La Piel de La Memoria

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La vida de Kalil Mtube, un niño de Malí, cambia drásticamente cuando, después de haber sido vendido por su padre a un traficante, es obligado a trabajar brutalmente como esclavo en una plantación de cacao en Costa de Marfil. Allí conoce la amistad y el amor, pero también la despiadada crueldad de los seres humanos. Kalil lo gra escapar y llega a la ciudad de Dalao. Después de un año, decide regresar a su casa, pero en el camino es hecho prisionero por un grupo de traficantes de esclavos y metido en un barco. Durante la travesía está a punto de morir, aunque al final es rescatado. Cinco años después, Kalil cuenta toda su historia a un hombre blanco, el mismo que la transcribe a los lectores.

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  • SSIINNOOPPSSIISS

    La vida de Kalil Mtube, un nio de Mal, cambia drsticamente cuando, despus de haber sido vendido por su padre a un traficante, es obligado a trabajar brutalmente como esclavo en una plantacin de cacao en Costa de Marfil. All conoce la amistad y el amor, pero tambin la despiadada crueldad de los seres humanos. Kalil lo gra escapar y llega a la ciudad de Dalao. Despus de un ao, decide regresar a su casa, pero en el camino es hecho prisionero por un grupo de traficantes de esclavos y metido en un barco. Durante la travesa est a punto de morir, aunque al final es rescatado. Cinco aos despus, Kalil cuenta toda su historia a un hombre blanco, el mismo que la transcribe a los lectores.

  • LLAA PPIIEELL DDEE LLAA MMEEMMOORRIIAA

    JJoorrddii SSiieerrrraa ii FFaabbrraa

  • Cada una de las partes

    de esta historia

    est sucediendo ahora mismo.

    Que la amnesia y el silencio

    no maten por segunda vez

    a decenas de millones de esclavos.

    Frase escrita en el monumento

    a los esclavos que iban a Amrica.

    Benin, frica.

  • CCAARRTTAA DDEE PPRREESSEENNTTAACCIINN

    No es normal comenzar una novela con una carta del autor. Una novela suele ser casi siempre algo ldico, un entretenimiento, un placer de los sentidos, aunque tambin nos ayude a pensar, a reflexionar, y a conocer el mundo en que vivimos tanto como a nosotros mismos a travs de los sentimientos que nos despierta. En este caso, la carta es slo una puntualizacin en voz alta, y una aclaracin para quien decida sumergirse en esta historia.

    Durante mis treinta aos de viajero he visto muchos nios y nias viviendo en situaciones precarias en los cinco continentes, nios vendidos y esclavizados en Asia y en pases africanos, nios vctimas de religiones absolutistas y casados a la fuerza, nios en campos de refugiados en Hong Kong, nios que removan basuras buscando alimentos en Mxico o en Brasil, nios desplazados por la guerra en Colombia, nios desprovistos de su identidad en Tbet, nios y ms nios que, cuando me hablaban, lo primero que me transmitan era su inocencia.

    La misma inocencia que he querido dejar patente en esta obra.

    La piel de la memoria no es un exhaustivo reflejo de la situacin en frica, sino un ejemplo de lo que es la esclavitud en el mundo actual y, ms concretamente, en un punto de nuestro planeta tierra. Tampoco pretende ser un auto de fe o un documentado texto sobre usos y costumbres, religiones y modos de vida en la tierra que describo. Mi nica intencin ha sido mostrar a travs de los ojos de un nio que no sabe nada, porque nadie le ha enseado, lo que percibe de una situacin dramtica que se inicia cuando su padre le vende y se ve arrancado de su hogar y obligado a trabajar brutalmente. En mis viajes, siempre que he hablado con nios o nias, he visto en sus ojos esa inocencia pura e

  • incontaminada. Y esa es la inocencia que he querido preservar en mi protagonista. l nos cuenta la historia, su historia, y lo hace en primera persona desde la ignorancia. Poner en sus palabras o sus pensamientos reflexiones ajenas a su realidad habra sido falsear la verdad. Por lo tanto, esta novela no es un tratado social, poltico, religioso o econmico en torno a un mundo, sino la voz transparente de uno de tantos protagonistas del horror humano.

    As es como he querido transmitirlo.

    El ttulo lo he tomado de una experiencia que tuvo lugar en Medelln Colombia en la que intentaban convertir lo cotidiano en arte pblico. Un autobs recorra el barrio de Antioqua ms conocido hoy como Trinidad recogiendo objetos de sus habitantes; pero objetos con historia, la historia y los recuerdos de sus protagonistas. Me pareci un hermoso nombre y decid tomarlo prestado para esta novela.

  • PPRRLLOOGGOO

    LLOOSS RREECCUUEERRDDOOSS

    Me llamo Kalil Mtube y nac en una aldea de Mal que ni siquiera sale en los mapas, Mubalbala, al sur de Bankass y muy cerca de la frontera con Burkina Faso. Una aldea pequea y perdida, lejos de cualquier parte, sin nada, sin electricidad, sin comodidades. De nio crea que no haba otra cosa, que el mundo entero era mi pequeo mundo. Desconoca distancias, razones, porqus, cundos y cmos. Saba que mi madre me daba amor y que mis hermanos y hermanas, todos ms pequeos que yo, estaban siempre cerca. No era una vida fcil, pero a m me lo pareca. No saba nada, y en mi ignorancia, era feliz.

    Pero la ignorancia es tambin la raz de muchos de nuestros males.

    Cuando tena siete u ocho aos, tal vez nueve, porque el tiempo se distorsiona en la infancia, el hombre sabio de mi pueblo, Mayele Kunasse, me habl del mundo. Me dijo que tras las montaas, los desiertos, la sabana y las llanuras llenas de valles y ros que nos envuelven, haba otros paisajes, otras gentes incluso de otros colores, y otras formas de ser y de entender la vida, extraordinarias, misteriosas e inquietantes al mismo tiempo. Fue Mayele Kunasse el que pobl mi mente de sueos por primera vez y el que la llen de luces. Yo era un nio, vido de inquietudes, dispuesto a abrir mi corazn. Un nio que vea y absorba, que esperaba y crea. Era inocente. Todava. Y desde entonces, siempre supe que un da abandonara mi casa, mi pueblo, para ver ese otro mundo, aunque, segn Mayele Kunasse, era peligroso, cruel, amargo. Un mundo egosta en el que los seres humanos se odiaban entre s.

  • Podra decir que ahora s muchas cosas, que Mayele Kunasse tena razn y que no la tena, porque a lo largo de mi experiencia y despus de ella, yo conoc primero el dolor, la soledad, la injusticia, pero despus, finalmente, hall la paz y la bondad. Podra decir que, en efecto, el mundo es grande, y que en l viven personas felices en pases felices y personas tristes en pases tristes, y tambin personas felices en pases tristes y personas tristes en pases felices. Hoy s que en mi tierra, frica, millones de personas se mueren de sida. S que las guerras que nos asolan, tribales o no, son la herencia del colonialismo que nos domin desde tiempos remotos. S que hay un frica seca y sin agua que mata a miles de personas llevndolas a la hambruna. Y s que hay un frica que espera, que confa, que tiene un futuro, aunque nos parezca lejano, tan lejano que hoy se nos antoja imposible.

    Lo s.

    Como s que hay millones de nios, no slo en mi tierra sino en todo el mundo, que han pasado, pasan y pasarn por lo mismo que pas yo: la esclavitud.

    La esclavitud en pleno siglo XX, y en pleno siglo XXI.

    S, yo s todo eso ahora. Lo amargo es que tambin lo sepan millones de personas ms, y que ellas, pudiendo, no hagan nada.

    Lo que voy a contar es la verdad, mi verdad, aunque ahora lo recuerde con la distorsin del tiempo. Cuando sucedi, yo no conoca apenas nombres o detalles, si pasbamos por tal ciudad o por tal ro. As que mi relato ofrecer matices que en aquellos das me eran desconocidos. Intentar que entendis lo que sent y lo que vi, aunque emplee palabras que entonces no saba. Intentar ser directo y razonable, usar un lenguaje comprensible sin demasiados trminos difciles. Lo intentar para que os sumerjis en la historia, no en sus detalles africanos ms simples o irrelevantes. Mayele Kunasse me dijo un da: Habla siempre con el corazn. Y si tu corazn enmudece, no hables.

    Hoy hablo con el corazn, pero con palabras que surgen de mi mente.

    Me llamo Kalil Mtube y esta es mi historia, tal y como la recuerdo.

  • CCaappttuulloo 11

    EELL CCAAMMIINNOO VVeennttaa

    No supe que mi padre me estaba vendiendo; ni siquiera cuando escuch aquel extrao dilogo.

    Cunto?

    Veinte.

    Es mucho.

    Es fuerte.

    Est delgado.

    Pero es fuerte.

    Qu edad tiene?

    Catorce.

    No parece tener ms de doce.

    Iba a decir que tena doce aos, en efecto. No entenda por qu mi padre se equivocaba, o menta. Pero cuando busqu sus ojos l me los hurt, esquivos, lo mismo que un ciervo huyendo de la flecha que le persigue.

    Encontrar otro comprador.

    Mi padre fue a cogerme de la mano.

    Espera le detuvo el hombre. Te doy diez.

    Es muy poco. Necesito veinte.

    Nadie te dar veinte.

    Diecinueve.

  • Once.

    Dieciocho.

    Doce.

    No saba de qu hablaban, salvo que lo hacan de m.

    Los ojos de mi padre siempre haban sido profundos, pero desde la muerte de mi madre, esa profundidad se haba hecho angosta. La mirada surga de lo ms hondo de aquellas cuevas, y estaba dolorida. Por primera vez, en el ltimo ao, habamos pasado hambre. La tierra se secaba y los animales se moran. Como ella. Como Kebila Yasee.

    La recuerdo hermosa... pese a que con el nacimiento de mi noveno hermano enferm y perdi toda su energa.

    Diecisiete.

    Trece.

    Diecisis.

    Catorce.

    Quince.

    Quince.

    Se dieron la mano.

    Despus, el hombre extrajo de su bolsillo aquel dinero. Se llamaban dlares. Eran verdosos y estaban muy arrugados. Los cont y se los entreg a mi padre.

    Tras ello, mi padre me mir por ltima vez.

    Y en lo ms profundo de aquellas cuevas, en cuyo fondo estaban sus ojos, vi los ros de la Luna apaciguados y contenidos por la presa de su emocin.

    Mi padre no llor ni con la muerte de mi madre, aunque, tras ella, pas muchos das solo.

    Promteme que tendr una vida mejor le dijo al hombre.

    La tendr asegur l. Una familia, estudiar, trabajar...

    Mi padre baj la cabeza y, entonces, se dio media vuelta y ech a andar.

    Yo trat de seguirle, pero el hombre me retuvo.

  • Padre?

    Silencio.

    Padre!

    Quise caminar tras l. Entonces la mano que me sujetaba me apret el hombro como una garra.

    Forceje.

    Padre!

    Quieto dijo el hombre.

    Mi padre empequeeci. La distancia lo rob de mi cercana. Su olor, su calor, su gesto. Todo se hizo difuso. Recuerdo sus pies desnudos hollando la senda que nunca volvera a pisar. Recuerdo su espalda encorvada. Recuerdo, tambin, el recodo del camino que lo devor igual que un len agazapado.

    Padre... susurr por ltima vez.

    Y al desaparecer l, en la mano del hombre apareci, como por arte de magia, una vara de madera con la que me golpe de pronto.

    Vamos, andando! me grit.

    Vara

    Supe que algo muy grave estaba sucediendo.

    Yo no entenda nada, pero tampoco era ignorante. Haba visto transacciones en el mercado, el regateo de los vendedores y los compradores. Y algo ms. Anake Musampa desapareci un da del pueblo, y sus padres no dijeron nada a nadie. Pero muchos vieron llorar a su madre. Y a los pocos das, tenan una vaca que aliment al resto de la familia. Mi padre tambin soaba con una vaca.

    Mir al hombre. Mir la mano que empuaba la vara. En sus ojos no vi amor, sino dureza. En su mano no vi ternura, sino crueldad. Hice un vano gesto de escapar y no lo logr. La vara se incrust en mi espalda. El viento se cort en ese momento y el fuego penetr en la herida. Fue un seco restallar, aunque no emit ningn sonido de dolor. Nosotros no nos quejamos, sola decirme Mayele Kunasse. Y l era sabio. As que le crea.

    Dijeron que Anake Musampa estaba estudiando lejos, y que un da volvera convertido en un hombre justo y pudiente. Rico.

  • Era mi amigo, as que le ech de menos.

    Camina me orden el hombre.

    Su transporte, un todoterreno viejo y destartalado, esperaba a menos de diez metros. El camino vaco por el que mi padre se haba ido era ahora el paraso perdido. El hombre levant la vara y yo me proteg con los brazos. No lleg a pegarme. Senta una gota de sangre bajando por mi desnuda espalda. Mi mente estaba seca.

    S, supe que algo muy grave estaba sucediendo, pero lo peor era que algo an ms grave iba a suceder.

    El hombre me hizo subir al coche, y una vez en l, me encaden. A ambos lados del suelo haba unos tubos metlicos firmemente soldados. Puso un grillete en uno de ellos y me sujet el otro al pie izquierdo. No dijo nada. Cerr la puerta y se sent en el asiento del conductor, puso en marcha el coche y nos alejamos.

    En una hora yo estaba ms lejos de mi pueblo de lo que jams hubiera soado estar.

    Y viajamos muchas ms.

    El vehculo no tena cristales sino plsticos amarilleados por el sol. La cubierta era de lona. Tan slo vea tierra que cambiaba, ms y ms, distinta a medida que el coche daba tumbos por ella. Los caminos eran a veces tan polvorientos que se levantaban nubes envolventes que daban a la escena un aspecto fantasmal. No transitbamos por carretera alguna. stas, como supe despus, tienen asfalto, y conducen al mundo. Los caminos son de tierra, y llevan a los pueblos y las montaas, la selva y la vida.

    Al anochecer, yo crea que estaba al otro lado del universo.

    Cuando nos detuvimos, el hombre me entreg un cuenco de barro con algo de arroz y pasta de ame1. Tena hambre, as que lo devor. Tambin me dio agua. Yo estaba atemorizado por su vara, pero ms miedo tena por lo desconocido, por saberme lejos de mi casa y de mi pueblo. Tena ms hambre, pero no le ped ms comida.

    Y mi padre?

    No hubo respuesta. El hombre coma al pie del todoterreno. Yo segua dentro, encadenado al tubo, ahora sentado en cuclillas en el suelo.

    Por que...? intent volver a hablar.

    El hombre tom su vara. La levant. Iba a ser su voz en los das siguientes, y aprend a obedecerla. An me dola la espalda del primer golpe. Call y baj la cabeza, reba mi cuenco. Cuando el hombre instal una pequea tienda de campaa y se meti en su interior, supe que a m me tocaba dormir en el coche, tumbado en el suelo.

  • Mi primera noche fuera de casa y sin libertad transcurri en silencio.

    En mi interior, sin embargo, haba una gran tormenta que apenas si me dej conciliar el sueo.

    Propiedad

    Reemprendimos el camino al amanecer. Para mi hambre no hubo comida, para mi sorpresa s hubo palabras. El hombre me dijo su nombre.

    Me llamo Zippo.

    No saba qu clase de nombre era aquel.

    Soy como el fuego, as que tengo nombre de encendedor.

    Y se ech a rer, aunque yo no lo entend.

    Pero le pregunt:

    Y mi padre?

    Cllate. Cul es tu nombre?

    Kalil Mtube.

    Te llamar Ka.

    No era de Mal. No saba de dnde era. Vesta ropas occidentales, pantalones caqui, camisa muy sudada, botas gruesas, sombrero de ala ancha. Su piel era un poco ms clara que la ma y estaba ligeramente obeso.

    No me llamo Ka.

    Cogi la vara y me llam Ka.

    Aquel da recorrimos ms y ms distancia. Kilmetros lo llamaba l. Y se detuvo cerca de dos pueblos. Regres, en ambas ocasiones, con las manos vacas y aire enfurruado, rezongando improperios por lo bajo. No saba qu haca ni qu buscaba, pero mi mente se iba formando una idea de lo que estaba pasando. No entenda los motivos ni conoca las palabras, pero me daba cuenta de que una transaccin es una transaccin en cualquier parte. Dinero a cambio de algo. Y yo haba sido ese algo.

    Cuando arranc el todoterreno la segunda vez, anduvo unos kilmetros a tanta velocidad que estuvimos a punto de volcar. Entonces, volvi a la prudencia y dej que sus nervios se calmaran. Bebi agua.

  • Tengo sed.

    No me quiso escuchar.

    Por favor, seor Zippo.

    Me tendi la cantimplora y beb.

    Por la noche volvi a parar en mitad de ninguna parte y me sirvi otro cuenco con comida y agua. La devor ms rpidamente que la noche anterior, y con la mirada le supliqu un poco ms sin que su corazn se conmoviera. Pareca meditabundo. No me desencaden en ningn momento y dorm, de nuevo, en el suelo metlico y herrumbroso del coche.

    Esta noche pens en mis hermanos y hermanas, en lo que nuestro padre les habra dicho, y en mi madre, cuya esencia deba de vagar por el pas de las estrellas, libre de los pesares de la tierra. Mayele Kunasse, que para algo, insisto, era el hombre sabio de mi pueblo, me haba dicho que hay una vida mejor ms all de la razn y que viajamos hacia ella cuando nuestro cuerpo se enfra. Lo llamaba Paz Eterna.

    Con el nuevo amanecer, el hombre me mir a los ojos y me dijo:

    Te has portado bien. Bebe.

    Y beb.

    Pero despus no olvid preguntarle:

    Y mi padre?

    Maldita sea! grit. Quieres dejar de preguntar eso? Es que no te das cuenta de que no volvers a verlo? Eres estpido o qu?

    Por qu no volver a verlo?

    Porque ahora eres mo, y ser mejor que sigas portndote bien!

    Me porto bien.

    Que as sea, o te despellejar vivo blandi su vara, como una mariposa de madera, frente a su rostro.

    Pero yo no soy tuyo le dije.

    La vara me cruz la cara.

    Me mir desde lo alto, mientras yo lloraba de dolor.

  • Oh, s lo eres escupi al suelo cada palabra. Mo y bien mo. He pagado mi buen dinero por ti. Trabaja duro y quizs algn da puedas volver a casa, y tambin con dinero. Depende de ti, chico. Ahora dime, vas a darme problemas?

    Me escoca la mejilla.

    No solloc.

    Zippo me sac del todoterreno e hice mis necesidades en algn momento me haba advertido que si orinaba o defecaba dentro me hara limpiarlo con la lengua, y volvimos a reemprender la marcha.

    Descendamos hacia el suroeste.

    Aquel da no fue mejor que el anterior. Y, en otras dos ocasiones que el hombre se detuvo cerca de algn poblado, regres con las manos vacas y, cada vez, ms y ms enfadado. Yo quera que pudiese encontrar lo que buscaba. Lo deseaba con toda mi alma.

    Madre

    Todo fue distinto desde que mi madre muri.

    La vi extinguirse en la choza del poblado, sin fuerzas, cada da con menos carne entre la piel y los huesos. A mi noveno hermano tuvo que amamantarlo Nyae Doussouna, cuya hija haba muerto al nacer; por eso tena los pechos rebosantes de una leche preciosa que no poda desperdiciarse. Yo pasaba muchas horas de mi tiempo a su lado, cuando no era necesaria mi presencia en los campos o mi padre andaba ocupado en otras labores. Mi madre era dulce, sus manos eran firmes, speras como la tierra, pero agradables como las canciones que emanaban de sus labios. Era ya muy mayor, pero no tanto como para que la muerte la alcanzase. Creo recordar que tena poco ms de treinta primaveras.

    Me voy me dijo aquel da.

    Adnde?

    Al pas de las estrellas.

    Quiero ir contigo.

    No puedes.

    Por qu?

    Porque an no es tu turno. Tienes que quedarte aqu y trabajar. En cambio, a m me ha llegado la hora.

    Volvers?

  • No se regresa del pas de las estrellas.

    Entonces no vayas.

    Debo ir.

    Dnde est el pas de las estrellas?

    Mi madre seal al cielo. Era de noche y sobre nuestras cabezas brillaban miles de puntos luminosos titilando en una sinfona mgica. Una noche oscura, sin luna. La clase de noche en la que, segn Mayele Kunasse, el cazador sale a cazar.

    Un gran cazador invisible iba a llevarse la luz que desprenda el corazn de Kebila Yasee.

    Madre...

    Cuida de tus hermanos y hermanas. Protege a tu padre, puesto que eres el mayor. Bscame en el pas de las estrellas cada vez que te sientas solo. Har que una brille un poco ms para ti, o tiemble y te transmita mi afecto.

    Mir al pas de las estrellas, pero no vi nada.

    Madre llam.

    Los rboles oscurecan el cielo. Por entre las ramas y hojas, apenas si se vislumbraba un pedazo de cielo. Me sent tan solo, de pronto, que tem que mi mente se volviera del revs como le haba sucedido al viejo Ngoro, al que todos reverenciaban como santo porque viva en el lado oculto de su cerebro.

    Extrao. En Occidente a los llamados locos se los encierra, mientras que en otras culturas se los ensalza, se los cuida y se los protege. Son seres iluminados.

    S, extrao mundo. Una misma cosa es blanca para unos y negra para otros. Buena para aquellos, mala para los dems.

    Estaba agotado, as que me dorm. Finalmente.

    Hasta que, al amanecer, de nuevo, me despert la primera sacudida que dio el todoterreno al volver a ponerse en marcha y la voz malhumorada de Zippo.

    Compaa

    Aquella maana Zippo regres al automvil con un...

    Cmo llamarlo?

  • Amigo? Compaero? Hermano?

    Su piel era negra como la ma, sus ojos mi reflejo amedrentado, su cuerpo mucho ms delgado y enteco. El hombre lo arroj al interior del todoterreno y, cuando el recin llegado quiso escapar como un pez entre las manos, la vara de Zippo reapareci casi como por arte de magia, y le sell la espalda igual que me lo haba hecho a m. El nio emiti un grito de dolor y recul hacia el interior del coche.

    Djame!

    La vara se abati sobre l otras dos veces. La primera sobre los antebrazos que protegan su rostro. La segunda sobre las piernas. Los cuatro segmentos rojizos se convirtieron en una misteriosa X que se rompi al echarse a llorar, desdibujando su figura. Jams haba visto en un rostro tanto pavor.

    Claro que yo tampoco haba visto el mo.

    Madre! llam el chico.

    La suya viva.

    Zippo lo encaden, como a m. Ya no hubo resistencia. Las heridas escocan. Lo saba muy bien, pues an me arda la de la espalda. Y nada ms abrirse, las moscas volaban desde todas partes para hurgar en ellas. El recin llegado se sent frente a m y me mir con odio, sin advertir que yo tambin estaba encadenado. Iba a decir algo, pero nuestro captor, que deba de tener algo de brujo, nos orden:

    Y callaos!

    As que callamos.

    El todoterreno se puso en marcha y volvimos a rodar otras dos o tres horas, segn calcul por la posicin del sol. Circulbamos por caminos cada vez ms impenetrables que Zippo pareca conocer bien. Le o canturrear, as que lo imagin contento. Pese a todo, ni el chico nuevo ni yo hablamos. l se arrebujaba al fondo, aguantando, como poda, los zarandeos del vehculo, mientras yo intentaba que la argolla del pie no me lacerase ms la carne. Cuando vi que el nio se orinaba encima, abr los ojos y mov la cabeza mostrando una cmplice discrecin, pero advirtindole de que aquello era malo. Todo en silencio. Zippo estaba demasiado distrado conduciendo y no nos prestaba atencin.

    Fue a medioda cuando, por fin, el coche se detuvo y el hombre baj a estirar los brazos y las piernas. Examin la hora. Yo haba visto alguna vez un reloj, y hasta haba tocado uno, muy bonito, dorado, de unos comerciantes de Burkina Faso que pasaron una vez por mi pueblo conduciendo una camioneta pintada de colores. El de Zippo era grande y tena muchas esferas. A veces haca ruidos extraos. Siempre que zumbaba, Zippo extraa algo de una cajita que llevaba en el bolsillo, y lo ingera.

  • Crea que era cosa de magia.

    Nos dio la comida y el agua y a continuacin ech a andar, internndose por la espesura. No sabamos si estaba haciendo sus necesidades o...

    Pero era la primera vez que estbamos solos desde su llegada.

    As que hablamos.

    Amigo

    Cmo te llamas?

    Ieob Bayabei.

    Yo soy Kalil Mtube.

    Por qu estamos encadenados?

    Nos ha comprado.

    El nio me inund con una mirada que jams olvidar. Cuando tenemos que asumir lo absurdo, la verdad no tiene sentido. Para l aquello era tan ilgico como lo haba sido para m. Una pesadilla.

    Quin nos ha comprado? balbuce.

    l. Zippo.

    El seor Duadi Dialabou?

    Se llama as? A m me dijo que se llamaba Zippo.

    Qu ms daba cmo se llamase?

    Los ojos de Ieob Bayabei volvan a estar llenos de lgrimas. Los bordes rojizos de sus heridas formaban caminos abiertos en su piel oscura y mate. La ma brillaba.

    Mis padres me han encomendado a l para que me busque un trabajo y una educacin. El seor Duadi Dialabou les prometi...

    El mo tambin crea eso dije. Pero Zippo le pag quince dlares por m.

    Quiero volver con mis padres.

    Le cayeron dos gruesas lgrimas. Resbalaron por sus mejillas igual que ros sin cauce que se desbordan como una cascada al llegar a la mandbula. Mir el grillete de su pierna antes de volver a hundir en m sus ojos de cristal lquido.

  • Por qu? musit.

    No lo s reconoc.

    Adnde nos lleva?

    Tampoco lo s.

    Crees que... le pertenecemos realmente?

    Fui sincero al decir:

    S, si ha pagado por nosotros.

    A fin de cuentas, pertenecamos a nuestros padres, verdad?

    He odo historias...

    Las lgrimas de Ieob Bayabei eran cada vez ms abundantes. Caan sin descanso mojando sus piernas. Respiraba con fatiga, le faltaba el aire, su pecho suba y bajaba sin comps. A veces, se le cortaba el aliento y transcurra uno o dos segundos antes de que lo recuperara de nuevo. Temblaba.

    Me vea en un espejo.

    Qu clase de historias?

    Nos dar de comer a las alimaas...

    No habra pagado tanto por nosotros. Ms bien creo que somos valiosos para l.

    Y esto? seal sus heridas.

    Son rasguos.

    A ti te ha pegado? seal mi mejilla.

    Le mostr la espalda.

    Qu edad tienes?

    Once aos respondi mi compaero.

    Mi nuevo amigo.

    Yo tengo doce suspir con la extraa suficiencia que da la autoridad de la edad.

    De dnde eres? Cmo se llama tu pueblo?

  • Hablamos durante aquel rato. Unos minutos que fueron nuestro primer atisbo de libertad. Hasta que omos unos gemidos, unos llantos, unos gritos, y apareci Zippo, o el seor Duadi Dialabou.

    No vena solo.

    Arrastraba de la mano a dos nios y una nia, de unos cuatro o cinco aos de edad. Y lo haca con los mismos miramientos que haba tenido con nosotros; es decir, ninguno.

    Queris callar? les grit zarandendolos al llegar a la vista del todoterreno. Silencio o aqu mismo os mato!

    Arroj a la nia al suelo y le dio una patada. A los dos nios simplemente les peg con la mano, aunque acabaron tambin en el suelo, hechos un ovillo.

    As que ahora ramos cinco.

    Y los nuevos muy, muy pequeos.

    Demasiado para que entendieran.

    Estrellas

    Aquella noche los nios y la nia lloraron mucho.

    Ni los castigos ni los golpes los hicieron callar.

    Habamos recorrido otro largo camino por las mismas sendas montaosas, y ahora el todoterreno era una especie de cabaa-guardera en la que los llantos se multiplicaban. Si el silencio de mis primeros dos das fue espantoso, y la compaa de Ieob Bayabei aquella maana me result angustiosa, la presencia de los pequeos aport a nuestra incipiente odisea tintes de honor sin ms palabras que las precisas para describirlo. Zippo, el seor Duadi Dialabou para mi compaero, se hart de pegarlos a ellos con la mano, sin conseguir que se callaran. Sus rostros mostraban la sima abierta en sus frgiles universos. De pronto, todo era distinto. El coche ola muy mal porque los orines y los excrementos de los pequeos iban de un lado para otro con los bandazos del camino, pese a la recomendacin de Zippo de que no se lo hicieran encima. Gritaba, pero cada grito no haca sino aumentar la confusin y el miedo. Deca furioso, golpeando la mampara lateral como si fuera un gong:

    Callaos o aqu mismo os abandono!

    Y los nios, tras contemplarlo apenas una fraccin de segundo en silencio, arreciaban en sus alaridos de espanto. La escena habra sido, incluso, algo cmica de no ser por las dimensiones de lo que all dentro, en aquel nuevo mundo sobre ruedas, se abata sobre nosotros.

  • Cunto puede llorar un nio pequeo?

    Aquella noche lloraron todo lo que no haban llorado en su vida.

    Las manos de Zippo acabaron rojas, ms que sus ojos inyectados en sangre. Tambin era la primera noche fuera de casa para Ieob Bayabei, pero l ya no lloraba ni haca preguntas. Ahora toda nuestra atencin se centraba en aquellos tres diminutos prisioneros.

    La nia era muy bonita, de cara redonda, ojos redondos, labios redondos y cuerpo redondo. Menuda y con dos alegres trenzas, colocadas a modo de cuernos, a ambos lados de la cabeza. Vesta un trajecito rosa, extravagante, curioso. Su madre deba de haberlo comprado en algn pueblo o ciudad, en algn mercadillo de ropa occidental. Era muy incmodo, aunque ella lo luca con gracia, como si fuera la prenda ms hermosa del mundo. Los nios, en cambio, eran feos, fesimos, desdentados, vestan como nosotros, es decir, uno llevaba pantalones cortos y el otro largos, uno iba sin camisa y el otro con una ajada prenda fabricada cuando ni siquiera sus padres haban nacido. Iban tan descalzos como Ieob y yo.

    No hubo forma de que nos dijeran su nombre. A nosotros tambin nos miraban como a monstruos.

    A la hora de acostarse, Zippo estaba cansado de pegarles y cansado de orles ni siquiera s cual de las dos cosas era la que ms le molestaba, as que opt por la frmula ms directa.

    Los amordaz.

    Y les at las manos a la espalda.

    Se ahogarn... me atrev a decir yo.

    Zippo todava tena fuerzas para una ltima paliza.

    As aprenders a callar y a cuidar de ti mismo jade cuando se agot.

    Despus baj del todoterreno, se meti en su tienda y se durmi.

    Ieob Bayabei se acerc para ayudarme. Entreabr los ojos y contempl a los otros tres. Ya no se movan, ni geman. Acababan de comprender. Del todo. Sus seis globos oculares, blancos igual que lunas llenas en mitad de la negrura, reflejaban mejor que cualquier otra cosa lo que sentan.

    Prometedme no hacer ni decir nada si os quito las mordazas y os desato cuchiche el que iba a ser mi amigo y compaero de fatigas futuras.

  • La nia fue la primera en asentir con la cabeza.

    Mientras Ieob Bayabei los liberaba, yo mir las estrellas al otro lado del vehculo.

    Ninguna titilaba.

    O tal vez lo hicieran todas y yo era ya incapaz de darme cuenta?

    Indicios

    Durante gran parte de la jornada siguiente, ya no nos detuvimos salvo para comer o repostar gasolina que llevaba el hombre en bidones atados a ambos lados del coche. Cuando paramos para comer pudimos bajar y estirar las piernas.

    Ni se os ocurra echar a correr. El pueblo ms cercano est a horas de aqu y morirais en la espesura, de acuerdo?

    Los caminos se hicieron ms abruptos y la selva ms impenetrable. Zippo, que al amanecer no haba dicho nada al encontrarse a los tres nios sin las mordazas y las ataduras en las manos a fin de cuentas ya no lloraban, tena los cinco sentidos puestos en la conduccin. A media tarde, el todoterreno volvi a detenerse y vimos un pequeo campamento con tres tiendas de campaa repartidas en mitad del calvero del bosque. Dos hombres se acercaron a nuestro comprador sin alarmarse por su presencia. Comprendimos que le conocan.

    Uele Dourou dijo uno, te hacamos al otro lado de la frontera.

    Voy y vengo mucho respondi Zippo, llamado Duadi Dialabou segn Ieob Bayabei y ahora conocido como Uele Dourou por aquellos desconocidos. Qu tal todo?

    Estamos esperando a Minsei. Pero no est siendo una buena poca reconoci el que haba hablado.

    No, no es una buena poca le secund el otro.

    Cuntos llevas? pregunt el primero.

    Cinco dijo el hombre que tena tantos nombres.

    No est mal ponder el segundo.

    Porque voy lejos, muy arriba, a buscarlos. A los pueblos del este. De cualquier forma, antes viajaba con el coche lleno, eso s es cierto.

    Los dos hombres atisbaron en el interior del vehculo, para mirarnos. Uno era ms negro que la noche y el otro de color chocolate. Uno tena una enorme cicatriz que le deformaba la cara, y el otro era muy viejo y le faltaba la mano izquierda. Pero ambos

  • tenan mirada de cocodrilo.

    Te atreves con los pequeos? dijo el de la cicatriz.

    Por qu no?

    ltimamente no tienen tanta salida. Hay problemas con ellos.

    Era el lote completo. Tres a precio de uno. No creo que salga perdiendo. Cmo est la frontera?

    No lo intentes por Kadiana. Utiliza las rutas entre Fakola y Manankoro.

    Es lo que pensaba hacer reconoci el hombre.

    Yo memoric todos aquellos nombres que no conoca y que resultaron ser pueblos y ciudades situadas al sur de mi pas, Mal, cerca de la frontera con Costa de Marfil, nuestro destino. Tiempo despus, los reconoc al mirar por primera vez un mapa. All estaban. Todos y cada uno. Todos menos mi pueblo, que jams ha salido en uno.

    De todas formas no hay excesiva vigilancia.

    No, como siempre.

    Ya.

    Los tres hombres se apartaron del coche y nos quedamos solos, los cinco, unos minutos, mirndonos en silencio.

    Pasar la frontera.

    Estbamos ms lejos de casa de lo que jams hubiramos soado, e bamos an ms lejos.

    La frontera es siempre sinnimo de ms all.

    Y para mi gente, sinnimo de no regreso.

    Frontera

    Zippo, Duadi, Dialabou, Uele Dourou, o como se llamara el hombre, no se qued mucho tiempo en el improvisado campamento de sus amigos. Quiso aprovechar las horas de luz y emprendi una veloz carrera por las sendas de traficantes, de modo que, al anochecer, estbamos muy cerca de la frontera. Entonces detuvo el vehculo, entr en la parte de atrs y procedi a amordazamos uno por uno, y tambin a atarnos las manos a la espalda para que no pudiramos hacer ruido.

  • Adems, nos advirti:

    Un solo ruido y os golpeo hasta dejaros inconscientes.

    Yo fui el ltimo al que at.

    Esto terminar pronto me dijo.

    Era su primera palabra consoladora.

    S asent con la cabeza.

    Si me cogen a m anunci antes de cerrar las puertas traseras del coche, no pensis que a vosotros os ir mejor. Ellos os matarn igual. O creis que os devolvern a casa? Los problemas es mejor eliminarlos.

    No sabamos quines eran ellos.

    Pero le cremos.

    Volvimos a ponernos en marcha.

    Era muy difcil mantener el equilibrio, an estando sentados en el suelo, con las manos atadas, sin poder sujetarnos a nada, con el coche dando bandazos y yendo de un lado a otro con cada bache o cada piedra que pillbamos. Chocbamos unos con otros, rodbamos por el suelo produciendo sordos y quedos clangs con la chapa metlica. Nos hacamos dao. Adems, amordazados y atados, nuestras esperanzas se esfumaron de un plumazo al atravesar la frontera, aunque an no s en qu podamos tener ya esperanzas.

    Aquella noche abandonamos Mal y penetramos en Costa de Marfil.

  • CCaappttuulloo 22

    LLAA EESSCCLLAAVVIITTUUDD NNiiaa

    Mayele Kunasse haba hablado alguna vez del rico pas del sur, y ahora estbamos en l. Mi imagen de un rico pas se cea a la idea de que cada choza tuviera su propia vaca o algunas cabras, y cada familia la suficiente comida como para subsistir. Y por supuesto, un pozo cercano. Agua. El agua es la vida. Pero cuando atravesamos la frontera segu viendo la misma tierra, los mismos rboles, las mismas plantas y el mismo cielo sobre nuestras cabezas, y aprend que el mundo es igual aqu y all y que las fronteras son trazos invisibles en los suelos de la imaginacin del ser humano. Trazos que separan riquezas y nada ms. Trazos que te dicen quin eres y de dnde eres, a qu perteneces y cul es tu destino. Sobre todo esto ltimo.

    Durante dos das, viajamos atados y amordazados en el todoterreno del hombre de los tres nombres. Slo nos permita dar un paseo a medioda y otro por la noche para desentumecer los msculos, comer y hacer nuestras necesidades. Al amanecer del tercer da, ya no nos at. Se cruz de brazos delante de nosotros y nos habl as:

    Estamos en Costa de Marfil, y estamos juntos en esto. Os llevo para que tengis una vida mejor, y algn da seguramente me lo agradeceris. Vais a trabajar y a ganar un dinero para subsistir. Es ms de lo que os esperaba en vuestros pueblos. As que, desde ahora, ser mejor que lo entendis y colaboris. Decidme, queris seguir viajando as?

    Todos dijimos que no con la cabeza, hasta los tres nios pequeos.

    Muy bien. Si alguien nos detiene, recordad que sois mis hijos. De momento, dos de vosotros viajaris delante conmigo un rato, y luego otros dos. Eso os gustar, no? sonri con fingida condescendencia. Si os portis bien, os dar de comer dos veces al da.

    Eso fue definitivo. Tenamos hambre. Mucha hambre.

    Me toc ser el ltimo en ir delante. Primero fueron Ieob Bayabei y la nia, despus los dos nios, y finalmente la nia y yo. Nunca haba viajado en coche, y menos delante. Desde all todo se vea distinto, mucho mejor. El mundo cambia segn dnde ests t. Atrs era un esclavo apaleado. Delante era un hombre mirando de frente a su destino. All tambin iba atado, pero de otra forma. Era un cinturn de seguridad. Me protega en caso

  • de accidente. Zippo insisti en que lo llevsemos, asegurando que all la polica era muy puntillosa. Me fij en cmo conduca el coche, la forma de manejar los pies con aquellos tres pedales, la manera en que mova una vara coronada por una empuadura de madera con la que aumentaba o reduca la velocidad. Pero lo mejor fue atravesar un pueblo, mi primer contacto con Costa de Marfil, sentado delante. Vea pasar rostros y cuerpos, casas y chozas, a la velocidad del rayo. Algunos nios levantaron sus manos para saludarme, y yo me sent, por un momento, importante. Levant la ma y los salud. Incluso sonre.

    S, fue bueno viajar delante.

    Lo hice siete veces.

    Siete veces antes de que la realidad volviese a nuestro pequeo universo.

    Aquel da Zippo baj del todoterreno llevndose a los dos nios y la nia. Ieob Bayabei y yo lo vimos todo desde dentro. Habl con un hombre que conduca un lujoso automvil. Un vehculo como yo jams haba visto antes. Era tan largo que deba de medir al menos dos chozas. Y era de color blanco. Lo ms blanco y bonito que mis ojos recordaban. Zippo y el hombre discutieron, y discutieron ms, y discutieron mucho ms. Zippo se enfadaba y el hombre negaba con la cabeza. Zippo empujaba a los dos nios hacia l y el hombre slo sujetaba a la nia. Zippo, esto, y el hombre, lo otro. Al final, el hombre entreg a Zippo unos billetes. Dinero. Dlares. Siempre dlares. El mundo se reduca a esa palabra. Fue el fin de la discusin.

    El hombre meti a la nia en su coche y Zippo regres con los dos nios.

    Furioso y de mal humor.

    Abri la puerta del todoterreno y empuj a los dos pequeos hacia adentro, de muy mala manera.

    Tenis problemas! los apunt con un dedo amenazador.

    Problemas

    Mi primera ciudad.

    Una ciudad de verdad, con casas de barro y toba en forma de ladrillo, de dos pisos incluso, tiendas repletas de mercancas, bullicio, animacin, gritos, mucha gente caminando por las calles polvorientas, mujeres transportando bultos de todo tipo en sus cabezas, bicicletas, motocicletas, automviles, camiones... autobuses! Autobuses de colores! No saba adnde mirar. Y ya no pensaba en escapar. No tena sentido. Hoy s lo que es el sndrome de Estocolmo, la necesidad que tiene el capturado de acercarse a su captor, porque es el amo de su libertad y de su bienestar inmediato. Pero de haber sabido lo que me esperaba, sin duda, habra abierto aquella puerta y me habra perdido por las calles de Sgula.

  • Sgula.

    Aprend ms en aquellas horas que en muchos aos. Descubr un prodigio. Magia pura. Una pequea ventana llena de personas diminutas. Mir a Zippo.

    Nunca has visto un televisor, condenado?

    Vi a unos hombres, negros como yo, corriendo en el interior de aquella pequea ventana, junto a otros tan blancos como el coche del hombre que se llev a la nia. Horriblemente blancos. Vi cmo uno de los negros cruzaba una lnea del suelo por delante de los dems y alzaba los brazos, y cmo le entregaban una bandera y segua corriendo mientras cientos, miles de hombres y mujeres reunidos y apretados en aquel lugar le aplaudan y le ovacionaban. No entenda nada, pero la cara del hombre era feliz y sonrea, llorando y besando aquel suelo que pareca mgico. Y la gente del bar, que presenciaba todo aquello frente a lo que Zippo, entre risas, haba llamado televisor al ver mi cara de susto, le aplauda y vitoreaba. Alguien dijo: frica!. Y todos volvieron a cantar y a pedir bebidas.

    Hay una olimpada en Barcelona rezong Zippo.

    Quera preguntarle qu era una olimpada y qu era Barcelona, pero el hombre de los tres nombres volvi a poner el coche en marcha despus de que un aparato con tres discos de colores cambiara de rojo a verde. El bar, el televisor y todo lo dems qued atrs.

    Adems de haberlo visto en la ventana de colores, all vi tambin en persona a mi primer hombre blanco.

    Pareca enfermo, tan plido, sin ningn color en la piel. Tal vez por eso pens que su ropa era tan estpida, roja y amarilla y verde y..

    Turistas manifest Zippo. Lo llenan todo. Condenados...

    Seguirnos rodando por aquel nuevo mundo.

    Cuando se detuvo en una zona destartalada, sucia y llena de basuras, no tard en aparecer otro hombre. Zippo habl con l un rato. Esperaron. Y a los pocos minutos lleg un coche, no tan grande ni tan blanco como el que se haba llevado a la nia, pero casi. Su conductor se ape, salud a Zippo y los tres echaron a andar hacia donde nosotros estbamos. En cuanto se abri la puerta trasera del vehculo, Ieob Bayabei y yo supimos que nada de todo aquello nos incumba.

    El recin llegado mir a los dos nios.

    Fueron apenas unos segundos.

    Estn muy delgados dijo el hombre en nuestra propia lengua, dirigindose a Zippo.

  • Ellos siempre lo estn le respondi.

    Y son demasiado pequeos.

    La ltima vez te parecieron mayores, ahora te parecen pequeos! Tratas de confundirme o de regatearme? Soy yo el que va y viene!

    Y yo el que compra a buen precio el hombre le dirigi una mirada de aterradora superioridad. Y estos no los quiero.

    Ayo, qu dices? Zippo temblaba.

    Te lo advert la ltima vez. Compras demasiado barato, no exiges, y te llevas lo que te dan al precio ms ridculo.

    Compro lo que hay! Te crees que es sencillo? Ni con promesas de que van a trabajar y a estudiar los venden como antes! Cuando haya otra sequa o ms problemas vendern de nuevo en masa, pero ahora...! Vamos, Ayo, es un buen precio.

    No me sirven de nada si se me mueren. Los ltimos se me murieron, uno a las cinco semanas y el otro a los dos meses. No, no los quiero. Esta vez no.

    T dijiste...!

    Nios fuertes, seis o siete aos, en condiciones. Fjate en esa porquera. Y no creas que vas a colocarlos fcilmente. Nau te dir lo mismo que yo, y Fekessou, y Sibayo. Llvatelos, Zippo, llvatelos.

    Ayo!

    El hombre empez a caminar hacia su automvil, seguido por la primera persona que haba aparecido.

    A nosotros no nos gust nada la cara de Zippo, y menos la forma que tuvo de mirarnos.

    Abandonados

    Pasamos un da y medio en Sgula.

    Zippo habl con otras personas, les mostr a los dos nios. A nosotros ni nos miraban. Slo a ellos. Todas reaccionaron como aquel primer hombre llamado Ayo, aunque a ellos no los entendimos porque hablaban otra lengua. Tanto daba, porque bastaba con ver sus expresiones, o percibir el tono de sus palabras. Zippo estaba cada vez ms enfadado. Cada vez conduca ms a golpe de genio, sacudiendo el volante del todoterreno. Cada vez miraba de peor forma a los dos nios, amedrentndoles con la dureza de sus ojos. Algo iba mal, y no haca falta ser muy listo para saber qu era.

  • Al anochecer del segundo da, despus de una ltima reunin con otro hombre y una mujer en una placita cerca de un mercado, Zippo condujo el coche, airado, hasta unas vas frreas. Vi mi primer tren, detenido cerca de ellas, con su poderosa locomotora negra, pero tambin vi algo ms.

    A lo lejos, a la derecha, estaba la estacin. Ms cerca, a la izquierda, ruinas y vegetacin devorndolas.

    Zippo baj y abri la puerta trasera. Cogi a los dos nios pequeos por los brazos y los hizo bajar. Casi, ms bien, habra que decir que tir de ellos hasta hacerlos caer. Cerr las puertas y los mir. Ieob Bayabei y yo estbamos delante.

    Ya est, se acab dijo Zippo. Largaos!

    Los dos nios se pusieron de pie.

    Nunca olvidar sus caritas.

    No me habis odo? Sois libres! Marchaos!

    No se movieron.

    Uno agarr de la mano al otro. ste se puso a llorar. Ieob Bayabei me puso la suya en el hombro y lo apret.

    Entonces, de las ruinas que tenamos a la izquierda, empezaron a salir nias y nios tan pequeos como nuestros dos compaeros y, algunos, tambin mayores, aunque no ms que yo. Vestan harapos o iban desnudos, estaban delgados y en sus caras no haba nada que recordase que eran nios. Slo dolor y odio.

    Uno cogi una piedra.

    La arroj contra el todoterreno.

    Otra cogi una piedra.

    La arroj contra el todoterreno.

    Zippo ya los haba visto. Se apart de los dos nios y retrocedi hacia la puerta de su lado. La primera piedra pas a un palmo del vehculo. La segunda impact en el cap.

    Mierda! grit Zippo.

    Los restantes nios ya lanzaban una lluvia de piedras sobre nosotros. Dos o tres de los mayores corran en nuestra direccin. Zippo puso el automvil en marcha, hundi la vara con la que cambiaba de velocidad en su soporte, y pis dos de los pedales. Primero salimos marcha atrs. Despus, fuimos proyectados hacia adelante cuando enfil el

  • camino por el que habamos llegado tras dar la vuelta. Yo miraba, tanto a los dos nios que estbamos abandonando, como al resto, que se nos echaba encima. Dos piedras ms cayeron sobre el cap, una tercera le dio a una de las ruedas, una cuarta pas a escasos centmetros de mi propia cabeza. Tuve que meterla dentro.

    Me quedaba el retrovisor para ver a nuestros dos compaeros de viaje.

    Otra vez los mato! grit Zippo. Desagradecidos! Qu quieren, que los devuelva? Nadie agradece nada!

    Uno de los perseguidores, pese a su delgadez extrema, lleg casi a subirse al automvil. Le vi la cara. No era humana. Era el rostro de un nio enloquecido. Y tendra nueve o diez aos. Zippo hizo una maniobra para eludirle, el nio perdi pie y cay al suelo sin llegar a asirse a ninguna parte. El resto, viendo que nos escapbamos, nos arroj su ltima lluvia de piedras.

    Huimos de las vas frreas justo en el momento en el que un tren emita un silbido anunciando algo, su llegada o su salida.

    Lluvia

    Aquella noche dormimos de nuevo encadenados.

    Ieob Bayabei y yo nos miramos desalentados y silenciosos; Zippo segua muy enfadado. Haba pagado por dos nios que no haba podido vender. Temamos preguntarle por nosotros; no era bueno dirigirle la palabra sin ms, aunque, por alguna extraa razn, era como si supiramos que ya tenamos un destino, que ramos distinta mercanca con relacin a los tres pequeos con los que compartimos parte de aquel viaje. En ningn momento trat de vendernos, y eso significaba algo.

    No nos equivocbamos.

    Estbamos llegando a nuestro destino.

    El final del viaje.

    Nuestra nueva casa.

    De Sgula a Vavoua, por la carretera principal, abandonamos definitivamente la sabana por la que habamos estado viajando desde nuestra entrada en Costa de Marfil. La tierra, al poco de dejar atrs Sgula, se convirti en un bosque umbro y espeso, a veces selvtico por su abigarrada vegetacin. En plena Vavoua nos desviamos hacia el oeste apenas cinco kilmetros. Finalmente, y por una pista forestal casi impracticable, volvimos a bajar hacia el sur en direccin a Ddiafla. El siguiente pueblo era Ktro, pero ya no llegamos a l. En alguna parte entre estos dos puntos, el todoterreno se apart de la senda y comenzamos a transitar por aquel mundo, que iba a ser mi mundo en los siguientes

  • meses y aos. Zippo tena prisa, pero no cont con los elementos. Haba llovido regularmente en el norte. Estbamos en la poca de lluvias que en esa zona de Costa de Marfil va de junio a septiembre. Sin embargo, al oeste del pas lo haca ms entre marzo y octubre. As que nos cay una gran tormenta aquella tarde y eso convirti el camino en un barrizal por completo impracticable. La cortina de agua era tan fuerte que Zippo no tuvo ms remedio que detenerse, so pena de quedar atrapados en alguna parte.

    No nos encaden. Ya no.

    Hay animales salvajes, y estis lejos de cualquier pueblo, de acuerdo? Maana llegaris a casa.

    La palabra casa se nos antoj extraa.

    Ieob Bayabei debi de recordar a su madre, y a su padre, y a... Yo pens en mis hermanos y hermanas. En mi padre ya no. De alguna forma comenzaba a odiarlo.

    Nos sumimos en uno de nuestros grandes silencios, roto tan slo por miradas rpidas y furtivas.

    Por primera y nica vez, dormimos los tres en el interior del todoterreno esa noche. No supe si era a causa de los animales de que haba hablado Zippo, o si era por la lluvia que, desde luego, fue torrencial, incesante. Dentro sonaba como si millones de insectos nos bombardearan tratando de entrar. Zippo roncaba. Era desagradable verle tendido all, con su cuerpo inerme. Habramos podido, incluso, matarle.

    An as nos dormimos, y al amanecer el silencio era tan impresionante como la tormenta. Brillaba el sol.

    Fin

    Zippo hizo que nos lavramos. Fue una bendicin. No lo habamos hecho desde nuestra salida de casa. Por un momento nos convertimos en lo que ramos, dos nios jugando en medio de un charco, felices, salpicndonos el uno al otro. No disfrutamos demasiado. Nos orden salir y, entonces, nos entreg ropa limpia, aunque usada. Una camisa verde y unos pantalones marrones con parches para m. Una camisa azul y unos pantalones negros para Ieob Bayabei. Los mos tenan slo dos rotos, uno en la pernera izquierda y otro en el trasero. Los de mi amigo tenan tres. Pero, salvo eso, era buena ropa, muy buena ropa. Algo ancha para nosotros, as que tambin nos dio unos cordones para que nos atramos los pantalones y no se nos cayeran.

    Como remate nos entreg unos zapatos.

    Nunca haba tenido unos zapatos.

    Poneos eso si queris sobrevivir. A los que van descalzos aqu los matan antes las

  • serpientes y los escorpiones.

    Tambin nos quedaban grandes, y estaban muy viejos y usados. Pero nos los pusimos con una rara emocin. No llevaban cordones y se nos salan, as que metimos algunas hojas dentro. Lo peor fue andar con ellos. Parecamos patos mareados. Ieob Bayabei se ri de m y yo de l. Nos olvidamos, por un momento, de nuestra realidad ms inmediata y del incierto futuro que nos aguardaba.

    Porque aquello era la seal de que habamos llegado al final del viaje.

    Reemprendimos el camino.

    Dos o tres horas despus, empezamos a ver muchachos como nosotros, con machetes, segando la maleza. As vi mi primer campo de cacao.

    Y todos los dems.

    Kilmetros y kilmetros de campos de cacao.

    No nos detuvimos hasta llegar a un campamento que apareci, de pronto, tras un recodo del camino. All estaba el centro de operaciones, el corazn de aquel universo cerrado y tan apartado del mundo como la tierra de la luna. No era muy grande: unos barracones hechos de paja, adobe, hojas secas y pilares de madera para el personal; unos edificios de madera y caa para el tratamiento y fermentacin del cacao; los secaderos; una casa pequea y destartalada que deba de pertenecer al dueo; y poco ms; una torre para la radio y otra con un depsito de agua, aunque haba una gran charca en mitad del recinto de la que beba en ese instante un perro. Tuve la sensacin de que todo aquello haba conocido tiempos mejores y viva la decrepitud de un prolongado ocaso...

    El coche se detuvo.

    Y en ese momento, por primera vez, vi a Manu Sibango.

    Supe cmo se llamaba porque lo dijo Zippo en voz alta.

    Transaccin

    Apenas si salud al hombre de los tres nombres. Lo primero que hizo fue examinarnos, y nosotros a l, aunque de distinta forma. Manu Sibango tendra unos cuarenta aos, llevaba una chaqueta de color rojo, con la cremallera abierta hasta el ombligo, y unos pantalones llenos de bolsillos. Calzaba unas sandalias y se tocaba con un sombrero de paja ennegrecido por el sudor. Su rostro era redondo, de mirada cansina, como si se acabase de levantar de la cama. Una sombra calma se desprenda de sus ojos pequeos y rojizos. Tena la boca grande y las manos fuertes. Pero lo que ms nos impresion fue el ltigo que colgaba de su cinto y el silbato de caa que penda de su cuello.

  • De dnde son? le pregunt a Zippo.

    Mal dijo l.

    Hablan francs?

    No creo.

    Dioula2?

    Por supuesto.

    Ahora se dirigi a nosotros.

    Qu edad tenis?

    Doce.

    Once.

    Quitaos la camisa.

    Lo hicimos y nos toc los brazos, por arriba y por abajo. Calcul nuestra fuerza presionando los bceps. Nos examin las manos, la palma y el dorso. Nos presion el pecho y el vientre, luego hizo lo mismo con la espalda. Mis heridas de vara ya haban cicatrizado. Aun as, Manu Sibango toc la de la espalda y sent una quemazn.

    Los pantalones, abajo.

    Le obedecimos. El ltigo tena ms voz y ms poder que la vara de Zippo. Nos bajamos los pantalones sin llegar a quitrnoslos y l nos toc las piernas, los muslos, los gemelos, y tambin el sexo. Fue como si sopesara nuestros testculos. Por ltimo, nos examin el prepucio.

    Estn sanos le aclar Zippo.

    Manu Sibango no dijo nada.

    Vestos orden.

    Nos subimos los pantalones y los atamos con el cordel. La camisa la dejamos abierta. Haca un calor sofocante, y la humedad se pegaba al cuerpo como una segunda capa de piel. Estbamos como flotando en mitad de un silencio roto tan slo por un lejano canto. No se vea a nadie cerca.

    Jvenes y fuertes habl Zippo haciendo un gesto de nerviosa ansiedad.

  • Jvenes e inexpertos exclam el dueo de la plantacin.

    Vamos a discutir tambin esta vez? No quiero regatear. Ha sido un largo camino hasta aqu.

    Tampoco yo quiero regatear Manu Sibango se encogi de hombros cansinamente, pero el precio del cacao no para de bajar y bajar. Es terrible. No puedo pagarte ni siquiera lo de la ltima vez.

    Bromeas? Te los he trado directamente a ti! Quieres que me los lleve a otra plantacin?

    Manu Sibango se cruz de brazos.

    Manu! protest Zippo.

    Dselo a los europeos, los americanos y los asiticos. Ellos tienen la culpa.

    He pagado mucho por cada uno de ellos!

    Veinte a lo sumo.

    Treinta por el mayor y veinticinco por el pequeo!

    Vas a engaar al viejo Manu Sibango?

    Es verdad, te lo juro!

    Te doy treinta y cinco por cada uno, ni uno ms.

    Cuarenta!

    No, treinta y cinco, y no estoy regateando. Esto es en serio. Lo tomas o lo dejas.

    Eres un ladrn!

    Manu Sibango se plant. Nosotros no importbamos. Todo quedaba entre ellos. Pero si uno de los dos tena que ganar, se era el hombre del ltigo al cinto y el silbato colgado del cuello. Zippo acab comprendindolo. Quera desprenderse de nosotros y regresar a su casa, estuviese dnde estuviese.

    No volver a traerte trabajadores se rindi.

    Vamos a mi cabaa abri el paso Manu Sibango. Beberemos un vaso de tchapalo3 y te pagar.

    No tienes kotoukou4?

  • Los dos se alejaron dejndonos all solos.

    Diez minutos despus seguamos en el mismo sitio, sin atrevemos a movernos.

    Fue la penltima vez que vi a Zippo, tambin llamado Duadi Dialabou, tambin conocido como Uele Dourou. Se subi al coche en el que nos haba trado y se alej sin echarnos ni siquiera una ltima mirada.

    Esclavos

    Manu Sibango nos llev a uno de los barracones. No haba nadie. Todos estaban en los campos. Nos pregunt si tenamos hambre y le dijimos que s. Su tono era adusto, cansino, pero en apariencia amable. Fue una bienvenida dulce. Anunci que iba a pedir que nos preparasen algo especial, un foutou5. Ieob Bayabei abri los ojos y me mir con un amago de sonrisa en su cara. Cuando vio mi semblante ensombrecido frunci el ceo. Al irse Manu Sibango, quiso saber qu me suceda.

    No lo comprendes? le dije. No es ms que una comida. Es nuestro amo, y nosotros sus esclavos. Ha pagado por los dos. Vamos a trabajar para l, como los muchachos que vimos mientras llegbamos hasta aqu!

    No!

    Ieob Bayabei, qu es lo que esperas? Somos esclavos!

    Es un trabajo, un trabajo! Duadi Dialabou se lo dijo a mis padres. Trabajar y tendr una educacin, y un da regresar a mi pueblo para...

    Nunca regresaremos a casa!

    Se le llenaron los ojos de lgrimas. El ao que nos llevbamos de diferencia, a veces, se converta en un abismo. Era un nio que se empeaba en creer, a pesar de todo, esa era su fuente de esperanza. Yo me haba vuelto realista desde la muerte de mi madre, realista al ser vendido por mi padre, al ser azotado por la vara, al ver a los nios de la estacin, al ver cmo Zippo venda a la nia o abandonaba a los otros dos. Realista.

    Por qu has venido hasta aqu? gimi Ieob Bayabei.

    No saba adnde nos llevaban, ni por qu! Pero ahora lo s! Y ahora s puedo escapar!

    Escapar? Eres un loco! Ni siquiera sabes dnde ests!

    Hemos llegado hasta aqu, no? Pues igual habr un camino de vuelta.

    Kalil Mtube...

  • Regresaba Manu Sibango, con su paso cansino y perezoso. Dijo que nos traeran en seguida el foutou y que, mientras, nos dara las primeras instrucciones, recomendaciones, orientaciones... Se sent delante de nosotros en cuclillas.

    Escuchadme bien, porque no voy a repetir esto una segunda vez advirti apuntndonos con un dedo. Sois trabajadores. Estis en mi plantacin de cacao. No es una plantacin grande, y yo no soy un hombre rico. Pero soy justo. Vuestros padres os han encomendado al intermediario que os ha trado hasta m. Trabajaris de sol a sol, sin descanso, como hombres que sois. Y si no es as, aqu os curtiris y pronto llegaris a serlo. Una vez al ao, cuando yo venda las cosechas y compruebe si ha habido beneficios, os pagar por vuestro trabajo. El primer ao, de los 150 dlares que habris ganado aproximadamente, os descontar lo que he dado por vosotros. El segundo ao y los siguientes que estis aqu, tendris ya vuestro sueldo ntegro. sta es vuestra casa abarc el barracn con ambas manos, comeris dos veces al da. Es una buena vida, digna y decente para quien quiera aprovecharla. Pero no pongis a prueba mi paciencia su tono se hizo seco y su gesto adusto. Si pensis en escapar, sabed que no lograris sobrevivir ah afuera. Y aunque lo hicirais, yo tengo una motocicleta y os atrapara. Siempre correr ms, y soy ms listo que vosotros porque conozco esta tierra. Nadie ha escapado de mi plantacin. Cuando cojo a quien quiere huir, lo entierro hasta el cuello dos das la primera vez, tres la segunda, y ya no hay ms, porque al tercer da muere. Aprended las normas y vuestra vida ser una buena vida era el fin de la larga perorata. De acuerdo?

    Ieob Bayabei asinti con la cabeza.

    Y t? me mir a m.

    Tard demasiado en responder.

    Manu Sibango se dio cuenta.

    S musit.

    Hoy descansad. Habris tenido un largo viaje. Maana os dir el resto.

    Se puso en pie. La comida llegaba en ese momento. La traa una nia de unos diez aos que miraba al suelo para no tropezar, pues tena slo un ojo sano. Eran dos cuencos de madera sucia y el foutou no daba la impresin de ser muy exquisito. Pero era comida, y estbamos hambrientos.

    Tena que comer antes de escapar de all.

    Bebed de la charca dijo nuestro amo antes de irse.

    Derrota

  • Desde la puerta, dirig lo que crea que iba a ser una ltima mirada a Ieob Bayabei.

    Ven le ped.

    Mi compaero se acurruc al fondo, peg la espalda a la pared del barracn y hundi su rostro entre las piernas.

    Di media vuelta y me fui.

    Me di cuenta, casi de inmediato, de que los zapatos, para correr, eran un estorbo. Aun as, no quise desperdiciarlos. Era todo lo que tena. Quizs pudiera venderlos. Me los quit y los guard en los bolsillos del pantaln. Uno en cada uno. Despus, mis pies comenzaron a volar por la tierra. Y me importaba poco que hubiese serpientes. Mis ojos recorran el suelo y el espacio abierto frente a m para evitar peligros, no tropezar y seguir una misma direccin.

    Aun as, me ca dos veces.

    Una, por un agujero oculto en la maleza. Otra, por eludir algo que me pareci sospechoso y que result no ser nada.

    A los pocos minutos sal a un claro y me encontr de bruces con una docena o ms de chicos, todos un poco mayores que yo, que, machete en mano, trabajaban en el campo. Se me quedaron mirando con sorpresa, aunque entendieron rpidamente.

    Yo tambin me los qued mirando. No saba si daran la voz de alarma o si me ayudaran.

    Ni lo uno ni lo otro.

    Uno me habl en una lengua que no entend. Otro en otra.

    La tercera era dioula.

    Cundo has llegado?

    Hace un rato.

    Y adnde vas?

    Huyo.

    No puedes huir neg con la cabeza.

    Otros dos se sumaron a la discusin en nuestra lengua.

    Vuelve o ser peor.

  • Morirs, y si no mueres, Manu Sibango te castigar.

    Quiero ser libre. Yo no soy un esclavo.

    No somos esclavos dijo el primero. Trabajamos a cambio de una paga.

    No hay escape volvi a hablar uno de los otros dos.

    Si nos pregunta, no vamos a mentir. Nos comprometes a todos continu el segundo.

    Supongo que lo comprend mucho antes de que mi voluntad se hundiera como un castillo en la arena. Aun as, me rebel por un momento. Mir la espesura. El cielo se haba cerrado y amenazaba lluvia. De la tierra suba un vaho denso y sofocante.

    La voz de Mayele Kunasse se esparci por mi mente:

    Retroceder no es signo de cobarda, sino de inteligencia. Siempre se puede intentar de nuevo, siendo, adems, ms sabio.

    Regres al campamento, caminando despacio, furioso y asustado, sintiendo cmo el miedo volva a m. Miedo por la impotencia, porque ya era tarde, porque no poda hacer nada. Miedo porque mi destino acababa de consumarse.

    Encontr a Ieob Bayabei en el mismo sitio en que lo haba dejado, llorando.

    Y al verme se levant, corri hacia m y me abraz temblando.

    Explicaciones

    Los trabajadores de los campos llegaron a la puesta de sol, empapados. Volva a llover de forma copiosa y la cortina de agua se abata sobre la tierra formando un muro slido. La mayora eran jvenes, aunque no tanto como nosotros. Muchos tenan catorce, quince o diecisis aos, algunos llegaban a los diecisiete y eran ya hombres, y pocos superaban esta edad. Aparecieron ante nuestros ojos igual que un ejrcito derrotado y abatido, y se dejaron caer en los jergones de paja o en el suelo, all donde durmieran. A nosotros nos dirigieron algunas miradas y, de momento, poco ms. Ninguna pregunta. Si estbamos all era por la misma razn que ellos, y habamos llegado, casi con toda seguridad, de la misma manera.

    Ninguno de los once que dorma en nuestro barracn era de los que, en mi huida, yo haba visto en el campo.

    El ame aderezado con un poco de arroz se sirvi casi a continuacin. Volva a tener hambre, as que lo engull, apurando hasta el ltimo grano de arroz con las manos. Despus, uno a uno, desafiamos a la lluvia para beber en la charca central. Yo me quit la

  • camisa y los pantalones, para que no se mojaran. Cuando regresaba al barracn, vi que Manu Sibango se diriga hacia all portando un enorme paraguas negro que le guareca de la lluvia. Entr sin prestarle atencin y recog mi ropa para vestirme. Cuando quise darme cuenta, su ltigo se abati sobre mi espalda desnuda, casi en el mismo lugar en el que todava cicatrizaba la herida producida por la vara de Zippo. Ca al suelo y me revolv, mitad furioso, mitad asustado, mitad dolorido. El dueo de la plantacin se alzaba como un viga frente a m, observndome con sus ojos apagados. Ni siquiera mostraba enfado. Su semblante era una mscara.

    Adnde ibas? quiso saber.

    Lo comprend al momento. Una buena informacin siempre era valiosa para el informante. Cualquiera de aquellos con los que me haba tropezado en la huida...

    As que era mejor no mentir, ni hacerme el tonto.

    Examinaba el terreno me mord el labio para dominar el dolor, y ms an las lgrimas que podan traicionarme y mostrar mi miedo. Quera aprender cuanto antes cmo es esto.

    Silencio.

    Estoy aqu, no?

    Manu Sibango dej transcurrir unos segundos. Sola hacerlo cuando algo se le atravesaba en la mente. Tuve oportunidad de comprobarlo durante el tiempo que estuve all. A veces, pensaba las cosas un poco ms de lo normal. Otras, finga tomrselo con calma mientras razonaba intentando comprenderlas adecuadamente. Casi siempre calculaba pros y contras. Debi de pensar que otro latigazo me deslomara, y acababa de pagar treinta y cinco dlares por m.

    Levant el ltigo.

    Y yo me puse en pie.

    No fue un desafo, fue una prueba de honestidad. Una manera de decir: No vas a pegarme. Ves? Me he puesto de pie porque no tengo miedo, no he hecho nada, y t no vas a pegarme.

    Manu Sibango esper.

    Baj la mano despacio.

    Guard el ltigo, recogi el paraguas, se fue del barracn y entonces fue cuando me dej caer al suelo de rodillas, exhausto por el latigazo.

  • Los once muchachos, ms Ieob Bayabei, me rodearon.

    Uno habl una lengua. Otro, otra. El tercero lo hizo en dioula.

    Tienes agallas.

    Duele hice un gesto de impotencia al no poder llegar hasta la herida.

    Date la vuelta.

    Dos o tres manos me curaron. Dos o tres manos me ayudaron a levantarme. Dos o tres manos me depositaron en el suelo, boca abajo. Slo cinco de los presentes, adems de Ieob Bayabei, hablaban dioula. All todos ramos extranjeros, aunque muchos saban francs. El resto lo fuimos aprendiendo de mejor o peor forma, y tambin otras lenguas; lo necesario para poder comunicarnos. Fue algo que me mantuvo ocupado mucho tiempo en aquel lugar donde no haba otra cosa que hacer: sin electricidad, sin ningn avance de la vida moderna aunque por entonces, de todas formas, yo tampoco los conoca, sin nada que no fuera trabajar de sol a sol.

    Pero, aquella primera noche, comenc a conocer la vida que nos esperaba a mi compaero y a m.

    Me llamo Sibrai Buekeke se present el que me ayudaba. De dnde eres?

    Soy Kalil Mtube, de Mubalbala.

    Mubalbala? Qu es eso?

    Mal le aclar. Y t?

    Yo soy de Burkina Faso dijo sin precisar ms.

    Cunto llevas aqu?

    Cuatro aos.

    Tendra unos quince o diecisis.

    Por qu no te vas?

    Adnde? abri los ojos Sibrai Buekeke.

    A casa.

    Ya no s dnde est mi casa hizo un gesto de indiferencia. Ni me importa. Qu ms da? El da que el amo me pague y pueda irme, me marchar a Europa.

  • Te ha pagado alguna vez?

    No. Han sido malos aos para el cacao. Si el amo no gana, no hay paga.

    Me estremec. Ieob Bayabei ya dorma, as que no pudo escucharlo.

    Qu es Europa?

    Un lugar hermoso, con trabajo, con oportunidades. Nadie vende nios ni explota esclavos.

    Y est lejos?

    Al otro lado del mar.

    Qu es el mar?

    Sibrai Buekeke se ech a rer. Tena muchos dientes, aunque amarillentos y mal puestos.

    No sabes?

    No, no s.

    El mar es mucha agua, muchsima agua. Hasta el cielo.

    No se cae?

    Ms risas, ahora acompaadas por las de otros dos que nos escuchaban.

    Has de aprender mucho, t dijo Sibrai Buekeke.

    Se oy una voz airada al otro lado del barracn. Yo no la entend, aunque capt perfectamente su intencin. De todas formas mi nuevo compaero hizo de traductor.

    Dice que durmamos, que todos estamos cansados y que maana el amo ya te instruir como debe.

    Trabaja

    A la salida del sol, Manu Sibango se present en la puerta del barracn con la misma indumentaria del da anterior. La misma con la que le veramos casi todos los das, como si no tuviera otra, o como si tuviese dos o tres pantalones y chaquetas todos iguales. Nunca le vi sin su ltigo y sin su silbato. Ms tarde descubrira, tambin, que llevaba un cuchillo de mango de marfil oculto en la parte de atrs del pantaln. Y, en ocasiones, muy de tarde en tarde, que sostena un rifle en las manos.

  • A m y a Ieob Bayabei nos hizo subir a un todo terreno de la marca Land Rover. Me fij, como me haba fijado en el vehculo de Zippo. Nos dijo que slo lo hara esta vez, para guiarnos e instruirnos, aunque el campo en el que bamos a trabajar estaba muy cerca de los barracones y el campamento principal. No me pregunt si me dola la espalda. No hablamos de lo sucedido la tarde anterior. Pero s se que me mir largamente, tratando de saber si yo iba a darle quebraderos de cabeza o no. Intent no crear problemas, de momento. Ganarme su confianza. As que mi actitud fue en todo momento de sumisin mxima. Incluso le hice preguntas acerca del trabajo.

    No quieras saberlo todo el primer da me espet.

    Ieob Bayabei se mostr ms tmido y cortado. Realmente, l crey todas las palabras que Manu Sibango pronunci el da anterior. Crey que trabajaba a cambio de una paga, que una vez devuelta la comisin del intermediario seramos libres, que aquello era un trnsito hacia una vida mejor igual que la muerte es el camino al paraso. No intent disuadirlo ms. Envidiaba su inocencia.

    Porque yo no crea nada.

    Ya no.

    Tena suficiente.

    A mis doce aos tena suficiente.

    Sibrai Buekeke llevaba cuatro aos all y me haba dicho que no haba recibido todava ni un slo dolar. La cosecha siempre era insuficiente. El precio bajaba. Manu Sibango era un explotador, aunque las cosas no parecieran irle, lo que se dice, sobre ruedas. Su aspecto era tan miserable como el nuestro.

    La nica diferencia era que llevaba el ltigo.

    Tendris vuestro machete. Cuidadlo nos dijo. Es vuestra herramienta de trabajo. Si lo perdis o lo rompis, os lo descontar de vuestro sueldo. Si alguna vez aparece alguien inesperadamente y os pregunta quines sois y de dnde vens, tenis que decirle que sois de aqu, de Costa de Marfil, que vuestras familias viven lejos y que habis perdido los papeles. Si contis que sois de Mal os detendrn, y ser peor para vosotros, porque os encerrarn por ilegales. A m no me harn nada. Ser vuestro problema.

    No fue demasiado. El trayecto tampoco result largo. Nos hizo bajar en la linde de un campo. All, y no creo que fuese casual, estaba Sibrai Buekeke y los restantes elementos de nuestro barracn. Deba de ser el mayor, o el jefe, porque Manu Sibango se dirigi a l:

    Diles cmo usar el machete, cmo coger las pias del rbol y cmo abrirlas, cmo hacerlo todo correctamente. Y que aprendan pronto o te castigar a ti.

  • Nos dio un machete a cada uno, se subi a su coche, y regres al campamento.

    Recuerdo que aquel da, despus de que Sibrai Buekeke nos enseara en qu consista nuestro trabajo, agarr el machete y sent mucha rabia, mucho odio, una enorme desesperacin interior.

    El primer golpe que asest se lo di mentalmente a Manu Sibango. El segundo a Zippo. El tercero a mi padre.

  • CCaappttuulloo 33

    EELL CCAAMMPPOO TTiieemmppoo

    El tiempo transcurre de forma distinta en la juventud y en la vejez. Mayele Kunasse deca que los ancianos lo saborean porque se les escapa, y los jvenes no lo valoran porque an no han aprendido a medirlo. Yo aprend que el tiempo tambin transcurre de forma distinta en cautividad y en libertad. El tiempo de libertad es ocioso y est encaminado al bien global de la familia y del pueblo, pero sin medidas que lo coarten ni muros que lo dividan. El tiempo de cautiverio, en cambio, es la eternidad atrapada en cada segundo y en cada minuto, la necesidad imperativa de drselo a tu amo, sin otro beneficio que el que l obtiene a costa de tu sangre y tu dolor, tu razn y tu vida. El tiempo de trabajo es amargo y el de la noche efmero. El tiempo de una sonrisa mecida en la paz pasa como un soplo, mientras que el de tu odio se hace constante. Y ese odio se une a otro tiempo que carece de edad: el del miedo. Ests solo.

    Estaba solo.

    Aquellos primeros das pasaron entre sobresaltos y choques brutales con la realidad de cada momento.

    Trabajbamos de sol a sol, todos los das, sin descanso. No haba sbados, ni domingos, ni jornadas de recuperacin. Pasbamos doce o catorce horas en los campos de cacao, comamos en menos de treinta minutos y, a veces, preferamos hacerlo en cinco y aprovechar el tiempo restante para dormir un poco. Regresbamos al anochecer, cenbamos y nos acostbamos. Algunos chicos hablaban de aquel prodigio que yo haba visto en la ciudad, la televisin. Pero eso funcionaba con electricidad, y all no haba. Otros decan que en sus casas oan la radio, y que eso no necesitaba electricidad. Lo malo es que nadie tena una radio, ni las pequeas bateras que la hacan funcionar. Un muchacho habl del placer de la lectura, y dijo que lamentaba que all no hubiese nada para leer, un peridico o un libro. Me cont que los signos que vi en las ciudades eran letras, y que con las letras se formaban palabras, y con las palabras frases. Cuanto decamos poda escribirse.

    Fue l quien traz por primera vez mi nombre con su machete en la arena, una noche, despus de la lluvia.

    Kalil Mtube.

  • Como serpientes quietas en el barro.

    Por la maana, mi nombre an segua all. Era la prueba de que estaba vivo. Mi huella. Por la noche, sin embargo, volvi a caer un fuerte aguacero y mi nombre se desvaneci como lgrimas en la lluvia.

    La comida era escasa. Arroz y ame, arroz y ame, arroz y ame. Y para beber, la charca que compartamos con los animales. Ieob Bayabei intent ser fuerte, pero muy pronto empez a quebrarse como un tallo aplastado por una plaga implacable. Por fortuna, cuantas veces cre que no lo resistira, y fueron muchas en los primeros das, me demostr hasta qu punto la naturaleza humana es capaz de sobreponerse a los infortunios ms angustiosos. As, mi compaero en aquel viaje curti su alma con las gotas de la experiencia cayendo lentamente, muy despacio, sobre su nimo.

    Sibrai Buekeke se hizo nuestro amigo.

    A veces, no entenda por qu era tan feliz. A veces, no comprenda por qu siempre le pona buena cara al mal tiempo. A veces, dudaba de su cordura, o de su sinceridad, o de ambas cosas a la vez.

    Sola decir:

    Si algo es inevitable, no lo evites, sguelo. Y espera a que sea evitable sin bajar la guardia.

    Todos los que estbamos all vivamos en las mismas condiciones y tenamos nuestra propia historia. Ninguno era mejor o peor. La nica diferencia era que, en mi caso, la necesidad de ser libre no mengu en uno solo de aquellos das.

    Se hizo ms y ms fuerte.

    Segua.

    Pero esperaba lo evitable, sin bajar la guardia.

    Herida

    La primera gran leccin que aprend all me la dio el destino a los diez das de haber llegado.

    Era media maana, el sol estaba en lo ms alto, haca mucho calor y el vaho de la tierra era tan denso que nos quemaba los pulmones. Recoger las pias era agotador. Cada tajo que dbamos con el machete para abrirlas, supona un esfuerzo que requera una respiracin profunda, y cada respiracin nos inundaba el pecho con una humedad que nos abrasaba, que nos arda en todo el cuerpo igual que si estuvisemos huecos, y el fuego recorriera cada camino hasta su fin.

  • Vi a Ieob Bayabei un segundo antes de que sucediera la desgracia.

    Se llev una mano a los ojos, retir el sudor; debi hacerlo mal, porque una gota rebelde caa por su piel cuando daba el siguiente tajo y..

    Su brazo izquierdo se interpuso entre el machete y la pia.

    El grito de mi amigo fue sobrecogedor. Bati el silencio de extremo a extremo del campo, sacudindonos a todos. Ninguno dej de alzar la cabeza. Ninguno dej de buscar el origen de aquel grito. Ninguno reaccion como lo hice yo.

    Ieob Bayabei!

    Estaba a unos diez metros, arrodillado, con el brazo izquierdo extendido y la sangre manando a borbotones como una fuente. Su corazn la empujaba igual que un mbolo y l, aterrado, contemplaba el profundo tajo en silencio. Con su grito haba quemado todas las palabras. Su rostro mostraba el semblante de la muerte. Ca frente a l y me quit la camisa empapada en sudor. Haba visto hacer aquello a mi padre, as que no tuve la menor duda de cmo actuar. Le anud la camisa un poco ms arriba del codo y fren la hemorragia.

    Para entonces, los primeros compaeros se haban acercado a nosotros.

    Rpido! les grit. Hay que avisar a Manu Sibango!

    Nadie se movi.

    Qu os pasa? Vamos! Puede desangrarse!

    No es ms que un corte dijo uno.

    Mala suerte para l-aadi otro.

    Quieres que nos castigue el amo? Cmo vamos a dejar el campo? apunt un tercero.

    Y l? seal a mi amigo.

    Se encogieron de hombros.

    Mir a Sibrai Buekeke.

    Acompale t me aconsej. Nosotros no podemos hacerlo.

    Me cost creer lo que estaba viendo, pero no me par a discutir. Hice que Ieob Bayabei se pusiera en pie y juntos echamos a andar hacia el campamento. Por dos veces mi amigo estuvo a punto de desmayarse, ms por el susto que por la herida. Lo sostuve y

  • en diez minutos llegamos a nuestro destino.

    Y si nuestros compaeros haban mostrado indiferencia, lo que mostr Manu Sibango fue... enfado.

    Sers estpido! Tienes idea de lo que vale una venda y todo lo necesario para curarte eso? Cmo se te ocurre cortarte, animal! Y vuestros machetes?

    Aquel da me pudo la sorpresa.

    Yo...

    T regresa al trabajo! O quieres que te descuente el tiempo perdido? Ya es suficiente con que uno sea idiota, pero dos...!

    Volv al campo. Dej a Ieob Bayabei con Manu Sibango y las mujeres de la casa y, consternado, sin palabras, deshice el camino sin entender muy bien qu haba sucedido. Cuando llegu al campo, slo Sibrai Buekeke me pregunt cmo estaba mi amigo. Le dije que bien, o al menos eso crea.

    Va a descontarle de su sueldo la venda y los medicamentos que utilice, lo sabas? Y ser mejor que maana acuda al trabajo porque, si no, cada da perdido tambin se lo va a quitar.

    Cmo es posible?

    Es as hizo un gesto simple, rendido ante lo evidente.

    Rebelda

    Aquella noche, cuando regresamos, Ieob Bayabei dorma. Tena un sucio vendaje cubrindole el brazo y los primeros atisbos de fiebre inundaban su frente. No fue una buena noche, y yo estaba demasiado agotado, como siempre. Aquello era un sello indeleble que llevbamos todos pegado a la piel. No pude hacerle compaa despierto. Dos veces abr los ojos, sacudido por los gemidos de mi amigo. Dos veces comprob que la fiebre aumentaba. Por la maana arda, pero el mismo Sibrai Buekeke record sus palabras del da anterior:

    Es mejor que venga con nosotros al campo. Por poco que haga, ser suficiente como para que el amo no lo castigue y considere que ha trabajado este da.

    Ieob Bayabei no se tena en pie.

    A pesar de ello, fuimos al campo.

    Le sujetamos Sibrai Buekeke y yo. Le dimos nimos. Le pusimos en la mejor zona, a la sombra, de tal forma que no necesitara sortearla o pelear por ella. Pero fue intil. A las

  • dos horas de estar all, mi compaero se desplom sobre el suelo sin la menor resistencia. Cuando le toqu la frente me abras.

    Voy a llevarlo al campamento.

    Esta vez, ni siquiera Sibrai Buekeke se movi.

    Alguien viene?

    Lo hicimos por l, para que no perdiera su paga del da. Ahora es cosa suya se justific el muchacho que tena ms cerca.

    El da anterior haba podido llevar a Ieob Bayabei caminando, uno al lado del otro. Hoy tena que hacerlo cargando con l, casi desvanecido. Sent deseos de llorar.

    Nadie va a ayudarme?

    No seas loco. Manu Sibango te castigar si vuelves a desafiarlo insisti Sibrai Buekeke.

    Cog a Ieob Bayabei en brazos. Las piernas se me doblaban. Yo slo era un ao mayor que l, y estaba tan delgado como cualquiera. Mi fuerza era la de un nio formndose. Todava no estaba curtido por el trabajo en los campos. Di una docena de pasos antes de tropezar y caer al suelo. Me levant, y en esta ocasin cargu con l, sobre mi espalda.

    Llegu hasta la linde del bosque.

    Cincuenta metros.

    Y mis rodillas se doblaron.

    Era un hroe sin fuerzas. Un amigo sin poder.

    Sois unos cobardes! grit a los dems desde all. Dejarais que se muriese slo por no airar a Manu Sibango! Y vuestro sueldo... Nunca vais a cobrar nada, y lo sabis! Nunca! No sois ms que esclavos!

    No se movieron.

    Arrastr a Ieob Bayabei bajo un rbol y volv ami trabajo. Por la noche, lo llevamos al barracn; estaba ardiendo por la fiebre y temblando.

    Castigo

    Llevbamos apenas quince minutos en el barracn, y mojaba la frente de Ieob Bayabei por segunda vez con agua, cuando se hizo el silencio.

  • Levant la cabeza y all estaba Manu Sibango.

    Ven me orden.

    Fui tras l. Haba una estaca junto a la charca y todava no saba su utilidad. Lo supe esa noche.

    Manu Sibango me at a ella, me quit la camisa y la arroj al suelo. Se apart unos pasos y tom su ltigo. Las piernas se me doblaron de nuevo, ahora de miedo. Busqu algo en los dems, una complicidad, un apoyo, una mirada de nimo, pero lo nico que obtuve fue el fro de aquel silencio estremecedor que en aquel momento nos envolva. Mis ojos rebotaron en los suyos. Cada uno de nosotros era un superviviente. Cada uno tena ya en su corazn la dosis necesaria de egosmo impuesto por la necesidad de seguir con vida. Adems, yo haba contravenido las normas no escritas, las leyes no pronunciadas.

    Pareca que Manu Sibango era capaz de adivinar lo que pasaba por mi cabeza.

    Me duele hacer esto se escuch su voz.

    Mir alrededor como un general mira a sus tropas antes de enviarlas a la muerte, con dolorosa emocin.

    Todos sabis que me duele!, verdad?

    Silencio.

    Verdad?

    S, amo se escuch un coro ahogado.

    Entonces se dirigi a m.

    No queremos lderes me dijo. No necesitamos lderes. Aqu tenemos un trabajo, comida, un techo. Qu ms podemos desear?

    Yo miraba su ltigo, no sus ojos. Tena miedo, mucho miedo, ms miedo del que jams pude haber sentido por algo. Mi padre me haba vendido en un abrir y cerrar de ojos, y fue terrible. Las primeras noches con Zippo tambin lo fueron. Pero ahora miraba aquel ltigo en manos de Manu Sibango y saba de su fuego, del dolor que contena, agazapado, dispuesto a saltar sobre m.

    Kalil Mtube, qu tienes que decir?

    Esperaba, as que mis ojos pasaron del ltigo a l. Su mirada era tan neutra como la de todos los das anteriores y la de todos los das siguientes. La mirada de un hombre con un ltigo que grita en silencio que no quiere usarlo, pero que no tiene ms remedio que hacerlo. Tambin destilaba dolor, amargura.

  • Incomprensin.

    Me deca: Hijo, por qu me haces esto?.

    Interpret la ma de muy distinta forma.

    Borra esa mirada de odio me dijo. Soy tu amo, tu amigo, tu padre. Te har un hombre y un da me recordars con respeto. Un da me agradecers esto.

    Levant la mano, el ltigo.

    Hubiera querido hacerle frente, mirarle cara a cara, pero no pude. Le di la espalda en el instante en que el ltigo restall en el aire por primera vez.

    Mi espalda qued dividida en dos.

    Mi cuerpo tambin.

    Pero todo el dolor fue ntegro a mi mente.

    El segundo latigazo me hizo doblar las rodillas. El tercero me hizo caer al suelo.

    Esper el cuarto, pero no lleg.

    De pronto, una eternidad despus, esperando ese nuevo castigo, vi los pies de Manu Sibango a mi lado. Levant la cabeza y le observ desde all, como un gigante, recortado contra la penumbra de la noche que ya se estaba apoderando del campamento.

    Esa mirada, esos ojos... me dijo ahora en voz baja, dirigindose slo a m. Los conozco. Eres rebelde. Apoy la cabeza en el suelo y cerr los prpados.

    El pie de Manu Sibango me oblig a abrirlos de nuevo.

    Eres uno de los nuestros?

    No entend la pregunta. O tal vez s. Empezaba a desmayarme.

    Dime, eres uno de los nuestros?

    Me clav la parte gruesa del ltigo en el estmago y apret. Mucho.

    Quiero orlo.

    Me rend.

    Quin dijo que fuese un hroe?

    Slo quera sobrevivir.

  • Lo soy.

    Silencio.

    Un largo silencio mientras la presin disminua.

    Bien suspir Manu Sibango.

    Y eso fue todo.

    Dio media vuelta y me dej all.

    Mano

    Creo que transcurri una hora, puede que menos, puede que ms. Recuerdo vagamente haber visto las estrellas del cielo y hablarle a mi madre, aunque no estoy seguro de nada. A lo mejor fue ella la que me habl a m.

    Senta tanto dolor que ya no senta nada.

    Calor y fro.

    Esas cosas imposibles de explicar.

    En algn momento alguien me desat y fui llevado al barracn.

    Nunca he sabido si fueron ellos, mis compaeros, o si lo hizo el propio Manu Sibango, o si fueron las mujeres de la casa, siempre silenciosas, siempre huidizas y ausentes, como sombras en la noche. Lo cierto es que, de pronto, estaba en mi rincn, en mi jergn de paja, boca abajo, y que desde esa posicin poda ver la silueta de Ieob Bayabei.

    Estaba despierto.

    Qu... te han... hecho? balbuce.

    Vi la fiebre en sus ojos. Yo no era ms que una pesadilla, una imagen irreal perdida en sus reflejos.

    Duerme susurr.

    Pero...

    Djalo en paz! dijo alguien.

    Reconoc la voz de Sibrai Buekeke.

    Ieob Bayabei volvi al mundo de sus sueos.

  • Yo trat de darme la vuelta, pero Sibrai Buekeke no me dej. Me sujet los hombros con firmeza y acerc sus labios a mi oreja.

    Quieto. Voy a curarte un poco todo esto.

    Me ha atravesado?

    Casi chasque la lengua. Una vez, con cinco latigazos, mat a uno.

    Lo viste?

    No.

    Tuve que dominar un grito de dolor. Sibrai Buekeke me limpiaba concienzudamente la herida. Su otra mano, sin embargo, me acariciaba la piel, los hombros, la cintura, la parte superior de las nalgas.

    No era un consuelo.

    Era ternura.

    No quise pensar, ni preguntar. Apenas si poda moverme. Record una narracin del desierto contada por Mayele Kunasse en la que hablaba de un hombre que con una mano mataba y con la otra curaba. Una mano necesitaba de la contraria. No haba curacin sin dao, ni poda haber dao sin curacin.

    El anciano ms sabio de mi pueblo deca que no todo el que te acaricia lo hace por tu bien, ni todo el que te causa dao lo hace por tu mal.

    Eran pensamientos demasiado profundos para mi estado actual.

    As que en algn momento del siguiente silencio deb de dormirme.

    Convalecencia

    Al da siguiente, a causa de la fiebre, no slo Ieob Bayabei fue incapaz de ponerse en pie para ir a trabajar. Mi frente tambin arda, y mi cuerpo estaba atenazado por el agarrotamiento de todos mis msculos. Los dos nos quedamos, pues, en nuestros jergones, sin nada que hacer, mirando el da al otro lado del barracn, sin nadie que se ocupase de si tenamos hambre o sed.

    Manu Sibango slo vino para decirnos:

    He comprado a dos mujeres?

    Escupi en el suelo, a la entrada del barracn, y se march refunfuando algo acerca de la debilidad humana.

  • La fiebre subi y baj a su antojo. Era un da hmedo y de calor agobiante que haca crujir la madera. No s quin estaba peor, pero nos turnamos para ir a la charca a por agua. Unas veces era yo el que mojaba la frente y los labios de mi amigo, y otras era l. Su brazo pareca infectado. Mi espalda era un cruce de carreteras abierto al sol.

    Por mi culpa dijo Ieob Bayabei.

    T no tienes la culpa de nada le advert. Nadie tiene la culpa de que te cortaras.

    A m me descontar las vendas y los das que pierda de mi trabajo.

    Eres un iluso.

    Por qu?

    Tan ciego ests? No has hablado con los dems? Manu Sibango no paga a sus trabajadores. Cada ao tiene una excusa: el precio del cacao, la mala cosecha, nosotros... Nunca veremos dinero. No se paga a los esclavos. A quin vamos a quejamos? Y de esta forma, con la esperanza de lo que les debe, siguen aqu. Sin olvidar que muchos no tienen ya adnde ir.

    No puedo creer que las co