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Giuseppe Bellini La pluma mensajera : ensayos de literatura hispanoamericana Índice Nota introductoria La pluma mensajera En esta cárcel cerrada Morirá un triste pión Un mundo ancho y ajeno Llenos están los cielos y la tierra Por tu inmóvil música hechizado Fortuita es la circunstancia Los años se hicieron aire Nota introductoria La mayoría de los ensayos reunidos en La Pluma mensajera han sido elaborados en tiempos diversos, teniendo sin embargo siempre presente que

La pluma mensajera : ensayos de literatura hispanoamericana · No sorprenderá, pues, que los ensayos que aparecen en este libro, a más de afirmar una visión personal de la creación

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Giuseppe Bellini

La pluma mensajera : ensayos de literatura hispanoamericana

Índice Nota introductoria La pluma mensajera En esta cárcel cerrada Morirá un triste pión Un mundo ancho y ajeno Llenos están los cielos y la tierra Por tu inmóvil música hechizado Fortuita es la circunstancia Los años se hicieron aire Nota introductoria La mayoría de los ensayos reunidos en La Pluma mensajera han sido elaborados en tiempos diversos, teniendo sin embargo siempre presente que

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su destino final era un libro, en la medida de lo posible homogéneo, en el cual se pusiera de relieve lo que la literatura ha significado y significa, según quien escribe, para Hispanoamérica, mundo en el cual los problemas son numerosos y candentes. Comparto, naturalmente, la convicción de que la literatura es reflejo e interpretación de la sociedad donde nace y que su función principal no es tanto la de procurar al lector el placer estético de la lectura, que también es fundamental, como la de poner de relieve los problemas que atañen al mundo que le rodea, en una dimensión de universalidad. En una conferencia de hace muchos años el dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli afirmaba que el escritor tiene una función social y que, auque no debe tener otra pasión que la de crear, debe responder «a todo lo vivo que le rodea», debe «escribir bellamente», por cierto, «reproducir en escala artística [...] la imagen del hombre como es y de los conflictos que le acosan», debe sobre todo sugerirle al «hombre de todos los días», «la idea de un bien posible [...] salido de sí mismo»1. Más personalmente Neruda consideraba fundamental su misión de incansable reconstructor de la esperanza2. De modo que el escritor tiene una doble tarea: la de denunciar y animar, de impedir que cunda el desaliento, la desesperanza. La creación literaria de Hispanoamérica abunda, por consiguiente, en denuncias, pero también en alentadoras perspectivas de cambio, con frecuencia en fascinantes utopías. El mundo, hay que admitirlo, no presenta panoramas exaltantes y la interpretación de este aspecto dramático ha dado una dimensión de gran hondura a la literatura hispanoamericana, que tiene inmediata resonancia en quienes no consideran al hombre únicamente materia. No sorprenderá, pues, que los ensayos que aparecen en este libro, a más de afirmar una visión personal de la creación artística, sobre todo del siglo XX, muestren en la sustancia una trayectoria que, si tiene continuamente momentos liberatorios, insiste sobre todo en una visión dramática de la condición humana, y al mismo tiempo profundiza problemas que, lejos de corresponder a lo material, calan en la dimensión más íntima del individuo, profundamente presente en todos los autores estudiados. Porque en los ensayos que aquí aparecen y que corresponden a la privilegiada función de intérprete de cada escritor, poeta o narrador que sea, los temas -aludidos en los títulos sacados de frases o versos de los autores tratados ahondan en problemáticas que todos entendemos como fundamentales: la muerte, la condición humana, la marginación racial, la mala planta, como la definía Roa Bastos3, de la dictadura, denunciada en la célebre novela de Asturias, el amor, especialmente a través de la experiencia nerudiana, la función del artista, Borges en este caso, en cuanto intérprete nuestro, la visión apocalíptica, en la narrativa de Homero Aridjis, del mundo futuro, mundo del desastre hacia el cual parece que vamos precipitando. Al fin y al cabo se demuestra en estas páginas, o se entiende demostrar, lo juzgará el lector, como el escritor hispanoamericano ha seguido fiel a su misión durante todo el siglo XX, un siglo no paradisíaco, por cierto, como por otra parte ningún siglo lo ha sido. Sólo el mito ha podido transmitir el fascinante espejismo de una inexistente «Edad del Oro».

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La pluma mensajera Literatura quiere decir pintura, arquitectura, filosofía, historia, sociología, lenguaje, porque la literatura es todas estas cosas al mismo tiempo, las reúne o resume todas: pintura por el uso que hace de este arte de representación y sus cromatismos; arquitectura por sus construcciones internas; filosofía porque literatura es pensamiento, filosofar con directa participación sobre las cosas del mundo y en ellas fundamentalmente sobre el significado del hombre; historia, porque es testimonio de las épocas, surge de ellas y las interpreta; sociología, pues a la sociedad humana pertenece; lenguaje, pues es el medio a través del cual la literatura se expresa. Valga en este último caso un ejemplo, el de Miguel Ángel Asturias, cuando escribe: «¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!»4 Escribe Diego Sánchez Meca que en la actualidad la filosofía se interesa y se ocupa de un modo nada periférico de la poesía y del lenguaje poético, del relato de ficción, de la novela, del teatro y del ensayo, pudiendo responder sin ningún rubor a la advertencia según la cual el filósofo, para ser tomado en serio en la época de la ciencia, debería atenerse a un modelo de racionalidad que poco habría de tener que ver con las emociones o el lirismo en que se mueven los poetas5. También podemos afirmar que, precisamente por todo esto la literatura es fuente primaria de la filosofía. La emoción, el lirismo, no eliminan la reflexión, sino que acentúan su significado, son parte de ella, así que la literatura no es únicamente objeto sobre el cual el filósofo puede reflexionar, sino que es al mismo tiempo, lirismo, belleza y pensamiento. Son precisamente el lirismo, la emoción, la participación a todo lo que significa humanidad que hacen que la literatura sea tan vigente y represente a todas las demás «Humanidades». Un sistema filosófico es algo determinado, completo, inmodificable, que encuentre o no encuentre la «verdad». La literatura, al contrario, es fuente de pulsiones múltiples, se presta a infinitas interpretaciones, la vivimos continuamente, encontrándonos en ella a nosotros mismos en los momentos más diversos de nuestro ser. Con razón Unamuno, a propósito del Quijote, afirmaba que lo que en la obra maestra de las letras hispánicas le importaba no era tanto lo que había querido decir Cervantes: «Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear nuestra filosofía»6. Éste es el milagro de la creación literaria, que supera a su mismo creador, en cuanto cada uno de nosotros puede percibir, a más de su mensaje, la infinita gama de significaciones que se esconde dentro de la

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creación artística, puede profundizar en lo que acaso el autor no haya entendido bien él mismo, podemos sentirnos envueltos en sus mismos problemas, que son los problemas eternos de la humanidad, frente a los cuales el hombre se encuentra constantemente indefenso: su condición en la tierra, los sentimientos ocultos, la libertad, la muerte. El mismo Neruda -lo confiesa en su Viaje al corazón de Quevedo- encontraría formulados en los versos del gran poeta del siglo XVII hispánico sus propios «oscuros dolores», los que antes había intentado «vanamente» expresar7. Octavio Paz -son sólo algunos ejemplos- vería confirmado, en el quevediano Sueño de la Muerte, su concepto vida-muerte, el hecho de que, como escribe en El arco y la lira, Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir es asimismo morir, no es algo negativo. La muerte no es falta de vida humana; al contrario la muerte la completa8. Con toda razón, en un lejano discurso, donde trataba del valor de la literatura hispanoamericana, Alfonso Reyes afirmaba que la literatura «no es una actividad de adorno, sino la expresión más completa del hombre», porque Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto es hombre, sin distingo ni calificación alguna. No hay mejor espejo del hombre. No hay vía más directa para que los pueblos se entiendan y se reconozcan entre sí, que esta concepción del mundo manifestada en las letras9. La ciencia, en efecto, por más provechosos que sean sus inventos, puede conducir también a inmanes catástrofes, como lo fueron, recordando sólo algunas de las más terribles, las que ha conmemorado dolorosamente, a los cincuenta años de verificarse, el pueblo japonés, en Hiroshima y Nagasaki. La literatura no. Su empeño es la interpretación y la defensa del hombre, es oponerse a las injusticias, es instaurar la paz, es defender al individuo, no destruirlo. A través del «confuso esplendor» Neruda fue buscando la presencia, el mensaje del ser americano, bajo los escombros de Macchu Picchu, rechazando las sugestiones de la arqueología, convencido de que el hombre es más ancho que el mar y que sus islas y hay que caer en él como en un pozo para salir del fondo con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas10.

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A esto mira la literatura, por utópico que sea: a la edificación de un mundo de justicia, donde los derechos humanos sean reconocidos. Por eso los que practican artes de guerra, los que suprimen las libertades, le tienen tanto odio a los «literatos», impiden la difusión de la creación artística, persiguen a los intelectuales, cierran las Universidades. La literatura es la mayor enemiga de la barbarie. La pluma del escritor es siempre mensajera. Un gran sistema se establece, en el tiempo, en el ámbito de las letras: toda la creación literaria confluye y se atesora en un unicum que opera activamente, eliminando todas las fronteras. No hay poeta, no hay prosista, dramaturgo o ensayista, a pesar de escuelas o tiempo, que no presente en su obra positivas huellas de autores anteriores o hasta contemporáneos suyos. Para ceñirnos a la literatura hispanoamericana, desde las remotas regiones de la Hélade, Homero está presente en la poesía de José Coronel Urtecho y de Pablo Antonio Cuadra; Virgilio asoma en la Araucana de Ercilla, a más del consabido Ariosto; y éste, con Torquato Tasso y la Gerusalemme Liberata, es presencia viva en el Arauco domado de Pedro de Oña y las Elegías de Varones Ilustres de Indias, de Castellanos. Petrarca no sólo influye en Garcilaso y Cetina, sino que transmite su influencia de un confín a otro del ancho mundo americano, con los primeros poetas novohispanos del siglo XVI, que siguen al refinado madrigalista de «Ojos claros y serenos...», y las traducciones de Enrique Garcés, miembro de la limeña «Academia Antártica»; hasta llegar al propio Neruda, el de los Cien sonetos de amor, cancionero original, construido con «madererías de amor»11, que contrapone de propósito al Canzoniere de Petrarca, celebrando en Matilde no ya una Laura idealizada y casi incorpórea, sino una mujer concreta que en el amor se realiza y, en un estilo al fin muy cerca de los ideales del «Dolce Stil Novo», hace vibrar la naturaleza, la selva, los arenales, los «lagos perdidos», las «cenicientas latitudes», abriendo al poeta la comunicación «con la fragancia del mundo»12, con el «aroma errante» de los bosques13: realización plenamente vitalista en el amor, síntesis del universo. Porque «presencia» no quiere decir «imitación», siquiera en las traducciones. Cuando Bello traduce el Orlando Innamorato de Boiardo, en la versión de Pulci, no traduce simplemente, sino que recrea con originalidad el poema que lo ha inspirado. Tampoco es traductor pasivo Mitre en su obstinado empeño con la Divina Commedia. Ni, fuera del ámbito de las traducciones, Rómulo Gallegos imita a Baroja, cuya influencia en sus comienzos literarios es evidente, sino que en Reinaldo Solar y luego en Doña Bárbara y las novelas sucesivas, nos da la medida de su personalidad, nos revela sus ideales, nos ofrece su personal interpretación del mundo. Nadie podrá confundir a Doña Bárbara con una obra de Baroja; la adhesión profunda del autor venezolano a los problemas de su tierra y su manera de manifestarla son inconfundibles, aunque ciertamente le ayudó a llegar a este resultado la lección de Baroja, como le ayudó a Cela cierto «tremendismo» barojano, su lección de estilo, para llegar a La familia de Pascual Duarte, y la asimilación de la picaresca para su obra sucesiva. Igualmente, a García Márquez le fue provechosa la lectura del Gargantua et Pantagruel de Rabelais, a Onetti la de Faulkner, a los narradores del realismo, como Icaza, la de los grandes escritores rusos, a los mismo

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prosistas y poetas del Modernismo la lección de los Goncourt y de otros escritores y poetas franceses de la época, a dramaturgos como Florencio Sánchez el teatro italiano de su tiempo, a los dramas existenciales de Xavier Villaurrutia la lectura de Pirandello, al de crítica de las costumbres de Rodolfo Usigli las obras dramáticas de Bernard Shaw. Y podríamos continuar al infinito. La literatura, se podría decir, es una suerte de reino del eterno retorno, donde se encuentran autores de las más distintas orientaciones y épocas; a ellos el escritor vuelve continuamente. Inaugurando en 1964, en Santiago de Chile, el año shakespeariano, Neruda afirmaba que, detrás de los personajes de Shakespeare él había descubierto un mundo y más tarde la vida, «tantos hechos, y tantas almas, y tantas pasiones, y toda la vida»; entre los tantos «bardos» que en cada época se asumieron «la totalidad de los sueños y la sabiduría», cerca de Víctor Hugo, de Lope de Vega, de Shakespeare, sobre todo, él ponía a Dante, y concluía: Estos bardos acumulan hojas, pero entre estas hojas hay trinos, bajo estas hojas hay raíces. Son hojas de grandes árboles. Son hojas y son ojos. Se multiplican y nos miran y nos ayudan a descubrirnos: nos revelan nuestro propio laberinto14. Autores grandes y menos grandes, todos útiles para el fin indicado, hasta el pobre poeta menor de una antología que celebra Borges, el cual en su larga vida de artista mediocre supo expresar un único verso valedero. «Nos revelan nuestro propio laberinto», afirma Neruda: ésta es la función de la literatura. A través de los grandes autores, y hasta de los menos grandes, que dejaron su mensaje en el tiempo, podemos conocernos mejor a nosotros mismos. Y no son solamente los autores de las épocas áureas de las letras occidentales, europeas, universalmente conocidas, en los cuales, según Alfonso Reyes, «la inteligencia de nuestra América [...] parece que encuentra [...] una visión de lo humano más universal, más básica, más conforme con su propio sentir»15, sino los que nos llegan de áreas remotas, de las grandes civilizaciones difuntas, como la náhuatl o la maya. Nadie podrá entender cabalmente la obra de Octavio Paz, sin hacer caso de lo que ella debe a la antigua poesía mexicana, a la filosofía que en ella se expresa, no menos que a la española, especialmente a Quevedo, o a la filosofía de la India. Tampoco Sor Juana Inés de la Cruz, tan cerca de Góngora en su obra poética y de Lope y Calderón en su teatro, podrá entenderse plenamente sin tener en cuenta al mundo indígena en medio del cual ha vivido. Existe una raíz americana profunda, que penetra la creación literaria del continente desde las épocas de la Colonia, como existe una proyección interior de lo que se produjo en los tiempos primeros del contacto euroamericano. La novela contemporánea, para dar un ejemplo, por más que adopte técnicas nuevas, sacadas de experiencias europeas -Joyce, Kafka, la «école du regard»- o norteamericanas -Faulkner, Dos Passos, Hemingway-, mucho debe también indudablemente a los antiguos cronistas de América, inventores primeros de lo «real maravilloso». Un novelista como Miguel Ángel Asturias sería incomprensible en su «realismo mágico» si se olvidara

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no sólo a Bernal Díaz del Castillo, sino la influencia determinante del Popol-Vuh, la esencia del pensamiento maya, con su actuación paralela en dos planos, el de la realidad y el de la irrealidad16. Largo sería el discurso sobre este sistema de «vasos comunicantes», la literatura, cuyo contenido, al momento de pasar a otro vaso se transforma en originalidad. Pero, un problema apremia: ¿Por qué la literatura es tan temida? Contestando, sustancialmente, esta pregunta, decía Asturias: somos escritores revolucionarios, comprometidos totalmente con nuestros pueblos, con su causa, con su lucha, con su hambre, con la injusticia a que están sometidos, la explotación de que son objeto, su miserabilidad en medio de tierras opulentas, sin estar embanderados en ningún partido, sin una actividad política precisa definida. Y esto es lo que desespera a los que quisieran que los escritores latinoamericanos de la protesta, el testimonio y la denuncia fueran vulnerables por la rigidez de sus concepciones, fanáticos o seguidores de escuelas literarias determinadas. Es la libertad con que el escritor nuestro se mueve en el amplio campo de la vida, lo que garantiza sus posibilidades de atalaya, de inflexible enemigo de los enemigos de nuestros países, de no contaminados con los halagos de los poderosos, de los nuevos rubios conquistadores, y seguro de que escribe para algo más que hacer literatura o hacer poesía, para formar no sólo a sus pueblos, sino una conciencia de solidaridad humana en torno a ellos [...]17. Escribir «para algo más que hacer literatura o poesía»: ésta es la característica de la literatura, y de la latinoamericana en particular. En época lejana Federico de Onís, al prologar su Anthologie de la Poésie Ibéro-Américaine, afirmaba que era imposible pensar, para América, en una literatura desarraigada18; y sucesivamente, en varias ocasiones, escritores latinoamericanos han declarado acertadamente que la literatura es siempre revolucionaria, en cuanto su finalidad primera es cambiar la condición humana. Salvo contados casos, y hasta en un Borges programáticamente opuesto al llamado «compromiso», o sea al compromiso político, siempre la literatura ha desarrollado esta tarea. No se explicaría de otra manera como el poder la vigile y con frecuencia la persiga. El compromiso de la literatura no se ha de entender, sin embargo, exclusivamente como político y social, aunque todo, al fin y al cabo recae en el ámbito de la defensa y el respeto para la persona humana, en cuanto manifestación de una preocupación esencial por su existir y su destino, su condición desamparada frente a los inquietantes problemas que siempre se le han puesto y que ya ponían al mundo americano los poetas de las antiguas civilizaciones: «¿Con qué, he de irme cual flores que fenecen?»19, «¿Dó es donde he de ir?»20, «Prestada tan sólo tenemos la tierra, oh amigos», «¿Nada dejaré en pos de mí en la tierra?»21. Una larga tradición, en todos estos sentidos, nos presentan las letras universales, desde y antes del Dante, quien denunciaba «come sa di sale lo pane altrui» y cuán dura era la fatiga de bajar y subir por «l'altrui

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scale»22. Para ceñirnos a la literatura castellana, la protesta política nace ya con los albores literarios de Castilla: en el Cantar de mío Cid, contemplando al futuro «campeador» y a su «mesnada», camino de un injusto destierro, la gente, escondida tras las ventanas por miedo a la venganza del rey, no puede menos de exclamar: «¡Dios, qué buen vassalo! ¡Si oviesse buen señore!»23. Tiempo después, en su Rimado de Palacio, el Canciller de Castilla, Pero López de Ayala, quien vivió los tiempos sangrientos de las luchas entre don Pedro el Cruel y Enrique II de Trastámara, ofrece un cuadro que es todavía de gran actualidad, denunciando la corrupción de su mundo, regido por reyes que se rodeaban de privados sin escrúpulos, donde la única finalidad de la vida parecía ser la de amontonar riquezas. Sin pensar que Todas estas riquezas son niebla e rocío, las honras e orgullo, e aqueste loco brío; échase ome sano e amanece frío, ca nuestra vida corre como agua de río...24 Son éstos los antecedentes de las Coplas famosas de Jorge Manrique, de ese pasaje terrible y altísimo, que queda grabado para siempre en la memoria: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir»25. «Gran Cantar», lo definirá Antonio Machado26 y Neruda, sugestionado por estos versos, procurará reaccionar dándonos la imagen de un Manrique arrepentido por haber cantado la muerte y convertido, si pudiese volver a la vida, a la radiante primavera humana, que representa en un esperanzado paisaje: Por la abierta ventana se extendían las tierras, los países, la lucha, el trigo, el viento27. Heráclito recorre desde la época del Canciller Ayala, y después a través del gran vehículo transmisor de Quevedo, hasta nuestros días, la poesía castellana y la hispanoamericana. Es todo un: «es imposible detener el agua que corre», «el agua no vuelve atrás», «Huye, sin percibirse, lento el día»28, para afirmar la extrema fragilidad del hombre, o, en algunos casos, como lo hace Octavio Paz, su desesperada soledad: «Después del tiempo», pienso, «está la muerte y allí seré por fin, aunque no sea».

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Mas no hay después ni hay antes y la muerte no nos espera al fin, está en nosotros y va muriendo a sorbos con nosotros29. Frente a esta perspectiva, al límite que condena al hombre, todas las ilusiones humanas -belleza, poder, riqueza- pierden consistencia. La literatura se encarga de encaminarnos hacia distintos fines, que son el rescate de la condición humana, la libertad, la justicia. La pluma del escritor ejerce su compromiso. Y nace la utopía. La literatura la cultiva para consuelo de sí misma y de la humanidad. Casi todo escritor, en determinado momento, prospecta la posibilidad de un mundo diverso del que ha denunciado. Los místicos lo ven en el más allá; Fray Luis de León se contenta con una huerta apacible, donde única voz es el susurro del agua; Garcilaso crea un mundo de selvas y ninfas; Góngora se pierde en sus fastuosas Soledades; Quevedo se consuela viendo en la muerte la solución que su bien prepara; Sor Juana supera las estrechas paredes de su celda en la construcción barroca de su Primero Sueño, a pesar del fracaso en su atrevido intento para penetrar el misterio. Sin embargo, hay que llegar a tiempos modernos para que el individuo, la humanidad, sean objeto preeminente de preocupación para el artista, para que éste piense en nuevas utopías que representen el reino feliz para todos, por más que la tradición utópica sea antigua y haya florecido también en América y acerca de América, antes y después de la gran utopía de la historia americana, la de Bolívar. El artista rechaza el aburrimiento leopardiano, el cansancio existencial propio de un José Asunción Silva, el esplín de «enfant gaté» de la mayoría de los modernistas, para devolver en su obra centralidad al hombre. No se trata, en América, tanto del mito vasconceliano de la «raza cósmica»30, sino de la lucha entre civilización y barbarie, como en su tiempo la planteó, entre otros pensadores y escritores, Rómulo Gallegos31, del rescate del género humano, de la libertad de su propia tierra, no siempre solamente «tierra prometida», soñada, como la cantó Pablo Antonio Cuadra32. Y por encima de todo la libertad. Ya en su época el Libertador de América, en el Discurso de Angostura, llamaba la atención de los miembros del Congreso sobre los muchos sistemas que existían para «manejar hombres» y denunciaba que eran «todos para oprimirlos»; veía la humanidad transformada en «rebaños destinados a alimentar a sus crueles conductores»33. La literatura nuestra contemporánea lucha contra este destino, como lucharon grandes figuras del pensamiento latinoamericano: el chileno Francisco Bilbao, el cual, como ya Bolívar, veía el peligro del nuevo imperialismo yanke; el uruguayo José Enrique Rodó, quien en Ariel defiende la América del espíritu contra la del materialismo; o los argentinos José Ingenieros y Manuel Ugarte, todos defensores, ya que no de una imposible unidad política sudamericana, de una imprescindible unidad espiritual, que se obtiene a través de la

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cultura. Comenta Leopoldo Zea a propósito de estos apóstoles de la unidad por el espíritu: La posibilidad de integración de esta América la harán descansar en la mente y en las acciones derivadas de lo mismo. La cultura y la educación formadora de la mente, como instrumento de esta posibilidad. Es esta preocupación la que animará el movimiento de Reforma Universitaria en Latinoamérica, que tiene inicio formal en la Universidad de Córdoba, Argentina, en 1918. «Estamos viviendo una hora americana», dicen sus líderes. En los últimos años la misma preocupación integradora de nuestra América por la mente, por la educación, por la cultura normarán los esfuerzos que se vienen ya haciendo en el campo de la investigación, la enseñanza y la difusión de los estudios que se realizan sobre la América Latina en diversas instituciones latinoamericanas de educación superior34. Lo cual significa realización plena del hombre dentro de esta unidad espiritual. En la creación literaria propiamente dicha, quien parece haber dado más voz a este compromiso, a pesar de todas sus contradicciones, es Pablo Neruda. En Fin de mundo declara que función del poeta es no solamente denunciar las tragedias del hombre en su existir, sino alentarlo en sus derrotas, que obstinadamente considera transitorias, para alcanzar esa mítica hora «alta de tierra y de perfume» que ya prospectaba en «Reunión bajo las nuevas banderas»35. Deber del poeta es «vivir, morir, vivir»36, o como el mismo Neruda explicó37, tomar parte en la vida del hombre, vivir y morir con él, y volver nuevamente a vivir en función del «hombre infinito», indestructible a pesar de las muchas muertes individuales. Deber del poeta es infundir continuamente la esperanza. Este es el significado profundo de la literatura, fuente de hermandad y solidaridad. No solamente el consuelo borgesiano de «Dejar un verso para la hora triste / que en el confín del día nos acecha»38, sino hacer que todo dé fruto en la libertad. El libro, no como fruición individual que aísle del mundo -así lo celebró Quevedo en su hora amarga, «Retirado en la paz de estos desiertos»39, la Torre de Juan Abad-, sino como participación en la vida humana, partiendo de ese nerudiano «olor amargo / con la claridad de la sal», que es el «árbol del conocimiento»40, medio igualmente para conocernos a nosotros mismos. La pluma llena así su tarea esencial de mensajera. En esta cárcel cerrada Uno de los grandes problemas tratados por la literatura universal ha sido y es el del límite humano. En el literatura hispanoamericana el sentido de la muerte está presente como objeto de reflexión, de temor, repudio o aspiración y hunde sus raíces en dos mundos culturales: el indígena y el hispánico. Al sentido problemático que la muerte asume en el mundo precolombino se une el complejo significado que tiene en el mundo medieval

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castellano, desde el punto de vista religioso, de la fama y el honor y va matizando sus significados a través de los siglos, con los cambios que ocurren en la sociedad, en su mentalidad y sus costumbres, hasta nuestros días. Si atendemos al mundo americano anterior al descubrimiento, no hay quien ignore lo que la muerte significa para el mundo náhuatl. La limitación de la inteligencia que los dioses imponen al hombre desde su creación, como documenta por el área maya el Popol Vuh, es una condena parecida a la muerte, puesto que significa la sumisión perpetua, una suerte de esclavitud ante las divinidades: Entonces el Corazón del Cielo les echó un vaho en los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca, sólo esto era claro para ellos. Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos de los cuatro hombres, origen y principio [de la raza quiche]41. Es en la poesía sagrada del área náhuatl donde el problema de la muerte se hace apremiante. Frente a una sociedad por más que altamente civilizada siempre fundamentalmente de signo trágico y sangriento, debido a las continuas guerras y sacrificios humanos, el problema de la transitoriedad de la vida se vuelve tormentoso, implica, con la vanidad del vivir, la inutilidad del nacer, la desorientación ante el más allá, que sin embargo promete, como último rescate, una especie de paraíso: Dicen que en buen lugar, dentro del cielo, hay vida general, hay alegría, enhiestos están los atabales, es perpetuo el canto con el que se disipa nuestro llanto y nuestra tristeza... A pesar de lo cual, tampoco esta perspectiva sirve para derrotar la tristeza. No se trata de temor a la muerte, sino de un problema más profundo, el de la inutilidad de la vida, que desemboca en resignación amarga: «Sólo venimos a llenar un oficio en la tierra, ¡oh amigos!». Siquiera los dioses escapan a la muerte, aunque su condición de muertos es pasajera. Es lo que le toca a Quetzaltcóatl, redentor del género humano, que muere, desciende al reino de los muertos y finalmente, rescatados los huesos preciosos de las criaturas, resucita: y en esos cuatro días adquirió dardos, y ocho días más tarde vino a aparecer como magna estrella. Y es fama que hasta entonces se instaló para reinar.

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Al otro extremo de la América precolombina la poesía del área incásica contempla la pequeñez del hombre, el Inca mismo, frente al poder del dios, Wiracocha, «poderoso cimiento del mundo», como lo define Manco Cápac. La literatura indígena del Perú se cierra con el llanto sobre la muerte de Atahualpa, en el trágico choque con los soldados de Francisco Pizarro. En México el mundo náhuatl ya había sido destruido por Hernán Cortés y el maya por Alvarado. Es cuando una nueva civilización se impone sobre la indígena, sin lograr silenciarla. A través de los siglos ella asomará continuamente, como hemos dicho en el Inca Garcilaso, como en Sor Juana Inés de la Cruz, en el padre Landívar, como, en tiempos más recientes, en Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz y tantos escritores más: raíz insuprimible, imprime en la literatura hispanoamericana un sello de gran originalidad. Por lo que toca a los descubridores y colonizadores, ya el descubrimiento colombino nace bajo el signo cruel de la destrucción y la muerte. Lo denuncia el padre Las Casas en su Breve historia de la destrucción de las Indias. La conquista del continente, choque violento de dos mundos, se inaugura bajo el signo de la muerte. La literatura de la conquista lo documenta, presentando en las páginas de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo, por lo que se refiere a México, del Inca Garcilaso por lo que atañe al Perú, dos espeluznantes escenarios de muerte. En su tercera Carta al emperador Cortés describe la serie de hechos cruentos que acompañaron la conquista de la capital azteca, y afirma: fue tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos [los trascaltecas] que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran42. El sentido de la derrota era tan fuerte en los vencidos que el mismo conquistador tuvo que intervenir varias veces para distraer a los que habían sobrevivido de «su mal propósito, como era la determinación que tenían de morir»43. La muerte es por un lado venganza feroz por parte de los antiguos súbditos de los aztecas y en los vencidos una manera para huir de la vergüenza de la derrota, de la ofensa de haber caído en poder no tanto de los españoles como de los que habían sido sus antiguos vasallos. En su Historia verdadera la conquista de la Nueva España, con horror todavía a distancia de tantos años, Bernal Díaz del Castillo evoca el panorama terrificante que se le presentó al entrar en Tenochtitlán: digamos de los cuerpos muertos y cabezas que estaban en aquellas casas adonde se había retraído Guatemuz; digo, que juro, amén, que todas las casas y barbacoas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios de Tlatelulco no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos muertos, y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir [...]44.

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Abiertamente, además, el antiguo conquistador revela que pensar en la muerte era constante en los soldados que se adentraban en mundo tan misterioso y desconocido: «y cómo somos hombres y temíamos la muerte, no dejábamos de pensar en ello»; mientras se encomendaban a Dios y a la Virgen, «con buena esperanza, que pues Nuestro Señor Jesucristo fue servido guardarnos de los peligros pasados, que también nos guardaría del poder de México»45. En la segunda parte de los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso presenta una suerte de pendant de la escena antes aludida, cuando, caído prisionero Atahualpa en Cajamarca, todos los indios se dieron a la fuga, perseguidos por los conquistadores: Los indios, viendo preso a su rey y que los españoles no cesaban de los herir y matar, huyeron todos, y no pudiendo salir por donde habían entrado porque los de a caballo habían tomado aquellos puestos, fueron huyendo hacia una pared de las que cercaban aquel gran llano, que era de cantería muy pulida [...] y con tanta fuerza e ímpetu cargaron sobre ella huyendo de los caballos, que derribaron más de cien pasos de ella, por donde pudieron salir para acogerse al campo. [...] Los españoles, como dicen los historiadores, no se contentaron con verlos huir, sino que los siguieron y alancearon hasta que la noche se los quitó delante. [...]46. La muerte, en las páginas del Inca, tiene sobre todo un significado de condena a propósito de las violencias injustificadas de los conquistadores y afirma la existencia de una justicia divina. En efecto, los responsables de la destrucción del Perú mueren todos asesinados o justiciados; el mismo marqués don Francisco Pizarra, con toda la suerte que tuvo, no encontró quien le valiera contra los partidarios de Diego de Almagro, el Joven, y acabó «tan desamparado y pobre» como había nacido. Gran lección moral; escribe Garcilaso: «Donde la fortuna en menos de una hora igualó su disfavor y miseria al favor y prosperidad que en el discurso de toda su vida le había dado»47. En cuanto a Gonzalo Pizarra, éste acaba degollado, mientras Diego de Almagro había sido ya eliminado por Hernando Pizarra. Un clima violento acompaña inevitablemente las gestas de la conquista; los cronistas se vuelven críticos hacia los responsables y en su muerte ven casi siempre la realización de la justicia de Dios. A pesar de ello, en la muerte se refleja también el concepto medieval de la entereza: el soldado no debe temer la muerte y frente a ella debe mostrar valor y dignidad, condiciones que solas le mantienen intacta la honra. Frente al miedo de morir y las imploraciones para obtener salva su vida, alegando don Diego Almagro que era viejo y «la misma edad y el tiempo le condenarían a muerte en breve»48, Hernando Pizarra, según escribe Agustín de Zarate, le reprocha su bajeza: Y a eso Hernando Pizarra le respondió que no eran aquellas palabras para que una persona de tanto ánimo como él las dijese ni se

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mostrase tan pusilánime; y que pues su muerte no se podía excusar, que se conformase con la voluntad de Dios, muriendo como cristiano y como caballero. Y a esto le satisfizo don Diego con que no se maravillase de que él temiese la muerte como hombre y pecador, pues la humanidad de Cristo la había temido. Y en fin, Hernando Pizarra, en ejecución de su sentencia le hizo degollar49. El concepto de la muerte entra en la literatura que va surgiendo en América con las primeras expresiones de la poesía romanceril, influida por la abundante mies hispánica que los conquistadores llevaban consigo en su memoria, y la inevitable nostalgia por su tierra. Estima Ramón Menéndez Pidal que en la memoria de soldados y capitanes el Romancero, tan popular en España, «reverdecería a menudo para endulzar el sentimiento de soledad de la patria, para distraer el aburrimiento de los inacabables viajes o el temor de las aventuras con que brindaba el desconocido mundo que pisaban»50. Serían romances de amor sobre todo, de los que tan rica era la veta fronteriza, pero también romances originales que los hechos sangrientos de la conquista y sobre todo las guerras civiles peruanas hacían brotar con abundancia ciertamente superior a lo que nos ha llegado. En los romances que surgen de las guerras civiles la muerte es presencia constante. Lo demuestra el breve ciclo dedicado hacia 1553, siguiendo en parte el conocido romance del Rey don Rodrigo y la pérdida de España, a Francisco Hernández Girón, uno de los protagonistas de las contiendas civiles del Perú apenas conquistado. Destaca en la poesía, a pesar de la condición de rebelde del protagonista, la integridad del caballero, que prefiere ir al encuentro de la muerte antes que rendirse, dejando, como el derrotado rey don Rodrigo, que el caballo le lleve adonde quiere: Toda aquella noche escura va caminando Girón por sierras y despoblados, que camino no buscó. En esa Xauxa, la grande, gente del Rey le prendió, de ahí fue traído a Lima, do sus días acabó. Cortáronle la cabeza por traidor, dice el pregón, sus casas siembran de sal, por el suelo echadas son; en medio está una coluna, do escrita está la razón: «Vean cuán mal acaba el que es a su Rey traidor».

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Final ciertamente atento a la lealtad que se le debe al soberano, pero que no impide la admiración, de parte del anónimo poeta, por el «fuerte», como lo define, que iba buscando la muerte, como imponía al caballero medieval su valentía. El mismo Garcilaso había expresado su admiración por Gonzalo Pizarro llevado al cadalso; a propósito del trágico fin de Hernández Girón, el Inca refiere con transparente participación las palabras del Palentino: Fuele tomada su confesión [...]. Sacáronle ajusticiar a mediodía, arrastrando en un serón atado a la cola de un rocín y con voz de pregonero que decía: «Ésta es la justicia que manda hacer su Majestad y el magnífico caballero don Pedro Portocarrero, maestre de campo, a este hombre por traidor a la corona real y alborotador de estos reinos, mandándole cortar la cabeza por ello y fijarla en el rollo de esta ciudad, y que sus casas sean derribadas y sembradas de sal y puesto en ellas un mármol con un rótulo que declare su delito». Murió cristianamente, mostrando grande arrepentimiento de los muchos males que había causado51. Muerte escarmentadora, ésta de don Gonzalo, pero afirmación al mismo tiempo de la entereza del caballero. Distinta es la suerte que le toca al amante, en los conocidos romances de la mujer infiel y del enamorado y la muerte. Los temas llegan desde España, pero en el Nuevo Mundo presentan matices nuevos, a veces de acentuado tono granguiñolesco los primeros, de notable macabrismo en romances del área mexicana, contraste eficaz, a veces, con notas de logrado erotismo. En los romances del ciclo de «el enamorado y la muerte» ésta no le deja salida al amante; la aventura que lleva el joven a confiar su vida a una «escalera fina», construida por la mujer con sus trenzas y sus sábanas, acaba trágicamente: El enamorado sube por aquella fina escala, va llegando ya a lo alto cuando le sorprende el alba; como la escala es muy débil, no aguanta el peso y se rasga, y el enamorado cae a las plantas de la Parca, quien al verlo muerto dice, soltando una carcajada: -¡Vamos, el enamorado, que de mí ya no te escapas!

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En la sucesiva literatura de la Colonia no falta por cierto la presencia de la muerte. En el teatro español América entra por vez primera a través del drama Las Cortes de la Muerte, de Miguel de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo, escrito entre 1552 y 1557, según opina Francisco Ruíz Ramón52. En el texto la Muerte participa por los indios, contra las fechorías de los conquistadores. En el teatro que se va formando en América la presencia de la muerte se anuncia desde el primer momento, especialmente en la obra lírico-dramática de Fernán González de Eslava (1534-1601?): aludo al Coloquio XII, dedicado a La batalla naval que el serenísimo Príncipe don Juan de Austria tuvo con el Turco53, donde la Muerte debate contraía Vida, constatando al final, algo sorprendida, según parece, la felicidad de quien ha muerto combatiendo por la fe. Para el soldado la muerte adquiere el significado cautivante de tránsito hacia un jardín de maravillas y la contemplación de la «Eterna Visión»: ¡Qué campo tan saludable! ¡Qué fragancia dan las flores! ¡Qué cosa tan admirable se pierden los pecadores por el mundo miserable! Despojada de su papel de escarmentadora, la Muerte parece desorientada frente a la felicidad del soldado, caso único, creo, en la literatura hispanoamericana. En el ámbito poético, si por un lado el hispano-peruano Juan del Valle y Caviedes puede, siguiendo a Quevedo, burlarse de la muerte, satirizando en su Diente del Parnaso54 a los médicos, sus directos aliados, y considerar con negro humor su propia y próxima defunción, pero «sin médicos cuervos» cerca de su cabecera55, Sor Juana Inés de la Cruz restituye a la muerte su significado profundo, en cuanto medida de todo lo humano, disolución de lo material. En el soneto en que comenta la vanidad del retrato que le han hecho, con «falsos silogismos de colores», engaño para los sentidos, denuncia la inutilidad del halago frente al desgaste del tiempo, al destino de un cuerpo que en breve «es cadáver, es polvo, es sombra, es nada»56. Siguiendo a Góngora, la rosa vuelve a ser, en su poesía, símbolo de la vida humana, induce a una «docta» muerte, frente a una «necia» vida57. La sugestión que ejerce en el mundo americano Quevedo filósofo y moralista, durante el tardío período barroco de la Colonia, hace que abunde en la creación literaria el tema de la muerte: lo hace de manera sobrecogedora fray Joaquín Bolaños en La portentosa vida de la Muerte, Emperatriz de los sepulcros, Vengadora de los agravios del Altísimo, y muy Señora de la Humana Naturaleza (1792). El título es todo un programa. Acertadamente Blanca López de Mariscal subraya la dependencia en esta obra de la primitiva danza de la muerte peninsular, pues en ambas la finalidad parece ser la misma: en la Danza de la muerte, el

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prologuista del códice de la biblioteca del Escorial anticipa que la obra "trata de cómo la Muerte dise abisa a todas las criaturas que paren mientes en la breuidad de su bida e que della mayor cabdal non sea fecho que ella meresce"; en La portentosa vida de la Muerte Bolaños tiene conciencia de que su obra está destinada a mantener vivo en los hombres el recuerdo de la muerte: "Su memoria es el freno que nos contiene, y sin este freno correrá apresurado [el hombre] a su última perdición y lamentable desgracia"58. A través de singulares pasajes donde actúa y discute la Muerte, se llega, en el libro de Bolaños, a la muerte de la misma Muerte el día del Juicio final, puesto que Verá la Muerte que ya van a dar al traste las últimas vidas de los hombres, que es lo mismo que negarle los medicamentos a su enfermedad, y derribar por tierra las columnas en que firmaba su imperio. Acabará la Muerte, ya no habrá muerte, ni muertos en todo el orbe. Et mors ultra non erit. Será sepultado su esqueleto en el profundo sepulcro del infierno, pero allí no se llamará muerte temporal de los hombres, sino muerte eterna de los condenados. Después de las honras que harán los condenados a la muerte, que será una continua lluvia de maldiciones por haberlos sorprendido en lo más gustoso de sus vidas licenciosas, le pondrán este epitafio sobre su sepulcro: En esta cárcel cerrada con aquel candado eterno con que Dios cerró el infierno, queda la Muerte enterrada. Nuestra Muerte desgraciada muerte nos dio temporal, mas desde el juicio final que cayó en esta caverna, otra muerte nos da eterna. ¡O, qué Muerte tan fatal!59 Muere la Muerte procuradora de muertos y se la sepulta en el infierno, como el peor de los males. Ya no es tanto la Muerte justiciera, como la enemiga de la vida humana. No contento, Bolaños concluye su libro describiendo el «mar negro de la muerte que tiene que navegar todo hombre», tarde o temprano: Este mar tan amargo está situado entre el oriente de la vida y el funesto ocaso de la muerte, corren sus aguas tan aceleradas como el tiempo, y van a sepultarse sus olas en el interminable piélago de la eternidad60.

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Con La portentosa vida de la Muerte se cierra el período más lóbrego de la presencia de la muerte en la literatura hispanoamericana de los siglos XVI-XVIII. Emociona, a pesar de su fúnebre contenido, en La oración para todos, de Andrés Bello, recreación original de La prière pour tous de Victor Hugo, la incitación a orar: ¡Hija!, reza también por los que cubre la soporosa piedra de la tumba, profunda sima a donde se derrumba la turba de los hombres mil a mil: abismo en que se mezcla polvo a polvo, y pueblo a pueblo, cual se ve la hoja de que el añoso bosque abril despoja, mezclar las suyas otro y otro abril. Tampoco faltan en la poesía del venezolano pasajes de intenso lugubrismo ya romántico: me refiero a la original traducción del Orlando Innamorato, en la versión de Berni, donde, en el Canto XII, Bello presenta el sepulcro de Albarosa, ámbito espeluznante, fúnebremente iluminado: «en cien hacheros blanca cera ardía / que claridad perpetua mantenía». Allí Bajo un dosel de plata, que doblado repite el resplandor de tanta llama, aparece alto lecho de brocado, y en él una gentil difunta dama. En caracteres de oro está grabado sobre un negro padrón, junto a la cama un letrero que dice: «Aquel que fuere llegado a este lugar sepa que muere, Si a pasar adelante se aventura no haciendo antes solemne juramento de vengar a esta exánime hermosura dando a su matador digno escarmiento La narrativa romántica hispanoamericana, junto con el tema del amor infeliz, del destino negativo del hombre, trata también el tema de la muerte. Representa cabalmente este aspecto María, de Jorge Isaacs: la mujer muere antes de que su enamorado, regresando de Europa, llegue a verla. El espectáculo que se le presenta al joven, una vez llegado a la

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casa de su ya desaparecida felicidad, es de total abandono: «en una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque», el cementerio, entre las malezas, Efraín va buscando la tumba de la mujer amada. El aspecto de la naturaleza, la hora crepuscular, van de acuerdo con la tristeza del encuentro. Refiere el triste enamorado: Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de guaduas que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: «María...»61 Un ave negra revolotea con «graznido siniestro» sobre la casa abandonada y el desesperado joven parte «al galope en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche»62. Cuadro estupendo de romántica desesperación. La literatura romántica, sin embargo, no presenta solamente escenas de refinada tristeza como en María, sino que se abre también a una visión heroica de la muerte, tan presente concretamente en las guerras para la independencia y más tarde en la lucha contra el poder. Volverá a ser bello morir por un ideal de libertad, quedarán mujeres en lágrimas, o que morirán con sus enamorados, pero resultará enaltecido el sacrificio. Es lo que ocurre en Amalia, del argentino José Mármol: por encima de la horripilante matanza final con la que la novela termina, destaca el valor de la lucha por la libertad. Lo mismo es posible ver en la conocida narración de Esteban Echeverría, El matadero, en cuyo final la muerte del joven, asesinado por los partidarios de Rosas, asume un aspecto granguiñolesco: Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolleando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos63. Por su parte José Martí no dejará de celebrar el sacrificio de quien lucha contra el opresor. En el célebre discurso Los pinos nuevos, del 27 de noviembre de 1891, en Tampa, conmemorando a los ocho estudiantes cubanos fusilados por los españoles, vive, por encima de la sugestión de las tumbas, el significado positivo del sacrificio: «¡Cesen ya dice-, puesto que por ellos es la patria más pura y hermosa, las lamentaciones que sólo han de acompañar a los muertos inútiles! Los pueblos viven de la levadura heroica»64. Desde la muerte Martí ve avanzar la nueva vida; el mismo paisaje la anuncia:

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Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida. Ayer lo oí a la misma tierra, cuando venía, por la tarde hosca, a este pueblo fiel. Era el paisaje húmedo y negruzco; corría turbulento el arroyo cenagoso; las cañas, pocas y mustias, no mecían su verdor quejosamente, como aquellas queridas por donde piden redención los que las fecundaron con su muerte, sino se entraban ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros, por el corazón; y en lo alto de las nubes desgarradas, un pino, desafiando la tempestad, erguía entero, su copa. Rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos. ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!65 Con el Modernismo la muerte se transforma en un hecho estético, refugio contra la vulgaridad de la vida cotidiana o desahogo de un sentido íntimo de frustración o hasta manifestación de remordimiento. Este último caso lo representa Martí, cuando en «La niña de Guatemala» llora la muerte suicida de un pasajero amor olvidado. Los acentos fúnebres parecen repetir los de Bello. La mujer es un cuerpo puro en brazos de la muerte y Martí, a pesar de sus acentos refinados, no logra dar una impresión partícipe: Allí, en la bóveda helada la pusieron en dos bancos: besé su mano afilada, besé sus zapatos blancos. Callado, al oscurecer, me llamó el enterrador: ¡nunca más he vuelto a ver a la que murió de amor! El deseo de morir es corriente en los desilusionados poetas del Modernismo. El mexicano Manuel Gutiérrez Nájera prospecta un paisaje excepcionalmente bello, de refinados matices coloristas, esmaltes preciosos, para el momento de su desaparición; su deseo es «morir cuando decline el día / en alta mar y con la cara al cielo», en un crepúsculo de oro y esmeraldas, «cuando la luz triste retira / sus áureas redes de la onda verde», Morir, y joven, antes que destruya

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el tiempo aleve la gentil corona, cuando la vida dice aún «soy tuya», aunque sepamos bien que nos traiciona66. La muerte es considerada aquí con serenidad y sólo domina una melancolía otoñal, que revela cansancio vital. Afirmará el colombiano José Asunción Silva que sólo la infancia67, las cosas «viejas, tristes, desteñidas»68, poseen encanto permanente. Todo lo demás fluye, desaparece, y la muerte es la fijación para la eternidad de un instante definitivo, que no admite terror, sino que hay que preparar con gran compostura estética. Él mismo procuró hacerlo en el momento de suicidarse; en su mesita de noche puso El triunfo de la muerte de D'Annunzio. Según Silva todo lo domina un sentido de tránsito, incluso en la mujer y el amor. A pesar de ello, la muerte es pura belleza, cristaliza para siempre el cuerpo y los afectos. En el conocido Nocturno, que comienza con los versos «Poeta, di paso», el sentimiento reconstruye en la muerte la perfección de un cuerpo: una mujer de veinte años, de cabello dorado, nimbada de melancolía, perfumando a reseda. El recuerdo más que del amor se nutre de la visión del cuerpo sin vida: ¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía! El ataúd heráldico en el salón yacía. Mi oído fatigado por vigilias y excesos, Sintió como a distancia los monótonos rezos. Tú, mustia y pálida entre la negra seda, La llama de los cirios temblaba y se movía, Perfumaba la atmósfera un olor de reseda, Un crucifijo pálido los brazos extendía Y estaba helada y cárdena la boca que fue mía. El tema de la muerte está particularmente presente en Silva, diríase más que como visión lóbrega como fuente de melancolía. Una serie de textos lo documenta, como el poema «Muertos», canto al «recuerdo borroso», «De lo que fue y ya no existe!». De entre las mujeres poetas del período que va del Modernismo a la poesía nueva, destacan sobre el tema de la muerte la suizo-argentina Alfonsina Storni y la chilena Gabriela Mistral. Sobre todo esta última, de la que fueron famosos los «Sonetos de la Muerte», donde lloraba la desaparición del ser amado suicida y cuya soledad evocaba en el «nicho helado» donde lo depositaron. Dramática situación para la mujer, que con angustia ve, en «Interrogaciones», la imagen ensangrentada de su amado e interroga al Señor, cómo quedan los suicidas, invocando para ellos el perdón69.

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La poesía y la prosa hispanoamericanas del siglo XX, orientadas hacia problemas existenciales, dan significativo espacio al problema de la muerte. Toda la obra poética de Xavier Villaurrutia está dominada por el tema; la muerte es la única afirmación de la vida70, y si Octavio Paz afirma que vivimos entre dos paréntesis71, considerando el morir como un regreso del individuo a su papel en el engranaje del mundo, para el peruano César Vallejo la vida es sólo un espejismo, el hombre mismo es la muerte: «Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros soys el original, la muerte»72. Común es en los poetas mencionados la interpretación de la muerte como golpe repentino, asalto artero, «hora irremediable» que cantó Quevedo. Vallejo acude a la imagen del revólver, en cuya manzana sólo hay un proyectil y nadie sabe cuando el gatillo lo disparará73. José Gorostiza, en Muerte sin fin, representa a la muerte como una «putilla» que lo está acechando, enamorando «con su ojo lánguido»74. Pablo Neruda comparte el concepto del imprevisible llegar de la muerte: Pero, de pronto, faltan a la mesa los más amados muertos, y esperamos, y no esperamos, es así la muerte, se va acercando a cada silla y luego allá ya no se sienta la que amamos, se murió con violín el pobre Alberto, y se desploma el padre hacia el abuelo75. Nostalgia de presencias repentinamente perdidas. Jorge Luis Borges también evoca estas presencias, como en el poema «La noche que en Sur lo velaron», meditativo, «por el tiempo abundante de la noche»76 ; la muerte como resultado de las fechorías del tiempo, que «hace preciosos y patéticos a los hombres», cuya condición es «de fantasmas», porque, afirma en El Inmortal, cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso77. Neruda nos ha dado en «Entierro en el Este», a raíz de su experiencia en Asia, la medida dramática de la inconsistencia humana: el hombre reducido a ceniza, que el rito manda desperdiciar sobre las turbias aguas del río sagrado78. Gran cantor de la vida, Neruda lo es, en su primera época, sobre todo de la muerte. Él ha afirmado que «Hay una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia la muerte»79. Por eso la aterradora imagen de la muerte domina desde un puerto hacia el cual se encaminan todas las existencias humanas, porque

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La muerte está en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras vive tendida, y de repente sopla: sopla con un sonido oscuro que hincha sábanas, y hay camas navegando a un puerto en donde está esperando, vestida de almirante. En la estación plena del sentimiento amoroso, el poeta no se resignará a esta perspectiva. El último de los Cien sonetos de amor documenta un esfuerzo hacia la superación: la pareja de los enamorados resistirá la muerte, renacerá en un renovado panteísmo, Y allí donde respiran los claveles fundaremos un traje que resista la eternidad de un beso victorioso. Llegarán, sin embargo, los años tristes, las desilusiones, la enfermedad, y el tema de la muerte volverá a presentarse en la poesía de Neruda, porque basta una herida para derribarte, con una sola letra te mata el alfabeto de la muerte80. El tema no se agota en la poesía hispanoamericana, como por otra parte en toda la poesía. Sólo quiero señalar aún como la muerte aparece representada también desde el más allá, mirando hacia esta tierra. Lo vemos en el poema Crónica regia y alabanza del Reino del colombiano Álvaro Mutis, donde interpreta al rey Felipe II, retratado en un célebre cuadro por Sánchez Coello. El personaje mira con indiferencia «las cosas de este mundo» y en Los elementos del desastre Mutis escribe: El humo reparte en la tierra un olor a hombre vencido y taciturno que seca con su muerte la gracia luminosa de las aguas que vienen de lo más oscuro de las montañas81. En la narrativa también, el tema de la muerte se presenta abundante. Me

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limitaré a recordar dos representaciones de la muerte en la obra de Miguel Ángel Asturias: la del joven Boby, nieto del poderoso «Papa Verde», omnipotente señor de la Bananera, y la de la pequeña Natividad Quintuche. En el primer caso el escritor guatemalteco pone de relieve, con lo trágico de la muerte en la edad plena de la juventud y del amor la indiferencia de los gringos de la Frutera. El cadáver de Boby, asesinado por equivocación, es depositado sobre un escritorio de metal, en medio de objetos fríos: «entre un teléfono, una máquina de escribir, una máquina de calcular y una maquinita de sacarle punta a los lápices»82. Insistente es el ruido del chicle que masca un empleado y de los cacahuetes que otro va abriendo, dejando las cáscaras sobre el mismo ataúd: ¡Chicle, chacla... chicle... chacla!..., se oía por allí al del chicle que acompañaba al muerto con su infatigable tragar saliva de rumiante y al de los cacahuetes, el joven nacido en Illinois, que hacía ruido de roedor, un maní tras otro83. Ambiente y ruidos denuncian la falta de participación humana al drama de parte de los extranjeros, a quienes el novelista reprocha la explotación negativa de su tierra. En cuanto a Natividad Quintuche, en «Torotumbo», de Week-end en Guatemala, Asturias presenta a la niña, violentada y matada por el viejo don Estanislao, rodeándola de una atmósfera de gran ternura; las comadres la están vistiendo como un angelito para su entierro y el lector comunica con el misterio propio del mundo indio-cristiano. Las mujeres reciben al cuerpecito, con lagrimas que se tragan para no mojarle las alas, que le sirven para ir al cielo, la lavan, la visten, la peinan, riegan sobre su cuerpo esencias aromáticas, pimienta negra para conservarla, y Ya le ponen la camisita, los calzoncillos, ya la túnica cerrada por detrás, color de perla vieja, ya las sandalias plateadas que de poco le servirán, hizo su tránsito por la tierra sin conocer los zapatos, con los pies descalzos, y ya tiene a la espalda el esplendor de las alas de cartón plateado para volar al cielo luciendo en la frente una corona de flores de papel, en las manos cruzadas una hoja de palma y en los labios, una flor natural, el saludo de su boca de criatura terrestre para los ángeles de Dios. Del techo, entre mazorcas de maíz agarradas de las hojas como serafines del Maíz-dios y humo de incienso y pom quemados en braseros, simulando nubes, pendía Natividad Quintuche, que ya no era ella sino un angelito, sin que su madre la pudiera llorar por temor a volverle agua las alas, ni su padre y su padrino dejaran de rociar el rancho, machete en mano, dispuestos a medirse con el Diablo donde lo encontraran84. Visión de alta poesía, que acentúa el drama de una inocente vida perdida. El tema no se agota en la narrativa hispanoamericana. Infinitos son los

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textos que se podrían ulteriormente citar. Un solo ejemplo recordaré todavía, el de la agonía del protagonista en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. En el personaje el sentido del desgaste moral se alía con la destrucción física. Artemio, rico y poderoso, ha llegado a su última hora y va evocando, en los espacios concientes de su pesadilla, toda una vida que ha hecho de él un explotador de la Revolución por fines personales y le ha llevado a vender al extranjero su país. Con el crudo realismo que el narrador mexicano hereda de Quevedo, abundantemente presente85, elabora un verdadero «Triunfo de la Muerte»: no hay riqueza, ni poder que pueda resistirle. «Heredarás la tierra», le había dicho a Artemio la voz profética86, y la muerte representa su condena sin apelación. El sentido moral domina fundamentalmente, en la literatura hispanoamericana, el tema de la muerte, revelando no solamente una conciencia ética, sino el drama de una condición humana que precisamente en la muerte ve realizarse, por encima de todos los desequilibrios, la justicia. Morirá un triste pión Argumento sobradamente conocido, el de la novela hispanoamericana comprometida, característico de un largo período de su expresión durante el siglo XX, cuya relevancia todavía merece ser afirmada frente al ulterior desarrollo de la narrativa contemporánea. A veces se tiene, a este propósito, la impresión de que todo ya sea objeto de olvido, cuando, al contrario, nada puede y debe ser olvidado, porque, como reconocía Asturias87, el presente siempre es fruto del pasado, también la literatura. La crítica del novelista hispanoamericano a la sociedad desequilibrada e injusta se centra particularmente en la condición del trabajador, figura que aparece en numerosas novelas desde los años veinte hasta los sesenta, cuando nuevas modalidades estructurales y estilísticas empiezan a renovar la narrativa del mundo americano hispanohablante. La situación del trabajador es objeto de descripción y de protesta dondequiera que él preste su obra, especialmente en la selva, el campo, las plantaciones bananeras, debido a una economía primitiva de explotación. En su única novela, Tungsteno (1931), César Vallejo denuncia la situación del minero peruano, llenando su libro de escenas horripilantes y brutales, haciendo caso omiso de toda poesía, mientras el chileno Volodia Teitelboim, en Hijo del salitre ( 1952), trata la condición del trabajador salitrero con un sentido que no carece de grandeza épica frente a la represión, la de Iquique de 1907, dejando un hilo de esperanza en un rescate futuro. La novela de la minería no tiene, sin embargo, especial desarrollo en Hispanoamérica; preeminente es, en los años veinte y treinta, la atención dedicada al trabajador enganchado en las empresas caucheras88, en el ámbito sugestivo de la selva amazónica. Famosas fueron La Vorágine (1924)

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del colombiano Eustasio Rivera y Canaima (1935) del venezolano Rómulo Gallegos, a pesar de que otros textos interesantes han sido dedicados al tema, sobre todo por el colombiano César Uribe Piedrahita: Toá (1933), «narraciones de cauchería», Relatos de cauchería (1934), de duro enfoque social. No cabe duda de que las novelas de mayor relieve desde el punto de vista artístico quedan, por lo que se refiere a la explotación del cauchero, las de Rivera y Gallegos. En La Vorágine el narrador colombiano llena una función de precursor y maestro; en una suerte de delirio romántico el escritor trata de la vida aciaga de los trabajadores en las plantaciones del caucho, en el territorio entre Colombia y Brasil, gente «víctima del pillaje y la esclavitud, que gimen entre la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre»89. La selva es destrucción; nada hay en ella que no ocasione trastorno o muerte; lo que preocupa a Rivera es esencialmente su función destructora y presenta la selva en su aspecto enigmático de «esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina», majestuosa y aterradora como una «catedral de la pesadumbre», donde divinidades desconocidas hablan «a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos futuros»90. En estas expresiones es posible medir la miseria del hombre. Lo perecedero contrasta con lo eterno; bajo la inmensa bóveda verde, entre árboles infinitos que se suceden con igualdad impresionante, miles de ríos improvisos, mínimos o majestuosos, que cruzan por entre las innúmeras columnas de troncos y la maraña de vegetación tropical, el narrador aprecia un aspecto grandioso de la naturaleza, una concentración de fuerzas cósmicas que representan el misterio de la creación. La selva es una divinidad hambrienta, que exige sacrificios humanos, como las antiguas divinidades aborígenes. El hombre es su víctima y al mismo tiempo un verdugo cruel que se ensaña contra sus semejantes. Rivera presenta una humanidad que repite la situación general del mundo: sangrienta y bestial. En las numerosas escenas que se suceden en la novela, la animalidad tiene su lógica ineludible, aunque resulta patente la intención protestataria del narrador, la denuncia de una condición humana negativa, que tiene su origen en la explotación. Es Helí Mesa quien puntualiza la situación del enganchado: además de las enfermedades, el trastorno ocasionado por la selva, que en el hombre desarrolla los instintos más obscuros: «la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre»91. Un único aliciente sostiene al hombre embrutecido por los malos tratos y la fiebre: el vicio, el deseo de poder un día ser él mismo empresario, tener gente que trabaje por él, en sus mismas condiciones miserables, y «salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas, a emborracharse meses enteros»92. Programa elemental y burdo, si se quiere, pero que corresponde a los horizontes limitados del hombre vejado. Mientras tanto, el enganchado vive su infierno, acosado por capataces crueles y una naturaleza no menos cruel, destinado la mayoría de las veces a morir desesperado en la selva:

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En el desamparo de vegas y estradas muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando a las cortezas sus ávidas bocas, para calmar, a falta de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas roídos por ratas y hormigas, únicos millones que les llegaron al morir93. Escalofriante representación de la insignificancia del individuo. A la fuerza destructora de la selva contribuyen en La Vorágine seres desalmados, la furia de quienes «a fuerza de ser crueles ascienden a capataces»94. Y es el engaño sobre el precio, el peso del caucho, la apropiación del trabajo ajeno, el crimen para apoderarse de las riquezas, con la impunidad del delito, «pues no hay noticia de que los árboles hablen de las tragedias que provocan»95. Para el trabajador que reacciona, la imposibilidad de cambiar de dueño por un bienio, de conocer con exactitud la cantidad de su debe y haber, la exposición total al arbitrio: una esclavitud que «vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos»96. Las puniciones corporales durísimas, la persecución de las escuadras armadas, que atajan a quienes intentan la fuga, hacen de la vida del cauchero un infierno del cual sólo la muerte logra liberarlo. El mundo presentado por Eustasio Rivera es bestial y los explotados no son más humanos que los explotadores. Visión totalmente negativa. El narrador entrega realmente en su novela un «documento humano de mérito imponderable», como juzgó, en su tiempo, Arturo Torres-Rioseco97, un libro, añadimos, en el que se impone, con la tragedia de la condición humana, la belleza destructora de la naturaleza, representación de un mundo de los orígenes milagrosamente intacto a través de los siglos. Una extraordinaria América primigenia, destinada a ejercer su dominio por los siglos de los siglos sobre los seres que la habitan, visión introductoria grandiosa a las celebraciones sucesivas, en la poesía de Gabriela Mistral y Pablo Neruda, en la narrativa de Gallegos y de Asturias, entre otros. Maestro reconocido de la narrativa hispanoamericana moderna, escritor y político preocupado por los problemas no solamente de Venezuela, expresión de una ética de redención, en su novela, Canaima, el escritor venezolano ha dado a las letras de América uno de los textos más relevantes, como obra de arte y como participación al drama de su gente. De nuevo es el ámbito de la selva y el problema la explotación de los caucheros, pero la orientación de Gallegos es fundamentalmente distinta de la de Rivera. En Canaima la selva constituye el telón de fondo sobre el cual destaca el protagonismo de personajes con matices radicalmente diferentes de los que presenta el escritor colombiano. En la novela la selva se anuncia por centenares de páginas antes de aparecer concretamente; el clima enfermizo que domina La Vorágine es sustituido por un aire sano, una luz positiva, a pesar de que persisten la violencia, como algo inevitable, primordial, y las pasiones, pero exentas de lo pegajoso e inquietante que domina en Rivera. Valorizador de la naturaleza americana, no obsesionado por ella, Gallegos manifiesta un sentido cósmico superior, que exalta lo primitivo como fuente de positividad, donde la violencia puede llegar a ser también

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expresión de entereza. Desde este punto de vista la tratación del tema del enganche difiere sustancialmente de la de Eustasio Rivera. Gallegos ve sin duda alguna en el ser humano la parte malvada y violenta, pero no se le escapa la dimensión de la bondad, no olvida las cualidades positivas y valoriza ese recodo donde resiste lo mejor del hombre, revelando de esta manera una dimensión más profunda que la de Rivera. Bien y mal son según Gallegos expresión de una fuerza natural que la civilización puede y debe armonizar. El «sute» Cúpira, que en calidad de empresario cauchero es uno de los personajes más crueles que aparecen en Caniama, presenta también una dimensión positiva y noble, una justificación a su dureza, puesto que ésta procede de la violencia sufrida por su madre y de su decisión de vengarla. En sí el personaje es un valiente y como tal tiene ascendiente sobre su gente, en ocasiones es capaz también de acciones generosas. Lo entiende perfectamente Encarnación Damesano cuando, en fuga de otra empresa, es acogido y protegido por él. Por primera vez en su vida daba con un hombre verdadero. Defensor de una sana «hombría», Gallegos propone como ejemplos a Cúpira y a Damesano, el primero en su ruda dimensión, el segundo, pobre ser que huye de la explotación y la cobardía de ricos empresarios, sin abdicar de su dignidad de hombre. No mejora su condición, pero sí su situación de criatura humana, aunque su personal experiencia le confirma en lo injusta que ha sido la división del mundo, repartido entre ricos y miserables, explotadores y explotados. A punto de morir, picado por una serpiente, denuncia la condición de injusticia con versos de un corrido: Morirá un triste pión a la puerta de una empresa y dejará la pobreza por la eternidad, señores!98 Se le ha reprochado a Gallegos la falta de profundización en los problemas sociales99; en realidad el escritor venezolano no acude a la denuncia gritada, a la invectiva: prefiere que el lector se forme su juicio presentándole situaciones concretas. Por otra parte es bien sabido que toda la actividad de político y de escritor de Gallegos se ha centrado en la denuncia de los desequilibrios sociales. En el ámbito creativo, ya en 1929, en su famosa novela Doña Bárbara, afrontaba estos temas, la contienda entre barbarie y civilización, resolviéndola en favor de ésta. Su campeón era entonces el Doctor Santos Luzardo, quien ganaba su batalla contra Doña Bárbara, «bárbara» a su manera, puesto que su actitud dependía de la violencia sufrida cuando joven. La mujer no pertenece, por este motivo, a la familia de los explotadores, aunque había logrado reunir una fortuna en propiedades agrícolas; explotadores son los parásitos: Mister Danger, ño Pernalete, prototipos de tantos personajes que han llenado las páginas de la novela hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX.

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En sus novelas sucesivas, hasta El forastero, Gallegos no deja de insistir sobre el tema. En su obra, por encima de las lacras sociales que denuncia, se abre paso una visión marcadamente positiva del futuro, a la que contribuye la belleza de una naturaleza que el escritor describe con entusiasmo, difundiendo una visión poética de Venezuela, nuevo reino de la maravilla. El tema de la explotación del trabajador rural ha sido tratado por el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, sobre todo en Don Goyo (1933)100, novela en la que destaca la moralidad del mundo campesino de su país, mientras denuncia una realidad de miseria brutal y de explotación. Se trata de un texto en el que el autor plantea los problemas del cholo de la costa. En un mundo de primitiva belleza se abre paso una condición humana indefensa. Cusumbo, héroe de la novela, evoca sus orígenes como una pesadilla de dolor, la crueldad del trabajo obligado, heredado a causa de las deudas de su padre con el patrón, lo que confirma su condición de esclavitud. Cuando descubre que su mujer le traiciona con el amo, corre la sangre, pero la situación no cambia y su miseria encuentra desahogo sólo en el alcohol y el sexo. Sin embargo, la moralidad del mundo descrito por Aguilera Malta se afirma en la dignidad del hombre, que ni la injusticia ni la miseria logran destruir. El escritor prosigue su crítica acerca de los desequilibrios de la sociedad ecuatoriana en sucesivas novelas, desde Canal Zone (1935) hasta La isla virgen (1942) y Siete lunas y siete serpientes (1970). En la primera101, ambientada en Panamá a comienzos del siglo XX, enjuicia más bien la situación de sumisión a los Estados Unidos, con páginas durísimas contra la explotación de los trabajadores, la crisis económica, la débacle moral representada por la presencia de los marins norteamericanos. En la atmósfera de «turbia sensualidad», subrayada por Luis Alberto Sánchez102, el narrador trata el problema racial y moral del país centroamericano. En La isla virgen103, Aguilera Malta vuelve al problema nacional, a la categoría de los cholos, y defiende el orden primitivo de la naturaleza que el blanco explotador subvierte; sin rechazar el progreso para el mundo rural, la lucha del hombre para someter a la naturaleza, y protesta contra los métodos inhumanos con los que el blanco intenta lograrlo, denuncia la esclavización del trabajador. Considerado por el dueño como un animal, el valor del cholo se mide en función de su rentabilidad. Vuelve también el motivo de la esclavitud de la deuda, que se transmite de padre en hijo, el de la venta de trabajadores endeudados a otros empresarios, la prostitución de las mujeres determinada por la miseria. El novelista denuncia así de nuevo la responsabilidad de la clase pudiente de su país, indiferente ante el mundo de los desheredados, sólo preocupada por su bienestar y por acrecentar sus bienes sin muchos escrúpulos. También en Siete lunas y siete serpientes104 Aguilera Malta desarrolla el tema de la explotación: el inmundo Chalena ha construido su poder a través de un «itinerario gris» de fortunas y ahora esclaviza a los habitantes del pueblo de Santorontón regateándoles el agua en período de sequía. A pesar de la dimensión mágica en la que el escritor envuelve su libro acudiendo a un intenso juego fantástico, destaca de manera inquietante la realidad negativa del mundo ecuatoriano, donde el trabajador siquiera es considerado un ser humano105.

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La situación del trabajador en los «yerbales» del Paraguay la denuncia Augusto Roa Bastos en Hijo de hombre (1959), texto que Mario Benedetti ha definido «novela del dolor paraguayo»106. Con este texto entramos en el misterio doloroso del mundo campesino, siguiendo la odisea de Casiano Jara y su mujer, que más tarde lograrán huir del dominio del cruel Aquileo Coronel. Habían llegado a Takurú-Pukú «en uno de los arreos de hacienda humana que hicieron los agentes de La Industrial, un poco después de aplastado el levantamiento agrario del año 1912, aprovechando el desbande de los rebeldes y el éxodo de la población civil»107. La situación del trabajador la describe Roa Bastos en un pasaje significativo: Lo más que había conseguido escapar de Takurú-Pukú eran los versos de un «compuesto», que a lomo de las guitarras campesinas hablaban de la penuria del mensú, enterrado vivo en las catacumbas de los yerbales. El cantar bilingüe y anónimo hablaba de esos hombres que trabajaban bajo el látigo todos los días del año y descansaban no más que el Viernes Santo, como descolgados también ellos un solo día de su cruz, pero sin resurrección de gloria como el Otro, porque esos cristos descalzos y oscuros morían de verdad irredentos, olvidados. No sólo en los yerbales de la Industrial Paraguaya, sino también en los demás feudos. Enquistado como un cáncer en el riñón forestal de la república, a tres siglos de distancia prolongaban, haciéndolas añorar como idílicas y patriarcales, las delicias del imperio jesuítico108. Y es la consabida tragedia del engaño en el precio, de la deuda que aumenta, los malos tratos, la violencia bestial. Pero, por encima de todo el hombre afirma su permanencia: Sí, la vida es eso, por muy atrás o muy adelante que se mire, y aun sobre el ciego presente. Una terca llama en el barbacuá de los huesos, esa necesidad de andar un poco más de lo posible, de resistir hasta el fin, de cruzar una raya, un límite, de durar todavía, más allá de toda desesperanza y resignación109. Hijo de hombre consigna en sus páginas una compleja realidad, ciertamente alucinante, que enjuicia a toda la sociedad paraguaya, haciendo hincapié en la Guerra del Chaco. Roa Bastos se empeña en dar «una imagen del individuo y de la sociedad, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo»110, y lo logra plenamente, concluyendo con la afirmación de que el ser humano, «sufriente y vejado», es «siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal»111, o como afirmó Neruda, «es más ancho que el mar y que sus islas»112. La situación del hombre explotado en el cultivo del banano tiene su precursor en el costarricense Carlos Martín Fallas, autor de las novelas Mamita Yunay (1941) y Marcos Ramírez (1955), aunque el tema ha sido tratado también por otros escritores, entre ellos el panameño Joaquín

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Beleño, en Luna verde (1951). A pesar de ello el autor de mayor prestigio sobre el tema queda el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, auque su fama reside sobre todo en novelas que, a partir de El Señor Presidente (1946), contra la dictadura, profundizan los problemas de su mundo y del mundo americano a través de formas nuevas de novela propias del realismo mágico, del que es ejemplo máximo Mulata de tal (1963). Ya en Hombres de maíz (1949), afirmación de una «nueva novela» antes de que los críticos se dieran cuenta, Asturias confirmaba, después del Señor Presidente, su interés hacia la sociedad de su tierra, acentuando la toma de conciencia de su complejidad. Se podría decir que a partir de este libro empieza la elegía y el himno al mundo feliz perdido, arraigado en sus orígenes indígenas. La dimensión de la naturaleza, avivada por un intenso animismo, es la misma del hombre que vive contemporáneamente en dos dimensiones: la de la materia y la del espíritu, el cuerpo y su «nahual». La sugestión del mito y del mundo natural inciden profundamente en el lector y la denuncia del narrador se hace más convincente. La intención política subyace, pero se afirma sobre todo la nota humana, ese considerar al hombre, tan rico espiritualmente y tan mortificado por el atropello, la violencia, la miseria; lo que lleva a reflexiones profundas, que implican no solamente la existencia en la tierra, sino el sentido de la muerte. En Hombres de maíz asoman ya motivos de protesta contra la situación económica de Guatemala, y en sentido más general del mundo americano, anunciando la asunción de una postura de parte del escritor contra el monopolio que el capital extranjero, concretamente estadounidense, ejerce sobre la economía del país. A partir de Viento fuerte ( 1949), prosiguiendo con El Papa verde (1950) y Los ojos de los enterrados (1960), incluyendo el paréntesis doloroso de la invasión militar, denunciada en Week-end en Guatemala (1956), Asturias acentúa la nota comprometida. En la primera de las novelas citadas el escritor presenta la dura, pero esperanzada fatiga de los pequeños plantadores del banano, en breve burlada por la guerra que les mueven las grandes compañías fruteras. Lo que el novelista reprocha al capital extranjero es su función estranguladora, el hecho de no transformar la riqueza sacada de la explotación de la tierra en beneficio del país. Viento fuerte ha sido definida una de las mejores novelas sobre el tema antimperialista113, pero lo que da valor al libro es el arte con que el autor representa un nuevo aspecto de la vida americana, la manera en que destaca los valores positivos de su gente, en contraste estridente con la indiferencia gringa, preocupada solamente de su provecho económico. La ruina a la que la «Tropicaltanera» y la «Frutera» -nombres ficticios que encubren las empresas norteamericanas- reducen a los pequeños cultivadores del banano, negándose a comprar sus productos por el justo precio, es un acto concreto que mira al monopolio. Sin embargo, en la novela los héroes están distribuidos imparcialmente entre locales y extranjeros. Asturias no concibe mundos cerrados y en sus libros, a pesar de la protesta, no hay prejuicio. La unión de algunos cultivadores contra la todopoderosa Compañía es posible, en efecto, gracias a la intervención de un gringo, Lester Mead, expresión de una distinta concepción económica, que implica la inversión del capital extranjero en pro del país; su muerte

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durante el «Viento fuerte», un huracán tropical en el que se interpreta la presencia vengadora de las divinidades terrígenas, frustra su obra. La comedia humana de la que Viento fuerte es el primer capítulo, presenta personajes positivos y negativos; el telón de fondo lo constituye la enorme masa de los explotados y el panorama de la sociedad guatemalteca no podría ser más sombrío. El Senador por Massachusset, presentado con inquietantes connotaciones bestiales, queda grabado en la sensibilidad del lector por sus ojitos verdes de gusano. De Lester Mead se imponen, al contrario, la dimensión interior y su muerte desgarradora: amainado el «Viento fuerte», sus miembros, arrancados del cuerpo por la violencia de los elementos, dan la medida de la miseria del ser humano; sus pies, lejos de sus manos, quedan «como un par de zapatos cansados»114. Al origen de los hechos una figura todavía no bien definida: la de Geo Maker Thompson, aventurero destinado a ser el nuevo «Papa verde», emperador del banano, que en la sucesiva novela Asturias definirá con el leit motiv de «señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano»115. Por determinados aspectos la novela que sigue a Viento fuerte, El Papa verde, puede parecer la menos feliz, artísticamente, de todas las que forman la trilogía bananera. El acento político, aunque producto de una reacción sincera ante la situación guatemalteca, adolece demasiado de propaganda. Sin embargo, la poesía del mito disputa el primado a la denuncia y se afirma en el arte con que Asturias representa los grandes dramas humanos, en este caso el éxodo forzoso de las masas campesinas, desalojadas de sus tierras por las omnipotentes compañías extranjeras: «Se oía que andaban pueblos enteros. El pegarse de la planta del pie desnudo en la tierra caliente. Pegarse y despegarse. Ruido de hojas que tras tostarse al sol se han humedecido con la noche [...]»116. El contacto físico con la tierra lo afirma este pegarse y despegarse del pie de los desalojados y representa ya una ausencia vital, el desarraigo de un mundo al cual el campesino está «naturalmente» unido. El éxodo se verifica en la oscuridad, haciendo de los individuos una masa indiferenciada, donde sólo domina un sonido apagado: No tenían caras. No tenían manos. No tenían cuerpos. Sólo pies, pies, pies, pies para buscar rutas, repechos, desmontes por donde escapar. Las mismas caras, las mismas manos, los mismos cuerpos sobre pies para escapar, pies, pies, sólo pies, pedazos de tierra con dedos, terrones de barro con dedos, pies, pies, sólo pies, pies, pies, pies...117 Maestro en el uso de la onomatopeya, Asturias logra con este solo artificio representar una aterradora tragedia para el indígena, que resalta aún más considerando la transformación de los antiguos compañeros de Lester Mead, los cuales se han vuelto ricos vendiendo las acciones de la platanera que les dejó como herencia el difunto. Sólo los Lucero han quedado a su manera fíeles al compromiso: los demás los ha transformado el dinero, han sido neutralizados por la política hábil de la Compañía, hasta se han ido a «educar» a los Estados Unidos, han americanizado su apellido y se han vuelto «panzones».

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El Papa verde interpreta un momento dramático de la historia del pueblo guatemalteco y sin embargo existe, como siempre en Asturias, la nota positiva: frente al atropello y la muerte, reacciona el inframundo mítico; los brujos, que comunican con el misterio, envían un mensaje alentador: «Nuestros pechos quedarán en calma bajo las aguas, bajo los soles, bajo las simientes, hasta cuando llegue el día de la venganza, en que los ojos de los enterrados volverán a ver»118. Es éste el anuncio de la sucesiva novela de la trilogía, Los ojos de los enterrados119. Superado el trauma de los sucesos políticos, que ven en 1954 la invasión de Guatemala por las tropas mercenarias financiadas por los Estados Unidos, en defensa de los intereses de la Compañía bananera, preocupada por la tímida reforma agraria del presidente Jacobo Árbenz, y después de haber formulado una durísima denuncia en los «episodios de la invasión», reunidos en Week-end en Guatemala, el escritor concluye el ciclo con una novela que representa una situación abierta a la esperanza. En Los ojos de los enterrados el pueblo adquiere conciencia de su fuerza, una madurez que le permite acabar, acudiendo a una huelga general compacta, con el poder de la bananera y la dictadura. Entre el capital extranjero y la tiranía Asturias afirma que existe una directa relación: como la nube lleva en sí la tempestad, la Compañía lleva en sí la tiranía; la victoria popular tiene como efecto la derrota de ambas. En la novela está presente otra generación de Lucero y Maker Thompson: la de los nietos. Es un momento de crisis profunda: si por un lado se han perdido los aspectos viriles de la primera empresa -explotación o resistencia a ella, según las partes-, por el otro nuevos valores se imponen. Los nietos de los grandes protagonistas de la historia bananera parecen a primera vista unos fracasados, expresión degenerada, pasiva, de lo que fueron sus progenitores, pero, repudiado el pasado, se afirman valores que el dinero y el poder no han logrado eliminar. Es el caso de Boby Maker Thompson, nieto del terrible «Papa verde», llegado éste al final de su carrera de navegador en el sudor humano. La muerte banal del joven, matado por equivocación en una noche de amor, corona el proceso de su alejamiento del mundo materialista y cruel del abuelo. La perfecta organización norteamericana de la Frutera, que prevé hasta los ataúdes para sus empleados y familiares, subraya el contraste entre la tragedia del joven y la indiferencia de quienes se han vuelto engranajes insensibles de una máquina perfecta. Por su parte el tremendo «Papa verde», ya hecho un resto miserable debido a la vejez y la enfermedad, y a pesar de todo todavía omnipotente, pero no contra la muerte, representa la suprema miseria. Ni el dinero, ni el poder, su consecuencia, pueden mantenerlo en vida. Es ésta la gran lección de Asturias, cuya crítica a los desequilibrios de la sociedad es fruto de su alta moralidad. La narrativa hispanoamericana del siglo XX se opone a los desequilibrios de la sociedad y más allá de la denuncia abre paso a la esperanza en un futuro distinto. Un mundo ancho y ajeno

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Uno de los problemas más tratados por la novela de crítica social hispanoamericana es el de la condición del indio. El origen de este interés se manifiesta a partir de la época romántica: Caramurú (1848), del uruguayo Alejandro Magariños Cervantes, Los mártires de Anáhuac (1870), del mexicano Eligio Ancona, Cumandá o un drama entre salvajes (1871), del ecuatoriano Juan León de Mera, El Enriquillo (1879), del dominicano Manuel de Jesús Galván. El realismo continuó con este interés, atenuando la nota folclorista que dominaba el periodo romántico, en favor de una instancia de justicia social que bien expresaba en su obra más significativa, Aves sin nido (1889), la peruana Clorinda Matto de Türner. El escándalo que esta novela armó en el Perú culto y beato determinó una persecución encarnizada contra la escritora, la cual, en realidad, no había hecho más que manifestar con su denuncia la esperanza en una solución humana del problema indianista. Prologando su novela escribía: Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza aquellos mandones de villorio, que, si varían de nombre, no degeneran siquiera del epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques, alcaldes120. En estas palabras está planteado exactamente el problema. la novela indianista recoge el mensaje de la escritora peruana y con otra fuerza narrativa, con otra técnica, por supuesto, insiste en la denuncia de un sistema que reduce al indio al margen de la sociedad. Dentro de la línea general de la denuncia, como es lógico, cada escritor asume una posición original; debido a ello la novela de esta corriente, expresión de crudo realismo, presenta una serie interesante de matices, aunque persiste constante la nota de la tragedia, a veces obsesiva para el lector. El escritor se da cuenta casi siempre de ello y es cuando acude a la nota del folclore o a la descripción del paisaje, que crea un clima más soportable. Lo «real maravilloso», pregonado por Alejo Carpentier en El reino de este mundo, empieza también con estas páginas y no hace más que subrayar, por contraste, los términos del problema, reincidiendo pronto en la negrura de la condición de una raza desamparada. Se ha afirmado que el primer impulso que sirvió para orientar en sentido social la narrativa hispanoamericana del siglo XX se debe a la difusión de las ideas de la revolución rusa. Escribe Víctor Alba que la revolución de 1917 tuvo una influencia real sobre los universitarios y los intelectuales latinoamericanos que pertenecen a la generación intermedia entre las dos grandes guerras mundiales121. En el comunismo triunfante vieron una especie de contrapeso a la invadencia de los Estados Unidos, que apoyaban abiertamente los regímenes dictatoriales y conservadores de las distintas repúblicas y que, por consiguiente, estimaban responsables de la opresión de las clases económicamente débiles. En este sentido las primeras manifestaciones de la literatura social coincidieron con las esperanzas que en Latinoamérica habían despertado los sucesos de Rusia122. La literatura asumió un acento de acalorada denuncia, que se extendió a todos

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los problemas del continente. El escritor se dio cuenta de que podía hacer obra revolucionaria en favor del cambio de la condición de su pueblo, y a lo largo de las repúblicas de fuerte presencia india el problema primero que se planteó fue el de la inserción efectiva del indio en la vida del país. No en vano habían clamado por ello, en el Perú, Manuel González Prada y, más tarde, Mariátegui. En estos países las estructuras permanecían las del tempo de la Conquista -lo recuerda el mismo Alba123-: a los encomenderos se habían sustituido los latifundistas y encomendados seguían siendo los indios, en condiciones casi inmutadas de esclavitud. En las repúblicas con fuerte presencia india no faltó, por cierto, una legislación preocupada por un cambio en la vida de la población indígena; lo comprueban varios documentos124, pero otros demuestran que las disposiciones legislativas quedaron con frecuencia sin aplicar. En efecto, en algunos países permanecieron formas de trabajo forzoso, contrabandado bajo el nombre de «costumbres», «prestaciones voluntarias», «servicio para el interés superior de la nación»125. Se entiende así como el novelista, movido por materia tan candente, escriba páginas de fuego contra el sistema. En esta corriente la narrativa hispanoamericana ha contado con escritores de relieve: el boliviano Alcides Arguedas, el ecuatoriano Jorge Icaza, los peruanos Ciro Alegría y José María Arguedas. Alcides Arguedas comienza su actividad de escritor en 1903 con Pueblo enfermo, ensayo acerca de la situación de Bolivia. Al mismo tema se inspira luego su producción narrativa, desde Wata-Wara (1904) y Vida criolla (1905), hasta su obra cumbre, Raza de bronce, novela que publica en 1919. En este libro se armoniza el intento de crítica social con las exigencias propias del arte; el narrador vuelve al problema indio pero con mesura y poesía, creando una atmósfera que atrae al lector con la tragedia de una raza noble y desdichada; el paisaje y el folclore forman corona al tema y le dan amplio respiro. En el prólogo a la novela, Arguedas confesó que su composición le ocupó los momentos mejores de su existencia, «aquellos en que todo hombre de letras empieza realmente a creer que ha nacido para algo serio y duradero en el tiempo»126. No andaba equivocado: en Raza de bronce la figura del indio alcanza no solamente categoría de símbolo sino honda dimensión humana, como víctima inocente de un mundo bestial. El escritor presenta el mundo boliviano dividido en dos bandos: el de los explotadores, los blancos y sus crueles ministros, los mestizos, y el de los explotados, los indios. El viejo latifundista Pantoja es hombre violento, sensual, en ocasiones sensiblero y débil; su fuerza se funda en la resignación de los oprimidos; en realidad es cobarde cuando cunde la rebelión. Su consideración por el indio es inferior a la en que tiene los animales, que implican dinero; en cuanto a prestaciones, no distingue entre hombres y bestias: «Sólo sabía que de ambos podía servirse por igual, para el uso de sus comodidades»127. La crítica de Arguedas no puede ser más tajante. El rechazo del indio se le presenta como una aberración, considerado que su sangre corre abundante en el blanco y es visible «ya no sólo en la tez cobriza, ni en el cabello áspero, sino más bien en el fermento de odios y vilezas de su alma»128. Odio y vileza que se presentan acentuados en los mestizos, los cuales aspiran a parecer blancos. El escritor confía en que el indio llegará a

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ser parte determinante en la vida de su país y, una vez aceptado, el mestizaje hará que se imponga una nueva personalidad americana, anuncio acaso de esa raza cósmica preconizada por José Vasconcelos dominadora del futuro, sueño utópico que la realidad de todo el siglo XX se ha encargado de desmentir. En la novela de Arguedas incumbe el peso de una desmesurada injusticia de siglos, debido a la cual parece justificarse la resignación de la raza oprimida. Sin embargo, el escritor le reprocha al indio esta resignación y en su libro pone de relieve, por contraste, la capacidad que tiene de encontrarse a sí mismo, protagonizando grandes momentos de la historia. La rebelión es la solución que el sabio Chequehuanca considera necesaria: Entretanto nada debemos esperar de las gentes que hoy nos dominan, y es bueno que a raíz de cualquiera de sus crímenes nos levantemos para castigarlos, y con las represalias conseguir dos fines, que pueden servir mañana, aunque sea a costa de los más grandes sacrificios: hacerles ver que no somos todas las bestias, y después abrir entre ellos y nosotros profundos abismos de sangre y muerte, de manera que el odio viva latente en nuestra raza, hasta que sea fuerte, y se imponga o sucumba a los males, como yerba que de los campos se extirpa porque no sirve para nada129. Y la tribu se levanta contra sus opresores; la valla de sangre que divide las dos razas se presenta como algo fatal; la culpa la tienen los blancos y el sistema que los ampara. Las llamas que envuelven la casa-hacienda del terrateniente Pantoja tienen en la novela un significado de símbolo, son como una inmensa bandera roja que promete un futuro distinto: La llama se convirtió en hoguera y un ancho círculo rojo manchó la negrura del llano, iluminando gran trecho de él. A veces se desplegaba como una colosal bandera, achicábase en seguida, a punto de morir, ondulaba, oscilaba, y de pronto resurgía más enhiesta, levantando sus flecos al cielo130. Si el problema del indígena encuentra tan honda comprensión en el narrador boliviano, es sin embargo en 1934, con la aparición de Huasipungo, de Jorge Icaza, cuando la tratación de sus condiciones logra su mayor vigor crítico. Llegado a la literatura después de haberse dedicado a estudios de medicina, que no pudo concluir, Icaza tuvo que ganarse la vida con trabajos humildes, que le pusieron en contacto con las clases más necesitadas del Ecuador, material humano que entraría después en su narrativa. Su concepción hondamente moral del hombre le empuja a emprender una decidida campaña contra la condición del indígena, y lo hace en obras de crudo realismo, de Huasipungo a Cholos (1937), a Media vida deslumbrados (1942) y Huairapamushcas (1948), fortalecido artísticamente por el influjo de grandes maestros como Gogol y Dostoevski. Domina en su obra la nota sombría, sobre todo en la novela que le ha dado más fama, donde enjuicia la atrasadísima situación del indio de su país:

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Huasipungo. El texto pertenece al período más crudo del realismo de Icaza, cuando escribe dominado por una especie de «obsesión monomaníaca», como un escultor que va creando «informes fetiches barbáricos», según se ha expresado un crítico, que le reprocha haberse alejado así del «humanismo integral del alma latinoamericana», y la «rencorosa» estilización que le acerca a Diego Rivera, mientras en lo sucesivo hace un paralelo con Rufino Tamayo en cuanto ambos responden a «exigencias del todo interiores»131. A pesar de reservas en parte aceptables, Huasipungo queda obra señera en la narrativa hispanoamericana dedicada al tema indianista. De las páginas de esta novela toma consistencia un espantoso infierno de dolor, del que es responsable la sociedad ecuatoriana, inmovilizada en estructuras medievales. Y si el patrón blanco, con sus criminales guardias y «mayordomos», es un ser cruel, el indio oprimido es un individuo destinado a la destrucción, sin asomo alguno de cualidades positivas. Su decadencia es física y moral, y la responsabilidad se debe al sistema que domina en el país. En los huasipungos a la orilla del río, alrededor de la casa-hacienda, vegeta una humanidad supersticiosa, ignorante, fácil dominio del latifundista, el político, el cura, aliados en su explotación. Hasta la religión es medio de opresión; la tradición, las costumbres arraigadas desde siglos, el terror constituyen la fuerza del blanco. El indio es únicamente una cosa; cuando en ocasión de una «minga» para la construcción de un camino, que a los poderes concertados les permita explotar mejor las riquezas de la tierra, un indio desaparece en las arenas movedizas de un pantano, el comentario del terrateniente es significativo: Ya verá... A los cholos tendré que darles más aguardiente... Que sólo se ocupen del acarreo del material... Los indios, como son míos, seguirán en el trabajo de la zanja. Que mueran diez, veinte... No se ha perdido gran cosa132. No menos significativa es la intervención del cura, aludido siempre como el «Santo Varón» o «el sotanudo»: «Terminad, queridos hijos míos, esta obra que engrandecerá a la patria, a nuestro pueblo, a vuestros hijos, ya... todos los hijos de Dios»133. Otros episodios brutales contribuyen en Huasipungo a la representación de un mundo inquietante: desde las indias que vuelven de la ciudad con las ganancias de la prostitución de sus cuerpos, hasta la muerte violenta de Cabascango, que le han dado los suyos, porque rebelándose al cura ha desatado la ira de Dios representada por la creciente, la destrucción de los huasipungos por el ejército, en cuanto el amo necesita nuevas tierras. Las ametralladoras tronchan las vidas de los que se han rebelado. Icaza acusa a los soldados, defensores siempre de un orden que los opone a su propia raza. En la novela En las calles se asiste de nuevo a la intervención de la fuerza pública contra los indios que, movidos por el hambre, han entrado en huelga: los gendarmes, ellos mismos indios o mestizos, los vencen a fusilazos. Sólo un soldado, cuando herido, se da cuenta del drama y muere suplicando a sus compañeros para que cesen el fuego contra sus mismos hermanos. Episodios acaso demasiado retóricos,

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pero que bien explican la posición del narrador en el conflicto y su esperanza de que por fin se realice una clara toma de conciencia. A pesar de lo cual en Huasipungo nada positivo se consigue; en una página ejemplar, que concluye con la victoria del ejército, lo consigna Icaza con amargura, mientras destaca la figura épica del indio Andrés, que saliendo de su choza en llamas lanza un último grito de rebelión: El viento de la tarde le refrescó la cara, los ojos. Miró de nuevo la vida. Pero avanzó hacia fuera, apretó al hijo bajo el sobacón, mascó duro una maldición y gritó, con grito que fue a clavarse más hondo que las balas: ¡Ñucanchic huasipungo, carajuuu! Corrió hacia adelante con desesperación para ahogar a los fusiles. Sintió tras él el grito de los suyos: ¡Ñuncanchic huasipungo!- Luego todo enmudeció. La choza terminó de arder. El sol se hundió definitivamente en algodones empapados en la sangre de las charcas. Sobre la protesta amordazada, la bandera patria del glorioso batallón flameó con ondulaciones de caracajada sarcástica. ¿Y después? Los señores gringos134. Raza de bronce y Huasipungo presentan dos finales parecidos, donde todo es tragedia. Los cuadros que se suceden en Huasipungo los ha definido Garro «en estado de deformación, movedizos, gelatinosos. Una especie de plasma donde actúan como fuerzas animadoras las aberraciones económicas, sociales, religiosas»135. Y sin embargo existe una recuperación final positiva, por la que Ángel F. Rojas ha podido escribir sí que la novela «es un documento social pavoroso y macabro, concebido y escrito con una objetividad desoladora», pero también que Huasipungo representa «una proclama revolucionaría que, en medio de la más repugnante miseria e ignorancia ambiente, afirma que el indio empieza a encontrar el camino de su redención»136. Con las novelas de Ciro Alegría el tema indianista presenta una atmósfera nueva, una nota de profunda poesía, a pesar de la situación negativa de la condición humana. Sabemos que el escritor creció en contacto con el elemento indio en la hacienda de su padre y simpatizó con el indígena desde niño. El reflejo de este sentimiento es más que visible en su obra, especialmente en Los perros hambrientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno, su novela más relevante, según gran parte de los críticos, que publica en 1941. Texto ciertamente en el que el ecritor peruano puso su mayor empeño, aunque ya en Los perros hambrientos, que seguía a La serpiente de oro (1935), trataba el tema indio con novedad y maestría, dando relieve, con controlada poesía, al paisaje de los Andes. La novela es de gran equilibrio en la denuncia; protagonistas no son tanto los perros como los humildes campesinos, representados por la familia del Mateo, su esposa y el niño, a cuyo lado vive el perro, Mañu, compartiendo con sus dueños la injusticia, la miseria, la soledad. Capturado por los gendarmes para el servicio militar, el labrador, llevado a zonas desconocidas del país, ya no encontrará el camino para regresar, y su familia quedará para siempre perdida. Son la violencia, el desamparo, la soledad los grandes temas de la novela, y como telón de fondo la belleza

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extraordinaria, y triste, del paisaje, los campos huérfanos de la presencia del hombre. Es la desgracia de una familia cuyo equilibrio sencillo lo rompe la violencia del poder. En la memoria de los familiares queda para siempre una visión dolorosa: El Mateo echó a caminar con paso cansino, pero tuvo que aligerarlo amenazado por los gendarmes, que le hacían zumbar el látigo de la rienda por sus orejas. Se devoraban el camino. Hacia abajo, hacia abajo. Una loma tras otra. La Martina subió a una eminencia para verlo desaparecer tras el último recodo. Él iba adelante, con su poncho morado y su grande sombrero de junco, seguido al trote por los caballejos en los que se aupaban los captores con los fusiles, que ya no tenían objeto inmediato, terciados sobre las espaldas encorvadas. La soga iba desde las muñecas hasta el arzón de la montura, colgando en una dolorosa curva humillante. A la Martina se le quedó el cuadro en los ojos. Desde entonces veía siempre al Mateo yéndose, amarrado y sin poder volver, con su poncho morado, seguido de los gendarmes de uniformes azules. Los veía voltear el recodo y desaparecer. Morado-azul..., morado-azul..., hasta quedar en nada. Hasta perderse en la incertidumbre como en la misma noche. Es así como el hogar quedó sin amparo. No tuvo ya marido, ni padre, ni labrador. La Martina hacía sus tareas en medio de un dolido silencio; el Damián lloraba cada vez que le venía el recuerdo; el Mañu, contagiado de la tristeza de sus amos y apenado él mismo, aullaba hacia las lejanías, y las tierras se llenaban de mala hierba137. La nota poética es la que da atractivo particular a la novela, y esta nota de poesía doliente prosigue en El mundo es ancho y ajeno, verdadero poema en prosa de gran extensión, dedicado al humilde y explotado habitante de la tierra peruana, libro que celebra una existencia sencilla, bucólica, insidiada por el atropello. Con razón se ha considerado la novela la representación más eficaz de la situación indígena en el Perú138. Ciro Alegría en sus novelas se contrapone claramente a Icaza por el tipo de indígena que representa: un ser que carece de lacras físicas y morales, un individuo sano que vive en positivo contacto con la naturaleza. Por más que se le reproche la excesiva idealización de los personajes, que le quitaría a la denuncia parte del vigor necesario a la representación de sus múltiples problemas, el escritor despliega ante el lector un panorama convincente, exento de toda degradación. En El mundo es ancho y ajeno no existe convencionalismo y al mundo representado el indio aporta sus valores morales. Como Icaza y Arguedas, Alegría distingue netamente entre blancos explotadores e indios explotados; latifundista, jefe político, militar, abogado, cura, representan el mundo del mal. Sólo en el indio el autor encuentra valores positivos, dimensión espiritual. Fundándose en la sencillez de su vida, que se rige según un primitivo orden perfecto, fortalecido por el contacto con la naturaleza, el indígena de Ciro Alegría

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afirma su dignidad; la opresión, la injusticia no hacen más que destacar sus cualidades positivas. El cuadro que el novelista ofrece del mundo indio, sin olvidar en ningún momento la tragedia, se propone como fuente de esperanza, de que la justicia se instaurará al fin, porque a este resultado conducen la entereza y la riqueza interior del indígena139. En las páginas de El mundo es ancho y ajeno el paisaje, escasamente presente en Huasipungo y en general en toda la obra de Icaza, llena, más todavía que en Los perros hambrientos, un papel relevante, establece una íntima comunión con el hombre140. En el prólogo a su novela Alegría escribe que el título de El mundo es ancho y ajeno lo debe a una «intensa ráfaga de ideas y recuerdos» que le asaltaron al momento de titular un capítulo de Los perros hambrientos141. En sus motivos principales el tema iba rondando hacía tiempo en la mente del artista; en el prólogo citado declara: «todo el pueblo peruano terminó por moldearme a su manera y me hizo entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco reconocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora, su constancia»142, y sintió que escribir era pagar una deuda con su pueblo. Según el escritor el drama del Perú no es más que el del indio, de los indígenas oprimidos por un sistema feudal que «debe terminar un día», puesto que la situación «es antihistórica»143. Debido a esta convicción, su protesta en la novela es tajante; el drama de injusticia que acaba por llevar a su definitiva ruina la comunidad de Rumi, guiada por la figura épica del Alcalde Rosendo Maqui, es de proporciones tales que provoca la participación del lector. La existencia de los indios de la comunidad, dedicados al trabajo del campo, felices en contacto con la naturaleza, se interrumpe debido a la codicia del latifundista, que quiere apoderarse de sus tierras. Rosendo Maqui es contrario a la violencia, cree en el buen derecho de su gente y en la justicia, pero en el Perú, afirma Alegría, la ley es siempre mentira; en efecto, el defensor de la comunidad se deja comprar y todo se pierde: los indígenas son expulsados de sus tierras, por más títulos de propiedad que posean, y se establecen en otras tierras que labran de nuevo con fatiga, y una vez productivas, de nuevo es el atropello, la imposición de nuevos trabajos forzosos en las minas. La rebelión consiguiente acaba en derrota. Cuando la tragedia de la comunidad de Rumi llega a su epílogo, hace tiempo que han desaparecido los principales protagonistas: Rosendo Maqui ha muerto en la cárcel a consecuencia de las palizas recibidas; el Fiero Vázquez, eterno rebelde de la novela hispanoamericana, se ha salvado con la fuga. La figura de este último proyecta sobre los acontecimientos negativos una lejana esperanza, mientras el viejo patriarca Rosendo Maqui tiene por objeto el de subrayar las virtudes del indígena, que en la opinión de Ciro Alegría son las verdaderas virtudes del Perú. Frente al derrumbe de las ilusiones, a la lección que en la cárcel el muro le ha ido dando -«El muro, la soledad. El tiempo lo arrastraba por el suelo, llegaba a su lecho a buscarlo, lo ponía de pie, lo alimentaba, volvía a rendirlo, y todo era lo mismo: el muro, la soledad...»144- se impone la validez de los principios. Con José María Arguedas la dimensión del indianismo cambia, improvisamente se ensancha. Tratando de Los ríos profundos (1958), antes de que apareciera Todas las sangres (1964), Mario Vargas Llosa ponía de relieve

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como en la novela se inauguraba una visión del indio desde el interior145. El escritor, en efecto, contaba con experiencias aún más profundas que Ciro Alegría, puesto que había pasado gran parte de su infancia entre los indios, se había criado con ellos y tanto se había aindiado que cuando en 1929 fue a Lima para continuar sus estudios conocía imperfectamente el castellano y seguía siendo prácticamente un quechua-hablante. Recuerda Julio Ortega que la decisión de Arguedas de hacerse escritor se debió a la constatación de la pobreza y la falsedad de la literatura que trataba temas indígenas146. Toda su obra tiene por objeto dar a conocer la riqueza espiritual del pueblo que hasta su último instante de vida quedó por encima de sus preocupaciones. Las declaraciones de no aculturado que fue haciendo, significan un rechazo rotundo del mundo peruano castellanizado. En octubre de 1958, en el momento de recibir el premio «Inca Garcilaso de la Vega», Arguedas, ya novelista de relieve, profesor universitario, declaró que lo aceptaba con alegría en cuanto representaba el reconocimiento por su obra de difusión y de «contagio», en el mundo peruano, de una cultura injustamente marginada, declaración atrevida por el ambiente, aunque añadía también que el premio significaba reconocer su obra de asimilación de la cultura de matriz hispánica. En esta empresa, confesaba, lo habían orientado el socialismo y la conciencia de que el Perú era «una fuente infinita para la creación»147. En toda su obra narrativa -a más de la de etnólogo- José María Arguedas permaneció fiel a su compromiso: desde los cuentos reunidos en Agua (1935), hasta Yawar Fiesta (1941), Diamantes y pedernales (1954) y las dos novelas citadas su preocupación fue aclarar la cuestión en torno a la supuesta inferioridad del indio y establecer, contra la discriminación corriente, su derecho a formar parte viva de la sociedad peruana. Será suficiente examinar como el escritor plantea esta reivindicación en sus dos novelas de mayor relieve para el argumento, Los ríos profundos y Todas las sangres. En el primer libro existe una dimensión mítica dentro de la cual vive el mundo indio, dimensión que, más que en los indios se manifiesta en su alter ego protagonista, Ernesto, un niño de catorce años, crecido entre los indígenas y que a dicha edad ingresa a un colegio de jesuitas en Abancay, para continuar sus estudios. Es un blanco fuertemente aindiado espiritualmente; su manera de pensar es india y el mundo castellanizado en el que ingresa provoca en él un rechazo total, puesto que se le presenta como ámbito averiado, el del odio y el mal; el pecado circula por todas partes, domina sobre todo en el patio del colegio, donde los internos mayores se aprovechan de la Opa, una pobre retrasada mental. Lo mismo ocurre con la ciudad, rodeada por los terrenos de la hacienda Patibamba que le impiden expandirse. La opresión de los latifundistas, la violencia de los «mayordomos», la conducta del Padre Director del colegio con los amos, contra las chicheras rebeldes y los indios de la hacienda, la intervención armada del ejército, monstruo mitológico, representan para Ernesto una amenaza infernal. Lejos de su padre, que para el joven representa una suerte de liberación del infierno, Ernesto va comparando incansablemente, dentro de sí, la pureza del mundo indio en el cual ha crecido, con la negatividad del ambiente donde se encuentra. Resuena en su adentro la voz de los ríos que surcan la geografía de los Andes, entes de poderes divinos, como el

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Apurímac, «Dios que habla», y que con su sonido transforma a los viajeros: El sonido del Apurímac alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio. [...] A medida que baja al fondo del valle, el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara148. Al final de la novela el difundirse de la peste se presenta como una forma de purificación del pecado. Cuando Ernesto deja el colegio, el carillon del reloj que lo despierta a la hora de partir inaugura perspectivas positivas: «una avenida feliz a lo desconocido, no a lo terrible»149. Con la victoria espiritual del mundo indígena sobre el mundo castellanizado el indianismo de José María Arguedas propone una dimensión «religiosa» de la protesta, una manera inédita y más seria de crítica acerca de los desequilibrios de la sociedad peruana. Con la sucesiva novela, Todas las sangres, hasta supera la visión negativa; en Los ríos profundos se trata de un rechazo, mientras que en el nuevo libro el escritor prospecta una conciente inserción del indio en la sociedad. En la novela domina un halo poético que procede del animismo con el que Arguedas interpreta el paisaje, matizado ahora con el realismo, en la representación de la vida de la sierra en su choque con la industrialización. Julio Ortega ha subrayado que se debe a la industria si el rostro de la sociedad tradicional peruana se ha transformado, y ello ha sido posible por la adquisición progresiva de una conciencia de parte de la población indígena150. Es lo que les ocurre en la novela a los comuneros de don Bruno, quienes aprenden a tener personalidad, rescatándose así de las manos de los que durante siglos los han dominado. Existe un divorcio entre la sociedad «oficial» del Perú, que domina desde la capital a través del engaño y la violencia, y la que don Bruno y su hermano, a pesar de su despotismo de ricos feudatarios, han empezado a formar. En esta toma de conciencia, que se realiza tanto en los dueños como en los indios, Arguedas prospecta un futuro distinto para el país, donde todas las sangres, es decir todas las razas que lo componen, se armonizarán. La amenaza de quien quiere conservar intacto el viejo orden, detener el progreso de integración, representa una concepción que en la novela resulta vencida. El futuro se inaugura aceptando la industrialización y un concepto nuevo del dinero, como el que expresa el indio Rendón Willka: -Don Bruno, patrón; el pueblo en el alma está, no único en las casas, en la iglesia, en los arbolitos de la plaza. [...] Mina, mina grande está, será de San Pedro. No llorará la gente pidiendo misericordia. Arderán los ingenieros sin alma que mandan en Lima y en todos los pueblos. Dios los quemará. Y el oro, la plata, que los peones y maestros sacan de las minas que Nuestro Señor puso en Apark'ora para el bien y no para el espanto de sus hijos, no traerá corrupción, para el cristiano, las casas estarán pintadas de blanco, las rocas de piedra se reirán adorando al Señor. La plata no corrompe al señor, al comunero, que tiene creencia en la patria, en la esperanza de "juelicidad" del hijo de Dios; corrompe al que ha

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vendido su alma al ambición qu'es diablo; al creyente lo hace grande por el luz de su alma que alumbra a la gente, a los pajaritos, a toda superficie de este mundo. [...] La plata no apesta, el alma mala apesta. El oro trae bendición o convierte la mujer inocente en ch'ara k'aras, según sea su dueño. Estamos hablando en el silencio...151 A pesar de lo retórico de este pasaje, se aprecia la intención redentora de José María Arguedas. En Todas las sangres vemos el desmoronamiento del viejo mundo feudal de la sierra y por ello, con palabras de Asturias, podríamos decir que el futuro «está ya lleno de comienzo»152. No más alentadora se presenta la condición del negro en la novela hispanoamericana. Ya en 1937 Rómulo Gallegos publicaba un texto notable, Pobre negro, donde reconstruía, a través de una suerte de «episodios nacionales», una época bárbara de la nación venezolana, la de la segunda mitad del siglo XIX, cuando cundió la guerra civil. El libro ha sido definido por un crítico «sublime»153, y ciertamente es uno de los más interesantes del escritor154, aunque desconcierta, por la época histórica, el final, que ve el casamiento del negro Pedro Miguel Candelas con la «mantuana» Luisana Alcorta. Gallegos en la novela lleva a conclusiones extremas su tesis, que propone la plena pacificación racial en Venezuela. A pesar de ser una novela de gran significado dentro de la ideología del escritor, no es en Pobre negro, sino en Juyungo, del ecuatoriano Adalberto Ortiz, donde se encuentra una denuncia abierta de la condición de vida y trabajo del elemento negro y mulato. El libro se publica en 1942 y describe una inquietante realidad de explotación y de injusticia. El autor, mulato, vuelca su simpatía sobre sus protagonistas, pero supera el sentimiento que le une a sus hermanos de sangre y denuncia la responsabilidad de los «matones», que colaboran con los esclavizadores de sus compañeros de raza. No faltan, en Juyungo, libro que embellece la salvaje poesía de la selva, escenas violentas de destrucción y de sangre. Una de ellas concluye en dimensión histórica, la guerra contra el Perú, combatida con heroísmo por negros y mulatos, aunque acaba en derrota. El narrador destaca la belleza del esfuerzo heroico: Era una visión alucinante para él [Nelson Díaz, uno de los protagonistas] la de ese puñado de negros, resueltos a jugarse el todo por el todo. Ágiles como venados, robustos como los ceibos circundantes, pero desarrapados, y sin otra arma que aquella que en la paz desbroza la madre tierra, y hace surgir el plátano y la yuca. Al acercarse fueron recibidos con tan nutrida descarga, que claramente distinguió caer a la mitad de ellos, luego otros y otros, hasta que no quiso mirar más. [...]155. Como ocurre con frecuencia, la sociedad pudiente se vale de los humildes, de su patriotismo y su arrojo para la defensa de sus intereses, sin concederles ningún derecho de ciudadanía. Es lo que pasa con los

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protagonistas de Juyungo, pura carne para el cañón. De entre los narradores ecuatorianos, Adalberto Ortiz no es el único que plantea el tema negro. Lo hace también Demetrio Aguilera Malta, aunque en su novela, Canal Zone (1935), la acción se desarrolla en la zona del Canal de Panamá, y lo hace igualmente Alfredo Pareja Díez-Canseco, en Baldomera (1938), donde trata un momento extraordinariamente dramático de la historia del Ecuador, cuando la primera represión obrera de 1922. Por otra parte en el país el problema racial se presentaba candente; esto explica la particular incidencia de escritores como José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y los citados Aguilera Malta y Pareja Díez-Canseco en el tema. La realidad ecuatoriana queda enjuiciada con crudeza en sus obras, evidenciando un panorama humano de grandes contrastes. A pesar de ello, o precisamente por ello, la narrativa de estos escritores ha quedado bastante marginada hasta en su propio país. Más éxito ha tenido, sobre el tema negro, por su evidente categoría artística, la novela del cubano Alejo Carpentier, El reino de este mundo (1949). Él sitúa los acontecimientos durante la presencia francesa en Haití, entre la Revolución y el Directorio, y sucesivamente en el reino de Henri Christophe, quien se proclamó rey de la isla caribeña, primer soberano negro del Nuevo Mundo. La novela de Carpentier conserva una gran actualidad, debido exactamente a la actuación de este rey, frente al cual destaca otra figura humilde, la del igualmente negro Ti Noel, que vive los acontecimientos de su tierra y llegado a viejo reflexiona sobre ellos. Por fin el rey de opereta ha sido derrotado, se ha suicidado, lo han enterrado aparatosamente, pero desde hacía tiempo las esperanzas de libertad habían sido frustradas por la nueva tiranía: «Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de soldados armados de látigo que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un perezoso»156. Y los soldados, igual que los trabajadores, eran negros. Llegado al final de su existencia, el anciano presencia un nuevo cambio político: con la muerte de Henri Christophe llegan al poder los mulatos y nada cambia, «el látigo estaba ahora en manos de Mulatos Republicanos, nuevos amos de la Llanura del Norte»157. Al viejo le va faltando la esperanza: El anciano comenzaba a desesperarse ante ese incansable retoñar de cadenas, ese renacer de grillos, esa proliferación de miserias, que los más resignados acababan por aceptar como prueba de la inutilidad de toda rebeldía.158 Sin embargo, El reino de este mundo no es una novela de la desesperación. La idea de Carpentier es que el futuro se conquista poco a poco y que cada sacrificio dará un día su fruto. Lo entiende también Ti Noel y llegado a «la última miseria»159, penetra el misterio, el significado del hombre en la tierra: comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y

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que a su vez padecerán y trabajarán para otros que también serán felices, pues el hombre ansia siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo160. La narrativa indianista y la que podríamos definir negrista, coinciden en una solución que no excluye el cambio, o a lo menos su esperanza. Llenos están los cielos y la tierra La historia atormentada de América ve, desde su independencia, difundirse en los países hispanoamericanos la mala planta de la dictadura. Ya Simón Bolívar estaba destinado a ver fracasar amargamente su ambicioso proyecto de una gran confederación de la América liberada. Sus esfuerzos para mantener unido el mundo que él había rescatado a la libertad resultaron inútiles frente a las ambiciones nacionalistas que pronto se desataron y a la sed de poder de los hombres, incluyendo algunos de sus mismos generales. Con preocupación él veía acentuarse el poder de los Estados Unidos y en ello divisaba un gran peligro para los pueblos de Hispanoamérica. Firmemente convencido de que «Sólo la Democracia [...] es susceptible de una absoluta Libertad»161, dimitía de todos sus cargos y desilusionado, rechazado al fin por Colombia y Venezuela, se encaminaba tristemente hacia un exilio que la muerte afortunadamente le negaría, como bien lo ha representado, con humanidad extraordinaria, Gabriel García Márquez en su novela El General en su laberinto (1989). La libertad apenas alcanzada se vio amenazada por jefes militares y luego lo será por el caudillismo, que intentará a su manera poner orden dentro del caos en que las ambiciones encontradas sumirán a los distintos países de América162. El poeta José Joaquín de Olmedo, cantor de Bolívar, denunciaba ya, en la «Oda al general Flores», el delito de las guerras fratricidas que destruían su patria, sin sospechar que pronto su celebrado general sería uno de los peores tiranos del Ecuador. El siglo XIX resuena todavía de las invectivas de Juan Montalvo contra los dictadores ecuatorianos Gabriel García Moreno e Ignacio Veintemilla; domina el Paraguay la figura enigmática del Doctor Francia, que Augusto Roa Bastos hará protagonista de su extraordinaria novela Yo, el Supremo (1974); Manuel de Rosas insidia la independencia argentina hacía poco conquistada y contra él se levanta la generación de los «Proscritos»: El matadero (1838), de Esteban Echeverría, Facundo (1845), de Domingo Faustino

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Sarmiento, Amalia (1851-1855), de José Mármol, son los textos fundacionales, en la narrativa hispanoamericana, de la novela que denuncia la dictadura. Venezuela, primero con Cipriano Castro, luego con Gómez, experimentará años durísimos para la libertad, como eficazmente ha ilustrado Arturo Uslar Pietri en su novela Oficio de difuntos (1976). En la literatura hispanoamericana del siglo XX el tema de la dictadura invade, de manera más o menos profunda, toda la creación artística, incluso la poesía, como demuestra, entre otras obras, el Canto General (1950) de Neruda. La narrativa, especialmente, presenta un florecimiento excepcional de obras de denuncia política y América acaba por asumir función paradigmática por lo que se refiere al sistema despótico de gobierno, incluso para Europa. Es el caso de Conrad, el cual sobre el tema de la dictadura escribe en 1904 su novela Nostromo, de Francis de Miomandre, que en 1926 publica Le Dictateur, de Ramón María del Valle-Inclán, de quien en ese mismo año aparece Tirano Banderas. Cada uno de estos narradores intenta una síntesis convincente de la América hispana bajo el régimen dictatorial, procurando dar vida a esa «república comprensiva de Hispanoamérica» de la que trata Seymour Mentón163. Sólo en 1946, sin embargo, aparecerá, sobre tan candente tema, la novela destinada a dominar en el tiempo, El Señor Presidente, seguido en 1949 por El Reino de este Mundo, de Alejo Carpentier, quien comparte con el escritor guatemalteco la experiencia parisina. Teniendo en cuenta los años de gestación de la novela y el de su publicación, hay que reconocer que el tema en América había tenido otros ejemplos valiosos antes de El Señor Presidente, entre ellos La sombra del Caudillo, que el mexicano Martín Luis Guzmán publica en 1929, y Canal-Zone, del ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, que aparece en 1935164 y al cual ya aludimos. Otros escritores de renombre habían más o menos directamente tratado el tema, desde el peruano Ciro Alegría, hasta los ecuatorianos Jorge Icaza y Alfredo Pareja Díez Canseco, y el venezolano Rómulo Gallegos en varias de sus novelas, como Doña Bárbara (1929) y Pobre Negro ( 1937). Sin embargo estas novelas no pudieron influir sobre Asturias, a excepción de Tirano Banderas (1926) de Valle-Inclán, como él mismo en varias ocasiones admitió. La novela es ciertamente de gran valor, representa un momento significativo dentro de la narrativa de Valle-Inclán y de la España del siglo XX, pero por lo que concierne el mundo americano y su drama peca no de superficialidad, sino de desapego. La dictadura, por más lóbrega que sea, es una suerte de espectáculo tragicómico, que el novelista ve desde fuera, sin participación. Sin embargo, en la figura del tirano, como la presenta Valle-Inclán, es posible encontrar un modelo directo del Señor Presidente de Asturias. Lóbrego como él, igualmente cruel y dibujado casi sin rasgos identificables, como un garabato de signo mortífero, «calavera de antiparras negras y corbatín de clérigo»165, sus «muecas de calavera»166 dominan poco a poco toda la novela. La ventana es su marco preferido y desde su refugio armado mueve todo el gran teatro de su mundo. La astucia le da un aspecto desconfiado, avanza con «paso de rata fisgona»167, asemeja al «garabato de un lechuzo»168, tiene el «prestigio de un pájaro nocharniego» o de un «pájaro sagrado»169, como todo el que detiene un poder absoluto. Frente al hombre terrible un mundo de basura, sin voluntad

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ni dignidad. Variamente juzgado por los críticos, aunque generalmente celebrado, El Señor Presidente afirma su originalidad y su prestigio dentro de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. No cabe duda de que esta novela de Asturias conserva intacto a través del tiempo su atractivo y su función de modelo dentro de la larga serie de obras de ficción que tratan el tema de la dictadura. Cuando, en los años setenta del siglo XX, un nuevo florecimiento del tema en Hispanoamérica ve aparecer novelas como El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier, Yo, el Supremo (1974), de Arturo Roa Bastos, y El otoño del Patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, el prestigio del modelo asturiano queda intacto: por más relevante que sea el valor artístico de las novelas mencionadas y determinadas las intenciones de superación de sus autores, El Señor Presidente sigue siendo punto primario de referencia y su lectura hoy no representa el redescubrimiento de una pieza arqueológica, sino que proporciona a quien lo lee el placer estético de los grandes textos de la literatura, pues, como afirma Arturo Uslar Pietri, la novela de Asturias es «un gran libro», un «clásico» de las letras hispanoamericanas170. O, en palabras de Gerald Martin, una novela en cuya vitalidad se manifiesta, en la forma más dramática, el progresivo cambio, a través de la experiencia parisina, de la concepción del mundo de su autor, con el resultado de que el primer impacto con su lectura queda inolvidable: El Señor Presidente Es una novela de una violencia descomunal, violencia que se comunica no solamente por la naturaleza de sus acontecimientos sino también a través de sus recursos técnicos. El lector entra a una narración que se mueve: golpea, penetra, corta la conciencia. Y la otra cara de esta violentación es la extraordinaria vitalidad e intensidad que caracterizan al libro, su manera de hablar directamente a la sensualidad del lector, su frescura juvenil171. «Frescura juvenil» es la definición exacta para este libro singular, pues El Señor Presidente la conserva intacta a distancia de tantos años. Su relectura no cansa y cada vez que se vuelve a esta novela se experimenta el mismo placer estético de la primera lectura, con la añadidura siempre de nuevos descubrimientos. Si en un principio la trama puede ser el elemento más atractivo, luego se descubre la novedad singular de la estructura, el valor de la creación lingüística, la belleza lírica que asoma como una flor sin mancha dentro de la negrura, la constante participación del autor en su obra de creación, con el entusiasmo propio de las empresas juveniles, pero sin las ingenuidades o las repentinas caídas de tono de las mismas. Desde sus comienzos de novelista Asturias es un escritor maduro, de gran experiencia estilística, que goza con el medio expresivo, juega con la palabra e inventa continuamente revitalizando el idioma. Desde siempre lo he acercado por esto, pero con una nota de menor dureza, a Quevedo, del cual no hereda sólo la preocupación moral, sino la capacidad sorprendente de manejar el lenguaje. Que en El Señor Presidente es sin duda el español guatemalteco, explotado originalmente en sus aportes populares, sin caer

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en regionalismos, vitalizado por un juego interno que da a las palabras intensidad nueva, a la que la invención presta continuamente matices inesperados. No sin razón, en años muy posteriores, Miguel Ángel Asturias afirmaría que la novela hispanoamericana es una «hazaña» de la expresión: Cada nuestra novela es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. Pero, ¿cuáles son sus ingredientes? No es fácil darse cuenta en la obra hecha de los materiales empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usarlas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes? ¿Con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya. Es la aventura de nuestro lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya. ¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!172 Y la onomatopeya reina soberana en El Señor Presidente, desde el pasaje inicial de la novela, le presta esa resonancia, esa musicalidad que anima todas sus páginas. Pero la originalidad de Asturias en la novela, y dentro de la novelística toda de Hispanoamérica, no consiste sólo en esto. Varias veces he afirmado que, a pesar de que el libro de nuestro escritor aparece en años tardíos, representa ya una revolución en la manera de entender el género novelístico y si consideramos la fecha de su conclusión, antecede en más de un decenio la llamada «nueva novela». Que él hubiese leído el Ulises de Joyce durante su estancia en París, como afirma, no parece imposible, pues en su libro adopta con singular maestría el monólogo interior, aunque su gran experiencia formativa la constituyen los movimientos de Vanguardia dentro de los cuales de va formando, a pesar de que, como tendrá modo de afirmar Asturias mismo, y señala oportunamente Ricardo Navas Ruiz, tales movimientos «eran innatos en él, escondidos en cierto modo en su alma hispano-india»173. No se trata solamente de la doble visión de la realidad propia del indio, a la que me he referido páginas antes, sino de un surrealismo instintivo, pues el mismo escritor afirma que la violencia telúrica de su continente le ha inculcado el «charme» de la destrucción, así que el surrealismo que la crítica encuentra en sus obras tiene menos de influencia francesa que del espíritu que anima las primitivas obras maya-quichés: frente al intelectualismo del surrealismo francés, Asturias afirma el carácter mágico del surrealismo indígena, de su surrealismo, como actitud vital esencial, apegado a la mentalidad primitiva e infantil del indio, que mezcla lo real con lo imaginado, la realidad con el sueño174. A pesar de lo cual, aparece clara, en El Señor Presidente, la lección no solamente del surrealismo, sino del expresionismo y del cubismo, sin olvidar el cine, en la época en sus comienzos, y la música, pasión del artista, que se manifiesta sobre todo en los diálogos. La interiorización de la acción a través del monólogo es uno de los resultados más relevantes y nuevos de la experiencia

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vanguardista, junto con el recurso a la onomatopeya, al elemento escatològico, al diálogo simultáneo, al sueño premonitorio, la imagen onírica o imagen-presagio. Las invenciones estilísticas numerosas son cosecha directa del sentido lingüístico del autor, de su inmersión apasionada, siempre controlada, en el idioma patrio, con el resultado de acentuar la intensidad expresiva. Así Asturias trunca las palabras, repite las sílabas, acumula, crea nuevos vocablos donde la esencia es el sonido, la imagen; acude, además de a la onomatopeya al retruécano, a la muletilla, con efectos inmediatos en la definición del personaje a quien se aplican estos expedientes. Abundante es también la adjetivación, a menudo presente en series elaboradas originalmente, y asimismo el escritor trabaja los sustantivos, acude a diminutivos y aumentativos de novedad expresiva absoluta, funcionales en sumo grado a la representación de situaciones y personajes. Igualmente expresivo es el recurso al voseo, en la característica acepción guatemalteca, de gran delicadeza y finura. En cuanto a la estructura, aparentemente El Señor Presidente sigue la que caracteriza la «vieja novela». La acción empieza, se desarrolla y concluye. La novela no es una novela abierta, sino perfectamente concluida, cerrada, o mejor, una novela de estructura circular, que termina como había comenzado, con la visión de una fila de prisioneros que van hacia la cárcel; con ello logra Asturias representar eficazmente el tiempo «eterno» de la dictadura, donde en el país todo parece inmóvil, a pesar de que sigan sucediendo cosas. Como una gran capa de plomo la dictadura pesa sobre el mundo y la ritualidad es siempre la misma. La novedad en el manejo del tiempo es evidente y representa una conciencia nueva de su función en el ámbito narrativo, fruto probablemente de la experiencia cubista. Antes contado, en sus episodios más espeluznantes, luego escrito, El Señor Presidente es una durísima denuncia de la dictadura, experimentada directamente y a través de su familia por el joven escritor o conocida a través de relatos de terceras personas. El libro surgió como reacción a la inautenticidad pintoresca. Fue la denuncia de una realidad de dolor, de una recurrente situación política, propia no solamente de Guatemala, sino de otros países de Centroamérica, del Caribe y del subcontinente americano. Experiencias e historias en las que el joven Asturias fue reviviendo un terror que nunca pudo superar175. Que en la época la historia de Guatemala presentara material abundante para una radiografía amarga de la situación durante el gobierno de Estrada Cabrera, es un hecho incontestable. Más de una vez Asturias tuvo ocasión de afirmar que en Centroamérica la realidad ha sido siempre más poderosa que la fantasía. Anteriormente las «hazañas» y la fascinación del dictador habían sido tema de un interesante cuento de otro escritor guatemalteco, Rafael Arévalo Martínez, «Las fieras del Trópico», incluido en el libro El hombre que parecía un caballo (1915). En este cuento el autor subrayaba la fascinación en el horror, la belleza en la crueldad, tratando de un dictador, aquí «Gobernador», dominador de un mundo animal, «revuelto rebaño de gacelas y tigres confiados a su custodia»176. Años después, en 1946, el mismo Arévalo Martínez publicaba un libro de denuncia de los crímenes de Estrada Cabrera, ¡Ecce Pericles!, documentación escalofriante de una realidad reconstruida con documentación puntual. El libro estaba

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terminado en 1941. ¡Ecce Pericles! es posterior, pues, a la novela de Asturias, aunque ambas obras aparecieron en el mismo año. El texto de Rafael Arévalo Martínez no hace más que comprobar ad abundantiam lo que Asturias denuncia en su novela. En ¡Ecce Pericles! seguimos la trayectoria vital del dictador, a partir de sus orígenes humildes. Pronto Estrada Cabrera alcanza una posición notable, como abogado, en la sociedad guatemalteca, pero durante toda su vida cultivó un rencor vivo hacia las clases pudientes, a las que echaba la culpa de haberle humillado y haber humillado a su madre. El complejo de sus orígenes, que Asturias denuncia en su novela como una de las razones principales de la actuación violenta del déspota, lo aclara el libro de Arévalo Martínez: del padre de Manuel Estrada Cabrera hay escasas noticias y consta que el futuro dictador fue abandonado por su madre a la puerta de cierto Pedro Estrada Monzón a quien la mujer atribuía la paternidad de su hijo177. Debido a estos motivos, la vida de don Manuel fue dominada por el deseo de vengarse, alcanzando poder y riqueza. Y lo logró rápidamente, llegando primero a ministro, luego, se sospecha que con el asesinato del anterior mandatario, a Presidente de la república, desde cuyo cargo fue sometiendo a régimen durísimo al país, dominando con el terror y la corrupción, hasta que la rebelión popular de 1920 determinó su caída; encarcelado y condenado a la pena capital, más tarde le fue conmutada en residencia obligada y murió en su casa de muerte natural. Durante el gobierno de Estrada Cabrera las cárceles de la república se llenaron de presos políticos. Escribe Arévalo Martínez que los prisioneros vivían en celdas oscuras, apenas capaces de contener a un hombre, «hediondas, llenas de parásitos y húmedas»; la única ventanilla estaba tapada para que ni un rayo del sol pudiera entrar; las torturas eran la normalidad. Resultado de la permanencia del dictador en el poder fue la destrucción de las conciencias y del estado: Los jueces eran venales; tenían tarifa para absolver a los reos de delitos de sangre: seiscientos pesos guatemaltecos un homicidio; ochocientos un asesinato. El ejército no servía para asegurar la independencia nacional sino la tiranía de Cabrera. La educación era una farsa. El mandatario no permitía que los vecinos compusieran las vías de comunicación para que no pudieran caminar por ellas los automóviles porque podían servir para derrocarlo. [...] Y los peor era el grado de desorganización en que yacía la república. La vida y la hacienda estaban menos garantizadas que en los pueblos africanos. Los subalternos de don Manuel, en la metrópoli y sobre todo en las provincias, robaban, atentaban al pudor de las mujeres y mataban impunemente. El robo estaba organizado. Los empleados públicos, los maestros y los militares tenían sueldos que no llegaban a una decena de dólares, y mendigaban o robaban. Sí: robaba todo el mundo; el primero, don Manuel; mataban muchos impunemente; el primero, don Manuel178. Que sistema tan negativo pudiera imponerse durante tantos años parece casi imposible. Asturias ha dado una explicación convincente del fenómeno,

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poniendo de relieve como Estrada Cabrera había llegado a ser, en la mente de muchos, una especie de hombre-superior, un hombre-mito, una suerte de jefe tribal ungido por poderes sacros, que fundaba mucho de su prestigio en la invisibilidad, «como Dios, pues entre menos corporal aparezca, más mitológico se le considerará»179. El Señor Presidente; según lo que el narrador afirma, debe ser considerado en las que podrían llamarse narraciones mitológicas. Hay la novela, literariamente hablando, hay la denuncia política, pero en el fondo de todo existe, vive, en la forma de un Presidente de República latinoamericana, una concepción de la fuerza ancestral, fabulosa y sólo aparentemente de nuestro tiempo180. A pesar de lo cual Asturias defiende la «veracidad» de lo que cuenta: El Señor Presidente no es una historia inventada, no es fantasía de novelista; [el dictador] se rodeó, en los últimos tiempos de su gobierno, de brujos indígenas traídos de los lugares de más fama en el campo de la magia181. El largo período de gobierno de Estrada Cabrera se realizó en la sangre, y por eso en la novela el escritor titula un capítulo «Tohil», divinidad indígena maya-quiché, la cual, nos recuerda Asturias, exigía sacrificios humanos, lo mismo que el Presidente, que cuando fue derrocado y puesto prisionero, la gente no llegaba a creer que fuera él: «Al verdadero el mito lo seguía amparando. A éste que estaba preso, no, y la más simple explicación era que el mitológico había dejado de existir, y éste era uno cualquiera»182. En la novela, Asturias interpreta la sugestión singular que ejerció el tirano, destacando la nota de su vida aislada, solitaria -como Tirano Banderas-, el halo de potencia demoníaca que lo rodeaba, un poder absoluto, del cual se manifestaban, por interpuesta persona, sólo efectos negativos: ministros y colaboradores corruptos, sabandijas quevedescas que con sus acciones patibularias concurrían a formar del país un mundo deforme, en el cual ya no podía existir «ni verdadera muerte ni verdadera vida»183. En la economía de la novela el amor infeliz de «Cara de Ángel», favorito del dictador, luego en desgracia, acaba por tener importancia. Novela en la novela, está al servicio de una demostración más de la indignidad y crueldad de la dictadura. Sucesivamente a la primera publicación del libro, Asturias intervino ampliando esta parte del texto, lo cual revela la importancia que atribuía a la historia de un amor desdichado dentro de su obra. No sólo su íntimo romanticismo lo exigía, sino que la infeliz aventura de Cara de Ángel y Camila representaba un contraste eficaz entre la maldad y la bondad, entre la culpa y la inocencia, destacando la negatividad trágica del arbitrio e insinuando una nota de alta moralidad: en efecto, Asturias no le concede a Cara de Ángel, por más que sufra, por más que reniegue de sus acciones anteriores al servicio del déspota, posibilidad alguna de rescate; cuando el ex favorito se da cuenta de la criminalidad del sistema e intenta distanciarse, es

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sólo porque la maquinaria perversa lo está triturando. Lo que más interesa, en El Señor Presidente, es la radiografía de la dictadura, el mundo violento determinado y dominado por la figura lóbrega, taimada y soez del Señor Presidente. Sabiamente Asturias deja que el lector localice la geografía y el tiempo en que los acontecimientos que refiere se verifican, técnica que le permite no solamente despertar el interés de quien lee, sino hacer de su denuncia no un caso particular, limitado a un país y a una época, sino un hecho supranacional, y lo logra sin necesidad de acudir a mezclas lingüísticas discutibles, sin quitarle al texto esa «sabrosura», del idioma guatemalteco, que elabora, recrea y hasta inventa con gran maestría. La acción de El Señor presidente se desarrolla en el espacio de pocos días, pero con una proyección inmediata en un tiempo indiferenciado y eterno, propio de las dictaduras. En la edición de 1948 de la Editorial Losada184 el texto parecía introducido por un epígrafe sacado del Popol Vuh185, en que se resumía, sustancialmente, el significado profundo de la novela: «entonces se sacrificó a todas las tribus ante su rostro», plenamente de acuerdo con la concepción mítica del autor, el cual sobre ella insistiría mucho tiempo después en su ensayo sobre «El Señor Presidente como mito», como hemos visto. Este epígrafe ha sido eliminado en la edición crítica de las Obras Completas, según ya lo había hecho el escritor en las ediciones de su novela sucesivas a la de 1948186, aunque servía muy bien para explicar el capítulo XXXVII, dedicado a «El baile de Tohil». Como es lógico, el escritor intervino a veces en las reediciones de sus novelas, en ocasiones eliminando no siempre acertadamente pasajes de relieve, o ampliando episodios, como es el caso ya mencionado, en El Señor Presidente, del capítulo XII, dedicado a Camila187, en esta ocasión acertadamente. La novela se presenta dividida en tres partes y termina con un breve «Epílogo». El cuerpo central es el más consistente, representa casi una tercera parte de la novela, y es aquel en que se desarrolla la parte fundamental de la historia. Los grandes protagonistas de El Señor Presidente son la cárcel y el tiempo. La condición humana se determina en un régimen de opresión que no prevé fin. Justamente ha observado Ricardo Navas Ruiz que, siendo la dictadura el tema, puesto que protagonista de ella es el tiempo, lo es también de El Señor Presidente, en cuanto abre o cierra el camino a la esperanza, virtud esencialmente temporal, que domina en cada régimen despótico188. En efecto la democracia no conoce esta virtud; la esperanza domina en los regímenes de opresión, como anhelo a la libertad por parte de los oprimidos y ansia de eternización en los que están en el poder. El uso nuevo del tiempo, del tiempo eterno, propio del cubismo189, da a la novela de Asturias un carácter inmediato de novedad frente al tiempo cronológico presente en las «viejas» novelas, lo que le ha hecho escribir a un crítico que el libro resulta «una verdadera joya arquitectónica»190. Arquitectura original, perfectamente lograda y con acierto destacada por algunos estudiosos, entre ellos Seymour Mentón, quien la define «poligonal, reforzada por contrafuertes horizontales, verticales y diagonales»191. El Señor Presidente no tiene una importancia determinante en la narrativa

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hispanoamericana sólo por sus procedimientos estilísticos y su estructura novedosa, sino también por la adhesión del escritor al drama de su país, y en sentido más amplio al drama americano. El clima lóbrego, irrespirable, que domina la vida de todo un pueblo es consecuencia y causa al mismo tiempo de la subversión de todos los valores, de la violencia física y moral, del arbitrio que elimina la libertad del individuo. Nos explicamos como en este clima la vida llegara a ser una ecuación inquietante, la que atormenta a Cara de Ángel, acosado por el mandatario y obligado a un silogismo que vale para todo un pueblo: «vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: "pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo..."»192. Pero el ex favorito es culpable, porque contribuyó durante años a que esta situación se verificara, mientras que el pueblo no tiene culpa alguna, es víctima inocente. La dictadura es una suerte de infierno, donde no están los pecadores, sino los inocentes. Es un lóbrego mundo al revés, anunciado desde las primeras líneas de la novela, a través de escalofriantes onomatopeyas: «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! [...] ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alubre... alumbre... alumbra... [...]»193. El gran mural de la situación guatemalteca y por extensión continental, lo introduce la escena en que se tortura a los mendigos, seres físicamente disminuidos, propios de un submundo que en la novela revela su parentesco con el de la novela picaresca. Entre estos desgraciados destaca el Pelele, de quien en toda la novela persiste el eco de su lloriquear desesperado. El mismo paisaje urbano parece subrayar la dimensión del drama. Cada amanecer muestra la dimensión trágica del vivir cotidiano: «La ciudad grande, inmensamente grande para su fatiga, se fue haciendo pequeña para su congoja»194. Capítulos de gran maestría estos, donde Asturias logra, a través del lenguajes, sus éxitos mayores. Acaso por este inicio se hable de un infierno dantesco195, aunque sería más apropiado acercar la construcción del infierno asturiano a ciertas páginas de los Sueños de Quevedo, en particular al Sueño del infierno: las bartolinas donde están los mendigos son parientes cercanas de las zahúrdas quevedescas. Los demonios, al contrario de los de los Sueños, nada tienen de moralizadores, puesto que son policías; representan únicamente la maldad, la violencia, el delito, la suciedad del régimen al que sirven. Asturias insiste particularmente sobre estos personajes acudiendo a un convincente proceso de deformación, los presenta esperpénticamente, instaurando comparaciones soeces, que los transforman en seres bestiales: con «caras de antropófagos iluminadas por los faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes con baba de chocolate...»196. Técnica habilísima en la que Asturias es maestro197. Los compañeros del Mosco -encerrado en una angosta celda, con acompañamiento de palabrotas de parte de sus carceleros malolientes, «hediondos a ropa húmeda y chenca»- lloran como «animales con moquillo», atormentados por la oscuridad, «que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos», aterrorizados por encontrarse en un sitio de muerte -«estaban allí donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte»-, temerosos de que «los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos», o que los ahorcaran «para dar de comer a la policía»198.

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Acercamientos a dimensiones propias de los animales, que acaso Asturias haya aprendido de su compatriota Rafael Arévalo Martínez, aunque transforma el juego modernista en dura denuncia realista. La técnica de destrucción del personaje es empleada por el novelista acudiendo al grotesco, a implicaciones sexuales híbridas. Las cárceles descritas en ¡Ecce Pericles! no son distintas, ciertamente, de las que describe Asturias en su novela. Por eso no sorprende que el escritor las llene de seres infernales. El demonio que todo lo decide vive fuera, es el Luzbel que domina al país; en las zahúrdas actúa un demonio no por menor menos malo, el Auditor de Guerra, quien hace uso de la tortura con los desgraciados que caen en sus manos para que confiesen lo que el Presidente desea, y luego corre a informar al déspota, «en un carricoche tirado por dos caballos flacos que llevaba de lumbre en los faroles los ojos de la muerte»199. La naturaleza, interpretada según la tendencia expresionista y el animismo que Asturias hereda del mundo indígena, y emplea desde las Leyendas de Guatemala, participa directamente del drama. Nada vive aislado en la realidad de este mundo: vegetales, animales, seres humanos, todos son criaturas sensibles, como lo son los montes, los caminos y los objetos. El Popol-Vuh enseña. Sobre el panorama de la vuelta ciudadana a la vida, las primeras horas del día, cuando los habitantes de la capital, «iguales en el espejo de la muerte»200, el sueño -Quevedo está presente-, salen de sus casas para dedicarse a sus quehaceres, desiguales en la lucha diaria como iguales habían sido durmiendo201, un color premonitorio se difunde: «La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña»202. Los matices cromáticos, las comparaciones con lo miserable, la representación sensible de la ciudad en forma de embudo, todo lleva a pensar en la inquietante pintura del Bosco representando la corrupción humana. Las ideas sociales de Asturias dominan la denuncia de la injusticia distributiva, la violencia de las clases pudientes, comprometidas con el régimen. La imagen de la ciudad, representada en toda su negatividad en cuanto dominada por la desigualdad social, proyecta en la novela una luz extraña; en este clima todo ya es previsible; lo que va a ocurrir lo anuncian estos colores, estos detalles. El Pelele que, espantado, huye por las calles, «medio en la realidad, medio en el sueño»203, concretiza una atmósfera de pesadilla. El atardecer se presenta no menos inquietante que el amanecer, con un difuso color verde «Atardeció. Cielo verde. Campo verde»204 -, que nada tiene del positivo, liberatorio y nostálgico al que Asturias suele asociar el concepto de la patria, refugio, descanso y restauración para el hombre. La ciudad se presenta como una fortaleza y resuena, en el atardecer, no de las voces alegres de los niños, que significan vida, sino de los clarines de la tropa, que indican opresión: «En los cuarteles sonaban los clarines de las seis, resabio de tribu alerta, de plaza medieval sitiada»205. Es la hora en que comienza el rito de la muerte, el fusilamiento de los prisioneros. Hasta la luz de los garitos apuñala en la sombra, mientras, atemorizados, los horizontes van recogiendo «sus cabecitas en las calles de la ciudad, caracol de mil cabezas»206. Con gran vigor Asturias representa el dominio del crimen. Si por un instante la naturaleza parece a veces imponerse con notas positivas -«El

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viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar... [...] El cielo, sin una nube, brillaba espléndido [...]»207- es para que aún más se afirme por contraste lo negativo de la realidad. Lo vemos cuando ocurre el asesinato del Pelele; toda la naturaleza parece como si quisiera rebelarse, impotente, frente al delito: al disparo y la fuga del Vázquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento por los hilos telefónicos lo que acababa de pasar. [...] Una confusa palpitación de sien herida tenía el viento que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles208. El mundo urbano, condenado más directamente a la esclavitud de la dictadura, se concretiza en la novela a través de una representación de miseria y dolor totalmente negativa, como si todo se vaciara de vigor vital: La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que la hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba en las alcantarillas las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio209. Resignación al tiempo inmóvil y perpetuo de la dictadura, que sólo la violencia logra producir. Asturias no ama las ciudades, es evidente, porque en ellas ve ejercitarse más concreta la criminalidad del poder y reinar en todas partes vicio y dolor. En Mulata de tal llegará a representar la destrucción atómica de Tierrapaulita, por ser ciudad del pecado, donde inútilmente han librado sus batallas los demonios indígenas contra los demonios cristianos. En El Señor Presidente, con gran habilidad, en su primera parte, el escritor va saturando la atmósfera con la presencia del tirano a través de sus obras y cuando, por fin, introduce la figura cadavérica del Señor Presidente, elimina de ella todo rasgo distintivo de sus facciones e insiste, para darle negatividad absoluta, únicamente sobre el color negro del vestido y el desgaste de la vejez: El Presidente vestía siempre de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre la comisura de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados210. Es así como el novelista impone la estatura cruel del personaje, mientras

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destruye su escuálida humanidad en el plano físico y denuncia contemporáneamente la inutilidad, la locura de su empeño por el poder. Una falsa dignidad, que el color negro de su vestir transforma en emblema de luto para toda la nación, y una imagen miserable del hombre, gris el bigote y sin dientes la boca, mascarón trágico y horripilante. La fuerza de semejante individuo y su mantenimiento en el poder es fruto sólo de la destrucción que ha logrado operar en las conciencias, ayudado por la corrupción y el asesinato, por hombres que difunden el terror en todo el país. En el «reino» del Señor Presidente los habitantes se levantan cada día con el temor de haber podido, de alguna manera, incurrir en su ira y por consiguiente con el humillante propósito de que «Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras» contra él211. Con gran sensibilidad Asturias interpreta la condición del mundo sometido a la dictadura. Destruye a los personajes el terror. La serie redundante y vacía de títulos con que la adulación gratifica al mandatario -«¡Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Popular, Liberal de corazón y Protector de la Juventud Estudiosa!», títulos que Estrada Cabrera ostentaba realmente-, en el día aniversario del atentado del que se salvó -hecho igualmente real-, los enumera significativamente, de entre la muchedumbre que le aclama, una mujer apodada «Lengua de Vaca». Los programas de la fiesta los distribuyen payasos enharinados, como si se tratara de una representación circense. A su vez el Presidente se presenta rodeado de una corte que subraya su indignidad. En la descripción de los personajes el narrador despliega una ironía destructiva que contribuye a formar un cuadro totalmente negativo. Para agudizar la nota ridícula Asturias acude también a la contaminación sacro-profana, adoptando un leit motiv que grotescamente ensalza a categoría de divinidad al ínfimo personaje: «¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria!». A continuación la denuncia de la naturaleza escuálida de su séquito: Las señoras sentían el divino poder del Dios Amado. Sacerdotes de mucha enjundia le incensaban. Los juristas se veían en un torneo de Alfonso el Sabio. Los diplomáticos, excelencias de la Guayana212 se daban grandes tonos consintiéndose en Versalles, en la Corte del Rey Sol. Los periodistas nacionales y extranjeros se relamían en presencia del redivivo Pericles. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Los poetas se creían en Atenas, así lo pregonaban al mundo. Un escultor de santos se consideraba Fidias y sonreía poniendo los ojos en blanco y frotándose las manos al oír que se vivaba en las calles el nombre del egregio gobernante. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Un compositor de marchas fúnebres, devoto de Baco y del Santo Entierro, asomaba la cara de tomate a un balcón para ver dónde quedaba la tierra213. Pasaje de construcción perfecta, va de la denuncia de la superficialidad femenina a la indignidad de la «inteligencia» del país, terminando con la

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figura grotesca del compositor de marchas fúnebres perdidamente borracho. De esta manera el novelista destruye la falsa dignidad del poderoso. La escena concluye con una imagen inquietante de luz y sombra, sobre el repetido leit motiv con que Asturias denuncia la condición demoníaca del favorito, ángel de las tinieblas: «Cara de Ángel se abrió campo entre los convidados. Era bello y malo como Satán»214. Acudiendo siempre a la nota ridícula el narrador denuncia las reacciones del mandatario frente a su pueblo. Hombre de orígenes humildes, firme en el poder, no le gusta que nadie le recuerde su condición pasada. Cuando la «Lengua de Vaca», en su disparatado discurso encomiástico, le llama «Hijo del pueblo», su reacción es instintiva, debido también al significado insultante que la expresión puede sobrentender; inmediatamente la adulación del favorito procura aplacarlo con una habilidad servil, que estigmatiza la naturaleza despreciable de Cara de Ángel: El amo tragó saliva amarga evocando tal vez sus años de estudiante, al lado de su madre sin recursos, en una ciudad empedrada de malas voluntades; pero el favorito que le bailaba el agua, atrevió en voz baja: -Como Jesús, hijo del pueblo...215. Asturias se divierte visiblemente con sus personajes, los mantiene en su poder como títeres y va destacando de ellos las notas negativas hasta aniquilarlos. En páginas sucesivas de la novela denuncia no solamente la naturaleza malvada, el «gallismo» impotente del Presidente, sino su cobardía. Es cuando, durante la fiesta, un bombo rueda por las escaleras de palacio, difundiendo un subitáneo terror entre los invitados; mientras los militares sacan sus revólveres y los demás huyen en confusión, desaparece también el dictador: «Lo que ninguno pudo decir fue por dónde y a qué horas desapareció el Presidente»216. La índole cruel del personaje se manifiesta en todos sus actos: tanto en la condena de su viejo y un poco atolondrado secretario a ser apaleado, por haber inadvertidamente vertido tinta sobre sus papeles, como en la persecución diabólica, gato que juega con el ratón, de Cara de Ángel, con el plan de hacerle morir en la cárcel atormentado por la sospecha de que su mujer haya podido llegar a ser de veras su amante. La miseria gris del Señor Presidente la denuncia Asturias acudiendo a lo grotesco y a una eficaz simbología. Después de muchas páginas de la novela, en las que el personaje había quedado como en la sombra y sólo se había advertido su presencia a través de sus obras negativas, el dictador vuelve a aparecer, con ocasión de otra fiesta en palacio, completamente borracho: «Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero»217. El hombre frío y cruel es ahora sólo un fantoche miserable. Asturias se ensaña contra él haciéndole naufragar en lo repugnante. La abundante bebida deja al desnudo su naturaleza mezquina, su vulgaridad. Significativo es que vomite sobre el traje de su favorito y el escudo de la patria, visible en el fondo de una palangana que su ayudante le alcanza a toda prisa. La distorsión de valores hace que el secretario se felicite con Cara de Ángel por la ducha recibida, señal de reconciliación.

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Los personajes que rodean al déspota son estudiados por el narrador y presentados en una negatividad que no puede dejar de reflejarse también sobre su figura. De manera especial Asturias denuncia, acudiendo a la caricatura, la retórica de la propaganda política, característica siempre de los regímenes dictatoriales. Con ocasión de una de las acostumbradas reelecciones del Presidente, un seudo-poeta, en una fonda de mala muerte, lo define, con discurso incoherente, un «Pro-hombre de Nitche, el Superúnico», un «hipersuperhombre», un «superciudadano», un «aurigasuper-áulico» que ahora y siempre guiará el carro de la patria, y a continuación trata de lo que se debe entender por democracia en América: La democracia acabó con los Emperadores y los reyes en la vieja y fatigada Europa; mas, preciso reconocer es, y lo reconocemos, que transplantada a América sufre un injerto cuasi divino del ser Superhombe y da contextura a una nueva forma de gobierno: la Superdemocracia [...]218. Frente a tan increíble afirmación se explica como el americano Mister Gengis -uno de los pocos gringos positivos en la obra de Asturias- exclame: Mi gust-o cómo habla este poeta, pero yo cre-e que debe ser muy triste ser poeta; sólo ser Licenciado debe de ser la más triste cosa del mundo. ¡Y ya me voy a beber el otro whisky! ¡Otro whisky -gritópara este super-híper-ferro-casi-carri-leró!»219. Interesante es notar la minuciosidad con la que Miguel Ángel Asturias estudia a sus personajes, los usa y los tira luego al basurero del que son parte. No se trata solamente de gente pobre, y moralmente pobre, sino de los pilares sobre los que se rige toda dictadura: ejército, policía, magistratura. La iglesia en El Señor Presidente representa un papel mínimo; Asturias denuncia, naturalmente, la claudicación de altos prelados que rodean al dictador, pero en la novela asoma una figura positiva, la del arzobispo, el cual detrás de la ventana de su residencia bendice al Pelele asesinado220. Las «gloriosas empresas» del ejército sí tienen en El Señor Presidente espacio adecuado: es un ejército que no ha luchado nunca por la defensa de la nación; su radio de acción es el perímetro reducido de la casa prostibularia de doña Chon, donde acaba la pobre Fedina, vendida por el Auditor de Guerra a la matrona. «¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas»221, comenta el escritor; pero las balas van contra los presos, no contra los enemigos de la patria. Frecuentador del prostíbulo de doña Chon ha sido también, durante una larga época, el Señor Presidente. Asturias insiste sobre de la negatividad de los militares, a los que presenta en el ejercicio ordinario de su tareas: en el cuartel el oficial de guardia está sentado en una silla de hierro «en medio de un círculo de salivazos» y antes de contestar a una pobre india echa «un chorro de

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saliva hediendo a tabaco y dientes podridos»222. Ni siquiera el general Canales, víctima del dictador, escapa a la acción demoledora del narrador: su porte marcial, apenas aprende que es perseguido, se transforma en una «carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina»223. Tampoco recupera dignidad cuando, desde el exilio, el general prepara una expedición para derrocar al Presidente. Asturias no cree -lo confirmará en Los ojos de los enterrados- en el desinterés y el patriotismo de los militares, en su afán de democracia: sus empresas van siempre encaminadas a situarse en el poder. En cuanto a la policía, descontada su crueldad gratuita y obtusa, Asturias pone de relieve continuamente en sus representantes la falta de cualidades viriles. Si el esbirro que azota al Mosco habla «con voz de mujer», otro esbirro, Lucio Vázquez, de la policía secreta, se expresa «como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa»224, y tanto que su misma enamorada le toma el pelo cuando en su fondín el policía interpreta los gritos de la Chabelona como si fueran los de un hombre; la mujer se le dirige «con retintín»: «¡Señor! [...] ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita»225. La esposa misma de Genaro Rodas le reprocha a su marido que mantenga amistad con semejante sujeto, del que la inquieta la virilidad dudosa: «¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!» Y nuevamente: «¡Ah! yo sé lo que digo, nada buenos son esos hombres que hablan como tu amigote con vocecita de gallo-gallina»226. No menos negativo es el informador del Señor Presidente: «Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín»227, lo que sobrentiende siempre afeminamiento. En su empeño para destruir al personaje Asturias insiste también sobre detalles sucios de los ejecutores de las malas obras del Señor Presidente. En la escena vemos aparecer de nuevo al polizonte Lucio Vázquez: frente a la mujer a quien quiere enamorar él se dedica a jalarse «una tela indespegable que sentía entre el galillo y la nariz», y la mujer le reprocha duramente su suciedad228. También el Auditor de Guerra, tan cruel y autoritario en sus funciones represivas, es representado en la intimidad de su casa como un pobre hombre, goloso y sucio: vive en un piso lleno de cucarachas, gobernados la casa y él por una vieja sirvienta desaliñada que se mueve arrastrando obsesivamente sus zapatillas, le tutea protectiva y le trata como si fuera un niño. Con pericia el escritor lleva a cabo el proceso destructivo del personaje, presentándolo mientras bebe golosamente su chocolate de arroz, «con una doble empinada de pocillo», para tomarse hasta el asiento, limpiándose luego con la manga de la camisa el bigote «color de ala de mosca»; finalmente el hombre acerca la taza a la luz de la lámpara, para ver si queda algo todavía y la va examinando en la parte interna con el dedo. Hundido en una selva de papeles y códigos «mugrientos», el personaje es «silencioso y feo, miope y glotón». Y de nuevo la nota híbrida, unida a la surreal: no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases sociales, hasta de las más humildes y miserables»229.

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Durante el interrogatorio de la infeliz Fedina, el mismo Auditor de Guerra presenta características animales: «los ojos de sapo crecidos en las órbitas»230. No menos negativo en sus características el amanuense, cuya tarea es tomar nota de las declaraciones de la prisionera. Asturias lo presenta mientras observa a la mujer, con cara «pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos»231. El escritor insiste sobre un detalle negativo del empleado durante el interrogatorio, el de chuparse las muelas, en espera casi sádica de las declaraciones arrancadas con la fuerza: «El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz»232. Asturias, observador atento, con éxito matiza negativamente los instrumentos de un poder inhumano y corrupto, denunciándolo como responsable de la perversión monstruosa que todo lo destruye, en un país donde el delito es el único medio para captarse la protección del déspota. Al mayor Farfán, caído en desgracia, el mismo Cara de Ángel le aconseja que encuentre una manera para halagar al Señor Presidente y el pensamiento de ambos corre de inmediato al crimen: «El delito de sangre era el ideal, la supresión de un prójimo constituía la adhesión más completa del ciudadano al Señor Presidente»233. Esto quería decir consignarse en sus manos. El delito fue una constante en el largo período de gobierno de Estrada Cabrera, si atendemos a lo que escribe Rafael Arévalo Martínez en ¡Ecce Pendes!, de acuerdo con una política de esclavización del individuo para transformarle en dócil instrumento. En un mundo dominado por el terror, donde, sin embargo, todavía sobreviven valores incontaminados, domina la figura del demoníaco dictador. Agiganta su presencia el temor instintivo de sus subditos, en noches de pesadilla, en las que únicamente resuena el ruido de las armas de incansables centinelas que velan por la seguridad del Señor Presidente, personaje que, en la fantasía popular había asumido la dimensión misteriosa y mítica denunciada por el novelista, pues no se conocía su domicilio y se pensaba que habitaba «muchas casas a la vez», ni se sabía como dormía, «porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano», y tampoco a qué hora, «porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca»234. El pueblo aterrorizado suponía que estaba siempre despierto y que nada se le escapaba a sus oídos. En una lograda representación surreal Asturias lo describe conectado con un bosque de árboles de orejas: «Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba con cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos»235. El mundo alucinante de la dictadura se construye en El Señor Presidente a través de una serie de logros creativos extraordinarios: una atmósfera obsesiva y cruel en la que el individuo se ve perdido.

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Por tu inmóvil música hechizado En su libro, La llama doble, donde trata de amor y erotismo, Octavio Paz afirma que Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica236. Del Romanticismo al Modernismo la concepción de la mujer, y por consiguiente del amor, cambia radicalmente en Hispanoamérica, aunque, como es el caso de Amado Nervo, puede persistir en la nueva tendencia la imagen de la esposa ejemplar, de la que parecería blasfemo alabar algo que aluda directamente al cuerpo más allá de lo honesto. Esposa, la mujer es una madre en ciernes, santa e inmaculada. Para fortalecer esta imagen existe otra contraria, negativa, la de la «mujer perdida», que sin embargo la orientación solidaria, de condena hacia la sociedad, transforma en víctima. En la muy beata sociedad hispanoamericana, la poesía no presenta más que a mujeres recatadas y honestas. Hasta en la poesía gauchesca la mujer es imagen de una hermosura que sobrentiende pureza y tiene su punto de referencia en la Virgen: Estanislao del Campo, en el Fausto, compara a la protagonista con lo que de más puro estamos acostumbrados a pensar: «aquello era / mirar a la Inmaculada»237. Con el Modernismo la mujer va poco a poco asumiendo un papel distinto. No tanto se la celebra como esposa y madre honrada, sino que empieza a ser un «objeto» de atracción sexual, que el hombre admira y desea. A pesar de ello, no todos los que solemos considerar «iniciadores» de la tendencia modernista se atreven a cambio tan radical. Martí celebra, en «La niña de Guatemala», su enamorada de un día como un ser fantasmal ya entregado a la muerte238. En otro poema de Versos sencillos -«Mucho, señora, daría...»- describiendo a una mujer deseada, lo más erótico que presenta es la «cabellera bravía», el «lujoso cabello» que baja «sobre la oreja fina»; el poeta insiste sobre este elemento corporal con intención erótica: «La oreja es obra divina / de porcelana de China». Lo que más desea Martí es desatar esa cabellera con moroso detenimiento, «hilo por hilo», sobre el cuello «desnudo» de la mujer. A ella el enamorado poeta tiende no tanto movido por el amor, como por el deseo, aunque lo disfraza bajo la exaltación de la belleza femenina, que evita recargar sensualmente. No estamos todavía ante una mujer que se vale de sus artes para atrapar a su víctima. Siquiera la bailarina española239 que entusiasma a Martí por su habilidad y hermosura, y ante la cual siente un rechazo sólo de orden político, presenta elementos más carnales; el poeta se limita a subrayar en ella la nota altiva y romántica de su extraordinaria belleza: «soberbia y pálida llega»; lo que de la mujer se impone son «las llamas de sus ojos», más que la bata blanca que ofrece cuando en la danza «abre en dos la cachemira», el lento movimiento del «pie ardiente» y el repicar de sus tacones en la tabla, como si fuera «tablado de corazones».

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Estamos todavía muy lejos de la mujer de Salvador Díaz Mirón, «embriagadora como el vino», como la canta en «A ella», aunque tampoco el poeta mexicano se atreve a más240. Habrá que llegar a Manuel Gutiérrez Nájera para encontrar, en «La duquesa Job», a una mujer realmente atractiva por su femeninidad, «Ágil, nerviosa, blanca, delgada»; el poeta se atreve hasta a presentarla perezosa en la cama, y luego cuando «ligera, del lecho brinca», ofrece en ella una sugerente imagen, moderadamente sensual: «¡Oh, quien la viera cuando se hinca sobre el colchón»241. Una descripción más atrevida nos da Nájera en el poema «París, 14 de Julio», donde presenta a una mujer objeto de placer, desde el comienzo atractiva, en una postura que, de cierta manera, nos hace pensar en el conocido cuadro de Salvador Dalí, «Muchacha en la ventana», con algo más de acentuación erótica: «En camisa», Rosa, «fatigada y calurosa / por lo mucho que ha dormido», el pie «en el pantuflo escondido», se acerca al balcón y lo «entorna [...] curiosa». La fiesta patriótica está destinada a concluir en una fiesta de amor. El amante cumple con los antojos de la mujer -una «griseta»- para que entre sus brazos «ondule» en la danza y luego todo concluya en la alcoba, no sin antes un pasaje voyeurista. No faltará en el Modernismo quien irá todavía más lejos, como Julián del Casal, cuando, en «Mis amores», al expresar sus gustos exóticos por el bronce, el cristal, la porcelana, los tapices «pintados de oro y flores», las «brillantes lunas venecianas», las «bellas castellanas», las canciones «de los viejos trovadores, los «árabes corceles voladores», las «flébiles baladas alemanas», el «rico piano de perfil sonoro», el sonido del cuerno «en la espesura», el «pebetero de fragante esencia», añade el lecho donde la mujer ha perdido su virginidad242. Muy cerca estamos de la extremada pasión erótica de Rubén Darío. No tanto del famoso cantor de los amores míticos de Leda y los cisnes, o de los Centauros, ni del sensual prurito de la «Marquesa Eulalia», sino del apasionado erotista de lo exótico, enamorado de Francia y más de las bellezas de Clodión que de las de Fidias; bellezas carnales, pecaminosas, como se expresa en «Divagación», de Prosas Profanas243, en el orgiástico delirio de múltiples amores -teutónico, hispánico, oriental, etíope, negro, además de italiano y francés-, dando voz a la exaltación de la sensualidad como expresión estética, deteniéndose en lo misterioso para celebrar la universalidad del amor, iniciación, arte y liturgia: Ámame así, fatal, cosmopolita, universal, inmensa, única, sola y todas; misteriosa y erudita: ámame mar y nube, espuma y ola. Sé mi reina de Saba, mi tesoro; descansa en mis palacios solitarios. Duerme. Yo encenderé los incensarios. Y junto a mi unicornio cuerno de oro, tendrán rosas y miel tus dromedarios.

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Entusiasmos y pasiones destinados a atenuarse sólo en parte con la enfermedad y la edad, como demuestran los Cantos de vida y esperanza, donde un patético Darío rememora, todavía con nostalgia, sus empresas, en una insistente «sed de amor», debido a la cual, a pesar del «cabello gris», todavía intenta acercarse «a los rosales del jardín»244. El fin de la primera guerra mundial repercutió, como recuerda Octavio Paz, «en todos los órdenes de la existencia» e «inusitada» fue la libertad de las costumbres, sobre todo eróticas245. Acabado el espantoso conflicto era la alegría de volver a vivir; esto provocó una rebelión contra la moral burguesa, que se manifestó en las costumbres y en el arte y se reflejó también en la concepción del amor, por consiguiente en la poesía que lo cantaba. Aparecieron entonces algunos grandes poetas del amor «moderno», como lo llama Paz, «un amor que mezclaba el cuerpo con la mente, a la rebelión de los sentidos con la del pensamiento, a la libertad con la sensualidad»246, y «fue la erupción del enterrado lenguaje de la pasión»247. Rubén Darío dio también su contribución a ello, pero fueron algunos poetas de la Vanguardia los que más contribuyeron a una visión nueva del cuerpo femenino y del amor. Bretón fue uno de los principales representantes de la nueva visión, interpretando la que el ensayista y poeta mexicano define «función subversiva del amor»248. En Hispanoamérica el mismo Paz fue, en su primera época, uno de los grandes cantores del amor. Su poesía alcanza en el tema inéditos acentos, matices refinados, en un juego de múltiples luces. Su concepción de la mujer, cuyo atractivo erótico campea, está cargada de filosofía, se presenta carnal y divina al mismo tiempo, «entre verdores dorada»249; su cuerpo es «un día derramado» y contemporáneamente «noche devorada»: el poeta-amante la describe sin falsos pudores, «Mundo» que le resucita y le vence: «inerme ante tu gracia / y por tu inmóvil música hechizado»250. En la concepción de Octavio Paz el amor, además de ser comunión con el mundo, es constante origen de muerte; lo expresa en «Raíz del hombre»: «no hay vena, piel ni sangre, / sino la muerte sola: / frenéticos silencios, / eternos, confundidos, / inacabable Amor manando muerte»251. Eros y Thanatos estrechamente unidos, y es, expresada con filosofía más profunda, la misma angustia que experimentaba Darío. La modernidad añade al concepto del amor, o resucita, esta dimensión trágica. Si Delmira Agustini levantaba, en Los cálices vacíos, un canto de encendido erotismo252, Gabriela Mistral cantaba, en los Sonetos de la muerte, la suerte trágica de un amor acaso nunca existido253, y Juana de Ibarbourou, en El cántaro fresco y Raíz salvaje, se hundía en un panteísmo feliz, donde el amor encontraba su natural territorio254, un poeta como César Vallejo expresaría en este tema una variedad de tensiones que le llevarían, desde una inicial visión idealizada de la mujer, en contraposición a la Afrodita de Pierre Louys -su lectura del momento, como informa Juan Larrea255-, a una encendida pasión, que pronto derivaría en desilusión, identificándose con la muerte. En «El poeta a su amada», de Los heraldos negros, escribe: «Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos; / se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura; / y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos». En «Desnudo en barro», del libro citado, el poeta identifica el sexo con

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la tumba: «¡La tumba es todavía / un sexo de mujer que atrae al hombre». Para Vallejo, en «El tálamo eterno», el beso es renuncia a una vida entendida como agonía: «cada boca renuncia para la otra / una vida de vida agonizante»; la mujer es compenetración universal, como la tumba, «donde todos se unen / en una cita universal de amor». El nicaragüense Joaquín Pasos llegará a ver en la desnudez estimulante y atractiva de la mujer algo que recuerda «la dulzura de los gusanos» que «pronto comerán victoriosamente» su cuerpo256; para él la mujer es un «animal que agita las aguas del alma», que atrae y destruye al mismo tiempo; desnuda es una «gran flor de sueño»; en la sustancia es «sólo un vacío desnudo/ en forma de una muchacha»257. Desde el comienzo de la renovación poética, hasta sus expresiones más tardías, domina en Hispanoamérica, sobre el tema de la experiencia amorosa, el quevedesco «anuncio de la muerte». La conquista de la libertad en la representación del cuerpo femenino y el acto del amor es, en realidad, en la poesía nueva del siglo XX, salvo contados casos, como en José Coronel Urtecho celebrador del amor doméstico258, acentuación de una problemática en la que el amor se funde y se confunde con la muerte. El tema del amor encuentra, en el siglo XX hispanoamericano, su máxima expresión en la poesía de Pablo Neruda y va pasando, con el tiempo, en su experiencia personal y en su obra, de un intenso transporte juvenil, que se manifiesta en formas novedosas en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada259, al acentuado erotismo documentado en las Residencias en la tierra, y en fin, cuando el encuentro con Matilde Urrutia, a un sentimiento más profundo que renueva su vida y le hace declarar yo estoy con la miel del amor en la dulzura vespertina260. No todo, sin embargo, será felicidad; amor y desamor serán los que se contienden la sensibilidad del poeta en «La canción desesperada», que concluye los Veinte poemas; será tormento la pasión erótica, al final rechazada, pero siempre añorada, como atestiguan los poemas dedicados a Josie Bliss en las Residencias261 y el recuerdo vivo de esta misma mujer en el Memorial de Isla Negra262. Por otra parte, si el encuentro con Matilde abre en la vida del poeta una larga estación positiva y feliz, tampoco faltan iniciales contrastes, angustias que documentan Los versos del Capitán y sucesivamente los Cien sonetos de amor, debido a explicables temores, ahora, acerca de la permanencia, cuando ninguna fe en el más allá acompaña a la pareja. En el último de los Cien sonetos, sin embargo, el angustiado amante parece encontrar en el panteísmo una solución al problema; el singular Cancionero -construido con «madererías de amor», rivalizando con Petrarca-, se cierra con la representación vitalista del sentimiento eternizado; el poeta descubre a Matilde a través del verdor de las «esmeraldas», la contempla

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nacer en espigas, «con una pluma de agua mensajera». Un mundo de frescor permanente toma consistencia y el amor es una «nave navegando en la dulzura». En torno Ya no habrá sino todo el aire libre, las manzanas llevadas por el viento, el suculento libro en la enramada, y «donde respiran los claveses» los dos podrán fundar «un traje que resista / la eternidad de un beso victorioso»263. La preocupación por la muerte parece superada. Ya no inquieto el poeta es como si volviera a los tiempos remotos, cuando la pasión por la mujer recién despertaba y ella representaba la «fuente de la dulzura», cuando la plenitud del sentimiento se expresaba en los versos de «Alianza», de Tercera residencia: Sobre tus pechos de corriente inmóvil, sobre tus piernas de dureza y agua, sobre la permanencia y el orgullo de tu pelo desnudo, quiero, amor mío, ya tiradas las lágrimas al ronco cesto donde se acumulan, quiero estar, amor mío, sólo con una sílaba de plata destrozada, sólo con una punta de tu pecho de nieve. No hay que olvidar, sin embargo, que estos versos iban a la par, entonces, con los del largo poema «La furias y las penas», inspirado en el verso de Quevedo -gran lectura nerudiana- «Hay en mi corazón furias y penas...»264. La semilla de la inquietud nerudiana acerca del amor da frutos relevantes en el Memorial de Isla Negra, libro que el poeta entendía no menos importante que el Canto general para la historia de su poesía265. Evocando sus amores, Neruda dedica a las mujeres que en su vida tuvieron importancia, versos significativos, adoptando un sistema binario, por el cual, como en un espejo del desengaño, ellas aparecen antes en la estación vital del amor y luego como posiblemente serían en la actualidad. El sentimiento, filtrado por el tiempo, revela una realidad descarnada. Es como si el poeta hubiera decidido anular los fantasmas del pasado para ensalzar solamente a la mujer que transformó su vida y que celebra nuevamente en un largo fragmento final del Memorial y luego en otro libro poético, La barcarola. Continuará Neruda, hechizado por Matilde, insistiendo en una ilusión que él mismo, sin embargo, se encargará de

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destruir hacia el final de su vida, aunque sobre el episodio hasta su muerte se mantuvo el silencio. En época lejana él había afirmado que el corazón es una gran alcachofa, donde hay hojas para muchas mujeres266: su último gran poema, La espada encendida, lo documenta, aunque por mucho tiempo se creyó que la protagonista seguía siendo su esposa. No era así; en la pareja que sobrevive a la destrucción atómica del mundo y que vuelve a poblarlo a través del amor otra era la mujer267. Neruda, ya enfermo, no había resistido al atractivo femenino; por un momento, probablemente, se creyó victorioso y en la posibilidad de dar nuevo comienzo a su existencia: dice Rosía Desde toda la muerte llegamos al comienzo de la vida268. Rezaba el verso ya citado de Octavio Paz: «inacabable Amor manando muerte». El mismo Neruda debía darse cuenta finalmente de que todo era pura ilusión. Tiempos después escribiría, volviendo a su poeta preferido, frente a la nueva estación que florecía: «Sólo no hay primavera en mi recinto»269. Morirá más tarde en la desolación de un hospital, a raíz del golpe de Pinochet, acompañado por su fiel compañera, Matilde, añorando «su» mar, la «artillería / del océano golpeando las orillas», ese «derrumbe de turquesas» que tantas veces había cantado, «la espuma donde muere el poderío»270. El hechizo femenino había terminado. Fortuita es la circunstancia La figura de Borges y su obra son familiares hoy a todo el mundo culto. Tienen admiradores en todas partes, a cualquier orientación ideológica pertenezcan. Sería ciertamente confesión de incultura el desconocimiento de este autor271 y en su aprecio se pasan por alto las contradicciones del hombre, o mejor, más que contradicciones, el gusto de Borges por sorprender con declaraciones y actitudes que en ocasiones parecieron contrastar con su firme oposición al peronismo. La mayoría de sus admiradores optaron por definir sus actuaciones sorprendentes como excéntricas. Y sin embargo, a quienes pasaban por alto, con magnanimidad, las «extrañezas» borgesianas se les escapaba la verdadera naturaleza del compromiso del escritor: compromiso con el hombre y por ende consigo mismo. Los que realizaban hábiles distinciones para rescatarlo políticamente, no se daban cuenta de que, precisamente por este motivo, los lectores sentían más cerca de sí al personaje contradictorio y aceptaban no sus provocaciones sino el mensaje profundo, con el cual se identificaban. Impávido en su ceguera, Borges superaba sereno las situaciones más conflictivas, derrotando a sus críticos y enemigos. Quien ha tenido la

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oportunidad de ver en Buenos Aires la modesta sede de la antigua Biblioteca de la que fue director -hasta que lo despidió Perón-, sobre todo si la compara con la monumentalidad y la belleza de la nueva Biblioteca Nacional, recibe una impresión que bien se aviene con la grandiosa modestia en la que Borges ha transcurrido toda su vida, a pesar de los triunfos de la fama; se da cuenta de que su espacio en el mundo ha sido todo interior, ámbito en el cual maduraron sus reflexiones no tanto en torno a la posible felicidad en la tierra -como lo hizo Neruda en sus repetidas utopías-, sino relacionadas con el complicado ser humano y su límite, que los ruidos de la vida en vano intentan ocultar. A este propósito se explica la influencia de Quevedo también sobre el escritor argentino, aunque acerca del gran autor del Siglo de Oro Borges no se ha expresado nunca con especial entusiasmo, sobre todo en sus últimos tiempos; al contrario, con singular dureza ha afirmado que, de vivir en el siglo XX, el satírico español hubiera sido franquista, nacionalista y en Buenos Aires peronista272. De Quevedo, Borges admiraba la fuerza verbal, mientras muy severo era su juicio acerca del filósofo, el teólogo y el político273. En cuanto al poeta, rechazaba su producción amorosa y la sátira contra las mujeres, como expresión de una artificiosidad voluntaria, mientras apreciaba los poemas «que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño»274. Es éste el sector de la producción de Quevedo que más profunda huella deja en el poeta argentino, el cual considera las composiciones que lo constituyen «objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata», su autor «el primer artífice» de las letras hispánicas y como Joyce, Goethe, Shakespeare, Dante, «menos un hombre que una dilatada y compleja literatura»275. Cuales los contactos reales que existen entre Borges y Quevedo ha sido ampliamente demostrado276; la obra poética toda del argentino afirma una identidad de clima espiritual entre los dos personajes, cada uno, para emplear las palabras del mismo Borges, «innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo»277. Entre toda la producción artística de Borges mis preferencias han ido siempre a los textos que desarrollan las reflexiones indicadas, y en ellos sobre todo a la poesía, que se construye sobre cosas aparentemente mínimas y que, en realidad, tienen un significado profundo. Una producción por mucho tiempo poco estudiada. La narrativa, más conocida y celebrada, aunque rica en pensamiento y atractiva por temas, me ha parecido siempre menos sugestiva que la poesía, cuya esencia es la meditación y que implica inmediatamente al lector. No inútilmente Borges ha subrayado, en el breve prólogo a Fervor de Buenos Aires, lo fortuito del acto creativo: «fortuita es la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios poéticos y yo su redactor»278. En este sentido los pronombres se vuelven inseguros y la poesía acomuna con inmediatez artista y lector, interpretando al hombre en su significado más profundo. Probablemente esta atracción se realiza debido a un mestizaje cultural único en el ámbito americano, que se nutre sobre todo de lo europeo. Educado en Europa, Borges no deja de mirar hacia ella, hacia una cultura que vuelve mito y que, llevada al territorio argentino, le permite afirmar su originalidad en esa área

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cultural como prolongación relevante de Europa, de la que atesora culturas neolatinas y anglosajonas, eslavas y judías. La impresión que el lector de la poesía borgesiana obtiene es esencialmente de conjunto; difícilmente va aislando libros, porque el discurso poético no se interrumpe, desarrolla una continua meditación, trata problemas que están en la raíz del individuo. En el prólogo a La moneda de hierro ha afirmado con singular modestia, que cada uno de sus nuevos libros no vale mucho más ni mucho menos que los que lo han precedido. En cada momento su poesía expresa la condición de un hombre aparentemente perdido, desamparado frente al mundo. El poeta crea sus mitologías o las combate y el significado de su creación se afirma como unidad, con textos que han llegado a constituir un patrimonio vivo para el lector: «Las calles», «El Sur», «Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad», «La noche que en el Sur lo velaron», «El reloj de arena», «Ariosto y los árabes», «Mateo XXI, 30», el «Poema de los dones», donde la Biblioteca acentúa su significado mítico y la ceguera es superada como privilegio de la «maestría» de Dios: Nadie rebaje a lágrima o reproche Esta declaración de la maestría De Dios, que con magnífica ironía Me dio a la vez los libros y la noche. Desde este momento Borges se identifica con ese «Guardián de los libros», de Elogio de la sombra, el cual, incapaz de leer, se consuela pensando que todo lo imaginado y lo pasado «ya son lo mismo»; en los altos anaqueles están, «cercanos y lejanos a un tiempo, / secretos y visibles como los astros», los libros y las maravillas que encierran. No lee: piensa y reflexiona. Si Neruda afirmaba haber encontrado en la poesía de Quevedo expresados ya los problemas que le atormentaban y que no había sabido formular279, en la poesía de Borges vive activo un Heráclito-Quevedo, con su río que no cesa, y el lector encuentra expresadas sus preocupaciones, sus propias angustias. Las afirmadas metáforas, los laberintos, las agudas percepciones de un ritmo universal que siempre es problema, se mezclan en sus poemas con antiguas sugestiones vueltas mitología vital: las espadas, las gestas del antiguo mundo sajón, que reviven en el no menos mítico clima de la guerra por la independencia argentina, el halo heroico de la batalla de Junín, donde un antepasado del poeta se portó con valor encontrando la muerte; antepasado con el cual, sugestión de la espada sobre el tímido hombre de letras, el escritor se identifica: Soy un vago señor y soy el hombre que detuvo las lanzas del desierto.

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Se ha dicho que Borges reconoce un primado a las armas y que esto quiere indicar desconfianza en las letras, la imposibilidad del «Hacedor» para dar una respuesta a la crisis de identidad del hombre contemporáneo. De ahí el significado salvífico de las mitologías cultivadas, por encima del insistente peso de la sombra, la ceniza, la muerte, a cuyo propósito el argentino ha dado, en «El Inmortal», una interpretación partícipe: La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable, de lo azaroso280. Con razón Ana María Barrenechea pone de relieve que Borges en este pasaje de «El Inmortal» ha manifestado «Toda la angustia de las horas que aniquilan al hombre y a los recuerdos del hombre, toda la poesía que encierra la insinuación de la humana fugacidad»281. Diría también la ternura que despierta saber el hombre impotente y solo frente a los acontecimientos, en poder del azar. Si todo confluye en la afirmación de lo efímero de la vida, algo sin embargo queda del ejercicio de las letras y la espada: una muerte heroica, un verso transmitido en el tiempo, aspiración última del mismo Borges, como le ocurrió felizmente a ese mínimo poeta de 1897, recordado en «A un poeta menor de la Antología», de El otro, el mismo: Dejar un verso para la hora triste que en el confín del día nos acecha. Hacia las armas la pasión de Borges se nutre del mito de sus antepasados y del deseo de heroísmo propio del hombre no de acción; las armas no constituyen una evasión, sino el medio para afirmar la memoria de sí, aspiración universal, reemplazado en el hombre de letras por la creación artística. La angustia de desaparecer sin dejar huella atormenta desde siempre a los vivientes. A esta angustia ya había dado forma dramática en América la poesía del pasado más remoto: en el mundo precolombino los cantores del área náhuatl se interrogaban sobre el por qué habían venido a vivir tan brevemente en la tierra; no menos dramáticamente se han expresado los poetas contemporáneos: pensemos en Neruda o en Paz, el primero obsesionado por una búsqueda infinita de permanencia, el segundo convencido de que «vivimos entre dos paréntesis»: nacer y morir. Borges subraya aún más, por su parte, el límite, la situación crítica del hombre, su condición de héroe por el simple hecho de vivir.

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Tampoco representa una evasión la preferencia que el autor argentino muestra por ciertos sectores de la literatura europea, en particular por la literatura italiana: si el antiguo mundo de las literaturas germánicas satisface sus ambiciones de linaje y sus aspiraciones heroicas, la literatura italiana le ofrece sugestivos motivos para la reflexión y el sueño: Dante y la Divina Commedia, Ariosto y el Orlando Furioso282 son puntos eminentes de referencia. Bien sabemos que Borges consideraba la aparición de Dante y la Commedia el acontecimiento más importante de todos los tiempos; él situaba al «divino poema» inmediatamente después de la Biblia y los Evangelios; afirmaba que lo había leído completo muchas veces, a pesar de desconocer el italiano283. En una entrevista declaraba Dante su maestro y afirmaba que la Commedia era, con toda probabilidad, la obra «máxima de la literatura»284, y puesto que el entrevistador le recordaba como en el «Poema de los dones» había individuado una especie de traducción de algunos versos del Purgatorio, «Como aquel capitán...», Borges había continuado en italiano: «fuggendo a piedi e «nsanguinado il piano»285, demostrando concretamente su conocimiento. La Divina Commedia, afirmaba, no lo llevaba al Infierno, sino al Universo286. Y que Borges conociera en profundidad el poema lo confirma la inteligencia de sus ensayos dantescos287, donde aparece claro que el libro famoso había llegado a ser para él no un motivo de culta divagación, sino un libro de altas aventuras del espíritu, en cuya interpretación se ejercitaban sus arraigadas mitologías y sus abundantes lecturas, sobre todo de literatura inglesa. En una ocasión declaró que la Divina Commedia era una ciudad que nunca habríamos logrado explorar completamente y que el terceto más repetido y gastado habría podido, una tarde, revelarle a él quien era o qué era el Universo288. Borges entendía el poema de Dante no como obra de un hombre, sino fruto de los movimientos, los «tanteos», las «aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano»289; un libro no de absolutas certezas, sino que mantenía vivo el misterio. Misterio hacia el cual tiende igualmente el lector. A la atracción de la aventura del espíritu y del sueño responde la pasión borgesiana por Ariosto y el Orlando Furioso. El documento de mayor interés sobre el tema es el largo poema «Ariosto y los árabes», que Borges incluye en 1969 en El otro, el mismo, libro que recoge su producción poética del período 1930-1967. En el Manual de zoología fantástica, escrito con Margarita Guerrero y publicado en 1957, Borges no había olvidado al Hipogrifo: del Orlando Furioso citaba, prosificándola, la «descripción puntual», que definía «escrita como para un diccionario de zoología fantástica», y reproducía una octava del texto italiano, la que describe el asombro de los que ven pasar en el cielo una «alta meraviglia», difícil de creer: «un gran destriero alato, / che porta in aria un cavaliere armato»290. Para apreciar adecuadamente la sustancia de lo que significó para Borges el Furioso, hace falta acudir al mencionado poema «Ariosto y los árabes», donde el poeta trata del «libro», que estima imposible para un hombre si no concurren «la aurora y el poniente, / Siglos, armas y el mar que une y que separa». El poeta estima que Ariosto ha entendido esto perfectamente y que «en el ocio de caminos / De claros mármoles y negros pinos», fue absorbiendo el aire lleno de sueños de su Italia, cansada por siglos de

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guerras, y les dio realización poética, volviendo «a soñar lo ya soñado». Hace falta recordar nuevamente lo que Borges afirmó en el prólogo a Fervor de Buenos Aires, acerca del carácter fortuito de la circunstancia de ser poeta o lector: en Ariosto él ve al artista que transmite una cultura secular y el fruto de la capacidad humana de soñar; lo siente cercano en cuanto intérprete de una larga historia de la humanidad y de la necesidad del sueño. Sus mitos, sus personajes, sus interpretaciones, afirma, son producto del tiempo, y del azar su ser poeta: Ariosto fue un fortuito soñador de lo ya soñado. La guerra y las fantasías, en los confines remotos de tierras legendarias, dieron vida a héroes y heroínas, a animales aterradores o maravillosos, como el «corsiero alato»; la fantasía, la imaginación, llevó Ariosto a ver la tierra como desde el Hipogrifo, entre la realidad y la luna, descubriendo delicadamente, «Como a través de tenue bruma de oro», en el mundo, «un jardín que sus confines / Dilata en otros íntimos jardines», debido a los amores de Angélica y Medoro. De esta manera, como por efecto del opio, «Pasan por el Furioso los amores / En un desorden de calidoscopio». Borges experimenta un verdadero placer leyendo, pensando el Furioso. Su poesía se enriquece en valores cromáticos cálidos y refinados; una poesía suspendida entre realidad e irrealidad, traspasada por el duro chocar de las armas, pero hecha también más leve y transparente por el paisaje renacentista y el hálito del amor. Magia y encantamiento aparecen como depurados a través de una ironía sutil, en la arquitectura perfecta de una construcción ficticia, como lo es la vida, El singular castillo en el que todo Es (como en esta vida) una falsía. Según Borges Ariosto posee una virtud singular, la de transformar mágicamente las escorias, el «indistinto / Limo que el Nilo de los sueños deja», en un «resplandeciente laberinto». El Orlando Furioso es un «enorme diamante» en el que un hombre puede perderse «venturosamente», «por ámbitos de música indolente. / Más allá de su carne y de su nombre». Pero, observa, detrás del poema ariostesco toda Europa se perdió: el autor del «sueño soñado», hizo soñar a su vez a infinitos hombres, no solamente en Occidente. Recogiendo la gran mies de lo soñado, el Furioso dio otros frutos en Oriente: las historias fantásticas y refinadas, pero también crueles, de las Mil y una noches, que acabaron por sustituir al poema mismo. También Borges sueña este mundo soñado, la «famosa gente / Que habita los desiertos del Oriente / Y la noche cargada de leones», siente profunda la sugestión del poema ariostesco en cuanto representa, como cada libro de la Biblioteca, el tiempo inmóvil de la eternidad, que se afirma sobre la transitoriedad humana:

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En la desierta sala el silencioso Libro viaja en el tiempo. Las auroras Quedan atrás y las nocturnas horas Y mi vida, este sueño presuroso. Siempre lo pasajero. Frente a la transitoriedad humana está, sin embargo, la obra de arte, el Orlando Furioso, imagen perfecta de lo eterno, en cuanto la Biblioteca perdurará, «iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta»291. Más allá de estos mínimos y altos consuelos, «La hora triste», el acecho, la condición de fantasma, lo irrecuperable, lo fortuito, son temas que en la poesía borgesiana invitan a la reflexión, a la medida de sí mismos. Ejercen inmediata sugestión, en «La noche que en el Sur lo velaron», los vestigios de quien ha cesado de vivir. El lector participa de la emoción por las minucias domésticas, las «menudas sabidurías» que «en todo fallecimiento de hombre se pierden»; Borges las detalla en «unos libros», una llave, un cuerpo entre otros cuerpos, y en torno una noche «minuciosa de realidad», un tiempo «abundante», la congoja de «la prolijidad de lo real». Con razón Heráclito, evocado en «El reloj de arena», veía en el deseo de eternidad del hombre «nuestra locura». La clepsidra, la arena, son símbolos eficaces, destinados a poner remedio a la locura humana, en la adquirida conciencia de que «Todo lo arrastra y pierde este incansable / hilo sutil de arena numerosa», que arrollará igualmente al poeta, «fortuita cosa / de tiempo, que es materia deleznable». Deriva de los temas ilustrados el hecho de que, entre los libros de prosa de Borges, las preferencias del lector, o de ciertos lectores, como yo, vayan a los textos que tratan del destino, del tiempo, del sueño, del tema sugestivo e inquietante del eterno retorno, expresión de una filosofía que implica toda la vida. En la Historia de la eternidad el escritor argentino considera el tiempo desde un doble punto de vista: el humano, que permite captar la fugacidad del ser, y el divino, para el cual, frente a los «objetos del alma», en los cuales existe una sucesión temporal, está la absoluta contemporaneidad, en cuanto la inteligencia divina comprende juntas todas las cosas, de modo que «El pasado está en su presente, así como también el porvenir. Nada transcurre en ese mundo, en el que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condición»292. Borges interpreta la vida humana como un laberinto, constituido por varias existencias. Pasado, presente y futuro coexisten desde siempre, son una misma cosa, por más que se manifiesten separados. En «Las ruinas circulares», de Ficciones, él entiende demostrar que la realidad humana es pura ilusión, sueño solamente de un ser superior: el mágico, «con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo»293. En la Historia de la eternidad ésta es sólo «un juego o una fatigada esperanza»294, dentro del inquietante tema del

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tiempo, problema que comprende también la teoría del eterno retorno, que Borges trata en «La doctrina de los ciclos» y en «El tiempo circular». El tema del eterno retomo aparece en «La noche cíclica», en el sentido de desdoblamiento, está presente en el «Poema de los dones», en «Borges y yo» de El Hacedor, en la narración «El otro», de El libro de arena, donde Borges se presenta soñado por sí mismo, regreso sugestivo a Las ruinas circulares. Esta temática hace que los escritos de Jorge Luis Borges inquieten positivamente al lector, en el sentido de que lo inducen a pensar y a moderarse, lo hacen partícipe de una filosofía que educa a vivir. Es ésta la huella profunda que la obra del gran escritor está destinada a dejar, una huella que se manifiesta en toda su producción artística, en la poesía y en las narraciones, en los cuentos fantásticos y en los policíacos, textos que parecen vivir de una realidad irreal y que siempre contemplan el destino humano, el enigma, lo transitorio y lo eterno. En las narraciones borgesianas domina una extraordinaria lucidez intelectual; el ejercicio de la inteligencia sostiene un juego dialéctico que fascina al lector. Atraído por el misterio, Borges pretende penetrarlo y lo logra después de haber prospectado una multiplicidad de soluciones posibles. Ejemplo relevante es el cuento «Hombre de la esquina rosada», hacia el cual el escritor ha manifestado varias veces su insatisfacción, acaso por haber acudido al lenguje popular, pero que es uno de sus textos narrativos de mayor interés, incluido más tarde en Historia universal de la infamia. En este cuento no interesan tanto el delito y su solución, como las consideraciones frente al hombre asesinado; dice una mujer de entre los curiosos: «-Para morir no se precisa más que estar vivo»; y otra comenta: «-Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas»295. Más tarde en la narración «El jardín de los senderos que se bifurcan», incluido en Ficciones, Borges alcanza un notable resultado dentro del género policíaco, tomando a motivo los preliminares de un delito que, como declara, no será posible descifrar hasta el último párrafo296. Lo fantástico domina en «La lotería en Babilonia», donde la ciudad es «un infinito juego de azares»297, y en «La Biblioteca de Babel» un «universo» donde todo está escrito, certeza que «nos anula o nos afantasma»298. Más que lo fantástico domina en los textos narrativos de Borges el enigma; así es en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en el «Examen de la obra de Hebert Quain». Y «Pierre Ménard, autor del Quijote» se embarca en una singular y fútil empresa con la que «resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre»: la repetición, «en un idioma ajeno», de un libro preexistente299. Todas las narraciones de Borges, al igual que su poesía, presentan un sello metafísico. En El Aleph la valencia esotérica de los símbolos es ayuda eficaz para la tratación de temas de valor universal partiendo de un dato ocasional. Las distintas narraciones tienden a resumir el universo, puesto que el Aleph representa, según la Cabala, al hombre como unidad colectiva. Pero todo es huidizo y lo que se ve acaso no sea siquiera apariencia, puesto que nuestra mente es «porosa para el olvido», todo se falsifica y se pierde300. En El Hacedor Borges ha señalado la heterogeneidad del cuento, declarando

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que su libro es una «silva de varia lección», y ofrece al lector la explicación de lo que significa para él escribir: Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara301. Todo escrito es autobiográfico. Libro de gran significado El Hacedor, como lo es, por otra parte, El libro de arena, con sus cuentos que introducen en una realidad posible e improbable a un tiempo. De singular nivel imaginativo pueden considerarse la narración «El Congreso», utopía desorbitada de una asamblea representada por toda la escena y todos los instantes del mundo, y «El libro de arena», texto imposible de innumerables hojas, libro monstruoso de distancias infinitas y, como la arena, sin principio ni fin, en el bosque librario de la Biblioteca. De toda su obra, poesía y prosa, Borges es el verdadero y único protagonista. Los problemas del hombre, del destino, de la realidad y el sueño, de Dios, el tiempo, el eterno retorno, son sus problemas y a un tiempo nuestros problemas. El «fortuito» escritor interpretándose nos ha sabido bien interpretar. Los años se hicieron aire Poeta y narrador, Homero Aridjis es hoy una de las personalidades más relevantes de la literatura mexicana. Para que su obra se impusiera fuera del continente han pasado algunos años y ha sido posible sobre todo debido a su narrativa. Poco todavía se conoce de su poesía en el exterior, o al menos en Europa, cuando cuenta con un número consistente de libros. La poesía de Aridjis se inserta en el panorama de la poesía mexicana contemporánea con temas que confirman la directa continuidad con las preocupaciones a las que han dado voz sus mejores poetas, partiendo de José Gorostiza y Javier Villaurrutia, para llegar a Octavio Paz y a José Emilio Pacheco: la tragedia del hombre en la monotonía de la vida; el ambiente ecológicamente perdido, sobre el cual resplandece un sol helado, «flor fría»302; el amor, ilusoria esperanza303; la imposibilidad de comunicación304; la muerte, que refleja la inconsistencia humana en los espejos305; el hombre, «figura / que se retira en sueños»306, o ente que incansablemente se impone sobre la destrucción de los dioses307; el tiempo irreparablemente perdido; el ocaso del siglo, donde los «hombres del Milenio Adelantado» se olvidan del «Hombre Descentrado»308, y la pareja va «a pie, / por la carrera del olvido»309. Temas centrales también en la obra narrativa de Aridjis, el cual empezó su actividad de narrador con una serie de cuentos, reunidos en 1961 en La

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tumba de Filidoro; años después, en 1982, dio a la imprenta tres novelas breves, que recogió bajo el título de Playa nudista. En la tercera de estas novelas cortas, El último Adán, aparece el tema que, paralelamente a lo que ocurre en su poesía -de 1982 es también el poemario Construir la muerte-, preocupa al escritor y poeta: el destino final del mundo, su destrucción por mano de los hombres y de la ciencia bélica. La narrativa de Aridjis vuelve a este tema en varias novelas, mientras que en otras va trazando una especie de historia del mundo, espaciando su fantasía entre Europa y América. Una suerte de involuntaria trilogía, formada por El Señor de los últimos días (1994), 1492. Vida de Juan Cabezón de Castilla (1985) y Memorias del Nuevo Mundo (1988) nos lleva de la Europa del fin del primer milenio a la América del descubrimiento, mientras que otras tres novelas, ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996), La leyenda de los soles (1993) y El último Adán, incluido en Playa nudista, desarrollan el tema de la destrucción del mundo, la perspectiva de un futuro en el que la humanidad agoniza, ámbito espacial que, aunque implica a todo el universo, tiene como punto central de observación, y de preocupación, la ciudad de México. En la novela El Señor de los últimos días la escena se centra en los decenios que llevan al año mil, cuando aterradoras predicciones prometen el acabarse general, la fin de los tiempos, que anuncian la aparición de un cometa, el nacimiento de criaturas deformes, terremotos, guerras y otros desastres. Estamos en una España dividida entre reinos cristianos en el norte y dominio árabe en el sur, en una época en que va naciendo el castellano, que todavía la gente habla sin propiedad, pero que progresa visiblemente. Con la sensibilidad lingüística que lo caracteriza, Aridjis interpreta en su libro los tanteos del nuevo idioma y escogiendo términos de la época, que mantienen visibles sus orígenes del latín vulgar, logra dar una impresión convincente de la caracterización idiomática del período, cuando Almanzor dominaba casi toda la península y con sus correrías ponía en serio peligro el reino leonés. Precisamente en la antigua ciudad de León y fuera de sus murallas defensivas se desarrolla gran parte de la acción; que es una acción de defensa contra los infieles, mientras va extendiéndose el terror por el próximo fin del mundo. Dos Españas se contraponen: la cristiana y la musulmana, con sus características: ruda y dominada por una iglesia no siempre santa, por una religión supersticiosa, llena de creencias en reliquias de santos, verdaderos o inventados, la del norte; violenta, edonista, dominada por el placer de la carne, vitalista y en expansión la del sur. Al final, sin embargo, la España cristiana, varias veces humillada por las armas enemigas, logra imponerse y vencer a la España musulmana. La derrota de Almanzor frente a León, en vísperas del acabarse del año mil, marca casi religiosamente el comienzo del nuevo milenio: «la luz inenarrable iba a aparecer el próximo día, alumbrando no sólo el horizonte dormido del mundo, sino también las tinieblas del corazón humano»310. La habilidad de Aridjis es múltiple en esta novela: no se limita al aspecto lingüístico, sino que sabe resucitar el clima turbio de terror que antecede al prospectado fin del mundo, cuando los instintos humanos se desatan violentos, locos y falsos mesías van recorriendo ciudades y

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campañas, los frailes predican una vida de penitencia, vida santa que varios de ellos poco practican. Todo aparece desencajado, salido de quicio. El demonio está presente de manera activa doquiera. Aparecen criaturas extrañas, hay quien vomita sierpes demoníacas, mujeres que comercian carnalmente con el Maligno, falsos inspirados que, influidos por Satanás, predican una radical revolución de los conceptos morales y prometen la llegada del «Día de la ira», en el que No será don Cristo el que vendrá a juzgar a los vivos y los muertos, sino el diablo. El sol y la luna se oscurecerán, los cielos y la tierra se juntarán, los incrédulos y los injustos vivirán para siempre. Los buenos morirán en desgracia311. El «Señor de los últimos días», fraile devoto y pecador en la carne, es un mellizo que tiene su mayor enemigo en su hermano, el cual actúa en el campo adverso y a quien por fin en la batalla final vence y mata, sintiéndolo como si se matara a sí mismo. Es otro iluso, otro desquiciado, que se cree el nuevo Redentor del mundo. Entre visionarios y locos se desarrolla esta novela, que proporciona al lector el sabor de los antiguos cantares, cultiva las ideas transmitidas en el tiempo sobre una edad oscura en la que se desarrolla una lucha sangrienta entre los dos dominios, para sobrevivir. Aridjis aprovecha originalmente versos del Cantar de Mío Cid y de los viejos romances, que incorpora con mesura a su prosa para representar el clima de la época. Su intención principal es denunciar la debilidad del ser humano, la dificultad que implica vivir, la persistencia de lo terrorífico, que hace aún más precaria la existencia, la presencia constante de lo demoníaco en lucha con lo divino, los tormentos de un ser que, olvidado el pasado, parece estar todavía al comienzo de sí mismo, de su historia. Saltando siglos, el narrador afronta en la novela 1492. Vida de Juan Cabezón de Castilla, otro tema: el de los años difíciles que anteceden al viaje colombino de descubrimiento y España queda motivo principal de inspiración. Con la fecha 1492 termina la nueva novela, presentándonos a un oscuro personaje, Cristóbal Colón, a punto de emprender su aventura oceánica. El salto de siglos es puramente aparente: en realidad en la España de 1492, si la comparamos con la del año mil, casi nada parece haber cambiado: al contrario, todo ha empeorado; sobre todo ha desaparecido completamente la tolerancia y los perseguidos son ahora los judíos. La Inquisición acecha por todas partes, actuando con rigor y crueldad, iluminando las plazas con el fuego de sus autos de fe. El interés de la novela no está tanto en la figura del discutido personaje Colón, como en la evocación del clima de una España fanática desde el punto de vista religioso. La historia comienza en 1391, cuando se verifica el asalto a la judería de Sevilla, y concluye con el comienzo del viaje colombino, después de la caída de Granada en manos de los Reyes Católicos, la humillación del «Rey Niño», que se entrega a los vencedores, con toda la complicada ceremonia a la que el mismo Colón, testigo presencial, alude al comienzo de su Diario, y finalmente la firma por parte de la pareja

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real del edicto de expulsión de los judíos de sus reinos, tragedia humana de la que Isabel y Femando llevan sempiterna culpa. Novela de gran interés nuevamente desde el punto de vista lingüístico, puesto que Aridjis resucita con gran pericia el castellano de la época, enormemente progresado, como es natural, con respecto al idioma hablado en el año mil, y lo inserta armoniosamente en el castellano actual, como lo hizo Miguel Ángel Asturias en Maladrón con el castellano de la época de la conquista de los Andes Verdes. En cuanto al tema, el narrador se preocupa sobre todo de reconstruir el espíritu de la España medieval, en la que por varios siglos convivieron las religiones cristiana, judía y musulmana, período de singular tolerancia, oponiéndole la visión negativa del odio creciente contra los judíos y su persecución. Aridjis ofrece en este libro aspectos y escenas caracterizantes de la nación ibérica en la época y para hacerlo acude a una circunstancia concreta: el proceso intentado contra Isabel y Gonzalo de la Vega, quemados en efigie, en 1483, en Ciudad Real, por herejes y judíos. El dato histórico le sirve al escritor para dar a la ficción el sabor de una dolorosa realidad, y para rematar la veracidad de su novela le añade al final la documentación, el texto del proceso inquisitorial de condena de los dos herejes, documento de gran impacto sobre el lector. La representación de la España del siglo XV resulta particularmente interesante porque Aridjis no acude a los clichés de la conocida «leyenda negra», sino que reconstruye en profundidad el complicado tejido humano que dio vida a la época. El lector participa activamente del clima de los tiempos evocados, donde se mezclan fanatismo religioso y picardía, violencia inenarrable y miseria, prepotencia del poder político e intolerancia religiosa. En este panorama, que denuncia la precariedad del vivir cotidiano, hace su tímida aparición Cristóbal Colón, que con su empresa abre el camino a una posible salvación de su gente. Siguiendo a Madariaga, en efecto, Aridjis hace de Colón un individuo de ascendencia judía y al final de la novela vemos que se embarcan en las carabelas, con los delincuentes liberados de las cárceles del reino, hombres y mujeres pertenecientes al pueblo judío, que el decreto real obligaba a irse de España. Esta gente se dirige con el Genovés hacia una tierra desconocida, tierra de salvación: América. En el número de los judíos se encuentra también el protagonista de la novela, Juan Cabezón de Castilla, el cual informa: Yo me fui a Palos, en busca de fortuna, me hice a la mar con don Cristóbal Colón. En la nao Santa María vine de gaviero. Dejamos el puerto por el río Saltés, media hora antes de la salida del sol, el viernes 3 de agosto del año del Señor de 1492. Deo gratias312. Es decir media hora antes de que venciera el término concedido a los judíos para irse del territorio español. En la novela Memorias del Nuevo Mundo, el protagonista, Colón, narra su aventura americana. En los capítulos iniciales domina su figura y Aridjis sigue el texto más que conocido del Diario de a bordo del Almirante: la

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travesía, la rebelión de los marinos, la aparición de la tierra y su toma de posesión, el encuentro con los indígenas, la busca del oro, la vuelta a España, el regreso a las Antillas, la constatación de la destrucción del fuerte de Navidad, etcétera. No toda la historia colombina es aprovechada. De repente la narración se traslada al continente, para contar la actuación de Cortés, el encuentro con Moctezuma, su muerte, la toma de Tenochtitlán, el asentarse de los españoles en la ciudad, la lucha contra la idolatría, el conflicto entre los franciscanos y la Audiencia, en fin todo lo que sabemos a través de crónicas y relaciones, empezando desde las Cartas de Cortés al emperador y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, hasta las Historias de Motolinía, Sahagún, Oviedo, Torquemada, etc.: una larga lista de documentación, cuya mención llena cinco páginas en la «Nota» al final de la novela y donde no faltan referencias a documentos de otra índole, como autos judiciales y sentencias inquisitoriales313. La novela carece de la unidad que caracteriza la que la antecede y el lector se encuentra con no poca frecuencia desorientado; faltan conexiones para la trama, que se complica aún más con la introducción de historias de amor y celos. Sin embargo, si el autor tenía la intención de representar un mundo confuso y abigarrado, el de comienzos de la vida colonial en la Nueva España, lo ha logrado. No solamente Aridjis nos presenta los momentos «bárbaros» del inicio de la colonia, sino que pone de relieve la persistencia de «lo mexicano», a pesar de la conquista. Dentro del mundo turbulento y turbio de la Nueva España en formación, en efecto, el pasado indígena no ha muerto: a pesar de destrucciones y persecuciones, las antiguas concepciones religiosas, la «sabiduría» indígena, siguen vivas. Es posible, en cierto modo, establecer un paralelo entre la situación de los indios en la colonia novohispana y la de los judíos en la España de los Reyes Católicos. En la novela este propósito es transparente, debido al repentino desplazarse de la acción, en los capítulos finales, a la persecución y sacrificio, por parte de los indígenas, del viejo y enloquecido conquistador Gonzalo Dávila, para ellos encarnación de Cortés. Es el día último de 1559 y, según las creencias locales, el Quinto Sol está a punto de acabar, el mundo puede perecer para siempre. Aridjis describe eficazmente el acercarse de la noche terrible, «a la espera de un milagro no cristiano»: En las casas de los indios todos los fuegos han muerto, los ídolos han sido arrojados a las acequias, ahogados en la laguna. Los utensilios para preparar la comida han sido quebrados y sólo se conserva para el hambre inminente el maíz, el frijol, la tuna. Los hombres con máscaras azules de maguey, armados de macanas y dardos, miran desde las terrazas y los agujeros de las paredes hacia el cerro Uixachtlan. Las mujeres y los niños también se han cubierto el rostro con pencas de maguey. Los infantes no deben dormir, porque si ceden al sueño pueden convertirse en ratones. Las hembras preñadas han sido encerradas en las trojes, porque si no sale fuego del pecho del cautivo se volverán animales feroces que devorarán a los seres humanos314.

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Pero el mundo continúa; la noche de terror termina, y por fin nuevamente La luz del alba baña por doquier el valle. Los años se hicieron aire y de lo que fuimos quedan unas cuantas palabras. Las que un día se borrarán, porque la verdadera historia es el olvido. Hoy, lunes, primero día del mes de enero de 1560. En la muy noble, insigne y muy leal ciudad de México Tenochtitlán315. La novela termina comunicando al lector el sentido profundo de desaliento propio del pueblo vencido y llama a la memoria la filosofía expresada por tantos poetas del área azteca, aquí por Tochihuitzin: De pronto salimos del sueño, sólo vinimos a soñar, no es cierto, no es cierto, que vinimos a vivir sobre la tierra Como yerba en primavera es nuestro ser. Nuestro corazón hace nacer, germinan flores de nuestra carne. Algunas abren sus corolas, luego se secan. Así lo dijo Tochihuitzin316. La trilogía de la destrucción del mundo habitado comienza con la novela ¿En quién piensas cuando haces el amor? Título que ciertamente llama la atención, despierta curiosidad. Se trata de un texto apocalíptico, ambientado en el futuro. La acción empieza en el año 2027 en Ciudad Moctezuma, antigua Ciudad de México, capital del país en la época del Quinto Sol. El escenario es el del desastre ecológico, del cual Aridjis hace responsable al hombre. Dominan en la novela los temas del amor y el desamor, en un clima de tragedia; tampoco falta cierto humor negro, finalizado a representar el problemático sobrevivir del individuo en el muerto ambiente de la inmensa y caótica ciudad, cuando los recursos naturales van agotándose y los temblores se suceden causando continuos hundimientos. La capital mexicana es ya «una masa intrincada de concreto, fierro y vidrio, y otros materiales que carcome la contaminación y deshace el tiempo»317. Hasta el deseo de inmortalizarse en bustos y estatuas por parte del presidente-dictador, el licenciado José Huitzilopochtli Urbina, lo frustra el desgaste sin remedio de la materia, por más que él, «conciente de los azares del poder», hubiese escogido el «Concreto Eterno, material a prueba de las manifestaciones de los estudiantes, de las rebeliones de los campesinos, de los resentimientos de los indígenas y de

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las protestas de los partidos de oposición, quienes desde el siglo pasado en cada elección perdida gritaban fraude»318. La voz narrante es la de una joven, Yo, obsesionada por su alta estatura. El grupo lo forman en total tres mujeres, que rodean por profesión y amistad a una cuarta, una ex artista de extraordinaria fama, conquistada con la representación, al comienzo del nuevo siglo, de La Celestina, milagro irrepetible. En torno a estas mujeres se mueven un marido infiel y débil mental y dos enanos de mala leche, que en la novela llenan la función de «graciosos» malignos. Las mujeres deambulan entre un tejido humano corrupto, obsesionante, animal y violento. Lo que más llama la atención en la novela es el propósito crítico del autor acerca de la sociedad mexicana y su gobierno, no tanto del futuro como del presente. Fácil es individuar en el «Partido Único de la Corrupción», al partido desde hace años dueño en México del poder, y en la «Circe de la Comunicación» la televisión, que reduce, según se expresa Aridjis, a los hombre en «puercos mentales»319. Es sustancialmente un mundo negativo y fantasmal, en espera de desaparecer: Masas de sombras vivas recorrían las calles, sombras más largas y sombrías que las de los edificios ruinosos, más fantasmales que las de los muertos, sombras que sólo necesitaban un movimiento telúrico o una sirena de alarma para venirse abajo, para desaparecer; se pisoteaban en el suelo, se hacían indistinguibles unas de otras. Mundo donde no existen sentimientos puros. ¿Cómo es posible el amor en ambiente semejante? La pregunta que da título a la novela expresa la precariedad de la vida, el miedo que la acompaña doquiera, una perspectiva cegada del futuro. Nunca como en este caso el amor está unido a la muerte. Ciudad Moctezuma es la ciudad del caos, donde el alcalde inventa cada día nuevas iniciativas ediles que nunca se llevan a cabo; donde reina la corrupción, bandas de jóvenes violentos asaltan a los transeúntes, se prostituyen y se venden niños, se los rapta para experimentos científicos; donde el déspota mantiene en su rancho de «Los Deseos Incumplidos», «en una jaula de oro», a una cantante a la moda, «de doce años y con pecho de paloma»320. Un mundo donde hasta el idioma se ha profundamente contaminado a contacto con el inglés; donde la frustración es sólo superada por la siniestra belleza de la destrucción y al final por un imprevisible rescate de lo imperecedero: Lo más curioso de todo es que en ese momento de destrucción masiva, de confusión general, de estremecimientos y estruendos, animados por las luces confundidas, todos los pájaros se pusieron a cantar, creyendo que era el alba321. Novela de muchos méritos, que trata con nuevo estilo argumentos bien presentes en la narrativa hispanoamericana y se califica también en el ámbito de la protesta contra la dictadura, tema que Aridjis desarrolla con ironía amarga o acudiendo a la nota grotesca.

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Las inquietudes de Homero Aridjis acerca del mundo que va precipitadamente hacia su ruina se manifiestan también en La leyenda de los Soles, alusión a las edades del mundo como las concebían los aztecas. En esta novela el narrador continúa, con colores más lóbregos todavía, el clima de la novela anterior. El momento temporal es siempre el del año 2027, y la novela se abre sobre una atmósfera que se ha vuelto irrespirable, ámbito donde ya no existen vegetación ni agua: La ciudad de los lagos, los ríos y las calles líquidas ya no tenía agua y se moría de sed. Las avenidas desarboladas se perdían humosas en el horizonte cafesoso y en el ex Bosque de Chapultepec la vegetación muerta se tiraba cada día a la basura como las prendas harapientas de un fantasma verde322. A pesar de todo se diría que han pasado muchos años desde la situación presentada en ¿En quién piensas cuando haces el amor?, porque todo ha empeorado. La novela vuelve también al tema del poder; lo ejerce duramente sobre los ciudadanos de México el general Carlos Tezcatlipoca, a quien encontramos al comienzo del libro metido en un ataúd al que nadie vela. Se trata de una muerte aparente, porque el terrible personaje vuelve de repente a la vida y a su actividad cruel. El Estado lo preside el lujurioso licenciado José Huitzilopochtli Urbina, y el Mal difunde su terror por toda la ciudad. Hacia el final del libro el general Tezcatlipoca mata al presidente y se adueña del país. El personaje representa la encarnación del dios Tlaloc y a su vez acabará asesinado. La leyenda de los Soles es una novela que se podría definir «mítico-ecológico-protestataria». Un texto difícil que la maestría de su autor transforma en un libro vivo, interesante, que atrae por la crítica al poder, la denuncia del fracaso de la tecnología, la fuerza inventiva, el estilo dinámico. Presenta toda una serie de personajes real-irreales, desde el pintor Juan de Góngora, dotado de poderes extraños que le permiten hacerse transparente y penetrar doquiera, hasta Bernarda Ramírez, fotógrafa de espectros. Representa un mundo del futuro de espeluznantes perspectivas, que se abre sobre una realidad inquietante. Una novela que anuncia el Apocalipsis. En la capital mexicana el desorden y la violencia reinan soberanos; la vida queda en manos de la policía del régimen, presente doquiera, y la seguridad de las doncellas a merced del vicio del mandatario. Lo que constituye la sustancia profunda de la novela es, con la denuncia de la inseguridad de la vida, la representación de la inarrestable destrucción, determinada por una sucesión sin fin de temblores. Los ciudadanos conviven con los terremotos y con la muerte. La ciudad sobrevive entre recurrentes apagones, que la dejan «como si hubiera retrocedido a un tiempo anterior al de los hachones coloniales»323. La domina un cielo donde el sol es un «ojo podrido»324; el crepúsculo envuelve a la ciudad con la «nata de la contaminación [...] como si una enorme taza de café se le hubiera echado encima»325, y la luna cuando asoma es «como un ojo morado por un puñetazo»326.

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La visión del futuro de la capital mexicana es desolante: un montón de escombros y de polvo, muros y paredes que se resquebrajan, casas y palacios que se hunden, estatuas que caen, monumentos que se desmoronan, la misma catedral está ya casi totalmente enterrada, mientras empiezan a pulular espíritus deformes, aparecen doquiera los tzitzimime, manifestación de una zoología fantástica negativa, resucitan lo antiguos dioses anunciando la inminencia de la catástrofe del Quinto Sol. Todo es precario, inseguro; hasta el amor es una especie de aturdimiento diario animalizado y es frecuente que en medio del acto sexual el temblor precipite a los amantes desde los altos pisos en el infierno del suelo: Allá abajo los vio él [Juan de Góngora], en el vestíbulo, entre el tablero de las llaves y el casillero del correo, juntos como una fantasía anatómica, como un gigante hermafrodita estampado en los escombros327. Sin embargo, a pesar de destrucciones y muertes, el mundo vuelve a la vida. Vuelta la espalda a la capital destruida, los protagonistas, el pintor y la fotógrafa de fantasmas, Llegaron a un cerro. En la punta, sobre un tunal vieron la figura azul de una mujer que tenía los brazos extendidos hacia el Sol, como si quisiera tomar de él el calor y el esplendor de la mañana. En su mano se posaba un pájaro de plumas luminosas. Era el primer día del Sexto Sol328. Con esta novela tremendista Homero Aridjis logra introducir una nota totalmente original en la narrativa mexicana de finales del segundo milenio, haciéndose intérprete de las inquietudes de nuestro tiempo. En El último Adán la catástrofe se ha cumplido. Domina en esta novela corta, que se construye sobre varios episodios unificados por el clima trágico y surreal, el espectáculo espeluznante del universo aniquilado por las fuerzas que el hombre ha despertado y no ha sabido dominar, la ciencia que se ha escapado a su control. Preocupación presente también en la poesía de Aridjis del mismo año, 1982, reunida en Construir la muerte. El tema de la destrucción última del mundo ya estaba presente en Mulata de tal, de Miguel Ángel Asturias, cuyo final contemplaba una luz cegadora, alusión al fenómeno terrible de la explosión atómica de Hiroshima y Nagasaki. Neruda presenta un panorama parecido en La espada encendida: una sola pareja sobrevive a la destrucción atómica y vuelve, a través del amor, a reanudar la marcha del mundo. En la novela de Aridjis domina la catástrofe y el hombre es el único responsable del desastre: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la Muerte reinó sobre la superficie da las aguas»329. Con hábil juego de contraposición implícita el escritor hace que el lector evoque el comienzo del Popol Vuh, la tarea de los dioses creadores del mundo, de los animales y finalmente del hombre. Al clima de sagrada

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espectación de la biblia de los quichés, se contrapone en la novela de Aridjis una realidad de aniquilación, porque es el hombre creado quien lo ha echado a perder todo. El pasaje es sugestivo: En el final, el hombre destruyó los peces del mar, las aves del aire y toda criatura que se arrastra y gime sobre la tierra. En el final, el hombre no pudo multiplicarse más, y toda semilla que plantó su cuerpo y que sembró su mano quedó muerta. En el final, los cielos y la tierra quedaron destruidos, y todos los espíritus de todos los tiempos flotaban en el aire, y el último, en el crepúsculo del amanecer del sexto día de destrucción, vio lo que sus semejantes habían hecho, y, en medio de la creación, lloró330. Contraste entre Dios y el hombre, entre quien crea y quien destruye. A través de series paralelas Aridjis sustituye al día sagrado en que el Creador descansa complacido contemplando su obra, como narra la Biblia, el de la destrucción de la obra del creador. Al árbol de la vida erguido y floreciente, opone un árbol «desarraigado y muerto»331. El hombre queda «sin porvenir y sin historia», y saliendo como puede «del pozo de podredumbre y desolación», va errando «fatigadamente, por la playa desierta de un mar sin movimiento y negro»332. Páginas de extraordinaria eficacia en el ámbito de lo negativo se suceden en la novela. El panorama del mundo que arde, se deshace y muere, es originalmente surreal. Quien lee tiene con frecuencia la impresión de encontrarse ante cuadros de Dalí o a un conjunto en el que se mezclan detalles de la pintura del Bosco y de Valdés Leal. Ante el hombre presa del terror sólo había casas derruidas con las entrañas vertidas hacia fuera, cuerpos de pólvora viva que se incendiaban instantáneamente volviéndose cenizas; cuerpos que al morir quedaban vueltos al revés como pantalones o calcetines llenos de agujeros; cabezas trasquiladas, manos llenas de incisiones, rostros desgarrados por arañazos [...]333. Visión apocalíptica, que va haciéndose más dramática a través de una hábil acumulación de datos surreales. El infierno está ahora en la tierra. En El último Adán la existencia es una fugaz ilusión, que se deshace en la muerte: El sol brillaba sobre los cerros con una luz tierna, de una blancura indecible, igual que si el pasado, el presente y el futuro brillaran al mismo tiempo con una intensidad única. Entonces, [el hombre] se sintió tranquilo. En su cabeza pasó la luz como una corriente de pensamiento; las llamas pasaron a través de él sin quemarlo. En su ser vio la Tierra transfigurada. Entonces se dio cuenta de que había muerto334.

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Cansancio cósmico, historia que pone término a la historia, futuro sin futuro, que el tiempo presente parece concretamente anunciar. En Fin de mundo Neruda había advertido: «Preparémonos a morir / en mandíbulas maquinarias»335, y Octavio Paz en su lejano poema Entre la piedra y la flor había interpretado la tierra como engendradora únicamente de muerte: ... la tierra es muerte y de su muerte sólo brotan muertes, verdes, sedientas, innumerables muertes336. Para Homero Aridjis, al contrario, es el hombre el incansable fabricante de muerte, porque La tierra es un cerebro que siente, una sensibilidad que piensa, una memoria que se olvida a sí misma337. Esto nos consuela, como nos consuela el hecho de que en medio de la defunción del universo, dentro de la general confusión, de repente y sorpresivamente, como ocurre al final de la novela ¿En quién piensas cuando haces el amor?, «todos los pájaros se pusieron a cantar, creyendo que era el alba»338.

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