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Estudio donde se articulan descripciones y concepciones de la sociedad carcelaria y la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. en la relación imaginaria del sujeto.
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1
LA LUCHA POR PURO PRESTIGIO EN LOS PABELLONES DE UNA CÁRCEL.
Nicolás San Martín
Publicado en: Investigaciones en Psicología, vol. 3 (2011), Facultad de Psicología UBA.
El presente artículo forma parte de un estudio más vasto cuyo punto de partida son una serie de
datos recogidos por la experiencia etnográfica disponible en la bibliografía y distintas
concepciones psico y sociológicas, así como un conjunto de interrogaciones e hipótesis que han
tenido lugar paralelamente a una práctica psicoanalítica en circunstancias tan particulares como
la institución penitenciaria.
Se partirá de algunas descripciones hechas por Valverde Molina para tener una primera
perspectiva de tales circunstancias, comenzando por lo que denomina el ‘código del recluso’ y
otros fenómenos propios de la vida carcelaria para luego contraponerlas a otras descripciones.
Lo que, en su consideración del internamiento penitenciario, el mencionado autor remarca en
primer lugar es el del énfasis puesto en la seguridad, asociado al objetivo fundamental de
“‘evitar problemas’ y, sobre todo, dominar al preso” (Valverde, 1997:41); que junto al que se
pone en la evitación de la fuga y el control de la vida diaria del preso, además de la violencia
que se presenta en su hábitat, darían lugar a un anormalización ligada a “la configuración de
unas consistencias comportamentales adaptadas a esa situación”. El autor retoma este principio
explicativo en relación a ese hecho tan concreto y particular de la cárcel que designa como el
«código del recluso», que define del siguiente modo:
“No se trata de un código formal, sino de una serie de reglas no escritas, bastante
difusas, y cuya aplicación dependerá de los individuos y las situaciones. (...) No es
únicamente un conjunto de normas que regulan las relaciones entre los individuos, sino
que favorece a los miembros del sistema social que están más cerca del grupo
normativo, y discrimina a los que están a mayor distancia de ese grupo, de la misma
manera, el código de reclusos en realidad no es sólo una manera de autoprotección del
preso frente a la institución1, sino que acaba convirtiéndose en una forma más de una
dominación de los privilegiados sobre los desprotegidos, en una defensa de los intereses
de los grupos dominantes de presos, que adquieren una auténtica consideración de
‘grupos normativos’, que son los que ejercen el poder de hecho, controlan la vida en la
cárcel y, en consecuencia, dictan muchas de las formas de convivencia en la cárcel,
2
sobre todo de todos esos aspectos de la vida diaria ‘subterránea’ de la prisión, de la que
la institución parece ignorar, pero que afecta total y directamente al preso en todas y
cada una de sus actividades” (Valverde, 1997:45).
Esta descripción sin duda es bastante ilustrativa del hecho al cual hace mención e indica muy
precisamente, al final, el lugar institucional de este orden regular, pero quizá tendría que
objetársele que intente darle una inteligibilidad demasiado pronto, antes de haber obtenido del
hecho, considerado como tal, las claves de su determinismo. Si bien es cierto que a ninguna
observación es ajena una estructuración resultante de las nociones conceptuales que hacen al
abordaje específico que corresponde a la disciplina de que se trate, tratándose de un hecho
social que, por tal motivo, comporta cierta homogeneidad con respecto al abordaje que se hace
para comprenderlo, resulta valioso el poder acceder, por poco que sea, a la comprensión misma
de quienes integran dicha realidad social respecto de aquél. Antes de intentar describir los
hechos que conforman el código en cuestión, se destacarán algunas circunstancias referidas por
el autor que podrían considerarse como conformando, junto con ellas, parte de un mismo hecho
social, una misma estructura si se quiere, si bien en la descripción citada se presentan como
hechos aislados.
Entre lo que se considera en el texto como consecuencias concretas del “proceso de
adaptación” a la “situación anormalizadora de la prisión” por parte del recluso, se menciona la
dicotomía de la autoafirmación agresiva y la sumisión frente a la institución. A la primera de
ellas el autor la entiende en principio como referida únicamente “hacia todo lo que tenga
alguna vinculación con la institución”. Se trata, según su experiencia, de “una de las más
importantes consistencias comportamentales del inadaptado como resultado de la respuesta
social al delito, y desde la realidad del preso es un sano mecanismo de adaptación al medio”,
que institucionalmente determina una caracterización de él como de alguien “refractario al
tratamiento” penitenciario. Lo que para el autor dicha elección representa, es la posibilidad,
única en el contexto en cuestión, de “conservar su autoestima”, al precio de llevar “a un
endurecimiento del régimen penitenciario”. Cabría decir, por otra parte, que el énfasis
exclusivo del recorte teórico puesto en la direccionalidad hacia la institución no permite
apreciar en toda su dimensión todas las implicancias de la elección en cuestión, pues sin duda
alguna no se trata de una posición que se adopta exclusivamente en esa vertiente, relativa a los
agentes penitenciarios o el tratamiento que está a su cargo, ya que respecto de las otras
interacciones no puede considerarse que no caigan bajo su alcance. Se trata de un
posicionamiento con una extensión mayor que, como se procurará más adelante mostrar,
involucrado también en los fenómenos concernientes a aquél código del recluso, el cual según
parece no debe concebirse como la mera consecuencia normativa, secundaria al
3
establecimiento de privilegios en el interior de los pabellones para algunos subgrupos en
detrimento de algunos otros, sino más bien como la manifestación a nivel observable de una
matriz más esencial que abarca tanto a este fenómeno de la vida en prisión que es el de la
relación entre los presos entre sí como aquel otro aspecto, referido recién, que es el de las
relaciones con la autoridad encargada del tratamiento penitenciario, no manteniéndose ambas
esferas aisladas la una de la otra.
En el otro polo de la elección que el autor capta como esencial en el vivenciar del recluso,
tenemos la alternativa de la sumisión frente a la institución, su par opuesto. Para el autor, como
factores ligados a la determinación de la alternativa de que se sirva el preso estarían: las
características de su proceso de vida, las consistencias comportamentales que haya desarrollado
previamente y las posibilidades de encontrar refuerzos consistentes en la propia prisión en
función de cómo se incluya en el grupo de presos, lo que a su vez estaría determinado por el
tipo de delito. Y, en efecto, el delito tiene cierta función estratificadora en el interior del
“sistema social alternativo” carcelario.
Como dijimos, la división expositiva que se lleva a cabo, y que termina por deshacer los
vínculos intrínsecos que existen entre la realidad del código de los presos, la elección forzada
entre agresión y sumisión y otros hechos empíricos destacados por el autor, termina por
perjudicar la intelección que puede hacerse de los mismos en tanto constituyen un hecho social
que integra tales aspectos en su dinámica propia.
En lo que sigue se considerarán las mentadas ‘relaciones interpersonales’ en tanto participan de
la dialéctica del dominio y la sumisión. Se intentará mostrar entonces cómo esta dialéctica
tiene un lugar central, que por lo demás afecta no sólo a las relaciones entre pares sino también
las relativas a la autoridad. Sin embargo, no podríamos conformarnos con el intento de
explicación que dice que “en un entorno violento todo se vuelve violento y quienes, por
capacidad de liderazgo, por fortaleza física, porque ‘no tienen nada que perder’, o por cualquier
otra causa, están en condiciones de dominar a los demás, lo van a hacer” (Valverde, 1997:61).
Sin duda, el entorno es determinante y todo el énfasis puesto por el autor en tal aspecto (tal
como sucede en la sociología en general) resulta clave para no sesgar la mirada en una
perspectiva que se limite a alimentar la fantasía de un principio causal de exteriorizaciones
inherente al sujeto bajo las distintas modalidades que el sentido común ha hecho proliferar en
la historia, y que sin duda sigue haciéndolo en gran medida (en las nociones de la
criminología). Pero el aspecto subjetivo interviniente tal vez podría mostrarse que va más allá
4
de aquello que se consigna como capacidad de liderazgo, como fortaleza física o como no tener
nada que perder. No tener nada que perder es algo que difícilmente puede encontrarse
empíricamente, pues justamente la experiencia muestra cómo la propiedad personal del preso
es motivo de los enfrentamientos que constituyen aquellas “situaciones conflictivas de gran
violencia” que tienen lugar supuestamente a raíz de aquellos “acontecimientos insignificantes”.
Sea como fuera, en los dichos frecuentes de los presos, puede notarse cómo, en el límite de lo
que está en juego en aquellos conflictos intramuros que confronta un par de presos, está la vida
cuya pérdida es una posibilidad bien real de la que no podría decirse que no se pueda perder en
tanto no se está muerto. En cuanto a que la violencia del medio convierte a todo en violento, es
un enunciado que no explica cual es el mecanismo en que dicha violencia se ejerce ni cómo se
introduce ella. Otro tanto podría decirse respecto a la capacidad de liderazgo, que de algún
modo es parte de lo que se intenta explicar.
La ‘sumisión a la institución’ por parte de los internos puede considerarse el ideal de quienes
tienen a su cargo la ejecución del tratamiento penitenciario. Según Goffman es propio de las
concepciones del personal en las instituciones totales el que consideren que los reclusos habrán
de optar por tales formas de incluirse en la vida de la institución, es decir, o bien sumisión o
bien rebelión, nuevamente como tratándose de un binarismo.
“El personal suele suponer que la disposición espontánea a mostrarse correctamente
respetuoso en esas primeras entrevistas cara a cara, indica que el interno será en lo
sucesivo consuetudinariamente dócil. La primera ocasión en que los miembros del
personal instruyen al interno sobre sus obligaciones de respeto puede estar estructurada
de tal modo que lo incite a la rebeldía o a la aceptación permanentes. De ahí que estos
momentos iniciales de socialización puedan implicar un ‘test de violencia’ y hasta una
lucha para quebrantar la voluntad reacia: el interno que se resiste recibe un castigo
inmediato y ostensible cuyo rigor aumenta hasta que se humilla y pide perdón”.
(Goffman, 1961:29)
En la cita de arriba los polos de la dicotomía son conectados en virtud de la mediación que se
hace cumplir al castigo en tanto apunta a la modificación del interno que se resiste por el que
se humilla y pide perdón. Otra cuestión que en la cita es puesta de relieve es la confluencia de
lo que se designa allí como “test de violencia” y de los momentos iniciales, la cual se
comprende claramente si se repara en que en virtud de las practicas vigentes, resulta necesario
que un interno sea incluido en alguna de las categorías que les están reservadas al conjunto de
ellos. Si bien aquí las clases operantes son las de la docilidad y la resistencia, ambas en
5
relación a la autoridad y ambas también como formando parte de la mentalidad, o sea ciertas
formas a priori de la aprehensión vigentes en el accionar cotidiano, del personal, en nada iría
contra los hechos el extender estas concepciones a la misma población penal, la cual presenta
también cierta praxis clasificatoria que conforma un elemento de importancia en sus
interacciones cotidianas2. En general, muchos relatos se refieren a cierta dicotomía actuante (o
sea, con valor no meramente especulativo), que se vincula muy particularmente al momento
del ingreso, que clasifica a los internos en lo que denominan gatos y buenos. Se trata de una
clasificación que se manifiesta como el resultado de la interacción en el interior del pabellón, y
hasta podría considerarse que está en dependencia en parte con una dinámica propia o
específica de los presos. De todas formas, habría que tener en cuenta al respecto que, por un
lado, esta taxonomía no sólo no es ignorada sino tenida en cuenta y hasta en ocasiones
compartida por parte del personal penitenciario, por otra, que en las clasificaciones formales de
los criminólogos están presentes criterios en muchos aspectos semejantes. Podrían
diferenciarse, no obstante, las interpretaciones criminológicas de las de los presos, al menos en
una primera consideración, teniendo en cuenta que mientras que en un caso se presupone una
suerte de continuum que liga sendos puntos de la dicotomía, en el otro se enfatiza su
opositividad y la discontinuidad que los separa.
Desde luego que por más definitorio que pueda llegar a ser ese momento inicial debe hacerse
notar que, por un lado, se trata éste -es decir, la existencia de un momento que define el
emplazamiento entre dos polos- de un aspecto formal propio de una serie múltiple de
situaciones y circunstancias presentes en los relatos de diferentes internos, lo que implica que
lo que el ingreso muestra aquí (en su evocación hecha en los diversos relatos que a él refieren)
como patente, forma parte estructurante de toda un serie de circunstancias diversas que están
formalmente determinadas, aunque sea parcialmente, de modo que los ‘derechos’ (en tanto
dependientes de la misma) pueden estar permanentemente en cuestión en la convivencia en el
pabellón. Por otro lado, no ocurre que en todo ingreso se materialice una misma escena como
función, pero su virtualidad parece, sí, tener un alcance bastante general, y en todo caso lo que
parece no faltar es la intervención de factores distintivos. De manera que si no tiene lugar,
deberán intervenir otros elementos para determinar si, en el interior del pabellón, el nuevo
tendrá, sí o no, derechos. Podría decirse que el pabellón mismo buscará la marca que lo
posicione y, en última instancia, forzará el acto que lo haga posicionarse.
Existen diversos elementos con facultad distintiva -y cuya mención resulta recurrente- que
sirven para que en el pabellón se otorgue, o no, determinado prestigio a un preso. Irurzun los
divide en prestigio externo e interno3.
6
El ingreso al pabellón es, pues, un acontecimiento es cierta medida definitorio. En numerosas
descripciones ofrecidas por diversos internos a los que se entrevistó se pone en un primer plano
la elección entre la lucha y la servidumbre. Una descripción realizada por Víctor Irurzun
(Neuman e Irurzun, 1968:113) del ingreso de un preso a un pabellón reza:
“Si bien la propiedad de los elementos de que se compone una ‘ranchada’4- ‘fuelle’
(calentador), ollas, cacerolas, pava, mate, etc.- ‘aparece como de todos’; la caza de los
alimentos, de los cigarrillos, ‘de los paquetes’, etc., despierta agudas técnicas de
detección del ‘ingreso’, es decir, del recién llegado para ver si ‘se lo toma’ -si se lo
incorpora- o no. Éste es semblanteado y cuidadosamente estudiado. Antes de que
sobrevenga la comunicación verbal ya ha sido identificado por sus gestos y su forma de
vestir. Las preguntas de rigor serán canalizadas a averiguar ‘si tiene visitas’ -que
significan ‘paquetes’- y sus respuestas le darán una ubicación acorde con su ‘riqueza’.
Las mismas técnicas serán empleadas con el que sufre traslados a otros pabellones,
‘donde debe comenzar de nuevo por haber perdido sus derechos’ salvo que tenga
‘cartel’, sea ‘un buen muchacho’ o esté ‘recomendado’ ”.
Ahora bien de esto no podríamos conformarnos extrayendo la mera concepción de que en la
cárcel, dentro de los pabellones, rige la ley del más fuerte. Ésta parece ser, en efecto, la
concepción más generalizada al respecto al interrogar a los habitantes mismos de ella. Es claro
que en el resultado de una pelea su valor determinante sea sí lo más relevante. Sin embargo,
hay que tener en cuenta dos cuestiones: en primer lugar, existen toda una serie de
circunstancias que no son en sí misma una pelea, pero que tienen una función determinante en
la jerarquización de los presos y organización de su interacción; en segundo lugar, el salir
perdedor de una pelea (por ejemplo, tras haber sido “clavado” y haber sido llevado al hospital)
tiene un significado completamente distinto al de no aceptar la pelea misma.
Antes de seguir considerando esta cuestión que parece central en la organización de la vida en
el pabellón, al menos en cierto número de ellos, debemos reparan en cierta noción, ligada
muchas veces ya sea a cierto tipo de internos, pabellones y hasta actitudes propias de éstos,
cuya interacción con la misma parece indudable, así como también hacer mención al modo de
referirse de parte de los presos a la escena de la pelea.
"Cachivache" es un término que en el interior del ámbito penitenciario presenta un uso quizá
más recurrente que en otros ámbitos lingüísticos, y que hace referencia a un tipo particular de
preso y a un tipo particular de pabellón5. No sería correcto enunciar que corresponde
7
estrictamente a un término de la "jerga de los presos", pues por presentarse igualmente en el
discurrir del personal penitenciario debe considerarse que en todo caso participa de una más
inclusiva. Cabría entonces preguntarse si se trata en este caso de una palabra importada por
parte de los penitenciarios del discurso de los convictos, o si en cambio fue la jerga de éstos la
que lo introyectó.
En el libro de Neuman e Irurzun se encuentra una referencia a esta palabra, con motivo de la
descripción –hecha en 1968- de la “mentalidad de carcelero”. Dice:
“La única valoración en torno a los presos, producto de esa especialísima mentalidad y
el régimen contentitivo, es buenos y malos o 'cachivaches'. Preso bueno es simplemente
el que se porta bien (no da trabajo). 'Cachivache' es el que se porta mal (da trabajo). Esta
clasificación suele ser nefasta. El ‘bueno’ es casi siempre aquel que no protesta, el varias
veces reincidente, capaz de ubicarse siempre en la situación más provechosa, es decir, el
que ‘se hace’ a la prisión. ‘Malo’ suele resultar el que no se resigna a la concupiscencia,
se indigna ante los atropellos, el que se resiste a su despersonalización diaria, el que ‘no
se hace a la prisión’” (Neuman e Irurzun, 1968: 30)
Tenemos entonces una descripción del cachivache, o un uso del término, en que intervienen su
carácter opuesto en principio a lo que Valverde designaría como “adaptación al ambiente
desnormativizante”, o simplemente el preso que se 'porta bien' siguiendo el texto de Neuman.
Por otra parte, tenemos la referencia al personal penitenciario en la definición del término. La
noción resultante sería la de un preso inasimilable al tratamiento penitenciario y, por tanto, al
mecanismo que éste implica tanto como su lugar dentro de él. Debe decirse que esta definición
no toma en cuenta lo que se desprende del decir de los presos que no de manera infrecuente
emplean el término (claro que podría pensarse que los cuarenta años que median pueden haber
alterado el uso lingüístico).
Veamos ahora el uso que adquiere en un relato autobiográfico de un exconvicto acerca de un
internamiento penitenciario:
“El pabellón 10 ‘B’ era el más cachivache que había en Caseros. Así se llama, en la
jerga carcelaria, al pabellón que aloja a los más rebeldes, a la gente más ‘dura’6 y
pesada, dispuesta a las peleas más sangrientas, a resistirse si los guardias entran
dispuestos a romperlo todo, a protestar, a no cumplir con las directivas de orden y
limpieza, a encabezar un motín” (Shoklender, 1995:50)
8
Aquí encontramos algo que no estaba en la descripción de Neuman, a saber, el rasgo de estar
dispuesto a las peleas más sangrientas. Por otra parte, el hecho de que de un texto a otro, los
sustantivos a los que adjetive pasen de ser los presos a las clases de ellos (pabellones) es un
hecho que tiene, podría decirse, sus implicancias epistemológicas. Lleva implícita la
presuposición de que o bien la característica de un conjunto puede aplicársele directamente a
una parte intergrante de él, o bien la de ésta a aquél. Por otra parte, tratándose en este caso de
un término de la jerga carcelaria, cabría preguntarse por su valor dentro de la concepción
misma del tratamiento penitenciario no sólo en cuanto este se ejecuta por medio de los agentes
del cuerpo general sino también del profesional. Concretamente, el concebir, algo tan
definitorio del devenir del preso en la progresividad de su pena, que no deja de estar
emparentado con la puntuación de su conducta y de su concepto, con su lugar de alojamiento,
incluso con su suerte en la distribución de lo beneficios, como indiferenciadamente propio del
pabellón tanto como del interno que habita en él, lleva directamente al problema de la
injerencia en la práctica habitual criminológica del muro de las categorías entre su praxis y lo
que parece el objeto de la misma.
Se dirá que en este caso concreto se trata de partes en las que precisamente se destaca esa
cualidad que incluso es lo que constituye eso que no sólo es lo más característico en cada una
de ellas, sino hasta el motivo que lleva a su reunión y, por tanto, a la conformación de la
totalidad donde se subsumen. Pero no podría hacerse valer este presupuesto sin antes precisar
en qué sentido podría destacarse una cualidad como más esencial que otras, para lo cual no
basta con que esto vaya de suyo según una praxis clasificatoria que haga de lo que en cuanto
trascendental forma parte de ella, algo que sería independiente tanto de su teoría como de su
práctica.
Habrá quien objete, por otra parte, que quien desembocó en algún pabellón de las
características referidas, sólo lo hará una vez que se produjo ya alguna manifestación de la
conflictividad en cuestión y eso por ser previo a su ingreso al pabellón daría cuenta de su
precedencia. Cabe hacer notar, no obstante, que cualquier ingreso tal podría ser resultado de la
intervención de fenómenos diferentes, de modo que carecería de condición suficiente para
determinar el juicio.
Pero, además, la conflictividad, antes que atributo ¿no es siempre algo que se produce en
relación a un otro? Se la suele referir por ejemplo a relaciones a la autoridad, se la suele ilustrar
a través de descripciones de internos que no quieren colaborar, que se resisten a ingresar en el
9
mecanismo de la progresividad del régimen penitenciario, aquellos internos que dicen no
querer trabajar “y menos para la yuta”, que contestan, etc. O a relaciones entre pares, donde se
destacan comúnmente las peleas, ya sea con puños o con ‘facas’7, las venganzas y ajustes de
cuentas, vinculados ambos con viejas deudas, con robos intramuros, así como una especie de
lucha por prestigio o status. Puede decirse que el de la conflictividad tampoco es un tema que
a los mismos presos les suela resultar indiferente, si bien, queda claro, sus concepciones al
respecto no son las mismas que las de penitenciarios y criminólogos.
Con respecto al uso del término por parte de los presos entrevistados, ya sea en referencia a
internos o a pabellones, la agresividad parece ser un aspecto central en su significación,
incluyendo la que pudiera hacer las veces de vínculo entre pares, como así la alusión a cierta
inestabilidad de los pabellones que parece aludida en menciones a que ‘una situación puede
cambiar en cualquier momento’.
Según se recoge de una serie de relatos, resulta característico de los ‘pabellones cachivache’ el
que al ingresar un nuevo cohabitante se le presente alguien que aprecia con particular interés su
‘mono’8, o bien otra de sus pertenencias como pueden serlo las zapatillas. En ese momento, el
nuevo debe mirarlo y decirle "¿qué te pasa, te gustan mis cosas?", acciones que se sintetizan a
veces bajo el término ‘actitud’ que denota algo a falta de lo cual -lo que era ilustrado mediante
el gesto de quien hace como si nada y depone la mirada- no sólo era blanco de quien se le había
acercado para separarlo del objeto de que se haya tratado en esa puntual ocasión, también se
volvía blanco de otros presos que, habiendo presenciado la escena, consideraban que podrían
ocupar en ella el papel del que lo recibió en primer lugar, en relación a alguna otra pertenencia,
por ejemplo, la campera.
Parte del interés que ofrece el momento del ingreso para la concepción del medio estrictamente
carcelario de vida para el recluso entrante afinca en el valor que tiene por presentar la
oposición entre el medio del cual proviene y aquél que constituirá su nuevo hogar, lo que le
exige que se produzca de manera bastante decisiva la definición de su lugar en la sociedad de
la que de ahí en más formará parte, si bien no por ello debe negarse que tal emplazamiento está
sujeto no obstante a un devenir.
Interpretar el código carcelario, en tanto es beneficioso para un subgrupo de presos en
detrimento del resto, como el orden establecido a raíz de la dominación de unos sobre otros
tomados como grupos de poder, a la manera de una superestructura que se funda en la
imposición física del más fuerte, no nos parece satisfactorio como explicación. El primer hecho
que pone esto de manifiesto, como ya dijimos, es el de que no es lo mismo el salir perdedor de
10
una pelea que no aceptar el duelo. La primera estratificación, la primera referencia a clases que
se da distingue en el conjunto entre los que ‘tienen derechos’ también autodenominados los
buenos y los que no los tienen. El derecho depende en parte del prestigio al que está vinculado
el status del preso en el interior de la cárcel que, como ya se indicó, no deja de vincularse a la
carrera delictiva que estén en condiciones de ostentar. Sin embargo, en lo concerniente
estrictamente a la estratificación mencionada, se pone fundamentalmente el hecho de pelear (y
no el resultado de una pelea) como lo que provee al preso, en el interior del pabellón, sus
derechos y le evita quedar en el lugar del ‘gato’, incluso sirviente (Cf. Neuman e Irurzun,
1962:51), donde tiene asignadas determinadas funciones -como cocinar, lavar, limpiar o
diversa cantidad de tareas- en provecho de alguien más.
Respecto de la centralidad de la pelea testimonian regularmente los relatos de los protagonistas
de la vida en las cárceles, las lesiones producidas ocasionalmente a raíz de ellas, las ‘facas’
‘requisadas’, las descripciones etnográficas; se comparte la concepción de que el preso no
puede sustraerse, está obligado a tomar una posición ya sea que ésta lo lleve a participar o a no
hacerlo, dato éste que resultara clave para el pabellón, pero también para él. Otro aspecto que
cualifica la pelea es que se concibe como una hasta la últimas consecuencias, sin que quede
excluida la muerte como posibilidad (si bien en los hechos esta es más baja que en las
narraciones al respecto), lo cual es aludido por Valverde Molina cuando dice que los más
exagerados conflictos pueden dispararse a raíz de motivos (que a él le parecen) ínfimos.
No pocas veces, naturalmente, las peleas terminan en la amistad entre quienes se habían
enfrentado en ella. Un preso con cierta jactancia personal en relación a su prestigio decía que
quienes peleaban con él le demostraban por eso mismo que eran buenos y que podría contar
con ellos por tal motivo para alguna acción en conjunto futura. En una conversación con otro
se preguntó puntualmente por este tema:
-¿Qué pasa cuando alguien pierde una pelea?
-¿Ud. dice cuando hay una pelea legal, uno sale lastimado, el otro no, y no lo ve la policía?
Entonces nada, porque participó. Lo importante es participar.
Según ya se apuntó, el ingreso al pabellón de alguien desconocido daba lugar en el medio a
actividades distintivas orientadas a la clasificación del mismo, lo cual podría decirse que ocurre
tanto con respecto a los uniformados (esto, al menos, según Goffman), como a los
convivientes, tal como lo apunta Tedesco (2006):
11
“Cuando ingresa uno, vas y le preguntás ‘Che, ¿vos hace cuanto que estás?, ¿Porqué
estás?’ Y ahí te fijás, si te dice: ‘por nada’, o ‘por ratear’ ese seguro se convierte en perro”
Lucas, Instituto Castelli, agosto de 2005, citado por Tedesco (2006).
Están presentes ahí los dos aspectos del prestigio mencionados precedentemente, el interno y el
externo. En cuanto al segundo, es un dato recurrente el de la carrera delictiva en el medio
externo. Un interno nos dijo que si alguien decía que estaba preso “de onda”, es decir, sin
relación con lo que se le imputaba, con el hecho (o aún con el ambiente), entonces “se la iban
a hacer pagar”. Según Tedesco (op. cit.) la antigüedad sería un factor relevante en lo relativo a
este punto:
“... la mayor ligazón de quienes están hace más tiempo en el instituto hace que se ponga
a prueba a los recién llegados para observar si se dejan mandar o se animan a ‘pararse’;
a partir de lo cual va quedando en claro quien es digno de respeto o no y parte de las
reglas en el grupo. En relación a ello, el poder superior del grupo más antiguo o
‘establecido’ se basa en alto grado de cohesión y reglas compartidas” (Tedesco, 2006).
Encontramos así nuevamente la interpretación que hace depender parte de las reglas que tienen
lugar en la interacción en el grupo de cierta prerrogativa propia de un subgrupo. A diferencia
de la ya mencionada precedentemente (es decir, cuando se hizo mención a la concepción de
Valverde Molina) en donde sería la imposición por la fuerza la que fundaría los privilegios de
los que las reglas serían algo así como su consecuencia superestructural, en este caso se le
atribuye el factor determinante a la antigüedad o al estar establecido. Pero no debería creerse
que porque una determinada práctica perpetúe una cierta tradición –en este caso, la puesta a
prueba del ingreso en la forma descripta- y porque en el marco de la misma existan ciertos
individuos que obtengan ciertas prerrogativas, entonces ese grupo haya sido el promotor de tal
orden social, ni que el mismo lleve a cabo prácticas diferenciadas que apunten específicamente
a mantenerlo. Lo que puede decirse de manera general (y que es mencionado por ambos
autores) es que la pelea tiene un lugar central en el ordenamiento que constituye el código de
los presos, independientemente de las explicaciones que se hagan al respecto. Por otra parte, la
antigüedad como principio jerarquizador puede considerarse también como algo inherente a
muchas instituciones, y por lo tanto excede el ámbito estrictamente penitenciario. Pero dado
que resulta de interés, consideremos algunos fragmentos de la investigación citada en último
término llevada a cabo por Tedesco, cuyo material resulta semejante a aquél del que parte este
trabajo. Se dijo ya que la categoría de ‘gato’ había sido ampliamente descripta como ligada a
ciertas prácticas de servidumbre en beneficio de otros presos, y también con la renuncia a la
12
lucha contra ellos mismos. Figura similar es la que se designa en el término ‘perro’ tal como se
encontró en el sistema correccional de Córdoba:
“ ‘ (…) hay algunos que los mirás y ya sabés que son perros, que los mandás y hacen las
cosas. Uno se da cuenta quien puede ser perro’ (Marcelo, instituto Malvinas, octubre de
2005)
“ ‘ (…) el perro es el que es un estúpido bárbaro, el que se deja mandonear’ (Jorge, instituto
Castelli, febrero 2006)” (Tedesco, 2006)
Más adelante en el texto, la autora explica la articulación entre la praxis clasificatoria y la
pelea:
“El lugar donde se sitúa un joven puede cambiar, y una de las vías para no constituirse
en perro de otro con mayor poder, es demostrar que no se tiene miedo a pelear. (…) La
cuestión de pararse y poner el cuerpo si otro plantea la pelea, no implica la necesidad de
ganar dicha pelea. Los jóvenes señalan que ganar o perder no define si se empieza o deja
de ser perro, la cuestión más importante que se pone en juego en el enfrentamiento, es
demostrar que se tiene valor para pelear con el otro, ‘que se la banca’ (…). Quien se
niegue a enfrentar una pelea planteada por otro, perderá el respeto de los demás (…). De
este modo podemos decir que el entrar en pelea y perder es mejor visto por los jóvenes
que el negarse a pelear; en el sentido de que la actuación de la masculinidad depende de
un despliegue de gestos ligados a la demostración de valor para enfrentar situaciones
violentas.
“‘ (…) no es que porque ganes le puedas pedir a otro algo, no es una pelea por ganar o
perder. Después de la pelea queda todo bien y te seguís hablando. Porque si estamos
todo el día en el sector, para qué vas a estar llevándote mal si te ves la cara a cada
rato’ (Daniel, instituto Malvinas, octubre de 2005)” (Tedesco, 2006)
Podría decirse que estas conclusiones son confluentes con las ofrecidas aquí sustituyendo el
término ‘perro’ por el de ‘gato’, si bien debe precisarse que no podría hablarse de la
conformación de grupos a partir de esta clasificación. Inversamente, estos procesos definitorios
o clasificatorios se imponen por sobre las dinámicas grupales existente (las que involucran a
los ranchos, su interacción, etc.) –o como mínimo se superponen-, de manera que si en virtud
del mecanismo aludido un sujeto es conducido a quedar subsumido bajo alguno de los
contrarios de la relación, no por ello se agrupará con sus semejantes.
13
Esto nos lleva a otro aspecto de la cuestión pues, si bien es evidente que esta suerte de rito
clasificatorio tiene por finalidad la determinación del emplazamiento del preso entre los
términos de esta oposición dicotómica, también existe en las descripciones un lugar para la
cuestión de la propiedad. De algún modo, la propiedad es uno de esos derechos que se poseen
o no en función de la posición que se adopte. Son el mono, o las zapatillas, ejemplos de objetos
que intervienen en el principio de las peleas. Además de los robos y las peleas, muchas de las
cuales deben verse como intentos de robo que no lograron concretarse en virtud de la reacción
de un preso ante la intención del otro, también se habla acerca de los hurtos.
Un interno, argumentando que él ya no se metía en problemas, aseguraba que a veces había
quienes “vienen con el cuento: ‘que tal le sacó tal cosa a tal’ ”, pero que sin embargo él no
intervenía en asuntos que no le incumbían y ni siquiera prestaba atención a tales comentadores
–que según él solían ser aduladores-; incluso que no ‘entendía’ a los que andaban pendientes
de ‘eso’. Prosiguiendo con su discurso, este interno dijo que ‘ranchaba’ con un amigo y otros
presos. Luego se refrió a la circunstancia hipotética en que la víctima de una sustracción sea un
amigo de él (en lugar de alguien que le resulte indiferente), y aseguró que él no podría ir a
“defender sus cosas” porque eso “está mal visto acá. El que tiene que ir a defenderlas es al que
se las sacaron porque si voy yo es como si fueran mías. Yo lo que haría es avisarle y mi amigo
iría él sólo” 9.
Prosiguiendo llegó a precisar cómo concebía él los hechos: las cosas no se poseen en último
término sino en virtud de la disposición a pelear por ellas. Así, el que conserva un objeto lo
hace, en un robo, porque ha enfrentado a quien fue con intención de apropiárselo, en un hurto
porque ha ido a recuperarlo del mismo modo. En cuanto al que se apropia de algo que poseía
algún otro, lo hará en virtud de la falta de resistencia ofrecida por aquél en su renuncia a pelear
por tales cosas, y por tanto la renuncia también al reconocimiento de ‘derechos’, que contrasta
con la predisposición en el otro de hacerlo y que lo adquiere por eso mismo (al
reconocimiento). Esto llegaba hasta el punto, según este interno, de que ‘se sabía’ si tal o cual
peleaba o no. Esto se condice con dos cosas que ya se ha apuntado: en primer lugar la función
clasificatoria inherente a la escena en virtud de la cual el sujeto queda marcado con el rasgo o,
al contrario, con la ausencia del mismo, en segundo término, el valor clave de aquellos
momentos que son de carácter definitorio respecto a esto. De manera más concisa, puede
decirse que la propiedad sobre el objeto en tales casos no es reconocida del mismo modo a
cualquier habitante del pabellón sino meramente a quienes ‘tienen derechos’, los cuales
obtienen ese reconocimieno (base de su prestigio) asumiendo el riesgo que conlleva la pelea,
quedando para el resto una situación de dependencia esencial, situación que puede vincularse
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por ende con aquella conciencia dependiente de la experiencia de lucha mortal de la dialéctica
hegeliana del amo y del esclavo, descripta por Kojève en estos términos:
“Ese Esclavo es el adversario vencido que aún no ha ido hasta el final en el riesgo de la
vida, que no ha adoptado el principio de los Amos: vencer o morir. Ha aceptado la vida
elegida por el otro. Depende pues de ese otro. Ha preferido la esclavitud a la muerte, y
es por eso que permaneciendo con vida, viva como Esclavo” (Kojève, 1947:23)
Al la luz de estas interpretaciones, poden retomarse determinados hechos relatados, algunos
con cierta frecuencia, como las menciones al deber de no atacar a alguien por la espalda
cuando existe alguna cuenta pendiente siempre y cuando ‘tenga derechos’ pues si no no
estaría vedado hacerlo (circunstancia donde se asimila la declaración de la pelea a un
derecho del contendiente que adquirirá según la clase de la que forma parte).
Surge de los testimonios que existe cierta formalidad de la pelea, por ejemplo, en que frente a
alguien que ‘no tiene derechos’ uno que sí los tenga no tiene necesidad de garantizar ciertas
condiciones (que implicarían igualdad de las partes) como sí tendría que hacerlo en otro caso.
Este hecho asimismo parece dar lugar a cierta paradoja –custión que se retomará luego- ya que
mientras los derechos se tienen en función de que se pelee o no, a quienes no los tienen no se
les permite hacerlo.
Prosiguiendo ahora con la descripción referida a los pabellones ‘conflictivos’ y la
argumentación donde la pelea tiene una función central no en tanto de la misma puedan surgir
un ganador y un perdedor sino más bien en tanto confronta por un lado al interno a una
decisión y, por otra parte, cumple una función de clasificación (donde la dimensión de elección
parece disiparse) en la población misma, la cual tiene considerable injerencia en la cultura de
los pabellones e incluso puede plantearse la cuestión de su incidencia en la concepción del
personal, indicaremos algunas menciones al respecto en la bibliografía.
En el relato de Míguez (2007), se encuentra nuevamente la función del pelear en relación al
prestigio, en un caso donde se muestra que puede hasta trascender el exclusivo ámbito de la
convivencia dentro del pabellón (de determinado tipo de pabellones) y llegar a incidir en la
conducta del personal penitenciario en lo que él denomina su ‘manejo’ de la población.
Reproduce un fragmento de discurso de un guardia cárcel del Servicio Penitenciario provincial:
“Yo no tenía problema en pelear con los presos, muchas veces me agarré con los presos.
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Había uno, una vez que salí a defender a un compañero que se le había tirado encima
un preso con una faca. Le digo ‘largá la faca que te peleo’. Y estuve peleando como
media hora, después otros presos me avisaron que le estaban por dar una faca y
entonces me tiré para atrás y el guardia desde la torre hizo un tiro de advertencia con
la Ithaca” (Míguez, 2007:32)
El autor interpreta el episodio en virtud de un mecanismo de reciprocidad para la producción
de obediencia en el cual las interacciones entre los internos y lo agentes penitenciarios pueden
regirse por momentos por el código mismo de la cultura delictiva, o sea el que rige las
interacciones que se producen entre los habitantes de los pabellones, en lugar del de carácter
estrictamente legal. De todas formas, algo que se pone de manifiesto aquí con este
acontecimiento relatado es que no es la coerción producida por el resultado de la pelea lo que
la hace eficaz –eficaz al punto de recurrir a ella un penitenciario como medio de ‘producción
de obediencia’ (op. cit.)- sino el prestigio del que es capaz de investir a sus partícipes en la
comunidad dada, lo cual es evidente por si mismo en cuanto se repara en que el desenlace que
aquí tiene lugar no es el de una reducción de su contendiente por parte del agente penitenciario,
quien debe dar un paso atrás y recurrir, llegado un momento determinado, a una señal
producida por el arma de su compañero, dando por terminada la confrontación.
En relación a la cuestión del prestigio, mencionada ya al considerar la de la función de la pelea,
función en cuanto asigna determinado valor a los internos, el cual resulta por su parte
interpretable dentro del marco que da la organización social peculiar de los pabellones de la
cárcel, cuyo carácter más general involucra un rango bivariado, y que más particularmente
adopta mayor número de valores; en el libro de Mollo (2010), se cita a Franz Alexander y
William Healy, quienes indican que el riesgo que se corre al ejecutar un acto de violencia como
un robo restablece un ‘prestigio interior menoscabado’ a su autor. De manera similar, el
prestigio externo mencionado por Neuman remite justamente al riesgo mencionado por
Alexander y Healy citado arriba, y al idealismo al que Juan Pablo Mollo (2010:46 y ss.) se
refiere en un apartado acerca del delincuente espiritual.
Cabe destacar esta similitud dada por la presencia del riesgo y el prestigio tanto en las
concepciones carcelarias como en la posición del amo de la dialéctica que mantiene con el
esclavo tal como se describe en la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1807). Resulta también
singular el hecho de que en el centro de la estatificación de los pabellones se encuentren
justamente dos clases elementales, una de los 'gatos', que no aceptan el reto que conlleva el
riesgo de muerte, otra de quienes por sí participar de él son los que, según la terminología de la
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jerga carcelaria, 'tienen derechos'.
Pero no se trata meramente de dos clases que dividen al conjunto de la población en función de
algún rasgo que ya esté dado o presente, como podría ser capacidad de liderazgo o alguna cosa
similar. Y tampoco de que se constituyan grupos propiamente dichos en torno a dichas
categorías. Se trata de una dimensión de la cotidianeidad en el pabellón que interviene en los
más diversos aspectos de la vida carcelaria, y que estructura los mismos, que contribuye a
determinar las significaciones que allí tienen lugar y a fijar las imágenes, las ideas que los
presos no solo tienen del resto, sus semejantes, sino hasta de sí mismos.
Cierta ocasión, en el transcurso de una entrevista en la que se cortó la luz, un preso aseguró:
“son los espíritus”, y precisó luego que se trataba de los de aquellos que habían muerto en los
pabellones de aquella cárcel, que “se meten en el cuerpo de los débiles” y les “hacen pelear”.
Se vé aquí otra manifestación de esta dicotomía central en la cultura carcelaria.
La posición de amo está en relación con la legitimidad del robo intramuros ya mencionada
previamente en la que por retroceder ante la posibilidad de la propia muerte uno pierde el
derecho de propiedad y otro, por no vacilar ante la misma, adviene su nuevo poseedor. Pero
resulta bastante evidente que no es el objeto meramente lo que explica la lucha en cuestión. Se
afirmó que cierto preso, que decía haber dejado ya de participar de parte de las peleas (no de
todas, pues decía que debía 'defenderse' si alguien lo atacaba, etc.), atribuía a la 'envidia' el
carácter recurrente en algunos a estar pendiente de 'las zapatillas del otro'. Otros internos (y es
esta la interpretación más frecuente) lo vinculan a cierta necesidad de 'mostrar' o de 'demostrar',
al pabellón, que ‘son más que el otro’. Esta indicación puede conducirnos a la articulación que
Lacan efectúa en torno a la cuestión del deseo como deseo del otro con la de la lucha a muerte
por puro prestigio tal como es concebida en la lectura que él hace de la Fenomenología del
espíritu, y que está presente en su seminario dedicado a las psicosis. Ofrece allí una concepción
particular del objeto humano, clase bajo la que puede subsumirse aquella del objeto que en los
pabellones en cuestión adquiere un valor peculiar que lo articula tanto al robo como al hurto:
“El hecho de que el mundo humano esté cubierto de objetos se fundamenta en que el
objeto del interés humano es el objeto del deseo del otro.
“¿Cómo es esto posible? Porque el yo humano es el otro… en el origen él es una colección
incoherente de deseos (…) y la primera síntesis del ego es esencialmente alter ego, está
alienada. El sujeto humano deseante se constituye en torno a un centro que es el otro en
tanto le brinda su unidad, y el primer abordaje que tiene del objeto es el objeto en cuanto
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objeto del deseo del otro (…).
“En el objeto está incluida una alteridad primitiva, por cuanto primitivamente es objeto de
rivalidad y competencia. Sólo interesa como objeto de deseo del otro (…)
“Esta dialéctica entraña siempre la posibilidad de que yo sea intimado a anular al otro. Por
una sencilla razón: como el punto de partida de esta dialéctica es mi alienación en el otro,
hay un momento en que puedo estar en posición de ser a mi vez anulado porque el otro no
está de acuerdo. La dialéctica del inconsciente implica siempre como una de sus
posibilidades la lucha, la imposibilidad de coexistencia con el otro.
“Aquí reaparece la dialéctica del amo y el esclavo. La Fenomenología del Espíritu, no agota
probablemente todo lo que está en juego en ella, pero ciertamente no podemos desconocer
su valor psicológico y psicogenético. La constitución del mundo humano en cuanto tal se
produce en una rivalidad esencial, en una lucha a muerte primera y esencial. Con la
salvedad de que asistimos al final a la reaparición de las apuestas.
“El amo le quitó al esclavo su goce, se apoderó del objeto del deseo en tanto que objeto del
deseo del esclavo, pero perdió en la misma jugada su humanidad. Para nada estaba en juego
el objeto del goce, sino la rivalidad en cuanto tal. ¿A quien debe su humanidad? Tan sólo al
reconocimiento del esclavo. Pero como él no reconoce al esclavo, este reconocimiento no
tiene literalmente valor alguno.” (Lacan, 1955-6:62)
Puede decirse que el recurso a la noción de una dialéctica del amo y del esclavo según su
versión lacaniana permite reunir aspectos diversos de la vida del preso en los establecimientos
de máxima seguridad estudiados de manera que tanto para la estratificación (o clasificación)
que tiene lugar en los mismos, para la conflictividad que es tantas veces destacada –y a la que
se hizo alusión al mencionar la noción de “cachivache”-, así como para escenas frecuentes de
robos y hurtos intramuros obtenemos un hilo conductor que podría encontrarse a su vez
entramado en otros aspectos de la misma y parece constituir un factor estructurante.
Muchos de estos robos llaman la atención a quienes toman algún conocimiento de la vida
carcelaria, incluso de algunos autores y también partícipes, que comentan la desproporción
que, sin duda, existe cuando una pelea a muerte se desencadena en el momento en que alguien
quiere apropiarse de una par de zapatillas de otro. Sin embargo, se citó otro interno que daba
una interpretación alternativa que ligaba a lo que nombraba como envidia la secuencia –y por
lo tanto, ya no meramente el objeto aparente- y también se mencionó la más frecuente
atribución de una búsqueda de, podría decirse, reconocimiento de status por parte del pabellón,
en cuanto a su valor relativo a su rival. En esa misma línea, hubo un entrevistado que comentó
que era frecuente que quienes incursionaban en semejantes robos luego se jactaban de “usar las
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zapatillas de” tal o cual, quien había gozado por su parte de algún prestigio. Existen ciertas
interpretaciones según las cuales las practicas mencionadas fueran mal vistas por la cultura del
pabellón y, por ende, ello incidiera en una posición inferior de los que participaran de ellas. Y
ello sería inconsistente con el ‘reconocimiento’ esperado de parte del pabellón, con el que se
buscaría al contrario una posición superior. Podría optarse por la alternativa de creer que
hubiera dos tipos de regulaciones, una donde la práctica estuviera connotada en forma positiva,
mientras que en otra, negativa, y que los presos adherirían a una u otra, formando subculturas
diversas, por ejemplo. Pero también existen otras alternativas. Una considera la posibilidad
implícita en el hecho de que muchos presos reconocen la factibilidad de protagonizar un hecho
semejante, o mencionan una alta prevalencia de esto en su pasado, junto a la visión negativa
hacia eso mismo, de manera tal que no debamos presuponer una tendencia cabalmente hacia la
consistencia en el discurso humano (tanto en la muestra de esta investigación como en
general).
Pode citarse un caso que es mencionado por Míguez (2008:105 y ss.). Al referirse al
ordenamiento jerárquico que rige al campo del delito, el autor indica la contradicción entre la
proporción de pequeños robos de carácter violento y los “grandes atracos de carácter pacífico”
cuando la ‘moral’ delictiva indicaría una mayor valoración de los segundos y la experiencia
cotidiana, dice, un mayor peso de los primeros. Pero reencontramos en esta oposición entre dos
formas de victimización que Míguez (2008:107) califica como bardo/robar bien algo que era
también evidente en la otra oposición referida –que por lo demás alude también a formas de
victimización, pero dentro de la cárcel, o bien al hecho de victimizar o no a otros presos en ese
medio-, a saber, en los mismos relatos no se encuentra una discriminación tajante, y los
mismos que incurren en tales acciones pueden hablar despectivamente de las mismas o incluso
admitir en la imagen de algún personaje claramente identificado con el polo ‘robar bien’
elementos de su par opuesto. Es común interpretar la continuidad en esta oposición como el
devenir del que incursiona en el mundo delictivo.
Por otra parte, uno de los ejemplos de Míguez muestra cómo quien primero había calificado
determinado accionar como “bardear” (“les rompimos todo, y le sacamos todo y se bardeó la
historia”) al ser confrontado con las supuestas contradicciones dijo que se trató, tanto con el
robo como con el destrozo, de un medio de tomar revancha. Cabe destacar que la revancha
estaba dirigida a quienes, dijo, lo explotaban, pues era prostituido por ellos. Es decir que este
episodio no parecería ser propicio para incluir en la oposición entre bardo y robar bien pues no
era lo robado independientemente del vínculo social que se produce a través del mismo lo
esencial de la escena. El ejemplo muestra, por otra parte, la incidencia del exceso en la
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concepción retrospectiva, lo cual también podemos decir que está presente en varios relatos
que aluden a peleas pasadas marcadas por el mismo. Cierta obligación conduce a pelear en
determinadas circunstancias para determinados actores, de manera que la consecuencia de no
aceptarla es, en virtud de ella misma, sancionada como una pérdida de prerrogativas sociales,
tal como se mostró; pero esa misma obligación parece llevar hasta un exceso que muchas veces
puede tener consecuencias antinómicas.
Esta inconsistencia del prestigio ligado a la misma figura que es valorada a la vez
negativamente podría tomarse como un ejemplo de la diversidad propia de las fuentes del
reconocimiento, o al menos de diversos modos de interpretar el mismo. En efecto, ya se
mencionó la noción del prestigio inmanente, podríamos decir, a la relación especular, en la
cual el amo busca hacerse reconocer por el esclavo privándolo no solo de su objeto sino
justamente de su reconocimiento, de manera tal que el reconocimiento que recibe de él carece
de valor por eso mismo. Pero, así como no podrían equipararse el reconocimiento del rival y el
del ‘pabellón’ mencionado en las entrevistas, de manera similar no es el mismo prestigio
exactamente aquel que depende directamente de la pelea o el que depende de la carrera
delictiva. O bien, podría pensarse en una hipótesis según la cual dependiendo de la perspectiva
que se adopte -por parte de quienes dependen de él-, ambos prestigios pueden mostrar una
tajante discontinuidad que haga evidente su separación, o bien vincularse a través de una
continuidad que haga difícil diferenciar la parte que toca a cada cual o que conduzca de uno
hacia el otro sin salir de aquel en algún momento puntual sino en el conjunto de los momentos.
De este modo, resulta valida la bipartición de prestigio externo e interno, pero las relaciones
entre ambos se vuelven complejas. Por otra parte, no debe olvidarse que los puntos de vista
adoptados por los que relatan la vida de los pabellones están aquejados de la parcialidad que es
propia de toda perspectiva.
Por lo demás, tal discontinuidad nos reconduce al escalonamiento que en su lectura de la
dialéctica amo-esclavo Kojève ubica respecto de la lucha entre tales opuestos al indicar la
diferencia entre un momento incapaz de otorgar reconocimiento y que por tanto conduce a un
fracaso, al conflicto que apunta, por poner una imagen frecuente, asintóticamente al
reconocimiento –si es que no se ve interrumpido por la muerte, donde el mismo queda
excluido-; y otro que es el que inaugura, según él, la dialéctica histórica, cuya condición es la
asimetría de la partes opuestas:
“por actos de libertad irreductibles, es decir, imprevisibles o ‘fortuitos’, deben
constituirse en tanto que desigualdades en y por esa misma lucha. Uno de ellos, sin estar
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de ningún modo ‘predestinado’, debe tener miedo del otro, debe ceder al otro, debe
negar el riesgo de su vida con miras a la satisfacción de su Deseo de ‘reconocimiento’.
Debe abandonar su deseo y satisfacer el deseo del otro: debe ‘reconocerlo’ sin ser
‘reconcido’ por él.” (Kojève, 1947:15)
Aquí tenemos, pareciera, una indicación que reconduce la clasificación estudiada a un
principio diferente a aquellos mencionados al momento de evocar aquellas interpretaciones que
centraban sus hipótesis en atribuciones personales a los diferentes actores de la escena
carcelaria sin trascender el aspecto de lo fenoménico, pero también a las que lo hacían en la
noción de un código compartido cuya subsistencia se postulaba superestructural respecto de los
hechos que lo instituyen, y que se veía fundado a veces en la antigüedad, otras en el fuerza
interviniente en una dinámica grupal. Pero se trata de una indicación que tampoco admite
reconducir la interpretación de los hechos a un código abstracto infraestructural que determine
los hechos que quedan subsumidos a él sin más. De todas formas, esta noción de acto
irreductible resulta a todas luces problemático si es que no es satisfactorio permanecer para su
consideración en el plano del dominio fenoménico o especular, aunque ello no conlleve la
satisfacción con uno nouménico que le fuera trascendente sin más, cabalmente heterogéneo.
Pero veamos ahora los siguientes fragmentos recopilados por Míguez (2008:120):
“Sosita: -‘Con vos no puede pelear cualquier gil’, te dice el delincuente. Ahí te aplica
también. Le aplica. Si vos sos gil, que esto que aquello… y lo quebró de vuelta, con
palabras
“Claro, después te lo aplican: ‘Mirá que a vos el encargado te dijo esto y esto y no dijiste
nada’. Ya está, te quedó la manchita. Te cruzan a otra cárcel y te dicen: ‘No te olvidesque
a vos en el pabellón 3 el encargado te dijo esto, esto y esto y vos no le dijiste nada, así
que conmigo no te podés parar de manos. No te paraste de manos con el encargado, me
vas a venir a pelear a mí que soy delincuente”
“Entrevistador: -¿O sea que no es solamente peleando que se gana el prestigio?
Sosita: -No, no, mayormente se quiebra a la gente.
Entrevistador: -¿Y puede ser que un delincuente pierda chapa porque le aplican algo?
Sosita: -Y, sí, como que vos por ahí estuviste escondiendo algo que te sacaron a la luz, o
por ahí miente el otro pero te aplica una mentira y la hace pasar y también y también le
puede quedar una manchita al delincuente que ya... O sea, puede ser.
Entrevistador: -¿Y cómo sabés? Porque si te puede aplicar una mentira es como que
puede pasar cualquier cosa.
Sosita: - Y, no, queda un poco en cada uno, en como lo ve cada uno o el grupo… y
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también porque vos sabés, ya desde la manera de hablar o por los hechos que tiene, si es
delincuente o no, pero si no lo conocés es como que te puede quedar la duda. Pero
mayormente en la delincuencia todos se conocen”
En la serie de citas precedente se constatan diversos modos de estar articulados la pelea y el
aplicar. Como habrá notado el lector, aplicar se refiere a dirimir una cuestión de status por vía
discursiva. Según la hipótesis ofrecida arriba, el resultado de la pelea en sí, considerada como
la confrontación de la que resultan un ganador y un perdedor no es determinante en tal respecto
sino lo que ocurre antes de ella, a saber, la disposición –o no- a participar en una. Pero entre
ambas concepciones hay una inversión: en lugar de aceptar el reto y las posibilidades que
pueda tener como resultado para obtener los derechos de señor (retomando los términos de la
dialéctica amo-esclavo), los derechos distribuirán las posibilidades que se tengan, o no se
tengan, para acceder a la pelea. ‘Los que pelean y los que no pelean’ resulta pues una frase de
una particular ambigüedad, pues tanto puede referir a los derechos de quienes designe, como si
se tratase de un hecho objetivado, reconocido por la comunidad; o de su a aceptación o no de la
misma, al hecho de que hayan o no aceptado participar. La primera acepción hace referencia al
código que supuesta o idealmente rige la interacción donde no todos –si no ninguno- pueden
pelear con cualquiera. Existen clases. Algunos, en función de éstas, tienen coartado el acceso a
la pelea, otros están en condiciones de participar. Sin embargo, en el centro de la distribución
de los internos al interior o exterior de las mismas, la participación en la pelea resulta,
inversamente, según el decir de ellos, el dato primario. Se trata de un dato que es irreductibe al
código, el que sólo es general y por tanto no comprende lo singular. Es decir, para determinar
en qué medida el lugar de cualquiera está inscripto en él es preciso notar que por un lado está
aquel lugar al que de un modo más o menos imperfecto el sujeto se encuentra, se afinca, y que
estaba de alguna manera esperándolo en su ingreso al pabellón, a la cultura carcelaria; pero por
otra parte está el hecho, el hecho único tal vez de toda razón práctica, de que tal identidad, la
quiera o la rechace el individuo, no podría nunca cabalmente volverse el sustituto, equivalente,
de él. Tal hecho puede quedar ocultado cuando, creyendo que todo lo que es, es en el código, y
que nada hay fuera de él, se considera, por ejemplo, que la cuestión se agota al considerarla un
círculo que se justifica a sí mismo como podría serlo si concibiéramos que como bajo el
pretexto de su falta de participación en la pelea se le priva del derecho a pelear, se trata de una
consecuencia que es su propio antecedente.
________
Notas: 1 El autor menciona este punto pues dice que la literatura suele quedarse en este aspecto, que
como muestra se trata de uno parcial.
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2 Este hecho, que fue hallado en esta investigación que estuvo basada a dos módulos de un
complejo penitenciario para mayores en regimenes de máxima seguridad, también fue
descripto por Graciela María Tedesco (2006). 3 Según el autor citado: «el prestigio externo es el que acompaña al individuo en su ingreso y le
queda como adosado. Se gana por “jerarquía prontuaria” -frondosos antecedentes-, “por
boletearse un par de botones en la calle”, por haber demostrado aptitudes en el montaje de
empresas de humo y canalizar importantes sumas provenientes del ahorro popular, por haber
actuado a nivel internacional, etc.
»El prestigio interno -“que los hace el grupo”- se gana “con el tiempo y con actos”, por
guardar “conduta carcelaria”, por autoridad moral (preso viejo), por temor (gente de la pesada),
por inteligencia (estafadores), por actitudes de rebelión ante la autoridad (“iracundos”)»
(Neuman e Irurzun, 1968:106)
En el relato que hace Schoklender, el prestigio externo depende de «el tipo de delito
que los ha conducido a la prisión; en aquella época [principios de los '80] el nivel más alto
estaba ocupado por aquellos que habían robado a mano armada. Le seguían el escruche -el
robo con escalamiento-, la estafa -el estafador, en general, era mal visto porque traiciona la
confianza-, el comercio de drogas -que con los años fue escalando hasta posiciones
insospechadas- el homicidio y, por último, la violación». Menciona también, en coincidencia
con Irurzun que «en el más alto de todos, en el nivel del que ha robado un banco, se encuentra
el que “bajó” a un policía» (Schoklender, 1995:50). 4 En los pabellones carcelarios, los presos suelen agruparse en ‘ranchos’ o ‘ranchadas’ que
comparten la comida y la mesa, entre otras cosas. 5 Para referirse a los cuales suelen emplearse diferentes expresiones, junto a la de ‘cachivache’,
como por ejemplo pabellones villa, pabellones mal mirados y pabellones conflictivos (esta
última no es usada por presos sino por penitenciarios).
6 Reencontramos aquí el rasgo que toma Goffman en su descripción del test de ingreso.
7
‘Faca’ es el término con que suele aludirse a las armas elaboradas en el interior de la cárcel
por los presos con miras a eventuales peleas, que suelen elaborarse afilando algún corte de
metal. 8 ‘Mono’ es un término empleado en la jerga carcelaria con el que designa el conjunto de las
pertenencias de un preso envueltas en una frazada. 9 Ocurre como en el caso del honor según Pitt-Rivers quien, al respecto, afirma: “Un hombre es
siempre, pues, el guardián y árbitro de su propio honor, puesto que éste está en relación con su
propia conciencia, y demasiado estrechamente unido a su ser físico, su voluntad y su juicio,
23
para que ningún otro asuma en su lugar las responsabilidades” (1968:28).
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