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LA RETAMA, O LA FOR DEL DESIERTO Giacomo Leopardi Sobre el árido lomo del formidable monte asolador Vesubio, al cual ninguna flor ni árbol alegra, tu mata solitaria en torno esparces, olorosa retama, contenta del desierto. Yo te he visto hermosear con tus tallos las comarcas que la ciudad rodean, la cual señora fue de los mortales y del perdido imperio que parece, con taciturno aspecto, recuerdo y fe prestar al pasajero. En este suelo vuelvo a verte, amante de parajes del mundo abandonados y de adversas fortunas compañera. Estos campos, cubiertos de estériles cenizas, anegados bajo la pétrea lava que cruje bajo el pie del peregrino; en donde al sol anida y se retuerce la serpiente, y por donde a su oculto cubil vuelve el conejo, fueron villas y granjas donde la espiga se doró y sonaron mugidos de rebaños; palacios y jardines del ocio del potente gratos refugios, y ciudades célebres que con sus habitantes el altivo monte, arrojando de su ígnea boca ríos de lava, asoló. Hoy todo en torno lo envuelve la ruina donde tú, gentil flor, brotas, y casi compadecida del ajeno daño al cielo das dulcísimo perfume que al desierto consuela. A estos lugares venga aquel que exaltar con ditirambos suele la humana condición, y vea cuánto de nuestro género cuida amante Natura. Y la pujanza en su justa medida aquí podrá estimar de los humanos a los que sin piedad, en un instante, la cruel nodriza, inesperadamente, con leve movimiento anula en parte, y puede si lo quiere aniquilar del todo. Aquí se ven pintadas de la humana familia las magníficas suertes progresivas. Mírate ante el espejo, necio y soberbio siglo, que el camino hasta ahora al alto pensamiento señalado abandonas, volviendo atrás los pasos; te jactas del retorno y progresar lo llamas. Tus niñerías los ingenios todos de que la adversa suerte te hizo padre van alabando, mientras entre sí te escarnecen con frecuencia. Yo, en cambio, con tal baldón no bajaré al sepulcro; mas antes el desprecio que se encierra en este pecho mío mostraré cuanto pueda al descubierto, aunque sé que el olvido oprime al que a su propia edad increpa. De este mal, que me iguala a ti mismo, me río yo hasta ahora. Sueñas en libertad, y siervo a un tiempo al pensamiento quieres, por el cual resurgimos de la barbarie en parte, y por quién sólo se aumenta la cultura, único guía de públicos destinos. La verdad te disgusta del mezquino lugar y áspera suerte que Natura nos dio. Por eso vuelves, cobarde, las espaldas a la lumbre de la verdad, y, fugitivo, llamas vil a aquel que la sigue, y magnánimo sólo a quien de sí se burla, o de los otros, astuto o loco, y hasta el sol la eleva. El hombre pobre y de organismo débil aunque de alma elevada y generosa, no se cree ni se llama arrogante ni rico, ni de espléndida vida o de bravura jamás entre la gente hace risible alarde; mas de riqueza y de vigor mendigo, muéstrase sin rubor, y lo declara hablando abiertamente, y a sus cosas las estima en lo justo. Yo no creo magnánimo espíritu, sino al contrario, necio,

La retama

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LA RETAMA, O LA FOR DEL DESIERTO

Giacomo Leopardi

Sobre el árido lomodel formidable monteasolador Vesubio,al cual ninguna flor ni árbol alegra,tu mata solitaria en torno esparces,olorosa retama,contenta del desierto. Yo te he vistohermosear con tus tallos las comarcasque la ciudad rodean,la cual señora fue de los mortalesy del perdido imperioque parece, con taciturno aspecto,recuerdo y fe prestar al pasajero.En este suelo vuelvo a verte, amantede parajes del mundo abandonadosy de adversas fortunas compañera.Estos campos, cubiertosde estériles cenizas, anegadosbajo la pétrea lavaque cruje bajo el pie del peregrino;en donde al sol anida y se retuercela serpiente, y por dondea su oculto cubil vuelve el conejo,fueron villas y granjasdonde la espiga se doró y sonaronmugidos de rebaños;palacios y jardinesdel ocio del potentegratos refugios, y ciudades célebresque con sus habitantes el altivomonte, arrojando de su ígnea bocaríos de lava, asoló. Hoy todo en tornolo envuelve la ruinadonde tú, gentil flor, brotas, y casicompadecida del ajeno dañoal cielo das dulcísimo perfumeque al desierto consuela. A estos lugaresvenga aquel que exaltar con ditirambossuele la humana condición, y veacuánto de nuestro génerocuida amante Natura. Y la pujanzaen su justa medidaaquí podrá estimar de los humanosa los que sin piedad, en un instante,la cruel nodriza, inesperadamente,con leve movimientoanula en parte, y puede si lo quiereaniquilar del todo.Aquí se ven pintadasde la humana familialas magníficas suertes progresivas.

Mírate ante el espejo,necio y soberbio siglo,que el camino hasta ahoraal alto pensamiento señaladoabandonas, volviendo atrás los pasos;

te jactas del retornoy progresar lo llamas.Tus niñerías los ingenios todosde que la adversa suerte te hizo padrevan alabando, mientrasentre sí te escarnecencon frecuencia. Yo, en cambio,con tal baldón no bajaré al sepulcro;mas antes el desprecio que se encierraen este pecho míomostraré cuanto pueda al descubierto,aunque sé que el olvidooprime al que a su propia edad increpa.De este mal, que me igualaa ti mismo, me río yo hasta ahora.Sueñas en libertad, y siervo a un tiempoal pensamiento quieres,por el cual resurgimosde la barbarie en parte, y por quién sólose aumenta la cultura, único guíade públicos destinos.La verdad te disgustadel mezquino lugar y áspera suerteque Natura nos dio. Por eso vuelves,cobarde, las espaldas a la lumbrede la verdad, y, fugitivo, llamasvil a aquel que la sigue,y magnánimo sóloa quien de sí se burla, o de los otros,astuto o loco, y hasta el sol la eleva.El hombre pobre y de organismo débilaunque de alma elevada y generosa,no se cree ni se llamaarrogante ni rico,ni de espléndida vida o de bravurajamás entre la gentehace risible alarde;mas de riqueza y de vigor mendigo,muéstrase sin rubor, y lo declarahablando abiertamente, y a sus cosaslas estima en lo justo.Yo no creo magnánimoespíritu, sino al contrario, necio,al que nació para morir y dice:"Hecho estoy para el goce",y con hediondo orgullollena el papel, destino excelso y nuevafelicidad -que el mismo cielo ignora,no ya sólo este mundo-, prometiendoa pueblos que una olade airado mar, o un soplode aura maligna, o subterránea furia,destruye de tal modoque apenas el recuerdo de ellos queda.Naturaleza noblela del que a alzar se atreveojos mortales, contrael destino común, y con franqueza,sin rebajar lo cierto,confiesa el mal que nos fue dado en suerte,y el débil, bajo estado;

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la que fuerte y altivase muestra en el sufrir, y ni ira ni odiofraternos, aun más grandesque todo mal, añadea sus miserias, inculpando al hombrede su dolor, sino que sólo acusaa la culpable, que es de los mortalesmadre en el parto, en el amor madrastra.A ésta llama enemiga, y contra ellacreyendo coaligadacomo lo están sin duda, y de conciertola sociedad humana,los hombres todos cree confederadosentre sí, y los abrazacon amor verdadero,les ofrece valiosa y pronta ayudaen los peligros y en las afliccionesde la guerra común. Y, para ofensadel hombre, armar la diestra y tender trampasy estorbos al vecinotan torpe le parece cual lo fuera,en un campo cercado de enemigos,en el más rudo asalto,olvidando al contrario, acre disputainiciar con los suyos,fulminando y sembrando así la huidaen sus propios guerreros.Cuando tales ideas, como antes, sean notorias para el vulgo, y aquel horror que antaño contra Natura impía ató a los hombres con social cadena en parte se renueve por el veraz saber, el puro y recto conversar ciudadano, la piedad y la justicia otras raíces tendrán, que no las fábulas soberbias donde se funda la honradez del vulgo, como estar acostumbra en pie el que en el error tiene su asiento. 

Cuántas veces en estas desoladas orillas que el pardo manto de la lava cubren me siento por la noche, y sobre el llano, en el azul purísimo, contemplo el fulgurar de las estrellas a las que el mar distante de espejo sirve, y centellea todo en el éter sereno, en torno al mundo. Cuando la vista fijo en esas luces que un punto nos parecen y que son tan inmensas que la tierra y el mar son a su lado un punto, y a las cuales no ya el hombre, sino este globo en que el hombre es nada, ignorado es del todo; y cuando miro las infinitamente más remotas muchedumbres de estrellas que niebla nos parecen, y a las cuales 

no el hombre, no la tierra, sino todo, el número infinito de las moles, y el áureo sol, nuestras estrellas todas, desconocen, y les parecen, como ellas al mundo, un punto de nebulosa luz; así, a mi mente ¿ tú que pareces, raza humana? Y recordando tu condición terrena, de que muestra da este suelo que piso, y de otra parte que tú fin y señora te creíste del Todo, y cuántas veces fantasear quisiste, en este oscuro grano de arena que llamamos Tierra, pensando que del orbe los autores afablemente a conversar bajaron con tu especie mortal, y que irrisorios ensueños renovando, insulta al sabio hasta la edad presente, que en cultura y en cívica costumbre parece a todas superar, ¿ qué impulso, mortal prole infeliz, qué sentimiento me asalta el corazón para contigo? No sé si risa o piedad me inspiras. 

Como al caer del árbol leve poma que en el tardío otoño su propio peso y madurez abaten, de un hormiguero los albergues cálidos cavados en la blanda tierra, con gran trabajo, y las obras y toda la riqueza que con harta fatiga el pueblo activo celosamente atesoró en verano, aplasta, rompe y cubre, desplomándose así desde lo alto, del útero tonante que lanza al hondo cielo de cenizas, de piedras y de lava oscura noche y ruina, por hirvientes arroyos o bien por la ladera, furioso entre la yerba, de derretidas piedras y metales y arenas encendidos baja inmenso torrente, y las ciudades que en la lejanía bañaba el mar, confunde, aniquila y recubre al instante: donde hoy sobre ellas pace la cabra, y nuevos pueblos surgen al lado opuesto, cimentados en los sepultos, y los derruidos muros el monte altivo pisotea. Que Natura no estima ni cuida más al hombre que a las hormigas, y si en él más raro el estrago es que en ellas, se debe únicamente a que es menos fecunda nuestra raza. 

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Mil ochocientos años hace que se borraron, oprimidos por el ígneo poder, aquellos pueblos, y el campesino, atento a las viñas que en estos mismos campos nutre la muerta y cenicienta tierra, aún alza la mirada, temeroso, a la cumbre fatal, siempre iracunda e implacable, que se yergue terrible, y amenaza con su estrago a sus hijos y a su pobre hacienda. Y con frecuencia el infeliz, subido al techo de su choza, a la intemperie toda la noche pasa, desvelado, y a menudo, temblando, observa el curso de aquel temido hervor, que se desborda de la inexhausta falda sobre el lomo arenoso, iluminando las riberas de Capri, de Nápoles el puerto y Mergelina. Y si ve que se acerca, o si en el fondo del doméstico pozo escucha el agua borbollear, apresuradamente a su mujer despierta y a sus hijos, y recogiendo lo que pueden, huyen, contemplando de lejos su nido y el pequeño campo que fue del hambre único amparo presa de la ola ardiente que llega crepitando, e inexorable sobre ellos para siempre se derrama. Torna la luz del cielo, tras el antiguo olvido, a la extinguida Pompeya, cual sepulto esqueleto que pone avaricia o piedad al descubierto; y desde el yermo foro, erguido entre las filas de truncadas columnas, a lo lejos contempla el peregrino el bipartido pico, y la humeante cresta que esparce ruina y todavía amenaza. Y en el horror de la callada noche, por los desiertos circos, por los informes templos, por las casas donde esonde sus crías el murciélago, como siniestra antorcha que girase a través de los palacios, corre el fulgor de la funérea lava que en las sombras, de lejos, brilla rojiza y tiñe todo en torno. Ignorante del hombre y las edades que él llama antiguas, y del sucederse de abuelos y de nietos, Naturaleza, siempre verde, avanza por tan largo camino que inmóvil nos parece. Caen los reinos, pasan gentes e idiomas, pero ella no lo ve; y que es eterno el hombre cree. 

Y tú, lenta retama, que con fragantes hojas adornas estos campos desolados, también muy pronto a la cruel potencia sucumbirás del subterráneo fuego, que retornando al sitio ya conocido, extenderá su manto sobre tus tiernos tallos. Y, rendida, inclinarás bajo el terrible peso tu inocente cabeza; mas hasta entonces no la habrás doblado cobardemente suplicando, ante el futuro opresor, ni a las estrellas la habrás erguido con insano orgullo, ni en el desierto, donde lugar y nacimiento la suerte, no tu gusto, quiso darte; pero más sabia y sana que el hombre, no has pensado que tus débiles retoños, inmortales se hayan hecho por ti o por el destino.