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La ola Morton Rhue

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La ola de Morton Rhue es la representación ficcional de un hecho real, demasiado real. Cuando aquel anodino día un alumno le preguntó a su profesor de historia Ron Jones (Ben Ross en libro) por qué el pueblo alemán había permitido la barbarie de la II Guerra Mundial

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RESEÑA

Cuando el profesor Ben Rossaborda durante la clase de historia elperiodo del nazismo, los alumnos nopueden entender el comportamientociego de los alemanes ni por qué sedejaron manipular. Ellos nunca hubieranpermitido algo así, se habrían rebeladocontra los déspotas. El profesor decidellevar a cabo un experimento parademostrar cómo se pueden desarrollarcomportamientos autoritarios, y probarque lo que pasó en Alemania puede

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repetirse en cualquier lugar y momento.Sin embargo, el experimento se le va delas manos y empieza a tomardimensiones peligrosas.

Ben Ross y sus alumnos aprenderánuna lección que no olvidarán jamás.

La Ola se basa en hechos realesque tuvieron lugar en la clase de historiade un instituto de Palo Alto, California.

¡Fuerza mediante disciplina!¡Fuerza mediante comunidad!¡Fuerza mediante acción!

Fue adaptada al cine por DennisGansel, en 2008.

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234567891011121314151617A modo de epílogo de la editorial

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Morton Rhue

LA OLA

El experimento en la clase de

historia que fue demasiado lejos

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Título original: The Wave. Theclassroom experiment that went too far

Traducción del inglés: SoledadSilió y Blanca Rissech

Primera edición en castellano:junio de 2010

© 1981, Random House, Inc© 2010, de la presente edición,

Takatuka SLTakatuka / Virus editorial,

BarcelonaISBN: 978-84-92696-36-9

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Laurie Saunders estaba sentada enla sala de publicaciones del InstitutoGordon, mordiendo la punta de unbolígrafo. Era una chica bonita, de pelocorto color castaño claro y una sonrisacasi perpetua, que sólo desaparecíacuando estaba preocupada o mordiendoun bolígrafo. Últimamente habíamordido un montón de bolígrafos. Enrealidad, no tenía ni un solo bolígrafo nilápiz en la cartera que no tuviera lapunta desgastada de tanto mordisqueonervioso. En cualquier caso, le ayudabaa no fumar.

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Laurie echó una ojeada a la sala,que era un cuarto pequeño, lleno depupitres, máquinas de escribir y mesasde calco. En aquel momento, tendría quehaber habido chicos en cada una de lasmáquinas, escribiendo algo para Elcotilleo de Gordon, el periódico delinstituto. El equipo de diseño ymaquetación tendría que haber estadotrabajando en las mesas de calco,preparando el próximo número. Sinembargo, no había nadie más que Laurie.El problema era que fuera hacía un díaespléndido.

Laurie oyó el chasquido delplástico de su bolígrafo al romperse. Sumadre ya le había advertido que un díamordería un bolígrafo hasta romperlo y

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que se tragaría un trozo de plástico, quese le clavaría en la garganta y laahogaría. Una cosa así sólo se le podíaocurrir a su madre, pensó Laurie.

Miró el reloj que había en la pared.Faltaban sólo unos pocos minutos paraque se acabara la clase. No habíaninguna regla que dijera que se tuvieraque trabajar en la sala de publicacionesdurante los ratos libres, pero todo elmundo sabía que la próxima edición deEl cotilleo tenía que salir la semanasiguiente. ¿No podrían dejar susfrisbees, sus pitillos y sus bronceadospor unos días para que el periódicosaliera a tiempo por una vez?

Laurie guardó el bolígrafo yempezó a recoger sus cuadernos para la

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próxima clase. Era imposible. En lostres años que había formado parte delequipo, El cotilleo no había salidonunca puntual. Y ahora que era ella lajefa de redacción no había cambiadonada. El periódico saldría cuando todoel mundo encontrara el momento deponerse a trabajar.

Laurie cerró la puerta de la sala depublicaciones y salió al pasillo. Estabacasi vacío; todavía no había sonado eltimbre que indicaba el cambio de clasey sólo había unos cuantos alumnos.Laurie pasó por delante de variaspuertas, se paró al llegar a una clase ymiró por la ventana.

Amy Smith, su mejor amiga, unachica menudita, de pelo grueso, rizado y

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rubio, se esforzaba por aguantar losúltimos minutos de la clase de francésdel señor Gabondi. El año anterior,Laurie había tenido francés con el señorGabondi y lo recordaba como una de lasexperiencias más aburridas de su vida.El señor Gabondi era un hombre bajo,de piel oscura y macizo, que siempreparecía estar sudando, incluso en plenoinvierno. Cuando daba clase, hablaba enun tono monótono y soso, capaz dedormir al mejor de los alumnos y,aunque el curso no era difícil, Laurietodavía se acordaba de lo que le habíacostado sacar un sobresaliente.

Ahora, al ver los esfuerzos de suamiga por mantener el interés, Lauriepensó que necesitaba que la animaran un

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poco. Así pues, colocándose donde Amypudiera verla y Gabondi no, empezó aponer los ojos bizcos y cara de idiota.Amy se llevó la mano a la boca paracontener la risa. Laurie hizo otra muecay su amiga intentó no mirar, pero nopodía resistir la tentación de volver lacabeza para ver qué hacía. EntoncesLaurie puso su famosa cara de pez: setiró de las orejas, puso los ojos bizcos ehizo un puchero con los labios. Amyhacía tantos esfuerzos por no reírse quelas lágrimas le corrían por las mejillas.

Laurie sabía que no debía hacermás muecas. Mirar a Amy era muydivertido; se reía por cualquier cosa. SiLaurie hacía algo más, su amigaacabaría por caerse de la silla y rodar

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por el suelo entre los pupitres. Pero nopudo resistirse. Se volvió de espaldas ala puerta, para darle más emoción,frunció el ceño e hizo un mohín, yentonces se dio la vuelta.

En la puerta se encontró con unseñor Gabondi enfurecido. Detrás de él,Amy y el resto de la clase se estabanpartiendo de risa. Laurie se quedóhelada, pero antes de que Gabondipudiera echarle una reprimenda sonó eltimbre y la clase entera salió en trombaal pasillo. Amy se le acercóabrazándose la barriga porque le dolíade tanto reír. Gabondi se quedó mirandoa las dos chicas que, cogidas del brazo,se dirigían a la clase siguiente, ya sinaliento para seguir riendo.

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En el aula en que daba historia BenRoss estaba inclinado sobre unproyector, intentando poner una películaentre todo aquel lío de rollos y lentespara proyectarla. Era la cuarta vez quelo intentaba y seguía sin conseguirlo.Desesperado, se pasó los dedos por supelo castaño y ondulado. Nunca en suvida había sido capaz de manejar unamáquina, ya fueran proyectores ocoches; incluso el surtidor deautoservicio de la gasolinera local lellevaba de cabeza.

Nunca había podido comprenderpor qué era tan torpe para estas cosas;por eso, cuando se trataba de algúnchisme mecánico, se lo dejaba a Christy,

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su mujer. Ella daba clase de música ycanto en el Instituto Gordon, y en casatenía a su cargo todo lo que exigierahabilidad manual. Christy bromeaba amenudo y decía que a Ben no se le podíaencargar ni que cambiara una bombilla,pero él aseguraba que eso era unaexageración. Había cambiado muchasbombillas en su vida y sólo se acordabade haber roto dos.

Hasta ese momento, en los dosaños que él y su mujer llevaban enInstituto Gordon, Ben se las habíaarreglado para ocultar su falta dehabilidad mecánica o, mejor dicho, paraque pasara inadvertida, porque habíaquedado eclipsada por su fama de jovenprofesor con talento. Los alumnos de

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Ben hablaban de su intensidad, y de quese entusiasmaba y se interesaba tantopor un tema, que no podían evitarinteresarse ellos también. Decían queera «contagioso», lo cual significabaque era carismático. Sabía metérselos enel bolsillo.

El resto de profesores no era tanunánime en sus opiniones. Algunosestaban impresionados por su energía,dedicación y creatividad. Decían quesabía dar un aire nuevo a sus clases yque, cuando era posible, trataba deenseñar a los chicos el aspecto prácticoy relevante de la historia. Si estabanestudiando un sistema político, dividíala clase en partidos políticos. Siestudiaban un juicio famoso, pedía a un

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alumno que representara al acusado, aotros dos que se encargaran de ladefensa y la acusación, y luego elegía aun jurado.

Sin embargo, había otrosprofesores que eran más escépticossobre el proceder de Ben. Algunosdecían que lo único que le pasaba eraque era demasiado joven e ingenuo, yque por eso ponía tanto entusiasmo, peroque en unos cuantos años se calmaría yempezaría a dar las clases «bien»: conmucha lectura, pruebas semanales yclases más formales. A otros lo que noles gustaba era que no llevase nuncatraje y corbata en clase. Y había uno odos que confesaban que simplemente letenían envidia.

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Pero lo que ningún profesor podíaenvidiarle era su incapacidad total paramanejar un proyector. Por muy brillanteque pudiera ser, en aquel momento sólopodía rascarse la cabeza y contemplar lamaraña de celuloide que había en elaparato. Los chicos de su clase dehistoria iban a llegar dentro de pocosminutos y hacía varias semanas quequería pasarles aquella película. ¿Porqué no le habrían dado un curso sobrecómo colocar una película para poderproyectarla?

Ross volvió a ponerla en el carretey renunció a montarla. Seguro que entrelos chicos de su clase habría algúnprodigio de los audiovisuales que sabríaponer el aparato en marcha en un

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momento. Volvió a su mesa y sacó unmontón de hojas que quería entregar alos alumnos antes de que vieran lapelícula.

Mientras hojeaba los deberes, Benpensó que las notas eran lo que cabíaesperarse. Como de costumbre, habíados excelentes, los de Laurie Saunders yAmy Smith. Había un notable, y luego elhabitual montón de bienes y suficientes.Había dos insuficientes. Uno era deBrian Ammon, quarterback del equipode fútbol americano al que parecíagustarle sacar malas notas, aunque Benestaba convencido de que teníacapacidad para hacerlo mucho mejor sise esforzaba más. El otro insuficienteera de Robert Billings, el perdedor de la

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clase. Ross movió la cabeza. Aquelchico, Billings, era un verdaderoproblema.

Fuera, sonaron los timbres, y Benoyó el ruido de las puertas que se abríande golpe y a los alumnos que invadíanlos pasillos. Era curioso que los chicossalieran tan rápido de una clase, perollegaran a la siguiente a paso de tortuga.Ben creía que, en general, ahora elinstituto era un sitio en el que los chicospodían aprender mejor que antes; perohabía unas cuantas cosas que no legustaban. Una de ellas era la falta deinterés de los alumnos por llegar atiempo; a veces se perdían cinco oincluso diez valiosos minutos de claseesperando a los rezagados. En sus

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tiempos, si no estabas en clase despuésde que sonara el timbre por segunda vezte habías metido en un lío.

El otro problema eran los deberes.Los chicos ya no se sentían obligados ahacerlos. Ya podía gritar, amenazarloscon suspenderles o con castigarles, quedaba lo mismo. Los deberes casi sehabían convertido en algo opcional.Como uno de los alumnos de catorceaños le había dicho pocas semanasantes: «Claro que sé que los deberes sonimportantes, señor Ross, pero antes estámi vida social».

Ben se rió. Vida social.Los chicos estaban empezando a

entrar. Ross vio a David Collins, unchico alto y atractivo, corredor del

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equipo de fútbol americano. Era tambiénel novio de Laurie Saunders.

—David, ¿crees que podrías poneren marcha el proyector? —preguntóRoss.

—Claro que sí —contestó David.Mientras Ross le miraba, el

muchacho se puso de rodillas al lado delproyector y empezó a trabajar condestreza. En pocos segundos ya tenía lapelícula lista. Ben sonrió y le dio lasgracias.

Robert Billings entró arrastrandolos pies. Era un chico de constituciónfuerte, que llevaba siempre los faldonesde la camisa colgando y el peloenmarañado, como si no se molestaranunca en peinarse cuando se levantaba

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de la cama por la mañana.—¿Vamos a ver una peli? —

preguntó al ver el proyector.—No, idiota —contestó otro que se

llamaba Brad, que disfrutabaatormentándole—. Al señor Ross legusta montar el proyector sólo paradivertirse.

—Brad —intervino Ross—. Yabasta.

Había bastantes alumnos en laclase para que Ross empezara a entregarlos deberes.

—Muy bien —dijo, en voz alta,para atraer la atención de los chicos—.Aquí están los trabajos de la semanapasada. En general, están bastante bien.

Empezó a pasar entre los pupitres

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para dar a cada uno su ejercicio.—Pero voy a advertiros una vez

más. Estas redacciones cada día estánmás descuidadas —explicó, levantandouna para que todos la vieran—. Miradesto. ¿Es realmente necesario hacertantos garabatos en los márgenes?

Los chicos se rieron.—¿De quién es? —preguntó uno.—Eso no importa. —Ben puso bien

las hojas que tenía en la mano y continuórepartiéndolas—. De ahora en adelante,voy a empezar a bajar la nota de todoslos deberes que estén muy sucios. Si osequivocáis o tenéis que hacer muchoscambios, preparad una copia nueva ylimpia para entregármela. ¿Entendido?

Algunos chicos asintieron con la

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cabeza. Otros ni siquiera le escuchaban.Ben se colocó delante de la clase y bajóla pantalla. Era la tercera vez en esesemestre que les hablaba de los deberessucios.

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Estaban estudiando la SegundaGuerra Mundial y la película que Rosshabía seleccionado para su clase era undocumental que mostraba lasatrocidades cometidas por los nazis enlos campos de concentración. En laclase a oscuras, los chicos tenían losojos puestos en la pantalla. Veían ahombres y mujeres escuálidos, tanmuertos de hambre que ya no parecíanmás que esqueletos cubiertos de piel.Personas con unas piernas en las que lomás ancho eran las rodillas.

Ben ya había visto esta película u

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otras parecidas media docena de veces,pero el espectáculo de una crueldad taninhumana y despiadada por parte de losnazis todavía lo horrorizaba e indignaba.A medida que avanzaba la película,Ross se dirigía a la clase con emoción.

—Lo que estáis viendo tuvo lugaren Alemania entre 1933 y 1945. Fueobra de un hombre llamado AdolfHitler, que primero había sido criado,mozo de cuerda y pintor de brochagorda, y que luego se dedicó a lapolítica después de la Primera GuerraMundial. Alemania había sido derrotadaen esa guerra, había perdido suliderazgo mundial, tenía una inflaciónmuy alta, y había miles de personashambrientas, sin trabajo y sin techo.

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Para Hitler eso supuso una oportunidadpara ascender rápidamente entre lasfilas del partido nazi. Abrazó la teoríade que los judíos eran los destructoresde la civilización y de que los alemaneseran una raza superior. Hoy día sabemosque Hitler era un paranoico, unpsicópata y que, literalmente, estabaloco. En 1923 le metieron en la cárcelpor sus actividades políticas, pero en1933 él y su partido se hicieron con elcontrol del Gobierno alemán.

Ben hizo una pausa para que losalumnos pudieran continuar viendo lapelícula. Ahora podían observar lascámaras de gas y los cadáveresamontonados como si de troncos demadera para los hornos se tratara. Los

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esqueletos humanos que todavía estabanvivos tenían a su cargo la horripilantetarea de apilar los cadáveres ante lamirada vigilante de los soldados nazis.Ben sintió que se le revolvía elestómago. Se preguntó cómo podíaalguien obligar a los demás a hacer esasbarbaridades.

—Los campos de exterminio eranlo que Hitler llamaba su «solución finaldel problema judío». Sin embargo, nosólo los judíos fueron enviados allí, sinotambién todas las personas que los nazisjuzgaron como no aptas para formarparte de su raza superior —continuóexplicando—. En toda Europa oriental,estas personas eran conducidas a estoscampos en manadas y, una vez allí, las

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obligaban a trabajar y a sufrir hambre ytorturas, y cuando ya no servían paranada las exterminaban en las cámaras degas. Sus restos iban a parar a los hornoscrematorios.

Ben hizo otra pausa y luegocontinuó.

—La esperanza de vida de losprisioneros en los campos deconcentración era de doscientos setentadías. Pero muchos no resistían ni unasemana.

En la pantalla se veían los edificiosen los que estaban instalados los hornos.Ben pensó que podía contar a los chicosque el humo que salía de las chimeneasera el de los cuerpos quemados. Pero nolo hizo. Ver la película era más que

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suficiente. Gracias a Dios el hombre nohabía inventado la manera de hacer queen las películas se transmitiera el olor,porque lo peor de todo habría sido elhedor, el hedor de la mayor atrocidadcometida en la historia de la razahumana.

La película iba a terminar y Benacabó con su explicación.

—Los nazis mataron a más de diezmillones de hombres, mujeres y niños ensus campos de exterminio.

La película había terminado. Unchico, que estaba al lado de la puerta,encendió las luces de la clase. Ben vioque la mayoría de los alumnos estabananonadados. No se había propuestoconmocionarles, aunque sí sabía que la

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película les iba a impresionar. Muchosde aquellos muchachos se habían criadoen una pequeña comunidad de la extensazona residencial de los alrededores delInstituto Gordon. Eran hijos de familiasestables de clase media y, a pesar deque los medios de comunicación estabansaturados de la violencia queimpregnaba la sociedad en la quevivían, eran sorprendentemente ingenuosy estaban acostumbrados a sentirseprotegidos. En ese momento, algunosincluso empezaron ya a hacer el tonto.Todo el horror y el sufrimiento quereflejaba la película debía de haberlesparecido un programa más de televisión.Robert Billings, que estaba sentadocerca de la ventana, estaba dormido, con

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la cabeza entre los brazos. En cambio,en las primeras filas, Amy Smith seestaba secando alguna lágrima. LaurieSaunders también parecía muy afectada.

—Sé que muchos estáisimpresionados —dijo Ben—. Pero si oshe traído hoy esta película no ha sidosólo para conmoveros. Quiero quepenséis en lo que habéis visto y en loque os he dicho. ¿Hay alguien que quierahacer alguna pregunta?

Amy Smith levantó enseguida lamano.

—Dime, Amy.—¿Todos los alemanes eran nazis?

—preguntó la chica.Ben movió la cabeza.—No, la verdad es que sólo menos

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de un diez por ciento de la poblaciónalemana pertenecía al partido nazi.

—Entonces, ¿cómo no intentóalguien detenerles?

—No puedo decírtelo conseguridad, Amy. Supongo que estaríanasustados. Los nazis podían ser unaminoría, pero eran una minoríasumamente bien organizada, armada ypeligrosa. No hay que olvidar que elresto de la población alemana estabadesorganizada, sin armas y atemorizada.Habían pasado además por una época deinflación espantosa, que había arruinadoal país. Es posible que algunos tuvieranla esperanza de que los nazis pudierandevolverles la prosperidad. Encualquier caso, después de la guerra, la

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mayoría de los alemanes dijo que nosabía nada de estas atrocidades.

Eric, un chico negro que se sentabaen las primeras filas, levantó la mano atoda prisa.

—Eso es una estupidez. ¿Cómo sepuede matar a diez millones de personassin que nadie se entere?

—Sí —dijo Brad, el chico quehabía estado molestando a RobertBillings antes de empezar la clase—. Nopuede ser.

Ben veía que la película habíaimpresionado a la mayoría de la clase yse alegraba. Daba gusto comprobar quese preocupaban por algo.

—Bueno, lo único que puedodeciros es que, después de la guerra, los

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alemanes afirmaron que no sabían nadade los campos de concentración ni delas matanzas —dijo a Eric y a Brad.

Entonces fue Laurie Saunders laque levantó la mano.

—Pero Eric tiene razón —añadió—. ¿Cómo pudieron los alemanesquedarse tan tranquilos mientras losnazis andaban matando a la gente delantede sus narices y decir luego que no losabían? ¿Cómo pudieron hacer algo así?¿Cómo se atrevieron a decirlo?

—Lo único que puedo aseguraroses que los nazis estaban muy bienorganizados y eran muy temidos —repitió Ben—. El comportamiento delresto de la población alemana es unmisterio. ¿Por qué no intentaron

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detenerles? ¿Cómo pudieron decir queno lo sabían? La verdad es que noconocemos la respuesta.

La mano de Eric estaba otra vez enalto.

—Pues lo que yo puedo asegurar esque no dejaría nunca que una minoría tanpequeña dirigiera a la mayoría.

—Claro que sí —dijo Brad—. Yono dejaría que un par de nazis memetiera tanto miedo como para decir queno me había enterado de nada.

Había otras manos levantadas pero,antes de que Ben pudiera dirigirse aalguno de los chicos, sonó el timbre ytodos salieron corriendo.

David Collins se levantó. Suestómago estaba reclamando comida a

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gritos. Se había levantado tarde y nohabía podido zamparse el desayuno detres platos que acostumbraba a tomarsetodos los días. Por mucho que leimpresionara la película que les habíaenseñado el señor Ross, no podía dejarde pensar que había llegado la hora dela comida.

Miró a Laurie Saunders, quecontinuaba sentada en su sitio.

—Venga, Laurie. Tenemos quellegar pronto al comedor. Ya sabes lascolas que se forman.

Pero Laurie le hizo señas de que sefuera sin ella.

—Ya me reuniré contigo más tarde.David frunció el ceño. Se debatía

entre esperar a su novia y llenar su

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estómago protestón. Venció el estómagoy se fue por el pasillo.

Después de que David se marchara,Laurie se levantó y miró al profesor. Yano quedaban más que un par de alumnosen la clase. Y, salvo Robert Billings,que acababa de despertarse de su siesta,eran los que parecían estar másafectados por la película.

—No puedo creer que todos losnazis fueran tan crueles —dijo Laurie asu profesor—. No me puedo creer quepueda haber nadie tan cruel.

Ben asintió.—Después de la guerra, muchos

nazis intentaron justificar su conductadiciendo que ellos no hacían más quecumplir órdenes y que, de no haberlo

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hecho, los habría matado.—Pero eso no es excusa —

argumentó Laurie, moviendo la cabeza—. Podían haberse escapado. Podíanhaber luchado contra ellos. Tenían ojosy un cerebro. Podían pensar por símismos. Nadie obedece, sin más, unaorden así.

—Pues eso es lo que dijeron.—Es un asco —respondió Laurie,

moviendo la cabeza de nuevo con voztemblorosa—. Un verdadero asco.

Ben asintió; estaba totalmente deacuerdo.

Robert Billings intentó escabullirseal pasar por delante de la mesa de Ben.

—Robert —dijo el profesor—.

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Espera un momento.El chico se quedó helado, pero no

quiso mirarle a la cara.—¿Duermes bien en casa?Robert asintió, como atontado.Ben suspiró. Llevaba un semestre

entero tratando de entender a aquelchico. No podía soportar que los otrosse burlaran de él y le desesperaba verque el muchacho no hiciera nada porparticipar en las clases.

—Robert, si no empiezas aparticipar en clase, voy a tener quesuspenderte. A este paso, nunca te daránel título.

Robert miró un momento alprofesor, pero enseguida bajó la mirada.

—¿No tienes nada que decir?

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Robert se encogió los hombros.—No me importa.—¿Qué quieres decir con eso de

que no te importa?El muchacho dio unos pasos hacia

la puerta. Ben sabía que le molestabaque le hicieran preguntas.

—Robert.El chico se paró, pero siguió sin

mirarle.—Tampoco iba a servirme de

nada.Ben no sabía qué decir. El caso de

Robert no había por dónde cogerlo: erael hermano pequeño relegado a lasombra de su hermano mayor, que habíasido la quintaesencia del alumnomodélico y alumno popular del campus.

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En el instituto, Jeff Billings había sidolanzador de la liga; ahora estaba en lacantera de los Baltimore Orioles yestudiaba medicina cuando el equipo nojugaba. En el colegio, había sido unalumno de excelentes que sobresalió entodo. Era el tipo de chico que ni elpropio Ben habría aguantado en suépoca de instituto.

Al ver que nunca iba a podercompetir con su hermano, era como siRobert hubiera decidido tirar la toallasin ni siquiera intentarlo.

—Escucha, Robert —dijo Ben—.Nadie espera que seas otro Jeff Billings.

Robert le miró un momento y luegoempezó a morderse nerviosamente lauña del pulgar.

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—Lo único que te pedimos es quelo intentes.

—Tengo que irme —manifestóRobert, mirando al suelo.

—No me importan los deportes —insistió Ben.

Aunque el chico ya había empezadoa dirigirse lentamente hacia la puerta.

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David Collins estaba sentado en elpatio que había al lado del comedor.Cuando Laurie llegó, ya había engullidola mitad de la comida y empezaba asentirse persona de nuevo. Observócómo Laurie ponía la bandeja junto a lasuya y luego se fijó en Robert Billings,que también se dirigía al patio.

—Mira —le susurró a Laurie,mientras ésta se sentaba.

Los dos vieron a Robert, que salíadel comedor con una bandeja en la manoy buscaba un sitio donde sentarse. Fiel asu costumbre, ya había empezado a

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comer y estaba en la puerta, con medioperrito caliente metido en la boca.

En la mesa que eligió había doschicas de la clase de historia de Ross.Cuando Robert dejó su bandeja, las dosmuchachas se levantaron y se fueron aotro sitio. Robert hizo como si no sehubiera percatado.

—El intocable del Gordon —refunfuñó David, moviendo la cabeza.

—¿Tú crees que realmente le pasaalgo? —preguntó Laurie.

David se encogió de hombros.—No lo sé. Desde que yo le

conozco, siempre ha sido un tipobastante raro. Claro que si a mí metrataran así, creo que también mevolvería peculiar. Es curioso que él y su

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hermano sean de la misma familia.—¿Te he dicho alguna vez que mi

madre conoce a la suya? —comentóLaurie.

—¿Habla su madre alguna vez deél?

—No. Pero creo que un día dijoque le habían hecho una prueba y quetenía un coeficiente intelectual normal.No es tonto ni mucho menos.

—Es un tipo raro; eso es todo.David empezó a comer otra vez,

pero Laurie apenas probó su comida.Parecía preocupada.

—¿Qué te pasa? —preguntó elmuchacho.

—Es esa peli, David. Me haimpresionado. ¿A ti no?

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Él se lo pensó un momento antes deresponder.

—Sí, claro que me haimpresionado, como algo horrible queocurrió una vez. Pero eso fue hacemucho tiempo, Laurie. Para mí es comoun capítulo de la historia. No puedescambiar lo que sucedió.

—Pero tampoco puedes olvidarlo—dijo Laurie, que probó un trozo dehamburguesa, puso cara de asco y ladejó.

—Pero no puedes pasarte el restode tu vida dándole vueltas al asunto —señaló David, mirando la hamburguesade Laurie—. Oye, ¿no piensascomértela?

La muchacha movió la cabeza. La

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película le había dejado sin apetito.—Cómetela tú.David no sólo se comió la

hamburguesa, sino también las patatasfritas, la ensalada y el helado. Laurie lomiró, pero su mente estaba en otro sitio.

—Delicioso —exclamó David,limpiándose los labios con la servilleta.

—¿Quieres algo más? —preguntóLaurie.

—Pues, a decir verdad...—¿Está ocupado este sitio? —

preguntó alguien detrás de ellos.—¡Yo he llegado antes! —dijo otra

voz.David y Laurie vieron que Amy

Smith y Brian Ammon, el quarterback,se acercaban a su mesa desde

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direcciones opuestas.—¿Qué quieres decir con eso de

que tú has llegado antes? —preguntóBrian.

—Bueno, quería decir que queríallegar antes —contestó Amy.

—Pero eso no vale —replicó Brian—. Además, tengo que hablar con Davede fútbol americano.

—Y yo tengo que hablar conLaurie.

—¿De qué? —preguntó Brian.—Pues tengo que hacerle compañía

para que no se aburra mientras habláisdel rollo ese.

—Dejadlo ya —intervino Laurie—. Hay sitio para los dos.

—Pero con ellos hace falta sitio

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para tres —dijo Amy, señalando aDavid y a Brian.

—Muy graciosa —gruñó Brian.David y Laurie se corrieron hacia

un lado, y Amy y Brian se apiñaron juntoa ellos. Amy tenía razón al decir quehacía falta sitio para tres; Brian llevabados bandejas llenas.

—Oye, ¿qué vas a hacer con todaesta comida? —preguntó David, dándoleunas palmaditas en la espalda.

Aunque fuera el quarterback delequipo, Brian no era muy alto. David lesacaba la cabeza.

—Tengo que ganar peso —dijoBrian, mientras devoraba la comida—.Me van a hacer falta muchos kilos paraenfrentarme el sábado a esos tíos del

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Clarkstown. Son muy grandes; bueno,son enormes. Me han dicho que tienen unlinebacker que mide un metro noventa ypesa cien kilos.

—No sé de qué te preocupas —intervino Amy—. Si pesas tanto, nopuedes correr demasiado.

—Si es que no tiene que correr,Amy. Lo único que tiene que hacer esaplastar quarterbacks.

—¿Crees que tenéis posibilidadesel sábado? —preguntó Laurie, queestaba pensando en el artículo que ibana necesitar para El cotilleo.

—No lo sé —respondió David,encogiéndose de hombros—. El equipoestá muy desorganizado. Vamos muyatrasados en la preparación de jugadas y

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este tipo de cosas. La mitad de losjugadores ni siquiera aparece por losentrenamientos.

—Es verdad —intervino Brian—.Schiller, el entrenador, dijo que iba aechar del equipo a todos los que nofueran a los entrenamientos. Pero, si lohiciera, no tendría suficientes tíos parajugar.

Nadie parecía tener nada más quedecir sobre el tema y Brian atacó susegunda hamburguesa.

Los pensamientos de Daviddivagaron hacia algo que le corría másprisa.

—¿Hay alguien que sea bueno encálculo?

—¿Por qué vas a hacer cálculo? —

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preguntó Amy.—Te hace falta para ingeniería —

respondió David.—¿Y por qué no esperas a estar en

la universidad? —preguntó Brian.—Me han dicho que es tan difícil

que tienes que hacer el curso dos vecespara entenderlo todo. Por eso hepensado en hacer un curso ahora y otrodespués.

Amy le dio con el codo a Laurie.—Me parece que este novio tuyo es

muy extraño.—Hablando de extraños... —

susurró Brian, inclinando la cabezahacia Robert Billings.

Todos miraron en aquelladirección. Robert estaba sentado solo en

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una mesa, enfrascado en un cómic deSpiderman. Movía los labios mientrasleía y tenía una mancha de ketchup en labarbilla.

—¿Habéis visto que se ha pasadotoda la peli durmiendo? —preguntóBrian.

—No se lo recuerdes a Laurie —dijo David—. Está muy afectada.

—¿Por la peli? —preguntó Brian.Laurie miró con malos ojos a

David.—¿Tienes que contárselo a todo el

mundo?—Bueno, es verdad, ¿no?—Anda, déjame en paz.—Entiendo lo que sientes —dijo

Amy—. A mí, me pareció espantosa.

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Laurie se volvió hacia David.—¿Lo ves? No soy la única que

está horrorizada.—Si yo no he dicho que no me

horrorizara —se justificó David—. Loque he dicho es que ya pasó. Hay queolvidarlo. Ocurrió una vez y el mundoaprendió la lección. Ya no volverá aocurrir.

—Espero que no —dijo Laurie,mientras cogía su bandeja.

—¿Adónde vas? —preguntó David.—Tengo que escribir para El

cotilleo.—Espera —dijo Amy—. Voy

contigo.Brian y David se quedaron mirando

a las chicas que se iban.

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—¡Caramba, cómo le ha afectadoesa peli! —dijo Brian.

—Sí, siempre se toma estas cosasdemasiado en serio —afirmó David,asintiendo.

Amy Smith y Laurie Saunders sesentaron en la sala de El cotilleo y sepusieron a charlar. Amy no trabajaba enel periódico, pero muchas veces iba a lasala de publicaciones con Laurie. Lapuerta podía cerrarse con llave y Amyse ponía a fumar al lado de una ventanaabierta, echando el humo afuera. Sillegaba un profesor, podía tirar elcigarrillo por la ventana, sin que senotara el olor del tabaco en la sala.

— Q u é peli más espantosa —

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comentó Amy.Laurie asintió sin decir nada.—¿Os habéis peleado tú y David?

—preguntó su amiga.—No —respondió Laurie,

sonriendo un poco—. Pero me gustaríaque se tomara en serio alguna otra cosaque no fuera el fútbol americano. Nosé... A veces es demasiado deportista.

—Pero saca buenas notas. Por lomenos no es un deportista tonto, comoBrian.

Las dos se rieron un momento.—¿Por qué quiere ser ingeniero?

Debe de ser tan aburrido —comentóAmy.

—Quiere ser ingeniero informático.¿Has visto el ordenador que tiene en

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casa? Lo hizo él mismo con unamaqueta.

—Pues no sé cómo, pero no lo hevisto —respondió Amy, burlona—. Porcierto, ¿habéis decidido qué vais a hacerel año que viene?

Laurie movió la cabeza.—A lo mejor vamos juntos a algún

sitio. Depende de dónde nos admitan.—Seguro que tus padres estarán

encantados.—No creo que les importe mucho.—¿Y por qué no os casáis?—Anda, Amy —respondió Laurie

—. Bueno, supongo que quiero a David,¿pero quién piensa en casarse ya?

—Bueno, no sé —apuntó Amy,sonriendo y tomándole el pelo—. Si

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David me pidiera que me casara con él,creo que me lo pensaría.

—¿Quieres que se lo insinúe? —preguntó Laurie, echándose a reír.

—Venga, Laurie. Ya sabes lo quele gustas. A las otras chicas, ni las mira.

—Más le vale.Laurie notaba cierta melancolía en

la voz de Amy. Desde que Laurie habíaempezado a salir con David, Amytambién había querido salir con otrojugador del equipo. A Laurie lemolestaba que, más allá de su amistad,hubiera una rivalidad constante entreellas por los chicos, por las notas, porser más popular y por todo en lo quepudieran competir. Aunque eran muybuenas amigas, esta constante rivalidad

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impedía que pudieran estar realmenteunidas.

De repente, se oyó un golpe en lapuerta y vieron que alguien intentabaabrirla. Las dos chicas se sobresaltaron.

—¿Quién es? —preguntó Laurie.—Soy Owens, el director —

contestó una voz grave—. ¿Por qué estácerrada la puerta?

Amy estaba muerta de miedo. Tiróel pitillo enseguida y empezó a buscaren la cartera un chicle o un caramelo dementa.

—Vaya, quizá la haya cerrado porerror —respondió Laurie, mientras ibahacia la puerta.

—¡Pues ábrela inmediatamente!Amy estaba aterrada.

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Laurie la miró con impotencia yabrió la puerta.

Afuera, en el pasillo, estaban CarlBlock, el periodista de investigación deEl cotilleo, y Alex Cooper, el críticomusical. Los dos estaban riéndose.

—¡Ostras, vosotros teníais que ser!—exclamó Laurie enfadada.

Detrás de ella, Amy parecía estar apunto de desmayarse, mientras los dosbromistas oficiales del instituto entrabanen la sala.

Carl era un chico alto, delgado yrubio. Alex, que era moreno y macizo,llevaba puestos unos auricularesconectados a un pequeño aparato demúsica.

—¿Estáis haciendo algo ilegal? —

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preguntó Carl con picardía, subiendo ybajando las cejas.

—Me habéis hecho tirar un pitilloestupendo —protestó Amy.

—Ay, ay, ay —dijo Alex, con unamirada de desaprobación.

—¿Cómo va el próximo número?—preguntó Carl.

—¿Cómo quieres que vaya? —dijoLaurie exasperada—. Ninguno de losdos ha entregado lo que tenía que hacer.

—¡Vaya! —exclamó Alex, mirandoel reloj y dirigiéndose a la puerta—.Ahora me acuerdo de que tengo quecoger un avión para Argentina.

—¡Ya te llevo yo al aeropuerto! —dijo Carl, mientras le seguía hacia lapuerta.

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Laurie miró a Amy y movió lacabeza, cansada.

—Vaya par —murmuró, cerrandoel puño.

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Algo inquietaba a Ben Ross. Noestaba muy seguro de lo que era, perolas preguntas que le habían planteadolos chicos de la clase de historiadespués de ver la película le teníanintrigado. No acababa de entenderlo.¿Por qué no había sabido dar unarespuesta adecuada? ¿Tan inexplicablefue el comportamiento de la mayoría delos alemanes durante el régimen nazi?

Esa tarde, antes de salir delinstituto, Ross entró en la biblioteca ycogió un montón de libros. Christy, sumujer, iba a jugar a tenis con unos

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amigos y sabía que dispondría de unbuen rato para pensar sin que nadie leinterrumpiera. Ahora, algunas horas mástarde, y después de haber consultadovarios libros, Ben sospechaba que noiba a encontrar la respuesta escrita enningún sitio. No lo acababa de entender.

¿Sería algo que los historiadoressabían que no podía explicarse conpalabras? ¿Algo que sólo podíaentenderse si se había vivido?, ¿orecreando, en caso de que fueraposible, una situación similar?

La idea le inquietaba. Supongamos,pensó, que durante una clase, o quizádos, hiciera un experimento. Sólo para

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explicar a sus alumnos lo que podíahaber sido la vida en la Alemania nazicon una muestra, una experiencia. Siencontraba la forma de hacerlo, dellevar a cabo el experimento, estabaseguro de que a los chicos iba aimpresionarles mucho más que unarespuesta sacada de un libro. Valía lapena intentarlo.

Esa noche, Christy Ross no volvióa casa hasta pasadas las once. Habíaestado jugando al tenis y luego había idoa cenar con una amiga. Al llegar,encontró a su marido sentado en la mesade la cocina, rodeado de libros.

—¿Estás haciendo los deberes?—En cierto sentido, sí —contestó

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Ben Ross, sin levantar la cabeza.Encima de uno de los libros,

Christy vio un vaso vacío y un plato enel que quedaban unas cuantas migas delo que debía de haber sido un bocadillo.

—Bueno, por lo menos te hasacordado de comer —dijo, cogiendo elplato y poniéndolo en el fregadero.

Su marido no contestó. Seguía conlas narices metidas en el libro.

—Apuesto a que te mueres decuriosidad por saber cómo he ganado aBetty Lewis esta noche —dijo Christypara tomarle el pelo.

—¿Qué? —preguntó Ben,levantando la cabeza.

—He dicho que esta noche heganado a Betty Lewis —repitió Christy.

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Su marido le miró con unaexpresión vacía y ella se echó a reír.

—Betty Lewis. ¿Sabes a quién merefiero? Betty Lewis, a quien nunca hepodido ganar más de dos juegos en unset. Pues hoy le he ganado. En dos sets:seis a cuatro y siete a cinco.

—Vaya, muy bien —dijo Ben conaire distraído, y volviendo al libro paraempezar a leer de nuevo.

Cualquier otra persona se habríaofendido por su aparente grosería, peroChristy no. Sabía que Ben era de los quese entusiasmaban con las cosas. No sólose entusiasmaba, sino que llegaba aobsesionarse hasta tal punto que seolvidaba de que el resto del mundoexistía. Christy aún recordaba la

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temporada en la que le dio por losindios americanos en su curso deposgrado. Durante varios meses estuvotan enfrascado con los indios que seolvidó de todo lo demás. Los fines desemana iba a visitar las reservas indiaso se pasaba horas enteras buscandolibros viejos en alguna bibliotecapolvorienta. ¡Incluso empezó a invitar aindios a cenar a casa! ¡Y a ponersemocasines de piel de ciervo! Algunosdías, cuando se levantaba por lamañana, Christy pensaba que se loencontraría maquillado con pinturas deguerra.

Pero Ben era así. Un verano, leenseñó a jugar al bridge y, al cabo de unmes, no sólo era ya mejor jugador que

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ella, sino que la volvía loca, porque seempeñaba en que estuvieran jugandotodo el día. No se quedó tranquilo hastaque ganó un torneo local y se quedó sincompetidores dignos de su categoría. Elentusiasmo con que se embarcaba encada nueva aventura era tal que casidaba miedo.

Christy miró los librosdesparramados por la mesa de la cocinay suspiró.

—¿De qué se trata ahora? ¿Otravez los indios? ¿Astronomía? ¿Lascaracterísticas de la conducta de lasorcas?

Al ver que su marido nocontestaba, cogió algunos libros: Elascenso y la caída del Tercer Reich, La

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juventud de Hitler. Frunció el ceño.—¿Pero qué estás haciendo?

¿Quieres licenciarte en dictaduras?—No tiene gracia —murmuró Ben,

sin levantar la vista.—Tienes razón —reconoció ella.Ben Ross se recostó en la silla y

miró a su esposa.—Hoy, un alumno me ha hecho una

pregunta que no he podido contestar.—¿Y qué tiene de peculiar eso? —

preguntó Christy.—Es que no creo haber visto la

respuesta escrita en ningún sitio. Esposible que sea una respuesta que tenganque aprender por sí mismos.

—Bueno, ya veo la noche que teespera. Pero acuérdate de que mañana

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tienes que estar despierto para pasarteun día entero dando clase.

—Ya lo sé, ya lo sé —respondió sumarido, asintiendo.

Christy Ross se inclinó para darleun beso en la frente.

—Trata de no despertarme. Si esque finalmente te acuestas.

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Al día siguiente, los alumnosentraron en clase con calma, como decostumbre. Algunos se sentaron; otros sequedaron de pie charlando. RobertBillings estaba en la ventana, haciendonudos en las cuerdas de las persianas.Mientras tanto, Brad, su incesanteatormentador, pasó por detrás y le dioun golpecito en la espalda paraengancharle un papelito en la camisetaque decía: «Dame una patada».

Parecía un día típico de clase dehistoria hasta que los alumnos se dieroncuenta de que su profesor había escrito

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en mayúsculas en la pizarra:

«FUERZA MEDIANTEDISCIPLINA»

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó alguien.

—Os lo diré cuando os hayáissentado todos —respondió Ben Ross.

Cuando todos los chicos sesentaron, la clase comenzó.

—Hoy hablaré de disciplina.Se oyó un suspiro generalizado en

el aula. Ya se sabía que las clases dealgunos profesores eran pesadas, perocasi todos los alumnos consideraban quela de historia de Ross era bastantebuena, lo cual significaba que no

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hablaba de cosas estúpidas como ladisciplina.

—Un momento —dijo Ben—.Antes de opinar, dejadme continuar.Esto puede que os interese.

—Seguro... —intervino alguien.—Pues sí, seguro. Bien, cuando

hablo de disciplina, estoy hablando depoder —explicó el profesor, cerrando elpuño para dar más énfasis—. Y estoyhablando de éxito. El éxito mediante ladisciplina. ¿Hay alguien aquí a quien nole interesen el poder y el éxito?

—Probablemente a Robert —dijoBrad.

Unos cuantos chicos se rieron envoz baja.

—A ver. David, Brian y Eric,

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vosotros jugáis a fútbol americano. Yasabéis que para ganar hace faltadisciplina.

—Debe de ser por eso que nohemos ganado ni un partido en dos años—observó Eric, mientras toda la clasese echaba a reír.

El profesor necesitó un momentopara calmarlos.

—Escuchad —dijo, señalando auna chica, pelirroja y guapa, que parecíaestar más bien sentada que los que habíaa su alrededor—. Andrea, tú eresbailarina. ¿No necesitan las bailarinasmuchas horas de entrenamiento paradesarrollar sus habilidades?

La chica dijo que sí y Ross sedirigió al resto de la clase.

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—Pues lo mismo pasa con todaslas artes. La pintura, la literatura, lamúsica... Todas ellas exigen años detrabajo y disciplina para llegar adominarlas. Trabajo duro, disciplina ycontrol.

—¿Y qué? —preguntó un alumno,recostado en su silla.

—¿Y qué? Pues ahora os loexplico. Supongamos que puedodemostraros que es posible crear podermediante la disciplina. Supongamostambién que podemos hacerlo aquímismo, en esta clase. ¿Qué diríais alrespecto?

Ross esperaba que alguien salieracon otra broma, pero se sorprendió alver que nadie decía nada. Los chicos

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empezaban a interesarse y a sentircuriosidad. Ben cogió la silla de maderaque tenía detrás de su mesa y la pusodelante para que todos los alumnospudieran verla.

—Muy bien —continuó—. Ladisciplina empieza por la postura. Amy,ven aquí un momento.

—La consentida del profesor... —refunfuñó Brian, cuando Amy se levantó.

Lo normal habría sido que toda laclase soltara una carcajada, pero sólo seoyeron algunas risitas. Los demás lehicieron caso omiso. Todos estabanpendientes de ver qué se proponía elprofesor.

Mientras Amy se sentaba en la silladelante de la clase, Ben empezó a darle

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instrucciones sobre cómo hacerlo.—Pon las manos en la región

lumbar y mantén recta la columnavertebral. Eso es. ¿Verdad que respirasmejor?

Muchos de los alumnos imitaron laposición de Amy. Aunque algunosestaban mejor sentados, no podían evitarencontrarlo bastante cómico. Entoncesfue David quien intentó hacer otrabroma.

—¿Estamos en clase de historia ome he equivocado y me he metido en lade educación física?

Unos cuantos chicos se rieron, perono dejaron de intentar mejorar supostura.

—Vamos, David —insistió Ben—.

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Inténtalo. Ya hemos oído suficientesbromitas.

David, refunfuñando, se colocóerguido en la silla. Mientras tanto, elprofesor había empezado a ir de un ladoa otro, para comprobar la postura decada alumno. Ross estaba asombrado.Había conseguido despertar su interés.¡Hasta el del propio Robert!

—Chicos —anunció Ben—. Quieroque todos os fijéis en que las piernas deRobert están paralelas. Tiene lostobillos juntos y las rodillas dobladas enun ángulo de noventa grados. Fijaos lorecta que tiene la espalda. La barbillahacia adentro y la cabeza erguida. Muybien, Robert.

Robert, el negado de la clase, miró

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a su profesor, sonrió un poco y volvió aquedarse tieso como un palo. Los demásalumnos intentaron imitarle.

Ben volvió a colocarse delante dela clase.

—Muy bien. Ahora quiero que oslevantéis y empecéis a dar vueltas por laclase. Cuando yo dé la orden, quiero quetodos volváis a vuestros sitios lo másdeprisa posible y que os sentéis deforma correcta. Venga, todos arriba.Vamos, vamos.

Los chicos se levantaron yempezaron a dar vueltas por la clase.Ben sabía que aquello no podíaprolongarse, porque dejarían deconcentrarse en el ejercicio.

—¡Volved a vuestros sitios! —

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exclamó de pronto.Los alumnos se lanzaron a sus

sitios. Hubo algunos empujones yprotestas al chocar unos contra otros, yse escucharon algunas risas, pero elruido dominante fue el de las patas delas sillas mientras los chicos sesentaban.

Enfrente de la clase, Ben movió lacabeza.

—Ha sido el ejercicio másdesorganizado que he visto en mi vida.Esto no es un juego; es un experimentosobre el movimiento y la postura. Venga,vamos a intentarlo otra vez. Y ahora sinhablar. Cuanto más rápidos seáis y másconcentrados estéis, antes y mejorpodréis sentaros. ¿De acuerdo? ¡Venga,

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todos arriba!

Durante los veinte minutossiguientes, la clase hizo prácticas delevantarse, dar una vuelta en aparentedesorganización y luego, al oír la ordende su profesor, volver a sus sitiosrápidamente y sentarse con la posturacorrecta. Ben daba las órdenes a voces,más como un sargento a sus reclutas quecomo un profesor. Cuando ya parecíandominar bien el ejercicio de sentarserápido y correctamente, añadió unavariación. Consistía en levantarse yvolver a los asientos, pero esta vez loharían desde el pasillo y Ben iba acronometrar el tiempo.

En el primer intento, necesitaron

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cuarenta y ocho segundos. La segundavez, lo hicieron en medio minuto. Antesde intentarlo la tercera vez, a David sele ocurrió una idea.

—Escuchad —dijo a suscompañeros mientras estaban fuera,esperando que el señor Ross diera laseñal—. Vamos a colocarnos en orden,empezando por el que se sienta máslejos. Así no chocaremos entre nosotros.

Todos estuvieron de acuerdo.Cuando ya se habían puesto en orden, sedieron cuenta de que Robert encabezabala fila.

—El nuevo número uno de la clase—susurró alguien, mientras esperabannerviosos la señal del profesor.

Ben chasqueó los dedos y la fila de

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alumnos entró rápidamente y en silencioen la clase. Cuando el último de loschicos alcanzó su asiento, Ben miró elreloj. Sonrió.

—Dieciséis segundos.La clase entera aplaudió.—Muy bien, muy bien; tranquilos

—pidió Ross, que volvió a colocarsedelante de la clase.

Sorprendentemente, los chicos secalmaron enseguida. El silencio que derepente reinó en la clase era casisobrecogedor. Ross pensó quenormalmente en el aula sólo había tantosilencio cuando estaba vacía.

—Bien, hay otras tres reglas másque se deben obedecer. Una: todo elmundo debe tener papel y lápiz para

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tomar notas. Dos: cuando hagáis unapregunta o la contestéis, tenéis quelevantaros y poneros al lado de vuestrosasientos. Y tres: las primeras palabrasque tenéis que pronunciar cuando hagáiso contestéis una pregunta son: «SeñorRoss». ¿Entendido?

Por todas partes se vieron cabezasasintiendo.

—Muy bien —dijo el señor Ross—. Brad, ¿quién fue el primer ministrobritánico antes de Churchill?

Sin levantarse de la silla, Bradempezó a morderse una uña, nervioso.

—A ver, era...Antes de que pudiera decir nada

más, el señor Ross le cortó.—Mal, Brad. Ya te has olvidado

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de las reglas que acabo de explicar —argumentó, buscando a Robert con lamirada—. Robert, enséñale a Brad cuáles la forma correcta de contestar unapregunta.

Robert se puso en pieinmediatamente junto a su pupitre.

—Señor Ross.—Muy bien —dijo éste—.

Gracias, Robert.—¡Bah! Esto es una estupidez —

murmuró Brad.—Claro, porque no has sabido

hacerlo bien —comentó alguien.—Brad, ¿quién fue primer ministro

antes de Churchill? —preguntó otra vezel señor Ross.

Esta vez Brad se levantó y se puso

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al lado del pupitre.—Señor Ross, fue, el primer

ministro fue...—Demasiado lento, Brad —dijo el

señor Ross—. De ahora en adelante, lasrespuestas tienen que ser tan cortascomo sea posible y hay que responderen el acto. Venga, Brad. Inténtalo otravez.

Brad se puso en pie de un salto allado de su asiento.

—Señor Ross, Chamberlain.Ben asintió satisfecho.—Ésta es la forma de contestar una

pregunta. Exacta, precisa, condeterminación. Andrea, ¿qué paísinvadió Hitler en septiembre de 1939?

Andrea, la bailarina, se levantó con

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rigidez junto a su pupitre.—Señor Ross, no lo sé.El señor Ross sonrió.—Sigue siendo una buena respuesta

porque lo has hecho de la forma debida.Amy, ¿sabes la respuesta?

Amy se puso en pie de un brincojunto a su pupitre.

—Señor Ross, Polonia.—Magnífico —dijo el señor Ross

—. Brian, ¿cuál era el nombre delpartido político de Hitler?

Brian saltó de la silla.—Señor Ross, los nazis.—Muy bien, Brian. Muy rápido.

¿Hay alguien que sepa el nombre oficialdel partido? ¿Laurie?

Laurie Saunders se levantó y se

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colocó al lado de su pupitre.—El Partido Nacionalsocialista...—¡No! —gritó el señor Ross,

dando un golpe en la mesa con la regla—. Vuelve a hacerlo correctamente.

Laurie se sentó, un poco azorada.¿Qué era lo que había hecho mal? Davidse inclinó para susurrarle unas palabrasal oído. La chica volvió a levantarse.

—Señor Ross, el PartidoNacionalsocialista Alemán de losTrabajadores.

—Correcto —contestó el señorRoss.

Y siguió haciendo preguntas,mientras los chicos saltaban comomovidos por un resorte, ansiosos dedemostrar que sabían la respuesta y la

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forma correcta de responder. Aquello notenía nada que ver con el ambientedescuidado que solía reinar en la clase,pero ni Ben ni sus alumnos se percataronde ello. Estaban demasiado absortos enel nuevo juego. La rapidez y precisiónde cada una de las preguntas yrespuestas les entusiasmaba. Pronto, Benestaba sudando, mientras seguíalanzando preguntas y algún alumnosaltaba junto a su pupitre para dar unarespuesta alta y concisa.

—Peter, ¿quién presentó la ley depréstamo y arrendamiento?

—Señor Ross, Roosevelt.—Correcto. Eric, ¿quiénes

murieron en los campos deconcentración?

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—Señor Ross, los judíos.—¿Nadie más, Brad?—Señor Ross, los gitanos, los

homosexuales y los débiles.—Correcto. Amy, ¿por qué los

mataban?—Señor Ross, porque no formaban

parte de la raza superior.—Correcto. David, ¿quién dirigía

los campos de exterminio?—Señor Ross, las SS.—¡Perfecto!Fuera, estaban sonando los timbres,

pero nadie se movió de su asiento. Ben,llevado todavía por el entusiasmo de losprogresos de la clase, estaba en piedelante de sus alumnos y daba lasúltimas órdenes del día.

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—Esta noche, acabad de estudiar elcapítulo siete y leed la primera mitaddel capítulo ocho. Eso es todo; la claseha terminado.

Ante sus ojos, los chicos selevantaron al unísono y salieroncorriendo al pasillo.

—Ostras, qué cosa más rara, tío; hasido como un subidón —dijo Brian conun entusiasmo poco común.

Él y algunos alumnos de la clasedel señor Ross estaban en el pasillo, engrupo, todavía bajo los efectos de laenergía de la clase.

—No había sentido una cosa así enmi vida —comentó Eric a su lado.

—Hombre, desde luego es más

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divertido que tomar apuntes —bromeóAmy.

—Desde luego —repitió Brian,mientras él y otros dos chicos se reían.

—Bueno, menos guasa —intervinoDavid—. Ha sido algo completamentedistinto. Ha sido como si actuáramostodos juntos, como si fuéramos más queuna clase. Éramos una unidad. ¿Osacordáis de lo que ha dicho el señorRoss del poder? Creo que tenía razón.¿No lo habéis sentido?

—¡Bah! Te lo estás tomandodemasiado en serio —dijo Brad, detrásde él.

—¿Ah, sí? Pues entonces, ¿cómopuedes explicarlo?

Brad se encogió de hombros.

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—¿Qué es lo que hay que explicar?Ross hacía preguntas y nosotros lascontestábamos. Ha sido como otra clasecualquiera, sólo que tenías que sentarteerguido en la silla y luego ponerte de pieal lado del pupitre. Creo que estáshaciendo una montaña de un granito dearena.

—No lo sé, Brad —dijo David,que se dio la vuelta y se separó delgrupo.

—¿Adónde vas? —le preguntóBrian.

—Al retrete. Nos vemos en elcomedor.

—Vale.—Oye, no te olvides de sentarte

erguido —gritó Brad, mientras los otros

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se echaban a reír.David empujó la puerta del lavabo

de los chicos. No sabía si Brad teníarazón. A lo mejor era verdad que leestaba dando demasiada importanciapero, por otro lado, sí que había tenidoesa sensación, esa sensación de unidadde grupo. Esto, en la clase, podía no sermuy importante. Después de todo, loúnico que hacían era contestarpreguntas. Pero si este sentimiento degrupo, esta sensación de máxima energíase trasladaba a un equipo de fútbolamericano, eso ya era otra cosa. En elequipo había buenos jugadores y aDavid le desesperaba que llevaran unatemporada tan mala. No es que fueranmalos, pero estaban desorganizados y

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tenían poco interés. David sabía que sipodía conseguir que el equipo sintierasólo la mitad de la motivación de laclase de historia del señor Ross de esatarde, podía hacer pedazos a casi todoslos demás equipos de la liga.

Cuando estaba en el retrete, Davidoyó el segundo timbre que avisaba a losalumnos de que iba a empezar la clasesiguiente. Salió y, cuando se dirigíahacia los lavabos, vio que había otrapersona y se paró. Todos habían salidoya y el único que quedaba era Robert.Estaba delante del espejo, metiéndose lacamisa por dentro de los pantalones, sindarse cuenta de que no estaba solo.Mientras David le observaba, elperdedor de la clase se atusaba el pelo y

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se contemplaba en el espejo. Luego semovía repentinamente, como si lehubieran llamado, y movía los labios ensilencio, como si todavía estuviera en laclase del señor Ross, contestando a laspreguntas.

David se quedó allí, quieto,mientras Robert practicaba una y otravez.

Por la noche, Christy Ross, con sucamisón rojo, estaba sentada a un ladode la cama, cepillándose el pelo decolor castaño rojizo. Ben estabasacando el pijama de un cajón.

—Fíjate —dijo él—. Yo creía queiban a ponerse furiosos si les ordenabaque dieran vueltas y les obligaba a

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sentarse erguidos y a contestarpreguntas. Pero resulta que les hagustado, como si lo hubieran estadoesperando toda la vida. Ha sidorarísimo.

—¿Y no crees que lo único que haocurrido es que se lo tomaron como unjuego? —preguntó Christy—. Como unacompetición, para ver quién podíahacerlo más deprisa y mejor.

—Sí, en parte, claro que sí. Pero esque, aunque fuera un juego, puedesdecidir si participar o no. No tenían porqué participar, pero querían hacerlo. Ylo más raro de todo ha sido que, cuandoempezamos, entendí que querían seguir.Querían ser disciplinados. Y, en cuantodominaban una cosa, ya querían otra.

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Cuando sonó el timbre al terminar laclase y vi que no se levantaban,comprendí que para ellos había sidoalgo más que un juego.

Christy dejó de cepillarse el pelo.—¿Me estás diciendo que se

quedaron sentados después de quesonara el timbre?

—Sí, así es.Su mujer le miró con cierto

escepticismo y luego sonrió, burlona.—Ben, creo que has creado un

monstruo.—Venga ya —contestó Ben,

riéndose.Christy dejó el cepillo y se puso un

poco de crema en la cara. Sentado alotro lado de la cama, Ben estaba

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poniéndose el pijama. Esperaba que sumarido se inclinara para darle el besode buenas noches de costumbre. Peroesta noche no llegaba. Ben seguíaperdido en sus pensamientos.

—Ben.—¿Sí?—¿Piensas continuar mañana con

esto?—No creo. Tenemos que seguir

con la campaña de Japón.Christy tapó el tarro de la crema y

se acomodó en la cama. Pero Ben,sentado al otro lado, seguía sin moverse.Le había contado a su mujer que le habíasorprendido el entusiasmo de susalumnos, pero lo que no le habíacontado era que él también lo había

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sentido. Le resultaba casi violentoreconocer que él también podía sentirsearrastrado por un juego tan simple. Perosabía que eso era lo que había pasado.Todo aquel intercambio feroz depreguntas y respuestas, la búsqueda dela disciplina perfecta... Había sidocontagioso y, hasta cierto punto,fascinante. Había disfrutado con lo quehabían conseguido sus chicos.Interesante, pensó mientras se metía enla cama.

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Para Ben, lo que pasó al díasiguiente fue extraordinario. En lugar deser los alumnos los que iban entrandopoco a poco en clase, después de sonarel timbre, fue él quien llegó tarde. Esamañana se había olvidado los apuntes yel libro de Japón en el coche y habíatenido que ir al parking a recogerlos. Alentrar en clase, esperaba encontrarsecon una casa de locos, pero se llevó unasorpresa.

Había cinco filas de pupitres, bienalineadas, y siete pupitres por fila. Y encada uno, un alumno sentado, erguido,

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con la misma postura que les habíaenseñado Ben el día anterior. Losalumnos estaban callados y Ross lescontempló con inquietud. ¿Sería unabroma? Aquí y allá vio algunas carasque trataban de contener la risa, peropredominaban las caras serias, atentas,concentradas, con la mirada al frente.Algunos chicos le miraban indecisos,esperando a ver si iba a seguir con elexperimento. ¿Lo haría? Era unaexperiencia tan especial, tan distinta delo habitual, que le atraía. ¿Qué podíanaprender los chicos? ¿Qué podíaaprender él? Ben sintió la tentación delo desconocido y decidió que valía lapena continuar. Dejó a un lado losapuntes.

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—Bueno, ¿qué está pasando aquí?Los chicos parecían indecisos. Ben

miró hacia el fondo de la clase.—¿Robert?Robert Billings se levantó

enseguida y se puso al lado del pupitre.Tenía la camisa metida dentro delpantalón y estaba bien peinado.

—Señor Ross, disciplina.—Sí, disciplina —dijo el señor

Ross—. Pero eso no es más que unaparte. Hay algo más.

Se acercó a la pizarra y, a laspalabras del día anterior, «FUERZAMEDIANTE DISCIPLINA», añadió:«COMUNIDAD».

Se volvió hacia los alumnos.—Comunidad es el lazo que existe

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entre las personas que trabajan y luchanpor una causa común. Es como construirun granero con los vecinos.

Se oyeron algunas risitas. PeroDavid sabía que el señor Ross teníarazón. Era lo que había pensado el díaanterior después de salir de clase. Elespíritu de grupo que necesitaba elequipo de fútbol americano.

—Es el sentimiento de formar partede algo que es más importante que unomismo —explicó el señor Ross—. Eresun movimiento, un equipo, una causa.Te comprometes a algo...

—Sí, sí, comprometidos... —refunfuñó uno, pero los que estaban a sulado le hicieron callar.

—Como con la disciplina, para

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entender plenamente lo que es lacomunidad hay que vivirla y participaren ella. De ahora en adelante, nuestrasdos consignas serán: «Fuerza mediantedisciplina» y «Fuerza mediantecomunidad». ¡Repetid todos nuestrasconsignas!

Los alumnos se levantaron yrecitaron las consignas: «Fuerzamediante disciplina. Fuerza mediantecomunidad».

Hubo algunos que no se unieron alos demás, entre ellos Laurie y Brad,pues no se sentían a gusto mientras elseñor Ross hacía repetir las consignas alresto de la clase. Finalmente, Laurie selevantó y luego lo hizo Brad. La claseentera estaba ya en pie, cada uno al lado

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de su pupitre.—Lo que necesitamos ahora es un

símbolo para nuestra comunidad —continuó el señor Ross, dirigiéndose a lapizarra y, después de pensar unmomento, dibujó un círculo y una ola ensu interior—. Éste será nuestro símbolo.La ola representa un cambio. Tienemovimiento, dirección e impacto. Deahora en adelante, nuestro movimiento,nuestra comunidad serán conocidoscomo La Ola.

Hizo una pausa, miró a la clase, enpie y atenta, dispuesta a aceptar todo loque dijera.

—Y éste será nuestro saludo —explicó, doblando la mano derechahacia arriba, en forma de ola, y dándose

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un golpe en el hombro izquierdo—.¡Saludad!

La clase hizo el saludo. Algunosdieron el golpe en el hombro derecho enlugar del izquierdo y otros se olvidarondel golpecito por completo.

—Otra vez —ordenó Ross, quehizo el saludo y continuó repitiéndolohasta que todos lo hicieron bien.

El profesor, satisfecho, dio suaprobación cuando vio que todos lohabían hecho bien. Los chicos sintieronrenacer esa sensación de fuerza y unidadque se había apoderado de ellos el díaanterior.

—Éste es nuestro saludo, y sólo elnuestro —dijo Ross—. Siempre que osencontréis con otro miembro de La Ola,

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haréis el saludo. Robert, saluda y dinuestras consignas.

Erguido junto a su pupitre, Roberthizo el saludo y contestó.

—Señor Ross, fuerza mediantedisciplina, fuerza mediante comunidad.

—Muy bien. Peter, Amy y Eric,saludad y decid las consignas conRobert.

Los cuatro alumnos obedecieron,saludaron y repitieron:

—Fuerza mediante disciplina,fuerza mediante comunidad.

—Brian, Andrea y Laurie, uniros aellos y repetid.

Ya eran siete los alumnos quecoreaban las consignas, luego catorce,después veinte, hasta que fue toda la

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clase la que saludaba y gritaba a coro:«¡Fuerza mediante disciplina, fuerzamediante comunidad!». Como unregimiento, pensó Ben, exactamenteigual que un regimiento.

Después de terminar las clases,David y Eric estaban sentados en elsuelo del gimnasio, con las camisetas deentrenamiento puestas. Habían llegadoun poco pronto y mantenían unaacalorada discusión.

—A mí me parece una tontería —comentó Eric mientras se ataba loscordones—. No es más que un juego enla clase de historia; eso es todo.

—Pero no significa que no puedafuncionar —insistió David—. Entonces,

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¿para qué crees que lo hemosaprendido? ¿Para mantenerlo ensecreto? Te aseguro, Eric, que esto esjusto lo que necesita el equipo.

—Bueno, pues primero tendrás queconvencer al entrenador. Y no voy a seryo quien se lo diga.

—¿Pero de qué tienes miedo?¿Crees que el señor Ross va acastigarme por hablarles a unas cuantaspersonas de La Ola?

—No es eso, hombre. Lo que creoes que se van a echar a reír —señalóEric, encogiéndose de hombros.

En ese momento, Brian salió delvestuario y se sentó con ellos.

—Oye, ¿qué te parece si tratamosde meter en La Ola al resto del equipo?

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—propuso David.Brian se arregló las hombreras y lo

pensó un poco.—¿Tú crees que La Ola va a poder

parar a ese linebacker del Clarkstownque pesa cien kilos? Te juro que nopienso en otra cosa. Me imagino queempieza la jugada y aparece esa cosadelante de mí, ese monstruo conuniforme del Clarkstown. Se planta en elcentro y aplasta a mis guardias. Es tanenorme que no puedo ir ni a la derechani a la izquierda, ni puedo tirar porencima de él... —explicaba Brian,rodando por el suelo, de espaldas alsuelo, como si alguien cargara contra él—. Y se me echa encima, se me echaencima. ¡Ahhh!

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Eric y David se rieron, y Brian sesentó.

—Haré lo que sea. Me comeré loscereales, entraré en La Ola, haré losdeberes. Lo que sea, con tal de parar aese tío.

Habían llegado otros chicos, entreellos uno más joven, que se llamabaDeutsch y era el segundo quarterback,detrás de Brian. Todos sabían que loque más deseaba Deutsch era poderquitarle el puesto a Brian. El resultadoera que no podían ni verse.

—¿Acaso estás diciendo que letienes miedo al equipo del Clarkstown?—le preguntó Deutsch a Brian—. Puesya te sustituiré yo, hombre; sólo tienesque pedírmelo.

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—Como te pongan a jugar a ti,entonces sí que no daremos ni una —contestó Brian.

—Sólo eres el primer quarterbackporque eres mayor que yo —dijoDeutsch con cara de desprecio.

Brian le miró fijamente, sinlevantarse del suelo.

—Ostras, eres el tío más chulo ycon menos talento que he visto en mivida.

—¡Mira quién habla! —contestóDeutsch, en tono de burla.

Acto seguido, David vio que Brianse había levantado de un salto y estabapreparado para pelearse. Se puso entrelos dos quarterbacks inmediatamente.

—¡Esto es exactamente a lo que me

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refería! —gritó mientras los separaba aempujones—. Se supone que somos unequipo y que tenemos que ayudamos. Sinos va tan mal, es porque lo único quehacemos es pelearnos.

Habían llegado más jugadores algimnasio.

—¿De qué habla? —preguntó unode ellos.

David se volvió hacia ellos.—Estoy hablando de unidad. Estoy

hablando de disciplina. Tenemos queempezar a actuar como un equipo. Comosi tuviéramos una meta común. Vuestralabor en el equipo no es robarle elpuesto al compañero. Vuestro deber esayudar al equipo a ganar.

—Yo podría conseguir que el

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equipo ganara —interrumpió Deutsch—.Lo único que tiene que hacer elentrenador es ponerme a mí dequarterback.

—¡Que no, hombre! —gritó David—. Un puñado de individuos que sólopiensan en sí mismos no pueden formarun equipo. ¿Sabes por qué no hemosganado casi nada este año? Porquesomos veinticinco equipos de un solohombre, aunque todos llevemos lamisma camiseta del Instituto Gordon.¿Quieres ser el primer quarterback de unequipo que no gana? ¿O prefieres ser elsegundo de un equipo que gana?

Deutsch se encogió de hombros.—Yo estoy harto de perder —dijo

otro jugador.

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—Sí. Es un palo. Ya no nos tienerespeto ni nuestro propio insti.

—Yo cedería mi puesto y haría derepartidor de bebidas con tal de ganarun partido —intervino otro chico.

—Pues podríamos ganar —intervino David—. No digo quevayamos a salir y a cargarnos a los delClarkstown el sábado, pero siintentamos convertirnos en un equipo,apuesto a que todavía podríamos ganaralgunos partidos este año.

Ya habían llegado todos losmiembros del equipo y David, al ver suscaras, supo que estaban interesados enlo que decía.

—Muy bien —dijo uno de ellos—.¿Qué hacemos?

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David vaciló un momento. Lo quepodían hacer era La Ola. Pero, ¿quiénera él para explicarla? Acababa deaprenderla el día anterior. De repente,notó que alguien le daba un codazo.

—Cuéntalo —susurró Eric—.Háblales de La Ola.

Al diablo, pensó David.—Bueno, lo único que sé es que

tenéis que empezar por aprender lasconsignas. Y éste es el saludo...

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7

Aquella noche, Laurie Saunderscontó a sus padres lo que habían hecholos dos últimos días en la clase dehistoria. La familia Saunders estaba enel comedor, terminando de cenar.Durante gran parte de la cena, el padrede Laurie había estado describiendo,uno por uno, los setenta y ocho golpesque había dado aquella tarde en supartido de golf. El señor Saundersdirigía una sección de una importantecompañía de semiconductores. La madrede Laurie decía que no le importaba quetuviera esa pasión por el golf, porque le

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servía para quitarse de encima todas laspresiones y disgustos que tenía en sutrabajo. Decía que no podía explicarsecómo lo hacía pero que, mientrasvolviera a casa de buen humor, nopensaba llevarle la contraria.

Laurie tampoco pensaba hacerlo,aunque a veces se aburría como unaostra oyendo a su padre hablar de golf.Aunque le gustaba que fuera tranquilo yno un saco de nervios como su madre,que probablemente era la mujer másinteligente y perspicaz que conocíaLaurie. Dirigía, casi sin ayuda de nadie,la Liga de Mujeres Votantes de la zona ytenía tanta astucia política que todos losaspirantes a ocupar algún cargo políticolocal acudían a ella para pedirle

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consejo.Era una mujer divertidísima cuando

las cosas iban bien. Tenía muchísimasideas y se podía hablar con ella durantehoras y horas. Pero otras veces, cuandoLaurie estaba preocupada por algunacosa o tenía algún problema, su madreera inaguantable: no había manera deocultarle nada. Y en cuanto Laurie lecontaba lo que le pasaba, ya no volvía adejarla en paz.

Cuando empezó a contarles a suspadres lo de La Ola, lo hizo más quenada porque ya no podía soportar que supadre siguiera hablando de golf ni unminuto más. Y sabía que su madretambién estaba harta de oírle. La señoraSaunders se había pasado el último

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cuarto de hora rascando con la uña unamancha de cera que había en el mantel.

—Fue increíble —dijo Laurie alhablar de la clase de historia—. Todo elmundo hacía el saludo y repetía lasconsignas. Era imposible no dejarsearrastrar. Era como si realmentequisiéramos que aquello funcionara.Sentías toda esa energía a tu alrededor...

La señora Saunders dejó de rascarel mantel y miró a su hija.

—No sé, Laurie; me parece que nome gusta. Parece demasiado militarista.

—Vamos, mamá; siempre te lotomas todo al revés. No tiene nada demilitar. Además, para comprenderlorealmente, tienes que estar allí y sentirla energía positiva que se respira en la

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clase.El señor Saunders se mostró más

propicio.—Si he de decir la verdad, yo

estoy a favor de todo lo que haga que loschicos presten atención hoy en día.

—Pues esto es lo que está pasando,mamá —explicó Laurie—. Hasta lospeores alumnos están interesados.¿Sabes Robert Billings, el raro de laclase? Pues también forma parte delgrupo. Y nadie se ha metido con él enlos dos últimos días. No me digas queeso no es bueno.

—Pero se supone que vais allí aaprender historia —arguyó la señoraSaunders—. No a aprender a formarparte de un grupo.

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—Bueno, ya sabes que los quelevantaron este país formaban parte deun grupo, los colonos puritanos, losprimeros colonos de Nueva Inglaterra—intervino su marido—. Yo no veonada malo en que Laurie aprenda acooperar. Si yo tuviera más cooperaciónen la fábrica, en lugar de esas constantesrencillas y críticas, y de que cada unovelara por sus propios intereses, noiríamos atrasados en la producción esteaño.

—Yo no he dicho que cooperaresté mal —contestó la señora Saunders—. Pero lo que sí digo es que la gentetiene que hacer las cosas a su manera.Cuando se habla de la grandeza de estepaís, se habla de unas personas que no

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tenían miedo de actuar como individuos.—Mamá, creo que no lo has

entendido. Lo que ha hecho el señorRoss ha sido encontrar la manera de quetodo el mundo participe. Y seguimosteniendo que hacer los deberes. No esque nos hayamos olvidado de la historia.

Pero su madre no estaba dispuestaa dejarse convencer.

—Todo esto me parece muy bien.Pero creo que no es lo que te conviene,Laurie. Cariño, nosotros te hemoseducado para que tengas tu propiapersonalidad.

El señor Saunders se dirigió a sumujer.

—Cielo, ¿no crees que estástomando todo esto demasiado en serio?

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Es fantástico que los chicos tengan unapizca de espíritu de comunidad.

—Papá tiene razón, mamá —asintió Laurie sonriente—. ¿Acaso nohas dicho siempre que yo era demasiadoindependiente?

La señora Saunders no tenía ganasde reír.

—Cariño, sólo te pido que noolvides que lo más popular no essiempre lo más acertado.

—¡Ay, mamá! —exclamó Laurie,cansada de que su madre no quisieracomprender su punto de vista—. O eresmuy cabezota o no has entendido ni unasola palabra.

—Es verdad, cielo —añadió elseñor Saunders—. Estoy seguro de que

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el profesor de historia de Laurie sabemuy bien lo que hace. No hagas unamontaña de un grano de arena.

—¿No te parece peligroso permitirque un profesor manipule de esta maneraa sus alumnos?

—El señor Ross no nos estámanipulando —afirmó Laurie—. Es unode los mejores profesores que tengo.Sabe lo que hace y, que yo sepa, lo queestá haciendo es por el bien de la clase.Ya quisiera yo que los otros profesoresfueran tan interesantes como él.

Su madre parecía dispuesta acontinuar la discusión, pero su maridocambió de tema.

—¿Dónde está David? —preguntó—. ¿No va a venir hoy?

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David solía pasarse por allí aúltima hora de la tarde, generalmentecon el pretexto de que iba a estudiar conLaurie. Pero siempre acababametiéndose en el estudio con el señorSaunders para hablar de deportes o deingeniería. Como David quería estudiaringeniería y el señor Saunders eraingeniero, tenían mucho de que hablar.El señor Saunders también había sidojugador de fútbol americano en elinstituto. Una vez, la madre de Laurie lehabía dicho que era una bendición quese llevaran tan bien.

—No va a venir —dijo Laurie—.Está en casa, haciendo los deberes dehistoria de mañana.

El señor Saunders se quedó muy

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sorprendido.—¿David, estudiando? Esto sí que

es preocupante.

Como Ben y Christy Rosstrabajaban todo el día en el instituto, sehabían acostumbrado a compartirmuchas de las tareas domésticas:cocinar, limpiar y hacer los recados.Aquella tarde, Christy tenía que llevar elcoche al taller para que le cambiaran elsilenciador y Ben había dicho quecocinaría él. Pero después de la clase dehistoria estaba demasiado preocupadopara cocinar. Por eso, de regreso a casa,entró en un restaurante chino y compróunos cuantos rollitos rellenos de huevo yhuevos foo yung.

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Cuando llegó Christy, ya casi a lahora de cenar, vio que la mesa no estabapuesta y continuaba llena de libros.También vio las bolsas de papel marrónencima del mármol de la cocina.

—¿A esto le llamas tú una cena?Ben levantó la cabeza de la mesa.—Lo siento, Christy. Es que estoy

muy preocupado con esta clase. Y tengoque preparar tanto material que no hequerido perder el tiempo cocinando.

Christy asintió. Como no lo hacíacada vez que le tocaba cocinar, por estavez, se lo perdonaría. Empezó adesempaquetar la comida.

—¿Y cómo va tu experimento,doctor Frankenstein? ¿Ya se han vueltocontra ti tus monstruos?

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—Todo lo contrario —contestó sumarido—. De hecho, se estánconvirtiendo en seres humanos.

—¡No me digas!—Pues sí; ninguno de ellos va

atrasado con la materia. Incluso hayalgunos que van adelantados. Es como side repente les gustara ir bien preparadosa clase.

—O como si de repente les dieramiedo no ir preparados —comentóChristy.

Pero Ben no hizo caso delcomentario.

—No, creo que de verdad hanmejorado. Por lo menos, se portanmejor.

Christy movió la cabeza.

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—No podemos estar hablando delos mismos chicos que tengo yo enmúsica.

—Por supuesto, es asombroso,pero están mucho más contentos contigocuando eres tú el que toma lasdecisiones.

—Claro, porque eso implica menostrabajo para ellos. No tienen que pensarpor sí mismos —dijo Christy—. Peroahora deja de leer y aparta unos cuantoslibros para que podamos cenar.

Mientras Ben hacía sitio en lamesa, Christy empezó a poner lacomida. Al ver que su marido selevantaba, creyó que iba a ayudarle,pero empezó a ir de un lado a otro de lacocina, muy pensativo. Christy siguió

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poniendo la mesa, pero ella tambiénestaba pensando en La Ola. Había algoque no le gustaba, algo relacionado conel tono de voz de Ben cuando hablaba desu clase, como si ahora sus alumnosfueran mejores que los del resto delinstituto.

—¿Hasta dónde te propones llegarcon esto, Ben? —preguntó, al sentarseen la mesa.

—No lo sé —contestó Ross—.Pero creo que podría ser emocionantedescubrirlo.

Christy miró a su marido, quecontinuaba pensativo, yendo de un ladopara otro de la cocina.

—¿Por qué no te sientas? Se teenfriarán los huevos foo yung.

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Ben se acercó a la mesa y se sentó.—¿Sabes? Lo gracioso es que yo

también me estoy dejando llevar por elexperimento. Es contagioso.

Christy asintió. Lo que había dichoera evidente.

—A lo mejor te estás convirtiendoen un conejillo de Indias de tu propioexperimento.

Se lo dijo como una broma, perotenía la esperanza de que Ben se lotomara como una advertencia.

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8

David y Laurie vivían cerca delInstituto Gordon. David no tenía quepasar por delante de la casa de Laurie,pero desde que tenía quince añossiempre había cogido esa ruta. Cuandose fijó en ella por primera vez, en elsegundo año de instituto, solía ir por sucalle todas las mañanas para ir alcolegio, con la esperanza de pasar pordelante de su casa justo en el momentoen el que ella saldría para ir al instituto.Al principio, sólo conseguía encontrarsecon ella una vez a la semana. Pero, amedida que pasaba el tiempo y se

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conocieron mejor, empezó aencontrársela con más frecuencia y, enprimavera, ya iban juntos casi todos losdías. Durante mucho tiempo, Davidpensó que era casualidad y tenía suerteporque calculaba bien la hora. Nunca sele había ocurrido que, desde elprincipio, Laurie le esperaba detrás dela ventana. Al principio, Laurie hacíaque «se lo encontraba» sólo una vez a lasemana. Luego, «se lo encontró» muchomás a menudo.

Al día siguiente, cuando Davidpasó a buscar a Laurie para ir alinstituto, estaba emocionadísimo.

—Te aseguro, Laurie, que esto eslo que necesita el equipo de fútbolamericano —explicaba mientras

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caminaban por la acera hacia el colegio.—Lo que necesita el equipo es un

quarterback que sepa pasar, un corredorque no sea tan patoso, un par delinebackers que no tengan miedo aplacar, un tight-end que...

—¡Para! —gritó David, furioso—.Estoy hablando en serio. Ayer metí alequipo en La Ola. Eric y Brian meayudaron. Y los chicos respondieronbien. Bueno, no es que mejoráramosmucho con sólo una sesión, pero losentí. Se podía sentir el espíritu deequipo. Incluso Schiller, el entrenador,estaba impresionado. Dijo queparecíamos un equipo nuevo.

—Pues mi madre dice que leparece un lavado de cerebro.

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—¿Qué?—Dice que el señor Ross nos está

manipulando.—Está loca. ¿Cómo puede saberlo?

Y además, ¿qué te importa lo que diga tumadre? Ya sabes que se preocupa portodo.

—No he dicho que estuviera deacuerdo con ella.

—Pero tampoco has dicho que nolo estuvieras —dijo David.

—Sólo te estaba explicando lo queme dijo —contestó Laurie.

David no quería darse por vencido.—¿Y ella qué sabe? Es imposible

que entienda lo que es La Ola si no haestado en la clase para ver cómofunciona. ¡Los padres siempre se creen

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que lo saben todo!De repente, Laurie sintió unas

ganas tremendas de llevarle la contraria,pero se contuvo. No quería pelearse conDavid por una cosa tan tonta. Se poníade muy mal humor cuando discutían.Además, quizá La Ola sí fueraprecisamente lo que necesitaba elequipo de fútbol americano. Lo queestaba claro era que necesitaba algo.Decidió cambiar de tema.

—¿Has encontrado a alguien paraque te ayude con el cálculo?

David se encogió de hombros.—No, los únicos que saben algo

son los de mi clase.—¿Por qué no les pides que te

ayuden?

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—Ni hablar —contestó David—.No quiero que sepan que me cuesta.

—¿Por qué no? —preguntó Laurie—. Estoy segura de que alguien teayudaría.

—Seguro que sí. Pero no quieroque me ayuden.

Laurie suspiró. Era verdad quehabía montones de chicos que competíanpor las notas y por tener la mejorreputación en clase. Pero eran pocos losque se lo tomaban tan a pecho comoDavid.

—Bueno, ya sé que Amy no seofreció durante la comida, pero si noencuentras a nadie, yo creo que ella teayudaría.

—¿Amy?

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—Es un fenómeno en matemáticas.Me apuesto lo que quieras a que le dasun problema y te lo saca en diezminutos.

—Pero ya se lo pregunté en lacomida.

—Es que se hizo la tímida —explicó Laurie—. Creo que le gustaBrian y tiene miedo de intimidarlepareciendo demasiado intelectual.

David se echó a reír.—No creo que tenga que

preocuparse, Laurie. Sólo podríaintimidarle si pesara cien kilos y llevarauna camiseta del Clarkstown.

Ese día, cuando los alumnosentraron en clase, vieron que en la pared

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del fondo había un gran cartel, con elsímbolo de una ola azul. El señor Rossse había vestido de una forma distinta.Normalmente llevaba ropa informal,pero hoy llevaba un traje azul, camisablanca y corbata. Los chicos se sentaronenseguida y su profesor empezó arepartir unas tarjetas pequeñas, de coloramarillo.

Brad le dio con el codo a Laurie.—Pero si las notas aún no tocan —

susurró.Laurie miró la que le había dado a

ella.—Es un carné de socio de La Ola

—susurró.—¿Cómo? —susurró Brad.El señor Ross dio una palmada

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ruidosa.—Bien. Silencio.Brad se colocó bien en la silla.

Laurie entendía por qué se habíasorprendido. ¿Carné de socio? Teníaque ser una broma. El señor Ross, queya había terminado de distribuirlas, sedirigió hacia su mesa.

—Bueno, ahora todos tenéisvuestro carné —anunció—. Si le dais lavuelta, veréis que algunos estánmarcados con una X roja. Si tenéis unaX roja seréis supervisores y mecomunicaréis directamente a mí si hayalgún miembro de La Ola que noobedece nuestras reglas.

Todos los chicos estaban dando lavuelta a sus tarjetas para ver si tenían la

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X roja. Los que la tenían, como Robert yBrian, estaban sonriendo. Los que no,como Laurie, parecían menos contentos.

Laurie levantó la mano.—Dime, Laurie.—¿Para qué sirve esto? —preguntó

la chica.Hubo un silencio en la clase y el

señor Ross tardó un poco en contestar.—¿No se te ha olvidado algo?—¡Ah, sí! —dijo Laurie,

levantándose y poniéndose al lado delpupitre—. Señor Ross, ¿para qué sirvenestas tarjetas?

Ben esperaba que alguien le hicieraesa pregunta. No quedaba claro aprimera vista.

—No es más que un ejemplo de

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cómo un grupo puede vigilarse a símismo —se limitó a explicar.

Laurie no tenía más preguntas yBen se acercó a la pizarra para añadirotra palabra a las consignas de los díasanteriores, «Fuerza mediantedisciplina» y «Fuerza mediantecomunidad». La palabra de hoy era«acción».

—Ahora que ya entendemos lo quees disciplina y comunidad, nuestrapróxima lección será la acción. A lalarga, la disciplina y la comunidad nosignifican nada sin la acción. Ladisciplina nos da derecho a pasar a laacción. Un grupo disciplinado que tenga

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una meta puede pasar a la acción paraalcanzarla. Tiene que pasar a la acciónpara alcanzarla. Chicos, ¿creéis en LaOla?

Hubo un segundo de vacilación,pero la clase entera se puso en pie ycontestó a coro.

—Señor Ross, sí.El señor Ross asintió.—Entonces, debéis pasar a la

acción. No tengáis nunca miedo deactuar por lo que creéis. Como grupo,los miembros de La Ola tienen queactuar conjuntamente, como una máquinabien engrasada. Trabajando mucho ysiendo fieles unos a otros, aprenderéismás deprisa y conseguiréis másresultados. Pero sólo podréis asegurar

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el éxito de La Ola, si os apoyáis ytrabajáis conjuntamente, y obedecéis lasreglas.

Todos los chicos estaban en pie yatentos a lo que decía. Laurie Saunderstambién estaba de pie como los demás,pero ya no tenía la sensación de energíay unidad de los otros días. En realidad,había algo en la clase, algo en aquellaentrega y obediencia absoluta al señorRoss que le parecía casi terrorífico.

—Sentaos —ordenó el señor Ross,mientras los chicos obedecían en el actopara que el profesor continuara con lalección—. Hace unos días, cuandoempezamos La Ola, me pareció quealgunos os esforzabais por respondercorrectamente y ser mejores miembros

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que los demás. De ahora en adelante,quiero que esto termine. No estáiscompitiendo; estáis trabajando juntospor una causa común. Tenéis que pensaren vosotros mismos como en un equipo,un equipo al que pertenecéis todos.Recordad, en La Ola todos sois iguales.Nadie es más importante o más popularque los demás y nadie debe ser excluidodel grupo. Comunidad significa igualdaddentro del grupo. Vuestra primeraacción como equipo será reclutar nuevosmiembros. Para llegar a ser miembro deLa Ola, cada nuevo alumno tiene quedemostrar que conoce nuestras reglas yprometer obedecerlas de maneraestricta.

David sonrió al ver que Eric le

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miraba y le guiñaba el ojo. Esto era loque necesitaba oír. Había hecho bien enmeter a los otros chicos en La Ola. Erapor el bien de todo el mundo. Sobretodo para el equipo de fútbol americano.

El señor Ross había terminado sucharla sobre La Ola. Pensaba dedicar elresto de la clase a repasar el trabajo queles había mandado hacer el día anterior.Pero de repente un alumno llamadoGeorge Snyder levantó la mano.

—Dime, George.George se levantó de un salto y se

colocó al lado de su pupitre al oír sunombre.

—Señor Ross, por primera vezsiento que formo parte de algo. Algoimportante.

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Los demás alumnos le miraronsorprendidos. Al sentir cómo se leclavaban los ojos de todos, George, algoazorado, empezó a sentarse. Pero Robertse levantó entonces con la mismarapidez.

—Señor Ross —dijo con orgullo—. Entiendo lo que siente George. Escomo volver a nacer.

Nada más sentarse Robert, fue Amyla que se levantó.

—George tiene razón, señor Ross.A mí me pasa lo mismo.

David se alegró. Comprendía quelo que había hecho George erasensiblero, pero Amy y Robert habíanhecho lo mismo para que no se sintieraestúpido y solo. Esto era lo mejor de La

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Ola. Que se apoyaban unos a otros.Ahora se levantó él.

—Señor Ross, me siento orgullosode La Ola.

Esa explosión de inesperadasdeclaraciones sorprendió a Ben. Queríacontinuar con la lección de historia quetocaba, pero de repente entendió quedebía seguir la corriente un poco más.De una forma casi inconsciente, sentíahasta qué punto querían ser guiados loschicos y pensó que no podía negarse.

—¡Nuestro saludo! —ordenó.La clase entera se puso en pie al

lado de los pupitres e hizo el saludo deLa Ola. Luego vinieron las consignas:«¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerzamediante comunidad! ¡Fuerza mediante

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acción!».El señor Ross empezó a recoger

los apuntes, cuando vio que los alumnosvolvían a hacer el saludo y a repetir lasconsignas a coro, esta vez sin que él lohubiera pedido. Luego se hizo unsilencio. El señor Ross miró asombradoa sus alumnos. La Ola ya no era sólo unaidea o un juego. Era un movimiento queestaba vivo en los chicos. Ahora elloseran La Ola y Ben comprendió que siquerían, podían actuar por su cuenta, sinél. Esta idea podía haber sidoaterradora, pero Ben tenía la seguridadde que como líder podía controlarles.Sin duda, el experimento resultaba cadavez más interesante.

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Ese día, a la hora de comer, todoslos miembros de La Ola que estaban enel comedor se sentaron en la mismamesa. Brian, Brad, Amy, Laurie y Davidestaban entre ellos. Al principio, RobertBillings dudó si unirse o no a ellos, peroDavid, nada más verle, insistió en quese sentara en su mesa, porque ahoratodos formaban parte de La Ola.

Muchos de los chicos se mostrabanentusiasmados con lo que estabapasando en la clase del señor Ross.Laurie no veía ningún motivo parahablar mal de La Ola, pero no acababade sentirse a gusto con todos aquellossaludos y consignas.

—¿No hay nadie que note algoextraño en todo esto? —preguntó por

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fin, aprovechando una pausa de laconversación.

—¿Qué quieres decir? —preguntóDavid, mirándola.

—No sé —contestó Laurie—.Pero, ¿no os resulta un poco raro?

—Es que es muy distinto de todo lodemás —aclaró Amy—. Por eso resultararo.

—Es verdad —intervino Brad—.Es como si ya no hubiera grupitos.Ostras, a mí, lo que más me revienta aveces del insti es esto. Estoy harto detener la impresión de que todos los díasson un concurso de popularidad. La Olaes genial por este motivo. Ya no tienesque preocuparte de si eres popular o no.Todos somos iguales. Todos formamos

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parte de la misma comunidad.—¿Y crees que a todo el mundo le

gusta esto? —preguntó Laurie.—¿A quién no? —replicó David.Laurie notó que se ruborizaba.—Yo no estoy muy segura de que

me guste.Brian, de repente, sacó una cosa

del bolsillo y se la enseñó a Laurie.—Oye, no te olvides de esto.Lo que tenía en la mano era la

tarjeta de socio de La Ola, con la X rojaen el reverso.

—¿Que no me olvide de qué?—Ya lo sabes —dijo Brian—. De

lo que nos dijo el señor Ross sobreinformar de la gente que quebrantaba lasreglas.

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Laurie se quedó helada. No podíaestar hablando en serio. Luego Brianempezó a reírse y ella se relajó.

—Además, Laurie no estáquebrantando ninguna regla —aclaróDavid.

—Si de verdad estuviera en contrade La Ola, sí —precisó Robert.

Todos enmudecieron, sorprendidosde que Robert hubiera dicho algo. Comonormalmente no decía nunca nada,algunos ni siquiera estabanacostumbrados a oír su voz.

—Lo que quiero decir es que laidea de La Ola es precisamente que losque están en ella la apoyan —explicóRobert muy nervioso—. Si somos unaverdadera comunidad, todos tenemos

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que estar de acuerdo.Laurie iba a decir algo, pero se

contuvo. Era La Ola la que le habíadado valor a Robert para sentarse en lamesa con ellos y participar en laconversación. Si ahora se ponía a hablaren contra de La Ola, era como dar aentender que Robert tenía que volver asentarse solo y no formar parte de su«comunidad».

Brad le dio una palmada a Roberten la espalda.

—Me alegro de que te hayasvenido con nosotros.

Robert se puso colorado.—¿Me ha pegado algo en la

espalda? —le preguntó a David.Todos los que estaban en la mesa

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se echaron a reír.

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9

Ben Ross no sabía muy bien quéhacer con La Ola. Lo que habíaempezado como un simple experimentode historia se había convertido en unamoda que estaba extendiéndose fuera dela clase. El resultado era que empezabana ocurrir cosas inesperadas. Porejemplo, su clase de historia estabaaumentando, porque los que no teníanclase, o tenían previsto estudiar o ir acomer a esa hora, acudían allí paraformar parte de La Ola. El reclutamientode nuevos alumnos parecía estarteniendo mucho más éxito de lo que

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nunca hubiera podido imaginarse. Tantoque Ben empezaba a sospechar quealgunos chicos se saltaban otras clasespara ir a la suya.

También le sorprendía que, a pesarde ser más, y del empeño de los chicospor practicar el saludo y repetir lasconsignas, la clase no iba atrasada conla materia. En realidad, estaban dandolas lecciones más deprisa de lo normal.Gracias al método de preguntas yrespuestas rápidas inspirado en La Ola,pronto acabaron la entrada de Japón enla Segunda Guerra Mundial. Ben sepercató de que iban más preparados yhabía más participación en clase, perotambién se percató de que detrás de esapreparación había menos reflexión. Los

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alumnos soltaban las respuestas como silas supieran de memoria, pero no habíananalizado la materia, no habíancuestionado nada. En parte, no podíaecharles la culpa, porque había sido élquien les había enseñado el sistema deLa Ola. Era otro giro inesperado delexperimento.

Ben lo achacaba a que los alumnosse habían dado cuenta de que descuidarlos estudios iría en detrimento de LaOla. La única forma de tener tiempopara La Ola era ir tan bien preparados aclase que no necesitaran más que lamitad de la clase para dar la lección quetocaba. Pero no estaba muy seguro de sidebía alegrarse. Los deberes habíanmejorado, pero en lugar de respuestas

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largas y bien meditadas, los chicosrespondían con brevedad. Ben sabía queen un examen tipo test podían salirairosos, pero tenía sus dudas sobre loque pasaría en un examen que exigierauna reflexión extensa.

Otra novedad que contribuía ahacer aún más interesante elexperimento era la noticia de que DavidCollins y sus amigos, Eric y Brian,habían conseguido infundir el espíritu deLa Ola en el equipo de fútbol americanodel instituto. Hacía varios años queNorm Schiller, el profesor de biologíaque era también entrenador del equipode fútbol americano del instituto, estabatan harto de oír bromas sobre loscontinuos fracasos del equipo que,

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mientras duraba la temporada de fútbolamericano, se pasaba meses enteros sinhablar apenas con ningún otro profesor.Pero aquella mañana, en la sala deprofesores, le había dado las gracias porhaber enseñado La Ola a sus alumnos.¿No iban a terminar nunca lassorpresas?

Ben, por su parte, había tratado dedescubrir qué era lo que atraía a losalumnos de La Ola. Algunos de loschicos le contestaron que no era más queun movimiento nuevo y distinto, comocualquier otra moda. Otros dijeron quelo que les gustaba era lo democráticaque era: ahora ya todos eran iguales.Ben se alegró de oír esa respuesta. Legustaba pensar que había contribuido a

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acabar con todas aquellas camarillas ytriviales concursos de popularidad enlos que, en su opinión, sus alumnosinvertían demasiado tiempo y energía.Algunos llegaron a decir que creían queser más disciplinados era bueno paraellos. Esto le sorprendió. Con los años,la disciplina se había convertido en unacuestión de responsabilidad personal. Silos chicos no se la imponían ellosmismos, los profesores se sentían cadavez menos inclinados a hacerlo. Tal vezfuera un error, pensaba Ben. Quizá unode los resultados de su experimentofuera un renacimiento general de ladisciplina escolar. Soñaba ya con unartículo sobre educación en la revistaTime: «La disciplina vuelve a las aulas:

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el inesperado descubrimiento de unprofesor».

Laurie Saunders estaba sentada enuna mesa de la sala de publicaciones delinstituto, mordiendo la punta de unbolígrafo. Otros chicos de la plantilla deEl cotilleo de Gordon estaban en lasmesas de su alrededor, mordiéndose lasuñas o masticando chicle. Alex Coopermovía el esqueleto al ritmo de la músicade sus auriculares. Otra reporterallevaba patines. Aquello era la reuniónsemanal de la redacción de El cotilleo.

—Bueno —dijo Laurie—. Yaestamos en lo de siempre. El periódicotiene que salir la próxima semana y notenemos suficientes artículos.

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Laurie miró a la chica que llevabalos patines.

—Jeanie, habíamos quedado en queescribirías un artículo sobre las últimastendencias. ¿Dónde está?

—Bueno, es que este año nadielleva nada interesante —contestó Jeanie—. Siempre es lo mismo: vaqueros,bambas y camisetas.

—Pues entonces escribe algo paradecir que este año no hay ninguna nuevatendencia —precisó Laurie, que acontinuación se dirigió al reportero queescuchaba la radio—. ¿Y tú, Alex?

Alex no dejó de mover elesqueleto. No podía oírle.

—¡Alex! —gritó Laurie.Finalmente, alguien que estaba

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cerca le dio un codazo.—¿Qué pasa? —preguntó Alex,

sorprendido y levantando la cabeza.—Alex, se supone que estamos en

una reunión —señaló Laurie, poniendolos ojos en blanco.

—¿De veras?—¿Dónde está la crítica musical

que tenías que hacer para este número?—¡Ah, sí, la crítica! —exclamó

Alex—. ¡Huy, esto es una historia muylarga! Iba a hacerla, pero... ¿Te acuerdasde aquello que te dije de que tenía que ira Argentina?

Laurie volvió a poner los ojos enblanco.

—Bueno, pues todo se fue algarete, pero en cambio he tenido que ir a

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Hong Kong.Laurie se dirigió a Carl, el secuaz

de Alex, con sarcasmo.—Supongo que tú también habrás

tenido que ir con él a Hong Kong.—No —contestó Carl con seriedad

—. Yo me fui a Argentina como estabaprogramado.

—Claro —concluyó Laurie,mirando al resto de la plantilla de Elcotilleo—. Me imagino que todosvosotros también habréis estado muyocupados dando la vuelta al mundo y nohabréis tenido tiempo de escribir nada,¿no?

—Yo fui al cine —intervinoJeanie.

—¿Escribiste una crítica? —

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preguntó Laurie.—No, era una peli demasiado

buena.—¿Demasiado buena?—Escribir la crítica de una peli

buena no tiene gracia.—Tiene razón —dijo Alex, el

crítico musical trotamundos—. No tienegracia escribir sobre una peli buenaporque no puedes decir nada malo. Lascríticas sólo tienen gracia si la peli esmala. Entonces puedes hacerla trizas...Ja, ja, ja...

Alex empezó a frotarse las manospara hacer su imitación del científicoloco. Era la mejor imitación de todo elinstituto. También imitaba muy bien a unsurfista en medio de un huracán.

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—Necesitamos artículos para elperiódico —dijo Laurie firmemente—.¿No se os ocurre nada?

—Han comprado un autobús nuevo—comentó alguien.

—¡Menos mal!—He oído decir que el próximo

curso el señor Gabondi se cogerá un añosabático.

—A lo mejor no vuelve.—Ayer un chico de quince años

golpeó el cristal de una ventana. Estabatratando de demostrar que podía hacerun agujero de un puñetazo, sin cortarsela mano.

—¿Y lo consiguió?—No, le han dado doce puntos.—Bueno, esperad un momento —

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interrumpió Carl—. ¿Qué os parece esode La Ola? Todo el mundo quiere saberqué es.

—Laurie, ¿no estás tú en la clasede historia de Ross? —preguntó otromiembro de la redacción.

—En este momento, probablementeéste sea el mejor artículo que puedahacerse del insti —intervino otro chico.

Laurie asintió. Sabía que podíaescribirse un artículo de La Ola, inclusoun gran artículo. Dos días antes habíallegado a pensar que lo queprobablemente necesitaran los zánganosy desorganizados de El cotilleo fueraalgo parecido a La Ola. Pero luegohabía desechado la idea. No podíaexplicar conscientemente por qué. Era

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esa sensación inquietante que habíaempezado a tener, la impresión de quequizá hubiera que andarse con cuidadocon La Ola. De momento, no había dadomalos resultados en la clase del señorRoss, y David le había contado quecreía que estaba ayudando al equipo defútbol americano. Pero ella no acababade fiarse.

—¿Qué te parece, Laurie? —preguntó alguien.

—¿La Ola?—¿Por qué no nos has hecho

escribir sobre esto? —preguntó Alex—.¿O es que quieres guardarte las historiasinteresantes para ti?

—No sé si tenemos suficienteconocimiento como para escribir un

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artículo —respondió Laurie.—¿Qué quieres decir? —preguntó

Alex—. Tú eres de La Ola, ¿no?—Sí —contestó Laurie—. Pero no

lo sé...Un par de miembros de la

redacción fruncieron el ceño.—Pues yo creo que debe aparecer

un artículo sobre el movimiento en Elcotilleo, por lo menos para informar deque existe —intervino Carl—. Hay unmontón de chicos que quieren saber quées.

—Sí, tenéis razón —asintió Laurie—. Trataré de explicar lo que es. Perolos demás también tenéis que hacer algo.Como faltan unos cuantos días para quesalga el periódico, intentad averiguar

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todo lo que podáis sobre lo que opinanlos alumnos de La Ola.

Desde la noche en la que habíahablado con sus padres sobre La Oladurante la cena, Laurie había evitadovolver a sacar el tema. Creía que novalía la pena ahondar más en lacuestión, sobre todo con su madre, quesiempre encontraba algún motivo depreocupación en todo lo que hiciese, yafuera salir por la noche con David,morder un bolígrafo o hacerse de LaOla. Laurie tenía la esperanza de que sumadre se olvidara del tema. Peroaquella noche, cuando estaba estudiandoen su cuarto, su madre llamó a la puerta.

—¿Puedo entrar, cariño?

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—Claro, mamá.Se abrió la puerta y apareció la

señora Saunders, en zapatillas y con unalbornoz de felpa amarillo. Tenía la pielde alrededor de los ojos aceitosa yLaurie pensó que se había puesto cremaantiarrugas.

—¿Qué tal van las patas de gallo,mamá? —preguntó, bromeando.

La señora Saunders sonrió conironía.

—Algún día, no te parecerá tangracioso —dijo con el dedo en alto.

Se acercó al escritorio y miró porencima del hombro de su hija qué libroestaba leyendo.

—¿Shakespeare?—¿Y qué esperabas? —preguntó

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Laurie.—Pues cualquier cosa, menos La

Ola —respondió la señora Saunders,que se sentó en la cama de su hija.

Laurie se volvió a mirarle.—¿Qué quieres decir, mamá?—Pues que hoy me he encontrado a

Elaine Billings en el supermercado y meha dicho que Robert es otra personacompletamente distinta.

—¿Estaba preocupada? —preguntóLaurie.

—No, pero yo sí que lo estoy. Yasabes que siempre han tenido muchosproblemas con él. Elaine me ha habladomuchas veces del tema. Ha estado muypreocupada.

Laurie asintió.

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—Y ahora, claro, estáentusiasmada con este súbito cambio —continuó la señora Saunders—. Pero, nosé por qué, yo no me fío. Un cambio depersonalidad tan radical... Es como sihubiera entrado en una secta o algo porel estilo.

—¿Qué quieres decir?—Laurie, si te fijas en qué clase de

personas acaban en las sectas, verás quecasi siempre es gente que no estásatisfecha consigo misma ni con su vida.Para ellos, la secta es una manera decambiar, de empezar de cero,literalmente de nacer de nuevo. Si no,¿cómo te explicas este cambio enRobert?

—Pero, ¿qué tiene eso de malo,

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mamá?—Pues que no es real, Laurie.

Robert sólo puede estar seguro mientrasesté en La Ola. Pero, ¿qué crees que vaa pasar en cuanto la deje? Al resto delmundo no le importa nada La Ola. SiRobert no estaba bien en el institutoantes de que existiera La Ola, tampocoestará bien fuera de él, donde La Ola noexiste.

Laurie estaba de acuerdo.—Pero no tienes que preocuparte

por mí, mamá. Me parece que ya noestoy tan entusiasmada como hace un parde días.

—Claro, ya me suponía que no loestarías si reflexionabas un poco —asintió la señora Saunders.

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—¿Y cuál es el problemaentonces?

—El problema es que los demás enel instituto se la toman muy en serio.

—¡Ay, mamá! Tú eres la única quese la toma demasiado en serio. ¿Quieressaber lo que pienso? Pues que no es másque una moda. Es como la música punko cualquier cosa de éstas. Dentro de dosmeses, nadie se acordará de La Ola.

—La señora Billings me ha dichoque están organizando un encuentro deLa Ola para el viernes por la tarde.

—No es más que un encuentro demotivación para el partido de fútbolamericano del sábado —explicó Laurie—. La única diferencia es que lo llamanencuentro de La Ola en vez de llamarlo

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encuentro de motivación.—¿En el que tienen previsto

adoctrinar formalmente a doscientosnuevos miembros? —preguntó la señoraSaunders con escepticismo.

—Mamá, por favor, escúchame. Teestás poniendo histérica con este asunto.No van a adoctrinar a nadie. Sólo daránla bienvenida a los nuevos miembros deLa Ola. Todos estos chicos iríanigualmente al encuentro de motivación.Te aseguro que La Ola no es más que unjuego. Como cuando los niños juegan alos soldados. Me gustaría que pudierasconocer al señor Ross, porque entoncesverías que no hay nada de quepreocuparse. Es un profesor estupendo.No crearía una secta en su vida.

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—¿Y a ti todo esto no te molestanada? —preguntó la señora Saunders.

—Mamá, a mí lo único que memolesta es que haya tantos chicos de miclase participando en un juego taninmaduro. Supongo que puedo entendera David. Está convencido de que así suequipo va a ganar los partidos. Pero a laque no puedo entender es a Amy. Tú yala conoces. Es una chica muy inteligentey, sin embargo, veo que se lo estátomando muy en serio.

—O sea que sí estás preocupada —constató su madre.

—Que no, mamá —señaló Laurie,moviendo la cabeza—. Esto es lo únicoque me fastidia y no es mucho. Teaseguro que estás haciendo una montaña

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de un grano de arena. De verdad,créeme.

La señora Saunders se levantó.—Bueno, Laurie. Por lo menos, sé

que tú no estás metida en este asunto.Supongo que ya es mucho. Pero, porfavor, ten cuidado, cariño.

La señora Saunders se inclinó,besó a su hija en la frente y salió de lahabitación.

Laurie se quedó sentada en elescritorio, pero en vez de volver a hacerlos deberes empezó a morder elbolígrafo y a pensar en lo que le habíadicho su madre. Estaba sacando lascosas de quicio, ¿verdad? La Ola no eramás que una moda, ¿no?

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10

Ben Ross estaba tomando café en lasala de profesores cuando vinieron adecirle que Owens, el director, leesperaba en su despacho. Ross se pusoun poco nervioso. ¿Habría pasado algo?Si Owens quería verle, tenía que ser poralgo relacionado con La Ola.

Salió al pasillo para ir al despachodel director. Por el camino, más de unadocena de alumnos se pararon a hacerleel saludo de La Ola. Él contestó y siguióandando, sin dejar de pensar en lo queiba a decirle Owens. En cierto sentido,si Owens le decía que había recibido

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algunas quejas y que tenía que parar elexperimento, Ross iba a sentirsealiviado. Nunca se hubiera podidoimaginar que La Ola tomara aquellasdimensiones. Aún le sorprendía que loschicos de otras clases, e incluso de otroscursos, hubieran entrado en La Ola.Ross no se había propuesto queocurriera todo esto.

Pero también tenía que pensar en elcaso de los perdedores de la clase,como Robert Billings. Por primera vezen su vida, Robert era igual que losdemás, miembro y parte de un grupo.Nadie se reía de él ni había vuelto amolestarle. Y Robert había cambiadomucho; no sólo en su aspecto, sino queempezaba a participar. Por primera vez,

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era un miembro activo de la clase. Y nosólo en historia. Christy le habíacontado que lo había observado tambiénen la clase de música. Robert parecíaotra persona. Poner fin a La Ola podíaimplicar que Robert volviera a su papelde colgado de la clase y privarle de laúnica oportunidad que tenía.

Además, Ben pensaba que poner final experimento también significabaengañar a los alumnos que habíandecidido tomar parte en él. Sería comodejarles sin la oportunidad de veradónde podía llevarles La Ola. Y éltambién se quedaría sin la oportunidadde poder guiarles hasta allí.

Ben se paró en seco. Un momento,se dijo Ben. ¿Desde cuándo les guiaba

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él a algún sitio? Esto no era nada másque un experimento, ¿verdad? Unaoportunidad para que los chicos sehicieran una idea de lo que podía habersido la vida en la Alemania nazi. Rosssonrió para sus adentros. No nosdejemos llevar, pensó, y continuó sucamino por el pasillo.

La puerta del despacho del directorestaba abierta y, cuando Owens vioaparecer a Ben Ross por la antesala, lehizo una seña con la mano para queentrara.

Ben estaba algo confuso. Decamino al despacho, se habíaconvencido de que el director iba aecharle la bronca, pero el hombreparecía estar de buen humor.

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Owens era un hombre alto como uncastillo que medía más de un metronoventa. Era completamente calvo y notenía más que algún mechoncillo de peloencima de las orejas. Su otracaracterística notable era la pipa, quellevaba siempre en la boca. Tenía unavoz profunda y cuando se enfadaba eracapaz de imbuir ideas religiosas en elateo más empedernido. Pero aquel díano parecía que Ben tuviera nada quetemer.

El director estaba sentado detrás desu mesa, con sus grandes zapatos negrosapoyados en una esquina, y escrutabacon la mirada a Ben.

—Ben, me gusta tu traje —dijo.Nadie había visto a Owens en el

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Instituto Gordon sin un traje de trespiezas, incluso en los partidos de lossábados.

—Gracias —contestó Ben,nervioso.

Owens sonrió.—No recuerdo haberte visto con

traje.—Sí, es que antes no llevaba —

comentó Ben.El director levantó una de sus

cejas.—¿Y no tendrá esto algo que ver

con eso de La Ola?Ben tuvo que aclararse la garganta.—Pues, sí; en realidad, sí.Owens se inclinó hacia adelante.—Veamos, Ben. Cuéntame de qué

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va toda esta historia de La Ola. Hasarmado un gran revuelo en el instituto.

—Espero que sea un revuelopositivo —contestó Ross.

Owens se frotó la barbilla.—Por lo que he oído, lo es. ¿Has

oído tú algo distinto?Ben sabía que tenía que

tranquilizarle.—No, no he oído nada —respondió

enseguida.—Bueno, pues soy todo oídos, Ben

—dijo Owens, asintiendo.Ben respiró hondo y empezó a

hablar.—Todo empezó hace unos cuantos

días, en la clase de historia del últimocurso. Estábamos viendo una película

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sobre los nazis y...Cuando terminó de explicar lo que

era La Ola, Ben vio que el directorparecía menos contento que antes, perotampoco tan disgustado como se habíatemido. Owens se sacó la pipa de laboca y la sacudió en un cenicero.

—Tengo que decirte que me parecetodo bastante raro. ¿Y estás seguro deque los alumnos no se están retrasandocon la materia?

—No, al contrario. Van másavanzados —contestó Ben.

—Pero hay alumnos que no son detu clase y que ahora también estánmetidos en el movimiento —observó eldirector.

—Sí, pero no se ha recibido

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ninguna queja —dijo Ben—. La verdades que Christy dice que ella ha notadouna mejoría en su clase.

Ben sabía que estaba exagerandoun poco las cosas, pero pensó que teníaque hacerlo, porque Owens estabadando demasiada importancia a La Ola.

—A pesar de todo, Ben, tantaconsigna y saludo me inquietan —comentó el director.

—Pues no debería —contestó Ben—. Sólo forma parte del juego. Y NormSchiller también...

Owens no le dejó continuar.—Sí, sí; ya lo sé. Estuvo aquí ayer,

entusiasmado con este asunto. Dice que,literalmente, ha transformado a suequipo. Hablaba de una manera, Ben...

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Cualquiera habría pensado que acababade fichar a seis futuros ganadores de laCopa Heisman. Sinceramente, meconformaría con que ganasen alClarkstown el sábado —explicó Owens,haciendo una pausa en aquel momento—. Pero no es esto lo que me preocupa,Ben. Lo que me preocupa son losalumnos. En mi opinión, esto de La Olaparece demasiado abierto. Ya sé quehasta ahora no has quebrantado ningunaregla, pero hay unos límites.

—Lo tengo muy en cuenta —insistió Ben—. Piensa que esteexperimento llegará hasta donde yo lodeje llegar. La idea básica de La Ola esque un grupo esté dispuesto a seguir a sulíder. Y mientras yo esté metido en esto,

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te aseguro que no puede írseme de lasmanos.

Owens volvió a llenar su pipa detabaco, la encendió y, por un momento,desapareció detrás de una nube de humo,mientras pensaba en las palabras deBen.

—Muy bien. Para serte sincero, esalgo tan distinto de lo que se ha hecho enel instituto hasta ahora que no sé muybien qué pensar. Pero estate atento, Ben.Pon los cinco sentidos en esto. Noolvides que este experimento, si así escomo quieres llamarlo, implica a chicosjóvenes, impresionables. Algunas vecesnos olvidamos de que son adolescentesy de que todavía no han desarrollado el,cómo lo diría... el buen juicio que

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esperamos que lleguen a tener algún día.A veces, si no se les vigila, las cosaspueden llegar demasiado lejos. ¿Loentiendes?

—Perfectamente.—¿Me prometes que no voy a tener

por aquí un desfile de padresquejándose de que estamos adoctrinandoa sus hijos?

—Te lo prometo.—Bueno, no puedo decirte que me

entusiasme, pero hasta ahora nunca mehas dado motivos para cuestionar tutrabajo.

—Y tampoco voy a dártelos ahora—afirmó Ben.

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Al día siguiente, cuando LaurieSaunders fue a la sala de publicaciones,encontró un sobre blanco en el suelo.Alguien debía de haberlo metido pordebajo de la puerta aquella mismamañana o el día anterior, a última hora.Laurie cogió el sobre y cerró la puerta.En su interior, había una carta escrita amano y una nota. Laurie leyó la nota.

Queridos redactores de Elcotilleo:

He escrito esta historia para El

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cotilleo. No os molestéis en buscar minombre porque no lo encontraréis. Noquiero que mis amigos ni los otroschicos sepan que la he escrito yo.

Frunciendo el ceño, Laurie empezóa leer la historia. En la parte superior dela página, el autor anónimo había escritoun título.

Bienvenido a La Ola o...

Soy un alumno de primer año delInstituto Gordon. Hace tres o cuatrodías, mis amigos y yo nos enteramosde que todos los mayores formanparte de esto que llaman La Ola.Sentimos curiosidad. Ya sabéis que los

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pequeños siempre queremos imitar alos mayores.

Unos cuantos fuimos a la clase delseñor Ross para ver lo que era. Aalgunos de mis amigos les gustó lo queoímos, pero otros no estábamosseguros. A mí me pareció unatontería.

Cuando terminó la clase,empezamos a salir. Pero uno de losmayores nos paró en el pasillo. No loconocía, pero nos dijo que estaba en laclase del señor Ross y nos preguntó siqueríamos entrar en La Ola. Dos demis amigos dijeron que sí, dos dijeronque no lo sabían y yo dije que no meinteresaba.

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Entonces este chico empezó acontarnos que La Ola era genial. Nosexplicó que cuantos más chicosparticiparan en ella, mejor seria. Nosdijo que casi todos los mayores ya sehabían hecho de La Ola y tambiénmuchos de los más jóvenes.

Mis dos amigos que al principiohabían dicho que no estaban seguros,cambiaron enseguida de idea y dijeronque querían entrar. Entonces, mepreguntó: «¿Y tú no vas a hacer lo quehagan tus amigos?».

Le dije que ellos seguían siendomis amigos aunque no me hiciera deLa Ola, pero no paró de preguntarmepor qué no quería pertenecer al

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movimiento. Lo único que le dije fueque no me apetecía.

Entonces se puso furioso. Mecontó que pronto los que fueran de LaOla dejarían de ser amigos de los queno formaran parte de ella. Incluso medijo que me quedaría sin amigos si nome apuntaba al movimiento. Creo queestaba intentando meterme miedo.

Pero le salió el tiro por la culata.Uno de mis amigos le explicó que noentendía por qué se tenía quepertenecer a La Ola si uno no quería.

El resto de mis amigos pensaronlo mismo y nos fuimos.

Hoy me he enterado de que tresde mis amigos ya se han hecho de La

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Ola porque algunos alumnos de últimoaño habían hablado con ellos. Me heencontrado en el pasillo al chico de laclase del señor Ross y me hapreguntado si ya formaba parte delmovimiento.

Le he dicho que no pensabahacerlo. Me ha contestado que si nome unía pronto a ellos, seríademasiado tarde.

Lo que yo quiero saber es:¿Demasiado tarde para qué!

Laurie dobló la hoja de papel yvolvió a meterla en el sobre. Sus ideassobre La Ola estaban empezando aaclararse.

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Cuando Ben salió del despacho deOwens, vio que varios alumnos estabancolocando una gran pancarta de La Olaen el pasillo. Era el día del encuentro demotivación, el encuentro de La Ola,pensó Ross. Ahora, en los pasillos,había más alumnos y tenía que estarhaciendo el saludo sin parar. Si aquelloduraba mucho más, acabaría por dolerleel brazo.

Algo más allá, encontró a Brad y aEric, que estaban junto a una mesarepartiendo folletos mimeografiados.

—¡Fuerza mediante disciplina!¡Fuerza mediante comunidad! ¡Fuerzamediante acción! —gritaban.

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—¡Todo lo que queréis saber sobreLa Ola! —anunciaba Brad a los quepasaban—. Coged un folleto.

—Y no os olvidéis del encuentrode La Ola de esta tarde —recordabaEric—. Trabajad todos juntos yconseguid vuestros fines.

Ben sonrió con cautela. Laindomable energía de aquellos chicos leagotaba. El instituto estaba lleno decarteles de La Ola. Todos los miembrosde La Ola parecían estar realizandoalguna actividad: reclutar nuevosmiembros, repartir información,preparar el gimnasio para el encuentrode la tarde... Ben estaba casi abrumado.

Continuó andando por el pasillo,pero tuvo una extraña sensación y se

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detuvo. Le parecía que le seguían. Sedio la vuelta y a unos pocos pasos dedistancia vio a Robert, sonriente. Ben ledevolvió la sonrisa y siguió su camino,pero unos segundos después volvió adetenerse. Robert seguía detrás de él.

—Robert, ¿qué estás haciendo? —preguntó el señor Ross.

—Señor Ross, soy suguardaespaldas —contestó el chico.

—¿Mi qué?Robert vaciló un momento.—Quiero ser su guardaespaldas.

Usted es nuestro líder, señor Ross. Nopuedo permitir que le pase nada.

—¿Y qué es lo que me va a pasar?—preguntó Ben, sorprendido con laidea.

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Pero Robert ignoró la pregunta.—Sé que necesita un

guardaespaldas —insistió—. Podría seryo, señor Ross. Por primera vez en mivida siento que... Bueno, ya nadie megasta bromas. Tengo la impresión deformar parte de algo especial.

Ben asintió.—¿Puedo ser su guardaespaldas?

—preguntó Robert—. Sé que necesitauno. Podría ser yo, señor Ross.

Ben le miró. Aquel chico retraído einseguro ahora era un miembro de LaOla, serio y preocupado por su líder.Pero, ¿un guardaespaldas? Ben no sabíaqué decir. ¿No estaban llevando todoaquello demasiado lejos? Era evidenteque los alumnos, inconscientemente,

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estaban imponiéndole un papel cada vezmás importante, el de líder supremo deLa Ola. En los últimos días, había oídovarias veces a los miembros de La Olahablar sobre «órdenes» que él habíadado: órdenes de colocar carteles en lospasillos, órdenes de organizar elmovimiento de La Ola entre los cursosinferiores, incluso la orden de convertirel encuentro de motivación de siempreen un encuentro de La Ola.

Pero lo sorprendente era que élnunca había dado semejantes órdenes.Los chicos se las habían imaginado ydaban por hecho que habían partido deél. Era como si La Ola hubiera cobradovida propia y tanto los alumnos como élestuvieran dejándose llevar por su

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corriente, literalmente. Ben Ross miró aRobert Billings. De alguna forma, sabíaque si permitía que Robert fuera suguardaespaldas, admitía que se habíaconvertido en alguien que necesitabaprotección. ¿Pero no era eso lo queexigía el experimento?

—De acuerdo, Robert —dijo—.Puedes ser mi guardaespaldas.

A Robert se le iluminó la cara conuna sonrisa. Ben le hizo un guiño ysiguió andando por el pasillo. Tal veztener un guardaespaldas fueraconveniente. Para el experimento, eraesencial que pudiese mantener la imagende líder de La Ola. Y tenerguardaespaldas no hacía más quereforzarla.

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12

El encuentro de La Ola iba a ser enel gimnasio, pero Laurie Saundersestaba de pie, delante de su taquilla, sinacabar de saber si quería ir o no. Nopodía expresar con palabras qué era loque no le gustaba de La Ola, pero cadavez le tenía más aversión. Había algoque no cuadraba. La carta anónima de lamañana era un síntoma más. No sólo eraque un alumno había tratado de obligar aotro menor a formar parte de La Ola.Era algo más; el chico no había queridofirmar la carta, tenía miedo de hacerlo.Laurie llevaba días intentando negarlo,

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pero la sensación persistía. La Ola dabamiedo. Todo era perfecto si eras unmiembro incondicional, pero si no...

Sus pensamientos se vieroninterrumpidos por un repentino griteríoque provenía del patio. Corrió a laventana y vio que dos chicos se estabanpeleando, rodeados por otros muchosque les miraban y gritaban. Laurie sequedó pasmada. ¡Uno de los que sepeleaban era Brian Ammon! Después dedarse varios puñetazos, rodaron los dospor el suelo. ¿Qué estaba pasando?

Un profesor apareció corriendopara separar a los contendientes. Agarróa cada uno del brazo y se los llevó paraadentro, sin duda al despacho deldirector.

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—¡Fuerza mediante disciplina!¡Fuerza mediante comunidad! ¡Fuerzamediante acción! —gritaba Brianmientras se lo llevaban.

—¡Vete a paseo! —respondió elotro chico.

—¿Has visto?Laurie se asustó al oír otra voz tan

cerca, se dio la vuelta y vio que Davidestaba allí.

—Espero que Owens deje queBrian acuda al encuentro de La Oladespués de esto —comentó David.

—¿Se estaban peleando por LaOla? —preguntó Laurie.

—Es más que eso —explicóDavid, encogiéndose de hombros—. Elque se peleaba con Brian es uno de los

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pequeños, Deutsch, y lleva un añointentando quitarle el puesto a Brian.Esto llevaba varias semanas cociéndose.Espero que haya recibido lo que semerece.

—Pero Brian estaba gritando lasconsignas de La Ola.

—Claro. La Ola le encanta. Atodos nos gusta.

—¿También al chico con el que sepeleaba?

—¡Qué va! Deutsch es un imbécil,Laurie. Si fuera de La Ola, no trataría dequitarle el puesto a Brian. Este tío no esmás que un estorbo para el equipo. Si yofuera Schiller, lo echaba.

—¿Porque no pertenece a La Ola?—Claro. Si realmente quisiera lo

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mejor para el equipo, entraría en La Olaen vez de fastidiar a Brian. Es unindividualista, Laurie. Es un egoísta queno ayuda a nadie —explicó David,mirando el reloj que había en el pasillo—. Vamos, tenemos que ir al encuentro.Va a empezar dentro de un momento.

Pero Laurie ya había tomado unadecisión.

—No voy a ir.—¿Cómo? —preguntó David

asombrado—. ¿Por qué no?—Pues porque no quiero.—Laurie, este encuentro es

importantísimo. Todos los nuevosmiembros de La Ola van a estar allí.

—David, creo que tú y todos losdemás os estáis tomando demasiado en

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serio esto de La Ola.David movió la cabeza.—No. Eres tú la que no se lo toma

suficientemente en serio. Mira, Laurie,tú siempre has sido una personaimportante. Los otros chicos te hanadmirado siempre. Tienes que asistir alencuentro.

Laurie trató de explicárselo.—Precisamente por eso no voy a

ir. Déjales que piensen lo que quierande La Ola. Son personas independientes.No necesitan que yo les ayude.

—No te entiendo.—David, ¿acaso nos estamos

volviendo todos locos? Ahora La Ola seha convertido en lo más importante.

—Pues claro. Porque La Ola tiene

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sentido, Laurie. Funciona. Todos somosdel mismo equipo. Por fin, todo elmundo es igual.

—¡Genial! —dijo Laurie consarcasmo—. ¿Y qué? ¿Ahora todosvamos a marcar un touchdown?

David se apartó un poco y se quedómirándola. No se había esperado uncomentario así. No de Laurie.

Pero ella creyó que Davidempezaba a dudar de La Ola.

—¿No lo ves? Eres demasiadoidealista, David. Tienes tantas ganas decrear una sociedad de La Ola utópica, enla que todos somos iguales y todos losequipos de fútbol americano sonbuenísimos, que no lo ves. Es imposible,David. Siempre habrá unos cuantos que

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no quieran unirse. Y tienen derecho a nohacerlo.

David la miró de reojo.—¿Sabes lo que te pasa? Estás en

contra del movimiento porque ya no eresespecial. Porque ya no eres la mejor nila más popular de la clase.

—¡Eso no es verdad y tú lo sabes!—contestó Laurie.

—¡Yo creo que sí es verdad! —insistió David—. Ahora ya sabes lo quesentíamos los demás cuando siempreacertabas todas las preguntas. Siempreeras la mejor. ¿Cómo te sientes ahoraque ya no lo eres?

—¡David, te estás portando comoun idiota! —gritó Laurie.

—Muy bien. Pues si soy tan idiota,

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búscate a otro más listo.David dio media vuelta y se

marchó al gimnasio.Laurie se quedó mirándole como un

pasmarote. Es de locos, pensó. Lasituación se estaba descontrolando.

Por lo que Laurie podía oír, elencuentro de La Ola estaba siendo ungran éxito. Había decidido pasar la horaen la sala de publicaciones que estaba alfondo del pasillo. Era el único sitio enel que creía estar a salvo de las miradascuriosas de los chicos, que sepreguntarían por qué no estaba en elencuentro. Laurie no quería reconocerque se estaba escondiendo, pero ésa erala verdad. Las cosas se habíandesmadrado hasta ese punto. Te tenías

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que esconder si no formabas parte delmovimiento.

Laurie sacó un bolígrafo y empezóa morderlo, nerviosa. Tenía que haceralgo. El cotilleo tenía que hacer algo.

Pocos minutos después, se olvidóde todo al ver que giraba el picaporte dela puerta. Laurie contuvo la respiración.¿Vendrían a buscarla?

La puerta se abrió y Alex entrósaltando al son de la música de susauriculares.

Laurie se recostó en la silla ysuspiró aliviada.

Al ver a Laurie, Alex se quitó losauriculares.

—¿Por qué no estás con las tropas?Laurie movió la cabeza.

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—Va, Alex, que tampoco es paratanto.

—¿Que no es para tanto? —preguntó Alex sonriendo—. Prontotendrán que cambiar el nombre de esteinstituto por el de Fuerte Gordon.

—No tiene gracia, Alex.Alex se encogió de hombros e hizo

una mueca.—Laurie, debes saber que todo se

puede ridiculizar.—Pues si crees que son tropas, ¿no

te da miedo que te recluten a ti también?—¿A quién? ¿A mí? —preguntó

Alex, dibujando en el aire variosmovimientos de karate con los brazos—.Que se meta alguien conmigo, que lohago picadillo con mi kung fu.

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La puerta de la redacción volvió aabrirse y entró Carl, sigilosamente. Alver allí a Laurie y a Alex, sonrió.

—Parece que he ido a parar a labuhardilla de Ana Frank.

—El último de los insobornables—dijo Alex.

—Pues es cierto. Vengo delencuentro.

—¿Y te han dejado salir? —preguntó Alex.

—Tenía que ir al lavabo —contestó Carl.

—Vaya, hombre. Pues te hasequivocado.

—Y he venido aquí después dellavabo —explicó Carl sonriendo—. Acualquier sitio menos a ese encuentro.

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—Bienvenido al club —intervinoLaurie.

—Quizá nosotros tambiéndeberíamos ponemos un nombre —dijoAlex—. Si ellos son La Ola, nosotrospodríamos ser La Onda.

—¿Qué te parece? —preguntóCarl.

—¿Que nos llamemos La Onda? —dijo Laurie.

—No, La Ola.—Creo que ya es hora de que

saquemos ese número de El cotilleo.—Perdonad que me entrometa con

mi opinión, que ya sé que no siempre esseria —intervino Alex—. Pero creo quedeberíamos sacarlo enseguida, antes deque el resto de la redacción sea

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arrastrada por la Omnipotente Ola.—Avisad a todos los demás —

ordenó Laurie—. El domingo, a las dos,celebraremos una reunión urgente en micasa. Y aseguraos de que sólo acudanlos que no son de La Ola.

Aquella noche, Laurie se quedósola en su cuarto. Había estadodemasiado preocupada con La Ola todala tarde para poder pensar en David.Además, ya se habían peleado otrasveces. Pero, a principios de semana,David había quedado en ir a buscarlaesa noche, y eran ya las diez y media.Estaba claro que no vendría, pero Laurieno acababa de creérselo. Habían salidojuntos desde el segundo año del instituto

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y ahora, de repente, algo tan trivialcomo La Ola les había separado. Lomalo era que La Ola no era trivial. Yano.

La señora Saunders había entradoen su habitación varias veces parapreguntarle si quería hablar con ella,pero Laurie había dicho que no. Sumadre se preocupaba por todo y elproblema era que esta vez sí que habíamotivos para preocuparse. Laurie estabaen su escritorio, tratando de escribiralgo sobre La Ola para El cotilleo, perola página seguía en blanco y sólo seveían algunas manchitas de una o doslágrimas que había dejado caer.

Oyó unos golpecitos en la puerta yse limpió enseguida los ojos con la

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mano. No iba a servir de nada; si sumadre entraba, vería que había estadollorando.

—No tengo ganas de hablar, mamá.Pero la puerta había empezado a

abrirse.—No soy tu madre, cariño —dijo

una voz desde la puerta.—¿Papá?Laurie se sorprendió al ver a su

padre. No es que no estuviera unida a élpero, a diferencia de su madre, no solíameterse en sus problemas. A menos quefuera algo relacionado con el golf.

—¿Puedo entrar? —preguntó supadre.

Laurie sonrió.—Bueno, teniendo en cuenta que ya

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estás casi dentro...—Siento entrar de esta manera,

cielo, pero tu madre y yo estamospreocupados.

—¿Te ha dicho que David y yohemos cortado?

—Sí, sí que me lo ha dicho —contestó el señor Saunders—. Y losiento, cariño, créeme que lo siento. Meparecía un buen chico.

—Y lo era —dijo Laurie.Hasta que llegó La Ola, pensó

Laurie.—Pero, bueno... Me preocupa otra

cosa, Laurie. Algo que he oído comentaresta tarde en el campo de golf.

Los viernes, el señor Saunderssiempre salía antes de la oficina para

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poder jugar nueve hoyos en la ligavespertina antes de que se pusiera el sol.

—¿Y qué es, papá?—Hoy, cuando se han acabado las

clases, han pegado a un chico. Bueno,esto me lo han contado, así que no estoymuy seguro de cómo ha pasadoexactamente. Pero parece que hoy habíano sé qué encuentro en el instituto y queel chico no ha querido hacerse de LaOla o la ha criticado.

Laurie se había quedado sin habla.—Los padres del chico son vecinos

de uno de mis compañeros de golf.Acaban de mudarse este mismo año. Asíque el chico tiene que ser nuevo en elinstituto.

—Pues parece el candidato

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perfecto para entrar en La Ola —apuntóLaurie.

—Es posible —contestó su padre—. Pero es que el chico es judío,Laurie. ¿Podría tener esto algo que ver?

Laurie se quedó pasmada.—Papá, no creerás... No puede ser

que tenga algo que ver. Bueno, a mí LaOla no me gusta, pero tampoco es así.Te lo juro, papá.

—¿Estás segura? —preguntó elseñor Saunders.

—Bueno... Conozco a todos los quehan estado en La Ola desde el principio.Yo presencié su creación. La idea erademostrar por qué ocurrió lo que pasóen la Alemania nazi. Pero no era quenosotros nos convirtiéramos en

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pequeños nazis. Es que, es que...—Da la impresión de que las cosas

se han descontrolado —dijo su padre—.¿Es posible?

Laurie asintió. Estaba demasiadosorprendida para poder hablar.

—Algunos padres decían de ir ellunes al instituto para hablar con eldirector —continuó el señor Saunders—. Para aseguramos de que todo vayabien, ¿comprendes?

—Nosotros vamos a publicar unnúmero especial de El cotilleo Vamos ahablar de todo lo que está ocurriendo.

Su padre estuvo un momentocallado.

—Me parece una buena idea,cariño. Pero ten cuidado, ¿eh?

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—Lo tendré, papá. Te lo prometo.

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Desde hacía tres años, cuandollegaba la temporada de fútbolamericano, sentarse con Amy para verlos partidos del sábado por la tarde sehabía convertido en una costumbre paraLaurie. David, naturalmente, jugaba conel equipo, y aunque Amy no tuviera unnovio formal, casi todos los chicos conlos que salía eran jugadores de fútbolamericano. Aquel sábado por la tarde,Laurie estaba impaciente por ver a Amy;tenía que contarle lo que le habíandicho. Laurie estaba sorprendida de queAmy hubiera seguido con La Ola, pero

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estaba segura de que en cuanto seenterase de que habían pegado a unchico recobraría el juicio. Además,necesitaba hablar con ella de Davidurgentemente. Seguía sin comprendercómo algo tan tonto como La Ola leshabía hecho reñir. A lo mejor Amy sabíaalgo de lo que Laurie no se habíaenterado. Quizá incluso pudiera hablarcon David y ayudarla.

Laurie llegó cuando iba a empezarel partido. Era, con diferencia, elpartido con más público del año y lecostó encontrar la cabellera rubia yrizada de Amy en las gradas atestadasde gente. Estaba muy arriba, casi en laúltima fila. Fue corriendo hacia uno delos laterales y, cuando iba a empezar a

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subir, una voz la detuvo.—¡Espera!Laurie se paró y vio que Brad se

dirigía hacia ella.—Hola, Laurie. No te había

reconocido por detrás —dijo él,haciendo el saludo de La Ola.

Laurie se quedó de pie sinmoverse. Brad frunció el ceño.

—Venga, Laurie. Haz el saludo yentonces podrás subir.

—Pero, ¿de qué estás hablando,Brad?

—Sí, el saludo de La Ola...—¿Quieres decir que no puedo

subir a las gradas si no hago el saludode La Ola?

Brad miró avergonzado a su

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alrededor.—Sí, esto es lo que han decidido,

Laurie.—¿Quién lo ha decidido?—La Ola, Laurie. Ya sabes...—Brad, yo creía que tú eras de La

Ola. Estás en la clase del señor Ross.Brad se encogió de hombros.—Ya lo sé. Pero, mira, total lo

único que tienes que hacer es el saludo yasí luego podrás subir.

Laurie miró las gradas llenas degente.

—¿Me estás diciendo que todos losque están en las gradas han hecho elsaludo para subir?

—Los que están en esta parte de lasgradas, sí.

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—Bueno, pues yo quiero subir,pero no quiero hacer el saludo de LaOla —contestó Laurie furiosa.

—Pues no puedes subir.—¿Quién dice que no puedo? —

gritó Laurie.Varios chicos que estaban cerca

miraron en esa dirección. Brad seruborizó.

—Va, Laurie. Haz de una vez eldichoso saludo —susurró.

Laurie se mostró inflexible.—Esto es ridículo. Y tú lo sabes.Brad estaba avergonzado. Se

volvió con disimulo y miró a sualrededor.

—Bueno, pues no hagas el saludo ytira para arriba. Creo que nadie nos está

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mirando.Pero Laurie ya no tenía ganas de

unirse a los que estaban en las gradas.No tenía ninguna intención de subir aescondidas para estar con los de La Ola.Todo aquello era demencial. Inclusoalgunos de los miembros de La Ola,como Brad, sabían que era un disparate.

—Brad, ¿por qué haces esto sisabes que es una estupidez? ¿Por quéformas parte de La Ola?

—Mira, Laurie. Ahora no puedohablar —contestó Brad—. Va a empezarel partido. Se supone que estoy aquípara controlar a la gente que pasa a lasgradas. Tengo mucho que hacer.

—¿Tienes miedo? —preguntóLaurie—. ¿Tienes miedo de lo que

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pueden hacer los otros miembros de LaOla si no estás de acuerdo con ellos?

Brad abrió la boca, como si fuera adecir algo, pero tardó un poco en hablar.

—Yo no tengo miedo de nadie,Laurie. Y más te vale cerrar el pico. Yahay mucha gente que ayer se percató deque no fuiste al encuentro.

—¿Sí? ¿Y qué?—Nada, yo no digo nada. Sólo te

aviso.Laurie se quedó helada. Quería

saber qué estaba intentando decirleBrad, pero el partido ya habíaempezado. Brad se dio la vuelta y laspalabras de Laurie se perdieron entrelos gritos de la multitud.

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El domingo por la tarde, Laurie yalgunos miembros de El cotilleoconvirtieron el comedor de los Saundersen sala de redacción, para poderpreparar el número especial dedicadocasi enteramente a La Ola. Faltabanvarias personas y, cuando Lauriepreguntó por qué no habían venido, losmiembros del periódico parecían noquerer contestar.

—Me huele a que algunos denuestros camaradas han preferido noprovocar la cólera de La Ola.

Laurie miró a los demás y vio quetodos estaban de acuerdo con lo queacababa de decir Carl.

—¡Amebas quejicas y blandengues!—gritó Alex poniéndose en pie de un

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salto y con el puño levantado en el aire—. Prometo luchar contra La Ola hastael fin. ¡Libertad o acné!

Al ver la cara de confusión de losdemás, prefirió aclarar su afirmación.

—Es que he pensado que el acnéera peor que la muerte.

—Siéntate, Alex —dijo alguien.Alex se sentó y el grupo volvió a

concentrarse en el periódico. PeroLaurie se dio cuenta de que todos eranmuy conscientes de los miembros que nohabían acudido.

La edición especial sobre La Olaincluiría la carta del joven autoranónimo y un artículo que había escritoCarl sobre el chico de quince años aquien habían pegado.

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Resultó que no le habían hechomucho daño, pero sí le habían pegado.Lo habían hecho un par de gamberros.No quedaba claro si se habían peleadopor culpa de La Ola o si La Ola sólo leshabía servido de pretexto para empezarla pelea. Lo que sí se sabía era que unode los gamberros había llamado al chico«judío de mierda». Los padres delmuchacho le dijeron a Carl que habíansacado a su hijo del instituto y quepensaban ir a hablar con Owens, eldirector, el lunes por la mañana.

Había varias entrevistas con otrospadres y profesores preocupados por elasunto. Pero el artículo más crítico erael editorial escrito por Laurie. Se habíapasado casi todo el sábado

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escribiéndolo. Condenaba La Ola y ladescribía como un movimiento peligrosoy sin sentido que reprimía la libertad deexpresión y de pensamiento, y que iba encontra de todos los principios del país.Decía que La Ola había causado ya másmal que bien (incluso con La Ola, losdel Clarkstown habían derrotado a losGladiadores del Instituto Gordon por 42a 6) y advertía de que si no se le poníafin, las cosas podían llegar a ser muchopeores.

Carl y Alex dijeron que llevarían elperiódico a la imprenta al día siguientea primera hora. A la hora de la comidalo repartirían.

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Laurie tenía que hacer algo antes deque saliera el periódico. El lunes por lamañana quería ver a Amy y explicárselotodo. Todavía albergaba la esperanza deque en cuanto Amy leyera el artículocomprendería lo que era La Ola ycambiaría de opinión. Laurie queríaavisarla con anticipación para quepudiera alejarse de La Ola, por si searmaba algún jaleo.

Encontró a Amy en la biblioteca yle dio el editorial para que lo leyese. Amedida que iba leyendo, Amy abría másy más la boca. Por fin levantó la cabeza

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y miró a Laurie.—¿Qué vas a hacer con esto?—Voy a publicarlo en el periódico.—Pero no puedes decir estas cosas

de La Ola.—¿Por qué no? Son verdad. Amy,

La Ola se ha convertido en una obsesiónpara todo el mundo. Ya nadie es capazde pensar por sí mismo.

—Venga, Laurie —exclamó Amy—. Lo único que te pasa es que estásdisgustada. Te está afectando tu riña conDavid.

Laurie movió la cabeza.—Que no, Amy. Hablo en serio. La

Ola está haciendo daño a la gente. Ytodos siguen el movimiento como unrebaño de ovejas. No puedo creerme

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que después de haber leído esto quierasseguir formando parte de La Ola. ¿No tedas cuenta de lo que es? Hace que todoel mundo se olvide de quién es. Es algoasí como La noche de los muertosvivientes. ¿Por qué quieres formar partede esto?

—Porque significa que, por fin, nohay nadie que sea mejor que los demás.Porque, desde que somos amigas, no hehecho más que competir contigo y tratarde estar a tu altura. Pero ahora ya nosiento que tenga que tener un novio quejuega al fútbol americano como tú. Y sino me apetece, tampoco tengo que sacarlas mismas notas que tú, Laurie. Porprimera vez en tres años tengo laimpresión de que no me hace falta estar

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a la altura de Laurie Saunders paragustar a los demás.

Laurie sintió un escalofrío por elcuerpo.

—Bueno, yo... Siempre he sabidoque te sentías así. Y siempre habíatenido ganas de hablar contigo sobreeste tema.

—¿Acaso no sabes que a la mitadde los padres de este insti dicen a sushijos: «¿por qué no puedes ser comoLaurie Saunders»? Venga, Laurie. Laúnica razón por la que estás en contra deLa Ola es porque con este movimientoya no eres la princesa.

Laurie estaba aturdida. Incluso sumejor amiga, una persona tan inteligentecomo Amy, se volvía contra ella por

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culpa de La Ola. Eso la puso furiosa.—Pues voy a publicarlo.—No lo hagas, Laurie —dijo Amy,

mirándola.—Ya lo he hecho. Yo sé muy bien

lo que tengo que hacer.De repente, Amy reaccionó como si

se hubiera convertido en una extraña.—Tengo que irme —señaló,

mirando el reloj.Amy se fue y dejó a Laurie sola en

la biblioteca.

Las copias de El cotilleo no sehabían agotado nunca tan deprisa comoaquel día. El instituto entero comentabalas noticias. Eran muy pocos los queconocían la historia del chico al que

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habían pegado y nadie sabía nada de lacarta escrita por el alumno anónimo.Pero en cuanto todas estas historiasaparecieron en el periódico, empezó acircular más información. Se hablaba deamenazas e insultos dirigidos a chicosque, por una u otra razón, se habíanenfrentado a La Ola.

También corrían rumores de quedurante toda la mañana había habido undesfile de padres y profesores quehabían ido a quejarse al despacho deOwens, el director, y de que losorientadores educativos del institutohabían empezado a entrevistar a losalumnos. Se respiraba cierto malestar enlos pasillos y en las clases.

En la sala de profesores, Ben Ross

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dejó su ejemplar de El cotilleo y sefrotó las sienes con los dedos. Derepente, le había entrado un terribledolor de cabeza. Algo había salido maly algo le hacía sospechar que él tenía laculpa. Que hubieran pegado a ese chicoera espantoso, increíble. ¿Cómo podíajustificar un experimento con semejantesresultados?

También le extrañaba ver que lehabía molestado la penosa derrota delequipo de fútbol americano del institutoen el partido contra el Clarkstown. Leparecía raro que, aunque no leimportaran lo más mínimo los deportesescolares, esta derrota le hubieracontrariado tanto. ¿Sería por culpa de LaOla? Durante la última semana había

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empezado a creer que un buen resultadoen el partido sería un buen argumento ala hora de explicar el éxito de La Ola.

Pero, ¿desde cuándo quería él queLa Ola fuera un éxito? El éxito o elfracaso de La Ola no era el fin delexperimento. Se suponía que lo que leinteresaba era lo que los alumnospudieran aprender de La Ola, no La Olaen sí misma.

Había un botiquín en la sala deprofesores provisto de todos losremedios y marcas de medicamentosdisponibles en el mercado contra eldolor de cabeza. Un amigo suyo le habíacomentado una vez que si los médicoseran el colectivo con la tasa de suicidiomás alta, los profesores seguro que

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tenían la tasa más alta de dolores decabeza. Ben sacó tres comprimidos deun frasco y se dirigió hacia la puertapara ir a buscar un poco de agua.

Pero cuando ya estaba en la puertade la sala de profesores, se detuvo. Seoían voces en el pasillo. Eran NormSchiller y otra voz masculina que noreconocía. Alguien debía de haberparado a Norm justo cuando iba a entraren la sala y ahora estaban hablando alotro lado de la puerta. Ben podía oír loque decían desde dentro.

—Nada, no sirvió para nada —decía Schiller—. Sí, sirvió paraanimarles y para hacerles creer quepodían ganar. Pero en cuanto salieron alcampo, no dieron una. Todas las olas

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del mundo no sirven de nada al lado deun buen quarterback. No hay nada quepueda sustituir el aprendizaje de lasmalditas jugadas.

—La verdad es que me parece queRoss les ha hecho un lavado de cerebroa estos chicos —explicó la vozmasculina sin identificar—. No sé quédemonios se propone, pero no me gusta.Y tampoco les gusta a los otrosprofesores con los que he hablado. Pero,¿qué se habrá creído?

—Y yo qué sé —respondióSchiller.

La puerta de la sala de profesoresempezó a abrirse y Ben retrocedió atoda prisa y se metió en el pequeñocuarto de baño que había al lado de la

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sala. El corazón le latía con fuerza y lacabeza le dolía más que nunca. Se tomólas tres pastillas y no quiso mirarse alespejo. ¿Acaso tenía miedo de lo quevería reflejado? ¿Un profesor de historiade instituto que, sin querer, habíaasumido el papel de dictador?

David Collins seguía sinentenderlo. Para él no tenía sentido quehubiera gente que no quisiera formarparte de La Ola. Así no se habríanarmado todos estos jaleos. Todoshabrían podido actuar como iguales,como compañeros de equipo. Ahora sereían y decían que La Ola no les habíaservido de nada en el partido delsábado. Pero, ¿qué esperaba la gente?

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La Ola no era un bálsamo milagroso. Elequipo se había enterado de que existíaLa Ola cinco días antes del partido. Loque había cambiado era la actitud y elespíritu del equipo.

David estaba fuera, en el céspeddel jardín del instituto, con RobertBillings y un grupo de chicos de la clasedel señor Ross, leyendo El cotilleo. Elartículo de Laurie le había puesto de malhumor. Él no sabía nada de que alguienhubiera amenazado o pegado a nadie y,en su opinión, ella y los del periódico selo habían inventado todo. Una carta sinfirmar y una historia sobre un chico dequince años del que no había oídohablar en su vida. No le gustaba queLaurie no hubiera querido formar parte

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de La Ola Pero, ¿por qué ella y losdemás no dejaban en paz a La Ola? ¿Porqué tenían que atacarla?

Robert, que estaba con él, parecíacada vez más indignado con el artículode Laurie.

—Todo esto son mentiras —refunfuñó—. No se le puede permitirque diga estas cosas.

—No le des tanta importancia —observó David—. ¿A quién le importalo que escriba Laurie o lo que tenga quedecir?

—Pero, ¿qué dices? —exclamóRobert—. Cualquiera que lea esto va ahacerse una idea completamenteequivocada sobre La Ola.

—Yo ya le dije que no lo publicara

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—comentó Amy.—Bueno, calma —dijo David—.

No hay ninguna ley que diga que la gentetiene que creer en lo que estamostratando de hacer. Pero si conseguimosque La Ola siga funcionando, ya loverán. Verán todas las cosas buenas quese pueden conseguir.

—Sí, pero si no nos andamos concuidado, esta gente lo echará todo aperder —intervino Eric—. ¿Habéis oídolo que andan diciendo por ahí hoy? Mehan dicho que hay padres, profesores ytoda clase de personas quejándose en eldespacho de Owens. ¿Qué os parece? Aeste paso, nadie tendrá ocasión de ver loque se puede conseguir con La Ola.

—Laurie Saunders es una amenaza

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—afirmó Robert con contundencia—.Hay que detenerla.

A David no le gustó el tonosiniestro de la voz de Robert.

—Un momento...Pero Brian no le dejó continuar.—No te preocupes, Robert. David

y yo podemos encargarnos de Laurie.¿Verdad, Dave?

Antes de que pudiera decir nada,David sintió que Brian le ponía la manoen el hombro y le apartaba del resto delgrupo. Robert asintió.

—Escucha, hombre —susurróBrian—. Si alguien puede parar aLaurie, eres tú.

—Sí, pero no me gusta la actitud deRobert —musitó David—. Es como si

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tuviéramos que borrar del mapa a todoel que se nos oponga. Y esto es justo locontrario de lo que tendríamos quehacer.

—Escucha, Dave. Lo que pasa esque Robert a veces se entusiasmademasiado. Pero debes admitir que tienealgo de razón. Si Laurie sigueescribiendo cosas así, La Ola no va atener ninguna posibilidad de continuar.Lo único que tienes que hacer es decirleque se lo tome con más calma, Dave. Teescuchará.

—No lo sé, Brian.—Mira, la esperaremos esta noche

a la salida del insti. Y luego hablas conella, ¿eh?

—Vale... —asintió David a

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regañadientes.

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Aquella tarde, Christy Ross estabadeseando llegar a casa después de laclase de canto. Ben había desaparecidodel instituto durante el día y tenía laimpresión de que sabía por qué. Alllegar a casa, encontró a su maridoenfrascado en la lectura de un librosobre las juventudes nazis.

—¿Qué ha sido hoy de ti?—Me marché pronto. No me

encontraba bien —contestó Benmalhumorado, sin levantar la cabeza dellibro—. Pero necesito estar solo, Chris.Tengo que prepararme para mañana.

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—Pero es que necesito hablarcontigo, cariño —imploró Christy.

—¿Y no puede esperar? —protestóBen enfadado—. Tengo que terminaresto antes de la clase de mañana.

—No —insistió Christy—.Precisamente de esto quiero hablarte.De La Ola esta dichosa. ¿Tienes idea delo que está pasando en el instituto, Ben?Y no hablemos de que la mitad de miclase se fuga todos los días para ir a latuya. ¿Te das cuenta de que esta Ola tuyaha trastornado todo el instituto? Hoy mehan parado por lo menos tres profesorespara preguntarme qué te propones. Ytambién se están quejando al director.

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero esporque no entienden lo que estoy

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intentando conseguir —contestó Ben.—¿Hablas en serio, Ben? ¿Sabías

que los orientadores educativos delinstituto han empezado a entrevistar alos alumnos de tu clase? ¿Estás segurode saber lo que estás haciendo? Porquela verdad es que no hay nadie más en elinstituto que lo crea.

—¿Te crees que no lo sé? Ya sé loque dicen de mí. Que me he vuelto locopor el poder... y que estoy endiosado.

—¿Y no se te ha ocurrido pensarque quizá tengan razón? —preguntóChristy—. A ver, recuerda lo que teproponías al principio. ¿Es lo mismoque te propones ahora?

Ben se pasó la mano por el pelo.Ya tenía bastantes problemas con La

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Ola.—Christy, creía que estabas de mi

parte —dijo, aunque sabía que su mujertenía razón.

—Estoy de tu parte, Ben. Peroestos últimos días estás irreconocible.Estás tan implicado interpretando estenuevo papel en el instituto que estásempezando a interpretarlo también encasa. No es la primera vez que teobsesionas así con algo, Ben. Peroahora deberías dejarlo, cariño.

—Ya lo sé. Seguro que te pareceque he llegado demasiado lejos. Peroahora no puedo dejarlo —explicó,moviendo la cabeza—. Todavía no.

—Entonces, ¿cuándo? —preguntóChristy enfadada—. ¿Cuando tú o alguno

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de tus chicos hayáis hecho algo de loque tengáis que lamentaros?

—¿Crees que no soy consciente deeso? ¿Crees que no me preocupa? Peroyo creé este experimento y ellos mesiguieron. Si ahora lo doy porterminado, los dejaré colgados. Estaránconfundidos y no habrán aprendidonada.

—Bueno, pues déjales confundidos—dijo Christy.

Ben se puso en pie de un salto,furioso y frustrado.

—¡No! ¡No voy a hacerlo! ¡Nopuedo hacerlo! —gritó—. Soy suprofesor. Soy el responsable de haberlesmetido en esto. Reconozco que quizáhaya permitido que dure demasiado.

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Pero han llegado muy lejos para dejarloahora sin más. Tengo que seguir hastaque lo entiendan. ¡Quizá sea la lecciónmás importante de su vida!

Christy no se dejó impresionar.—Pues esperemos que el director

opine lo mismo, Ben. Porque hoy mepilló cuando iba a salir y me dijo quellevaba todo el día buscándote. Quiereque vayas a verle mañana a primerahora.

La redacción de El cotilleo sequedó en el instituto hasta tarde aqueldía para celebrar la victoria. El númerodedicado a La Ola había tenido tantoéxito que era prácticamente imposibleencontrar un solo ejemplar. Y no sólo

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eso. Los profesores, bedeles e inclusoalgunos alumnos les habían dado lasgracias por haber revelado «el otrolado» de La Ola. Ya habían oído decirque algunos habían decidido alejarse delmovimiento.

Todos en la redacción comprendíanque un solo número no era suficientepara detener un movimiento que habíacobrado tanta fuerza en sólo una semana.Pero, por lo menos, le habían dado unbuen batacazo. Carl decía que ponía enduda que hubiera más amenazas contralos que no formaban parte de La Ola... omás peleas.

Laurie, como siempre, fue la últimaen salir de la sala de publicaciones. Losmiembros de El cotilleo tenían esta

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característica: eran un grupo estupendopara organizar una fiesta, pero cuandollegaba la hora de recoger, desaparecíantodos. Ya antes, ese mismo año, Lauriese había sorprendido al ver lo quesignificaba realmente ser la directoradel periódico: tener que hacer todas lastareas estúpidas que no querían hacerlos demás. Y aquella noche esto queríadecir quedarse allí a limpiar cuando losdemás ya se habían ido a su casa.

Cuando terminó, se percató de queya había oscurecido y de que estabaprácticamente sola en el instituto. Alcerrar la puerta y apagar las luces de lasala de El cotilleo, la inquietud quehabía sentido durante toda la semanavolvió a emerger. Sin duda, La Ola aún

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se resentía de las heridas que le habíainfligido El cotilleo, pero todavía teníamucha fuerza en el Instituto Gordon yLaurie era consciente de que ella, comodirectora del periódico... No, se dijo así misma, no saques las cosas de quicio.La Ola no era nada serio; era un simpleexperimento escolar que se habíadesmadrado un poco. No tenía por quétener miedo.

Los pasillos estaban oscuroscuando Laurie se dirigió a su taquillapara dejar un libro que no iba a leeraquella noche. El silencio del institutovacío era escalofriante. Empezó a oírruidos en los que nunca se había fijado:el zumbido de la corriente eléctrica querecorría los cables de las alarmas y los

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detectores de humo; un borboteo quesalía del laboratorio, donde debían dehaber dejado algún experimentopreparándose para el día siguiente;incluso el ruido de sus pasos, fuerte yhueco, que resonaban al andar por elsuelo duro del pasillo.

Al llegar casi a su destino, Lauriese quedó helada. En la puerta de sutaquilla, con letras rojas, estaba escritala palabra «enemiga». En aquelmomento, el ruido más fuerte que se oíaen el pasillo era el del latido rápido einsistente de su propio corazón. Intentócalmarse y pensar que sólo estabantratando de asustarla. Hizo un esfuerzopor sobreponerse y se concentró en lacombinación para abrir el armario. Pero

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no pudo terminar. ¿Había oído algo?¿Pasos?

Se apartó de la taquilla despacio,perdiendo gradualmente la batalla contrasu creciente miedo. Se dio la vuelta yechó a andar por el pasillo en busca dela salida. El sonido de las pisadasparecía hacerse más fuerte y Laurieapretó el paso. Se oían cada vez máscerca y, de repente, las luces del fondodel pasillo se apagaron. Laurie,aterrada, se dio la vuelta e intentó veralgo en la oscuridad. ¿Había alguienallí? ¿Había alguien al fondo delpasillo?

Luego, empezó a correr por elpasillo hacia las puertas de salida queestaban al final. El pasillo se le hizo

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eterno y cuando por fin llegó a laspuertas metálicas y dio un golpe con lascaderas contra una para abrirla, ¡vio queestaba cerrada!

Horrorizada, Laurie se lanzó sobrela otra puerta. Se abrió, milagrosamente,y salió propulsada hacia fuera, dondesintió el aire fresco de la noche mientrascorría y corría sin parar.

Después de correr durante lo que lepareció mucho rato, Laurie se quedó sinaliento y redujo la velocidad; abrazabalos libros contra el pecho y respirabacon dificultad. Ahora se sentía mássegura.

David estaba sentado en el asientodel pasajero de la furgoneta de Brian.

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Habían aparcado cerca de las pistas detenis que estaban abiertas toda la noche;David sabía que cuando Laurie volvíatarde a casa siempre iba por este caminoporque, al estar muy iluminado por laspotentes luces de las pistas, se sentíamás segura. Llevaban casi una horaesperando en la furgoneta. Brian estabaen el asiento del conductor, vigilandopor el retrovisor exterior si aparecíaLaurie, y silbando una canción demanera tan desafinada que era imposibleadivinar cuál era. David miraba a losjugadores de tenis y escuchaba el sonidomonótono de las pelotas que iban de unlado a otro.

—Brian, ¿puedo hacerte unapregunta? —dijo David al cabo de un

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rato.—Dime.—¿Qué estás silbando?Brian parecía sorprendido.—Take me out to the ball game.Se puso a silbar unos cuantos

compases más. La canción que proveníade sus labios era casi irreconocible.

—¿La reconoces ahora?—Sí, Brian, sí —contestó David,

volviendo a mirar a los jugadores.Un momento después, Brian se

incorporó en el asiento.—Ahí viene.David miró en dirección hacia una

manzana de casas que había detrás deellos. Laurie avanzaba rápido por laacera. Se dispuso a abrir la portezuela

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de la furgoneta.—Deja que me encargue yo solo.—Bueno, pero que lo entienda,

¿eh? —dijo Brian—. Que no hemosvenido a pasar el rato.

—Vale, Brian —contestó David,mientras bajaba de la furgoneta.

Brian estaba empezando a hablarcomo Robert.

David empezó a correr paraalcanzarla. No sabía muy bien cómodebía enfocar la situación. Lo único quesabía era que sería mejor que no lohiciese Brian. Al llegar junto a ella,Laurie no quiso pararse y David tuvoque acelerar el paso para no quedarseatrás.

—Laurie, ¿no puedes esperar un

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momento? Tengo que hablar contigo. Esmuy importante.

Laurie empezó a andar un poco másdespacio y miró hacia atrás.

—No te preocupes; no hay nadiemás —le aseguró David.

Laurie se paró. David vio querespiraba con dificultad y que apretabalos libros contra el pecho.

—Vaya, David. No estoyacostumbrada a verte solo. ¿Dónde estántus tropas?

David sabía que tenía que intentarrazonar con ella, tratando de ignorar suscomentarios hostiles.

—Venga, Laurie. ¿Quieres hacer elfavor de escucharme un momento?

Pero Laurie no parecía dispuesta a

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ceder.—David, ya nos dijimos todo lo

que teníamos que decimos el otro día Notengo ganas de repetirlo otra vez, así quedéjame en paz.

Aunque no quería, David empezó aenfadarse mucho. Laurie no le quería niescuchar.

—Laurie, tienes que dejar deescribir esas cosas sobre La Ola. Estáscausando muchos problemas.

—La que causa problemas es LaOla, David.

—No es verdad —insistió David—. Escucha, Laurie. Te queremos denuestra parte, no en contra.

Laurie movió la cabeza.—Pues no contéis conmigo. Ya te

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he dicho que lo dejo. Esto ya no es unjuego. Hay gente a quien se le ha hechodaño.

Laurie echó a andar, pero David lasiguió.

—Fue sólo un accidente. Algunostíos utilizaron La Ola como excusa parapegar a ese chico. ¿No lo comprendes?La Ola sigue siendo buena para todos.¿Por qué no lo quieres ver, Laurie?Podría ser un sistema completamentenuevo. Podríamos hacer que funcionase.

—Conmigo no, desde luego.David sabía que si no la detenía, se

iría. No era justo que una sola personalo echase todo a perder. Tenía queconvencerla. ¡Tenía que hacerlo! Casisin darse cuenta, la agarró del brazo.

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—¡Suéltame! —gritó Laurie,intentando escapar.

Pero David la tenía bien agarrada.—Laurie, tienes que dejar de

hacerlo.No era justo.—¡David, suéltame!—Laurie, ¡deja de escribir estos

artículos! ¡No vuelvas a hablar de LaOla! ¡Lo estás echando todo a perder!

Laurie no quería darse por vencida.—¡Seguiré escribiendo y diciendo

todo lo que quiera, y tú no podrásimpedírmelo!

David, furioso, la agarró por elotro brazo. ¿Por qué tenía que ser tantestaruda? ¿Por qué no comprendía lobuena que podía ser La Ola?

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—¡Podemos impedir que lo hagas ylo haremos! —gritó.

Pero Laurie sólo intentaba soltarseaún con más fuerza.

—¡Te odio! ¡Odio La Ola! ¡Osodio a todos!

Para David, estas palabras fueroncomo una bofetada.

—¡Cállate! —exclamódescontrolado y lanzándola al suelo.

Los libros quedaron esparcidos porla hierba.

David retrocedió, horrorizado alver lo que había hecho. Laurie seguía enel suelo inmóvil, y él, muerto de miedo,se arrodilló y la rodeó con sus brazos.

—Laurie, ¿estás bien?Ella asintió, pero no podía hablar

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porque estaba sollozando.David la abrazó con fuerza.—Ostras, lo siento —susurró.David notó que Laurie estaba

temblando y no comprendía cómo podíahaber hecho una cosa así. ¿Qué podíahaberle impulsado a hacer daño a unachica, a la única chica que seguíaqueriendo? Laurie se reincorporó y sequedó sentada en la hierba, llorando ysin aliento. David no podía creérselo.Se sentía como si acabara de salir de untrance. ¿Qué le había poseído estosúltimos días que le había llevado acomportarse como un estúpido?¡Acababa de afirmar que La Ola nopodía hacer daño a nadie y, a la vez, ennombre de La Ola, acababa de agredir a

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Laurie, a su propia novia!Era una locura, pero David

comprendía que se había equivocado.Cualquier cosa que le llevara a cometerlo que acababa de hacer tenía que seruna aberración, sin más. Era imposibleque no lo fuera.

Mientras los dos estaban allí, lafurgoneta de Brian se puso en marcha,pasó despacio por delante de ellos ydesapareció en la oscuridad.

Aquella noche, ya tarde, ChristyRoss entró en el estudio donde estabatrabajando su marido.

—Ben, siento interrumpirte, perohe estado pensando y tengo que decirtealgo importante —intervino con firmeza.

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Él se recostó en la silla y miró a sumujer con cierta inquietud.

—Ben, mañana tienes que terminarcon esto de La Ola. Ya sé lo quesignifica para ti y lo importante quecrees que es para tus alumnos. Pero tedigo que tienes que ponerle fin.

—¿Cómo puedes decir esto?—Porque estoy convencida de que

si tú no lo haces lo va a hacer eldirector. Y te aseguro que como lo hagaél, el experimento va a ser un fracaso.Me he pasado la tarde entera pensandoen lo que has estado tratando deconseguir, Ben, y creo que empiezo aentenderlo. ¿Pero no se te ocurriópensar, cuando empezaste elexperimento, lo que podía suceder si

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salía mal? ¿No se te pasó por la cabezaque estabas jugándote tu reputacióncomo profesor? Si esto sale mal, ¿creesque los padres van a permitir que sushijos vuelvan a tu clase?

—¿No crees que exageras?—No. ¿Tampoco se te ocurrió

pensar que no era sólo a ti a quienponías en peligro, sino también a mí?Hay personas que piensan que, porquesoy tu mujer, yo también tengo algo quever con esta estupidez de La Ola. ¿Teparece justo, Ben? Me da mucha penapensar que, después de dos años en elInstituto Gordon, estás a punto dearruinar tu carrera. Tienes que terminarcon esto mañana, Ben. Tienes que ir aldespacho de Owens y decirle que se ha

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acabado.—Christy, ¿cómo puedes decirme

lo que tengo que hacer? ¿Cómo voy apoder acabar con el movimiento en undía y ser justo con mis alumnos?

—Tienes que pensar en algo, Ben—insistió Christy—. Pero se tiene queacabar.

Ben se pasó la mano por la frente yse puso a pensar en la reunión que iba atener con el director a la mañanasiguiente. Owens era un buen hombre,abierto a nuevas ideas y experimentos,pero le estaban presionando muchísimo.Por un lado, padres y profesores estabantodos totalmente en contra de La Ola, yestaban presionando cada vez más aOwens para que interviniera y pusiera

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fin al experimento. Y por otro ladoestaba Ben Ross, que le rogaba que nointerviniese y trataba de explicarle queacabar de repente con La Ola podía serun desastre para los alumnos. Se habíanesforzado mucho. Acabar con La Ola,sin más, sería como empezar a leer laprimera mitad de una novela y noacabarla. Pero Christy tenía razón. Bensabía que La Ola tenía que terminar. Ylo importante no era cuándo, sino cómohacerlo. Los alumnos tenían que acabarcon el movimiento por su cuenta ydebían entender por qué le ponían fin. Sino se hacía así, la lección, el dolor ytodo lo que habían pasado no serviríapara nada.

—Christy, ya sé que hay que

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ponerle fin, pero no sé cómo.Su mujer suspiró.—¿Me estás diciendo que mañana

vas a ir al despacho de Owens a decirleesto? ¿Que sabes que debe terminar,pero que no sabes cómo? Ben, se suponeque el líder de La Ola eres tú. Se suponeque es a ti a quien siguen ciegamente.

Ben no apreció el sarcasmo queencerraban las palabras de su mujer,pero sabía que tenía razón. Los alumnosde La Ola le habían convertido en máslíder de lo que había querido ser. Perotambién era verdad que él no se habíaopuesto. En realidad, tenía que confesarque antes de que el experimentoempezara a ir mal, había disfrutado conaquellos fugaces momentos de poder.

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Una clase abarrotada de alumnos queobedecían sus órdenes, el símbolo de LaOla que él había creado por todo elinstituto, incluso un guardaespaldas.Había leído que el poder podía seduciry ahora lo sabía por experiencia. Ben sepasó la mano por el pelo. Los miembrosde La Ola no eran los únicos que habíanaprendido la lección del poder. Suprofesor también la había aprendido.

—Ben...—Sí, ya lo sé. Estoy pensando.De hecho, más que pensar, estaba

preguntándose qué podía hacer. ¿Y si sepudiera hacer algo al día siguiente? ¿Ysi se pudiera tomar alguna medidarepentina y definitiva? ¿Le seguirían?De pronto, Ben comprendió lo que tenía

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que hacer.—Ya está, Christy. Se me ha

ocurrido una idea.Su mujer le miró con cierta

desconfianza.—¿Y estás seguro de que va a dar

resultado?—No, pero espero que sí.Christy movió la cabeza y miró el

reloj. Era tarde y estaba cansada. Dio unbeso a su marido en la frente. Estabasudado.

—¿Vienes a la cama?—Sí, enseguida voy.Después de que Christy se fuera a

su cuarto, Ben volvió a repasarmentalmente el plan que se le habíaocurrido. Parecía sólido; se levantó,

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dispuesto a irse a dormir. Estabaapagando las luces, cuando oyó eltimbre de la puerta. Se frotó los ojos yse dirigió penosamente hacia la puerta.

—¿Quién es?—Somos David Collins y Laurie

Saunders, señor Ross.Ben, sorprendido, abrió la puerta.—¿Qué hacéis aquí? —preguntó—.

Es muy tarde.—Señor Ross, tenemos que hablar

con usted —dijo David—. Es muyimportante.

—Bueno, pues pasad y sentaos.Cuando David y Laurie entraron en

el comedor, Ben vio que los dos estabanmuy nerviosos. ¿Había pasado algotodavía peor por culpa de La Ola? Ojalá

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no fuera así. Los chicos se sentaron en elsofá. David se inclinó hacia adelante.

—Señor Ross, tiene que ayudamos—imploró con voz temblorosa.

—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?—Es La Ola —explicó David.—Señor Ross, sabemos lo

importante que es para usted, pero hallegado demasiado lejos —intervinoLaurie.

Antes de que Ross tuviera tiempode contestar, David prosiguió.

—La Ola se ha hecho la dueña detodo, señor Ross. No se puede decirnada que vaya en contra del movimiento.La gente tiene miedo de hacerlo.

—Los chicos del instituto estánasustados —añadió Laurie—. Tienen

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mucho miedo. No sólo de decir algo encontra de La Ola, sino también de lo quepodría ocurrirles si no siguen lacorriente.

Ben asintió. Hasta cierto punto, loque le estaban contando aliviaba enparte su preocupación por La Ola. Sihacía lo que le había dicho Christy ypensaba de nuevo en los fines delexperimento, los temores de los quehablaban Laurie y David confirmabanque La Ola era un éxito. Después detodo, la había concebido para mostrar alos chicos cómo pudo haber sido la vidaen la Alemania nazi. Parecía que, encuanto al miedo y a la sumisión forzosa,había tenido un éxito impresionante;incluso demasiado.

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—Ya no puedes ni tener unaconversación sin preguntarte si alguiente estará escuchando —comentó Laurie.

Ben asintió de nuevo. Se acordabade aquellos alumnos de su clase dehistoria que habían criticado a los judíospor no haberse tomado en serio laamenaza nazi, y no haber huido de suscasas y sus juderías cuando se enteraronde los primeros rumores sobre lascámaras de gas y los campos deconcentración. Claro que, ¿cómo iba acreerse una persona racional una cosasemejante? ¿Y quién se hubieraimaginado que un puñado de alumnos tanmajos como los del Instituto Gordoniban a convertirse en un grupo fascistallamado La Ola? ¿Sería una debilidad

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propia del hombre lo que le hacíaignorar el lado más oscuro de sussemejantes?

David lo sacó de sus pensamientos.—Esta noche casi le hago daño a

Laurie por culpa de La Ola. No sé loque me ha pasado. Pero sí sé que es lomismo que les pasa a casi todos los queforman parte de La Ola.

—Tiene que ponerle fin —insistióLaurie.

—Ya lo sé —contestó Ben—. Loharé.

—¿Qué va a hacer, señor Ross? —preguntó David.

Ben sabía que no podía revelar suplan a David y a Laurie. Era esencialque los miembros de La Ola decidieran

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por sí mismos; y para que elexperimento fuera un verdadero éxito,Ben tenía que ofrecerles pruebas. Sipermitía que David y Laurie fueran aldía siguiente al instituto y explicaran alos demás que el señor Ross se proponíaacabar con La Ola, se produciría unaruptura en falso. Los alumnos podíanponerle fin sin comprender realmentepor qué tenía que desaparecer. O, lo quesería aún peor, quizá se enfrentaran a élpara tratar de mantenerla viva, a pesarde que su destino estuviera yasentenciado.

—David, Laurie, vosotros habéisdescubierto solos lo que los otrosmiembros de La Ola todavía no hanaprendido. Os prometo que mañana

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trataré de ayudarles para que ellostambién descubran lo que hay queaprender. Pero tengo que hacerlo a mimanera y os pido que confiéis en mí.¿Puedo contar con vosotros?

David y Laurie asintieron sinmucha convicción, mientras Ben selevantaba y les acompañaba a la puerta.

—Vamos. Es demasiado tarde paraque estéis deambulando por la calle.

Cuando ya iban a salir, se leocurrió otra idea.

—¿Conocéis a algún chico que nohaya formado nunca parte de La Ola?¿Dos alumnos a los que no conozcan losmiembros de La Ola y a quienes noecharían de menos?

David se puso a pensar. Por

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asombroso que pareciera, no conocía acasi nadie que no hubiera entrado en LaOla. Pero Laurie sí tenía a dos personasen mente.

—Alex Cooper y Carl Block —respondió—. Son de la redacción de Elcotilleo.

—Muy bien —señaló Ben—.Ahora quiero que vayáis mañana a clasecomo si no pasara nada. Haced como sino hubiéramos hablado y no digáis anadie que habéis estado aquí esta nocheni que hemos hablado. ¿Puedo contarcon vosotros?

David dijo que sí, pero Laurie noparecía muy convencida.

—No sé, señor Ross.Pero Ben se mostró tajante.

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—Laurie, es muy importante quenos comportemos de esta manera. Tienesque confiar en mí. ¿De acuerdo?

Laurie asintió a regañadientes. Bense despidió de ellos y ambos seadentraron en la oscuridad.

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16

A la mañana siguiente, en eldespacho del director, Ben tuvo quesacar el pañuelo del bolsillo y secarseel sudor de la frente. Al otro lado de lamesa, Owens acababa de dar unpuñetazo sobre la mesa.

—¡Maldita sea, Ben! No meimporta nada tu experimento. Tengoprofesores que se quejan, tengo padresque me llaman cada cinco minutosporque quieren saber qué demonios estápasando aquí y qué narices estamoshaciendo con sus hijos. ¿Crees quepuedo decirles que es un experimento?

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Por el amor de Dios, hombre. ¿Sabes elchico al que zurraron la semana pasada?Su rabino estuvo aquí ayer. Ese hombrese pasó dos años en Auschwitz. ¿Creesque le importa tu experimento?

Ben se incorporó en la silla.—Owens, comprendo las presiones

a las que estás sometido. Sé que La Olaha llegado demasiado lejos...

Ben se detuvo y respiróprofundamente.

—Ahora soy consciente de que hecometido un error. Una clase de historiano es un laboratorio de ciencia. Nopueden hacerse experimentos con sereshumanos y menos aún con alumnos deinstituto que no entienden que formanparte del experimento. Pero por un

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momento olvidémonos de que ha sido unerror y de que ha llegado demasiadolejos. Vamos a pensar en lo que tenemosahora. Ahora mismo hay doscientosalumnos que creen que La Ola es genial.Todavía estoy a tiempo de darles unalección. Sólo necesito que me dejes elresto del día y podré darles una lecciónque nunca olvidarán.

Owens le miró con escepticismo.—¿Y qué quieres que les diga a los

padres y a los profesores mientras tanto?Ben tuvo que volver a secarse el

sudor de la frente con el pañuelo. Sabíaque se lo estaba jugando todo, ¿pero quéotra cosa podía hacer? Él les habíametido en este lío y él tenía quesolucionar el problema.

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—Diles que he prometido que todohabrá terminado esta noche.

Owens levantó una ceja.—¿Y cómo piensas hacerlo?Ben no necesitó mucho tiempo para

exponer su plan. Al otro lado de lamesa, Owens vació su pipa y se quedópensativo. Siguió un largo y embarazososilencio.

—Ben, te seré muy sincero. Esteasunto de La Ola ha perjudicado muchoal Instituto Gordon y estoy muydisgustado. Te concederé el día de hoy.Pero te lo advierto: si no funciona,tendré que pedirte que presentes tudimisión.

—Sí, lo comprendo —asintió Ben.Owens se levantó y le dio la mano.

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—Espero que todo salga bien —dijo con aire solemne—. Eres un buenprofesor y sentiríamos mucho perderte.

Al salir al pasillo, Ben no tuvotiempo de pensar en las palabras deOwens. Tenía que encontrar a AlexCooper y a Carl Block, y tenía queactuar deprisa.

En la clase de historia, esperóprimero a que los chicos estuvieranatentos.

—Tengo que realizar un anuncioespecial sobre La Ola. Esta tarde, a lascinco, habrá una reunión en el auditorio,sólo para miembros de La Ola.

David sonrió y le guiñó el ojo aLaurie.

—El motivo del encuentro es el

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siguiente —continuó el señor Ross—.La Ola no es sólo un experimentoescolar. Es mucho, mucho más que eso.Sin que vosotros lo supierais, desde lasemana pasada, profesores de todo elpaís como yo hemos reclutado yentrenado a una brigada juvenil paramostrar al resto de la nación cómopuede conseguirse una sociedad mejor.Como ya sabéis, este país acaba de viviruna década en la que una constanteinflación de dos cifras ha debilitadoseriamente la economía. El desempleoha aumentado sin parar y tenemos elpeor índice de criminalidad de lahistoria. La moral de los Estados Unidosnunca había estado tan baja. A menosque se revierta esta tendencia, cada vez

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habrá más personas, entre ellas losfundadores de La Ola, que creerán quenuestro país está condenado.

David ya no sonreía. Esto no era loque esperaba oír. El señor Ross noparecía dispuesto a acabar con La Ola.Al contrario. ¡Parecía estarpontenciándola más que nunca!

—Tenemos que demostrar quemediante disciplina, comunidad y acciónpodemos transformar totalmente estepaís. Fijaos en lo que hemos conseguidoen este instituto en sólo unos pocos días.Si podemos cambiar las cosas aquí,podemos cambiarlas en todas partes.

Laurie lanzó una mirada de terror aDavid. El señor Ross continuó.

—En fábricas, hospitales,

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universidades, en todas lasinstituciones...

David no pudo aguantar más y selevantó de su silla.

—¡Señor Ross! ¡Señor Ross!—¡Siéntate, David! —ordenó el

profesor.—Pero, señor Ross, nos dijo...Ben no le dejó continuar.—He dicho que te sientes, David.

No me interrumpas.David volvió a sentarse, incapaz de

creer lo que estaba oyendo, y el señorRoss continuó.

—Bien, escuchad con atención.¡Esta tarde, en el encuentro, el fundadory líder nacional de La Ola hablará por latelevisión para anunciar la formación de

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un Movimiento Nacional de Juventudesde La Ola!

Se oyó una ovación generalizada delos alumnos. Aquello era demasiadopara David y Laurie. Se levantaron, estavez para enfrentarse a la clase.

—Esperad, esperad —imploróDavid—. No le escuchéis. No leescuchéis. Miente.

—¿Acaso no veis lo que estáhaciendo? —preguntó Lauriepreocupada—. ¿Acaso ya no podéispensar por vosotros mismos?

Poco a poco el silencio inundó laclase y todos se quedaron mirándolos.

Ben sabía que tenía que actuardeprisa, antes de que Laurie y Davidhablaran más de lo debido. Sabía que

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había cometido un error. Les habíapedido que confiaran en él y no habíaconsiderado la posibilidad de que ledesobedecieran. Pero enseguida vio queiban a hacerlo. Chasqueó los dedos.

—Robert, quiero que te hagascargo de la clase hasta que yo regrese deacompañar a David y a Laurie aldespacho del director.

—¡Señor Ross, sí!El señor Ross abrió enseguida la

puerta para que salieran David y Laurie.Los dos se encaminaron despacio

hacia el despacho de Owens, seguidospor el señor Ross. Todavía podían oírlas voces fuertes y decididas quecoreaban en la clase: «¡Fuerza mediantedisciplina! ¡Fuerza mediante comunidad!

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¡Fuerza mediante acción!».—Señor Ross, anoche nos engañó

—dijo David con amargura.—No, no lo hice, David. Pero os

dije que tendríais que confiar en mí —contestó el señor Ross.

—¿Y por qué deberíamos hacerlo?—preguntó Laurie—. Usted empezó lode La Ola.

Era una buena observación; Ben noencontró razón alguna por la quedebieran confiar en él. Lo único quesabía era que tenían que hacerlo. Teníala esperanza de que por la tarde locomprendieran.

David y Laurie se pasaron casitoda la tarde esperando fuera del

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despacho de Owens, para poder verle.Estaban tristes, deprimidos yconvencidos de que el señor Ross leshabía engañado para que no leestorbaran en lo que parecía iban a serlas últimas horas antes de que elmovimiento de La Ola del InstitutoGordon entrara a formar parte delmovimiento nacional de La Ola, que sehabía desarrollado simultáneamente enotros institutos de todo el país.

Ni siquiera el señor Owens parecíaestar de su parte cuando accedió por fina verles. Sobre la mesa, tenía una notadel señor Ross y, aunque ninguno de losdos podía leer lo que decía, estabanseguros de que les acusaba de haberinterrumpido la clase. Pidieron al

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director que pusiera fin a La Ola eimpidiera el encuentro de las cinco,pero Owens se limitó a decir que todosaldría bien.

Por último, les dijo que volvieran aclase. David y Laurie no se lo podíancreer. Estaban tratando de evitar lo másgrave que había ocurrido jamás en elinstituto y el director parecía no darsecuenta.

Después de salir del despacho, enel pasillo, David lanzó los libros en sutaquilla y la cerró de un portazo.

—Ni hablar —le dijo indignado aLaurie—. Yo no me quedo más aquí. Memarcho.

—Espera a que guarde mis libros—le pidió Laurie—. Me voy contigo.

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Pocos minutos después, cuandoiban ya por la acera, Laurie se percatóde que David estaba cada vez másdeprimido.

—No me puedo creer que hayasido tan tonto, Laurie —repetía Davidsin parar—. No me puedo creer que memetiera en esto.

Laurie le apretó la mano.—No has sido tonto, David. Has

sido idealista. En La Ola había algunascosas buenas. Si todo hubiera sido malonadie habría querido entrar en ella. Loque pasa es que no ven lo que tiene demalo. Creen que con La Ola todo elmundo es igual, pero no comprenden queesto no te permite ser independiente.

—Laurie, ¿es posible que estemos

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equivocados respecto a La Ola? —preguntó David.

—No, David. Tenemos razón.—¿Y por qué no lo ven los demás?—No lo sé. Es como si todos

estuvieran en trance. Ya no quieren niescuchar.

David asintió, desesperado.Todavía era pronto y decidieron ir

a dar un paseo por un parque cercano.Ninguno de los dos quería regresar acasa. David no sabía qué pensar de LaOla y del señor Ross. Laurie seguíacreyendo que era una moda y que loschicos no tardarían en cansarse, fueraquien fuera el organizador o el lugar enel que se organizara. Lo que le dabamiedo era lo que podían hacer los

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miembros de La Ola antes de hartarse deella.

—De repente, me siento muy solo—dijo David mientras paseaban entrelos árboles del parque—. Es como sitodos mis amigos se hubieran vueltolocos y yo fuera un proscrito, sóloporque me niego a ser igual que ellos.

Laurie sabía muy bien lo quesentía, porque a ella le pasaba lo mismo.Se acercó a él y David le pasó el brazopor la cintura. Se sentía más unida aDavid que nunca. ¿No era extraño quevivir algo negativo como aquellosirviera para unirles más? Laurie seacordó de la noche anterior y de lodeprisa que David se había olvidado de

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La Ola cuando vio que le había hechodaño. De repente, se abrazó a él confuerza.

—¿Qué te pasa? —preguntó Davidsorprendido.

—Nada.—Ah.David miró para otro lado.Laurie volvió a pensar en La Ola.

Trató de imaginarse el auditorio delinstituto aquella tarde, lleno demiembros de La Ola. Y ese líder que ibaa hablarles por televisión desde algúnlugar. ¿Qué les diría? ¿Que quemasenlos libros? ¿Que obligaran a todos losque no fueran de La Ola a ponersebandas en el brazo? Era un disparate queocurriera algo así... De repente, Laurie

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recordó algo.—David, ¿te acuerdas del día en

que empezó todo esto?—¿El día en que el señor Ross nos

dio la primera consigna?—No, David; el día anterior. El día

en que vimos aquella peli sobre loscampos de concentración nazis que meimpresionó tanto. ¿Te acuerdas? Nadiepodía entender que los demás alemanesignoraran lo que estaban haciendo losnazis y pretendieran que no lo sabían.

—¿Y?—David, ¿te acuerdas de lo que me

dijiste cuando estábamos comiendo? —preguntó Laurie, mirándole.

David trató de recordarlo, peromovió la cabeza.

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—Me dijiste que nunca podríavolver a suceder.

David la miró un momento y sonriócon ironía.

—¿Sabes una cosa? Ya sé que estatarde hay un encuentro con el lídernacional y ya sé que yo he formado partedel movimiento, pero no acabo decreerme que esté sucediendo. Esdemencial.

—Yo estaba pensando lo mismo —dijo Laurie, que de repente tuvo una idea—. David, volvamos al insti.

—¿Por qué?—Porque quiero verle. Quiero ver

a ese líder. Te juro que no me creeréque esto está sucediendo de verdadhasta que no lo vea con mis propios

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ojos.—Pero el señor Ross ha dicho que

sólo era para los miembros de La Ola.—¿Y qué más da?David se encogió de hombros.—No lo sé, Laurie. No sé si quiero

ir. Es que... Ya he caído en las garras deLa Ola una vez y podría caer de nuevo sivolvemos.

Laurie se echó a reír.—¡Lo dudo mucho!

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Mientras Ben Ross se dirigía haciael auditorio, no podía creer lo que veía.Delante de él, dos de sus alumnossentados junto a una mesita en laspuertas del auditorio estabancomprobando las tarjetas de socio. Losmiembros de La Ola acudían en trombay muchos llevaban pancartas e insignias.Ross no pudo evitar pensar que antes deLa Ola habría hecho falta una semanaentera para organizar a tantos alumnos.Hoy, con un par de horas había bastado.Suspiró. En cuanto a la disciplina,comunidad y acción, todo era positivo.

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Se preguntó lo que iban a tardar enaparecer otra vez los deberes sucios, siconseguía «desprogramar» a susalumnos. Sonrió. ¿Era éste el precio quehabía que pagar por la libertad?

En ese momento salió Robert delauditorio, vestido con chaqueta ycorbata, e intercambió saludos conBrian y Brad.

—El auditorio está lleno —dijoRobert—. ¿Están los guardias en suspuestos?

—Sí —contestó Brad.Robert parecía satisfecho.—Muy bien. Pues vamos a

comprobar todas las puertas.Asegurémonos de que todas esténcerradas.

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Ben se frotó las manos, nervioso.Había llegado el momento de entrar. Fuehacia la entrada del estrado y vio queChristy estaba allí esperándole.

Le dio un beso en la mejilla.—Hola. Quería desearte buena

suerte.—Gracias, voy a necesitarla —

contestó Ben.Christy le alisó la corbata.—¿Te han dicho alguna vez que

estás muy guapo vestido con traje ycorbata?

—Pues sí. Owens me lo dijo elotro día —señaló, suspirando—. Si meveo obligado a buscar otro trabajo, esposible que tenga que llevarlo mucho.

—No te preocupes. Todo irá bien.

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Ben intentó sonreír.—Me gustaría tener tanta fe en mí

mismo como la que tienes tú.Christy se echó a reír y lo empujó

hacia la puerta del estrado.—¡Vamos! ¡A por ellos, campeón!Ben se encontró de pie al lado del

estrado, delante del auditorio atestadode miembros de La Ola. Acto seguido,Robert se colocó a su lado.

—Señor Ross —dijo, haciendo elsaludo—. Todas las puertas estáncerradas y los guardias en sus puestos.

—Gracias, Robert.Había llegado el momento de

empezar. Mientras se dirigía hacia elcentro del estrado, Ben echó una ojeadaal telón que tenía detrás y luego a la

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cabina del proyector que estaba al fondode la sala, arriba. Se detuvo entre losdos grandes monitores que había pedidoal departamento de audiovisuales aquelmismo día y los chicos empezaron acorear las consignas de La Ola demanera espontánea, levantándose de lassillas y haciendo el saludo de La Ola.

—¡Fuerza mediante disciplina!—¡Fuerza mediante comunidad!—¡Fuerza mediante acción!Ben estaba de pie ante ellos,

inmóvil. Cuando terminaron de recitarlas consignas, levantó los brazos parapedir silencio. La enorme sala llena dechicos quedó en silencio al instante. Quéobediencia, pensó Ben con tristeza.Luego volvió a contemplarlos,

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consciente de que ésta probablementesería la última vez que recibiría tantaatención de sus alumnos. Luego, habló.

—Dentro de un momento, nuestrolíder nacional se dirigirá a nosotros.

Llamó a su guardaespaldas.—Robert.—Señor Ross, sí.—Enciende los televisores.Robert los encendió y las pantallas

brillaron con una luz fuerte y azulada,pero sin imagen. En el auditorio, cientosde miembros de La Ola se inclinaronimpacientes hacia adelante desde susasientos, con la mirada puesta en laspantallas de color azul, expectantes.

Afuera, David y Laurie intentaban

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abrir una puerta, pero estaban todascerradas. Buscaron otras, pero tambiénlas encontraron cerradas. Como habíamás puertas, dieron deprisa la vuelta alauditorio, para ver si podían entrar.

Las pantallas de los televisorescontinuaban sin imagen. Allí no aparecíaninguna cara ni se oía nada de losaltavoces. Los chicos empezaban aimpacientarse y a murmurar nerviosos.¿Por qué no pasaba nada? ¿Dóndeestaba su líder? ¿Qué se suponía quetenían que hacer? A medida queaumentaba la tensión en la sala, lamisma pregunta se repetía una y otra vezen la mente de todos: ¿qué se suponíaque tenían que hacer?

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Desde un lado del estrado, Bencontemplaba todas aquellas caras que lemiraban fijamente. ¿Sería verdad que lainclinación natural de la gente erabuscar un líder? ¿Alguien que tomaradecisiones por ellos? La verdad es queaquellas caras con la mirada puesta enél lo corroboraban. Ésta era la terribleresponsabilidad que tenía cualquierlíder: saber que un grupo como éste leseguiría Ben empezaba a comprenderque su «pequeño experimento» eramucho más serio de lo que se habíapodido imaginar en un principio. Eraaterrador ver con qué facilidaddepositaban su fe en las manos dealguien y con qué facilidad dejaban queese alguien decidiera por ellos. Ben

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pensó que si la gente estaba destinada aque la guiasen, había algo que los chicosdebían aprender: cuestionarlo tododetenidamente, no poner nunca su fe enmanos de otro a ciegas. De locontrario...

En el centro del auditorio, derepente, un chico frustrado se levantópara dirigirse al señor Ross.

—¡Aquí no hay ningún líder!Todos los demás se volvieron a

mirarle, mientras dos guardias de La Olasacaban rápidamente al perturbador dela sala. Aprovechando la confusión,David y Laurie se colaron por la puertaque habían abierto los guardias.

Antes de que los alumnos tuvierantiempo de pensar en lo que había

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sucedido, Ben se dirigió otra vez haciael centro del estrado.

—¡Sí, tenéis un líder! —gritó.Ésta era la señal que esperaba Carl

Block, escondido detrás de losbastidores. Descorrió el telón del fondodel estrado y apareció una gran pantallade proyección. En el mismo instante,Alex Cooper, que estaba en la sala deproyección, encendió el proyector.

—¡Ahí está! —gritó Ben,dirigiéndose al auditorio lleno dealumnos—. ¡Ahí está vuestro líder!

Se oyó una exclamación general deasombro, mientras una gigantescaimagen de Adolf Hitler aparecía en lapantalla.

—¡Eso es! —le susurró Laurie

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emocionada a David—. ¡Es la peli quenos enseñó aquel día!

—¡Ahora, escuchadme todos bien!—gritó Ben—. No hay ningúnMovimiento Nacional de Juventudes deLa Ola. No hay ningún líder. Pero si lohubiera, sería él. ¿Veis en qué os habéisconvertido? ¿Veis hacia dónde osdirigís? ¿Veis hasta dónde habríaisllegado? ¡Echad una ojeada a vuestrofuturo!

Adolf Hitler desapareció de lapantalla y aparecieron los jóvenes nazisque lucharon por él en la SegundaGuerra Mundial. Muchos eranadolescentes, algunos incluso másjóvenes que los chicos del auditorio.

—¿Os habéis pensado que sois muy

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especiales, verdad? —preguntó Ben—.Mejores que los que no están en estasala. Habéis vendido vuestra libertadpor lo que decís que es igualdad. Perohabéis convertido vuestra igualdad ensuperioridad sobre los que no son de LaOla. Habéis aceptado que la voluntaddel grupo prevalezca sobre vuestraspropias convicciones, sin importaros aquién podáis herir para conseguirlo.Algunos de vosotros pensabais que sóloseguíais la corriente y que podíaisalejaros de La Ola en cualquiermomento. Pero, ¿lo habéis hecho? ¿Loha intentado alguien? Sí, todos habríaissido unos buenos nazis. Os habríaispuesto los uniformes, habríais miradohacia otro lado y habríais permitido que

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vuestros amigos y vecinos fueranperseguidos y aniquilados. Dijisteis queeso nunca podría volver a ocurrir, peromirad lo cerca que habéis estado derepetirlo. Habéis amenazado a los queno querían unirse a vosotros, no habéispermitido que los que no eran de La Olase sentaran con vosotros en los partidosde fútbol americano. El fascismo no esalgo que hicieran estas otras personas;está aquí mismo, en todos nosotros. ¿Ospreguntáis cómo pudieron los alemanesno hacer nada mientras millones deseres inocentes morían asesinados?¿Cómo pudieron decir que ellos nohabían tenido nada que ver? ¿Qué llevaa los pueblos a negar su propia historia?

Ben se acercó al borde del estrado

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y continuó en voz más baja.—Si la historia se repite, todos

vosotros querréis negar lo que haocurrido con La Ola. Pero si nuestroexperimento tiene éxito (y entiendo queasí es), habréis aprendido que todossomos responsables de nuestras propiasacciones y que siempre hay quecuestionarse lo que se hace, en lugar deseguir a un líder ciegamente, y quejamás, jamás en la vida, permitiréis quela voluntad de un grupo usurpe vuestrosderechos individuales.

Ben hizo una pausa. Hasta esemomento, había hablado como si ellosfueran los culpables. Pero había algomás.

—Escuchadme, por favor. Os debo

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una disculpa. Sé que ha sido doloroso.Pero, en cierto sentido, ninguno devosotros es tan culpable como yo, porhaberos metido en este lío. Yo queríaque La Ola fuera una gran lección paravosotros y quizá lo haya conseguidoincluso demasiado bien. Desde luego,me convertí en más líder de lo quequería. Y espero que me creáis si osdigo que para mí también ha sidodoloroso. Todo lo que puedo añadir esque espero que ésta sea una lección quecompartamos para el resto de nuestrasvidas. Si somos inteligentes, no nosatreveremos a olvidarla.

El efecto de aquellas palabras enlos alumnos fue tremendo. Por todaspartes, empezaban a levantarse. Algunos

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lloraban, otros trataban de no mirar a losque tenían al lado. Todos parecían estaraturdidos por la lección que acababande aprender. Al salir, tiraban los postersy las pancartas. El suelo se cubrióenseguida de tarjetas de sociosamarillas; todos salían del auditoriohabiendo olvidado por completo laactitud militar.

David y Laurie echaron a andarlentamente por el pasillo, entre las carasentristecidas de los alumnos queabandonaban la sala. Amy venía haciaellos, cabizbaja. Al levantar la mirada yver a Laurie, rompió a llorar y corrió aabrazar a su amiga.

Detrás de ella, David vio a Eric y aBrian. Los dos parecían impresionados.

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Se pararon al ver a David y por unmomento los tres se quedaron callados,sin saber qué decirse.

—¡Menuda experiencia! —exclamóEric con un hilo de voz.

David trató de quitarleimportancia. Se sentía mal por susamigos.

—Bueno, ahora ya ha terminado.Vamos a intentar olvidarlo... Bueno,quiero decir que no lo olvidemos, pero ala vez lo olvidemos.

Eric y Brian asintieron.Comprendían lo que quería decir,aunque no se hubiera expresado bien.

Brian parecía muy triste.—Sí, tendría que haberme dado

cuenta —dijo— la primera vez que el

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linebacker del Clarkstown me superóavanzando quince metros el sábadopasado. Tendría que haber visto que noservía para nada.

Los tres compañeros de equipo serieron, y Eric y Brian se marcharon.David fue hacia el estrado a buscar alseñor Ross. El profesor parecía muycansado.

—Siento no haber confiado enusted, señor Ross —se disculpó David.

—Me alegro de que no lo hicieras—contestó Ross—. Has demostradotener buen juicio. Yo sí tendría quedisculparme, David. Debería habertedicho lo que pensaba hacer.

Laurie se acercó a ellos.—Señor Ross, ¿y ahora qué va a

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pasar?Ben se encogió de hombros y

movió la cabeza.—No lo sé exactamente, Laurie.

Todavía nos faltan bastantes leccionesde historia este semestre. Pero esposible que dediquemos una clase más ahablar de lo que ha pasado hoy.

—Sí, creo que es una buena idea—observó David.

—¿Sabe, señor Ross? —dijoLaurie—. En cierto modo, me alegro deque esto haya pasado. Quiero decir quesiento que haya terminado así, pero mealegro de que funcionase. Creo quetodos hemos aprendido mucho.

—Eres muy amable, Laurie. Perohe decidido que voy a saltarme esta

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lección el próximo curso.David y Laurie se miraron y

sonrieron. Se despidieron del profesor yse dirigieron hacia la salida.

Ben esperó a que ellos y losúltimos ex miembros de La Ola salierande la sala. Cuando ya se habían ido ypensó que estaba solo, suspiró.

—¡Menos mal que ya pasó!Sentía un gran alivio porque todo

había terminado bien y podía conservarsu puesto en el Instituto Gordon.Todavía tendría que aplacar a algunospadres y profesores furibundos, perosabía que, con el tiempo, lo conseguiría.

Iba a marcharse del estrado cuandooyó un sollozo y vio a Robert apoyadoen uno de los televisores, con la cara

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llena de lágrimas.Pobre Robert, pensó. Es el que ha

salido peor parado de este asunto. Seacercó al tembloroso alumno y le pasóel brazo por los hombros.

—Robert, ¿sabes que estás muybien con chaqueta y corbata? —intentóanimarle—. Deberías vestirte así más amenudo.

Robert, entre lágrimas, consiguióesbozar una sonrisa.

—Gracias, señor Ross.—¿Qué te parece si salimos a

tomar algo? —propuso Ben,llevándoselo del estrado—. Creo quetenemos que hablar de unas cuantascosas.

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A modo de epílogo dela editorial

Muchas personas al leerla presente novela sepreguntan si el experimentode La Ola sucedió realmentetal como se relata en lamisma. La novela La Ola estábasada en hechos reales quesucedieron en la clase dehistoria de un centro deenseñanza secundaria de PaloAlto, California, en 1969.Morton Rhue recreó de

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manera novelada el telefilmestadounidense La TerceraOla, rodado en 1981 y basadoen un libro escrito porWilliam Ron Jones. En sulibro el profesor Jonesexplica la historia delexperimento protagonizadopor él y sus alumnos. En elaño 2008 una producciónalemana, bajo la dirección deDennis Gansel, se encargó dellevar a las pantallas de cineesta historia, basándose en laexperiencia original.

Un extracto de la entrevista que se

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le hizo a Ron Jones, el auténtico «Sr.Ross», puede servir para aclarar algunascuestiones. La entrevista fue publicadaen la revista Scholastic Voice el 18 deseptiembre de 1981*.

¿Qué es lo que pasó en realidaden el segundo día?

El caso es que para el primer día lohabía previsto todo con exactitud; lo quepretendía era provocar una discusiónanimada y acabar así el experimento.Cuando llegué el segundo día a clase,esperaba que los alumnos estarían comosiempre repanchingados en sus sitios.Pero para mi sorpresa, estaban sentadosen esa rara postura disciplinada ante mí

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y me estaban pidiendo que continuara.Al principio quería dejarlo, pero luegopensé: «Veamos a dónde conduce esto».A partir de este día todo sucedió demanera espontánea y no planeada.

¿Se pudo controlar a sí mismotodo el tiempo o a veces se viosuperado por su papel?

Ésta es una buena pregunta. Escierto que hacia el final del experimentohubo momentos en que me sentía comoun dictador y ya no como un profesor oun esposo; seguramente ya se me habíaescapado de las manos. Una vez que unose mete en un papel es normal vivirlo.En consecuencia, me comporté como un

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dictador y no como una persona normal.

¿La figura de Robert ha existidorealmente?

Sí, pero la historia delguardaespaldas sucedió en realidad deotra manera a como se explica en ellibro. Un buen día empezó a seguirme atodas partes, y cuando entré en la Salade Profesores y un compañero mío ledijo que allí no estaba permitida laentrada a los alumnos, entonces Robertcontestó: «Yo no soy un alumno, ¡soy suguardaespaldas!». En ese momento meentró bastante miedo, al preguntarmehasta dónde habrían llegado ya los otrosalumnos.

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¿Pero cuál es el motivo principalde que se decidiese a crear La Ola?

Quería que los alumnosexperimentaran lo que sucedió por aquelentonces en Alemania. Pero no setrataba sólo de que leyesen algo sobreeso, sino de que vivieran en su propiapiel lo que significa, por ejemplo,levantarse todos a la vez de un salto ygritar algo, o estar sentados de unamanera muy disciplinada, o serdependientes de una persona que todo elrato te dice lo que tienes que hacer.

¿Qué es lo que pasó con losparticipantes al acabar el

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experimento? Eso no es algo que sepueda parar, sin más, en un solo día.

Eso es cierto. Me encontré ante ungran dilema. Podría haber acabado elexperimento de manera abrupta, lo quehabría dejado completamentedescolocado a todos, o podría haberproseguido con él. Pero cuandoobservaba a Robert, sabía que no lopodía hacer. Así que me comporté comoun entrenador de baloncesto y desarrolléalgo así como una nueva estrategia dejuego. Cuando se juega contra un equipomuy superior, se tiene que cambiar demanera drástica el estilo propio dejuego. Así que intenté cambiarlo todo enLa Ola diciendo simplemente: «Hey,

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gente, todo esto es realidad». Eso abríatoda una nueva dimensión deposibilidades de comportamiento. Paraacabar les dije toda la verdad y me pasémucho tiempo hablando con ellos;resultó muy duro. Así que es cierto,resultó muy, muy complicado ponerle fina esto.

¿Está usted seguro de que losalumnos aprendieron lo que seproponía?

Sí, ya lo creo. Pero a veces mecruzo con alguno de ellos y me lanza unsaludo de la ola acompañado de unasonrisa; en ocasiones no sé muy biencómo interpretar esa sonrisa. ¿Significa:

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«hey, deberíamos repetirlo algún día» o«Sí, señor Jones, he aprendido mucho,gracias»? Un programa de la televisiónalemana entrevistó una vez a antiguosmiembros de la Ola. Sus puntos de vistaeran muy diferentes: desde «Me dejéarrastrar totalmente» hasta «Sólo fue unjuego y yo me limité a participar» y«Eso no lo olvidaré nunca»; es decir,que hubo una gran diversidad deimpresiones.

¿Qué sucedió con Robert?

Le pasó como a todas las personas«invisibles» que, un buen día, se hacenmuy «visibles» y poderosas, y que luegose ven desposeídas de repente de su

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poder. Tuve que pasar mucho tiempohablando con él sobre su valor como serhumano. Insistí repetidamente en elhecho de que hay muchas maneras depotenciar la autoestima y ser una buenapersona; y el instituto no es la únicaposibilidad. El caso es que acabó porverse que Robert tenía una granhabilidad para el trabajo manual, ypronto empezó a ocuparse delmantenimiento de las máquinas deescribir de la clase. Hoy en día esmecánico de aviones, y creo que estábastante contento con ello. [...]

Einstein dijo una vez: «El mundono se ve amenazado por la gente que esmala, sino por aquellas que permiten elmal». Pienso que, en el mismo momento

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en que empecé con La Ola, alguientendría que haberse levantado y decir:«Sr. Jones, yo no pienso seguirle,permita que le diga que está mal lo queestá haciendo». Entonces podríamoshaber empezado a discutir sobre eso.Pero durante todo el experimento nohubo nadie que se opusiera, ni unalumno, ni un profesor, ni siquiera unpadre o una madre, ni ningúnrepresentante religioso; y esto es lo queme da miedo.