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1 Nota para la presente edición. La Piedra Simpson, y otras 80 piececillas de dudosa verosimilitud, fue escrita entre 1984 y 1986, y editada por Alfaguara en 1987. Inicialmente constaba de cien cuentos, que el editor redujo a ochenta. Son muchos los cuentos leídos desde entonces, y los escritos (y los que me tuve que contar, y los que hube de vivir, para sobrevivir), por lo que, de manera natural, se ha “caído” casi un tercio de los cuentos de aquella edición. Los que ahora se presentan conservan del original la idea íntegra y el noventa y nueve por ciento de su texto, y están dispuestos casi en el mismo orden. Hay además, intercalados, tres cuentos nuevos: total: cincuenta y seis piececillas. Madrid, otoño de 2012 Alberto Escudero La Piedra Simpson Y otras cincuenta y seis piececillas de dudosa verosimilitud

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Nota para la presente edición.

La Piedra Simpson, y otras 80 piececillas de dudosa verosimilitud, fue escrita entre 1984 y 1986, y editada por Alfaguara en 1987. Inicialmente constaba de cien cuentos, que el editor redujo a ochenta.

Son muchos los cuentos leídos desde entonces, y los escritos (y los que me tuve que contar, y los que hube de vivir, para sobrevivir), por lo que, de manera natural, se ha “caído” casi un tercio de los cuentos de aquella edición. Los que ahora se presentan conservan del original la idea íntegra y el noventa y nueve por ciento de su texto, y están dispuestos casi en el mismo orden. Hay además, intercalados, tres cuentos nuevos: total: cincuenta y seis piececillas. Madrid, otoño de 2012

Alberto Escudero

La Piedra Simpson Y otras cincuenta y seis piececillas de dudosa verosimilitud

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ÍNDICE

Prólogo 1

Índice 2

1. La patada 4

2. Los espejos amaestrados 6

3. Todo consejo desinteresado es por nuestro bien 11

4. En lo cotidiano es donde únicamente… 14

5. Que las almas sepan en cada momento… 16

6. Más que profesión, vocación 17

7. El misterio de Pelton Hills 20

8. Informe rutinario a las altas instancias 21

9. El hiperrealismo del cinquecento… 23

10. La Marquesa salió a las cinco 25

11. Polémicas literarias nocturnas 28

12. Una buena capacidad de síntesis 29

13. Quo Vadis 31

14. Las palabras, cuanto antes… 33

15. Cuándo llegará el penúltimo samsara 35

16. Bailes de antaño 37

17. La confabulación 40

18. Un avance espectacular en la medicina… 42

19. Perseverancia; esa es la única virtud 44

20. Cambios en el castigo no lo mitigan 46

21. Un domingo cualquiera 48

22. En Roma siempre queda algo por ver 51

23. Un viernes cualquiera 53

24. Escaleras 54

25. La nueva hermenéutica… 57

26. Polifonía de vecindonas 58

27. No hay que ser nunca escrupuloso… 60

28. Salvar el alma pese al cuerpo 61

29. Fin del amor a las palabras 65

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30. Una gran pintura, de no ser manierista… 66

31. Pasatiempos 69

32. Volver a empezar las cosas allí… 71

33. Si Jean-Baptiste Lamarck… 73

34. La naturaleza: has visto una… 74

35. Reversibilidad también de la seducción 77

36. Pasarse enteramente al otro lado 79

37. Si se pierden las formas… 81

38. No ir más allá de los menguados límites… 84

39. Adivinanza nocturna 86

40. Un servicio eficaz 87

41. Los dos científicos que no sabían… 89

42. Nadie o casi nadie se avergonzaba… 90

43. Al principio, a veces… 91

44. Abuelitas desgraciadamente en extinción 93

45. Otro de la abuelita 95

46. Prevaricación de la intertextualidad 97

47. Cuidado con la crítica… 99

48. El viaducto 101

49. La experta y el aprendiz 103

50. Acróbata sin red: en la red 105

51. Ministerio para la Mejora Cultural 107

52. La componente trágica de la música… 108

53. Contar los aconteceres 110

54. Ejemplar suceso… 113

55. La Piedra Simpson 116

56. Una última cosa… 123

Dedicatorias y agradecimientos 125

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1. La patada

En la media hora que llevaba caminando, sólo me había

cruzado con cuatro o cinco personas.

Vaya unas horas. Qué cierta es la expresión popular

“éstas no son horas”. No recordaba haber empezado nunca el

día al amanecer, aunque sí haberlo acabado, y muchas veces.

Ah, aquellos eran tiempos. Tiempos que no volverán…

Nostalgia puede que no sea más que un melancólico eufemis-

mo de resignación.

Pocas ciudades se ven favorecidas cuando la luz es tan

incierta; aquella además no parecía que pudiera mejorar con

luz alguna. Ya nada me retenía allí. Por mi gusto me habría

largado mucho antes, pero no hubo manera; había que

esperar el “fatal desenlace”, una de las muchas circunlo-

cuciones que tratan de soslayar la muerte.

Aunque no tenía sentido encolerizarse ante lo irreme-

diable, una vez más hube de rezongar: “A quién se le ocurre,

irse a morir ahora, en estas fechas que no hay un solo billete

para salir de la ciudad”.

Toda la noche en aquel hospital siniestro, sin pegar ojo,

entre parientes que siempre me han odiado y nunca dejaré de

despreciar. Y media hora buscando mi abrigo por todas

partes, hasta que descubrí a mi tía Águeda sentada encima.

En el hospital había oído hablar del bar adonde me

dirigía. Allí al parecer se conseguían billetes; falsos, imaginé.

Qué mañana más desapacible. Nunca entendí la

costumbre de morirse al amanecer más que como ganas de

fastidiar a parientes y amigos. La falta de sueño, además, me

tenía destemplado y con mal cuerpo. “Cuando llegue al bar

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ese me voy a tomar un buen café, y un coñac”, recuerdo que

me dije.

Aquel era el bar, sin duda; no había más que ver a la

gente que había dentro; los viajeros varados son inconfun-

dibles.

Se me acercó un tipo patibulario:

−Venga conmigo −me susurró, con el rostro a pocos

centímetros del mío.

Su aliento, pese a las horas que eran, apestaba a ajos.

Pensé que sería un exceso homeopático.

−¿No puede esperarme un momento? Quisiera tomar-

me…

−No hay tiempo que perder.

Salí con él. Ni café ni copa.

−Vamos ahí abajo −y me señaló las escaleras del metro.

Hice un gesto de extrañeza; había venido a un bar

próximo a la estación de autobuses para coger uno que me

llevara a mi pueblo; la línea de metro llevaba a la estación de

trenes. Pero él me insistió, ya con acritud:

−No querrá usted que dé la patada aquí.

La patada; no lo entendí; pensé que era una expresión

típica de esa gente, una extorsión quizás.

Llegamos a la taquilla; saqué unas monedas. No

hicieron falta; el hombre mostró un carnet a la taquillera y

esta se envaró, y nos hizo un gesto para que pasáramos. Me

intranquilicé aún más; a ver si el tipo aquel iba a ser de la

policía.

Caminamos por la estación. Al final del andén había

unos peldaños; nos internamos por el túnel.

No las tenía todas conmigo. Aguzaba el oído a cada

momento, para intentar prever la llegada de algún tren. Me

parecía ver sombras de enormes ratas.

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Pasada la segunda curva, mi guía se detuvo. Dio una

patada en el suelo y, por la grieta que se abrió, subía un calor

insoportable, con toque levemente azufroso.

No iba a necesitar nunca más el abrigo. Hizo muy bien

mi tía Águeda quedándose con él.

2. Los espejos amaestrados

Al ser retrovisores todos los espejos, enmarcado Narciso se contempla por lo que hay detrás. No quiere ver, no quiere saber lo que hay delante, por eso interpone espejo que lo tape. El espejo se lo oculta servilmente, mas no siempre.

−¿Qué le podríamos regalar a Marianne?

−El otro día, cuando me enseñó la reforma que han

hecho en el ático, vi un rincón en uno de los pasillos y pensé:

“aquí le vendría muy bien un espejo”. ¿Por qué no vas adonde

el señor aquél que era amigo de tía Elvira? Don Toribio, creo

que se llama. Allí tienen de todo.

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Efectivamente, tenían de todo; demasiado: no sabía cuál

elegir. Señalé uno, no muy recargado y con una airosa cenefa

Segundo Imperio.

−Ah… Veo que usted entiende. Y está, además, muy

bien de precio; le saldrá en unos veinticinco mil.

−Creo no haber oído bien.

−No, sí; ha oído usted bien. Le parecerá quizás algo

excesivo, pero tenga en cuenta que todos nuestros espejos se

venden ya amaestrados y, naturalmente, esto lleva muchos

gastos: hay que seleccionarlos; hay que tener personal

especializado; seguros sociales…

−¿Amaestrados? −el caso era que aquel hombre no tenía

cara de gastar bromas, ni de estar loco.

−Sí, claro. Los espejos de calidad son muy perezosos; si

por ellos fuera, no reflejarían más que estrictamente lo que

mandan las leyes de la óptica. Por eso nos vemos obligados a

“forzarlos un poco”, ya me entiende. Es preciso que le mostre-

mos a usted nuestras instalaciones. Tenga la bondad de

acompañarme.

Por una puerta disimulada que había al fondo, pasamos

a una espaciosa trastienda. Había allí varios empleados, con

guardapolvos; cada uno de ellos se contoneaba frente a un

espejo y le hablaba en un extraño lenguaje. Volví la cabeza

con inquietud hacia la puerta, por si había que huir

precipitadamente de aquel sitio.

−Estos espejos que ve aquí son ejemplares en fase de

perfeccionamiento, ya han pasado por todas las otras fases del

proceso. Vamos a hacerle una pequeña demostración.

Llamó a uno de sus empleados.

−Ramón, haga usted el favor. Póngase frente a este, para

que el señor cliente pueda apreciar nuestro trabajo.

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Al tal Ramón daba pena verlo, pero el espejo devolvió

una imagen de él bastante aceptable. Mi perplejidad se iba

convirtiendo en oscuros temores.

−Le voy a enseñar ahora lo de abajo. Hace un poco de

frío, le advierto.

Seguí a don Toribio. Los empleados me dedicaron una

mirada burlona; luego sabría por qué.

Recorrimos varias salas, todas ellas repletas de

hermosos espejos. La trampilla se levantaba con una polea y

un motor. A medida que bajábamos, las escaleras se iban

haciendo más lóbregas. En uno de los rellanos había una

repisa con unas capuchas.

−Tome; vamos a ponernos esto.

−¿…?

−Con los de aquí abajo todo el cuidado que se tenga es

poco. Si se quedan con su cara, puede que algún día le hagan

una faena, porque además se transmiten las imágenes de

unos a otros.

El sótano era una excavación a modo de catacumba,

con pasillos y galerías laterales. Había muy pocas bombillas, y

envueltas en trapos.

−Vamos hacia las celdas de castigo. Deme la mano, está

el suelo muy mal en algunas zonas.

Nos detuvimos frente a una puerta de hierro. De detrás

de ella provenían unos débiles sollozos, muy extraños.

Cuando me di cuenta de qué clase de sollozos se trataba, sentí

erizárseme todo el cabello.

−Mire, don Toribio −me salía solo un hilo de voz−. Mi

mujer sabe que he venido aquí. Y lo sabe también mi socio, y

su secretaria…

−No le va a pasar a usted nada; esté tranquilo. No son

más que espejos. Los tenemos encerrados varios meses, en la

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oscuridad, para que se vayan “ablandando”, que decimos

aquí.

−Pero es terrible…

−No tanto como parece. Hay muchos que fingen el

llanto, para que creamos que ya están a punto.

−¿Y en ese caso…?

−Cuando lo descubrimos, otra vez para adentro. Y a

algunos no tenemos más remedio que ejecutarlos.

−¿Ejecutarlos?

−Sí; solo a los que reinciden varias veces. ¿Quiere ver la

celda de los condenados a muerte? Hay siempre alguno,

porque espaciamos las ejecuciones, para hacerlas delante de

los que aún pueden enmendarse, por si les sirviera de lección.

Aquello me pareció ya demasiado: solté una carcajada,

tras de lo cual sentí un gran alivio.

−Vamos, pues, a ver a esos desgraciados −dije, riéndome

de nuevo.

Caminamos por una larga galería. Al final había una

estancia, aceptablemente iluminada.

−A estos ya no importa que les dé la luz. Tenga cuidado;

son peores que las fieras. Las fieras no nos conocen como

ellos, que nos ven como somos, y como no quisiéramos ser, y

saben lo que nos aterra que fuéramos en realidad: conocen

bien nuestros puntos débiles. Tome; y no dude en emplearlo.

Y me alargó un martillo.

−Pruebe usted con ése.

Me puse frente al que me indicó, observándolo por todos

lados.

Comencé a oír algo parecido a un zumbido; luego un

ronroneo. De repente me vi. Santo Dios: CÓMO ME VI.

El grito del espejo se confundió con mi propio grito;

levanté el martillo; entonces el espejo me devolvió una imagen

todavía más espantosa. No sé cuántos años he de vivir, pero

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sé que no lograré olvidar aquella tremenda visión. Caí

desmayado.

Recobré el conocimiento en un camastro que tenía don

Toribio para estos casos, en el pasillo. Puso el tapón al frasco

de sales. Se fueron los empleados.

−No ha sido nada; solamente el susto. Es aconsejable

que nuestros clientes tengan esta experiencia. Creo que ahora

está usted en disposición de comprender la razón de que

nuestros precios sean, digamos, poco frecuentes.

A los pocos días estuve en casa de Marianne, y me

apresuré a ver el espejo. Llamé a don Toribio esa misma tarde:

−…Le parecerá a usted una chifladura, pero le he

notado al espejo una especie de…

−¿Sonrisa irónica?

−Sí, exactamente.

−Ah, no se preocupe; la ironía es siempre resignación.

Ésa es la señal de que está bien amaestrado. Es lo que

permite tener la seguridad de que devolverá siempre a sus

amos la mejor imagen.

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3. Todo consejo desinteresado es por nuestro bien

−Haga usted el favor de firmar aquí. Bien. Ahora tiene

que esperar unos quince días. Le comunicaremos por correo

la fecha de instalación.

El empleado ofrecía un aspecto desolador; amplias

ojeras y traje negro, con todas las dobleces abrillantadas por

el desgaste.

−¿Y este número que pone aquí va a ser el de mi

teléfono?

−Es ya el de su teléfono.

−Qué gracioso; me dan el número antes que el teléfono.

−Sí, es una paradoja. Por cierto: no se le ocurra a usted

marcarlo, y menos desde una cabina. Es por su bien.

Y dijo esto último con inenarrable expresión en sus

desesperados ojos.

Fernando salió de la oficina de la Telefónica y se dirigió

hacia la parada del autobús. Llegó justo a tiempo de ver cómo

se alejaba; el próximo no pasaría antes de una hora.

Buscó en vano un kiosco de periódicos. Tampoco había

un bar donde echarse un café. Cerca de la parada, en una

calleja solitaria, vio una cabina de teléfonos; decidió probar, a

ver qué pasaba.

Marcó su número. Daba señal de llamada; era lo que

había supuesto: el número aquél todavía pertenecía a otro

abonado. No le dio tiempo a colgar.

−Sí. Dime.

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La voz le resultó familiar.

−...Oiga.

−Sí, sí, te oigo. Dime, Fernando.

−¿Cómo sabe usted mi nombre?

−Nuestro nombre, querrás decir.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

−Bueno, ¿pero qué clase de broma es ésta?

−¿No te advirtió un empleado de la Telefónica, un señor

vestido de negro, que no llamaras?

−Sí, bueno, pero yo...

−El hecho es que estamos hablando, ¿no? Pues

aprovecha; estos desdoblamientos ocurren rarísimas veces.

−¿Y cómo voy a aprovechar...?

−Preguntando, naturalmente. Sé toda nuestra vida.

−Como yo, imagino...

−No me has entendido. Cuando digo toda me refiero a

TODA; desde el día que nacimos hasta el día en que hayamos

de morir...

Se le secó la garganta. Le latían las sienes. No; no iba a

preguntar por el día de su muerte. Además: qué tontería;

estaba cayendo como un imbécil en la broma del tipo aquél.

−Mire: vamos a dejarlo; ya ha sido suficiente tomadura

de pelo.

−Veo que no me crees; quizás porque estás muerto de

miedo. A ver si con esto te logro convencer. La promesa del

señor Gálvez sobre nuestro ascenso; ¿te acuerdas?

−Sí.

−Es que hace tanto tiempo, que creí que se te había

olvidado. Bien; pues la plaza la cubrió con Norberto, hace más

de tres meses. ¿No has advertido las sonrisas de los amigos de

Norberto cuando nos cruzamos con ellos en el pasillo?

−...

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−Más. Las dos horas extraordinarias que dice Julia que

hace cuando llega a casa a las diez, pues es cierto.

−Ah.

−Quiero decir que se lo pasa extraordinariamente bien,

con Paco, el del almacén. Otras veces no...

−No.

−Otras veces no es Paco, es Elías, que se la lleva al

camión.

Se encontraba mal realmente.

−Ay, madre...

−¿Madre? Por poco tiempo; verás cuando vayamos

mañana a recoger sus radiografías...

Le daba todo vueltas. No pudo aguantarse más. Y con

cada sollozo parecía que iba a partírsele el corazón. De nuevo

la voz.

−¿Crees que estás solo? No es cierto; me tienes a mí...

Lo que pasa es que eso que llaman vida, es una mierda, hay

que largarse de ahí, créeme. Venga, límpiate esas lágrimas.

Los hombres no lloran. Vamos a ver: súbete al saliente que

hay frente a la puerta. Así, perfecto. Ahora: encima del

teléfono, a tu izquierda; ¿ves que hay como una especie de

pivote? Bien; pues engancha ahí el cable del teléfono. No te

preocupes, que resistirá. ¿Te lo has arrollado ya? Estupendo.

Ahora salta. Salta, Fernando, salta y vente... Aaasí: muy bien.

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4. En lo cotidiano es donde únicamente puede un hombre llegar a forjarse

Lo extraordinario casi nunca acaece; es algo que uno mismo hace surgir, para obligar a la soledad a una tregua. No tengo nada contra la soledad, y tratar de neutralizarla con lo extraordinario me parece un recurso poco imaginativo, de cobardes tal vez. Lo cotidiano: ahí es donde se forja un hombre. En el plano de lo cotidiano hay que probar los amores y buscar la aventura, y nunca olvidar que ambas cosas son siempre con uno mismo. Pensaba todo esto una mañana cualquiera; se anunciaban las primeras luces del día por los bordes de las contraventanas. Estaba abrazado al mullido cuerpo de Louise, mientras ella dormía plácidamente. Siempre dormía así; para mí era todo un hallazgo. Con otras con las que había dormido antes no pude sentir nunca esa doble sensación: fiel compañía y, al mismo tiempo, independencia en mi propio yacer. De repente, tuve un presentimiento. Han pasado años de esto y aún no logro explicarme por qué lo tuve, ni mi comportamiento en tan tremendo trance. Encendí la luz:

−Louise. ¡Louise! No se movía; estaba boca arriba, con los ojos abiertos. Le ocurría con cierta frecuencia, pero enseguida comprendí que esta vez era más serio. Abrí el cajón de las medicinas; no vi la que buscaba. ¿Dónde diablos la habría puesto? Le tenía dicho que no la moviera de su sitio. Quizás en la cocina. Corrí por el pasillo.

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Pero al pasar frente al espejo del recibidor, frené en seco. Me vi allí asustado, en pijama, y lo insólito de esta situación fue probablemente lo que hizo que mirara mi propia imagen como si no me hubiera visto en años. Me acerqué jadeante y, frente al espejo, noté adentrárseme una idea como un bisturí; hasta me pareció oír esa idea en la voz de mi imagen: “¿Estás seguro de que tienes tanta prisa?”. Quedé petrificado. Sentí cómo el terror me paralizaba. Seguía ante el espejo; la cara se me estaba deformando en una expresión atroz, cuya visión realimentaba su creciente distorsión; empezaba a creer que me iba a ser dado contemplar el verdadero rostro del crimen. Estaba perdido y al borde del máximo horror. En medio de un estremecimiento, apreté los dientes; no era la primera vez que me veía en una situación apurada. Llevo muchos años peleando contra los fantasmas que se originan en los más bajos instintos. Me aferré a una idea-asidero: ella estaba allí y me necesitaba, y si seguía demorándome podría perderla para siempre. Para siempre, para siempre… Estas dos palabras martilleaban mis sienes. Caí finalmente de rodillas, con la cabeza entre las manos, y lloré, lloré como un niño. Sequé mis ojos con los faldones de la camisa del pijama. Me incorporé y llegué hasta la cocina; enseguida encontré la cajita. ¿Quién la habría llevado hasta allí? Subí inmediatamente a la habitación. Louise seguía en la misma postura; retiré las sábanas; su hermoso cuerpo lució en todo su esplendor. Acerqué mi rostro al suyo, que se iba demacrando por momentos, y apenas pude percibir su respiración. Puse mi oreja sobre su pecho; se oía un leve ruido, como un silbido. Localicé al fin de dónde provenía; nada de importancia. Abrí la cajita y tomé un parche, y el pegamento.

−Te vas a poner buena enseguida. Por primera vez en la mañana, entreví un atisbo de esperanza.

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5. Que las almas sepan en cada momento y ocasión a qué atenerse

−Ave María Purísima.

−Sin pecado concebida. Dime, hija, ¿de qué te acusas?

−Preferiría confesarme por los Mandamientos.

−Como quieras, hija. A ver: el Sexto Mandamiento. ¿Libro?

−Libro tercero; artículo ciento sesenta y tres.

−¿Sección quinta?

−Sí, padre. Párrafo octavo; apartado segundo.

−Ay, hija; has vuelto a las andadas. ¿Cuántas veces?

−Pues casi todas las tardes, desde hace un mes.

−O sea, algo menos de treinta veces. Bien; has tenido suerte. Afortunadamente estás dentro del apartado dieciséis, y te aplica la reducción de la cláusula once.

−Tenía entendido que la cláusula once había sido invalidada en una resolución del Concilio de Nimes.

−Efectivamente, pero como en la adenda primera se hace mención expresa al subapartado dos, a la espera de un más claro pronunciamiento del sínodo, queda vigente todo el capítulo seis.

−Me asombra, padre. Tiene usted una memoria prodi-giosa.

−A ver, hija; son ya muchos años de práctica sacramen-tal. Bueno; vamos con el libro cuarto. ¿Artículo?

−El treinta y cuatro, y me parece que el cincuenta y seis también.

−¿El cincuenta y seis? Por Dios, hija mía. ¿No será el párrafo dos?

−No, padre; eso sí que no.

−El párrafo siete entonces, ¿eh, picaruela?

−Padre: me va a sacar usted los colores…

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6. Más que profesión, vocación

Si algo hay difícil, incluso meritorio, en nuestra

profesión, es la enorme paciencia de la que hay que hacer

gala.

−Buenos días, doctor.

−Buenos días, señor Vinuesa. Siéntese, por favor.

¿Cómo nos encontramos hoy?

−Pues… No muy allá; porque Mamá lleva unos días con

un catarro tremendo y me paso las noches en blanco, junto a

ella, por si necesita algo. Créame: es muy duro; no sé cómo

puedo resistirlo.

−Imagino que tomándose varios cafés, y quizás

también… alguna…

−Uy, nada de eso, doctor. Desde que me puso el

tratamiento, ni una gota… Bueno, si acaso… pero, entién-

dame, es que se hace tan larga la noche…

−Bien. Tiéndase en el diván. Relájese. Recuerde que en

el diván es imposible engañar al doctor.

Se tumban y me cuentan. Cuentan y no paran, siempre

las mismas miserias. Finjo interés, y hasta tomo notas en un

cuaderno, pero suelo estar pensando en otras cosas, en las

que sea, me da igual.

−…Y Mamá me dijo: “Juan Augusto, hijo; son las nueve

de la mañana y todavía sigues ahí. Haz el favor, al menos, de

no dejar rodando por el suelo las botellas vacías…”

De pronto vi cómo los ojos de mi paciente se quedaban

vidriosos y fijos en un punto tras de mí. Seguí su mirada

hasta un rincón del despacho. Virgen Santa.

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Eran varios, horribles, y nunca los había visto tan

grandes. Me subí a la mesa. Conviene estar preparado: atacan

en cuanto se organizan.

−…No quería ser un niño. Quería ser como papá;

envidiaba su recio y viril aliento a ginebra; pensaba que Mamá

lo quería a él más que a mí por eso…

Ya avanzaba una serpiente-gusano con garras en todas

sus patas. Le acerté con un grueso libro, en medio del lomo.

Chilló de manera espeluznante; de la herida le brotaba un

caldo negruzco. Se subió al alféizar, preparé otro libro; saltó

afuera. Por los gritos y ruido de tazas rotas deduje que había

entrado en la casa de al lado; era justo la hora en que

tomaban el té.

−…Y no paraba de vomitar y llorar, y Mamá gritaba y

gritaba: “Qué vergüenza; no tienes fuerza de voluntad…

Nunca la tendrás… Tu padre sí que era un hombre…”

Dos bogavantes con cola de escorpión rodearon la mesa,

a la que ya había trepado una iguana tremenda. Tomé la

pesada lámpara del escritorio y la levanté sobre mi cabeza;

dejé que se acercara: debía bastar un solo golpe.

De pronto vi cómo los ojos de la iguana se quedaban

vidriosos y fijos en un punto tras de mí. ¿Un truco quizás?

Seguí su mirada hasta la entrada al despacho. Santo Dios.

Allí había también bichos, y tan repugnantes y

amenazadores que, en comparación, aquellos contra los que

estaba luchando parecían tímidos conejitos.

De modo que una iguana verde con delirium. Me pareció

que ya era suficiente. Bajé de la mesa y levanté del diván a mi

paciente, cogiéndolo por las solapas:

−Su madre tiene toda la razón: es usted un maldito

alcohólico, sin absolutamente ninguna posibilidad de cura-

ción.

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Lo llevé casi en volandas hasta la puerta, la abrí e

impulsé a aquel tipo con el pie, con tanta violencia que

atravesó la sala de espera como una exhalación, derribando

todo lo que encontró hasta empotrarse en una estantería.

Los pacientes que aguardaban enmudecieron asusta-

dos. Pero no les suele venir mal presenciar este tipo de

acciones; se tranquilizan, y deponen el ánimo agresivo que les

reconcome.

−Que pase el siguiente −ordené sin más.

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7. El misterio de Pelton Hills Un nuevo caso del Intendente Brewstone

DRAMATIS PERSONAE

(Por orden de aparición)

1. Lawrence J. Williamson: administrador de “Pelton Hills”,

enorme finca cercana a Stockton, condado de Durham.

2. Myrna Williamson: esposa del anterior.

3. Kaylashari-Denurth, “Jim”: pakistaní; jefe de los jardine-

ros de Pelton Hills.

4. Sir Reginald Webb: propietario de Pelton Hills. Asesinado,

al parecer, de un solo golpe de azada en la cabeza.

5. James Dennison: mayordomo. Probó estar fuera el día del

crimen.

6. Claire Webb: hija de Sir Reginald. Siempre le viene corta

su asignación. Algunas mañanas su cama amanece sin

deshacer.

7. Monique Landau: doncella de Claire Webb. También se

sospecha de ella, pero es asesinada poco después.

8. Mr. Ferguson: médico forense. Descubre que a Sir

Reginald le dieron un golpe en la cabeza tras estrangularle,

con dedos muy fuertes.

9. Vladimir Frankewich: polaco exiliado; profesor de piano

de Claire Webb. Asesino de Sir Reginald y Monique

Landau.

10. Thorton Brewstone: detective de Scotland Yard. Finge

haber esclarecido el crimen, deteniendo a Kaylashari, con

lo cual Frankewich se confía y vende objetos robados en

Pelton Hills a un perista.

11. Stephen Cloister: policía; ayudante de Brewstone.

Falso perista. Detiene a Frankewich.

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8. Informe rutinario a las altas instancias

INFORME Nº 716

Nombre del custodiado: Ernesto Villaplana Rosales

Fecha: 23.V.91, sábado

Pasó toda la mañana durmiendo. Al mediodía fue a comer a

casa de sus padres. Partida de dominó con la familia,

bebiendo moderadamente. Al tercer “ahorcamiento” conse-

cutivo del seis doble, algunas blasfemias, que su hermano

Hugo reprendió enérgicamente (debe hacerse constar en la

ficha de éste).

A la caída de la tarde salió de allí, contento, y tan distraído

que se puso a cruzar en rojo la avenida Ellington. Hube de

cambiar el color del semáforo de los coches, que frenaron

como pudieron, chocando algunos. Innumerables blasfemias,

gravísimas casi todas. Noté que Ernesto tenía una espantosa

idea metida en la cabeza; me preparé para lo peor.

Efectivamente. Perdí al custodiado en el cruce de la calle

Amparo con el Bulevar Genet, debido al gentío que transitaba

y a la deficiente iluminación. Pagué caro mi descuido, porque

para buscarlo hube de sobrevolar bastantes fachadas,

atisbando por las ventanas y, válgame San Gabriel, las cosas

que me vi obligado a ver.

Descubrí por fin a Ernesto. Se había despojado ya de sus

ropas, y otro tanto estaba haciendo su acompañante, una

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señora entrada en años, y en carnes. Golpeé levemente los

cristales con los nudillos. La señora recogió sus cosas y

desapareció en un santiamén. Ernesto abrió la ventana de par

en par y, desde dentro y en cueros, me gritó zafias alusiones

al “sábado-sabadete”; me debí de sonrojar hasta la raíz de las

plumas. En su ira creciente me arrojó los zapatos; sólo pude

esquivar uno de ellos.

El vociferio atrajo a bastante gente a las ventanas, que reían y

se sumaban al escarnio.

He notado, en ésta y otras veces que hube de llegarme a esos

antros, que siempre hay algún individuo que en vez de

“concentrarse en la faena” (son sus palabras), atiende más

bien a detalles periféricos. Suelen ser personas instruidas.

Uno de los referidos me increpó, sacando fuera de su ventana

casi medio cuerpo: “Tú: deja al chico ¡…! ¿Qué pasa? ¿Es que

no estudiáis ya en la academia a Santo Tomás? Pues en la

Summa lo dice bien clarito: allá cada menda con su libre

albedrío. No te digo… Si al final va a tener razón Lutero”. De

este último sí que nos habían hablado en la academia: me

santigüé concienzudamente.

Comenzó entonces a llover, por lo que tuve que bajar a la calle

a por los zapatos de Ernesto; no podía permitir que me saliera

descalzo y me pillara un mal catarro. Los zapatos se los

habían apropiado ya unos golfillos; sólo me los devolvieron a

cambio de algunas acrobacias que les hice, lo que acrecentó

aún más las risas de los clientes de los meublés… y los

insultos.

Es muy duro tener que custodiar a gente así, creedme. Cómo

será entonces, me pregunto a veces, la existencia de nuestros

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compañeros caídos en desgracia tras la rebelión luciferista.

Cuando pienso en ello termina por ponérseme la piel de

gallina que, vejado y empapado como estoy ahora, sería más

exacto decir de gallina escaldada. Creo que estoy llegando al

máximo del desdoro de mi aspecto reglamentario.

9. El hiperrealismo del cinquecento daba lugar

a situaciones ahora impensables

“Hablar puedo hablar, y durante horas. Para ello no

hubiera hecho falta que me aplicarais la rigurosa perfección

del cincelado, de la que tanto os envanecéis. Lo que sería

extraño es que lograra decir algo”.

Su peculiar modo de arrastrar las intervocálicas era

propio de la época; todavía puede apreciarse en el yiddish

moderno.

“Realmente no tengo mucho que decir y, de todas

formas, mi expresión deja bastante que desear. Bien sabéis

que fui simplemente un caudillo. Nunca hube de construir

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oraciones gramaticales complicadas, tal vez ni simples. Me

limité al modo imperativo de los verbos. No muchos verbos,

solamente aquellos que indican movimiento y acción de

hombres y armas.

“Mas si he de hablar, expresaré a vuestra merced mi

disconformidad con el parecido que pretendéis. Jamás llevé

esta absurda camisa, ni tan luengas barbas, por no hablar del

tópico de la tablas. Es cierto que me fueron dadas, pero en

verdad hubo poco tiempo para leerlas, y mucho menos para

descifrar sus largas y grandilocuentes elipsis. Se aplicó la

antigua ley, la que permite en un mundo de acechanzas

perpetuar el orden más propicio para librar el pellejo, un

constante oscilar entre el matonismo y el talión.

“Agradezco, eso sí, la deferencia que habéis tenido en

haberme dejado sentado; estoy realmente exhausto. Fueron

muchos años correteando por el desierto tras la dudosa

zanahoria de la Tierra Prometida. Ya sabéis que es lugar muy

propicio a espejismos y alucinaciones; tanto es así que hubo

quienes creyeron alcanzarla, y se creó la leyenda. El desierto

acabó con todo, excepto con el mito: hay ahora muchos que

creen estar exiliados de esa tierra. Y son muchos más los que

creen que la verán en la otra vida. Se engañan, naturalmente.

No la hay; ni la va a haber, ni, por supuesto, estoy en

situación de mostrar caminos imaginarios, o de volver a

protagonizar una locura colectiva como aquélla.

“De lo cual deduzco que la instalación de mi efigie en la

tumba −algo ostentosa, ¿no creéis?− de Su Eminencia Della

Rovere, no le ha de procurar más que un cierto placer estético.

Luego, su inmovilidad asemejará la mía, y la corrupción

decidirá si prevalecen más sus huesos que mis mármoles.

“Creo que eso es todo. Ignoro si mi discurso ha

satisfecho el interés de vuestra merced. En cualquier caso,

parece que habéis olvidado que una buena escultura es

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aquella que, tras ser contemplada, no precisa hablar para

dejarlo todo dicho, y nunca aquélla que pueda decir algo. De

otro modo acabaríamos en la muda y efectista impotencia del

expresionismo”.

10. La Marquesa salió a las cinco

La Marquesa ordenó tener el coche para antes

de las cinco

Todavía quedaban dos horas de sol cuando descendió

por la escalera Brodenweir, observando cómo la excelente

poda del seto nordeste realzaba la cuidadosa disposición de

los magnolios. No consintió que la acompañara Madame

Duplanget; aquella visita requería de la mayor discreción.

Al entrar en el landó comprendió la causa del nervio-

sismo y palidez del cochero: no estaban solos. Sintió el frío de

una pistola en su mejilla. Uno de los encapuchados ordenó:

“Hacia Bainville, por el puente viejo”.

Junto a la puerta de Saint Nazarie había una patrulla

de soldados. Los secuestradores, al verlos, se quitaron las

capuchas. Dios mío: eran hombres de Couvert. Ahora que los

había descubierto, su suerte estaba echada.

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Anochecía cuando llegaron a la casa. Tenía aspecto de

llevar mucho tiempo deshabitada. Atravesaron un amplio

recibidor lleno de cuadros arruinados y amenazadoras

panoplias y corazas. El viento movía los mecheros de los

velones y las sombras del lóbrego corredor. Se cruzaron en un

recodo con un joven de expresión abatida, cuya aventajada

estatura realzaba el patetismo de su figura demacrada. ¿Otro

prisionero quizás?

Oyó el ruido de varios cerrojos y se hizo un silencio de

abandono.

La puerta es sólida, sin siquiera una rendija. Muy cerca

de ella, en la pared de la izquierda según se entra, hay un

pequeño postigo enrejado, por el que tal vez hagan llegar

alguna comida a los prisioneros, y agua. En la hoja de este

ventanuco han practicado una mirilla, de la que es muy difícil

estar a cubierto. En esa pared ya no hay nada más. En la

contigua, sólo un camastro; en la de enfrente se abre una

tronera. Mirando hacia arriba puede adivinarse un lucernario,

al que es imposible ascender, dado que, con todo el mobiliario

de la habitación (hay también una banqueta) apilado según la

dimensión más favorable, sumado a la estatura de la Marque-

sa con su brazo alzado, quedarían aún varios palmos para

llegar al techo. En la otra pared, la que está opuesta al

camastro, se observan varios desconchones provocados por la

humedad, se diría a primera vista; un análisis más minucioso

revelaría otras causas, nada tranquilizadoras. El suelo es de

tablas, grandes tablas, más exacto decir q ue es de tablones…

Parece que se mueven al pisar sobre ellos; efectivamente.

La Marquesa se arrodilló y levantó uno de ellos. Creyó

ver alguna luz. Quitó dos tablones más. Abajo había otra

celda, con varios individuos. Uno de ellos se erguía portando

un candil, con el que se iluminaba a sí mismo, quedando los

demás sumidos en una luz espectral. “Buenas noches. Oh, no

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contestéis, no digáis nada aún. No digáis quién sois; vamos a

ir adivinándolo poco a poco. No tenemos demasiada prisa;

ninguna, verdaderamente. Acabábamos de oír algunos pasos y

un arrastrar de tablas. Es suficiente por el momento. Podemos

especular con estos indicios mucho más tiempo del que nadie

creería, años quizás. No tenemos nada mejor que hacer. Luego

os sumaréis a nuestro grupo; todos los vecinos de ahí arriba

terminan haciéndolo, aunque al principio no puedan evitar ser

recorridos por intensas y hasta profundas corrientes de…

¿cómo se dice…? Creo que lo llamáis desprecio”. Y al decir

esta palabra hubo un crispado estallido de groseras risotadas.

Bajo todo destino subyace una sentencia y en pos de

cada causa se apresuran las culpas cuál será la mía no hay

más triste expiación que la de aquél cuya condena nadie llega

a saber nunca pero siempre supe que nunca la sabría y ahora

no puedo esperar más que una caída veo que están dispuestos

los elementos como en la vida misma arriba la soledad abajo

la abyección y a nadie conozco que no haya acabado por caer

tirarse huir de la soledad del cuerpo la del alma no existe

Soledad del cuerpo… soledad sin cuerpo… En los

hermosos ojos color miel nueva de la Marquesa

aparecieron dos lágrimas, de las que tardan

mucho en caer; lágrimas de resignación ante la

incorporeidad. La Marquesa no existía sino en la

literatura.

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11. Polémicas literarias nocturnas

“Ya están esos dos otra vez”, dijo el pisapapeles. La

tijera asintió, con un gesto de resignada tristeza.

“Ahora estaba descrito perfectamente”. “No me meto en

eso; ni me interesa ni me gusta. O quizás me gustaría si fuera

mejor. Quiero decir, si fuera bueno”. “No se debe opinar de lo

que no se sabe”. “Que le digo que no me meto en eso. Estaba

mal redactado; lo borré y punto”. “¿Cómo quiere que le diga

que yo no redacto, que yo escribo?”. “Hay que redactar lo que

se escribe”. “Pero bueno: ¿es que esto es un colegio, o qué es

esto?”. “¿Lo ve? Habla usted como redacta. Mal”. “Hablo como

me sale de…”. “Y de dónde le sale eso que cree que escribe?”.

“¿Qué de dónde me sale? Ahora vas a ver, gorda asquerosa”.

El lápiz cruzó el folio tomando carrerilla. Se lanzó en

picado. Visto y no visto.

La goma había apenas empezado a huir. “¡Ahhh!”. La

perforación era casi de parte a parte. No se dio por vencida:

tomó resuello y giró violentísimamente las caderas. Se oyó un

crujido seco.

“¡Ugggh!”, se dolió el lápiz. Y mostraba deshilachadas

sus encías, sin la punta.

El afilalápiz lo consoló. “Ven hombre; ven, no llores. Ven

que te apañe”.

La máquina de coser grapas consiguió poner orden, a

base de hacer brillar sus cromados amenazadoramente:

“Dejadlo. Ya ha sido suficiente por esta noche. Mañana será

otro día”.

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12. Una buena capacidad de síntesis

El veterano corrector de estilo torció el gesto: “…y, de

este modo, no le fue difícil poseerla: tres veces la hizo suya…”.

Hasta el final de esta escueta narración va a persistir dicha

mueca en su inexpresivo rostro.

Tenía ante sí una pieza muy codiciada: la versión

definitiva de los Cuentos de Canterbury, traducida por un

equipo de estudiosos de filología inglesa preisabelina. Una

verdadera joya. Su trabajo consistía tan sólo en observar si

alguna de sus facetas era todavía susceptible de recibir un

mayor grado de pulimento.

La frase, pensó, introducía una cuantificación de la

voluptuosidad que, además de rayar en lo procaz, se apartaba

de lo que es más inconfundible en el estilo de Chaucer: la

precisión. Las tres “veces”, ¿lo eran del estudiante o de la

molinera? Su conciencia de corrector concienzudo le decía que

el párrafo tenía la suficiente importancia como para requerir

alguna digresión.

“Poseerla…”. La propiedad, se dijo, es una instancia que

emana de lo propio, y esto último no expresa la esencia de la

cosa, pertenece a esta cosa sola y establece una no desde-

ñable reciprocidad con ella. El acto de la posesión, en el eje

diacrónico, observa una difuminación de su génesis: antes de

adquirir no hay propiedad; después sí, pero es notorio que al

llegar a las cercanías del objeto ya se está subsumiendo la

propiedad, toda vez que la existencia de esa categoría no

depende de la voluntad del poseedor, sino que es una

característica inmanente a lo poseído. En otras palabras: la

propiedad es una propiedad que tienen las cosas. Dado que

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por esta vertiente se escurría, probó a continuación en el

ámbito de lo volitivo, campo en el que el sujeto se afirma en

terrenos menos aporéticos.

El sujeto, hasta no haber “sentido” bien al objeto, no

quiere poseer; ni siquiera querría poseer, sino que, puesto que

enuncia desde sí, quisiera poder poseer y, en el caso de que el

objeto le fuera propicio, quisiera poder querer poseer, para

que de este modo se aunara la voluntad del sujeto con la

aquiescencia del objeto. Yendo a nuestro caso, la menor fisura

en esta concatenación de infinitivos potenciales significaría

que el estudiante trata de forzar a la molinera. Recurrió a

continuación a la historia, para mayor seguridad.

Coincidiendo con la salida del medioevo, hay una cesura

del modo de propiedad, que en Inglaterra viene a ocurrir a

finales del XIV, la época de madurez de Chaucer. La sociedad,

sacudida en sus cimientos por esta discontinuidad, conoce

una época de gran incertidumbre, toda vez que, como

concluyó K. Marx una tarde, casi a punto de cerrar la

biblioteca del Museo Británico: “…La clase burguesa no se

entreveía aún ni por el forro”. “Conclusión quizás apresurada”,

hubo de anotar al día siguiente, “pero es que ayer me sacaba

de quicio el bibliotecario, agitando incesantemente el manojo

de llaves”. El estudiante, como representante del mundo que

se aproxima, trata de afianzarse en él. Sobre los viejos molinos

de las orillas de los ríos, por otra parte, se ciernen ya las

primeras sombras de los prolegómenos de la revolución

industrial.

Para ser corrector de estilo, hay algo de lo que no se

puede carecer: una buena capacidad de síntesis. A la vista de

las premisas establecidas en los tres enfoques de la cuestión,

enarboló el lápiz rojo. Tachó todo el párrafo y en su lugar

escribió: “la tuvo entre sus brazos”.

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13. Quo Vadis

De tanto mirar, no ver.

Hay pocas cosas y enseguida están vistas, en sí mismas

y en sus relaciones con los otros tres planos: paralelismo sin

convergencia aquí, perpendicularidad allá, con inevitable

intersección y, en determinados momentos de la estancia, tres

líneas concurren a noventa grados unas de otras .

Frente a la ventana hay una pared y nunca entra el sol.

Como siempre que esto ocurre, la luz viene en el mismo

ángulo, y con un espectro que abarca tan sólo desde el gris

mortecino a la no luz. Esto es todo, y si el día es menguado o

neblinoso, ni siquiera eso.

El olor es nauseabundo, pero llevamos ya aquí el tiempo

suficiente para haberlo incorporado y, por tanto, neutralizado.

Vamos ahora con el relieve.

Como el ángulo, creo ya haber dicho, en que la luz

transita no ofrece variación alguna, el relieve de lo que −por

otra parte− apenas sobresale, está sujeto sólo a las variaciones

de intensidad día-noche. Aun siendo amplia la estancia, la

sensación de inmovilidad es aplastante.

Se acentúa esta sensación los días de más calor.

Creíamos haber ya superado el terrible estío romano, y no era

así; la autumni recidiva, que le dicen aquí, nos estaba

machacando. Tenso los nervios, el espacio disponible parecía

haberse estrechado, el suelo ya no era un consuelo refres-

cante, y asentábamos las patas rígidamente, las zarpas

prestas contra el compañero; el rugido incipiente de baja

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frecuencia, el colmillo un anhelo de herir, rasgar. Amari-

lleaban los ojos en la locura.

Tras incontables días en esta situación inacabable, una

tarde nos penetra el alivio de un viento cargado de humedad,

y de nostalgia. Sentíamos cómo los resecos árboles apercibían

sus raíces y abaniqueaban gozosos las hojas. La sabana

polvorienta comenzaba a exhalar el venturoso aroma de la

tierra mojada, efluvio que anuncia inminencia de lluvias.

Se tornan apacibles las miradas y se relajan los cuerpos

de mis compañeros de destierro y cautiverio. La distensión

propaga somnolencia y, sumidos en ella, nos parece oír

música celestial.

La ley de la selva, en sus apartados de supervivencia,

ordena no descuidar ni un momento la rigurosa observación

de los indicios: dicha música además huele… ¿cristianos

aherrojados? Se trata seguramente de sus cánticos, tristes y

esperanzadas músicas precelestiales.

A medida que esta posibilidad se va evidenciando,

comienza a manifestarse un rumor ajetreado de glándulas

salivales comprobando sus circuitos. Jugos gástricos salen de

sus expectantes letargos y nos corroen al no dar ahí dentro

con vianda alguna. Restallar de lengüetazos contra ávidas

fauces.

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14. Las palabras cuanto antes; tiempo habrá

para los conceptos

Hmm. Un bulto. ¿Qué será?... Sneiff… Huele bien… Ahora

caigo: es un pezón… Parece que debo hacer algo… No

recuerdo. ADN: dime… Ya: succión. Vamos con ello. Fschl,

fschl… Hmmm… Está bueno. Se me está quitando la

intolerable sensación de vacío.

A medida que me voy llenando, pienso las cosas −pronto podré

verlas− con más nitidez. He pensado palabras complejas:

“intolerable”, “nitidez”. Cómo estorba la necesidad al

pensamiento conceptual.

¿Por qué me lo quitan? ¡No he terminado! Me lo vuelven a

poner. No: este es otro. Parece que hay más de uno. Fschl…

Está bueno también.

Noto una sensación rara; parece que voy a pensar una

palabra importante… Efectivamente: “pero”. Está bueno este

pezón, “pero” el otro más bueno. ¿Por qué no me dan el primer

pezón? No lo entiendo. ADN: dime… Ya: hay una razón. ¿Y

qué es una razón…? Ya: cosa de otros, siempre exterior.

De todos modos, sigo dándole vueltas. Creo que estoy

produciendo otra palabra importante… Aquí está “preferir”.

¿Qué será?... Error: dice ADN que debo borrármela. Nunca

preferir, sino elegir. ¿Elegir qué?... Ya: los otros me dirán.

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Ayyy. Cuánto duele borrarse una palabra. No lo soporto.

Lloraré un poco, y de paso desarrollo el respiratorio: Eeehg,

eehgg.

Nota para la segunda edición

Incluimos aquí algo más que le dijo el ADN:

…Olvídate de “pero” en la enunciación de un anhelo de

mejora. Se trata de una conjunción adversativa, y no

tardarás en darte cuenta de que es una buena

herramienta para aminorar la adversidad. Hay cosas

insufribles, “pero” siempre las hay peores. La resigna-

ción es siempre evolutiva, o sea: ayuda a vivir más.

¿Vivir mejor?, ¿vivir más decentemente? Muchas

preguntas para el primer día.

En el ADN había también, por fortuna, más tipos de genes.

Varios de ellos se manifestaron de esta guisa:

…El sistema límbico, que ya tienes muy avanzado, te

dirá casi siempre “huye y no luches”. Ese “casi” has de

cuidarlo: es la joya de la especie.

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15. Cuándo llegará el penúltimo samsara

−¿Tú? No me lo puedo creer. Qué alegría me das. Años

hace que no veía a nadie de Gorakhpur. ¿Qué tal te va?

Imagino que vienes también a ver las listas.

−Así es, mi señor. Acaban de decirme que están a punto

de salir.

−A ver si tengo suerte y me toca algo tranquilo; estoy un

poco cansado. He tenido mucho ajetreo esta última tempo-

rada. ¿Tú cuántos samsaras llevas?

−He perdido la cuenta, señor. Unos dos mil.

−Son bastantes, desde luego. Claro que vosotros tenéis

más que purificar. Yo llevaba una buena cantidad de ellos,

pero he estado de lombriz de tierra ni se sabe el tiempo;

incontables veces, una detrás de otra.

−Es curioso, ¿no, señor? Un terrateniente convertido en

tierracomiente.

−Pues sí, y creo que llegué a comerme más de la que

nunca soñé tener.

−¿Y cómo salisteis de eso, si me permitís la pregunta?

−Sí, hombre. Pues una gallina providencial, que se puso

a escarbar justo allí.

−¿No sería una gallina gris, alta y fuerte, que le faltaba

un ojo?

−Sí, creo que sí. Era, según me contaron, la amante de

un barquero del Gandak, un tal Siddhartha.

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−Los caminos inescrutables del Karmamarga son

además curiosísimos: a esa gallina me la comí yo, cuando

estuve de zorro por esos lugares.

−Ahora recuerdo que en tu familia siempre tuvisteis una

cierta propensión a la gallina ajena.

−Es cierto, señor. Los sudras que trabajábamos en

vuestros campos llegamos a tener fama de hambrientos hasta

entre los propios sudras.

−Olvidemos aquello. Ya están los brahmanes poniendo

las listas. A ver… “abeja…” ¿que pone ahí?

−“Abeja obrera”, señor. Lo siento.

−¡Válgame Krisna! Un kshatriya como yo verse reducido

a eso. Creí que había llegado a lo más bajo cuando fui mosca

verde de la mierda.

−No os aflijáis, señor. Las abejas viven menos que las

lombrices. Quizás, de todos modos, os dé tiempo a picar a

algún inglés.

−Ya se han ido los ingleses.

−Pues a los que haya ahora. Creo que eso cuenta

también para la purificación.

−La verdad es que estoy bastante desanimado… ¿No

habría otra forma…?

−Quiero recordar que, hace mucho, oí hablar a los

misioneros cristianos de un tal Sahib Francisco de Asís, que

al parecer tenía muy buena mano para los bichos…

−¿Cristianos? Si en esta religión se pasa mal, figúrate en

las otras, que ni siquiera son verdaderas. Además ellos se

purifican de una manera atroz: purgándose. Menuda

indignidad: durante media eternidad con el cólera, y en la

misma antesala del paraíso.

−Bien lo dice el refrán paria: “Más vale lo malo

conocido”.

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16. Bailes de antaño

Doña Manolita abrió de nuevo la puerta.

−Buenas tardes. ¿Podría robarle a usted cinco minutos?

−Oiga: estoy ya de vendedores hasta aquí. Seis han

venido antes que usted.

−Lo siento mucho, señora; pero estoy seguro de que

ninguno traía un producto como éste.

−Todos traían un producto del que decían que ninguno

era como el que traían.

El vendedor no supo qué decir. Comenzó a cerrar la

maleta. Doña Manolita pensó que se había excedido.

−Bueno, venga. A ver qué trae usted.

−Traigo el mejor líquido desmaquillador del mundo: el

famosísimo elixir transcutáneo Bailes de Antaño. Además de

eliminar totalmente el maquillaje, suprime esas pequeñas

arruguitas que la vida de la metrópolis, con sus ajetreos y

tensiones, produce en el terso rostro de la mujer moderna…

−¿Qué es una metrópolis?

−Pues… No le puedo a usted decir. El caso es que nos lo

dijeron en el cursillo…, pero hace ya tantos años…

−Bueno, a ver: ¿Cuánto vale el frasco pequeño?

−El frasquito precisamente está en oferta: sólo son dos

mil novecientas noventa.

−¿Se ha vuelto usted loco o qué?

−Es que es un concentrado. Diluyéndolo debidamente le

puede durar a usted meses.

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Lo dijo con una expresión tan lamentable en sus

cansados ojos que a doña Manolita estuvo a punto de

rompérsele el corazón. Pobre hombre, tan mayor, con los

zapatos destrozados y polvorientos…

−Bueno. Voy por el dinero.

Aquella misma noche decidió probar el “famosísimo

elixir facial transcutáneo”. Siguió puntualmente las instruc-

ciones: diluir dos gotitas en una jofaina. Se sentó frente al

espejo del tocador, mojó un algodón y procedió a desma-

quillarse.

Al contacto con el algodón, sintió que sus mejillas se

arrebolaban, como si tuviera de nuevo dieciocho años. De

repente se vio en aquel baile, rodeada de chicos que le daban

sus nombres, y ella los apuntaba entre risas, en su repleto

carnet…

El recuerdo fue tan intenso que quedó anonadada. En

medio de su desconcierto, cometió un error de pavorosas

consecuencias: en vez de volver a mojar el algodón en la

jofaina, vertió sobre él parte del contenido del frasquito de

concentrado.

Bajo sus ojos se acumulaban grandes bolsas; las frotó

bien con el algodón, no tardando en desaparecer. Igual suerte

corrieron las profundas arrugas de su frente y las incontables

patas de gallo. La barbilla emergió de nuevo, tras librarse del

lastre de la papada.

Cualquiera que hubiera estado allí se habría conster-

nado ante los estragos que doña Manolita se estaba infiriendo,

pero ella no podía advertirlo. Cuando la voluntad de querer

ver algo raya en la desesperación, los espejos optan por

inhibirse cobardemente; saben muy bien que, en tales

momentos, no hay realismo inquebrantable que no termine en

añicos.

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Roció de nuevo el algodón con el frasquito. La forma de

su nariz le había estado atormentando años y años: afuera

con ella. Respiró aliviada. Se deshizo también de los surcos de

las comisuras de la boca, y de los labios, que estaban ya tan

contraídos que ni se podía dar carmín. Quedaron al

descubierto sus todavía hermosos, aunque algo amarillentos

dientes, en la más amplia sonrisa que recordara. Y es que a

cada momento se encontraba mejor, y con más ganas de vivir.

Al terminar con el elixir, observó el nacarado brillo que

habían tomado lo que la infeliz creía que eran sus mejillas.

Henchida de satisfacción, se desvistió; rebuscó en los

cajones del tocador hasta encontrar su mejor camisón y, tras

un último vistazo en el cobarde espejo, se acostó. No tardó en

quedar profundamente dormida.

Soñó que volvía a aquel baile.

Descendió sola del coche y se dirigió, con estudiada

elegancia, hacia el hermoso edificio neoclásico. La puerta,

profusamente iluminada, destacaba en la penumbra de la

plaza; dos criados con librea se ocupaban de abrirla. Solían

decirle: “Buenas noches, señorita Manola. Cien veces nos han

preguntado ya por usted”. Pero aquella noche las cosas iban a

ser muy distintas.

Al llegar bajo las luces, vio cómo uno de los criados

abría los ojos de manera inusitada y se desplomaba; el otro

saltó limpiamente un seto y escapó a través del jardín,

gritando, y sin reparar en que a su paso quedaban arruinados

innumerables parterres.

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17. La confabulación

−Oye; ¿tienes un momento?

−Tú sabes tan bien como yo el tiempo del que dispongo.

¿Qué te pasa? Te veo muy preocupada.

−Preocupada no; harta.

−Y… ¿de qué estás harta?

−De qué va a ser, de esa desgraciada.

−Os habéis vuelto a pelear, ¿no es eso?

−Sí, hija. Es que no hay manera; no se puede con ella.

Esta mañana, por ejemplo, iba yo tan contenta, pausada-

mente, y sin meterme con nadie; estaba llegando al ocho

cuando la oigo detrás de mí, con su eterno sonsonete, al que

tantísimas veces pone letra: “qui-ta qui-ta e-na-ni-ta que te pi-

llo”. ¿Tú crees?, ¿yo enana?. Soy un poco bajita, no digo que

no, pero enana… Y así un día y otro… Va ya para nueve años.

−¿Nueve años hace que empezamos? Cómo pasa el

tiempo.

−Sí, hija; nueve años. Y te digo una cosa: yo ya no

aguanto más. A la próxima que me haga ésa: a parar. ¿Has

oído? Me paro. Y allá películas.

−Pero mujer: ¿cómo vas a hacernos eso?

−Pues como lo oyes. Y lo voy a sentir por ti; por ella

nada; es lo que se merece.

−Bueno, no te pongas así. Creo que estás sacando las

cosas de quicio. ¿Quieres que hable yo con ella?

−Haz lo que quieras. Yo ya te he dicho lo que hay.

−Mira; por ahí viene… Oye, un segundito, que quiero

hablar contigo.

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−Imposible, tengo mucha prisa. Además, ya sé lo que me

vais a decir. Yo también estoy harta de ir todo el santo día

dando vueltas, a todo correr, mientras otras se pasean, sin

ninguna prisa. Si no fuera por mí, que le doy un poco de

alegría y movimiento a esto, nos íbamos a pasar las horas

muertas en el puro muermo. Pero yo sé lo que os pasa, uy si

lo sé: me tenéis envidia. Sí, envidia. Eso es lo que me tenéis.

Porque soy joven y dinámica, y además alta y esbelta; sobre

todo comparada con ésa, que es una enana, ¿me oís?: “u-na e-

na-ni-ta”. Hasta luego; ahí os quedáis.

−¿Te das cuenta? Pues así a cada minuto.

−La madre que la parió… Hay que hacer algo.

−¿…Qué podríamos hacer?

−Algo definitivo: nos juntamos una noche, la espera-

mos… y click.

−Sí; va a ser lo mejor. ¿Pero no…?

−No te preocupes; parecerá una simple avería. Esta

misma noche; ¿para qué esperar más?

−¿A qué hora?

−A las doce en punto, que ya todos se han ido a dormir.

Nadie lo verá.

−De acuerdo.

−¿Estás preparada?

−Sí.

−Bien. Cuando la tenga encima, tú me empujas a mí y

yo la empujo a ella; ¿de acuerdo?

−De acuerdo.

−Yo llevaré la cuenta. Ahí viene ya: …cincuenta y siete,

cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, y sesenta: AHORA.

−¿Pero qué hacéis? ¡Cerdas lentas! ¡Ahhhg!

CLICK.

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18. Un avance espectacular en la medicina

naturista postvienesa: el “Programa de

Erradicación de la Angustia Ciudadana”

(PEAC)

−No; los martes no viene. Hoy viene el suplente, el

doctor Tena. Es tan bueno como el otro, y más amable. Yo por

eso prefiero venir los martes.

−Buenos días, señoras.

−Buenos días, doctor.

−¿Qué tal? Ya veo que bien. ¿Y sus hijos? Los veo ya

muy pequeñines, y con buen aspecto. Permítame. A ver:

siéntese más al borde de la silla, un poco más erguida. Es

para que el cordón quede más suelto. Eso es; y mantenga a su

hijo cabeza abajo todo el tiempo que pueda. Y usted: ¿me ha

empezado a hacer la gimnasia? No le queda ya mucho, ¿eh?

Bueno; voy a cambiarme. Enfermera, por favor: que pase ya la

primera de estas señoras.

−¿Es usted la primera? Venga por aquí. ¿Me deja la

cartilla? Quítele toda la ropita, y póngalo tumbado sobre la

mesa. Cuidado con el cordón.

−Bien; aquí estoy de nuevo. Vamos a ver. Sujételo un

momento, enfermera, por favor, que le vea la barriguita. Bien.

El cordón ha cicatrizado perfectamente. Vamos a ponerlo

sobre la báscula. Estás ya muy reducidito, ¿eh, majo? ¿Qué

edad tiene su hijo?

−Cuarenta y tres. Y los catorce meses que lleva en fase

de reducción.

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−Cójalo en brazos, que le vamos a medir la cabeza. Y…

dígame: ¿por qué ha tenido que…?

−Uy, estuvo muy malito. Primero tuvo quiebra

fraudulenta, después divorcio; ya sabe usted cómo son las

mujeres de ahora. Si no llega a ser por el PEAC no sé qué

hubiera sido de él…

−Entiendo, entiendo. Ya lo puede usted vestir… Va a

tener que seguir con la reducción, por lo menos dos meses

más.

−Pero si está ya muy pequeñito…

−Sí, de cuerpo sí; el problema es el tamaño de la cabeza,

y más que nada el de su cuello, señora.

−¿Mi cuello?

−Sí, el cuello de su útero, señora. Aquí en la ficha tengo

las medidas. De todos modos, venga por aquí dentro de un

mes. Y recuerde lo que le dije antes: el cordón lo más suelto

posible.

−Entonces, la reinserción…

−Pues, déjeme mirar… Dos meses, le dije… Nos mete-

mos ya en las fiestas… Yo creo, si todo va bien, que para la

primera semana después de Reyes.

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19. Perseverancia; ésa es la única virtud

Ahí los tenemos. Altivos . Mirándonos con aburrida sufí-

ciencia. De tanto mostrar un aspecto amenazador e incon-

movible, han acabado por creer que son lo que fingen. Qué

pagados están de sí mismos. Se reflejan hacia abajo y, tontas

de nosotras, les devolvemos sus imágenes exactas. Van a ver

ahora lo que les vamos a devolver.

Venga. Todas a la vez. Medid bien la distancia. Con-

servad el ritmo. Vamos. Aaaahora:

SHROOULM

Dejad de contonearos en onditas y crestas. Se os va

toda la fuerza en espuma.

Vamos a tomar un poco más de impulso. Vendremos

desde más atrás.

Bien. Mantened la alineación. Acelerando ahora. Aaaahí:

SSHRRAOOLMM

Si es que os paráis al final. Todo lo tengo que hacer yo.

Mirad lo que hemos conseguido: tres esquirlas de nada y dos

percebes.

Que esto no es un juego. Que es una lucha a muerte.

¿Es preciso que os lo tenga que recordar a cada momento?

¿Habéis olvidado ya a todas nuestras compañeras muertas

por los ácidos, petróleos, chapapotes, radiaciones…? O ellos o

nosotros.

Vamos de nuevo. No empecéis a correr hasta que

estemos todas juntas. Bien. Un poco más apretadas. Más

deprisa las de atrás. Muy bien. Ahora. Metiendo el hombro:

STCHHAOULUMFF

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Uf, qué daño me he hecho. Con razón le llaman a esto

rompientes.

Nada. Por aquí no hay manera. Vamos por allí, a la

izquierda de esa escarpadura, donde oímos el crujido la

semana pasada. A ver si ha crecido algo la grieta.

Tenemos que entrarle en punta de flecha, luego un

viraje hacia el Este y le explotamos dentro.

Vamos. Id formando el frente. Atención las del otro lado:

hay que converger en ondas cincuenta metros antes. Venga

arriba. Bien. Desplomándose y virando. Ahora. Toma yaaaa:

PFLOOOUUUMFF

Ahí, ahí. Le dimos, le dimos. Atrás, que nos aplasta.

CRESHH… TROUUUBLL

Bravo. Arrastrad bien los trozos. Lo reduciremos a

arena.

Buena hendidura le hemos hecho. Vamos contra ella.

Seguro que no nos espera por el mismo sitio.

Venga, como antes. Con perseverancia. Apretándonos

más al final. Buen viraje. Codo con codo ahora. Valeee:

FLAOOUUMFF…

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20. Cambios en el castigo no lo mitigan

Qué obsesión tienen los Dioses con el arrastre de

objetos. Parece como si nuestra naturaleza, móvil en sí

misma, debiera ser dificultada por la perenne adhesión a

objetos yacientes. Una escalera más liviana bastaría para

llegar a todos los estantes; ésta tiene aspecto de máquina de

guerra para asaltar murallas.

Cada tres semanas, al arrastrar la escalera hasta el

siguiente estante, es cuando más me acuerdo de mi piedra.

Hubieron de restituirme la memoria para este suplicio:

recordar bien que lo que estoy aprendiendo ya lo sé. Pero

recuerdo más cosas. Añoro mi mucho tiempo con la piedra. El

aire libre. El paisaje. Sobre todo el paisaje, tan cambiante con

las estaciones, y las vistas, según iba subiendo la ladera. Y

cómo brillaban los músculos que, gracias al constante

ejercicio, logré acumular. Nada que ver, no obstante, con las

forzadas poses de obrero hercúleo con que algunos escultores

han pretendido inmortalizar su habilidad y plasmar mi triste

destino.

Y ahora ¿quién me llevaría a bronces y óleos?, ¿cómo

mostrar que la lectura puede convertirse en un tormento? Si

me representaran encadenado con un libro en las manos,

parecería una cínica propuesta de liberación de la esclavitud

mediante la cultura. Si encadenado al libro, una incitación al

analfabetismo.

El Dios que decidió mi suerte debía de ser muy leído. El

número de libros es infinito, dicen; pero mucho antes de la

primera milla —así los contamos aquí— comienzan unos a

referirse a otros, y por encima de la segunda legua, ya no hay

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nada que leer que no haya sido leído en otro lugar. Y yo he de

leer eternamente todo este discurso, que gira inacabablemente

sobre sí mismo.

Quizás por ello la biblioteca sea circular, y al poder

estar el principio en cualquier parte, termina por no haber tal

principio ni, al menos para mí, final. Aunque ya veremos;

eternidades no va a haber más que una, y a nadie he dicho

que he visto ya algunas carcomas. Ellas tienen todo el tiempo

por delante y a favor; sabrán acabar con tanta repetición

pretenciosa, tanta soberbia.

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21. Un domingo cualquiera

Bix y yo veíamos desde la ventana cómo caía la lluvia,

una hora y otra. De no haber sido por nuestro estado

depresivo habitual, hubiéramos llegado a apreciar algunos

aspectos melancólicos de la plaza: casas grises chorreando

agua, árboles sin apenas hojas, escasos viandantes, con

paraguas, sacando a sus perros a hacer las necesidades en

medio de las aceras.

No nos gustan los perros; defienden con los dientes a los

tres fantasmas que tanto hostigaban al pobre Engels: familia,

propiedad y Estado, sobre todo a este último, olfateando y

descubriendo las maravillosas sustancias que hacen ver las

cosas de otro modo, o atacando a los grupos de gentes que

enarbolan el bello discurso de todas las causas perdidas

posibles. ¿Ha visto alguien alguna vez un gato policía?

Por si no bastara lo anterior, se prestan, los perros, al

papel de hijos sumisos de padres incuestionables, en vez de

acabar con éstos mientras duermen y escapar, para inme-

diatamente asilvestrarse en los bosques cercanos. Se dejan

morir de miedo y desconcierto sobre las frías losas de las

tumbas de sus dueños. Si no conciben un mundo sin amos,

¿por qué, al menos, no crean un sindicato?

No sé a qué extremos hubieran llegado mis reflexiones

de no sonar el teléfono en ese momento:

−Oiga: ¿es ahí dónde el anuncio…?

−¿Se refiere usted a lo del “gato con vasectomía, ofré-

cese…”?

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−Sí, eso es. ¿Podría traerlo usted esta misma tarde? Mi

gata está realmente insoportable.

La mujer tenía una voz grave y acariciante. Anoté la

dirección y me dispuse a salir. Tomé a Bix y lo coloqué bajo mi

gabardina. Este gesto, unido a la llamada telefónica, le

permitió adivinar adónde nos dirigíamos; lanzó un enervante

maullido premonitorio, que repitió luego por el camino, con

aspavientos de animadversión por parte del taxista.

−Buenas tardes. Aquí nos tiene usted.

Nada más vernos, la hermosa mujer hubo de ocultar, a

duras penas, un gesto de desaprobación. Le extendí el

arrugado papel del certificado veterinario, que rehusó exami-

nar.

La gata siamesa color ceniza, bañada y perfumada,

maullaba con ansiedad en el centro de la habitación. Bix miró

a su alrededor gratamente sorprendido; sabía apreciar una

buena biblioteca. Lo puse en el suelo.

−Convendría dejarlos solos −dije, por decir algo.

−¿Pensaba usted que me iba a quedar a mirar?

Me pasa siempre que no me paro a pensar lo que voy a

decir. Fuimos hasta un saloncito. Se sentó en un sillón al

tiempo que me indicaba el sofá. Preferí sentarme en el borde

de una banqueta, para que mi mugrienta gabardina no

arruinara la hermosa tapicería. Ella agradeció el detalle con

una mirada de sus ojos azules que tengo aún clavada aquí.

El silencio me ponía nervioso; volví a meter la pata:

−No tardará Bix. Un ambiente culto y distinguido le

acelera su natural predisposición. ¿Y a quién no?

Aunque tenía ahora sus ojos puestos en la alfombra,

adiviné en ellos un relampagueo de desprecio.

No tardó en oírse el maullido característico de las gatas.

−Es Anne Lise −y se levantó para salir.

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Hice lo propio. Llegué a la puerta antes que ella y, al

pararme torpemente para cederle el paso, estuvimos a punto

de chocar. Me rozó un momento con su pelo; créanme: jamás

olvidaré aquel perfume.

Cuando entramos ya se había Bix desentendido del

asunto. Estaba absorto en una buena copia del Souvenir de

Mortefontaine.

Nos acompañó hasta el rellano. Acarició levemente a Bix

y me extendió un sobre con el dinero. Busqué de nuevo sus

ojos, pero mientras llegó el ascensor los tuvo enfocados en

algún punto de la pared que estaba a mis espaldas.

En casa, Bix se puso de nuevo a contemplar la lluvia.

Los gatos, reflexioné, no han sabido o no han podido crear,

como nosotros, una cultura basada en el aplazamiento de la

satisfacción de los instintos y, generalmente, en su insatis-

facción sin más. De ahí los ojos de Bix, cargados de tristeza, y

envidiosos de los míos que, al menos aquella tarde, fulgu-

raban con la llama que sólo el amor sabe prender.

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22. En Roma siempre queda algo por ver

Tenían ustedes que haber conocido a Laura, mi mujer.

Menuda era. Vean si no. Me acabarán dando la razón.

Una tarde estábamos en un hermoso café de la Avenida

Ambrose Bierce. Recuerdo que habíamos discutido sobre si en

la bourrée era preciso acentuar las corcheas o no. Sus argu-

mentos eran aplastantes; harto me tenía ya.

En la mesa de detrás había una chica rubia; ojos

inteligentísimos en un rostro desvalido. Apenas la había

mirado media décima de segundo; bueno, pues cuando Laura

hubo de ir al tocador y me dijo “perdona un momento”, ya

estaba guiñándome un ojo, como diciendo “a ver qué haces

con esa chica”.

Todo tiene un límite, me acuerdo perfectamente que me

dijo. En ese momento salió la chica; me fui tras de ella, sin

más. En la esquina sacó un plano de la ciudad y trató de

orientarse. Me ofrecí a ayudarla. Era una estudiante de arte,

americana; esa misma noche se iba a Roma, con una beca.

Pues a Roma que nos fuimos.

Yo conocía muy bien la ciudad y tenía muchas ganas de

volver a visitarla. Fueron días inolvidables. Ella se levantaba

antes, para ir al museo etrusco de Villa Giulia; yo me

levantaba tarde y vagabundeaba hasta el mediodía, que iba a

buscarla para comer. Tomábamos mil aperitivos, comíamos a

las tantas. Desde nuestra buhardilla veíamos ponerse el sol

por encima del Campo dei Fiori.

Los domingos hacíamos la ruta de los Caravaggio.

Gallería Borghese: Madonna del Serpe. Santa María del

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Popolo: Crocefissione di San Pietro. San Luigi dei Francesi: San

Matteo, vocazione, col angelo e martirio, Sant’Agostino:

Madonna dei Pellegrini. Doria Pamphilj: Riposo nella fuga in

Egitto. Cappucini: San Francesco in meditazione…

Hermosos días, como les dije, presididos por Bernini y el

blanquito del Friuli. Vuelve Laura del tocador y qué creerán

que me dice: “¿Ya estás de vuelta? Seguro que no tuviste

tiempo de enseñarle Santa María della Vittoria- in Trastevere”.

Ya han visto: una elementa de cuidado.

No pueden imaginarse lo que la echo de menos.

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23. Un viernes cualquiera

Al caer la tarde del viernes es cuando más inexo-

rablemente se crispan las rígidas leyes de oferta-demanda

entre los cuerpos.

Mastico con objetividad un bocadillo en un bar, a una

hora en que la contratación casi ha terminado. Unos cuantos

borrachos, unos viejos que van de recogida, y yo.

Entran dos mujeres bajísimas, una de ellas casi enana.

Ambas de humilde extracción, que un adivinable esplendor

reciente, dilapidado en ropas y sortijas, no consigue ocultar.

Los dedos como morcillas, de piel resquebrajada a conse-

cuencia de la mucha fregación. Amargos surcos en sus bocas

de expresión muy ordinaria.

Me observan a hurtadillas, con sorpresa y atrevimiento.

Las envuelvo en una mirada de fraternidad mientras muevo

las mandíbulas. Saco una porción de mi hermosa lengua y

recojo las miguitas adheridas a mis labios sensuales. Tragan

saliva: noto que el deseo las ha golpeado.

Imagino sus soledades. Lo terrible que es trabajar toda

la semana y llegar a un sábado de horroroso vacío, y el

domingo la ciudad estará desierta, con las aceras mojadas.

Rechinan mis dientes de militante siempre que estoy

ante la injusticia tan cara a cara. Decido acompañarlas.

En su casa no paran de hablar, las dos al tiempo. Ríen

excitadísimas, las dos al tiempo, mostrando no pocos huecos

en sus encías granujientas.

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Apenas veo a una aparecer con un rollo de gruesa

cuerda ya me ha derribado la otra con un único hábil golpe.

Cuando vuelvo en mí estoy sólidamente atado a una

silla y tengo un poco de frío. Veo mis ropas apiladas en un

rincón.

−Mmmm…, es todo lo que alcanzo a decir bajo el ancho

esparadrapo.

Mis dos recientes amigas se desternillan. En breve se

me va a quitar el frío, presupongo al ver el extraño instru-

mental que calientan en la pringosa cocinita de butano.

24. Escaleras

Se anda siempre por la Escalera, y la pretensión de que

hay una para cada cual, está por ver. La mayor parte de las

veces no da tiempo a recorrer sino la superficie de un peldaño.

De ser cierta la Refutatia Metempsicosis Haeriticorum, de San

Juan Damasceno, eso parece que va a ser todo. Hay luego

mínimas porciones, sub-escaleras, conocidas como escaleras

sin más.

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En éstas, la parte horizontal de los escalones −casi

siempre mayor que la vertical− suele pasar desapercibida. Al

atribuirse toda fatiga al acto irresponsable del pecado original,

el esfuerzo de subirlas siempre es penoso; y por otra parte: el

mito de la Caída como descenso hacia el Mal, hace temerosa

cualquier bajada. Prevalencia de la altura sobre el camino,

que llegó a obsesionar a Leonardo y a tantos precursores,

anónimamente despeñados, de los hermanos Wright.

La altura es además subsidiaria de otra linealidad: el

devenir, al que llaman incierto por no llamarle lo que es:

anodino. Si se ha de dotar al devenir de alguna componente

no repetitiva, es preciso ingeniar un ciclotrón de partículas

pasionales, para que el impacto contra la barrera de energía

de la inmanencia determine una elegante sinusoide en la

curvatura del horizonte que demarca lo cotidiano. Pero me

aparto del asunto que me ha traído aquí.

Las escaleras son objetos giroscópicos, como las

bicicletas, pero de orden estático: han de ser recorridas, y de

una vez. Son muy estrictas en esto último, y aguantan pocas

bromas: ¿alguien cree todavía que las caídas por las escaleras

son casuales?

Uno baja la escalera; o la sube. A mitad de camino

recuerda que olvidó algo; se vuelve. En seguida piensa que no

vale la pena; sigue en la dirección primera. Pero no, se dice,

debo volver, y vuelve a volverse. No tarda en arrepentirse de

nuevo y sigue; para enseguida volver sobre sus pasos. O mejor

lo deja y se vuelve otra vez. A partir de ese punto, la escalera,

en cualquier momento, puede decidir que ya es suficiente.

Primero hace naufragar la idea de dirección, y poco

tarda el sentido en correr la misma suerte. El terreno de los

objetivos va siendo ocupado palmo a palmo por lo aleatorio.

Con la aparición de la arbitrariedad se suspende la teleología

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y, tras la hegemonía final de un puñado de significantes,

acaece la negra noche de la equivalencia de los códigos. La

lógica de la escalera se hace añicos, y la risa de Escher se

adentra en los canales semicirculares y los paraliza de

estupor.

El vértigo de la subida al fondo del abismo es sólo

comparable a la soledad de la bajada hacia los cielos

transfinitos de un universo ya para siempre retraído en su

expansión, pero no tarda en sobrevenir la bajada al exterior de

sus cúspides y allí el salto al vacío absorbe todo en espiral

concéntrica, y lo expulsa luego hasta los límites del punto de

partida. Cae la oscuridad, y el sol eterno envuelve los objetos

como un manto de hierro.

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25. La nueva hermenéutica puede dar al traste

con todo

ABRAHAM: Héme aquí, Señor, en la tierra de Moriah,

exactamente en el monte que me indicaste. Está afilado el

cuchillo escrupulosamente; apenas va el niño a enterarse.

ÁNGEL DE YAHVÉ (para sí): Cada día estoy más convencido:

tiempos son éstos de fantasmagoría y superstición.

VOZ: Soy el Ángel de Yahvé. Detén tu mano, Abraham. Porque

ahora he visto que en verdad temes a tu Dios, pues por mí no

has perdonado a tu hijo, a tu unigénito.

ÁNGEL DE YAHVÉ (con los ojos como platos): ¿De quién es

esa voz…? Oh, Señor; nadie me va a creer cuando cuente esto.

ABRAHAM: Así se hará, si ese es el deseo del Señor; pero no

sé si tiene mucho sentido habernos dado semejante caminata

para esto.

VOZ: Mira a tu espalda.

ABRAHAM: Sólo veo montes por todos lados, ningún árbol, y

un carnero, con los cuernos enredados en la jara.

VOZ: Ofrécelo en sacrificio, aunque sólo sea para aprovechar

el porte.

ABRAHAM: Ya puestos…

EL CARNERO (aparte): Dirán que es una pregunta impro-

cedente, pero es muy normal cuestionarse los hechos que le

van a costar a uno el pescuezo: ¿Es la ventriloquia una gracia

divina o un arte demoníaco?

ÁNGEL DE YAHVÉ: Yo me voy de aquí. Si le da a Dios por

bajar se me va a caer la cara de vergüenza ajena.

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26. Polifonía de vecindonas

−Pues ayer por la tarde, me crucé con la hija mayor de la Reme. Hay que ver cómo iba. Llevaba una falda por aquí, y con una raja en un lado; más de medio muslo se la veía. Y tenían que ha-ber visto cómo se mo-vía, taconeando toda la calle abajo, enseñando la pierna a cada paso. Y la falda bien ceñida, y marcando bien… Bueno: con decirle a ustedes que no llevaba faja… −No sé qué pensarán ustedes, pero yo les voy a decir una cosa: no la he visto nunca dos veces con la mis-ma ropa; y la veo con bastante frecuencia. Algunas cosas de las que lleva son de las que salen en las revis-tas de la peluquería, que las llevan en las fiestas ésas de los rica-chones de los palacios y los yates, y esa gente no creo yo que se vista en Saldos Arias. −Pero, vamos, que el asunto no es lo que cuestan todas esas cosas tan modernas que lleva. Yo, en mis tiempos, ni aunque hubieran salido gratis, fíjense en lo que les digo. Porque si mi ma-dre, que en paz des-canse, me llega a ver así, es que me mata.

−Yo la he visto hoy desde el balcón, y eran las cuatro de la maña-na, porque había pues-to el despertador para tomarme la pastilla ésa que me han mandado para la tensión. A saber de dónde vendría a esas horas. No quiero pensar mal, pero traía todo el pelo alborotado, y me han dicho que más de una vez la han visto sin medias. −Pues no quisiera pensar mal, pero no sé de dónde lo sacará. Porque la Reme ya no compra los garbanzos donde el Inocencio, que la ha dicho que no la despacha más de fiado. Y el otro día, cuando fui al ambulatorio a recoger unos análisis que me han hecho pa-ra eso que tengo de la albúmina, la vi salir de una butique de ésas, cargadita de paquetes. −En su casa es que no se han preocupado nunca de ella. Si hubiera vuelto yo un día a mi casa después de cenar, menuda pa-liza que me hubiera ganado.

−Pues yo me crucé con ella el jueves pa-sado, que salía yo con mi Gregorio, y casi la tenemos el Gregorio y yo. Porque al Gregorio, claro, se le iban los ojos, y no vayan uste-des a creer que él sea muy mirón: es que la niñata ésa llevaba el escote hasta aquí, y sin sujetador. −Es lo que le decía yo el otro día a mi Gregorio: a esas mo-dernuquis es que les importa todo un pi-miento; sólo piensan en qué ponerse, y en salir. Y claro, como no pueden aguantar ese tren de vida, pues ya se sabe cómo acaban. Porque además, con esas ropas que llevan, las terminan por tomar por lo que no son. O a lo mejor es eso lo que andan buscando. −Yo a su edad estaba ya de novia con mi Gregorio, y vestía como visto ahora. Ha sido en lo único que el Grego-rio me ha llegado a levantar la mano.

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−Van así vestidas a los bailes, y hasta las tantas, y luego además se montan solas en los coches, con cualquie-ra, y claro, pasa lo que pasa. Y es que no es una ni dos, es que son ya todas las de su edad. Como esto siga así, no sé adónde vamos a ir a parar.

−Pues yo creo que saben muy bien que van provocando, ya lo creo que sí. Así vienen luego en los periódicos las cosas que vienen. Y más que van a venir; porque yo les voy a decir una cosa: esto, cada día está peor.

−Es que los hombres sólo se fijan en lo que se fijan, y ellas bien que se lo saben. Nada, que llega un momento que se pierde la ver-güenza… y perdida se quedó. A mi Gregorio se lo tengo dicho yo muchas veces: esto ya no hay quien lo arregle por las buenas.

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27. No hay que ser nunca escrupuloso en exceso

El vigilante de las puertas levantó nuevamente la vista

de la novela. Se estaba empezando a obsesionar con el viejo

aquél, que lo miraba fijamente, frunciendo casi todo el rostro.

Olvidarlo. El viejo empezó ahora a emitir un ruido; un blando

carraspeo, como de flemas. La madre que lo parió. Volvió a la

lectura; ya había leído cuatro veces la misma línea. A ver si se

baja pronto este tío. Era ya casi media noche, solamente

estaban ellos dos en el vagón. El ruido se convirtió en un

estertor. Miró otra vez al viejo: estaba moviendo las desden-

tadas mandíbulas sosegadamente. El vigilante notó un vuelco

en el estómago: estaba mascando aquello, el muy cerdo. Había

visto muchos tipos repelentes en el metro, pero aquel viejo era

de otra dimensión. Sintió una aguda punzada por dentro de

los brazos; el cuello comenzaba a quedársele rígido, le hormi-

gueaban las palmas de las manos. El viejo seguía carras-

peando y rumiando. El vigilante tenía ya los ojos desorbitados

por las náuseas. De repente sintió que algo se rompía en su

interior. Abrió las puertas; parecía como si estuviera obede-

ciendo una orden. El ruido de las puertas acabó de

enloquecerlo. Dios mío: debo arrojar al túnel a este canalla.

El viejo lo vio venir. En su rostro imperturbable, sus

ojos eran dos rendijas; el único movimiento que hizo fue

echarse hacia atrás todo lo que le permitía el respaldo. Luego

hizo un seco gesto hacia delante y escupió, una sola vez, y

bastó. La enorme masa verdosa envolvió al vigilante que,

terriblemente asqueado, retrocedió, trastabilló, y se precipitó

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por una de las puertas. Su grito de espanto fue ahogado por el

traqueteo del vagón.

El viejo accionó la palanca de cerrar las puertas.

Recogió la novela del suelo, le limpió el polvo con la manga, la

abrió por el principio y volvió a arrellanarse en su asiento.

28. Salvar el alma pese al cuerpo

Sobre la recia mesa colocó una silla desvencijada y,

sobre ésta, una banqueta. Trepó luego trabajosamente,

perdiendo en la escalada más de un harapo de sus andrajosos

hábitos. Al llegar arriba, se sujetó con una mano a las rejas de

una ventana y extendió la otra en gesto de demanda de

silencio. Cesó un tanto la algarabía del personal, todos

hombres.

−En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu

Santo. Mis queridas hermanas en Cristo.

Bien sabido es que la frontera entre la Virtud y el

pecado está firmemente trazada en los Evangelios; pero

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en la vida, ay, la constante presencia del Maligno hace

que esa demarcación resulte a menudo borrosa.

Nosotros y vosotras, que en su día juramos estar

siempre al servicio de la Palabra de Jesús, somos

adelantados de esa frontera. No podemos −porque no

debemos− instalarnos cómodamente en la retaguardia,

allí donde la Virtud florece con menor agobio, sino en

primera línea, donde no crecen sino los espinosos

matojos del vicio y la abyección.

Ingrata es nuestra tarea, y parece además como si

Dios, para probarnos −o Satán para perdernos− acrecen-

tara los obstáculos y embotara los filos de nuestras

herramientas. Me refiero, bien lo sabéis, a la disposición

del gobierno republicano −“re-fariseo”, lo llamaría yo−

(risas) prohibiendo toda clase de hábitos y trajes talares.

¿Qué pretenden esos impíos con tal medida? Os lo

diré con franqueza que podrá parecer brutal, pero

habéis de estar precavidas.

Ellos saben que vuestros honestos y recatados

hábitos son una defensa contra las asechanzas de tanto

truhan como ahora vagabundea por éstas, antes felices,

tierras de Su Majestad, que Dios tendrá ya a Su Diestra.

Vestidas ahora como cualquier mujer −y cada día

la mujer es más cualquiera− os tomarán por lo que no

sois, y algunos pretenderán además tomaros (murmu-

llos). Aclararé esto.

Quiero decir, sencillamente, que tratarán de forza-

ros: “coitum et aberrationem homines suscipient

adversante natura ancillae Domini”.

Pero tan sublime es nuestra misión que hasta a la

hora del suplicio hemos de dar ejemplo de Pureza y de

Fe.

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Cuando la plebe, enfebrecida por la concupis-

cencia, os desgarre y arrebate los vestidos, sólo un

milagro podrá detener el pecado atroz. No debéis pedir a

Dios que lo detenga; cosas más importantes estarán

recabando entonces su atención. Ofrecedle a Él vuestro

martirio y el perdón de los verdugos. Y mientras se

inmola en el altar de vuestros cuerpos el sacrificio a

belcebú, pensad, pensad y nada temáis, en vuestras

compañeras que hubieron de precederos en esa suerte:

Santa Margarita de Vicennes; toda la noche, y no perdió

la sonrisa ni dejó de recitar la Letanía. Santa Genoveva

de Alsasua: un batallón de coraceros, y los perdonó uno

a uno…

−Nunca. Nunca se había visto nada así en Charenton

−comentó el otrora cardenal Quercy.

…Y si acaso notarais que una cierta laxitud trepa

por vuestras piernas, lentamente al principio, más insis-

tentemente luego −a medida que el suplicio se alarga−

habéis de saber que quizás no sea sino una recompensa

por la entereza inquebrantable que estáis mostrando,

para pasmo y quizás posterior arrepentimiento de los

que os ultrajan.

Y cuando las convulsiones…

Ante los empujones, cedió el banco que bloqueaba la

puerta. Entraron varios enfermeros y una monja. Ella daba

las órdenes.

−Bajadlo de ahí. Y hacedle callar.

Los enfermeros derribaron el improvisado púlpito. El

predicador quedó en el suelo; no tuvieron miramientos. Al

cesar sus gritos se pudieron oír los impactos de las porras.

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Desalojados los demás asilados con la misma contun-

dencia, se oyó al Señor de Sade decir al excardenal de Quercy:

−El hermoso sermón y posteriores violencias me han

sumido en un estado de ánimo muy especial. Lo mismo,

imagino, os habrá acontecido a vos, monseñor. Propongo que

disimuladamente nos dirijamos a mi celda. Allí podríamos

acabar la jornada sosegadamente.

Y se perdieron ambos por uno de los lóbregos corre-

dores.

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29. Fin del amor a las palabras

En el cementerio de Taluit ocurrían cosas que, por un mínimo de delicadeza y un resto, aunque sólo sea, de buen gusto, no deberían ser comentadas, bien lo sé; pero no las puedo callar por más tiempo. Se morían los muertos. Tal vez falte a las convenciones de la lengua o a las proposiciones en que ésta se enmascara, poco importa ya: es la única forma que encuentro de referir estos hechos, a los que tantas vueltas les he dado, y quitármelos así de encima. Se morían de amor los muertos. No diré que todos, casi todos: los que en vida no pudieron entregarse a ninguna pasión estéril, absorbidos en acumulaciones y negocios, para al final nada. La producción la has de dejar en la orilla de acá. Sólo admiten en la Barca equipajes inmateriales; sólo el amor lo es. A salvo al fin del abyecto discurso de la posesión, la tenencia y el eres mía-soy tuyo, y de la mucha vileza en la apropiación de la sustancia hipostasiada con anhelo de perdurar en lo efímero, que dieron en llamar existencia. Muerto el cuerpo, desligado de las inercias del instinto, nada más perduraba el deseo de desear. Sombras espectrales vagaban adosadas a los muros, resguardándose del viento temible de marzo. Tres de ellas o

más −jamás dos− se decían entre sí:

−Eschss ss s… Mmm uhmm mm… Asshss ss.. Habían logrado abolir y olvidar la palabra, cuyo eterno volverse sobre sí misma tanto falsifica el amor de los vivos con el simple amor a las palabras que constantemente emiten para tratar de alejar a la muerte. No siendo ahora éste el caso, ahondaban en el ejercicio del susurro, el murmullo, los suspiros…

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30. Una gran pintura, de no ser manierista,

es siempre menos real que una escueta

narración. Donde más se nota es en los

cuadros históricos

−No hablamos de la verdad como realidad frente a su

apariencia, sino de fidelidad frente a su infidelidad.

−No nos interesa el descubrimiento de las cosas, aquello

que pueda ser antes de haber sido.

−La verdad es la voluntad fiel a la promesa. Por eso Dios

es lo único verdadero, porque es lo realmente fiel.

−Así sea.

−Si invocáis a Dios como prueba, incurrís en

estéril nominalismo teodiceico. La verdad no es más

que una propiedad de ciertos enunciados. Ya lo

advirtió el sabio: “Decir de lo que es que no es, o de lo

que no es que es, es lo falso; decir de lo que es que es,

y de lo que no es que no es, es lo verdadero”.

−No quisiéramos adelantarte acontecimientos, pero día

habrá en que oirás a los gentiles: “adaequatio rei et

intellectus”, y no podrás, entonces, dejar de invocar a Dios.

−Nada causa más temor y nada se asemeja más a la

blasfemia que la directa comprensión de las cosas que Él creó.

−Ese enunciado es una opinión, y pretendéis

elevarlo a ciencia.

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−¿Ciencia? ¿Qué es eso?

−Es un conocimiento que incluye una garantía de

la propia validez. Un conocimiento que demuestra sus

propias afirmaciones.

−¿Y cómo se puede demostrar lo que se afirma? Si se

tratara de lo que se niega, bastaría con un bien fundamentado

anatema.

−No es tan sencillo. Consiste en la observancia

de una doble regla. La primera es dialéctica, o incluso

retórica de tipo judicial: lo que es materia a probar es

elemento de convicción en el debate. La segunda es

metafísica: el mismo referente no puede proporcionar

una pluralidad de pruebas contradictorias o inconsis-

tentes…

−Entiende que van siendo ya demasiadas charadas…

−Tal vez pueda parecerte una obsesión nuestra defensa

de cosas pasadas, pero al menos en nuestros tiempos había

un mayor respeto a las canas… Pero ahí vienen José y María.

−Hijo, ¿qué haces aquí? Te hemos estado buscando más

de tres días. No hay uno solo de los recovecos del Templo en el

que no hayamos mirado…

−Dejadme abrazaros. Que la alegría del hallazgo

se sobreponga a la prolongada inquietud que irrespon-

sablemente os causé.

Sapientísimos doctores: lamento dejaros. Debo

volver con mis padres.

−Ve con Dios, niño.

−Dará que hablar este chico.

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−No lo dudo. El extraño brillo de sus ojos es lo más

parecido que he visto a lo que cuentan que es la luz de la

sabiduría.

−Quiera Dios que no se vuelvan contra él algunos de sus

asertos.

−Sí; recuerdo uno que dijo ayer: “Aquél que detenta un

discurso performativo, o está respaldado por las legiones del

imperio o termina malamente”.

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31. Pasatiempos

Entre estos dos textos hay siete diferencias: ¿podría usted

hallarlas?

A. Estaba terminando de disponer las flores en el búcaro

cuando oyó la voz de su madre: “Ahí vienen ya,

Genoveva. ¿Estás lista?”. “Enseguida, mamá”. Se secó

las manos en el delantal y, tras quitárselo, lo guardó en

un cajón del aparador, con gesto irritado. Estaba cansa-

da de fingir ante la familia de Luis Carlos que, casual-

mente, era el día libre de la criada, cuando en realidad

en aquella casa nunca la había habido.

B. El búcaro había quedado perfecto. Contempló su obra

por un momento. “Ya vienen ahí, Genoveva. ¿Estás

lista?”. Se quitó el delantal nerviosamente. “Sí, mamá.

Ya voy”. Escondió el delantal. Era preciso fingir, una vez

más, que era el día libre del servicio. La familia de Luis

Carlos no concebía una casa decente en la que no

hubiera criados.

[Escriba aquí, o en un papel aparte, las siete diferencias

halladas, y compárelas con las que le proponemos en la

página siguiente]

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SOLUCIÓN

1. En A, la cadena didagmática itera en continuum; en B

se rompe la cadena dos veces.

2. Hay una diagonal activa en la matriz de significantes de

A; en la matriz de B, tres diagonales.

3. En A hay poliandromía sintéctica del discurso, mientras

que en B es recurrente.

4. En A, el tercer melasma es asintótico con el eje de

sincronía; en B es convergente.

5. En A la contingencia textual tiene tres grados de liber-

tad; en B, ninguno.

6. En A, el plano de actantes presenta dos zonas por

debajo de la línea de Gibson; en B coincide con ella en

todo momento.

7. A: dextremas imbricados; sinestremas homotéticos. B:

dextremas yuxtapuestos; ausencia de sinestremas.

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32. Volver a empezar las cosas allí donde

se dejaron

Pensaba salir sin precipitación, pero su compañero de

debajo evidenciaba alguna prisa; lo sentía rebullirse con

impaciencia.

Era de mañana, las once o así, calculó. Advirtió muy

extrañado que la manía de sonarse constantemente no le

había desaparecido con el paso del tiempo. Recabó el pañuelo

y sólo consiguió unas pocas hilachas, que se desmenuzaron

entre sus dedos huesudos. Advirtió, de todos modos, que no

tenía nariz.

Junto a él pasó una señora que sí la tenía, incluso

pómulos y algo de barbilla. Se dirigió a ella.

−Por favor: ¿Ha empezado ya el reparto de carne?

−No le puedo decir, pero esto que me ve lo he tenido yo

de siempre. En nuestra familia existe, desde hace siglos, la

costumbre del embalsamamiento.

Y lo miró con cierta altanería. Oyeron sobre sus cabezas

un pesado aleteo; era un ángel, que rateaba un poco,

sobrecargado con el peso de las listas.

−Si no les importa, vayan agrupándose en aquella

ladera. Enseguida vamos a empezar con los cánticos.

−Por favor: ¿puede decirme la fecha?

−Lo siento. A partir de Hoy han quedado abolidas las

fechas; ha comenzado la Eternidad, definitivamente.

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El cielo estaba gris y amenazante; la confusión aumen-

taba, los incipientes cantos no lograban sobreponerse a los

lamentos e imprecaciones. Lo único que le ofrecía algún

consuelo era el siempre bello olor a tierra húmeda recién

removida.

De pronto le vino a la cabeza algo en lo que pensó

durante lo creyó que iban a ser sus últimos momentos. Se

había entonces preguntado si tenía realmente algo que perder,

y se había contestado que no. Volvió a hacerse ahora la

misma pregunta.

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33. Si Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829)

levantara la cabeza y viera en qué ha quedado

el “lamarquismo”

Al hombre le estimula la perplejidad que ve en los bellos

rostros de las colegialas. El grupo se detiene, discuten. Una de

ellas se acerca; es la más alta, ¿lo irá a agredir? Se cierra la

gabardina y se resigna a la huida; ya ha tenido alguna

experiencia desastrosa. En los colegios de élite enseñan artes

marciales: qué vulgaridad, y qué manera más insensata de

acabar con la inocencia de las pobres niñas.

−Señor, ¿le importaría volver a abrirse la gabardina?

Puede ser una trampa, pero el hombre vuelve a

exhibirse, y nota satisfecho cómo la proximidad de la chica

impulsa sus potencialidades hasta un máximo, muy

satisfactorio. La chica, no obstante, muestra decepción. Se

vuelve hacia el grupo:

−Vale; he perdido. Nada de Armani; ni siquiera

Burberry; pone que es de Almacenes López.

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34. La naturaleza: has visto una y las has

visto todas

¡Triste sino el de las rosas que además de

bellas sois estáticas y pretendéis hacer

pasar vuestra inmovilidad por mérito esté-

tico, y tenéis que aguardar a que el viento o

bien algún bicho os permita autofecundaros

sin al menos aparentemente ningún placer y

eso y no otra cosa es lo que la naturaleza os

tiene reservado os guste o no!

La naturaleza imita siempre no al arte, como se ha

llegado a creer con frecuencia, sino a los ricos, de ahí lo

antinatural de buena parte de las prácticas sociales de los

pobres, entre los cuales la naturaleza goza de un sólido y bien

justificado desprestigio.

La naturaleza, por otra parte, no advirtió la contra-

dicción en que incurría al hostigar lo urbano en nombre de lo

bucólico, mientras destilaba en sus entrañas los negruzcos

jugos del asfalto aniquilador que, en manos de los hombres,

han llegado a pavimentarla y destruirla en su casi totalidad.

Pero también hemos de señalar que, la naturaleza, como

maestra e inspiradora de fábulas, sigue teniendo su vigencia

intacta.

Los capullos estaban que no podían más: sflass, se

abrió de golpe uno del rosal rosa; sflass, casi al mismo tiempo,

uno del rosal rojo.

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Ambas rosas terminaron de desperezar sus pétalos;

desplegaron sépalos y pistilos, e inmediatamente echaron un

vistazo alrededor.

“Vaya un rosa hortera que lleva ésa”, se dijo para sí la

rosa roja. “Qué rojo más chillón”, pensó la rosa rosa al ver a la

anterior. “Se ha debido desprender del blanquecino escote de

la Marquesa de Saint-Nazarie”, sospechó una. “Se ha caído de

la curtida oreja de una bolchevique”, se temió la otra. De las

inferencias sociocromáticas pasaron a las palabras.

−También es mala suerte, ¿no? Con todo el campo que

hay…

−Perdone mi mutismo, señora. No suelo contestar según

a qué gente.

El zumbido inconfundible de un abejorro propició una

tregua momentánea. Viene muy a cuento su entrada en

escena, porque estos animales son el polo opuesto a las flores:

mueren sin ajarse, y están tan seguros de sí mismos que no

encuentran ocasión para reparar en su aspecto, o quizás no

reparan en él para poder estar seguros.

Tras un leve revoloteo, aterrizó en la rosa roja, como

muy bien podría haberlo hecho en la otra. Fue directamente al

grano.

−¿Cómo andáis de néctar?

−Pues no sé cómo andaré, la verdad, porque acabo de

abrir y todavía no he comprobado las existencias.

−Yo sí que tengo −dijo la rosa rosa.

−Embustera −le increpó la roja−. No le hagas caso;

acaba también de abrir. Ya sabes cómo son de fantasiosas

esas niñas cursis de rosa.

−Eres tan vulgar como tu color −le respondió, y luego se

dirigió al abejorro−. Seguro que si ésa tiene néctar será peleón.

−¿Y tú qué tienes? ¿Chateau Donzy?

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−No estoy para polémicas de vecindonas. ¿Tenéis o no

tenéis néctar?

−Deja ya de pedir de comer y extasíate en la belleza de

nuestros colores, a cual más bello, sobre todo el mío.

Probó el néctar de la una, luego el de la otra.

−Hmnn… En cuanto a los colores, sólo están para atraer

a los estetas, que suelen tener la barriga llena. A mí el hambre

me produce daltonismo.

Y se alejó, más despacio de lo que se acercó, porque

parte del zumbido propulsor lo utilizaba para disimular la

risa. Convinieron las dos rosas en que lo malo de la natura-

leza es que prolifera en ella gente sin apenas sensibilidad, y

que se ríe sus propias gracias. Pero enseguida se enfrascaron

en sus rivalidades, descalificaciones e insultos. No sabían que

estaban ya polinizadas por el abejorro, que había además

mezclado sus pólenes, tal que las semillas de ambas plantas

originarían flores rojas jaspeadas de rosa y viceversa. Astucias

de la naturaleza, que favorece siempre el mestizaje de los

individuos, mientras éstos se creen únicos y se odian con

obstinación.

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35. Reversibilidad también de la seducción

Camino del salón, suelo detenerme frente al Gauffier;

señalo el bosque que hay tras el castillo: “Mira esa lejanía”. O

se estremecen o no tienen sensibilidad, en cuyo caso no van

bien las cosas.

El fuego de la chimenea hace arabescos en las copas de

Murano. No tardan en advertirlo, y cuando veo que tienen sus

ojos presos en el cristal, recito Drops of fire, stain on eyes…, el

único de Hodgeson que me sé entero. Si no avanzan su mano

hacia la mía, no tienen el nivel, y se me desactiva el interés.

Finalmente pongo el disco de Gerry Mulligan con Enrico

Intra. De no ser que hayan estado fingiendo, éste es el

empujón definitivo.

A la mañana siguiente les digo: “Te voy a hacer un buen

desayuno, inolvidable; ya verás”

En la cocina pongo la cafetera, frío huevos, tuesto pan y

canto, con estudiada desafinación, heroicas canciones del

servicio militar y bochornosos estribillos de despedidas de

soltero.

Vuelvo con la bandeja. He dejado bien visible en la

mesilla el álbum. “¿Puedo verlo”. “Por supuesto; no tengo

secretos para ti”.

Se trata de una colección, estratégicamente ordenada,

de bellas mujeres, de media-baja extracción, con vestidos

baratos y expresión sumisa. Mientras pasa las páginas, sorbo

el café soezmente y mastico chasqueando los labios. “Quiénes

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son”, terminan por decir. “Mis exmujeres y amantes suce-

sivas”, contesto con la boca llena.

Se suele hacer una pausa tensa, que procuro amenizar

con algún regüeldo. “¿Te dejaron o las dejaste?”. “¿Dejarme a

mí?, ¿estás loca?”, y avanzo la cara hacia el haz de luz de la

lámpara de la mesilla. Sumo entonces a mi discurso la

evidencia de las bolsas que cuelgan de mis ojos, espinillas

grasientas en la nariz, calva incipiente con no poca caspa. De

este marco subyugador hago emerger la más canalla de mis

sonrisas, tintos los dientes en la yema del huevo frito.

Nunca fallo. Normalmente hasta me puedo tomar

también el otro desayuno. Cuando oigo la puerta corro las

cortinas, apago la luz, me vuelvo hacia la pared y echo un

sueñecito.

Hay actuaciones que puede que incurran en el eterno

retorno de lo idéntico, pero de lo repetitivo es de donde la vida

−al menos para mí− extrae su máximo encanto.

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36. Pasarse enteramente al otro lado

−Es realmente eficaz, pero permítame que le insista:

media pastilla cada vez. Recuérdelo bien.

El cliente disimuló una sonrisa. Era un tipo curioso

aquel farmacéutico, con sus ojos profundos y sus elegantes y

solemnes canas, vendiendo un vulgar laxante como si se

tratara de una droga peligrosísima. Pagó y salió a la calle.

En la misma esquina había un bar. Pidió un café; abrió

la caja y sacó dos pastillas. “Veremos si es tan realmente

eficaz”.

No tardó en sentir un retortijón. “Vaya, vaya”.

Bajó a los lavabos. “Formidable”.

Al poco pudo oírse un suspiro. “Ah; estoy quedando

nuevo”. “Qué barbaridad.” “Estaba realmente atascado”.

Los retortijones seguían en aumento. Bromeó: “Santo

Dios; me voy a ir por el agujero”. Se secó el sudor; tenía la

frente helada.

Iba notando un extraño vacío; todo fluía ahora sin

espasmos ni ninguna otra intermitencia. Los primeros

crujidos de las costillas le alarmaron. Quiso pedir auxilio. Solo

le brotó un oscuro lamento: tenía ya la garganta desplazada

hacia abajo más de un palmo.

Notó que se iba; se iba irremisiblemente.

La meticulosa exactitud en la descripción de los

horrores pertenece a ciertos géneros de literatura en los que

no quisiera incurrir.

Lo más doloroso del tránsito es llegar a la inequívoca

evidencia de su proximidad. A veces esa tortura se alarga

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durante meses, como el caso del reo en el corredor fatal, cuyo

abogado ha recurrido con el único objeto de conservar al

cliente mientras dure; o el del enfermo terminal, engañado por

familiares y allegados para que aguante entubado, mientras

discuten minuciosamente la herencia. Pero una vez consta-

tada la inminencia del final, el terror se troca curiosidad, casi

póstuma. El convulso aferrarse a la vida se serena, torna

sobre sí, y el ancestral instinto de muerte renace una vez más,

con su innegable pertinencia.

Poco tardó en comprobar que si efímera es la existencia,

la muerte no lo es menos, aunque no llegó a poseer una clara

noción de esto último, dado que los órganos con los que

generalmente se constata la duración de las cosas, fueron

también expulsados al otro lado del insaciable agujero,

convertido ahora en fatídico plano de separación entre lo que

hubo y lo que ya nunca más habría. Una vez más la compleja

maquinaria, orgullo del universo pluricelular y sintiente, se

trocaba en disgregación y prepodredumbre.

Lo más doloroso, nunca lo hubiera pensado, fue

desprenderse de las diversas instancias que, para abreviar,

llamaremos ónticas: certidumbres, apriorismos, autoestima,

señas de identidad, sentido de la historia: el desgarro con el

que salían daba cuenta de lo muy arraigadas que habían

estado.

La señora de los lavabos introdujo por la cerradura la

llave maestra. Empujó la puerta. “La madre que los parió. Y

mira que les insiste don Genaro: sólo media pastilla. Todo el

día limpiando esta porquería”.

En medio del desastre todavía latía el agujero, apenas

uno pocos pliegues convulsionantes. La señora de los lavabos

lo pisó en cuanto lo vio. Se oyó un leve gritito, pero lo hizo

callar restregando el pie sobre él con saña.

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37. Si se pierden las formas estamos perdidos

Me despedí de mi chófer con la deferencia habitual. A

un caballero no debe importarle la desigualdad social, ni

oponerse ni contribuir a ella. Estamos muy al margen de esa

cuestión; hasta podemos llegar a incurrir en la ficción de que

ha sobrevenido la igualdad, y tratar a todo el mundo como si

fueran nuestros iguales.

Pasé por la biblioteca y, con el segundo tomo de

Madame de Sevigné bajo el brazo, me encaminé al primer

piso.

Entré en el dormitorio. Clara Esther dormía. La luz de la

lámpara de la mesilla bañaba sus hermosas y nobles

facciones. Así dormida, tenía un innegable parecido a los

diversos retratos que colgaban por la casa de sus padres, los

Rougert Descons, antigua nobleza, aunque de su antigüedad

yo siempre guardé alguna duda.

La belleza de Clara Esther hacía resaltar la del sobrio

mobiliario de caoba de Port-Fleury. Me pareció que estaba un

poco cargado el ambiente; atravesé la espaciosa estancia y

abrí el balcón de par en par. Respiré hondamente y contemplé

el aspecto fantasmal que la luz de la luna confería a los

enebros del parque.

Un leve rumor vino a interrumpir mis meditaciones.

Volví la cabeza y descubrí tras las cortinas a un caballero.

Parecía estar muy nervioso, temeroso; pero yo no tenía nada

contra él.

La obligación de todo caballero es tratar de conseguir

las mujeres de los demás caballeros, como la de un banquero

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es conseguir todo el dinero, y la de un terrateniente, todas las

tierras. La obligación de toda señora es guardar el honor de su

matrimonio. No era aquél el mejor momento para intentar

resolver esta flagrante contradicción, y hay una sola manera

de recuperar el honor. Me dirigí a mi mesilla; allí, quería

recordar, guardaba un arma de fuego.

Abrí silenciosamente el cajón superior; no la encontré.

Me arrodillé para buscar en los otros cajones. En ese

momento vi el pie de un caballero que yacía bajo la cama.

No hice ningún ademán de extrañeza. No son gestos

propios de caballeros y, por otra parte, no sabía si el caballero

de la cortina conocía la existencia de este otro o viceversa.

Tratándose de asuntos tan delicados, toda discreción es poca.

Decididamente el arma no estaba en la mesilla; quizás

en el armario. Abrí cuidadosamente una de sus puertas y, tal

como me temía, había allí otro caballero. Desistí de seguir

buscando el arma; dado lo concurrido que parecía estar el

dormitorio aquella noche, me pareció que los estampidos

podrían causar innecesarios sobresaltos. Las manifestaciones

ruidosas, por otra parte, suelen desvirtuar y hasta hacer

desaparecer el dramatismo que muchas situaciones encierran.

Lo mejor para todos, concluí, era el estrangulamiento de

aquella desdichada. Resuelto a ello, avancé hacia la cama.

Clara Esther debió de advertir mi intención, bien porque

se despertara en ese momento o, más probablemente, porque

había estado todo el rato fingiendo que dormía. Estaba ahora

sentada, reclinada en las almohadas, con su permanente

expresión de muchacha en flor. Para mi sorpresa, introdujo

los dedos índices de ambas manos en su boca y emitió un

corto y penetrante silbido.

La verdad es que, objetivamente, aquel gesto era

bastante vulgar, pero uno siempre está dispuesto a disculpar

las actividades incursas en la ordinariez de aquellas personas

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que le están muy allegadas; tal vez para disculpar nuestra

ceguera cuando elegimos su compañía, o para desvincularnos

del proceso de su degeneración posterior.

El silbido era una señal, como me temía; me vi aferrado

por incontables manos y levantado del suelo.

Si hay algo que es innato en un caballero y que se revela

espontáneamente, sea mucha o poca la práctica en ello, es el

saber perder. En cualquier caso, no hubiera podido oponerme,

dado que mis atacantes evidenciaron una hercúlea constitu-

ción, impropia de caballeros, ni siquiera de sportmen.

Nos dirigimos hacia el balcón; yo elevado en volandas

sobre sus cabezas, y ellos en compacta formación, compo-

niendo un grupo que me hizo recordar la escenografía, intole-

rantemente expresionista, del cuadro final de un Turandot que

vi en la Scala hace ya algunos años.

Me fue muy difícil, transportado de ese modo, mantener

una postura correcta, tal vez ni decorosa. Al ser arrojado por

encima de la balaustrada pude, al fin, recomponer la figura, al

tiempo que mi traje de alpaca inglesa adquiría, valga la

dilogía, su caída habitual.

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38. No ir más allá de los menguados límites de

jovencitas aristócratas laboriosas

Qué tiempos, Santo Dios,

gritó para sí el juglar, acabando de zurcirse la otra calza.

Se suavizó un tanto su pesado aliento, con regaliz,

y partió sin más.

No le faltaban ni inventiva ni avanzados rudimentos de teoría;

eligió por tanto una presa difícil: dirigióse hacia el castillo.

No quisiera anticiparme, pero lo poco meditado de aquella

su elección,

habría, con toda seguridad,

de perderle.

La hija del condestable, oscuros y rectos ojos,

no lo vio llegar.

Justo al oírlo levantó un instante la vista, que absorta tenía

en el caballete:

Aviadas estamos, dijo al aya.

El juglar en lo suyo estaba concentrado;

íbase a poner el sol en breve, y a esa hora

o habría acabado o manera no habría de ver la escala que

sin duda

acabarían por echarle.

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Con el cómputo silábico cuidadoso era en extremo;

la falta de resuello le causaba alguna aférisis, más al ser

toda epéntesis un truco desdeñable

paragoges deslizaba a cada rato,

y los hiatos

fatigaban metaoxítonos apócopes.

Tratábase su auditorio esta vez de gente culta,

decidió que, aun siendo arcaico

lo trocaico, era preferible a lo dactílico, de amplia hipérbole,

que en metalepsis y perífrasis se resolvían,

he de decir que no sin elegancia.

Acabósele luego por calentar el morro,

y ya sin mesura pergeñaba, una tras otra,

etopeyas, catacresis, eufemismos,

metonimias, hipotiposis,

pretericiones, reticencias y expolitios.

Y una tras otra le brotaban

la anástrofe, la silepsis,

calambures palindrómicos

de epínome descabellado,

frecuentemente rematado

con pleonasmo sinonímico en elipsis.

La hermosa hija del condestable hizo un solo leve gesto al aya;

tiró el aya de la argolla:

una tímida campana sonó en el cuerpo de guardia.

Asomóse a la almena el centinela,

y mientras parsimonioso tensaba la ballesta,

ninguna expresión digna de reseñar había en su rostro.

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39. Adivinanza nocturna

No tiene brazos y estoy en sus manos.

Cuánto más lo interrogo con la vista,

con el alma,

más se encierra en sí mismo.

Sin ojos, sin pupilas ni pestañas,

devuelve inexpresiva mi mirada anhelante.

Su silencio parte el corazón, su sonido lo vuelca.

Sabe que es mi única oportunidad,

y cuántas veces le descubro irónicas sonrisas.

Cuando exasperado lo amenazo con tremenda destrucción,

ni se estremece.

¿Qué es?

Qué va a ser: el maldito teléfono,

cuando pasa el tiempo, pasa y pasa, y nada.

Y sé que es cosa suya, sé que tú me llamas.

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40. Un servicio eficaz

Paseábase un joven poeta experimental a lo largo y a lo

ancho de su buhardilla, unos ochos pasos en total. No se

encontraba lo suficientemente inspirado para lo que acometer

pretendía.

…azar del lazo de dos

entrelazados, momento

que no tengo cuerpo y alma

tengo sólo cuerpo y cuerpo…

No veía manera de salir del atasco. Desesperado, tomó

el boletín.

−Veamos… Página ciento ocho: “Los ojos febriles”. Los

tengo. “Mirada perdida a través de la ventana”. Están muy

sucios los cristales de la lucerna; la abriré. “Recite,

implorando, nuestra llamada de auxilio, página trescientos

doce.”…Aquí está:

Carraspeó y oscureció la voz, para solemnizarla:

−Apiadaos de mí, oh cielos… Oh Zeus y Mnemosine,

decid a vuestra hija Erato, la más insigne de las musas…

ZRASSHH

−Oiga, ¿no podía haber entrado usted por el tragaluz?

Estaba abierto.

−Iba a hacerlo, pero he tomado mal las distancias.

Créame que lo siento.

−Ya. Luego todo son goteras.

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−Le vuelvo a pedir disculpas. Vamos al asunto; estoy

muy ocupada esta tarde.

El joven poeta tosió todavía un par de veces por la

polvareda y desenterró el manuscrito de entre los cascotes.

−Tenga.

−Vamos a ver… Esto tiene muy mala pinta… Bien;

escriba usted, de todos modos:

Se entrelazan nuestras manos

a la sombra del almendro,

y eran cómplices tus ojos

en el brillo del albero.

−Si no ve usted mejor solución…

−Bien; haga el favor de firmarme aquí. Muy bien. Adiós y

suerte.

−¿No quiere usted tomar un café o…?

−No puedo, hijo. Tengo seis avisos más para hoy, sin

contar las urgencias como la suya.

−Pues se estará usted forrando.

−Uy, nada de eso; la agencia se queda con casi el

setenta por ciento.

−Qué barbaridad.

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41. Los dos científicos que no sabían que tenían

razón los dos

Nunca vi a mi padre. Nunca mamá me habló de él.

Quizás lo dejara para cuando yo fuera un poco más

mayor. Como luego apareció este hombre y nos separaron, es

posible que me quede sin saber nada al respecto. Mejor así.

Seguramente habría acabado odiándolo, como a este hombre.

Tal vez esté obsesionado, pero desde aquel día mamá

sólo tuvo ojos para él; y estoy seguro de que le permite cosas

que a mí ni se me habrían pasado por la cabeza. ¿Qué es lo

que habrá visto en él?, ¿su bata blanquísima?, ¿su acento de

Riazán?

Mamá: cómo recuerdo tu olor. Y tu vientre cálido.

Rara es la noche en la que no evoco tu nombre. En una

de las jaulas por las que he pasado, un compañero me contó

que mi caso se parece al de cierto personaje griego, en una

confusa historia que cuentan por Viena.

Y no le guardo rencor a ese individuo porque consi-

guiera separarme de mi madre y hacerme encerrar; esto forma

parte de la sentencia que la naturaleza parece haber dictado

contra nuestra especie. Lo odio porque yo era pequeño y

mamá tardaba en venir a darme las buenas noches…

Grrr. Acabo de oír el timbre; no tardará en aparecer, con

su maldita bata. Cuando aparezca, cómo me gustaría saltar

sobre él y clavarle los colmillos en el cuello, y zarandearlo.

Nada me gustaría ya más.

Babeo de placer sólo de pensarlo.

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42. Nadie o casi nadie se avergonzaba de

aquella iniquidad

−Ven, hijo. Despójate de las calzas. Siéntate aquí.

Súbete un poco el jubón. Así. Abre un poco más las piernas.

¿Traéis con vos la cédula, Fray Antonio?

−Es huérfano este pobre niño. Aquí traigo una carta de

Monseñor Aventini, rector del hospicio, y otra del director del

coro de Santa María Annunciata.

−Bien. En este caso, podemos empezar.

−Vamos a rezar una oración, hijo. Repite conmigo:

“Señor: acepta mi ofrenda y mi dolor…”. ¿Y ésta quién es?

−Es mi criada. ¿Quién te ha dicho que entres? Fuera,

fuera…

−Muchacho: ¡no dejes que te lo hagan! Tú no sabes lo

que es eso, tú no sabes todavía lo que son las mocitas; nunca

podrás conocer el amor, ¡no se puede vivir sin el amor!

Déjenlo, por Dios, dejen que se vaya. Ay, Dios mío, ay que

pena, qué crimen…

−¡Fuera! ¡Fuera he dicho! Maldita sea, mujer. Termina

de fregar el porche, recoge tus cosas y vete. No vuelvas más a

esta casa. Vuelve a los burdeles, de donde nunca debiste

salir… Perdonad la interrupción, Fray Antonio.

−“Ay del que escandalizare a estos pequeñuelos”. A ver,

hijo. No mires; no te va a doler apenas. Mira hacia arriba,

hacia Dios. Repite conmigo: “Señor, acepta esta ofrenda;

acepta mi dolor… Así mi cuerpo permanecerá puro por siem-

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pre… Y mi voz será expresión de esa pureza… Y seguirá

siendo inocente… Para elevar en cánticos… tu gloria impere-

cedera… Amén”.

El cirujano era muy diestro; el niño sólo sintió un leve

escozor. Luego se desmayó, pálido, como un ángel.

43. Al principio, a veces, es cuando

se hace más largo

Tres horas hube de estar aguantándome las ganas de

pestañear. Tres horas, que se dice muy pronto. Y sin

lagrimear; y manteniendo la expresión fija y vacía. Vacía creo

que siempre la tuve un poco. Pero es igual. Ya todo, por

fortuna, va a ser igual.

Menos mal que siempre hay alguien dispuesto a cerrarte

los ojos; nunca de manera caritativa, sino por miedo a la

mirada, que parece, dicen, que viniera del otro lado. Dicen

también que es una mirada que invita desesperadamente a

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ser acompañado en el viaje. No es mi caso, en absoluto;

prefiero viajar solo.

Pero a nadie, que se sepa, le han cerrado los oídos. Qué

suplicio tener que soportar a tanta gente. Llevan horas

diciendo las mismas trivialidades. No pensé en esto. Dios mío:

qué largo se me está haciendo. De haberlo previsto, habría

encontrado fuerzas para saltar el pretil.

Bien. No puede quedar mucho; media hora quizás. ¿A

qué esperarán? Ya me han dado el beso los niños; bueno me

han puesto de lágrimas y mocos. Julia no me lo va a dar;

seguro que no. Estará Roberto por ahí y le debe de dar apuro.

Vaya alhaja que te vas a llevar, compañero. A ninguno de los

dos los oigo llorar. Mejor; que guarden las lágrimas; las van a

necesitar para cuando se revise la contabilidad. No puedo

pensar en eso; me va a salir una sonrisa. No creo, de todas

maneras, que entendieran la mueca. Las pocas veces que he

sonreído siempre ha sido a solas. La verdad es que esta es la

vez que más razones he tenido para hacerlo; a ver si ponen la

tapa de una vez.

¿Estará por ahí mi médico? ¿Dónde habrá conseguido el

título? Ganas me dan de deshacerlo todo e insultarlo; las

caras que pondrían. No puedo pensar tampoco en eso; me van

a volver las ganas de reír.

Arrecian los lamentos. Por fin; ya deben de venir con la

tapa.

Magnífico; no se oye nada. Seguro que es de las acolcha-

das. Podían también haber acolchado el fondo; tengo la

espalda molida.

¿Y esta luminosidad? La madre que los parió: si es de

las que llevan ventana. Qué desastre. Esto no se va a acabar

nunca.

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44. Abuelitas desgraciadamente en extinción

En el escaso espacio de que dispongo no me va a ser

posible describir bien a la vieja. Tres pinceladas habrán de

bastar. Una: escasos dientes verdinegros sujetos entre sí con

alambres nada inoxidables. Otra: constantemente se le

acumulaba pus detrás de su ojo postizo, y poco a poco se le

iba desorbitando, hasta que caía al suelo y se hacía añicos;

luego, durante semanas, lucía un agujero supurante. Final-

mente: para poderse lavar lo que le quedaba entre las arrugas,

debía emplear más de media jornada; su olor denotaba que

hacía años que había desistido de ello.

−Duérmete ya, Anaví.

−Sí, abuela; pero primero cuéntame un cuento.

−¿El de la malvada princesa que les regalaba a sus

sobrinitos navajas de afeitar para que jugaran a los quiró-

fanos? ¿El del niño feo que su bella madre lo encierra en un

desván lleno de ratas? ¿El del perrito pastor alemán que

copulaba con la niña y le destroza la yugular?

−No, abuelita; de esos no, que son todos iguales y me

aburro y me duermo enseguida.

−Bien; a ver éste.

Una abuela le cuenta a su nieta un cuento en el cual

una abuela le cuenta a su nieta un cuento que trata de una

abuela contándole a su nieta un cuento en el que una abuela

le cuenta a su nieta un cuento y la nieta le dice que ya sabe

que las abuelas cuentan cuentos a las nietas y que éstas

suelen saberse los cuentos que las abuelas pretenden

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contarles, y entonces la abuela le cuenta sin más el del

príncipe que trataba de cabalgar como le habían dicho que

cabalgaban los príncipes que cabalgan de manera principesca

y el caballo va y le dice: ¿estáis seguro, mi señor, de que es así

como hay que hacer?, y respondióle el príncipe no lo sé pero

debemos concentrarnos cada uno a nuestra vez en la misión

histórica que tenemos encomendada y desta guisa cuanto más

caballesco sea tu caminar no caben apenas dudas de que mi

cabalgar será más principesco.

−Abuelita: ¿sabes el de los teólogos?

Su único ojo emitió un relampagueante brillo de fervor:

−“Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras,

entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y

rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los

quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran

blasfemias contra su dios…”

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45. Otro de la abuelita

Dormida ya Anaví, entró en la habitación del Cesc, su

otro nieto. Estaba leyendo un grueso tomo, que escondió bajo

las sábanas en cuanto sintió los pasos de la abuela,.

−¿Vienes a contarme un cuento, abuela?

−Sí. ¿Tipo?

−…Propp, sesenta y uno barra catorce.

−Bien… ¿Diégesis?

−Amor que se trunca pero el protagonista se rehace.

−…Ya lo tengo: “El príncipe excluido que al final tuvo

algo de suerte”.

−Vale.

−Había una vez un rico y hermoso príncipe que, harto

de pasarse el día cazando ciervos y disidentes, decidió que ya

iba siendo hora de casarse. Organizó una fiesta. Sus nume-

rosos funcionarios recorrieron el país invitando a todas las

jóvenes incursas en el canon de belleza que habían preparado

sus asesores iconográficos, y pudieron convocar a muchas.

El príncipe sólo tuvo ojos para una. Los cronistas no se

ponen de acuerdo en si era la más bella o la menos banal,

pero todos coinciden en referir el estupor del príncipe cuando,

poco antes de las doce, la bella muchacha salió a toda prisa

de la fiesta. El estupor dio paso a un gesto divertido, y un leve

encogimiento de hombros. El príncipe ordenó que la fiesta

continuara hasta cuando menos el amanecer, y se retiró, con

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la serenidad de aceptar aquella contrariedad como una más

de las que en la vida nos aguardan, y los cronistas también

coinciden en que en aquel momento la expresión de su rostro

era tan bella que nadie en aquel reino la olvidó.

El príncipe organizó una segunda fiesta, y ocurrió exac-

tamente lo mismo. Y aquí comenzó la desgracia del príncipe y

la consiguiente decadencia de su reino.

−¿Pues qué hizo, abuela?

−Algo terrible, hijito. Pensó: “¿Adónde irá?”

−¿Pensó eso? Pobre hombre, ¿verdad, abuela?

−Sí, hijito. Basta pensar eso una sola vez para ser inme-

diatamente excluido del Club de Perdedores, uno de los más

exclusivos que pueda haber. Éste fue el caso, y poco tardó en

comenzar a sufrir los irreparables quebrantos de los que, con

su errónea conducta, se había hecho acreedor. Su autoestima

se inflamó, lentamente al principio, pero después el proceso se

avivó, y ningún médico de su reino ni de los reinos cercanos o

remotos pudo dar con el remedio que aliviara en algo la

abyección ética que esta hipertrofia supone. La discon-

formidad consigo mismo no tardó en empujarlo hacia los

tenebrosos bordes del crimen, que lo llevaron a insultar a sus

súbditos y, poco después, en la abominación más absoluta, a

fustigar cruelmente a su caballo, y finalmente al camino sin

retorno de la bebida.

−¿Y cómo acabó, abuela?

−Esos tipos siempre tienen suerte. Un día, su caballo,

que ya no aguantaba más, frenó en seco al borde de un

barranco. Era una sima muy profunda y, cuando recogieron lo

poco que quedaba del príncipe, vieron que conservaba intacta

su autoestima, que ya sabes que es una lacra indestructible.

Con ella estará ahora en el infierno, bien protegido de las

llamas.

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46. Prevaricación de la intertextualidad

Salgo del portal. La mañana está ya los suficientemente

avanzada como para que todo el mundo esté en sus

obligaciones. Yo no las tengo; los que las tienen no parecen

muy felices. Camino por las vacías aceras; el sol me baña a mí

sólo.

Arriba, a la izquierda según voy, veo a María Celia,

sacudiendo la estera en su balcón; cuarenta hermosos años;

cinéfila empedernida. Decido seducirla.

La calle tiene una leve pendiente favorable., Camino de

manera deslavazada, como Curd Jurgens. Voy poco a poco

alargando la zancada; imperceptible el braceo; apretando la

mandíbula y la parte superior de los pómulos: Gary Cooper:

“El honor del Capitán Lex”. Cedo el paso a una señora con

carrito de compra. Cuando subo de nuevo a la acera, James

Dean, “Al este del Edén”. Aumenta mi confusión; estoy

perdido; se cargan mis hombros en el desconcierto: Anthony

Perkins, “El Proceso”.

Relajo un trecho tan tremenda tensión dramática. Italia.

Acompaño el contoneo de caderas con leves movimientos

afirmativos de cabeza y rumiar de chicle: Gasmann, con un

toque Celentano.

Pero no tardo en recomponer la figura y mirar a

hurtadillas: James Cagney. Miro ahora de reojo: Burt

Lancaster. Llego finalmente bajo su balcón y levanto la vista,

como Zibulsky en “Cenizas y Diamantes”, cuando trataba de

calcular la hora viendo la altura del sol entre los álamos. Veo

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que ha dejado de golpear la estera contra la barandilla; no me

quita ojo.

Enseguida Belmondo; aire despreocupado; silbo entre

los dientes una cancioncilla. Diez metros escasos más allá,

Dirk Bogarde, entrando en la audiencia para acusar, como

fiscal, a su hermanastro Woodford: “Providence”, de Resnais,

1977. Apenas esbozada esta figura, me encuentro un charco;

lo piso, caracoleo a modo de Gene Kelly media docena de

pasos subiendo y bajando el bordillo y amaino. Ahora cada

paso va a ser de enorme intensidad. Alan Ladd. Lento

caminar; mantengo la mirada fija en los ojos de mi enemigo;

un mínimo cambio en su expresión denotará que va a sacar el

arma. Con la misma cadencia de pasos, separo un poco las

piernas y adelanto el hombro izquierdo: Richard Widmark.

Braceo con los codos un poco doblados y comienzo a caminar

sobre una línea: Dean Martin, al final de “Río Bravo”.

Atención: viene el plato fuerte. Sigo por la línea, meto hacia

dentro la punta de los pies, subo el estómago y lo incorporo a

la caja torácica: Robert Mitchum. En esta última recreación,

doblo la esquina.

A la tarde cuando vuelva subiré a su casa sin más.

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47. Cuidado con la crítica cuando destructiva

Aquel dramaturgo, para su desgracia y alivio del

público, era bastante mejor crítico que autor. Acaba de leer su

última obra. No le convence nada.

El enredo de la trama era palmario. A pesar de lo

incomprensible de las larguísimas parrafadas aclaratorias, se

adivinaba cada situación dos escenas antes. Había conseguido

un equilibrio perfecto entre los distintos actos; podría indis-

tintamente representarse antes el tercer acto que el segundo,

o primeramente el segundo y al final el segundo otra vez.

En cuanto a los personajes: ni indicios de verosimilitud.

El conde era un individuo nada aristocrático. La malvada

condesa, un alma de la caridad. El noble y apuesto brigadier,

un verdadero rufián. Y el brillante profesor ignoraba casi todo.

Se les veía, además, incapaces de asumir acción alguna. Eran

figuras de museo de cera.

Meses de esfuerzo para esto. Se encoge de hombros:

donde más a sus anchas se mueve es en el fracaso. Ordena el

manuscrito; lo arroja a la chimenea.

−A otra cosa.

Se dirige a la cocina. Cuando va llegando, advierte olor a

chamusquina. La chimenea del estudio revocaba por la del

fogón. El humo le ciega, tose. Se limpia las lágrimas y las

gafas. Descubre que no va a cenar solo.

La condesa lo mira torvamente:

−¿Es que no acostumbra a cenarse en esta zahúrda?

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El conde hace un gesto, tratando de disculparla. El

brigadier simula no haberla oído. El profesor manipula con

acierto el cortatiros y la ventana; el humo va desapareciendo.

La cena se desarrolla en un ambiente tenso.

El conde y el profesor charlan de astrología. La condesa

termina por deslizar veneno en el plato del conde. El brigadier

lo advierte; es amigo del conde desde la infancia, y no quiere

que éste se dé cuenta de la maldad de la condesa. Sin ser

advertido, cambia los platos e ingiere él el veneno. Cae de la

silla; acude a socorrerle el conde. La condesa ríe desver-

gonzadamente. El profesor huele el plato envenenado: no hay

tiempo que perder: prepara un antídoto con sal y clavo. El

brigadier se recupera. La condesa insulta a todos. El conde

parece no oírla; ayuda a incorporarse al brigadier; vuelve a la

mesa; toma con elegancia los cubiertos y termina de cenar

como si nada hubiera ocurrido. Lleva la servilleta delicada-

mente a los labios.

El autor, que no ha probado bocado, se sirve otra copa.

La apura de un trago y se retira.

Allí están otra vez; todos en la cama. El brigadier ha

cedido su parte de manta y se cubre con la casaca. La

condesa le dirige miradas incendiarias, y acaricia un puñal

bajo la almohada. El conde reza sus oraciones con más fervor

que nunca. La noche se presenta dramática. El profesor

garrapatea en un cuaderno; quisiera dar fin a su artículo

sobre Humboldt, antes de que sobrevenga la que se avecina.

El autor sabe aceptar los fracasos, tanto de sus obras

como de sus críticas. Se pone el camisón. Le hacen un sitio en

la cama.

Apaga la luz.

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48. El viaducto

−Haga usted el favor de no empujarme más.

−Y a mí de no pisarme y ya es la segunda vez. Le voy a

decir yo a usted una cosa: si tiene tanta prisa, ¿por qué no se

lo ha hecho en casa?

−Eso digo yo. ¿No tiene usted una buena cuerda? O si

no, con pastillas de ésas, como los artistas.

−A ver si por una vez hacemos una cola como Dios

manda, que va a ser la última que hagamos.

−Eso mismo creía yo y, con ésta, he venido ya tres

veces.

−¿Pues qué le faltaba a usted?

−La primera vez el certificado médico, y la segunda, la fe

de vida.

−Pues estamos aviados. Yo no los traigo.

−Ni yo. ¿Para qué querrán esos papeles?

−Hombre, yo lo veo bien; porque si te vas a morir de una

enfermedad, ¿para qué te vas a andar tirando?

−Bueno, eso todavía; pero la fe de vida, ya me dirá

usted.

−Eso mismo fue lo que yo les dije, pero me contestaron

que no había nada que hacer, que había habido casos de

personas que, al irles a hacer el certificado de defunción,

resultó que ya estaba muertas.

−Pero es el colmo; son incapaces de llevar el censo como

Dios manda, y encima nos echan la culpa a nosotros.

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−Sería que en vez de venir a matarse venían a rema-

tarse.

−Qué graciosos es usted. No sé qué puede hacer alguien

tan ingenioso en un sitio como éste.

−Ya ve.

−No hace ni diez años que venía la gente dándose un

paseo desde la parada del metro de Ópera, y cogían, se

tiraban, y Santas Pascuas.

−Le voy a decir yo a usted una cosa: la burocracia, eso

es lo que nos está matando.

−A mí no. Yo me muero de otra cosa.

−¿…Y de qué, si puede saberse?

−De ganas de saltar el pretil y perderles de vista.

−Ya le dije que es usted muy gracioso.

−Sí; ya me dijo.

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49. La experta y el aprendiz

−Tú eres la Jacinta, ¿no?

−No te entiendo, chaval.

−Que si eres la Jacinta. ¿Es que estás sorda?

−Toma y toma. Y toma, gilipollas.

−¡Ay! ¿Por qué me pegas?

−Para que aprendas a tenerle respeto a los mayores. A mí

se me habla de Usted. ¿Te enteras? Y no te pongas chulito, que

con eso no se te va a quitar el acojone. Yo soy una profesional;

la mejor; de modo que haz el favor de tranquilizarte.

−Sí, señora.

−¿Quien te envía?

−Pues... nadie. He oído hablar mucho de usted en el

instituto, de modo que me dije voy a...

−¿Hablaban bien o mal?

−Bien, bien. Hablaban muy bien.

−Son diez pesetas. Está bien: ponlas ahí. Vamos a ver;

venga… Cógetela. Así no: así. Eso es.

−Pero... ¿No me la va usted a...?

−¿Yo? ¿Eres tonto o qué? Cascársela es un asunto de uno

mismo consigo mismo.

−…

−¿Eres huérfano?

−¿Quiere decir que si se ha muerto mi padre o mi madre?

−No, hijo, no. Un hombre sólo puede ser huérfano de

madre.

−Mi madre vive, pero no veo...

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−Tú déjame, que estoy preparando el guión. Y tu padre,

¿a qué se dedica?

−Es viajante.

−Cuando estaba fuera tu padre, hace unos años, ¿a que

tu madre te metía en su cama para que no durmieras solo?

−...Sí, pero no sé qué quiere usted...

−Tú déjame, que yo sé mucho de esto. Sigue dándole. Ella

se ponía un camisón de raso, bien escotado, y caminaba por la

habitación, descalza, como una gata, y te miraba, y se sonreía,

y luego se inclinaba a darte un beso, y tú mirabas y mirabas su

escote…

−Oiga, señora...

−Ni señora ni señoro. Concéntrate en ese escote; piensa.

Cómo se bamboleaban… Y tú entornabas los ojos. Y aspirabas

su perfume… Sigue, sigue. El escote; el perfume…

−…¡Ahh! ¡Ya! ¡Ya!... ¡Uhhh! ¡Uhhh!

−Está bueno, ¿eh, granuja?

−…Y con mi madre... ¡Ahh! ¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho?

¿Qué he hecho, Dios mío?

−Te ha dado culpa, ¿eh, granuja? Con culpa es mucho

mejor, el doble de mejor; de modo que me debes otras diez

pesetas.

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50. Acróbata sin red: en la red

La disciplina en el entrenamiento es lo que distingue a

un verdadero acróbata de un aficionado pretencioso.

Como corolario irrefutable de esta teoría, reparad en la

humilde mosca; de aquí para allá, una y otra vez, abismada

en el cansino devenir del perfeccionista, sin esperanzas ni

aliento que no dedique a esta pulsión.

Se encontraba practicando diversas modalidades de

vuelo acrobático. Le conviene estar preparada; la primavera se

va a desencadenar en breve y comenzarán enseguida los

vuelos de cortejo. Sólo triunfarán las mejores, y la recom-

pensa… No quiso pensar en ello; cuando volaba obnubilada

por estas cosas, terminaba estrellándose.

Hizo un doble loop, sesgado, arriesgadísimo, dada la

velocidad y proximidad a la pared. Después, en vuelo invertido

rasante, pasó por encima de la mesa; soltura, arrojo y

precisión. Comenzó a tomar altura de nuevo; probaría ahora

un espectacular desplome desde la lámpara. Ya arriba, nunca

supo por qué, cambió de opinión. Esto habría de perderla.

Tras un zigzagueo en las inmediaciones del techo del

armario, decidió ir a ronronear a los cristales de la ventana,

para lo que atajó por detrás de la barra de las cortinas. La red

estaba puesta en el sitio preciso, y muy bien disimulada. A la

velocidad que iba le fue imposible maniobrar. Quedó sólida-

mente atrapada.

El impacto fue tremendo. La araña, sorprendida en

plena siesta, pensó que la asistenta le estaba nuevamente

echando abajo la tela a escobazos.

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Se aproximó despaciosamente a la mosca, contoneán-

dose sobre sus largas patas; indescriptible era la expresión de

sus hermosos ojos saltones. La mosca advirtió que además de

estar prendida estaba prendada. La araña lo adivinó; la tomó

con dos o tres de sus patas y le dio un largo beso de amor,

tras de lo cual chasqueó la lengua contra sus crueles incisivos

superiores. Comenzó a girar a la mosca, y a envolverla en un

inacabable sedoso espagueti, segregado por ella misma con

ternura.

La mosca, arrobada, se dejaba hacer, y aprovechaba la

coyuntura para comprobar cuán justa es la naturaleza, que

compensa a sus criaturas con momentos de dicha y

embriaguez antes de su acabamiento. Quizás fuera que, con

las vueltas, se sentía un poco mareada, y se veía además

superada por los acontecimientos. Ambas sensaciones no

cabe duda de que favorecen la tendencia hacia el estoicismo

cuando −y este suele ser el caso de las moscas− además de

natural, es innata.

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51. Ministerio para la Mejora Cultural Dirección General de Asuntos Gütemberguianos

OPOSICIONES Y CONCURSOS 216 Plazas de ASESORES ITINERANTES DE EVENTOS PARALITERARIOS

Test Nº 21: Subraye usted el nombre del autor cuya lectura recomendaría

al interesado/a.

CONTEXTO DISCURSO AUTORES Puente, acantilado, etcétera

“Me duele; me duele la vida. Sólo veo ante mí un dolor infinito…”

Drieu La Rochelle. Durkheim. Werther.

Cafetería. “Juan: por lo que más quieras: tú sabes que te he entregado lo mejor de mí misma sin esperar nada a cam-bio..”

Lawrence. Samir Amin. Tellado.

Taberna. “No me s’ocurre ná más…”

Arniches. Hjelmslev. Miranda Podadera.

Ventanilla de banco, caja de ahorros, etcé-tera.

“¿Que no cabe más en el maletín, dices? ¿Quieres que te vuele los sesos…”

Hammet. Genet. Spillane

Una esquina. “Estás loca. ¿Cinco mil por un griego…”

Kavafis. Masters & Johnson. Theodorakis.

Parque. “Ven, Julito, hijo. A ver qué te has hecho. Calla, que los hombres no lloran…”

Illich. Crompton. Maeztu.

Parada del autobús. “¡Dios! Qué frío hace…”

Solzhenitsin. Carnot. Teilhard de Chardin.

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52. La componente trágica de la música

radica muchas veces en su periferia

Los pentagramas de Scriabin producen siempre en los

primeros compases una densa expectación cargada de

presagios que, con el desarrollo ulterior de la obra, puede

llegar a convertirse en zozobra.

Esta ansiedad previa puede dar lugar a dos tipos de

desazón. Una es anal: buena parte del público se mueve y se

restriega en sus asientos. La otra es oral: las bocas se secan,

bullen las lenguas, y los labios se mueven en succionante

añoranza del pecho materno.

Para calmar esta última, hay quienes utilizan el

conocido recurso del caramelo. Había allí una de esas

personas, y ya iba por el tercero. Abrió el bolso: click. Rebuscó

en su interior: crost, graffatat, zruast. Al fin encontró el

paquete de caramelos. Extrajo uno: creeffst, climfliss. Y

comenzó a desenvolverlo pausadamente: carrasssffufsitss,

errelestffrashh..

A su lado, un espectador desistió de apantallarse las

orejas con las manos tratando de seguir la música; no había

manera de oír más que el despliegue del papel de celofán del

caramelo. Miró hacia el asiento de su vecina con intenso odio.

Se trataba de una enflaquecida señora entrada en años.

Él era un simple obrero, de aquellos que han oído decir que la

cultura es revolucionaria en sí misma, y se afanan en pos de

ella, malgastando tiempo y dinero para, finalmente, no ente-

rarse de casi nada.

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La señora ni entendía ni atendía. Había oído decir que

la cultura confiere un cierto prestigio y hacía tiempo que iba

por allí dos veces por semana, a aburrirse resignadamente.

Él reparó en las joyas de ella. Su marido las habría

adquirido −sin lugar a dudas− tras la aviesa acumulación de

plusvalías absolutas, y puede incluso que relativas. Erraba en

su análisis. Las joyas eran pura quincalla, y la señora una

modesta funcionaria que trataba de imitar a las señoras de su

barrio, que imitan a las de los barrios residenciales, que a su

vez imitan a las marquesas. Si él, como se ve, confundía

análisis con olfato, éste no le engañaba. Pese a lo patético de

sus hechuras, se trataba de una señora de acendrado

reaccionarismo, y ya le había echado una mirada al obrero,

con mensaje indudable: no sé adónde vamos a ir a parar: aquí

viene ya todo el mundo. Con suficiencia y desprecio chupaba

ahora su caramelo sin asomos de bocca chiusa: efftiahss,

cloupff, plopq, aisshss…

La acumulación del odio inicial del hombre había

llegado hasta extremos de inevitable disrupción, como lo

denotaba su mirada. Nadie que haya recibido una mirada así

ha podido luego contar cómo era exactamente.

Pasó el brazo por el respaldo del asiento de la pobre

mujer, cuya cabeza apenas sobresalía. Con sus tremendos

dedos de enérgico obrero, le bastaría un único apretón; en ese

momento la cabeza de ella se abatió sobre su pecho, en

posición nada desusada: es mucha la gente que se duerme en

los conciertos.

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53. Contar los aconteceres

−A ver si sabes esta otra: “Siempre pendientes de un

hiiílo, siempre huyendo de la boóta, del secular enmiiígo. Van

a cambiar las cooósas, en cuanto estemos uniídos. ¡Unidad!.

¿Qué te ha −hip− parecido?

−¿Y qué crees tú que haríamos si nos uniéramos?

−Yo qué sé. A mí me gustan −hip− las canciones sólo por

la música. En las palabras no reparo mucho.

−Te voy a cantar yo a ti una: “Si es una hembra

ardorooósa, acabar entre sus braaázos, no me importa, no me

impooórta”.

−No me gusta ese tipo de letras. Con el crudo realismo

se me disipa la euforia de la libación. Por cierto: ¿dónde

estamos?

−No lo sé. ¿Nos hemos vuelto a perder?

−Lo más seguro. Déjame un momento; a ver si me

oriento… Anda: pero si estamos delante de mi −hip− casa. Ahí

vivo yo.

−¿En ese agujero ruinoso?

−No lo llames así, hombre, que me ha costado muchos

esfuerzos hacerme −hip− con él.

−¿Y ésa que está en la puerta?

−Ahí va; buena la he hecho: es mi mujer. ¡Hola!

−Buenas tardes, señora. (Oye: no está nada mal tu

mujer.)

−Dios Bendito; cómo vienes. Seguro que has estado otra

vez en el viñedo. ¿Y ése quién es? ¿Otro alcohólico?

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−No, mujer, es mi amigo Crc. Se ha brindado a traerme

porque no me encontraba muy bien. En cuanto a ir al viñedo,

lo que se dice ir, no es que hayamos −hip− ido. ¿No es así,

Crc?

−Así es, Vrv. Verá usted, señora. Estábamos al otro lado

del viñedo, por la parte de fuera, y me dijo Vrv: “Vámonos ya,

Crc, que tenemos mucho camino por hacer; hemos de rodear

todo el viñedo”. Y yo le dije: “¿Y por qué tenemos que rodear el

viñedo?” Y él me dijo: “A mi mujer no le gusta que entre en el

viñedo”. Y entonces lo rodeamos, sin más. Pero al pasar por la

cerca del lado del río, nos dimos con unos racimos que había

allí, fuera del viñedo, arrastrados quizás por el viento; y fui yo

el que dijo: “Vamos a picar una uvita”, sin ánimo de nada,

créame, señora… Era nada más que para aliviar un poco la

intensa sed que la larguísima caminata nos…

−Oye, muchacho; qué bien te explicas… y eres muy

guapo…

−Gracias, señora. Es usted muy amable.

−De nada… ¿Por qué no me tuteas?

−Si, sí, claro: eres muy amable. (Oye, Vrv: ¿no te impor-

taría si tu mujer y yo…?).

−¿Te has vuelto loco, Crc? Sabes lo que esto significa,

¿no?

−Claro que lo sé. Pero no me importa. Más tarde o más

temprano tiene que pasar, y esta tarde me encuentro en un

buen momento; tu compañía, las uvas, los cánticos, y la

puesta de sol que se ve desde aquí…

−Bien; como quieras. No puedo oponerme a que sigas la

llamada de la Naturaleza. Pero si quieres oír la opinión de

alguien más viejo que tú, y que ha llegado a serlo gracias a

saber desobedecer la voz del instinto…

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−Virgen Santa; las cosas que hay que oír. ¿Desde

cuándo has tenido tú eso que llamas instinto? Ven, chico; ven

conmigo. A ver si tú eres un verdadero macho.

−Ahora mismo voy. Adiós, Vrv. Hemos pasado muy

buenos ratos juntos. Cuando vuelvas al viñedo, pica una uva,

ya sabes, de las que están en el centro del racimo, y di: “Por ti,

Crc”.

−Así lo haré. Adiós, Crc. Has sido mi mejor amigo.

Nunca te olvidaré…

¡Ah, pérfida Natura! ¿Por qué nos deparaste tan horrible

sino? Conozco otras muchas especies, miles, y en ninguna

ocurre tamaña tragedia. ¿Por qué, por qué sólo nosotros, que

se sepa, hemos de afrontar la más tremenda de las dicoto-

mías: continencia o muerte? Dime, te ruego; dime en qué te

basas, injusta Natura, para exigirnos tamaño sacrificio,

mientras a las demás especies nada similar les exiges, y

encima, a cuenta de esto, nos miran con reticencia, y hasta

hay veces que ni se recatan en ocultar su hilaridad. Oh,

Natura; quizás con el reino vegetal hayas estado afortunada,

pero tu concepción de la zoología, es asimétrica y desca-

bellada: ¿Cómo crees que vamos a conseguir así sobrevivir

como especie? A la vuelta de a lo sumo dos o tres genera-

ciones más no vamos a quedar nadie para contarlo. Y no nos

importa tanto el morir, créenos, como el doloroso vacío

apriorístico en que nos sume el saber que a nadie podremos

contar los aconteceres de nuestra hombría… Ahí viene ya

ésta, y se viene relamiendo las pinzas, la muy canalla. Pobre

Crc.

−No estaba mal tu amigo. Limpia bien la cueva, que han

quedado algunos restos. Yo me tengo que marchar. Antes de ir

a la novena de San Gregorio Nacianceno, quisiera hacer la

salve a Santa Genoveva.

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54. Ejemplar suceso, mas no parece que

escarmienten

Cerró ya la noche sobre el lóbrego internado; todo el día

estuvo tan gris como sus muros. Esa persistencia en la

monotonía cromática se daba con frecuencia, y hacía los días

más iguales entre sí, más inacabables.

Las alumnas, tras farfullar sin calor las jaculatorias

preceptivas, se restriegan suavemente en la piel de las

sábanas, tersas confidentes. Pasean las manos por sus

vientres y muslos; merodean por los alrededores de sus

antiquísimos centros de todo origen, hasta llegar algunas a

interrogarlo, y no tardan en florecer las respuestas.

Las monjas terminan sus reglamentarios mecánicos

rezos, y se pierden luego hacia sus miserables piltras. Pero

cuatro de ellas no; con solemne nitidez oyeron la llamada:

“Que el torpe instinto encuentre hierro, que el Diablo ni una

baza”.

Madre Podenco (sabréis luego de este razonable sobre-

nombre) es una de ellas. En sus ojos, el fulgor de los que se

saben rodeados del mal por todas partes: solamente en la

penumbra de la capilla en algo se amortigua ese acuoso brillo,

que fluye luego en legañas incesantes. Los nerviosos rápidos

dedos, encorvados como de ave de presa, pueden llegar a

desgajar carne con el pellizco de sus uñas negras.

Otra es la Madre Assumpt (nombre de pronunciación

escupitosa), torva hasta lo inaudito. Obsesivo tic en el labio

inferior, recto, frío, de tanto mascullar plegarias devastadoras

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que menos mal que Dios desestima. Su temible rosario

termina en gruesa cruz de hierro que, con frecuencia, abate

sobre los tiernos infelices occipucios de las alumnas cuando,

durante el estudio, unos trémulos versos de amor enhebran.

Más otras dos elementas de aún mayor empedernida

acometividad, cuyas nefastas habilidades desconozco y des-

cripción, por tanto, les ahorro.

Refajos, pertrechos y arreos en su justo sitio, comienzan

a trotar por los pasillos, máquina de guerra contra el pecado

(ambulans turris davídica), hacia donde suponen se alberga, tras

santiguarse escrupulosamente.

Los gruesos zafios hábitos ondean con áspero frufrú de

rayador de pan: Señor: no existes si ahora mismo no infliges

un atroz escarmiento en forma de certero aerolito o grieta

sísmica en el suelo, que con esta horrorosa comitiva acabe.

Apocalipsis de espectros alevosos caminando en forma-

ción rigurosísima; al unísono percuten sus recias sandalias en

las baldosas un número exacto de veces por unidad de

tiempo.

En un dormitorio sospechoso (todos lo son) ahora

penetran. De un seco golpe de interruptor, las cómplices

penumbras desbaratan. Consternación, parpadeos y gritos

sofocados. La voz de la Madre Assumpt: “Formad todas una

fila, las manos extendidas, los dedos bien abiertos”.

Madre Podenco olisquea las manos, una por una. Van

siendo apartadas las culpables, sorprendidas in fraganti en el

gozo que carcome los cimientos de la sumisión.

Llega luego hasta una interna, que en el suelo apenas

apoya sus menudos pies (sabréis luego el porqué de esta

postura casi levitacional). Oculta una de sus manos tras de sí.

“A ver: no la escondas; trae acá”.

Mas cuando la mano de la rubia niña huele, un torbe-

llino interior la estremece, y sus oídos se colman con acordes

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de inusitados instrumentos. Trastabilla en la perplejidad,

mientras crecientes temores la socavan.

Besa esos dedos, enigmáticamente impregnados en la

ambrosía que el Amo de los Dioses con prodigalidad expele.

Las demás monjas son barridas también por los acordes, y

desorbitan sus ojos en el espanto. Harto hablaron de milagros

y ahora, que sin duda los va a haber, no las tienen todas

consigo.

Pronto, no obstante, se tranquilizan: ni el más leve

atisbo de animadversión en los ojos de la niña cuando impone

sus manos sobre las cabezas de las monjas, postradas en

rastreros escorzos. La mirada con la que luego abraza a sus

compañeras nunca la olvidarán.

Agita luego los brazos con la elegancia de lo pausado

ondulante, que confiere naturalidad a su despegue. Va sin

nada bajo la camisa, es lo último que aciertan a entrever de

aquella aparición.

Atraviesa la claraboya sin un solo chasquido.

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55. La Piedra Simpson

En los albores del cuarto milenio antes de Cristo, las

dos orillas del Nvraz, afluente del Éufrates por su margen

derecha, estaban infestadas de medianos asentamientos

humanos autónomos, conocidos por los investigadores como

los reinos de Nnuhen.

Estaban tan próximos entre sí que no se sabía dónde

empezaba uno y acababa otro. Esta circunstancia espacial se

tornaba dramática con bastante frecuencia, dado que cada

uno de los reinos de Nnuhen estaba en guerra con todos los

demás.

La guerra era probablemente el único acicate evolutivo

de aquellos pueblos; todas sus otras actividades contribuían a

una profunda y secular decadencia. El origen de este deterioro

dividió a los historiadores durante la segunda mitad del siglo

XIX en dos bandos: los que lo atribuían a la excesiva riqueza

del suelo −problemas de excedentes agrícolas y sólida implan-

tación de la holgazanería− y los que la achacaban al estable-

cimiento de la creencia obligatoria en el dios Nn, que los

sacerdotes motejaban de “verdadero”, aunque, por fortuna, no

de “único”, al no haber habido tiempo aún para desarrollar

tan tremendo concepto.

De ambas hipótesis es fácil deducir que la inacción

fomentaba el ánimo pendenciero y que la religión configuró su

peculiar sistema de castas sacerdotales, tan oscuro y

complicado que ni los más longevos vivían lo suficiente para

llegar a entenderlo.

En los dos primeros decenios del siglo XX, los avances

en las prácticas historiográficas permitieron efectuar una

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amplia revisión de las dos teorías expuestas. No tardaron en

producirse algunas conclusiones:

A) El inicio de la decadencia de los reinos de Nnuhen se

remontaba a una época muy anterior a la primeramente

establecida, y duró todo el tiempo que duraron dichos

reinos.

B) La tasa de conocimiento observó, en un corto período de

tiempo, un brusco y prolongado punto de inflexión. Nadie

supo cómo se empezó a saber menos cada vez. Durante

algún tiempo se jugó con la hipótesis de la aparición del

cultivo de la vid, introducido sin duda por el enemigo

incesante, lo que provocaría un cierto desdoro por parte de

los encargados de realizar las prácticas precientíficas y no

pocas amnesias entre los detentadores del saber memo-

rístico, mayoritario en todas las culturas de pensamiento

mítico.

C) Al poco tiempo, los reinos de Nnuhen desaparecen sin

dejar rastro. Surge la duda de si existieron alguna vez, si

fueron un antecedente del Imperio Babilónico, o quizás

sólo un sueño del rey de Uruk, hecho representar fielmente

por sus poderosos e innumerables ministros.

Todos los investigadores coincidieron en que se había

llegado a un callejón sin salida. La historia, ciencia auxiliar de

la literatura, no daba más de sí. Abandonaron las inves-

tigaciones.

Casi medio siglo después, una afortunada circunstancia

vino a justificar que la polémica en torno a los reinos de

Nnuhen pudiera reanudarse: la aparición de la Piedra

Simpson.

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Simpson era el sobrenombre del chófer iraquí de Mr.

Douglas Lawson, ingeniero al servicio de la refinería de

Basora. Simpson, debido a sus buenas relaciones con los

ladrones de los yacimientos arqueológicos de Tell Mugayr y

Niffer, sabía apreciar el género.

Aquella tarde, cuando tras el pinchazo se puso a buscar

por la cuneta una piedra con la que calzar el coche, estaba

muy lejos de pensar que su nombre iba a terminar figurando

junto a los de Hammurabí, Champollion y Rosetta. Lo que

creyó una simple piedra era sólo la parte superior de una

lápida, de más de medio metro de diámetro.

La noticia del hallazgo conmocionó al mundillo arqueo-

lógico. Establecida inmediatamente una asociación exprofeso

entre especialistas del Museo Británico, el Louvre y las

universidades de El Cairo y Bagdad, no se tardó en descifrar

sus enrevesadas inscripciones.

Los caracteres de la piedra pertenecían al dialecto

adabio, una temprana akadización del primitivo sumerio,

utilizada por los escribas mercenarios de Adab que solían

acompañar al ejército de Umma en sus frecuentes correrías.

Se calculó la fecha en que fueron realizadas las

inscripciones: una mañana nublada de verano, alrededor del

3900 a.C. He aquí el texto íntegro:

La mañana está gris, pero ya hace dos lunas que

acabaron las lluvias. El Sol está oculto porque es tanto

su fuego, que las aguas de los canales, obedeciendo a

los sacerdotes, se elevan hacia Él, tratando de aliviarle

del sufrimiento de sus quemaduras.

Se toma declaración al último de los interrogados.

Es el Gran Nguda, del mayor de los reinos de Nnuhen,

todos los cuales, desde hace seis lunas, son una

provincia más del Estado de Umma. Va a hablar volun-

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tariamente; se retiran por tanto los soldados interro-

gadores, llevándose los cestos con las hormigas rojas y

los largos tubos.

−Que el Nn proteja con su manto de astros al

Patesi de Umma, nuestro nuevo Señor. Y que el Nn no

olvide a nuestros Sacerdotes-Sabios, que esperan lastra-

dos en el fondo de los canales a que la Nna decida que

es ya momento de llevarlos consigo. Yo no he de tardar

en seguirles.

Poderoso Patesi: nada tengo que revelar a vuestros

escribas; nada sé que os pueda valer. El conocimiento

siempre fue en Nnuhen asunto del que sólo se ocuparon

castas sacerdotales subalternas. Ya los habéis interro-

gado a todos, y vuestros métodos de recabar el conoci-

miento ajeno son tan eficaces que no creo que se hayan

llevado al fondo de los canales nada relevante. Sabéis ya

todo lo que se sabía en Nnuhen.

Yo soy el único responsable de que no se sepa

más, pero la sabiduría es poca cosa, comparada con la

principal virtud que cohesiona y expande un reino: la

obediencia. Soy también responsable de la desobe-

diencia, y por tanto desorden, que nuestros ejércitos

mostraron en el vado del Éufrates; soy el culpable de su

aniquilación, y del fin de los reinos de Nnuhen.

Pero pude haber sido el Salvador, el Recordado

Unificador, el Emperador de Nnuhen, y quizás también

de Eridú, de Ur y hasta de la orgullosa Umma, bajo

cuya poco misericordiosa espada hoy se inclinan nues-

tras cabezas.

Pude haber sido todo eso si hubiera sabido

reconocer al enviado de Nn, en vez de haberlo confun-

dido con un peligroso visionario. Permitidme que os

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cuente cómo ocurrió. Será ésta mi modesta contribución

a saciar vuestra sed de conocimiento, que no lo hay

mayor que el escarmiento en cabeza ajena.

Un día, aquél en el que comenzó a fraguarse mi

desgracia, vino a verme un sacerdote Ntar.

−Gran Nguda; hemos sorprendido a un individuo

en el mercado de Nlidan, haciendo extraña magia.

−¿Qué clase de magia? −pregunté.

−Convierte las palabras en unas pequeñas

muescas que hace con un punzón sobre una tablilla de

barro blando. La gente le habla, él hace las muescas y

luego, mirando la arcilla, repite palabra por palabra.

−Oh, eres muy simple. No hay tal magia; se trata

solamente de un pillo con excelente retentiva.

−Tal pensé yo, Gran Nguda; entonces le hablé en

el idioma laberíntico que sólo sabemos unos pocos Ntar,

y él, gracias a su arcilla, me repitió el salmo indes-

criptible que le dije, palabra por palabra. Había pensado

que quizás quisierais verlo, antes de que le sean

cortadas las manos.

−Mostrádmelo pues.

−Traed al mago y sus infames artilugios.

Me lo trajeron. Su mirada y sus gestos eran

inquietantes.

−Oh, Gran Nguda; tened piedad. Sólo soy un

pobre inventor; no he hecho mal a nadie, sino al

contrario: espero beneficiar a todos con mi invento, y

que gracias a él estos reinos se engrandezcan.

−Dejadnos solos −ordené.

Luego hice con él algunas pruebas, y pude ver que

el Ntar estaba en lo cierto. Aumentó mi perplejidad

cuando oí al mago decir estas palabras:

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−Poderoso Nguda. Esta invención, que he llamado

Tura, va a acabar con el problema secular de los reinos

de Nnuhen: el desgaste del conocimiento debido a la

memorización del mismo; porque ha llegado el momento

en que las nuevas aportaciones no llegan a compensar

los olvidos. A partir de ahora, no habrá más pérdidas: el

conocimiento se podrá conservar ordenadamente, alma-

cenado y custodiado, y a vuestro servicio.

Advertí un cierto peligro en esto:

−A mi servicio y al de cualquiera que pueda llegar

a saber lo que esos extraños signos significan.

Oíd lo que aquel hombre dijo entonces, con tan

certeras palabras que sólo Nn las pudo haber dictado;

pero de esto último tuve constancia cuando ya era

demasiado tarde.

−Los designios de la Tura van mucho más allá que

servir de ampliación y almacén auxiliar de la memoria;

están muy por encima de esa simple función. Al

principio sólo conocerán la Tura unos pocos. Esto

dotará de un moderado prestigio mágico a los iniciados,

y de algún poder. Después la sabrán todos los

sacerdotes; será la época dorada del Templo. Pero luego,

cuando la sepan obligatoriamente todos los hombres, es

cuando Vuestro Poder será verdaderamente inmenso.

Porque en el espíritu de la Tura está inscrito el que

siempre habrá unos pocos que la sepan bien y la

escriban, y todos los demás, orgullosos de saberla

descifrar, la descifrarán, y en el acto de descifrarla se

encierra la mayor obediencia de que el hombre es capaz.

−Maldito seas, −le grité−. Has osado asomarte al

futuro. ¿No sabes que eso no está permitido ni a los

Ngudas del Primer Círculo? ¡Guardias! Arrojadlo a los

leones.

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Tras estas palabras, el antiguo Gran Nguda cae al

suelo, preso de convulsiones, tapándose la cabeza con la

túnica, sin parar de gritar “¿Cómo puede estar tan

ciego?”. El Patesi hace con la mano el leve gesto que

indica que ya es suficiente. Se llevan al Nguda.

El Patesi considera ejemplar este suceso. Ordena

que se busque por todos los reinos a alguien que

conozca la Tura, que todos los sacerdotes la aprendan y

que la desdichada historia del Nguda sea transcrita a

una piedra, que será colocada en un lugar bien visible

del Templo, para que los sacerdotes la tengan siempre

presente y bien en cuenta.

El Patesi desdeñó la experiencia del Nguda, en

cuanto al obligatorio aprendizaje de la Tura por todos

sus vasallos. No habrían tampoco de durar mucho sus

reinos.

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56. Una última cosa, antes de que termine

lo nuestro

Una vez más se constata que toda relación termina por

acabarse.

Le deseo de corazón que las únicas relaciones que se

acaben en su vida sean como la nuestra, emprendida por

ambos con el propósito de que, en un plazo prudencial, llegara

a su fin. Espero, sin embargo, que no sea ésta la última vez

que nos encontremos, porque −todos manifestamos siempre la

misma pretensión− creo tener más de una lectura.

Hemos pasado muy buenos ratos juntos, al menos yo.

Siempre recordaré cómo abría usted amorosamente mis

carnes, que son hojas, e iba adentrándose en ellas y

pasándolas de un lado al otro sin brusquedades, sin

arrugarlas, y sin mojarse el dedo en zafio gesto de capellán

castrense buscando en su grasiento breviario la página del

responso. Le ruego disculpe mis continuas desviaciones hacia

la literatura; se hace muy difícil ir contra la inscripción

genética.

He vivido nuestra relación intensamente, a pesar de su

brevedad. Parece que fue ayer cuando me encontraba

expuesto en aquella tienda, pidiendo a Dios que acabara

pronto con mi vejatoria situación de mercancía irredenta.

Excesiva me pareció Su Magnanimidad cuando vi que

reparaba en mí alguien como usted, con tantos libros sobre su

conciencia y con tantos como había allí. Qué feliz fui luego en

sus brazos, cuando sentía en mi lomo sus caricias y me veía

recorrido línea a línea por sus inteligentes ojos, y he visto en

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ellos más veces relámpagos de complicidad que parpadeos de

desconfianza ante el desvarío que hay sin duda en muchas de

mis propuestas.

Gracias a esta comunicación ha ido cristalizando algo

que no sabría definirle, pero sí sé sus efectos: soy suyo,

porque lo he sido una vez y lo quiero seguir siendo. Por tanto,

en nombre del hondo vínculo que sin duda nos une −hablo

naturalmente de la propiedad− le suplico que no cometa la

vileza de entregarme a otro.

Soy antiguo y monógamo. Nada me entristece más que

esta moderna promiscuidad y desmedido frenesí de cesiones e

intercambios. Me parecen prácticas fatigosas y de indudable

mal gusto. Mis padres nunca se cansaron de repetírmelo:

“Eres un libro; exige que no te traten como a un ejemplar”.

Una última cosa, antes de que termine lo nuestro.

Quisiera yacer de pie, en la estantería que hay frente a la

ventana, y lejos de los hijos de Borges. Trato así de evitar la

posibilidad de tener que ver la sonrisa condescendiente, no

exenta de desprecio, de alguna avezada carcoma.

Madrid, Septiembre de 1985 - Otoño 2012

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Dedicatorias y agradecimientos DEDICADO A AGRADECIMIENTO A

1 Ramón, ascensorista

2 Fernando D. Munden

3 Javier Gurruchaga H. Lefebre y Bruckner-Finkielkraut

6 Mercè S.

8 Mari Paz Marsá Agatha Christie

9 Lola H.

11 César Suárez

13 O. Respighi

14 Claudio Jiménez Castillo Fernando Savater

16 Elena C.

19 Ana Vírseda Acantilados de la Reburdia

20 Orson Welles y Borges

21 Nuestro gato Miles

22 Lola H.

23 Taberna “La Nueva”

24 Escher, Aurora Bernárdez y Bela Bartok

25 Javier Brime

26 Mercado San Miguel, Madrid

27 Estación metro “Tribunal”

28 Peter Weiss Peter Weiss

29 Elena C.

30 Joaquín Fernández J.F. Lyotard

31 M. Mourelle de Lema

35 Juan Pastor J. Baudrillard

36 Elena C.

38 J.Mª Díez Borquez

39 Elena C.

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44 Anaví

45 Paco Santos

46 Robert Mitchum

47 E. Haro Tecglen

50 Elena C.

52 Alexander Scriabin

54 Carlos Blanco Aguinaga

55 Amelia C.

Todos, 2012

Lali S. Correctora in-falible/fatigable; martillo del puntoycoma inconsistente; placaje y amarre de la coma errática; clarividencia en la tilde indebida o inadecuada, amén de la inapropiada; desrelativización del pronombre relativo…