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La píldora del mal amor por Anjanette Delgado La píldora del mal amor A veces en el Internet nos encontramos. Allí encontré a Anjanette o ella a mí. Escribió un libro sobre el corazón roto que ya esta publicándose en México y este fin de semana lo va a presentar en los medios de comunicación. Me escribe: Querida Kiki, En unos días, voy a hablarle a las mujeres de México. Ellas llevan años escribiéndome y preguntándome porque mi novela sobre esa gran enfermedad que es el mal de amor no podía conseguirse en el país. Así que imagina mi emoción cuando ha sido el primer país luego de mi natal Puerto Rico y de Estados Unidos, donde vivo, en acoger mi novela. ¿Sabes por qué la escribí? Pues porque nadie entendía nada. Era más fácil para una mujer faltar al trabajo por un catarro que por un dolor de corazón. Nosotras éramos las dramáticas. Las desesperadas. Las débiles. Cuando comencé a escribir la historia de esta científica que había decidido sacar la cara por todas nosotros, lo hice con mucha rabia. Pero algo tremendo ocurrió según me fui perdiendo en la historia que estaba creando: comencé a amar de nuevo. Primero a las lectoras que aún no tenía (pero que imaginaba). Y luego a todos los que me rodeaban. Es con ese amor en mi corazón que aquí te entrego este adelanto de la edición mexicana de la novela para que lo compartas con todos, mujeres y hombres. Es mi regalito a ti, que en tantas formas inspiras mi vida y a las lectoras mexicanas que aún no tengo, pero que ya me he imaginado, con todo y las estrellitas en los ojos, los corazones colgados de sus trenzas, rizos y mechones lacios y el amor como un sol en sus corazones. Un abrazo,Anja Y aquí nos regala el primer capitulo: ¿Epigmenio no te quiere? Finges que te molesta un zapato, apagas el interruptor y listo: tú tampoco lo quieres. ¿Ramoncito necesita espacio? Halas tu palanquita y lo pones en un cohete sin reversa a la estratosfera para que tenga todo el espacio que desee. Imagina como sería tu vida si tuvieras un interruptor localizado en alguna parte discreta de tu anatomía -digamos que… en el tobillo, como un tatuaje- y que con solo apretar esta clavija, palanca o botoncito, eres capaz de controlar la pieza más incontrolable de tu cuerpo: tu corazón. No sufrirías por lo que no conviene, no llorarías por lo que no pudo ser. Solo vivirías. Serías feliz.

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La píldora del mal amor por Anjanette Delgado

La píldora del mal amor

A veces en el Internet nos encontramos. Allí encontré a Anjanette o ella amí. Escribió un libro sobre el corazón roto que ya esta publicándose enMéxico y este fin de semana lo va a presentar en los medios decomunicación. Me escribe:

Querida Kiki, En unos días, voy a hablarle a las mujeres de México. Ellasllevan años escribiéndome y preguntándome porque mi novela sobre esagran enfermedad que es el mal de amor no podía conseguirse en el país.Así que imagina mi emoción cuando ha sido el primer país luego de minatal Puerto Rico y de Estados Unidos, donde vivo, en acoger minovela. ¿Sabes por qué la escribí? Pues porque nadie entendía nada. Era másfácil para una mujer faltar al trabajo por un catarro que por un dolor decorazón. Nosotras éramos las dramáticas. Las desesperadas. Lasdébiles. Cuando comencé a escribir la historia de esta científica que habíadecidido sacar la cara por todas nosotros, lo hice con mucha rabia. Peroalgo tremendo ocurrió según me fui perdiendo en la historia que estabacreando: comencé a amar de nuevo. Primero a las lectoras que aún notenía (pero que imaginaba). Y luego a todos los que me rodeaban. Es con ese amor en mi corazón que aquí te entrego este adelanto de laedición mexicana de la novela para que lo compartas con todos, mujeresy hombres. Es mi regalito a ti, que en tantas formas inspiras mi vida y alas lectoras mexicanas que aún no tengo, pero que ya me he imaginado,con todo y las estrellitas en los ojos, los corazones colgados de sustrenzas, rizos y mechones lacios y el amor como un sol en suscorazones. Un abrazo,Anja

Y aquí nos regala el primer capitulo:

¿Epigmenio no te quiere? Finges que te molesta un zapato, apagas elinterruptor y listo: tú tampoco lo quieres. ¿Ramoncito necesita espacio?Halas tu palanquita y lo pones en un cohete sin reversa a la estratosferapara que tenga todo el espacio que desee.Imagina como sería tu vida si tuvieras un interruptor localizado en algunaparte discreta de tu anatomía -digamos que… en el tobillo, como untatuaje- y que con solo apretar esta clavija, palanca o botoncito, erescapaz de controlar la pieza más incontrolable de tu cuerpo: tu corazón.No sufrirías por lo que no conviene, no llorarías por lo que no pudo ser.Solo vivirías. Serías feliz.

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Y ya que estamos imaginando, imagina también el efecto que tendríaeste llamado “interruptor de amor” sobre el resto de la humanidad.

DEL ESCRITORIO DE ERIKA LUNA:1- Se evitarían cientos de suicidios y aún más homicidios. 2- El crimenpasional sería una leyenda urbana.3- Todos seríamos capaces de abandonar relaciones abusivas,inconvenientes o carentes de magia.4- Tendríamos más tiempo para ser felices y la energía para serlo.Y cuando la persona a la que amas con la vida te dijeraque ya no te quiere y te mandara al Carajo sin más ni más, serías capazde sonreír, desearle suerte y decir, “no hay mal que por bien no venga”.—Un millón de dólares, —dije sosteniéndoles la mirada a pesar de losnervios.Martín abrió la boca como gato a punto de cambiar llanta,mientras que al gnomo liliputiense a su costado se le querían salir losojos del rostro del asombro. Pero dejémoslos en el asombro por unmomento mientras te pongo al tanto. Freeze frame, como dirían en elcine.Me llamo Erika Luna, vivo en Miami y el hombre al que acabo de congelares mi marido, Martín. Hablo del hombre alto, de treinta y tantos añoslarguitos, pero interesantes, pelo negro y lacio, anchas espaldas y talantede ser dueño del mundo.El pigmeo bigotudo a su lado es el licenciado Chávez, el abogado al quecontrató para divorciarse de mí.Y allí estábamos, en aquella oficina de paredes blancas y sosas, asientosde cuero y diplomas enmarcados, a punto de “negociar” el fin de sieteaños de matrimonio en contra de mi voluntad.Cuando se hubo recuperado de la sorpresa, el licenciado Chávez,cuya función básica en la vida era servirle de garganta a mi marido, memiró condescendiente.-¿Pero, a cuenta de qué un millón de dólares? Lamento decirleque aunque pudiera probarla, la infidelidad no es ofensa castigable porley en el estado de la Florida. Más bien, póngase difícil y nosaseguraremos de que la que tenga que pagar un millón de dólares enhonorarios legales sea usted.Mi abogada, que había pasado horas convenciéndome deque asustar a un hombre con una perdida sustancial de dinero es la mejormanera de hacer que desista del divorcio, interrumpió su coqueteo por uninstante y, con el aire resuelto de quien cobra doscientos cincuentadólares la hora, se levantó de la mesa ovalada de conferencias, caminóhacia la puerta y la abrió de par en par antes de contestar por mí:-¿Me disculpan si no les permito intimidar a mi cliente en mi propiaoficina? Ha sido un gusto. Tengan muy buenas tardes, caballeros, —dijosonriendo seductoramente.—Caramba, perdóneme usted a mí. Si la ofendí… fue ahora mismo, —dijoel abogado Chávez arqueando el cuello a ciento veinte grados parafulminar a la licenciada Muñoz con toda la sensualidad de sus cinco pies,dos pulgadas de estatura.—Disculpa aceptada, pero le apuesto lo que quiera a que cuando yotermine de escarbar en el último rincón de la vida de su cliente, lo que unjuez le otorgara a esta mujer se acercará bastante a esa cifra. Si no me

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cree, salga por esa puerta y nos vemos en corte, –ripostó ella demanera encantadora, por supuesto.Pero fue Martín el que saltó como resorte de colchón nuevo tan pronto semencionó la palabra “juez”.— ¿Sabes como se llama lo que estás haciendo? Extorsión,Erika. ¡Ex–tor-sión! —recalcó así, como si yo fueraretrasada mental. —Y lo que has hecho tú, ¿cómo se llama? Ay, déjame ver… ¡Ya sé!¡In-fi-de-li-dad! Pe-gar-los-cuer-nos, po-ner los-ta-rros--—Claro. Hazte la víctima. Mira, es que si yo tuviera un millón de dólares,consideraría seriamente usarlos para contratar un asesino a sueldo, —dijoexasperado. — ¿Qué es lo que tú quieres, la casa? Ahí la tienes, –añadiótirando un grueso manojo de llaves sobre la mesa. – ¿Qué más quieres?¿El auto? Ten el maldito auto, –dijo sacando otro par de llaves del bolsillode su saco y tirándolas en la mesa junto a las otras, creando un sonidoangustioso, que a mí se me pareció al que harían miles de pajaritoslanzados al aire sin saber volar aún.— ¿Así nada más? ¿De un día para otro? ¿Sin explicación? –preguntésintiendo que me balanceaba en una cuerda floja entre el “aún te amo” yel “me cago en ti”.- Erika, llevamos ya un mes en esto. No es “de un díapara otro”. Claro, para él un mes no era un día, comparado con siete años dematrimonio y otro de noviazgo. El hecho de que hubiésemos hecho elamor tres veces la noche antes de enterarme de que había tres personasen mi matrimonio, no calificaba ante sus ojos como el colmo de la ironía.Que cuando esto pasóestuviéramos en medio de extender la sala para achicar el familyroom y poder así remodelar la terraza, no le parecía a él razónsuficiente para que me fuera extraño estarme divorciando un mesdespués, tal era su desespero por deshacerse de mí. En silencio miré su rostro trigueño, sus ojos negrísimos;rodeados ahora de una docena de iracundas venitas azules, su cabello saly pimienta cortado a lo gladiador, en puntas, como en constante sorpresa.Mirándolo recordé las cosas más simples de nuestra vidajuntos: noches en las que veíamos televisión comiendo helado enpijamas, riéndonos como tontos con “Everybody Loves Raymond”. O sumanera de decir, “No importa, negrita. Salimos a comer y listo”, si meveía triste porque otra vez había insistido en realizar alguna granproducción culinaria, y otra vez la había quemado, ahumado o salado.Ese era el Martín que yo conocía. Por él seguí buscando no sé que en sumirada, un gesto, alguna señal, algo de la vida feliz que creí tener junto aél, cualquier cosa que me permitiera comprenderlo y perdonarlo. Nada.Tomé las llaves y se las extendí sin dejar de mirarlo a los ojos.— ¿Quién eres? —logré decir al fin.Martín evadió mi mirada. Tomando las llaves, miró su Rolex Submariner,con el solo gesto asumiendo su pose de hombre ocupado con mil cosasmás importantes que yo.-Mira, Erika, yo no soy psiquiatra. Si lo que tú quieres eshacer una carrera de esto, adelante. Francamente, yo no voy aseguir blah, blah, blah…Ni sé que fue lo que dijo después de eso. Durante todo un

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Mes, yo había estado luchando contra mi rabia, diciéndome a mí mismaque un matrimonio que te hizo feliz por siete años, no se tiraba a labasura al primer problema. Pasé noches enteras doblegando las ganas depasarles a los dos por encima con mi auto, varias veces, como hizo ladentista colombiana en Tejas. Me dije que si yo lograba perdonar, todo searreglaría. Pero pasaron los días y Martín nunca llegó a la casaarrepentido en una noche de lluvia. Ni llamó de madrugada solo porqueme extrañaba. Ni siquiera me pidió perdón y era claro que no teníaintenciones de hacerlo.¿Qué cómo me sentí? Como debió sentirse Mano de Piedra Durán cuandoSugar Ray Leonard le propinó el golpe que lo haría decir “No más”. Micabeza repetía: “¿Qué dijo? ¿Qué cosa? ¿Una carrera de esta mierda queme está haciendo?”, y comprendí lo que la gente quiere decir con eso deque se les “nubló la cabeza”. ¿Cómo no? Si lo que tenía en la mía era unatormenta de niebla capaz de accidentar a una aerolínea completa.— ¡Miiiiiiiira, desgraciaaaaaaado! —dije lanzándole unode mis zapatos de tacón plataforma. —Oyeme lo que te voy adecir, vómito de cucaracha vieja: (zapato estrellado contra lapared)… maldita sea la hora en que naciste (pisa-papel deltamaño de un gato lanzado), maldita la hora en que te conocí (gatopisa-papel estrellado sobre el pie de Martín), y maldita…— ¡Erika, deja el espectáculo! —gritó Martín protegiéndose con su maletíny saltando sobre un solo pie para rescatar los papeles que había puestosobre la mesa. -Muy científica… muy profesional para unas cosas, pero alfinal como las campesinas… si no la hace a la entrada, la hace a la salida.—Campesina será tu madre, plasta de mieeeeeeeeeeeeeeerdafermentada, —grité. –Espérate a que yo termine contigo, que vas a tenerque servirle de chulo a tiempo completo al cuero de tambor militar entiempos de guerra con el que te estásacostando y, es más-- —Oye, Erika, que no te permito…Pero me lo permitió. Y me lo siguió permitiendo hasta mucho despuésque el licenciado Chávez amenazó con llamar a la policía. Seguíescupiendo los pulmones envueltos en insultos y malas palabras, aúncuando mi abogada insinuó que dejaría de representarme si no mesentaba y dejaba de gritar.No me importó. Una maestría en ciencias químicas y bastaba que Martínme mirara como a un plato de comida vieja para que yosolo supiese gritar. Y así seguí, gritando hasta que ambos hombressalieron corriendo despavoridos. Grité y grité hasta que quedé sin voz ymi abogada tuvo la brillante idea de amenazarme con llamar a mi padre.Entonces salí de allí y entré al baño de la primera cafetería que encontré.Sin pensar. Sin sentir. Nada. Ni el borde del lavabo. Ni el agua fría.Tampoco escuchaba sonido alguno fuera del que repetía, “se fue… ya noestá… se fue… ya no está”, dentro de mi cabeza.En el espejo, mi pelo café, largo y siempre rizo, estaba alborotado comosi me hubiese peinado la estilista de Diana Ross en sus mejores tiempos.Mis labios, de por sí grandes, se habían hinchado tanto que parecían uncharco de sangre purpúreo con una herida en el medio. Y mis ojos,normalmente almendrados, habían adquirido una formadesarticuladamente aguada, salpicada de pequeñas, pero abundantes,grietitas rojas, claramente visibles, por entre los cristales de misespejuelos de carey.

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“Lo siento,” le dije a la del espejo, que lloraba un llanto enajenado, sinaire y dificultoso, como el de un bebe prematuro cuyas lágrimasparecieran asfixiarlo.Después, cuando logré calmarme, pensé que Martín tenía razón. Yo erauna mujer de ciencia. Una mujer de argumentos, hechos y razón. Nopodía ser que un dolor de corazón tan común que sería un cliché, si nofuera porque me estaba pasando a mí,me convirtiera en una loca furiosa y sin remedio.Salí del baño y pedí un café. La mesera ni reparó en mí, tan absortaestaba en su conversación con la compañera que hacía emparedados a sulado.-Y entonces le dije, “Ven acá mijito… ¿Qué tú te crees?¿Qué yo soy un fast food window abierto las 24 horas para recibirtecuando a ti te conviene? No, señor. Te equivocaste.-Y bien equivocado, -asintió la otra. -Mejor sola que mal acompañada,–añadió mientras le untaba mantequilla a seis tostadas cubanas demanera simultánea con una expresión que podía haber sido el espejo dela mía.¿Sería posible? Si mi amiga, Lola, hubiese estado allí, me hubiese dichoque estaba atrayendo sin querer lo que mismo que tenía por dentro. Túsabes, las irradiaciones negativas y toda esa burundanga.Pero algo de cierto debía tener la teoría, porque durante los cuarenta ycinco minutos que me tomó beberme cuatro cafés cubanos y dos botellasde agua…

DEL ESCRITORIO DE ERIKA LUNA:1. Un joven que esperaba por una palomilla empanada, le rogaba a sunovia que le diera otra oportunidad, a través de un celular cuya conexiónse caía cada dos minutos.2. Una mujer embarazada se hacía la despistada con rostro deresignación, mientras el marido se viraba sin disimulo para mirarle lasnalgas a una mujer que pidió un pan con bistec y una malteada.3. Por lo menos cinco personas pasaron enfrente de la cafetería con elacelere automático de los aborrecidos y la misma mirada vacía cuyoreflejo me había hecho llorar en el baño una hora antes.Demasiadas muestras de la mala sustancia, como dirían en mi trabajo.Quizás no era que estuviera atrayendo aquello por lo que estabapasando. Quizás era que así estaba el mundo; lleno de corazones rotos,mal-funcionando por ahí, y yo sencillamente no me había percatado porestar muy ocupada viviendo en mi burbuja de hip yuppie love, localizadajusto en el centro de una casa que siempre se estaba pintando,ampliando, decorando y mejorando.Horas después, seguía conduciendo sin rumbo por Miami, alternandoentre lugares concurridos y vacíos, entre una rabia despechada y unatristeza imbécil, pensando aún en la falta que le hacía al mundo uncabrón interruptor del mal amor.Es una verdad asquerosa: el hecho de que alguien te rompa el alma nosignifica que automáticamente dejas de amarlo. Sigues amando, cargando con el casquibache de corazón queel hijo de puta de tu marido te partió sin lástima y sinanestesia.Sería casi la medianoche cuando conduje a la casa, estacioné y me quedédentro del carro fantaseando que llevaba a cabo una mítica, pero no

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menos maquiavélica venganza, cuyos exquisitos detalles mi cerebromedio dormido no tenía ya la energía para crear. Me consolabaimaginando que al despertar podría crear un plan tan ingenioso, tantrama de película de James Bond, que sin duda me convertiría en laprócer de las esposas humilladas del mundo; líder absoluta de los“corazones partíos”.¡Já! Ya vería Martín. Pasarían años antes de que los jodedores universalesdejaran de susurrar mi nombre en los salones de jugar billar, recordandocon pavor la única otra ocasión en que un oscuro miembro del club,llamado “John Bobbitt”, los había arrastrado a todos hacia el desastre.Confortada por ese pensamiento, subí a la habitación, me tiré a la camacon todo y zapatos y creo que ya dormía antes de que mi cabeza llegara ala almohada.El despecho es el más efectivo de los soporíferos y esa noche soñé quedecenas de diminutos hombrecitos —sus pequeños cerebros colgandoentre sus piernas— intentaban en vano borrar mi nombre del gigantescodirectorio internacional de las esposas olvidadas.

Parece que algo anda mal con la recepción de comentarios en el blog. Noencuentro dónde está el error. Si tienes algún comentario, por favor

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