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LA INCREÍBLE HISTORIA DEL CAPITÁN OSTRA

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LA INCREÍBLE HISTORIA

DEL CAPITÁN OSTRA

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Gabriel Rimachi Sialer

Nació el 11 de diciembre de 1974 en Lima, Perú. Es escritor, periodista y arqueólogo. Ha publicado los libros de cuento Despertares nocturnos (2000), Canto en el infierno (2001), El color del camaleón (2005) y La sangrienta noche del cuervo (2011); además, ha editado las antologías Nacimos para perder (2007), 17 fantásticos cuentos peruanos —Vol. I (2008) y Vol. II (2012)— y El cazador de dinosaurios (2009), antología personal seleccionada entre las mejores entregas de ese año por el diario El Comercio. Por otro lado, ha formado parte de antologías como Asamblea portátil. Muestrario de narradores iberoamericanos (2009), El bosque imaginario. Antología binacional Perú-Ecuador (2010), Mario y los escribidores. 27 relatos sobre el universo vargasllosiano (2019), entre otras.

En 2010 obtuvo la beca de residencia literaria del Gran Ducado de Luxemburgo. En 2012 su cuento Al morir la noche fue seleccionado por The Barcelona Review como el mejor cuento publicado en sus páginas durante dicho año. En 2013 fue considerado entre los mejores narradores de la década en la antología nacional El cuento peruano 2001-2010 (Ediciones Copé de Petroperú), del crítico e investigador Ricardo González Vigil.

Actualmente recomienda libros en Spotify a través de su programa de pódcast Libros que arden, el cual pertenece al sitio web de literatura www.librosquearden.com.

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GABRIEL RIMACHI SIALER

LA INCREÍBLE HISTORIA

DEL CAPITÁN OSTRA

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La increíble historia del capitán Ostra©Gabriel Rimachi Sialer

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juarez ZevallosIlustración de portada e interiores: Luis MorochoCorrección: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiseño y diagramación: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de LimaJirón de la Unión 300, Limawww.munlima.gob.pe

Publicación de distribución gratuitaProhibida su comercialización

Tiraje 10,000 ejemplares

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2020-07898

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee,

apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda

al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el

conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber

en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su

entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales

de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio,

confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector

de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean

nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país,

pero también oportunidades para lograr ese acercamiento

anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos

niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea

una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una

revaloración de la vida misma como espacio de interacción

social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro

y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el

futuro más cercano.

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En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró

la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido

que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros

reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el

agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad

con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante

encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos

propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de

la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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A mi Mamanaty Macarena y Adriano

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I

Me llaman Albur, y mi vida —como mi nombre— está ahora signada por el azar. Si te interesas en los misterios del mar y buscas los libros de Julio Verne, sabrás que existe un lugar llamado «Fosas Marianas»: el lugar más profundo del planeta. Ahí encontrarás a las criaturas más espantosas que puedas imaginarte: seres deformes con un solo ojo flotante y luminoso, extraños movimientos de arena que devoran todo lo que pasa cerca de las rocas, seres que jamás han visto los rayos del sol; y, ahí abajo, entre aquella oscuridad absoluta y fría, se esconden los restos de una ciudad que desapareció cuando explotó el volcán más terrible de la Tierra: el volcán Krakatoa.

Cuando este volcán estalló lo hizo con tal violencia que el sonido de la primera explosión dejó sordos para siempre a todos los marineros que se encontraban navegando a cuatro mil kilómetros a la redonda. El cielo se cubrió entonces de una humareda tan densa que tuvieron que pasar quince años para que desapareciera. Algunos cronistas cuentan que los atardeceres en casi todo el mundo eran lilas, rojos, naranjas y amarillos a la vez. El planeta entonces se abrió en alguna parte de su corteza y se tragó mi ciudad, mi casa, mi hogar. Ahora todo se ha perdido.

Aún no comprendo cómo logré escapar de esa desgracia, pero aquí estoy, atrapado en un limbo circular, una esfera flotante, una especie de dimensión paralela de la que no puedo

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huir, y desde donde he visto partir a quienes amé por culpa de mi curiosidad. Entenderán, entonces, que estoy atrapado en el tiempo, y que no he envejecido nada. Recuerdo vagamente detalles previos a aquella tarde —han pasado ¿cuatrocientos?, ¿quinientos años?— pero tengo grabadas en la mente algunas cosas: aquel día, Kara llegaba a su casa con las compras que su madre le había encargado. Siempre me había gustado Kara; tenía una sonrisa que me ponía tonto, y yo aprovechaba cualquier excusa para poder salir a verla, conversar. Cuando ella pasaba por mi casa se ponía a cantar bajito, y con tan solo oír su voz se me alegraba el día. Mi madre, que siempre fue una mujer sabia y que conocía los secretos de nuestra gente, del mar y del Libro de los Reyes, me advertía que no era bueno espiar a las personas, así nos pusieran tontos o despertaran nuestra curiosidad.

Decía también que las personas que espiaban a los demás recibían un castigo ejemplar: desaparecían sin dejar rastro alguno. Pero, aquella tarde en que Kara salió al mercado a comprar ostras, yo quería darle una sorpresa, aunque ya no recuerdo cual (creo que encontré una perla pequeñita y la escondí en mi bolsillo, pero no estoy tan seguro). Me oculté tras la puerta y empecé a observar lo que ocurría en la calle a través de la cerradura. Vi que los hermanos Batuwara cargaban un gran cerdo rumbo a su tienda, a unos niños que corrían tras unas gallinas, a una mujer cubierta con una túnica que regresaba con una red cargada de ostras, las cuales recogíamos de la playa; entonces escuché algo muy raro, algo parecido al sonido que hacen las pezuñas de las

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cabras sobre la piedra, ese tacatá tacatá que nos indica que se acercan.

Pero lo que yo escuché era el sonido de dos patas, solo dos, como si una persona se hubiera puesto cascos en los pies y avanzara rápidamente haciendo sonar cada paso sobre la tierra y las piedras. El sol moría a través de las ventanas y en algún lugar empezaba a asomar la luna. Entonces, sentí una corriente fría recorriendo mi espalda, y la piel de mis brazos se erizó. Pensé durante un segundo en ir a buscar a mamá, que ella sabría qué cosa rara ocurría en ese momento, pero recordé a Kara. Lentamente, sintiendo que tal vez no debía hacerlo, pero a la vez obedeciendo a una voluntad más fuerte, acerqué mi ojo izquierdo a la cerradura para ver nuevamente la calle. Y entonces lo vi.

Había escuchado muchas historias sobre él, pero eran solo eso, historias. Aún ahora, tantísimos años después de aquella tarde en que cambió mi vida para siempre, cierro los ojos y tiemblo de miedo al recordar el sonido de sus pasos. Volví a mirar por la cerradura y vi una ondulante y pelada cola roja que, de pronto, se detuvo en el aire como si hubiera sentido que alguien observaba, escondido. Y entonces, sin que me diera cuenta, su mirada se clavó en la mía a través de la misma cerradura; mi cuerpo empezó a temblar de tal manera que mis huesos parecían abandonarme para dejarme convertido en una gelatina. Y luego, luego nada. Intenté gritar, pero era demasiado tarde: estaba de pronto atrapado en otro espacio, en otro lugar, alejándome

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de mi casa con el pecho apretado por el miedo, dentro de esta esfera donde nadie podía verme ni escucharme gritar. Arañé, pateé, golpeé con los puños esta esfera, pero fue inútil. Cuando el fuerte viento me había elevado ya por sobre las nubes, vi el volcán explotar. No quiero recordar nada más.

He viajado centenares de veces alrededor del mundo. Quizá miles. Hace mucho, en una calle de Cartago (que suena exótico, pero es un lugar de Costa Rica donde viven los huracanes), vi a una señora caminar rumbo a una panadería y a un ladrón que se le acercaba por detrás para quitarle la cartera. Aquella mujer me recordó a mamá. Grité muy fuerte para avisarle, entonces ella volteó y yo me quedé frío, ¿me habría escuchado?, ¿mi grito habría llegado a ella como un susurro? El ladrón se espantó y cambió de rumbo.

¿Nunca les ha pasado que algunas veces, mientras caminan o están solos en sus casas, creen oír que alguien los llama y al voltear no hay nadie? Somos nosotros. Sí, nosotros, porque somos muchos los que estamos atrapados de esta forma, lo sé porque algunas pocas veces podemos vernos y comunicarnos brevemente. Luego regresa la soledad y el silencio.

Muchos años han pasado desde aquella tarde que esperé en vano a Kara; perdí la cuenta en la tercera centuria, y desde entonces más otoños y primaveras han pasado. Mi madre me contó, cuando era muy niño, una leyenda sobre un pequeño curioso que era castigado por él. En esa historia sin nombre, luego de cumplir el tercer milenio, un niño sin padre ni madre,

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de una época en donde ya nadie cree en las leyendas ni en las historias ni en las profecías, rompería la burbuja y caería a tierra trayendo consigo una ostra, señal del mar donde yace nuestra ciudad perdida. Así que, en la búsqueda por liberarse de su maldición, nos liberaría también a nosotros. Guardo muy dentro de mi pecho su nombre: capitán Ostra. Escrito está que su destino es aparecer y salvarnos, y esta soledad de centurias terminará cuando él recupere lo que más amó, aunque no sepa qué es exactamente aquello.

Hasta entonces solo floto, grito, susurro nombres; alguna vez seguro he gritado el tuyo mientras estabas solo en la calle o en tu habitación y has volteado a ver de dónde te llamaban y no había nadie. Si esto vuelve a suceder, regresa a estas páginas: sabrás que he sido yo.

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II

—Hey, Jack, Jack, ¿estás bien?

Jack despertó al oír la voz de Daniela. Mientras sus ojos se adecuaban a la tenue luz de la mañana, estiró su cuerpo flacucho lo más que pudo dentro de su pijama de Spiderman. La cama estaba tibia, y afuera, en la calle, hacía frío. La niebla estaba espesa y olía a mar. Bostezó. Se sentó y vio el radio reloj sobre el velador: eran las ocho en punto de la mañana.

—Sí, Dany… qué pasó, por qué me despiertas…

—Estabas diciendo cosas muy raras. Me asustaste.

Daniela se volvió a echar y acomodó su cabeza en la almohada, pero no se cubrió con el edredón.

—¿De verdad? —Jack cerró los ojos buscando en su memoria algún recuerdo, pero ya saben: la memoria de los sueños solo dura veinte segundos al despertar, si en ese lapso de tiempo no repasas tu sueño, lo habrás olvidado para siempre—. Pues no, no recuerdo nada, pero… ha sido extraño, había algo ahí, no sé, no sé bien, ¿ya despertó la abuela?

—Hace una hora, y está muy rara. Está cantando esas canciones de viejitos que pasan en Radio Felicidad.

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Daniela era menor que Jack, dos años menor, y tenía puesta un pijama de Star Wars. Se sentó al borde de su cama, apoyó los codos en sus rodillas y su mentón descansó sobre sus pequeñas manos.

—¿Cuántos años cumple la Mamanaty?

—Ochenta y cuatro.

—¿Eso es mucho, verdad? —Daniela miró al techo, como imaginando cuántos años serían ochenta y cuatro.

—Eso es un montón de años. Vamos a cambiarnos rápido. Hay que abrazarla mucho.

—¿Puedes poner alguna canción alegre? La música de la abuela me pone triste.

Jack tenía doce años. Faltaban apenas dos meses para que terminara el año escolar y entrara en la secundaria, y sabía que Daniela dependía de él como ejemplo de hermano mayor. Sonrió. Encendió el radio reloj, colocó la memoria USB con el playlist de las mañanas y empezó a sonar You shook me all night long. Daniela cambió de gesto y fue al baño a vestirse. Cuando salió, se había peinado con raya al medio y recogido el cabello a los costados con unos ganchos lilas. Jack se puso algo de loción en la cara y salieron a saludar a la abuela. Sin embargo, algo tenía Jack en la cabeza que no lo dejaba tranquilo, algo relacionado con ese sueño que no recordaba, pero que lo dejó muy inquieto.

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La abuela terminaba de preparar el desayuno cuando ellos aparecieron tras la puerta gritando ¡sorpresa! Y ella hizo como que se había sorprendido de verdad y los abrazó también. Luego les pidió como cada mañana que pusieran la mesa para tomar el desayuno, juntos, pero esta vez no verían las noticias, terminarían de escuchar el especial del bolero. La Mamanaty siguió entonces cantando, y el aroma del café irrumpía en el comedor mientras ellos salían a comprar el pan.

En el camino a la panadería, Daniela iba adelante llevando la bolsa de tela y observando los jardines; Jack, en cambio, tenía un extraño presentimiento, algo en el ambiente no era habitual, algo que no alcanzaba a ver o entender o definir. Antes de llegar a la esquina existía una casa de tres pisos que siempre estaba pintada de verde. Ahí vivía un gordo de grandes barbas que, decían, era antropólogo. Los chicos del barrio comentaban que lo habían visto varias veces mientras escribía frente a su computadora, al lado de una ruma de documentos antiguos donde descansaba un cráneo humano. Jack se detuvo unos segundos a husmear por la ventana entreabierta, pero no alcanzó a ver nada. Cuando regresaban con el pan caliente le pareció ver una burbuja del tamaño de un puño que se perdía en lo alto del cielo, y antes de entrar a su casa empezó a caminar lentamente para poder mirar por la ventana de Andrea, tal vez ella también se encontraba tomando desayuno con sus papás.

Era tan linda Andrea. Había llegado al barrio junto con sus padres hacía pocos meses y no salía mucho al parque, pero

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las pocas veces que la vio le bastaron para sentirse atraído por esa chica misteriosa que caminaba siempre con un libro o que cantaba bajito alguna canción de moda. Estudiaba en el mismo colegio que Daniela, pero apenas y se saludaban. Jack podía leer toda la saga de Star Wars y soñar con peleas intergalácticas, sin embargo, en el fondo era bastante tímido.

—No seas chismoso —le dijo Daniela—, te van a volver a gritar por mirar donde no debes, qué feo, y además Andrea nunca te hará caso porque no sabes nada de las chicas. ¡Vamos rápido que tengo hambre!

Jack sonrió, pero no pudo evitar mirar por el rabillo del ojo. Daniela tenía razón: ya la abuela se había percatado de su repentino interés en la nueva vecina y de la forma en que la buscaba con los ojos. Cierto día recibió una resondrada por mirar, sin querer queriendo, la ventana ajena. «Un día de estos, por estar de curioso, vas a llevarte un gran susto», le había dicho la abuela; ella tenía razón, pero ya sabemos que, en estos asuntos del corazón, la razón es lo último que importa.

La abuela ya estaba sentada a la mesa y había preparado lomito al jugo, el desayuno favorito de todos. Normalmente, cada vez que ese plato aparecía en la mesa, el desayuno era una fiesta. Por eso ella, que todo lo sabía, notó que a Jack le fastidiaba algo.

—¿Qué pasa en esa cabecita?— dijo ella mientras servía el café con leche.

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—Nada, es que tuve un sueño extraño, pero no recuerdo qué era exactamente.

—Estaba haciendo sonidos extraños con la boca —intervino Daniela sonriendo—, como si estuviera en el baño pujando y pujando y no pudiera hacer nada.

—¡Cállate! ¡Estamos tomando desayuno! —respondió Jack— No es nada, Mamanaty, ¿me sirves otro pancito, por favor?

La abuela sonrió y le preparó otro pan, sin embargo, le quedó la duda. Pensó en hacerle una broma, pero Jack no parecía de muy buen humor. La abuela era un amor, salvo que tenía la gracia de las abuelas, que no comas mucho, que come más, que no tomes tanta agua, que por qué no tomas agua, que si ya hiciste las tareas, que no salgas a la calle, que no veas tanta televisión y esas cosas.

Aun con todo, ella era un amor: los había arropado entre lágrimas la noche en que, luego de un día soleado, enterraron a los padres de Jack y Daniela tras el accidente de tránsito, hacía cinco años. Los cuidó cuando estuvieron enfermos, les guió las manitos para que aprendieran a escribir y a dibujar sin salirse de la línea; intentó llenar siempre el vacío enorme que dejan los padres, y lo hizo sola. El abuelo murió antes de que ellos nacieran.

Aquella tarde soleada y triste, Daniela era aún muy pequeña como para comprender lo que ocurrió: el silencio, los abrazos, todas las personas vestidas de negro, la no presencia de papá y mamá. Jack entendió, a pesar de la gigantesca pena, que era él quien debía cuidar a su hermana en adelante. Lo hizo bien, pero

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durante mucho tiempo no dejó de llorar todas las noches, bien bajito, para que Daniela no lo oyera, extrañando a sus papás. La abuela entraba entonces algunas veces a su habitación y lo abrazaba hasta que él se dormía profundamente.

El tiempo, que todo lo cura, se encargó después de ir disminuyendo la pena, porque siempre sucede así. Ahora la abuela cumplía ochenta y cuatro años, y él cumpliría trece en pocas semanas. Además, aunque a veces lo asaltaba la tristeza, hoy era el cumpleaños de la Mamanaty: había que celebrarlo con ese gran y delicioso desayuno.

El frío en la calle había disminuido y el día empezaba a ser ligeramente menos gris cuando un fuerte viento recorrió la vía de esquina a esquina, levantando las hojas húmedas del suelo. La abuela se asomó a la ventana y vio que las nubes comenzaron a escampar; en lo alto, un tímido disco amarillo asomaba sus primeros rayos, pero no calentaba nada. Y eso no era normal. Mientras veía un poco de televisión, la abuela aprovechaba para ir picando las verduras que utilizaría para el almuerzo. Eso era algo que Jack admiraba mucho en ella, pues siempre estaba haciendo algo: acomodaba los adornos de la sala, picaba las verduras mientras escuchaba la radio, leía el diario, resolvía crucigramas, revisaba las flores del jardín mientras les conversaba o les cantaba a las plantas, bordaba figuras de colores o dormía, pero seguro cuando dormía también soñaba que hacía algo. Era una máquina de producir cosas. Y ahora, mientras él y Daniela ayudaban con los platos y tazas, la abuela intentaba recordar dónde había visto

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alguna vez ese sol sin calor en medio de un día frío. No era una buena señal.

Con ese clima, salir al parque con las bicicletas no era buena idea, así que Daniela decidió ayudar a la abuela y Jack salió a pararse un rato en la entrada de la casa. La reja separaba su casa de la vereda y el jardín, donde un palto frondoso creció torcido durante años. Cuando era más pequeño solía subir a sentarse en uno de los gruesos codos que se formaban. Ahora sintió el impulso de volver a hacerlo. Desde aquella altura, que no era mucha —no más de un segundo piso—, la perspectiva era interesante: podía ver toda la cuadra, los autos que cruzaban el parque en la esquina, las señoras que volvían del mercado con sus pesadas bolsas en la otra calle. Entonces bajó la mirada a la casa de los nuevos vecinos y notó que Andrea estaba sentada en su sillón, viendo seguramente la televisión. Sintió que el pecho se le encogía, ¿qué pensaría ella si de pronto levantaba la mirada y lo veía ahí, trepado en un árbol, observándola? Calculó bajar lo más rápido posible, pero entonces un viento helado y fuerte volvió a recorrer la calle de lado a lado, agitando las ramas con violencia. Andrea levantó la mirada y le pareció ver que un bulto caía desde lo alto. Quizás un gato grande, pensó.

Cuando Jack estuvo de pie, recordó una imagen vaga de su sueño; sintió miedo, pues el frío se hizo más intenso y la calle de pronto estaba extrañamente vacía. Entró en su casa, subió a su dormitorio, cerró la puerta y, desde ahí, miró por el ojo de la cerradura a ver si algo lo siguió, pero ¿qué podría ser si estuvo

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solo en la calle y entró solo a su casa? ¿De dónde venía toda esa angustia que lo invadía? En el primer piso, la abuela sintió que un viento helado atravesó la sala y le pareció oír pasos subiendo las escaleras. Bajó el volumen de la radio, mas no alcanzó a confirmar sus sospechas. Entonces, subió de nuevo el volumen y siguió preparando el almuerzo mientras cantaba Quién será la que me quiera a mí / quién será / quién será... Daniela la ayudaba a pelar las alverjas y a separar las piedritas del arroz. Tu hermano está muy raro, le había dicho; creo que está enamorado de la vecina nueva, había respondido Daniela. Ambas rieron.

En el segundo piso, Jack empezaba a recordar con más claridad algunos pasajes de su sueño: él estaba caminando por la orilla de una playa desconocida, pero no lograba verse. Luego veía cientos de burbujas flotando y… y no recordaba más. Escuchó entonces unos pasos subiendo las escaleras, pero no eran pisadas normales, era como si alguien se hubiera puesto herraduras en las suelas de los zapatos y subiera trotando o bailando; no era un sonido familiar y, por alguna razón, se le aceleró el pulso. ¿Un ladrón? ¿Alguien habría entrado a robar en la casa? Salió al pasillo y lo cruzó corriendo rumbo a la habitación prohibida: la de sus padres. Apenas entró, respiró agitadamente, el corazón golpeaba en el pecho. Se volteó y arrodilló para mirar por la cerradura, recordó que una vez vivió una situación similar, pues alguna vez su abuela le había gritado por hacer lo mismo:

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—¡Jack, sal de ahí inmediatamente!, ¡cuántas veces tengo que decirte que no se espía, que tú ya sabes quién aparecerá de pronto!

—Mamama, eso es mentira —respondió Jack entonces—. Tú sabes que es mentira, lo dices para asustarme, ¿verdad?

—No, es verdad —la abuela miró aquella vez toda la habitación como queriendo encontrar algo, el ruido tal vez—, estoy segura de que es verdad.

—Pero… el sonido, ¿lo escuchaste, Mamama? Sonaba bonito, como cristales que chocan entre sí…

—Mi pequeño Jack, no siempre lo bonito es bueno…

Pero ese recuerdo llegó algo tarde. Jack sudaba profusamente. Observó la habitación de sus padres, todo lo que estaba ahí era de ellos: su cama, las sábanas, su ropa ordenada en el ropero abierto, los zapatos separados con papel antihumedad, el perfume de mamá, la colonia de papá, sus casetes de Nat King Cole, el cepillo con el que mamá alisaba sus cabellos largos, el televisor de catorce pulgadas en una de las esquinas de la cómoda de cedro. Había dos ventanas en la habitación: una grande que daba al parque, donde todas las tardes cuando niño manejaba su triciclo llevando a Daniela sobre una almohada —su pasajera exclusiva en servicio de primera con cena a bordo, señorita— y una ventana mediana que daba a un tragaluz por donde se veían las escaleras.

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Sobre el velador de su madre descansaba una lámpara de madera y un libro muy viejo en donde alcanzó a leer Libro de los Reyes, y, a un lado, en un marco de flores plateadas, la fotografía de ellos, pequeños, cargados en brazos por papá y mamá saliendo de la iglesia, luego del bautizo. Sintió un vuelco en el corazón. Antes de recuperarse completamente, volvió a escuchar los pasos aquellos subiendo por la escalera. Jack se acercó en puntillas a la puerta y acomodó su rostro cerca de la cerradura. El sonido del taconeo metálico se hacía más seguro y fuerte. Se arrodilló para ver mejor, y entonces, todo su cuerpo se estremeció al reconocer la pelada cola roja que, terminada en una punta de flecha, ondeaba rumbo al tercer piso, donde estaba la habitación de las herramientas y la azotea.

Su abuela alguna vez le había descrito aquella cola; ahora lo recordaba todo mejor. Retrocedió espantado tratando de hacer el mínimo ruido posible. ¿Debía gritar? ¿Llamar a la abuela? ¿Abrir la ventana que daba al parque y pedir auxilio? Trastabilló al intentar apoyarse en el velador de cedro de su madre, donde había decenas de pequeños adornos de porcelana. El ruido de estos detuvo el sonido de los pasos subiendo al tercer piso. Jack afinó el oído… ahora empezaban a bajar.

—No, no, no… —susurraba Jack apretando los ojos, rezando para que los pasos aquellos se alejaran o simplemente desaparecieran. Pero nada se puede hacer contra lo que está escrito. Cuando el sonido se detuvo frente a la puerta, Jack sintió el impulso de arrodillarse y observar por la cerradura. Se

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agachó lentamente cruzando los dedos y acercó el ojo a aquella separación entre él y su destino. Y entonces lo vio. De pie, con las patas de cabra, negras las pezuñas, roja la piel y cubierta de pelos, esperando a que se abriera la puerta mientras el rabo pelado ondeaba tras su espalda.

—No… —susurró Jack— esto no es verdad, esto no puede ser verdad…

Se volvió sobre sí, temblando, y apoyó su espalda en la puerta del dormitorio, cuando de pronto escuchó la voz de Daniela, quien cantaba mientras subía las escaleras rumbo a su habitación. Tenía que actuar rápido, avisarle, gritar, pero ¿y si al hacerlo ponía en peligro a su hermana menor y a la abuela? ¿Si aquella cosa decidiera hacerles daño? Resolvió mirar nuevamente por la cerradura, todo podría ser producto de su imaginación, pero cuando lo hizo se encontró con otro ojo que también lo miraba a él, como un abismo infinito, y entonces se sintió mareado frente a esa córnea roja y ese iris negro. Retrocedió trastabillando hasta el velador de su madre y tomó el libro para defenderse o golpear a lo que estuviera en el pasillo. Lo apretó contra su pecho, de pronto, la habitación empezó a girar y el frío se apoderó de todo. Luego regresó el calor y un silencio raro. Entonces, como si no pesara absolutamente nada, empezó a flotar, aterrado, atravesó la puerta de lado a lado y continuó flotando por el pasillo mientras se elevaba lentamente. Alrededor suyo se formó una burbuja que lo aisló del mundo. Escuchó a Daniela tarareando la canción de la mañana y la vio entrar en su dormitorio. Entró él también

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en la habitación, siempre flotando atrapado en la burbuja, por sobre la cabeza de su hermana menor gritándole: ¡Escúchame! ¡Ayúdame! ¡Daniela! ¡Daniela! ¡Mamanaty! Pero la pequeña había cogido uno de sus cómics de Star Wars y empezaba a leerlo, divertida, mientras él intentaba lanzarle el grueso libro de su madre para que se diera cuenta de que estaba ahí, muy cerca de ella, pero fue imposible. La burbuja atravesaba ya la ventana rumbo al parque y luego el viento la arrastraba a su antojo, camino a los acantilados, al mar, luego a la derecha y después a la izquierda, más arriba, más abajo, y él no sabía hacia dónde ni porqué.

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III

Durante todo el tiempo que he estado encerrado en esta burbuja, les contaba, he visto muchas cosas y he oído otras más. Aprendí a cantar en diferentes tonos y luego a silbar como los pájaros. Puedo jactarme de ello, mi voz con todas estas centurias a cuestas es prodigiosa; curiosamente, recuerdo las letras de las canciones y los ritmos con que se cantan. ¿Qué más podría hacer acá si no recordar siempre y memorizar? Con el tiempo uno se acostumbra a este encierro y empieza a sacar provecho de otras aptitudes que antes desconocía. Cantar es una de ellas; silbar, otra. Después, los juegos de memoria, la geografía, los paisajes, reconocer por ejemplo una calle de Barcelona o una finca en Costa Rica, una playa en Australia o el inicio del Polo Norte (mencionaría los gigantes lagos de la Atlántida, pero estos desaparecieron hace ya mucho tiempo).

Viajar es bueno para eso, aunque hacerlo en compañía de alguien sería mucho mejor. En algunos de esos viajes he logrado ver a otros que, como yo, están atrapados en sus burbujas. Con algunos de ellos logré conversar brevemente: cómo estaban, de dónde venían, de qué tiempos. ¡Me llamo Albur!, les decía, y ellos me daban sus nombres. Luego nos alejábamos irremediablemente. En Egipto nos llaman orbis. Una vez, una turista de las pirámides se puso a gritar cuando, luego de tomar una foto, vio en su cámara digital unas esferas que flotaban en el aire. Esa es una de las tantas pruebas de que existimos y

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existiremos por siempre. Aunque no siempre es fácil por lo aburrido o porque el clima juega en contra. En la selva es más difícil contemplar el paisaje cuando llueve, pero, cuando el cielo está limpio y llega la tarde, uno puede quedarse mudo horas de horas mientras observa cómo el sol juega con los colores del cielo y lo pinta de naranja, lila, azul, hasta que se funde en un profundo azul estrellado. Entonces el sonido de la selva lo invade todo.

El mundo es más grande de lo que creemos; yo puedo dar fe de eso. A pesar de haber viajado por el planeta tantas veces, siempre me sorprende pasar por algún lugar donde ya estuve antes y verlo distinto, cambiado. De las fogatas y hogueras pasamos a las velas de cera, luego a las luces de las esquinas que se encendían con depósitos de aceite, después vino la electricidad y entonces todo cambió para siempre. De los caballos pasamos a los autos. Con las guerras ocurrió lo mismo, sin embargo, eso es algo de lo que no me gusta mucho hablar porque las guerras son más bien tristes y duras, mucha gente sufre y pocas veces logra superar realmente sus desavenencias. Los que ganan las batallas no son ciento por ciento felices: todos han perdido algo o a alguien en esos trances. Y eso es lo más triste de la vida: perder a alguien a quien quieres o llegas a querer.

Otras veces he reído mucho en los circos al ver a los hombres que se pintan la cara de colores para divertirnos. Los animales son otra de las criaturas que siempre me han fascinado. Sus vidas, sus formas, sus colores, la manera en que, por ejemplo, se mueven los tigres de bengala o los colores de los colibríes cola

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de espátula, la velocidad con que se mueven los delfines o los increíbles saltos de los peces voladores en su travesía marítima. Incluso en el mundo de los más pequeños, los insectos, uno aprende cosas.

Nuevamente es setiembre. Lo sé porque ya las hojas de los árboles empiezan a ponerse de un verde intenso y las flores brotan en los campos del sur. En Perú hay un lugar de lomas que durante todo el año está desértico, pero para setiembre recibe a la neblina más espesa y fría de la costa, y entonces, como por arte de magia, empiezan a abrirse las semillas que permanecen dormidas durante meses y brotan flores amarillas entre un manto verde que invade toda esa área. Los troncos silbadores de Río Seco me contaron alguna vez que esperaban con bastante angustia esta época porque se sentían muy solos la mayor parte del año. A pesar de estar junto con otros árboles silbadores, ellos han pasado tanto tiempo así que ya no tienen nada que contarse, nada. Por eso caen en la mudez, poco a poco se aíslan hasta que llega la primavera y, con el campo poblado de flores amarillas, las cosas se sienten mejor, se conversa más y se ríe de vez en cuando. «¿Qué tal te fue este año?», «¿cómo es volver a ser semilla?», y cosas así. No hay nada más terrible que la soledad, y lo sé por experiencia.

Hay un detalle que últimamente me está inquietando: un pálpito, una presión en el pecho que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Como cuando sabes que al día siguiente recibirás un regalo y quieres saber pronto qué será. Algo así. Ahora, por

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ejemplo, acabo de llegar a un lugar bastante extraño. Hace calor y todo está rodeado de árboles; el mar está ahí al alcance de la vista, pero no hay nadie más. No recuerdo cómo llegué, es ya de noche y tengo mucho sueño. Quisiera saber qué debo hacer para salir de esta burbuja de una maldita vez; poder volver a pisar tierra firme, caminar, mover las piernas, sentir el agua en mi rostro, en mi boca, respirar el aire de afuera, abrigarme al calor del fuego. Este lugar es más bien como el ingreso a un enorme bosque, pero hay algo en él que no es normal, que no es de este mundo. Un sonido extraño, el anuncio de algo. Algo que sé que, aquí adentro, descubriré en breve.

Albur se quedó dormido y la burbuja empezó a descender lentamente en medio de la noche hasta que un golpe lo despertó. Atontado por el cansancio, el sueño y el golpe reparó en que había quedado atrapado entre las ramas bajas de un árbol de grandes hojas. El cielo se cubrió de pronto de nubes negras y explotó la lluvia. Desde cualquier lugar se podían ver las descargas eléctricas que rasgaban el cielo seguidas del retumbar de los truenos, como rocas gigantes que caen desde lo alto de un cerro. Sintió temor, pero no era la primera vez que estaba en una situación así. Hacía buen tiempo había estado atrapado entre el salvaje oleaje del mar de Malasia junto con un barco fantasma que de rato en rato hacía sonar su alarma en vano; en otra ocasión logró salir —nunca supo cómo— del triángulo de las Bermudas, aterrado por completo de lo que vio en aquel lugar.

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Un nuevo trueno recorre el cielo y un rayo cae sobre un árbol, cerca de donde estaba Albur, partiéndolo en dos; de pronto, el fuego que se produce lo maravilla. Su mirada se emociona. Tan cerca y no poder sentir el calor, piensa, pero oye la madera secarse y crujir y arder y brillar, entonces, como cientos de luciérnagas, las pequeñas brasas se elevan al cielo. Un sonido en la espesura lo devuelve a la realidad; hay algo ahí que se mueve entre las ramas, a lo lejos, ¿un animal?, ¿un extraño ser que jamás ha visto? El resplandor del fuego se hace más intenso cuando crecen las llamas; cada vez se iluminan más los alrededores y las sombras que se forman y desaparecen anuncian que sí, hay algo ahí; de pronto escucha unos pasos que recuerda de otro tiempo. Como si alguien se hubiera puesto herraduras en la suela de los zapatos y… ¡es él!

Lo reconoce: las piernas como si fueran de una cabra, roja la piel y completamente cubierta de pelo, negros los cascos de las pezuñas y ese rabo rojo ondulante que se interna en la oscuridad del follaje. Entonces unos gritos: ¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Ayuda! Y él no puede hacer nada más que sentir cómo se agita su corazón y su pecho, y grita:

—¡Quién eres!

—¡Ayuda! ¡Ayúdenme!

—¡Estoy acá, ¿me puedes oír?! ¡Estoy cerca del árbol de fuego!

—…

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—¡Háblame, por favor, dime que me puedes escuchar! —gritaba Albur, nervioso, se movía de un lado a otro de la burbuja intentando reconocer de dónde venía la voz; la lluvia arreciaba cada vez más y los rayos y truenos anunciaban que el temporal no acabaría pronto.

—¿Dónde estás? No te veo… —le dijo la voz.

Albur sintió que su corazón iba a explotar. Alguien lo había escuchado. Miró a todos lados, pero el fuego del árbol era cada vez más intenso y la humareda más espesa. El viento formaba con ella grandes remolinos oscuros y estos se mezclaban en la noche con el fulgor repentino de los rayos. Esperaba, con todas sus fuerzas, que esta vez alguien pudiera oírlo de verdad.

—¡Dónde! ¡Dime dónde estás! ¡No puedo verte! ¡Acércate al fuego! —Albur vio que algo se arrastraba por entre las ramas chorreantes de lluvia. A duras penas, ese algo pudo ponerse de pie, dar un par de pasos y buscar respirar en medio del humo y la lluvia, luego dio dos pasos más. Albur quedó estupefacto. ¿Podría verlo?—. ¡Oye! ¡Mírame, estoy acá atrapado en el árbol! ¡Por favor, dime que puedes escucharme!

—Te escucho, te escucho… —dijo la voz, agitada, y entonces empezó a caminar lentamente hasta que salió de la espesura; se acercó al fuego, tiritando, frotándose los brazos y las manos, tocándose el rostro y ordenando su cabello mojado por la lluvia. Luego cayó de rodillas al sentir que el calor entraba en su piel y volteó hacia donde estaba Albur.

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—Qué haces ahí arriba… ¿No tienes frío?… ¿Viste al ave? ¿Viste a dónde se fue?

—Me… me… ¿me puedes ver?, ¿me puedes oír? —Albur no podía creerlo.

—Sí… ¿Dónde estamos? ¿Qué haces ahí arriba? ¿Viste a dónde se fue el ave?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Albur tratando de mantener la calma. Esto era algo que no le había pasado nunca, al menos no desde aquella tarde remota en que salió de su casa buscando a Kara; se arrodilló pegando la mejilla a la burbuja, buscando confirmar que todo lo que estaba sucediendo era real—. ¿Cómo te llamas?

—Jack… —respondió entonces la figura de un niño, ahora más definida, mientras la lluvia se calmaba y en el cielo aparecía el cuarto menguante de la luna—. Me llamo Jack… El ave… a dónde se fue…

—Tú eres el capitán Ostra… —susurró Albur— entonces eras tú…

Un alboroto entre las ramas distrajo a Albur unos segundos, unos murciélagos gigantes salieron volando entre chillidos; giró para ver qué ocurría allá y alcanzó a divisar cómo una cola roja y pelada que terminaba en una punta de flecha desaparecía en la espesura de la noche.

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—¿Lo viste? —preguntó Albur—. ¿Lo viste?

Pero Jack no respondió.

Se había quedado profundamente dormido al calor del fuego.

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IV

Una bandada de gaviotas cruzó el cielo despejado y dibujó sombras pasajeras sobre el rostro de Jack, quien abrió lentamente los ojos. La arena estaba tibia y, a pocos metros de él, estaban los restos del árbol que había ardido durante la noche. Una delgada columna de humo se disolvía con el viento. El sol empezaba a brillar con más fuerza y el ruido de las olas se mezclaba con el sonido de las aves. Jack se incorporó de un brinco y miró en todas las direcciones, tratando de ubicarse. No conocía ese lugar y su último recuerdo era el de Daniela leyendo el cómic de Star Wars sobre su cama, luego la ciudad vista desde arriba, el miedo, la burbuja, y después el viento llevándolo de un lado a otro. «Eso debe ser —pensó— el viento me trajo hasta esta acá… la burbuja debe haberse reventado con la tormenta».

Pero había algo en sus recuerdos que no encajaba, algo que el cansancio y la aventura le habían hecho olvidar. Frente a él se levantaba la espesura de un bosque verde y, al fondo, hasta donde alcanzaba la vista, la cima de un cerro que tenía una forma extraña. «¿Un baúl?, ¿un cerro en forma de baúl? Qué hago en este lugar…», susurró aturdido mientras se revisaba el cuerpo y percibía el amable calor del sol en la piel.

—¡Ya despertaste! —gritó Albur, y Jack volteó a verlo, sorprendido.

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—Sí, desperté; qué horrible ha sido todo, ¿sabes dónde estamos?

—No, no lo sé… Me llamo Albur.

—Me llamo Jack. ¿Qué haces en esa burbuja?

—Si supiera te lo diría. No puedo salir de aquí.

—¿No puedes salir? ¿Cómo entraste? —preguntaba Jack mientras se sacudía el pantalón para liberar la arena que se le había pegado con la lluvia. Fue entonces cuando, a un lado de donde había dormido, vio el Libro de los Reyes, intacto, apenas cubierto por la arena. Volvió la mirada a donde estaba Albur y entonces entendió que él también había visto al ser de la cola roja. Sintió miedo, pero el viento fresco de la mañana lo calmó.

—Tú también lo viste, entonces.

—Sí —respondió Albur—, también lo vi, hace cientos de años —se sentó dentro de la burbuja y su expresión cambió. Albur tenía todos los años del mundo, mas dentro de aquella burbuja parecía de la edad de Jack. Era comprensible entonces que supiera más cosas y que tuviera más recuerdos que él, pero aquello no le bastaba para poder escapar de su prisión.

—¿Sabes cómo salir? ¿Tienes alguna idea? Yo no recuerdo mucho, ayer estaba en casa con mi hermana y mi abuela, y… y… —Jack se tomó la cabeza con ambas manos— miré por la cerradura y vi esa cola roja y esas patas, y entonces sentí un

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mareo y ya estaba dentro de la burbuja; nadie me podía ver ni escuchar, le grité a Dany, a mi abuela, pero nada…

—Lo sé, me pasó lo mismo, pero tú… estás libre. Tú eres el elegido, tú eres el capitán Ostra…

—¿El capitán qué? Mi nombre es Jack —se desesperó—, no sé qué hago acá, no sé qué está pasando, no sé nada. ¡Quiero irme a mi casa!

—Cálmate, Jack, cálmate. Piensa en esto: yo estoy encerrado en esta burbuja más de ochocientos años, si la memoria no me falla —Jack abrió los ojos espantado, ochocientos años era mucho más que la edad de la Mamanaty. Tomó asiento en la arena para escuchar a Albur— y no he podido salir de aquí; tú estuviste encerrado en la burbuja, ¿cuánto tiempo? Veinticuatro horas con suerte, y mírate: ahora eres libre. ¿No hay acaso un motivo para ello? ¿No te das cuenta de que por algo no sigues atrapado como yo?

Jack se quedó pensando en silencio. Albur tenía razón, pero ¿cómo fue que salió de la burbuja? Entonces recordó que, en medio de la tormenta, cuando estaba completamente aterrado, escuchó un chillido agudo, y luego una sombra pasó por encima de él, arrastrando una larga cola de fuego. El miedo le hizo cerrar los ojos, pero luego percibió el brillo de aquella cola incendiada a través de sus párpados y, al abrirlos, vio a un ave roja que, con ayuda de sus alas, lo atraía hacia la espesura del bosque. Cuando

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estuvo en tierra y arreciaba más la tormenta, el ave sacudió su cola contra la burbuja y esta explotó.

—Fue el ave… —dijo Jack—. Así fue como salí de la burbuja.

—¿Cuál ave? —Albur recordó las preguntas de Jack la noche anterior, entonces reparó en el libro que yacía sobre la arena y lo señaló con el dedo—. Ese libro que trajiste es el Libro de los Reyes, mi madre tenía uno de esos y siempre lo leía, algunas veces nos contaba las historias que había ahí. ¿De dónde lo sacaste?

Jack levantó el libro y lo sacudió para quitarle la arena. Era la primera vez que reparaba en la portada y en el peso del mismo. En la cubierta de cuero, con letras color vino, se leía Libro de los Reyes. No recordaba haber visto a su madre leyéndolo, pero que estuviera sobre su velador significaba que lo hacía con regularidad. ¿Quién tiene en su velador un libro de adorno? Él tenía sus cómics de Spiderman y los revisaba siempre, su madre debía hacer lo mismo entonces.

—No lo sé. Lo tomé para defenderme. Es un libro grueso, pero nunca lo he leído. ¿Dices que tu mamá también lo leía? Debe ser muy antiguo.

—Si ya era antiguo cuando lo leía mi madre, en estos momentos lo debe ser más. Hace mucho que no lo veía, capitán Ostra.

—¿Por qué me llamas así?

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—Porque eres el elegido, porque has podido escapar de la burbuja, porque tu mundo está lejos de esta tierra que ambos desconocemos y porque tienes una ostra en ese collar que llevas en el cuello.

Jack se llevó instantáneamente una mano al pecho. No usaba collares nunca, los detestaba, pero ahí estaba: una delgada tira de cuero trenzado sujetaba una pequeña ostra engarzada en cerámica. Soltó el libro y se puso a revisarla, haló fuertemente de la tira de cuero, pero fue en vano: estaba elaborada en una sola pieza, no había nudos ni broches ni nada, era como si hubiera nacido con ese collar y este hubiera crecido con él. Miró a Albur directamente a los ojos.

—¿Sabes algo de esto?

Albur iba a responder, pero entonces, Jack abrió la ostra y un chillido proveniente de los árboles los asustó. Ambos voltearon a ver qué ocurría, sin embargo, solo alcanzaron a oír un segundo chillido. Jack frotó la ostra para limpiarla y entonces sintió un ligero aumento en su peso. Cuando la miró, observó que de adentro empezaba a brotar como una pequeña gota de cera que se hacía cada vez más y más grande, una hermosa y brillante perla. Un tercer chillido y un aleteo fuerte sacudieron las copas de los árboles, y entonces una sombra cruzó el cielo. Ambos levantaron sus miradas y vieron una gran ave que arrastraba una larga cola de fuego; luego descendió hasta posarse cerca de Jack, quien retrocedió asustado: nunca había visto algo así.

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—Es un fénix… —dijo Albur— jamás en mi vida había visto uno… mi madre nos contó algunas historias sobre esta ave, es fantástica. En el Libro de los Reyes hay una parte donde se refiere a la literatura midrásica. Hay ahí una historia fascinante sobre el origen del hombre y del tiempo. En alguna parte, cuenta que había un dios que todo lo veía, y harto de la maldad de los propios seres que él había creado ordenó a todos los cielos que lloviera durante cuarenta días y cuarenta noches, sin cesar, en todo el mundo. Los mares aumentaron de nivel y los ríos se desbordaron. «¡Señor!», le gritó un hombre desesperado, «No puedes acabar con toda tu creación por culpa de unos cuantos»; entonces, ese dios le encargó que construyera un arca y en esa arca embarcara una pareja de cada una de las especies que habitaban la Tierra. Cuando ya el mundo se había inundado por completo y solo quedaban agua y cielo a la vista cubriendo a los hombres, un ave sin pareja llegó a posarse, completamente agotada por su vuelo, en la parte que correspondía al granero del arca. Era un ave fénix, pero no comía nada. Un día, aquel hombre que conducía el arca sin rumbo, encontró al ave acurrucada en un rincón en medio de decenas de animales que cada cierto tiempo gritaban exigiendo comida, mas no aquella ave. Entonces, el hombre le preguntó: «¿Por qué, a diferencia de todos, tú no nos has pedido comida?», y el fénix le respondió: «Señor, tu familia está bastante ocupada, tengo un techo donde protegerme de la lluvia que todo lo cubre y un espacio caliente donde poder dormir, no quiero causarte molestias». Entonces aquel hombre la bendijo diciendo «¡Quiera Dios que no mueras nunca!», y su dios, siempre atento a sus

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plegarias, lo escuchó. Desde entonces, el fénix no puede morir. Jamás. Pensé que era solo un cuento para niños…

Jack no salía de su asombro. El ave dio un par de tímidos pasos hacia él y este retrocedió lentamente. El ave dio unos pasos más y con el pico señaló la ostra que Jack llevaba en el cuello.

—Viene por la perla, capitán Ostra, dale la perla.

Jack extrajo con mucho cuidado la perla de la ostra y la acercó lentamente hacia el pico del ave, que la tomó delicadamente y la engulló para luego retroceder y girar sobre sí. De pronto se quedó quieta, chilló fuertemente y una ola de calor repentino los envolvió. Al agitar la cola como si fuera un látigo de fuego, golpeó la burbuja donde estaba encerrado Albur y esta explotó dejándolo caer sobre la arena. El ave entonces retrocedió con el fuego extinguiéndose poco a poco entre sus plumas. Al sentir el primer contacto con el aire externo de la burbuja, Albur cerró los ojos; al abrigar los primeros rayos de sol entibiando su piel luego de centurias, sintió que una fuerza gigantesca se reunía en su vientre, como un grito contenido que por fin encuentra un lugar por dónde liberarse; cuando la arena se deslizó entre sus dedos y el sonido nítido del mar y el graznido de las aves llenaron sus oídos, Albur miró en todas las direcciones, respiró profundamente el aire que venía de la playa, llenó después de siglos sus pulmones y estalló en llanto.

El ave se alejó algunos metros sin dejar de mirar a Jack, le hizo una reverencia, levantó vuelo y se perdió en el cielo

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agitando su larga cola de fuego. Jack estaba asombrado. Cayó de rodillas sobre la arena y se acercó, poco a poco, a donde estaba Albur, quien lo abrazó muy fuerte y, mirándolo a los ojos, le dijo: «Gracias, gracias, capitán Ostra… muchas gracias… gracias, gracias…», casi sin voz.

Y luego siguió llorando abrazado a Jack por un largo, largo rato.

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V

—¿Y ahora qué? —preguntó Jack—. Necesitamos salir de aquí, movernos hacia alguna parte, buscar a alguien que nos ayude.

¿En dónde estaban? ¿Un lugar cerca de alguna costa desconocida? En la orilla, Albur había pasado varias horas tratando de sentir cualquier tipo de textura o sonido que llegaba a su piel después de tantos años encerrado. Tenía las mejillas encendidas. Jack sabía que, a pesar de esa imagen de niño de doce años, Albur tenía más de ochocientos, y sabía miles de cosas que él no sabría nunca jamás. La pregunta de Jack no era solo para lograr que Albur saliera de ese estado de emoción extrema (quién no se emocionaría de salir luego de ochocientos y tantos años más encerrado y de volar alrededor el mundo), era también una señal de alerta para no perder más tiempo y moverse de donde estaban. El día se mueve conforme el sol avanza, eso lo sabía Jack desde que entró al jardín de infantes, pero el sol no avanzaba desde hacía mucho rato. Lo sabía por la posición de la sombra que proyectaba una rama que había clavado en la arena. Recordaba además la tormenta de la noche anterior. No quería volver a pasar por una experiencia semejante. En realidad, no quería volver a pasar por nada igual nunca más. Sin embargo, todo era muy raro en aquel lugar. ¿Serían los únicos en ese paisaje?

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—No lo somos —respondió Albur levantando la mirada y señalando al cerro con forma de baúl, desde donde se elevaba una columna de humo—. Hay más gente aquí, o bestias inteligentes o algo que sabe cómo hacer fuego. Los rayos no caen sobre los árboles en un cielo despejado. Tenemos que ir hacia allá.

—¿Qué será? —preguntó nuevamente Jack—. Tengo hambre.

—Todo tiene un por qué, capitán Ostra. Y todo lo que uno quiere saber casi siempre está en los libros —dijo Albur con el Libro de los Reyes sobre las piernas.

Jack miró el libro y luego volvió la vista al cielo. ¿Por qué mamá y papá tendrían ese libro sobre la mesa de noche? Estiró las manos y señaló al libro.

—Entonces busquemos la respuesta en el libro.

Albur le alcanzó el tomo y lo abrieron. Contrario a lo que creían que iban a encontrar (muchas historias, miles de palabras que explicaran todo), el libro estaba vacío. A duras penas lograron reconocer en el grabado, tras la portada, un mapa borroso, una ilustración decorativa trazada con uno de esos colores con escarcha dorada de hacía muchísimo tiempo. Pero se leían algunos pocos nombres —en letras que el tiempo y la lluvia habían casi arruinado— que señalaban los lugares por donde alguna vez alguien pasó y dejó de memoria las instrucciones para no perderse.

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—Hace muchos años que no leo nada, capitán Ostra —dijo Albur—. Me cuesta mucho recordar el significado de estos símbolos, creo que necesitaremos algo de tiempo para recordar lo que dice la imagen —suspiró.

Jack cerró el libro de golpe y le clavó la mirada. Quiso decirle algo (¡tienes más de ochocientos años y no te acuerdas!), pero entendió su frustración y guardó silencio, total, tal vez Albur estaba también —sin decirlo— tan asustado como él.

—Acompáñame a buscar algo para comer —dijo Albur.

El sol estaba sobre sus cabezas (era entonces el mediodía) y vieron un espacio en el mar, cerca de unas rocas, donde se podía pescar. Albur fabricó dos lanzas con varas de madera y puntas de piedra que labró golpeándolas lentamente con una roca redonda y bien pulida por el agua y el tiempo. Con ayuda de las tiras de corteza que algunos árboles ofrecían, ataron las puntas de piedra a las lanzas improvisadas. Jack imitaba los movimientos de Albur con torpeza, pero entendió rápidamente cómo era la mecánica de hacer estallar en lascas los cantos rodados que se convertían en filosas puntas. Aquella tarde, alrededor de una fogata y con el cielo despejado que ya empezaba a tornarse naranja y lila a una velocidad inusual, Jack y Albur comieron el pescado tostado como si no se hubieran alimentado por años. De Albur era de esperarse esto, pero de Jack no. Sin embargo, algo empezaba a hermanarlos, y no era precisamente la situación en la que se encontraban en ese momento. Había otra cosa más. Algo en la voz de Albur que le brindaba a Jack la seguridad que necesitaba

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para no sentir tanto miedo. Con Albur sucedía lo mismo, como si conociera a Jack desde siempre. O tal vez había esperado tanto la aparición del capitán Ostra que era como si ya lo conociera de toda la vida.

Y ahí estaban, conversando de Daniela, de sus lecturas escolares, de la Mamanaty, de cómo era estar en un colegio, de Andrea y su cabello bonito, de los paseos en bicicleta por el parque con sus amigos, de cómo siempre había mirado por las cerraduras de las puertas, de la tarde en que apareció ese ser con patas de cabra y el sonido de sus pisadas metálicas… Luego Jack escuchaba cómo había explotado el volcán Krakatoa, de la desesperación que sintió Albur cuando vio que su ciudad era tragada por el mar, de sus primeras vueltas por el mundo, de las formas de cazar de los aborígenes australianos, de cómo los esquimales se abrigan cuando caen al helado océano, de las variadas maneras en que se puede comer la carne de búfalo, de las culturas que poblaron Mesoamérica y de cómo alcanzaron a negociar —a punta de viajes en canoa— con los incas de los Andes. Jack escuchaba todo sorprendido, realmente Albur había pasado mucho tiempo encerrado.

—¿Y tus padres? —preguntó Albur.

Jack guardó silencio.

—Mis padres murieron en un accidente de tránsito cuando yo era muy niño. Mi Mamanaty siempre nos cuenta de ellos, cómo se conocieron, cómo escogieron nuestros nombres, los

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lugares a donde íbamos a pasear… Recuerdo poco del accidente. Tenemos prohibido, además, entrar a su habitación. Mi abuela conservó sus cosas, todas, por eso cuando entré a esconderme encontré el libro este. Los extraño mucho... —dijo Jack mirando de pronto al mar inmenso— a veces Dany me pregunta por ellos y no sé qué decirle. Sabe que ya no están más con nosotros, pero es una niña pequeña. ¿Cómo puedes explicarle eso a una niña cuando tú no terminas de entender nada? No es tan fácil, ¿no? Los niños deberían crecer siempre con sus papás — y arrojó una piedra pequeña al vacío.

—Supongo que sí —respondió Albur—. Yo no recuerdo a mi padre, pero sí a mamá. Hace tanto tiempo de eso que me ha resultado difícil no olvidar su rostro ni el tono de su voz. Recuerdo que nos leía algunos pasajes del Libro de los Reyes en fechas especiales; no me preguntes cuáles porque no recuerdo ya. Pero sí tengo presente esas imágenes de ella leyendo y yo escuchándola. No, no ha sido fácil, capitán Ostra, para ningún niño lo es.

Quedaron en silencio un buen rato. Algunas veces el silencio dice muchas cosas. Albur se puso de pie y fue a buscar algunas hojas gigantes que trajo cerca de donde comían.

—Vamos, capitán Ostra, vámonos de acá. Algo me dice que lo que buscamos está en ese cerro con forma extraña.

Jack asintió mirando hacia otro lado. Había derramado algunas lágrimas, pero Albur no dijo nada. Nadie sabe cómo

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pueden lastimar algunos recuerdos que vienen de tiempos lejanos. Separaron el pescado tostado que quedó en unas bolsas que fabricaron, improvisadamente, atando las hojas gigantes como mochilas a sus espaldas, y tomaron la decisión de internarse en el bosque para explorar. La tarde no terminaba de caer y el calor había disminuido, así que sería más sencillo poder caminar entre la maleza. Llevaba cada uno una lanza, y Jack le entregó a Albur el Libro de los Reyes para que lo guardara. «Serás el guardián del libro», le dijo. Albur agradeció el encargo y empezaron a internarse en el bosque, que empezaba a poblarse de sonidos desconocidos. Los habitantes de aquel lugar comenzaron a despertar.

Mientras avanzaban entre la maleza, Jack pensó en que tal vez no era buena idea ir hacia el cerro con forma de baúl. Los cerros terminan en puntas escarpadas, al menos así los había visto siempre en las fotografías de sus libros y en las historias que había leído en la biblioteca del colegio. Incluso en los cómics de Star Wars que leía Daniela los cerros terminaban en punta, ¿cómo se había formado entonces un cerro así de raro? Albur iba adelante observando todo. Ahora que podía caminar disfrutaba mucho del contacto con el suelo, del sonido que sus pisadas provocaban a cada paso, del olor de las hojas y de la tierra que aún estaba húmeda por la gran tormenta de la noche anterior. Entonces llegaron hasta un lugar donde el follaje escampaba y se presentaba ante ellos un inmenso y oscuro abismo. No había un puente por dónde cruzarlo y no se veía tampoco camino alguno por dónde avanzar, solo la pared escarpada hacia abajo,

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donde la oscuridad se apoderaba de todo y donde además debía estar todo congelado (Albur le había contado a Jack que en la oscuridad es donde más frío existe, y la mirada de Jack se perdía en lo profundo mientras buscaba un piso que jamás llegó a ver).

La selva tiene sus propios sonidos, su propia vida. Los insectos se adueñan del silencio cuando empieza a caer la noche, y, en este lugar —ahora Jack lo supo con certeza—, las horas duraban mucho más de lo normal. Estaban ensimismados en sus pensamientos cuando Albur pisó una rama gruesa y la partió en dos. El sonido que produjo provocó que un árbol se hiciera hacia atrás como si le hubieran infligido un corte profundo. Entonces el árbol soltó un sonido, como el de una caracola soplada con furia, sus ramas se agitaron y de ellas cayeron murciélagos gigantes que, desesperados, empezaban a aletear para poder volver a las ramas altas a seguir durmiendo, pero entonces vieron a Albur y a Jack, allá abajo, como un suculento bocado que podían aprovechar, así que extendieron sus alas y bajaron en picada para devorarlos.

Primero fue una confusión de sonidos y batido de alas, pero cuando vieron los hocicos de dientes puntiagudos abrirse muy cerca de sus caras, Albur y Jack reaccionaron y utilizaron sus lanzas para defenderse del ataque. Albur logró atravesar a una de aquellas bestias para usarla luego como escudo contra el ataque de las demás, que arremetían una tras otra, sin descanso, intentando comerlos. Jack se había ocultado detrás de uno de los árboles y desde ahí lanzaba pesadas piedras con mucha puntería

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hacia las alas de los murciélagos que, heridos, desviaban su vuelo. Entonces se le ocurrió una idea.

—¡Ven para acá, Albur! ¡Subamos a uno de esos murciélagos!

—¡Estás loco! —gritó Albur mientras agitaba su lanza al aire espantando a los murciélagos—. ¡Cómo vamos a subirnos encima de una de estas bestias!

—¡Solo ven, ven de una vez!

Albur corrió aprovechando un espacio libre y llegó hasta el árbol. Ambos subieron hasta una de sus ramas altas y esperaron el momento en que uno de aquellos gigantes murciélagos pasara por debajo de ellos. Entonces Jack tomó del brazo a Albur y, jalándolo al vacío, saltaron juntos y cayeron sobre el grueso cuello peludo del murciélago, que intentó sacárselos de encima agitándose, pero Jack ya lo había tomado de las puntas de las orejas. Los murciélagos son animales casi ciegos, por lo que vuelan emitiendo una onda que rebota en las superficies y regresa a ellos, de este modo, elaboran en su cerebro un mapa que les indica dónde están. Algo así como ocurre con los radares. Una maravilla. Y Jack sabía esto porque lo había visto en algún documental de la National Geographic. Albur se había abrazado a su cintura y sostenía además fuertemente las lanzas bajo su axila. Cuando sintió que el vuelo se estabilizaba, abrió los ojos.

—¿Qué estás haciendo, capitán Ostra?

—Estamos cruzando el abismo —dijo Jack.

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El viaje no era muy largo, pero la profundidad del abismo parecía infinita. Jack miró hacia abajo y alcanzó a percibir que algo muy grande empezaba a moverse al compás de un ruido que se hacía cada vez más intenso, algo que se asomaba con cierta velocidad a la superficie, dibujando apenas matices de gris mientras ellos se acercaban a la mitad del viaje. Albur bajó también la mirada y entonces le gritó:

—¡Has que vuele más rápido, más rápido!

Jack escuchó el estruendo que nacía allá abajo y no quiso mirar; entonces, como si fuera un caballo, empezó a golpear con los talones el vientre del murciélago. Este agitó más sus extensas alas, y empezaron a dejar atrás la cosa aquella que estaba ya cerca de la superficie. El murciélago estaba ya al otro lado del abismo y, apenas vieron que los árboles se volvían cada vez más frondosos, decidieron saltar y asirse de algunas ramas. Cuando ya estaban seguros, levantaron las miradas, completamente agitados por el susto y el viaje, y vieron que el murciélago giraba para regresar con los suyos.

—Bajemos despacio, capitán Ostra. En unos minutos anochecerá.

—Entonces mejor nos quedamos acá arriba —dijo Jack—. No sabemos qué cosa puede haber allá abajo. Bajaremos al amanecer.

—Sí —respondió Albur, aún con el rostro asustado—, esa es una mejor idea. Quedémonos acá.

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Se pusieron cómodos en la gruesa rama donde estaban ahora sentados y observaron en el paisaje cómo se oscurecía el cielo. Parecía que esa noche no habría tormenta. Sacaron de sus mochilas los trozos de pescado tostado y cenaron.

—¿Crees que estamos haciendo bien, Albur? ¿Estamos yendo en la dirección correcta?

Por toda respuesta, Albur le hizo una seña de que guardara silencio. Entonces Jack calló y se concentró en el sonido de la selva. Las aves empezaban a silbar desde todas partes, llenando la noche de música como si fuera una reunión a la que todos asistieran apurados a conversar. Hallaba diferentes tipos de silbidos, que iban desde los melódicos hasta los desafinados. En fin, le hubiera tomado toda la noche a Jack clasificar lo que en ese momento oía, pero reparó en que Albur estaba silbándole también a un ave sumamente extraña, parecida a un tucán, pero con un pico doble, uno pequeño sobre uno largo y de varios colores; sus plumas eran negras y tenía las patas fuertes con grandes garras. El ave lo miraba de un lado un momento, y del otro lado después.

—Mira la ostra en tu cuello —dijo Albur.

Jack bajó la mirada y llevó sus manos a la pequeña ostra que llevaba colgada en su cuello. De su interior brotaba un brillo apenas perceptible. Entonces la abrió y, en su interior, vio tres pequeños círculos. Dos de ellos despedían ese brillo. El tercer círculo estaba completamente apagado.

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—Usaste una perla para el fénix, capitán Ostra —dijo Albur luego de observar cuidadosamente—, eso significa que te quedan dos más, pero ¿cómo sabrás en qué momento usarla?

—Como cuando apareció el ave, Albur —dijo Jack—, creo que la misma ostra nos señalará la ocasión. Ahora descansemos. Tengo la impresión de que estamos acercándonos a algo importante. Tal vez sea el final de este viaje.

Albur calló entonces. Algo había cambiado de pronto en Jack, pero mañana sería otro día y lo mejor era descansar, recuperar fuerzas. Acomodados en hojas gigantes y bien pegados al tronco de aquel inmenso árbol, vieron la noche clara y la luna en lo alto.

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VI

El sonido de una caracola los despertó de pronto. El sol ya calentaba el ambiente y la selva se llenaba de un rumor tenue pero inquietante. Albur compartió con Jack los últimos pedazos de pescado tostado que quedaban y ambos bajaron del árbol, orientándose primero desde arriba para no perderse en la selva.

—No nos perderemos, capitán Ostra, solo debemos seguir la ruta contraria al sol. Eso es lo que debemos hacer, sí, señor.

Jack no dijo nada, pero igual miró la dirección en la que se encontraba el cerro con forma de baúl. Estaban cerca. Al parecer el abismo había sido más grande de lo que habían pensado. Cuando pisaron tierra y comenzaron a avanzar, su camino se empezó a llenar de silbidos, ¿o sería en toda la selva? Imposible saberlo. Albur se hizo el desentendido y siguió caminando, pero cada cierto tramo miraba con insistencia la copa de los árboles. Pasaron algunas horas cruzando el bosque, sorteando serpientes de dos cabezas e insectos de los colores más repulsivos que Jack había visto jamás, cuando la agitación de unas ramas les confirmó que algo venía siguiéndolos desde que salieron.

Albur se detuvo y empezó a silbar, luego guardó silencio esperando una respuesta. Jack se reía en silencio, era divertido ver en esa situación a Albur, aunque este insistía en repetir la operación. Algunos minutos después, Jack vio que el ave negra

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de la noche se posaba en una rama cerca a ellos y silbaba igual que Albur.

—¿Escuchas su silbido? —preguntó Albur—. Puedo entender lo que dice. Puedo silbar como ellas. Entonces se puso a silbar. El ave lo imitó y siguieron avanzando. El tono de los silbidos variaba, pero Albur silbaba de una manera y el ave de otra. Cuando llegaron a lo que parecía el límite del bosque, el ave desapareció. Jack se quedó pensando en la extraña ave negra y recordó al fénix, ¿qué tipo de aves o animales podrían existir en una selva donde había visto ya un ave que se cubría de fuego y no se quemaba?

—¿Y qué dicen las aves, según tú?

Albur se adelantó de pronto y, arrimando varias ramas con su lanza, descubrió que aquella frontera donde terminaba el bosque era en realidad el inicio de un gigantesco lago de burbujeantes aguas negras. Hacia el otro lado y a lo lejos se veía con más claridad el cerro con forma de baúl, de cuya cima plana se elevaban ahora cinco columnas de humo y aparecían las primeras hogueras como pequeñas ventanas de fuego sobre uno de los lados escarpados. Jack se detuvo cuando vio el lago y percibió el olor pútrido de sus aguas.

Ambos se miraron. ¿Cómo llegar al otro lado de aquel lago si ni siquiera sabían en qué lugar estaban? Jack miró a Albur y se quedó pensando… ¿Qué le habrían dicho las aves con sus silbidos? Albur respondió:

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—Dicen que el camino está en el libro.

—Eso no es posible, el libro está en blanco —dijo Jack mientras sacaba el libro de la mochila y lo abría, pero entonces ambos vieron que el mapa de la contra tapa empezó a extenderse página tras página, señalando todos los lugares por donde habían pasado ya. Albur le quitó el libro de las manos y lo colocó en el suelo. Se pusieron de cuclillas y vieron ilustraciones pequeñas de murciélagos gigantes, el abismo, la selva de la que acababan de salir y el inicio del gran lago negro.

—El libro se dibuja conforme avanzamos, capitán Ostra —dijo Albur mirando hacia el inmenso lago negro—, pero no nos dice mayor cosa, es como si lo dibujáramos con cada paso que vamos dado.

El mapa señalaba una ruta hacia el cerro en forma de baúl que apenas se distinguía en el papel, como una marca de agua que de pronto empezara a definirse conforme iban adentrándose en aquel lugar. Aun así, no había forma de atravesar el enorme lago sin algo que los transportara. Jack guardó el libro y ambos fueron a la orilla. Entonces Jack sintió que el peso de la ostra que llevaba en el cuello aumentaba ligeramente. Cuando la abrió, una pequeña perla se desprendía de su interior mientras una barca guiada por un esqueleto cubierto con un traje de monje emergía de las negras aguas. Ambos se quedaron mudos por un momento, el tiempo necesario para que la barca, cuya madera parecía deshacerse con cada impulso del remo del esqueleto

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aquel, se acercara lo suficiente a la orilla para que ellos puedan subir.

—Subamos, capitán Ostra —el esqueleto extendió su huesuda mano y señaló la perla—, tienes que darle la perla como un pago al barquero. Es la única forma en que podemos llegar al otro lado.

—Solo nos quedará una entonces —dijo Jack—. ¿Qué pasa si algo nos ocurre al otro lado? ¿Qué pasa si necesitamos alguna ayuda y no tenemos más que una perla para decidir?

—Las cosas sucederán de todos modos, capitán Ostra, créeme. Recuerda que estás aquí por alguna razón. Ambos lo estamos. Págale al barquero.

Jack tomó la pequeña perla y, con cierto temor, se la entregó al barquero. Cuando quiso dar el primer paso para ingresar en la laguna y alcanzar la barca, una fuerza invisible lo detuvo. Miró al barquero y este, de entre sus raídas ropas, sacó un pequeño animal que lanzó al agua. Durante unos segundos las aguas negras burbujearon mientras el animal chillaba, hasta que se hundió para emerger luego convertido en un esqueleto del mismo animal, el cual salió corriendo para colocarse delante de Jack y Albur, quienes lo montaron inmediatamente. Fue así que llegaron hasta uno de los lados del bote y lo abordaron.

El barquero emprendió el viaje remando en dirección contraria a donde había venido. Cada cierto tiempo miraba a Albur y movía negativamente la cabeza. Jack no se percató de ello, estaba muy preocupado mirando la inmensidad de aquellas

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aguas negras donde, cada cierto rato y no muy lejos de donde estaban, unos seres como delfines deformes saltaban rumbo a algún lugar. La barca alcanzó una velocidad considerable con cada remada que daba el barquero, pero en su interior el tiempo parecía transcurrir lentamente. En un momento dado, Albur, cansado del gesto negativo del barquero, le gritó: «¡Por qué me miras de esa manera! ¡Qué me quieres decir!». Jack volteó a ver qué pasaba y entonces el tiempo pareció detenerse. Un susurro, como un poco de vapor, emergió del oscuro hueco que el barquero tenía por boca, y entonces oyeron: «…una perla… un destino… una perla… un adiós…». Jack sintió un miedo profundo, quiso preguntarle qué quería decir, pero el esqueleto del barquero se disolvió dentro de su traje y cayó al piso de la barca justo cuando un golpe les avisó que ya estaban en la otra orilla.

Cuando descendieron de la barca abrieron el libro y pudieron ver que el mapa se extendió un poco más. En una de las ilustraciones se veía una nube negra como una mancha que cubría apenas un círculo negro casi al final del camino. Ya se acababa la página donde se extendía esa porción del mapa y, aunque algo los inquietó entonces luego de ver el libro, prefirieron quedarse callados para no asustarse más.

—Creo que estás pensando lo mismo que yo —dijo Jack.

—Así parece, capitán Ostra —dijo Albur levantando la mirada—, el camino está dentro de aquella cueva.

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VII

El atardecer caía cuando decidieron entrar en la cueva. A pesar de la oscuridad total, se podían ver algunos brillos repentinos en el ambiente. ¿Serían luciérnagas? Hasta ahora todo lo que Jack vio en aquel lugar no se parecía en nada a lo que había visto en su mundo real. Albur iba adelante buscando algo con qué atrapar aquellas luces para poder iluminar el camino, hasta que encontró dos conchas grandes de algo parecido a un caracol. Arrancó unas hojas de las plantas que crecían al pie de las rocas, las frotó fuertemente y logró que su pusieran pegajosas. Rellenó entonces las conchas y luego empezó a saltar por entre las rocas para atrapar aquellas luces que se fueron adhiriendo a la masa pegajosa. Con aquellas improvisadas linternas se fueron internando en la cueva, hasta que quedó atrás la entrada, aquel halo de luz que los separaba del camino que debían recorrer.

—¿Cuánto tiempo tendremos que caminar, Albur?

—No lo sé, pero debemos tener mucho cuidado. Todo este lugar es muy extraño, nunca he visto un lugar igual.

—¿Tienes miedo? —por primera vez Jack le preguntaba esto a Albur, y claro que él tenía miedo, pero ¿cómo no sentir miedo al estar en una cueva oscura, lejos, muy lejos de casa, rodeado de seres cada vez más extraños y sin saber a dónde exactamente iban a llegar?

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—No, no tengo miedo. Solo hay que tener cuidado, capitán Ostra, si avanzamos con cuidado, todo estará bien.

El camino era sinuoso y de las paredes de roca viva caían, cada cierto tramo, breves líneas de agua que bebían y usaban para mojarse el rostro. Hacía mucho calor ahí dentro. Caminaron durante muchas horas, sin detenerse, hasta que sintieron los primeros efectos del cansancio en las piernas. Y entonces los invadió la desesperación.

—¿Y si esta cueva no tiene final, Albur? ¿Y si no podemos encontrar el camino de regreso?

—Cómo no vamos a poder encontrar el camino de regreso, capitán Ostra, si quisiéramos volver solo tendríamos que regresar sobre nuestros pa…

Albur se quedó helado. Al hablar con Jack volteó hacia él, levantó la concha para iluminar el rostro de aquel niño de doce años que estaba aterrado por la oscuridad y vio con terror que detrás de ellos no había camino alguno. A cada paso con el que iban avanzando, la cueva avanzaba con ellos también, cerrándose. No existía un camino detrás de ellos, solo un camino por recorrer. Albur vio en el rostro de Jack, el inicio de un ataque de pánico.

—No he recorrido todo el mundo tantas veces para desaparecer en una cueva oscura, capitán Ostra.

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—¿Para qué lo has recorrido entonces, Albur? ¿Por qué has estado tanto tiempo dentro de esa burbuja?

Albur se quedó un momento en silencio.

—Para estar con usted, mi capitán. Para acompañarlo en esta aventura. Esa es mi misión. No importa el tiempo que estuve en aquella maldita burbuja; fue el tiempo necesario para esperar a que usted apareciera. Ahora lo entiendo todo, y créame que vale la pena.

—¿Pero de qué misión hablas, Albur?

—La mía es la de acompañarlo en esta aventura. La suya, capitán Ostra, tendrá que descubrirla usted mismo.

Jack se quedó pensando un instante.

—Y qué pasará si no la descubro…

—Entonces, nos quedaremos aquí mucho tiempo, capitán Ostra. Avancemos, que no nos gane el cansancio, no debe faltar mucho.

No dieron ni cinco pasos cuando se tropezaron con una pared de roca. El camino se había acabado. Buscaron alrededor alumbrándose con las conchas de luces, pero no encontraron ningún camino. Estaban encerrados en una inmensa cúpula de piedra viva, sin salida alguna, sin una dirección que seguir. Cuando la desesperación empezó a invadirlos, oyeron el rumor del agua que corría por un lado de aquella oscuridad.

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Alumbraron y vieron que un hilo de agua transparente se dirigía hacia el centro de aquel lugar y formaba un pequeño charco que poco a poco aumentaba de tamaño. ¿Se ahogarían? ¿Habían viajado tanto para eso? Jack se abrazó de Albur y este retrocedió intentando calmarlo. El agua empezó a subir de nivel lentamente, cubrió primero sus pies, llegó luego a sus tobillos. Entonces, oyeron un susurro, como un vapor helado, que los acarició cerca del rostro: «…una perla… un destino… una perla… un adiós…».

—Albur, tengo miedo.

—Silencio, capitán Ostra, escucha...

—…una perla… un destino… una perla… un adiós…

—¿Qué dice? ¿De dónde sale esa voz, Albur?

—El barquero, capitán Ostra, es la voz del barquero.

—…una perla… un destino… una perla… un adiós…

—Pero no entiendo, Albur —dijo Jack, y en ese preciso instante el agua arrastró a Albur hacia el centro del charco, donde se había formado un remolino que empezó a tragárselo. Jack se desesperó y buscó algo con qué salvar a Albur. Se quitó rápidamente el pantalón y lo lanzó hacia su amigo sujetando una pierna de la prenda, pero por más que Albur se estiraba no alcanzaba a cogerla. El centro del remolino se alejaba con él cada vez que Jack intentaba alcanzarlo. Jack empezó a llorar.

—¡Cógete del pantalón, Albur! ¡Cógete! ¡No me dejes aquí!

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—¡Capitán, mire la ostra de su collar!

Jack bajó la vista y vio que un pequeño resplandor se asomaba. Abrió la ostra rápidamente y tomó la pequeña perla entre sus dedos. Un susurro, como un vapor helado, volvió a recorrer la caverna: «…una perla… un destino… una perla… un adiós…». En ese preciso instante, la perla adquirió un brillo ligeramente mayor, y una entrada empezó a abrirse en una de las paredes, al otro lado de la cual pudo ver el comedor de su casa y a la Mamanaty que, ayudada por Daniela, ponía la mesa con la torta para celebrar su cumpleaños. Miró entonces a Albur, que tenía el agua ya a la altura del pecho. «…una perla… un destino… una perla… un adiós…». Jack alejó la perla de la pared de piedra y esta se fue cerrando, pero al hacerlo, el nivel del agua empezó a descender alrededor de Albur. Volvió a acercar la perla a la roca y el portal se fue haciendo más grande, pero el agua empezó a cubrir a su amigo. Cuando alejó la perla de la roca, el portal se fue cerrando, pero el nivel del agua empezó a descender.

—Esa es tu casa, capitán Ostra… y esa es la última perla.

—No puedo hacer eso, Albur, no puedo hacerte eso, amigo…

—Recuerda que todos estamos aquí por algo, capitán Ostra. Mi misión era acompañarte toda esta parte del camino. He esperado ochocientos años para eso. He esperado más de una vida para cumplir mi misión.

—¡No! —gritó Jack—. No puedo dejar que mueras. Hallaremos otra salida. Hallaremos la forma, algo nos dirá el libro.

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—…una perla… un destino… una perla… un adiós…

Entonces, Jack miró a la abuela y a Daniela, y susurró: «Las quiero mucho» y, cerrando los ojos, arrojó la perla hacia el centro del remolino. «…una perla… un destino… una perla… un adiós…», se volvió a oír entonces, y luego una risa lejana acompañada de un tacatá tacatá por entre las rocas. Jack vio que el portal se cerraba, que el agua empezaba a disminuir de nivel alrededor de Albur y sintió el corazón caliente otra vez. Pero cada uno tiene un destino, y esto Albur lo tenía claro. Antes que la perla llegara al agua, hizo un esfuerzo enorme y de un manotazo devolvió la perla, cada vez más brillante, hacia el portal que nuevamente empezaba a abrirse.

—¡No, Albur… no…! —gritó Jack, mientras Albur, ya resignado y sonriente, se hundía para siempre en las aguas del remolino aquel—. ¡No me dejes, Albur, no me dejes! ¡No…! No… no…

No bien la perla hubo terminado de atravesar el portal, una fuerza absorbió a Jack hasta el otro lado del portal. De nuevo estaba en casa, de nuevo en la habitación de sus padres, y antes de que el portal se cerrara, alcanzó a ver una cola roja que terminaba en punta alejándose entre las rocas, mientras un susurro helado apagaba lentamente: «…una perla… un destino… una perla… un adiós…».

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VIII

Jack salió de la habitación de sus padres, corrió al baño a lavarse la cara y luego a su dormitorio a ponerse un pantalón. Su corazón de doce años no podía terminar de comprender todo aquello que le acababa de pasar, todo aquello que acababa de perder. ¿Cuál sería su misión entonces? ¿Qué había significado todo eso? Antes de regresar a la habitación de sus padres vio el reloj: solo habían pasado cinco minutos desde que su pequeña hermana bajó para ayudar con los quehaceres a la abuela. Tenía demasiado en qué pensar ahora, pero necesitaba confirmar algo.

En la habitación de sus padres encontró el Libro de los Reyes tirado en el piso. Al recogerlo lo abrió y vio que las primeras páginas tenían ya un mapa definido, una historia de todo lo que le había pasado, un recuerdo que no olvidaría jamás. Se llevó consigo el Libro de los Reyes a su habitación y lo escondió en el cajón de su ropa, justo cuando Daniela entraba para avisarle que el almuerzo ya estaba servido, que era el almuerzo de cumpleaños de la Mamanaty.

—¿Qué es esa tontería que tienes en el cuello? —le preguntó la pequeña.

—¿De qué tontería hablas? —dijo Jack llevándose las manos al cuello. Ahí estaba el collar con la pequeña ostra. Un frío recorrió su espalda—. No es nada, un collar de esos que venden en la plaza. Me gustó y me lo compré, ¿qué tal me queda?

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—Pareces un surferito de esos insufribles… sácate esa tontería y baja a comer de una vez que se enfría el almuerzo.

Jack sonrió. Sabía que no podría sacarse jamás esa ostra. Al menos no hasta que cumpliera su misión. Pero ¿cuál sería? Se acercó a la ventana y miró el cielo: unas tranquilas nubes blancas viajaban a algún lugar a través de un cielo ahora sí celeste. Se figuró el rostro de Albur mirándolo desde algún lugar, sonriente. Cerró la puerta de su habitación y bajó al comedor. Había que celebrar el cumpleaños de la Mamanaty.

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En algún lugar de la casa, un susurro como un vapor helado se dejaba oír cada vez más lejano: «…una perla… un destino… una

perla… un adiós…».

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