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1 LA LUCHA POR PURO PRESTIGIO EN LOS PABELLONES DE UNA CÁRCEL. Nicolás San Martín Publicado en: Investigaciones en Psicología, vol. 3 (2011), Facultad de Psicología UBA. El presente artículo forma parte de un estudio más vasto cuyo punto de partida son una serie de datos recogidos por la experiencia etnográfica disponible en la bibliografía y distintas concepciones psico y sociológicas, así como un conjunto de interrogaciones e hipótesis que han tenido lugar paralelamente a una práctica psicoanalítica en circunstancias tan particulares como la institución penitenciaria. Se partirá de algunas descripciones hechas por Valverde Molina para tener una primera perspectiva de tales circunstancias, comenzando por lo que denomina el ‘código del recluso’ y otros fenómenos propios de la vida carcelaria para luego contraponerlas a otras descripciones. Lo que, en su consideración del internamiento penitenciario, el mencionado autor remarca en primer lugar es el del énfasis puesto en la seguridad, asociado al objetivo fundamental de “‘evitar problemas’ y, sobre todo, dominar al preso” (Valverde, 1997:41); que junto al que se pone en la evitación de la fuga y el control de la vida diaria del preso, además de la violencia que se presenta en su hábitat, darían lugar a un anormalización ligada a “la configuración de unas consistencias comportamentales adaptadas a esa situación”. El autor retoma este principio explicativo en relación a ese hecho tan concreto y particular de la cárcel que designa como el «código del recluso», que define del siguiente modo: “No se trata de un código formal, sino de una serie de reglas no escritas, bastante difusas, y cuya aplicación dependerá de los individuos y las situaciones. (...) No es únicamente un conjunto de normas que regulan las relaciones entre los individuos, sino que favorece a los miembros del sistema social que están más cerca del grupo normativo, y discrimina a los que están a mayor distancia de ese grupo, de la misma manera, el código de reclusos en realidad no es sólo una manera de autoprotección del preso frente a la institución 1 , sino que acaba convirtiéndose en una forma más de una dominación de los privilegiados sobre los desprotegidos, en una defensa de los intereses de los grupos dominantes de presos, que adquieren una auténtica consideración de ‘grupos normativos’, que son los que ejercen el poder de hecho, controlan la vida en la cárcel y, en consecuencia, dictan muchas de las formas de convivencia en la cárcel,

La lucha por puro prestigio en los pabellones de una cárcel

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Estudio donde se articulan descripciones y concepciones de la sociedad carcelaria y la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. en la relación imaginaria del sujeto.

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1

LA LUCHA POR PURO PRESTIGIO EN LOS PABELLONES DE UNA CÁRCEL.

Nicolás San Martín

Publicado en: Investigaciones en Psicología, vol. 3 (2011), Facultad de Psicología UBA.

El presente artículo forma parte de un estudio más vasto cuyo punto de partida son una serie de

datos recogidos por la experiencia etnográfica disponible en la bibliografía y distintas

concepciones psico y sociológicas, así como un conjunto de interrogaciones e hipótesis que han

tenido lugar paralelamente a una práctica psicoanalítica en circunstancias tan particulares como

la institución penitenciaria.

Se partirá de algunas descripciones hechas por Valverde Molina para tener una primera

perspectiva de tales circunstancias, comenzando por lo que denomina el ‘código del recluso’ y

otros fenómenos propios de la vida carcelaria para luego contraponerlas a otras descripciones.

Lo que, en su consideración del internamiento penitenciario, el mencionado autor remarca en

primer lugar es el del énfasis puesto en la seguridad, asociado al objetivo fundamental de

“‘evitar problemas’ y, sobre todo, dominar al preso” (Valverde, 1997:41); que junto al que se

pone en la evitación de la fuga y el control de la vida diaria del preso, además de la violencia

que se presenta en su hábitat, darían lugar a un anormalización ligada a “la configuración de

unas consistencias comportamentales adaptadas a esa situación”. El autor retoma este principio

explicativo en relación a ese hecho tan concreto y particular de la cárcel que designa como el

«código del recluso», que define del siguiente modo:

“No se trata de un código formal, sino de una serie de reglas no escritas, bastante

difusas, y cuya aplicación dependerá de los individuos y las situaciones. (...) No es

únicamente un conjunto de normas que regulan las relaciones entre los individuos, sino

que favorece a los miembros del sistema social que están más cerca del grupo

normativo, y discrimina a los que están a mayor distancia de ese grupo, de la misma

manera, el código de reclusos en realidad no es sólo una manera de autoprotección del

preso frente a la institución1, sino que acaba convirtiéndose en una forma más de una

dominación de los privilegiados sobre los desprotegidos, en una defensa de los intereses

de los grupos dominantes de presos, que adquieren una auténtica consideración de

‘grupos normativos’, que son los que ejercen el poder de hecho, controlan la vida en la

cárcel y, en consecuencia, dictan muchas de las formas de convivencia en la cárcel,

2

sobre todo de todos esos aspectos de la vida diaria ‘subterránea’ de la prisión, de la que

la institución parece ignorar, pero que afecta total y directamente al preso en todas y

cada una de sus actividades” (Valverde, 1997:45).

Esta descripción sin duda es bastante ilustrativa del hecho al cual hace mención e indica muy

precisamente, al final, el lugar institucional de este orden regular, pero quizá tendría que

objetársele que intente darle una inteligibilidad demasiado pronto, antes de haber obtenido del

hecho, considerado como tal, las claves de su determinismo. Si bien es cierto que a ninguna

observación es ajena una estructuración resultante de las nociones conceptuales que hacen al

abordaje específico que corresponde a la disciplina de que se trate, tratándose de un hecho

social que, por tal motivo, comporta cierta homogeneidad con respecto al abordaje que se hace

para comprenderlo, resulta valioso el poder acceder, por poco que sea, a la comprensión misma

de quienes integran dicha realidad social respecto de aquél. Antes de intentar describir los

hechos que conforman el código en cuestión, se destacarán algunas circunstancias referidas por

el autor que podrían considerarse como conformando, junto con ellas, parte de un mismo hecho

social, una misma estructura si se quiere, si bien en la descripción citada se presentan como

hechos aislados.

Entre lo que se considera en el texto como consecuencias concretas del “proceso de

adaptación” a la “situación anormalizadora de la prisión” por parte del recluso, se menciona la

dicotomía de la autoafirmación agresiva y la sumisión frente a la institución. A la primera de

ellas el autor la entiende en principio como referida únicamente “hacia todo lo que tenga

alguna vinculación con la institución”. Se trata, según su experiencia, de “una de las más

importantes consistencias comportamentales del inadaptado como resultado de la respuesta

social al delito, y desde la realidad del preso es un sano mecanismo de adaptación al medio”,

que institucionalmente determina una caracterización de él como de alguien “refractario al

tratamiento” penitenciario. Lo que para el autor dicha elección representa, es la posibilidad,

única en el contexto en cuestión, de “conservar su autoestima”, al precio de llevar “a un

endurecimiento del régimen penitenciario”. Cabría decir, por otra parte, que el énfasis

exclusivo del recorte teórico puesto en la direccionalidad hacia la institución no permite

apreciar en toda su dimensión todas las implicancias de la elección en cuestión, pues sin duda

alguna no se trata de una posición que se adopta exclusivamente en esa vertiente, relativa a los

agentes penitenciarios o el tratamiento que está a su cargo, ya que respecto de las otras

interacciones no puede considerarse que no caigan bajo su alcance. Se trata de un

posicionamiento con una extensión mayor que, como se procurará más adelante mostrar,

involucrado también en los fenómenos concernientes a aquél código del recluso, el cual según

parece no debe concebirse como la mera consecuencia normativa, secundaria al

3

establecimiento de privilegios en el interior de los pabellones para algunos subgrupos en

detrimento de algunos otros, sino más bien como la manifestación a nivel observable de una

matriz más esencial que abarca tanto a este fenómeno de la vida en prisión que es el de la

relación entre los presos entre sí como aquel otro aspecto, referido recién, que es el de las

relaciones con la autoridad encargada del tratamiento penitenciario, no manteniéndose ambas

esferas aisladas la una de la otra.

En el otro polo de la elección que el autor capta como esencial en el vivenciar del recluso,

tenemos la alternativa de la sumisión frente a la institución, su par opuesto. Para el autor, como

factores ligados a la determinación de la alternativa de que se sirva el preso estarían: las

características de su proceso de vida, las consistencias comportamentales que haya desarrollado

previamente y las posibilidades de encontrar refuerzos consistentes en la propia prisión en

función de cómo se incluya en el grupo de presos, lo que a su vez estaría determinado por el

tipo de delito. Y, en efecto, el delito tiene cierta función estratificadora en el interior del

“sistema social alternativo” carcelario.

Como dijimos, la división expositiva que se lleva a cabo, y que termina por deshacer los

vínculos intrínsecos que existen entre la realidad del código de los presos, la elección forzada

entre agresión y sumisión y otros hechos empíricos destacados por el autor, termina por

perjudicar la intelección que puede hacerse de los mismos en tanto constituyen un hecho social

que integra tales aspectos en su dinámica propia.

En lo que sigue se considerarán las mentadas ‘relaciones interpersonales’ en tanto participan de

la dialéctica del dominio y la sumisión. Se intentará mostrar entonces cómo esta dialéctica

tiene un lugar central, que por lo demás afecta no sólo a las relaciones entre pares sino también

las relativas a la autoridad. Sin embargo, no podríamos conformarnos con el intento de

explicación que dice que “en un entorno violento todo se vuelve violento y quienes, por

capacidad de liderazgo, por fortaleza física, porque ‘no tienen nada que perder’, o por cualquier

otra causa, están en condiciones de dominar a los demás, lo van a hacer” (Valverde, 1997:61).

Sin duda, el entorno es determinante y todo el énfasis puesto por el autor en tal aspecto (tal

como sucede en la sociología en general) resulta clave para no sesgar la mirada en una

perspectiva que se limite a alimentar la fantasía de un principio causal de exteriorizaciones

inherente al sujeto bajo las distintas modalidades que el sentido común ha hecho proliferar en

la historia, y que sin duda sigue haciéndolo en gran medida (en las nociones de la

criminología). Pero el aspecto subjetivo interviniente tal vez podría mostrarse que va más allá

4

de aquello que se consigna como capacidad de liderazgo, como fortaleza física o como no tener

nada que perder. No tener nada que perder es algo que difícilmente puede encontrarse

empíricamente, pues justamente la experiencia muestra cómo la propiedad personal del preso

es motivo de los enfrentamientos que constituyen aquellas “situaciones conflictivas de gran

violencia” que tienen lugar supuestamente a raíz de aquellos “acontecimientos insignificantes”.

Sea como fuera, en los dichos frecuentes de los presos, puede notarse cómo, en el límite de lo

que está en juego en aquellos conflictos intramuros que confronta un par de presos, está la vida

cuya pérdida es una posibilidad bien real de la que no podría decirse que no se pueda perder en

tanto no se está muerto. En cuanto a que la violencia del medio convierte a todo en violento, es

un enunciado que no explica cual es el mecanismo en que dicha violencia se ejerce ni cómo se

introduce ella. Otro tanto podría decirse respecto a la capacidad de liderazgo, que de algún

modo es parte de lo que se intenta explicar.

La ‘sumisión a la institución’ por parte de los internos puede considerarse el ideal de quienes

tienen a su cargo la ejecución del tratamiento penitenciario. Según Goffman es propio de las

concepciones del personal en las instituciones totales el que consideren que los reclusos habrán

de optar por tales formas de incluirse en la vida de la institución, es decir, o bien sumisión o

bien rebelión, nuevamente como tratándose de un binarismo.

“El personal suele suponer que la disposición espontánea a mostrarse correctamente

respetuoso en esas primeras entrevistas cara a cara, indica que el interno será en lo

sucesivo consuetudinariamente dócil. La primera ocasión en que los miembros del

personal instruyen al interno sobre sus obligaciones de respeto puede estar estructurada

de tal modo que lo incite a la rebeldía o a la aceptación permanentes. De ahí que estos

momentos iniciales de socialización puedan implicar un ‘test de violencia’ y hasta una

lucha para quebrantar la voluntad reacia: el interno que se resiste recibe un castigo

inmediato y ostensible cuyo rigor aumenta hasta que se humilla y pide perdón”.

(Goffman, 1961:29)

En la cita de arriba los polos de la dicotomía son conectados en virtud de la mediación que se

hace cumplir al castigo en tanto apunta a la modificación del interno que se resiste por el que

se humilla y pide perdón. Otra cuestión que en la cita es puesta de relieve es la confluencia de

lo que se designa allí como “test de violencia” y de los momentos iniciales, la cual se

comprende claramente si se repara en que en virtud de las practicas vigentes, resulta necesario

que un interno sea incluido en alguna de las categorías que les están reservadas al conjunto de

ellos. Si bien aquí las clases operantes son las de la docilidad y la resistencia, ambas en

5

relación a la autoridad y ambas también como formando parte de la mentalidad, o sea ciertas

formas a priori de la aprehensión vigentes en el accionar cotidiano, del personal, en nada iría

contra los hechos el extender estas concepciones a la misma población penal, la cual presenta

también cierta praxis clasificatoria que conforma un elemento de importancia en sus

interacciones cotidianas2. En general, muchos relatos se refieren a cierta dicotomía actuante (o

sea, con valor no meramente especulativo), que se vincula muy particularmente al momento

del ingreso, que clasifica a los internos en lo que denominan gatos y buenos. Se trata de una

clasificación que se manifiesta como el resultado de la interacción en el interior del pabellón, y

hasta podría considerarse que está en dependencia en parte con una dinámica propia o

específica de los presos. De todas formas, habría que tener en cuenta al respecto que, por un

lado, esta taxonomía no sólo no es ignorada sino tenida en cuenta y hasta en ocasiones

compartida por parte del personal penitenciario, por otra, que en las clasificaciones formales de

los criminólogos están presentes criterios en muchos aspectos semejantes. Podrían

diferenciarse, no obstante, las interpretaciones criminológicas de las de los presos, al menos en

una primera consideración, teniendo en cuenta que mientras que en un caso se presupone una

suerte de continuum que liga sendos puntos de la dicotomía, en el otro se enfatiza su

opositividad y la discontinuidad que los separa.

Desde luego que por más definitorio que pueda llegar a ser ese momento inicial debe hacerse

notar que, por un lado, se trata éste -es decir, la existencia de un momento que define el

emplazamiento entre dos polos- de un aspecto formal propio de una serie múltiple de

situaciones y circunstancias presentes en los relatos de diferentes internos, lo que implica que

lo que el ingreso muestra aquí (en su evocación hecha en los diversos relatos que a él refieren)

como patente, forma parte estructurante de toda un serie de circunstancias diversas que están

formalmente determinadas, aunque sea parcialmente, de modo que los ‘derechos’ (en tanto

dependientes de la misma) pueden estar permanentemente en cuestión en la convivencia en el

pabellón. Por otro lado, no ocurre que en todo ingreso se materialice una misma escena como

función, pero su virtualidad parece, sí, tener un alcance bastante general, y en todo caso lo que

parece no faltar es la intervención de factores distintivos. De manera que si no tiene lugar,

deberán intervenir otros elementos para determinar si, en el interior del pabellón, el nuevo

tendrá, sí o no, derechos. Podría decirse que el pabellón mismo buscará la marca que lo

posicione y, en última instancia, forzará el acto que lo haga posicionarse.

Existen diversos elementos con facultad distintiva -y cuya mención resulta recurrente- que

sirven para que en el pabellón se otorgue, o no, determinado prestigio a un preso. Irurzun los

divide en prestigio externo e interno3.

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El ingreso al pabellón es, pues, un acontecimiento es cierta medida definitorio. En numerosas

descripciones ofrecidas por diversos internos a los que se entrevistó se pone en un primer plano

la elección entre la lucha y la servidumbre. Una descripción realizada por Víctor Irurzun

(Neuman e Irurzun, 1968:113) del ingreso de un preso a un pabellón reza:

“Si bien la propiedad de los elementos de que se compone una ‘ranchada’4- ‘fuelle’

(calentador), ollas, cacerolas, pava, mate, etc.- ‘aparece como de todos’; la caza de los

alimentos, de los cigarrillos, ‘de los paquetes’, etc., despierta agudas técnicas de

detección del ‘ingreso’, es decir, del recién llegado para ver si ‘se lo toma’ -si se lo

incorpora- o no. Éste es semblanteado y cuidadosamente estudiado. Antes de que

sobrevenga la comunicación verbal ya ha sido identificado por sus gestos y su forma de

vestir. Las preguntas de rigor serán canalizadas a averiguar ‘si tiene visitas’ -que

significan ‘paquetes’- y sus respuestas le darán una ubicación acorde con su ‘riqueza’.

Las mismas técnicas serán empleadas con el que sufre traslados a otros pabellones,

‘donde debe comenzar de nuevo por haber perdido sus derechos’ salvo que tenga

‘cartel’, sea ‘un buen muchacho’ o esté ‘recomendado’ ”.

Ahora bien de esto no podríamos conformarnos extrayendo la mera concepción de que en la

cárcel, dentro de los pabellones, rige la ley del más fuerte. Ésta parece ser, en efecto, la

concepción más generalizada al respecto al interrogar a los habitantes mismos de ella. Es claro

que en el resultado de una pelea su valor determinante sea sí lo más relevante. Sin embargo,

hay que tener en cuenta dos cuestiones: en primer lugar, existen toda una serie de

circunstancias que no son en sí misma una pelea, pero que tienen una función determinante en

la jerarquización de los presos y organización de su interacción; en segundo lugar, el salir

perdedor de una pelea (por ejemplo, tras haber sido “clavado” y haber sido llevado al hospital)

tiene un significado completamente distinto al de no aceptar la pelea misma.

Antes de seguir considerando esta cuestión que parece central en la organización de la vida en

el pabellón, al menos en cierto número de ellos, debemos reparan en cierta noción, ligada

muchas veces ya sea a cierto tipo de internos, pabellones y hasta actitudes propias de éstos,

cuya interacción con la misma parece indudable, así como también hacer mención al modo de

referirse de parte de los presos a la escena de la pelea.

"Cachivache" es un término que en el interior del ámbito penitenciario presenta un uso quizá

más recurrente que en otros ámbitos lingüísticos, y que hace referencia a un tipo particular de

preso y a un tipo particular de pabellón5. No sería correcto enunciar que corresponde

7

estrictamente a un término de la "jerga de los presos", pues por presentarse igualmente en el

discurrir del personal penitenciario debe considerarse que en todo caso participa de una más

inclusiva. Cabría entonces preguntarse si se trata en este caso de una palabra importada por

parte de los penitenciarios del discurso de los convictos, o si en cambio fue la jerga de éstos la

que lo introyectó.

En el libro de Neuman e Irurzun se encuentra una referencia a esta palabra, con motivo de la

descripción –hecha en 1968- de la “mentalidad de carcelero”. Dice:

“La única valoración en torno a los presos, producto de esa especialísima mentalidad y

el régimen contentitivo, es buenos y malos o 'cachivaches'. Preso bueno es simplemente

el que se porta bien (no da trabajo). 'Cachivache' es el que se porta mal (da trabajo). Esta

clasificación suele ser nefasta. El ‘bueno’ es casi siempre aquel que no protesta, el varias

veces reincidente, capaz de ubicarse siempre en la situación más provechosa, es decir, el

que ‘se hace’ a la prisión. ‘Malo’ suele resultar el que no se resigna a la concupiscencia,

se indigna ante los atropellos, el que se resiste a su despersonalización diaria, el que ‘no

se hace a la prisión’” (Neuman e Irurzun, 1968: 30)

Tenemos entonces una descripción del cachivache, o un uso del término, en que intervienen su

carácter opuesto en principio a lo que Valverde designaría como “adaptación al ambiente

desnormativizante”, o simplemente el preso que se 'porta bien' siguiendo el texto de Neuman.

Por otra parte, tenemos la referencia al personal penitenciario en la definición del término. La

noción resultante sería la de un preso inasimilable al tratamiento penitenciario y, por tanto, al

mecanismo que éste implica tanto como su lugar dentro de él. Debe decirse que esta definición

no toma en cuenta lo que se desprende del decir de los presos que no de manera infrecuente

emplean el término (claro que podría pensarse que los cuarenta años que median pueden haber

alterado el uso lingüístico).

Veamos ahora el uso que adquiere en un relato autobiográfico de un exconvicto acerca de un

internamiento penitenciario:

“El pabellón 10 ‘B’ era el más cachivache que había en Caseros. Así se llama, en la

jerga carcelaria, al pabellón que aloja a los más rebeldes, a la gente más ‘dura’6 y

pesada, dispuesta a las peleas más sangrientas, a resistirse si los guardias entran

dispuestos a romperlo todo, a protestar, a no cumplir con las directivas de orden y

limpieza, a encabezar un motín” (Shoklender, 1995:50)

8

Aquí encontramos algo que no estaba en la descripción de Neuman, a saber, el rasgo de estar

dispuesto a las peleas más sangrientas. Por otra parte, el hecho de que de un texto a otro, los

sustantivos a los que adjetive pasen de ser los presos a las clases de ellos (pabellones) es un

hecho que tiene, podría decirse, sus implicancias epistemológicas. Lleva implícita la

presuposición de que o bien la característica de un conjunto puede aplicársele directamente a

una parte intergrante de él, o bien la de ésta a aquél. Por otra parte, tratándose en este caso de

un término de la jerga carcelaria, cabría preguntarse por su valor dentro de la concepción

misma del tratamiento penitenciario no sólo en cuanto este se ejecuta por medio de los agentes

del cuerpo general sino también del profesional. Concretamente, el concebir, algo tan

definitorio del devenir del preso en la progresividad de su pena, que no deja de estar

emparentado con la puntuación de su conducta y de su concepto, con su lugar de alojamiento,

incluso con su suerte en la distribución de lo beneficios, como indiferenciadamente propio del

pabellón tanto como del interno que habita en él, lleva directamente al problema de la

injerencia en la práctica habitual criminológica del muro de las categorías entre su praxis y lo

que parece el objeto de la misma.

Se dirá que en este caso concreto se trata de partes en las que precisamente se destaca esa

cualidad que incluso es lo que constituye eso que no sólo es lo más característico en cada una

de ellas, sino hasta el motivo que lleva a su reunión y, por tanto, a la conformación de la

totalidad donde se subsumen. Pero no podría hacerse valer este presupuesto sin antes precisar

en qué sentido podría destacarse una cualidad como más esencial que otras, para lo cual no

basta con que esto vaya de suyo según una praxis clasificatoria que haga de lo que en cuanto

trascendental forma parte de ella, algo que sería independiente tanto de su teoría como de su

práctica.

Habrá quien objete, por otra parte, que quien desembocó en algún pabellón de las

características referidas, sólo lo hará una vez que se produjo ya alguna manifestación de la

conflictividad en cuestión y eso por ser previo a su ingreso al pabellón daría cuenta de su

precedencia. Cabe hacer notar, no obstante, que cualquier ingreso tal podría ser resultado de la

intervención de fenómenos diferentes, de modo que carecería de condición suficiente para

determinar el juicio.

Pero, además, la conflictividad, antes que atributo ¿no es siempre algo que se produce en

relación a un otro? Se la suele referir por ejemplo a relaciones a la autoridad, se la suele ilustrar

a través de descripciones de internos que no quieren colaborar, que se resisten a ingresar en el

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mecanismo de la progresividad del régimen penitenciario, aquellos internos que dicen no

querer trabajar “y menos para la yuta”, que contestan, etc. O a relaciones entre pares, donde se

destacan comúnmente las peleas, ya sea con puños o con ‘facas’7, las venganzas y ajustes de

cuentas, vinculados ambos con viejas deudas, con robos intramuros, así como una especie de

lucha por prestigio o status. Puede decirse que el de la conflictividad tampoco es un tema que

a los mismos presos les suela resultar indiferente, si bien, queda claro, sus concepciones al

respecto no son las mismas que las de penitenciarios y criminólogos.

Con respecto al uso del término por parte de los presos entrevistados, ya sea en referencia a

internos o a pabellones, la agresividad parece ser un aspecto central en su significación,

incluyendo la que pudiera hacer las veces de vínculo entre pares, como así la alusión a cierta

inestabilidad de los pabellones que parece aludida en menciones a que ‘una situación puede

cambiar en cualquier momento’.

Según se recoge de una serie de relatos, resulta característico de los ‘pabellones cachivache’ el

que al ingresar un nuevo cohabitante se le presente alguien que aprecia con particular interés su

‘mono’8, o bien otra de sus pertenencias como pueden serlo las zapatillas. En ese momento, el

nuevo debe mirarlo y decirle "¿qué te pasa, te gustan mis cosas?", acciones que se sintetizan a

veces bajo el término ‘actitud’ que denota algo a falta de lo cual -lo que era ilustrado mediante

el gesto de quien hace como si nada y depone la mirada- no sólo era blanco de quien se le había

acercado para separarlo del objeto de que se haya tratado en esa puntual ocasión, también se

volvía blanco de otros presos que, habiendo presenciado la escena, consideraban que podrían

ocupar en ella el papel del que lo recibió en primer lugar, en relación a alguna otra pertenencia,

por ejemplo, la campera.

Parte del interés que ofrece el momento del ingreso para la concepción del medio estrictamente

carcelario de vida para el recluso entrante afinca en el valor que tiene por presentar la

oposición entre el medio del cual proviene y aquél que constituirá su nuevo hogar, lo que le

exige que se produzca de manera bastante decisiva la definición de su lugar en la sociedad de

la que de ahí en más formará parte, si bien no por ello debe negarse que tal emplazamiento está

sujeto no obstante a un devenir.

Interpretar el código carcelario, en tanto es beneficioso para un subgrupo de presos en

detrimento del resto, como el orden establecido a raíz de la dominación de unos sobre otros

tomados como grupos de poder, a la manera de una superestructura que se funda en la

imposición física del más fuerte, no nos parece satisfactorio como explicación. El primer hecho

que pone esto de manifiesto, como ya dijimos, es el de que no es lo mismo el salir perdedor de

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una pelea que no aceptar el duelo. La primera estratificación, la primera referencia a clases que

se da distingue en el conjunto entre los que ‘tienen derechos’ también autodenominados los

buenos y los que no los tienen. El derecho depende en parte del prestigio al que está vinculado

el status del preso en el interior de la cárcel que, como ya se indicó, no deja de vincularse a la

carrera delictiva que estén en condiciones de ostentar. Sin embargo, en lo concerniente

estrictamente a la estratificación mencionada, se pone fundamentalmente el hecho de pelear (y

no el resultado de una pelea) como lo que provee al preso, en el interior del pabellón, sus

derechos y le evita quedar en el lugar del ‘gato’, incluso sirviente (Cf. Neuman e Irurzun,

1962:51), donde tiene asignadas determinadas funciones -como cocinar, lavar, limpiar o

diversa cantidad de tareas- en provecho de alguien más.

Respecto de la centralidad de la pelea testimonian regularmente los relatos de los protagonistas

de la vida en las cárceles, las lesiones producidas ocasionalmente a raíz de ellas, las ‘facas’

‘requisadas’, las descripciones etnográficas; se comparte la concepción de que el preso no

puede sustraerse, está obligado a tomar una posición ya sea que ésta lo lleve a participar o a no

hacerlo, dato éste que resultara clave para el pabellón, pero también para él. Otro aspecto que

cualifica la pelea es que se concibe como una hasta la últimas consecuencias, sin que quede

excluida la muerte como posibilidad (si bien en los hechos esta es más baja que en las

narraciones al respecto), lo cual es aludido por Valverde Molina cuando dice que los más

exagerados conflictos pueden dispararse a raíz de motivos (que a él le parecen) ínfimos.

No pocas veces, naturalmente, las peleas terminan en la amistad entre quienes se habían

enfrentado en ella. Un preso con cierta jactancia personal en relación a su prestigio decía que

quienes peleaban con él le demostraban por eso mismo que eran buenos y que podría contar

con ellos por tal motivo para alguna acción en conjunto futura. En una conversación con otro

se preguntó puntualmente por este tema:

-¿Qué pasa cuando alguien pierde una pelea?

-¿Ud. dice cuando hay una pelea legal, uno sale lastimado, el otro no, y no lo ve la policía?

Entonces nada, porque participó. Lo importante es participar.

Según ya se apuntó, el ingreso al pabellón de alguien desconocido daba lugar en el medio a

actividades distintivas orientadas a la clasificación del mismo, lo cual podría decirse que ocurre

tanto con respecto a los uniformados (esto, al menos, según Goffman), como a los

convivientes, tal como lo apunta Tedesco (2006):

11

“Cuando ingresa uno, vas y le preguntás ‘Che, ¿vos hace cuanto que estás?, ¿Porqué

estás?’ Y ahí te fijás, si te dice: ‘por nada’, o ‘por ratear’ ese seguro se convierte en perro”

Lucas, Instituto Castelli, agosto de 2005, citado por Tedesco (2006).

Están presentes ahí los dos aspectos del prestigio mencionados precedentemente, el interno y el

externo. En cuanto al segundo, es un dato recurrente el de la carrera delictiva en el medio

externo. Un interno nos dijo que si alguien decía que estaba preso “de onda”, es decir, sin

relación con lo que se le imputaba, con el hecho (o aún con el ambiente), entonces “se la iban

a hacer pagar”. Según Tedesco (op. cit.) la antigüedad sería un factor relevante en lo relativo a

este punto:

“... la mayor ligazón de quienes están hace más tiempo en el instituto hace que se ponga

a prueba a los recién llegados para observar si se dejan mandar o se animan a ‘pararse’;

a partir de lo cual va quedando en claro quien es digno de respeto o no y parte de las

reglas en el grupo. En relación a ello, el poder superior del grupo más antiguo o

‘establecido’ se basa en alto grado de cohesión y reglas compartidas” (Tedesco, 2006).

Encontramos así nuevamente la interpretación que hace depender parte de las reglas que tienen

lugar en la interacción en el grupo de cierta prerrogativa propia de un subgrupo. A diferencia

de la ya mencionada precedentemente (es decir, cuando se hizo mención a la concepción de

Valverde Molina) en donde sería la imposición por la fuerza la que fundaría los privilegios de

los que las reglas serían algo así como su consecuencia superestructural, en este caso se le

atribuye el factor determinante a la antigüedad o al estar establecido. Pero no debería creerse

que porque una determinada práctica perpetúe una cierta tradición –en este caso, la puesta a

prueba del ingreso en la forma descripta- y porque en el marco de la misma existan ciertos

individuos que obtengan ciertas prerrogativas, entonces ese grupo haya sido el promotor de tal

orden social, ni que el mismo lleve a cabo prácticas diferenciadas que apunten específicamente

a mantenerlo. Lo que puede decirse de manera general (y que es mencionado por ambos

autores) es que la pelea tiene un lugar central en el ordenamiento que constituye el código de

los presos, independientemente de las explicaciones que se hagan al respecto. Por otra parte, la

antigüedad como principio jerarquizador puede considerarse también como algo inherente a

muchas instituciones, y por lo tanto excede el ámbito estrictamente penitenciario. Pero dado

que resulta de interés, consideremos algunos fragmentos de la investigación citada en último

término llevada a cabo por Tedesco, cuyo material resulta semejante a aquél del que parte este

trabajo. Se dijo ya que la categoría de ‘gato’ había sido ampliamente descripta como ligada a

ciertas prácticas de servidumbre en beneficio de otros presos, y también con la renuncia a la

12

lucha contra ellos mismos. Figura similar es la que se designa en el término ‘perro’ tal como se

encontró en el sistema correccional de Córdoba:

“ ‘ (…) hay algunos que los mirás y ya sabés que son perros, que los mandás y hacen las

cosas. Uno se da cuenta quien puede ser perro’ (Marcelo, instituto Malvinas, octubre de

2005)

“ ‘ (…) el perro es el que es un estúpido bárbaro, el que se deja mandonear’ (Jorge, instituto

Castelli, febrero 2006)” (Tedesco, 2006)

Más adelante en el texto, la autora explica la articulación entre la praxis clasificatoria y la

pelea:

“El lugar donde se sitúa un joven puede cambiar, y una de las vías para no constituirse

en perro de otro con mayor poder, es demostrar que no se tiene miedo a pelear. (…) La

cuestión de pararse y poner el cuerpo si otro plantea la pelea, no implica la necesidad de

ganar dicha pelea. Los jóvenes señalan que ganar o perder no define si se empieza o deja

de ser perro, la cuestión más importante que se pone en juego en el enfrentamiento, es

demostrar que se tiene valor para pelear con el otro, ‘que se la banca’ (…). Quien se

niegue a enfrentar una pelea planteada por otro, perderá el respeto de los demás (…). De

este modo podemos decir que el entrar en pelea y perder es mejor visto por los jóvenes

que el negarse a pelear; en el sentido de que la actuación de la masculinidad depende de

un despliegue de gestos ligados a la demostración de valor para enfrentar situaciones

violentas.

“‘ (…) no es que porque ganes le puedas pedir a otro algo, no es una pelea por ganar o

perder. Después de la pelea queda todo bien y te seguís hablando. Porque si estamos

todo el día en el sector, para qué vas a estar llevándote mal si te ves la cara a cada

rato’ (Daniel, instituto Malvinas, octubre de 2005)” (Tedesco, 2006)

Podría decirse que estas conclusiones son confluentes con las ofrecidas aquí sustituyendo el

término ‘perro’ por el de ‘gato’, si bien debe precisarse que no podría hablarse de la

conformación de grupos a partir de esta clasificación. Inversamente, estos procesos definitorios

o clasificatorios se imponen por sobre las dinámicas grupales existente (las que involucran a

los ranchos, su interacción, etc.) –o como mínimo se superponen-, de manera que si en virtud

del mecanismo aludido un sujeto es conducido a quedar subsumido bajo alguno de los

contrarios de la relación, no por ello se agrupará con sus semejantes.

13

Esto nos lleva a otro aspecto de la cuestión pues, si bien es evidente que esta suerte de rito

clasificatorio tiene por finalidad la determinación del emplazamiento del preso entre los

términos de esta oposición dicotómica, también existe en las descripciones un lugar para la

cuestión de la propiedad. De algún modo, la propiedad es uno de esos derechos que se poseen

o no en función de la posición que se adopte. Son el mono, o las zapatillas, ejemplos de objetos

que intervienen en el principio de las peleas. Además de los robos y las peleas, muchas de las

cuales deben verse como intentos de robo que no lograron concretarse en virtud de la reacción

de un preso ante la intención del otro, también se habla acerca de los hurtos.

Un interno, argumentando que él ya no se metía en problemas, aseguraba que a veces había

quienes “vienen con el cuento: ‘que tal le sacó tal cosa a tal’ ”, pero que sin embargo él no

intervenía en asuntos que no le incumbían y ni siquiera prestaba atención a tales comentadores

–que según él solían ser aduladores-; incluso que no ‘entendía’ a los que andaban pendientes

de ‘eso’. Prosiguiendo con su discurso, este interno dijo que ‘ranchaba’ con un amigo y otros

presos. Luego se refrió a la circunstancia hipotética en que la víctima de una sustracción sea un

amigo de él (en lugar de alguien que le resulte indiferente), y aseguró que él no podría ir a

“defender sus cosas” porque eso “está mal visto acá. El que tiene que ir a defenderlas es al que

se las sacaron porque si voy yo es como si fueran mías. Yo lo que haría es avisarle y mi amigo

iría él sólo” 9.

Prosiguiendo llegó a precisar cómo concebía él los hechos: las cosas no se poseen en último

término sino en virtud de la disposición a pelear por ellas. Así, el que conserva un objeto lo

hace, en un robo, porque ha enfrentado a quien fue con intención de apropiárselo, en un hurto

porque ha ido a recuperarlo del mismo modo. En cuanto al que se apropia de algo que poseía

algún otro, lo hará en virtud de la falta de resistencia ofrecida por aquél en su renuncia a pelear

por tales cosas, y por tanto la renuncia también al reconocimiento de ‘derechos’, que contrasta

con la predisposición en el otro de hacerlo y que lo adquiere por eso mismo (al

reconocimiento). Esto llegaba hasta el punto, según este interno, de que ‘se sabía’ si tal o cual

peleaba o no. Esto se condice con dos cosas que ya se ha apuntado: en primer lugar la función

clasificatoria inherente a la escena en virtud de la cual el sujeto queda marcado con el rasgo o,

al contrario, con la ausencia del mismo, en segundo término, el valor clave de aquellos

momentos que son de carácter definitorio respecto a esto. De manera más concisa, puede

decirse que la propiedad sobre el objeto en tales casos no es reconocida del mismo modo a

cualquier habitante del pabellón sino meramente a quienes ‘tienen derechos’, los cuales

obtienen ese reconocimieno (base de su prestigio) asumiendo el riesgo que conlleva la pelea,

quedando para el resto una situación de dependencia esencial, situación que puede vincularse

14

por ende con aquella conciencia dependiente de la experiencia de lucha mortal de la dialéctica

hegeliana del amo y del esclavo, descripta por Kojève en estos términos:

“Ese Esclavo es el adversario vencido que aún no ha ido hasta el final en el riesgo de la

vida, que no ha adoptado el principio de los Amos: vencer o morir. Ha aceptado la vida

elegida por el otro. Depende pues de ese otro. Ha preferido la esclavitud a la muerte, y

es por eso que permaneciendo con vida, viva como Esclavo” (Kojève, 1947:23)

Al la luz de estas interpretaciones, poden retomarse determinados hechos relatados, algunos

con cierta frecuencia, como las menciones al deber de no atacar a alguien por la espalda

cuando existe alguna cuenta pendiente siempre y cuando ‘tenga derechos’ pues si no no

estaría vedado hacerlo (circunstancia donde se asimila la declaración de la pelea a un

derecho del contendiente que adquirirá según la clase de la que forma parte).

Surge de los testimonios que existe cierta formalidad de la pelea, por ejemplo, en que frente a

alguien que ‘no tiene derechos’ uno que sí los tenga no tiene necesidad de garantizar ciertas

condiciones (que implicarían igualdad de las partes) como sí tendría que hacerlo en otro caso.

Este hecho asimismo parece dar lugar a cierta paradoja –custión que se retomará luego- ya que

mientras los derechos se tienen en función de que se pelee o no, a quienes no los tienen no se

les permite hacerlo.

Prosiguiendo ahora con la descripción referida a los pabellones ‘conflictivos’ y la

argumentación donde la pelea tiene una función central no en tanto de la misma puedan surgir

un ganador y un perdedor sino más bien en tanto confronta por un lado al interno a una

decisión y, por otra parte, cumple una función de clasificación (donde la dimensión de elección

parece disiparse) en la población misma, la cual tiene considerable injerencia en la cultura de

los pabellones e incluso puede plantearse la cuestión de su incidencia en la concepción del

personal, indicaremos algunas menciones al respecto en la bibliografía.

En el relato de Míguez (2007), se encuentra nuevamente la función del pelear en relación al

prestigio, en un caso donde se muestra que puede hasta trascender el exclusivo ámbito de la

convivencia dentro del pabellón (de determinado tipo de pabellones) y llegar a incidir en la

conducta del personal penitenciario en lo que él denomina su ‘manejo’ de la población.

Reproduce un fragmento de discurso de un guardia cárcel del Servicio Penitenciario provincial:

“Yo no tenía problema en pelear con los presos, muchas veces me agarré con los presos.

15

Había uno, una vez que salí a defender a un compañero que se le había tirado encima

un preso con una faca. Le digo ‘largá la faca que te peleo’. Y estuve peleando como

media hora, después otros presos me avisaron que le estaban por dar una faca y

entonces me tiré para atrás y el guardia desde la torre hizo un tiro de advertencia con

la Ithaca” (Míguez, 2007:32)

El autor interpreta el episodio en virtud de un mecanismo de reciprocidad para la producción

de obediencia en el cual las interacciones entre los internos y lo agentes penitenciarios pueden

regirse por momentos por el código mismo de la cultura delictiva, o sea el que rige las

interacciones que se producen entre los habitantes de los pabellones, en lugar del de carácter

estrictamente legal. De todas formas, algo que se pone de manifiesto aquí con este

acontecimiento relatado es que no es la coerción producida por el resultado de la pelea lo que

la hace eficaz –eficaz al punto de recurrir a ella un penitenciario como medio de ‘producción

de obediencia’ (op. cit.)- sino el prestigio del que es capaz de investir a sus partícipes en la

comunidad dada, lo cual es evidente por si mismo en cuanto se repara en que el desenlace que

aquí tiene lugar no es el de una reducción de su contendiente por parte del agente penitenciario,

quien debe dar un paso atrás y recurrir, llegado un momento determinado, a una señal

producida por el arma de su compañero, dando por terminada la confrontación.

En relación a la cuestión del prestigio, mencionada ya al considerar la de la función de la pelea,

función en cuanto asigna determinado valor a los internos, el cual resulta por su parte

interpretable dentro del marco que da la organización social peculiar de los pabellones de la

cárcel, cuyo carácter más general involucra un rango bivariado, y que más particularmente

adopta mayor número de valores; en el libro de Mollo (2010), se cita a Franz Alexander y

William Healy, quienes indican que el riesgo que se corre al ejecutar un acto de violencia como

un robo restablece un ‘prestigio interior menoscabado’ a su autor. De manera similar, el

prestigio externo mencionado por Neuman remite justamente al riesgo mencionado por

Alexander y Healy citado arriba, y al idealismo al que Juan Pablo Mollo (2010:46 y ss.) se

refiere en un apartado acerca del delincuente espiritual.

Cabe destacar esta similitud dada por la presencia del riesgo y el prestigio tanto en las

concepciones carcelarias como en la posición del amo de la dialéctica que mantiene con el

esclavo tal como se describe en la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1807). Resulta también

singular el hecho de que en el centro de la estatificación de los pabellones se encuentren

justamente dos clases elementales, una de los 'gatos', que no aceptan el reto que conlleva el

riesgo de muerte, otra de quienes por sí participar de él son los que, según la terminología de la

16

jerga carcelaria, 'tienen derechos'.

Pero no se trata meramente de dos clases que dividen al conjunto de la población en función de

algún rasgo que ya esté dado o presente, como podría ser capacidad de liderazgo o alguna cosa

similar. Y tampoco de que se constituyan grupos propiamente dichos en torno a dichas

categorías. Se trata de una dimensión de la cotidianeidad en el pabellón que interviene en los

más diversos aspectos de la vida carcelaria, y que estructura los mismos, que contribuye a

determinar las significaciones que allí tienen lugar y a fijar las imágenes, las ideas que los

presos no solo tienen del resto, sus semejantes, sino hasta de sí mismos.

Cierta ocasión, en el transcurso de una entrevista en la que se cortó la luz, un preso aseguró:

“son los espíritus”, y precisó luego que se trataba de los de aquellos que habían muerto en los

pabellones de aquella cárcel, que “se meten en el cuerpo de los débiles” y les “hacen pelear”.

Se vé aquí otra manifestación de esta dicotomía central en la cultura carcelaria.

La posición de amo está en relación con la legitimidad del robo intramuros ya mencionada

previamente en la que por retroceder ante la posibilidad de la propia muerte uno pierde el

derecho de propiedad y otro, por no vacilar ante la misma, adviene su nuevo poseedor. Pero

resulta bastante evidente que no es el objeto meramente lo que explica la lucha en cuestión. Se

afirmó que cierto preso, que decía haber dejado ya de participar de parte de las peleas (no de

todas, pues decía que debía 'defenderse' si alguien lo atacaba, etc.), atribuía a la 'envidia' el

carácter recurrente en algunos a estar pendiente de 'las zapatillas del otro'. Otros internos (y es

esta la interpretación más frecuente) lo vinculan a cierta necesidad de 'mostrar' o de 'demostrar',

al pabellón, que ‘son más que el otro’. Esta indicación puede conducirnos a la articulación que

Lacan efectúa en torno a la cuestión del deseo como deseo del otro con la de la lucha a muerte

por puro prestigio tal como es concebida en la lectura que él hace de la Fenomenología del

espíritu, y que está presente en su seminario dedicado a las psicosis. Ofrece allí una concepción

particular del objeto humano, clase bajo la que puede subsumirse aquella del objeto que en los

pabellones en cuestión adquiere un valor peculiar que lo articula tanto al robo como al hurto:

“El hecho de que el mundo humano esté cubierto de objetos se fundamenta en que el

objeto del interés humano es el objeto del deseo del otro.

“¿Cómo es esto posible? Porque el yo humano es el otro… en el origen él es una colección

incoherente de deseos (…) y la primera síntesis del ego es esencialmente alter ego, está

alienada. El sujeto humano deseante se constituye en torno a un centro que es el otro en

tanto le brinda su unidad, y el primer abordaje que tiene del objeto es el objeto en cuanto

17

objeto del deseo del otro (…).

“En el objeto está incluida una alteridad primitiva, por cuanto primitivamente es objeto de

rivalidad y competencia. Sólo interesa como objeto de deseo del otro (…)

“Esta dialéctica entraña siempre la posibilidad de que yo sea intimado a anular al otro. Por

una sencilla razón: como el punto de partida de esta dialéctica es mi alienación en el otro,

hay un momento en que puedo estar en posición de ser a mi vez anulado porque el otro no

está de acuerdo. La dialéctica del inconsciente implica siempre como una de sus

posibilidades la lucha, la imposibilidad de coexistencia con el otro.

“Aquí reaparece la dialéctica del amo y el esclavo. La Fenomenología del Espíritu, no agota

probablemente todo lo que está en juego en ella, pero ciertamente no podemos desconocer

su valor psicológico y psicogenético. La constitución del mundo humano en cuanto tal se

produce en una rivalidad esencial, en una lucha a muerte primera y esencial. Con la

salvedad de que asistimos al final a la reaparición de las apuestas.

“El amo le quitó al esclavo su goce, se apoderó del objeto del deseo en tanto que objeto del

deseo del esclavo, pero perdió en la misma jugada su humanidad. Para nada estaba en juego

el objeto del goce, sino la rivalidad en cuanto tal. ¿A quien debe su humanidad? Tan sólo al

reconocimiento del esclavo. Pero como él no reconoce al esclavo, este reconocimiento no

tiene literalmente valor alguno.” (Lacan, 1955-6:62)

Puede decirse que el recurso a la noción de una dialéctica del amo y del esclavo según su

versión lacaniana permite reunir aspectos diversos de la vida del preso en los establecimientos

de máxima seguridad estudiados de manera que tanto para la estratificación (o clasificación)

que tiene lugar en los mismos, para la conflictividad que es tantas veces destacada –y a la que

se hizo alusión al mencionar la noción de “cachivache”-, así como para escenas frecuentes de

robos y hurtos intramuros obtenemos un hilo conductor que podría encontrarse a su vez

entramado en otros aspectos de la misma y parece constituir un factor estructurante.

Muchos de estos robos llaman la atención a quienes toman algún conocimiento de la vida

carcelaria, incluso de algunos autores y también partícipes, que comentan la desproporción

que, sin duda, existe cuando una pelea a muerte se desencadena en el momento en que alguien

quiere apropiarse de una par de zapatillas de otro. Sin embargo, se citó otro interno que daba

una interpretación alternativa que ligaba a lo que nombraba como envidia la secuencia –y por

lo tanto, ya no meramente el objeto aparente- y también se mencionó la más frecuente

atribución de una búsqueda de, podría decirse, reconocimiento de status por parte del pabellón,

en cuanto a su valor relativo a su rival. En esa misma línea, hubo un entrevistado que comentó

que era frecuente que quienes incursionaban en semejantes robos luego se jactaban de “usar las

18

zapatillas de” tal o cual, quien había gozado por su parte de algún prestigio. Existen ciertas

interpretaciones según las cuales las practicas mencionadas fueran mal vistas por la cultura del

pabellón y, por ende, ello incidiera en una posición inferior de los que participaran de ellas. Y

ello sería inconsistente con el ‘reconocimiento’ esperado de parte del pabellón, con el que se

buscaría al contrario una posición superior. Podría optarse por la alternativa de creer que

hubiera dos tipos de regulaciones, una donde la práctica estuviera connotada en forma positiva,

mientras que en otra, negativa, y que los presos adherirían a una u otra, formando subculturas

diversas, por ejemplo. Pero también existen otras alternativas. Una considera la posibilidad

implícita en el hecho de que muchos presos reconocen la factibilidad de protagonizar un hecho

semejante, o mencionan una alta prevalencia de esto en su pasado, junto a la visión negativa

hacia eso mismo, de manera tal que no debamos presuponer una tendencia cabalmente hacia la

consistencia en el discurso humano (tanto en la muestra de esta investigación como en

general).

Pode citarse un caso que es mencionado por Míguez (2008:105 y ss.). Al referirse al

ordenamiento jerárquico que rige al campo del delito, el autor indica la contradicción entre la

proporción de pequeños robos de carácter violento y los “grandes atracos de carácter pacífico”

cuando la ‘moral’ delictiva indicaría una mayor valoración de los segundos y la experiencia

cotidiana, dice, un mayor peso de los primeros. Pero reencontramos en esta oposición entre dos

formas de victimización que Míguez (2008:107) califica como bardo/robar bien algo que era

también evidente en la otra oposición referida –que por lo demás alude también a formas de

victimización, pero dentro de la cárcel, o bien al hecho de victimizar o no a otros presos en ese

medio-, a saber, en los mismos relatos no se encuentra una discriminación tajante, y los

mismos que incurren en tales acciones pueden hablar despectivamente de las mismas o incluso

admitir en la imagen de algún personaje claramente identificado con el polo ‘robar bien’

elementos de su par opuesto. Es común interpretar la continuidad en esta oposición como el

devenir del que incursiona en el mundo delictivo.

Por otra parte, uno de los ejemplos de Míguez muestra cómo quien primero había calificado

determinado accionar como “bardear” (“les rompimos todo, y le sacamos todo y se bardeó la

historia”) al ser confrontado con las supuestas contradicciones dijo que se trató, tanto con el

robo como con el destrozo, de un medio de tomar revancha. Cabe destacar que la revancha

estaba dirigida a quienes, dijo, lo explotaban, pues era prostituido por ellos. Es decir que este

episodio no parecería ser propicio para incluir en la oposición entre bardo y robar bien pues no

era lo robado independientemente del vínculo social que se produce a través del mismo lo

esencial de la escena. El ejemplo muestra, por otra parte, la incidencia del exceso en la

19

concepción retrospectiva, lo cual también podemos decir que está presente en varios relatos

que aluden a peleas pasadas marcadas por el mismo. Cierta obligación conduce a pelear en

determinadas circunstancias para determinados actores, de manera que la consecuencia de no

aceptarla es, en virtud de ella misma, sancionada como una pérdida de prerrogativas sociales,

tal como se mostró; pero esa misma obligación parece llevar hasta un exceso que muchas veces

puede tener consecuencias antinómicas.

Esta inconsistencia del prestigio ligado a la misma figura que es valorada a la vez

negativamente podría tomarse como un ejemplo de la diversidad propia de las fuentes del

reconocimiento, o al menos de diversos modos de interpretar el mismo. En efecto, ya se

mencionó la noción del prestigio inmanente, podríamos decir, a la relación especular, en la

cual el amo busca hacerse reconocer por el esclavo privándolo no solo de su objeto sino

justamente de su reconocimiento, de manera tal que el reconocimiento que recibe de él carece

de valor por eso mismo. Pero, así como no podrían equipararse el reconocimiento del rival y el

del ‘pabellón’ mencionado en las entrevistas, de manera similar no es el mismo prestigio

exactamente aquel que depende directamente de la pelea o el que depende de la carrera

delictiva. O bien, podría pensarse en una hipótesis según la cual dependiendo de la perspectiva

que se adopte -por parte de quienes dependen de él-, ambos prestigios pueden mostrar una

tajante discontinuidad que haga evidente su separación, o bien vincularse a través de una

continuidad que haga difícil diferenciar la parte que toca a cada cual o que conduzca de uno

hacia el otro sin salir de aquel en algún momento puntual sino en el conjunto de los momentos.

De este modo, resulta valida la bipartición de prestigio externo e interno, pero las relaciones

entre ambos se vuelven complejas. Por otra parte, no debe olvidarse que los puntos de vista

adoptados por los que relatan la vida de los pabellones están aquejados de la parcialidad que es

propia de toda perspectiva.

Por lo demás, tal discontinuidad nos reconduce al escalonamiento que en su lectura de la

dialéctica amo-esclavo Kojève ubica respecto de la lucha entre tales opuestos al indicar la

diferencia entre un momento incapaz de otorgar reconocimiento y que por tanto conduce a un

fracaso, al conflicto que apunta, por poner una imagen frecuente, asintóticamente al

reconocimiento –si es que no se ve interrumpido por la muerte, donde el mismo queda

excluido-; y otro que es el que inaugura, según él, la dialéctica histórica, cuya condición es la

asimetría de la partes opuestas:

“por actos de libertad irreductibles, es decir, imprevisibles o ‘fortuitos’, deben

constituirse en tanto que desigualdades en y por esa misma lucha. Uno de ellos, sin estar

20

de ningún modo ‘predestinado’, debe tener miedo del otro, debe ceder al otro, debe

negar el riesgo de su vida con miras a la satisfacción de su Deseo de ‘reconocimiento’.

Debe abandonar su deseo y satisfacer el deseo del otro: debe ‘reconocerlo’ sin ser

‘reconcido’ por él.” (Kojève, 1947:15)

Aquí tenemos, pareciera, una indicación que reconduce la clasificación estudiada a un

principio diferente a aquellos mencionados al momento de evocar aquellas interpretaciones que

centraban sus hipótesis en atribuciones personales a los diferentes actores de la escena

carcelaria sin trascender el aspecto de lo fenoménico, pero también a las que lo hacían en la

noción de un código compartido cuya subsistencia se postulaba superestructural respecto de los

hechos que lo instituyen, y que se veía fundado a veces en la antigüedad, otras en el fuerza

interviniente en una dinámica grupal. Pero se trata de una indicación que tampoco admite

reconducir la interpretación de los hechos a un código abstracto infraestructural que determine

los hechos que quedan subsumidos a él sin más. De todas formas, esta noción de acto

irreductible resulta a todas luces problemático si es que no es satisfactorio permanecer para su

consideración en el plano del dominio fenoménico o especular, aunque ello no conlleve la

satisfacción con uno nouménico que le fuera trascendente sin más, cabalmente heterogéneo.

Pero veamos ahora los siguientes fragmentos recopilados por Míguez (2008:120):

“Sosita: -‘Con vos no puede pelear cualquier gil’, te dice el delincuente. Ahí te aplica

también. Le aplica. Si vos sos gil, que esto que aquello… y lo quebró de vuelta, con

palabras

“Claro, después te lo aplican: ‘Mirá que a vos el encargado te dijo esto y esto y no dijiste

nada’. Ya está, te quedó la manchita. Te cruzan a otra cárcel y te dicen: ‘No te olvidesque

a vos en el pabellón 3 el encargado te dijo esto, esto y esto y vos no le dijiste nada, así

que conmigo no te podés parar de manos. No te paraste de manos con el encargado, me

vas a venir a pelear a mí que soy delincuente”

“Entrevistador: -¿O sea que no es solamente peleando que se gana el prestigio?

Sosita: -No, no, mayormente se quiebra a la gente.

Entrevistador: -¿Y puede ser que un delincuente pierda chapa porque le aplican algo?

Sosita: -Y, sí, como que vos por ahí estuviste escondiendo algo que te sacaron a la luz, o

por ahí miente el otro pero te aplica una mentira y la hace pasar y también y también le

puede quedar una manchita al delincuente que ya... O sea, puede ser.

Entrevistador: -¿Y cómo sabés? Porque si te puede aplicar una mentira es como que

puede pasar cualquier cosa.

Sosita: - Y, no, queda un poco en cada uno, en como lo ve cada uno o el grupo… y

21

también porque vos sabés, ya desde la manera de hablar o por los hechos que tiene, si es

delincuente o no, pero si no lo conocés es como que te puede quedar la duda. Pero

mayormente en la delincuencia todos se conocen”

En la serie de citas precedente se constatan diversos modos de estar articulados la pelea y el

aplicar. Como habrá notado el lector, aplicar se refiere a dirimir una cuestión de status por vía

discursiva. Según la hipótesis ofrecida arriba, el resultado de la pelea en sí, considerada como

la confrontación de la que resultan un ganador y un perdedor no es determinante en tal respecto

sino lo que ocurre antes de ella, a saber, la disposición –o no- a participar en una. Pero entre

ambas concepciones hay una inversión: en lugar de aceptar el reto y las posibilidades que

pueda tener como resultado para obtener los derechos de señor (retomando los términos de la

dialéctica amo-esclavo), los derechos distribuirán las posibilidades que se tengan, o no se

tengan, para acceder a la pelea. ‘Los que pelean y los que no pelean’ resulta pues una frase de

una particular ambigüedad, pues tanto puede referir a los derechos de quienes designe, como si

se tratase de un hecho objetivado, reconocido por la comunidad; o de su a aceptación o no de la

misma, al hecho de que hayan o no aceptado participar. La primera acepción hace referencia al

código que supuesta o idealmente rige la interacción donde no todos –si no ninguno- pueden

pelear con cualquiera. Existen clases. Algunos, en función de éstas, tienen coartado el acceso a

la pelea, otros están en condiciones de participar. Sin embargo, en el centro de la distribución

de los internos al interior o exterior de las mismas, la participación en la pelea resulta,

inversamente, según el decir de ellos, el dato primario. Se trata de un dato que es irreductibe al

código, el que sólo es general y por tanto no comprende lo singular. Es decir, para determinar

en qué medida el lugar de cualquiera está inscripto en él es preciso notar que por un lado está

aquel lugar al que de un modo más o menos imperfecto el sujeto se encuentra, se afinca, y que

estaba de alguna manera esperándolo en su ingreso al pabellón, a la cultura carcelaria; pero por

otra parte está el hecho, el hecho único tal vez de toda razón práctica, de que tal identidad, la

quiera o la rechace el individuo, no podría nunca cabalmente volverse el sustituto, equivalente,

de él. Tal hecho puede quedar ocultado cuando, creyendo que todo lo que es, es en el código, y

que nada hay fuera de él, se considera, por ejemplo, que la cuestión se agota al considerarla un

círculo que se justifica a sí mismo como podría serlo si concibiéramos que como bajo el

pretexto de su falta de participación en la pelea se le priva del derecho a pelear, se trata de una

consecuencia que es su propio antecedente.

________

Notas: 1 El autor menciona este punto pues dice que la literatura suele quedarse en este aspecto, que

como muestra se trata de uno parcial.

22

2 Este hecho, que fue hallado en esta investigación que estuvo basada a dos módulos de un

complejo penitenciario para mayores en regimenes de máxima seguridad, también fue

descripto por Graciela María Tedesco (2006). 3 Según el autor citado: «el prestigio externo es el que acompaña al individuo en su ingreso y le

queda como adosado. Se gana por “jerarquía prontuaria” -frondosos antecedentes-, “por

boletearse un par de botones en la calle”, por haber demostrado aptitudes en el montaje de

empresas de humo y canalizar importantes sumas provenientes del ahorro popular, por haber

actuado a nivel internacional, etc.

»El prestigio interno -“que los hace el grupo”- se gana “con el tiempo y con actos”, por

guardar “conduta carcelaria”, por autoridad moral (preso viejo), por temor (gente de la pesada),

por inteligencia (estafadores), por actitudes de rebelión ante la autoridad (“iracundos”)»

(Neuman e Irurzun, 1968:106)

En el relato que hace Schoklender, el prestigio externo depende de «el tipo de delito

que los ha conducido a la prisión; en aquella época [principios de los '80] el nivel más alto

estaba ocupado por aquellos que habían robado a mano armada. Le seguían el escruche -el

robo con escalamiento-, la estafa -el estafador, en general, era mal visto porque traiciona la

confianza-, el comercio de drogas -que con los años fue escalando hasta posiciones

insospechadas- el homicidio y, por último, la violación». Menciona también, en coincidencia

con Irurzun que «en el más alto de todos, en el nivel del que ha robado un banco, se encuentra

el que “bajó” a un policía» (Schoklender, 1995:50). 4 En los pabellones carcelarios, los presos suelen agruparse en ‘ranchos’ o ‘ranchadas’ que

comparten la comida y la mesa, entre otras cosas. 5 Para referirse a los cuales suelen emplearse diferentes expresiones, junto a la de ‘cachivache’,

como por ejemplo pabellones villa, pabellones mal mirados y pabellones conflictivos (esta

última no es usada por presos sino por penitenciarios).

6 Reencontramos aquí el rasgo que toma Goffman en su descripción del test de ingreso.

7

‘Faca’ es el término con que suele aludirse a las armas elaboradas en el interior de la cárcel

por los presos con miras a eventuales peleas, que suelen elaborarse afilando algún corte de

metal. 8 ‘Mono’ es un término empleado en la jerga carcelaria con el que designa el conjunto de las

pertenencias de un preso envueltas en una frazada. 9 Ocurre como en el caso del honor según Pitt-Rivers quien, al respecto, afirma: “Un hombre es

siempre, pues, el guardián y árbitro de su propio honor, puesto que éste está en relación con su

propia conciencia, y demasiado estrechamente unido a su ser físico, su voluntad y su juicio,

23

para que ningún otro asuma en su lugar las responsabilidades” (1968:28).

BIBLIOGRAFÍA

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