan en la imagen, para acceder al otro tiempo de lo visual, es decir, a la imagen como anacronismo.

Obras de diversos artistas colombianos se tratarán en esta disertación, su rasgo común es que son contestación ante una humanidad en falta. Son imá-genes que logran hablar de la violencia y el conflicto sin ser representación, pues presentan la ausencia invisible de lo distinto y nos sitúan frente a una presencia de lo otro, presencia extraña que se manifiesta con fuerza en los Testigos de los Silencios, en el rostro inaprehensible y plural de la obra Bocas de ceniza, de Echavarría, en el aparecer y desaparecer del otro en Aliento de Oscar Muñoz, y en las fantasmas irredentos de Versión Libre de Clemencia Echeverri. Obras que en el choque obligado de pensamientos y tiempos, son capaces de ser imágenes que contestan al conflicto y a la violencia –tema reclamante en nuestro mundo, por imposible y poco tolerable– desde una perspectiva crítica que hace desviar la mirada.

Estas imágenes son objetos pensantes y es por ello que para acceder al umbral en el que aparecen, se acudirá a pensamientos de la abertura y de lo otro. Pensamientos que accedan libremente al cruce de tiempos y a la ma-nifestación de la presencia-ausencia que es la imagen. No se trata entonces de acompañar o ilustrar el discurso, sino de aproximarse a la imagen misma como discurso y apertura de múltiples mundos. Frente a modelos de crítica

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y análisis de la imagen que se instalan en discursos institucionales y que en ocasiones corren el riesgo de ser estetizantes, este trabajo toma otra deriva, pues nuestra mirada se inclina por la vía que anuncia Nancy:

La mirada es la cosa que sale, la cosa de la salida; y, para ser más precisos: la mirada no es nada fenoménico; por el contrario, es la cosa en sí de una salida de sí, (…) y la cosa en sí de la salida o de la abertura no es una mirada sobre un objeto, sino la abertura hacia un mundo. En verdad ya no es siquiera una mirada-sobre: es una mirada a secas, abierta no sobre sino por la evidencia del mundo. (Nancy, 2006, pág. 79).

La mirada no reposa sobre los objetos, sino que se abre desde el objeto y por este, hacia múltiples mundos, haciendo ver y volviendo presente el objeto mirado. Podría pensarse entonces que la imagen, con su potencia de hacer ver y volver presente lo que no podemos ver, nos llevaría a una toma de posición frente al mundo.

¿No resuenan en estas palabras ecos wittgensteinianos? Veamos enton-ces. El pensador español Luis Arenas Llopis, en una interpretación estética1 alrededor del Tractatus lógico-philosophicus –del filósofo vienés Ludwig Wi-ttgenstein–, afirma: “El trazado de los límites del lenguaje que Wittgenstein se propone (…) consiste en deslindar con precisión qué puede ser dicho de

1. Arenas, L. (2015). El mundo visto sub especie aeternitatis. Notas sobre arte y filosofía en el joven Wittgenstein. En: Rojas López, M. (ed.), Diálogos desde la diferencia. Memorias del III Encuentro Nacional de Estética y Filosofía del Arte (pp.111-132). Medellín: Universidad Nacional de Colombia.

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aquello que sólo puede ser mostrado por diversas vías” (Arenas, 2015, pág. 116). Lo inquietante del Tractatus, que nos permite leer Arenas, es que apun-ta a ver correctamente el mundo a través de una contradicción, de un absur-do, es decir, la obra intenta señalar los límites entre el sentido y el sinsentido y por tanto los límites del lenguaje, de modo que se intenta convencer al lector de que es imposible decir lo que precisamente se está diciendo:

Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido). Debe superar estas proposiciones; enton-ces tiene la justa visión del mundo. (Wittgenstein, 1922, pág. 103).

Así es que para el primer Wittgenstein, la perspectiva adecuada para po-der ‘ver correctamente el mundo’, se adquiere al salir de él; perspectiva que nombra en términos de eternidad: sub specie aeternitatis. Contemplar el mun-do sub specie aeternitatis es contemplarlo bajo una mirada de la totalidad, contraria a la ‘cotidiana’ en la que los objetos nos ofrecen sólo alguna de sus caras o propiedades, es decir, sólo una parte de sus conexiones esenciales. De este modo, la perspectiva filosófica debería reclamar la totalidad de las conexiones posibles en cada objeto contemplado. Se trata entonces de ver en cada objeto existente lo insustituible y necesario que le es propio, y para ello es necesario contemplar el mundo desde fuera del mundo, desplazándose no de lugar, sino cambiando la mirada: Se trata de ver de otra manera, de abo-lir el espacio y el tiempo como criterios que determinan el conocimiento del objeto. Detener –suspender– el mundo y fijarlo en un instante, ver el objeto con el tiempo y el espacio, en lugar de en el tiempo y el espacio. Considerar

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el mundo como un todo2 inextricable, en el que cada parte por insignificante que sea, tiene el mismo valor que cualquier otra más grande en apariencia. Contemplar el mundo bajo esta perspectiva, es, en definitiva, situarse fuera del mundo.

De ahí que la aproximación que hay entre arte y filosofía, reside en que la verdadera obra de arte es capaz de modificar la perspectiva que se tiene so-bre el mundo de un modo semejante al que lo hace la filosofía, instándonos a ver el mundo de un modo singular, es decir, sub specie aeternitatis. Teniendo en cuenta que no se trata de transformar al mundo –ni en el arte ni en la filosofía–, sino de entender que estar en el mundo estética o filosóficamente requiere ante todo un un ejercicio de observación cualificada, es decir, ‘educar’ la mirada para ver las relaciones de las partes del mundo que conforman la trama de lo real.

La mirada de la ciencia estaría entonces, para Wittgenstein, en las antí-podas de la capacidad de asombro que resulta de mirar el mundo a través del arte y la filosofía, pues el científico hace retornar a la normalidad todo lo que para él es desconocido, contribuyendo conscientemente al desencan-tamiento del mundo. El arte, por su parte, invitaría a ver lo cotidiano como extraordinario, a asombrarse por el sólo hecho de la existencia del mundo, así, “el milagro estético es la existencia del mundo. Que exista lo que existe”

2. Es pertinente aclarar que en la noción de totalidad wittgensteiniana, en el Tractatus lógico philosophicus, el mundo es un conjunto de partes que se relacionan siempre unas con otras para existir.

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(Wittgenstein, 1914-1916).

Uno de los aspectos más significativos del análisis de Arenas es que inten-ta ubicar al Tractatus en la misma instancia que una obra de arte, y en esta perspectiva señala que uno de los rasgos que comparte es su incapacidad de decir, lo que no obstante en sus momentos más inspirados, es capaz de mos-trar, paradoja fundamental en el campo del arte.

Lo intangible del arte halla ahí su misterio. Es inexplicable en un sentido es-trictamente etimológico: la grandeza de una pieza musical o de un cuadro no puede serle explicada a alguien. Tampoco es posible señalar con ayuda de deícticos —que sólo pueden apuntar, en el mejor de los casos, hacia hechos— dónde radica su excelencia: no es esto, ni esto otro aisladamente lo que con-tribuye a la grandeza de tal o cual obra de arte. Y, sin embargo, enseñar a alguien a apreciar una obra de arte consiste básicamente en llamarle la aten-ción sobre cada uno de esos hechos (…), en acompañarle el recorrido hasta ese punto en que se produzca el salto misterioso, ese cambio de perspectiva en el observador que transfigura la facticidad de la obra de arte en un balcón hacia lo maravilloso. (Arenas, 2015, pág. 127).

La idea wittgensteiniana de que la obra de arte obliga a cambiar de pers-

pectiva, no está muy lejos de las consideraciones del escritor y psicoanalista francés Gérard Wajcman, en las que afirma que la obra de arte hace ver y da a ver más allá de si misma; preguntándose acertadamente: “¿Qué cosa harían ver las obras-del-arte que ninguna imagen podría hacernos ver? ¿Qué nos haría ver la obra-del-arte que sólo ella sería capaz de hacernos ver?”

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(Wajcman, 2001, pág. 36). 3 La obra de arte está hecha para volver presente, para hacer ver en el presente lo que está oculto, que no se ve, pero que está ahí “y arrojar eso al mundo, en objetos. Arrojárnoslo a los ojos. A veces, a la cara” (Wajcman, 2001, pág. 24). En el mismo discurso, el pensador francés libera al artista como autor de las obras, de la responsabilidad que recae sobre el objeto del arte. En otras palabras, en el arte no sería el artista el que piensa, sino el objeto, y de este modo el autor de la obra no sería sino un sujeto supuesto al pensamiento del objeto, un sujeto afuera del objeto, es decir, un sujeto afuera del mundo. La obra de arte obliga a salir afuera del mundo al hacer ver.

Quisiéramos pensar entonces que las imágenes de este trabajo se dan des-de una perspectiva de eternidad, en la que el placer y el dolor, la vida y la muerte, lo útil y lo inservible se ‘contemplan’ desde el mismo plano. Pero hay que decir que ante la hecatombe humana desde la que aparecen, dejarse

3. Wajcman hace una distinción entre obra de arte y obra-del-arte: “El Arte no existe. Lo que existe son obras-del-arte, que pululan. Quiero decir que el Arte como conjunto no es una noción consistente, (…) que todo el arte se encierra en sus obras, objetos disímiles y singulares. De aquí derivan dos consecuencias que nos importan. Una, que ninguna obra tiene valor de «ejemplo», cada obra es la cosa misma, por lo tanto debe ser considerada en sí. La otra, que ninguna teoría de arte puede ser más que teoría de las obras o, para decirlo con claridad, en arte sólo hay teoría de una obra. O incluso: a cada obra su teoría. (…) Por estas razones, más que de obras de arte, expresión que resuena con fluidez unificante y que destaca la noción de arte como conjunto así como la idea de una esencia común, prefiero hablar de las obras-del-arte. Fórmula que me parece enfatizar más lo esencial múltiple, una floculación del arte, una producción reiterada, donde cada objeto cuenta.” (Wajcman, 2001, p. 34). Concluye la idea señalando que habla del término obras-del-arte porque “este producto” realiza por sí mismo una obra, es decir, actúa por sí mismo; el objeto en sí realiza un acto que tiene algún efecto sobre el sujeto, y por consiguiente sería una obra-del arte.

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asombrar por la pura existencia del mundo resulta una cuestión compleja e inaccesible. Mirar de frente al cerdo de Testigos de los silencios, no podría ser una experiencia contemplativa en este sentido, pues pensar el placer y el dolor, allí, desde una misma instancia, sería desviar la imagen hacia peligro-sos esteticismos. Quisiéramos creer también que fuese posible contemplar el mundo sub especie aeternitatis gracias al arte y a la filosofía, pero la imposibi-lidad y la desgracia en nuestras imágenes, lo dificultan. De la lectura de Are-nas se infiere que habría un modo correcto y justo de ver el mundo propuesto por Wittgenstein, pero cuando es la ausencia a lo que apunta la imagen, lo correcto se disuelve en la mirada, pues no hay certezas de una perspectiva justa y correcta –no podría hablarse siquiera de certezas–. Estas obras invitan a ver, más que a contemplar; a ver, sobre todo, tomando posición. Habría que destacar, por tanto, el cambio de perspectiva al que convoca Wittgenstein, pues en ello radicaría la función de la imagen en esta búsqueda, en tanto que hace ver lo que no se puede ver, mostrando lo que no se puede decir.

En este sentido, para mirar la ausencia o lo otro que nos arroja la potencia poética de la imagen, hay que procurar un extraño equilibrio, que René Char anuncia con Heráclito, como exaltante alianza de contrarios; en la que corres-ponde al poeta zanjar el peligro que implica este choque de opuestos. Lo que en otros términos podría pensarse como anacronismo e intermitencia de la imagen con Didi-Huberman; o como despertar con el pensador judío alemán Walter Benjamin: batalla continua y peligrosa entre el sueño y la vigilia, que por más difícil que sea hay que llevar sin caer por completo en uno o en otro, y permanecer suspendido entre opuestos, como la imagen, en un umbral.

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La búsqueda de una imagen intermitente que resiste al choque de tiempos y pensamientos, y contesta de este modo a la imposibilidad de la relación humana, nos lleva al encuentro de dos momentos fundamentales. En primer lugar, Bocas de Ceniza y Aliento abrirán el discurso, pues la pregunta que preside estas obras es el rostro que nos pone de frente la condición de otro que nos mira y nos interpela. Las consideraciones del pensador lituano Em-manuel Levinas y el circunloquio que hace de éste Maurice Blanchot, –pen-sador francés a quien seguiremos lo más cerca que su escritura permita4–, nos permitirán acceder a lo otro del rostro. Pues con estos pensadores se piensa el otro como inalcanzable, como infinito, al que nunca podremos asir pero que nos funda como un ‘yo’ en el mundo. En este sentido el otro genera una distancia infranqueable, por su presencia, es decir, en el momento en el que el otro está frente a mí se funda una separación, una lejanía que es a su vez una atracción. De este modo, el movimiento oscilante entre presencia y ausencia de la relación humana manfiesta en el rostro, cuando se sitúa de

4. Es propicio anticipar que la escritura de Blanchot es difícil de abordar en cuanto está siempre rodeando la incertidumbre y la sospecha, está sobre todo dando vueltas, yendo en derredor de la escritura y el pensamiento, en donde encontrar y buscar se funden en un mismo sentido, como él mismo lo anuncia: “Recuerdo que la palabra encontrar no significa en absoluto encontrar, en el sentido del resultado práctico científico. Encontrar [trouver], es girar, voltear o rodear [tourner], dar la vuelta a algo, ir en derredor. Encontrar un canto, es tornear el movimiento melódico, hacerlo rodar. Aquí ninguna idea de meta, y menos todavía de detención. Encontrar [trouver] es casi exactamente la misma palabra que buscar [cher-cher], que quiere decir: «dar la vuelta a». (Blanchot, 2008, pág. 32).

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frente y nos mira. Es así como la imposibilidad en esta relación, deviene una brecha sin fondo que sólo la imagen nos permite abordar.

En un segundo momento, las obras Silencios y Corte de florero de Juan Ma-nuel Echavarría darán lugar a una búsqueda alrededor de la potencia poética de la imagen, que surge del choque entre el pasado y el presente, y de la ausencia y la presencia. De esta colisión derivan diversas potencias y formas de la imagen, que nos permiten acceder a lo que se entiende por memoria en las consideraciones benjaminianas de la imagen dialéctica, es decir, no la memoria como “la colección de nuestros recuerdos a la que se une el cronis-ta, sino la memoria inconsciente, la que se deja menos contar que interpretar en sus síntomas” (Didi-Huberman, 2013, pág. 5). La memoria como medio de lo vivido, en la que el encuentro constante y fluctuante entre pasado y presente, se manifiesta en una imagen-colisión, que en el movimiento osci-lante entre ausencia y presencia, va construyendo hendiduras que desvían el pensamiento hacia el afuera y permiten bordear lo que no tiene nombre y se escapa en el habla. Finalmente el encuentro de estos dos momentos nos deja ver en intermitencias ligeras cómo la potencia crítica de la imagen-colisión, que se afirma en la pérdida y en la ausencia, actúa no sólo como contesta-ción sino como espera ante la imposibilidad de la relación humana. De este modo, Versión libre, obra de Clemencia Echeverri, y La guerra que no hemos visto de Juan Manuel Echavarría, ponen en evidencia toda la reflexión ante-rior, permitiendo que, en términos benjaminianos, la historia aparezca en un resplandor pasajero que se concreta en imagen.

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Primera parte

Imposibilidad de la relación humana

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Dos imágenes: en la primera, siete rostros aparecen en primer plano, uno sucede al otro cantando su historia; en la segunda hay doce espejos redondos en un muro a la altura de la mirada, parecen no llevar nada en ellos, pero la cercanía del espectador y su exhalación hacen aparecer en la superficie del disco la imagen de otro. Se trata de las obras Bocas de ceniza, de Juan Manuel Echavarría (2003-2004) y Aliento de Oscar Muñoz (1995).

Estos rostros, diferentes y hablantes, permiten rastrear la imposibilidad manifiesta en el encuentro con el otro y las sentencias éticas que de aquí se despliegan. De ahí que las consideraciones de Emmanuel Levinas a propósito del rostro como infinito y las diversas reflexiones de Maurice Blanchot sobre el pensamiento de lo imposible, sean propicias para acceder al rostro como presencia desnuda de lo otro. De esta manera, un primer análisis partirá de la obra Bocas de ceniza, en busca del surgimiento del rostro como ética pri-mera, lo cual nos llevará al rostro como inabarcable e irreductible por tanto a la totalidad, es decir, a un rostro infinito, plural y lejos de toda posibilidad. En segundo lugar, la presencia-ausencia manifiesta en Aliento, nos permite entender la inestabilidad de la imagen, su variabilidad, su carácter cambian-te, de ahí que el rostro y la llamada que invoca nos sitúe de frente ante la ausencia, –a lo otro o a su sombra– dando lugar a la imposibilidad como fuente y origen de la relación humana.

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Partamos de esto: Es posible: la lógica no lo prohíbe, ni la ciencia ni la costumbre presentan ob-jeciones. Posible entonces es un marco vacío: es lo que no está en desacuerdo con lo real, o bien lo que aún no es real, ni, por lo tanto, necesario. (…) La po-sibilidad no es eso que es solamente posible y que debería considerarse como menos que real. La posibilidad, en este nuevo sentido, es más que la realidad: es ser, más el poder de serlo. (Blanchot, 2008, pág. 52).

La posibilidad es el lenguaje como poder. El lenguaje es violencia en tanto el poder de la palabra transgrede lo que quiere nombrar. La imposibilidad sería entonces la pérdida de poder, el alejamiento y la distancia de la posibi-lidad, del mandamiento inseparable del lenguaje. Pero ¿cómo relacionarse con otro sin pasar por un habla de poder, cómo encontrarse entre humanos sin pasar por un habla de violencia? ¿No sería esto un desencuentro, un errar, como el que quiere el poeta: una locura?

¿Qué asir sino lo que se escapa?¿Qué ver sino lo que se obscurece?¿Qué desear sino lo que muereSino lo que habla y se desgarra?(Bonnefoy, 2010).

Buscamos entonces un pensamiento de lo imposible, que ve en la oscuri-dad y no en la luz, que intenta no reducirse a la palabra, que busca un habla errante, un habla otra. Que se escapa del poder para encontrarse: Imposibili-dad entre los hombres. Es la falta de poder lo que posibilitaría su encuentro,

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su relación, ¿pero cómo acceder a ella? La relación que se da en un primer encuentro con el otro está mediada por el rostro y dónde encontrar la impo-sibilidad más evidente, si no es él. El rostro carga siempre consigo la falta de poder, la imposibilidad de comprensión, de abarcamiento, y desde allí, desde su primera mirada, la imposibilidad se manifiesta.

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1. El rostro: surgimiento de la ética primera

La cuestión del rostro lo es todo salvo una cuestión, ya que el rostro lo es todo salvo el objeto de una cuestión.

Jacques Aumont, 1992.

Con el término prosopon los griegos indicaban lo que está delante de la mirada de los otros, de ahí que lo utilicen para referirse indistintamente al rostro y también a la máscara. Considerando la supremacía que dicha cul-tura concede a la exterioridad se entiende que no habría nada que ocultar entre la máscara y el rostro, pues el otro está siempre expuesto, es por y para los otros, desde la exterioridad. Esta reciprocidad de la mirada es fundamen-tal para que prosopon sea tanto el rostro en cuanto no oculta nada –lo cual difiere de la acepción que luego le dimos al término rostro– como la máscara, dado que usándola se encarna al personaje que esta representa, ya no se es quien usa la máscara, sino el personaje que ella es.

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Los romanos por su parte introducen una distinción, pues llaman a la máscara persona, y al rostro vultus o facies. El verbo latino sería personare: resonar, retumbar, del cual se deriva, per-sona, que quiere decir sonar a través de algo. Persona se atribuía a la máscara teatral que usaban los actores en el escenario, pues la potencia de la voz no alcanzaba a todos los espectadores y la concavidad de la máscara lograba amplificar el sonido y darle la voz al actor (Tursi, 2002, pág. 3). De este modo, persona designa tanto a la más-cara como al rol o papel que cumple el personaje, y no señala, por tanto, una individualidad. Al relacionar prosopon o persona –personaje, rol– con el término griego charakter –que inicialmente designa una marca o impronta y posteriormente, entre los siglos IV y III a. C., tiene el sentido de caracte-rística distintiva y finalmente el de carácter moral–, se puede entender que en las máscaras de la tragedia y en representaciones figurativas, se plasma-ban expresiones del rostro, que podían ser vistas incluso desde la distancia. Es decir, las máscaras llevaban consigo marcadas tipologías expresivas que representaban características distintivas. De este modo el personaje hacía referencia a categorías sociales, y no a una individualidad.

Con el derecho romano se configura la noción de persona civil, capaz no sólo de adquirir derechos y contraer obligaciones, sino también de represen-tar diversas funciones sociales. Pero de este estatus de persona no dispondrán todos, por ejemplo “el esclavo no tiene persona” porque carece de ancestros y de derechos, de la misma manera, la cultura griega llama aprosopon a los esclavos, porque “no pueden representarse a sí mismos y son ‘caracterizados’ por sus amos” (Altuna, 2009, pág. 38). Con el posicionamiento del cristia-nismo se da al término persona un carácter diferente, se pasa de la noción de persona como hombre revestido de un estado a persona humana, y así perso-

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na llega a designar a todos los individuos de la especie humana constituidos por la razón, dando entrada a un análisis de la individualidad, pensando a la persona como un fin en sí mismo.

Observamos que el rostro-persona va transitando de la exterioridad donde se ofrece a la mirada del otro para configurarse y existir en tipologías socia-les, hacia la individuación y la interioridad, convirtiéndose en lo que nos singulariza a cada uno frente a los otros, de modo independiente de los roles sociales y las máscaras. En la época moderna y contemporánea el rostro es objeto de reflexión en la filosofía, la antropología, la psicología y demás. Pa-rece que nos encontramos entonces, ante el rostro como ante el lugar del ser, pero también del simulacro y del fingimiento, y más importante aún, como lugar que se percibe y que es mirado, y es en ese mirar en el que los juicios culturales instauran y renuevan estereotipos que visten los rostros creando sin cesar máscaras multiformes y en constante movimiento.

No es difícil deducir el espacio en el que esto se puede leer, el arte como exposición del ser es el lienzo preciso donde se plasman las variaciones en la percepción del rostro, pero es sobre todo en el arte del retrato, donde se traza el devenir del rostro en la historia. Las consideraciones de Belén Altuna sobre el rostro tienen como pretexto, evidentemente diversas manifestacio-nes artísticas en las que el retrato es ante todo expresión del ser singulariza-do y afirmado en el rostro.

Pero en el panorama artístico del siglo XX, sobre todo en la pintura euro-pea de posguerra, asistimos a la fragmentación y la pérdida de la semejanza, y particularmente el arte del retrato sufre un proceso de desfiguración y

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desintegración de la unidad otrora idealizada; en todo caso, un “abandono de la referencia al rostro como concentrado expresivo de la humanidad, e in-cluso, en la mayoría de las ocasiones, la de una destrucción deliberada de esa referencia” (Aumont, 1992, pág. 170). La subjetividad aparece diluida en estos rostros, deviene masa informe; no hay rastros de singularidad, apenas sobresalen del paisaje o del fondo. Jacques Aumont, teórico y crítico de cine francés, nombra este devenir del rostro como su derrota, pues a diferencia del retrato clásico concentrado en la identidad y en la expresión del carácter del individuo, el retrato moderno en cambio, expone una máscara desfigu-rada, despersonalizada, de la sociedad; y es posible afirmar que más que el individuo como objeto del retrato, sería ahora la sociedad la que se sienta en el banquillo: “La misma disolución o enajenación del rostro en gran parte del siglo XX puede entenderse asimismo como un intento de plasmar esa rea-lidad social: el rostro de las multitudes, una mancha vacía, intercambiable, anónima. O borrada, desprovista de singularidad” (Altuna, 2009, pág. 50).

Evidentemente el arte de cada época dialoga con el entorno social, políti-co y cultural y la expresión que el rostro lleva consigo se vuelve un discurso indudable; la industrialización y el crecimiento desaforado de las ciudades potencian las formas de expresión artística, que no obstante, más que plas-mar la realidad social, la denuncian y resisten a ella; se sirven del mundo para crear y poder hablar con él y de él, soportando en el habla el paso del hombre en el tiempo. El mundo contemporáneo vive bajo un régimen de múltiples máscaras, la máscara dicta los modos de conducta social, ella determina con quien se puede tratar y cuales son las respuestas que habría que dar. Sin embargo, Altuna considera, a diferencia de Aumont, que no hay una derrota del rostro, pues la sociedad permite tanto la dignificación como

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la tipificación del rostro:

(…) La sociedad contemporánea de la imagen reproduce hasta la saciedad (…) dos rostros: en gran medida, desde luego, la máscara social, la tipología, la asignación de los individuos a unos grupos, según unos estereotipos; pero también el rostro individual, aquel que era el protagonista del retrato clásico, aquel al que le bailan en el rostro todas las profundidades del alma, la valiosa singularidad de sus emociones y sus pensamientos. La preponderancia me-diática del primer rostro tal vez no sea suficiente para hablar de su “derrota”, como hace Aumont, ni para sostener que toda interacción es una relación entre máscaras; no, al menos, mientras sigan dando batalla las causas huma-nistas que dignificaron al otro rostro, mientras sigamos recordando o poten-ciando el sentido y el valor de ese rostro. (Altuna, 2009, pág. 51).

El rostro se nos presenta como paradoja, se podría decir que hay entre el rostro desnudo y el rostro máscara una contradicción, una lucha del rostro por salir de sus vestiduras, o una lucha de la mirada por despojarle de ellas. Cabe preguntarse ahora si es un acceso al rostro desnudo lo que se busca, o si es un dejarlo ser con sus máscaras y permitirse ser presencia ante el rostro, sólo como rostro infinito en devenir y movimiento.

ANTE EL ROSTRO: EL OTRO

En un encuentro casual Juan Manuel Echavarría conoció a Dorismel Her-nández, un hombre que se acercó a su mesa en un restaurante de Cartagena y preguntó si podía cantar. Dorismel Hernández sobrevivió a la masacre per-petrada por grupos armados del conflicto colombiano, en Trojas de Cataca,

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en la Ciénaga Grande de Santa Marta. Huyendo de allí le prometió a Dios que si se salvaba compondría una canción. Los versos que cantó ese día al ar-tista, detonaron la búsqueda de otros cantos y otros rostros de la cual resultó la obra Bocas de ceniza (2003-2004).5

Los rostros de siete personas sobrevivientes del conflicto armado en Co-lombia, son registrados en primer plano, cantando a capela canciones de su autoría sobre las masacres y los desplazamientos forzados de los que fueron víctimas. El título de la obra hace referencia a esta historia:

Un miércoles de ceniza, comienzo de la cuaresma, a contracorriente del río Magdalena, entraron los españoles a Colombia. El día pretextó el nombre, Bocas de Ceniza, con que bautizaron su puerta de acceso: la desembocadura del río. Penitencia y resurrección marcaron para siempre esa geografía. Hoy la corriente del Magdalena arrastra y da salida a los cuerpos de muchos colom-bianos asesinados en interminables episodios de violencia. (Tiscornia, 2005).

En el movimiento de ausencia y presencia que genera la obra, aparecen otros modos de habla: discontinuos, fragmentarios, multidireccionales, aje-nos a la unidad. Son rostros. Es decir, rostros, como primera instancia del hombre que es mirada, la que transmite inmediatamente algo en presencia del otro, lo primero que es mirado y habla. La obra, en su habla discontinua, genera un juego oscilante de presencia y ausencia, que no se concreta, que no se acaba. El rostro que canta allí, es más que rostro, es cuerpo, es me-

5. Véase: http://jmechavarria.com/gallery/video/gallery_video_bocas_de_ceniza.html

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moria, es habla, es ausencia y presencia, pasado y presente, es habla plural. Logra construir memoria, permitiendo otros modos de hablar. Son rostros que cantan, “ausencia de voces para gritar” (Blanchot, 1994, pág. 5), denun-cian la guerra, fragmentan el habla, reclaman respuestas. Bocas de ceniza se implanta como imagen poética que juega con un habla plural y que busca construir una memoria otra de la guerra.

Ahora bien, el rostro, por su desnudez, su vulnerabilidad, su exposición, es la primera instancia directa del cuerpo que es mirada en el encuentro con el otro. El rostro está expuesto a los ojos de quien lo ve, pero no se deja aprehender y por ello se presenta como paradoja, pues está sobreexpuesto y subexpuesto ante los ojos del otro. Es lo primero que se presenta y que se cree conocer, pero en su infinita extrañeza no se deja contener. El encuentro con el otro está mediado por la percepción, pero no se reduce a ella en una mirada vuelta al rostro. “El acceso al rostro es de entrada ético” (Levinas, 1991, pág. 71). Bocas de ceniza sitúa al espectador ante siete rostros que cantan la hecatombe humana, pero ¿si se miran los rostros sin cantos habría que responder a ellos por ser sólo rostros, responder de ellos y para ellos, sólo por ser un rostro desnudo del otro?

El otro es el único ser al que yo puedo querer matar: El homicidio es el modo de apoderarse de lo que no se puede tener, el otro me sobrepasa, no lo puedo asir, no lo puedo contener. Ante este deseo de posesión del otro aparece lo infinito. Levinas se refiere a la idea de infinito en cuanto a la subjetividad que recibe al otro como hospitalidad, es decir, el Mismo, el Yo, que “contiene en sí lo que no puede contener por la sola virtud de su identidad” (Levinas, 1977, pág. 52).

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La relación con el infinito está mediada por el deseo –que no se satisface, que aumenta incluso en su insatisfacción, y que difiere por tanto de la necesi-dad, en cuanto esta se funda en una carencia que puede ser colmada–. El in-finito es más fuerte que el querer violentar y se manifiesta en el rostro como expresión original, como primera palabra: No matarás. Allí en ese momento en el que el rostro se manifiesta como resistencia y habla: No matarás, “hay una relación, no con una resistencia mayor, sino con algo absolutamente Otro: la resistencia ética. De este modo la epifanía que el rostro presenta es absolutamente ética” (Levinas, 1977, pág. 212).

Blanchot por su parte se refiere al prójimo como el Extranjero, el Desco-nocido, el que está en el afuera, errando en el lugar de lo invisible pues no pertenece a nuestro horizonte.

El prójimo es el totalmente Otro; el otro es el que me supera absolutamente; la relación con el otro que es el prójimo es una relación trascendente, lo que quiere decir que hay una distancia infinita y, en cierto sentido, infranqueable entre el otro y yo (Blanchot, 2008, pág. 67).

Estar ante el rostro del otro no supone dominarlo o aprehenderlo; este no sólo mira sino que desborda la mirada. Ante el rostro no puedo ya poder, es decir, “la expresión que el rostro introduce en el mundo no desafía la debi-lidad de mis poderes, sino mi poder de poder” (Levinas, 1977, pág. 211). El rostro desborda la forma que lo delimita y al hablar invita a una relación, sin dejar por ello de ser presencia de oscuro contenido que escapa a la com-prensión.

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La relación con el otro se funda entonces contando con esta separación que impone el rostro de cada quien en su estatuto de prójimo, siempre otro. Es decir, lo incomprensible e inalcanzable del otro me atrae y en este senti-do se genera una relación. Y en ello hay una responsabilidad implícita con el otro pese a la separación, podría decirse que es de esta misma que surge esta responsabilidad. Se trata del otro como rostro que no conocemos pero del que hemos de responder en cuanto le vemos y él nos mira; así la res-ponsabilidad sería inicialmente para el otro. Para Levinas la responsabilidad aparece no como un simple atributo, sino como estructura fundamental de la subjetividad: el otro se aproxima a mi en tanto yo soy responsable de él, es una relación asimétrica, no hay reciprocidad, la responsabilidad del yo es intransferible. En tal sentido, Blanchot coincide con Levinas al decir que:

El hombre en cuanto prójimo y viniendo siempre del Afuera, siempre desa-rraigado en relación conmigo, desposeído y sin morada, aquel que es como por definición proletario (…) no entra en diálogo conmigo: si le hablo le in-voco, y le hablo como a quien no puedo alcanzar(…); si me habla, me habla a través de la infinita distancia a la que está de mi. (Blanchot, 2008, pág. 72).

En esta instancia es posible pensar Bocas de ceniza como espacio en el que el otro se muestra ante mi y me interpela, teniendo claro que este otro está siempre en una distancia infinita que no se puede franquear, pero que esta misma distancia es constitutiva de la relación con el otro. En otras palabras, al situarse el rostro del otro ante mi, debo responder de él; sólo por el hecho de ser rostro ante mi soy responsable de él. Así, los rostros que expone la obra son presencia infinita, imposible de asir y de contener, pero aún así, o por ello mismo, interpelan en la relación asimétrica que generan.

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PREGUNTA INFINITA

Siete rostros trabajados por el tiempo y surcados por la memoria de la vio-lencia; siete rostros cuyos cantos son pregunta sin respuesta y testimonio de lo innombrable del horror de las masacres; cantos que son más que discurso, y que renuevan estas preguntas: “¿Es posible que el extremo pensamiento y el sufrimiento extremo abran el mismo horizonte? ¿Es posible que sufrir sea, en definitiva, pensar?” (Blanchot, 1994, pág. 7).

El canto y la pregunta dejan el espacio abierto, inconcluso, incesante; la pregunta pide algo más, no concreta el habla, la lleva hacia el afuera, la dis-persa, al igual que la ceniza, como nos recuerda Robert Walser: “no hay en ella lo más mínimo que se niegue a dispersarse al instante volando”. En otras palabras: “(…) el habla que pregunta afirma que ella es sólo una parte. La pregunta (…) sería el lugar donde el habla se da siempre como inacabada” (Blanchot, 2008, pág. 12). En efecto, la pregunta que canta Bocas de Ceniza no se concreta con una respuesta, al menos no del orden dialéctico, pues esta sería insuficiente y cerraría el campo abierto generado por el interrogante, la respuesta detiene la dispersión que genera la pregunta y que por ello mis-mo, por ser pregunta incesante e infinita, es potente. La respuesta sería la desgracia de la pregunta, pues quiere cerrarla, de-terminarla. Aunque no hay respuesta que limite su infinitud, pues el silencio que inicia la interrogación despoja al ser de sí mismo, lo libera de sí y permite su apertura hacia el afue-ra, hacia un campo neutro, pues la pregunta permanece siempre a la espera de la respuesta.

Hay, por tanto, una relación de extrañeza entre pregunta y respuesta;

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quien ve y escucha Bocas de ceniza, responde, pero al hacerlo debe “recobrar la esencia de la pregunta, que no se apaga por lo que responde” (Blanchot, 2008, p.14) y así mismo la pregunta reclama siempre una respuesta de lo otro, aún sabiendo que no podrá ser respondida. Si la pregunta es el habla como desvío, entonces la obra de Juan Manuel Echavarría lleva al desvío, a la errancia. La pregunta dispersa, pues está siempre esperando, pero en esa espera se gira siempre hacia sí misma y huye de toda respuesta. Ante la obra –canto-rostro-otro– se pierde el poder de responder, su presencia infinita nos imposibilita y nos desborda como pregunta incesante. Esta inquietante obra es presencia infinita del rostro ante mi y es pregunta incesante que huye ha-cia el afuera y no se deja atrapar en la afirmación o negación que clama la respuesta. Ante Bocas de ceniza cualquier respuesta es insuficiente. Por ello, pensar la obra como pregunta infinita es descubrir allí un carácter móvil que permite el tránsito hacia un ámbito universal donde la obra deviene pregun-ta desde, sobre y en la guerra en cualquier tiempo y lugar.

SILENCIO DEL GRITO

El origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la

inmensidad y el vacío del alma humana.J.M. Coetzee, 1999.

Siete rostros que cantan la ausencia, siete rostros-mirada que imponen el silencio inherente a la experiencia de la violencia ilimitada y dispersa. La potencia del canto viene de cada rostro que mira e interpela impasiblemente

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al espectador, quien debe responder a la mirada al tiempo que se ve neutrali-zado para hacerlo en términos discursivos, pues la mirada y el canto escapan al discurso.

El rostro cantante es presencia, pero deviene ausencia cuando se está ante él. Al decir canto, está implícita la palabra, pero aquí la palabra se agota para comprender el canto. La conversación entre el espectador y la obra no es un diálogo habitual en el que uno pregunta y otro responde; va mucho más allá, pues es el silencio inherente al rostro que canta el que permite la conversa-ción, es el silencio de la mirada de estos rostros el que quiere gritar, y así el canto deviene grito y nos despoja de todo. Después del grito: el silencio. “La voz que habla sin palabra, silenciosamente, por el silencio del grito, tiende a ser, aunque fuere la más interior, la voz de nadie: ¿quién habla cuando habla la voz?” (Blanchot, 2008, pág. 331). ¿Quién habla en Bocas de Ceniza? ¿Quién pregunta y quién -si pudiese- responde?

Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que como memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó también que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es más que rumor informe y fluido, su fuerza está en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera. (Foucault, 1966, pág. 26).

Resulta que las palabras de Foucault, magistralmente, compendian toda la reflexión anterior que varias páginas se ha llevado. Es cierto que el lenguaje

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que conocemos, del que hacemos uso diario se agota ante la obra, pues los cantos devienen rumores sin forma y se disgregan en el silencio que cargan, y por la ausencia de voces para gritar cantan, dedicando el último aliento que emerge de la supervivencia de estos rostros, que más que rostros son preguntas atentas, por y para la espera. Pero la espera por la que aparecen los rostros-pregunta no supone un fin o un objeto que la colme, ya lo hemos dicho, la respuesta a la pregunta es la desgracia y si llegara a responder, la espera desaparecería y así su potencia: la pregunta. La imagen poética de Robert Walser (2012) en una línea nos aclara un poco el problema: “Pon tu pie sobre la ceniza y apenas notarás que has sentido algo”. Al querer apro-piarse de la ceniza ella se dispersa, no se deja fijar y entonces queda el vacío. Al responder a la ceniza, ella se esparce.

HABLA PLURAL, IMAGEN POEMA

El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace del lec-tor imagen, poesía.

Octavio Paz, 1972.

LAS SIRENAS: parece que cantaban, pero de una manera que no satisfacía, porque sólo dejaban oír la dirección hacia donde se abrían las verdaderas fuentes y la verdadera felicidad del canto. Sin embargo, por sus cantos imper-fectos, que sólo eran aún canto venidero, conducían al navegante hacia aquel espacio en donde el cantar empezaría de verdad. Por lo tanto, no lo engaña-ban, llevaban realmente a la meta. Pero, tras alcanzar el lugar, ¿qué sucedía? ¿Cuál era ese lugar? Aquél en donde sólo era posible desaparecer, porque la

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música, en esa región de fuente y origen, desapareció más completamente que en ningún otro lugar del mundo: mar en donde, con los oídos tapados, zozobraban los vivos y en donde las Sirenas, dando una prueba de su buena voluntad, también tuvieron que desaparecer un día. (Blanchot, 1959, pág. 9).

Recordemos en la Odisea a Circe hablándole a Ulises:

Llegarás primero a las sirenas que encantan a cuantos hombres van a su en-cuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos (…) cuando vuelve a su hogar, sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto sentadas en una pradera y tenien-do a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo (…), mas si tu desearas oírlas has que te aten en la velera embarcación de pies y manos (…) y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. (Homero, 1993, pág. 146).

Ante el canto de las sirenas hay que huir, pues se corre el riesgo de que al escucharlo, por la fascinación, no se regrese. Se puede pensar con Blanchot que este encantamiento

(…) mediante una promesa enigmática, exponía a los hombres a ser infieles consigo mismos, a su canto humano e incluso a la esencia del canto, desper-tando la esperanza y el deseo de un más allá maravilloso, y ese más allá solo lo representaba un desierto, como si la región matriz de la música hubiese sido el único lugar totalmente privado de la música, un lugar de aridez y se-quía en donde el silencio, como el ruido, quemaba, en quien dispusiera de él, cualquier vía de acceso al canto. (Blanchot, 1959, pág. 10).

En la obra de Echavarría, los siete cantos en su pluralidad convocan al

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silencio como única y posible contestación, creando un juego de extrañeza entre los hombres, en el que re-conocer al otro y ser re-conocido por el otro sólo conduciría a una proximidad totalizante. Por consiguiente, ante la mul-tiplicidad no se trata de emprender una búsqueda unificadora, no se trata de dar un sentido único al canto que la obra suscita, no se trata de hablar de la violencia y de la guerra y de sus consecuencias, pues la obra como poema fragmentado no es un poema inacabado o incumplido, sino que busca otro modo de cumplimiento, en el cual está en juego la pregunta que deviene grito y posteriormente silencio en una espera infinita. La obra es irreductible a la unidad, a la totalidad, y se juega en un habla plural, la cual nunca se sujeta al diálogo entre el yo y el Mismo del que se vale la dialéctica6. El habla plural emerge justamente de la separación entre el yo y el Otro infinito y sólo en esa misteriosa diferencia (o en esa relación fundada en la separación) es posible la proliferación de las hablas.

Bocas de ceniza es la discontinuidad del habla, lenguaje fragmentado que se afirma en la interrupción, en la grieta, en la fisura, en la intermitencia, no busca la plenitud del ser, aquí “el ser no es el ser, sino la falta de ser, falta viviente que hace que la vida sea inacabada, inaprehensible e inexpresable” (Blanchot, 1994, pág. 5). La potencia poética de la obra es el lenguaje en fragmentos, y así, la obra como poesía y poema.

6. “Toda habla es mandamiento, terror, seducción, resentimiento, halago, empresa; toda habla es violencia –y pretender ignorarlo al pretender dialogar, es añadir hipocresía liberal al optimismo dialéctico, para el cual la guerra sigue siendo una forma de diálogo”(Blanchot, 2008, pág.100).

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Pero pensemos esto más claramente. La poesía pone en libertad a la ma-teria, es decir, “la materia, vencida o deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte” (Paz, 1972, pág. 22). Por tanto, no hay victoria sobre la materia (pintura, escultura, palabra, etc.) en la creación artística, sino una posibilidad de que la materia sea libre. La poesía se acerca más al lenguaje hablado, pues es ligero, libre, menos reflexivo y ‘natural’. El hom-bre al querer ponerle marcos al lenguaje se priva de su libertad y se aleja entonces de la poesía, en otras palabras, al direccionar el lenguaje hacia la prosa, o hacia la ciencia, o hacia un estilo de arte (pintura barroca, surrealis-ta, cubista), o hacia donde se quiera, lo que ocurre entonces es que se cate-goriza y se le da un único sentido, una dirección. “El mundo del hombre es el mundo del sentido, tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de sentido” (Paz, 1972, pág. 19). El poema al poner en libertad a la materia, al lenguaje, recobra su origen y hace caso omiso a la clasificación, a la direccionalidad. Es heterogéneo, multidireccional, no se deja asir en ninguna categoría, pues la palabra está allí latente con sus múlti-ples sentidos y nos desvía siempre hacia el afuera, hacia lo desconocido. Nos enfrentamos nuevamente a otra paradoja, el poema es una abertura hacia lo otro, hacia el afuera del lenguaje, pero aún así sólo es posible alcanzarlo a través del lenguaje mismo; así entonces cuando el poema trasciende los lími-tes del lenguaje (cualquiera que este sea) permite transitar en contravía de la objetividad y la hegemonía de la dialéctica a la cual está claramente atada la palabra en nuestro mundo. Si el juego de preguntas y respuestas se agota, si la mandataria visibilidad de la sociedad occidental se ciega, es necesario que aparezcan espacios en los que se permita pensar con detenimiento, con cautela, y crear imágenes poéticas heterogéneas que generen intermitencias entre la luz y la sombra del pasado y del presente con pensamientos críticos

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frente al futuro para que la existencia se vuelva habitable.

Finalmente, por su carácter plural y su multidireccionalidad, la obra de Juan Manuel Echavarría deviene poema. En cada rostro los cantos son po-tencia crítica y poética, pues si estuviesen escritos o construidos bajo otro formato no harían del espectador una presencia tan potente como la que generan en la proyección. Bocas de ceniza connota la guerra, trasgrede los códigos que establecen la dialéctica y el racionalismo; aquí no se trata de la guerra que ‘narran’ y exponen los medios masivos de comunicación, es otro lenguaje. El ritmo pausado del canto, junto con la mirada de quien canta resuenan como ecos conjurando el olvido. Los cantos aquí no son relatos, trascienden la historia contada, se sumergen en un juego incesante de pre-sencia y ausencia entre el espectador y la obra, van más allá del lenguaje; las palabras y la imagen se instauran como fuente creadora de memoria de la guerra desviando el habla hacia el silencio y la espera en un tiempo que no es pasado, ni presente, ni futuro, sino simultaneidad de tiempos en movi-miento: anacronismo y latencia de la imagen.

¿Cómo acercarse entonces al canto de las sirenas? ¿Cómo enfrentarse a los rostros-pregunta de Bocas de ceniza sin ser condenados al olvido y al desierto? ¿Cómo acceder a la presencia infinita del rostro sin revestirlo de máscaras totalizantes?

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2. Presencia-ausencia

El juego del retrato con la puesta en escena, el teatro, la mirada, en el fondo no dice más que esto: lo que está pinta-do me mira, por haber sido ya mirado. Si es al rostro al que le corresponde decirlo, es porque es el lugar donde se funda-menta el sentimiento mismo de lo otro y de lo semejante, de la pertenencia a una comunidad de semejantes y de la difi-

cultad de relación con el prójimo. Jacques Aumont, 1992.

Hasta ahora tenemos sólo preguntas que van construyendo el discurso. Como lo hemos dicho, no hay respuestas suficientes para la pregunta. Es oportuno señalar aquí la reflexión del pensador alemán Hans Ulrich Gum-brecht (2014) a propósito del pensamiento de riesgo. Inspirado en las ideas de Wilhelm von Humboldt –acerca de la universidad como el lugar en el que no se transmite únicamente conocimiento sino también, y más importante aún, en donde los diferentes tipos de entusiasmo (entusiasmos de los estu-diantes y de los profesores) se disparan mutuamente, Gumbrecht propone la noción de pensamiento de riesgo: produce preguntas en lugar de respuestas y por tanto, genera visiones del mundo alternativas en lugar de alimentar

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las visiones del mundo ya existentes. Construye por tanto, nuevos problemas que se adhieren a los ya existentes y no busca respuestas que condicionen el pensamiento, sino preguntas que lo expandan incrementando la comple-jidad del mundo. Así es que continuaremos formulando preguntas alrededor del movimiento entre ausencia y presencia que funda el otro ante mi; el otro que con su presencia crea al yo, pero que a su vez es capaz de volverlo au-sente por medio de su presencia, y lo haremos ahora pensando con la obra Aliento (Muñoz, 1995)7.

Son doce discos de acero (espejos) de veinte centímetros cada uno, situa-dos horizontalmente a la altura del rostro del espectador en una pared. Has-ta aquí sabemos que al aproximarse a la obra es posible ver nuestro rostro en los espejos. Sin embargo, estos están levemente inclinados hacia abajo, de modo que se hace necesario acercarse para poder observarlos y ver qué es realmente lo que allí aparece. La cercanía permite que la respiración sobre la superficie grasosa de los discos devele una imagen, otro rostro, ya no el nuestro, sino otro. Quien conoce la obra sabe que los rostros que emergen momentáneamente del metal pertenecen a víctimas de la desaparición for-zada en Colombia, quien no, simplemente ve rostros que no son el suyo sino rostros de otro. Así, desde la presencia del espectador surge la imagen del otro (desaparecido), y con la pausa del aliento en el espejo éste desaparece nuevamente. Es un constante transitar entre la presencia que cobra vida al respirar y la ausencia del otro que no está, pero que desde su ausencia inclu-so, aparece intermitentemente gracias a nosotros, los espectadores.

7. Véase: http://www.banrepcultural.org/oscar-munoz/aliento.html

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LA AUSENCIA EN LA PRESENCIA

Nos es imposible ver totalmente nuestro ver, puesto que «producir luz supone sombras, una mitad oscura».

Regis Debray. 1992

Inscribir una imagen en la memoria, fijar, aunque sea intermitentemente, una imagen para no ser abandonada a la suerte del olvido, esta es la necesi-dad primordial del hombre: el rechazo de la muerte. Sabemos que la imagen desde sus orígenes está ligada a la muerte, que se produce para prolongar la vida, para darle un lugar justo y necesario en el más allá de la vida. Pensemos en imágenes primitivas, en nuestras antiguas sepulturas, en los sarcófagos, en las catacumbas cristianas, en las estelas funerarias que se encuentran des-de la antigüedad hasta hoy. “El arte nace funerario, y renace inmediatamente muerto, bajo el aguijón de la muerte” (Debray, 1992, pág. 20).

En el eidolon se asienta el alma del difunto, ya no su cuerpo, sino a modo de sombra intangible lo que de él podría aun permanecer; el término da origen a la palabra Ídolo, que posteriormente será imagen, retrato. Es el fan-tasma, la sombra de la vida la que anima al ídolo, atestiguando así el triunfo de la vida sobre la muerte; y es claro entonces que en occidente el hombre alcanza su estadio más alto al convertirse en imagen: es un lugar seguro, es su yo inmunizado. El cadáver es la manifestación de la presencia-ausencia, no es un ser vivo, pero tampoco una cosa; este es el tránsito de lo pasajero a lo eterno, de lo humano a lo divino, de lo visible a lo invisible. El estupor ante

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los despojos mortales se manifiesta en el cuidado de la sepultura (pulsión religiosa) o en el trabajo de la efigie (pulsión plástica), “de la misma manera que el niño agrupa por primera vez sus miembros al mirarse en un espejo, nosotros oponemos a la descomposición de la muerte la recomposición por la imagen” (Debray, 1992, pág. 27).

Se produce una imagen, un doble, de lo innombrable, de lo no visible –la muerte, el más allá– para mantenerlo con vida y así mismo para velar eso innombrable que es la muerte de sí mismo; pues tiene la muerte un marcado carácter especular que nos atrapa, al que queremos ocultar, aunque no com-pletamente, como si fuese una atracción de un abismo, “la imagen, toda ima-gen, es sin duda esa argucia indirecta, ese espejo en el que la sombra atrapa a la presa” (Debray, 1992, pág. 27). La imagen es un medio que quiere ocul-tar la sombra, pero en ese deseo de ocultación deja siempre al descubierto lo oscuro. En otras palabras, la imagen fija lo perdido, lo ausente, la imagen es, en definitiva, el retorno de lo muerto. Vemos entonces como la producción de imágenes, desde su nacimiento, está íntimamente ligada a la muerte, es la mediación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre los hombres y los dioses, entre lo visible y lo invisible.

Hoy, faltan los dioses, que en tiempos pasados nos permitían organizar esta tierra como morada transitoria hacia un mundo supraterrestre y para-disiaco donde el destino temido y fatal puede ser modificado por la gracia divina. Ante la carencia de dioses el hombre busca nuevos asideros, pero en “esta verdad, la de las formas, las nociones y los nombres, hay una mentira, y en esta esperanza, la que nos confía a un más allá de ilusión o a un porvenir sin muerte o a una lógica sin azar, hay quizá la traición de una esperanza

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más profunda, que la poesía debe enseñarnos a reafirmar” (Blanchot, 2008, pág. 41).

Si reafirmar el más allá de ilusión, –es decir, lo oscuro, lo ausente, lo otro–corresponde a la poesía, sería solo a través del lenguaje. No obstante, la cuestión aquí es difícil y riesgosa, pues el lenguaje siempre deja escapar lo que nombra, busca retener algo, pero en su intención de revelar deja ya des-aparecer lo que nombra, lo trastoca y lo transforma en algo distinto:

Apenas he dicho ahora, en esta sola palabra que dice a la vez todos los «aho-ra» en su forma general y en su presencia eterna, se ha escabullido este único ahora, el enigma propio de lo que se ha disuelto en él y en torno al que puedo multiplicar singularidades, sin nada más que alterarlo aún más al intentar particularizarlo con ayuda de rasgos universales y sorprenderlo desaparecien-do en una aprehensión que lo eterniza. (Blanchot, 2008, pág. 43).

De esta manera los nombres y los conceptos son medios para instaurar un mundo pretendidamente seguro, olvidándose a veces del acecho implacable de la muerte. Es evidente el eterno tormento de nuestro lenguaje al inten-tar con nostalgia volverse a lo que siempre deja escapar; de igual modo la imagen busca siempre girarse hacia lo perdido, intentando comprehender lo que se escapa, pero que ella misma, se sabe, no puede contener, sino que se renueva constantemente transformando el ‘objeto’ perdido del habla en otro.

Habiendo discutido esto, podemos pensar más claramente sobre lo in-mediato, término complejo que trata Blanchot: “La presencia inmediata es presencia de lo que no podría ser presente, presencia de lo no accesible,

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presencia que excluye o desborda todo presente” (Blanchot, 2008, p.48). 8 La presencia inmediata se afirma en lo radicalmente ausente, es decir, es la presencia de lo inaccesible, –presencia del rostro, por ejemplo– que no se puede aprehender y en este intento sólo queda de él su enigma, su sombra, su ausencia. De ahí que la única relación posible con lo inmediato es una re-lación que reserve una ausencia infinita: una relación desde la imposibilidad –que se escapa del poder–.

Frente a los espejos de Aliento, se espera que algo aparezca, se espera que haya algo más que el rostro propio reflejado. La cercanía al objeto disuelve la espera y se refleja en la superficie grasosa otra imagen, que no es la propia, pero que toma nuestro aliento, surge de él, y nos afirma una y otra vez la presencia de la ausencia en el cara a cara con la obra y siempre ante el rostro del otro. Así la obra pone la sombra de manifiesto, nos enfrenta a la presen-cia de la ausencia en un movimiento incesante. Frente al espejo, en primer lugar está el reflejo, pero después nuestra exhalación produce la imagen de alguien que no está, de un otro aun más infinito que la presencia física, y finalmente con la inhalación vuelve nuevamente el reflejo.

Entre el otro y yo la distancia es infinita, y sin embargo, al mismo tiempo, el otro es para mi la presencia misma, la presencia del infinito. Al expresarse, el prójimo es otro en cuanto rostro que habla. “Si hay una relación donde

8. Es preciso recordar que pensamos esto con Aliento, acompañar la reflexión teniendo presente la obra nos permite alumbrar un poco las palabras, que podrían desviarnos hacia lo oscuro e incomprensible, por la oscuridad propia del autor que nos asiste.

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lo otro y lo mismo, al tiempo que se mantienen en relación se absuelven de esta relación, términos que de esta forma permanecen absolutos en la relación misma, esta relación es el lenguaje” (Blanchot, 2008, pág. 70). El desconocimiento del otro, el otro como inalcanzable, como inaprehensible es lo que impulsa la existencia de una relación, es el habla como expresión de lo desconocido, como expresión de la extrañeza inherente a la relación con el otro. El habla del otro es la presencia misma de ese otro ante mi, es allí en donde se manifiesta su presencia.

Pero no se trata en este caso de un habla de igual a igual, es decir, el otro no está en el mismo plano que yo, el otro viene del Afuera, está siempre más allá y fuera de mi. Hay una distancia peligrosa, inherente al otro en la relación. “La distancia absoluta que mide la relación del prójimo conmigo es lo que provoca en el hombre el ejercicio del poder absoluto: el de dar la muerte” (Blanchot, 2008, pág. 77). Así el hombre en presencia del hombre se encuentra con una alternativa: “o bien hablar o bien matar”. En el asesi-nato se manifiesta el poder sobre lo otro, hay un intento de aprehender la presencia del otro, pero al ejecutarse la acción no queda nada; su presencia se desvanece y con ella el poder que se creía alcanzado.

El movimiento que aquí nos concierne es el que se mantiene oscilante entre el habla y la muerte –o bien matar, o bien hablar– que impulsa el ha-bla en la relación entre hombres. De ahí que la relación humana es terrible, pues en esta alternativa el habla no es menos grave que la muerte; no estoy nunca frente a quien me hace frente, la relación siempre genera un desvío del otro hacia mi, se está siempre frente al otro que gira, que se desvía. En el encuentro con Aliento hay que detenerse, y en esa pausa la obra impone

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un encuentro con lo otro. Permite al espectador desviarse y enfrentarse a lo oscuro, agota el pensamiento conocido y se dirige hacia otro lugar, impone otro modo de pensar que transgrede el lenguaje común.

VIOLENCIA DEL HABLA Y PENSAMIENTO DE LO IMPOSIBLE

No se puede hacer la guerra sino a un rostro, no se puede matar, ni siquiera prohibir matar, si no es allí donde la epi-

fanía del rostro ha advenido. Jacques Derrida, 1998.

La posibilidad establece la realidad y la funda: se es lo que se es sólo si se tiene el poder de serlo. Al poner en relación el término posibilidad con el de poder y potencia, entendemos que el hombre no es más que su posibilidad, sólo yo puedo morir, mi muerte me pertenece, incluso en la muerte el poder se revela. “Muriendo, puedo todavía morir, he aquí nuestra señal de hombre” (Blanchot, 2008, pág. 53). Todas la relaciones que se establecen en el mundo constituyen una relación de poder, por cuanto arraigan en el lenguaje, en el habla que es violencia por el poder ejercido sobre lo que nombra. El poder amenaza, está presente desde el momento en que tenemos relación. El de-seo de conocer el mundo lleva a comprehender todo en lo conocido, no hay lugar para lo desconocido en el juego de la dialéctica.

¿Es posible entonces que haya una relación –un lenguaje– que se escape del movimiento del poder y así mismo entonces de la posibilidad? Si hubiese un pensamiento de lo imposible este no sería reductible a la comprensión apropiadora. Es decir, sería un pensamiento que no buscaría reducir lo otro a

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lo mismo, que no se propondría sin comprender y alumbrar al otro, sino que lo dejaría en la sombra en la que no se deja conocer. Tal pensamiento de lo imposible habrá de contar con el deseo, de modo que ante lo desconocido, no pretende colmarlo ni reducirlo a lo mismo.

En este pensamiento de lo imposible el tiempo no es lineal, es un tiempo detenido, como el de la espera. Por eso Blanchot vincula tal pensamiento a la experiencia del sufrimiento extremo, al exceso que ya no puede sufrirse, que es imposible sufrir; esta experiencia priva del poder de la presencia, no se deja ‘controlar’ y por ello el tiempo se enrarece, se detiene, el presente no tiene fin, como si fuese un tiempo suspendido en el infinito. Se pierde el yo que sufre y se disuelve en la experiencia de lo neutro, del Afuera, de lo totalmente otro. “La marca de semejante movimiento consiste en que, por el hecho de que lo experimentamos, se escapa de nuestro poder de experi-mentarlo, no quedando así fuera de la experimentación, sino siendo eso a cuya experimentación ya no podemos escapar” (Blanchot, 2008, pág. 56). Y volvemos nuevamente a la sentencia por la que transitamos rápidamente con Bocas de Ceniza: “¿es posible que el extremo pensamiento y el sufrimiento extremo abran el mismo horizonte? ¿Es posible que sufrir sea, en definitiva, pensar?” (Blanchot, 1994, pág. 7).

Podemos afirmar ahora que la imposibilidad –término que nos concierne profundamente aquí– es lo que se escapa sin que haya lugar a escaparse de ello, y aparece siempre cuando se tiene relación. Por tanto, la relación entre humanos está mediada por la imposibilidad que bascula entre la mismidad y la otredad. En Aliento la inmediatez y la cercanía de lo conocido, alterna con el otro desconocido que nos mira, de allí que la obra sugiere una conversa-

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ción, un diálogo mudo entre lo otro y yo. Pero un diálogo que no se concreta, un diálogo infinito y disimétrico entre lo desconocido y lo conocido. No hay un acceso directo al rostro del otro sin pasar por el propio, hay que perder el poder –mirarse a uno mismo– para acceder momentáneamente a la mirada del otro.

En el encuentro cotidiano con el otro la interacción participa de cierta indiferencia, generalmente cortés, pero indiferencia al fin y al cabo. Las in-teracciones sociales en el espacio urbano no generan una detención en la mirada del otro, como si hubiese normas sociales que dicen que no hay que cruzar las miradas. Fijar la mirada en el rostro desnudo del otro implica una relación y por tanto una responsabilidad.

Ante todo, hay la derechura misma del rostro, su exposición directa, sin de-fensa. La piel del rostro es la que se mantiene más desnuda, más desprote-gida. El rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo el rostro es lo que nos prohíbe matar. (Lévinas, 1991, pág. 71).

El rostro nos invita a la violencia, pero a su vez, nos da una orden: no matarás. Para Levinas, el acceso al rostro es ético, pero hay que saber que este rostro del que habla es un rostro desnudo, sin máscaras. Pues los modos de vestir el rostro son veladuras que nos ciegan el rostro como epifanía ética y conducen en muchos casos a acciones violentas, a deshumanizar el rostro, peligro inminente al que se enfrenta día a día la especie humana.

¿Cómo enfrentarse entonces a ello? ¿Cómo zanjar la paradoja que el ros-

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tro supone, su violencia inherente y su alejamiento? La pensadora francesa Simone Weil (2001) dice: “La vida humana es imposible, pero únicamente la desgracia permite sentirlo”. Y muy acertadamente Blanchot responde:

No se trata de denunciar el carácter insoportable o absurdo de la vida –de-terminaciones negativas que dependen de la posibilidad–, sino de reconocer en la imposibilidad nuestra pertenencia más humana a la inmediata vida hu-mana, la que nos corresponde sostener, cada vez que, despojados, por la des-gracia, de las formas acicaladas del poder, alcanzamos la desnudez de toda relación, esta relación con la presencia desnuda, presencia de lo otro, en la pasión infinita que viene de ella. (Blanchot, 2008, pág.59).

El pensamiento de lo imposible que propone Blanchot parece que no per-tenece a nuestro mundo, o que no tiene cabida en él, pues la hegemonía de la visión es la que rige hoy, como si con la mirada pudiéramos tener un ac-ceso absoluto al mundo. La época moderna desemboca en un régimen de vi-sión totalitaria, en una hegemonía de la visión, en la que la visión está atada a la luz, pero el ojo no se fija en la luz como tal, sino en el objeto iluminado, de este modo es la luz la que expulsa al objeto de la oscuridad y por ello lo hace ser, lo pone en evidencia. Pero no hay que olvidar que la sombra es su origen. Es decir, el objeto aparece al ser iluminado, pero su principio está en la sombra, en lo que no se ve.

La tradición occidental está fuertemente atada a la exigencia óptica, y amenazada por la ausencia de luz, del mismo modo el saber, el conocimien-to, es requerimiento de luz sobre las cosas, sobre el mundo. Ver supone una separación, una distancia, de este modo, nunca se ve el centro de lo que se

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quiere ver sino la periferia. Al respecto interesa la consideración de Blanchot en torno al habla y a su distanciamiento de la visión –que por ser distante es presencia a su vez–:

Hablar no es ver. Hablar libera el pensamiento de esta exigencia óptica, que, en la tradición occidental, somete desde hace milenios nuestra aproximación a las cosas y nos invita a pensar bajo la garantía de la luz o bajo la amenaza de la ausencia de luz. (Blanchot, 2008, pág. 35).

Esta sentencia, hablar no es ver, es ante todo apertura a la extrañeza, al desvío, en donde las cosas no se muestran, ni se ocultan. Es el habla en la dis-tancia que permite liberar a la visión de las limitaciones de la vista, un habla de visión que no desvela mediante la luz, pero que no reside completamente en las tinieblas, ¿quizás un habla de la imagen que interroga sin responder y nos sitúa ante la sombra de lo otro?

La potencia poética de Aliento, reside en la capacidad que tiene de situar al espectador frente a lo desconocido, frente a su sombra. La presencia del otro (desaparecido) late, se agita, es la oscuridad que no queremos ver, pero que la obra nos pone de frente. Lo que pesa en Aliento es la ausencia que vuelve a nosotros y nos mira desde el rostro de la fotografía oculta, lo que allí falta es lo que se inscribe en la memoria atenta del espectador.

Finalmente, todas estas discusiones nos llevan a una misma instancia: El lenguaje no aprehende lo dicho, lo enuncia pero no lo comprende; la ima-gen se agota como representación; la visión se da generalmente sólo en el horizonte y no alcanza la sombra que la funda; la intención de comprender

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el mundo y exponerlo a los ojos del otro a través de imágenes y objetos que buscan inmortalizarse en el tiempo es insuficiente y aún más en nuestra cultura totalizante. De esta manera, paradójicamente, lo que falta es lo nece-sario para que sea suficiente; la falta, la sombra, lo indecible, la espera, lo in-concluso, el silencio, es lo fundamental para la pregunta que nos acompaña ahora ¿cómo la potencia poética de la imagen, colisionando entre tiempos, logra mostrar lo que no tiene nombre, logra hablar de lo se escapa en el habla y en la representación? ¿Cómo contesta la imagen a la imposibilidad?

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Segunda parte

Imagen-colisión

Tiempos cruzados, fuerzas contrarias

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Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo.

Pero, para saberlo, para sentirlo, hay que atreverse, hay que acercar el rostro a la ceniza. Y soplar suavemente para que la brasa, debajo, vuelva a emitir su calor, su resplandor, su peligro. Como si de la imagen gris, se elevara una voz: «¿No ves que ardo?».

Georges Didi-Huberman, 2013.

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Rostro e imagen imponen apertura e imposibilidad en el sentido de Blan-chot y Levinas, de esta manera, las obras Bocas de ceniza y Aliento obligan a repensar no solo la experiencia del rostro del otro, sino además la noción misma de imagen. Lo fundamental en la imagen es que puede convocar en un mismo espacio la pluralidad de lo real. Por ejemplo sabemos, como lo indica Octavio Paz en El arco y la lira que el pensamiento occidental se ha empeñado en imponer tajantemente la distinción entre lo que es y lo que no es: las piedras pesadas son piedras pesadas y las plumas ligeras son plumas ligeras; no hay cabida fácil para que una piedra pesada pueda ser, a su vez, una pluma ligera. Desde Parménides la afirmación que nos rige es: El ser no es el no-ser; y es este primer desarraigo, en el sentido en el que se destituye al ser del caos primordial, el que fundamenta nuestro pensamiento. De esto queda, claramente, el exilio de la poesía y de las formas de pensamiento que no se ciñen a estos términos.

Es importante saber que el conocimiento en las doctrinas orientales no se da bajo estos principios de claridad y distinción. En los textos más antiguos se asevera la ausencia de límites entre esto y aquello, mientras que nuestro pensamiento occidental pretende establecer fronteras claramente delineadas que son indudablemente difíciles de desvanecer. Octavio Paz nos recuerda

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que:

Muchos siglos antes de que Hegel descubriese la final equivalencia entre la nada absoluta y el pleno ser, los Upanishad9 habían definido los estados de vacío como instantes de comunión con el ser (…). Pensar es respirar. Retener el aliento, detener la circulación de la idea: hacer el vacío para que aflore el ser. Pensar es respirar porque pensamiento y vida no son universos separados sino vasos comunicantes: esto es aquello. (Paz, 1972, pág. 103).

Los Upanishad se colman de paradojas, de pensamientos ambiguos, allí el conocimiento es imposible; esto se afirma de igual modo en el pensa-miento de la tradición china con Lao Tsé en el Tao Te King de (s.VI. a.C.): “El Tao que puede ser nombrado no es el Tao absoluto, los Nombres que pueden ser pronunciados, no son los Nombres absolutos”. Las palabras, nuevamente, fallan al intentar aprehender el mundo, lo señalan sí, pero no lo alcanzan, no lo comprenden. Sin embargo, pese a la crítica que se le hace al lenguaje, nunca se lo abandona; el filósofo chino alude a la prédica sin palabras, en busca de un lenguaje más allá del lenguaje: pa-labra que diga lo indecible. Esta es la virtud de las imágenes poéticas del pensamiento oriental, es por ellas que se deja comprender lo imposible de sus doctrinas y es de ellas que podemos aprender a pensar en imágenes. “La imagen dice lo indecible: las plumas ligeras son piedras pesadas. Hay que volver al lenguaje para ver cómo la imagen puede decir lo que, por

9. Se conocen como Upanishad a cada uno de los más de 200 libros sagrados del hinduismo.

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naturaleza, el lenguaje parece incapaz de decir” (Paz, 1972, pág. 106).La imagen unifica, en sí misma, la pluralidad de significados que en-

cierra, y estos diversos significados no se opacan los unos a los otros, ni siquiera por su contradicción, pues la imagen es capaz de resistir esta tensión. Las palabras comunes no recrean lo que quieren expresar, gene-ralmente lo describen o lo representan y es en este proceso en el que se pierde su totalidad, esa es su limitación. Por otro lado, el poema, en este caso la imagen poema, no describe la realidad, sino que la presenta. El sentido de la imagen es la imagen misma, es ella lo que se quiere decir, al contrario de una frase que puede ser siempre explicada por otra; es decir, en la frase, su sentido es un querer decir. Mientras que la imagen nos enfrenta inmediatamente con la realidad, ella es su sentido: plural y ambigua, pero contenida allí en la unificación de significados de la que es capaz. El poema, siendo lenguaje, lo trasciende, va más allá de él, y esto, como infaltable paradoja, sólo puede ser alcanzado por el lenguaje mismo. Las palabras de Paz son irremplazables para dar luz a todo esto:

La experiencia poética es irreductible a la palabra y, no obstante, sólo la palabra la expresa. La imagen reconcilia a los contrarios, mas esta reconci-liación no puede ser explicada por las palabras –excepto por las de la ima-gen, que han cesado ya de serlo. Así, la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos10. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la

10. El subrayado es nuestro.

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palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio y la no significación. Más acá de la imagen yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no-significación se vuelven términos equivalentes. Tal es el sentido último de la imagen: ella misma. (Paz, 1972, pág. 111).

La imagen nos expulsa hacia el afuera, hacia un espacio en el que los

contrarios se funden, en él no se va tras un sentido, pues ella misma es su sentido. La imagen es una señal que nos recuerda que algo estuvo allí algu-na vez, y por su pluralidad, nos permite recordar de diversos modos, es una marca que no nos deja olvidar y que en su obligada interpretación potencia la apertura discursiva.

***

Vemos lo que se juega en el pensamiento por imágenes, de lo que es capaz la imagen si se piensa por y para ella. Partiremos entonces de una imagen concreta, la obra Silencios de Juan Manuel Echavarría permitirá arraigar el discurso a otros modos de habla, en los que las palabras parecen ser insu-ficientes, para entender cómo la imagen devela tiempos heterogéneos y si-gue siendo una sin alterarse. Transitaremos por Silencios, con las reflexiones de Walter Benjamin, acerca de la imagen como colisión de tiempos y como acontecimiento de la memoria. Las diferentes maneras en las que Didi-Hu-

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berman se aproxima a la imagen nos permitirán acercarnos con mayor flui-dez al pensador alemán para configurar una noción de imagen. En segundo lugar, en las obras Corte de Florero de Echavarría y Versión libre de Clemencia Echeverri se abordará el contacto incendiario que se genera cuando la ima-gen toca lo real, la presencia-ausencia de la imagen, y el eterno retorno que convoca la imagen en su contestación ante la presencia de lo otro.

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Juan Manuel Echavarría, “Lo bonito es estar vivo”. De la serie Silencios, 2010-2015.

Recuperado de: http://www.jmechavarria.com/gallery_lao.html

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3. Imágenes ligeras

IMAGEN RELÁMPAGO

¿Cómo podemos hablar de una aparición sino desde el punto de vista temporal de su fragilidad, de la oscuridad en

la que vuelve a sumergirse?Didi-Huberman, 2007

Silencio con grietas, Silencio con huellas, Silencio ausente, Silencio escrito, son algunos nombres que Juan Manuel Echavarría le ha dado a sus fotogra-fías que integran la serie Silencios, con la que viene trabajando desde el año 2010. Hasta ahora son más de sesenta fotografías y algunas piezas audiovi-suales. Son imágenes de escuelas de más de setenta veredas y poblaciones de la región del caribe colombiano. Allí aparecen reiteradamente tableros, que comparten un rasgo común: están invadidos por la implacable vegetación, evidencia innegable por tanto, de una humanidad en falta.

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Una lección11 es una pieza de poco más de dos minutos de duración que logra, apenas en ese instante, una potencia crítica y poética tan contundente que es difícil de encontrar otra similar en nuestros documentos de memoria, sobre todo porque en nuestro contexto la memoria se diluye fácilmente en nuestra fascinación por la institucionalidad del arte y la cultura.

La cámara inmóvil registra al fondo un tablero, simple, sin pretensiones, como todos los que acompañan la serie, un tablero verde en medio de las rui-nas que ha dejado la violencia. Y allí junto a él, como un testigo mudo, hay un burro que nos mira de frente, moviéndose sutilmente como si no quisiera sacarnos del silencio. En la sentencia tras el fundido a negro se lee:

Es muy probable que el burro traía a un niño y volvía por él a la escuela. El burro vuelve por ese niño que ya no está.

(Gabriel Pulido, Campesino de Mampuján, Colombia).

¿Qué presenta verdaderamente esta imagen, cómo se configura, cómo aparece? Si bien mirar a un burro de frente no constituye una experiencia extraordinaria, pensar que vuelve una y otra vez por el niño que ya no está si lo es, y más importante aún es que vuelva junto al tablero y se plante de frente apaciblemente, como esperando una respuesta. Sólo en este interva-lo capturado y puesto en un contexto es posible vislumbrar trazos de una memoria que parecía ya perdida. El pasado continúa presente y nos habla

11. Véase: http://www.jmechavarria.com/video/una_leccion_480p.html

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en ese instante. “La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad” (Benjamin, 1973). Son oportunas e iluminadoras las palabras del gran pensador judío alemán, es en destellos que la verdadera imagen aparece y por ello hay que ser cuida-dosos para no dejarla caer en el olvido por el carácter frágil y fragmentario que presenta el destello.

La imagen aparece sólo en instantes:

De repente, algo aparece. Por ejemplo: una puerta se abre, una mariposa pasa batiendo sus alas. Basta con esta nada. El pensamiento ya advierte el peligro. Para empezar corre el riesgo de equivocarse creyendo apropiarse de lo que acaba de aparecer y absteniéndose de considerar lo que viene luego, que no es sino desprendimiento, desaparición. Porque es un error creer que una vez aparecida, la cosa está, permanece, resiste, persiste tal cual en el tiempo como en nuestro espíritu, que la describe y conoce. Bien sabemos que no es nada: una puerta no se abre sino para cerrarse en un momento u otro, una cosa, una mariposa, no aparece sino para desaparecer al instante. Pero el pensamiento se engaña una segunda vez realizando con lo que desaparece la misma abs-tracción que con lo que aparece. También aquí tendrá que tener en cuenta lo que sigue, es decir, el modo en que lo que ya no está permanece, resiste, persiste tanto en el tiempo como en nuestra imaginación, que lo rememora. (Didi-Huberman, 2007, pág. 9).

En esta dialéctica sutil e instantánea de aparición-desaparición queda una marca. Sabemos que la marca no es la cosa que quisiéramos retener, tampo-co es la imagen como tal. Esta marca que deja la aparición de la imagen en

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la memoria, relampaguea, no se deja ver como quisiéramos, late, se agita, como las alas de una mariposa. Revolotea en el tiempo:

No hace falta decir que el pasado ilumina el presente o que el presente ilumi-na el pasado. Una imagen, al contrario, es eso en lo que el Otrora encuentra el Ahora en un relámpago para formar una constelación. En otros términos, la imagen es la dialéctica en suspenso. Pues, mientras que la relación del presen-te con el pasado es puramente temporal, continua, la relación del Otrora con el Ahora presente es dialéctica. No es algo que se desarrolla, sino una imagen entrecortada. (Benjamin, 1989b, pág. 478).

Es este choque centelleante de tiempos que produce la imagen dialéctica lo que nos interesa. En los tableros que presenta el artista están los trazos de un pasado latente, allí es posible intuir la cotidianidad de un pueblo tranqui-lo, de gente que trabajaba para vivir y educar a sus hijos, hasta que de repen-te, gracias a la violencia avasallante de grupos armados, fueron desplazados y en el peor de los casos asesinados, quedando sólo desolación y silencio. La imagen nos pone de frente todo esto sin nombrarlo y, resistiendo al olvido, va cristalizándose de a poco la conjunción de múltiples tiempos fragmenta-dos que configuran la memoria.

Con la noción de imagen dialéctica, Walter Benjamin da lugar a un modelo temporal que no excluye las contradicciones. En otras palabras, “la imagen es primero un cristal de tiempo12, la forma, construida y resplandeciente a la

12. Noción que retoma Didi-Huberman, en su libro Ante el tiempo: Historia del arte y anacronismo de las imágenes, del pensador judío alemán Carl Einstein (1885-1940).

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vez, de un choque fulgurante.“ (Didi-Huberman, 2011, pág. 353)13. Benja-min lo llama dialéctica en suspenso y Carl Einstein lo llama cristal de tiempo: la imagen es un proceso de formación y presentación en el que la memoria se cristaliza visualmente. La imagen presenta entonces la ambigüedad, la dis-continuidad, el anacronismo, condensa los tiempos; es un campo de fuerzas heterogéneas, de tiempos impuros, complejos y antagónicos.

Benjamin propone un pensamiento en un retorno al pasado, así todo futu-ro sería un retorno al origen, y es en este punto donde se cruzan los tiempos, rompiendo con la idea secular del tiempo lineal y aceptando el anacronismo inherente a la imagen. Si recordamos la imagen-proceso de Oscar Muñoz (Aliento), es inicialmente una imagen fija que nos remite al otro, pero que busca con el trabajo del tiempo, entrelazarse con la imagen del espectador en su reflejo. En constantes saltos del pasado al presente la imagen se confi-

13. Es interesante e iluminadora la noción benjaminiana de constelación, que busca no desvirtuar los elementos por el todo, es decir, mostrarlos en un todo, pero que estos puedan prescindir de él si es necesario. En su texto El origen del drama barroco alemán (1925), dice Benjamin: “Las ideas no se manifiestan en si mismas, sino sólo y únicamente en virtud de una ordenación, en el concepto, de elementos concretos: como la configuración de estos ele-mentos (…) Las ideas son a los objetos lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto sig-nifica, en primer lugar, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de los objetos (…) La función de los conceptos es recolectar los fenómenos; y la división que en ellos tiene lu-gar gracias a la facultad discriminatoria del intelecto es tanto más significativa en cuanto de un solo golpe consigue un doble objetivo: la salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas”. Así las estrellas son ‘independientes’ entre si, pero hemos trazado líneas de relaciones entre ellas para comprenderlas y visualizarlas. Lo que pretende el pensamiento benjaminiano es acercarse a los fenómenos (especialmente a la historia), sin diluirlos en un sistema y poder así mostrarlos en una configuración a modo de mosaico o de constelación, teniendo claro que lo importante es mantener la independencia del fenómeno que está en continuidad con otros, pero que no se desvirtúa por el todo.

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gura para producir un futuro. Del mismo modo Silencios retrata escuelas en ruinas dejando entrever un pasado que no tiene término aún, y el objeto que permanece constante en cada fotografía nos trae al presente, pues es claro que un tablero pertenece a una escuela, un espacio de dinamismo, risas y entusiasmos, y que rechaza por tanto el silencio tajante que se nos pone de frente. Estos tableros vacíos nos recuerdan el contenido que deberían transmitir y permanecen latentes en la memoria como marca que intenta ser crítica frente a la violencia.

El arte se inscribe en un tiempo impuro, en el que el pasado inacabado y abierto y el presente como un a-presente forman una constelación de tiem-pos. Christine Buci-Glucksmann, pensadora francesa y estudiosa del tema, nos ilumina un poco más el problema del tiempo benjaminiano:

Es un presente detenido e inmovilizado, rodeado de éxtasis pasados y de as-tillas mesiánicas futuras, «imagen brusca» o incluso imagen fijada y fragmen-tada. (…) Por eso la dialéctica fulgurante no es devenir, sino «dialéctica en estado detenido». Su naturaleza es entonces más que paradójica, pues puede ser histórica sin ser temporal. (Buci-Glucksmann, 2006, pág. 14).

La imagen reúne, hace explotar, tanto la presencia como la representa-ción, el devenir de lo que cambia y la estasis plena de lo que permanece, la ima-gen dialéctica es comprendida por Benjamin como una fulguración: es una bola de fuego que atraviesa todo el horizonte del pasado (Didi-Huberman, 2011, p. 168). He ahí el poder de la imagen, poder en el que las cosas y los tiempos son puestos en contacto, en choque, y por este mismo contacto son disgregados y fragmentados. Poder que es a su vez su fragilidad, pues en su

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aparición fulgurante, la imagen está condenada a desaparecer ágilmente, en un relampagueo.

Si volvemos a la imagen como dialéctica en suspenso, vemos que este sus-penso es una cesura: es la cesura en el movimiento del pensar; una detención momentánea, una fractura en el tiempo a modo de destello. En otras pala-bras, en el choque de tiempos que produce la imagen se liberan todas las mo-dalidades del tiempo mismo, pues esta cesura no actúa simplemente como una interrupción del ritmo, sino que produce un contrarritmo, otro ritmo dis-tinto de tiempos heterogéneos. La imagen aparece, se hace visible, pero a su vez se disgrega y se dispersa. Es por ello que Didi-Huberman, interpelando a Benjamin, piensa la imagen en el marco de un conocimiento por el montaje y el desmontaje: puede desmontarse un reloj para interrumpir el insoportable tic-tac del tiempo continuo, o desmontar sus piezas para entender su funcio-namiento detallado, y es claro que en la acción de desmontar el reloj dejará de funcionar momentáneamente hasta volverse a montar –esta detención es análoga a la cesura del pensamiento en la dialéctica en suspenso benjaminia-na–. Así entonces podría pensarse el montaje en términos de transmisión –y construcción– del conocimiento que provee la imagen dialéctica.

La puesta en práctica del discurso que nos provee el autor con el ejemplo del reloj, puede pensarse del mismo modo con una imagen concreta. Las fotografías que exhibe Echavarría son desmontajes instantáneos del tiempo y el espacio de los pueblos que se esconden allí. Al capturar –desmontar– la espacialidad del objeto se resalta el uso que se le dio alguna vez, se evidencia su pasado al devenir obra de arte, al devenir imagen y al ser expuestos como objetos de contemplación. Podemos pensar que el trabajo del artista radica

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en desmontar los tableros como objetos de utilidad, y en este desmontaje –que sería a su vez montaje– se logra evidenciar, además de su pasado, los sujetos ocultos del objeto, es decir, quienes otrora usaron los tableros como objetos de aprendizaje.

Los tableros , en su lugar de origen, están abandonados, nadie los usa como lo que son, no enseñan, no interpelan a nadie. Pero rescatados y des-enterrados por el artista, generan preguntas, sugieres relatos posibles, una infinidad de cuestionamientos en los que se teje el pasado con el presente y el espacio con el tiempo. Los tableros de Echavarría transitan entre los tiempos que provee cada detalle de la fotografía, el espacio y el tiempo se entrelazan dando lugar a una suerte de sinestesia que potencia tanto la poé-tica del objeto como su agencia política; en otras palabras, la espacialidad en la que emergen los tableros está trazada por su carácter temporal –cruce de tiempos–, y por esta razón no es posible destacar si es más significante el tiempo o el espacio, pues ambos en su encuentro potencian el pensamiento.

Si los tableros fuesen sólo objetos útiles no requerirían de reflexión o in-terpretación. La imagen genera una detención en el curso lineal de la histo-ria, de la cotidianidad, para impulsar el pensamiento crítico. En este sentido, “refundar la historia en un movimiento «a contrapelo», es apostar a un cono-cimiento por montaje que haga del no-saber –la imagen aparecida, origina-ria, turbulenta, entrecortada, sintomática– el objeto y el momento heurístico de su misma constitución”. (Didi-Huberman, 2011, pág. 174).

En este marco, se destaca que la imagen como colisión de tiempos da pie a la configuración de la memoria:

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La lengua nos indica de manera inequívoca que la memoria no es un instru-mento para conocer el pasado, sino sólo su medio. La memoria es el medio de lo vivido, como la tierra que viene a ser el medio de las viejas ciudades sepul-tadas, y quien quiera acercarse a lo que es su pasado tiene que comportarse como un hombre que excava. Y sobre todo, no ha de tener reparo en volver una y otra vez al mismo asunto, en irlo revolviendo y esparciendo como se revuelve y esparce la tierra. (Benjamin, 2010, pág. 350).14

La memoria se construye en el saber presente de quien revuelve y esparce el pasado. Pues en la noción de apertura temporal que hemos esbozado es claro que la historia para Benjamin es un asunto del presente, el pasado toca y convive con el presente, es un tiempo activo. Es fundamental volver una y otra vez sobre el mismo asunto, revolviendo y esparciendo, para evitar que la imagen del pasado desaparezca por el presente que no se reconozca en ella. Para quien excava, el pasado permanece latente, afecta el presente, y sabe-mos que es generalmente la imagen la que se ocupa de traerlo al ahora de un modo consciente. Retomar el otrora en la imagen es apelar a una política del no-olvido, es pensar el pasado como hecho de memoria y por tanto como hecho en movimiento que aparece y desaparece una y otra vez en intermi-tencias presentes.

14. Este fragmento hace parte de un corto texto cuyo título, Excavar y recordar, es per-tinente resaltar, pues son dos verbos fundamentales para la construcción de memoria en cualquier tiempo y espacio.

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IMAGEN INTERMITENTE

Quiero simplemente que mires a tu alrededor y tomes conciencia de la tragedia ¿Y cuál es la tragedia? La tragedia

es que no existen ya seres humanos; no se ven sino artefactos singulares que se lanzan unos contra otros.

Pasolini, 1975

Es claro, con Walter Benjamin, que una cosa es la inquietud política que lleva consigo la imagen, de ahí su poder de resistencia y contestación, y otra muy distinta es el uso del arte con fines propagandistas y estetizantes de la política con el correspondiente efecto no tanto de confusión cuanto fascinación. Georges Didi-Huberman se apropia de un acertado término que caracteriza la imagen que queremos nombrar, cuyo origen es notoriamente pasoliniano: “(…) toda la obra literaria, cinematográfica e incluso política de Pasolini parece atravesada por semejantes momentos de excepción en los que los seres humanos se vuelven luciérnagas –seres luminiscentes, danzan-tes, erráticos, inaprehensibles y, como tales, resistentes– ante nuestra mirada maravillada” (Didi-Huberman, 2012, pág. 16).15

El carácter intermitente de la imagen luciérnaga hace del arte un momen-to de excepción, un espacio en el que la vida se cuenta de otra manera, en el que habitar podría ser más amable y sereno, pero que no deja de ser

15. El autor hace referencia a la inocente y radiante danza de Ninetto Davoli en La se-quenza del fiore di carta (Pasolini, 1968), danza de luciérnagas: momentos de resistencia al mundo del horror.

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transitorio y así un tanto inocente, frágil y fugaz. El “Artículo de las luciérna-gas” (1975) de Pasolini es un canto fúnebre a la desaparición de las señales humanas de inocencia, que desaparecen aniquiladas por la incandescente luz de los reflectores del fascismo. De la misma manera, en un texto de 1974, “Aculturación y aculturación”, en una protesta política, afirma que el verdade-ro fascismo es el que la emprende con los valores, con las almas, con los len-guajes, con los gestos, con los cuerpos del pueblo. La denuncia política del artista y pensador italiano en sus escritos y aún en su obra cinematográfica evidencia la desaparición de las señales humanas (la humanidad reducida a su más simple poder de hacernos una señal en la noche) que resisten al mundo del horror y rescatan la poca humanidad que nos queda en el mundo.

Es necesario aclarar que no es que la oscuridad de la noche haya devora-do las luces discontinuas de las luciérnagas, es la luz encandiladora de los reflectores del totalitarismo la que no deja ver los pequeños destellos: “Las luciérnagas han desaparecido en la cegadora claridad de los «feroces reflec-tores»: reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows po-líticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión” (Didi-Huberman, 2012, pág. 22). La dictadura industrial y consumista ha provocado un vacío de poder en la sociedad contemporánea, pero el asunto más trágico es que que este deseo implacable de exhibición política es placentero para la socie-dad misma. Han desaparecido las luciérnagas, ha desaparecido la cultura como resistencia a las fuerzas totalitarias, ha desaparecido el pueblo.

Sin embargo, no queremos desviar el discurso hacia un pesimismo exa-cerbado, no se trata de evidenciar la pesadilla cotidiana en la que ha vivido el mundo y vive aún hoy. Para ello hay que aferrarse entonces a las tenues y

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esporádicas señales en la noche, aprender a ver en la oscuridad, pues cabe preguntarse:

¿Está el mundo tan totalmente sometido como han soñado –como proyectan, programan y quieren imponernos– nuestros actuales «consejeros pérfidos»? Postularlo así es, justamente, dar crédito a lo que su máquina quiere hacernos creer. Es no ver más que la noche negra o la luz cegadora de los reflectores. Es actuar como vencidos: es estar convencidos de que la máquina hace su trabajo sin descanso ni resistencia. Es no ver más que el todo. Y es, por tanto, no ver el espacio –aunque sea intersticial, intermitente, nómada, improbable-mente situado– de las aberturas, de las posibilidades, de los resplandores, de los pese a todo. (Didi-Huberman, 2012, pág.31).

Vemos cómo la imagen, imagen destello, imagen luciérnaga, aparece. Y es su aparición hoy, lo que hay que destacar. Es sabido ya que por ser fugaz, extraordinaria y pequeña, apenas resplandece. Pero su momentáneo apa-recer resulta suficiente, pues queda su marca grabada en la memoria para reaparecer cada vez que sea necesario. Su fugacidad es también su potencia política, pues de este resplandor momentáneo se desprenden miles de mun-dos y pensamientos, por este sutil contacto con las intermitencias pasajeras es que se configura la memoria crítica. La imagen, como operador político de protesta y resistencia es lo que permite franquear el horizonte, –horizonte aún hoy de construcciones totalitarias–.

¿Que otra alternativa habría entonces si no es organizar el pesimismo como lo dice apresuradamente Benjamin?

Organizar el pesimismo significa (… ) en el espacio de la conducta política

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(…) descubrir un espacio de imágenes. Pero este espacio de imágenes no puede ser medido de manera contemplativa. Este espacio de imágenes que buscamos (…) es el mundo de una actualidad integral y abierta por todos lados. (Benjamin, 1940, pág.350)16

La imagen es la manera de organizar el pesimismo, este es su gran poder político, pues permite al pensamiento jugar en la discontinuidad, intermiten-cia y fulguración, y por tanto responder, contestar y resistir en la totalidad avasalladora de nuestro mundo. Los tableros de Juan Manuel Echavarría no son imágenes explícitas del conflicto colombiano, no son relatos tradicio-nales estructurados de la historia de un pueblo, son pequeñas señales que muestran la guerra y la violencia de otra manera, son modos de ordenar la catástrofe para poder seguir viviendo en ella, dejando un espacio abierto al pensamiento, a la imaginación y por tanto a la construcción de memoria.

Pero ¿qué hacer con esta imagen? ¿Dónde debe permanecer, en donde debe ser exhibida? ¿Debe quedar como muestra perdurable de la guerra en un museo o galería, o es suficiente su existencia latente en la memoria del espectador pasajero que se encuentra con ella, por suerte, en una muestra itinerante?

Susan Sontag, en su texto Ante el dolor de los demás, hace una reflexión sobre la función de los museos como recordatorios perdurables de los hechos pasados:

16. Texto citado por Didi-Huberman, 2012, pág. 91.

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Las fotografías del sufrimiento y el martirio de un pueblo son más que recor-datorios de la muerte, el fracaso, la persecución. Invocan el milagro de la supervivencia. Ambicionar la perpetuación de los recuerdos implica, de modo ineludible, que se ha adoptado la tarea de renovar, de crear recuerdos sin cesar (…). La gente quiere ser capaz de visitar –y refrescar– sus recuerdos. En la actualidad los pueblos que han sido víctimas quieren un museo de la memoria, un templo que alberque una narración completa, organizada crono-lógicamente e ilustrada de sus sufrimientos. (Sontag, 2004, pág. 39).

La acción de la imagen es política en cuanto resiste a la desaparición del pasado en el olvido; en este sentido, los espacios que buscan preservar las imágenes para construir memoria son museos para la supervivencia, museos de imágenes supervivientes. Sin embargo en la administración y construc-ción de estos espacios, hay siempre un peligro inminente, que resuena en las palabras de Sontag: “Recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia, sino ser capaz de evocar una imagen” (Sontag, 2004, pág. 39). Esta es la diferencia fundamental entre un arte capaz de construir pensamiento crítico y otro cuyos intereses se orientan hacia el mercado.17 Los museos de memoria de los pueblos están siempre al borde del abismo, el peligro de la fascinación está atento observando y hay que ser sigiloso para no perder el equilibrio.

17. El arte nos presenta siempre esta paradoja. El artista debe orientar su obra al merca-do, pues tiene que vender su trabajo para vivir. Y en un mundo que divide y aparta el arte, la poesía y las formas sensibles de conocimiento de lo “productivo”, se hace más difícil acer-carse al mercado conservando los intereses intactos de la obra sin tener que modificarlos de acuerdo a lo que nuestro tiempo exige.

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La imagen exige estar en un punto medio, entre lo imposible y lo posible. Exige la desaparición momentánea del mundo, la cesura en el devenir con-tinuo del tiempo para poder pensar y construir memoria. Ya lo hemos dicho, no se trata entonces de crear imágenes ilustrativas de los hechos del pasado, sino de imágenes críticas que, como señales casi insignificantes, aparezcan entre el pasado y el presente y denuncien la tragedia que hace cuarenta años tanto preocupó a Pasolini y que tiene hoy la misma vigencia: La tragedia es que no existen ya seres humanos; sino artefactos singulares que se lanzan unos contra otros.

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Juan Manuel Echavarría“Maxilaria vorax”. De la serie Corte de florero. 1997

Recuperado de: http://www.jmechavarria.com/gallery_florero.html

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4. Imágenes pesadas

CONTACTO INCENDIARIO

No se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto no se pue-

de hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Las imágenes forman parte de lo que los pobres mortales se inventan para

registrar sus temblores (de deseo o de temor) y sus propias consumaciones.

Didi-Huberman, 2013.

El análisis precedente nos permite entender la capacidad de permanencia de la imagen pese a sus múltiples tránsitos por tiempos heterogéneos, cómo su modo de aparición centelleante es capaz de construir memoria a partir de vestigios del pasado y del presente, y cómo por esta misma intermitencia corre el riesgo de perderse en el olvido. Transitamos por la potencia poética de la imagen como elemento que resiste entre las fuerzas contrarias que deja el entramado social y político en nuestro entorno. Nos interesa ahora tanto la división entre ver y mirar cuando estamos ante la imagen, como el modo en que esta toca lo real18.

Ver supone la distancia, la decisión que separa, el poder de no estar en con-

18. La autoritaria distinción platónica entre imagen-apariencia y verdad-esencia hace de

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tacto y de evitar la confusión en el contacto. Ver significa que, sin embargo, esa separación se convirtió en encuentro. Pero ¿qué ocurre cuando lo que se ve, aunque sea a distancia, parece tocarnos por un contacto asombroso, cuando la manera de ver es una especie de toque, cuando ver es un contacto a distancia, cuando lo que es visto se impone a la mirada, como si la mirada estuviese tomada, tocada, puesta en contacto con la apariencia? (Blanchot, 2002, pág. 27).

Al entrar en contacto con lo real, la imagen arde, y arde por la memoria que está allí latente. Si Benjamin nos hablaba de esparcir y revolver en el mismo asunto como se revuelve y esparce la tierra para poder acercarse al pasado, Didi-Huberman, por su parte nos dice que hay que atreverse, acercar el rostro a la ceniza y soplar, pues aún siendo no más que ceniza la imagen, arde, está allí oculta, como una brasa; hay que acercarse entonces para que vuelva a emitir su calor y resplandezca. (Didi-Huberman, 2013). Pues la ceniza es vestigio de la llama otrora ardiente, es supervivencia del pasado

la imagen una des-realización, una mentira; pero las corrientes aristotélicas no pasan por alto las imágenes para el pensamiento; así, en muy pocas palabras, desde estos dos modos de entender la imagen se despliega su universo teórico. Partimos de esto: No es posible pensar la imaginación desligada de la realidad, no hay imagen sin imaginación, pero la ima-ginación no es des-realización. En ese sentido la imagen permite entrar en contacto con lo real. Didi-Huberman, en una entrevista a propósito de su ensayo Cuando las imágenes tocan lo real, afirma: “hay un punto en el que la imagen me indica algo que no es sólo apariencia. Distingo entre apariencia y aparición: cuando la mariposa aparece, no es una ilusión. Es justamente lo real. Si tu consigues que la imagen sea una aparición, que capte una apari-ción, en ese momento la imagen toca lo real. En la polémica en torno a las imágenes de los campos, la cuestión era si la foto nos enseña algo de Auschwitz o no. Para Lanzmann [director del filme Shoah] no nos enseña nada. Para mi tocan lo real, sin ser lo real.” (Fuera de lugar, 2010. Las imágenes son un espacio de lucha. Recuperado de: http://blogs.publico.es/fueradelugar/183/las-imagenes-son-un-espacio-de-lucha).

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volcado o esparcido en el presente. Benjamin hace una precisión oportuna acerca del comentarista y el crítico de las obras de arte, que podríamos pen-sar en términos de la perspectiva que habría que adoptar para acercarse a una imagen:

Si se compara la obra que crece con la hoguera, el comentarista está frente a ella como el químico, el crítico como el alquimista. Mientras para el primero la madera y las cenizas siguen siendo los únicos objetos de su análisis, para el segundo sólo la llama es un enigma, el de lo viviente. Así el crítico se inte-rroga sobre la verdad, cuya llama viviente continúa ardiendo por encima de las cargadas hogueras del pasado y la ceniza ligera de lo vivido. (Benjamin, 1922-1925).19

Saber mirar una imagen es encontrar el lugar donde todavía la ceniza arde y entender que la imagen está allí porque el pasado está oculto, recla-mando salir, es por tanto dejarse atrapar por la lejanía –enigma viviente– que las imágenes llevan consigo, lejanía que atrae y aparta en un movimiento infinito.

Pensemos esto de otra manera. Las flores atraen nuestra mirada. Las fo-tografías en blanco y negro, perfectamente dispuestas sobre una repisa en el muro de una galería parecen láminas botánicas, bajo la imagen de la flor aparece su nombre en latín en fina caligrafía. La mirada de lejos es seducida inevitablemente por estos objetos. Pero el espectador debe acercarse, y en un

19. Benjamin, W. (1922-1925) Les “affinités electives” de Goethe, en Obras I.Pág.234. Cita-do por Didi-Huberman, 1997, pág. 125.

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encuentro confuso, notará que las flores están construidas meticulosamente con huesos humanos, reordenados como ‘arreglos florales’. Y posteriormen-te, si le ha interesado, sabrá que el nombre que se le atribuye a cada flor alude a la exploración que hace el artista de las prácticas y la representación del periodo de La Violencia en Colombia (1948-1964), en el que a las mutila-ciones se las designa como Los Cortes: de Franela, de Corbata, de Mica, de Flo-rero, dependiendo de la distribución de las diferentes partes de los cuerpos humanos mutilados y del código de reagrupamiento. En el Corte de Florero la cabeza se elimina, y en su lugar, como la boca de un florero, se disponen los brazos y las piernas a modo de flores. Echavarría ubica junto a los nombres de géneros reales de flores colombianas un adjetivo que denota el horror de las mutilaciones a las que hace referencia la obra (Tiscornia, 2005, pág.4)20.

Para ver los cortes es necesario apartarse. Las flores actúan como elemen-to separador entre el espectador y lo real –es la separación lo que posibilita ver–, pues estas situaciones extremas y perturbadoras dificultan una mirada cercana. ¿Pero cómo alcanza la imagen esta cercanía con lo real que no que-remos ver, con lo imposible de ver, con lo que está afuera de nuestra com-prensión? ¿Qué ocurre en este contacto?

Lo que era acontecimiento se convertirá en memoria. Y será memoria por la fascinación que produce: poder de obsesión que tiene la imagen; la fasci-

20. Sobre las técnicas de mutilación de La Violencia véase el libro de la antropóloga e historiadora colombiana María Victoria Uribe (1990). Matar, rematar y contramatar: las masacres de La Violencia en el Tolima, 1948-1964. Bogotá: CINEP.

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nación es padecer la aparición de lo que vuelve, es mirar la imposibilidad que se hace ver, es decir, es la imposibilidad de no ver. “Pero ¿ver que? ¿Qué se ve en la fascinación? Blanchot contesta: no la cosa, sino su distancia21 (...). Es una distancia paradójica, una doble distancia –Benjamin la llamaba aura– donde la imagen extrae su misma potencia” (Didi-Huberman, 2015b, pág. 259).

Benjamin define el aura –en su célebre texto de 1936, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica–, como la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar:

Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada en una cordi-llera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. (…) acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasio-nada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción. (Benjamin, 1989b, pág. 4).

¿Acercar humanamente las cosas no es ignorar la fascinación que estas generan en nuestro contacto, no es ignorar su mirada que vuelve y se levanta sobre nosotros?

Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar. (…)

21. Blanchot, 2008, pág.35.

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Cuando el hombre, el animal o el objeto inanimado, dotado de esa capacidad por el poeta, levanta los ojos y la mira, esta es traída de lejos; la mirada de la naturaleza a la que se despertó sueña y arrastra en su sueño al poeta. (Benja-min, 2008b, pág. 80).

Ver supone un movimiento, una toma de distancia: pero dejando que la distancia nos devuelva lo que nos quita –la fascinación se produce cuando somos arrastrados por la distancia–. Y si ver es aprehender inmediatamente a distancia, también hay un riesgo inminente en esta acción; pues ver es su-mergirse en la experiencia de lo continuo, de la totalidad abrumadora. Aun-que es cierto que al ver no se ve sólo una cosa, sino un conjunto, la vista nos retiene dentro de un horizonte. Pero el contacto con la imagen no se reduce sólo a la vista, y aquí aparece su doble peligro, que Blanchot evidencia en su diálogo inconcluso:

—El habla es guerra y locura ante la mirada. El habla terrible pasa por alto todo límite e incluso lo limitado del todo: toma la cosa por donde ésta no se toma, no se ve y no se verá nunca; transgrede las leyes, se libera de la orien-tación, desorienta. —En esta libertad hay facilidad. El lenguaje hace como si pudiéramos ver la cosa por todos los lados. —Y entonces comienza la perversión. El habla ya no se presenta como un ha-bla, sino como una vista liberada de las limitaciones de la vista. No una mane-ra de decir, sino una manera trascendente de ver. (Blanchot, 2008, pág. 35).

La equivocación está en tomar el lenguaje por una visión absoluta. Y a esto responde el autor, proponiendo un lenguaje en el que hable el «errar»: el habla del desvío, que no devela ni vela, y que no se refugia tampoco en la

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invisibilidad. Como la duplicidad que hay en la imagen: que es lo que vela al revelar.

Las flores de Echavarría señalan en dirección al horror, no lo muestran, pero no lo ocultan. Nos fascinan, y en su cercanía nos hacen alejar. Son ob-jetos extraños, objetos en la extrañeza, que hablan sin hablar ni callar, pero que en este modo de habla responden y son críticos. Es indudable que este otro lenguaje no pone límites al horizonte del pensamiento: habla del des-vío, habla del errar, “es la más franca por atravesada, siempre persistiendo en la interrupción, siempre recurriendo al desvío, y teniéndonos así como en suspenso entre lo visible y lo invisible o por debajo de lo uno y de lo otro.” (Blanchot, 2008, pág. 38). En el discurso del artista, que quiere responder a la guerra, la obra se inscribe como interrupción o espacio de suspensión en el que hay que mirar y pensar, detenerse y tomar una vía, una decisión crucial, o simplemente dejarla pasar como una imagen más entre todas las que irrumpen en este mundo complejo de imágenes devastadoras. Hay que volver a decir que la capacidad crítica de estas obras aflora cuando su inter-pretación no se ciñe a los regímenes de crítica usuales, es decir, cuando el pensamiento no se atasca en la totalidad o en el esteticismo. Con estas imá-genes hay que pensar, pensar con ellas, no sobre ellas; no habría que pensar en las flores como tal, sino en los mundos que ellas despliegan.

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IMAGEN DESPOJO

Pero, ¿qué es la imagen? Cuando no hay nada, la ima-gen encuentra su condición, pero allí desaparece. La imagen exige la neutralidad y la desaparición del mundo, quiere que todo regrese al fondo indiferente donde nada se afirma, tien-

de a la intimidad de lo que subsiste aún en el vacío: esta es su verdad.

Blanchot, 2002

El encuentro de la imagen con lo real es difícil y peligroso: Arde porque la memoria está allí latente, en movimiento, y supone una distancia para evitar la confusión del contacto, pero sin embargo esta separación se convierte en encuentro. Es el poder de distancia que tiene la imagen o su poder aurático en cuanto doble distancia y aparición irrepetible de una lejanía lo que la ins-cribe en la memoria. ¿Pero cómo se marca, –cómo se graba– esta distancia de la imagen en la memoria, y por qué lo hace?

La imagen carga consigo un peso constante, una sombra que nos atrae fuertemente y que constata en su aparición la presencia inevitable de la muerte. La imagen anuncia la muerte, la mantiene en vilo ante nuestra mi-rada. El objeto, para volverse imagen, necesita alejarse y en este movimiento se vuelve inasible, se descarna, pierde su presencia inmediata, pero no des-aparece completamente pues la imagen lo mantiene en un contacto sutil y constante, ‘rozando’ lo que era en su condición de objeto. La imagen es la semejanza descarnada del objeto, la presencia liberada de la existencia. “Lo feliz de la imagen reside en que es un límite para lo indefinido, cerco ende-

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ble que nos mantiene tanto a distancia de las cosas, como nos preserva de la presión ciega de esta distancia” (Blanchot, 2002, pág. 225).

El carácter de despojo será el más extraño que presenta la imagen; ya lo hemos dicho, la imagen nace fúnebre, su relación con la muerte es innegable, ella es por y para la muerte. No en vano Blanchot radicaliza el acento cuando habla de la semejanza cadavérica: “La imagen a primera vista no se parece al cadáver, pero sería posible que la extrañeza cadavérica correspondiese también a la imagen” (Blanchot, 2002, pág. 227).

Al morir se está mas cerca de la condición de cosa que de la condición de alguien; la presencia del cadáver establece una relación con el aquí y el nin-guna parte: está aquí, pero ya no es ese alguien que fue, ya no está aquí como antes, está distante, lo que sigue aquí es ya una cosa, que sigue atada a este mundo sólo por los afectos que se tienen hacia él. Pero esta relación afectiva hace que siga aquí, como una sombra, no podemos deshacernos de él, por ser inasible nos atrae, nos abisma, pero a su vez nos despoja del mundo. No nos remite sólo a la ausencia, sino que impone la presencia de la ausencia.

Veamos por qué la extrañeza cadavérica que se le atribuye a la imagen nos permite pensar la presencia de la ausencia. A juicio de Jean-Luc Nancy la imagen siempre es sagrada. Hay que entender el término sagrado aquí, pues generalmente está sujeto a ser confundido con el de lo religioso; lo sagrado es con lo que no se establece ningún vínculo, es decir, lo puesto aparte, lo separado, lo que no permite contacto, y para salir de desconciertos, el autor lo llama lo distinto.

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De acuerdo con la etimología, lo distinto es aquello que está separado me-diante marcas (la palabra «distinto» remite a stigma, marca a hierro, picadu-ra, incisión, tatuaje): eso que un rasgo retira y mantiene aparte, marcándolo además con esa retirada. No puede tocársele: no es que no tengamos ese derecho, tampoco que carezcamos de medios para ello, sino que el rasgo dis-tintivo separa lo que ya no es del orden del tacto, por tanto no exactamente un intocable, sino más bien un impalpable. Pero este impalpable se da bajo el rasgo y por el rasgo de su separación, mediante esa distracción que lo separa. (Nancy, 2002, pág. 2).

La imagen es una cosa que no es la cosa, se distingue de la cosa por la intensidad que ella provee, por su fuerza de distinción, por su alejamiento –¿por su aura?–. Es decir, la imagen se aleja de la cosa, no la trasgrede, pero se mantiene en ella por ser su marca de imagen. En otras palabras, la ima-gen actúa como marca de la cosa ausente, como un sello que nos recuerda, desde su ausencia, su presencia. Recordemos la extrañeza del cadáver, ya no es quien fue, y sin embargo hay un extraño vínculo que lo ata a nosotros, la presencia que hay allí ya es otra.

Las flores que vemos en las fotografías no son realmente flores, pero qui-sieran ser. Ser flores les permite crear un vínculo con quien las ve, pues per-tenecen al mundo de los vivos, a nuestra cotidianidad. Pero quien las mira es arrojado hacia fuera, apartado por la violencia latente en ellas. Las flores pierden su naturaleza y su carácter ornamental y se alejan de este mundo, quedando únicamente como una marca, como una señal que evidencia una presencia ausente. La imagen obliga a la retirada, pero es precisamente esta retirada la que produce una atracción hacia ella y es por esto que podemos mirar lo que oculta: su sombra, su otro tiempo, su violencia. La imagen es lo

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distinto, lo separado que nos aparta, pero que en su lejanía nos atrae, vuel-ve a nosotros. “El ser pasado para una cosa, no significa solamente que esté alejada de nosotros en el tiempo. Permanece lejana, es cierto, pero su aleja-miento mismo puede darse también cerca nuestro –este es según Benjamin el fenómeno aurático por excelencia–, como un fantasma irredento, como el que retorna” (Didi-Huberman, 2011, pág. 161). La imagen que crea el poeta levanta la mirada, nos mira, se vuelve hacia nosotros y contesta.

Es importante destacar –y nombrar quizás más categóricamente– varios aspectos del aura benjaminiana para entender la noción de distancia que hemos esbozado. Didi-Huberman nombra el poder de distancia que tiene la imagen, en términos de espaciamiento obrado que se origina en el movimien-to entre el que ve y lo que es mirado. En este sentido, el objeto aurático se encuentra en un ir y venir, en un tránsito incesante, pues está cercano y dis-tante a la vez, nos acerca y nos aleja simultáneamente. No hay que olvidar que la imagen es capaz de hacer confluir diversos sentidos, por tanto, supone un poder de distancia, y a su vez un poder de mirada también. Poder que se manifiesta en cuanto el objeto aurático levanta la mirada, en esto reside el carácter fantasmático de esta experiencia. Hay que decir que para Benjamin el fenómeno aurático no se reduciría a una “fenomenología de la fascinación alienada inclinada hacia la vertiente de la alucinación”, sino que se trata de una mirada trabajada por el tiempo, “una mirada que dejaría a la aparición el tiempo para desplegarse como pensamiento, es decir que dejaría al espa-cio el tiempo para retramarse de otra manera, para volver a convertirse en tiempo” (Didi-Huberman, 1997, pág. 95).

Junto al poder de distancia y de mirada de la imagen, aparece también el

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poder de memoria, que se desprende de la noción de memoria involuntaria, la que a su vez se deriva del análisis que hace Benjamin leyendo a Marcel Proust. En este se afirma que los descubrimientos de la memoria involuntaria son irrepetibles, –huyen al recuerdo que quiere clasificarlos–, contribuyendo a la concepción de aura como aparición irrepetible de una lejanía. Es decir, se entiende por aura de un objeto el conjunto de imágenes que se despliegan de la memoria involuntaria y que se agrupan en torno a él (Benjamin, 2008b).

En este sentido el objeto aurático despliega, más allá de su propia visibilidad, lo que debemos denominar sus imágenes, sus imágenes en constelaciones o en nubes, que se nos imponen como otras tantas figuras asociadas que surgen, se acercan y se alejan para poetizar, labrar, abrir tanto su aspecto como su signi-ficación, para hacer de él una obra de lo inconsciente. Y esta memoria, desde luego, será al tiempo lineal lo que la visualidad aurática es a la visibilidad “objetiva”: vale decir que en ella todos los tiempos serán trenzados, puestos en juego y desbaratados, contradichos y sobredimensionados. (Didi-Huber-man, 1997, pág. 95).

Hay un aspecto más que aclarar, que determina todo nuestro discurso. La definición benjaminiana del aura, aparición irrepetible de una lejanía, tiene implícita en sí un carácter cultual: “Lo esencialmente lejano es inaccesible: la inaccesibilidad es una característica esencial de la imagen de culto” (Ben-jamin, 2008b, pág. 80). Y el valor de culto es lo que da al aura su verdadero poder de experiencia. De ahí que la imagen pueda tocar lo real, pues lo real es lo inaccesible, e imposible por inaccesible, espacio de extrañeza que no podemos aprehender.

La etimología de la palabra culto, del latín cultus, remite al acto de habi-

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tar un lugar y cuidarlo, cultivarlo. Por tanto en principio el culto no implica devoción religiosa, sino que indica lugar obrado, tierra cultivada o morada, en términos hubermanianos, una morada o una obra de arte, por ello cultus se vincula con cultura en el sentido estético. Del lugar obrado, se pasa a la morada del dios para cultivarla o protegerla, estar a gusto en ella, y solo posteriormente el término hace referencia a honrar, o rendir un culto. De cualquier modo, de Benjamin a Didi-Huberman se seculariza la noción de aura para comprender la eficacia de la extrañeza y fulguración que tiene la imagen al deconstruir las creencias y valores de culto ya establecidos.

Lo que no quiere decir que permanecen y permanecerán impermeables a ese fenómeno constante, voraz, (…) que es la creencia. Es por eso que, desde lue-go, sigue siendo urgente la necesidad de una crítica social del mismo mundo artístico. (Didi-Huberman, 1997, pág. 101).

La distancia no es patrimonio de lo divino, no debemos generar un vín-culo inquebrantable entre estas nociones oscuras y difíciles de discernir, con la creencia y la religión. Lo que hay que destacar es que pensar el carácter aurático de un objeto hoy, nos permite acercarnos incluso al culto divino –si hubiese– de las imágenes y a su relación originaria con el ritual. En otras palabras, la distancia que provee la imagen aurática actúa como ruptura y como colisión. Y por ello es posible pensar en un carácter ritual de la imagen junto a una extrañeza cadavérica, potencia de la imagen dialéctica, omnipo-tencia de la imagen que le es dada por su aura en la que los diversos sentidos y significados se reconcilian o pueden coexistir en tensión.

Revisando la noción de origen, término al que apunta Benjamin en su obra

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el Origen del drama barroco alemán, Didi-Huberman afirma que el origen es un tipo de formación crítica, que cambia el curso normal del rio –aludiendo al enunciado benjaminiano: “El origen es un remolino en el río del devenir y arrastra en su ritmo la materia de lo que está apareciendo”– y hace resurgir los cuerpos olvidados por el río, los hace aparecer, y momentáneamente los hace visibles, el origen condensa todos los ritmos y conflictos de una verda-dera imagen dialéctica en acción, que sería ciertamente una imagen crítica:

(…) una imagen auténtica debería darse como una imagen crítica: una ima-gen en crisis, una imagen que critica la imagen –capaz, por lo tanto, de un efecto, de una eficacia teórica–, y por eso mismo una imagen que critica nues-tras maneras de verla en el momento en que, al mirarnos, nos obliga a mirarla verdaderamente. (Didi-Huberman, 1997, pág. 113).

El encuentro de la imagen con lo real despliega imágenes críticas, imáge-nes en tensión, hace reaparecer cuerpos olvidados, fantasmas de otros tiem-pos en juegos dialécticos que no se anulan por su contradicción. La distan-cia de la imagen –lejanía o extrañeza del cadáver– evidencia lo ausente con su presencia apartada. Y nos mantiene en contacto, en un contacto distinto, lejano, contacto ardiente, que incendia, que no sabe por qué es contacto, pero aún así es persistente, como el burro que probablemente vuelve por ese niño que ya no está y en su espera apacible incomoda a quien le mira, pues su mirada vuelve y se asienta en la memoria como un fantasma que espera una contestación o una respuesta.

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FANTASMAS

Gérard Wajcman afirma que si el arte apunta a lo real, toca lo que está más allá del ver y del decir, en otras palabras “la falta, el agujero, la ausencia –llá-meselo horrores de la guerra, liberación «del mundo de los objetos», ultraje de los años, fines del arte, cuerpos afectados, ilusiones perdidas, recuerdos de infancias (…).” (Wajcman, 2001, pág. 161). En esta dirección, el autor afirma que el objeto que singulariza el siglo XX es justamente la ausencia. Y ello es evidente en muchísimos artistas y obras que lo podrían atestiguar, pero no es el tiempo ni el lugar para enunciarlas –aunque hay que reconocer que, por fortuna, son numerosas–, lo esencial aquí es señalar que la ausencia como objeto del arte es lo que potencia su discurso, en términos wajcmania-nos: lo que no se puede ver, el arte debe mostrarlo, si quiere ser arte. Hay que advertir que cuando decimos que el arte debe hacer ver lo ausente, está implí-cita la paradoja en la que se debate la imagen, Didi-Huberman la nombra en términos de desgarro: “La visión se desgarra entre ver y mirar, la imagen se desgarra entre representar y presentarse” (Didi-Huberman, 2010).

Pero no hay que apresurarse a pensar que el arte debe cumplir con esta

consigna que de aquí podría derivarse, no representar nada no es una pro-hibición, sino una elección. Benjamin lo enuncia con claridad: “Reflejar la realidad no puede ser el contenido del arte, pero no impide que sea expre-sión válida del esfuerzo empeñado por los grandes poetas”. Los esfuerzos de representación de lo real son tanto significativos como necesarios, pero lo que nos concierne aquí es señalar el poder múltiple –plural– que tiene la imagen, por tanto, no se busca apuntar al álgido debate de lo irrepresentable en el arte, sino bordear los diversos modos de presentación y afirmación de

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la imagen frente a lo indecible e imposible, frente a la ausencia, pues “la obra que no es ni símbolo ni imagen, despojada, descargada de toda función de representación, tiende a adquirir la dimensión de un acto doble: de «hacer ver» y «volver presente»” (Wajcman, 2001, pág. 177). De ahí que en el hacer ver del arte resida su potencia. El arte hace ver lo que no se puede ver: “(…) elección forzosa que conjuga lo imposible y lo necesario; lo imposible de ver y la necesidad de mostrar” (Wajcman, 2001, pág. 235).

En este sentido, la doble distancia hubermaniana, que esbozamos en el apartado anterior, nos permite acercarnos a esta elección forzosa a la que nos lleva el arte, pues esta noción

(…) determina la estructura paradójica de un lugar ofrecido en su grado “mí-nimo”, pero también en su grado más puro de eficacia: está allí, pero está allí vacío. Es allí donde se muestra una ausencia en obra. Es allí donde se abre el “contenido”, para presentar que aquello en que consiste no es más que un objeto de pérdida. (Didi-Huberman, 1997, pág. 101).

A este propósito, ver sería perder, pues si la imagen es ausencia en obra –ausencia trabajando continuamente en la imagen– lo único a lo que se re-duce el acto de mirar es a la pérdida. El autor lo nombra en términos de ausencia en obra o valor de falta, características esenciales de la imagen que tratamos. Aunque el análisis hubermaniano dedica estos términos a obras ‘minimalistas’, bien puede pensarse con ellos nuestras imágenes, pues son obras “planteadas a partir de una ausencia, de una humanidad en falta” (Didi-Huberman, 1997, pág. 91). Al manifestarse desde la ausencia, al ser ellas mismas vacío en obra, trabajo de lo ausente que nos mira, extrañeza

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cadavérica evidente, las imágenes no son más que sombras, pero sombras en un devenir constante, en movimiento, ¿quizás fantasmas?

En esta misma dirección, Didi-Huberman (2008) leyendo al psicoanalista francés Pierre Fédida22, indica que la capacidad de comprender una imagen reside en la posibilidad de “tocar el tiempo”, y esta a su vez en la de “tocar el dolor” inherente al duelo. En este sentido, la imagen podría pensarse como una sepultura sensorial del ausente: como una sombra encarnada, como un fantasma.

Ante el cadáver de la persona amada el [hombre primordial] inventó los es-píritus [las sombras de los vivos], y su sentimiento de culpabilidad […] hizo que estos espíritus primigenios fueran perversos demonios a los cuales había que temer. […] Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teo-ría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz de sentimien-to de culpabilidad de los hombres, sino también los primeros mandamientos éticos. El mandamiento primero y principal de la conciencia alboreante fue: No matarás. (Freud,1915, pág. 117-118, citado por Didi-Huberman, 2008, pág.283).

El duelo y los rituales que lo acompañan son procesos que intentan visua-lizar plásticamente, musicalizar, poetizar: traducir en gestos, la relación con la muerte –relación oscura y compleja–. Así, el movimiento que de aquí se despliega sería un moverse en fósil: concilio de la energía presente del gesto

22. Fédida, P. (2003-2004) “L’ombre du reflet. L’emanations des ancêtres” en La Part del’oeil, Bruselas, nº 19. (Citado por Didi-Huberman, 2008).

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y de la energía antigua de su memoria, en donde la imagen permanece la-tente, en una semi-inmovilidad. “(…) El gesto, por intenso que sea, revela su naturaleza de fantasma: es un movimiento resucitado que hace danzar el presente, un movimiento presente moldeado en lo inmemorial. Es en suma un fósil fugaz” (Didi-Huberman, 2009, pág. 306). Si la imagen transita en-tre tiempos, permanece latente, se mueve incesantemente, es porque no es más que gesto. Es evidente la eficacia del término hubermaniano fósil fugaz: extrañeza del objeto que estuvo allí y ya no está, presencia de lo ausente, evidencia del vacío que se manifiesta apenas en un instante.

Si para Wajcman las imágenes apuntan a la ausencia o hacen ver la au-sencia, para Didi-Huberman son ausencia en obra, o ausencia que se hace presente, ausencia lejana pero cercana a su vez, contradicción dominante y por ello crítica:

¿Qué son, entonces, si no modernas tumbas, en el sentido poético del término, los restos asesinados y mudos –pero cercanos, ahí frente a nosotros– de una pérdida que aleja y hace del acto de ver un acto para contemplar la ausencia? (Didi-Huberman, 1997, pág. 76).

De modo que entendemos la imagen como una pérdida en obra, pérdida que se va haciendo en la medida en que es mirada, fantasma que retorna gracias a la imagen, en definitiva, no es más entonces que la aparición irre-petible de una lejanía. Pareciera que no nos cansamos de repetir esta premisa una y otra vez, porque este pensador, en sus palabras regresa a nosotros cada vez que queremos acercarnos a lo oscuro de la imagen –a la imagen misma–, como si hubiese captado su ‘esencia’ años atrás y en su escritura

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fulgurante explotaran los diversos modos de aparición de la imagen. En su Libro de los pasajes decía, muy apropiadamente: “En los dominios que nos ocupan, no hay conocimiento que no sea fulgurante, el texto es el trueno que hace escuchar su estruendo mucho tiempo después” (Benjamin, 2005, pág. 459). Apropiado para su modo de aparición en nuestro discurso y apropiado también por la analogía que presenta: la imagen es el destello que hace res-plandecer –intermitentemente– su memoria tiempo después.

***

En una sala oscura aparecen y desaparecen, en un caminar pausado, per-sonas –¿fantasmas, espectros?– con el rostro cubierto, proyecciones de imá-genes que nos hacen sentir en presencia de otros. Se dispersan entre las voces fragmentadas que resuenan como ecos lejanos de testimonios, confe-siones y relatos que no se dejan comprender plenamente, pero que deduci-mos de qué se trata. Clemencia Echeverri23 suele llenar salas enteras con sus

23. Véase: http://clemenciaecheverri.com/estudio/videoinstalacion/version-libre/Hay que decir que, como ocurre con las obras que no están sujetas a formatos fijos de ex-posición, (instalaciones, performance, danza, entre otros) esta obra requiere de su espacia-lidad y ‘experiencia’ para potenciarse. Sin embargo, como no coincidimos siempre con su

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instalaciones, el sonido envolvente y las proyecciones simultáneas permiten al espectador adentrarse en la espacialidad así construida y olvidar momen-táneamente el mundo que existe afuera. Ahora bien, ante, o más bien dentro de esta Versión libre estamos frente a rostros ocultos, cubiertos, pero que nos miran. No sabemos si son uno, o son varios, pero eso, ciertamente, no es importante. Rostro múltiple, velado, del que apenas podemos ver sus ojos y en ocasiones sus bocas. Esta vez, a diferencia de Bocas de ceniza, los rostros tienen cuerpo, pero un cuerpo espectral que nos asedia, que camina hacia nosotros y desaparece de espaldas a nosotros, que nos mira y no se deja mi-rar, nos mira o nos invade mientras no podemos verle.

Con Didi-Huberman, leyendo a Sigmund Freud, encontramos que el lu-gar desde el que estos cuerpos nos hablan es el de la inquietante extrañeza (Unheimlich): pues allí ver es perder, y es donde el objeto que habita la pér-dida nos mira. De modo que el término freudiano responde o coincide con el carácter extraño y singular de la imagen aurática en Benjamin, en tanto que es una definición secularizada del aura como trama singular de espacio y tiempo, del mismo modo es poder de la mirada, del deseo y la memoria y efectivamente poder de la distancia. La definición de inquietante extrañeza (lo ominoso, lo siniestro, en alemán Unheimlich) nos muestra que es en si misma una paradoja, es una palabra de la mirada y del lugar, por un lado es lo confortable, lo familiar y por el otro es lo oculto, lo disimulado, en otras palabras, es lo conocido, o lo familiar desde tiempo atrás. Manifiesta además el “poder de lo mirado sobre el mirante, que Benjamin reconocía en el valor

exposición en sala, lo que queda es el registro. Por tanto, de la obra que aquí hablaremos es la presentada en sala, y no de su registro.

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cultual de los objetos auráticos, (…) el objeto Unheimlich se nos muestra como si estuviera suspendido sobre nosotros, y es por eso que nos inspira respeto ante su ley visual” (Didi-Huberman, 1997, pág. 158). Quienes apare-cen en Versión libre nos dirigen la mirada, pero en su ocultamiento del rostro imponen una distancia, nos miran veladamente desde una instancia extraña generando una disimetría en la mirada, y en su aparición y desaparición fan-tasmal no se dejan aprehender, son figuras que se suspenden en el tiempo y en el espacio.

En Espectros de Marx, Jacques Derrida, señala que la cosa es invisible cuando se habla de ella, e incluso cuando retorna, pues no retorna en carne y hueso, y por tanto, no se ve. Sin embargo, por invisible, esa cosa nos mira mientras no podemos verle. “Una espectral disimetría interrumpe aquí toda especularidad. Desincroniza, nos remite a la anacronía. Llamaremos a esto el efecto visera: no vemos a quien nos mira”. (Derrida, 1995, pág. 21).24 En esta asimetría, el otro nos mira desde su espacio fantasmal, en el que no po-dremos nunca cruzar su mirada y devolver la nuestra. Derrida nombra esto en términos de disimetría con la ley:

La anacronía dicta aquí la ley. El efecto visera desde el que heredamos la ley es eso: el sentirnos vistos por una mirada con la que será siempre imposible cruzar la nuestra. Como no vemos a quien nos ve, y dicta la ley, y promulga la inyunción, una inyunción por otra parte contradictoria, como no vemos a

24. Derrida hace referencia al espectro tras la armadura en Hamlet, armadura que no lo deja identificar más que por su voz, pues si levanta la visera del yelmo puede ver, pero no ser visto.

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quien ordena (…), no podemos identificarlo con certeza, estamos entregados a su voz. (Derrida, 1995, pág. 21).

Los fantasmas de Versión libre, confiaron a la artista sus confesiones, fue-ron interpelados por la cámara. Su situación es compleja, pertenecieron a diversos grupos armados en el marco del conflicto armado colombiano y ello hace que su aparición sea riesgosa. El ocultamiento de su rostro amplifica por tanto el efecto visera que señala Derrida, pues si el rostro desnudo trae consigo una distancia, estos rostros cubiertos la incrementan. En este senti-do, el encuentro de miradas que la obra suscita es un encuentro asimétrico porque la mirada del espectador no es recibida. Pero realmente, ¿de qué se trata en Versión libre? No es una denuncia, la obra no se reduce sólo a eso, no es un relato, no representa el conflicto, no es una protesta, no habla de víctimas ni de victimarios25 ¿habla entonces de un intervalo, de la brecha que surge entre el uno y el otro? La cuestión aquí es ardiente, pertenece al umbral, bordea el abismo, es una escisión del tiempo y el espacio y por supuesto del pensamiento. Versión libre nos sitúa en un espacio neutro, col-mado de tensiones, amenazas y riesgos que requiere por tanto cambiar la perspectiva habitual. De los fantasmas de la obra esperamos ver su rostro, que en ocasiones parece que quisiera mostrarse, pero no lo hace. Esperamos también sus palabras claras, sus respuestas, pero no las tienen. Sabemos que no están muertos, pero tampoco están vivos, pues su lugar, su morada, es un entre-mundo.

25. Esta distinción inextricable es un asunto común en nuestra sociedad, parece ser una frontera infranqueable, aunque difícil y compleja de zanjar.

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Cómo no citar la eficacia y premura de las palabras, quizás extensas, pero propicias y enérgicas de Derrida:

Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de gene-raciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia no está, aun no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presente-mente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia –no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho– parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminacio-nes nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresio-nes del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vi-vos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?). (Derrida, 1995, pág. 13).

¿No es esta la pregunta que resuena como un eco más allá de las palabras

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que dejan entre-oír las voces? Pregunta por el por venir, pregunta por tanto desde el mañana y para el mañana, pregunta anacrónica entonces si se la mira de cerca, pregunta que viene desde el pasado, se inserta en el futuro y colisiona finalmente con el presente. Y quizás entonces, el que estos fan-tasmas aparezcan y tengan un lugar para nuestra memoria es un espacio de apertura para poder preguntar con la imagen “¿dónde mañana?”.

Abrir una brecha en el tiempo, ser una brecha en el tiempo y en el pensa-miento, de eso tiene que ser capaz la imagen y eso se espera de ella. Pero se espera también que el otro, como otro infinito, incomprensible e inabarcable emerja de la imagen, como un fantasma. ¿No sería entonces esta la espera que se lee en Primo Levi, cuando finalizando su relato sobre Auschwitz, dice de un hombre, de un amigo: Espero volver a verlo algún día26, sabiendo mejor que nadie, que lo esperado, por las circunstancias pasadas, era no volver a ver a nadie jamás? Una contestación de la imagen es lo que esperamos, que resista aunque sea en su condición mínima, que resista y conteste al olvido que nos excede y a la totalidad que el mundo nos arroja, que resista entonces a la imposibilidad.

26. A esto hace referencia Didi-Huberman al comienzo de su libro Pueblos expuestos, pueblos figurantes de 2014. El libro de Primo Levi al que se hace alusión es: Levi, P. (2002) Si esto es un hombre. Barcelona: Mucknik Editores.

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Juan Manuel Echavarría, 2008.La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica.

Pintura vinílica sobre MDF. 105x150cm. Recuperado de:

http://www.laguerraquenohemosvisto.com/espanol/galeria_b038_0203.html

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La espera pese a todo

Así, pues, imposible olvidarlo, imposible recordarlo. Im-posible también, cuando se habla de ello, hablar de ello —

finalmente, como no hay nada más que decir sino este acon-tecimiento incomprensible, el habla únicamente debe llevarlo

consigo sin decirlo.Blanchot, 2008.

La imagen responde a lo imposible, anuncia mundos oscuros, descono-cidos, que el lenguaje habitual no puede expresar, la potencia poética de la imagen responde a la ausencia, responde a ella y para ella, responde de otro modo, responde, por tanto, en una relación con otros.

(…) merced a la poesía, estamos orientados hacia otra relación que no sería ni de poder ni de comprensión, ni siquiera de revelación, relación con lo os-curo y lo desconocido, no habría que tener en cuenta una mera confrontación de palabras para comprobarlo. Presentimos incluso que el lenguaje, aunque

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fuere literario, y la poesía, aunque fuere verdadera, no desempeñan el papel de conducir la claridad, a la firmeza de un nombre, eso que se afirmaría, in-formulado, en aquella relación sin relación. La poesía no está ahí para decir la imposibilidad: sólo le responde, dice respondiendo. Tal es la secreta partición de toda habla esencial en nosotros: nombrando lo posible, respondiendo a lo imposible. (Blanchot, 2008, pág. 60)

¿Cómo responde la imagen, cuál es su contestación? Aclaremos las pala-bras. En una conversación habitual uno habla y el otro responde, pero entre un habla y la otra hay que detenerse para escuchar. Interrumpirse para es-cucharse y escucharse para responder. El habla necesita del intervalo para desarrollarse, pues la interrupción permite el intercambio. El discurso inte-rrumpido hace posible el devenir. Esta sería una primera ‘clase’ de interrup-ción de la que habla Blanchot. La segunda, más compleja, sería un habla en la que la espera marca el devenir de la conversación.

Habría que aclarar otro aspecto del pensamiento blanchotiano para darle forma a esta segunda interrupción. Recordemos que hay tres juegos de rela-ciones entre los hombres. En primer lugar, aparece La afirmación del conjunto como única verdad, en la que el hombre quiere llevar lo otro a la unidad, vol-ver todo a lo mismo, por medio de la identificación y la adecuación, y así su-primir la diferencia de lo Otro. En segundo lugar, La soberanía está en lo Otro que es lo único absoluto, así el Yo y lo Otro se unen de inmediato; por medio de lo otro el yo se realiza, y pierde por tanto la soberanía, conjugándose el uno en el otro, pero sin dejar de apuntar a la unidad, es decir a la totalidad. Y finalmente, nos es dada La relación del tercer género, relación que no tiende a la unidad, en donde lo Otro no se reenvía hacia lo Uno. Por tanto, no es la

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proximidad lo que la funda, sino la extrañeza entre los hombres. No habría que entender esta extrañeza como una distancia o separación, sino más bien como una interrupción. Interrupción sin exclusión e inclusión. “Allí donde cesa mi poder, donde cae la posibilidad, se designa esta relación que funda la pura falta en el habla” (Blanchot, 2008, pág. 86).

Es posible inferir que la relación del tercer género es la que marca el dis-curso en esta segunda clase de interrupción, hay un cambio en el lengua-je, pues la interrupción no se reduce tan sólo al silencio impuesto o asumido.

Hablar (…) es dejar de pensar sólo con miras a la unidad y hacer de las relacio-nes de hablas un campo esencialmente disimétrico regido por la discontinui-dad: como si se tratara, habiendo renunciado a la fuerza ininterrumpida del discurso coherente, de despejar un nivel de lenguaje donde se pueda ganar el poder no sólo de expresarse de un modo intermitente, sino de conceder la palabra a la intermitencia, habla no unificante, que acepta no ser ya un trán-sito o puente, habla no pontificante, capaz de franquear las dos orillas, sepa-rada por el abismo, sin colmarlo y sin re-unir-las (sin referencia a la unidad). (Blanchot, 2008, pág. 96).

¿No sería este también un modo de contestar de la imagen? ¿No es esta intermitencia la que presentan las obras que hemos tratado? ¿No quisiera la imagen aparecer en destellos y hacer pensar, sin gobernar el pensamiento, sino dejarlo ser en su discontinuidad? Si se arrojan las flores fuera de nuestro pensamiento clasificador, si se elimina el marco del pensamiento totalizante, las flores contestan a lo imposible en el encuentro entre los hombres, del mismo modo que lo hacen los siete rostros que cantan, el rostro que vuelve en nuestro aliento, los tableros invadidos de vegetación y por supuesto los

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fantasmas. Responden sin ser la desgracia para la pregunta ¿responden en-tonces sin responder? Contestan escapando de la respuesta, cumpliendo otro tipo de habla, aunque recurriendo siempre al habla, manteniendo la palabra.

Recordemos los mandamientos éticos que dictaba Emmanuel Lévinas: “Es difícil callarse en presencia de alguien; esta dificultad tiene su fundamento último en esa significación propia del decir, sea lo que sea dicho. Es preciso hablar de algo, de la lluvia, del buen tiempo, poco importa, pero hablar, responderle a él y ya responder de él” (Lévinas, 1991, pág. 74). La imagen resiste y contesta en cuanto mantiene la palabra de quienes ya no están y no pueden hablar, mantiene la palabra de los desaparecidos, de los fantas-mas, de los olvidados, de los sin nombre. Los hombres y mujeres que nos interpelan en estas obras mantienen la palabra gracias a la imagen. Las palabras que resuenan en Versión libre son palabras que resisten pese a todo. Pero son palabras brutalmente entrecortadas, fragmentadas, son palabras que se pierden en el lamento y en la repetición. Palabras interrumpidas que se afirman en la imposibilidad de la imagen. Palabras imposibles, pues de ellas sólo queda su resonancia entrecortada, palabras que se debaten entre o bien hablar, o bien matar. Podríamos pensar, peligrosamente, que de este movimiento surge la imagen, es decir, que de este movimiento entre o bien hablar, o bien matar la única contestación que podría destacarse es la de la aparición de una imagen.

Recientemente, Juan Manuel Echavarría trabajó en un proyecto denomi-

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nado La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica27. Du-rante dos años se impartieron talleres de pintura a ochenta excombatientes del conflicto armado en Colombia y de allí se obtuvieron alrededor de cua-trocientos cuadros, algunos de ellos fueron seleccionados para exponerse en diversas muestras. En las imágenes vemos muchas cosas, muchas figu-ras, muchos actos, mucha carga y sobre todo el predominio del verde de la vegetación. Son dibujos sencillos –pero en su sencillez pesan más que lo quisieran–, de lejos parecen inocentes, familiares, bonitos y felices, por su colorido y falta de tridimensionalidad. Pero su cercanía nos hace sentir una carga inmensa que llevamos todos –que nos concierne a todos–. Son pinturas que habitan perfectamente en la inquietante extrañeza freudiana, pero son luciérnagas hubermanianas a su vez. Son objetos expuestos en plena dimen-sión fantasmática y por supuesto, en plena dimensión aurática. Las figuras de los cuadros, a las que hay que acercarse para verlas no sólo por su tamaño reducido, son fantasmas que aparecen en una fulguración y nos obligan a retirarnos, pero tampoco es posible alejarse completamente, pues habría que mantener la palabra. “Entonces empezamos a comprender que cada cosa por ver, por más quieta, por más neutra que sea su apariencia, se vuelve inelucta-ble cuando la sostiene una pérdida (…) y, desde allí nos mira, nos concierne” (Didi-Huberman, 1997, pág. 16). La guerra que no hemos visto nos mira, sin veladuras, sin interrupciones, nos pone de frente lo imposible de la relación entre humanos, lo imposible de ver y lo imposible de nombrar: la ausencia obligada de la imagen. Si ver es perder, es porque es necesario, ineludible, imposible no mirar y esperar algo de la imagen.

27. Véase: http://www.laguerraquenohemosvisto.com/

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Pero ¿cómo organizar la espera para esperar ver a un hombre? Se pregun-ta, Didi-Huberman, en su libro Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Y res-ponde: “Esperar ver a un hombre sería pues volver a poner en juego la nece-sidad de un reconocimiento del otro, lo cual supone reconocerlo a la vez como semejante y como hablante” (Didi-Huberman, 2014a, pág. 13). ¿Esperar ver a un hombre no es entonces organizar el pesimismo, como decía Benjamin, y hacer aparecer imágenes fulgurantes pese a todo? En un país, o quizás en un mundo, en donde parece imposible acercarse al otro sin correr un peligro, ¿no son estas pinturas –como objetos casi insignificantes–, luciérnagas en el sentido hubermaniano? ¿No nos permiten, de algún modo, organizar el pesimismo y seguir siendo críticos frente a la imposibilidad y posibilidad en el mundo?

No dejan tampoco de resonar las palabras iniciales del diálogo entre Blan-chot y Levinas. Siguiendo su cuestión de ¿Cómo descubrir lo oscuro?, que sería en nuestro discurso la pregunta de la imagen, Blanchot afirma que hay dos esperanzas: La mala esperanza que pasa por el ideal, que quiere al-canzar “el cielo de la idea, la belleza de los nombres, la salvación abstracta del concepto”28, en otros términos, la totalidad abrumadora de nuestro pen-samiento. Y por otro lado, está la esperanza verdadera, que es a la que nos inclinamos y que:

(…) pretende darnos en el porvenir de una promesa, lo que es. Lo que es es la

28. Dulce salvación que se puede inferir, si se quiere, de la noción inicial, wittgensteinia-na contemplar el mundo sub especie aeternitatis.

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presencia.29 Pero la esperanza es sólo esperanza. Hay esperanza si se refiere, lejos de cualquier aprehensión presente, de cualquier posesión inmediata, a lo que es siempre venidero, y tal vez no vendrá nunca, y la esperanza dice la venida esperada de lo que todavía no está más que en la esperanza. (…) La esperanza dice la posibilidad de eso que se escapa de lo posible; ella es, en úl-tima instancia, la relación reconquistada, allí donde está perdida la relación. (Blanchot, 2008, pág. 51)

La espera de la imagen no se cumple, pero es la espera en sí lo que habría que destacar de ella, de la imagen. Decir que no se sabe lo que se espera, pero pese a todo se espera, no está lejos de afirmar con Blanchot, Weil y Le-vinas que aunque la relación humana es imposible, es preciso el mantener la palabra ante el otro, el extranjero, el otro absolutamente otro. La relación que impulsa el habla aquí no se reduce a una comunicación, ya lo sabemos. El habla con el otro no produce ningún tipo de conocimiento o un modo de ver, o de tener poder sobre el otro, por tanto, es un habla fuera de poder, que se reduce sólo a mantener la palabra, del mismo modo en que la imagen inter-mitente responde manteniéndose en la espera. Pues de las dos alternativas que hay en el encuentro con el otro, la imagen siempre espera y mantiene la palabra, permitiendo a estas dos contradicciones –habla no hablante y

29. Lo que es, es decir, la presencia, hace alusión a lo que Yves Bonnefoy nombra como lo Improbable en su libro homónimo del cual Blanchot cita pocas palabras en la Conversación Infinita y que son, por cierto, iluminadoras: «Dedico este libro a lo improbable, es decir, a lo que es. A un espíritu en vela. A las teologías negativas. A una poesía deseada, de lluvias, de espera y de viento. A un gran realismo, que agrave en vez de resolver, que designe lo oscuro, que considere las claridades como nubes siempre desgarrables. Que anhele una alta e impracticable claridad». (citado por Blanchot, 20098 pág. 51).

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habla totalizante– existir –aliarse–, siendo esta, indudablemente, su mayor potencia poética.

La existencia de la poesía, cada vez que es poesía, forma por ella misma res-puesta y, en esta respuesta, es atención a lo que se destina (desviándose) en la imposibilidad. No lo expresa, no lo dice, no lo atrae por la atracción del lenguaje. Pero ella responde. Toda habla en ciernes empieza por responder, respuesta a cuanto todavía no fue escuchado, respuesta atenta donde se afir-ma la espera impaciente de lo desconocido, y de la esperanza deseante de la presencia. (Blanchot, 2008, pág. 61).

Didi-Huberman recuerda que para Benjamin el Ahora de la cognoscibili-dad, es el instante del despertar, y en esta acción residiría la función de la imagen dialéctica, noción que hace referencia al paso obligado del sueño a la vigilia. El despertar es un espacio suspendido, extraído del mundo, en-vuelto en la extrañeza. Si la imagen poética que buscamos es un despertar, es ante todo porque contiene y hace detonar el anacronismo, la ambigüedad, la imprecisión, la ruptura. En otras palabras, la imagen es lo Jean-Luc Nancy expresa en términos de lo distinto, o Benjamin, en dialéctica en suspenso, o el habla plural de Blanchot en una relación del tercer género, una fascinación, una interrupción, una espera. De la misma manera habría que decir que, Echavarría, Muñoz y Echeverri lo expresan en términos de Bocas de ceniza, Silencios, Corte de florero, La guerra que no hemos visto, Aliento y Versión libre.

Finalmente la imagen se crea desde y para la espera, esperando ante todo un despertar crítico, pero manteniéndose siempre en un movimiento pendu-lar entre contrarios, en una espacialidad neutra que quiere ver el mundo

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bajo una perspectiva de eternidad, pues sólo desde allí es posible asombrarse por la ‘belleza’ confusa y riesgosa de nuestros rostros, flores y paisajes de bar-barie. La poesía de René Char nos recuerda que: “El poeta debe mantener en equilibrio la balanza entre el mundo físico de la vigilia y la terrible holgura del sueño; pues las líneas del conocimiento en las que inscribe el cuerpo sutil del poema van indistintamente de uno a otro de esos estados diferentes de la vida” (Char, 1979, pág. 60). La imagen resplandece por resistir a tantas ten-siones, resplandece fugazmente pese a todo, y en su fulgor es capaz de con-testar a lo otro y para el otro cada vez que la imposibilidad se sitúa de frente.

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