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Introducción LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA Arturo Rodríguez Morató El universo de las artes ha experimentado profundos cambios a lo largo del último siglo. Todo el orden cultural en el que este mundo se hallaba inscrito y en el que venía ocupando secularmente un espacio institucionalizado de actividad cultural especializada, está ahora en trance de transformarse. Además de múltiples cambios en la organización social de las artes, estas transformaciones han supuesto la expansión de la esfera cultural especializada mucho más allá del núcleo original de las artes clásicas y de los límites del mercado, la proyección del paradigma artístico en otros muchos ámbitos de la vida práctica y un espectacular aumento del interés que las artes despiertan en la esfera política y en el conjunto de la sociedad. Todo ello hace que las artes estén pasando a desempeñar hoy un nuevo papel estratégico dentro de la dinámica social y que en consecuencia quepa hablar ya del advenimiento de la sociedad de la cultura. Este libro examina la situación de cambio cultural en la que nos encontramos, analiza sus diferentes claves y considera varios de sus aspectos más importantes. Es un análisis que se lleva a cabo a lo largo de los diversos capítulos que lo integran. Pero para comprender la trascendencia de la mutación en marcha se hace necesario ir más allá de las consideraciones parciales. Es preciso analizar los perfiles básicos y las razones de fondo del proceso, pues éste resulta todavía hoy extremadamente confuso. Por otra parte, hay que discutir los planteamientos clásicos sobre el orden cultural contemporáneo, ya que su implícita y contradictoria amalgama en el inconsciente

LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA · Daniel Bell como el advenimiento de la sociedad postindustrial (1976). Pese a la interpretación economicista que se ha solido hacer

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Introducción

LA PERSPECTIVA DE LA SOCIEDAD DE LA CULTURA

Arturo Rodríguez Morató

El universo de las artes ha experimentado profundos cambios a lo largo del último

siglo. Todo el orden cultural en el que este mundo se hallaba inscrito y en el que venía

ocupando secularmente un espacio institucionalizado de actividad cultural

especializada, está ahora en trance de transformarse. Además de múltiples cambios

en la organización social de las artes, estas transformaciones han supuesto la

expansión de la esfera cultural especializada mucho más allá del núcleo original de las

artes clásicas y de los límites del mercado, la proyección del paradigma artístico en

otros muchos ámbitos de la vida práctica y un espectacular aumento del interés que

las artes despiertan en la esfera política y en el conjunto de la sociedad. Todo ello

hace que las artes estén pasando a desempeñar hoy un nuevo papel estratégico

dentro de la dinámica social y que en consecuencia quepa hablar ya del advenimiento

de la sociedad de la cultura.

Este libro examina la situación de cambio cultural en la que nos encontramos, analiza

sus diferentes claves y considera varios de sus aspectos más importantes. Es un

análisis que se lleva a cabo a lo largo de los diversos capítulos que lo integran. Pero

para comprender la trascendencia de la mutación en marcha se hace necesario ir más

allá de las consideraciones parciales. Es preciso analizar los perfiles básicos y las

razones de fondo del proceso, pues éste resulta todavía hoy extremadamente confuso.

Por otra parte, hay que discutir los planteamientos clásicos sobre el orden cultural

contemporáneo, ya que su implícita y contradictoria amalgama en el inconsciente

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colectivo del mundo intelectual impide el avance de la teorización. En este texto

introductorio pretendemos encarar este doble reto, ofreciendo una perspectiva global

del cambio cultural y un diagnóstico general del papel y el lugar de la cultura en la

sociedad actual. Así sentaremos las bases para interpretar debidamente los análisis

más específicos que luego se abordan en el resto del volumen.

Para empezar, examinaremos los principales parámetros del proceso de cambio

cultural en relación con un par de coordenadas teóricas que consideramos

fundamentales: en primer lugar, la teoría postindustrial de Daniel Bell, que

presentaremos en su histórica pugna con la teoría de la cultura de masas, y

seguidamente la teoría de la modernidad artística de Bourdieu, a la que someteremos

a un contraste crítico con la realidad actual en este campo. A continuación,

analizaremos en detalle las lógicas sociales que intervienen en el proceso histórico de

conformación del nuevo orden cultural y las claves estructurales por las que éste se

caracteriza. Seguidamente, llevaremos a cabo una recapitulación crítica de los más

influyentes diagnósticos que hasta ahora se han ofrecido sobre él, mostrando cómo la

perspectiva de la sociedad de la cultura se ha ido perfilando en relación con ellos.

Como conclusión a este recorrido analítico, consideraremos después los peligros y las

oportunidades para las artes en la nueva situación. Y por último, en relación con la

visión desarrollada, haremos una presentación general de cada uno de los diferentes

capítulos del libro.

El desarrollo cultural contemporáneo y las artes Los territorios del arte, ámbitos tradicionalmente marginales en el modo de vida

burgués, se han expandido enormemente a lo largo del siglo XX y han alcanzado en

las últimas décadas una clara centralidad social. Han aumentado en gran medida los

consumos artísticos y culturales y se han ido haciendo mucho más influyentes en la

vida de las personas, señaladamente en la de los jóvenes (Gans, 1999; Pronovost,

este libro). De igual forma, han crecido paralelamente las prácticas artísticas amateur.

Y una evolución semejante ha podido registrarse también con respecto a los mercados

de trabajo artístico, que han aumentado considerablemente sus efectivos y todavía

más su capacidad de atracción (Menger, 1999, 2002). Por lo demás, estas

evoluciones se corresponden con las que han experimentado las industrias culturales,

amplificadas a un nivel inusitado en nuestros días, e igualmente las instituciones

artísticas clásicas -los museos, las orquestas o los teatros-, que se han multiplicado

por doquier.

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Se ha producido un ensanchamiento de la esfera cultural, por la asimilación de un

creciente número de actividades, cada vez más lejanas al núcleo original de las artes

clásicas (cine, fotografía, músicas populares, producciones artísticas ligadas a los nuevos

medios de comunicación de masas). Y además, el sector público, y en los últimos años el

tercer sector, se han ido haciéndo más y más presentes en este ámbito (Girard, 1988).

Han ampliado y fortalecido, primero, el marco institucional de las artes clásicas; han

entrado a intervenir luego en el terreno de las artes comerciales, tratando de acercarse al

conjunto de la población; y han acabado por desbordar el terreno cultural especializado,

en su tendencia a la patrimonialización del entorno y de los modos de vida de la

población (Poulot, 2001; Ariño, este libro). Esta creciente implicación pública se ve

acompañada, asimismo, por un auge muy general de la cultura comunitaria, que adquiere

formas cada vez más mercantilizadas (Hannerz, 1996).

Son las relaciones generales entre la cultura y la economía las que han cambiado. El

ocio se convierte en un espacio privilegiado del consumo y en él las actividades se

cargan cada vez más de contenido simbólico y espectacular. En la producción de todo

tipo de bienes y servicios, la dimensión simbólica adquiere, de hecho, una importancia

central, produciéndose una estetización generalizada de las prácticas y de los bienes

(Featherstone, 1991; Lash y Urry, 1994). Esto se expresa de forma clara en la

importancia y en el volumen que adquieren las actividades de diseño y de publicidad

en todo tipo de procesos de producción y de consumo.

¿A qué responde este nuevo panorama cultural? Pues sin duda es el resultado de

múltiples procesos entrelazados. Para empezar, estas transformaciones se inscriben

en el proceso general de progreso socioeconómico que ha tenido lugar en las

sociedades occidentales a lo largo del último siglo y especialmente a partir de la II

Guerra Mundial; un proceso de aumento generalizado de la productividad, y

consiguientemente también, de incremento de la renta y del consumo, de ampliación

del tiempo de ocio y de elevación del nivel educativo.

Cultura y sociedad postindustrial

Como es sabido, la gran transformación social del siglo XX fue diagnosticada por

Daniel Bell como el advenimiento de la sociedad postindustrial (1976). Pese a la

interpretación economicista que se ha solido hacer de la tesis de Bell, lo cierto es que

considerada en su conjunto, es decir, teniendo en cuenta a un tiempo la obra que le da

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nombre y la inmediatamente posterior Las contradicciones culturales del capitalismo

(1977), con la que originalmente componía un mismo manuscrito, así como otros

importantes escritos anteriores del autor (1964, 1969), puede decirse que la visión del

cambio social que esa tesis planteaba tenía una dimensión cultural fundamental. De

hecho, según el propio Bell reconoció (1976: 57, n. 45), la etiqueta de sociedad

postindustrial tuvo su origen en el marco de la nueva sociología del ocio de los años

50, donde sirvió para apuntar a la nueva realidad de una sociedad cada vez más

basada en el ocio y el consumo masivos en lugar de en el trabajo.

Para Bell, el cambio técnico-económico y el cambio cultural aparecen

inextricablemente ligados:

“La transformación cultural de la sociedad moderna se debe, sobre todo, al

ascenso del consumo masivo –decía Bell en Las contradicciones...- El

consumo masivo, que comenzó en el decenio de 1920, fue posible por las

revoluciones en la tecnología, principalmente la aplicación de la energía

eléctrica a las tareas domésticas..., y por tres invenciones sociales: la

producción masiva de una línea de montaje, que hizo posible el automóvil

barato, el desarrollo del márketing, que racionalizó el arte de identificar

diferentes tipos de grupos de compradores y de estimular los apetitos del

consumidor; y la difusión de la compra a plazos, la cual, más que cualquier otro

mecanismo social, quebró el viejo temor protestante a la deuda... En conjunto,

el consumo masivo supuso la aceptación, en la esfera decisiva del estilo de

vida, de la idea de cambio social y transformación personal, y dio legitimidad a

quienes innovaban y abrían caminos, en la cultura como en la producción”

(1977: 73).

La sociedad norteamericana –la más avanzada en el proceso de postindustrialización

se le antojaba a Bell “la primera gran sociedad en la Historia con el cambio y la

innovación fundados en su cultura” (1964 [ed. orig. 1955]: 45). La moderna

organización social dejaba de estar centrada, así, en el dominio de la naturaleza o en

el desarrollo técnico, para autocentrarse finalmente en un juego de pura interacción

social (1977: 144-145), en una problemática, por tanto, de desarrollo puramente

cultural. “Mientras que, en tiempos, la cultura era la “superestructura” de la sociedad –

dirá también Bell-, plasmada en tradiciones de trabajo, de familia y de vida religiosa, la

sed de cultura se convierte hoy en el fundamento de la sociedad: sus impulsos

plasman los otros componentes vitales” (1969 [ed. orig. 1962]: 22). Desde mediados

del siglo pasado, pues, la visión de la sociedad postindustrial planteaba la idea de un

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creciente predominio de la cultura en la sociedad contemporánea y, en consonancia

con ello, igualmente la de una creciente proliferación cultural (op. cit.: 48-51).

Esa perspectiva de opulencia y dinamismo cultural, no obstante, fue puesta

fuertemente en cuestión a mediados del siglo pasado, cuando en los Estados Unidos

arreciaron las críticas a lo que se dio en llamar la cultura de masas: la cultura

proyectada por los potentes medios de comunicación de la época; una cultura que,

como el propio Bell observó, logró por entonces crear –por primera vez- una

comunidad cultural norteamericana. Ahora bien, ¿qué hay de ese estereotipo crítico de

la cultura de masas, que tan influyente ha sido durante tanto tiempo en nuestros

círculos académicos? ¿En qué medida se contrapuso a la visión de la sociedad

postindustrial o aún la impugna? Para valorar debidamente esta cuestión, a

continuación vamos a tratar de aclarar cómo fue que surgió esta alternativa a la

perspectiva cultural de la sociedad postindustrial y cómo es que llegó a fraguar

finalmente en los Estados Unidos, donde el optimismo postindustrialista parecía

especialmente bien fundado.

Desde finales del siglo XIX, la cultura popular que va desarrollándose en Norteamérica

sobre bases mercantiles, sustituyendo a las anteriores formas y tradiciones folklóricas,

había ido siendo rehuida por la buena sociedad y había ido siendo denostada al

mismo tiempo ritualmente como zafia y vulgar. Esta descalificación, tan común a todas

las dinámicas de distinción cultural inscritas en la modernidad, acompañaba, sin

embargo, en ese caso a un vigoroso proceso de construcción de un espacio

institucional exclusivo de alta cultura (museos, orquestas sinfónicas, teatros de ópera).

Paul DiMaggio, que ha estudiado la construcción de ese espacio en el Boston de la

segunda mitad del siglo XIX (1982), ha podido en este sentido afirmar que “la

constitución de una alta cultura institucionalizada fue inseparable de la emergencia de

las industrias de cultura popular (las cadenas nacionales de vaudeville, las compañías

organizadoras de giras teatrales de carácter oligopolista, la industria cinematográfica,

la discográfica y –a la altura de los años 20- la radio)” (DiMaggio, 1991: 142). Por eso,

cuando en los años veinte el boom consumista y el auge de la publicidad, de la radio y

del cinematógrafo produzcan un acercamiento efectivo entre los patrones de vida de la

población e introduzcan con ello entre las élites un incipiente temor ante el peligro de

la homogeneización cultural, este temor no encontrará de entrada demasiado eco

entre los círculos académicos e intelectuales norteamericanos.

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En Europa, por el contrario, las profundas transformaciones de la vida urbana durante

las primeras décadas del siglo, con la proyección masiva de los nuevos medios de

comunicación y de las industrias culturales, había puesto en crisis los equilibrios

básicos sobre los que se sustentaba la cultura humanista procedente de la Ilustración.

Será, por tanto, en Europa donde cuajará en este tiempo el temor a la

homogeneización cultural. Enlazando con una vieja tradición que arranca de

Tocqueville, de Stuart Mill y de Mathew Arnold, autores como Scheler y Ortega

formularán un pesimista diagnóstico de la sociedad de la época. La sociedad masa

que ellos criticaban anulaba al individuo, homogeneizándolo y degradándolo

culturalmente, y se abocaba así a una dinámica irracional de graves consecuencias

(Giner, 1979). Pero el diagnóstico cultural de estos primeros críticos de la moderna

sociedad de masas era de carácter antropológico; ellos aludían fundamentalmente a

los nuevos estilos de vida y a las nuevas pautas de interacción resultantes del

desarrollo de la tecnología y del creciente proceso de burocratización. Lo que se va a

etiquetar y a criticar seguidamente como cultura de masas no será eso, sin embargo,

sino el universo simbólico producido y propagado por los nuevos medios de

comunicación de masa. Y el hecho es que esos medios –la radio, luego la televisión- y

las industrias culturales a ellos ligados –la industria discográfica y la cinematográfica-

donde van a experimentar su mayor desarrollo y donde van a alcanzar su mayor

proyección cultural será en los Estados Unidos. Por razones de tamaño de mercado,

por la especial adecuación del marco regulativo al desarrollo empresarial y por la

propia opulencia de la economía americana, que tiene su apogeo a partir del boom

consumista que sigue a la II Guerra Mundial, medios e industrias culturales alcanzarán

en los Estados Unidos una envergadura incomparable. Allí, además, su amplia

penetración y su tendencial universalidad llegarán a hacerse más patentes que en

ningún otro lugar, debido al favorable sustrato con el que contaban, de una enorme

población inmigrante rabiosamente deseosa de integrarse al nuevo universo cultural

americano y debido también a la escasa resistencia que les planteaba un universo de

la alta cultura todavía en fase de consolidación. Por todo ello, será en ese país donde

finalmente germine el debate sobre la cultura de masas. ¿Pero en qué sentido se

planteará en este caso la crítica? Y en primer lugar, ¿cómo es que ahora sí que se

suscita una importante preocupación por la cultura de masas en los Estados Unidos

cuando veinte años antes la crítica a la sociedad de masas no había llegado allí a

fraguar?1

1 Eso es así por más que Robert Park, figura prominente de la Escuela de Chicago, y su discípulo Herbert Blumer, habían abordado el tema en algunos de sus trabajos anteriores a la II

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La sensibilización norteamericana con respecto al tema de la cultura de masas tuvo

lugar merced a la incorporación al tradicional coro crítico conservador, de una

inesperada nueva voz, que se revelará muy potente y estratégicamente crucial: la de

los círculos humanistas de izquierda, reforzados ahora por la llegada de los exiliados

europeos, y en particular la de los miembros de la influyente Escuela de Frankfurt. Al

decir de Eugene Lunn (1990), estos críticos de izquierda –Clement Greenberg,

Dweight MacDonald o Adorno- reaccionaban así a la integración consumista de la

clase obrera americana, que la cultura de masas supuestamente operaba. Conviene

puntualizar, sin embargo, que éste era sólo uno de los aspectos de la nueva realidad

ante la que estos críticos reaccionaban. El otro aspecto clave era la nueva dimensión

industrial y la nueva configuración oligopolística que estaban adquiriendo en aquel

momento las empresas culturales americanas en su empeño de dirigirse ahora a la

totalidad del público (Morin, 1962). Ese desarrollo aparecía ante sus ojos como una

seria amenaza para la autonomía artística moderna. La crítica izquierdista de la cultura

de masas retomaba en este sentido la legendaria bandera de la revolución artística

moderna. Tal como Bourdieu (1992) ha señalado, esta bandera se alzó de forma

paradigmática en la Francia del Segundo Imperio contra el reforzado control de la vida

artística que por entonces intentaba imponer el poder político y económico, y frente al

auge del arte comercial que éste instigaba, ahogando la autonomía artística alcanzada

en el siglo anterior. Al igual que los héroes artísticos de aquella época, los críticos de

izquierda de la cultura de masas se revelaban así contra el peligro de que la lógica

económica capitalista se impusiera en el ámbito de la cultura, degradándola.

En la crítica a la cultura de masas que fraguó en los Estados Unidos a mediados del

siglo XX se amalgamaron temas de diversa procedencia ideológica, pues2. A las

tradicionales acusaciones de mediocridad, vulgaridad y falta de significado cultural, de

raíz conservadora, se les añadió el rechazo a la mercantilización e industrialización de

la cultura, de espíritu romántico (Williams, 1958) e inspiración vanguardista. A esto se

sumó también la preocupación por los efectos narcóticos y los usos manipulativos de

los medios, que entroncaba con la vieja inquietud liberal de los teóricos de la sociedad

masa, pero que enlazaba igualmente con el desasosiego izquierdista ante la

Guerra Mundial. Pero como Martin Jay (1974: 356) ha señalado, esos fueron trabajos aislados y no demasiado críticos. 2 Un completo catálogo de estos temas puede encontrarse desarrollado en Giner (1979: 263 y ss.).

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desmovilización obrera. Todo ello se fundió en el común vaticinio de un horizonte de

homogeneización cultural.

Más allá de la dimensión valorativa, de crítica cultural, que resultaba predominante y

era característica en este discurso, se expresaba en él toda una visión sobre la

configuración del orden cultural moderno, sobre su dinámica y su previsible futuro.

Esta visión, que incluía la idea de una recepción homogénea y pasiva por parte del

público, la de una producción cultural cada vez menos diversa y más

monopolísticamente controlada por grandes empresas de producción en masa y la de

un horizonte de ineluctable homogeneización cultural, pareció verosímil durante un

tiempo, a lo largo de los años 40 y 50, pero fue cuestionada desde el principio por la

sociología empírica y acabó siendo arrumbada por los hechos.

La investigación sociológica sobre la comunicación de masas, que floreció desde

principios de los años 40 en la Universidad de Columbia alrededor de la figura de Paul

Lazarsfeld y de su legendario Bureau of Applied Social Research, fue poniendo de

manifiesto muy pronto la gran diversidad existente en las pautas de consumo y de

fruición de los medios por parte de los diferentes estratos sociales, la limitada

influencia que éstos ejercían sobre la audiencia y la importancia decisiva que en

cualquier caso tenían las mediaciones y los contextos sociales (Wolf, 1987). Las

evidencias acumuladas por los estudios de comunidades y por las investigaciones

sociológicas sobre el ocio cuestionaron también paralelamente la idea de una

audiencia pasiva y vulnerable (Wilenski, 1964). En ese sentido, David Riesman y sus

colaboradores destacarían en su influyente obra de 1950, The Lonely Crow (1964), la

función en realidad liberadora que podían desempeñar los medios, como recurso de

los individuos frente a la influencia de sus grupos de iguales. Las cosas iban quedando

claras, pues. Pero todos estos correctivos científicos recibirían aun un respaldo muy

significativo cuando al otro lado del Atlántico prestigiosos investigadores sociales

cercanos al marxismo optaron por enfrentarse a estos mismos tópicos del discurso

crítico de la cultura de masas. Por un lado, Richard Hoggart, en su obra de 1957, The

Uses of Literacy, proclamará la subsistencia de las diferencias de clase y las

“resistencias” que en concreto la clase obrera ofrece a la penetración de los mensajes

de los medios de comunicación de masas. El fundador de los cultural studies

británicos llamará así la atención sobre la imposibilidad de deducir la experiencia de la

recepción del análisis de los textos culturales, una práctica que resultaba típica en los

trabajos de los estudiosos de la masificación cultural. Por otra parte, Pierre Bourdieu y

Jean-Claude Passeron insistirán en ese mismo punto en 1963, en la crítica mordaz y

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despiadada que lanzarán frente a los intentos de desarrollar en Francia por aquellos

años un discurso afín al de los críticos culturales americanos (Bourdieu y Passeron,

1963). Todo el programa de investigación en el que ellos se hallaban embarcados por

entonces –el que conducirá años más tarde a la publicación por parte de Bourdieu de

la famosa obra La Distinction (1979)- partía de una estrategia de indagación y de unas

hipótesis diametralmente opuestas y tomaba como punto de referencia clave la alta

cultura en lugar de la “cultura de masas”.

El cuestionamiento sociológico de la visión del orden cultural que ofrecía el discurso

crítico de la cultura de masas resultó tanto más eficaz cuanto que uno de sus

fundamentos –la idea de una todopoderosa industria cultural de carácter fordista- muy

pronto reveló su inconsistencia. De hecho, casi al mismo tiempo que Horkheimer y

Adorno publicaban su Dialektik der Aufklärung (1970 [ed. orig. 1947]), en la que

acuñaban el término de “industria cultural” como sustituto del de cultura de masas, a

fin de subrayar el carácter global y centralmente organizado de la producción cultural

orientada a las masas (Wolf, 1987: 94), la verdadera industria cultural americana que

había servido de modelo a su teorización entraba en una etapa de profundo cambio,

que supondría la rápida desaparición de su característico perfil fordista. Veamos a

continuación cómo tuvo lugar este cambio en el caso de la industria cinematográfica y

en el de la industria discográfica, sin duda los dos más significativos3.

En el caso de la industria cinematográfica, un famoso fallo judicial de 1948, que

obligaba a los estudios a desprenderse de las cadenas de cines sobre las que

basaban su control del mercado, e inmediatamente después la feroz competencia de

la televisión, serían los factores desencadenantes de la crisis. Ante ella, las “factorías”

cinematográficas (Universal, Paramount, Warner Brothers), que habían sido el

paradigma de la aplicación de los principios fordistas de organización al terreno de la

producción cultural, se vieron obligadas a transformarse. Lo hicieron apostando en

principio por la innovación productiva, eliminando sus fórmulas estandarizadas y

diversificando sus producciones, y también adoptando una política de desintegración

vertical (contratación de productores independientes para la fase de preproducción) y

de externalización de servicios (sustitución de los contratos de larga duración de

guionistas, directores o actores, por otros vinculados a un único proyecto). Estas

3 Lo que vamos a explicar seguidamente respecto a la evolución de la industria cinematográfica estadounidense se basa en Storper (1989). En cuanto a los cambios en la industria discográfica, nuestras fuentes son los trabajos de Peterson y Berger (1971 y 1975), y el más reciente artículo compilatorio de Peterson (1990).

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políticas, que pretendían disminuir los gastos fijos y asegurar así la recuperación del

negocio, tuvieron como resultado involuntario el fortalecimiento de los productores

independientes, lo que empujó más y más en el sentido de la desintegración y acabó

llevando a la crisis total del sistema en 1970. Desde entonces, los estudios se han

transformado en compañías financieras y ya no operan como factorías de creación.

En el caso de la industria discográfica, la transformación resultaría de todo similar.

También aquí, desde los años 20, se había conformado un sistema en el que unas

pocas grandes compañías (RCA, Columbia, Decca y Capitol), que controlaban

establemente el mercado, organizaban la producción al modo de verdaderas factorías

musicales. En ellas, los autores de canciones, los cantantes y las orquestas operaban

como empleados fijos y estaban burocráticamente integrados en extensas estructuras

funcionales, los discos eran producidos de forma rutinaria, eran grabados en los

propios estudios, distribuidos por medios también propios y promocionados a través de

canales bajo el control directo de las compañías (cadenas radiofónicas nacionales que

emitían música en directo, estudios cinematográficos productores de películas

musicales y teatros musicales de Broadway). Pero ese sistema cambió radicalmente

en muy pocos años.

Entre 1955 y 1959, el control del mercado norteamericano por parte de las cuatro

grandes pasó de un 74 a un 34%. Esta brusca quiebra del tradicional oligopolio

discográfico fue debida a una combinación de cambios tecnológicos, organizacionales

y de mercado. Ya la crisis de Hollywood había supuesto pocos años antes el

abandono de la realización de musicales por parte de los estudios y su entrada directa

en el negocio discográfico, infringiendo con ello un doble golpe al sistema de dominio

de las grandes discográficas. Por otra parte, la aparición en ese momento del disco de

vinilo, en su doble versión de 33 y 45 rpm., que, a diferencia del de 78 rpm., pesado y

frágil, ofrecía a las pequeñas compañías independientes posibilidades de distribución

muy accesibles, supuso también un importante factor de cambio, pues proporcionó a

estas compañías una condición necesaria para su posterior desarrollo. Pero el factor

que resultaría más decisivo para la quiebra del sistema habría de ser la radical

transformación experimentada por la radio en aquellos años. Al igual que ocurrió en el

caso del cine, el auge de la TV determinó la crisis del oligopolio radiofónico vigente

hasta entonces. La desconfianza sobre la viabilidad de este medio en las nuevas

condiciones de competencia mediática llevó al abandono de las grandes cadenas.

Estas se desmembraron, sus emisoras locales fueron enajenadas y otras muchas

surgieron a partir de la relajación de la anterior política restrictiva de concesión de

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licencias, mantenida hasta entonces para preservar los intereses de las grandes

empresas. El resultado fue la fragmentación del mercado nacional en un enorme

número de mercados locales, diversos y competitivos. De esta situación surgió un

nuevo modelo de radio. Las nuevas emisoras, económicamente modestas y dirigidas a

audiencias bien definidas, optarán por la música grabada, como forma barata de

programación, y desarrollarán la estrategia del cultivo de gustos específicos. La

relación entre las empresas radiofónicas y discográficas cambian: la nueva radio pasa

a promocionar directamente el disco y de forma muy intensa, pero ahora se tratará de

una música escogida en función del gusto específico de cada público particular, sin

importar su compañía de procedencia. Esto favorecerá enormemente la aparición de

nuevas compañías discográficas especializadas en distintos géneros musicales, la

diversificación general del mercado de la música grabada y el aumento del consumo

(la facturación se dobla entre 1954 y 1959). Es en este contexto en el que emerge el

rock.

En el nuevo panorama resultante, el sistema de organización de la industria

discográfica cambia profundamente. Los nuevos creadores musicales acrecientan su

autonomía artística, especialmente a partir de los años 60. Surgen productores-

emprendedores que desarrollan identidades musicales peculiares desde pequeñas

discográficas propias o trabajando en términos de free-lance para compañías más

grandes. La música se graba en estudios alquilados y los contratos de músicos y

técnicos son ahora por trabajo. Es decir, que todo el segmento de la producción se

redefine y que en buena medida se externaliza o se autonomiza. En el otro extremo

del proceso, por otro lado, en el ámbito de la distribución, aparecen diferentes cadenas

independientes, así que también por ahí el patrón de integración vertical se

resquebraja. En definitiva, pues, el perfil fordista de la industria discográfica

norteamericana, y por extensión mundial, se difumina.

La desestructuración de las industrias culturales fordistas por excelencia no significó la

definitiva desaparición de los conglomerados gigantes en esos ámbitos del cine y de la

música, ya que la concentración empresarial se recuperó luego en ellos (si bien ya de

forma menos estable). Y ni siquiera el modelo fordista de organización del proceso

productivo desapareció de raíz del mundo de la cultura, ya que su ocaso en esos

campos, o también en el de la radio, como hemos visto, coincidió con su transposición

al ámbito televisivo. Pero en conjunto puede decirse que el horizonte general de

masificación cultural a partir de la industria dejó de resultar verosímil desde esa época

de finales de los 50, por más que persistiera el espejismo durante algún tiempo,

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fundado en visiones parciales o miopes. El caso es que un nuevo patrón

organizacional, de carácter flexible, mejor adaptado al dinamismo social y técnico del

capitalismo avanzado, estaba ya en circulación y su avance resultaba innegable.

Por último, la visión de la cultura de masas implicaba también –habíamos dicho- un

horizonte de general homogeneización cultural de la sociedad. En realidad, la

existencia o subsistencia de la diversidad cultural era más o menos explícitamente

admitida por los críticos de la cultura de masas, pero lo que sociólogos como Bell o

Shils insistieron en destacar es que esta diversidad no había disminuido en los

Estados Unidos con el avance de los medios de comunicación, sino que se había

mantenido, o incluso había tendido a aumentar, y que las prácticas y consumos de alta

cultura en particular se habían ampliado de forma sustancial. De hecho,

retrospectivamente se ha llegado a reconocer que durante la primera mitad del siglo

XX los medios de comunicación y las industrias culturales norteramericanas

desempeñaron un papel crucial en la “ampliación de la comprensión y del contacto de

las capas populares con la alta cultura” (DiMaggio, 1991: 142). Nada más alejado,

pues, de un proceso de homogeneización. La explosión contracultural de los sesenta,

intrínsecamente opuesta a la complaciente cultura comercial, acabaría en cualquier

caso por provocar el definitivo desvanecimiento del espejismo de la cultura de masas4.

A partir de entonces, esa idea de la cultura de masas pasará a ser considerada un

mito incapaz de resistir la contrastación empírica. “El capitalismo de consumo –dirá

Swingewood (1977: 20), por ejemplo-, en lugar de crear una vasta masa, homogénea

y adocenada culturalmente, lo que genera son diferentes niveles de gusto, diferentes

audiencias y consumidores” (1977: 20). La perspectiva que se afirma en la década de

los setenta será ya, por tanto, claramente la contraria: la de una persistente, marcada

y dinámica diversidad cultural (Gans 1974; Bourdieu 1979).

En definitiva, la visión de Bell sobre el desarrollo cultural de la sociedad postindustrial

se ha revelado sustancialmente certera. Sin embargo, tampoco puede darse por

enteramente válida. Las grandes transformaciones culturales apuntadas en la teoría

de la sociedad postindustrial entrañaban asimismo, según dijimos, cambios profundos

en el propio entramado del universo artístico, cambios que Bell en gran medida

4 Herbert Gans dirá más tarde, tratando de explicar el hecho: “Por una parte, algunos de los críticos dejaron de atacar a la cultura popular porque identificaron un nuevo y más importante enemigo, la llamada cultura juvenil, a la que criticaban por su radicalismo político, su hedonismo, su misticismo y su nihilismo. El otro cambio de dirección fue todavía más drástico y planteó, por lo menos implícitamente, el fin de la crítica a la cultura de masas, al entender que las ideas de la alta cultura habían sido aceptadas e integradas en la cultura popular” (1974: 5).

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vislumbró, pero que en realidad no llegó a valorar en su justa medida, ni supo tampoco

comprender en sus verdaderas consecuencias. La dimensión estructural de estos

cambios puede apreciarse claramente a partir del contraste entre el conocido modelo

de Bourdieu sobre la modernidad artística, basado en el análisis de un caso ejemplar,

el del mundo literario y sus transformaciones en la Francia del siglo pasado (Bourdieu,

1992), y el panorama actual en este ámbito5.

La redefinición de las reglas del arte

Para Bourdieu, el universo artístico moderno moderno se caracteriza ante todo por su

autonomía; una autonomía fraguada históricamente a través de un largo proceso de

emancipación frente a toda determinación externa, de afirmación de la libertad de

creación y de progresivo reconocimiento del poder demiúrgico del genio artístico.

Forjado el nuevo orden artístico en la oposición frente al poder y al interés económico,

esa será también la tensión esencial que constituirá el nuevo espacio del arte

autónomo, la tensión entre el valor artístico y el valor económico. Esa tensión

conformará la estructura del nuevo espacio social del arte, delimitando en él dos

sectores principales: el del arte puro, creado en función del interés artístico y orientado

a la innovación formal o conceptual, y el del arte comercial o burgués, creado en

función del interés económico y orientado, pues, a la mera satisfacción de la demanda.

Estos dos sectores quedarán opuestos y enfrentados6. Cristalizado de este modo el

espacio del arte autónomo, propio de la modernidad, éstas serán las reglas básicas de

su estructuración y funcionamiento:

1. En primer lugar, existirá un contraste radical entre los dos sectores básicos del

espacio artístico en todos los órdenes de su funcionamiento, tanto en relación con

el modo de producción y de circulación de las obras como en lo que se refiere a las

formas de intermediación con respecto al público. En el sector del arte puro, de

producción restringida, la faceta predominante de la actividad será la faceta de

creación, mientras que en el sector comercial, el de gran producción, lo será la de

5 Hay que decir que Bourdieu tendió siempre a eludir, minimizándolos, los cambios acaecidos en el sistema de las artes a partir de los años setenta. Las anomalías que al respecto registró, muy ocasionalmente, en su libro de 1992, y más in extenso en otros escritos posteriores (Bourdieu, 1996 y 1999), fueron interpretadas por él como desarrollos puramente circunstanciales, incapaces de cuestionar la vigencia de su teoría. 6 A partir de entonces, como dirá Bourdieu, “el artista no puede triunfar en el terreno simbólico más que perdiendo en el terreno económico” (1992: 123). El éxito público se convertirá en oprobio artístico.

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difusión. En el primer caso, el ciclo de producción será largo, pues la demanda

inicial es por principio nula y la valorización económica, a través de la progresiva

difusión, será siempre incierta al inicio del proceso, produciéndose en todo caso a

largo plazo. Por el contrario, en el segundo caso el ciclo de producción será corto.

Las obras, adaptadas de antemano a la demanda, circularán de forma rápida y

masiva, siendo su obsolescencia igualmente veloz. Los beneficios económicos

serán entonces inmediatos y seguros. En correspondencia con estas diferentes

circunstancias de producción, la configuración empresarial en ambos terrenos

tenderá a ser muy distinta: típicamente capitalista y organizacionalmente industrial,

es decir, fordista, en el caso del sector de gran producción, y meramente artesanal,

y además manifiestamente antieconómica, en el del sector de producción

restringida7. Por lo demás, las formas de intermediación con respecto al público

serán también alternativas. En el sector de producción restringida, dos tipos de

instituciones de intermediación resultarán claves: de un lado, los “descubridores”

(autores y críticos que aportan crédito a las nuevas obras), y de otro las

instituciones de conservación y el sistema de enseñanza (instancias que

eventualmente las consagrarán ante el gran público). En contraste, el sector de

gran producción dependerá fundamentalmente de los medios de comunicación y

utilizará a fondo tanto la publicidad como el márketing.

2. A partir de este funcionamiento, se constituirán tres posiciones básicas en el

campo de producción artística. Dentro del sector de producción restringida, las de

la vanguardia consagrada y la vanguardia bohemia. Y dentro del sector de gran

producción, la del arte comercial. Estas posiciones caracterizarán a las empresas,

en el sentido que acabamos de indicar, pero también a los creadores y a las obras.

Los artistas, para empezar, se diferenciarán doblemente: dentro del sector no

comercial, más que nada por su edad, y en correspondencia con ella, por su

distinta extensión curricular; y entre el sector comercial y el no comercial, por su

opuesto perfil de carrera, oficialista y cargado de reconocimientos y

condecoraciones, en el primer caso, y heterodoxo, así como alejado de todo tipo

de honores mundanos, en el segundo. En cuanto a las obras, será su mayor o 7 Como explica Bourdieu (1992: 202), la lógica polarizada del campo de producción artístico hace que la “denegación” de la economía (del interés económico, de la preocupación comercial) sea un requisito para la acumulación de capital simbólico. Sin embargo, ese mismo capital simbólico tiende a convertirse a la larga en capital económico, sirviendo así para sufragar los inevitables costos económicos de la actividad. De este modo, las empresas del sector restringido, en la medida en que tienen éxito y subsisten, adquieren un perfil organizacional contradictorio, escindidas entre las exigencias antieconómicas de la producción innovadora y las exigencias propiamente económicas de la explotación del fondo acumulado.

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menor academicismo, medido ante todo en relación con el devenir lineal de los

estilos, lo que las distinguirá8.

3. Esta estructura del espacio artístico dará lugar a una dinámica de cambio estético

progresivo y revolucionario. Porque en el polo de la creación pura, que es en este

caso el único polo de innovación, ya que el otro, en cuanto que sometido a la

demanda, es por naturaleza conservador, el acceso a la existencia de los nuevos

creadores sólo se hace posible como reconocimiento simbólico de un aporte

diferencial y a través de la disputa de la legitimidad artística de los ya consagrados.

Rige, pues, una obligada dialéctica de la distinción, en la que todo el campo se

temporaliza conjuntamente. Los recién llegados se hacen presentes desde el

momento en que imponen unas nuevas señas de identidad estéticas frente a las

previamente establecidas. Ese momento de dominio que marca su existencia, ese

faire date en la elocuente expresión francesa que lo designa, relega a los ahora

desplazados de la actualidad y a sus opciones estéticas hacia el pasado. Y

produce también, al mismo tiempo, una traslación de la jerarquía social de los

gustos. Pues también los gustos del público se desplazan en una paralela y

homóloga dialéctica de la distinción; una dialéctica ésta, en la que las diferentes

capas de la burguesía, que componen básicamente dicho público, compiten por la

superioridad cultural, es decir, por la posesión del gusto más exquisito9. El

mecanismo del cambio se acaba de componer de este modo. Los artistas

consagrados van accediendo a un público burgués cada vez más amplio, sobre la

base del generalizado interés por parte de ese público por asimilar las claves de la

legitimidad cultural. Pero esa asimilación supone a un tiempo valorización

económica y banalización simbólica, de acuerdo con la lógica fundacional del

campo del arte autónomo. Esa banalización les hará vulnerables a los ataques de

los nuevos artistas, que tratarán de imponerse impugnando el valor artístico, ahora

devaluado, de sus obras. Por último, las fracciones más avanzadas de la

burguesía harán suyos los nuevos signos estéticos. Y así, un nuevo ciclo estará

listo para comenzar.

8 Las nuevas vanguardias irán marcando el tiempo de la actualidad artística, la novedad, mientras que las vanguardias consagradas representarán lo ya clásico, y el arte comercial lo definitivamente viejo, lo que se haya ya desconectado del tiempo artístico presente. 9 Las capas populares, según la teoría del consumo cultural de Bourdieu (1979), no entrarían en esa pugna. Sus gustos, por definición “vulgares”, se situarían claramente al margen, encontrando su alimento en exclusiva del lado del arte comercial.

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4. Por último, de esta dinámica resultará una tendencia a la progresiva

autonomización formal de las obras (que irán despojándose, así, de todo contenido

y de toda función extraartística) y una tendencia también a la creciente

especialización de los códigos, tanto por disciplinas como por géneros.

Este es, en resumidas cuentas, el modelo que Bourdieu nos propone para representar

el sistema artístico moderno. Pero, ¿son todavía estas reglas de la modernidad

artística las que rigen el funcionamiento de los universos artísticos en la actualidad?

Desde luego, no cabe duda de que algunos de las reglas más características de la

modernidad artística hace tiempo que han quedado desvirtuadas. ¿Qué queda, por

ejemplo, de la tendencia a la autonomización formal de las obras y al autismo

interpretativo? En realidad, la época finisecular se ha caracterizado más bien por la

regresión a códigos estilísticos más ampliamente compartidos (a la figuración, a la

biensonancia, a la narratividad). La ideología de la superación contínua y lineal ha sido

impugnada en todas las disciplinas artísticas por quienes han propugnado una

rematerialización de las obras, una recuperación del contenido y hasta de la

funcionalidad extraartística. Esto no ha eliminado por completo la indagación formal

vanguardista, que se prosigue a su modo en algunas tendencias, pero ha desprovisto

a ésta de su valor normativo.

De paso, se ha quebrado también el rígido orden temporal que organizaba la dinámica

de la modernidad artística. Las vueltas y revueltas estilísticas del cambio de siglo

parecen haber desbaratado para siempre la esquemática lógica estética de la prioridad

(Moulin, 1992), propiciando un clima artístico y unos esquemas de valoración mucho

más pluralistas. Poco queda de la dinámica de cambio estético progresivo. El pautado

relevo de ciclos de consagración estilística ha sido suplantado por una contínua

pugna, más o menos vivaz en cada momento, entre una multiplicidad de opciones y de

nuevas propuestas.

Por su parte, el rítmico ajuste entre producción y consumo, que había sido

–recordémoslo- un mecanismo esencial de la transmutación entre valor simbólico y

valor económico, no parece tampoco, hoy por hoy, muy operativo. En el ámbito de la

creación musical seria, por ejemplo, la aceleración de la evolución vanguardista ha

producido en el siglo pasado una tal desconexión con el público melómano que la

dinámica de progresiva difusión de innovaciones llegó a quedar para ella suspendida

(Menger, 1986). Por otro lado, y en sentido opuesto, tanto en el ámbito de la literatura

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como en el de la plástica ha dejado de ser inhabitual que el éxito artístico acompañe al

económico. En definitiva, pues, es toda la mecánica de la distinción cultural moderna

la que parece seriamente alterada.

Y si la dinámica del orden artístico moderno está alterada, ¿hasta qué punto subsiste

su estructura? ¿Se mantiene, por ejemplo, el esquema tripartito del campo artístico, tal

como había sido descrito por Bourdieu? Veamos. Para empezar, podemos señalar

que, cuestionada la lenta pauta de consagración de los artistas, la distancia entre los

consagrados y los jóvenes aspirantes, que era de carácter más que nada temporal, se

ha acortado mucho. La carrera, en efecto, ha tendido a hacerse mucho más rápida,

tanto en el acceso al reconocimiento artístico como en la consecución del éxito

económico. En este sentido, esa oposición, que recubre una gran diversidad de

situaciones, ha dejado de tener la importancia estructural que había tenido. Pero

todavía más trascendental que ese cambio resulta la difuminación que está teniendo

lugar en el contraste entre las posiciones “artísticas” y “comerciales” (Crane, 1987).

Los artistas consagrados, por ejemplo, ya no carecen de reconocimientos y honores,

sino que, por el contrario, los acaparan. Y los jóvenes aspirantes no se mantienen ya

generalizadamente al margen de las instituciones oficiales, pues éstas hace tiempo

que se han abierto a la vanguardia10. La creación misma, que había llegado a hacerse

estrictamente incompatible entre ambos campos, ha vuelto a amalgamarse de mil

maneras. En la plástica, por ejemplo, desde la aparición del pop art proliferan todo tipo

de asimilaciones e hibridaciones (Cherbo, 1997). Y lo mismo ocurre en otros ámbitos

artísticos. Los géneros en principio más dispares y opuestos conviven ahora sin

disonancias y sin desdoro en una misma obra: la novela experimental y el periodismo

deportivo, los culebrones televisivos y el teatro de vanguardia, la ilustración y la pintura

artística. Y ya no resulta infrecuente encontrar a exquisitos intérpretes, como el Kronos

Quartet, combinando en su repertorio y en sus conciertos la vanguardia musical

contemporánea con autores como Jimi Hendrix, Television o Astor Piazzola.

¿Y qué es lo que ocurre, por otra parte, en relación con las empresas de ambos

sectores? ¿Se mantiene el contraste en los modos de producción y de distribución de

las obras? ¿Cabe seguir distinguiendo hoy entre formas de intermediación alternativas

respecto al público? Ciertamente no puede decirse que las pautas descritas por

Bourdieu hayan desaparecido por completo del panorama actual, pero no cabe duda

10 De hecho, ya en 1962 Daniel Bell anunciaba el colapso de la vanguardia por la inmediata aceptación de sus propuestas (1969: 38).

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tampoco de que las transformaciones que se han producido al respecto en las últimas

décadas son muy profundas. Se mire como se mire, la aproximación en sus prácticas

entre los dos sectores básicos del campo artístico resulta evidente. El sector de gran

producción ha cambiado grandemente su fisonomía. La imagen tradicional de la

industria cultural como un conglomerado integrado verticalmente, en el que la

demanda resulta perfectamente previsible y permite, por tanto, una gestión segura y

eficaz de la producción, ha dejado en gran medida de ser cierta. Los casos

arquetípicos de la industria cinematográfica y de la industria discográfica

norteamericanas, que hemos descrito anteriormente, muestran que las incertidumbres

respecto a la demanda han llegado a ser consustanciales también a este sector.

Debido a ello, como hemos visto, en estas industrias se ha impuesto una tendencia

hacia la desintegración vertical de las empresas y la segregación de la función de

producción. El panorama actual en este sector es, así, el de una concentración

oligopólica de grandes organizaciones distribuidoras y difusoras, en las que se

acumula establemente el beneficio, frente a una multiplicidad de pequeñas y medianas

empresas productoras, orientadas a la creación, en las cuales lo que se acumula es el

riesgo; algo –esto último- no tan alejado de la configuración típica de las empresas del

sector de producción restringida en la versión de Bourdieu11.

Por otra parte, en el ámbito de la producción restringida, la progresiva expansión de la

subvención pública y privada ha alterado en gran medida la lógica que vinculaba el

ciclo de consagración a la mecánica de la distinción cultural y a la valorización

económica de la obra a largo plazo. En ese sentido, el radical cambio de actitud de las

instituciones de conservación, que se han abocado a un cada vez más temprano

reconocimiento de la innovación, ha contribuido extraordinariamente, no sólo a la

aceleración de la carrera artística de los nuevos creadores, sino también a la

aceleración de la carrera en el mercado, y lo que resulta todavía más transgresor, a la

sincronización de ambos tipos de carrera. A veces, la constitución de mercados

altamente protegidos por la subvención ha propiciado la desvinculación absoluta de los

creadores respecto al público, rompiendo con ello igualmente la mecánica de

progresiva asimilación12. Y en todos los casos, el aumento de la intervención pública

11 Eso explica la paradoja que encuentra Eve Chiapello en su reciente estudio sobre la problemática de la gestión artística (1998), de que sea en una empresa de producción audiovisual (una empresa dedicada fundamentalmente a la realización de seriales para la televisión) donde aparece el más agudo conflicto con las exigencias de la gestión económica. 12 Ha sido el caso de la música contemporánea en Francia (Menger, 1983), anteriormente evocado.

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en favor de la creación artística ha tendido a disminuir el riesgo económico de la

producción, transformando así las condiciones de la misma13.

Por último, las ambigüedades, las aproximaciones y las intersecciones también

proliferan en el ámbito de las fórmulas e instituciones de intermediación. Hoy en día,

los descubridores artísticos se han profesionalizado, estudian márketing y tratan de

suscitar la mayor atención mediática posible para sus lanzamientos. Los publicistas y

comunicadores, por su parte, intervienen cada vez más decisivamente en la

valorización y jerarquización del arte puro14. Y el sistema de enseñanza, sensibilizado

por la crítica culturalista y aleccionado por el relativismo cultural que transmiten las

instituciones de conservación, está dejando de operar como garante último de la

legitimidad cultural.

La contrastación con Bourdieu permite apreciar la nueva configuración del mundo de

las artes: la reconciliación y el acercamiento entre las posiciones artísticas y

comerciales de los creadores, la fragmentación y flexibilización de las industrias

culturales, e inversamente el progresivo aposentamiento y a la vez el creciente

comercialismo de las instituciones de alta cultura, así como la mediatización de las

instancias críticas. La teoría postindustrial de Bell, por su parte, proporciona la

perspectiva procesual y contextual necesaria para concebir el marco sociohistórico en

el que la transformación del ámbito artístico se ha producido y la naturaleza del nuevo

orden cultural en el que hoy se asienta.

La lógica de la nueva configuración

La dinámica capitalista postindustrial, que supuso la terciarización de la economía, el

desarrollo del capitalismo corporativo y del Estado del Bienestar, provocó profundos

cambios sociales en el segundo tercio del siglo XX. Se produjo una enorme expansión

de la educación superior (Collins, 1979) y una generalizada tendencia a la

profesionalización del trabajo (Sarfatti Larson, 1977), al tiempo que el consumo se

disparaba y el ocio se convertía en un espacio vital de gran importancia. Todas estas

13 Ese hecho queda ilustrado en el citado estudio de Chiapello (1998) por la sorprendente armonía con la que se integran las exigencias de gestión económica en el caso de las orquestas; organizaciones caracterizadas, como se sabe, por su elevada dependencia de la subvención. 14 Ese es uno de los cambios actuales que Bourdieu reconoció en sus últimos escritos sobre estos temas (cf. Bourdieu, 1996: 66-67).

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transformaciones desencadenaron a su vez una doble lógica de cambio cultural: del

marco cultural del modo de vida, por un lado, y de la esfera cultural especializada, por

otro.

Un vector fundamental de cambio cultural del modo de vida ha venido dado por el

amplio desarrollo de unas nuevas clases medias ligadas a la mutación postindustrial.

Estas nuevas clases medias, que afirman su liderazgo cultural a partir de la

generación de los baby boomers (Pronovost, este libro), resultan de unas nuevas

condiciones de existencia social: por una parte, un entorno ocupacional definido a

partir de credenciales educativas, de valor universal y no tanto basado, como era

tradicional, en una red local de contactos y en la antigüedad laboral; y por otra, una

socialización cultural desarrollada lejos de la familia y más allá de la infancia, en el

entorno educativo sobre todo y de forma continuada a partir de ahí (DiMaggio, 1991).

Estas nuevas clases medias impulsan la destradicionalización general de la sociedad y

la individualización de las identidades y los estilos de vida (Beck, 1998; Giddens,

1995). Es así como avanza en el conjunto social, por un lado, la redefinición

patrimonial de los modos de vida tradicionales (Ariño, este libro), y por otro, el cambio

sociológico que Inglehart (1977, 1990) ha registrado como sustitución de los valores

materialistas por los valores postmaterialistas (los orientados a las necesidades de

pertenencia y estima, o a los intereses de autorrealización intelectual y estética). Este

cambio cultural general se conforma en primer lugar en el ámbito del consumo (Zukin,

2003), donde se desarrolla una creciente reflexividad estética, mediada por la

publicidad (Lash y Urry, 1987, 1994), y se expresa de modo paradigmático en el

terreno del turismo (Urry, 1991) y de la moda (Crane, 2000).

Los cambios en la esfera cultural especializada han seguido una lógica independiente,

pero han estado a su vez estrechamente entrelazados a los cambios culturales más

generales que acabamos de reseñar. La crisis de las industrias culturales

norteamericanas de mediados del siglo pasado tuvo, como hemos visto, múltiples

causas endógenas, pero su resolución a partir de la década de los sesenta en forma

de reestructuración posfordista sólo pudo producirse sobre la base de las nuevas

pautas de consumo cultural –más diversas, más cambiantes, menos jerarquizadas-

introducidas por las nuevas clases medias profesionales.

En el ámbito de las instituciones de alta cultura –orquestas, teatros, museos-, que han

experimentado también importantes cambios de orientación a partir de aquellos años,

en el sentido de hacerse más y más inclusivos, social y estéticamente (Zolberg, este

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libro), el factor clave fue la gerencialización, una transformación organizacional que

realzó el poder de los administradores. Como DiMaggio (1991) ha puesto de

manifiesto, en las últimas décadas un nuevo cuerpo profesional –el de los gestores

culturales, de formación universitaria- ha tomado forma y ha ganado poder en el seno

de estas instituciones, en detrimento de quienes anteriormente las controlaban, que

eran los patronos privados y los profesionales de la estética. Estos nuevos

administradores son por naturaleza proclives a las políticas de inclusión y de

expansión institucional –objetivos a menudo entrelazados- porque en ellas se cifran

sus propias posibilidades de promoción económica (sus sueldos suelen estar en

relación con el presupuesto de la institución) y porque a través de ellas se crea el

espacio de actuación en el que se sustenta su autoridad y su autonomía.

El ascenso de la nueva figura del gestor cultural remite, sin embargo, también a un

impulso originario de expansión y de transformación de las instituciones de alta

cultura, más allá de los límites de la esfera cultural especializada. En primer lugar, este

impulso resulta del incremento de la implicación estatal en el sostén de estas

instituciones, un incremento que obedece a una lógica política con sus propias claves,

y con efectos que desbordan ampliamente los límites de las instituciones tradicionales

de alta cultura. Esta lógica política se pone en marcha con la institucionalización de la

política cultural como extensión del Estado del Bienestar (Zimmer y Toepler, 1996,

1999). Aunque siguiendo derroteros particulares, en función de la diversidad de los

modelos institucionales de base, la mayoría de los paises occidentales experimenta

una misma deriva doctrinal tras la instauración de las administraciones culturales en

los años sesenta, de las orientaciones de democratización cultural a las orientaciones

de democracia cultural15. Se trata de una deriva que articula una lógica de fondo

común, afín a la filosofía del Estado del Bienestar: la de la inclusión social y la

responsabilización pública. Esta lógica, que es en buena medida responsable del

desarrollo inflacionario de la administración cultural, tiene efectos diversos16. En las

instituciones tradicionales de alta cultura la lógica de la inclusión y la

15 Las políticas de democratización cultural, que son las que primero se ponen en marcha, tenían por objetivo hacer llegar al conjunto de la población la cultura canónica que tradicionalmente había sido patrimonio de las élites. Frente a ellas, posteriormente, las políticas de democracia cultural pusieron el énfasis en el fomento de la propia actividad cultural de la población, abondonando toda actitud jerarquizante en materia cultural. 16 Otra lógica que impulsa también de forma importante el desarrollo inflacionario de la administración cultural es la lógica de la replicación administrativa (Urfalino, 1989): la tendencia a replicar los departamentos culturales en los diferentes niveles de la administración pública en función de la oportunidad –las competencias culturales nunca son exclusivas- y el interés que ofrecen –la acción cultural sirve para crear imagen e identidad, lo cual se traduce en peso político.

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responsabilización se concreta en la tendencia de las administraciones a favorecer la

ampliación y diversificación de los públicos, así como la justificación de las

actuaciones. Esto sitúa a las administraciones en la misma línea de los gestores y

hace de ellas sus más firmes impulsores. Pero más allá de estas instituciones, la

lógica de la inclusión y la responsabilización ha impulsado, asimismo, la extensión de

los apoyos de la administración a los creadores, e igualmente su implicación en el

sostén de actividades artísticas cada vez más alejadas de las artes clásicas (Zolberg,

este libro). En conjunto, todo ello ha contribuido grandemente a la desjerarquización

del campo cultural.

Otro factor de suma importancia en el ascenso de la figura del gestor y en el avance

de la administración cultural dentro del ámbito de la alta cultura ha sido el retraimiento

de las élites sociales (DiMaggio, 1991). Los grupos sociales dominantes, que en la era

del capitalismo familiar habían hecho de la alta cultura un coto exclusivo, una cultura

estamental que servía de base para su cohesión y reproducción local, con la llegada

del capitalismo gerencial cambian las bases de su dominio y dejan de depender de

ella. El espacio acotado de la alta cultura ya no será funcionalmente necesario para la

reproducción de las élites económicas, que ahora ejercen su poder a través de

mecanismos deslocalizados de control corporativo, y consecuentemente éstas dejarán

de sostenerlo. Este abandono sólo será parcialmente compensado por el posterior

desarrollo del mecenazgo fundacional y corporativo. Pero éste ya no operará en el

sentido de la exclusividad, sino que, predominantemente controlado por la clase media

corporativa y motivado por objetivos de imagen pública o de bienestar social, se

convertirá en un aliado de las administraciones y de los gestores en sus políticas de

ampliación de públicos y de eclecticismo estético. Por lo demás, la deriva hacia una

mayor inclusión, social y estética, de las instituciones de alta cultura reforzará todavía

más el desapego de las élites sociales hacia ellas, en cuanto que pondrá en cuestión

también su funcionalidad distintiva. Como puede verse, pues, todas estas dinámicas

no harán sino retroalimentarse, reforzando mutuamente sus efectos.

Ahora bien, no sólo dinámicas de naturaleza socioeconómica y factores de carácter

organizacional han impulsado el cambio cultural contemporáneo. También lógicas de

carácter intrínsecamente cultural han incidido decisivamente en él. La dialéctica

vanguardista del arte moderno, que se despliega de acuerdo con una lógica particular,

sustentada en la autonomía alcanzada por el campo artístico a lo largo de la

modernidad (Bourdieu, 1992), es también responsable, por ejemplo, del alejamiento de

las élites sociales respecto a la alta cultura. Su avance, que va a ir acelerándose con

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el tiempo, no es lineal ni exclusivamente formalista, pero sigue en general una lógica

de progresiva impugnación convencional (tanto en relación con convenciones

discursivas como institucionales). En grado creciente se problematiza, así, la

tradicional función identitaria del arte, se dificulta su comprensión y fruición, y se

cuestiona también el marco social, inmediato o general, en el que se inserta. De este

modo es como el arte fue haciéndose ajeno, y hasta crecientemente antagónico, a las

élites sociales que en otro tiempo lo habían apoyado, contribuyendo a su progresivo

extrañamiento.

La eficacia causal del cambio propiamente cultural no operó en el exclusivo ámbito de

la alta cultura. A este respecto, las transformaciones socioeconómicas de la primera

mitad del siglo XX, que como hemos visto fueron acrecentando el peso y la centralidad

social de la cultura, prepararon el terreno para una mutación trascendental. Los

principios expresivos y subversivos, de naturaleza romántica, que el arte había

articulado durante más de un siglo en el espacio social delimitado y marginal que le

estaba reservado, se trasladaron al espacio social más general. A través del vehículo

generacional de la juventud, estos principios germinaron a finales de los años sesenta

en la llamada contracultura, un conjunto de ideologías y formas de vida contrapuestas

al sistema social establecido. El desarrollo del discurso cultural incidió así, de forma

crucial, en el desencadenamiento de la crisis social de aquellos años. La cultura se

había tornado a esas alturas estructuralmente decisiva.

Las revueltas estudiantiles de finales de los sesenta no obtuvieron resultados políticos

relevantes, pero la revolución expresiva que abanderaron impregnó a toda una

generación y caló profundamente en la sociedad. La desestabilización sociopolítica

que provocaron se encadenó poco después a la crisis económica del 73, que sacudió

los cimientos del orden económico vigente desde la postguerra, debilitando la

capacidad estructurante de la economía. Así, la reestructuración que toma forma a

partir de los años ochenta lo hará ya bajo el signo de la cultura. Los impulsos

contraculturales de los sesenta se materializarán entonces en un nuevo orden de

valores y formas de vida (Martin, 1981), en un nuevo universo de creaciones

postmodernas (Harvey, 1989) y en modelos innovadores de producción económica,

como el representado por el Silicon Valley (Florida, 2002). Pero más allá de

desarrollos específicos, el cambio será de carácter estructural y supondrá, por así

decir, el advenimiento de la sociedad de la cultura.

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La reestructuración de los años ochenta significa, en primer lugar, la culturalización de

la economía. Por una parte, se desarrolla una nueva organización industrial, de

naturaleza postfordista (Piore y Sabel, 1984; Lash y Urry, 1987). En buena medida,

esta organización, basada en la especialización flexible y la desintegración vertical,

surge en respuesta a un nuevo patrón de demanda, extremadamente diverso y

cambiante, de bienes y servicios de carácter posicional, culturalmente muy

elaborados. Se trata de una demanda inducida y regida por el cambio cultural de las

nuevas clases medias postindustriales; así, pues, de una demanda engarzada a la

dinámica cultural, lo que plantea un revolucionario patrón de interdependencia

economía-cultura. A partir de la reflexividad estética que el individualismo expresivo de

las nuevas clases medias entroniza como nueva pauta social, todo el ciclo de actividad

económica, desde la producción (cada vez más basada en el diseño), pasando por la

comercialización (a través de la publicidad), y hasta el consumo, experimenta una

intensa estetización (Lash y Urry, 1994). Por otro lado, aparece un nuevo paradigma

de gestión del trabajo, que trata de trasladar al mundo de la producción ordinaria las

características de la organización artística (Chiapello, 1998) -la gestión por proyecto, la

organización flexible y ligera o la construcción emergente-, y también las del trabajo

expresivo, propio de los creadores (Menger, 2002) –los valores de implicación, de

realización personal, de identificación con la actividad y con la actuación. Se va

conformando así un nuevo espíritu del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 1999), una

nueva ética económica: el ethos creativo (Florida, 2002). Es una suerte de

reconciliación de la economía con la cultura, dos dominios que durante más de un

siglo, a lo largo de toda la era industrial, habían evolucionado en radical oposición.

La reestructuración de los ochenta afecta también en un sentido parecido a la política,

culturizándola. Tras la ruptura del compromiso corporativo se produce la desactivación

del antagonismo político tradicional. Las identidades de clase se erosionan, los

grandes partidos y sindicatos de izquierda entran en declive y los patrones de

mobilización social y de voto dejan de remitirse predominantemente a ellos. Nuevas

dinámicas de signo culturalista se abren paso (Keith y Pile, 1993; Clark y Hoffmann-

Martinot, 1998), a partir de movimientos sociales identitarios (étnicos, territoriales o de

género), de subpolíticas de carácter cultural y de mobilizaciones por causas

específicas (contra el racismo, por ejemplo). Por lo demás, el sistema político se

transforma, de una estructura fundada casi exclusivamente en el nivel nacional, a otra

multipolar, en la que el poder local y la esfera global cobran protagonismo. Estos

nuevos polos gravitarán también crecientemente hacia la cultura, porque de ella

dependerán cada vez más: el ámbito local, para sus estrategias de desarrollo, y el

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global, en cuanto que las nuevas líneas de conflicto que en él se apuntan son

asimismo de naturaleza cultural (Huntington, 1996: 125).

La culturalización de la economía y de la política marcan la doble alteración estructural

que define el nuevo orden de la cultura: la desdiferenciación y la nueva centralidad de

la cultura especializada. Por lo que se refiere a la nueva centralidad, ésta se especifica

paradigmáticamente en el caso de las grandes ciudades (Zukin, 1995; O’Connor y

Wynne, 1996; Lloyd y Clark, 2001; Corijn, 2002; Kwok y Low, 2002). Ahí la actividad

artística ha demostrado ser un recurso eficaz en procesos de regeneración de barrios

degradados o en procesos de promoción de centros históricos (Zukin, 1982; Bianchini

y Parkinson, 1993). A través de ella se expresan cada vez más los conflictos

intergrupales o interétnicos y del mismo modo es manejada hoy políticamente para

lograr el objetivo inverso: la cohesión y la integración social (Jacobs, 1998; Evans,

2001; Sharp et al., 2005). Además, aparece actualmente como un factor de enorme

importancia en la potenciación de la imagen de la ciudad o en su transformación

(Landry, 2000; García, 2005; Yeoh, 2005), función que puede tener una trascendencia

social y económica de primer orden, como demuestra el caso característico de Bilbao.

En éste, como en tantos otros, el efecto renovador revierte en la moral ciudadana, y

por esta vía en el nivel general de actividad, y también, de modo superlativo, en el

atractivo de la ciudad, ya sea para las empresas de fuera o para el turismo.

Con la larga cadena de industrias a las que alimenta (agencias de viajes, líneas

aéreas, aeropuertos, hostelería, restauración), el turismo es uno de los pilares

fundamentales de las economías urbanas contemporáneas (Fainstein y Judd, 1999). Y

junto a él, de forma muy a menudo combinada, además, se sitúan las industrias

culturales (Sassen y Roost, 1999). La producción cultural en su conjunto se constituye

en un motor central de la economía local. Porque estando cada vez más basada la

economía actual en procesos culturales de manipulación simbólica, y siendo así que

esta capacidad de manipulación simbólica se concentra tradicionalmente en las

metrópolis, el sector cultural que la contiene tiende a ocupar un predominante espacio

dentro de ellas (Scott, 1997, 2000). A esta centralidad contribuye también el carácter

especialmente dinámico y avanzado de la producción cultural (Lash y Urry, 1994;

Chiapello, 1998; Menger, 2002), así como su capacidad catalizadora de la economía

creativa (Florida, 2002).

En cuanto a la desdiferenciación, evidenciada en el creciente entremezclamiento de

las esferas política, económica y cultural, su trascendencia como cambio histórico se

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aprecia en contraste con la imagen acuñada de la modernización como proceso de

diferenciación social. Adoptando un punto de vista weberiano, por ejemplo, podemos

representarnos el orden cultural moderno como el resultado de un largo proceso de

racionalización. En él, tanto las representaciones mentales de la existencia como las

instituciones que organizan la vida social se han ido decantando, han ido escindiendo

la imagen mítica originaria, diferenciando ámbitos de realidad y esferas de acción y

dando lugar a grupos culturales distintos y jerarquizados. En la representación

weberiana de la modernidad capitalista, el orden cultural es un orden de valores

contrapuestos y de esferas de acción separadas. Las artes ocupan dentro de él un

espacio autónomo y aislado; un espacio que es relativamente marginal, puesto que,

como la religión, aunque en forma opuesta a ella, las artes no hacen sino desempeñar

una mera función compensatoria: una función de consolación antiracional en el marco

de un modo de vida dominado por la racionalidad instrumental (Menger, 1992).

Frente a esta disposición, típicamente moderna, hemos visto que la interpenetración y

el entremezclamiento entre las esferas política, económica y cultural son

características estructurales de la sociedad actual. El plural y fragmentado modo de

vida contemporáneo ha dejado de estar estrictamente dominado por la racionalidad

instrumental: la weberiana jaula de hierro se ha convertido con el tiempo en una mera

jaula de goma (Gellner, 1987), a través de la cual se puede transitar con facilidad.

Las artes, su lenguaje de elaboración formal, sus valores sensuales y emocionales, su

dinámica de innovación, se proyectan y encarnan más y más en el mundo del trabajo y

la producción, lo mismo que en el entorno material que de él resulta (a través de su

presencia directa, crecientemente ubícua, como imágenes y objetos

predominantemente simbólicos, o en su plasmación indiferenciada en toda clase de

elementos funcionales, así semiotizados). El espacio, público y privado –no digamos el

mediático- se conforma estéticamente. Y las dinámicas de poder y apropiación que en

torno a él se desarrollan adquieren más que nunca un carácter estilizado y ritual. La

afirmación o disputa identitaria, crucial a este respecto, se proyecta hoy, por ejemplo,

desde y hacia los museos, que ejercen así de laboratorios cívicos (Bennett, 2005); o

se despliega también en la piel de las ciudades, poblándolas de formas estéticas

emblemáticas, de escenificaciones patrimoniales y de celebraciones rigurosamente

coreografiadas. Por su parte, actores políticos y poderes constituidos de todo tipo se

legitiman sobre la retórica y sobre los ceremoniales de la autenticidad.

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Como se ha señalado a menudo, la proyección del arte más allá de su espacio

acotado en el orden cultural moderno es un fenómeno intrínseco al propio desarrollo

del arte en la modernidad. Desde las vanguardias dadaista y surrealista surgidas en

las primeras décadas del siglo XX, diversos movimientos han protagonizado intentos

de situar el arte en el terreno de la vida cotidiana, de hacer de la vida una obra de arte,

de apropiarse de lo banal para transfigurarlo artísticamente. Este desplazamiento, sin

embargo, no será estructuralmente efectivo hasta que la nueva centralidad

institucional del arte confluya con la culturalización del modo de vida en la

relativamente desdiferenciada configuración del orden cultural contemporáneo, una

configuración en la que la política, la economía y la cultura se entremezclan hasta tal

punto que ya no cabe hablar siquiera de lógicas independientes. En este nuevo marco,

las artes, no sólo han ganado terreno y se han diversificado, sino que han adquirido

nuevas e importantes funciones: funciones de desarrollo identitario, individual y

colectivo, funciones de regeneración simbólica de espacios y de dinamización

económica de territorios, etc. (Bouzada, este libro). La vida social en su conjunto, tanto

en su dinámica económica como en su dinámica política, tiende ahora a pivotar en

gran medida sobre la dinámica de creación cultural.

La desdiferenciación entre las esferas de la cultura, de la economía y de la política se

corresponde, por otra parte, con una desdiferenciación interna de la propia esfera

cultural. Y es que una característica fundamental del nuevo orden cultural que hoy se

está configurando es la difuminación dentro de él de todas las fronteras y la

atenuación también de todos los contrastes. En la perspectiva de Bourdieu que

anteriormente hemos evocado, la imagen del orden cultural moderno era la de un

orden de la distinción (entre los consumidores), de las distancias (entre los creadores)

y de las oposiciones (entre productores y consumidores). Hoy, sin embargo, tal como

hemos visto, los sectores del arte puro y del arte comercial tienden a converger (las

carreras de los creadores pueden ser igualmente cortas y fulgurantes, los modos de

actuación de los intermediarios tienden a ser cada vez más similares y ya no es

apenas extraño el tránsito entre géneros de diferente legitimidad). Las prácticas y los

consumos culturales son cada vez menos excluyentes (Peterson y Kern, 1996) y el

paso de la posición de consumidor a la posición de creador se ha hecho mucho más

fácil en múltiples actividades artísticas características de la época, sobre todo entre los

jóvenes (Willis, 1990).

La distensión del universo artístico, es decir, la relativa desactivación de sus

oposiciones y jerarquías, que es un factor fundamental en el proceso de ampliación del

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territorio de lo artístico (por asimilación de actividades antes juzgadas como ilegítimas

o como impuras), es también un elemento clave en el cambio de las relaciones entre

las diversas disciplinas artísticas y entre el mundo de las artes y el conjunto de las

prácticas que componen los estilos de vida de la población (Zolberg y Cherbo, 1997).

Si el paradigma de la modernidad artística preconizaba la profundización en las

esencias del propio código disciplinar, la época actual alienta todas las formas de la

promiscuidad, tanto entre géneros como entre disciplinas artísticas. De forma

correspondiente, los curricula de los creadores tienden ahora hacia la versatilidad

(McRobbie, 1999: 8). Y si en otro tiempo la tendencia había sido hacia la expurgación

de toda funcionalidad ajena a la lógica artística del espacio social del arte, hoy vemos

cómo proliferan en este espacio todo tipo de contaminaciones. En realidad, hasta

puede decirse que la propia dinámica de la innovación artística se sitúa hoy

predominantemente en estos espacios intersticiales, interdisciplinares y

supradisciplinares, cifrándose más en la circulación que en la acumulación (Lash y

Miles, este libro).

El nuevo orden cultural da lugar, así, al surgimiento de un espacio de conexiones y

relaciones transdisciplinares cada vez más denso y decisivo. Este espacio propicia la

consolidación del marco local metropolitano como el ámbito característico de la

dinámica cultural contemporánea, y ello porque hace que estos enclaves

metropolitanos, siguiendo la lógica de los distritos industriales, tiendan a concentrar

crecientemente la actividad cultural, al aprovechar las ventajas competitivas de operar

como grandes matrices de procesos culturales múltiples (Rodríguez Morató, 2001).

Dada la creciente intersección de los mercados de trabajo artístico, su mayor densidad

metropolitana ofrece importantes ventajas a los creadores (Menger, 1993). Para las

industrias culturales, dadas las condiciones de producción flexible en las que operan

actualmente, el anclaje metropolitano les proporciona también sustanciales beneficios,

tanto en términos de ahorro de costos de transacción como por las economías

externas que se derivan de la propia densidad de los actores: procesos de aprendizaje

colectivo, políticas y acciones concertadas, etc. (Scott, 1997; 2000). Pero el dominio

cultural metropolitano se cifra sobre todo en la importancia que van cobrando

actualmente los procesos culturales transdisciplinares, que tienden a adoptar una

configuración local: procesos de producción en los que se vinculan diferentes sectores,

como la TV y el mundo editorial, o el sector del juguete y el cine de animación; o

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procesos en los que se entrelaza la actividad de sectores disciplinares específicos y la

actividad cultural informal17.

En el nuevo orden cultural que se materializa en las modernas metrópolis toma forma

una nueva lógica de la creatividad cultural. Es una lógica que ya no opera en forma

lineal y unívoca, a partir de estímulos y de recursos proyectados desde una sociedad

pasiva y refractados y revaluados culturalmente por un universo de creadores

omnipotentes. El dinamismo cultural contemporáneo se cifra ahora en procesos de

contornos flexibles y de carácter no lineal. La dinámica de la creación y del consumo

cultural en las modernas metrópolis depende de forma decisiva de los

entrelazamientos y de las retroalimentaciones entre diferentes sectores y procesos: es

ante todo una cuestión de sinergias y de resonancias interdiscursivas. Las vibraciones

creativas, al igual que las dinámicas de atención valorizadora y de resonancia y

reelaboración simbólica, tienen lugar de contínuo en muy diversos puntos de la matriz

cultural metropolitana, y eso por más que tales vibraciones sigan siendo crucialmente

elaboradas en los territorios de la cultura especializada. En este contexto, el universo

artístico ve erosionada en gran medida su autonomía y disminuida de igual modo su

autoridad, pero acrecienta enormemente su influencia. En la nueva sociedad de la

cultura, el universo de las artes viene a constituir el centro neurálgico de la matriz

cultural local.

La caracterización del nuevo orden La perspectiva que venimos trazando sobre la nueva sociedad de la cultura que hoy se

va configurando ante nuestros ojos no es para nada nueva. En realidad, es una visión

que resuena en numerosas teorías y análisis del cambio cultural elaborados a lo largo

de las últimas décadas. Muchos de estos trabajos han dado cuenta de aspectos

esenciales del nuevo orden cultural. Sin embargo, debido a una inadecuada

focalización, a debilidades o ambigüedades teóricas, o a insuficiencias analíticas de

diverso tipo, estos trabajos no han logrado en general ofrecer una visión consistente

del tema. A menudo han resultado parciales, o incluso contradictorios, y han creado

así con respecto a él un cierto confusionismo. Por eso conviene precisar aquí, aunque

sea brevemente, en qué medida nuestra perspectiva difiere o coincide con otros

17 Harvey Molotch, en un memorable trabajo sobre Los Angeles (1996), explica cómo las culturas de diseño sedimentadas localmente y las imágenes locales dan lugar a un fondo de estilos, sensibilidades y temas del que se alimenta toda la creación local.

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planteamientos de análisis al respecto que resultan especialmente prominentes o

afines.

En primer lugar, hay que referirse a Bell. Daniel Bell advirtió hace ya muchos años

(1977) que el orden cultural actual ya no está regido por la ética puritana racionalista

sino por valores y sensibilidades de carácter hedonista. El diagnóstico de Bell ya

reconocía el carácter culturalista del desarrollo postindustrial de las sociedades

avanzadas. Pero Bell se equivocaba al pensar que la deriva culturalista de la sociedad

postindustrial plantearía una contradicción de fondo al sistema capitalista. Lo que ha

ocurrido, por el contrario, es que los impulsos de la cultura hedonista, además de

canalizarse hacia el mercado, cosa que él ya observaba, se han trasladado también, y

han transformado decisivamente, el propio mundo de la producción. Han desactivado

así la contraposición, que Bell juzgaba insuperable, entre el sujeto de la producción y

el sujeto del consumo. Cabe decir, pues, en suma, que la teoría de Bell proporciona un

excelente punto de partida para la comprensión del nuevo orden cultural, aunque

resulta a la postre inadecuada para dar cumplida cuenta de su génesis y de su

dinámica actual.

En segundo lugar se sitúan las teorías de la postmodernidad. Estas teorías, que tienen

su auge en los años 80 y en los primeros 90, son una derivada heterodoxa, y en

ciertos casos herética, del marxismo académico, al igual que lo es la teoría

postindustrial. Desde esa tácita afinidad de fondo, las teorías de la postmodernidad se

sitúan en continuidad con la teoría postindustrial. Pero no sólo con ella, también con

otras teorías sobre el cambio social de similar raigambre, como la teoría de la

sociedad de la información o la teoría postfordista. Porque de hecho las teorías de la

postmodernidad se caracterizan por su eclecticismo (Kumar, 1995). En cualquier caso,

más allá de su amplia diversidad y de su ambigua identidad (pues junto a algunos

autores que se reconocen como postmodernos muchos otros rechazan tal apelativo),

estas teorías tienden a reconocer siempre la nueva importancia y centralidad de la

cultura, así como el entremezclamiento entre cultura y sociedad18.

18 Ese reconocimiento arraiga en las percepciones que puso en circulación el marxismo hegeliano de entreguerras, influido por la visión weberiana de la racionalización social: la teoría de la reificación de Lukács, que encontró su eco luego en la visión de la sociedad del espectáculo de Debord y en la teoría del simulacro de Baudrillard, y las ideas sobre la pérdida del aura y la mercantilización desdiferenciadora de la cultura de los teóricos de Frankfurt, ideas que enlazan también con Lukács y que repercuten luego en Jameson.

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En términos generales puede decirse que las teorías de la postmodernidad, de

Baudrillard a Jameson o a Harvey, hacen un certero reconocimiento de aspectos

cruciales del cambio cultural que aquí estamos contemplando. Es criticable, sin

embargo, su común indiferencia por la contrastación empírica, que favorece su

irresponsabilidad teórica, y es abiertamente rechazable la irracional pendiente

epistemológica por la que suelen deslizarse (Giner, este libro). En Baudrillard, por

ejemplo, es apreciable su percepción de la potenciación y la semiotización del

consumo, pero se impone descartar la deriva idealista de la teoría del simulacro, con

sus insostenibles corolarios epistemológicos.

Aparte de estas carencias y peligros, hay habitualmente una ambigüedad profunda en

las teorías de la postmodernidad, que denota una grave incomprensión, o cuando

menos confusión, respecto al análisis del orden cultural contemporáneo. Se trata de la

ambigüedad entre una concepción del cambio cultural restringida a la esfera cultural

especializada –“la cultura postmoderna”- a menudo postulada como única perspectiva

de análisis relevante, y una visión más amplia, en la que la cultura aparece

plenamente imbricada en la realidad social y económica, hasta el punto de que ya no

cabe concebirla aisladamente19. Básicamente, este confusionismo se explica por la

falta de una clara asunción de la perspectiva institucional y socio histórica de la

autonomización cultural, que es de raíz weberiana, y por tanto resulta en principio

ajena a estos planteamientos. La dimensión de este déficit, variable según los autores

y orientaciones, determina en buena medida el grado de confusionismo y las

dificultades analíticas que encuentran unos y otros.

En ausencia de la perspectiva weberiana de la autonomización institucional de la

cultura, por ejemplo, Bell es incapaz de comprender la relativa intrascendencia de la

oposición modernista entre cultura y economía, ni el alcance práctico de la

reconciliación postmodernista. Por su parte, Harvey, afectado por la misma limitación,

no consigue ir más allá de la idea del reflejo en su categorización de las relaciones

entre las formas culturales postmodernas y las formas de producción del capitalismo

contemporáneo. Cuando por su aguda sensibilidad respecto al cambio epocal de las

condiciones de vida haya de reconocer la existencia actual de unas más íntimas y

plurales intersecciones entre cultura y sociedad no hará sino constatar su perplejidad

(Harvey 1989: 114-115). Pero Jameson, por el contrario, sí que logra articular una

representación conceptual del cambio. Y lo hace precisamente porque incorpora la

19 Krishan Kumar (1995: 112-121) llama la atención sobre esta contradicción.

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perspectiva weberiana de la autonomización de la esfera cultural, en su caso vía

Marcuse. A partir de ella, los signos de los tiempos ya pueden interpretarse con

sentido: es un proceso de desdiferenciación pluridimensional de la esfera cultural

(entre la alta cultura y la cultura popular, entre las diferentes disciplinas artísticas), al

tiempo que de expansión y disolución explosiva de esa misma esfera cultural en el

dominio general de lo social. Como puede verse, un planteamiento bastante afín en

principio al que inspira la noción de sociedad de la cultura, tal como aquí la

presentamos. La radical insuficiencia analítica del planteamiento desarrollado por

Jameson con respecto a la textura institucional y al contexto socio histórico del cambio

cultural contemporáneo, que resulta de modo inevitable de la perspectiva disciplinar

desde la que se formula, limita, sin embargo, la coincidencia a esta cuestión de

principios.

Moviéndose a partir de las fronteras de la teoría de la postmodernidad, Lash, a

diferencia de los autores anteriores, ha ido elaborando una visión sociológica del

cambio cultural bien fundada en la perspectiva histórica de la autonomía de la

cultura20. Es un necesario punto de partida para desarrollar un análisis fructífero de la

realidad cultural actual21. En el planteamiento de Lash (1990) hay, pues, una clara

percepción del significado histórico de la desdiferenciación cultural, a partir justamente

de la perspectiva weberiana de la diferenciación cultural, recreada luego por

Habermas (1987) y por Bourdieu (1971)22. Al mismo tiempo, no obstante, se

malinterpreta en él la naturaleza del proceso de cambio propiamente dicho, pues Lash

lo considera en continuidad con el esquema de la dinámica de distinción cultural de

Bourdieu, como también hace Featherstone (1991), cuando en realidad el cambio

cultural contemporáneo desbarata la propia noción de capital cultural (DiMaggio, 1991)

en la que esa dinámica se sustenta. Y en contrapartida a esa confusión de signo

materialista sobre el cambio se extrapola además, idealistamente, el análisis de la

situación de la esfera cultural tras él, hablando de un supuesto nuevo régimen de

20 En la sociología de la cultura, sólo Bourdieu antes que él había adoptado esa perspectiva, aunque en su caso de modo muy distinto, pues nunca reconoció la trascendencia de los cambios culturales contemporáneos. 21 Otras teorías de la cultura que se postulan hoy en día a partir de tradiciones teóricas alejadas de esta perspectiva, como la sociología cultural neofuncionalista de Jeffrey Alexander (2000) o el enfoque basado en la idea del “circuit of culture” (du Gay 1997; du Gay et al. 1997), que hunde sus raíces en la tradición neomarxista de los cultural studies británicos, tienen grandes dificultades para valorar debidamente el cambio cultural actual y son por completo incapaces de comprender la primacía estructural de los productores culturales en la dinámica cultural moderna y contemporánea. 22 Bryan S. Turner (1990) también propugnó la adopción de esa perspectiva para considerar el tema del cambio postmoderno, pero sin ir más allá en su análisis.

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significación figural y de una supuesta desdiferenciación de la economía cultural,

cuando la clave estructural del nuevo orden no es ya en verdad el predominio de unas

nuevas fórmulas sino la pluralidad misma de las dinámicas de significación y de los

patrones institucionales de producción, distribución y consumo. En consonancia con

estas derivas, Lash (1990) no conseguirá despejar la ambigüedad sobre el alcance,

restringido o general, del cambio.

Lash y Urry (1994), sin embargo, sí que adoptarán, de modo más coherente, una clara

perspectiva de carácter global sobre la desdiferenciación cultural. Por más que no

llegarán todavía a desarrollar una visión plenamente articulada y consistente del nuevo

orden cultural, en ese libro avanzarán ya toda una serie de valiosos análisis sobre él.

Una idea subyacente a todos ellos será que la cultura –la cultura especializada- tiende

ahora a constituirse en principio matriz de la sociedad. Es la idea fundamental que

sugiere la expresión sociedad de la cultura, que Lash y Urry llegan a emplear

ocasionalmente en su libro (1994: 143), importando y traduciendo la expresión

alemana Kulturgesellshaft23.

En torno a la noción de sociedad de la cultura hay, pues, una perspectiva abierta de

investigación y análisis24. En esa perspectiva se inscribe este trabajo25. No obstante,

la visión que aquí planteamos de la sociedad de la cultura, más allá de subrayar la 23 Hermann Schwengel (1991) ha explicado que la fórmula Kulturgesellshaft se ha venido utilizando repetidamente en círculos políticos y académicos alemanes desde principios de los años 80. Allí, al parecer, el término designa una cierta perspectiva de modernización de las sociedades capitalistas avanzadas: la perspectiva del avance de la sociedad postindustrial, que potencia el individualismo, la flexibilidad y la reflexividad social, y en dónde la actividad cultural especializada se convierte en un importante activo económico y la creatividad artística y cultural deviene un modelo social fundamental. 24 Tras Lash y Urry (1994), Angela McRobbie (1999) la ha hecho suya también. 25 Conviene advertir que esta perspectiva nada tiene que ver con el concepto de sociedad de cultura, que ha empleado Emilio Lamo de Espinosa en varias de sus obras (Lamo de Espinosa et al., 1994; Lamo de Espinosa, 1996). En su caso, la idea de sociedad de cultura, confrontada siempre a la de sociedad de ciencia, remite a una noción muy básica y al tiempo muy restrictiva de cultura, como “conjunto de respuestas ya probadas y contrastadas a incitaciones del entorno” (Lamo de Espinosa, 1996: 27). La cultura aparece ahí como una elemental forma de vida colectiva de carácter intemporal; algo ciertamente periclitado y opuesto por principio a la modernidad. Esta acepción de cultura le sirve a Lamo para establecer un radical contraste con respecto a la ciencia y así caracterizar a la sociedad actual como sociedad de ciencia. Como es obvio, el concepto de cultura implícito en nuestra expresión sociedad de la cultura, lo mismo que el que encierra la expresión Kulturgesellshaft, no tiene apenas nada en común con el que Lamo utiliza. La cultura de la que nosotros hablamos es en primer lugar la que se gesta en el seno de la esfera cultural especializada, donde la ciencia ocupa su lugar al lado de las artes y éstas muestran un dinamismo tan intenso como el de aquélla; y aunque comprende asimismo la dinámica simbólica que tiene como marco el modo de vida (Hannerz, 1992), se trata de un modo de vida que no es ya unívoco ni estable, si no que se declina en plurales y cambiantes estilos de vida, continuamente reelaborados en estrecha relación con los flujos simbólicos procedentes de la esfera cultural especializada.

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nueva centralidad de la cultura especializada, como hacen en mayor o menor grado

las diferentes versiones que de ella se ofrecen, propugna la focalización del análisis

sobre ese componente de cultura especializada, en tanto que motor de la dinámica

cultural contemporánea. Es un punto de partida que nos parece esencial para poder

llevar a cabo una teorización consecuente del nuevo orden cultural.

Peligros y oportunidades para las artes en la nueva sociedad de la cultura El escenario clave de la sociedad de la cultura es la ciudad. En el contexto urbano, la

mayor centralidad social de la cultura supone, en primer lugar, una mayor atención

pública hacia ella; una atención que valoriza la creación y el patrimonio autóctono, que

incita a la práctica y al asociacionismo cultural, aunque no siempre repercuta

inmediatamente en el consumo, y que, en cualquier caso, suele conjugarse también

con un incremento en el interés externo, con un aumento del turismo cultural, por

ejemplo.

La mayor atención publica revierte, de una u otra forma, en un aumento de los

recursos disponibles para la actividad artística, ya sea por la nueva demanda que

produce el turismo cultural, por una mayor propensión al mecenazgo o al patrocinio

cultural privado, o, en fin, por una mejor disposición de los poderes públicos a la

inversión en cultura.

Pero al mismo tiempo, la nueva centralidad social de la cultura en la ciudad ofrece

también no pocos riesgos para la propia vitalidad cultural urbana. Numerosos

sociólogos han documentado ampliamente los procesos de aburguesamiento que

suelen experimentar los barrios artísticos de las ciudades y el efecto de expulsión que

esto tiene para los creadores. Analizando el caso de Nueva York, la metrópoli cultural

arquetípica del siglo XX, Sharon Zukin ha llegado a concluir que “puede haber una

contradicción entre la reputación de Nueva York como lugar de innovación cultural y

como mercado cultural” (Zukin, 1995: 150).

Por otro lado, la evidencia de la utilidad de la cultura para el desarrollo urbano, ya sea

por sus efectos cohesionadores o por los múltiples beneficios económicos que se le

asocian, suscita el peligro de la funcionalización extracultural de la política y de la

acción cultural, dependencia que puede tener repercusiones muy negativas en la

vitalidad artística de la ciudad. Es un peligro que se concreta hoy en día especialmente

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en el sesgo economicista de muchas políticas culturales, concebidas tan sólo en razón

de sus repercusiones económicas a corto plazo, y ciegas respecto a los efectos que

pueden producir en los complejos y delicados sistemas culturales contemporáneos.

En cuanto a la revolución comunicacional que estamos viviendo, sus efectos sobre el

mundo de la cultura son igualmente ambiguos. Frente a los agoreros de la

homogeneización cultural, cabe constatar que la multiplicación de los canales y de los

flujos mediáticos tiende a aumentar las posibilidades de emisión de nuevos contenidos

(Crane 2002). En el contexto de Internet, será más fácil para las producciones

periféricas o marginales acceder a públicos lejanos y especializados. Y por otra parte,

el propio aumento generalizado de la demanda de contenidos proporcionará nuevos

recursos que repercutirán directa o indirectamente en todo el mundo de la creación

cultural.

Sin embargo, también en este caso son obvios los riesgos que entraña el actual

desarrollo comunicacional para el florecimiento de las artes. Por un lado, el proceso

está dando lugar a una acelerada concentración de los conglomerados mediáticos,

que de entrada limita ya la competencia y amenaza la diversidad dentro de los viejos

marcos estatales (Tremblay, este libro). Y por otra parte, en el contexto de la

desjerarquización estética propia de nuestros días, en el que la autoridad de la

creación artística está muy mermada, la potenciación de los polos industriales de la

cultura, con su inherente tendencia conservadora, puede poner en peligro la viabilidad

de las iniciativas innovadoras.

La creatividad cultural sólo puede germinar localmente y hay una tensión de fondo

inevitable entre el desarrollo cultural urbano y el auge de la industria cultural

comunicacional. De hecho, un nefasto escenario alternativo de la sociedad de la

cultura podría ser el hogar mediáticamente conectado. Cabe pensar que esta tensión

entre el escenario del solipsismo receptivo y el de la ciudad creativa se decantará en

favor de la creatividad cultural sólo en la medida en que consiga fraguar una nueva

forma de autonomía artística, que ahora habrá de ser de base local, multicultural e

interdisciplinar, más que universal y sectorial; y ya no de carácter absoluto e

irresponsable, como en los tiempos heroicos del modernismo, sino una autonomía

permanentemente negociada con las comunidades de las que emerge y con los

nuevos socios de la innovación artística.

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Panorámica general del libro

Los capítulos que componen este libro exploran, a través de diferentes registros

analíticos, las claves de fondo de la nueva sociedad de la cultura. De un lado, analizan

el trasfondo estructural de las profundas transformaciones que ha experimentado la

cultura moderna a lo largo del siglo pasado y las nuevas configuraciones que hoy en

día la caracterizan. De otro, muestran las nuevas articulaciones y dinámicas

territoriales de la cultura en la sociedad contemporánea. Y por último, proporcionan

también puntos de vista críticos sobre algunos de los efectos más inquietantes de esta

evolución culturalista de la sociedad en la que estamos inmersos.

En la primera parte, se consideran algunas de las principales dimensiones de cambio

del ecosistema cultural. Gilles Pronovost examina, para empezar, las principales

transformaciones que ha experimentado la participación cultural en Occidente. A este

respecto, Pronovost detecta dos grandes tendencias de evolución longitudinal: de un

lado, hacia un lento crecimiento del tiempo libre y de otro, hacia la intensificación

correlativa de las prácticas culturales. Más allá de estas evidencias de fondo, lo que

Pronovost constata también es el importante proceso de renovación cultural que ha

tenido lugar en las últimas décadas, con cambios significativos en los patrones de

consumo –ahora cada vez más diversos- y con un creciente papel de los medios en el

acceso a la cultura. En el segundo capítulo, Antonio Ariño analiza el fenómeno de la

patrimonialización cultural, un proceso en continua expansión, que supone la radical

redefinición culturalista de la tradición y del pasado. A este respecto, Ariño muestra

cómo a partir de la segunda mitad del siglo XX la noción moderna de patrimonio

desemboca en el concepto de patrimonio cultural, un concepto intrínsecamente público

e inclusivo, a través del cual todo lo que rodea al modo de vida tradicional y todo lo

que remite al pasado entra en proceso de museización, haciéndose acreedor a una

nueva valoración (estética o científica) y a un nuevo tratamiento (de preservación,

estudio y espectacularización). Y si la museización se extiende así, por medio de la

patrimonialización cultural, a nuevos ámbitos más allá del arte, en el terreno

propiamente artístico se transforma, haciéndose en este caso más plural y más

compleja. Eso es lo que muestra Vera Zolberg en el capítulo siguiente, al considerar el

modo en el que las instituciones artísticas han ido cambiando sus políticas de

inclusión-exclusión a lo largo del siglo pasado. El caso norteamericano, que Zolberg

examina en particular, resulta paradigmático a ese respecto. Lo es tanto por su

posición especialmente avanzada en esa línea de evolución, que es debida al carácter

relativamente más democrático de sus élites y a la gran diversidad étnica del país,

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como por el poderoso influjo que el modelo cultural norteamericano ejerce en todo el

mundo. El universo artístico tiende en ese sentido a ampliar sus principios de

reconocimiento y a problematizar sus relaciones con la sociedad.

En su sentido más tradicional, la cultura ha solido ser considerada como un orden

simbólico unitario que organizaba la vida de una comunidad territorialmente bien

delimitada, distinguiéndola de otras. De modo equivalente, la cultura especializada

moderna ha tendido a ser tácitamente representada en el espacio del Estado-nación.

En ambos casos, el marco territorial resultaba implícito, por su carácter estable y poco

decisivo. Pero en el contexto actual de la globalización y la culturalización de la

sociedad la dimensión territorial de la cultura se ha tornado crucial, definitoria. La

segunda parte del libro aborda esa perspectiva. En ella, Scott Lash y John Miles

analizan, primero, el fenómeno paradigmático del llamado Joven Arte Británico, que

estos autores consideran característico de la nueva sociedad de la cultura globalizada.

A través de él, nos muestran, en efecto, cómo las nuevas coordenadas propician una

nueva lógica de la práctica artística (de circulación y ya no de acumulación) y cómo

ésta, que supone una nueva interpenetración entre cultura y sociead, alumbra un

nuevo estatus del objeto artístico. Por su parte, Xan Bouzada revela en el capítulo

siguiente cómo la potenciación contemporánea de la cultura se imbrica con el proceso

de globalización, transformando las configuraciones y las dinámicas culturales locales.

Bouzada destaca, a este respecto, las ambigüedades del proceso de globalización

cultural, un proceso que promueve la activación local de la cultura, pero a costa de su

deriva privatizadora y comercial, y que pone en riesgo también la vitalidad de las

identidades culturales locales.

La nota crítica de Xan Bouzada es amplificada, por último, en la tercera parte del libro,

donde se sitúan las reflexiones que pretenden alertar sobre las amenazas que entraña

la presente situación. Ahí, en el capítulo sexto Gaëtan Tremblay recapitula las

circunstancias que hacen de la cultura un sector de actividad de importancia crucial en

la sociedad contemporánea. Sin embargo, para Tremblay esta especial revalorización

de la cultura en el mundo actual no constituye en realidad un signo positivo de los

tiempos. Por el contrario, para él supone más bien un problema, pues en su opinión

implica su trivialización mercantil, amén de otros peligros. En este sentido, Tremblay

concluye afirmando la necesidad de un recentramiento de los valores culturales. Por

último, en el capítulo séptimo Salvador Giner nos ofrece una meditación crítica sobre

el propio discurso analítico que la sociedad de la cultura como tal propicia, cerrando de

este modo, a través de un exacto itinerario reflexivo, el recorrido de este libro. El hecho

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es que uno de los efectos del avance desdiferenciador de la sociedad de la cultura es

la desestructuración cognoscitiva, tal como el aldabonazo postmodernista de Lyotard

puso de manifiesto, y que una de las expresiones de esa desestructuración se halla en

la proliferación de discursos acríticos sobre la nueva realidad cultural (muchos de ellos

inscritos en el vaporoso mundo de los estudios culturales). Pues bien, el trabajo de

Giner constituye una vigorosa crítica de esa deriva y al mismo tiempo una enérgica

reivindicación del más sobrio discurso analítico de la sociología de la cultura, que es el

discurso propio de este libro. En este sentido, para él sin duda representa un muy

adecuado colofón.

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