45
LA LITERATURA Y LA VIDA - Prolegómenos - Vargas Llosa: La literatura y la vida - Actividades de comprensión

La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

LA LITERATURA Y LA VIDA

- Prolegómenos

- Vargas Llosa: La literatura y la vida

- Actividades de comprensión

Page 2: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

LA LITERATURA Y LA VIDA

ESCRITOS SELECTOS DE MARIO VARGAS LLOSA

Page 3: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

PROLEGÓMENOS

Jorge Valenzuela Garcés Mario Vargas Llosa nació en Arequipa en 1936, ciudad en la que sólo vivió el primer año de su vida, rodeado de la familia de su madre. Un año después, la familia Llosa se traslada a Cochabamba, Bolivia, en donde el futuro Premio Nobel cursa hasta el cuarto año de educación primaria. Al parecer, esos son los mejores años de su vida. Pasa un año en Piura y, después de la reconciliación de sus padres, cuando Mario tiene ya diez años, vuelve a Lima, a estudiar en el colegio La Salle, en donde cursa hasta el segundo de secundaria. En 1950, a los catorce años, Vargas Llosa ingresa al colegio militar Leoncio Prado. Los dos años que estudia allí son traumáticos para el escritor en ciernes. Concluye sus estudios secundarios en el Colegio San Miguel, en Piura. En 1953 inicia sus estudios universitarios en la Facultad de Letras de San Marcos en donde concluye la carrera de literatura con una tesis sobre Rubén Darío. Luego viaja a Madrid a seguir sus estudios doctorales en la Universidad Complutense gracias a la beca Javier Prado. Allí permanece dos años, luego de los cuales se traslada a París, ciudad en la que se establecerá por un buen tiempo. Para entonces ya está casado con Julia Urquidi. En 1959 gana el premio Leopoldo Alas por el conjunto de cuentos Los jefes, cuya filiación al neorrealismo de la generación del cincuenta es bastante clara. Ese primer libro ya delinea los grandes temas de su novelística: la violencia, la lucha contra la dictadura y el universo juvenil. La publicación en 1963 y el éxito editorial de La ciudad y los perros, su primera novela, lo consolida, muy joven, como uno de los más talentosos representantes de la novela en nuestro continente. Junto a escritores como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes constituirá durante los años sesenta el llamado “boom” de la narrativa hispanoamericana. Como acreedor del Premio Rómulo Gallegos en 1966 por La casa verde, su prestigio se acrecienta y su obra se convierte en objeto de estudio de especialistas de todo el continente. Un año antes, se casa con su prima hermana Patricia Llosa con la que tendrá tres hijos: Álvaro, Gonzalo y Morgana. Durante los años sesenta, su apoyo al socialismo y a la causa de la Revolución Cubana lo vincula con los movimientos de extrema izquierda en el Perú. En 1971 rompe con el castrismo, a propósito del caso Padilla, pero no con las ideas colectivistas. En ese contexto, apoya las reformas del general Velasco hasta que el dictador peruano confisca, en 1974, los medios de comunicación, hecho que lo lleva a denunciar al régimen. La vida del escritor se concentra en la redacción de sus novelas y ensayos durante los años setenta. Durante esa década publica Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y escribidor, novelas que lo acercan al gran público que empieza a disfrutarlo como escritor. Con esas dos novelas alcanza tirajes de cien mil ejemplares. También se da a conocer como ensayista con el libro que le permitió alcanzar el doctorado en Filología Románica: Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, dedicado a la narrativa del gran colombiano. Hacia fines de los setenta descubre la obra de dos pensadores que serán claves en sus tomas de posición política: Isaíah Berlin y Karl Popper. A comienzos de los ochenta publica La guerra del fin del mundo, novela que lo inscribe en la gran tradición de la novela histórica latinoamericana. Son los años en los que se vincula con las posiciones de populismo belaundista y la democracia cristiana y se

Page 4: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

produce su viraje hacia el liberalismo político, posición que defiende hasta hoy. En esos años el país vive los embates de la lucha armada de Sendero Luminoso y Vargas Llosa muestra una resuelta actitud contra el terror político. A fines de los ochenta encabeza una movilización en contra de la estatización de la banca promovida por el gobierno de Alan García Pérez. Este hecho lo lanza a la arena política en la que cumple un rol protagónico asumiendo la candidatura a la presidencia de la república en 1990 como representante del Frente Democrático. Su fracaso en las elecciones, frente a Alberto Fujimori, lo devuelve, más tarde, a Europa y a la literatura a la que, desde entonces, le ha entregado sus mejores esfuerzos. El virtuosismo formal que exhibe en sus novelas le ha permitido modernizar el género novelístico entre nosotros. El dominio de las técnicas narrativas en cada uno de sus libros nos lo muestra como un escritor cuya capacidad de innovación se corresponde con la exploración en universos en los que se debaten cuestiones capitales como la libertad, la dignidad y el respeto por los seres humanos. Para terminar, nos referiremos al lugar que ocupa Vargas Llosa dentro de nuestro panorama literario como escritor. Con respecto a este punto anotemos, como Mirko Lauer, que Vargas Llosa es uno de los primeros escritores que comprende que la burguesía peruana quiere leer sobre sí misma de una manera orgánica y que ese propósito lo guía a lo largo de su vida como novelista. Es, en buena cuenta, el primer gran escritor plenamente burgués de la literatura peruana cuya obra construye, a su vez, un público lector de formación universitaria e interesado en la literatura como un instrumento orientado al cambio social. Entendamos, también, como sostiene la crítica, que su éxito como escritor, en el contexto de los años sesenta, se debió a su pertenencia a ese grupo de intelectuales de izquierda (amparados ideológicamente por la Revolución Cubana) que operaron dentro de los esquemas del anticapitalismo romántico de Marcuse, Sartre y de los movimientos contestatarios de las universidades, y que ese esquema ideológico le permitió lanzar una novelística caracterizada por la lucha contra las dictaduras o, más genéricamente, contra la arbitrariedad del poder. Por ello, entre otras cosas, le fue otorgado el Nobel, por construir una cartografía del poder.

* Podemos establecer tres etapas diferenciadas en la narrativa de ficción de Vargas Llosa. La primera incluye a libros como Los jefes, La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros y Conversación en La Catedral. Esta etapa está marcada por la influencia del pensamiento existencialista y por la filiación socialista del autor. El violento rechazo contra el sistema educativo gobernado por la religión o por la institución militar se visibiliza en argumentos en los que se expone la falsa heroicidad y la perversión a la que son expuestos los jóvenes en su proceso formativo. No olvidemos la denuncia a las dictaduras y, por ende, al poder que deforma y distorsiona la realidad. Antonio Cornejo Polar sostiene que esta etapa obedece claramente a una gran devoción por el ejercicio de la literatura que es concebida como una forma privilegiada de conocimiento de la realidad y como expresión de la conciencia social sobre el mundo, aunque guardando una celosa autonomía estética. También destaca que en Vargas Llosa se manifiesta una intención globalizante en la construcción de la novela, cuya plasmación más alta sería precisamente la novela total. La segunda etapa, que incluye obras como Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor, supone un cambio en el registro narrativo del autor cuyos intereses, durante los años setenta, se orientan a establecer un diálogo con las estructuras y efectos estéticos de los productos de la cultura de masas (el radioteatro, la autobiografía, la novela sentimental). A diferencia de quienes piensan que esta etapa supone un retroceso

Page 5: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

o una involución en su obra, debemos ver en ella un momento en que Vargas Llosa asume la tarea de enfrentarse a la elocuencia de los sistemas de comunicación de los medios masivos que ya habían impregnado a grandes poblaciones urbanas. Es un momento en el que su inventiva dialoga con el humor y la sátira para entregarnos una cáustica mirada a los militares y a la propia biografía. Una tercera etapa estaría marcada por una vuelta a la novelística de preocupación social con una obra como La guerra del fin del mundo (1981) y con textos como Historia de Mayta (1984) o Lituma en los andes (1993), cuya acercamiento a la violencia política, vincula a nuestro autor con la problemática más álgida de los años ochenta en el Perú. Los años 90 vuelven a marcar su obra con una temática que atiende a cuestiones fundamentales como la libertad y la dignidad humanas. Un texto como La fiesta del chivo (2000) se ocupa de analizar la dictadura del general Trujillo en República Dominicana; El paraíso a la vuelta de la esquina (2004) se acerca a la historia vital e intelectual de un pintor como Paul Gaugin o El sueño del celta (2010), que se ocupa de la vida del diplomático irlandés Roger Casement, quien denuncia los abusos de la monarquía belga en el Congo y los maltratos en la amazonía peruana sufridos por los extractores del caucho. Otra veta, menos importante que las anteriores, es la constituida por una novelística que circunda lo policial y lo erótico o que privilegia el divertimento o la investigación antropológica. Mencionemos en esta sección a novelas como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987), Elogio de la madrastra (1988), Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y Travesuras de la niña mala (2006).

* Vargas Llosa es, además de novelista y dramaturgo, un agudo crítico literario y ensayista. Veamos a continuación su aporte en este campo, que él considera un complemento esencial a su tarea de escritor de ficción. Su labor se inicia con un ensayo titulado Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), libro que, en realidad, es su tesis de doctorado presentada a la Universidad Complutense de Madrid. Este libro analiza la obra del colombiano desde sus primeros cuentos hasta Cien años de soledad. Le interesa a Vargas Llosa acercarse a los motivos subyacentes a la creación de una obra tan compleja y total como la de García Márquez y analizar las influencias recibidas por el autor. Historia secreta de una novela (1971) es un testimonio en el que trata reconstruir el proceso del que nació La casa verde, novela que escribió entre 1962 y 1965. Buscará, entonces, contar “los hechos que fueron las raíces de la novela y el curioso modo en que estas experiencias ocurridas en distintos periodos y circunstancias convergieron, se mezclaron, se transformaron mutuamente y, en cierta manera, se emanciparon de mí en una historia verbal”. En El combate imaginario. Las cartas de batalla de Joanot Martorell (1971), Vargas Llosa postula la tesis del “elemento añadido” que contiene toda novela y que es una muestra de la rebeldía radical de todo escritor frente a su tiempo. La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (1975) es un homenaje a la obra del escritor francés. Es un estudio en el que, luego de analizar los aspectos formales de Madame Bovary (por ejemplo, la revolución flaubertiana en cuanto al tratamiento del narrador) postula que este texto es la primera novela moderna en tanto se aleja de los postulados del romanticismo debido a que renuncia a las oposiciones en que este se sustenta (lo bello frente a lo monstruoso, por ejemplo en El jorobado de Notre Dame de

Page 6: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Hugo). Vargas Llosa destaca el hecho de que Madame Bovary es fundadora en tanto nos presenta un mundo de matices marcado por la mediocridad del antihéroe, “profundamente representativa de lo humano”. La verdad de las mentiras (1990) es una recopilación de prólogos con los que Vargas Llosa encabezó cada una de las veinticinco novelas que, según su propio criterio, son las más importantes del siglo XX. En todos ellas es visible una constante: el poder redentor y cuestionador de la ficción y su gran capacidad para instaurar un mundo propio con sus leyes y con su lógica. La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) presenta una tesis polémica: el indigenismo, en el campo político, es hoy día una ficción que postula un modelo colectivista, antiliberal y, por lo tanto, antimoderno. Vargas Llosa defiende esta tesis argumentando que el proyecto ideológico que sustenta este discurso ha obviado un hecho crucial: el segmento indio ha optado por los caminos de la modernidad. En 1997 publica Cartas a un novelista, texto en que trata de responder, sobre todo a los jóvenes escritores, algunas de las cuestiones esenciales relacionadas con el oficio de crear ficciones. El libro, sobre todo, es un manual de técnicas narrativas, de recursos que pueden ser empleados al momento de darle forma a una historia. En este sentido se explica, por ejemplo, el manejo del tiempo, los regímenes de focalización, el dato escondido, la función del narrador, los niveles de realidad atendibles en un texto, entre otros aspectos formales. En el 2001, San Marcos publica su tesis de bachiller, Bases para una interpretación de Rubén Darío. Si bien la tesis no se centra en la obra del inmortal vate, se ocupa de establecer las razones y condiciones que permitieron la emergencia del genio nicaragüense. Por ello se centra en la propia vida, en las influencias recibidas y en el contexto estético y social que lo rodeó. La tentación de lo imposible (2004) confronta a Vargas Llosa con Victor Hugo y con Los miserables, la máxima expresión novelística del romanticismo. En esta oportunidad la atención se centra en la constelación de personajes que conforman el universo de la novela, el horizonte social comprometido y el esfuerzo del gran romántico por abarcar la totalidad de ese mundo de infamias y noblezas; de belleza y fealdad; de justicia y arbitrariedad; de perdón y venganza en el que se debatió la Francia de la primera mitad del siglo XIX. Gracias a la amistad y devoción de Albert Bensoussan, Vargas Llosa pudo confeccionar un Diccionario del amante de América Latina (2005). El libro está conformado por una serie de entradas en las que se tratan temas relacionados con nuestro continente. Aunque se definen conceptos como Amazonía o Indigenismo, Vargas Llosa se ocupa de los principales escritores hispanoamericanos y de sus políticos. Sueño y realidad de América Latina (2008) es una interesante reflexión sobre la forma en que los americanos hemos sido percibidos por Occidente. Desde personajes como Antonio de León Pinelo hasta escritores como Günter Grass, la perspectiva ha sido la misma: somos el espacio del prodigio y del milagro, de las promesas irrealizables, de mitos sorprendentes. En el 2008, Vargas Llosa publica su ensayo sobre Juan Carlos Onetti que titula El viaje a la ficción. Como en ningún otro autor latinoamericano, en Onetti observa esa obsesión por situar en el centro de su obra a la ficción como motivo, a convertirla en tema novelístico. También le interesa la forma en que el escritor uruguayo combate la mediocridad de la vida cotidiana con los fervores de la imaginación, con la posibilidad de vivir otras vidas.

*

Page 7: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Para este segundo volumen de El mundo de los clásicos hemos realizado una selección de cuatro textos de nuestro Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. En ellos se puede advertir algunas de las grandes preocupaciones que han guiado, hasta hoy, su derrotero como escritor e intelectual comprometido con su tiempo y sociedad. Para demostrar esa preocupación, nuestro escritor no ha encontrado mejor manera que cultivar tanto el escrito académico (en el formato de la conferencia magistral) como el artículo periodístico, en cuyas eficacias, para ganar la adhesión de su público, al parecer, Vargas Llosa ha confiado a lo largo de muchos años. Vargas Llosa practica el periodismo escrito desde los quince años, edad en la que su padre lo llevó a trabajar a la redacción de La crónica. Desde entonces, hasta hoy, su compromiso con el presente se ha manifestado a través de sus columnas en los más importantes diarios del mundo. Producto de su labor en este campo son sus primeras recopilaciones de textos Entre Sartre y Camus (1981) pasando por los tres volúmenes de Contra viento y marea (1983-1990), Desafíos a la libertad (1994), El lenguaje de la pasión (2001) hasta llegar a Sables y utopías (2009). Sumemos a ello sus reportajes elaborados a partir de la necesidad de conocer una realidad política sumamente conflictiva como El diario de Irak (2003) o Israel Palestina. Paz o Guerra Santa (2006). Mencionemos en este apartado a El pez en el agua (1993), sus memorias que mezclan los primeros veinte años de su experiencia familiar con su experiencia política en el contexto de las elecciones a la presidencia de la república en 1990. Desde la publicación de sus primeros artículos y conferencias en la prensa nacional y extranjera, Vargas Llosa le ha atribuido a esta clase de textos un papel medular en su ejercicio profesional. Para él, el formato del artículo periodístico es el medio de expresión de sus creencias, tomas de posición, desavenencias y estupores frente a la actualidad, quizá porque una de las características centrales del artículo es que faculta a quien lo escribe (luego de una interpretación del hecho observado) a opinar y a influir con su opinión sobre los demás. Vargas Llosa es un articulista que emplea una estrategia que se despliega sobre la realidad en tres momentos. Primero, recrea anecdóticamente una situación que puede ser diversa. En este sentido tanto la actuación moral de un personaje como un hecho de enorme importancia social son, para Vargas Llosa, propicios para sacar importantes conclusiones sobre el ser humano. En segundo lugar, hace una interpretación que rescata de esa anécdota aquello que pueda plantearse polémicamente. Finalmente, formula una opinión o un juicio de valor cuyo propósito es, según el propio Vargas Llosa, “ayudar a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor”. Este último es el momento más importante para quien considera que el artículo periodístico es un instrumento persuasivo capaz de ejercer influencia sobre los demás y en el que el autor logra erigirse como un verdadero intelectual, es decir, como orientador de la opinión pública. Para alguien interesado en seguir la evolución intelectual del autor es muy útil acercarse a sus artículos periodísticos. No son, frente a su labor de escritor, textos menores. Constituyen, más bien, el espacio propicio para la reflexión sobre la propia creación, el lugar desde el que Vargas Llosa ha alimentado incesantemente su vocación literaria y explorado, desde el tratamiento de la actualidad, los temas que ha desarrollado posteriormente en algunas de sus novelas. En suma, el lugar privilegiado donde podemos observarlo reflexionar y cambiar de puntos de vista. Sus actitudes y posiciones políticas son recurrentes en sus artículos y, al parecer, lo político lo acerca más a la realidad de la que a veces teme alejarse en ese viaje puramente imaginario que supone la escritura de cada una de sus novelas. En ese sentido, lo que Vargas Llosa llama suceso de actualidad es, ante todo, un hecho que por

Page 8: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

su naturaleza coyuntural, demanda del escritor una toma de posición. Esta preocupación por edificar y construir una opinión se sustenta en una fe y confianza que, normalmente, no advertimos en sus obras de ficción. Cuando el centro de su atención no es el momento presente y lo es, en cambio, la trayectoria de un escritor, el recuerdo de un amigo o la publicación de un libro, Vargas Llosa explota la circunstancia para obtener o sacar una lección cuya utilidad se proyecta sobre nuestro comportamiento moral. En este sentido es un admirador de valores como la integridad, consecuencia, talento, creatividad y constancia en el artista. En sus artículos, las referencias a la literatura son numerosas. En ellos vemos asomar a un autor fascinado por los poderes de la ficción, poderes que se proyectan sobre la propia vida para entenderla y comprendernos mejor a nosotros mismos. En los artículos sobre política, incluidos en esta selección, ni el tratamiento ni el lenguaje dejan de ser los empleados por el autor cuando se ocupa del arte o de la literatura. Adoptan, es cierto, el semblante de la argumentación y diseccionan el tema rigurosamente, pero no por ello dejan de transpirar vida, de ser estimulantes y, sobre todo, de volcarnos polémicamente sobre nuestro presente. Ese es su valor fundamental. Vargas Llosa nos muestra, pues, cómo, a través de una posición clara frente a los problemas más álgidos, se hace y se construye opinión. En sus manos el artículo periodístico se convierte en el instrumento privilegiado de un escritor visceralmente comprometido con su tiempo y con la literatura.

*

La literatura y la vida Presentamos, en primer término, el texto “La literatura y la vida”, una conferencia magistral que Vargas Llosa dictó en abril del 2001 con motivo del otorgamiento de la distinción universitaria de Profesor Honorario de la UPC. Este texto le sirve al autor para sostener que es imprescindible combatir la idea de que la literatura es un pasatiempo de lujo, un hobby como, a veces, los padres suelen denominar a la vocación literaria de sus hijos. Contra ese lugar común, postula que la literatura puede luchar efectivamente contra la especialización del mundo actual y, por consiguiente, contra la fragmentación social, y contribuir con la función de hacer a los sujetos más solidarios. Vargas Llosa cree que la literatura pude constituirse en un espacio o un denominador común de la especie. “Nada enseña mejor que la literatura”, dice, “a ver en las diferencias étnicas y culturales, la gran riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como manifestación de su múltiple creatividad”. El convencimiento de que una comunidad sin literatura no llega a alcanzar un nivel de expresión alto, anima a Vargas Llosa a pensar que las sociedades que no leen o que no producen escritores constituyen un conglomerado de afásicos incapaces de comunicarse. Aunque extrema y probablemente poco científica, esta tesis quiere animar al convencimiento de que la literatura propicia un tipo de desarrollo lingüístico que otras artes no pueden desarrollar. Otro argumento a favor de la literatura es que nos permite cultivar una conciencia crítica y responsable, dado que toda novela incorpora en su discurso un cuestionamiento del mundo en que vivimos. La idea es que existe una inconformidad de base en los seres humanos y que esta inconformidad propicia el desarrollo, el cambio social desde las raíces mismas del individuo. Contra la idea del respeto y sujeción a lo establecido, la literatura nos muestra el lado de la rebelión permanente.

Page 9: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Vargas Llosa es un convencido de que la literatura nos libera de nuestra sujeción a los mandatos de una opaca realidad y nos invita a vivir en mundos desconocidos en los que podemos ser otros. La experiencia de lectura de los textos de Borges, por ejemplo, nos prueba que los límites que nos imponen las convenciones en las que se funda nuestro conocimiento del mundo son fácilmente destruibles. En esta conferencia, el autor destaca también la gran importancia de la ficción en el propósito de formar ciudadanos libres en una sociedad moderna y democrática, y las ventajas de la literatura para propiciar el diálogo entre los seres humanos. Su confianza en el poder de la literatura para hacer de los hombres seres más tolerantes y menos crueles es una bella apuesta que, sin embargo, es un deseo lanzado al futuro. En suma, un mundo sin literatura para Vargas Llosa sería un mundo “incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo”, un mundo viciado de conformidad y sometido a los dictámenes del poder. Es poder que siempre hay que combatir. La verdad de las mentiras El segundo texto, “La verdad de las mentiras”, escrito en 1989 bajo el formato de la introducción a un conjunto de estudios sobre la novela contemporánea, es una reflexión sobre la naturaleza de la ficción. En efecto, este breve estudio se centra en el aspecto más relevante de la ficción: el de sus relaciones con la verdad y cómo esa relación es esencial para comprender su inmenso poder. El autor postula que las novelas, a pesar de ser producto de la fantasía, es decir, pese a construir mentiras, no son en absoluta gratuitas y que, por el contrario, revelan aspectos esenciales de la condición humana. Una idea clave es que las novelas no se escriben para reflejar pasivamente la realidad, sino para transformarla, enriqueciéndola, con una propuesta de vida diferente a lo que conocemos. ¿De qué les serviría a las novelas ser fieles a la realidad? Y además, ¿es posible eso? Para Vargas Llosa es inevitable que las novelas rehagan la realidad. Ellas están condenadas a inventar un lenguaje propio, un sistema temporal y un universo de relaciones entre los personajes, elementos que les da autonomía frente a nuestro mundo. La elección de determinadas palabras para recrear una realidad, frente a las innumerables posibilidades que ofrece el lenguaje, hace que una novela construya una versión más de las muchas posibles, al momento de edificar su universo de sentido. De este modo, los hechos (propios del mundo real) sufren una irreparable modificación. En las novelas, el tiempo, se constituye en uno de los grandes sistemas de control de la realidad ficticia. Se opera sobre el tiempo otorgándole un principio y un final, de modo que una novela termina ofreciéndonos una porción de ese indetenible flujo en el que los seres humanos experimentamos sentimientos y nos conducimos hacia la muerte. Finalmente, para Vargas Llosa, la literatura es el espacio en el que se registra, frente a los documentos de la historia, esos otros documentos propios de la fantasía en los que queda testimonio de lo que deseamos, de lo que no somos pero deseamos ser, de lo que no tenemos y ansiamos tener. El intelectual barato “El intelectual barato”, tercer texto seleccionado, está constituido por una serie de tres artículos periodísticos, escritos a fines de los años setenta, en los que el autor cuestiona la calidad moral de los intelectuales peruanos cuyo apoyo a la Revolución velasquista se

Page 10: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

produjo en medio de un servilismo sin precedentes en la historia del Perú. Su crítica moral al comportamiento de los intelectuales es pertinente pues, al examinarlos, analiza un modelo de ser humano al que debe exigírsele una total correspondencia entre sus pensamientos y sus actos, una absoluta integridad frente a los desafíos y arbitrariedades del poder. La primera parte del artículo se refiere al fenómeno de la desmitificación del intelectual en el Perú, después de la nacionalización de los medios de comunicación durante la dictadura de Velasco. ¿En qué consistió esto? En la constatación de que los intelectuales habían dejado de ser la “reserva moral” de nuestro país al haberse hipotecado, como mercancías, a una dictadura. La explicación a este hecho la da el autor en estos términos: la fascinación por el poder indujo a estos jóvenes intelectuales a perder los escrúpulos. “Mandar, ejercer influencia sobre los demás, decidir el movimiento de los hechos, participar en ese mecanismo que ordena y desenvuelve la historia, es la más fuerte de las tentaciones para un intelectual”. En la segunda parte, Vargas Llosa trata de definir las características de estos intelectuales y, aunque resulte polémica la definición, no deja de ser un retrato del campo intelectual de la época. La lógica del terror El cuarto texto es un artículo publicado en 1980 titulado “La lógica del terror”, en el que Vargas Llosa trata de explicar las razones por las cuales los terroristas sociales surgen en tiempos de democracia, como sucedió en el Perú. Su propósito, además, es mostrar la falacia del razonamiento terrorista en tanto este razonamiento se sustenta en la idea de que la única forma de acabar con la violencia estructural es a través de la propia violencia. La creencia en que la represión social que desencadena el terrorismo puede precipitar las contradicciones sociales y acelerar la revolución social, es rebatida exitosamente por Vargas Llosa.

* Tenemos, en suma, cuatro textos que nos muestran aspectos esenciales del pensamiento de nuestro autor. Textos cuya lectura nos sirve para forjarnos un pensamiento propio sobre cuestiones cruciales de nuestro tiempo relacionadas con la moral, la política y la literatura.

Page 11: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

LA LITERATURA Y LA VIDA

Mario Vargas Llosa Muchas veces me ha ocurrido, en ferias del libro o librerías, que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: “Es para mi mujer, o mi hijita, o mi hermana, o mi madre; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura”. Yo le pregunto, de inmediato: “¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?”. La respuesta rara vez falla: Bueno, sí, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted”. Si, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces: ese señor, esos miles de miles de señores iguales a él, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades en la vida, que no pueden desperdiciar su precioso tiempo pasando horas de horas enfrascados en una novela, un libro de poemas o un ensayo literario. Según esta extendida concepción, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos a la hora de establecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida. Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina: en las librerías, en las conferencias o recitales de escritores, y, por supuesto, en los departamentos y facultades universitarias dedicados a las letras, las faldas derrotan a los pantalones por goleada. La explicación que se ha dado es que, en los sectores sociales medios, las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres, y, también, que muchas de ellas tienden a considerar más justificado que los varones el tiempo dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas y que atribuyen a cada sexo virtudes y deficiencias colectivas, de manera que no suscribo del todo dichas explicaciones. Pero,

Page 12: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

no hay duda, los lectores literarios son cada vez menos, en general, y, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre en casi todo el mundo. En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de este país jamás ha leído un libro. La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6,2% y la tendencia es a que la diferencia aumente. Doy por seguro que esta proporción se repite en muchos países, y, probablemente agravada, también en el nuestro. Yo me alegro mucho por las mujeres; claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No solo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad. Quisiera formular algunas razones contra la idea de la literatura como un pasatiempo de lujo y a favor de considerarla, además de uno de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende a encogerse e, incluso, desaparecer del currículo escolar como enseñanza prescindible. Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que solo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, grandes beneficios, pues permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene también una consecuencia negativa: va eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una formación progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo —de pueblos o individuos— produce paranoias y delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios. Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución que les ha llevado a la especialización y al uso de vocabularios herméticos. La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente

Page 13: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

contra la estupidez de los prejuicios del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción o explotación. Nada enseña mejor que la literatura a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura es divertirse, sí, pero, también, aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias —como las llamaba Isaiah Berlin— de que está hecha la condición humana. Ese conocimiento totalizador y en vivo del ser humano, hoy, solo se encuentra en la literatura. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades —como la filosofía, la sicología, la historia o las artes— han podido preservar esa visión integradora y un discurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y técnicas, cuyas ideas y lenguajes están fuera del alcance de la mujer y el hombre del común. No es ni puede ser el caso de la literatura, aunque algunos críticos y teorizadores se empeñen en convertirla en una ciencia, porque la ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada, reducida a esquemas o fórmulas, sin desaparecer. Por eso, Marcel Proust afirmó: “La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”. No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento; simplemente, quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla con los otros. El vínculo fraterno que la literatura establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trasciende las barreras del tiempo. La literatura nos retrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron, gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora, nos hacen gozar y soñar también a nosotros. Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura. A Borges le irritaba que le preguntaran: “¿Para qué sirve la literatura?”. Le parecía una pregunta idiota y respondía: “¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los árboles de un crepúsculo!”. En efecto, si esas cosas bellas están allí y si gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante, es menos fea y menos triste, ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por el azar o la Naturaleza. Son una creación humana, y es lícito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los de la escritura, haya durado tanto tiempo. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real,

Page 14: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres —algunos con frecuencia y otros de manera esporádica— porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran. La literatura no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo; solo existe de veras cuando es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura, experiencia compartida. Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Una humanidad sin lecturas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación solo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y solo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales; pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse. De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor, sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra, de analfabetos semi-idiotizados por los programas de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar. Los medios audiovisuales tampoco están en condiciones de suplir a la literatura en la función de enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua. Por el contrario, los medios audiovisuales tienden, como es natural, a relegar a las palabras a un segundo plano respecto a las imágenes, que son su lenguaje primordial, y a constreñir la lengua a su expresión oral, lo mínimo indispensable y lo más alejada de su vertiente escrita, que, en la pantalla, pequeña o grande, y en los parlantes, resulta siempre soporífica. Decir de una película o un programa que es “literario” es una manera elegante de llamarlos aburridos. Y, por eso, los

Page 15: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

programas literarios en la radio o la televisión rara vez conquistan al gran público: que yo sepa, la única excepción a esta regla ha sido Apostrophes, de Bernard Pivot, en Francia. Ello me lleva a pensar, también, aunque en esto admito ciertas dudas, que no solo la literatura es indispensable para el cabal conocimiento y dominio del lenguaje, sino que la suerte de la literatura está ligada, en matrimonio indisoluble, a la del libro, ese producto industrial al que muchos declaran ya obsoleto. Entre ellos, una persona tan importante, y al que la humanidad debe tanto en el dominio de las comunicaciones, como Bill Gates, el fundador de Microsoft. Sin duda ustedes saben que el señor Gates estuvo en Madrid hace algunos meses, y visitó la Real Academia Española, con la que Microsoft ha echado las bases de lo que, ojalá, sea una fecunda colaboración. Entre otras cosas, Bill Gates aseguró a los académicos que se ocupará personalmente de que la letra “ñ” no sea desarraigada nunca de las computadoras, promesa que, claro está, nos ha hecho lanzar un suspiro de alivio a los cuatrocientos millones de hispanohablantes de los cinco continentes a los que la mutilación de aquella letra esencial en el ciberespacio hubiera creado problemas babélicos. Ahora bien, inmediatamente después de esta amable concesión a la lengua española, y sin siquiera abandonar el local de la Real Academia, Bill Gates afirmó en conferencia de prensa que no se morirá sin haber realizado su mayor designio. ¿Y cuál es éste? Acabar con el papel, y, por lo tanto, con los libros, mercancías que a su juicio son ya de un anacronismo pertinaz. El señor Gates explicó que las pantallas del ordenador están en condiciones de reemplazar exitosamente al papel en todas las funciones que éste ha asumido hasta ahora, y que, además de ser menos onerosas, quitar menos espacio y ser más transportables, las informaciones y la literatura vía pantalla en lugar de vía periódicos y libros, tendrán la ventaja ecológica de poner fin a la devastación de los bosques, cataclismo que es consecuencia de la industria papelera. Las gentes continuarán leyendo, explicó, por supuesto, pero en las pantallas, y de este modo, habrá más clorofila en el medio ambiente. Yo no estaba presente —conozco estos detalles por la prensa—, pero, si hubiera estado, habría abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, con total impudor, su intención de enviarnos al desempleo a mí y a tantos de mis colegas, los escribidores librescos. ¿Puede la pantalla reemplazar al libro en todos los casos, como afirma el creador de Microsoft? No estoy tan seguro. Lo digo sin desconocer, en absoluto, la gigantesca revolución que en el campo de las comunicaciones y la información ha significado el desarrollo de las nuevas técnicas, como Internet, que cada día me presta una invariable ayuda en mi propio trabajo. Pero, de allí a admitir que la pantalla electrónica pueda suplir al papel en lo que se refiere a las lecturas literarias, hay un trecho que no alcanzo a franquear. Simplemente no consigo hacerme a la idea de que la lectura no funcional ni pragmática, aquélla que no busca una información ni una comunicación de utilidad inmediata, pueda integrarse en la pantalla de una computadora, al ensueño y la fruición de la palabra con la misma sensación de intimidad, con la misma concentración y aislamiento espiritual, con que lo hace a través del libro. Es, tal vez, un prejuicio, resultante de la falta de práctica, de la ya larga identificación en mi experiencia de la literatura con los libros de papel, pero, aunque con mucho gusto navego por Internet en busca de las noticias del mundo, no se me ocurriría recurrir a él para leer los poemas de Góngora, una novela de Onetti o un ensayo de Octavio Paz, porque sé positivamente que el efecto de esa lectura jamás sería el mismo. Tengo el convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto; pero probablemente serviría para designar un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura como lo están los programas televisivos de chismografía y escándalo sobre los famosos del jet-set o El Gran Hermano de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare.

Page 16: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En todo gran texto literario, y, sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una predisposición sediciosa. La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad, un refugio para aquél al que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus aspiraciones. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los incandescentes deseos de que estamos poseídos. La literatura solo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal— somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción literaria, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda comprobación: que la vida soñada de la novela es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquélla que vivimos cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y servidumbre de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es siempre –aunque no lo pretenda ni lo advierta –sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y duelos de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Ésa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo en la mayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario —por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar. Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo —empresa siempre quimérica— a aquél en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su sequedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable —casar la realidad con los deseos— ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos —no a todos, por supuesto— demonios que lo avasallan. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada como las buenas lecturas.

Page 17: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las bellas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real, no significa, claro está, como creen las iglesias y los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen inmediatas conmociones sociales o aceleren las revoluciones. Entramos aquí en un terreno resbaladizo, subjetivo, en el que conviene moverse con prudencia. Los efectos socio-políticos de un poema, de un drama o de una novela son inverificables porque ellos no se dan casi nunca de manera colectiva, sino individual, lo que quiere decir que varían enormemente de una a otra persona. Por ello es difícil, para no decir imposible, establecer pautas precisas. De otro lado, muchas veces estos efectos, cuando resultan evidentes en el ámbito colectivo, pueden tener poco que ver con la calidad estética del texto que los produce. Por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, de Harriet Elizabeth Beecher Stowe, parece haber desempeñado un papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los horrores de la esclavitud. Pero que estos efectos sean difíciles de intensificar, no implica que no existan. Sino que ellos se dan, de manera indirecta y múltiple, a través de las conductas y acciones de los ciudadanos cuya personalidad los libros contribuyeron a modelar. La buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y, desarrollando una sensibilidad crítica inconformista ante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en pugna contra la existencia, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, condenarse en cierta forma a librar esas batallas que libraba el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad, sabiendo que las perdería todas. Esto es probablemente cierto: pero también lo es que, sin la insatisfacción y la rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos viviríamos todavía en un estadio primitivo, la historia se hubiera estancado, no habría nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubiera despegado, ni los derechos humanos serían reconocidos, ni la libertad existiría, pues todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una vida percibida como insuficiente e intolerable. Para este espíritu que desacata la vida tal como es, y busca, con la insensatez de un Alonso Quijano, cuya locura, recordemos, nació de leer novelas de caballerías, materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido de formidable combustible. Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo sin literatura, una humanidad que no hubiera leído poemas ni novelas. En aquella civilización ágrafa, de léxico liliputiense, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos y la gesticulación simiesca, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano, pantagruélico, rocambolesco, orwelliano, sádico y masoquista, entre muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos desaforados, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición humana, es decir, de nosotros mismos, algo que solo el talento creador de Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante, igual que los demás personajes de la novela. Ahora, sabemos que el empeño del Caballero de la Triste Figura en ver gigantes donde hay molinos y hacer todos los disparates que hace es la más alta forma de la generosidad, una manera de protestar contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas de ideal y de idealismo, tan impregnadas de una valencia moral positiva, no serían lo que son —valores diáfanos y respetables— sin haberse encarnado en aquel personaje de novela con la fuerza persuasiva que le dio el genio de Cervantes. Y lo mismo podría decirse de

Page 18: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

ese pequeño quijote pragmático y con faldas que fue Emma Bovary —el bovarismo no existiría, claro está— que luchó también con ardor por vivir esa vida esplendorosa, de pasiones y lujo, que conoció por las novelas y que se quemó en ese fuego como la mariposa que se acerca demasiado a la llama. Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos llevan y traen por mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explotar y entender mejor los abismos de lo humano. Decir “borgeano” es inmediatamente despegar de la rutinaria realidad nacional y acceder a una fantástica, rigurosa y elegante construcción mental, casi siempre laberíntica, impregnada de referencias y alusiones librescas, cuya singularidad no nos es, sin embargo, extraña, porque en ella reconocemos recónditas apetencias y verdades íntimas de nuestra personalidad que solo gracias a las creaciones literarias de un Jorge Luis Borges tomaron forma. El adjetivo kafkiano viene naturalmente a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atormentado judío de Praga que escribía en alemán y vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo, el sentimiento de indefensión e impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes omnímodos que pueden pulverizarlos y borrarlos sin que los verdugos tengan siquiera que mostrar las caras. El adjetivo “orwelliano”, primo hermano de “kafkiano”, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan las dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En sus novelas más célebres, Animal Farm y 1984, George Orwell describió, con tintes helados y pesadillescos, una humanidad sometida al control del Big Brother, un amo absoluto que, mediante la eficiente combinación de terror y moderna tecnología ha eliminado la libertad, la espontaneidad y la igualdad —en ese mundo algunos son “más iguales que los demás” — y convertido la sociedad en una colmena de autómatas humanos, programados ni más ni menos que los robots. No solo las conductas obedecen a los designios del poder; también el lenguaje, el Newspeak, ha sido depurado de toda coloración individualista, de toda invención y matización subjetiva, transformado en sartas de tópicos y clisés impersonales, lo que refrenda la servidumbre de los individuos al sistema. ¿Pero, acaso tiene sentido hablar todavía de “individuos” en relación con esos seres sin soberanía, ni vida propia, en esos miembros de un rebaño manipulados desde la cuna hasta la tumba por el poder de la pesadilla orwelliana? Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó en la historia real, y que, como había ocurrido con los totalitarismos fascista y nazi, el comunismo totalitario desapareció en la URSS y comenzó a deteriorarse luego en China y en esos anacronismos que son todavía Cuba y Corea del Norte. Pero el vocablo “orwelliano” sigue ahí, vigente como recordatorio de una de las experiencias político-sociales más devastadoras sufridas por la civilización, que las novelas y ensayos de George Orwell nos ayudaron a entender en sus mecanismos más recónditos. De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso vehículo para el conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas; a veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas y poemas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino

Page 19: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y retorcimientos que las afiebran; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que están lastradas de humanidad, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que, desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse, para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad, la convivencia y acaso la existencia. No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y autodestructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin literatura sería en parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquél que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace mucho tiempo ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos a los recién nacidos con defectos físicos. Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo, el mundo sin literatura de esta pesadilla que trato de delinear, tendría, como su rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido. También en este sentido sería un mundo animal. Los instintos básicos decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la lucha por la supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, en la que no habría cabida para el espíritu y en la que, a la monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo, la sensación de que la vida humana es lo que tenía que ser y que así será siempre, y que nada ni nadie podrá cambiarlo. Cuando se imagina un mundo así, hay la tendencia a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África. La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales en nuestra época, que, de un lado, han revolucionado las comunicaciones haciéndonos a todos los hombres y mujeres del planeta copartícipes de la actualidad, y de otro, monopolizan cada vez más el tiempo que los seres vivientes dedican al ocio y a la diversión arrebatándoselo a la lectura, permite concebir, como un posible escenario histórico del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros, o, mejor dicho, en la que los libros —la literatura— habría pasado a ser lo que la alquimia en la era de la física: una curiosidad anacrónica, practicada en las catacumbas de la civilización mediática por unas minorías neuróticas. Ese mundo cibernético, me temo mucho, a pesar de su prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad. Desde luego que es más que improbable que esta tremendista perspectiva se llegue jamás a concretar. La historia no está escrita, no hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende enteramente de nuestra visión y voluntad que aquella macabra utopía se realice o eclipse. Si queremos evitar que con la literatura desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay que actuar. Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás —en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias

Page 20: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

de la vida común—, como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.

Page 21: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

LA VERDAD DE LAS MENTIRAS

Mario Vargas Llosa

Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco. Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos solo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en América española apareció solo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron acaso los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas. En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es solo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar tramposamente ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo. ¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Franz Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que hacer con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis que aparecen en el horizonte suelen ser espejismos. ¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para

Page 22: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay, sin embargo, algo diferente, mínimo pero revolucionario. Que, en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc., sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo» al fetichismo del botín). De una manera menos cruda y explícita, y también menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola— como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida —en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones— reside la originalidad de una ficción. Ella es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido esa aburrida proeza de solo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son. Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me refiero solo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación de realidades, de experiencias que sí puede identificar en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción. A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se vuelve orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una novela no resulta solo del lenguaje en que está escrita. También, de su sistema temporal, de la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo inventado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa— como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; o ser solo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría de las novelas

Page 23: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

clásicas; o ser eterno presente sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten, anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner. Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista, simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no consiente. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia de la Conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución anti-brechtiana: sin «ilusión» no hay novela. De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como pretenden las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es ha sido la aspiración humana por excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones. Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil.

Page 24: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones. En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran. Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre creciente sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación. Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía, actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible, por ello, que los regímenes que aspiran a controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.

II «Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos», escribió Valle Inclán. Se refería sin duda a cómo son las cosas en la literatura, irrealidad a la que el poder de persuasión del buen escritor y la credulidad del buen lector confieren una precaria realidad. Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del

Page 25: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. Por eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad. Sus verdades son siempre subjetivas, verdades a medias, relativas, verdades literarias que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas. Aunque la cinematográfica batalla de Waterloo que aparece en Los miserables nos exalte, sabemos que ésa fue una contienda que libró y ganó Victor Hugo y no la que perdió Napoleón. O, para citar un clásico valenciano medieval, la conquista de Inglaterra por los árabes que describe el Tirant lo Blanc es totalmente convincente y nadie se atrevería a negarle verosimilitud con el mezquino argumento de que en la historia real jamás un ejército árabe atravesó el Canal de la Mancha. La recomposición del pasado que opera la literatura es casi siempre falaz juzgada en términos de objetividad histórica. La verdad literaria es una y otra la verdad histórica. Pero, aunque esté repleta de mentiras —o, más bien, por ello mismo— la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar. Porque los fraudes, embaucos y exageraciones de la literatura narrativa, sirven para expresar verdades profundas e inquietantes que sólo de esta manera sesgada ven la luz. Cuando Joanot Martorell nos cuenta en el Tirant lo Blanc que la princesa Carmesina era tan blanca que se veía pasar el vino por su garganta nos dice algo técnicamente imposible, que, sin embargo, bajo el hechizo de la lectura, nos parece una verdad inmarcesible, pues en la realidad fingida de la novela, a diferencia de lo que ocurre en la nuestra, el exceso no es jamás la excepción, siempre la regla. Y nada es excesivo si todo lo es. En el Tirant lo son sus combates apocalípticos, de puntilloso ritual, y las proezas del héroe que, solo, derrota a muchedumbres y devasta literalmente media Cristiandad y todo el Islam. Lo son sus cómicos rituales como los de ese personaje, pío y libidinoso, que besa a las mujeres en la boca tres veces en homenaje a la Santísima Trinidad. Y es siempre excesivo, en sus páginas, igual que la guerra, el amor, que suele tener también consecuencias cataclísmicas. Así, Tirant, cuando ve por primera vez, en la penumbra de una cámara funeral, los pechos insurgentes de la princesa Carmesina, entra en estado poco menos que cataléptico y permanece derrumbado en una cama sin dormir ni comer ni articular palabra varios días. Cuando por fin se recupera, es como si estuviera aprendiendo de nuevo a hablar. Su primer balbuceo es: «Yo amo». Esas mentiras no delatan lo que eran los valencianos de fines del siglo XV sino lo que hubieran querido ser y hacer; no dibujan a los seres de carne y hueso de ese tiempo tremebundo sino a sus fantasmas. Materializan sus apetitos, sus miedos, sus deseos, sus rencores. Una ficción lograda encarna la subjetividad de una época y por eso las novelas, aunque, cotejadas con la historia, mientan, nos comunican unas verdades huidizas y evanescentes que escapan siempre a los descriptores científicos de la realidad. Solo la literatura dispone de las técnicas y poderes para destilar ese delicado elixir de la vida: la verdad escondida en el corazón de las mentiras humanas. Porque en los engaños de la literatura no hay ningún engaño. No debería haberlo, por lo menos, salvo para los ingenuos que creen que la literatura debe ser objetivamente fiel a la vida y tan dependiente de la realidad como la historia. Y no hay engaño porque, cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido. Estas fronteras bien delimitadas entre literatura e historia —entre verdades literarias y verdades históricas— son una prerrogativa de las sociedades abiertas. En ellas, ambos quehaceres coexisten, independientes y soberanos, aunque complementándose en el

Page 26: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

designio utópico de abarcar toda la vida. Y quizá la demostración mayor de que una sociedad es abierta, en el sentido que Karl Popper dio a esta calificación, es que en ella ocurre así: autónomas y diferentes, la ficción y la historia coexisten, sin invadir ni usurpar la una los dominios y las funciones de la otra. En las sociedades cerradas sucede al revés. Y, por eso, tal vez la mejor manera de definir a una sociedad cerrada sea diciendo que en ella la ficción y la historia han dejado de ser cosas distintas y han pasado a confundirse y suplantarse la una a la otra cambiando constantemente de identidades como en un baile de máscaras. En una sociedad cerrada el poder no solo se arroga el privilegio de controlar las acciones de los hombres —lo que hacen y lo que dicen—; aspira también a gobernar su fantasía, sus sueños y, por supuesto, su memoria. En una sociedad cerrada el pasado es, tarde o temprano, objeto de una manipulación encaminada a justificar el presente. La historia oficial, la única tolerada, es escenario de esas mágicas mudanzas que hizo famosa la enciclopedia soviética (antes de la perestroika): protagonistas que aparecen o desaparecen sin dejar rastros, según sean redimidos o purgados por el poder, y acciones de los héroes y villanos del pasado que cambian, de edición en edición, de signo, de valencia y de sustancia, al compás de los acomodos y reacomodos de las camarillas gobernantes del presente. Ésta es una práctica que el totalitarismo moderno ha perfeccionado pero no inventado; ella se pierde en los albores de las civilizaciones, las que, hasta hace relativamente poco tiempo, fueron siempre verticales y despóticas. Organizar la memoria colectiva; trocar a la historia en instrumento de gobierno encargado de legitimar a quienes mandan y de proporcionar coartadas para sus fechorías es una tentación congénita a todo poder. Los Estados totalitarios pueden hacerla realidad. En el pasado, innumerables civilizaciones la pusieron en práctica. Mis antiguos compatriotas, los Incas, por ejemplo. Ellos lo llevaban a cabo de manera contundente y teatral. Cuando moría el Emperador, morían con él no solo sus mujeres y concubinas sino también sus intelectuales, a quienes ellos llamaban Amautas, hombres sabios. Su sabiduría se aplicaba fundamentalmente a esta superchería: convertir la ficción en historia. El nuevo Inca asumía el poder con una flamante corte de Amautas cuya misión era rehacer la memoria oficial, corregir el pasado, modernizándolo se podría decir, de tal manera que todas las hazañas, conquistas, edificaciones, que se atribuían antes a su antecesor, fueran a partir de ese momento transferidas al curriculum vitae del nuevo Emperador. A sus predecesores poco a poco se los iba tragando el olvido. Los Incas supieron servirse de su pasado, volviéndolo literatura, para que contribuyera a inmovilizar el presente, ideal supremo de toda dictadura. Ellos prohibieron las verdades particulares que son siempre contradictorias con una verdad oficial coherente e inapelable. (El resultado es que el Imperio Incaico es una sociedad sin historia, al menos sin historia anecdótica, pues nadie ha podido reconstruir de manera fehaciente ese pasado tan sistemáticamente vestido y desvestido como una profesional del strip-tease.) En una sociedad cerrada la historia se impregna de ficción, pasa a ser ficción, pues se inventa y reinventa en función de la ortodoxia religiosa o política contemporánea, o, más rústicamente, de acuerdo a los caprichos del dueño del poder. Al mismo tiempo, un estricto sistema de censura suele instalarse para que la literatura fantasee también dentro de cauces rígidos, de modo que sus verdades subjetivas no contradigan ni echen sombras sobre la historia oficial, sino, más bien, la divulguen e ilustren. La diferencia entre verdad histórica y verdad literaria desaparece y se funde en un híbrido que baña la historia de irrealidad y vacía a la ficción de misterio, de iniciativa y de inconformidad hacia lo establecido. Condenar a la historia a mentir y a la literatura a propagar las verdades confeccionadas por el poder, no es un obstáculo para el desarrollo científico y tecnológico de un país ni para la instauración de ciertas formas básicas de justicia social. Está

Page 27: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

probado que el Incario —logro extraordinario para su tiempo y para el nuestro— acabó con el hambre, consiguió dar de comer a todos sus súbditos. Y las sociedades totalitarias modernas han dado un impulso grande a la educación, la salud, el deporte, el trabajo, poniéndolos al alcance de las mayorías, algo que las sociedades abiertas, pese a su prosperidad, no han conseguido, pues el precio de la libertad de que gozan se paga a menudo en tremendas desigualdades de fortuna y —lo que es peor— de oportunidad entre sus miembros. Pero cuando un Estado, en su afán de controlarlo y decidirlo todo arrebata a los seres humanos el derecho de inventar y de creer las mentiras que a ellos les plazcan, se apropia de ese derecho y lo ejerce como un monopolio a través de sus historiadores y censores — como los Incas por medio de sus Amautas— un gran centro neurálgico de la vida social queda abolido. Y hombres y mujeres padecen una mutilación que empobrece su existencia aun cuando sus necesidades básicas se hallen satisfechas. Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan, nunca hay auténtico progreso. La fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos. Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de las que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia. Los hombres no viven solo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia. La ficción enriquece su existencia, la completa, y, transitoriamente, los compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos realmente alcanzar. Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que sólo vivimos de a mentiras. Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino. De esa libertad nacen las otras. Esos refugios privados, las verdades subjetivas de la literatura, confieren a la verdad histórica que es su complemento una existencia posible y una función propia: rescatar una parte importante —pero solo una parte— de nuestra memoria: aquellas grandezas y miserias que compartimos con los demás en nuestra condición de entes gregarios. Esa verdad histórica es indispensable e insustituible para saber lo que fuimos y acaso lo que seremos como colectividades humanas. Pero lo que somos como individuos y lo que quisimos ser y no pudimos serlo de verdad y debimos por lo tanto serlo fantaseando e inventando —nuestra historia secreta— sólo la literatura lo sabe contar. Por eso escribió Balzac que la ficción era «la historia privada de la naciones». Por sí sola, ella es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los

Page 28: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro.

Barranco, 2 de junio de 1989

Page 29: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

EL INTELECTUAL BARATO

Mario Vargas Llosa En julio de 1974, cuando el gobierno militar tomó por asalto los diarios de Lima con el propósito de “transferirlos a las mayorías nacionales” –transferencia que consistió, naturalmente, en convertirlos, de inmediato y hasta ahora, en sus cacofónicos órganos de propaganda– se inició también un curioso fenómeno que podría denominarse la desmitificación del intelectual en el Perú. Hasta entonces, en éste, como en casi todos los países latinoamericanos –una de las excepciones es México, donde, a partir de la revolución, muchos intelectuales fueron burocratizados–, existía la creencia, mejor dicho el mito, de que la intelectualidad constituía algo así como la reserva moral de la nación. Se pensaba que este cuerpo pequeño, desvalido, que sobrevivía en condiciones heroicas en un medio donde el quehacer artístico, la investigación, el pensamiento no solo no eran apoyados sino a menudo hostilizados por el poder, se conservaba incontaminado de la decadencia o corrupción que había ido socavando prácticamente a toda la sociedad: la administración, la justicia, las instituciones, los partidos, las fuerzas armadas, los sindicatos, las universidades. Marginado de los poderes político y económico, las dos grandes fuentes de corrupción –sobre todo en un país de desigualdades inmensas y de cuartelazos y fraudes electorales, con brevísimos y siempre frustrados intentos democráticos– el intelectual peruano, solidario de causas de izquierda, repartido en un espectro que abarcaba desde la socialdemocracia hasta todas las variantes del marxismo, aparecía, pese a su escasa audiencia y su influencia casi nula en la vida del país, como el depositario de valores que en otras esferas de la vida peruana habían desaparecido: la coherencia entre la teoría y la práctica y la visión idealista, exenta de cálculo mezquino, de la política. La modestia y dificultades de su vida –que era el precio que pagaba para ejercer su vocación– parecían la mejor garantía de su integridad. Como todos los mitos, éste tenía unas raíces en la realidad y un tronco y ramaje imaginarios. Lo cierto era la marginación del intelectual del poder. Lo falso, que esto fuera una elección suya, una manifestación de independencia crítica y de lucidez moral. La verdad era que el intelectual no se había sentado a la mesa del poder porque, salvo raras excepciones, no había sido tolerado en ella. La captura de los diarios de Lima desencadenó una purga masiva en redacciones y talleres: más de quinientos periodistas y trabajadores, considerados hostiles, fueron despedidos sin contemplaciones por un régimen que se llamaba “socialista”. El gobierno del general Velasco llamó a los intelectuales a ocupar esos bastiones de la oligarquía y el imperialismo recién libertados y a convertirlos en trincheras de la revolución. Yo acababa de volver al Perú, por esos días, y recuerdo mi estupefacción al ver con qué prisa y falta de escrúpulos, acudían por docenas, como borregos, los juristas y filósofos, los literatos y sociólogos convocados. Había entre ellos, por supuesto, los bribones y aventureros de costumbre, plumarios que ya se habían alquilado a otros poderes para menesteres no menos turbios. Y había, también, el grupito de militantes a los que el Partido Comunista había dado la coartada perfecta para prostituirse: infiltrar esas tribunas y usarlas para la causa antes de que lo hiciera el adversario. Y había, asimismo, otro grupo –el más digno de comprensión– que estaba allí por necesidad. Pero, descontados todos ellos, quedaba siempre una considerable porción de intelectuales, más o menos valiosos por la obra realizada y, algunos, merecedores de respeto por su conducta cívica hasta ese momento, que aceptaron la mentira de la “transferencia a los sectores sociales” y entraron a los

Page 30: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

diarios a cumplir una función sobre la que, desde el primer momento, no cupo ningún equívoco. Los que fueron allí engañados, creyendo de veras que iban a democratizar la prensa, tuvieron ocasión de desengañarse al instante. Porque la misión que les encomendó el gobierno fue clarísima, la misma que asigna a los medios informativos todo régimen autoritario una vez que los estatiza y pone a su servicio. O sea: publicitar todas las decisiones del poder, adular a los gobernantes, silenciar las críticas, desnaturalizar las verdades incómodas, propagar mentiras útiles y cubrir de ignominia a los adversarios. Si los diarios de la oligarquía habían sido parciales, injustos, mediocres, los revolucionarios fueron simplemente abyectos porque superaron a aquéllos en aptitud para mentir e injuriar. ¿Cuál fue la razón que llevó a tantos intelectuales peruanos a asumir el rol de “mastines” del régimen militar, como los llamó el general Velasco, que no era hombre de refinamientos verbales? El apetito material no, desde luego, pues, salvo a unos cuantos, no se puede decir que les pagaran su peso en oro. Estaban, incluso, mal remunerados y, como ha contado Guillermo Thorndike, director de La Crónica en ese tiempo, en un libro tan cínico como divertido –No, mi general–, ni siquiera se les daba un buen trato por sus servicios. Al general de la Oficina de Información encargado de vigilar su trabajo no le merecían, por lo visto, más consideraciones que los soldados encargados de las letrinas del cuartel. Y eso se vio muy claro cuando el régimen, a medida que cambiaba de línea, comenzó a despedirlos e incluso a hacerlos atacar por los reclutas intelectuales que venían a reemplazarlos. ¿Qué, entonces? Me lo he preguntado muchas veces y lo he discutido hasta el cansancio con los amigos que me quedan. ¿Qué pudo incitar a esos jóvenes, que comenzaban apenas una carrera literaria y estaban a una edad en la que se tiene la obligación de ser puros, a malbaratarse precozmente? ¿Y a esos otros, ya adultos, a poner lo mejor que tenían, fuera de la buena sintaxis o un vago prestigio profesoral, al servicio de una mentira grandilocuente (como era la de la “socialización” de los diarios) y de un régimen, ya para entonces visiblemente demagógico, dictatorial y corrompido que, para colmo, los despreciaba? Quizás la respuesta sea: el apetito de poder. Mandar, ejercer influencia sobre los demás, decidir el movimiento de los hechos, participar en ese mecanismo que ordena y desenvuelve la historia, es la más fuerte de las tentaciones para un intelectual. Ello se explica, sin duda, por la atracción de los contrarios. Por su oficio y vocación –la crítica– el intelectual se ve casi siempre alejado del poder o confinado a sus estribaciones remotas. Como es su crítico principal, en todo caso el más consciente de sus deficiencias y estropicios, quienes gobiernan prefieren mantenerlo a distancia pues lo consideran un enemigo en potencia, un colaborador incontrolable. Por eso mismo, ese objeto huidizo, que lo repele y al que sabe que solo puede acercarse mediante alguna claudicación, ejerce sobre él una suerte de hechizo. Es muy probable que esa fascinación sea todavía más fuerte en un país como el nuestro, donde, por la pobreza cultural del medio, la vida del intelectual suele estar llena de frustraciones de todo orden. Eso los hace presas más fáciles del embauque y la ilusión. En este caso, es posible que muchos creyeran que, a través de esas oficinas de redacción que algunos de ellos “libertaron” personalmente, escoltados de policías, iban a entrar por fin a ese codiciado enclave donde un puñado de hombres decide la vida y la muerte de los demás: el sancta sanctórum de la historia. Era una soberana ingenuidad: el régimen ni siquiera les abrió las puertas de la casa, solo las de esa caseta de tablas de la entrada, que es donde viven los “mastines”. La experiencia ha sido penosa, pero de ningún modo inútil. Así como es bueno que haya mitos, es indispensable, para la higiene moral y cultural de un país, que se destruyan y renueven. Es bueno que se sepa que el intelectual no es mejor que los

Page 31: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

demás. Tampoco peor: solo un ciudadano entre los otros, al que, como a éstos, no se debe más crédito ni respeto que el que sus actos consigan, diariamente, ganar.

Lima, enero 1979

II Aunque es raro que esté inscrito en un partido revolucionario y cumpla con las tareas sacrificadas de la militancia, se autodefine como marxista y en toda circunstancia proclama su convicción que el imperialismo norteamericano –el Pentágono, los monopolios, la ofensiva cultural de Washington– es la fuente de nuestro subdesarrollo. Tiene buen olfato para detectar a los agente de la CIA, cuyos tentáculos ve, incluso, en los campamentos de los boy-scouts, las giras de la Orquesta Sinfónica de Boston o los dibujos animados de Walt Disney y en todo aquel que ponga en duda la economía estatizada y el régimen de partido único como panacea social. Al mismo tiempo que sulfura el aire de su país con estos ucases, es un candidato permanente a las becas de las fundaciones Guggenheim y Rockefeller (que casi siempre obtiene) y cuando, por culpa de las dictaduras nativas, se exilia o lo exilian, sería inútil buscarlo en los países que admira y publicita como modelos para el suyo –Cuba, China o la URSS– pues donde, infaliblemente, va a continuar su lucha revolucionaria es a las universidades de Nueva York, Chicago, California y Texas, donde está de Visiting Professor, en espera de un nombramiento fijo. ¿Quién es él? El intelectual progresista. En países en los que el pensamiento y el arte son menospreciados y, por lo mismo, la vida de quienes se dedican a ellos, difícil, sería mezquino fulminar a los intelectuales por contradicciones que son inevitables, dadas las coordenadas dentro de las que tienen que ganarse el sustento. Se comprende que, por razones de supervivencia, acepten trabajos que les repugnan y que muchas veces les sea materialmente imposible la coherencia entre la teoría y la práctica. Pero lo cierto es que estas incongruencias entre lo que los intelectuales escriben y dicen y lo que hacen, han dejado de ser casos excepcionales para convertirse en un verdadero sistema. Sus consecuencias son penosas para la persona del intelectual, hombre que vive dividido y en falso, en estado de continua simulación y embauque hacia los demás y hacia sí mismo, y gravísimas para la cultura de un país, que puede verse asfixiada y pervertida por ello. Si la norma de vida de los intelectuales es la deshonestidad moral, es casi fatídico que el resultado sea un pensamiento confuso o inauténtico, un arte sin osadía ni originalidad, una ciencia pobre. Todas las ideas, aun las más absurdas, deben tener cabida para que la vida cultural se desenvuelva sanamente. Lo importante es que haya una convicción que las genere y respalde para que el debate cultural sea auténtico y las ideas prevalezcan o perezcan, y ello tenga un sentido. Si alguien cree que el pato Donald y la fiesta taurina atentan contra la cultura del Perú (como creía el gobierno del general Velasco), es un mal síntoma, pero incluso esos desatinos pueden ser respetables si son honestamente defendidos. Más perjudicial que proponer ideas disparatadas es utilizar las ideas como una simple cortina de humo para encubrir ciertas actitudes que se estima equivocadas, como contrapeso de supuestos errores. La producción intelectual convertida en coartada y maniobra de distracción solo puede desembocar en la esterilidad del pensamiento, en una cultura de tópicos.

Page 32: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Me parece ilustrativo el caso de las ciencias sociales. En América Latina, es una de las ramas más activas del quehacer intelectual a juzgar por el número de cultores y de publicaciones. A la vez, es una de las menos creativas, la que repite de manera más conformista y adocenada –y, por lo general, con una prosa que hace chirriar los dientes, en la que proliferan expresiones como “a nivel de”, “dimensionar”, “societal”, “devenir en”, etc.– los clisés marxistas más primarios y generales sobre el funcionamiento social. En un porcentaje muy considerable, esta logomaquia seudocientifíca y seudorrevolucionaria está financiada por fundaciones de Estados Unidos, y de Alemania Federal y de otros países occidentales y nunca, que yo sepa, por algún país socialista. Es gracias al dinero del Estado norteamericano, o de las empresas privadas de ese país o alemanas o inglesas o suecas, que los “científicos sociales” viajan por el mundo, asistiendo a congresos o revisando bibliotecas, y publican sus ensayos de virulentos lugares comunes revolucionarios. Alguna vez que pregunté a uno de ellos si esta situación sui generis no lo incomodaba, obtuve una explicación: “¿Si el imperialismo es tan estúpido para ofrecer su dinero al enemigo, no es nuestra obligación, de revolucionarios realistas, aceptar esa ayuda para hacer avanzar con ella la causa de la revolución?”. Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que, en la mayoría de los casos, tampoco esta moral del fin que justifica los medios (y que se presta a tantos chanchullos) es sinceramente practicada. Quiero decir que esos ensayos están llenos de lugares comunes revolucionarios no a pesar de estar financiados por el “imperialismo” sino, probablemente, porque han sido elaborados gracias a esa ayuda: como contrapeso de ella. Con lo cual resulta que sus autores no solo le hacen trampas al imperialismo sino, sobre todo, a sus lectores y a ellos mismos. El fenómeno es interesante porque se advierte en él una curiosa combinación de mala conciencia y de mala fe, nacidas de un movimiento de pura imaginación. Se han habituado tanto, por fanatismo u oportunismo, a ver por doquier conspiraciones y conspiradores en el campo de la cultura y han dicho tanto que Estados Unidos es una unidad monolítica entregada a una labor de depredación contra América Latina, que ¿cómo no se sentirían culpables y apestados con esas becas, bolsas de viaje, contratos, invitaciones que les permiten vivir, escribir, publicar? La menor manera de borrar las huellas del (presunto) crimen es, entonces, adoptando y proponiendo en sus trabajos la línea revolucionaria más recalcitrante, la menos controvertida: el clisé. Mecanismos parecidos a los que han conseguido hacer de las ciencias sociales un quehacer en buena parte insustancial y tramposo han llevado a muchas universidades nacionales –las de veras populares– a convertirse en centros acérrimamente enemistados con la cultura. ¿Qué otra cosa pueden ser llamadas Facultades “donde quien se atreva a hablar de, por ejemplo, libertad de prensa o de la democracia representativa como una forma civilizada de vida para las naciones, corre el riesgo de ser considerado un agente de la CIA? La responsabilidad casi exclusiva de esa delicuescencia es de los profesores. Son ellos, los ‘intelectuales progresistas’, quienes por demagogia y cobardía crearon las condiciones ‘objetivas’ para que se llegara a ese estado de cosas. La ideología revolucionaria, controvertida en un arma para excretar al adversario y birlarle los puestos, para satanizar a los que hacían sombra y promover a los compinches, para azuzar y manipular políticamente a los estudiantes, para impedir la crítica y la controversia intelectuales, termina por convertirse en un arma tan nociva que destruye a sus propios autores. Si el fanatismo, la estrechez dogmática acaban por arraigar en las aulas, ya no hay cabida en ellas para ninguna forma de pensamiento creativo, no-convencional. En ese ambiente, quienes tienen ideas propias deben disimularlas y limitarse a recitar el catecismo marxista, en sus formas más rudimentarias (pero, eso sí, ruidosas). El resultado ha sido el despegue de la universidad hacia la irrealidad. Dentro de sus muros, en sus patios y anfiteatros, se ha hecho ya la revolución una y mil veces, con todas las

Page 33: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

purgas necesarias, y se vive en un clima de extremismo retórico casi inconcebible. Al otro lado, incomunicado con ella, está el país, languideciendo en la incultura, presa de la dictadura, con sus universidades privadas, donde se educan los futuros dirigentes, y sus academias militares donde estudian los futuros dictadores. Mientras, la universidad laica y popular agoniza intelectualmente jugando a la revolución. Las cosas que sus profesores escriben –cuando lo hacen– han terminado, fatalmente, por parecerse a las que dicen en sus clases: también en ese caso, la reproducción cacofónica de tópicos ideológicos, de retórica insulsa, es interesada, deliberada, destinada a fraguar una imagen. Decir que viven en la mentira es cierto pero insuficiente. Viven, sobre todo, en la irrealidad, multiplicando gestos que progresivamente los van alejando de lo que realmente ocurre a su alrededor, amurallado en una cárcel de palabras. El caso más semejante al suyo es el de los intelectuales medievales, ya que el marxismo ha pasado a ser la escolástica de nuestro tiempo. Concebido por un pensador genial, se convirtió luego en dogmática y acabó por ser un obstáculo casi insalvable para pensar con libertad. Hace unos meses vi en Washington la lista de invitados peruanos a un seminario sobre la realidad económica del Perú. Me pareció bien que los tres invitados fueran marxistas (uno de ellos trotskista) y, como me pidieron mi opinión sobre otro nombre, sugerí el de un economista liberal. “De ninguna manera –me respondieron–. Es demasiado pro-norteamericano y dañaría la imagen de nuestro centro”. Desde entonces pienso que el “imperialismo” no es tan estúpido como creen los científicos sociales que viven de él. Desde entonces he comenzado a pensar que a lo mejor hay algo de cierto en esas incendiarias acusaciones de los intelectuales progresistas contra las universidades y fundaciones de los Estado Unidos que, manipuladas por la CIA, se las arreglan muy sabiamente para corromper a nuestros pensadores y mantenernos en el subdesarrollo cultural.

Lima, enero 1979

III Alguna vez le oí decir a James Baldwin: “Cada vez que asisto a un congreso de escritores blancos, tengo un método para saber si mis compañeros son racistas. Consiste en proferir estupideces y sostener tesis absurdas. Si me escuchan en actitud respetuosa y, al terminar, me abruman con aplausos, no hay la menor duda: son unos racistas de porquería”. En efecto, admitir con benevolencia en boca de un negro lo que en un blanco merecería a la misma persona una carcajada o una réplica iracunda, sólo puede resultar de un sentimiento de superioridad. ¿Acaso alguien se toma el trabajo de responder a las provocaciones de un débil mental? Me acordaba de esta anécdota cada vez que mi compatriota pedía la palabra. Lo hacía varias veces en cada sesión y el director de debates se apresuraba a concedérsela. Estábamos en una dependencia del Museo de Arte Moderno de Louisiana, en Dinamarca, en un Encuentro de escritores daneses y latinoamericanos, y los organizadores habían tenido la astucia de colocar las sillas de modo que dábamos la espalda a la playa, así que los participantes estábamos condenados, en lugar de espiar a las bellas nudistas violáceas que se zambullían en el mar de Humlebaek, a mirarnos las caras y a escuchar a los oradores. Mi compatriota hablaba en una jerga mechada de barbarismos limeños, que hacía sudar la gota gorda a las dos traductoras. Sus primeras intervenciones me habían

Page 34: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

merecido franca admiración. Accionando y elevando la voz, como si hablara en un mitin callejero, explicó que sus novelas no aparecían en editoriales burguesas. Las publicaban los sindicatos, quienes se encargaban también de su distribución. Y que él se había negado siempre a cobrar derechos de autor porque prefería donar ese dinero a las organizaciones populares, ya que no escribía para satisfacer vanidades individualistas o la pura codicia sino para elevar la conciencia revolucionaria de las masas peruanas. Cuando un joven de anteojos se interesó por el número de ejemplares que habían circulado de sus obras, mi compatriota citó al instante cifras de tantos millares de ejemplares que eran para poner en estado de levitación a los novelistas presentes. Un editor de Copenhague quiso saber de inmediato si las reservas morales a que sus libros se publicaran en editoriales capitalistas concernían sólo al Perú, o si tenía también escrúpulos a que los contratara, por ejemplo, un editor danés. La pregunta estimuló a mi compatriota. Nos hizo saber que no era un dogmático, en absoluto, porque como dijo Mariátegui, el marxismo debía ser creación heroica y no copia ni calco, de modo que él tomaba las decisiones de acuerdo a las condiciones objetivas de cada circunstancia, pues lo contrario sería caer en el subjetivismo cuyos peligros ya habían señalado pensadores científicos como Marx, Engels y Lenin, etcétera. Los daneses lo escuchaban con suma atención y juro que algunos de ellos tomaban notas. ¿Los fascinaba la imagen que iban erigiendo las arengas de mi compatriota de ese Perú efervescente donde los escritores, en vez de ser los payasos rentados de la burguesía, vivían transustanciados con la clase obrera, que imprimía, multiplicaba y agotaba sus libros? A mí me traía a la memoria otro Perú, igualmente multicolor, que había escuchado dibujar a André Malraux, en París, en un discurso ministerial, en el que habló magníficamente “de esas princesas incas que morían en las nieves de los Andes, con sus papagayos bajo el brazo”. Pero esos episodios divertidos de ciencia ficción y mitomanía eran solo instantes en las peroratas que, con cualquier pretexto, nos infligía mi compatriota, sin que nadie lo callara o rebatiera. Uno de los encantos que suelen tener los jóvenes escritores peruanos es un poderoso complejo de inferioridad que, en los congresos, los mantiene tan callados que parecen un modelo de discreción. Pero el novelista proletario tenía una salud psíquica envidiable y habló sin parar, de principio a fin del Encuentro. A menudo denunciaba a enemigos que ni siquiera yo lograba identificar: grupos o personas de la universidad con quienes, sin duda, acababa de pelearse. Para los daneses que, estoy seguro, hubieran tenido grandes dificultades si les pedían señalar a Lima en el mapamundi, todo eso debía sonar a chino. Pero todavía más enervantes eran los latiguillos y tópicos ideológicos con que remataba las oraciones, alzando los brazos para pedir el aplauso. Además de grotesco, había algo trágico en sus intervenciones. Porque ellas lograban convertir en irrealidad las realidades más verídicas. Exageraba, deformaba, mentía o interpretaba tan parcialmente los problemas latinoamericanos, que los crímenes de Pinochet, la represión en Argentina, los robos y genocidios de Somoza o los abusos del gobierno peruano se convertían, por obra suya, como esas muchedumbres sindicales devoradoras de sus novelas, en fabulación y demagogia barata. Y, sin embargo, los escritores daneses estaban ahí, escuchando, anotando, aplaudiendo. Lo habían traído desde el otro lado del mundo, prefiriéndolo a muchos escritores que hubieran podido dar un testimonio más lúcido y más honesto de América Latina, porque, como me precisó uno de los organizadores, “era importante que participara en el encuentro un escritor proletario”. Desconocimiento, ingenuidad, me parecieron la única explicación posible, cuando aquello ocurrió. Sabían tan poco de nosotros que cualquier vivo les podía meter el dedo a la boca y, disfrazándose del hombre-pluma de los explotados, ganarse un viaje a Europa. Estaban tan llenos de buenas intenciones, tan deseosos de ayudar a ese continente de víctimas, que lo

Page 35: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

demostraban aunque fuera soportando impávidos esas peroratas embusteras y firmando todos los telegramas que mi compatriota hacía circular al término de cada sesión. Pero, reflexionando, me siento menos condescendiente con esos escritores daneses. Ahora pienso que esos discursos no los tomaron tan de sorpresa, sino que los esperaban y hasta exigían. El novelista del proletariado peruano no estaba allí por accidente ni viveza suya. Había sido invitado con una intuición certera de que diría exactamente lo que habíamos oído. Porque era eso lo que ellos querían oír de los latinoamericanos del Encuentro. La razón principal es, sin duda, ese fenómeno de transferencia tan frecuente en los intelectuales europeos que dicen interesarse en América Latina. En realidad, se interesan en una América Latina ficticia, en la que han proyectado esos apetitos ideológicos que la realidad de sus propios países no pueden materializar, esas convicciones que la vida que viven desmiente diariamente. La compensación de su frustración es ese otro mundo, al que se vuelven a mirar a fin de que les muestre siempre lo que quieren ver, como el espejito mágico de la reina malvada de Blanca Nieves. Y lo que quieren ver, en América Latina, no es la complejidad y diversidad de nuestro continente, donde no sólo hay sufrimiento, explotación y opresión sino muchas cosas, y donde, por lo demás, aquellas miserias no pueden entenderse desde perspectivas simplistas ni remediarse con demagogia retórica, sino esa imagen grandilocuente y pueril, maniquea y romántica (en el peor sentido) que mi compatriota les confirmaba, sin sospechar, el muy ingenuo, mientras se enardecía, que estaba representando un papel preparado para él por los intelectuales de un país de alta cultura. Su función –que cumplió a maravilla– consistía en resarcirlos vicariamente de la desgracia que es para ellos –los pobres– vivir y escribir en un país culto y democrático donde los sindicalistas prefieren ver la televisión, en sus casas propias, en vez de editar las novelas de los escritores revolucionarios que les elevarían la conciencia. En un relato de una escritora que admiro –y que está enterrada a un paso del museo de Louisiana–, Isak Dinesen, se dice, si mal no recuerdo, que las aristócratas danesas del siglo XVIII solían llevar monos importados del África a sus fiestas, para saciar su sed de exotismo y porque, comparándose con esos peludos saltarines, se sentían más bellas. Cuando recuerdo lo ocurrido en ese Encuentro, a orillas del mar de Humlebaek me digo que dos siglos después, descendientes de aquellas damas practican todavía esa refinada costumbre.

Lima, mayo 1979

Page 36: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

LA LÓGICA DEL TERROR

Mario Vargas Llosa “Nadie es inocente”, gritó el anarquista Ravachol al arrojar una bomba contra los estupefactos comensales del Café de la Paix, en París, a los que hizo volar en pedazos. Y algo idéntico debió pensar el ácrata que, desde la galería, soltó otra bomba contra los desprevenidos espectadores de platea del Teatro Liceo, de Barcelona, en plena función de ópera. El atentado terrorista no es, como algunos piensan, producto de la irreflexión, de impulsos ciegos, de una transitoria suspensión del juicio. Por el contrario, obedece a una rigurosa lógica, a una formulación intelectual escrita y coherente de la que los dinamitazos y pistoletazos, los secuestros y crímenes quieren ser una consecuencia necesaria. La filosofía del terrorista está bien resumida en el grito de Ravachol. Hay una culpa –la injusticia económica, social y política– que la sociedad comparte y que debe ser castigada y corregida mediante la violencia. ¿Por qué mediante la violencia? Porque ésta es el único instrumento capaz de pulverizar las apariencias engañosas creadas por las clases dominantes para hacerles creer a los explotados que las injusticias sociales pueden ser remediadas por métodos pacíficos y legales y obligarlas a desenmascararse, es decir, a mostrar su naturaleza represora y brutal. Ante la ola de atentados terroristas que ha habido en Perú, a los pocos meses de restablecido el gobierno democrático –después de doce años de dictadura– muchos no podían creerlo: les parecía vivir un fantástico malentendido. ¿Terrorismo en el Perú, ahora? ¿Justamente cuando hay un Parlamento en el que están representadas todas las tendencias políticas del país, existe de nuevo un sistema informativo independiente en el que todas las ideologías tienen sus propios órganos de expresión y cuando los problemas pueden ser debatidos sin cortapisas, las autoridades criticadas e incluso removidas a través de las urnas electorales? ¿Por qué emplear la dinamita y la bala precisamente cuando los peruanos vuelven, luego de tan largo intervalo, a vivir en democracia y en libertad? Porque para la lógica del terror “vivir en democracia y en libertad” es un espejismo, una mentira, una maquiavélica conspiración de los explotadores para mantener resignados a los explotados. Elecciones, prensa libre, derecho de crítica, sindicatos representativos, cámaras y alcaldías elegidas: trampas, simulacros, caretas destinadas a disfrazar la violencia “estructural” de la sociedad, a cegar a las víctimas de la burguesía respecto de los innumerables crímenes que se cometen contra ellas. ¿Acaso el hambre de los pobres y los desocupados y la ignorancia de los analfabetos y la vida ruin y sin horizonte de quienes reciben salarios miserables no son otros tantos actos de violencia perpetrados por los dueños de los bienes de producción, una ínfima minoría, contra la mayoría del pueblo? Ésta es la verdad que el terrorista quiere iluminar con el incendio de los atentados. Él prefiere la dictadura a la democracia liberal o a una socialdemocracia. Porque la dictadura, con su rígido control de la información, su policía omnipresente, su implacable persecución a toda forma de disidencia y de crítica, sus cárceles, torturas, asesinatos y exilios le parece representar fielmente la realidad social, ser la expresión política genuina de la violencia estructural de la sociedad. En cambio, la democracia y sus libertades “formales” son un peligroso fraude capaz de desactivar la rebeldía de las masas contra su condición, amortiguando su voluntad de liberarse y retrasando por lo tanto la revolución.

Page 37: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Éste es el motivo por el que son más frecuentes los estallidos terroristas en los países democráticos que en las dictaduras. La ETA tuvo menos actividad durante el régimen de Franco que al instalarse la democracia en España, que es cuando entró en un verdadero frenesí homicida. Esto es lo que ha empezado a ocurrir en Perú. A menos de ser extremadamente corto, el terrorista “social” sabe muy bien que volando torres de electricidad, bancos y embajadas –o matando a ciertas personas– en una sociedad democrática no va a traer la sociedad igualitaria ni a desencadenar un proceso revolucionario, embarcando a los sectores populares en una acción insurreccional. No, su objetivo es provocar la represión, obligar al régimen a dejar de lado los métodos legales y a responder a la violencia con la violencia. Paradójicamente, ese hombre convencido de actuar en nombre de las víctimas lo que ardientemente desea, con las bombas que pone, es que los organismos de seguridad se desencadenen contra aquellas víctimas en su búsqueda de culpables y las atropelle y abusen. Y si las cárceles se repletan de inocentes y mueren obreros, campesinos, estudiantes, y debe intervenir el ejército y las famosas libertades “formales” se suspenden y se decretan leyes de excepción, tanto mejor: el pueblo ya no vivirá engañado, sabrá a qué atenerse sobre sus enemigos, habrá descubierto prácticamente la necesidad de la revolución. La falacia del razonamiento terrorista está en sus conclusiones no en las premisas. Es falso que la violencia “estructural” de una sociedad no se pueda corregir a través de leyes y en un régimen de convivencia democrática: los países que han alcanzado los niveles más civilizados de vida lo lograron así y no mediante la violencia. Pero es cierto que una minoría decidida puede, recurriendo al atentado, crear una inseguridad tal que la democracia se envilezca y esfume. Los casos trágicos de Uruguay y Argentina están bastante cerca para probarlo. Las espectaculares operaciones de tupamaros, montoneros y el ERP consiguieron, en efecto, liquidar unos regímenes que, con las limitaciones que fuera, podrían llamarse democráticos y remplazarlos por gobiernos autoritarios. Es falso que una dictadura militar apresure la revolución, sea el detonante inevitable para que las masas se enrolen en la acción revolucionaria. Por el contrario, las primeras víctimas de la dictadura son las fuerzas de izquierda, que desaparecen o quedan tan lesionadas por la represión que les cuesta luego mucho tiempo y esfuerzos volver a reconstruir lo que habían logrado, como organización y audiencia, en la democracia. Pero es vano tratar de argumentar así con quienes han hecho suya la lógica del terror. Ésta es rigurosa, coherente e impermeable al diálogo. El mayor peligro para una democracia no son los atentados, por dolorosos y onerosos que resulten, es aceptar las reglas de juego que el terror pretende implantar. Dos son los riesgos para un gobierno democrático ante el terror: intimidarse o excederse. La pasividad frente a los atentados es suicida. Permitir que cunda la inestabilidad, la psicosis, el terror colectivo, es contribuir a crear un clima que favorece el golpe de Estado militar. El gobierno democrático tiene la obligación de defenderse, con firmeza y sin complejos de inferioridad, con la seguridad de que defendiéndose defiende a toda la sociedad de un infortunio peor que los que padece. Al mismo tiempo, no debe olvidar un segundo que toda su fuerza depende de su legitimidad, que en ningún caso debe ir más allá de lo que las leyes y esas “formas” –que son también la esencia de la democracia– le permiten. Si se excede y a la vez comete abusos, se salta las leyes a la torera en razón de la eficacia, se vale de atropellos, puede ser que derrote al terrorista. Pero éste habrá ganado, demostrando una monstruosidad: que la justicia puede pasar necesariamente por la injusticia, que el camino hacia la libertad es la dictadura.

Lima, diciembre de 1980

Page 38: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa
Page 39: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA EN TORNO A LA SELECCIÓN DE TEXTOS LA LITERATURA Y LA VIDA

I. TEXTO DE LA VERDAD DE LAS MENTIRAS

TEXTO 1

«Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos», escribió Valle Inclán. Se refería sin duda a cómo son las cosas en la literatura, irrealidad a la que el poder de persuasión del buen escritor y la credulidad del buen lector confieren una precaria realidad. Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. Por eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad. Sus verdades son siempre subjetivas, verdades a medias, relativas, verdades literarias que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas. Aunque la cinematográfica batalla de Waterloo que aparece en Los miserables nos exalte, sabemos que ésa fue una contienda que libró y ganó Victor Hugo y no la que perdió Napoleón. O, para citar un clásico valenciano medieval, la conquista de Inglaterra por los árabes que describe el Tirant lo Blanc es totalmente convincente y nadie se atrevería a negarle verosimilitud con el mezquino argumento de que en la historia real jamás un ejército árabe atravesó el Canal de la Mancha. Cuando Joanot Martorell nos cuenta en el Tirant lo Blanc que la princesa Carmesina era tan blanca que se veía pasar el vino por su garganta nos dice algo técnicamente imposible, que, sin embargo, bajo el hechizo de la lectura, nos parece una verdad inmarcesible, pues en la realidad fingida de la novela, a diferencia de lo que ocurre en la nuestra, el exceso no es jamás la excepción, sino siempre la regla. Y nada es excesivo si todo lo es. En el Tirant lo son sus combates apocalípticos, de puntilloso ritual, y las proezas del héroe que, solo, derrota a muchedumbres y devasta literalmente media Cristiandad y todo el Islam. 1. En el texto, el vocablo PRECARIA significa A) momentánea. B) estable. C) virtual. D) indigna. E) turbia. 2. ¿Cuál es el tema central del texto? A) La naturaleza de la verdad de la creación literaria. B) La dimensión cinematográfica de las novelas históricas. C) La ilusa verosimilitud de Tirant lo Blanc de Martorell. D) El exceso como regla de toda ficción novelística. E) Los simulacros en las representaciones históricas.

Page 40: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

3. Resulta incompatible con el texto decir que A) en Tirant lo Blanc, Martorell narra la conquista de Inglaterra. B) la literatura es el reino, por excelencia, de la ambigüedad. C) para los escritores la fantasía es el camino hacia el recuerdo. D) la ficción literaria es imposible sin una gran dosis de imaginación. E) las novelas se caracterizan por plasmar ficciones verosímiles. 4. Se colige que en la conformación estética de Tirant lo Blanc predomina la A) hipérbole. B) antítesis. C) ironía. D) paradoja. E) comparación. 5. Si la descripción de la batalla de Waterloo que aparece en Los miserables hubiese sido idéntica a la que aparece en cualquier manual de historia, Victor Hugo habría A) seleccionado expresiones más conmovedoras. B) persuadido mejor que una novela de aventuras. C) presentado a Napoleón como un gran estratega. D) conseguido exaltar a los lectores más exigentes. E) renunciado a alcanzar la verdad literaria. 6 En el texto, la expresión RECUPERACIÓN DEL TIEMPO PERDIDO connota A) añoranza. B) retorno. C) recreación. D) sustitución. E) reiteración.

II TEXTO DE LA LITERATURA Y LA VIDA

TEXTO 2

La literatura, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la

Page 41: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción o explotación. Nada enseña mejor que la literatura a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura es divertirse, sí, pero, también, aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias —como las llamaba Isaiah Berlin— de que está hecha la condición humana. 1.¿Cuál es el mejor resumen del texto? A) La literatura reconoce la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y lucha contra la injusticia de los nacionalismos doctrinarios. B) La literatura propicia el reconocimiento de los otros, nos permite compartir lo que somos como humanos y fomenta la igualdad esencial de los hombres. C) La literatura, a diferencia de la ciencia y la técnica, es un instrumento que faculta al ser humano a desarrollar su capacidad solidaria. D) La literatura nos permite aprender las diferencias que subyacen a la multiplicidad de caracteres que existen entre los seres humanos. E) La literatura es el mejor instrumento para luchar contra la necedad de la xenofobia, los nacionalismos y la discriminación racial. 2. En el texto, el término OREJERAS connota A) prejuicio. B) sordera. C) amnesia. D) angustia. E) rencor. 3. Resulta incompatible, con respecto a la función que el autor le asigna a la literatura, sostener que A) es un instrumento que debe fomentar el nacionalismo. B) nos permite tener un conocimiento sobre qué y como somos. C) tiene la capacidad fomentar valores como el respeto al otro. D) nos hace más conscientes de que, esencialmente, somos iguales. E) establece los mecanismos para desarrollar el diálogo entre humanos.

Page 42: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

4. Podemos inferir, en relación al efecto que producen las obras de Shakespeare y Cervantes, que A) establecen sutiles diferencias entre los seres humanos. B) su calidad artística es un valor que debe ser reconocido. C) destacan por situar al ser humano como protagonista. D) propician un sentimiento de pertenencia y de integración. E) ayudan a los solitarios a sobrellevar su gran desasosiego. 5. Si la literatura, como sostiene Vargas Llosa, no cumpliese con denunciar cualquier forma de discriminación o explotación, entonces A) se limitaría a cumplir con la función lúdica del arte. B) sería considerada como un arte completamente social. C) sería practicada por todos los escritores comprometidos. D) tendría como objetivo analizar la psicología humana. E) se acercaría a la ciencia para comprender al hombre.

III. TEXTO SOBRE LA LITERATURA Y LA VIDA

TEXTO 3

Desde la publicación de sus primeros artículos en la prensa nacional y extranjera, Vargas Llosa le ha atribuido a esta clase de textos un papel medular en su ejercicio profesional. Para él, el formato del artículo periodístico es el medio de expresión de sus creencias, tomas de posición, desavenencias y estupores frente a la actualidad, quizá porque una de las características centrales del artículo es que faculta a quien lo escribe (luego de una interpretación del hecho observado) a opinar y a influir con su opinión sobre los demás. Vargas Llosa es un articulista que emplea una estrategia que se despliega sobre la realidad en tres momentos. Primero, recrea anecdóticamente una situación que puede ser diversa. En este sentido tanto la actuación moral de un personaje como un hecho de enorme importancia social son, para Vargas Llosa, propicios para sacar importantes conclusiones sobre el ser humano. En segundo lugar, hace una interpretación que rescata de esa anécdota aquello que pueda plantearse polémicamente. Finalmente, formula una opinión o un juicio de valor cuyo propósito es, según el propio Vargas Llosa, “ayudar a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor”. Este último es el momento más importante para quien considera que el artículo periodístico es un instrumento persuasivo capaz de ejercer influencia sobre los demás y en el que el autor logra erigirse como un verdadero intelectual, es decir, como orientador de la opinión pública. Para alguien interesado en seguir la evolución intelectual y literaria del autor es muy útil acercarse a sus artículos periodísticos. No son, frente a su labor de escritor, textos menores. Constituyen, mas bien, el espacio propicio para la reflexión sobre la propia creación, el lugar desde el que Vargas Llosa ha alimentado incesantemente su vocación literaria y explorado, desde el tratamiento de la actualidad, los temas que ha desarrollado posteriormente en algunas de sus novelas. En suma, el lugar privilegiado donde podemos observarlo reflexionar y cambiar de puntos de vista.

Page 43: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

Sus actitudes y posiciones políticas son recurrentes en sus artículos y, al parecer, lo político lo acerca más a la realidad de la que a veces teme alejarse en ese viaje puramente imaginario que supone la escritura de cada una de sus novelas. En ese sentido, lo que Vargas Llosa llama suceso de actualidad es, ante todo, un hecho que por su naturaleza coyuntural, demanda del escritor una toma de posición. Esta preocupación por edificar y construir una opinión se sustenta en una fe y confianza que, normalmente, no advertimos en sus obras de ficción. Cuando el centro de su atención no es el momento presente y lo es, en cambio, la trayectoria de un escritor, el recuerdo de un amigo o la publicación de un libro, Vargas Llosa explota la circunstancia para obtener o sacar una lección cuya utilidad se proyecta sobre nuestro comportamiento moral. En este sentido es un admirador de valores como la integridad, consecuencia, talento, creatividad y constancia en el artista. En sus artículos, las referencias a la literatura son numerosas. En ellos vemos asomar a un autor fascinado por los poderes de la ficción, poderes que se proyectan sobre la propia vida para entenderla y comprendernos mejor a nosotros mismos. En los artículos sobre política ni el tratamiento ni el lenguaje dejan de ser los empleados por el autor cuando se ocupa del arte o de la literatura. Adoptan, es cierto, el semblante de la argumentación y diseccionan el tema rigurosamente, pero no por ello dejan de transpirar vida, de ser estimulantes y, sobretodo, de volcarnos, comprometernos con nuestro presente. Ese es su valor fundamental. Vargas Llosa nos muestra, pues, cómo a través sus artículos en los que detenta una posición clara frente a los problemas más álgidos, se hace y se construye opinión. En sus manos el artículo periodístico se convierte en el instrumento privilegiado de un escritor visceralmente comprometido con su tiempo y con la literatura. 1. Determine el tema central del texto. A) La argumentación en el artículo periodístico vargasllosiano. B) Los poderes de la ficción en el artículo periodístico vargasllosiano. C) La importancia del artículo periodístico en la obra de Vargas Llosa. D) La presencia de la política en el artículo periodístico vargasllosiano. E) El artículo periodístico y su relación con la literatura en Vargas Llosa. 2. Es incompatible, con respecto al ejercicio periodístico de Vargas Llosa, sostener que A) le interesa tratar cuestiones relacionadas con la ficción. B) es un instrumento que le permite entender al ser humano. C) le permite desarrollar la estrategia argumentativa. D) se vuelca sobre el presente para obtener conclusiones. E) ejerce una mínima influencia en su obra novelística. 3. El vocablo DESAVENENCIAS tiene el sentido contextual de A) disgustos. B) desacuerdos. C) rupturas. D) rompimientos. E) desuniones. 4. Puede deducirse que los artículos de índole política, escritos por Vargas Llosa,

Page 44: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

A) diseccionan el tema de forma rigurosa. B) emplean los mismos recursos de los literarios. C) son fundamentalmente argumentativos. D) son los más importantes dentro de los que escribe. E) demandan del lector una toma de posición. 5. Si los artículos políticos de Vargas Llosa no desarrollaran una estrategia argumentativa, muy probablemente A) carecerían de lógica. B) dejarían de ser artículos. C) no serían tan polémicos. D) defenderían causas justas. E) podrían ser cuentos.

Page 45: La Literatura y La Vida de Vargas Llosa

TEXTOS DE VARGAS LLOSA LA LITERATURA Y LA VIDA Texto 1 Texto 2 Texto 3

1) A 1) B 1) C 2) A 2) A 2) E 3) C 3) A 3) B 4) A 4) D 4) E 5) E 5) A 5) C 6) C