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LA MúSICA DEL DIABLO Y EL DIABLO EN LA MúSICA. SOBRE EL PODER CORRUPTOR DEL ARTE MUSICAL EN EL IMAGINARIO CRISTIANO CANDELA PERPIÑÁ GARCÍA 1 Universitat de València Música del diablo y el diablo en la música. Son éstas dos ideas diferentes pero complementarias que se interrelacionan en el imaginario cristiano y dan lugar al concepto de la música demoníaca, surgida como opuesto de las armonías celestiales en general y de la música angélica en particular. Su origen se haya en un complejo conjunto de aspectos negativos atribuidos a la música por parte de la oficialidad eclesiástica que se pueden resumir esencialmente en dos: su capacidad para crear de- sarmonía y su poder para alentar las bajas pasiones humanas a través de los sentidos. PAGANISMO, PECADO Y JUGLARÍA. EVOLUCIÓN DE LA CONDENA MUSICAL En la Antigüedad, el poder extasiante de la música la hizo merecedora de obtener un papel de gran importancia dentro de la sociedad y del culto religioso (Quasten, 1983). Sin embargo, ya en la antigua Grecia, existió un interés por denunciar sus aspectos más sensuales. Así, se forjaron mitos como el de Ulises y las sirenas (Odisea XXII, 37-52), metáfora de los peligros que corrían aquellos que se dejaban embriagar por el arte musical. Los escritos de los antiguos también subrayan la influencia positiva o negativa que una música no adecuada podía tener sobre una determinada persona. A partir de los escritos de Platón comienza a consolidarse una relación ambivalente respecto al arte musical, entendiendo por éste el conjunto de canto, danza y música instrumental (Lg. 2, 654b) 2 . El filósofo consideraba que el poder de la música residía en su gran capacidad imitativa, lo cual la convertía en un arte tan valioso como pernicioso, dependiendo de la cualidad moral de aquello que imitase (Lg. 2, 668a; Lg. 2, 669b-c). En consecuencia, a lo largo de su obra expone todo este potencial latente, señalando la conveniencia de controlarla y dirigirla a unos determinados fines, huyendo del solo placer (Lg. 2, 655c-d). Esta ambivalencia moral fue recogida por 1 Personal Investigador en Formación FPU. Este trabajo se inscribe dentro del Proyecto de Investigación I+D+i «Los tipos iconográficos. Descripción diacrónica», subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (Ref.: HAR 2008-04437). 2 Platón define el arte coral como la suma del canto y la danza, pero en ocasiones también habla de música instrumental, concretamente de la cítara y la lira (Lg. 7, 812b-d; R. 3, 399d).

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LA MúSICA DEL DIABLO Y EL DIABLO EN LA MúSICA. SOBRE EL PODER CORRUPTOR DEL ARTE MUSICAL

EN EL IMAGINARIO CRISTIANO

cAndelA PerPiñá gArcíA1

Universitat de València

Música del diablo y el diablo en la música. Son éstas dos ideas diferentes pero complementarias que se interrelacionan en el imaginario cristiano y dan lugar al concepto de la música demoníaca, surgida como opuesto de las armonías celestiales en general y de la música angélica en particular. Su origen se haya en un complejo conjunto de aspectos negativos atribuidos a la música por parte de la oficialidad eclesiástica que se pueden resumir esencialmente en dos: su capacidad para crear de-sarmonía y su poder para alentar las bajas pasiones humanas a través de los sentidos.

PAgAnisMO, PecAdO y JuglAríA. eVOlución de lA cOndenA MusicAl

En la Antigüedad, el poder extasiante de la música la hizo merecedora de obtener un papel de gran importancia dentro de la sociedad y del culto religioso (Quasten, 1983). Sin embargo, ya en la antigua Grecia, existió un interés por denunciar sus aspectos más sensuales. Así, se forjaron mitos como el de Ulises y las sirenas (Odisea XXII, 37-52), metáfora de los peligros que corrían aquellos que se dejaban embriagar por el arte musical. Los escritos de los antiguos también subrayan la influencia positiva o negativa que una música no adecuada podía tener sobre una determinada persona. A partir de los escritos de Platón comienza a consolidarse una relación ambivalente respecto al arte musical, entendiendo por éste el conjunto de canto, danza y música instrumental (Lg. 2, 654b)2. El filósofo consideraba que el poder de la música residía en su gran capacidad imitativa, lo cual la convertía en un arte tan valioso como pernicioso, dependiendo de la cualidad moral de aquello que imitase (Lg. 2, 668a; Lg. 2, 669b-c). En consecuencia, a lo largo de su obra expone todo este potencial latente, señalando la conveniencia de controlarla y dirigirla a unos determinados fines, huyendo del solo placer (Lg. 2, 655c-d). Esta ambivalencia moral fue recogida por

1 Personal Investigador en Formación FPU. Este trabajo se inscribe dentro del Proyecto de Investigación I+D+i «Los tipos iconográficos. Descripción diacrónica», subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (Ref.: HAR 2008-04437).2 Platón define el arte coral como la suma del canto y la danza, pero en ocasiones también habla de música instrumental, concretamente de la cítara y la lira (Lg. 7, 812b-d; R. 3, 399d).

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los autores helenísticos y, poco después, por el Cristianismo. Los primeros cristianos, rechazaron las formas cúlticas y sacrificiales paganas y, para diferenciarse, promovieron una adoración «en espíritu», donde la música solo tenía cabida si surgía del corazón (Col 3, 16; Eph 5, 19); esto es: si su único objetivo era expresar la profunda devoción de los fieles (Quasten, 1983: 59). De esta manera, el placer sensual de la práctica mu-sical quedó ligado al paganismo y por tanto al pecado y al Diablo. El canto, por su capacidad de transmitir el mensaje cristiano, fue prontamente incluido en la liturgia3, mientras que la música instrumental4 y la danza fueron objeto de una dura condena. La relación entre paganismo y actividad musical es constante en los escritos de los Padres de la Iglesia, seguramente porque en muchos lugares el culto sacro seguía revistiendo las antiguas formas rituales pre-cristianas, donde la música, la danza y el canto tenían un papel importante (Quasten, 1983: 169)5. Por ello, en estas primeras denuncias de la práctica musical, se hace hincapié en las actividades performativas inadecuadas y en la caída en el paganismo y la herejía. Así Hipólito de Roma en su comentario al episodio bíblico de los tres jóvenes hebreos, castigados a perecer en el horno por haberse negado a cometer idolatría adorando la estatua del rey Nabucodo-nosor –presentada ante la multitud con el acompañamiento de diversos instrumentos musicales (Dn 3, 4-18)– escribiría que bien podían sentirse dichosos, pues habían superado la voluptuosidad de la música y sus instrumentos, y por tanto merecían llamarse «vencedores del diablo» (Yarza Luaces, 1987: 256)6. Un siglo después, san Juan Crisóstomo consideraba los himnos acompañados por la flauta y la cítara como aquellos que celebraban a los demonios, expulsándolos de la liturgia (Hom.in Coloss. 1, 5; PG LXII, 306). Incluso la danza de la hija de Herodías (Mt 14, 6; Mc 6, 22), más tarde conocida como Salomé, fue considerada por Orígenes como una alegoría de aquella rama del judaísmo que no reconocía a Cristo (Comm. in Mt. 10, 22; PG XIII, 894). Con el paso del tiempo, el peligro del paganismo fue disolviéndose y la oficialidad eclesiástica centró sus esfuerzos en relacionar la música con el pecado. Por ello, aunque las faltas capitales y los tipos iconográficos que los visualizan fueron

3 La introducción del canto en la liturgia se hizo no sin algunas reservas. Existen diversas posiciones dentro de la Iglesia, de las cuales la más reveladora es la relación ambivalente de san Agustín con la música (conf. 10, 33). Aunque el santo admite la utilidad del canto en la liturgia, reconoce pecar cuando se deja llevar por la belleza de la melodía y el placer que ésta le proporciona, desatendiendo de este modo el mensaje de lo cantado.4 En realidad, existe un precedente en Platón, el cual observa un peligro en aquellas composiciones que se sirven únicamente de la música instrumental –cita la flauta y la cítara–, ya que la ausencia de texto hace muy difícil saber cuál es el objeto que se imita y si éste resulta digno o no (Leg. 2, 669d-e). 5 Debo agradecer a la profesora Licia Buttà la interesante idea de una continuación entre los usos musicales del ceremonial sacro pagano y la abundante presencia de música y danza en el culto cristiano, tal y como se evidencia en el continuo esfuerzo de la oficialidad eclesiástica por erradicarla de la liturgia y los lugares sagrados. Dicha información me fue impartida durante sus clases de iconografía de la danza en la Edad Media. Sobre el proceso de cristianización en la Edad Media de los gestos y movimientos propios de los rituales paganos y en especial de la danza, ver Schmitt (1999: 74-76).6 Dan. 2, 18. Yarza Luaces cita a Bardy y Lefévre (1947: 110).

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experimentando transformaciones a lo largo de la Edad Media, el poder corruptor de la música siguió siendo una constante en el imaginario cristiano. A través de Salomé y de la danza en general, la música se asoció al pecado capital de la Lujuria, existiendo un importante precedente: la Psychomachia de Prudencio, donde se describe a la per-sonificación de la lascivia como una «saltatrix ebria» (v. 380; PL LX, 51), tal y como se observa en las diversas copias del poema que se ilustraron a partir del siglo IX [fig. 1]. Otra figura que sigue un proceso similar es la sirena música. Sirenas y onocentauros son interpretados en el Fisiólogo como imagen de la hipocresía, la herejía y el paga-nismo (Physiologus griego, 13). Sólo a partir de las Etimologías de san Isidoro se las relacionará con las mujeres lascivas que causan la perdición de los hombres (orig. 11, 3, 30). Será Honorio de Autún quien finalmente interprete los diferentes instrumen-tos de las sirenas con los tres primeros pecados capitales –Avaricia, Soberbia y Luju-ria–, que llevan irremediablemente al hombre a la perdición, a la muerte y al infierno (Speculum ecclesiae, 3, Dominica in Septuagesima; PL CLXXII, 855-856). Hacia el siglo XII surge también la llamada cabalgata de los pecados, un tipo iconográfico que consiste en representar las personificaciones de las faltas capitales sobre sus respectivos animales alegóricos (Sebastián López, 1988: 60). Estas cabalgatas pueden aparecer acompañadas de música instrumental, interpretada por personajes susceptibles de ser identificados con el ejercicio de la juglaría, o por animales músicos, como ocurre en uno de los capiteles de la Basílica de Saint-Julien à Brioude en el Alto Loira (s. XII) [fig. 2]. El tipo iconográfico del animal músico es de nuevo una asociación de la mú-sica con el pecado7. Durante la Edad Media se fue trazando todo un discurso visual en torno a este tipo, relacionándolo con los pecados capitales, la manifestación del demo-

7 Hacia el siglo I, Filón de Alejandría ya escribe que los animales bien pueden simbolizar la estirpe del vicio y por ello los interpreta como una alegoría de las pasiones y depravaciones propias del hombre (Legum Allegoriae 2, 11-12; Legum Allegoriae 2, 18).

Fig. 1. Lujuria, Londres, British Library, Add. MS 24199, fol. 18r. (Reproducida con el permiso de la British Library.)

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nio, la bestialización del hombre y la pa-rodia litúrgica (Hammerstein, 1974: 64-73). A ello cabe añadir la relación que se estableció entre los animales y el músico práctico que carece de los conocimientos teóricos8. A partir del siglo XII-XIII, los juicios peyorativos de la oficialidad ecle-siástica experimentaron un nuevo cam-bio en respuesta a un nuevo ambiente social cuyos puntos claves eran el auge de las ciudades, el desarrollo de una nue-va cultura laica urbana y el florecimiento de la juglaría9. De esta manera, los temas musicales anteriormente mencionados

dejaron de ser meras alegorías10 de aquello que era contrario a la doctrina cristiana para relacionarse directamente con ciertos espectáculos musicales que contaban con la participación de la música y quedaban fuera del control de la Iglesia11. Por ello no resulta extraño que un Bestiario medieval, añadiera al capítulo dedicado a la sirena el siguiente fragmento:

Quienes aman a los saltimbanquis, a las bailarinas y a los juglares, están siguiendo [...] la procesión del demonio. [...] así va engañándolos. Los envía al fondo del infierno, pues sabe muy bien apoderarse de su presa. (Bestiario de Gervaise, vv. 321-328)12

lA MúsicA del diAblO

A la luz de todo lo visto puede establecerse que los juicios negativos de la oficia-lidad eclesiástica respecto a ciertas prácticas musicales y su pretendida relación con los poderes demoníacos se iniciaron en una fecha bien temprana. Sin embargo, los escritos que describen el aspecto sensible de estas diabólicas melodías son, en muchos

8 Esta visión peyorativa se inicia con san Agustín (ord. 2, 19, 49; PL XXXII, 1018), conociendo posterior-mente un gran desarrollo en la tratadística musical del medioevo empezando tal vez por Guido d’Arezzo (Guidonis Aretini, Regulae rhytmicae, prologum).9 Según Edmund Faral, la presencia de este colectivo social se hace especialmente notable a partir del siglo XIII. Faral (1910: 61). 10 Agradezco a Licia Buttà su valiosa información sobre el proceso de alegorización de la danza (y la mú-sica) en los inicios del Cristianismo.11 No obstante, existen también precedentes como el llamado Bestario de Isidoro –la versión del Fisiólogo latino B que, con los añadidos de san Isidoro, dio lugar a los Bestiarios– donde ya se relaciona a las sirenas con las representaciones teatrales (Bestiario B-Is, 12). Véase Docampo Álvarez (2000: 250).12 Trad. esp. Malaxecheverría (1986: 136). Bestiario de inicios del siglo XIII. Su autor dice traducir una obra latina hallada en la biblioteca de la abadía cisterciense Barberie, en la diócesis de Bayeux: se trata de los Dicta Chrysostomi, bestiario atribuido a San Juan Crisóstomo, si bien sólo coincide con el texto de Gervaise a grandes rasgos.

Fig. 2. Capitel de la Basílica de Saint-Julien en Brioude (Haute-Loire), s. XII.

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casos, bastante posteriores y poco tienen que ver con las prácticas musicales coetáneas. Existía el problema de cómo representar un fenómeno sonoro –ya de por sí abstracto e intangible– que no podía ser considerado como música, sino más bien como an-ti-música: aquella perversión musical que desafía las leyes divinas. En la literatura existen unos pocos recursos que se repiten con asiduidad. Uno de ellos es considerar la música del diablo como la ausencia de sonido o el silencio más absoluto. Éste fue el parecer de Hildegarda von Bingen, abadesa que tenía en gran estima el canto litúrgico hasta el punto de componer al menos 73 piezas musicales reunidas en su Symphonia harmoniae caelestium revelationum, destinadas a los oficios de su comunidad monás-tica. Para la abadesa, la música del diablo no es más que la ausencia de música o el silencio. En uno de sus últimos escritos, Hildegarda narra cómo Satán, envidioso de la perfección de la creación divina «hominem a coelesti harmonia, et a deliciis paradisi extraxit» (Liber espistolarum 47; P.L. CXCVII, 221) y afirma que, desde entonces, el príncipe de las tinieblas tiene como objetivo cerrar las bocas de aquellos que cantan al Señor (col. 221a). Ello explica que en su Ordo Virtutum, precoz drama litúrgico compuesto hacia 1151, el Diablo sea el único personaje cuya parte no es cantada, sino recitada con «strepitus» (OV, 48), probablemente gritando y gruñendo (King-Len-gzmeier, 2001: 110). Rupert von Deutz, teólogo contemporáneo a Hildegarda, optó por otra interpretación a la hora de describir esa música demoníaca opuesta a los coros celestiales, centrándose en su carácter desarmónico y corruptor (De glorificatione Trinitatis et processione Sancti Spiritus 3, 14; PL CLXIX, 66). Pero el tópico que presenta una mayor continuidad es hacer referencia a los sonidos en extremo desagradables producidos por los demonios; una ululante cacofonía que suele ser comparada con los ruidos producidos por ciertos animales caracterizados por su simbolismo negativo en el pensamiento cristiano. Esta idea ya aparece en el siglo IV de la mano de san Juan Crisóstomo, para quien el canto de los demonios suena como el aullar de los perros y el gruñir de los cerdos (Hom.in Ps. 148, 2; PG LV, 487). En un poema latino del siglo IX la descripción sonora del infierno se configura como una mezcla de aullidos, sisear de serpientes y gritos de los condenados (Analecta hymnica XLVIII: 65). Y para el fraile Giacomino de Verona (s. XIII), de la boca del diablo solo pueden surgir atro-nadores ladridos (De Babilonia civitate infernale, v. 108). Todas estas referencias literarias se dibujan como una grotesca parodia en la que el envidioso Satán trata de imitar la obra de Dios y sus ángeles, obteniendo un resultado totalmente opuesto. La idea fue reiteradamente expresada en la literatura bajomedieval, fluctuando entre lo terrorífico y lo cómico. Por ejemplo, en el siglo XIII Caesarius von Heisterbach narra la historia de un monje que se quedó dormido en el coro de la iglesia durante el canto litúrgico, apareciendo junto a él una piara de cerdos que gruñían tratando de entonar la me-lodía, sin duda obra del Diablo (Dialogus miraculum 4, 35). Las artes visuales debieron hacerse eco de estas ideas, aunque algo tardíamente, puesto que las primeras repre-sentaciones aparecen en torno al año 1.000. No se trata de una traducción exacta de los escritos de los teólogos, ya que durante toda la Edad Media se puede observar una continua retroalimentación entre literatura, artes visuales y las prácticas musicales no

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controladas por la Iglesia. Además de la danza de Salomé, en las portadas, capi-teles y canecillos de los templos románi-cos destaca la representación de músicos y acróbatas acompañados por animales, monstruos y figuras diabólicas, como ocurre en la portada de Saint Hilaire de Foussais (finales del s. XII) [fig. 3]. En líneas generales, estas imágenes han sido interpretadas como una amonesta-ción didáctico-moral dirigida a los fieles, aunque las explicaciones de los estudio-sos revisten diferentes matices13. A partir del año 1.100 también surgen en el arte visual cristiano multitud de figuraciones de música y danza de carácter negativo que se diferencian de las anteriores por su aspecto fantástico, lo cual lleva a una absoluta identificación entre la práctica musical y los poderes malignos. Los in-térpretes se transforman en monstruos anti-natura, criaturas que a pesar de ser contrarias al orden de la creación siguen tañendo sus instrumentos, cantando y danzando [fig. 4]. Imágenes como éstas proli-feran en todo tipo de espacios y objetos, tanto sacros como laicos, formando parte de la llamada decoración marginal. En el arte visual de la Edad Media, donde el cuerpo y su uso son reflejo del estado moral del alma (Clouzot, 2004: 123), la bestialización e hibridación de la que son objeto estos seres semihumanos no puede significar otra cosa que la caída moral del hombre bajo el poder corruptor de la música. Por otra parte, en muchos casos estas figuraciones se hallan demasiado escondidas al ojo huma-no para que su función didáctico-moralizante resultara realmente efectiva. Es por ello que, para la estudiosa Ruth Mellinkoff, la verdadera finalidad de estas imágenes sería apotropaica; es decir: su principal objetivo era proteger objetos, lugares y personas de los demonios a través de la representación de las propias fuerzas demoníacas (Mel-linkoff, 2004: 46-47). Según Mellinkoff, la imagen de músicos, bailarines y acróbatas tendría la propiedad adicional de poder entretener a las potencias malignas y evitar así su temida influencia (Mellinkoff, 2004: 93). De esta teoría puede extraerse que existe una música propia del diablo y que su poder es tal que, convenientemente utilizada, es capaz incluso de neutralizarlo.

13 Véase por ejemplo Beigbeder (1995: 30-31); Frugoni (1978: 127); y Le Barbier (2010: 107).

Fig. 3. Portada de la Iglesia de Saint Hilaire de Foussais-Payré (Pays de la Loire), finales del s. XII.

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el diAblO en lA MúsicA

Paralelamente a esta música de-moníaca se fue fraguando la idea de que el mismo Satán podía aprovechar la am-bigüedad moral de la música para, a través de ella, ejercer su maléfica influencia en el mundo. Una vez más, las bases de este pensamiento se hallan en la Antigüedad, en la creencia de que la interpretación musical podía convocar a los dioses para que ejercieran su influencia sobre los festejantes (Quasten, 1983: 131). La ofi-cialidad eclesiástica no sólo condenó la práctica de la música dentro de la Iglesia, sino también en la vida privada. La tradi-ción de usar el acompañamiento musical en ocasiones tales como banquetes y bo-das fue considerada como «pompa diabo-li»; una invitación al diablo a introducirse

en el mundo, tal y como se desprende de los escritos de san Juan Crisóstomo (Hom.in Acta apostolorum 42, 3; PG LX, 300-301) (Hom.in S. Julian 4; PG L, 673-674). San Efrén de Siria los incluye explícitamente en estos contextos de música y danza, en clara oposición con los ángeles que presiden el canto salmódico de la Iglesia:

Donde se toca la cítara, se danza y se baten palmas, existe […] la tristeza de los án-geles y una fiesta para los demonios. ¡Oh, la malevolencia del diablo! ¡Cómo seduce a todos! […]. No cantéis salmos hoy con los ángeles, para bailar mañana con los demonios. (De lud. fugiend. 1, 6-7)14

Durante la Edad Media, el poder de invocación de los demonios a través de la música y el baile se extendió, en mayor o menor grado, a las actividades musicales que quedaba fuera del control de la Iglesia, y especialmente a aquellos que hacían de éstas su forma de vida. Hacia el siglo XII-XIII, con el auge de la juglaría, aumentaron los juicios peyorativos y la asociación de estas actividades con el mal. La actividad del juglar, claramente corporal y dirigida a los sentidos del público, se veía como una potencial vía de entrada de la tentación y del pecado en el alma humana a través de los sentidos, y en especial a través de los oídos y los ojos, una idea ya presente en el Concilio de Tours (813): «quia per aurium oculorumque illecebras vitiorum turba ad animum ingredi solet» (Concilium Turonense III, 7; Mansi XIV, 84). Durante los siglos XIII y XIV, la idea de que, en la música y la danza, el diablo puede entrar en el cuer-po a través de los sentidos se convierte en un «topos» de las prédicas franciscanas y

14 Bingerle (1870: 415), trad. al inglés Quasten (1983: 134-135). La traducción al español es nuestra.

Fig. 4. Híbridos músicos, Londres, The Maastricht Hours, primer cuarto del s. XIV, Londres, British Library, MS Stowe 17, fol. 103r.

Tomado de Mellinkoff, 2004: 139.

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dominicas, e incluso podemos hallarlo en un anónimo poema occitano del siglo XIV que resulta muy explícito en este aspecto:

El baile es la procesión del diablo, Y quien entra en el baile, entra en su procesión. El diablo es el guía, el medio y el fin de la danza. […] El diablo tienta al hombre por las mujeres de tres maneras: A saber, por el tacto, por la vista y por el oído. Por estos tres medios, tienta en el baile a los hombres poco prudentes: Por el contacto de las manos, por el espectáculo de la hermosura y por la suavidad de los cantos y sonidos […]15.

El concepto de la entrada en el mundo de Satán a través de la música resulta mu-cho más complicado de visualizar que el de la simple música del demonio. Aunque es posible que las marginalia musicales del Gótico estén realmente haciendo hincapié en esa idea –el engaño de los placeres de la música profana, bajo la cual se esconde la actividad musical monstruosa del Maligno–, existen algunas imágenes que pare-cen traslucir de manera más evidente estas consideraciones. Un ejemplo temprano lo hallamos en la adoración de la estatua de Nabucodonosor del Beato de Valcavado miniado por Oveco (970, Valladolid, Biblioteca de la Universidad, cod. 433, fol. 199v), donde todos los músicos presentan un aspecto cortesano, excepto el segundo, el cual aparece desmelenado y ejecutando una frenética danza, en una posible alusión a los poderes demoníacos que hacen acto de presencia en esta escena de idolatría (Le Bar-bier, 2010: 97-98). En una B miniada del Shaftesbury Psalter, hallamos al piadoso Rey David acompañado de sus músicos. Cuál es nuestra sorpresa al descubrir que, entre és-tos, aparece de manera improvisa un demonio burlón que percute un membranófono (Londres, British Library, 1135, Lansdowe ms. 383 fol. 15v). En las numerosas copias miniadas del Brevari d’Amor (1288) del franciscano Matfre Ermengau de Béziers se

observa como una elegante danza corte-sana se corrompe y transmuta en un baile demoníaco acompañado por la inscrip-ción «Le diables fai dansar los aimadors ab lurs donas, le quals diables mena lur dansa» [fig. 5]. La idea del poder corruptor de la música continuó tras la Edad Media, pudiéndose hallar ejemplos durante los siglos XV, XVI y XVII que utilizan los mismos temas, tipos iconográficos y re-cursos visuales. Resulta especialmente prolífica la pintura de Hieronymus Bosch y sus seguidores: animales músi-cos, híbridos antropomorfos y zoomorfos

15 Recogido en Nelli (1977: 93-99); trad. esp. Miranda García (2002: 581-583).

Fig. 5. Escenas de tentación demoníaca, Breviari d’amor de Matfre Ermengaud de Béziers, finales del

siglo XIII, San Petersburgo, Biblioteca Nacional de Rusia, Ms. PRov. F. V. XIV.1, fol. 97 (detalle).

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aparecen en las representaciones de los pecados, de san Cristóbal cruzando las aguas y de las numerosas Tentaciones de San Antonio. Destaca especialmente el Tríptico de Job, el cual conocemos a través de la copia de un seguidor del Bosco. Su panel central [fig. 6] muestra a Job en su enfermedad confortado por un grupo de músicos (Iconclass 71W56). Sobre los orígenes de este tema, existen diversas opiniones16. Sin embargo los estudiosos coinciden en el carácter positivo de estos ministriles, ya que observan en ellos una transmutación de sus piadosos amigos, que instan al santo a no abandonar la fe en Dios (Jb 2, 11), o de sus tres hijas a las que, una vez curado, regalará instrumen-tos para que dediquen su vida a cantar alabanzas a la divinidad (Meyer, 1954: 31). Por ello en el arte visual los músicos aparecen con ricos ropajes que evidencian el elevado estatus del que procede Job y no es extraño que el propio santo les recompense por sus esfuerzos. Sin embargo, en la obra que nos ocupa el santo rechaza las melodías producidas por los aerófonos, pues entre ellos ha advertido la presencia del diablo. Algo apartado del grupo, un sexto músico aprovecha el momento para introducirse por una ventana abierta. Tañe un cordófono frotado con arco, un instrumento de so-nido mucho más dulce y persuasivo. Sin embargo, la caja de resonancia ha sido trans-

16 Para Valentin Denis tiene su origen en un par de versículos del Libro de Job que contienen referencias musicales (Jb 21,12; Jb 30, 31) y en las relaboraciones propias del teatro religioso medieval (Denis, 1952: 263-264). Para Kathi Meyer su fuente literaria se halla en el Testamento de Job, un apócrifo escrito en los pri-meros años de nuestra era donde el propio Job y sus tres hijas aparecen como intérpretes de música. Según Meyer, el apócrifo contó con una difusión notable en Oriente, configurando una serie de tradiciones que se difundieron tardíamente por territorio cristiano, contribuyendo al enriquecimiento de ciertos dramas sacros dedicados al santo (Meyer, 1954: 22-24).

Fig. 6. Tríptico de Job (panel central), seguidor de Hieronymus Bosch, ca. 1500-1524, Brujas,

Groeningemuseum.

Fig. 7. Sirena música, Roman d’Alexandre, mediados del s. XIV, Nueva York, Pierpont

Morgan Library, Ms Glazier 24, fol. 16r. Tomado de Mellinkoff, 2004: 138.

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mutada en una calavera de animal, un macabro instrumento tañido por las potencias demoníacas que se esconden en la esfera de lo mundano, dispuestas a asaltar al incauto mediante el placer sensible de la música. El santo ha descubierto el engaño del diablo, haciendo que los otros seres malignos que presenciaban el espectáculo surjan de su es-condrijo. La calavera tañida a modo de instrumento no es una invención, pues se trata de recurso visual procedente de las margilia góticas [fig. 7], sin embargo, la genialidad del autor se halla en actualizar la antigua fórmula y realizar una nueva reflexión sobre el poder corruptor de la música. Obviamente, los intereses culturales y espirituales del Bosco, sus comitentes e imitadores eran muy diferentes a los de la sociedad medieval, por lo que la frecuente aparición de imágenes musicales debe necesariamente, obede-cer a unos significados y fines distintos (Fernández de la Cuesta, 2006). Sin embargo, la pervivencia de estas figuraciones evidencia que el concepto de música demoníaca se cristalizó en la tradición cultural convencionalizada de occidente, adquiriendo ma-tices diversos a lo largo del tiempo y del espacio.

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