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LA RECONSTRUCCIÓN DE LA EXPERIENCIA EN LA FILOSOFIA DE JOHN DEWEY Trabajo de grado presentado por JULIÁN EDUARDO SANDOVAL BRAVO, bajo la dirección del profesor DIEGO ANTONIO PINEDA, como requisito parcial para optar al título de Licenciado en Filosofía. PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Bogotá, Marzo 3 de 2011

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LA RECONSTRUCCIÓN DE LA EXPERIENCIA EN LA

FILOSOFIA DE JOHN DEWEY

Trabajo de grado presentado por JULIÁN EDUARDO SANDOVAL BRAVO,

bajo la dirección del profesor DIEGO ANTONIO PINEDA,

como requisito parcial para optar al título de Licenciado en Filosofía.

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía Bogotá,

Marzo 3 de 2011

Una de las mayores satisfacciones que he experimentado en estos últimos años,

como Jefe del Departamento de Filosofía de Columbia University, ha sido la de

observar entre mis alumnos el número siempre creciente de estudiantes

hispanoamericanos. Desde hace tiempo he tenido la firme convicción de que si se

estrecharan más íntimamente las relaciones intelectuales entre mi país y los países

hermanos situados al sur, los resultados serían de provecho para ambas partes.

Nuestras diferencias mismas de raza y de tradiciones históricas se combinan con la

igualdad de nuestras tendencias sociales e ideales políticos para mostrarnos, muy a las

claras, lo que los unos de los otros tenemos que aprender. De ahí que siempre he

sentido un profundo placer cada vez que, en mi carácter de profesor, se me ha brindado

la oportunidad de tratar directamente a los estudiantes de la América latina que acuden

a mis clases.

Esta "Nota del autor" fue escrita expresamente por John Dewey para ser

publicada en la traducción de su obra de 1910 How We Think que llevó a cabo el

argentino A. A. Jascalevich, su alumno en la Universidad de Columbia. Esta traducción

al castellano se publicó bajo el título de Psicología del pensamiento (Boston, D.C.

Health and Co. 1917).

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 1

1. UNA MIRADA A LA NOCIÓN TRADICIONAL DE EXPERIENCIA DESDE LA

PERSPECTIVA DE JOHN DEWEY 7

1.1 La necesidad de reconstruir la filosofía 11

1.2 La revolución darwiniana 16

1.3 El germen de la noción deweyana de experiencia 23

1.4 La experiencia en la tradición filosófica 27

2. LA CONCEPCIÓN DE EXPERIENCIA EN JOHN DEWEY 34

2.1 La crítica a la noción clásica de experiencia 38

2.2 La noción empirista de experiencia 49

2.3 Hacia una experiencia experimental 53

2.4 Experiencia y pensamiento reflexivo 56

3. IMPLICACIONES Y CONSECUENCIAS EDUCATIVAS 63

3.1 La Escuela-Laboratorio de John Dewey 68

3.2 La educación como reconstrucción reflexiva de la experiencia 73

3.2.1 La educación como transmisión y necesidad social 74

3.2.2 Educación como crecimiento 78

3.3 Hacia una teoría general de la experiencia educativa 82

3.3.1 La crítica de Dewey a la Educación Tradicional 83

3.3.2 La crítica de Dewey a la Educación Progresiva 86

3.4 Los criterios o principios de la experiencia educativa 90

3.4.1 El principio de continuidad 91

3.4.2 El principio de interacción 98

CONCLUSIONES 105

BIBLIOGRAFIA 109

1

INTRODUCCIÓN

En el presente trabajo de grado me propongo examinar el significado de uno de

los conceptos primordiales en la filosofía de John Dewey: el de experiencia. Buena parte

de sus planteamientos sobre pedagogía, estética, política y psicología se articulan en

torno a una constante reflexión sobre la manera de entender este concepto, a la luz de los

nuevos descubrimientos científicos y la tradición filosófica occidental. En efecto, la

noción deweyana de la experiencia se construye en gran parte desde el diálogo con la

lógica experimental de las ciencias naturales y surge como una crítica a las nociones

tradicionales que han tenido distintos autores y escuelas a lo largo de la historia de la

filosofía occidental. De allí que no sea posible entender lo que Dewey entiende por

experiencia sin hacer mención de estos dos elementos fundamentales: la constante

interlocución con las ciencias experimentales y la crítica a la tradición filosófica. El

estudio sobre la manera en que Dewey entiende este concepto implica, a su vez, analizar

el lugar central que ocupa en sus reflexiones. Su filosofía, de fuerte talante empírico,

pero profundamente crítica de los planteamientos empiristas, permite entender, tal como

lo plantea Darnell Rucker en el prólogo a los Ensayos sobre el nuevo empirismo del

tercer volumen de The Middle Works of John Dewey, que buena parte de los argumentos

en los que se apoya su propuesta filosófica se sustentan en una nueva noción de

experiencia. En ese sentido, no es posible entender en detalle los planteamientos

filosóficos de Dewey si no se comprende previamente el significado y el lugar que

ocupa la experiencia en sus reflexiones. De la misma forma, los alcances e implicaciones

que a nivel pedagógico se desprenden de sus planteamientos pueden entenderse mejor si

se ubica el problema de la experiencia como un elemento cardinal y articulador en la

filosofía de John Dewey.

A nivel personal, la lectura de las obras filosóficas y pedagógicas de John Dewey

ha sido determinante a la hora de definir mis propias reflexiones en torno a diversos

campos de intereses como el proceso histórico de construcción de la nación colombiana,

2

los estudios culturales poscoloniales y el trabajo transdisciplinario que se promueve

desde la creación de semilleros y grupos de investigación en la Universidad Javeriana a

través del Instituto Pensar. Sin embargo, su influencia ha sido especialmente

significativa en torno a mis propias inquietudes sobre el problema educativo. De hecho,

el acercamiento a la obra de Dewey -a través del seminario sobre el texto Como

pensamos: la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo dictado por el

profesor Diego Pineda; y el curso sobre filosofía de la educación dirigido por la

profesora Cristina Conforti, que comenzó con la lectura atenta del texto Democracia y

educación-, fue fundamental para revalidar y corroborar la afortunada decisión de

reorientar mi carrera profesional por el camino pedagógico. Las reflexiones de Dewey

sobre la educación como un asunto público, no como un asunto particular de los teóricos

especialistas de la educación; la relación estrecha que existe entre la filosofía y la

pedagogía; la filosofía entendida desde una perspectiva temporal y espacial, como un

fenómeno histórico que se origina a partir de las características peculiares de un pueblo,

un lugar, una cultura en concreto y cuya función es ante todo instrumental, se

convirtieron en temas centrales que definieron en gran parte mis propios intereses

intelectuales.

En ese sentido, existe también una motivación vital para elaborar el presente

trabajo de investigación, pues sintetiza buena parte de mis propias reflexiones, que, en

los últimos años de mi carrera, giraron en torno a la figura de John Dewey y el lugar

central en que ubica la reflexión sobre la educación en la construcción de una sociedad

democrática. Desde esta perspectiva, decidí buscar un tema que me permitiera aunar

tanto los distintos aspectos de la filosofía de John Dewey, que consideraba relevantes en

virtud de su aporte al campo educativo, como ciertos elementos característicos del así

llamado pragmatismo que sustentaban esa confianza radical en el nuevo rumbo por el

que debía encaminarse la labor intelectual de la filosofía.

Asimismo, buscaba aportar al creciente pero aún incipiente interés en los temas

de la filosofía norteamericana dentro de los ámbitos universitarios del país. En la

3

Universidad Javeriana, por ejemplo, existen seis tesis de pregrado y de doctorado

elaboradas entre el 2000 y el 2008 cuyos temas de investigación giran

fundamentalmente en torno a problemas educativos relevantes en la filosofía de John

Dewey como el pensamiento reflexivo, el aprendizaje inteligente y conceptos tales como

libertad e interés. La lectura de distintas obras de Dewey, tanto en los seminarios

dedicados a su pensamiento como en la cátedra de autor, así como la consulta de los

mencionados trabajos de grado elaborados en la Universidad, me condujeron a descubrir

el lugar central que ocupa la experiencia en el pensamiento de Dewey.

El pensamiento de Dewey es, hoy por hoy, protagonista en las reflexiones de

filósofos norteamericanos contemporáneos quienes, como Hilary Putnam y Richard

Rorty, por citar los más representativos, buscan desacralizar y deconstruir un lenguaje

filosófico tradicional cuyas categorías y conceptos anquilosados se muestran

insuficientes para responder a las inquietudes del mundo contemporáneo. Un mundo en

el que la filosofía ya no se impone como una perspectiva privilegiada del saber y que le

exige replantear su lugar y función en la construcción de la vida social. Un mundo que

exige de la filosofía una reflexión más concreta en torno a las preocupaciones efectivas

del hombre común y corriente. Un mundo donde la filosofía ya no se considera esa

especie de tribunal de la cultura encargado de evaluar validez de las pretensiones de

conocimiento de la ciencia y la legitimidad de la ética, el arte y la religión. Desde esta

perspectiva, el lenguaje filosófico se considera como uno más entre muchos otros, sin

ningún tipo de acceso privilegiado a verdades esenciales y supraempíricas. De allí que la

filosofía deba entrar en un diálogo constructivo con otras disciplinas sin pretensiones

soberbias de evaluar, como juez único del conocimiento verdadero, los fundamentos

sobre los que se sustentan sus planteamientos específicos. Se trata, en últimas, de apartar

la filosofía de ese círculo excesivamente académico de argumentaciones enrevesadas y

nociones abstractas aisladas del mundo concreto, para reconstruir su función y su lugar

en el mundo de lo real.

4

En efecto, tal como lo plantea Richard Rorty en su texto Consecuencias del

pragmatismo: “Esta tesis socrática, platónica y aristotélica [Todo tiene que ser

inteligible para ser bello] encarnaba desde la óptica de James y Dewey, la funesta

tentativa de conceder mayor importancia a nuestra relación con lo no-humano que a

nuestras relaciones con los demás seres humanos” (Rorty, 1996, pág. 12). Así pues, un

tema de investigación que busca entender en detalle un concepto fundamental en la

filosofía de John Dewey puede ofrecer nuevos campos de reflexión sobre las inquietudes

contemporáneas en torno al significado mismo de la naturaleza de la filosofía en un

mundo que cree no necesitar de sus especulaciones. No se trata de refugiarse en el

cómodo e impoluto mundo de la especulación abstracta, sino de repensar el papel activo

que puede desempeñar la filosofía en la construcción de una mejor sociedad, donde el

conocimiento que circula en la academia sea entendido en términos de “proyectos

participativos encaminados a desarrollar concepciones que fomenten la felicidad general

por medio de mejoras tecnológicas o de costumbres sociales más tolerantes y

magnánimas” (Rorty, 1996, pág. 13).

La primera parte de la presente investigación pretende introducir el tema través

de una mirada a la noción tradicional de experiencia desde la perspectiva filosófica de

John Dewey. Estudiaremos cómo la resignificación de la experiencia no consiste en una

tarea aislada sino, por el contrario, contenida dentro de un trabajo crítico más amplio

sobre la reconstrucción de la misma filosofía, que busca reubicar su labor reflexiva y su

campo de acción en un mundo definido en gran parte por el avance progresivo de las

ciencias. Desde esta perspectiva hablaremos del impacto de la biología darwiniana en la

comprensión del mundo y, por ende, en la manera de entender la experiencia. Asimismo

mencionaremos brevemente cómo se ha entendido la experiencia en la tradición

filosófica. En el segundo capítulo, nos centraremos en exponer con detalle la concepción

de experiencia en John Dewey construida a partir de ciertos puntos centrales de su

crítica a la manera en que la tradición filosófica ha entendido este concepto. Con estos

elementos, estudiaremos la propuesta deweyana de entender la experiencia desde una

5

perspectiva experimental que restablezca la estrecha relación originaria entre el mundo

de la naturaleza y el mundo del conocimiento humano. Para finalizar, en el tercer

capítulo, estudiaremos las implicaciones educativas que se desprenden de la

reelaboración del concepto de experiencia, tarea inevitable en un trabajo de

investigación que rastrea la formulación de un concepto reconstruido desde la

perspectiva filosófica de John Dewey.

Aunque todas las obras de John Dewey han sido publicadas en su lengua original

y compiladas en los treinta y siete volúmenes de los Collected Works of John Dewey

(Carbondale, Southern Illinois University Press, 1967-1992) que contienen las ya

clásicas series The Early Works of John Dewey (1882-1898), The Middle Works of John

Dewey (1899-1924) y The Later Works of John Dewey (1925-1953), en la medida de lo

posible, citaré sus textos de las versiones existentes en español. El creciente interés en la

filosofía de Dewey, promovido por la obra de importantes filósofos norteamericanos

contemporáneos como Richard Rorty, Richard Bernstein y Hilary Putnam, ha permitido

que algunos de sus textos principales hayan sido ya traducidos al castellano y

ampliamente difundidos en Latinoamérica. Hay traducciones emblemáticas como las del

pedagogo Lorenzo Luzuriaga y el emigrante español radicado en México José Gaos,

quien tradujo cuatro obras principales de Dewey para, en sus propias palabras, ofrecer

nuevas perspectivas de reflexión a la filosofía latinoamericana.

Sin embargo, y dado que una buena parte de los escritos de John Dewey

(especialmente artículos, conferencias y ensayos) aún no han sido traducidos al

castellano, para efectos de la presente investigación, me valdré, en ocasiones, tanto de

traducciones propias como de las elaboradas por Diego Antonio Pineda, Profesor

Asociado de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Agradezco

su autorización para reproducir extractos de ellas en el presente trabajo de grado.

6

Por otro lado, no haré ningún tipo de distinciones históricas en el pensamiento de

Dewey. Si bien usaré de manera indistinta textos de su incipiente carrera intelectual al

igual que escritos de sus últimos años, donde alcanza un alto grado de madurez y lucidez

filosófica, el propósito fundamental de la presente investigación es rastrear el significado

de un concepto y el lugar que éste ocupa en sus reflexiones filosóficas. De ahí que no

haga precisiones que busquen clasificar el pensamiento de Dewey en categorías

históricas. Opto por presentar el problema de la experiencia como un elemento

fundamental en su desarrollo intelectual y presente en toda su obra desde sus tempranos

ensayos psicológicos hasta sus últimos escritos sobre educación, pues en cada texto se

pueden rastrear distintos aspectos descriptivos de su noción de experiencia y nuevas

interpretaciones sobre su significado. Vale la pena aclarar que Dewey nunca da una

definición precisa sobre lo que entiende por experiencia, por lo cual me centraré en

exponer los rasgos más sobresalientes y los aspectos fundamentales de su noción

particular sobre el mismo concepto. Espero que el presente trabajo de grado contribuya

de algún modo a recuperar el interés académico por la obra de John Dewey. Su

perspectiva filosófica es más que relevante hoy en día, cuando se promueve en el ámbito

universitario la inter y transdisciplinariedad, el trabajo investigativo y la reflexión sobre

problemas socioculturales ubicados en un contexto histórico específico. Agradezco a

todas las personas que me acompañaron a lo largo de mi formación académica y, de

manera especial, en la elaboración del presente escrito. En él confluyen buena parte de

mis más profundos intereses intelectuales que, a su vez, marcan un derrotero por el cual

conducir mis propias reflexiones de aquí en adelante.

7

CAPÍTULO 1

UNA MIRADA A LA NOCIÓN TRADICIONAL DE EXPERIENCIA

DESDE LA PERSPECTIVA DE JOHN DEWEY

John Dewey es ampliamente conocido como uno de los principales

representantes del llamado pragmatismo norteamericano1. Simpatizante de los

planteamientos de William James y Charles Sanders Peirce, adoptó un punto de vista

similar a sus antecesores a la hora de examinar problemas tales como el conocimiento, la

apreciación estética, la constitución de una sociedad democrática y, especialmente, la

educación. Si bien la obra de John Dewey no consiste en un sólido cuerpo sistemático de

doctrinas y teorías completamente coherentes entre sí, él mismo denominó su postura

filosófica en su libro de 1925 Experiencia y naturaleza como naturalismo empírico,

empirismo naturalista y humanismo naturalista (Dewey, 1948, pág. 3). Estas

definiciones subrayan el elemento empírico particular y característico de los así

llamados filósofos pragmatistas. En efecto, el pragmatismo busca restituir el campo de

lo práctico, entendido como las diversas formas de la experiencia real y concreta, en el

proceso del conocimiento. En otras palabras, busca recuperar la continuidad original

entre el mundo de la naturaleza y el mundo del hombre, relación normalmente escindida

en la historia de la filosofía occidental.

Si bien lo que a finales del siglo XIX surgía en Norteamérica no era, en sentido

estricto, una sólida y estructurada corriente de pensamiento inspirada a partir de los

escritos de William James sobre psicología y Charles Sanders Peirce sobre lógica, el

1 Existen fuertes críticas a la formulación del pragmatismo como movimiento filosófico unitario o escuela

de pensamiento, en tanto las discrepancias conceptuales y filosóficas de sus más distinguidos

representantes, son evidentes en buena parte de sus escritos y planteamientos particulares. No existe un

conjunto sólido y coherente de tesis que definan de manera clara lo que significa el pragmatismo y que

permitan entenderlo como una teoría o un sistema filosófico claramente definido. Sin embargo, para

efectos de la presente investigación, usaré el término para señalar rasgos y problemas comunes que pueden

definirse como característicos de cierto grupo de intelectuales norteamericanos, entre los que se encuentra

John Dewey, cuya obra se desarrolló entre finales del siglo XIX y la segunda mitad del siglo XX. Con ello

pretendo evitar la discusión sobre la pertinencia del concepto para categorizar el pensamiento de cada

autor en particular. Sobre este punto, ver Faerna, 1996, págs. 1-37.

8

pragmatismo puede entenderse como la propuesta de un método o una actitud para

enfrentarse a los problemas tradicionales de la filosofía2. Este, a grandes rasgos, consiste

en interpretar todo juicio acerca de la realidad y valor de la vida por sus consecuencias

prácticas. Se trata de examinar el resultado de esas ideas, esto es, sus efectos y

consecuencias efectivas en la vida concreta del individuo. Con el nombre de

pragmatismo se categoriza la obra de ciertos autores que, con algunas diferencias,

comparten esta idea metodológica fundamental. A pesar de ello, el pragmatismo se

reconoce normalmente como la expresión más genuina y original del pensamiento

filosófico en Norteamérica.

Aunque es interesante estudiar el pragmatismo desde una perspectiva histórica,

como el fiel reflejo de una sociedad en pleno proceso de industrialización y construcción

de nación, la presente investigación obviará una contextualización introductoria sobre

los principales acontecimientos y protagonistas de la ascensión de Estados Unidos como

potencia mundial en relación con la formulación de los planteamientos pragmatistas,

para entrar de lleno a estudiar los planteamientos filosóficos y pedagógicos de Dewey,

en donde se evidencia esa profunda preocupación por los problemas sociales y las

inquietudes vitales del ciudadano norteamericano3.

2 “Sigue existiendo un interés por la filosofía de Peirce, James, Dewey, Mead y C.I Lewis. Pero no puede

afirmarse que el pragmatismo, como movimiento filosófico o como cuerpo de ideas […], siga vivo hoy.

Sin embargo, sí se puede decir que tuvo éxito en su reacción crítica ante el clima filosófico decimonónico

del que emergió: ayudó a perfilar la moderna concepción de la filosofía como una forma de investigar

problemas y de clarificar la comunicación, antes que como un sistema fijo de respuestas últimas y de

grandes verdades. Y al alterar de este modo el escenario filosófico, algunas de las aportaciones positivas

sugeridas por él quedaron diseminadas en la vida intelectual de nuestros días como prácticas hasta tal

punto dadas por sentadas que ya no precisan que se llame la atención sobre ellas. Pragmáticamente, esto es

todo lo que un pragmatista habría podido desear.” Thayer, 1981, pág. 416 citado en Faerna, 1996, págs. 5-

6. 3 Si bien este punto no lo trataré en la presente investigación, vale la pena señalar el excelente estudio que

hace John Childs en su libro Pragmatismo y educación sobre los antecedentes históricos y culturales del

pragmatismo como una manifestación de la cultura americana. La experiencia de las fronteras del pueblo

americano, la agilidad de la vida social, la construcción de un sistema de instituciones civiles y religiosas

y la vida de la América pionera son algunos de los aspectos que el autor toma en consideración para

entender los elementos socioculturales del pueblo norteamericano que tendieron a fomentar el carácter y

modo de pensar pragmático. Cfr. Childs, 1956, pág. 27.

9

Siguiendo la idea de que la filosofía no debe ser una búsqueda de realidades

últimas, sino un modo de investigación de carácter intelectual que dé respuesta a los

problemas vitales de un individuo y una sociedad en concreto, Dewey plantea cómo las

implicaciones problemáticas que trae consigo la revolución industrial y los continuos

avances de la ciencia deben ser los principales temas de la reflexión filosófica en el

mundo actual. Una reflexión que debe tener en cuenta la revaloración de sus propios

métodos, de sus propias preguntas y, especialmente, del sentido y utilidad de sus

conceptos tradicionales para dar respuesta a las inquietudes vitales de un mundo que ha

sufrido transformaciones radicales por el desarrollo industrial, el avance científico y la fe

en la democracia como el mejor modelo de organización sociopolítica.

El presente capítulo busca analizar, desde la propia perspectiva de Dewey, cómo

se había entendido hasta entonces la noción de experiencia, con el fin de hacer más clara

la diferencia entre la visión tradicional de la experiencia y los presupuestos esenciales de

la filosofía de la experiencia de John Dewey. Para ello es necesario ubicar la labor de

redefinición del concepto emprendida por el filósofo norteamericano dentro de una

perspectiva más amplia como es la de reconstrucción de la filosofía, nombre que da

Dewey a la dirección en que la filosofía puede avanzar luego de la revolución producida

por la nueva ciencia en la configuración e interpretación del mundo.

A partir de un estudio introductorio sobre las tareas fundamentales en las que

debe ocuparse la filosofía en un mundo completamente transformado por los avances y

descubrimientos de la ciencia, analizaremos el impacto que el método científico ha

originado en la comprensión del mundo y, por ende, en la concepción de la experiencia.

Para ello analizaremos un escrito de John Dewey publicado en 1920 bajo el nombre La

reconstrucción de la filosofía, que recoge una serie de conferencias dictadas por Dewey

en Tokio, en la Universidad Imperial de Japón, durante los meses de Febrero y Marzo de

1919. La introducción original que sería reelaborada por su autor en 1949, tres años

antes de su muerte, constituye un texto clave para entender la preocupación fundamental

y el eje central de las reflexiones de Dewey: las preguntas principales de la filosofía

10

surgen de los problemas vitales de la sociedad en donde ésta surge. Desde esta

perspectiva, la filosofía debe ser entendida como un fenómeno histórico que se despliega

en el tiempo, que debe estar constantemente en un proceso permanente de

reconstrucción que le permita dar respuesta a las inevitables transformaciones de un

mundo en continuo crecimiento. Se entiende pues cómo la función de la filosofía no es

el descubrimiento de una verdad suprasensible, sino la creación y elaboración de nuevos

significados que permitan comprender el mundo actual. De allí que las categorías y

herramientas heredadas de la tradición para que la humanidad encare y enfrente los

desafíos del presente deben estar en un proceso constante de revisión sobre su eficacia y

utilidad. Este proceso se muestra mucho más apremiante en un contexto como el actual,

donde la revolución producida por la aplicación del método científico ha trastocado y

transformado por completo los marcos tradicionales de explicación tanto de los

fenómenos naturales como del comportamiento humano.

Asimismo analizaremos dos escritos que nos permiten profundizar en ese aspecto

fundamental del pensamiento de John Dewey, a saber, el talante experimental y

naturalista en sus reflexiones, para entender el propósito de reconstruir un concepto

clave de la tradición filosófica como es la experiencia. Esa confianza en el método

científico y la lógica experimental de las ciencias empíricas para tratar los problemas

entendidos tradicionalmente como auténticamente humanos, constituye la esencia de su

postura filosófica. El primer texto es uno publicado en 1930 bajo el nombre Del

absolutismo al experimentalismo, que normalmente se considera una especie de

autobiografía intelectual de Dewey, en el que reconoce la influencia determinante de

ciertas personas y situaciones en el desarrollo de su propuesta filosófica. Entre ellos,

además de Hegel, Dewey reconoce los trabajos en psicología de William James como

“un factor filosófico específico que entró en mi pensamiento para darle una nueva

dirección y cualidad” (Dewey, 1991, pág. 10). El segundo texto, titulado La influencia

del darwinismo en la filosofía y publicado en 1909, considera el tipo de

transformaciones que a nivel filosófico genera la lógica experimental propuesta por

11

Charles Darwin en El origen de las especies, específicamente la manera en que las

concepciones filosóficas tradicionales abordan problemas tales como la ética, el

conocimiento y la naturaleza del hombre. Estudiaremos también uno de los primeros

textos de Dewey sobre psicología titulado El concepto de arco reflejo en psicología para

exponer el germen de buena parte de sus reflexiones filosóficas en torno al significado

de la experiencia. Para finalizar, haremos un análisis histórico sobre el concepto de

experiencia en la tradición filosófica para, desde allí, entender por qué, para Dewey, las

definiciones clásicas no son suficientes y exigen una reconstrucción o una

resignificación radical de este concepto. Estos textos en conjunto nos darán una visión

general del carácter filosófico de la obra de John Dewey y nos permitirán situar la

reconstrucción de la experiencia como un elemento central y definitorio de sus trabajos

en psicología, política, filosofía estética y pedagogía.

1.1 La necesidad de reconstruir la filosofía

Las condiciones institucionales dentro de las cuales se produce (la moral)

y que son las que determinan sus consecuencias humanas,

no han sido todavía objeto de ninguna investigación

seria y sistemática que merezca el calificativo de científica

(Dewey, 1964a, págs. 48-49)

En 1920, Dewey escribe uno de sus libros más ambiciosos, titulado La

reconstrucción de la filosofía, en el que intenta responder a una pregunta fundamental

¿qué queda del mundo heredado de valores morales frente al predominio total de la

metodología científica? En efecto, los primeros años del siglo XX se caracterizan por

una febril actividad de descubrimientos científicos, herencia de la revolución científica

del siglo XVII, que desembocarían en un sinnúmero de nuevas teorías sobre la

naturaleza del mundo, el conocimiento, las leyes de la mecánica, la percepción del

espacio y el tiempo, entre otras. Este acelerado progreso del conocimiento humano y el

dominio tecnológico cada vez más sofisticado sobre la naturaleza, no podía generar otra

12

cosa que optimismo sobre el desarrollo y el avance progresivo de la humanidad, que

dejaba atrás la barbarie de tiempos pasados.

La confianza en el desarrollo científico para lograr la paz y la concordia entre los

pueblos a través del progreso en las ciencias sufrió un fuerte sobresalto con la Primera y

Segunda Guerra Mundiales, cuando el avance científico comenzó a ser culpabilizado por

las atrocidades cometidas en tales conflictos bélicos. La crisis de la post-guerra

encontraba su causa en los efectos del avance científico cuyos descubrimientos se habían

puesto al servicio bélico y al desarrollo de armas con un gran poder de devastación. Fue

el desarrollo de la bomba atómica, gracias a los avances en torno a la ruptura del núcleo

del átomo liderada por un eminente hombre de ciencia como lo era Robert

Oppneheimer, el paroxismo de las nefastas consecuencias que traía el desarrollo

científico. En este contexto, Dewey escribe una nueva introducción en 1948 de su texto

de La reconstrucción de la filosofía y anota, como postulado básico que:

“La tarea característica, los problemas y la materia de la filosofía surgen de las

presiones y reacciones que se originan en la vida de la comunidad misma en que surge

una filosofía determinada y, por tal razón, los problemas específicos de la filosofía

varían en consonancia con los cambios que se producen constantemente en la vida

humana, los que, en determinados momentos, dan lugar a una crisis y forman un recodo

en la historia de la humanidad” (Dewey, 1964a, págs. 25-26)

En ese sentido, y analizando el problema de quienes consideran el desarrollo

científico como la fuente de todas las calamidades humanas en un momento histórico de

zozobra y pesimismo, Dewey opta por entender la crisis del mundo de la post-guerra

desde otro punto de vista, más amplio y general, en tanto no se sitúa de manera

unilateral señalando los efectos nocivos que trae el desarrollo científico obviando los

innumerables beneficios que ese mismo desarrollo le ha traído a la humanidad. El

análisis de Dewey parte de un hecho evidente: hay un cambio radical en la visión del

mundo, gracias a los resultados obtenidos por el método científico en diversos campos

del conocimiento humano. Lo que resulta problemático es la amplitud y el alcance del

13

desarrollo científico en todos los aspectos de la vida humana: “han entrado en la

dirección de las cotidianas actividades de la vida ciertos procedimientos, materiales e

intereses que tienen su origen en los trabajos llevados a cabo por investigadores físicos

en esos talleres técnicos, relativamente apartados y lejanos, que se conocen con el

nombre de laboratorios.” (Dewey, 1964a, pág. 41)

La influencia de la ciencia, y en particular del método científico, es según

Dewey, innegable en todos los aspectos de la vida humana contemporánea: desde las

bellas artes hasta los problemas educativos. Por ello se comprende mejor el cambio tan

profundo y tan rápido que ha suscitado ese desarrollo en la manera de ver y pensar el

mundo pues el impacto de la ciencia moderna ha trastornado la aparente

imperturbabilidad de un orden institucional establecido con anterioridad al desarrollo del

nuevo método científico. Quienes alzan la voz alarmados por los efectos dañinos, y hasta

cierto punto indiscutibles, de la intrusión del conocimiento científico a la hora de tratar

gran parte de los campos de la vida humana se apoyan, según Dewey, en una premisa

fundamental: “que las viejas costumbres institucionales (…) proporcionan un criterio

adecuado, más aún, definitivo para juzgar el valor de las consecuencias que la

perturbadora entrada de la ciencia ha producido” (Dewey, 1964a, pág. 47)

De allí que una filosofía que se declare “pragmatista”, por hacer de los problemas

de un presente en continua e incesante transformación la materia prima de su reflexión

filosófica, deba necesariamente emprender una tarea de reconstrucción. La pregunta

inmediata es ¿reconstrucción de qué? Dewey responderá: “de la moral en que se

fundamentan las viejas costumbres institucionales” (Dewey, 1964a, pág. 46). En efecto,

lo moral no hace referencia a ningún tipo de Bien Supremo o norma ideal e inmutable en

virtud de la cual deba regirse la acción humana. Dewey entiende lo moral como un

hecho práctico, social y culturalmente establecido, que tiene que ver con las cuestiones

de lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, y las teorías relativas a los fines, normas y

principios por los que nos debemos guiar cuando examinamos y juzgamos el actual

estado de cosas. Es el conocimiento físico, biológico e histórico el que, puesto en un

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contexto humano, ilumina las actividades del hombre (Dewey, 1964b, pág. 269). De ahí

que una sociedad moderna, como la de comienzos del siglo XX, deba hacer un examen

crítico de esos hábitos formados en un período precientífico, pretecnológico,

preindustrial y predemocrático. De allí surgen los fines, las normas y los principios

inmutables, eternos y universalmente aplicables que se invocan de manera desesperada

cuando se quiere hacer frente a la perturbadora irrupción de la ciencia en los modos de

vida cotidianos de la humanidad.

Una filosofía que se autodenomine hija de su tiempo, y que haga de los

problemas presentes en el escenario de la actualidad su objeto preferente de reflexión

debe, entonces, partir del reconocimiento de un hecho evidente: los métodos y las

conclusiones científicas ya no permanecen encerradas dentro de un campo ajeno e

incomprensible llamado “ciencia”. La influencia del método científico es evidente en

buena parte de los aspectos esenciales de la vida humana. Especialmente en los físicos y

fisiológicos. Pero, como lo señala Dewey, no ha ido más allá cuando se trata de

considerar los temas e intereses más vitales del ser humano, las situaciones profunda y

totalmente humanas. En otras palabras, la ciencia parece no tener nada que decir cuando

se trata de pensar los asuntos concernientes a lo moral. Por consiguiente, la tarea

apremiante de la filosofía en un mundo donde predomina la tecnología científica es la

investigación moral que, tras un estudio profundo sobre las conexiones que tienen los

grandes sistemas filosóficos con las condiciones socioculturales en que fueron

planteados sus problemas, conduzca a establecer, con el rigor del método científico,

nuevos fines, nuevos principios, nuevos ideales a los cuales ligar los nuevos medios que

la nueva ciencia ha aportado para el desarrollo de la vida humana.

La reconstrucción, como tarea de la filosofía, debe partir entonces de una

investigación (y todo lo que ella implica a nivel científico) sobre la moral en que se

fundamentan los viejos prejuicios, las viejas tradiciones y las viejas costumbres

establecidas en una época previa a la aparición de la ciencia moderna. No se trata de una

tarea de “crítica deconstructiva” que ataque e intente destruir los sistemas filosóficos

15

erigidos en el pasado. Por el contrario, se trata de una labor eminentemente intelectual

que mediante los métodos de observación, experimentación y pensamiento reflexivo (los

mismos que han revolucionado en tan corto tiempo las condiciones físicas y fisiológicas

de la vida humana) desarrolle, forme y produzca nuevos instrumentos o categorías para

emprender una profunda investigación sobre la realidad moral del tiempo actual. Así, el

blanco de la crítica pragmatista de Dewey no serán los grandes sistemas filosóficos del

pasado que, en cuanto tales, se hallaban ligados a los problemas intelectuales de su

tiempo y lugar, sino la ineficacia de sus planteamientos en una situación humana

distinta.

En efecto, el progreso de la ciencia moderna puso en evidencia la casi habitual

división entre un mundo físico y un mundo moral en la tradición filosófica occidental.

Dualismos tales como mente/cuerpo, razón/espíritu, teoría/práctica, lo material/lo

espiritual se sustentaban en esa extraña organización jerárquica de la realidad humana

que la dividía en dos reinos: un reino de lo moral, de lo espiritual, cuya supremacía se

daba por sentado, porque en él se reconocía el mundo de lo característicamente humano,

de los intereses y preguntas más fundamentales; el otro reino, el reino de lo físico, de la

percepción sensorial determinado por la materialidad de la naturaleza era, por ende,

valorado como inferior dentro del espectro de los intereses humanos. El hombre aparecía

así escindido entre el reino superior de la contemplación cognoscitiva y el mundo

inferior de la manipulación artesanal.

Las tensiones y los innumerables problemas prácticos que trajo consigo este

extraño artificio intelectual se puso en evidencia cuando el desarrollo de la ciencia

moderna demostró esa ruptura que existe en la vida humana a causa de la

incompatibilidad entre ciertos modos de obrar que ponen de manifiesto la moral de una

época precientífica y los modos de obrar de una realidad actual determinada

profundamente por la ciencia moderna, que a pesar de sus avances, aún no se ha

desarrollado a plenitud. La investigación sobre los problemas, los intereses y las

finalidades del hombre en un mundo transformado por el método científico que ha

16

descubierto como las actitudes y conclusiones intelectuales ceden constantemente el

puesto a otras distintas y nuevas, aún no ha sido llevada a cabo, aunque sea este el

procedimiento habitual en todos los ámbitos de la ciencia natural. Dice Dewey: “No

solucionamos los problemas: los superamos. Las viejas cuestiones se resuelven porque

desaparecen, se evaporan, al tiempo que toman su lugar los problemas que corresponden

a las nuevas aspiraciones y preferencia” (Dewey, 2000a, pág. 60)

Para Dewey resulta imposible y extremadamente difícil a nivel práctico

“convertir a unos medios radicalmente nuevos en servidores de finalidades que fueron

señaladas cuando los medios de que disponía el hombre eran de clase muy distinta”

(Dewey, 2000a, pág. 61) Así, la tarea de reconstrucción de la filosofía, que no es otra

cosa que emplear los nuevos medios que proporciona el método científico para

desarrollar instrumentos y herramientas viables para la investigación en los hechos

humanos o morales, debe hacerse “sin censura y sin lamentaciones” tomando como

punto de partida el reconocimiento y la aceptación de la universalización y predominio

total del método científico en la realidad de la vida humana.

¿Cómo los avances de la ciencia natural han afectado el concepto clásico de la

experiencia? ¿Cómo el desarrollo del método científico ha transformado la relación entre

la experiencia y la razón? Estas preguntas las responderá Dewey a partir de los

desarrollos alcanzados por la psicología y la biología que han permitido una nueva

formulación sobre la naturaleza de la experiencia.

1.2 La revolución darwiniana

Las viejas ideas ceden terreno lentamente,

pues son algo más que formas lógicas abstractas y categorías:

son hábitos, predisposiciones, actitudes profundamente arraigadas

de aversión y preferencia (Dewey, 2000a, pág. 60)

17

Para Dewey, la revolución intelectual que provocó Charles Darwin con la

publicación en 1859 de El origen de las especies, donde consigna sus ideas principales

sobre la teoría de la evolución, fue el punto de quiebre definitivo que cambiaría la

manera de entender el mundo y la relación entre el hombre y la naturaleza. En efecto, la

superioridad de lo estable y lo definitivo que durante siglos fue el elemento

característico del conocimiento verdadero, se vendría abajo con la publicación del libro

de Darwin, en donde presentaba “como perecedero y con origen todo aquello que hasta

entonces era prototipo de estabilidad y perfección” (Dewey, 2000a, pág. 49). Aunque

Dewey reconoce que en la ciencia física de los siglos XVI y XVII se hallan los

gérmenes de la nueva actitud que se iba desarrollando con el avance del método

científico, gracias a los descubrimientos sobre las leyes de la mecánica, reconoce en

Darwin el golpe definitivo contra la concepción dualista clásica que reconocía una

discontinuidad radical entre el hombre y la naturaleza ubicándolos en dos “universos”

inconmensurables entre sí: lo moral y lo físico. La influencia de Galileo, si bien fue

evidente en los asuntos concernientes al universo mecánico, pues “significó un cambio

de lo cualitativo a lo cuantitativo o métrico; de lo heterogéneo a lo homogéneo; de las

formas intrínsecas a las relaciones; de las armonías estéticas a las fórmulas matemáticas;

del goce contemplativo a la manipulación activa y el control; del reposo al cambio; de

los objetos eternos a las secuencias temporales” (Dewey, 1952, pág. 82), dejó de lado los

asuntos profundamente humanos. Darwin, por su parte, extendió a la biología los

mismos criterios metodológicos que habían dado a la ciencia experimental de los siglos

pasados su poder. Universalizando el método científico, Darwin logró conquistar el

fenómeno de la vida, demostrando así la amplitud y la eficacia de un método de

investigación con alcances ilimitados.

Un aspecto característico de la filosofía pragmatista es el reconocimiento de la

importancia capital de la obra de Darwin por los efectos revolucionarios que ha

generado en la reflexión filosófica y sus puntos de vista tradicionales. Dewey expresa

esta convicción en su escrito de 1909 La influencia del darwinismo en la filosofía,

18

cuando declara que “(…) en el pensamiento contemporáneo el más poderoso disolvente

de preguntas viejas, el principal catalizador de nuevos métodos, nuevas intenciones,

nuevos problemas, es el que proviene de la revolución científica que alcanzó su clímax

en El origen de las especies” (Dewey, 2000a, pág. 60). Así, Dewey reconocía que la

perspectiva biológica evolutiva de Darwin transformaba el mundo de la reflexión

filosófica clásica, en varios puntos básicos (Childs, 1956, pág. 27).

En primer lugar, el concepto de evolución, cuya tesis fundamental es el

surgimiento y desaparición de las especies, implica pensar en la realidad no como un

sistema estático y cerrado sino, por el contrario, como un proceso dinámico de

transformación y de desarrollo. En ese sentido, un universo determinado por el progreso,

lo inseguro, lo indeterminado y lo inesperado son sus rasgos esenciales; un universo

donde el cambio es la regla y no la excepción.

Por otro lado, el principio de la evolución afecta a todos los seres y organismos

vivos por igual. Esto significa entender al hombre desde la perspectiva del desarrollo. Su

origen se explica desde la lógica evolutiva y no desde principios y razones religiosas que

intentan sostener un origen espiritual o sobrenatural del ser humano para legitimar la

tradicional superioridad del hombre sobre la naturaleza. Desde esta perspectiva, para

Dewey la idea de la evolución afectaba al ser humano en su conjunto. Es decir, la

evolución obligaba a pensar desde una nueva perspectiva el origen del ser humano en

tanto planteaba, entre otras cosas, el desarrollo físico de sus extremidades como

herramientas de adaptación al medio circundante para poder sobrevivir, como lo haría

cualquier otra especie. El mismo Darwin reconocía los efectos que traería su obra sobre

la concepción misma del hombre, al afirmar que desciende de una forma orgánica

inferior (Darwin, El origen del hombre, 1950, pág. 13). En ese sentido Dewey, quien

abjuraba de todo tipo de dualismos y posiciones antitéticas sobre el hombre y la

naturaleza, asume la posición evolutiva y todo lo que ello significa a la hora de entender

cómo los atributos mentales del hombre fueron surgiendo también de la simple actividad

biológica de otro tipo de formas orgánicas menos desarrolladas.

19

Esta perspectiva sobre el evolucionismo de Darwin fue determinante para la

formulación de nuevos enfoques en distintas disciplinas, como la psicología y sus

estudios experimentales sobre el desarrollo de la mente humana. En efecto, como

consecuencia del punto de vista evolucionista según el cual el hombre no presenta

diferencias absolutamente insalvables respecto de las otras especies animales, las nuevas

escuelas psicológicas, como el funcionalismo, subrayan el estudio de la mente desde un

enfoque funcional, esencialmente útil para la supervivencia del organismo humano. En

ese sentido, el ser humano genera hábitos y pautas de conducta que buscan lograr su

adaptación al medio circundante (Darwin, 1992, pág. 145).

Sin embargo la influencia de la teoría de Darwin se entiende a cabalidad cuando

se comprende, como lo hizo Dewey, que su importancia radica en haber conquistado

“los fenómenos de lo vivo, permitiendo así que la nueva lógica se aplique a la mente, la

moral y la vida” (Dewey, 2000a, pág. 54). En ese sentido, el desarrollo de la nueva

lógica que concluía con Darwin como el culmen de esa serie de reflexiones y

procedimientos científicos que habían transformado la comprensión del mundo desde el

siglo XVII, acababa de una vez por todas con la idea de la lógica del mundo clásico de

que la vida se explicaba en razón de alguna causa remota o razón final. Con Darwin se

daba el argumento final para concluir que mirar cara a cara los hechos mismos de la

experiencia constituía el método más efectivo para comprender el mundo en su totalidad

y asumir de manera responsable las capacidades intelectuales que la especie humana

había adquirido en su proceso evolutivo para acrecentar su supervivencia. El hábito

especulativo tan arraigado en la tradición filosófica de buscar justificación del mundo

real en lo trascendente, en lo remoto y en lo absoluto poco a poco fue demostrando su

futilidad. En palabras de Dewey:

“Aunque mil veces se demostrara dialécticamente que la vida en su conjunto está

regulada por un principio trascendente en la dirección de un último fin inclusivo, con

todo, la verdad y el error, la salud y la enfermedad, el bien y el mal, la esperanza y el

20

miedo, tal como se dan en lo concreto, seguirían siendo lo que son hoy y estando

precisamente donde ahora están” (Dewey, 2000a, pág. 59)

Este punto será fundamental en las formulaciones filosóficas de Dewey,

especialmente en la insistencia en la idea de que las consecuencias en la vida práctica de

los individuos debe ser el criterio decisivo para juzgar cualquier tipo de creencias,

teorías o conceptos. En palabras de Peirce, citado por Dewey “el contenido racional de

una palabra u otra expresión reside exclusivamente en sus implicaciones concebibles

sobre la conducta en la vida” (Dewey, 2000b, pág. 62). De esta manera el significado de

cualquier proposición, sea de tipo intelectual o moral, dependerá de la forma en que ésta

sea aplicable a la experiencia humana para generar mayores posibilidades de control y

comprensión sobre las situaciones y acontecimientos problemáticos: “Una creencia, ya

sea metafísica o científica, teórica o práctica, abstracta o concreta, puede verse como un

cierto tipo de hábito –una disposición a relacionar interpretativamente aspectos de la

experiencia– encaminado a producir el éxito de una eventual acción” (Faerna, 1996, pág.

53). Desde esta perspectiva, su valor verdadero no está dado de antemano ni supuesto

con anterioridad. Su validez depende de la eficacia que tenga respecto a su función

asignada. Toda idea se convierte así en un instrumento o herramienta útil para satisfacer

la necesidad de actuar del organismo humano. En palabras de Dewey, la lógica

darwiniana obliga a entender el conocimiento desde una perspectiva instrumental en

tanto su tarea se define como “[la proyección] de hipótesis sobre el modo de educar y

conducir la mente, individual y socialmente, y queda por ello sujeto a prueba según

funcionen en la práctica las ideas que propone” (Dewey, 2000a, pág. 59)

La observación, la experimentación y el razonamiento reflexivo, características

del método científico, han trasformado el mundo actual. El reconocimiento de esta

realidad evidente y notoria en la cotidianidad de la vida social se pone de relieve cuando

se comparan la actitud y las prácticas de la nueva ciencia con la idea de mundo

establecida en la época previa a la aparición de la ciencia moderna. Según Dewey, el

21

contraste entre estas dos visiones se sustenta en cuatro aspectos básicos (Dewey, 1964a,

págs. 120-125):

El mundo del conocimiento precientífico era un mundo cerrado, un mundo

constituido y limitado en su interior por ciertas formas fijas, y al exterior por

fronteras muy bien definidas. Por su parte, el mundo de la nueva ciencia es un

mundo abierto, un mundo que varía indefinidamente y al que no es posible

señalarle ni límites ni fronteras.

El mundo del conocimiento clásico era un mundo en que lo fijo y lo inmutable

eran de una calidad y una autoridad más elevada que aquello sometido al cambio

y a la alteración. De ahí que la actitud precientífica fuera contemplativa,

acogiendo el mundo tal y como se nos presenta, y no experimental, como es la

ciencia moderna que se caracteriza por la experimentación, variando las

condiciones en que se observan los objetos para descubrir las múltiples

correlaciones entre los cambios.

El mundo del conocimiento precientífico estaba constituido por objetos

completos y acabados, sustancias dotadas de cualidades perfectamente ordenados

y jerarquizados en un número limitado de clase, especie y género, sometidos a

reglas y lugares fijos que garantizan la armonía de un mundo perfecto en virtud

de su infinitud. Por su parte, el mundo del conocimiento científico es un mundo

constituido por datos, es decir, problemas que suscitan la investigación y que

deben ser objetos de reflexión e interpretación.

El mundo del conocimiento clásico se regía por la doctrina de las causas finales,

la cual pregonaba que todas las entidades naturales están ligadas a determinados

fines a los que tienden por fuerza y en virtud de su naturaleza. De esta manera, la

investigación y el conocimiento se hallaban circunscritos a un estrechísimo

campo de acción sujeto a unos fines preestablecidos que mantenían la armonía

22

del mundo conocido. Con el punto de vista mecánico que la ciencia moderna

ofrece sobre la naturaleza ésta es despojada de las determinaciones finalistas y

causas últimas, para someterse a las transformaciones y modificaciones que

generan la aplicación práctica de las fórmulas, herramientas y máquinas que crea

el método científico.

En síntesis, el desarrollo de la ciencia moderna ha cambiado nuestra visión del

mundo, al introducir en nuestras perspectivas: “las ideas de lo ilimitado de las

posibilidades, del progreso indefinido, del movimiento libre, de la igualdad de

oportunidades con independencia de límites fijos” (Dewey, 1964a, pág. 140). Hay a

nuestro alcance un sinnúmero de medios, de herramientas, de instrumentos mediante los

cuales es posible estudiar los fenómenos de la vida humana. El método científico, que es

el método de la observación, la formulación de hipótesis y la comprobación

experimental, ofrece un alcance tan profundo e ilimitado sobre la vida humana que la

filosofía no puede permanecer indiferente ante este hecho evidente. Parece exigir un

papel más eficaz que la simple renuencia a reconocer su influencia en los asuntos

morales, es decir profundamente humanos, del hombre cuando la hegemonía de la

ciencia en el mundo moderno hace inevitable pensar en aplicar los mismos

procedimientos de investigación a los asuntos sobre, por ejemplo, las normas que

regulan la conducta, la naturaleza del pensamiento o la cuestión de los valores. La

simple insinuación de esta posibilidad, que puede inferirse con total plausibilidad a partir

de los alcances del desarrollo progresivo del conocimiento humano, choca de inmediato

con todo un “bloque de prejuicios, tradiciones y costumbres institucionales que se

consolidaron y endurecieron en épocas precientíficas.” (Dewey, 1964a, pág. 50).

23

1.3 El germen de la noción deweyana de experiencia

En 1896 Dewey publica uno de sus primeros textos sobre psicología titulado El

concepto de arco reflejo en psicología. En este pequeño artículo muchos reconocen el

germen de las hasta ese momento incipientes ideas y conceptos filosóficos del joven

profesor que por entonces trabajaba en la Universidad de Chicago. En efecto, el texto

sobre el arco reflejo es, como bien lo dice Javier Sáenz Obregón en la introducción de

Experiencia y Educación traducida por Lorenzo Luzuriaga, una especie de manifiesto

funcionalista sustentado por la biología evolucionista de Charles Darwin y la psicología

pragmatista de William James, en el que cuestiona la concepción dualista tradicional de

alma y cuerpo todavía presente en la teoría psicológica del arco reflejo, la cual separa el

estímulo y la respuesta como una serie de existencias desconectadas que tienen que ser

ajustadas entre sí de alguna manera (Dewey, 2004, pág. 23).

La psicología durante todo el siglo XIX sostenía que la vida mental tenía su

origen en sensaciones recibidas separada y pasivamente que, gracias a las leyes de la

retentiva y la asociación, se acondicionaban formando un mosaico de imágenes,

percepciones y conceptos. Basaba sus planteamientos en una distinción irreductible entre

sensaciones, pensamientos y actos, ilustrada en el famoso ejemplo de James sobre el

niño que se quema la mano en la vela (James, 1989, pág. 25), que las concibe como

entidades separadas y completas en sí mismas: un estímulo (la sensación de luz) provoca

una respuesta (acercar la mano para cogerla), siendo la quemadura un estímulo para una

nueva respuesta que es la retirada inmediata de la mano que se acerca a la luz. Así, el

estímulo sensorial y la respuesta motora eran entendidos como distintas existencias

mentales y también como dos acontecimientos o experiencias diferentes. En ese sentido,

para Dewey está todavía presente un viejo dualismo entre estructuras y funciones

periféricas y centrales en la psicología. En efecto, esta psicología no interpreta la

naturaleza de las sensaciones, las ideas y las acciones a partir de su función sino que se

entienden desde una artificiosa distinción preconcebida y preformulada entre

24

sensaciones, pensamientos y actos donde: “el estímulo sensorial es una cosa, la actividad

central, que hace las veces de idea, es otra, y la descarga motora, que representa el acto

propiamente dicho, una tercera” (Dewey, 2000c, pág. 100).

Según Dewey, como resultado de esto, la teoría del arco reflejo, y su distinción

entre estímulo y respuesta, parece construirse sobre la idea clásica del viejo dualismo

entre cuerpo y alma. De ahí que dicha construcción teórica no sea una unidad

comprensiva y orgánica sobre lo que sucede realmente en la relación sensación/acción y

se convierta en un “centón de partes disjuntas, una conjunción mecánica de procesos

desagregados” (Dewey, 2000c, pág. 100). Para Dewey, aunque la psicología imperante

establece que la sensación de luz actúa como estímulo cuya respuesta es alcanzar la

mano y la quemadura resultante es un nuevo estímulo cuya respuesta inmediata es retirar

la mano, para Dewey lo que realmente ocurre es lo siguiente:

“¿Cómo podemos denominar propiamente eso que no es sensación-seguida-de-

idea-seguida-de-movimiento, sino que es, por así decir, el organismo mental del que

sensación, idea y movimiento constituyen los órganos principales? Visto desde el lado

fisiológico, el nombre idóneo para ese proceso más inclusivo sería el de coordinación.

(…) El análisis nos revela que empezamos, no con un estímulo sensorial, sino con una

coordinación sensorio-motora, la coordinación óptico-ocular, y que en cierto sentido es

el movimiento lo que es primario y la sensación secundaria, donde el movimiento de los

músculos del cuerpo, cabeza y ojos determina la cualidad de lo que se experimenta. En

otras palabras, el verdadero comienzo está en el acto de ver; es un mirar no una

sensación de luz” (Dewey, 2000c, pág. 101).

En ese sentido, tanto el estímulo como la respuesta son completamente

correlativos, si se entiende desde la perspectiva del circuito y no del arco, como lo

plantea la psicología clásica. No se trata de dos existencias mentales diferentes sino de

partes constitutivas de una misma coordinación y cuyo significado particular depende

del papel o la función que cumplen en la realización de dicha coordinación. En palabras

de Dewey:

25

“El estímulo es algo que hay que descubrir, que hay que desentrañar. (…) Tan

pronto como el estímulo queda adecuadamente determinado, entonces y solo entonces se

completa también la respuesta. El logro de cualquiera de ellos significa que la

coordinación se ha completado. Más aún, es la respuesta motora la que ayuda a

descubrir y constituir el estímulo. Es el mantener el movimiento hasta un determinado

estadio lo que crea la sensación, lo que la hace liberarse.” (Dewey, 2000c, pág. 112)

Como consecuencia de la teoría evolucionista y su doctrina de la supervivencia

de los más fuertes, las tesis principales que imperaban por entonces en la psicología se

transformarían radicalmente. En efecto, las investigaciones de William James -una de las

influencias intelectuales determinantes en el desarrollo del pensamiento deweyano-

sobre los puntos de vista evolucionistas, según los cuales el hombre no presenta

diferencias en absoluto insalvables respecto de las otras especies animales, llevarían a la

psicología a plantear un enfoque funcionalista en sus indagaciones para comprender

cómo las distintas propiedades y características de la mente facultan al individuo para el

desenvolvimiento en su entorno habitual. Lo mental comenzaba a definirse por la

función que cumple en relación con las necesidades de supervivencia del organismo,

como se infería a partir de los experimentos para medir la capacidad de los animales

para aprender y resolver problemas. Así, en contraposición con el enfoque estructuralista

que analizaba las actividades mentales en sus componentes y elementos más simples (las

sensaciones), para descubrir las leyes que gobernaban la combinación de estos

elementos y poder conectar esos componentes con sus condiciones fisiológicas, el

funcionalismo consideraba la mente y la conducta en su función adaptativa mediante la

cual el organismo puede alcanzar los fines de la supervivencia individual y de la especie.

Desde este punto de vista, las sensaciones no se definen por ninguna existencia

psíquica particular ni se consideran datos de información. Las sensaciones cumplen una

función específica, que es la de ser estímulos para la acción y así se convierten en “una

invitación y un estímulo para obrar de la manera debida. Un factor directivo en la

adaptación de la vida al medio circundante.” (Dewey, 1964a, pág. 153) Las sensaciones

26

no son entonces verdaderos elementos de conocimiento, pero no por considerarse un

método de conocimiento inferior, imperfecto o incompleto, sino por ser provocaciones y

estímulos para la reflexión y para la deducción que habrán de acabar en conocimiento.

Así, a partir de los postulados biológicos de Darwin y los planteamientos psicológicos

de James, Dewey reconoce que en todo lo que se manifiesta la vida hay un obrar: “La

persistencia de la vida estriba en que esta actividad sea continua y se amolde al medio.”

(Dewey, 1964a, pág. 151) Los seres vivos no se conforman con las circunstancias en las

que viven sino que, por el contrario, constantemente transforman los elementos del

medio en el que habitan buscando la supervivencia y la conservación de la vida. Ningún

organismo, desde las almejas y amebas hasta las formas más elevadas de la vida, espera

pasivo e inerte a que las fuerzas exteriores lo presionen y lo moldeen. Antes bien, actúa

sobre las cosas que lo rodean y, en consecuencia, esos cambios que produce en el medio

circundante reaccionan a su vez sobre él mismo y sobre sus actividades: “el ser viviente

padece, sufre, las consecuencias de su propio obrar” (Dewey, 1964a, pág. 152).

Así Dewey entiende la experiencia, en una incipiente definición sobre el

concepto en cuestión, como una íntima conexión entre el obrar y el sufrir o padecer. El

desarrollo de la ciencia moderna, marcado por la conquista darwiniana del fenómeno de

la vida, ha permitido situar la experiencia dentro del mismo proceso de vivir, superando

la idea de un supuesto atomismo de las sensaciones. En consecuencia, la necesidad de

una facultad sintética de la razón supraempírica destinada a establecer las conexiones

entre las sensaciones y la maquinaria kantiana y postkantiana de los conceptos a priori y

las categorías destinadas a sintetizar los materiales de la experiencia, se muestran, según

Dewey, obsoletas y prácticamente inútiles. Así, comienza a primar el sentido vital de la

experiencia sobre el significado puramente cognoscitivo que ha primado a lo largo de la

tradición filosófica.

Para entender en detalle la crítica que hace Dewey a la noción tradicional de

experiencia se hace necesario identificar en la tradición filosófica los rasgos comunes

que comparte este concepto en las distintas definiciones que se han propuesto a lo largo

27

de la historia de la filosofía. A partir de esta necesaria revisión de la tradición filosófica,

puede entenderse con mayor claridad la reconstrucción que hace Dewey sobre un

concepto que, como bien lo dice James, es una palabra de dos filos: ambigua, confusa y

contradictoria.

1.4 La experiencia en la tradición filosófica

Tradicionalmente la experiencia se ha entendido de diversos modos según el

autor y la escuela de pensamiento que haga de este concepto su objeto de reflexión. Sin

embargo, las diferentes acepciones que se han dado del término comparten ciertos rasgos

comunes sobre la naturaleza de la experiencia en relación con el conocimiento. Uno de

ellos es la desconfianza radical hacia lo artesanal, hacia lo práctico, hacia lo empírico,

como fuente de conocimiento verdadero. La escisión entre un reino superior de la

contemplación cognoscitiva de lo inmutable, de lo seguro, de lo ideal y un reino inferior

de la manipulación artesanal de lo que cambia, de lo contingente, de la experiencia

cotidiana ha determinado, según Dewey, buena parte de los problemas y las discusiones

filosóficas a lo largo de la historia, lo que genera un aspecto común a todas las teorías

del conocimiento: “lo conocido antecede al acto mental de su observación e

investigación y no resulta afectado por éste; de lo contrario no sería fijo e inmutable”

(Dewey, 1967, pág. 20).

Para Dewey, la filosofía moderna que hace de la epistemología el tema

primordial de sus reflexiones “ha absorbido el dogma estoico de la impasibilidad, de la

imperturbabilidad, de la absoluta imparcialidad, de la completa sujeción a una realidad

completa y prefabricada como un ideal profeso” (Dewey, 1977a, pág. 85). En efecto, las

diferentes escuelas de pensamiento que difieren entre sus definiciones de experiencia de

forma tan parecida a como lo hacen en sus concepciones del fin y método del

conocimiento, coinciden en su devoción por “la identificación de la realidad con algo

que se conecte de manera monopólica con el conocimiento impasible, las creencias

28

purgadas de cualquier tipo de referencia personal, origen y punto de vista” (Dewey,

1977a, pág. 86). Este menosprecio a la experiencia, traducido para Dewey en una

despreocupación hacia lo real, se hace evidente cuando se revisan las distintas

definiciones de experiencia que han marcado la tradición filosófica.

Siguiendo las definiciones consignadas de manera escueta por José Ferrater Mora

en su Diccionario de filosofía, podemos encontrar otros rasgos comunes en la noción

clásica del concepto de experiencia. Ésta puede entenderse desde una doble perspectiva:

1) la experiencia se refiere al registro, o a la confirmación, de datos empíricos o de

teorías y 2) la experiencia está en relación con el hecho de vivir, que se da con

anterioridad a toda reflexión o predicación (Mora, 1994). Nos centraremos en exponer

tres conceptos principales de experiencia que, según Dewey, han modelado el

pensamiento filosófico. El primero surge de la filosofía griega clásica y atraviesa toda la

historia de la filosofía de diversas maneras hasta el siglo XVII. El segundo es el

concepto empirista de experiencia, característico del siglo XVIII y de la filosofía de

comienzos del siglo XIX. Por último, el tercer concepto se desprende de los

planteamientos filosóficos de Kant y el idealismo alemán. Mientras exponemos los

puntos principales que sustentan la visión particular de cada corriente de pensamiento

sobre la experiencia, mencionaremos los aspectos positivos y negativos que Dewey

reconoce en cada una de ellas. Sobre este punto, me basaré en el estudio sobre el ensayo

de Dewey “Una investigación empírica sobre empirismos” consignado en el excelente

trabajo de Richard Bernstein sobre la obra de Dewey (Bernstein, 2010, págs. 83-94):

1. La distinción platónica entre mundo sensible y mundo inteligible equivale a la

distinción entre experiencia y razón. La experiencia aparece como conocimiento de

lo cambiante y es más opinión que conocimiento. No descuida la experiencia como

práctica necesaria para poder formular conceptos y alcanzar el reino de las ideas,

aunque la experiencia no tiene en ningún caso el carácter preciso e inteligible de

estas últimas. En efecto, para Platón la experiencia se refería a una clase de

29

experticia mecánica propia de un artesano. En ese sentido la experiencia significaba

la información acumulada sobre el pasado, transmitida a través del lenguaje y el

aprendizaje de artes y habilidades, y condensada en generalizaciones prácticas sobre

cómo hacer cierto tipo de cosas. En ese sentido, la experiencia consistía para Platón

en un tipo de conocimiento práctico constituido por datos empíricos que exige cierto

tipo de destrezas y habilidades aprendidas a través del hábito y la costumbre. De esta

manera, el mundo de la experiencia se diferenciaba radicalmente del mundo de las

ideas y el conocimiento verdadero, constituido por el conocimiento racional de la

naturaleza eterna de las cosas.

Para Aristóteles la experiencia queda mejor integrada dentro de la estructura del

conocimiento: es algo que poseen todos los seres vivos dotados de órganos

sensoriales en la medida en que, a partir de lo percibido y de las relaciones que

pueden establecer en ello, ordenan su acción futura. La experiencia surge de los

recuerdos, ya que la persistencia de las mismas impresiones va tejiendo la

experiencia. La experiencia es la aprehensión de lo singular, sin la cual no habría

posibilidad de ciencia. Solo la experiencia puede proporcionar los principios

pertenecientes a cada ciencia: hay que observar primero los fenómenos y ver luego

qué son, para proceder a las demostraciones. Sin embargo, aunque la experiencia es

un estadio necesario e imprescindible para alcanzar el conocimiento científico, no es

suficiente por sí mismo y no puede revelar la naturaleza de lo real.

Para Dewey, con Platón se iniciaba la tradición clásica de entender la experiencia

desde un sentido peyorativo y, con Aristóteles, la idea de comprenderla como un

asunto cognoscitivo. Sin embargo, reconocía la capacidad de los filósofos griegos

para comprender la naturaleza de la experiencia desde una perspectiva social que

señalaba el modo en que ésta se desarrolla y se transmite por medio del hábito y la

costumbre. Asimismo destacaba en el pensamiento aristotélico la idea de poner en

relación las funciones biológicas con las cognoscitivas. Para Dewey, “la visión

griega de la experiencia reflejó un robusto sentido del hombre como ser implicado en

30

un mundo natural y una sutil apreciación de interacción entre conocimiento y

acción” (Bernstein, 2010, pág. 88)

2. En la modernidad, Bacon considera que el vocablo experientia representa la

aprehensión de cosas singulares y, al mismo tiempo, una iluminación interior. Pero

lo que predominó durante los primeros siglos fue la noción de experiencia en cuanto

sensu oritur, es decir, originada en los sentidos. Bacon insiste en la necesidad de

atenerse a la experiencia no sólo como punto de partida para el conocimiento, sino

como su fundamento último. La mejor demostración consiste en la experiencia y

existen dos tipos posibles: la vulgar, que tiene lugar por accidente, o la buscada o

científica. Para Bacon, la ciencia se basa en la experimentación como experiencia

ordenada. Por otra parte, los racionalistas estiman que la experiencia representa un

acceso a la realidad confuso y mutilado, pues la experiencia es entendida como

experiencia vaga. Para Leibniz, por ejemplo, la experiencia solo da proposiciones

contingentes, pues las verdades eternas solamente pueden adquirirse por medio de la

razón.

Sin embargo, la protagonista de la crítica de Dewey será la noción de experiencia

de la tradición empirista, normalmente considerada la visión filosófica paradigmática

sobre el concepto en cuestión. Para Dewey, los empiristas consideran que la

experiencia se relaciona con la aprehensión intuitiva de cosas singulares, de

impresiones de los sentidos, y constituye la condición y el límite de todo

conocimiento merecedor de tal nombre. Así, la razón deja de ser considerada como

esa facultad única que permite conocer de forma directa la naturaleza esencial de lo

real. Para Locke, por ejemplo “muchas de las verdades reivindicadas en nombre de

la razón aparecían como dogmas disfrazados, confeccionados sobre la tradición y el

prejuicio, muchos de los cuales habían prosperado bajo la férula de la razón hasta

hacerse irracionales” (Bernstein, 2010, pág. 89). En la filosofía empirista, la

experiencia comienza a adquirir un significado más positivo, pues se reivindica el

poder del individuo y su capacidad de examinar la validez de todo tipo de

31

conocimiento sobre la realidad a través del contacto directo con la naturaleza, pues

las sensaciones son entendidas como el origen y la base del conocimiento sobre lo

real.

Para Dewey, el empirismo británico fue valioso y significativo en tanto

contribuyó a afirmar el lugar activo del individuo en el proceso del conocimiento y

revindicar, a nivel social, los derechos inalienables de toda persona. Destaca la idea

de la libertad del pensamiento a través de la crítica empirista a la influencia nociva

de ciertas tradiciones e instituciones para el cultivo de la individualidad. Sin

embargo, Dewey señala cómo el concepto empirista de experiencia tenía un

sinnúmero de contradicciones internas. Por ejemplo, aunque este concepto fue

desarrollado en el marco del avance de la ciencia experimental, el empirismo no

pudo dar cuenta de la nueva lógica científica en tanto consideraba al hombre como

un espectador pasivo que acumulaba y recibía la experiencia, mientras que el avance

de la ciencia subrayaba el valor de la actividad dirigida y regulada. Sin embargo,

Dewey rescata el valor crítico del empirismo pues reconoce que “su poder como

disolvente de la tradición y de la doctrina fue mucho mayor que su fuerza

constructiva” (Bernstein, 2010, pág. 91). Dewey también destaca la idea empirista

según la cual es la experiencia, y no cualquier tipo de realidad trascendente, la que

deber ser el tribunal final de toda reivindicación de conocimiento.

Aunque Dewey reconoce que el empirismo no fue capaz de desarrollar un teoría

de la experiencia que diera cuenta de la nueva lógica de la ciencia experimental, ya

que sus reflexiones se centraron en la construcción compleja y artificial de una teoría

sobre la naturaleza de la percepción sensible, admira su capacidad crítica y de

refutación de los prejuicios y dogmas tradicionales.

3. Por otra parte, Kant admite que la experiencia constituye el punto de partida del

conocimiento pero que éste no procede de ella, si bien no es posible conocer nada

que no se halle dentro de la experiencia posible. Los idealistas alemanes trataron el

tema apoyándose en Kant y estimaron que la tarea de la filosofía era dar razón de

32

toda experiencia o del fundamento de toda experiencia. Para Fichte, por ejemplo, el

filósofo puede abstraer o separar mediante la libertad del pensar lo unido en la

experiencia. En la experiencia están inseparablemente unidas la cosa, aquello por lo

que debe dirigirse el pensamiento, y la inteligencia, que es la que debe conocer. Si

abstrae de la primera obtiene una inteligencia en sí, abstraída de su relación con la

experiencia. Si abstrae de la segunda, obtiene una cosa en si, abstraída de que se

presente la experiencia. A lo primero se llama idealismo y a lo segundo dogmatismo.

Para Dewey, la figura de Hegel fue determinante para definir el carácter de su

pensamiento filosófico. En Del absolutismo al experimentalismo reconoce que la

idea hegeliana de síntesis fue determinante a la hora de rechazar cualquier tipo de

planteamiento que comprendiera la realidad como algo estático, formal y dualista:

“La síntesis hegeliana de sujeto y objeto, materia y espíritu, lo divino y lo

humano, no fue, sin embargo, una mera fórmula intelectual; operó como un inmenso

desahogo, como una liberación. El tratamiento hegeliano de la cultura humana, de

las instituciones y las artes, incluía la disolución misma de rígidas paredes divisorias

y tenía una especial atracción para mí.” (Dewey, 1991, pág. 7). De Hegel, Dewey

extrajo la idea de una relación orgánica entre sujeto y objeto, la idea de un principio

de unidad viviente y la idea de una interacción e interdependencia orgánica. Si bien

esa influencia inicial del organicismo hegeliano se subsumiría años después en la

perspectiva científica adoptada por Dewey, nunca negó ni ignoró que Hegel había

dejado un depósito permanente en su pensamiento.

Tras este breve y necesario recorrido histórico, podemos entender cómo las

distintas definiciones de experiencia comparten ciertos rasgos que serán el objeto de la

reflexión crítica de Dewey. En efecto, la comprensión clásica de la experiencia como un

modo de conocer algo inmediatamente, antes de todo juicio formulado sobre lo

aprehendido, es decir, como la aprehensión sensible de la realidad externa por lo común

33

antes de toda reflexión, se contrapone a la idea deweyana de la estrecha interrelación

orgánica entre la experiencia y la razón. Así, aunque cada una de estas teorías contiene

elementos importantes para entender la noción de experiencia, tienen también serias

contradicciones que Dewey pretende superar con la reconstrucción o resignificación de

ese mismo concepto.

Como veíamos, una primera definición explícita de la experiencia surge a partir

del estudio de la teoría del arco reflejo en psicología y del examen sobre la influencia de

la ciencia moderna en la manera de conocer y entender la naturaleza. Sin embargo, es en

su texto de 1917 La necesidad de una recuperación de la filosofía donde podemos

encontrar, por un lado, la exposición más completa y lúcida de su crítica a la noción

tradicional de la experiencia y, por el otro, los puntos básicos de la resignificación del

mismo concepto propuesta por Dewey. Allí Dewey encuentra cinco rasgos comunes en

las distintas acepciones que ha tenido el término en cuestión en la larga tradición

filosófica, pero su crítica se centrará especialmente en la reflexión filosófica que el

empirismo británico hace sobre la naturaleza de la experiencia. El análisis en detalle de

estos cinco puntos, esto es, los cinco contrastes entre su postura crítica frente a la

tradición filosófica y, por ende, los cinco puntos básicos de su propuesta reconstructiva,

será el punto de partida del segundo capítulo de la presente investigación. En él

intentaremos profundizar y establecer el significado de la noción de experiencia en la

filosofía de John Dewey.

34

Capítulo 2

LA CONCEPCIÓN DE EXPERIENCIA EN JOHN DEWEY

Una onza de experiencia es mejor que una tonelada de teoría

simplemente porque solo en la experiencia la teoría tiene significación

vital y comprobable (Dewey, 1998, pág. 128)

La experiencia es, para Dewey, el medio o instrumento por excelencia que le

permite al hombre investigar con detalle los fenómenos de la naturaleza. En este sentido,

la definición tradicional de experiencia que la entiende como todo aquello percibido por

los sentidos o todo aquello que nos sucede, como un asunto fundamentalmente

cognitivo, plagado de subjetividad y que hace referencia a un conjunto de situaciones

acontecidas en el pasado, no parece ser efectiva a la hora de entender esa conexión

estrecha entre pensamiento y acción que Dewey pretende reconstruir, animado por la

influencia de la filosofía pragmatista norteamericana. Es un tema que, tanto en Dewey

como en William James y Charles Sanders Peirce, es fundamental en sus reflexiones

filosóficas, psicológicas y lógicas. En efecto, el pragmatismo, que se construye en buena

parte como una crítica al empirismo británico, puede entenderse como una

resignificación o una reconstrucción más amplia de un concepto básico en los

planteamientos filosóficos de Locke y Hume como es el de experiencia.

¿Cómo concebir, desde la definición tradicional de la experiencia, la idea de

Dewey de que toda teoría es una hipótesis activa que debe ser demostrada por el tipo de

consecuencias a las que conduce en la vida real y efectiva? ¿Cómo conciliar la confianza

y el optimismo de Dewey en la metodología de las ciencias experimentales con la

desconfianza filosófica tradicional hacia la experiencia como fuente de conocimiento?

¿Cómo entender la teoría instrumental del conocimiento formulada por Dewey desde

una perspectiva que define la experiencia como opuesta y enemiga de la intelección

racional? Responder a estas inquietudes constituye la matriz del presente capítulo cuyo

propósito fundamental es entender en detalle qué entiende Dewey por experiencia.

35

El problema de la experiencia constituye un elemento central dentro del amplio

campo de intereses de la filosofía de John Dewey y es, a su vez, uno de los elementos

articuladores de sus trabajos en pedagogía, psicología, política y estética. Como veíamos

en el primer capítulo, en uno de sus primeros artículos de psicología - El concepto de

arco reflejo en Psicología (1896)- surgen algunos temas y conceptos fundamentales de

su obra filosófica, como lo son la proyección de la experiencia presente en las posibles

experiencias futuras y la unidad orgánica de los acontecimientos. Si bien es un texto de

carácter eminentemente científico, puede considerarse como la matriz del pensamiento

de Dewey, no sólo por su contenido temático sino por el diálogo que establece entre las

disciplinas científicas y la reflexión filosófica, característica fundamental de su obra en

tanto sus planteamientos filosóficos se derivan de los descubrimientos de la psicología,

los avances de la biología y los progresos científicos de las ciencias naturales.

Este aspecto es también un elemento característico del llamado pragmatismo, del

que, como veíamos, Dewey fue gran admirador. El desarrollo de una incipiente sociedad

industrial en Norteamérica suscitó la confianza radical en las potencialidades

individuales del hombre para mejorar sus condiciones de vida en el mundo. Los nuevos

medios de control sobre la naturaleza puestos al servicio de la vida humana eran

producidos por los avances técnicos y los progresos tecnológicos, lo cual generaba un

optimismo y una confianza radical en el razonamiento implícito en la lógica del método

científico. Así, la confianza en la investigación experimental y el talante naturalista de

las reflexiones filosóficas se convirtieron en elementos característicos de los filósofos

pragmatistas. Sobre este punto Dewey no es la excepción; antes bien, defiende la idea de

la aplicación del método científico a la totalidad de los problemas humanos y sociales,

pues su impacto en la transformación de la comprensión del mundo ha sido de tal

magnitud que no es tan descabellado considerar que la misma lógica experimental puede

ser de gran ayuda para resolver los problemas más auténticos de la vida humana. De esta

manera el desarrollo de la lógica experimental, y especialmente, los postulados de la

biología darwiniana, obligan, según Dewey, a repensar y redefinir la naturaleza misma

36

del trabajo filosófico a través de la reconstrucción necesaria de ciertos conceptos y

nociones propias de la tradición que habrá de permitirle a la filosofía dar respuesta a las

inquietudes y problemas más apremiantes de la vida contemporánea.

Para exponer de manera detallada la noción de Dewey sobre el concepto de

experiencia, comenzaremos con el examen sobre los cinco puntos de discrepancia entre

la tradición filosófica y la propuesta de Dewey en torno al concepto en cuestión,

consignados en su texto de 1917 La necesidad de una recuperación de la filosofía. La

crítica que Dewey hace de la noción tradicional de experiencia se sintetiza en esos cinco

puntos de contraste que, a su vez, resumen los aspectos clave de su redefinición del

mismo concepto. Ya vimos cómo la tarea reconstructiva del concepto en cuestión

obedece a un trabajo más amplio que, en una perspectiva pragmatista, busca redefinir el

trabajo filosófico en un mundo dominado por la metodología científica. Esto no significa

hacer una apología aireada y nostálgica de la filosofía, sino, por el contrario, una

profunda crítica sobre el sentido mismo del trabajo filosófico en un mundo actual, que

ya no requiere verdades últimas ni especulaciones sobre lo suprasensible, sino

reflexiones vitales sobre los problemas y desafíos de un individuo situado en un universo

abierto, ilimitado, infinito, donde el cambio es la regla y no la excepción. Los cinco

puntos de contraste nos darán una perspectiva más amplia sobre la concepción deweyana

de experiencia y nos permitirán entender con mayor profundidad los aspectos

fundamentales de su filosofía.

El texto La necesidad de una recuperación de la filosofía es fundamental para

seguir identificando los elementos clave en la reconstrucción de la experiencia, labor que

emprende Dewey en un diálogo siempre constante tanto con la tradición filosófica como

con la investigación científica. Esto le permitirá construir una teoría general de la

experiencia mucho más amplia y significativa en tanto se basa en lo que la experiencia

real y efectiva demuestra ser en el curso mismo de la vida humana. Desde esta

perspectiva, nos centraremos en exponer la crítica a la noción empirista de la experiencia

pues es en oposición a buena parte de los planteamientos de esta corriente filosófica

37

como se constituyen las tesis principales del pensamiento de Dewey. Tradicionalmente

la experiencia ha sido entendida desde una perspectiva empirista. En contraposición,

Dewey propone una concepción experimental que restablece la relación estrecha entre la

experiencia y el pensamiento.

Es necesario, para finalizar, hacer una pequeña aclaración metodológica. El

problema de la experiencia atraviesa toda la obra de John Dewey, de allí que nunca dé

una definición sólida y precisa sobre su significado. Este aspecto del pensamiento de

John Dewey lo estudia Philip Jackson en el libro John Dewey y la tarea del filósofo,

donde realiza una comparación detallada entre las reelaboraciones del primer capítulo

del texto titulado Experiencia y naturaleza, pues su opinión crítica sobre sus mismos

planteamientos lo llevó a reelaborar completamente, y de manera reiterativa, el capítulo

introductorio en cuatro ocasiones. Esto permite evidenciar ese carácter filosófico

profundamente activo de John Dewey, atento siempre a reflexionar sobre su disciplina

en diálogo con las inevitables transformaciones de un mundo en continuo desarrollo,

aunque ello signifique contradecirse y desmentir ciertas ideas defendidas en el pasado

con ahínco y tesón. Desde esta perspectiva, asumo la vitalidad del pensamiento

deweyano con todas sus falencias e imprecisiones conceptuales y opto por exponer la

manera en que se desarrolla el problema de la resignificación de la experiencia a lo largo

de su obra. En ese sentido, tanto sus primeros estudios psicológicos como sus últimas

reflexiones pedagógicas son esenciales para entender cualquier aspecto particular de su

pensamiento, no porque haya establecido progresivamente un riguroso cuerpo de

definiciones o planteamientos, sino porque muestran la manera en que las ideas sobre un

problema en particular se articulan en toda la obra de un filósofo preocupado por

reubicar la labor reflexiva de su disciplina mediante una síntesis congruente con la

ciencia moderna que de respuesta a las necesidades actuales sobre educación, ética y

política.

38

2.1 La crítica a la noción clásica de experiencia

La filosofía de John Dewey se caracteriza por un fuerte talante naturalista, en tanto

sus reflexiones se construyen en diálogo con los avances progresivos de la ciencia

experimental. Como veíamos, una primera aproximación al problema de la experiencia

surge precisamente a partir de un estudio científico sobre el concepto psicológico del

arco reflejo. Sin embargo, la referencia a la ciencia no es sólo un recurso intelectual en el

pensamiento de John Dewey. Ante todo, constituye el reconocimiento de una de las tesis

básicas de su filosofía, la cual plantea que todo sistema filosófico puede comprenderse

mejor desde el trasfondo cultural de los contextos particulares en los que surge. En

palabras de Bernstein “toda gran filosofía está íntimamente vinculada al entorno cultural

en que emerge. Refleja sus aspiraciones básicas, sus perplejidades, los conflictos de la

cultura, y pretende dar un nuevo orden, una nueva coherencia y una nueva dirección a

aquello que se funda en la experiencia cultural” (Bernstein, 2010, pág. 44).

En ese sentido, la filosofía no puede sustraerse a la realidad efectiva de una época

en la que una cosmovisión heredada de una época precientífica es completamente ajena

y extraña, en un mundo en el que la ciencia moderna ha trastocado por completo los

viejos marcos de explicación sobre la naturaleza y el hombre. Esto significa que los

problemas vitales de los contextos particulares en los que surgieron los sistemas

filosóficos del pasado ya no son la fuente de las inquietudes más apremiantes del mundo

contemporáneo. Esta situación exige, como veíamos, redefinir la función y el lugar de la

filosofía a través de la reconstrucción de sus conceptos e ideas tradicionales, pues éstos

ya no parecen ser útiles para interpretar los problemas y desafíos que se originan por un

sinnúmero de acontecimientos científicos y sociales en una situación humana distinta.

Los nuevos movimientos industriales y científicos han transformado, según

Dewey, la manera de entender el mundo. Sin embargo la filosofía sigue envuelta en

discusiones cuya validez parece depender solamente de su largo protagonismo en la

historia de la filosofía, mas no en su pertinencia para dar respuesta a las inquietudes

39

actuales. Desde esta perspectiva, Dewey escribe en 1917 un texto titulado La necesidad

de recuperar la filosofía que, ya de entrada, sitúa la reflexión sobre la naturaleza misma

de la filosofía como una tarea ineludible y apremiante. Dice Dewey:

“Lo que los hombres de intención sincera no involucrados en el negocio

profesional de la filosofía más desean saber es qué modificaciones y abandonos de

herencia intelectual son los que requieren los nuevos movimientos industriales, políticos

y científicos. Ellos desean saber qué es lo que esos nuevos movimientos significan

cuando son traducidos a ideas generales. A menos que la filosofía profesional pueda

movilizarse suficientemente para ayudar en esta clarificación y redirección de los

pensamientos de los hombres, es probable que se desvíe cada vez más de las principales

corrientes de la vida contemporánea.” (Dewey, 1982, pág. 3)

En ese sentido, el propósito fundamental de este escrito no será otro que

“promover la emancipación de la filosofía de su fijación, demasiado íntima y exclusiva,

a los problemas tradicionales” (Dewey, 1982, pág. 3). No es, como podría pensarse, un

intento por hacer una crítica deconstructiva de las diversas soluciones que se han

ofrecido, pues en tanto propuestas filosóficas se hallan ligadas a las inquietudes de su

tiempo y lugar, sino por suscitar un cuestionamiento sobre la legitimidad, bajo las

condiciones presentes de la ciencia y de la vida social, de esos mismo problemas,

considerados tradicionalmente como los problemas de la filosofía por antonomasia.

Entre ellos, y de manera especial, el problema de la experiencia ocupa un lugar

primordial, pues buena parte de la filosofía occidental se construye como la formulación

de distintos tipos de respuestas al problema de la relación tradicionalmente escindida

entre el mundo de la naturaleza, o la experiencia, y el mundo del hombre, o la razón. Su

crítica, y por ende su propia noción del concepto, podemos sintetizarla en cinco puntos

básicos que él mismo planteó en el texto anteriormente citado. Para efectos de la

presente investigación, mencionaré brevemente cada uno de los puntos y haré un breve

comentario sobre lo que allí se plantea. En este punto, como ya se presume, me valdré de

la misma estrategia interpretativa que usó Richard Bernstein en su libro Praxis y acción,

40

en el que confronta cuatro tradiciones filosóficas por medio de la comparación

esquemática de sus planteamientos principales (Bernstein, 1979, págs. 207-235).

1. “En la opinión ortodoxa, la experiencia es considerada primariamente como un

asunto de conocimiento. Pero, a los ojos de quienes no miran a través de antiguos

anteojos, ella seguramente aparece como un asunto de intercambio entre un ser

viviente y su medio ambiente físico y social.” (Dewey, 1982, pág. 4)

Sin duda, El origen de las especies de Charles Darwin es uno de los grandes

referentes en el desarrollo intelectual de Dewey. Si en sus años más tempranos fue

fervorosamente hegeliano, de quién extrajo la idea de organicidad, interdependencia e

interrelación, con Darwin entenderá que en los seres vivos no se da una simple

conformidad a las circunstancias, sino que se produce una transformación de los

elementos del medio circundante. En ese sentido, los seres vivos están en una

interacción constante con su medio ambiente. Desde esta perspectiva biológica, asumida

por Dewey, toda experiencia puede entenderse como una situación o función vital,

definida como la interacción y la transacción entre un organismo y las condiciones

ambientales en que se encuentra. En palabras de Dewey: “toda explicación de la

experiencia debe ahora tomar en cuenta la consideración de que experimentar significa

vivir, y de que la vida se da en y a causa de un medio circundante, y no en el vacío”

(Dewey, 1982, pág. 5) Así, la vida se define por el control del organismo sobre su medio

ambiente. En efecto, todas sus actividades intentan controlar las alteraciones que,

inevitablemente, suceden a su alrededor, ya sea neutralizando los sucesos hostiles o

transformando positivamente las condiciones predeterminadas de su ambiente en

función de su propia supervivencia. En palabras de Dewey: “como la vida requiere

también la adecuación del ambiente a las funciones orgánicas, ajustarse al medio

ambiente no significa aceptar pasivamente este último, sino actuar de un modo tal que

41

los cambios en el ambiente tomen un determinado rumbo” (Dewey, 1982, pág. 6). La

experiencia, así entendida, puede definirse como un asunto de acciones y sufrimientos

simultáneos, esto es, una íntima conexión entre el obrar y el sufrir.

El organismo, según la ciencia biológica, tiene que soportar y padecer las

consecuencias de sus propias acciones. Sin embargo, este padecimiento no significa

pasividad, pues todo ser vivo es paciente y también agente, es decir, “alguien que

reacciona, alguien que trata de experimentar, alguien comprometido con el padecimiento

de un modo tal que puede influenciar en lo que está aún por suceder” (Dewey, 1982,

pág. 5). Así, la experiencia no consiste solamente en un asunto de conocimiento

completamente racional e individual. La experiencia abarca mucho más que el

conocimiento, pues, en tanto criaturas biológicas, la vida de los individuos consiste

fundamentalmente en lo que Dewey llama “experiencias no-cognitivas” y “experiencias

no-reflexivas”, en las que el conocimiento no constituye el objetivo principal. Este tipo

de experiencias están relacionadas con el hecho de hacer, gozar o sufrir. En otras

palabras, con el hecho de la vida misma tal y como es vivida.

2. “De acuerdo con la tradición, la experiencia es (al menos primariamente) una cosa

física, infectada por todas partes de “subjetividad”. Lo que la experiencia sugiere

acerca de sí misma es un mundo genuinamente objetivo, el cual forma parte de las

acciones y sufrimientos de los hombres y experimenta modificaciones a través de sus

respuestas.” (Dewey, 1982, pág. 4)

Este segundo punto de contraste puede desprenderse de la formulación básica del punto

anterior- experimentar significa vivir y la vida se da en y a causa de un medio

circundante, no en el vacío (Dewey, 1982, pág. 5)- en tanto plantea una nueva crítica a la

experiencia como un asunto exclusivamente privado y subjetivo. Si en el primer punto

se demostraba cómo la experiencia no era solamente un asunto de conocimiento, en este

42

Dewey intenta mostrar como el giro subjetivista afectó la filosofía post-cartesiana en

tanto “el hombre está atrapado en la privaticidad de sus actos y de sus contenidos

mentales y le falta toda evidencia adecuada para creer que hay un mundo objetivo fuera

de su experiencia privada y subjetiva” (Bernstein, 1979, pág. 212) La idea de un sujeto

escindido del mundo y un objeto estable y definido que constituye ese mundo es para

Dewey una de las razones para afirmar que la filosofía perdió su rumbo a partir de la

modernidad.

Lo que Dewey llama la “crítica a la industria epistemológica” no es otra cosa que

la crítica a la reducción de la filosofía a la árida discusión sobre pseudoproblemas tales

como la pregunta por el conocimiento en general, la forma de probar la existencia del

mundo externo y la duda metódica sobre la realidad de los objetos, entre otros. Estas

preguntas son, para Dewey, completamente artificiosas y estériles, pues los actos del

pensamiento no surgen de la nada, sino de la necesidad urgente por resolver problemas

específicos de una realidad objetiva que, por su misma condición de realidad, entraña

una serie de dificultades prácticas para el individuo. Desde esa perspectiva, el objetivo

del conocimiento no es esclarecer o descubrir realidades últimas o principios generales

sino, ante todo, transformar las situaciones indeterminadas y problemáticas que la vida -

que solo se da en y a causa de un medio circundante y nunca en el vacío- trae consigo en

su desarrollo natural.

Para Dewey, de acuerdo con los planteamientos empiristas, la experiencia se

concebía como algo ligado a un sujeto privado que la tiene como su posesión exclusiva.

Desde esta perspectiva puede entenderse por qué la existencia del mundo externo se

convirtió en uno de los problemas especulativos primordiales de la filosofía. Sin

embargo, dice Dewey, este aspecto no deja de ser curioso pues “si algo parece

adecuadamente establecido empíricamente, ello es precisamente la existencia de un

mundo que le opone resistencia a las funciones características del sujeto de la

experiencia, de un mundo que sigue su curso, algunas veces independientemente de esas

funciones, y que frustra nuestras esperanzas e intenciones” (Dewey, 1982, pág. 17).

43

3. “En cuanto la doctrina establecida reconoce algo fuera del desnudo presente, el

pasado cuenta exclusivamente. El registro de lo que ha tenido lugar, la referencia a

lo precedente, se cree que es la esencia de la experiencia. El empirismo se concibe

como ligado a lo que ha sido o es “dado”. Pero la experiencia en su forma vital es

experimental, es un esfuerzo por cambiar lo dado; se caracteriza por la proyección,

por penetrar más allá en lo desconocido; la conexión con un futuro es su rasgo

prominente.” (Dewey, 1982, pág. 4)

Una tendencia dominante de la tradición filosófica clásica a la hora de entender

la experiencia ha sido, como veíamos, identificarla con lo que se presenta, con todo

aquello que nos sucede y con el resultado de continuas observaciones pasadas. Por su

parte, la investigación científica moderna ha demostrado cómo la actitud experimental es

fundamental a la hora de de comprender el mundo y, por ende, generar mayores

posibilidades de acción encaminada a garantizar la supervivencia y la felicidad de los

individuos. En ese sentido, al subrayar el interés práctico en la experiencia humana, el

hombre deja de entenderse como el espectador contemplativo de la realidad y la

naturaleza, y comienza a ser un agente-paciente, en el marco interpretativo de la

experiencia como una transacción activa entre un organismo vivo y su medio. Desde

esta perspectiva, se entiende que la experiencia en su forma vital es experimental y que

las situaciones esenciales de la vida son aquellas en las que hay algo que hacer, en las

que es necesario manipular el mundo para lograr objetivos deseados. Dewey plantea que

“vivimos hacia delante, puesto que vivimos en un mundo donde los cambios que

suceden significan para nosotros prosperidad o infortunio, puesto que cada uno de

nuestros actos modifica estos cambios y, por consiguiente, está lleno de promesas o

viene cargado de fuerzas hostiles” (Bernstein, 1979, pág. 214).

En efecto, a partir de los descubrimientos de la biología, se plantea que la

adaptación del organismo al medio ambiente está definida por la referencia a las

situaciones futuras. La adaptación constituye un proceso que toma tiempo y que, a la

44

postre, permite generar en la especie nuevos mecanismos o habilidades que le permitirán

enfrentarse y sobrevivir a situaciones problemáticas ulteriores En ese sentido, las

consecuencias de la adaptación del organismo modifican ciertos elementos de su entorno

así como ciertas configuraciones particulares de sí mismo, pues al definirse como

agente/paciente, cuya experiencia se entiende como una transacción entre un organismo

vivo y su medio, es la actividad y no la contemplación la que define las funciones

cognoscitivas del organismo. Para Dewey “dado un mundo como aquel en que vivimos,

un mundo en el cual los cambios ambientales son en parte favorables y en parte

duramente indiferentes y la experiencia se limita a ser productiva en intención, para

cualquier control asequible a ella la criatura viviente depende de lo que está dado para

alterar el estado de las cosas” (Dewey, 1982, pág. 8).

La acción de experimentar permite entender el mundo como no predeterminado,

sin fines últimos a partir de los cuales se define su naturaleza y donde es más importante

“la anticipación (…) que el recuerdo, así como la proyección es más primaria que el

simple recuento del pasado y la prospectiva más primaria que la retrospectiva.” (Dewey,

1982, pág. 8) Lo que está terminado y lo que está ya dado es importante en cuanto afecta

el futuro, mas no por sí mismo. En palabras de Dewey: “la proyección imaginativa del

futuro es esta cualidad precursora de la conducta que resulta provechosa como guía del

presente” (Dewey, 1982, pág. 8).

4. “La tradición empirista está comprometida con el particularismo. Se supone que las

conexiones y continuidades son ajenas a la experiencia, que son subproductos de

dudosa validez. Una experiencia que consiste en experimentar el medio ambiente y

en el esfuerzo por controlarlo en nuevas direcciones está preñada de conexiones.”

(Dewey, 1982, pág. 4)

45

Si bien Dewey hará referencia a los planteamientos de distintos autores y

corrientes filosóficas, su análisis se centrará en la noción empirista de experiencia. Este

punto puede entenderse como la crítica de Dewey al atomismo propio de la visión

empirista que entiende la experiencia como un conjunto de sensaciones simples y

aisladas, como “un agregado de percepciones discretas y separables” (Bernstein, 1979,

pág. 215). Dewey en este punto sigue a James y su idea del empirismo radical. Éste, a

grandes rasgos, es una forma de empirismo que lleva hasta sus últimas consecuencias el

postulado básico de atenerse a la experiencia. Plantea que el empirismo clásico se negó

a reconocer la importancia que tienen tanto las relaciones conjuntivas como las

relaciones disyuntivas en la experiencia. Es decir, el empirismo normalmente se

pregunta sólo por las cosas particulares que se conexionan o no, pero el empirismo

radical subraya que esas relaciones son precisamente elementos constitutivos de la

experiencia: “el empirismo radical, en suma, no es sino aquella posición teórica que

considera que las relaciones que conectan las experiencias entre sí son, a su vez,

relaciones experimentadas; y, por ende, tan reales, en cuanto experimentadas, como

cualquier otra cosa que se experimente” (Tudela, 1990, pág. 146).

A partir de estos mismos planteamientos Dewey intenta entender la experiencia

tal y como se presenta en su unidad constitutiva, y, de esta manera, centra su crítica a la

filosofía empirista en su noción abstracta y completamente artificial de la experiencia

desde un punto de vista atomista. Para Dewey la experiencia debe entenderse ante todo

en términos de relaciones, vínculos y conexiones pues, como ya veíamos en el primer

punto, la experiencia no ocurre en el vacío sino en un ambiente totalmente plagado de

conexiones dinámicas: “empíricamente (…) vínculos activos o continuidades de toda

clase, junto con discontinuidades estáticas, caracterizan la existencia.(…) La experiencia

es un asunto de facilitaciones y obstáculos, de estar al tiempo sostenido y desgarrado, de

quedarse solo y ser, a la vez, ayudado y perturbado, de buena fortuna y frustración”

(Dewey, 1982, pág. 10).

46

Esta apreciación empirista de la experiencia, que, en palabras de Dewey la

pulveriza en cualidades sensoriales aisladas y en ideas simples, generó posiciones

particularistas, como aquella que sostenía que las sensaciones e ideas son existencias por

completo separadas; y problemas artificiales como aquel que planteaba que los objetos

estables no eran sino una apariencia. Kant, por ejemplo, aceptó el particularismo de la

experiencia y procedió a complementarla desde fuentes no empíricas. Ante un ser que

tiene muy diversas sensaciones, todas ellas realmente empíricas, pues se dan en la

experiencia, le corresponde a una razón que trasciende la experiencia proporcionar la

síntesis cuyo objetivo es el de generar verdadero conocimiento. El resultado histórico

fue, según Dewey, “una nueva cosecha de enigmas artificiales” (Dewey, 1982, pág. 12).

Esto puso a la filosofía por un largo tiempo a discutir sobre lo a priori y lo a posteriori

como su problema principal. Mientras en la discusión tradicional se entendía que ese

algo innato, original y no aprendido era un asunto de conocimiento, Dewey plantea que

aunque existiera ese tipo de contenido apriorístico ello no tendría nada que ver con el

conocimiento, pues consistiría en ciertas actividades que resultan posibles por medio de

ciertas conexiones establecidas entre neuronas.

Para Dewey, estos asuntos y sus enrevesadas soluciones no son sino

pseudoproblemas y propone un punto de vista pluralista que pretende acabar con la

tradición de un empirismo atomístico y la visión de un universo monista: “Algunas cosas

están relativamente aisladas de la influencia de otras; algunas cosas son fácilmente

invadidas por otras; algunas cosas son intensamente atraídas a asociar sus actividades

con las de otras. La experiencia exhibe toda clase de conexiones, desde las más íntimas

hasta la mera yuxtaposición externa” (Dewey, 1982, pág. 10).

5. “En la noción tradicional, experiencia y pensamiento son términos antitéticos. La

inferencia, en la medida en que no es más que un reavivamiento de lo que ha sido dado

en el pasado, marcha detrás de la experiencia; de ahí que sea inválida, o, si no, una

medida de desesperación por medio de la cual, usando la experiencia como un

47

trampolín, nos lanzamos a un mundo de cosas estables y similares. Pero la experiencia,

considerándola libre de las restricciones impuestas por el viejo concepto, está llena de

inferencias. No hay, aparentemente, ninguna experiencia consciente sin inferencia; la

reflexión es natural y constante.” (Dewey, 1982, págs. 4-5)

En este punto, Dewey parece recoger los cuatro puntos anteriores para señalar la

tesis básica de lo que él llama la concepción ortodoxa o tradicional de la experiencia.

Ésta puede sintetizarse en la habitual relación antitética entre experiencia y razón. En

efecto, a pesar de las particularidades propias de cada escuela y corriente filosófica, lo

que está en la base de todas ellas es la visión de la experiencia como un término que

contrasta radicalmente con otros conceptos tales como pensamiento, inteligencia o

razón. Así, la experiencia se entiende como los datos sensibles o, en otras palabras, la

materia prima para que la razón, entendida como la facultad integradora que hace

posible el conocimiento, ordene, estructure y haga inferencias a partir de esos datos

sentidos, percibidos y recordados. En palabras de Dewey: “por definición, la razón y la

experiencia eran antitéticas, de tal manera que el interés de la razón no era el de la

expansión y guía fructífera del curso de la experiencia sino un conjunto de

consideraciones demasiado sublimes como para que tocaran, o fueran tocadas por, la

experiencia” (Dewey, 1982, pág. 16).

Así, para la filosofía empirista y sus planteamientos particularistas, el

pensamiento no era sino un amontonamiento de elementos separados y, según Dewey,

de esta forma negaba cualquier tipo de poder constructivo que pudiera tener: “Pensar no

era, entonces, sino reunir y poner en relación dichos elementos, que se tomaban como

algo ya completamente establecido y cuyo vínculo era completamente artificial; pensar,

pues, consistía en una mera adición y sustracción mecánica de lo ya dado. Pensar no era

sino llevar un registro acumulativo y una fusión consolidada; se trataba, en general, de

un asunto de cantidad, no de cualidad” (Dewey, 1982, pág. 15).

48

Por su parte, la filosofía racionalista desarrolló todo un artificio dialéctico en

torno a la construcción de un sujeto cognoscente que está situado por fuera del mundo

real de la naturaleza y cuyas facultades cognoscitivas trascienden a la experiencia. En

ese sentido, Dewey reconoce del empirismo su eficacia como instrumento de “crítica y

demolición de creencias trilladas [pero pone de presente] su debilidad respecto a los

propósitos de dirección social de carácter constructivo” (Dewey, 1982, pág. 16). Para

Dewey, como veíamos, la experiencia tiene una dimensión dinámica y proyectiva en

tanto se refiere, desde una perspectiva bioantropológica, a un organismo vivo que actúa

y reacciona en el marco de un mundo objetivo. Desde esta perspectiva, en la que se

subraya la interacción/transacción entre las condiciones ambientales y el organismo que

hace parte de ese entorno específico, cada acto que realice generará por necesidad cierto

tipo de cambios y transformaciones. Este cambio “puede ser trivial con respecto a su

trayectoria y fortuna, pero también puede ser de importancia incalculable, pues puede

implicar daño y destrucción o puede procurar un cierto bienestar” (Dewey, 1982, pág.

14). En ese sentido, la supervivencia de un organismo está determinada por su capacidad

de prever el futuro y controlar de manera adecuada las inesperadas situaciones

problemáticas que el curso mismo de la vida trae consigo. Si bien no puede saber con

anterioridad que sucederá en un futuro, puede inferir lo que probablemente ocurrirá a

partir de los datos y hechos de su vida presente. En ese sentido, el uso de lo ya dado o

terminado para anticipar las consecuencias de procesos que aún están en desarrollo

determina la función del pensamiento -o razón o inteligencia- en la vida de ese

organismo vivo conocido como ser humano:

“Toda reacción orgánica es una aventura y, por tanto, implica riesgo. (…) Sin

embargo, la funesta intervención del organismo en el curso de los acontecimientos es

ciega, y su elección es azarosa, excepto en cuanto éste pueda emplear lo que ocurre

como base para inferir lo que probablemente ocurrirá más tarde. En la medida en que

pueda leer resultados futuros en los eventos en curso lo que elige como respuesta, su

opción por esta o aquella condición, llega a hacerse inteligente” (Dewey, 1982, pág. 15).

49

El pensamiento, entonces, no es algo separado de la experiencia, sino, por el

contrario, un factor intrínseco y constitutivo de ella. Esta afirmación es evidente cuando

se comprende, a partir de los descubrimientos científicos de la biología, que la única

manera que tiene un organismo vivo para controlar su insospechado futuro es

comprender la manera en que este está de alguna manera implicado en el presente. Así,

“porque la experiencia contiene conexiones y continuidades podemos aprender de la

experiencia y desarrollar patrones y normas para guiar la conducta futura” (Bernstein,

1979, pág. 217).

Nos detendremos con más detalle en este último punto para exponer cómo

Dewey reconstruye la relación entre experiencia y pensamiento, un aspecto fundamental

para entender la noción deweyana de experiencia y las implicaciones pedagógicas que

de ello pueden desprenderse. Desde esta perspectiva, profundizaremos en su crítica a la

noción empirista de experiencia, para, desde allí, entender la experiencia desde un punto

de vista experimental. Esto nos permitirá definir con mayor precisión sus ideas

particulares sobre el concepto en cuestión y nos permitirá entender, a su vez, su teoría

instrumental del conocimiento.

2.2 La noción empirista de experiencia

Tradicionalmente, nos dice Dewey, se considera el pensamiento como algo

separado y contrapuesto a la experiencia, tanto en la reflexión filosófica como en la

práctica educativa. Se piensa la experiencia como confinada a los sentidos y a los

apetitos, mientras que el pensamiento se considera procedente de “una facultad superior

(la razón) y se ocupa de cosas espirituales o al menos literarias” (Dewey, 1998, pág.

136). Esta idea, la de que el conocimiento se deriva de una fuente más elevada que la

tosca actividad práctica y que posee un valor mayor, tiene una larga historia. Su

formulación, como veíamos en el primer capítulo, nos remonta hasta las concepciones

platónicas y aristotélicas sobre la experiencia y la razón. Para Dewey, por mucho que

50

estos pensadores difieran en distintos aspectos, coinciden en “identificar la experiencia

con los intereses puramente prácticos; y, por tanto, con los intereses materiales en cuanto

a sus propósitos y con el cuerpo en cuanto a su órgano” (Dewey, 1998, pág. 225).

El conocimiento, por su parte, se entendía completamente libre de referencias

prácticas, tratando con intereses espirituales e ideales. Esta antítesis entre la experiencia

y el conocimiento racional referido a la verdad eterna, se liga a uno de los temas

característicos de la filosofía ateniense como lo es la crítica a la influencia de la

costumbre y la tradición en lo que tiene que ver con las normas de conocimiento y de

conducta. En este proceso de indagación, la reflexión de los griegos encontró en la razón

la única guía adecuada, en oposición a las costumbres y creencias tradicionales. Así, la

inteligencia racional debía regular todos los asuntos humanos y no el hábito, el impulso

o la emoción pues “la primera asegura la unidad, el orden y la ley: los últimos significan

la multiplicidad, la discordia y las fluctuaciones irracionales de un estado a otro”

(Dewey, 1998, pág. 224).

La experiencia era representada en las diversas profesiones manuales como el

mejor ejemplo de ese estado de cosas inestable y discordante definido por la regla de la

mera costumbre: el zapatero, el soldado, el músico habían sufrido la disciplina de la

experiencia para adquirir la destreza que poseían. Esto significaba que del trato sensorial

continuo con el material u objeto de su habilidad surgió un conocimiento y una

capacidad particulares como resultado de un gran número de tentativas aisladas, mas no

a partir de un discernimiento reflexivo de los principios en que se sustentaba su pericia

manual.

Tal es el significado esencial del término empírico, muchas veces usado de

manera peyorativa para referirse a aquel diestro en su campo que ha adquirido el

conocimiento de su arte mediante el llamado método de ensayo y error de manera

accidental, fortuita y sometida a la similitud en las circunstancias futuras que permitan

aplicar de manera exitosa las mismas competencias que previamente se usaron en casos

parecidos. Así, hablar por ejemplo de un médico empírico significa decir que carece de

51

preparación científica y que procede simplemente sobre la base de que lo que ha podido

adquirir por azar en prácticas pasadas. A partir de esta caracterización, la filosofía

determinó que los sentidos están conectados con los apetitos, con las necesidades y con

los deseos y, en ese sentido, la experiencia tiene un carácter material pues trata con cosas

físicas que tienen que ver con la satisfacción de las necesidades y el bienestar del

cuerpo. En contraste, la razón se apoya en lo inmaterial, en lo ideal y en lo espiritual. De

allí que conocer o captar cualquier cosa de manera intelectual o teórica signifique salir

de la región inestable de la vicisitud, del cambio para elevarse hacia el reino de lo

eterno, intacto respecto a las perturbaciones del mundo de los sentidos.

Estas distinciones han influido profundamente en ideas tales como el

menosprecio por la ciencia física en comparación con la lógica y la matemática; que el

conocimiento es elevado y valioso en la medida en que trata con símbolos ideales en

lugar de lo concreto; el abandono del cuerpo y el desprecio de las artes y oficios como

instrumentos intelectuales (Dewey, 1998, pág. 226). Todas estas ideas se desprenden de

la distinción valorativa entre la experiencia (lo práctico) y el pensamiento (lo

intelectual), distinción que, aunque cambia de perspectiva, sigue estando presente en la

teoría moderna sobre la experiencia y el conocimiento. En efecto, durante los siglos

XVII y XVIII, aunque se presenta una transformación de la doctrina clásica respecto de

las relaciones entre experiencia y razón, en tanto la primera perdió el sentido práctico

que había tenido desde las reflexiones platónicas y dejó de significar ciertos modos de

hacer para convertirse en el nombre de algo intelectual y cognoscitivo, el resultado de

estas reflexiones fue un interés incluso más exacerbado que antes por el conocimiento

aislado. Dice Dewey.

“Mientras en la teoría clásica la razón significaba el principio de la reforma, del

progreso, del aumento de control en tanto pretendía romper con las limitaciones de las

costumbres y descubrir las cosas como realmente eran, para los modernos la situación

era diferente: la razón, los principios universales, las nociones a priori significaban o

bien formas vacías que han de ser llenadas por la experiencia, por la observación

52

sensible, para alcanzar significación y validez, o bien eran prejuicios inveterados,

dogmas impuestos por la autoridad, que se disfrazaban y encontraban protección bajo

nombres augustos.” (Dewey, 1998, pág. 227)

La filosofía moderna comenzó a considerar la experiencia como un modo de

conocer por medio de la recepción y asociación de impresiones sensoriales. Desde esta

perspectiva sensualista, se combatían de manera eficaz las doctrinas, opiniones y

dogmas que se sustentaban completamente en la tradición y el poder de la autoridad:

“¿Dónde están los objetos reales de los que se reciben estas ideas y creencias? Si tales

objetos no podían presentarse, las ideas se explicarían como resultado de asociaciones y

combinaciones falsas” (Dewey, 1998, pág. 228). Esas impresiones debían ser elementos

de primera mano, es decir, que cuanto más se alejara el individuo real y concreto de esa

fuente directa, habría mayores posibilidades de error generando una idea vaga como

resultado. En ese sentido, el empirismo abogaba por salir del cautiverio de las

concepciones que se anticipaban a la naturaleza, y apelaba a la experiencia como el

mejor camino para abrirse a las nuevas impresiones y a los nuevos descubrimientos

sobre el mundo.

Sin embargo, el gran defecto de la filosofía empirista es, para Dewey, la

tendencia a aislar la actividad sensorial y hacer de ella un fin en sí mismo: “cuanto más

aislado estuviera el objeto, cuanto más aislada estuviera la actividad sensorial, más

precisa sería la impresión sensible como unidad de conocimiento” (Dewey, 1998, pág.

228). Desde esta perspectiva, no habría necesidad de pensar en conexión con la

observación sensible, pues el acto del pensamiento solo consistiría en combinar y

separar esas unidades sensoriales recibidas, actividad siempre posterior a esa primera

recepción originaria. El ideal de esta filosofía, como la de cualquier corriente de

pensamiento que identifique el conocimiento con una combinación de percepciones

sensoriales, sería la de un máximo de receptividad y pasividad del espíritu para que en él

se imprimiesen con mayor verdad las sensaciones percibidas; sensaciones que se deben

presentar completamente aisladas, sin referencia al contexto en el que estas suceden y

53

entendidas desde una perspectiva psicológica que malinterpreta los procesos reales que

tienen lugar en el desarrollo mental de los individuos.

Para Dewey tanto los estudios e investigaciones de la psicología moderna como

la idea del conocimiento sugerido por el método científico moderno, han recopilado

suficiente información para desterrar por fin la idea de que el individuo está entregado

de manera pasiva al acto de recibir una multiplicidad de impresiones de cualidades

aisladas:

“Bastarían cinco minutos de observar sin prejuicios para ver que el niño pequeño

reacciona a los estímulos mediante actividades de asir, de alcanzar (…), que los

resultados siguen por la respuesta motriz a un estímulo sensorial, que lo que se aprende

no son cualidades aisladas, sino la conducta que puede esperarse de una cosa y los

cambios en las cosas y las personas que puede esperarse produzca una actividad”

(Dewey, 1998, pág. 230).

2.3 Hacia una experiencia experimental

Para Dewey el empirismo se sustenta en una psicología enteramente falsa pues

hasta lo que un individuo, incluso un niño pequeño, experimenta y percibe no es una

cualidad recibida de manera pasiva e impresa por un objeto sino ante todo “el efecto que

ejerce sobre un objeto alguna actividad como la de oír, arrojar, golpear, romper, etc., y

el efecto consiguiente del objeto sobre la dirección de las actividades” (Dewey, 1998,

pág. 230). Así la experiencia comienza a ser, como veíamos, un asunto de actividades

instintivas e impulsivas en sus interacciones con las cosas; una peculiar combinación de

un elemento activo y otro elemento pasivo; una conexión entre lo que nosotros hacemos

a las cosas y lo que gozamos o sufrimos de ellas como consecuencia; una íntima

conexión entre el obrar y el sufrir o padecer. Siguiendo el ejemplo del niño pequeño,

Dewey considera que éste aprende tanto de la dureza de las cosas como de las relaciones

54

interpersonales a través de la combinación entre las respuestas activas que dan tanto las

cosas como las personas, al modificar, refrenar, estimular y resistir algunas acciones; y

lo que el individuo puede transformar y hacer en ellas, al producir nuevos cambios.

Esta relación entre el pensamiento y la acción es el elemento fundamental en la

reconstrucción que Dewey pretende hacer sobre la experiencia. Una tarea que se hace en

diálogo constante con los avances de la psicología y, especialmente, con el desarrollo del

método científico que hace de la experimentación el medio por excelencia mediante el

cual pueden obtenerse y comprobarse de manera provechosa las ideas y reflexiones

sobre la naturaleza. Para Dewey “los hombres tienen que hacer algo a las cosas cuando

desean descubrir algo; tienen que alterar las condiciones” (Dewey, 1998, pág. 233) y ese

es, en efecto, la clave principal de la revolución científica que produjo la transformación

radical sobre el conocimiento del mundo a partir del siglo XVII: la experimentación

realizada bajo las condiciones de un control deliberado (Dewey, 1998, pág. 231). Así

quedaba atrás la idea casi axiomática de recurrir a conceptos que estuvieran más allá de

la experiencia para acceder al verdadero conocimiento y se abría paso la introducción

del método experimental como demostración suficiente de que todo conocimiento

auténtico, si quiere ser digno de tal nombre, debe ser resultado del hacer. La percepción

sensible dejaba de ser un “disfraz” que contenía algún extraño tipo de forma o especie

universal que había que develar por medio del pensamiento racional y se convertía en

datos, problemas y desafíos que habían de ser conocidos mediante la realización de

ciertas operaciones conducentes al descubrimiento de las relaciones y conexiones entre

ellos.

La alteración de los datos de la percepción sensible, el actuar sobre esos objetos

dados por los sentidos mediante el telescopio, el microscopio y un sinnúmero de

procedimientos experimentales, se convertía así en la manera de acceder al

conocimiento a través de hipótesis y teorías que hacían uso de ideas y conceptos

tradicionales para sustentar sus conjeturas. Sin embargo, tales nociones sobre la realidad

y la naturaleza de las cosas ya no eran consideradas como proposiciones establecidas por

55

la autoridad de la tradición y sólidamente instituidas por la costumbre, sino como planes

de operaciones o instrumentos para conducir las investigaciones experimentales. Ya no

se entendían como las fuentes del conocimiento sino como herramientas para trabajar

con los datos y objetos sensibles, que no eran otra cosa más que material de

experimentación. Así el valor de esos conceptos no se autolegitimaba, no estaba ya

dado, sino que comenzaba a estar en función de los resultados a los que su aplicación

conduciría. Su importancia se reconocería si y solo si permitiera enriquecer la

comprensión sobre tal o cual aspecto del mundo en el sentido en que inicialmente se

esperaba que lo hiciera.

De esta manera, el progreso de la ciencia experimental demostraba lo inútil tanto

de la tradicional separación entre el hacer y el conocer como del prestigio clásico de los

estudios intelectuales y teóricos, pues el análisis y la organización de los hechos que son

indispensables para el desarrollo del conocimiento no podía alcanzarse de un modo

puramente mental. El resultado de estos progresos en la ciencia experimental llevó,

según Dewey, a la formulación de una nueva filosofía de la experiencia y del

pensamiento, donde la primera no se entendía en oposición al segundo. Cuando se

experimenta, cuando se ensaya, cuando se pone en práctica el método de laboratorio,

dejamos de estar encadenados a las verdades impuestas por la costumbre y a las

creencias tradicionales que tanto criticó la filosofía ateniense. Sin embargo, éstas pueden

llegar a ser razonables cuando se guían hacia un fin determinado a través de un método

adecuado. En este sentido, la clásica oposición entre lo práctico y lo intelectual, entre la

experiencia y el pensamiento, no es una diferencia sustancial o intrínseca, sino que ella

depende de ciertas condiciones que regulan y controlan su actividad. De este modo “las

actividades prácticas pueden ser intelectualmente limitadas y triviales (…) en tanto sean

rutinarias, realizadas bajo los dictados de la autoridad y teniendo meramente en vista

algún resultado externo” (Dewey, 1998, pág. 232).

En conclusión, la ciencia experimental y el exitoso desarrollo de su método ha

hecho posible una nueva definición de lo que entendemos por experiencia. Esta “no es la

56

suma de lo que se ha hecho de un modo mas o menos casual en el pasado, (sino) un

control deliberado de lo que se ha hecho con referencia a hacer que lo que nos ocurre y

lo que hacemos a las cosas sea lo más fecundo posible en sugestiones (en significados

sugeridos) y un medio para comprobar la validez de las sugestiones” (Dewey, 1998, pág.

231). En este sentido se recupera en cierto modo la dimensión práctica de la experiencia,

señalada por la filosofía antigua, y se rompe con la clásica oposición en tanto la razón ya

no es la fuente última de legitimidad del conocimiento práctico, pues su validez depende

ahora de todos aquellos recursos que permitan hacer la actividad fecunda en significado.

Este nuevo concepto de experiencia no solamente hace referencia a una

transformación del mundo y del individuo, sino de sí misma en tanto reconstruye las

experiencias pasadas y modifica la cualidad de las experiencias futuras. Cuando la

experiencia es la que regula la experiencia, cuando la experiencia anterior nos

proporciona la posibilidad de mejorar la propia experiencia ulterior, podemos decir que

la experiencia ha dejado de ser empírica para convertirse en experimental.

Este aspecto lo trataremos con mayor cuidado en el siguiente apartado donde

profundizaremos en el estudio de lo que Dewey llama pensamiento reflexivo, un término

que pretende sintetizar sus ideas en torno a la naturaleza y el lugar del pensamiento en el

contexto amplio de la experiencia.

2.4 Experiencia y pensamiento reflexivo

Cuando lo que sufrimos de las cosas,

lo que nos ocurre en sus manos,

deja de ser un asunto de circunstancias casuales

cuando se transforma en una consecuencia

de nuestros esfuerzos intencionados anteriores,

llega a ser racionalmente significativo, iluminador e instructivo

(Dewey, 1998, pág. 232)

57

¿Cuál es el lugar del pensamiento en la experiencia? La formulación de esta

pregunta, planteada por Dewey en la elaboración de su texto ¿Cómo pensamos? Nueva

exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo, nos permite

profundizar en su aguda crítica hacia la noción tradicional del concepto experiencia y

nos esclarece, a su vez, en qué consiste la reconstrucción que propone sobre el mismo

término.

Veíamos como John Dewey hace énfasis en la dimensión activa, creadora y

constructiva de la experiencia, en clara y radical oposición contra las concepciones

empiristas; y subraya su carácter pluralista, en continuidad con William James y su

crítica a la imagen monista de la experiencia. La experiencia, según Dewey, no es un

asunto fundamentalmente de conocimiento; no es un asunto psíquico o exclusivamente

subjetivo; no se trata de un conjunto de sensaciones simples y aisladas, y no hace

referencia solamente a lo que sucedió, al pasado, a lo que ya ocurrió. Por el contrario, la

naturaleza de la experiencia es ante todo experimental:

“Aprender por la experiencia es establecer una conexión hacia atrás y hacia

adelante entre lo que nosotros hacemos a las cosas y lo que gozamos o sufrimos de las

cosas, como consecuencia. En tales condiciones el hacer se convierte en un ensayar, un

experimento con el mundo para averiguar cómo es; y el sufrir se convierte en

instrucción, en el descubrimiento de la conexión de las cosas.” (Dewey, 1998, pág. 125)

La experiencia incluye entonces un elemento activo y un elemento pasivo: por el

lado activo, la experiencia significa ensayar en el sentido que se desprende del término

experimentar; por el lado pasivo, la experiencia es sufrir o padecer (Dewey, 1998, pág.

124). La naturaleza de la experiencia incluye estos dos elementos en una profunda e

íntima conexión. Anticipándonos a una de las críticas que hace de la educación

progresiva, Dewey señala que “la conexión entre estas dos fases de la experiencia mide

la fecundidad o valor de ella” (Dewey, 1998, pág. 124). Es decir, la mera actividad no

constituye ninguna clase de experiencia, a no ser que se entienda claramente cómo ese

cierto modo de actuar está conectado con ciertas consecuencias que se desprenden de él.

58

La ampliación de la observación y el discernimiento sobre las conexiones específicas

entre algo que hacemos y las cosas que de ello resultan supone superar esa fase del

llamado método del ensayo y error (que tradicionalmente se presume como el carácter

por excelencia del conocimiento empírico) en el que por medio de la prueba y la

tentativa damos de manera imprevista con algo que funciona y asumimos ese encuentro

fortuito como una regla para actuar de ahí en adelante. Aquí, según Dewey, no hay

ninguna retrospección ni proyección y, por lo tanto, no hay ningún sentido, pues no se

obtiene nada que pueda ser aprovechado para prever lo que posiblemente ocurra

después; no se ha ganado ningún tipo de capacidad para adaptarse a lo que está

ocurriendo y no se tiene un control mayor sobre ese tipo de actividades (Dewey, 1998,

pág. 125). Son meros accidentes, algo que ocurre, algo que está incompleto e

indeterminado y que sólo pueden alcanzar el calificativo de experiencia por un acto de

cortesía. En efecto, para Dewey es necesario distinguir entre aquello de que se tiene

experiencia como resultado de un mínimo de reflexión accidental y aquello de que se

tiene experiencia “como consecuencia de una indagación reflexiva insistente y sujeta a

reglas (…) pues sólo se tiene experiencia en virtud de la intervención del pensar

sistemático” (Dewey, 1948, pág. 8). En ese sentido, la lógica experimental de las

ciencias naturales no se limita a tratar con los datos de la experiencia crasa, sino que sus

conclusiones se retrotraen a la misma experiencia para comprobar su verdad.

El carácter experimental de la experiencia, en oposición a los métodos groseros

de ensayo y error (tradicionalmente entendidos como el paradigma o modelo

epistemológico del conocimiento empírico en el sentido más peyorativo del término),

supone entender que: 1) la experiencia es primariamente un asunto activo/pasivo, no un

asunto exclusivamente cognoscitivo; y 2) la medida del valor de una experiencia se halla

en la percepción de las relaciones o continuidades a que conduce. En este sentido la

experiencia puede entenderse, como veíamos, en términos de una situación, al ser

definida como la interacción entre un organismo y su entorno; y como una función vital,

en tanto la biología a partir de Darwin ha demostrado que no puede haber vida sin una

59

actividad de los organismos mediante la cual éstos reconstruyen y transforman su medio

vital.

El discernimiento sobre la relación que existe entre esos dos elementos, esto es,

lo que tratamos de hacer y lo que ocurre como consecuencia de ello, es el componente

reflexivo que transforma de manera cualitativa el tipo de experiencia que se tiene. Es

importante subrayar este punto, pues es una clave fundamental para entender el concepto

deweyano de experiencia. En efecto, para Dewey, todas las experiencias tienen una fase

de lo que él llama “cortar y probar”, es decir, el método del ensayo y el error: “hacemos

algo, y cuando fracasa hacemos otra cosa y seguimos ensayando hasta que damos con

algo que marcha, y entonces adoptamos este método como una regla de medida empírica

en el procedimiento subsiguiente” (Dewey, 1948, pág. 128). Normalmente, vemos que

un cierto modo de actuar y una cierta consecuencia están relacionados entre sí por medio

de una íntima conexión, pero no vemos nunca cómo lo están. No vemos esos detalles de

la conexión, no sabemos cómo ligar la causa y el efecto, la actividad y la consecuencia.

En ese sentido, nos encontramos a merced de las circunstancias, pues si éstas cambian el

acto realizado puede no operar en el sentido que se esperaba. Por el contrario, si

conocemos en detalle aquello de lo cual depende el resultado que esperamos, podemos

ver si existen las condiciones requeridas para lograrlo. Es más, bajo la premisa de saber

cuáles son los antecedentes necesarios para lograr tal o cual efecto, podemos fácilmente

trabajar para obtenerlos si es que faltan algunas de esas condiciones. Esto permite

extender el control práctico sobre la experiencia y seguir el mismo método con que las

ciencias modernas experimentales han transformado el mundo para satisfacer las

necesidades e intereses del hombre. En palabras de Dewey: “el método de la

investigación científica consiste en producir algún cambio con el fin de ver qué otros

cambios se siguen; la correlación entre estos cambios, que se mide por una serie de

operaciones, constituye el objeto del conocimiento” (Dewey, 1967, pág. 45) De esta

manera, el pensamiento reflexivo es entendido por Dewey como “el examen activo,

persistente y cuidadoso de toda creencia o supuesta forma de conocimiento a la luz de

60

los fundamentos que la sostienen y las conclusiones a las que tiende” (Dewey, 1989,

pág. 25).

El hábito de la reflexión es, para Dewey, fundamental a la hora de dilucidar las

incógnitas tanto de la naturaleza de la realidad como del curso de la acción moral. Para

el filósofo norteamericano, el estímulo para pensar “se encuentra cuando deseamos

determinar la significación de algún acto, realizado o a realizarse” (Dewey, 1998, pág.

133). Esto significa que tal situación, tal como está, es incompleta y, por tanto,

indeterminada. La solución a este problema será la anticipación o proyección de las

posibles consecuencias, la consideración del efecto de lo que ocurre sobre lo que puede

ser pero que no es todavía, prever una terminación posible sobre la base de lo que ya

está dado. Y para ello es preciso descubrir las conexiones específicas entre algo que

nosotros hacemos y las consecuencias que de ello resultan, de modo que ambas cosas

lleguen a ser continuas. El pensar se convierte así en un proceso de indagación, de

búsqueda, esto es, de investigación a través de conclusiones hipotéticas o resultados

provisionales que sugieran ciertas salidas ante las perplejidades generadas por

situaciones confusas, inciertas, dudosas o problemáticas.

En este sentido, las ideas y conceptos se entienden como herramientas de trabajo

que sugieren planes para guiar la acción por distintos caminos tentativos con el fin de, en

último término, confirmar, refutar o modificar la conjetura inicial. Dewey define el

pensar como una experiencia reflexiva en tanto plantea que “pensar es instituir de un

modo preciso y deliberado conexiones entre lo hecho y sus consecuencias” (Dewey,

1998, pág. 133). A partir de allí, Dewey establece una diferencia cualitativa con el

denominado método empírico del ensayo y error, y describe de manera general los

rasgos que la caracterizan (Dewey, 1998, pág. 133):

1. Hay perplejidad, confusión, duda debido al hecho de que estamos envueltos en una

situación incompleta cuyo carácter pleno no está todavía determinado.

61

2. Hay una anticipación por conjetura, una tentativa de interpretación de los elementos

dados, atribuyéndoles una tendencia a producir ciertas consecuencias.

3. Una revisión cuidadosa (examen, inspección, exploración, análisis) de toda

consideración asequible que definirá y aclarará el problema que se tiene entre manos.

4. Una elaboración consiguiente de la hipótesis presentada para hacerla más precisa y

más consistente, porque comprende un campo más amplio de hechos.

5. Apoyándose en la hipótesis proyectada como un plan de acción que se aplica al

estado actual de cosas; haciendo algo directamente para producir el resultado

anticipado y comprobando así la hipótesis.

El pensar puede así entenderse, a semejanza de la investigación, como un

proceso controlado de “transformación de una situación indeterminada en otra que está

tan determinada en sus distinciones y relaciones constitutivas que convierte a los

elementos de la situación original en un todo unificado” (Dewey, 2000d, pág. 117).

Entender el sentido de un problema, observar sus condiciones, elaborar una conclusión o

hipótesis y la comprobación experimental de ella son todos aspectos esenciales para el

acto de pensar, que, para Dewey, es sinónimo de investigar.

El cultivo y el hábito de esta concepción dinámica del pensamiento, que podemos

llamar pensamiento reflexivo, es para Dewey la tarea fundamental de la educación.

Aunque las consecuencias e implicaciones pedagógicas que se desprenden de la nueva

concepción de experiencia se tratarán más adelante como tema fundamental del tercer y

último capítulo de la presente investigación, vale la pena mencionar que, aunque Dewey

reconoce el valor fundamental de la experiencia para el conocimiento sobre el mundo y

el hombre, no niega que esta pueda ser dominada por el pasado, la rutina y la costumbre.

Es decir, no toda experiencia es por sí misma valiosa, sino solo por los efectos y

consecuencias que de ella se desprenden. Hay experiencias que reducen la capacidad

inquiridora del individuo y originan actitudes de pereza, descuido y rutina que

62

inevitablemente conducen al cultivo de hábitos mentales dogmáticos. Experiencias que

en últimas anquilosan el desarrollo continuo del pensamiento, cuyo punto de partida

siempre será una duda, una confusión, una perplejidad vital y auténtica. Veremos cómo

la experiencia se juzga no desde un criterio cognoscitivo, sino desde un criterio

educativo con un enfoque pragmatista sobre sus efectos en torno al cultivo de hábitos

que abran constantemente nuevas perspectivas de interpretación sobre el incesante curso

de la vida.

63

CAPÍTULO 3

IMPLICACIONES Y CONSECUENCIAS EDUCATIVAS

En el primer capítulo de la presente investigación señalábamos cómo las ideas de

Dewey estaban fuertemente influenciadas por el movimiento pragmatista, especialmente

por los planteamientos y reflexiones de dos de sus más reconocidos representantes

Charles Sanders Peirce y William James. En efecto, Dewey se reconoce en deuda

intelectual con los dos autores en tanto toma del primero de ellos la idea de que el

significado de una teoría, así como el de una palabra o una expresión, depende de su

posibilidad para influir en la conducta. En ese sentido el significado depende de su

aplicación práctica, es decir, de su capacidad para influir y modificar el curso de la

acción humana. Asimismo reconoce la enorme influencia de William James en el

desarrollo de sus propuestas filosóficas, específicamente por su idea de determinar si las

cuestiones filosóficas tienen un significado trivial y fútil, en tanto son simplemente

juegos lingüísticos, o por el contrario son en realidad cuestiones con un sentido auténtico

y vital fundadas sobre la base de intereses reales con implicaciones relevantes en la vida

de los individuos.

Así, James plantea en su libro de 1907, titulado Pragmatismo: un nuevo nombre

para algunos antiguos modos de pensar, cómo las tradicionales disputas metafísicas

interminables entre lo Uno y lo Múltiple, la Libertad o la Determinación o el Cuerpo y el

Espíritu pueden ser saldadas si se reinterpreta cada postura en función de sus

consecuencias prácticas. Es decir ¿qué diferencia de orden práctico supondría para

cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Por ejemplo, James trata la

discusión entre una comprensión monista enfrentada a una comprensión pluralista del

mundo y, siguiendo su propuesta, Dewey reflexiona en torno a las consecuencias que

traería aceptar como verdadera la teoría según la cual el universo está constituido por un

solo principio básico o sustancia primaria: “el monismo equivale a [una visión del]

universo rígido en el que cada cosa está fijada y permanece inmutablemente unida a las

64

demás, y donde no tienen cabida la indeterminación, la libre elección, la novedad y lo

imprevisto en la experiencia; un universo que exige sacrificar la concreta y compleja

diversidad de las cosas a la nobleza y simplicidad de una estructura arquitectónica”

(Dewey, 2000b, pág. 67). Por su parte, una visión pluralista del mundo propiciaría “la

contingencia, la libertad y la novedad, y concede completa libertad de acción al método

empírico, el cual puede ampliarse indefinidamente. Acepta la unidad allí donde la

encuentra, pero no trata de forzar la vasta diversidad de acontecimientos dentro de un

único molde racional” (Dewey, 2000b, pág. 67).

En ese sentido, la actitud o método de los filósofos pragmatistas es

profundamente experimental en tanto consiste básicamente en centrar la atención en las

consecuencias y posibilidades de acción que se desprenden de cualquier teoría o

proposición con pretensiones de verdad. Como veíamos, las conclusiones a las que

conduce el proceso del pensamiento sólo son hipotéticas, pues son conjeturas para guiar

la acción en exploraciones tentativas que anticipen sus posibles resultados. Así,

cualquier tipo de afirmación filosófica, desde la perspectiva del pragmatismo, debe ser

objeto de examen en torno a las consecuencias prácticas que de ella se desprenden y de

qué manera sus conclusiones afectan y transforman, de forma positiva o negativa, la

conducta humana. En palabras de Dewey:

“Se brinda aquí (…) un criterio de primer orden para discernir el valor de toda

filosofía que se nos presente: ¿termina en conclusiones que al retrotraerlas hasta las

experiencias ordinarias de la vida y las situaciones correspondientes las vuelven más

significativas, más luminosas para nosotros y hacen nuestro trato con ella más fructífero

(…) o se deja a los conceptos filosóficos permanecer separados en algún reino técnico

privativo de ellos?” (Dewey, 1948, pág. 12).

En el tercer capítulo estudiaremos las implicaciones pedagógicas que se

desprenden de la reconstrucción de la experiencia, tarea inevitable en un trabajo de

investigación que rastrea la formulación de un concepto desde la perspectiva pragmatista

de John Dewey, cuyas preocupaciones filosóficas siempre giraron en torno a intereses

65

pedagógicos. Esto es evidente no sólo por el protagonismo que tuvo en las discusiones

entre educación tradicional y educación nueva, en los debates sobre la elaboración de

currículos y en su labor como director y profesor de la Escuela Experimental de la

Universidad de Chicago durante 1894 y 1904, sino por su radical afirmación de la

educación como un asunto público y no una preocupación específica del educador

profesional.

En tanto uno de los elementos definitorios de la educación es la transmisión de

conocimientos, valores, costumbres y actitudes de generación en generación, puede

decirse que ésta equivale a transmisión de cultura donde la escuela surge como el lugar

primordial de encuentro e interacción del individuo con ese capital de conocimientos

acumulado a través de los siglos. En ese sentido, a través de la socialización con otras

personas y en un ambiente favorable para el desenvolvimiento de sus capacidades, el

alumno comienza a formarse en la adquisición de esos conocimientos que la sociedad

considera como moralmente valiosos y productivamente útiles para el desarrollo de la

sociedad en la que vive. Así no es posible desligar la labor educativa del ambiente social

en el que inevitablemente se encuentran los individuos, de ahí que la educación sea un

problema social ante todo.

La educación tradicional era entendida como una preparación del individuo para

la vida futura. El dominio de ciertas habilidades manuales, la comprensión de la palabra

escrita, el valor de la socialización y convivencia, el cuidado de la imagen, la

estructuración del pensamiento eran, entre otros, los objetivos de toda labor educativa.

Una persona educada se entendía como aquella capaz de usar ese caudal de

conocimientos para resolver las necesidades de su vida futura a partir del aprendizaje

mecánico de toda una serie de materias que le ayudarían más adelante. La legitimidad de

esos contenidos, no obstante, estaba determinada sólo por la autoridad de la tradición y

no por un examen de su pertinencia efectiva en la vida de los individuos.

Esta relación entre el conocimiento del pasado y la preparación para la vida

futura del estudiante será un punto neurálgico en la discusión entre la educación

66

tradicional y la nueva educación en la que Dewey se convertirá en un protagonista

principal. Sus planteamientos quedarán consignados en su libro de 1938 Experiencia y

educación, uno de sus textos más conocidos. Es precisamente allí, a través de sus

planteamientos críticos frente a las pugnas y discusiones pedagógicas de Estados

Unidos, donde podemos examinar las consecuencias y alcances que a nivel educativo se

desprenden de la reconstrucción que Dewey hace de la noción de experiencia. Dewey

construye su crítica a la educación tradicional denunciando los elementos comunes de

este tipo de educación donde priman la pasividad, el desconocimiento de la singularidad

del estudiante, el excesivo intelectualismo y enciclopedismo, su proceder por vía del

autoritarismo y el magistrocentrismo. Pero el punto principal de su crítica es la mala

interpretación que tiene de la herencia cultural que, como veíamos, toda educación, si es

digna de tal nombre, debe transmitir. La tradición cultural occidental, si bien

proporciona una fuente fecunda de riqueza intelectual, no debe verse como un modelo

que ha predeterminado en el pasado un paradigma de individuo educado, sino como una

serie de recursos vitales que pueden ser útiles si se conectan con la experiencia presente

del alumno, es decir, con sus exigencias y necesidades actuales.

Por otra parte, la crítica a la educación progresiva o Nueva Educación -de la cual

Dewey ha sido erróneamente identificado como creador y principal representante- se

sustenta en el reconocimiento de la ausencia de una alternativa pedagógica sólida. En

efecto, la educación progresiva nace como consecuencia del descontento con la

educación tradicional y se alza como una crítica a esas prácticas y métodos pedagógicos

anquilosados que no satisfacen las necesidades y urgencias del mundo actual. De esta

manera, la educación progresiva se opone radicalmente a la educación tradicional

prefiriendo el cultivo de la individualidad sobre el estudio riguroso de la tradición, la

actividad libre sobre la férrea disciplina y la participación activa del estudiante sobre la

pasividad del alumno, entre otros (Dewey, 1945, pág. 15). Sin embargo, la simple

oposición por oposición, que busca oponerse a la antigua pedagogía eligiendo aquello

que esta rechazó, no constituye por sí misma una teoría educativa válida. Problemas

67

tales como el papel del maestro en el proceso educativo, el lugar del libro como objeto

de conocimiento o el estudio de la tradición como herramienta efectiva para enfrentar los

problemas del futuro, no se solucionan optando por “lo uno sobre lo otro”. Para Dewey

la nueva pedagogía debe examinar críticamente sus principios básicos para construir una

teoría educativa sólida que no se sustente en el simple rechazo a los fundamentos de la

educación tradicional.

Siguiendo esta idea, Dewey considera que el principio fundamental de la

educación progresiva es la idea de una relación necesaria e íntima entre los procesos de

la experiencia real y la educación. Por ello, cuando se propone intervenir en la discusión

entre progresistas y tradicionalistas, en lo que será su último escrito pedagógico, lo hará

no con pretensiones conciliatorias entre “uno y otro” sino con un profundo espíritu

filosófico que da cuenta de su talante pragmatista: pretende indagar las causas del

conflicto mediante un examen comprensivo de cada una de las partes contendientes para

desde allí proponer una redefinición de conceptos que están en la base de la disputa y

que pueden sugerir nuevos modos de acción. Y es precisamente la experiencia, uno de

los conceptos claves que Dewey buscará reconstruir en su análisis filosófico de la

discusión pedagógica entre progresistas y tradicionalistas. El texto de Experiencia y

educación, si bien es uno de los más conocidos por el álgido momento en que es

publicado, constituye a su vez la exposición más lúcida de gran parte de sus ideas

pedagógicas, todas ellas articuladas en torno al concepto de experiencia educativa.

Desde esta perspectiva, analizaremos el concepto de experiencia educativa

construido sobre dos principios fundamentales, el principio de continuidad y el principio

de interacción, que a la postre serán dos elementos característicos de la reconstrucción

que hace Dewey del concepto experiencia, pues le permitirán establecer nuevos criterios

desde los cuales comprender su significado y juzgar su valor. Estos dos elementos, en su

conjunto, pueden entenderse también como la formulación explícita de dos

características fundamentales que resumen y sintetizan los aspectos esenciales de los

planteamientos de Dewey sobre la educación, uno de los temas primordiales de reflexión

68

a lo largo de su carrera intelectual. John Dewey, quien es conocido a nivel mundial por

sus trabajos en pedagogía donde trata temas esenciales para la labor educativa como lo

son la metodología de enseñanza, el oficio del maestro y la relación entre teoría y

práctica educativa, entre otros, reconoce la importancia capital de la educación en sus

reflexiones, llegando incluso a definir la filosofía como una teoría general de la

educación y la escuela como el laboratorio de comprobación de las ideas filosóficas.

Con estos elementos, partiendo del análisis introductorio del episodio fundamental en la

vida intelectual de John Dewey que le permitió poner a prueba buena parte de sus

propias tesis y conducir sus reflexiones filosóficas sobre una base empírica, como lo fue

la creación y dirección la Escuela Experimental de la Universidad de Chicago,

pretendemos entender cómo la experiencia es la noción central en la filosofía de la

educación de John Dewey.

3.1 La Escuela-Laboratorio de John Dewey4

Dewey escribía en 1896 que “la escuela es la única forma de vida social que

funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente

experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la

construcción de una escuela es su punto de partida” (Dewey, 1972a, pág. 244). Con esta

idea en mente, trabajó en la Universidad de Chicago como Director de los

Departamentos de Filosofía, Psicología y Pedagogía, cargo que ocuparía entre 1894 y

1904, donde pudo cumplir con su propósito de establecer una escuela experimental cuyo

centro y origen fuese algún tipo de actividad verdaderamente constructiva, en la que la

labor se desarrollara siempre en dos direcciones: por una parte, la dimensión social de

esta actividad constructiva, y por otra, el contacto con la naturaleza, proporcionado por

el trabajo directo con la materia prima de dicha actividad. Bajo el auspicio de la

4 Sobre el tema de la Escuela Experimental de Dewey véanse Democracia, ciudadanía y educación: una

mirada crítica sobre la obra pedagógica de John Dewey Reina, 2003; y John Dewey Westbrook, 1993.

69

universidad y de algunos padres de familia, funda en Enero de 1896 la que sería

conocida como la Escuela-Laboratorio de John Dewey, pues comparaba su función con

la de los laboratorios de las ciencias experimentales. Dewey sostenía que la educación

era el laboratorio de comprobación de las ideas filosóficas y tuvo la oportunidad de

someter a prueba buena parte de sus ideas principales sobre filosofía y pedagogía. Como

en todo laboratorio, se buscaba experimentar, es decir, a partir de hipótesis sobre la

instrucción y la formación educativa, se comprobaban y verificaban sus ideas básicas a

través de la práctica en el aula de clase. En ese sentido, la creación de la Escuela-

Laboratorio no partió ni de un método ni de una teoría educativa ya establecida, sino de

inquietudes básicas sobre la manera de enseñar y sobre el lugar de la escuela en el

mundo social. Para Dewey, la escuela era “una comunidad especial en la cual el

complejo ambiente social es reducido y simplificado; en el cual ciertas ideas y

acontecimientos que le conciernen a esta vida social simplificada son comunicados a los

niños” (Dewey, 1972b, pág. 437). En ese sentido, se buscaba que la escuela fuera

entendida en su continuidad con la vida cotidiana de los individuos mediante el

aprendizaje de ciertas materias y temáticas que tuvieran una significación real en los

alumnos.

Manteniendo su idea de la labor teórica en contacto con las exigencias de la

práctica, en el núcleo del programa de estudios de la Escuela de Dewey figuraba la así

denominada ocupación entendida por Dewey como: “un modo de actividad por parte del

niño que reproduce un tipo de trabajo realizado en la vida social o es paralelo a ella”

(Dewey, 1987, pág. 108).

Los alumnos se dividían en once grupos de acuerdo con su edad y llevaban a

cabo diversos proyectos en los que se enfrentaban a situaciones problemáticas

preparadas con anterioridad por los maestros de modo que los alumnos pudiesen

abordarlas a partir de experiencias de primera mano. Para Dewey, el trabajo escolar

significaba trabajo manual en los cultivos, en los talleres, en la cocina: las actividades

escolares, así entendidas, reproducían y representaban las actividades cotidianas con las

70

que los niños estaban más en contacto. Tomando como punto de partida las actividades

del hogar se intentaba construir toda una estructura de conocimiento fundamentada en la

relación de los niños con su medio social. De esta manera, el aprendizaje era entendido

como todo un proceso de descubrimiento, indagación y experimentación para entender

las formas básicas de acción social constitutivas de la vida en comunidad.

Los niños más pequeños (de 4 y 5 años), realizaban actividades que conocían por

sus hogares y entorno como cocina, costura, carpintería. Los niños de 6 años construían,

por su parte, una granja de madera donde plantaban trigo y algodón, los transformaban y

vendían su producción en el mercado. Los niños de 7 años estudiaban la vida

prehistórica en cuevas que habían construido ellos mismos, y los de 8 años centraban su

atención en la labor de los navegantes fenicios y de los aventureros posteriores, como

Marco Polo, Colón, Magallanes y Robinson Crusoe. La historia y la geografía locales

centraban la atención de los niños de 9 años, y los de 10 estudiaban la historia colonial

mediante la construcción de una copia de una habitación de la época de los pioneros. El

trabajo de los grupos de niños de más edad se centraba menos estrictamente en períodos

históricos particulares (aunque la historia seguía siendo parte importante de sus estudios)

y más en los experimentos científicos de anatomía, electromagnetismo, economía

política y fotografía. Los alumnos de 13 años de edad, que habían fundado un club de

debates, necesitaban un lugar de reunión, lo que los llevó a construir un edificio de

dimensiones importantes, proyecto en el que participaron los niños de todas las edades

en una labor cooperativa que para muchos constituyó el momento culminante de la

historia de la escuela.

Teniendo en cuenta que las actividades ocupacionales se enfocaban, por una

parte, al estudio científico de los materiales y procesos que requería su realización, y por

otra parte, hacia su función en la sociedad y la cultura, el interés temático por las

ocupaciones proporcionaba no sólo la ocasión para una formación manual y una

investigación histórica, sino también para un trabajo en matemáticas, geología, física,

biología, química, artes, música e idiomas. Como planteaba el mismo Dewey “el niño va

71

a la escuela para hacer cosas: cocinar, coser, trabajar la madera y fabricar herramientas

mediante actos de construcción sencillos; y en este contexto y como consecuencia de

esos actos se articulan los estudios: lectura, escritura, cálculo, etc.” (Dewey, 1972a, pág.

245). La lectura, por ejemplo, se enseñaba cuando los niños empezaban a reconocer su

utilidad para resolver los problemas con que se enfrentaban en sus actividades prácticas.

Dewey afirmaba que “cuando el niño entiende la razón por la que ha de adquirir un

conocimiento, tendrá gran interés en adquirirlo. Por consiguiente, los libros y la lectura

se consideran estrictamente como herramientas” (Dewey, 1972a, pág. 245). Así, Dewey

entendía las experiencias escolares en continuidad con las experiencias del hogar, lugar

de aprendizaje por excelencia de todo individuo. En palabras de Dewey:

“Las actividades fundamentales (como esas con las que el niño ha estado en

mayor contacto) son aquellas relacionadas con el hogar como centro de protección,

refugio, confort, decoración artística y suministro de alimento. (…) De ahí la

importancia educativa que rodea la actividad manual, el acto de cocinar, etc. Tales

actividades no son consideradas como habilidades que se dominen de manera separada,

sino como la vía a través de la cual el niño puede ganar experiencia social, y también

como el mobiliario de los centros más naturales sobre los cuales el material del

conocimiento puede ser recogido y comunicado al niño” (Dewey, 1972b, pág. 438).

Vemos cómo la clave de la pedagogía de Dewey consistía en proporcionar a los

niños experiencias de primera mano sobre situaciones problemáticas, a partir de

vivencias propias y cotidianas, ya que en su opinión “la mente no está realmente liberada

mientras no se creen las condiciones que hagan necesario que el niño participe

activamente en el análisis personal de sus propios problemas y participe en los métodos

para resolverlos al precio de múltiples ensayos y errores” (Dewey, Democracy in

education, 1977b, pág. 237).

Aunque la Escuela-Laboratorio fue importante como campo de experimentación

de la filosofía de Dewey, su existencia fue también significativa como expresión de su

teoría democrática. Los niños participaban en la planificación de sus proyectos, cuya

72

ejecución se caracterizaba por una división cooperativa del trabajo en la que las

funciones de dirección se asumían de manera rotativa. Además, se fomentaba el espíritu

democrático, no sólo entre los alumnos de la escuela sino también entre los adultos que

trabajaban en ella, pues los maestros participaban en las decisiones que influían en la

dirección administrativa de la escuela. En la Escuela-laboratorio, Dewey intentó llevar a

la práctica ese tipo de democracia en el trabajo permitiendo que los maestros se

reunieran semanalmente para examinar y planificar su trabajo con el fin de desempeñar

una función activa en la elaboración y ejecución del programa escolar. En sus propias

palabras:

“¿Qué significa la democracia si no que cada persona participa en la

determinación de las condiciones y objetivos de su propio trabajo y que, en definitiva,

gracias a la armonización libre y recíproca de las diferentes personas, la actividad del

mundo se hace mejor que cuando unos pocos planifican, organizan y dirigen, por muy

competentes y bien intencionados que sean esos pocos?” (Dewey, 1977b, pág. 233).

Según estas características, vemos cómo la escuela misma se convierte en una

forma de vida social, una comunidad en miniatura, en la cual se reduce y se simplifica la

vida social recreando, a la medida del niño, las situaciones en las que se encontraría si

fuese ya un adulto. La razón de ser de la escuela no es, para Dewey, la formación del

ciudadano del mañana sino la constante reorganización o reconstrucción de su

experiencia actual de manera orientada para que desemboque en algún tipo de

crecimiento continuo. La escuela debe entonces constituirse como un espacio organizado

en el que se fortalezcan las experiencias valiosas o educativas.

Dejando de lado la idea de la educación como una preparación para la vida, la

escuela se convierte en el escenario privilegiado donde el individuo vive de manera

efectiva y plena aprendiendo a usar sus capacidades para reajustarlas a las nuevas

condiciones que se presenten. En ese sentido, la escuela debe cultivar en los individuos

actitudes que le permitan adaptarse a las nuevas situaciones que trae consigo la vida. A

través de las llamadas ocupaciones, o experiencias que tipifican ciertas situaciones

73

sociales, los niños de la Escuela-Laboratorio se desenvolvían en un contexto de gran

significación vital y, desde allí, se estimulaba la observación, el pensamiento lógico y,

especialmente, la capacidad creadora y constructiva del sujeto.

La Escuela-Laboratorio fue la única oportunidad que tuvo Dewey para poner a

prueba sus incipientes ideas y teorías filosóficas y pedagógicas. Su experimento, si bien

tuvo un notable éxito, terminó por razones burocráticas en 1904. Sin embargo, le

permitió guiar sus reflexiones sobre una base empírica y experimentar sobre sus propios

planteamientos. Estos, con el tiempo, irán alcanzando una mayor precisión que le

permitirán establecer una teoría general de la experiencia cuyos contenidos básicos

trataremos a continuación.

3.2 La educación como reconstrucción reflexiva de la experiencia

Tal como lo advierte Dewey en el prefacio a su texto titulado Democracia y

Educación, la filosofía de la educación que allí expone relaciona tanto el crecimiento de

la democracia con el desarrollo del método experimental de las ciencias, como las ideas

evolucionistas en las ciencias biológicas con la reorganización industrial y pretende

señalar los cambios que estos nuevos desarrollos generan en las materias de estudio y en

los métodos educativos (Dewey, 1998, pág. 10). Entre ellos, uno de los principales

cambios es la preponderancia de la idea de crecimiento en toda reflexión pedagógica. En

efecto Dewey entiende la educación como un desarrollo continuo a nivel físico,

intelectual y moral de los individuos. En ese sentido, los contenidos y métodos

educativos deben propender por mantener y motivar ese desenvolvimiento vital continuo

de los individuos hacia nuevas direcciones. Desde esta perspectiva, el reconocimiento de

la importancia de la experiencia y su valor pedagógico es algo más que axiomático, pues

parece poco probable que la lógica de la disciplina mental en que se sustentaba un

74

régimen escolar de ejercicios mecánicos, memorización y rígidas normas de conducta,

pueda motivar en el individuo el deseo por seguir aprendiendo.

Sin embargo, siguiendo la máxima de profundo carácter pragmático según la cual

no hay nada más sospechoso que un hecho evidente, es necesario indagar sobre el lugar

real y la función específica que cumple la experiencia en la teoría educativa de John

Dewey. Para ello comenzaremos con un breve estudio sobre una idea fundamental en

toda filosofía de de la educación como lo es la noción de educación como transmisión.

Estudiaremos la visión de Dewey frente a esta manera de entender la educación

subrayando los argumentos que utiliza sustentados por los descubrimientos de la

biología evolutiva, para defender la idea de cómo la sociedad existe y se mantiene en el

tiempo mediante un proceso de transmisión cultural, análogo a los procesos vitales de

adaptación de otros organismos. Desde allí podremos determinar los alcances de

entender la educación como crecimiento, aspecto fundamentale a la hora de entender el

significado de la definición general de Dewey sobre la educación como reconstrucción

reflexiva de la experiencia.

3.2.1 La educación como transmisión y necesidad social

Uno de los descubrimientos fundamentales de la biología, que cambió el modo

en que se comprendía la especie humana y en general todo ser vivo, fue el que las

formas de vida del planeta están relacionadas entre sí y que los organismos más

complejos han surgido con el tiempo a partir de formas de vida más sencillas. Pese a su

diversidad, la biología descubrió que los millones de organismos que habitan el planeta

comparten un conjunto de características que los diferencian de los objetos inanimados.

Así, tanto el ser humano como un roble o como una mariposa comparten ciertas

características que los definen como seres vivos. Estos rasgos incluyen, entre otros, un

cierto tipo de organización; una variedad de reacciones químicas a las que se engloba

75

con el término metabolismo; la capacidad de conservar su medio interno adecuado

incluso si el ambiente externo se modifica (proceso que se conoce con el tecnicismo

homeostasis); el movimiento o locomoción, la capacidad de respuesta a los estímulos; la

reproducción y, el que tal vez es el más importante para la supervivencia, la adaptación

al ambiente. En efecto la capacidad de un organismo para desarrollarse y crecer depende

de su capacidad para adaptarse a su entorno y los cambios que por definición se

producen en él. De esta manera, la vida se manifiesta como una lucha constante por la

existencia y la supervivencia; en otras palabras, una búsqueda constante del incremento

de probabilidades de supervivencia. Así, aunque el ser vivo está constantemente

amenazado por fuerzas superiores que en cualquier momento pueden detener el curso de

la vida, intenta siempre controlar en algún grado esas potencias que actúan sobre él para

convertirlas en medios que le permitan garantizar una supervivencia futura. Así, el

organismo subsiste en tanto lucha por utilizar en provecho propio -es decir con el fin de

aumentar las posibilidades de supervivencia- las energías que lo rodean. La luz, el aire,

la humedad o los materiales del suelo se convierten así en medios para su propia

conservación. Y la energía invertida en aprovechar las condiciones del ambiente es

compensada por los resultados que obtiene en torno a prolongar su supervivencia. En

palabras de Dewey, la vida puede entenderse como “un proceso de autorrenovación

mediante la acción sobre el ambiente” (Dewey, 1998, pág. 13).

Sin embargo, este proceso de autorrenovación, como lo llama Dewey, no

depende de la existencia particular de un organismo determinado. Tal como la biología

lo plantea, este proceso vital continúa a pesar de la desaparición de los individuos. Así,

aun cuando desaparezcan no sólo los organismos sino también las especies, este proceso

continúa en formas más complejas que surgen mejor adaptadas para vencer las

dificultades que se les presentaron a sus antecesoras. En ese sentido la continuidad de la

vida, principio fundamental en la teoría evolutiva propuesta por la biología a partir de

los estudios de Charles Darwin, significa una readaptación continua y recíproca entre el

ambiente y las necesidades de los organismos vivos. La vida, así entendida en un sentido

76

fisiológico, está determinada por lo que Dewey denomina el principio de continuidad

evidente en la adaptación y renovación sucesiva de formas de vida más complejas.

No obstante, la vida también abarca un sinnúmero de aspectos como las

costumbres, las creencias, las victorias y derrotas, el ocio y los oficios. Así, en el caso de

los seres humanos, el concepto de vida es más rico en significado, pues está constituido

por otros elementos más abstractos que los aspectos fisiológicos. En este punto, es

inevitable no hacer asociaciones y comparar el concepto de vida con el concepto de

experiencia. En efecto, en una reelaboración de la introducción a su texto de 1925

Experiencia y naturaleza, Dewey entiende la experiencia como “toda forma real y

posible en la que el hombre, que es parte de la naturaleza, se relaciona con todos los

demás aspectos y fases de esta” (Dewey, 1981, pág. 331), es decir, todo el conjunto o

totalidad de las relaciones del individuo con el mundo. Este último aspecto es, como

veíamos, esencial en la reconstrucción que hace Dewey de la experiencia, pues es

precisamente la amplitud de este concepto lo que le permite afirmar que éste debería

abarcar todo lo experimentado, así como el proceso de experimentarlo. Así lo señala

Philip Jackson en su texto John Dewey y la tarea del filósofo:

“Para Dewey la experiencia abarca lo que algunos llamarían El Todo, que

incluiría tanto el fondo como el primer plano, tanto el percipiente como lo percibido,

tanto el sueño como la realidad. Los objetos y sucesos que identificamos como

experimentados están contenidos en una matriz omniabarcativa – designada por algunos

filósofos con diversos nombres en mayúscula como Mundo, Naturaleza, Circunstancias,

Situación - cuyos horizontes pueden modificarse y expandirse pero nunca traspasarse.”

(Jackson, 2004, pág. 115)

La experiencia así entendida en el mismo fecundo sentido en que se comprende

el concepto de vida, está determinada también por el principio de continuidad que se

hace explícito mediante la renovación. Así, en el caso de los seres humanos, la

renovación de la existencia física permite la recreación y reproducción de las creencias,

los ideales, las prácticas y todos aquellos elementos constitutivos de un grupo social. En

77

síntesis, la continuidad de la vida humana, o de la experiencia en este caso, depende de

la renovación del grupo social. Y, así como en otras especies el mismo proceso vital no

depende de la prolongación de la existencia de un organismo en específico, en los seres

humanos ocurre lo mismo:

“cada uno de los individuos que constituyen un grupo social, tanto en una ciudad

moderna como en una tribu salvaje, nace inmaduro, indefenso, sin lenguaje, creencias,

ideas ni normas sociales. Cada individuo, cada unidad de portadores de la experiencia

vital de su grupo desaparece con el tiempo. Y sin embargo, la vida del grupo continúa”

(Dewey, 1998, pág. 14)

En este contexto surge la educación, entendida en un sentido general, como el

medio por excelencia que garantiza la continuidad de la vida humana, pues el simple

crecimiento a nivel físico y el dominio básico de los medios que permiten suplir las

necesidades primarias de subsistencia, no bastan para reproducir y mantener la vida del

grupo. En efecto, no basta con la conservación física y en un número suficiente de los

nuevos miembros del grupo social; también deben ser conservados los intereses,

propósitos, destrezas, conocimientos y prácticas que han adquirido los miembros ya

maduros y que, a la postre, constituyen en conjunto los rasgos característicos del grupo

social. Así, la transmisión de todo ese cuerpo de conocimientos, costumbres e ideales

que podríamos llamar cultura es determinante para la supervivencia de la vida social. Es

más, se convierte en una necesidad dado el hecho ineluctable del nacimiento y de la

muerte pues los seres recién nacidos no sólo desconocen sino que son completamente

indiferentes respecto a los fines y hábitos del grupo social. La sociedad debe entonces

comunicar y transmitir esos valiosos rasgos culturales a sus miembros inmaduros,

hacérselos conocer e inspirarles un interés activo hacia ellos para, de esta forma,

garantizar su supervivencia. De esta manera, la educación se convierte en una necesidad

primordial de la vida.

La necesidad de enseñar y aprender es, entonces, perentoria para la existencia

continua de la sociedad. Según Dewey, la educación consiste básicamente en la

78

transmisión, por medio de la comunicación, de hábitos de pensar, hacer y sentir de los

más viejos a los más jóvenes y su necesidad se evidencia en el contraste entre la

madurez de los miembros adultos, quienes poseen ese cuerpo de conocimientos propios

del grupo, y la inmadurez de los nuevos miembros que son, a su vez, la garantía de la

supervivencia futura de la sociedad. Este contraste es aún más evidente cuando se

constata la enorme dependencia que tiene el ser humano neonato en torno a la guía y el

socorro de sus mayores. Tanto así que no es capaz de adquirir por su cuenta las destrezas

rudimentarias para su existencia física sino solamente a través de la relación con los

miembros maduros del grupo social. En palabras de Dewey:

“El hijo de los seres humanos tiene tan poca destreza originariamente, en

comparación con los hijos de muchos de los animales inferiores, que hasta las

habilidades necesitadas para el sustento físico han de ser adquiridas bajo tutela. ¡Cuánto

más no ocurrirá, pues, en este caso respecto a todas las adquisiciones tecnológicas,

artísticas, científicas y morales de la humanidad!” (Dewey, 1998, pág. 15)

3.2.2 Educación como crecimiento

Veíamos como la biología ha demostrado que la verdadera naturaleza de la vida

consiste en luchar por continuar siendo. Y esta continuidad se asegura por la renovación

del grupo social mediante la transmisión de esas ideas y prácticas constitutivas de lo que

podríamos llamar cultura. Así, la sociedad continúa existiendo gracias a la transmisión y

comunicación de estos contenidos. La importancia de la educación radica, pues, en que a

través de ella la sociedad determina su propio futuro.

La dirección y formación de los miembros más jóvenes de la sociedad es,

decíamos, una necesidad. Se intenta educar a los niños bajo la idea de que son seres

inmaduros que, como tales, se definen por su capacidad para desarrollarse y llegar a ser

miembros efectivos de esa sociedad en la que viven. En ese sentido, la infancia se

79

considera desde un punto de vista comparativo como un estadio previo de la edad adulta

en el que el individuo carece de ciertas herramientas, habilidades y destrezas

indispensables para su madurez plena. Sin embargo, Dewey reconoce que en la infancia

se pueden reconocer elementos positivos y constructivos, no necesariamente desde una

perspectiva comparativa que señala la ausencia de ciertos aspectos. En efecto, Dewey

señala la interdependencia y, de manera especial, la plasticidad, entendida como la

capacidad para aprender de la experiencia5, como dos elementos significativos en el

desarrollo de un individuo presentes en la edad infantil. Sobre este último punto Dewey

señala que la educación puede entenderse como la adquisición de hábitos o el desarrollo

de determinadas capacidades que comparten una característica común: su control activo

sobre el ambiente mediante el control de los órganos de acción (Dewey, 1998, pág. 50).

El hábito se define, según Dewey, como un ajuste entre el individuo y su

ambiente, es decir, una habilidad para utilizar las condiciones naturales como medios

para ciertos fines. Sin embargo, debe entenderse desde una perspectiva más amplia que

involucre otros aspectos que no se limiten a la destreza y pericia manual. Para Dewey el

hábito significa también la formación de disposiciones intelectuales que se realizan al

mismo tiempo de manejar una herramienta, o combinar los colores para pintar un

cuadro. Es decir, no son sólo modos rutinarios de acción mecánicos sino, ante todo,

suponen ejercicios de pensamiento, observación y reflexión que conducen a la

formación de cierto tipo de habilidades intelectuales que permiten actuar de manera

inteligente en el curso de la vida humana.

El crecimiento de cualquier individuo se da gracias a su capacidad para modificar

sus acciones sobre la base de los resultados de experiencias anteriores. En ese sentido la

infancia tiene la ventaja de ser un período de vida donde, gracias a la curiosidad

inagotable de los niños, constantemente se buscan nuevos estímulos y nuevos

desarrollos que pueden convertirse, si están bien dirigidos, en hábitos mentales que

5 “El poder para retener de una experiencia algo que sea eficaz para afrontar las dificultades de una

situación ulterior” Dewey, 1998, pág. 48.

80

enriquecen la acción. Así hay un poder, una capacidad propia de la edad juvenil que no

debe ser menospreciada ni mucho menos invisibilizada. El interés por lo nuevo, la

simpatía por el progreso, el no temer a lo incierto y a lo desconocido son algunas

características de la edad infantil cuyo inmenso valor pedagógico solo puede entenderse

desde una perspectiva que entienda la educación no como un método para suplir la falta

de madurez mediante la introducción mecánica de conceptos y temas que esperan llenar

ese vacío mental y moral del individuo. Entender la educación como crecimiento

supone, según Dewey, entender que no hay un fin externo más allá de sí mismo: “como

la vida significa crecimiento, una criatura viviente vive tan verdadera y positivamente en

una etapa como en otra, con la misma plenitud intrínseca y las mismas exigencias

absolutas” (Dewey, 1998, pág. 54) Así las manifestaciones de los niños son

posibilidades que pueden convertirse en medios de desarrollo y crecimiento. En ese

sentido la educación puede entenderse como “la empresa de proporcionar las

condiciones que aseguran el crecimiento o la educación de la vida” (Dewey, 1998, pág.

54). De ahí que el criterio para juzgar el valor de la educación en la escuela depende de

si crea o no un deseo de crecimiento continuado y proporciona los medios para hacer

efectivo ese deseo.

La finalidad última de la educación descansa en la idea básica de aprender a

adaptarse a las nuevas situaciones. En ese sentido, la escuela debe propender por cultivar

en los estudiantes cierto tipo de hábitos y de disposiciones que no detengan el proceso

continuo de reorganización, transformación y reconstrucción de la experiencia en virtud

de las nuevas condiciones que la vida presenta.

Frente a los planteamientos de la educación como preparación para la vida futura,

Dewey entiende la educación como crecimiento y subraya como su fin no es nada

externo ni se refiere a nada más allá de si misma. En ese sentido, cada uno de los

estadios de la vida humana, como la infancia, tiene que juzgarse y valorarse por lo que

en ellos se aprende, si se entiende que el fin inmediato del proceso de crecimiento no es

otro que la transformación misma de la cualidad de la experiencia: “Dilucidar su fin,

81

entendido éste como algo prefijado, acabado, no tiene mucho sentido, porque si algo

define la vida es esa capacidad de crecer, de extenderse, de enriquecerse” (Reina, 2003,

pág. 188) En síntesis, el fin de la educación no es otro que el enriquecimiento del

significado y del sentido de la vida.

Desde esta perspectiva, Dewey señala una definición técnica de educación: “es

aquella reconstrucción o reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia

y que aumenta la capacidad para dirigir la experiencia subsiguiente” (Dewey, 1998, pág.

74). En todo momento del desarrollo del individuo se está aprendiendo, en tanto se

transforma cualitativamente la experiencia misma a través del enriquecimiento de su

propio sentido. La definición que plantea Dewey sobre la educación señala dos aspectos

fundamentales para la elaboración de su teoría educativa que, si bien se trabajarán en

detalle más adelante cuando analicemos el principio de continuidad y el principio de

interacción, es necesario examinar aquí para entender su idea de la reconstrucción

continua de la experiencia.

Para Dewey el aumento de sentido corresponde a “la percepción aumentada de

las conexiones y continuidades de las actividades a que estamos dedicados” (Dewey,

1998, pág. 74). Siguiendo el famoso ejemplo del niño que toca una vela y se quema,

Dewey plantea que en ese acto el niño conoce que un acto de tocar en conexión con un

acto de visión significa una sensación de calor y de dolor, al mismo tiempo. Siguiendo

este ejemplo, la importancia de sacar a la luz y de comprender las conexiones implicadas

en toda actividad radica en permite entender mejor que ocurre en tal o cual actividad,

que está sucediendo y, por ende, puede controlar mejor las consecuencias de tales actos.

Este aspecto garantiza la cualidad educativa de toda experiencia: “una actividad que

lleva consigo la educación o la instrucción nos hace conocer algunas de las conexiones

que habían sido imperceptibles” (Dewey, 1998, pág. 74)

Por otra parte, la definición deweyana de educación señala un poder de dirección

o control de las experiencias posteriores. Este aspecto puede fácilmente implicarse del

anterior en tanto conocer lo que ocurre es decir que se puede anticipar y prever mejor las

82

consecuencias de ciertos actos. Hay actividades, sin embargo, en las que no existe esa

preocupación por entender la relación que existe entre el acto mismo y sus posibles

consecuencias. En palabras de Dewey esto ocurre con las actividades rutinarias - por

ejemplo una destreza o una habilidad mecánica y aislada donde no se es consciente de la

relación entre la actividad y los resultados de ella-, y con las actividades caprichosas,

definidas como casuales y sin objetivos ni propósitos cuya lógica interna se explica no

por la relación entre el método y el resultado, sino en virtud de algún truco o milagro

incomprensible. La ausencia de reflexión sobre nuestras propias actividades, nuestras

propias vivencias y experiencias, impedirían actuar de manera adecuada ante los nuevos

retos y desafíos que trae consigo el curso de la vida.

Para Dewey, toda experiencia o actividad que se defina por estos dos elementos

puede considerarse como educativa y, a su vez, toda educación debería construirse en

torno a garantizar el encuentro del estudiante con ese tipo de experiencias. La pregunta

que surge de inmediato es ¿cómo garantizar que las experiencias que se tengan sean

cualitativamente mejores de tal modo que los individuos puedan enfrentarse a los

interrogantes que depara un futuro incierto? Frente a este punto, analizaremos la

respuesta que da Dewey sobre los criterios o principios de la experiencia a en su libro de

1938 Experiencia y educación. Este análisis nos dará más elementos fundamentales para

entender con mayor precisión la nueva manera en que Dewey entiende el concepto de

experiencia.

3.3 Hacia una teoría general de la experiencia educativa

En su libro de 1938 Experiencia y educación Dewey interviene en la discusión

pedagógica que por entonces ocupaba la atención de los educadores norteamericanos: la

pugna entre una educación que se basaba en la disciplina mental a través de estrictos

ejercicios mecánicos que garantizaban la memorización y repetición de contenidos

83

curriculares establecidos por la autoridad de la tradición (Educación tradicional); y otra

que defendía a ultranza el desarrollo de la individualidad y el cultivo de la libertad como

el mejor camino para la formación humana del estudiante (Educación progresiva).

Frente a este debate, donde lo que estaba en juego era la reflexión sobre cuál era la

mejor corriente pedagógica para enfrentarse a los desafíos y dificultades que producía un

país en constante transformación a nivel social e industrial, Dewey asumirá una posición

pragmática centrando su crítica sobre los efectos que estos dos modelos educativos

tienen sobre los individuos.

Desde esta perspectiva, analizaremos en detalle tanto la crítica a la educación

tradicional como a la educación progresiva para entender desde allí como Dewey

pretende reubicar y resignificar el conflicto mediante la reconstrucción del concepto

experiencia. Como respuesta a los “dualismos dogmáticos” de cada una de las dos

corrientes pedagógicas, Dewey asumirá de nuevo una posición no conciliadora ni

ecléctica sino profundamente crítica que le permitirá, a su vez, proponer nuevos modos

de acción con base en la reconstrucción de conceptos cuyo significado tradicional no

parece ser tan útil a la hora de enfrentar los nuevos problemas que surgen de manera

inevitable en una nueva sociedad. Tras este primer análisis, nos centraremos en lo que

podemos llamar la teoría general sobre la experiencia de John Dewey. En ella Dewey

expone en detalle los principios que deben caracterizar una experiencia educativa

realmente valiosa y útil para el individuo.

3.3.1 La crítica de Dewey a la Educación Tradicional

Aunque las críticas que Dewey hace sobre la educación tradicional son, en

sentido general, las mismas sobre las que se sustenta el movimiento europeo de la

Escuela Nueva, se concentra en señalar los efectos nocivos que tiene sobre la

experiencia de los estudiantes.

84

Dewey critica su concepción de la educación como una preparación para el

futuro, su metodología fundamentada en la rutina y la costumbre, su aislamiento del

entorno social y cultural, lo artificial de sus métodos y contenidos que no parecen estar

en armonía con los principios del desarrollo mental de los estudiantes. Sintetizando, la

educación tradicional es para Dewey un nombre genérico con el cual se ha querido

definir un tipo de educación que se ha regido habitualmente, a pesar de las

singularidades propias de cada discurso educativo, por tres grandes principios (Moreno

& Poblador, 1986):

Magistrocentrismo: El maestro es la base y condición del éxito de la educación y es

a quien le corresponde organizar el conocimiento que ha de ser aprendido, trazar el

camino para lograrlo y guiar por él a sus alumnos mediante la disciplina severa y el

castigo físico que estimula constantemente el progreso del alumno.

Enciclopedismo o intelectualismo: todo lo que el niño tiene que aprender se

encuentra ya determinado por un plan de estudios inflexible, regulado y debidamente

organizado para evitar la distracción y la confusión. Todo esta allí consignado y su

exacto cumplimiento garantiza el éxito del proceso educativo.

Verbalismo y pasividad: El método de enseñanza será el mismo para todos los

niños y en todas las ocasiones. El repaso entendido como la repetición de lo que el

maestro acaba de decir, tiene un papel fundamental en este método.

Si bien Dewey señala varios aspectos negativos que se desprenden, en general,

de estos tres elementos, su crítica se centra en los efectos que la educación tradicional

genera en los alumnos. Hay experiencias que producen falta de sensibilidad y reacción,

lo cual restringe la posibilidad de tener experiencias futuras más ricas en significado;

una experiencia dada puede aumentar la habilidad de una persona en una dirección

determinada, y sin embargo conducir a ningún lado; hay experiencias que pueden ser

85

interesantes, vivaces pero desconectadas entre sí, lo cual puede generar la formación de

hábitos poco reflexivos que impedirían controlar las experiencias futuras. Para Dewey la

educación tradicional ofrece una gran cantidad de ejemplos donde experiencias de este

tipo frenaron o perturbaron el desarrollo de experiencias ulteriores en los estudiantes que

fueron educados con un sistema de enseñanza que les exigía una actitud dócil, receptiva

y obediente.

La imposición de modelos, materias y métodos no correspondían con el

desarrollo mental de los alumnos y excedía su capacidad intelectual; simplemente se

limitaban a adquirir lo que estaba ya incorporado en los libros de texto y en la memoria

de sus maestros, sin participar de manera activa en el proceso de aprendizaje. Lo que se

enseñaba en este tipo de educación se mostraba como un producto cultural estático,

valioso por sí mismo y sin tener en cuenta la manera en que fue creado ni los problemas

o situaciones originales a los que intentaba dar respuesta6.

Así, para este tipo de educación las materias de enseñanza consistían en exitosos

sistemas de información, destrezas, modelos y normas de conducta que habían sido

elaborados en el pasado y, por consiguiente, el principal quehacer de la escuela es

transmitirlos a la nueva generación. En tanto los objetos de enseñanza como también los

modelos de buena conducta eran tomados del pasado, los libros de texto se convertían en

los principales representantes de ese saber y en el único modo de acceder al

conocimiento sobre el mundo. Asimismo, el maestro se alzaba por un lado como el

órgano mediante el cual el alumno era puesto en relación efectiva con las materias de

conocimiento, con las destrezas intelectuales; y por el otro como un modelo de conducta

y comportamiento.

6 “¿Cuántos estudiantes no llegaron a ser insensibles a las ideas y cuántos no perdieron el ímpetu para

aprender por el modo en que experimentaron la instrucción? ¿Cuántos no adquirieron capacidades

especiales por medio de un adiestramiento automático de suerte que quedó limitada su facultad de juzgar y

su capacidad de actuar inteligentemente en las situaciones nuevas? ¿Cuántos no llegaron a asociar el

proceso de aprender con el fastidio y el cansancio? ¿Cuántos no encontraron que aprendieron de un modo

tan ajeno a las situaciones de la vida exterior a la escuela que ésta no les dio poder de control sobre

aquellas? ¿Cuántos no asocian los libros con el esfuerzo estúpido que los condicionó para todo menos para

una lectura vivaz?” Dewey, 1945, pág. 24.

86

Vemos como Dewey señala que el carácter de las experiencias que se viven en la

educación tradicional es defectuoso y erróneo desde el punto de vista de la relación de

éstas con las experiencias posteriores. En efecto, para Dewey la cualidad de toda

experiencia tiene dos aspectos: un aspecto inmediato de agrado o de desagrado y la

influencia sobre las experiencias ulteriores. De ahí que la educación tradicional no

parecía incitar al alumno ni provocar la vivencia de experiencias futuras deseables; antes

bien, parecía impedir la creatividad e iniciativa individual desmotivando el interés por el

aprendizaje.

Frente a esta manera tradicional de entender el proceso educativo, surge como

reacción crítica la llamada educación progresiva, planteamiento pedagógico que aunque

parte de una idea compartida sin reservas por Dewey, como es la existencia de una

íntima y necesaria relación entre los procesos de la experiencia real y la educación, se

formula sobre la base del rechazo y la pura oposición a lo planteado por la educación

tradicional. Así, al rechazar los fines y métodos de esa educación que se pretende

sustituir, la nueva pedagogía establece sus principios de modo negativo y no

constructivo generando, en la práctica, efectos antieducativos análogos a los ocasionados

por la educación tradicional. Según Dewey la nueva educación identifica unos

problemas educativos fundamentales pero se equivoca cuando pretende darles solución

apoyándose en unos principios generales que se fundamentan en el simple rechazo a las

ideas y prácticas de la antigua educación. Veamos con mayor detalle la crítica de Dewey

a la educación progresiva.

3.3.2 La crítica de Dewey a la Educación Progresiva

Veíamos como Dewey criticaba a los teóricos de la Nueva Educación la ausencia

de una formulación en detalle de una práctica pedagógica alternativa a la planteada por

la educación tradicional. Más que construir un proyecto educativo coherente, sólido e

87

inteligente que podría redefinir ciertos aspectos valiosos de la educación tradicional, la

educación progresiva se limita a presentar de forma vacua una propuesta pedagógica

fundamentada en rechazar completamente las prácticas y métodos de la antigua

educación. Así “a la imposición desde arriba se opone la expresión y cultivo de la

individualidad; a la disciplina externa se opone la actividad libre; al aprender de textos y

maestros, el aprender mediante la experiencia; a los fines y materiales estáticos se opone

el conocimiento de un mundo sometido a cambio” (Dewey, 1945, pág. 15) La nueva

educación o educación progresiva nace, según Dewey, como producto del descontento

respecto a la educación tradicional y se alza como una crítica radical hacia sus

planteamientos pedagógicos. Así, en reacción al autoritarismo de la antigua educación se

rechaza todo tipo de control externo mas no se busca una fuente de autoridad más eficaz

y menos coercitiva. En reacción a la fuerza de la tradición y la autoridad de la

costumbre, la educación progresiva rechaza cualquier forma de dirección o guía adulta

en tanto supone una violación de la libertad individual de los alumnos; sin embargo no

analiza como el conocimiento y la destreza de una persona madura puede ser de gran

valor para la experiencia del incipiente desarrollo mental y físico del estudiante. En

reacción al uso de hechos e ideas anquilosadas como materia de estudios, la educación

progresiva rechaza la idea del conocimiento del pasado como el fin último de la

educación, pero no aclara como puede convertirse ese saber tradicional en un medio o

herramienta eficaz para enfrentar de manera efectiva los desafíos del futuro. En reacción

a la imposición externa de contenidos curriculares, normas de conducta y métodos

pedagógicos que limitaban el desarrollo intelectual del estudiante, la educación

progresiva exalta la libertad del alumno; pero no considera una definición de la libertad

más amplia que la simple realización inmediata de los impulsos. En reacción a la rutina

y la estricta rigidez de la organización escolar de la educación tradicional, la educación

progresiva hace poco o nada respecto a establecer un programa organizado de materias

de estudio; sin embargo no comprenden el valioso sentido de los planes de estudio y la

organización social de la escuela para la experiencia del alumno, cayendo

inevitablemente en la improvisación.

88

Todos estos son problemas a los que se enfrenta una nueva propuesta pedagógica

que intenta zafarse de las concepciones y prácticas educativas antiguas sin hacer un

examen crítico riguroso de sus propios principios básicos. Sin embargo, Dewey

reconoce como a pesar de todas las dificultades a nivel conceptual, la educación

progresiva parte de una idea fundamental y esencial para replantear la labor educativa en

un contexto actual: existe una íntima y necesaria conexión orgánica entre los procesos de

la experiencia real y la educación. Esto significa, según Dewey, que la nueva filosofía de

la educación está sometida a algún género de filosofía empírica y experimental (Dewey,

1945, pág. 21). De ahí que si se quiere lograr un desarrollo realmente positivo y

constructivo de esta idea básica, es inevitable resignificar el concepto clave de la nueva

educación: el concepto de experiencia. En efecto Dewey se pregunta por el lugar y el

sentido de las materias de enseñanza dentro de la experiencia, por la organización del

plan de estudios si se toma la experiencia como principio pedagógico, por el papel del

maestro y los libros de texto en una educación que busca formar individuos autónomos.

Todas estas son preguntas deben responderse de manera clara a partir de una concepción

definida sobre el significado de la experiencia, la cual debe concebirse de forma tan

clara y precisa que permita, con base en su definición, elaborar “un plan para decidir

sobre las materias de estudio, sobre los métodos de enseñanza y disciplina, sobre el

equipo material y la organización social de la escuela” (Dewey, 1945, pág. 26)

Para Dewey una educación basada en la experiencia supone formular una nueva

filosofía de la educación que parta, a su vez, de una nueva filosofía de la experiencia. Es

decir, de una reconstrucción del concepto que descubra las grandes potencialidades

educativas que pueden estar presentes en una propuesta pedagógica que haga de la

experiencia su principio rector. La educación tradicional fácilmente podía sostenerse en

el tiempo, como efectivamente lo hizo, sin necesidad de desarrollar una filosofía de la

educación coherente, en tanto se guiaba por la autoridad de la costumbre y las rutinas

establecidas. En efecto, la educación tradicional se sustentaba en conceptos

políticamente correctos, perseguía objetivos moralmente valiosos y establecía métodos

89

pedagógicos que contaban con la aprobación y el reconocimiento de la sociedad. De esta

manera se convirtió poco a poco en una institución social y en la definición

paradigmática de lo que debería ser una buena educación. Por su parte, la educación

progresiva que por principio “desconfía de las tradiciones establecidas y los hábitos

institucionales” (Dewey, 1945, pág. 26) tiene que ser dirigida, en consecuencia, por

ideas coherentes y articuladas entre sí que formen una sólida filosofía de la educación

que, en palabras de Dewey, ofrezca una dirección positiva para la selección y

organización de los métodos, relaciones sociales y materiales educativos apropiados.

(Dewey, 1945, pág. 29)

Es entonces la formulación de una nueva teoría de la experiencia el elemento

esencial sobre el que se debe orientar la nueva dirección de la educación. Una nueva

filosofía de la educación estructurada como un plan para dirigir la educación sobre una

base empírica y experimental, característica particular de las disciplinas científicas que

en el mundo actual ofrecen el mejor tipo de organización intelectual que puede

encontrarse. En ese sentido para Dewey es evidente que el primer paso para formular

una nueva filosofía de la educación que dirija de manera inteligente a la educación sobre

la base de la experiencia, es presentar los principios cardinales para fundamentar y

construir tal teoría.

El análisis de Dewey sobre este punto, nos permitirá seguir profundizando en la

reconstrucción del concepto en cuestión a través del estudio sobre los criterios o

principios de la experiencia, tema del tercer capítulo del libro Experiencia y educación,

y una respuesta en perspectiva pragmática al dualismo dogmático de las dos corrientes

pedagógicas en disputa. Veremos como Dewey interviene en la discusión no con

propósitos conciliatorios entre ambas posturas, ni con interés de realizar una

combinación ecléctica entre la educación tradicional y la educación progresiva, ni con el

objetivo sectario de sumarse a uno u otro bando. Su propósito es fundamentalmente

filosófico en tanto busca redefinir y reubicar el conflicto desde una nueva perspectiva

(Dewey, 2004, pág. 37).

90

3.4 Los criterios o principios de la experiencia educativa

Siguiendo la crítica de Dewey a la educación progresiva, señalábamos como el

filósofo norteamericano reconocía en la ausencia de una concepción clara sobre lo que

constituye y lo que significa la experiencia, la causa de la gran mayoría de las

dificultades a nivel organizativo existentes en la dirección de las escuelas progresivas,

así como la fuente de las innumerables críticas que a nivel conceptual se le hacen a la

Nueva Educación. Por ello formular una nueva propuesta educativa que rechaza las

antiguas prácticas y conceptos pedagógicos ensalzando la experiencia como el mejor

camino para el aprendizaje y la formación, no es una idea que se autoexplica. Por el

contrario, plantea un desafío intenso como es el de descubrir en la misma experiencia un

principio o criterio que permita organizar un nuevo plan de acción pedagógico que

permita enfrentar de la mejor manera las transformaciones, desafíos e inquietudes del

mundo actual sin dejar de apreciar la valiosa sabiduría y el amplio saber legado del

pasado para interpretar los problemas del presente. De nuevo, no se trata de optar por “lo

uno o lo otro”, sino introducir un nuevo orden de conceptos que lleven a nuevos modos

de acción.

Veíamos en el primer capítulo como la concepción experimental de la

experiencia de Dewey se desprende de una nueva visión del mundo que trae consigo la

revolución científica. Un mundo abierto, sin límites, inacabado y en constante

construcción es el contexto idóneo para redescubrir la dimensión activa, creadora y

constructiva de la experiencia. Para Dewey la experiencia aumenta el significado de la

vida humana, hace posible acciones más intensas, eficaces y productivas de los

individuos sobre el mundo natural y permite construir instituciones más equitativas y

solidarias a nivel social. Todo ello gracias a que la experiencia puede producir sujetos

con un tipo de disposiciones intelectuales y físicas que les permita seguir educándose y

formándose de manera permanente, es decir, sujetos que no se autoperciben como

acabados, como fijos, como completos.

91

Pero ¿qué clase de experiencias pueden producir la formación de este tipo de

disposiciones intelectuales? ¿Cuáles son las características que definen este tipo de

experiencias? ¿Cómo diferenciarlas de otro tipo de experiencias que generan actitudes y

hábitos antireflexivos en los individuos? A estas preguntas Dewey intentará dar

respuesta en una nueva y más explícita formulación de su concepción sobre el término

experiencia educativa, estableciendo los principios o criterios de su teoría general sobre

la experiencia y, a su vez, brindando nuevos elementos constitutivos de la

reconstrucción que hace en perspectiva pragmática del mismo término.

3.4.1 El principio de continuidad

Una de las ideas propias de la educación progresiva y que será el blanco de las

críticas de Dewey, es la creencia de que toda auténtica educación se efectúa mediante la

experiencia (Dewey, 1945, pág. 22). Si bien una educación que toma como fundamento

la experiencia puede generar el desarrollo de una mente abierta y libre de prejuicios, de

allí no se desprende que todas las experiencias son igualmente educativas. Esto

equivaldría a equiparar directamente la experiencia a la educación, cayendo así en un

craso error lógico de generalización que no contempla el carácter antieducativo de un

sinnúmero de experiencias. Un ejemplo de ello es, como veíamos, el tipo de

experiencias que se vivían en la educación tradicional. En ese sentido, la educación

progresiva se equivoca cuando se opone a la educación tradicional definiéndose como

un plan aprendizaje por medio de la experiencia, pues supone de manera tácita que en la

antigua educación los alumnos no tenían experiencias.

Por obvia que pueda parecer la opinión de Dewey frente a este punto cuando

afirma que en realidad los estudiantes si tuvieron experiencias aunque de un carácter

erróneo, no deja de ser lúcida su intervención en la álgida discusión pedagógica que por

entonces se vivía. Sus reflexiones educativas frente a este asunto puede definirse como

92

una experimentación constante sobre los conceptos sustentaban la práctica pedagógica a

través de la valoración cuidadosa de sus efectos en el desarrollo de los estudiantes. De

esta forma, su filosofía de la educación encaja perfectamente en esa idea de mundo

heredada del método científico, al ser una propuesta pedagógica en permanente

reconstrucción y reformulación de sus principios básicos.

Desde esta perspectiva, Dewey reconoce que no basta insistir en la necesidad de

la experiencia ni en enaltecer hasta el elogio la riqueza de la experiencia como base de la

educación intelectual y moral en el aula de clase. Es necesario un examen reflexivo

mediante la observación cuidadosa del tipo de efectos que está generando en los

alumnos, esto es, una indagación sobre el tipo de alumnos que este tipo de educación

está produciendo. Todo entonces depende de la cualidad de la experiencia que se tiene.

La pregunta que surge de inmediato es evidente ¿y cómo valorar los efectos de una

experiencia realmente educativa? En la respuesta de Dewey a esta pregunta hallaremos

la clave para entender el primer principio en el que se fundamenta su nueva teoría

general de la experiencia: el principio de continuidad o continuidad experiencial.

Para Dewey la cualidad o el tipo de cualquier experiencia tiene dos aspectos: un

aspecto inmediato de agrado o desagrado, que es evidente en el lenguaje corporal del

estudiante y fácil de juzgar si el maestro tiene un mínimo de perspicacia y agudeza para

interpretar el interés y la motivación que genera; y su influencia sobre las experiencias

ulteriores, que se expresa en los cambios que genera en las actitudes y en el carácter de

los alumnos. El efecto de una experiencia, que exige una actitud constante de

observación y reflexión permanente por parte del maestro, no se limita a su apariencia

inmediata, pues como Dewey reconoce, hay experiencias agradables que pueden no ser

muy educativas como también pueden haber experiencias con un gran significado

educativo pero tremendamente monótonas y aburridas que no motivan el interés del

alumno. Esto le plantea un nuevo desafío al educador: “la misión de éste es preparar

aquel género de experiencias que, no repeliendo al alumno, sino más bien incitando su

actividad, sean sin embargo más que agradables inmediatamente y provoquen

93

experiencias futuras deseables” (Dewey, 1945, pág. 25). En ese sentido lo fundamental

no radica en sus efectos en el presente sino en sus efectos en el tiempo, es decir, en hacer

más significativas y más controlables las experiencias posteriores, y todos los obstáculos

y problemas que puedan desprenderse de ellas. En palabras de Dewey “el problema

central de una educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de

experiencias presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias

subsiguientes” (Dewey, 1945, pág. 25).

Como veíamos, para Dewey la experiencia no es simplemente aquello que nos

ocurre sino también lo que hacemos con eso que nos sucede. En síntesis hace referencia

a la totalidad de las relaciones del individuo con el mundo, en tanto es simultáneamente

una acción o un hacer sobre el mundo y un sufrir sus consecuencias: el individuo actúa

sobre el mundo y este, a su vez, actúa sobre el individuo. Así, la experiencia puede

entenderse como una relación o una transacción entre el individuo y el medio

circundante. Esta característica básica, la de que toda experiencia vivida modifica al que

la experimenta, afecta según Dewey la calidad de las experiencias siguientes. ¿Por qué?

Una primera respuesta a esta pregunta la podemos encontrar en uno de los rasgos más

sobresalientes de su propuesta filosófica y que estudiamos de manera más detallada en el

primer capítulo de la presente investigación: su confianza en el método de la

investigación científica. Veíamos como Dewey deriva sus ideas principales de los

descubrimientos de la biología moderna, la psicología y las ciencias naturales. En ese

sentido, su propuesta filosófica tiene un marcado temperamento experimental. Este

talante, que es evidente en toda su obra, se convierte en su principal arma para combatir

los pesados dualismos y concepciones antitéticas que, a su juicio, tantas dificultades

habían generado en la reflexión sobre los diversos campos de la vida humana. Esas

disyunciones artificiales y separaciones tan drásticas como las de conocer/hacer, teoría

/práctica, mente/cuerpo, yo/mundo poco o nada obedecían a las condiciones reales y

experimentalmente verificables de la organización del mundo, las teorías del

conocimiento e incluso el comportamiento humano. Eran ideas inmediatas y

94

autodemostrables sin ningún tipo de fundamento real que permitiera demostrar su

validez.

Por el contrario, el método investigativo de la ciencia había establecido a través

de sus descubrimientos y experimentos sobre el mundo natural un principio fundamental

para entender los fenómenos de la vida: la idea de la continuidad. En efecto, la crítica de

Dewey a la visión dualista del mundo que gusta pensar en términos de “lo uno o lo otro”

se construye a partir de esta visión orgánica del mundo y del individuo que en él habita,

producto de los descubrimientos y avances de las disciplinas científicas. Veamos como

el principio de continuidad, que es esencial en la construcción de una nueva teoría

general de la experiencia, se formula no a partir de ideas suprasensibles abstraídas del

modo efectivo en que se desarrolla el pensamiento humano, sino con bases sólidas

sustentadas en los diferentes descubrimientos científicos que han permitido restaurar la

continuidad original entre el pensamiento y la experiencia humana.

En primer lugar, los avances de la fisiología y la psicología han mostrado la

conexión entre la actividad mental y el funcionamiento del sistema nervioso. Sobre este

último se ha demostrado que el cerebro es un mecanismo especializado que permite

mantener actuando de manera simultánea todas las actividades corporales, es decir, es el

órgano que efectúa el ajuste de cada uno de los estímulos recibidos del ambiente

circundante y de las respuestas dirigidas a él. Este ajuste es recíproco: el cerebro no sólo

ordena a la actividad corporal para que influya o interactúe sobre un objeto del ambiente

en respuesta a un estímulo sensorial, sino que esta respuesta determina a su vez cual ha

de ser el estímulo siguiente. Así “cuando un carpintero está trabajando en un tablero (…)

cada respuesta motora se ajusta a la situación indicada mediante los órganos sensoriales

y esa respuesta motora estructura el estímulo sensible siguiente” (Dewey, 1998, pág.

281). Desde esta perspectiva, el cerebro se convierte en un mecanismo destinado a

reorganizar constantemente la actividad para mantener su continuidad, es decir “para

hacer aquellas modificaciones en la acción futura que se requieren por lo ya hecho”

(Dewey, 1998, pág. 282). Retomando el ejemplo del primer capítulo sobre el niño y la

95

vela, lo que hay en tal experiencia es un circuito sensorio-motor que no sustituye un

estímulo sensorial por una respuesta motora sino que parte de un acto inicial (ver) que

genera una respuesta motora que determina el estímulo siguiente (tocar). En un tercer

momento el niño se quema como producto último de la coordinación previa entre el ojo,

el brazo y la mano, pero lo importante es que esta experiencia es el acto inicial original

transformado o desarrollado en su valor y significado. No se trata pues de un nuevo

acontecimiento sino de un circuito de coordinaciones progresivamente enriquecidas. En

ese sentido, la respuesta motora estaría, en cierto sentido, dentro del estímulo

garantizando así la continuidad de la actividad. Precisamente “lo que la hace continua es

que el primer acto prepara el camino para los actos ulteriores, mientras que éstos tienen

en cuenta o consideran los resultados ya logrados” (Dewey, 1998, pág. 282). De esta

manera se establece un vínculo estrecho y necesario entre el conocer y el actuar, en

oposición a la idea de un conocimiento aislado, completo y valioso por sí mismo.

Por otra parte el desarrollo de la biología, en concreto la formulación de la teoría

de la evolución, permite también fundamentar la idea de la continuidad experiencial

establecida por Dewey. Precisamente una de las tesis más significativas y

representativas de la teoría formulada por Charles Darwin, fuente de las más agudas

polémicas y debates a nivel científico y, a su vez, el motivo principal de su influyente

figura en la historia de la humanidad, es la continuidad entre las formas orgánicas más

simples y complejas hasta alcanzar la especie humana. El desarrollo orgánico de las

especies plantea que la criatura viva hace parte del mundo y participa activamente de él,

ya sea en las formas orgánicas básicas donde se manifiesta de manera evidente la

adaptación simultánea entre el ambiente y el organismo, como en el ser humano, para

quien la supervivencia depende de la manera en que anticipe y planee el futuro. Su

seguridad depende así del desarrollo de la capacidad para preveer las consecuencias

futuras de sus acciones presentes. Existe pues una continuidad original entre la

naturaleza y el hombre que parece contradecir la construcción artificiosa de esas falsas

divisiones entre el mundo natural y el mundo humano.

96

Asimismo, el desarrollo del método científico ha permitido que el conocimiento

comience a entenderse ya no como contemplación sino como experimentación de tal

manera que el hombre deja de ser un simple espectador del mundo para convertirse en

un artesano que manipula y transforma las condiciones en que las cosas se presentan. De

ahí que las creencias se transformen cualitativamente en hipótesis, teorías, sugestiones y

sospechas que han de ser entendidas como planes de acciones tentativos. Este punto

permite entender como el carácter experimental del método científico supone un “ensayo

de ideas”, esto es, una “anticipación de las consecuencias futuras sobre la base de una

completa observación de las condiciones presentes” (Dewey, 1998, pág. 283). La

aplicación de este método experimental, aun cuando puede fracasar en sus

consecuencias prácticas, es extremadamente enriquecedor a nivel intelectual en tanto la

observación de estas puede emplearse para hacer predicciones y planes sobre situaciones

semejantes en un futuro.

El principio de continuidad se construye así a partir de una observación atenta

sobre las condiciones en que el desarrollo científico ha logrado ahondar en el

conocimiento del mundo. Sus métodos, sus prácticas y sus notables descubrimientos

proporcionan nuevas herramientas y conceptos para responder a los desafíos que la

comprensión de la naturaleza le presenta al hombre. En ese sentido, Dewey construye su

teoría general de la experiencia partiendo de la observación de los efectos que el nuevo

paradigma científico ha tenido en la manera de entender la relación tradicionalmente

antitética entre el mundo de la naturaleza y el mundo l del hombre. De ahí que la

reconstrucción de la experiencia, y en general toda la propuesta filosófica de John

Dewey, tenga un fuerte componente naturalista.

Podemos entonces definir el principio de continuidad de manera explicita en los

siguientes términos “toda experiencia emprendida y sufrida modifica al que la actúa y la

sufre, afectando esta modificación, lo deseemos o no, a la cualidad de las experiencias

siguientes” (Dewey, 1945, pág. 34). En síntesis, este principio hace referencia al hecho

de que toda experiencia recoge algo de la que ha pasado antes y modifica en algún modo

97

la cualidad de la que viene después. Sin embargo este principio, así definido, no

establece ningún tipo de diferenciación entre el tipo de experiencias que son educativas

y las que no lo son. Como veíamos, en toda experiencia existe cierto tipo de continuidad

pues afecta las actitudes que sirven para decidir la cualidad de las experiencias

posteriores pues establece ciertas preferencias o aversiones, hace más fácil o difícil

actuar para alcanzar determinado fin e influye de algún modo en las condiciones

objetivas bajo las cuales tienen lugar las experiencias ulteriores. Así, aunque el principio

de continuidad puede aplicarse en todos los casos, la cualidad de las experiencias influye

en el modo en que tal principio se aplica:

“El efecto de ser excesivamente indulgente con un niño es un efecto continuo.

Ello crea una actitud que opera como una exigencia automática de que las personas y

objetos satisfagan sus deseos y caprichos en el porvenir. Ello le hace buscar el género de

situación que le ponga en condiciones de hacer lo que le guste en el momento. Le hace

oponerse y ser relativamente incompetente en situaciones que requieren esfuerzo y

perseverancia en los obstáculos por vencer” (Dewey, 1945, pág. 38).

De esta forma el principio de continuidad puede operar de un modo tal que limita

su capacidad de enfrentar nuevas experiencias y lo detienen en un nivel mínimo de

desarrollo que limita su capacidad de crecimiento. Por el contrario, si una experiencia

provoca curiosidad, fortalece la iniciativa y crea deseos y propósitos tan intensos como

para dirigir a una persona hacia nuevas direcciones en el futuro, el principio de

continuidad actúa de una forma completamente diferente pues cada experiencia se

convierte en una fuerza en movimiento cuyo valor educativo depende de aquello hacia lo

que mueve. Así, aunque pueda objetarse que un hombre puede crecer convirtiéndose en

un ladrón, un bandido o un político corrupto, el problema radica en si el crecimiento en

esas direcciones promueve o retrasa el crecimiento en general:

“¿Crea esa forma de crecimiento condiciones para un crecimiento ulterior o

establece condiciones que impiden a la persona que ha crecido en esta dirección

particular las ocasiones, estímulos y oportunidades para continuar el crecimiento en

98

nuevas direcciones? ¿Cuál es el efecto del crecimiento en una dirección especial sobre

las actitudes y hábitos que sólo abren perspectivas para el desarrollo en otra dirección?”

(Dewey, 1998, pág. 36)

En este sentido, el carácter educativo de la experiencia estaría determinado por su

aporte el desarrollo físico, moral e intelectual del sujeto. Un desarrollo que en lugar de

limitar al individuo a un cierto tipo de actitudes y situaciones específicas, le permita

adaptarse y enfrentar los desafíos que emanan de nuevas situaciones y nuevas realidades,

diferentes a las que se han tenido en el pasado. Así, la experiencia educativa no consiste

en una simple reedición de experiencias exitosas del pasado sino en todo un “proceso de

reconstitución permanente de un sujeto con el suficiente valor y audacia para incorporar

en su subjetividad y para reconocer en sus acciones que vive en un mundo pluralista,

contingente e inacabado” (Obregón, 2008, pág. 168).

El principio de continuidad, cuyo sentido educativo está determinado por la

cualidad de las experiencias que preparan a una persona para experiencias futuras de una

calidad más profunda y significativa, no supone, como lo entendía la educación

tradicional que, mediante la simple adquisición de ciertas destrezas y el aprendizaje de

ciertas materias que se necesitarán después, se hace a los estudiantes más aptos para las

necesidades y circunstancias problemáticas del futuro. La adquisición mecánica de una

cantidad determinada de conocimientos en aritmética, geografía o historia que pueden

ser útiles en el futuro, no constituye automáticamente una preparación para su uso

acertado y efectivo en condiciones diferentes de las que se adquirieron. En efecto, la

experiencia no ocurre en el vacío ni es un acontecimiento meramente subjetivo. Las

condiciones del ambiente, del entorno físico y social en que tiene lugar, afectan su

cualidad y significado y se convierte en un aspecto fundamental a la hora de determinar

su valor educativo.

3.4 .1 El principio de interacción

99

Como veíamos con anterioridad, la experiencia puede definirse como una

transacción entre un individuo y lo que en el momento constituye su ambiente. Este, a su

vez, está constituido por cualquier tipo de condición que interactúa con las necesidades,

propósitos y capacidades personales que influyen en las experiencias que se viven. En

síntesis, el medio ambiente consiste en “aquellas condiciones que promueven o

dificultan, estimulan o inhiben las actividades características de un ser vivo” (Dewey,

1998, pág. 133). Así, Dewey entiende por ambiente tanto el agua que es necesaria para

la vida de un pez como el Polo Norte que es un elemento significativo y definitorio de

las actividades de un explorador ártico. Así, el medio particular en que vive el individuo

lo lleva a ver y sentir una cosa mejor que otra, lo lleva a tener cierto tipo de planes,

fortalece algunas creencias. Estas mismas características definen lo que Dewey llama el

medio ambiente social, entorno vital donde se desenvuelve el individuo como sujeto

social, esto es, un ser cuyas actividades están asociadas con las de los otros: “lo que hace

y lo que puede hacer depende de las expectativas, exigencias, aprobaciones y condenas

de los demás” (Dewey, 1998, pág. 22). Esas actividades ajenas son, a su vez,

condiciones indispensables que influyen en la realización de las propias. Es

prácticamente imposible, por ejemplo, concebir a un hombre de negocios que hace sus

gestiones y sus transacciones económicas por su cuenta, aislado, sin tener en cuenta el

aspecto social de sus actividades. El medio ambiente es el encargado de establecer cierto

tipo de condiciones que estimulan ciertos modos tangibles de acción. Así, en una tribu

de guerreros que valora la lucha y la destreza física como las habilidades necesarias para

alcanzar la victoria, las características de este medio ambiente social estimularán de

manera casi natural, hábitos belicosos en un individuo joven quien, cuando lucha,

conquista la aprobación social mientras que, cuando se contiene, es censurado,

ridiculizado y reconocido no en virtud de sus destrezas sino de su temor. En ese sentido,

las tendencias y emociones bélicas originarias se ven fortalecidas por el influjo de los

demás y ello, a su vez, determina en gran parte el desarrollo físico y emocional del

individuo.

100

Gracias a este ejemplo podemos entender de manera un poco más clara la

reflexión de Dewey sobre el impacto del medio ambiente social en el desarrollo del

individuo. Dewey considera que “el medio ambiente social forma la disposición mental

y emocional de la conducta en los individuos introduciéndolos en actividades que

despiertan y fortalecen ciertos impulsos, que tienen ciertos propósitos y provocan ciertas

consecuencias” (Dewey, 1998, pág. 26). La formulación del segundo principio o criterio

que sustenta la noción deweyana del concepto de experiencia, se desprende, una vez

más, no de especulaciones abstractas sino de la atenta observación sobre el desarrollo

humano y la manera en que los métodos científicos han transformado la comprensión

sobre tal proceso vital. Veamos en este caso como Dewey argumenta su idea de que la

influencia del ambiente es realmente significativa en las experiencias más vitales del

individuo.

En primer lugar, Dewey plantea como los hábitos del lenguaje se forman en el

intercambio social ordinario de la vida. Estos se forman como una necesidad social y se

adquieren a través de la lengua materna aunque pueden ser corregidos e incluso

suprimidos por la enseñanza oficial de la gramática y el lenguaje, los individuos siempre

tienden a usar los modos de hablar adquiridos por la interacción continua con sus más

cercanos semejantes. En segundo lugar, señala las buenas maneras. En efecto, en este

aspecto el ejemplo vivo es mucho más significativo que los preceptos o máximas de

comportamiento social. Estas proceden como resultado de una buena crianza, la cual a

su vez, se adquiere por la acción habitual, es decir, como respuestas a estímulos

habituales y no por la transmisión pasiva de información sobre las conductas sociales

establecidas. En tercer lugar, Dewey considera el buen gusto y la apreciación estética en

tanto estos dependen de la interacción constante con objetos armoniosos que combinan

de manera elegante y proporcionada la forma y el color. Por el contrario, un ambiente

desordenado y chabacano puede obstaculizar el desarrollo de una sensibilidad estética

que aprecie y cultive el aprecio por el buen gusto.

101

En estos ejemplos elaborados por Dewey, es evidente como los juicios de valor y

la conducta están estructurados por las situaciones de interacción social en las que las

personas se encuentran habitualmente. Así, muy pocas veces caemos en la cuenta de que

tanto la manera de actuar a nivel social como la estimación individual sobre lo que es

valioso o no, depende en gran medida de ciertas pautas o criterios inconscientes que, aún

así, determinan nuestras formas de actuar. Y son precisamente esos hábitos los que,

aunque se han aprendido sin ningún grado de reflexión consciente sobre su significado,

se forman en la interacción constante de las relaciones con los otros.

Desde esta perspectiva, la influencia del entorno social se presenta como un

elemento fundamental en la cualidad de las experiencias vividas por el individuo, no

solo porque determina ciertas actitudes subjetivas de preferencia y aversión, sino por el

efecto que tienen las condiciones objetivas donde se presentan tales experiencias. Es

indudable que las experiencias que puede tener un individuo de bajos recursos son

distintas a las de uno de una clase más acomodada, o que las experiencias de un

campesino son distintas a las de un empresario citadino al igual que difieren las de un

individuo criado a orillas del mar con otro nacido en las altas cumbres de la cordillera

andina. Veíamos como el método científico ha transformado la imagen de un mundo ya

establecido del que los seres humanos son simples espectadores, por la de un universo

abierto que exige una actitud experimental, es decir, una actividad reflexiva dirigida que

varíe las condiciones en que se observan los objetos para disponerlos o arreglarlos de

manera diferente con el fin de entender los cambios que de ello se siguen. En ese

sentido, aunque es necesario reconocer la influencia determinante del ambiente en la

cualidad de las experiencias vividas, esa influencia es completamente casual y azarosa

en lo que respecta a sus efectos educativos, si no se regula de manera deliberada. Así, tal

como la continuidad era un principio general que regía a todo tipo de experiencias por

igual, la determinación cualitativa de la experiencia por las condiciones del ambiente es

también un rasgo característico. El problema radica de nuevo en saber en concreto qué

tipo de ambientes conducen a experiencias que facilitan el crecimiento, es decir, cómo

102

utilizar los ambientes sociales y físicos que existen para extraer de ellos todo lo que

poseen con el fin de contribuir a fortalecer experiencias que sean valiosas (Dewey, 1945,

pág. 41). Así, una propuesta pedagógica que se basa en la conexión necesaria de la

educación con la experiencia, debe entonces prestar atención a las condiciones físicas,

históricas, económicas y culturales de la comunidad para sacar de ellas el mayor número

de recursos educativos que puedan tener un efecto positivo en el desarrollo de los

individuos.

Desde luego, la educación tradicional no tenía que enfrentarse a este problema

pues suponía que era suficiente el ambiente escolar de los pupitres y de las pizarras para

que tuviera lugar el proceso educativo. Como no se reconocía el valor pedagógico de la

interacción del estudiante con un medio ambiente social más amplio ni las dinámicas

naturales de aprendizaje que ocurren al interior del entorno familiar, la educación

tradicional suponía que sólo cuando el niño llegara a la escuela comenzaba

efectivamente su desarrollo social. Sin embargo, la reflexión de Dewey no considera,

como lo hace la educación progresiva, que uno de los grandes vicios de la educación

tradicional era el no reconocimiento de la influencia de las condiciones objetivas en la

formación educativa. Para el filósofo norteamericano “lo perturbador era que no

consideraba los otros factores al crear una experiencia, a saber, las capacidades y

propósitos de los enseñados” (Dewey, 1945, pág. 49). La educación tradicional suponía,

en efecto, que cierto tipo de condiciones eran valiosas para la instrucción de los

individuos, mas no consideraba si efectivamente motivaban o estimulaban su capacidad

de aprendizaje. De esta manera la educación se convertía en un proceso azaroso pues

sólo aquellos que se acomodaban a las condiciones presentadas, llegaban a aprender.

Los demás adquirían lo que podían. En ese sentido, la preocupación por controlar y

regular de manera deliberada las condiciones objetivas -término genérico que

comprende lo que hace el educador y el modo en que lo hace, las palabras que se usan,

el tono de voz, los libros, los aparatos, las técnicas y métodos empleados- que

103

determinen un ambiente propicio donde tengan lugar experiencias valiosas a nivel

educativo, supone comprender las necesidades y las capacidades de los individuos.

En otras palabras “no es suficiente que ciertos materiales y métodos hayan

demostrado ser eficientes con otros individuos en otros tiempos. Debe existir una razón

para pensar que funcionarán provocando una experiencia que tenga cualidad educativa

para individuos particulares en un tiempo particular” (Dewey, 1945, pág. 49). De allí se

desprende una idea fundamental que estará a la base de la filosofía de la educación de

Dewey, a saber: no existe ningún tema, ninguna materia, ningún concepto que sea

educativo por sí mismo. Es decir, no existe nada que sea un valor educativo en abstracto.

De hecho, la idea según la cual la enseñanza de ciertas materias, la aplicación de ciertos

métodos y el conocimiento de ciertos hechos y verdades poseen un valor educativo per

se es, según Dewey, la razón por la que la educación tradicional redujo su contenido

pedagógico a una serie de materiales preestablecidos y anquilosados que poco o nada

tenían que ver con las capacidades, intereses y propósitos vitales de los individuos. No

se reflexionaba sobre si el modo en que se presentaba la materia o los contenidos que de

ella se enseñaban se adaptaban a las necesidades y capacidades de los estudiantes, pues

se consideraba que eran intrínsicamente valiosos para su formación mental.

El principio de la interacción señala como toda experiencia debe ser un juego

recíproco entre las condiciones objetivas en que tiene lugar y las condiciones internas, es

decir las capacidades y necesidades, del individuo que la vive. Estas dos condiciones

cuando interactúan juntas constituyen lo que Dewey llama una situación, es decir, una

interacción entre individuo y ambiente. Junto con el principio de continuidad son los dos

aspectos característicos de toda experiencia educativa en tanto dan la medida de su

significado y valor de acuerdo con las consecuencias o efectos que produce en el

individuo. Así, en la vida las experiencias se suceden unas tras otras pero a causa del

principio de continuidad cada una de ellas se lleva algo de la anterior a la siguiente y lo

que se ha adquirido en conocimiento, habilidad o destreza en una situación previa se

convierte en un instrumento para comprender mejor la situación que sigue. De esa

104

comprensión depende que, cuando el individuo pase de una situación a otra, su mundo y

sus posibilidades de acción se multipliquen en tanto puede enriquecer el capital de

herramientas con que cuenta para enfrentar mejor las dificultades y problemas que

surgen como consecuencia de la incertidumbre del futuro. A su vez, esa comprensión es

tanto más efectiva y significativa cuando se establecen relaciones e interacciones entre

una y otra situación, es decir, cuando se conectan entre sí la multiplicidad de

experiencias para garantizar que puedan aprovecharse todos los recursos ganados con

anterioridad en el descubrimiento del sentido de las experiencias futuras, vividas en

condiciones muy distintas a las originales. Así, extrayendo en cada momento del

presente el sentido y significado pleno de cada experiencia el individuo se prepara

constantemente en el cultivo de ciertos hábitos o disposiciones que tendrán un efecto

favorable a la hora de enfrentar el futuro.

105

CONCLUSIONES

A lo largo del presente trabajo de grado, he querido mostrar cómo la

reconstrucción de la experiencia es un elemento central en la filosofía de John Dewey.

La manera de entender este concepto no sólo está a la base de sus planteamientos

pedagógicos sino que es el aspecto central de su propuesta, caracterizada por la

constante reflexión sobre el lugar y el valor de la filosofía en el mundo contemporáneo.

En ese sentido, su forma de entender la filosofía como un proceso constante de

reconstrucción y resignificación en diálogo con las nuevas dinámicas socioculturales,

dota a sus ideas de una vitalidad significativa. Lejos de intentar construir todo un sistema

filosófico con pretensiones de instituir una nueva corriente de pensamiento, Dewey

invita a asumir la idea de un mundo inacabado, incompleto e indeterminado que día a

día exige nuevas respuestas a los nuevos desafíos que presenta. En consecuencia, no hay

nada más nocivo que buscar soluciones prefabricadas o métodos predeterminados para

comprender una época con inquietudes muy distintas a aquellas a las que esos mismos

métodos intentaron dar respuesta en el pasado. De ahí que los conceptos con que trabaja

la filosofía, deban ser siempre ser examinados para evaluar su pertinencia a la hora de

comprender los conflictos que se presentan en el mundo actual. La experiencia, en este

caso, es uno de esos conceptos que Dewey analiza desde una perspectiva pragmatista, es

decir, examinando el tipo de efectos y consecuencias que genera en la vida humana.

Quisiera, para terminar, señalar ciertos aspectos del pensamiento de Dewey que

considero sugerentes y significativos para entender la función de la filosofía en el mundo

actual. Si bien su pensamiento comienza a estar de nuevo presente en la filosofía

norteamericana contemporánea, sus planteamientos filosóficos nos son tan conocidos en

Latinoamérica como sus propuestas pedagógicas. La obra de Dewey siempre tendrá algo

valioso qué decir en cualquier espacio y en cualquier lugar donde la autoridad de la

tradición, de la costumbre y de la rutina amenace la capacidad creativa del ser humano

106

de proponer nuevas perspectivas de comprensión y modos alternativos de acción sobre

los asuntos que nos preocupan como sociedad y como individuos. Su propuesta de

reconstruir la manera en que se entiende la experiencia no es simplemente una estrategia

argumentativa o un artificio retórico sino, ante todo, el reconocimiento de las

potencialidades del individuo para comprender y descubrir el mundo. Es ante todo una

invitación a asumir cierto tipo de responsabilidad intelectual que obliga a examinar de

manera crítica cualquier tipo de afirmación absoluta y verdad establecida.

Si bien las reflexiones de Dewey abarcan un amplio campo de intereses, son

mejor conocidas por sus reflexiones educativas. Sin embargo, no pretende establecer,

como podría pensarse, un método de enseñanza aplicable para cualquier institución

educativa. La educación es el tema central de los planteamientos de Dewey en tanto lo

considera como un asunto público transversal en la construcción de una sociedad y

determinante para la formación de ciudadanos que puedan aportar de manera efectiva en

la consecución de valores democráticos. Esto sólo puede conseguirse si se entiende la

escuela en continuidad con el mundo social del que el alumno ya hace parte. De ahí que

la organización de las materias de estudio deba tener en cuenta la experiencia misma del

estudiante en tanto cada contenido debe ser puesto en relación con sus intereses más

vitales y con sus necesidades más urgentes. Desde esta perspectiva, no puede haber un

método determinado que oriente la acción pedagógica en cualquier escuela, pues esta

debe entenderse, en palabras de Dewey, en continuidad con el entorno social en el que se

encuentra. Así, cada sociedad tiene sus propias costumbres, sus propias aspiraciones, sus

propios lenguajes que exigen una actitud profundamente reflexiva a la hora de

comprender sus problemas particulares.

Animado por el espíritu pragmatista norteamericano, Dewey invita a sus lectores

a asumir la visión de un mundo abierto y en constante construcción que exige de los

107

individuos una actitud inteligente ante la incertidumbre del futuro. Si bien no sabemos

con exactitud que nos deparará la vida, podemos prepararnos para asumir los desafíos

que se nos presenten el día de mañana comprendiendo de manera adecuada las

inquietudes del presente y los problemas del pasado. Su perspectiva sobre los problemas

educativos tendrá el mismo cariz pues invita al maestro a entender su labor desde una

perspectiva más amplia y más compleja que la simple aplicación de exitosos métodos

alternativos de enseñanza. Se trata, ante todo, de generar un ambiente escolar propicio

para que se desarrollen habilidades y capacidades intelectuales que contribuyan al

desarrollo progresivo de la sociedad que, lejos de ser una pretensión altruista es, para

Dewey, una condición necesaria para la supervivencia de la especie humana. Esto

implica entender la educación como un asunto público que exige reflexiones y posturas

más sensatas alejadas de los lugares comunes que reconocen con vehemencia su

importancia social.

¿Qué tipo de individuos se están formando con los sistemas educativos actuales?

¿Promueven la creatividad y la iniciativa personal? ¿Incitan el diálogo y el examen

crítico de los supuestos básicos sobre los que se construye la sociedad? Todas estas,

entre tantas otras, son preguntas que deben estar a la base de toda reflexión educativa

que es, en últimas, la pregunta por el tipo de individuo que cada sociedad quiere formar.

Cada comunidad, en consecuencia, tendrá unas expectativas y unos propósitos

particulares relacionados con inquietudes vitales diferentes cuya consecución depende

de la manera en que articulen los conceptos y teorías que fueron exitosos en el pasado

para solucionar conflictos similares. Esto aplica no sólo a la sociedad en general sino al

individuo como tal, responsable último de la emancipación intelectual de las verdades

absolutas y la autoridad de los dogmas, en cuya creatividad reside la condición última

para enfrentar, de manera inteligente, los desafíos imprevisibles que amenazan su

supervivencia.

108

En síntesis, la reconstrucción de la experiencia no es un trabajo aislado en la

filosofía de Dewey sino el eje articulador de buena parte de sus reflexiones. Entender en

detalle este problema y rastrear su presencia en la obra del filósofo norteamericano,

propósitos fundamentales de la presente investigación, pueden abrir nuevas perspectivas

para entender sus planteamientos principales sobre distintos asuntos. En este escrito nos

centramos en las implicaciones pedagógicas de su trabajo reconstructivo guiados por

intereses personales pero la vitalidad del pensamiento deweyano instiga a analizar su

obra en relación con múltiples temas contemporáneos.

109

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