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La mudanza

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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Greenwich, Connecticut,

martes 8 Y bien, mi amor, aquí me encuentro. A muchas millas de ti y de los niños. Pero mi permanencia aquí será una tortura si presto atención a cómo los extraño, así

que mejor me concentraré en la consigna que me trajo. Levantaré la alfombra en el rincón del salón más cercano a las habitaciones, abriré la apertura disimulada en el suelo y sacaré la caja fuerte. Por supuesto que no podíamos dejarla aquí, sería pagar demasiado caro nuestro olvido. Pero cuando pienso en ustedes, en ti, mi amor, cualquier precio me parece demasiado bajo si sirve para que no estemos lejos, y siento que no era tan importante lo que hubiéramos podido perder.

¡Ah, lo sé, lo sé! El futuro de los niños y todo eso. Bien, haré rápido mi trabajo. Aprovecharé a recoger también dos o tres pequeños cuadros (casitas en el campo con

un sol de atardecer y un arroyo con un pequeño molino), y daré un vistazo general antes de avisar a la agencia que ya pueden anunciar la venta. Y luego estaré nuevamente en el avión que me llevará a casa, a mi hogar, es decir allí donde están ustedes donde quiera que sea.

(Más tarde) Mi amor, cómo los extraño. Sé que se trata sólo de un par de días, trato de pensarlo

así desde que bajé del avión. Y, sin embargo, no puedo evitar desear que las agujas del reloj enloquezcan y empiecen a girar velozmente. Te extraño con locura. Extraño con locura a los niños. Aún no he pasado aquí una noche, no sé cómo me sentiré. Me imagino acostado en el suelo en mi bolsa de dormir mirando el techo, con los dedos entrelazados sobre el pecho, esperando que venga el sueño y sabiendo que no vendrá. Me consuela pensar que, si hay buen tiempo, la luna entrará por la ventana como entraba anoche sobre nuestra cama. No te sonrías. Tanto se me grabó lo de anoche que hasta pude atrapar ese detalle.

¿Te cuento? La señora Robinson volvió a acercarse para decirme cuánto lo sentía, que temía no volver a tener unos vecinos como nosotros y ya no recuerdo cuántas cosas más. ¿Pastelillos de limón? Por supuesto, me trajo una docena. Puedes imaginarte cuál fue mi almuerzo. No lo lamentes: estaban estupendos. Los comí en medio del salón, mirando hacia la cocina y sentado sobre la revista del periódico dominical de hace quince días, es decir, del día anterior a nuestra mudanza.

Hablando de mudanza, creo que deberé llevar algo más que la caja fuerte y los pequeños cuadros. Sabía yo que las mudanzas siempre se quedan cortas, pero no imaginaba qué tanto. “Las mudanzas no acaban nunca”, decía mi padre. Bueno, si quieres saber por qué te lo digo empezaré por lo que me rodea (acertaste: aún estoy sentado sobre la revista). La pequeña repisa de sobre la chimenea habíamos acordado que se quedaba, de modo que bien está donde aún está. Pero no habíamos hablado nada acerca de... ¿adivinas lo que encontré sobre ella? Dos muñecas pequeñas, de esas de tu colección de muñecas de trapo. ¿Me habías dicho que ya no las querías? En verdad no lo recuerdo. Y créeme que sentí que me dolía el corazón ante la sola idea de dejarlas y que, algún día, hablando de todo un poco, saliera el tema de las muñecas, yo te contara de “aquellas que quedaron en nuestra vieja casa y que yo encontré cuando volví por lo

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que quedaba” y tú me dijeras cuánto las hubieras querido tener para completar tu colección. Corro el riesgo que me reproches por “juntar basura”, pero prefiero que sea decisión tuya y no mía tirar las muñecas, o no. Me encanta darte esos pequeños gustos, lo sabes; como lo sería el que me hables a mi regreso, algún día, de cuánto querías tus muñecas, que lamentaras haber perdido parte de la colección, y yo decirte: “¿A que no sabes lo que traje en la maleta?”.

Al lado de las muñecas había dos billetes de Hungría. Ian es pequeño aún para valorarlos, pero algún día crecerá y será bueno ver que le brillan los ojos contemplando un papel de la monarquía. Bueno, dos pequeñas muñecas y dos billetes no ocupan mucho espacio ni me hicieron perder tiempo, aunque creo que son el anuncio de muchas cosas más que nos han quedado aquí y allá por toda la casa y que, reunidas, justificarán mis venida “por los restos”. “Más te vale”, te oigo decir. Confía en mí, cariño. No los hubiera dejado a ti y a los niños si no fuera absolutamente necesario. Sé que en nada te parecía necesario nada de lo que hubiera quedado aquí, a excepción de la caja y quizás ni eso. Pero sabes bien que una segunda mirada ayuda a evitar pérdidas innecesarias de cosas necesarias.

No creo que vaya a estar tanto como para darte tiempo a responderme. De modo que te iré enviando estas tontas cartas para no sentirme tan lejos de ti. Por eso no esperaré tu opinión respecto de cosas como las muñecas, pero me gustaría que me escribas, ansío tocarte aunque sea tocando el papel donde has posado tus dedos y aunque lo haga cuando ya no sea necesario por haber llegado a tu lado. ¿Te dije ya que te amo?

Quédate tranquila. No llegaré con un camión de desperdicios. De hecho, ya llevo llenas y bien amarradas dos bolsas que dejaré esta tarde en la acera. El recolector pasaba a las seis a.m., ¿verdad? Por las dudas le preguntaré a la señora Robinson. Con algo de suerte obtenga de paso algunos pastelillos de limón extras.

¿Glotón? Ni lo pienses. Besa a los niños y recuérdales cuánto los amo. A las nueve p.m. estaré mirando la

luna con ellos. Te amo. Bob. (Por la noche) Pensarás que estoy loco. Bueno, debería consentir que algo de razón tienes. Después

de todo, ¿no fue algo de eso lo que te atrajo de mí? Faltando un cuarto de hora para las seis (la señora Robinson me lo confirmó… pero ya no había pastelillos de limón), tomé las dos bolsas de las que te hablé, las llevé hasta la entrada, las apoyé en el suelo, abrí la puerta… y no tuve el coraje de llevarlas hasta el cesto. De pronto estaba allí, parado y mirando hacia adelante como un búho sin atinar qué hacer. Algo dentro de mí me avisaba que aún no debía hacerlo, aún no debía botarlas. Verás qué sabios resultaron ser una vez más estos avisos que nos hace nuestro inconsciente y que a veces nos parecen irracionales del todo, absurdos, injustificados.

Yo estaba convencido de que algo se marcharía con las bolsas, algo que no debería marcharse y que, cuando lo recordara, cuando recuperara la imagen de mi mano metiendo eso en la bolsa como desperdicio, sin dudas lo lamentaría y me pesaría como una pérdida irreparable. Cerré la puerta y volví al centro del salón, donde a esa hora hay

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mejor luz. Encargué sándwiches por teléfono (a Charlie’s, ¿dónde si no?) y me aboqué a la tarea de revisar lo que estaba por tirar. La primera bolsa no me deparó el encuentro de nada significativo. Quiero decir, nada que me hiciera pensar que había encontrado lo que buscaba. Claro que de todos modos fui hallando algunas cosas que no me explico cómo pude haber pensado en tirar. Nada importante, tú sabes, pero, ¿cómo deshacerme de mi escudo del colegio y la gorra de mi equipo favorito? Y unos cuantos papeles más, claro está, que afortunadamente no había roto al tirarlos y que me parece que merecen una segunda revisión. Son sólo papeles, mi amor, en la suma final no significarán mucho volumen.

Llamaron a la puerta cuando estaba por abrir la segunda bolsa, en la que estaba seguro que había algo. Regresé al interior con mi envoltorio de sándwiches y lo puse sobre mis piernas dobladas estilo indio para comer un poco antes de seguir con la tarea. El primer sándwich que comí era de mis favoritos y sabía estupendamente y me hizo sentir muy bien. Tal vez fue por eso que, mientras miraba con descuido el papel del envoltorio recordé nuestra colección de pequeñas servilletas de todos los lugares donde fuimos a comer hasta que nos casamos, ¿la recuerdas? Bueno, sí, es cierto, a ti nunca te entusiasmaba la idea de juntar papeles y había sido idea mía. ¿Pero no crees que sería bueno conservarla y de tanto en tanto mirarla juntos?

Juntos… qué bella palabra. Te amo. Bien, finalmente terminé mis sándwiches y abrí la bolsa. No te costará creerme que

la revisé con detalle, pero no pude encontrar nada, quizás porque me quedé pensando acerca de en qué rincón de la casa pude haber guardado nuestra… bueno, mi colección de servilletas. Sólo hallé fragmentos de historietas de Ian y algunos brazos de muñecas de Lucy. ¿Cómo están ellos? ¿Me extrañan? ¿Les has dicho que los amo y extraño?

Continuaré mañana; me alivia saber que cada día falta menos. Es asombroso cómo se redujo el tamaño de lo que tenía para poner en el cesto de la

basura en la acera. De las dos bolsas, apenas media, de modo que esperaré a que se llene antes de botarla. ¡Qué curioso! Mientras te escribo esto está pasando el camión recolector. No se detendrán frente a casa esta vez. Ya les daré trabajo, y mucho.

Greenwich, Connecticut, jueves 10

¡Buenos días, cariño! Ian te estará diciendo “¿Me pasas los cereales?” y Lucy se estará restregando los ojos con el dorso de sus manitos. Sonrío de pensar que también te habrán dicho “¿Y cuándo vendrá papi?”.

Por mi parte, los extraño muchísimo, más de lo que soporta mi alma. Para remediar eso pegué en la pared las fotos de ellos. Y la tuya, por supuesto, esa que siempre llevo conmigo. Luces hermosa. Cuando la veo no puedo menos que pensar que soy un tipo de verdad afortunado.

También pegué el papel envoltorio de los sándwiches y escribí en él con grandes letras la fecha y un “¡FALTA MENOS!” para darme ánimos. Tal vez, cuando me vaya, lo agregue a la colección de servilletas. ¿No te lo conté? ¡Las encontré! Estaban en una despensa de la cocina, y todas, o casi. Las revisé y creo que sólo faltan las del café en Mahui y la de Virginia hace ocho años.

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Falta cada vez menos pero te confieso que la tarea es abrumadora. Como hacer el trabajo dos veces sólo servirá para retenerme aquí más tiempo del necesario, decidí, para que no me pase como con las bolsas, hacer una revisión más exhaustiva de las cosas antes de tirarlas, así estaré seguro que no hace falta reabrir cajas ni bolsas a las que ya haya fijado el cesto como destino.

Hoy estuve en el altillo…