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«LA REGENTA» Y EL CINE Carlos Barbáchano P ocos textos literarios son tan visua- les como La Regenta. La ilusión de rea- lidad, que era la máxima aspiración rmal del «Clarín» novelista, se trans- parenta, sensorialmente, a lo largo de su magistral obra. Imágenes, sonidos, sensaciones táctiles, olores, pueblan una novela cuya lectura es algo más que una aventura intelectual, ya que supone la reconstrucción de todo un mundo -sico y mo- r- que es reedificado ante nuestras cultades evocadoras, ante nuestra capacidad sensitiva. Quien se deja atrapar por la enorme erza narra- tiva de ese millar de páginas, difícilmente podrá olvidar ya las pasiones y las tristezas que embar- gan a los personaj�s de La Regenta; Vetusta, ese mundo cerrado, lluvioso, agobiante, quedará ins- crita para siempre en lo que podemos llamar geo- gría del alma. Y, sin embargo, pocos textos literarios tan di- 77 ciles de trasladar a la pantalla, a pesar de la exac- titud de las recreaciones literarias clarinianas, de la precisión de sus imágenes, de la transparencia de los sentimientos e ideas vertidos en la novela. La primera gran dificultad que oece una adapta- ción cinematográfica de La Regenta reposa en su apabullante riqueza, en la complejidad del mundo que desfila por sus páginas. Cierto que la novela es un bocado apetitoso para las grandes síntesis, para simbolizaciones atractivas y eficaces: Ana Ozores, la Regenta, como la España que se debate -Galdós dixit- entre su perdición por lo clerical (el Magistral) o por lo laico (Alvaro Mesía); Fermín ,de Pas, el Magistral, como encarnación de una Iglesia que «agoniza» entre el mundo, entre los encantos materiales del mundo (el poder, el sexo) y los anhelos espiritues; Alvaro Mesía como en- carnación de las vanidades y los triuns sociales, inseparables de la hipocresía y la vaciedad del medio en el que se desenvuelve; los personajes secundarios de la novela como representación co- lectiva de esa sociedad que agobia y aplasta a quien, como Ana, intenta salir de las mezquinas ambiciones cotidianas, elevarse de las miserias que atenazan a una sociedad podrida en su inmo- vilismo... Todas estas grandes síntesis, todos es- tos símbolos, que ya vio Galdós en el entrañable prólogo que dedicó a la segunda edición de la obra, son muy difíciles de encarnar, de trasladar a una pantalla, conservando, al mismo tiempo, los personajes que los ndamentan, la vida propia que les proporcionó el novelista. Hablando «Clarín» de L'Argent, novela de su admirado Zola, resume, a la perfección, y evidentemente sin pretenderlo, los peligros que acechan a los turos adaptadores de obras de la riqueza de La Regenta: «Cuando son los seres humanos por sí materia de la novela, no cabe explicar en dos palabras o en una el asunto, porque éste siempre tiene que ser com- plejo: en él se encontrará la vida en todas sus rmas, o en muchas por lo menos; el artista no tenderá, por razón del argumento, a la abstracción y selección artificial que son contrarias, en el arte, al genuino realismo». Porque, como nos concreta unas líneas antes: «Este hombre, esa familia, aquel pueblo, son asuntos de novela más huma- nos, más semejantes al asunto de la vida real del hombre, que tal o cual hombre que resume o sim- boliza, con mayor o menor abstracción, alguna erza social, un vicio, una tendencia, una institu- ción». En una adaptación escénica, todavía caben las grandes síntesis, las simbolizaciones; en una adap- tación cinematográfica, las soluciones simbólicas,. comprensibles en el escenario -como sucede en la discreta versión escénica que sobre La Regenta ha hecho Alvaro Custodio-, rarísimamente son ncionales. Hay, claro está, singulares excepcio- nes, casi siempre de la mano del humor, de la ironía, de la sobreactuación: estoy pensando en la magistral versión que de Die Marquise Von O hizo el inteligente cineasta ancés Eric Rohmer.

«LA REGENTA» Y EL CINE...nas de Buñuel -Nazarín, Tristana e incluso po dríamos pensar en Viridiana, que sin partir de ninguna novela de Galdós, es tan galdosiana como las otras-,

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«LA REGENTA» Y EL

CINE

Carlos Barbáchano

Pocos textos literarios son tan visua­les como La Regenta. La ilusión de rea­lidad, que era la máxima aspiración formal del «Clarín» novelista, se trans-

parenta, sensorialmente, a lo largo de su magistral obra. Imágenes, sonidos, sensaciones táctiles, olores, pueblan una novela cuya lectura es algo más que una aventura intelectual, ya que supone la reconstrucción de todo un mundo -físico y mo­ral- que es reedificado ante nuestras facultades evocadoras, ante nuestra capacidad sensitiva. Quien se deja atrapar por la enorme fuerza narra­tiva de ese millar de páginas, difícilmente podrá olvidar ya las pasiones y las tristezas que embar­gan a los personaj�s de La Regenta; Vetusta, ese mundo cerrado, lluvioso, agobiante, quedará ins­crita para siempre en lo que podemos llamar geo­grafía del alma.

Y, sin embargo, pocos textos literarios tan difí-

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ciles de trasladar a la pantalla, a pesar de la exac­titud de las recreaciones literarias clarinianas, de la precisión de sus imágenes, de la transparencia de los sentimientos e ideas vertidos en la novela. La primera gran dificultad que ofrece una adapta­ción cinematográfica de La Regenta reposa en su apabullante riqueza, en la complejidad del mundo que desfila por sus páginas. Cierto que la novela es un bocado apetitoso para las grandes síntesis, para simbolizaciones atractivas y eficaces: Ana Ozores, la Regenta, como la España que se debate -Galdós dixit- entre su perdición por lo clerical (elMagistral) o por lo laico (Alvaro Mesía); Fermín,de Pas, el Magistral, como encarnación de unaIglesia que «agoniza» entre el mundo, entre losencantos materiales del mundo (el poder, el sexo)y los anhelos espirituales; Alvaro Mesía como en­carnación de las vanidades y los triunfos sociales,inseparables de la hipocresía y la vaciedad delmedio en el que se desenvuelve; los personajessecundarios de la novela como representación co­lectiva de esa sociedad que agobia y aplasta aquien, como Ana, intenta salir de las mezquinasambiciones cotidianas, elevarse de las miseriasque atenazan a una sociedad podrida en su inmo­vilismo ... Todas estas grandes síntesis, todos es­tos símbolos, que ya vio Galdós en el entrañableprólogo que dedicó a la segunda edición de laobra, son muy difíciles de encarnar, de trasladar auna pantalla, conservando, al mismo tiempo, lospersonajes que los fundamentan, la vida propia queles proporcionó el novelista. Hablando «Clarín»de L'Argent, novela de su admirado Zola, resume,a la perfección, y evidentemente sin pretenderlo,los peligros que acechan a los futuros adaptadoresde obras de la riqueza de La Regenta: «Cuandoson los seres humanos por sí materia de la novela,no cabe explicar en dos palabras o en una elasunto, porque éste siempre tiene que ser com­plejo: en él se encontrará la vida en todas susformas, o en muchas por lo menos; el artista notenderá, por razón del argumento, a la abstraccióny selección artificial que son contrarias, en el arte,al genuino realismo». Porque, como nos concretaunas líneas antes: «Este hombre, esa familia,aquel pueblo, son asuntos de novela más huma­nos, más semejantes al asunto de la vida real delhombre, que tal o cual hombre que resume o sim­boliza, con mayor o menor abstracción, algunafuerza social, un vicio, una tendencia, una institu­ción».

En una adaptación escénica, todavía caben las grandes síntesis, las simbolizaciones; en una adap­tación cinematográfica, las soluciones simbólicas,. comprensibles en el escenario -como sucede en la discreta versión escénica que sobre La Regentaha hecho Alvaro Custodio-, rarísimamente son funcionales. Hay, claro está, singulares excepcio­nes, casi siempre de la mano del humor, de la ironía, de la sobreactuación: estoy pensando en la magistral versión que de Die Marquise Von O hizo el inteligente cineasta francés Eric Rohmer.

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Si antes hemos acudido a un par de citas del propio «Clarín», con la finalidad de advertir a los futuros adaptadores de La Regenta acerca de uno de los mayores peligros que amenazan cualquier trabajo audiovisual dedicado a divulgar esta gran novela, conviene recordar ahora otra cita del au­tor que nos pone, creo, en el buen camino. Escri­bía «Clarín», refiriéndose a la novela de Pereda Nubes de estío: «La verdadera ley simétrica, de simetría ideal, pero que trasciende a la relación cuantitativa de la obra, es en poesía, la proporción justa del esfuerzo del ingenio entre lo principal y lo secundario, la intervención clara de los momen­tos capitales del asunto para darles todo el calor, energía y primor que piden». Adecuando esta cita al motivo que ahora nos ocupa, podríamos indicar que cualquier adaptación de La Regenta que pre­tenda unos resultados mínimamente dignos debe partir de un estudio estructural, o sea serio y profundo, del desarrollo dramático de la obra, fundamentado especialmente en el uso que del espacio y el tiempo hace el novelista, en la valora­ción dramática que se verifica en la novela de las diversas situaciones por las que discurre la acción (cabe señalar, a este respecto, que «Clarín» juega constantemente con el «climax» y el «anticlimax» en el momento de separar los treinta capítulos en que divide la historia, simultaneando, cuidadosa­mente, las situaciones tensas con las tranquilas, elaborando, en resumen, una línea dramática que­brada), en las interrelaciones de los personajes y en las relaciones que éstos mantienen con su «ha­bitat», etc. No fuera a suceder, retornando a Leo­poldo Alas, como «en las obras defectuosas por culpa de la composición», donde «la inspiración anda por una parte y el valor arquitectónico del asunto por otro». Para recrear toda la densidad humana de La Regenta habrá que desmontar todo ese extraordinario mecanismo de relojería que en­cierra esta novela, observar sus complejos meca­nismos y recomponerlo después, una vez se hayan elegido sus elementos más significativos.

Hora es ya de entrar en el análisis de la única adaptación cinematográfica que se ha hecho hasta el momento de La Regenta: la realizada por el interesante novelista y cineasta Gonzalo Suárez, con guión de J. A. Porto, hace justamente diez años.

En. primer lugar, trasladar a la pantalla con cierta dignidad una obra de semejante peso especí­fico hubiera exigido un guión modélico. Un tra­bajo que, como acabamos de señalar, no sólo se basara en los momentos más significativos de la novela, que éste no es el caso, sino que los justifi­case asimismo, dando de ese modo entidad, credi­bilidad a lo que se cuenta, justo aquello que «Cla­rín» persiguiera en sus ficciones literarias durante años. Un guión que fuera férreo al tiempo que sugerente, que supiera, ante todo, usar parte de los excelentes diálogos y las atractivas descripcio­nes de la novela de Alas, rebosantes de naturali­dad e intención. Un guión que no se limitara a

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contarnos la triste historia de una señora de respe­table e inútil belleza que intenta infructuosamente encontrar en la religión el bálsamo que alivie sus necesidades amatorias, sino que ahondara, evi­tando con ello abstracciones y esquemas fáciles, en el transparente simbolismo de una obra literaria que tanto aproxima sus opciones narrativas a los procedimientos naturalistas, de los que luego se apropiará precisamente el cine (sencillez exposi­tiva, rechazo del paternalismo propio del narrador omnisciente, diálogos vivísimos, como sorprendi­dos del habla cotidiana, narración abierta, impasi­bilidad narrativa, uso del estilo indirecto libre, etc.). Un guión, en fin, que mostrara, aún míni­mamente, la sociedad que el autor recrea en La Regenta con toda profusión de detalles. Nada de esto podía hallarse en el guión de Porto, que se limitaba a ofrecernos, de una manera ramplona y acomodaticia, la historia de un adulterio en el que sus protagonistas se movían a impulsos del perso­naje que imaginaban interpretar, con mayor o me­nor ventura; jamás esos personajes se nos antoja­ban víctimas de una situación exterior que les superaba y oprimía, como personas modeladas a golpes de sociedad. A estas carencias, se unía el enorme descuido con que, tanto en el guión como en la realización, eran tratados los personajes convencionalmente llamados secundarios, esa fauna vetustense, tan compleja, tan terriblemente humana, que puebla las páginas de la novela de «Clarín», alcanzando, en ellas, y en más de un momento, verdadero protagonismo. Leopoldo Alas anticipaba así la desaparición del héroe indi­vidual, su progresiva sustitución por un protago­nista colectivo. Adelantándose en más de medio siglo a las formulaciones de Robbe-Grillet, se pre­guntaba el autor de La Regenta tras la lectura de Tormento: «¿No puede ser el protagonista un grupo?( ... ) ¿No puede ser el protagonista del libro un pueblo entero? El que la mayor parte de los libros tengan un protagonista individual, ¿es razón suficiente para asegurar que no hay belleza sin ese requisito?». Una de las causas por las cuales La Regenta, al igual que El Quijote, son tan grandes, es porque, en cualquiera de sus mal llamados per­sonajes secundarios hay una vida en relación con las otras vidas que recorren el relato, una vida que, en el instante más insospechado, puede tro­carse en objeto novelable.

Apenas nada de lo anteriormente señalado se hallaba, por desgracia, en el trabajo de Gonzalo Suárez. La realización, desangelada, se parecía a toda la aburrida serie de adaptaciones galdosianas a las que se ha agarrado nuestro cine a la hora de procurar rodearse de cierto prestigio, hecha la ex­cepción de las personales adaptaciones de Buñuel y del discreto trabajo que Pedro Olea hizo con Tormento. (Olea, que realizó una curiosa adapta­ción televisiva del magnífico relato de Alas La ronca, fue, por cierto, el primer director encar­gado de rodar La Regenta). Y ya que hemos traído a colación las personales películas galdosia-

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nas de Buñuel -Nazarín, Tristana e incluso po­dríamos pensar en Viridiana, que sin partir de ninguna novela de Galdós, es tan galdosiana como las otras-, quiero recordar cómo la obra literaria puede servir, como le ocurrió al cineasta arago­nés, de acicate que remueva el propio mundo inte­rior del realizador, trascendiendo entonces la ha­bitual función de las adaptaciones fílmicas, que se limitan por lo general a ser una simple ilustración audiovisual de la obra literaria de la que parten.

Dejando ya esta digresión, sólo recuerdo dos momentos en los que la película de Suárez lograba penetrar en la rica sensualidad del universo clari­niano. Uno nos llevaba a algunos planos de la secuencia final, en la que Ana Ozores entra en la catedral -la agobiante presencia de la catedral abre y cierra la novela: desde su torre, el Magis­tral, aupado en el poder de la Iglesia, dominaba la ciudad al comienzo de la novela; al final, Ana, evocada en una angulación que la empequeñece, es la víctima de ese poder que la ha oprimido a lo largo del libro-, una Ana Ozores rota, destrozada moralmente, y esa misma iglesia a la que tantas veces acudiera en busca de consuelo espiritual, de remanso de sus tormentos internos, esa iglesia encarnada en el «alma gemela» de Fermín de Pas, en el acogedor olor del incienso, en el dulce, ena­jenante bisbiseo de la oración en común, en la elevada emoción de las notas que salen del órgano y en el calor entrañable de las velas (elementos todos que integran esa «devota» piedad, funda­mentada en los sentidos, sobre la que «Clarín» tan inteligentemente insiste, y Suárez tan poco uti­liza), esa misma iglesia recibe a la pobre Ana en su fría y rotunda majestad e indiferencia. (La es­cena, por otra parte, estaba dulcificada, evitán­dose al espectador la impresionante conclusión de la novela, el beso lascivo y equívoco de Celedonio en los labios de la Regenta: «Había creído sentir sobre la boca -remata «Clarín»- el vientre viscoso y frío de un sapo»). Otro momento salvable, el término de la secuencia del encuentro entre Ana y el Magistral en casa de la alcahueta doña Petro­nila, después del tímido desliz de aquélla en el salón de los Vegallana. Fuera de estos dos mo­mentos, la película abundaba en desaciertos. Error mayúsculo el hecho de prescindir de esce­nas esenciales en virtud de una servidumbre a la anécdota amorosa central, al hilo melodramático del relato, que para Alas tiene su importancia, pero que, a fin de cuentas, sólo le sirve de soporte que mantiene la principal línea de atención de la novela, al margen de interpretaciones simbólicas. Error mayúsculo el no fundamentar, por medio delfiash-back o de cualquier otro procedimiento, la manera de ser de los personajes, su comporta­miento actual: es difícil entender el carácter neu­rótico de la Regenta si se prescinde de los capítu­los iniciales del libro (del tercero al quinto, en concreto), aquellos donde «Clarín» nos habla de la Anita niña, de aquella infancia, solitaria y triste, en la que hallamos la base de la complejidad del

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personaje adulto. Y otro tanto podríamos decir del otro gran solitario del libro, de Fermín de Pas, el Magistral, el «alma gemela» de Anita. Error ma­yúsculo, en fin, pretender sintetizar en una pelí­cula de duración media, poco más o menos, una novela de tamaña riqueza y extensión. Los treinta capítulos de La Regenta encontrarían una traspo­sición audiovisual mucho más acertada en un buen serial televisivo, que, constara, por lo menos, de una docena de capítulos de una hora de duración. Su riqueza psicológica, su carácter de gran fresco moral de la España inmediatamente anterior a la Restauración, encontraría, en ese medio, un ve­hículo divulgativo más acorde con su amplitud y complejidad.

Pero todavía queda ocuparnos de la equivoca­ción más aparente -y por lo tanto aquella que más influye en la verosimilitud del relato cinematográ­fico- de La Regenta de Gonzalo Suárez: la elec­ción de los actores. Y más concretamente, la elec­ción de Emma Penella para encarnar el inolvidable personaje de Anita Ozores. Ya «Clarín», metido a autor teatral, se lamentaba, repetidas veces, a raíz de los ensayos de su Teresa, de lo difícil, por no decir imposible, que era encontrar unos actores precisos para unos determinados personajes en el marco del teatro finisecular. De aquel entonces al presente poco han cambiado las cosas.

Emma Penella, esposa de Emiliano Piedra, pro­ductor de la película de Gonzalo Suárez, es una buena actriz: nada descubro con decirlo, y ahí están, entre otros ejemplos, sus excelentes inter­pretaciones de La busca o El verdugo para con­firmarlo. Pero ni por su físico, ni por su carácter interpretativo, tiene gran cosa que ver con el per­sonaje de «Clarín». La Regenta, tal como su autor la concibe, es una hermosa mujer, de belleza ru­beniana, es verdad, pero también frágil, delicada. ¿El físico de la Penella podía dar esa sensación de fragilidad, de indefensión, que posee Ana Ozores? Anita es una mujer, según la novela, que no ha alcanzado los treinta años; la Regenta cinemato­gráfica supera los cuarenta y su edad real es harto difícil disimular. A los múltiples lectores de La Regenta nos fue imposible evitar una irónica son­risa al ver la consistencia de la Penella encorse­tada en la fragilidad de Ana Ozores. Y, pese a ello, parece que la imagen del personaje interpre­tado por la Penella ha prevalecido sobre los rasgos de la Ozores que señala la novela: en la versión teatral de Alvaro Custodio que ví hace unos meses en el Ekorial, el personaje de la Regenta era representado por una buena actriz -cuyo nombre lamento ahora no recordar- que respondía más al modelo cinematográfico que al literario. Va a ha­cer ya casi un siglo de las quejas de «Clarín» y ya va siendo hora de que se corrija uno de los defec­tos más lacerantes de nuestro cine y nuestra es­cena: me refiero a la inadecuación actor-personaje que tanto se da en nuestras producciones; y al defecto inverso, el excesivo encasillamiento del actor una vez se creen tomadas sus medidas. Sería

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inútil repasar la interminable lista de actores ase­gurados con gruesos clavos a sus mismos sempi­ternos personajes. De todo el plantel de intérpre­tes de esta Regenta de nuestros pecados, el único que, de cuando en cuando, respondía a las carac­terísticas de su personaje era Keith Baxter ( el Magistral). El resto del reparto se convierte en víctima de la mascarada que los responsables de esta adaptación organizaban a costa del intachable texto de Alas. Cada vez que, por ejemplo, apare­cía en el plano Nigel Davenport (Alvaro Mesía), creíamos estar contemplando uno de los románti­cos ingleses o norteamericanos en busca de exo­tismos afro-orientales; nada en absoluto del Don Juan granguignolesco, del señorito hispano, del liberalote a la moda, que Alas tan irónicamente nos presenta. ¿ Qué decir del humanísimo y paté­tico personaje de Don Víctor Quintanar, sobreac­tuado hasta el ridículo por un Marsillach que con­fundía el estudio con un mal escenario poscalde­roniano? ¿Qué hacía -esceptuando a algún que otro actor- aquella caterva de figurones mal en­carnando los vivísimos personajes laterales de la novela? Confiando todo al «atrezzo» y a la figura­ción no se puede reconstruir ni siquiera el am­biente externo de una época. Al recuerdo de La Regenta de Gonzalo Suárez, uno se retrotraía a las plúmbeas y soporíferas adaptaciones teatrales televisivas (¿recuerdan el pesadísimo Estudio I ?)que hastiaron las noches de la adolescencia.

La Regenta, de Leopoldo Alas, permanece, en este· año que conmemoramos el centenario de su publicación, virgen, intacta en lo que al cine se refiere, tras la fallida experiencia del ingenioso autor de Rocabruno bate a Ditirambo. Prestigio­sos cine�stas, como Luchino Visconti o Luis Bu­ñuel, pensaron, en algún momento de su carrera, llevar la novela de Leopoldo Alas al cine. El ge­nial cineasta aragonés hubiera podido hacer, por muchos motivos, una memorable película. Uno piensa en el amor de Buñuel por los objetos, que tan importantes son en La Regenta, muchas veces descontextualizados en la novela, como en el cine de Buñuel, portadores de significados inhabituales y sorprendentes; uno piensa en la mutua agudeza psicológica, en su fino y mutuo conocimiento del interior del hombre; en su común humorismo; en su mutuo olvido de las leyes de la retórica al uso; en su común afán moralizador; en su preocupa­ción mutua por los poderes terrenales de la Igle­sia; en su maravillosa exaltación común de lo vi­tal; en su mutuo conocimiento del mundo feme­nino ... Pero esto es soñar despierto. Consolémo­nos de momento con señalar pasados errores y apuntar posibles errores futuros en la esperanza de que quienes se ocupen mañana de La Regenta tengan más en cuenta aquellas valiosas indicaciones que sobre su misma novela o llegó, directa o indirectamente, a sugerir «Clarín».