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93 LA REVOLUCIÓN ENTRA EN PALACIO. EL LIBERALISMO DINÁSTICO DE SAGASTA (1875-1903) José Ramón Milán García* RESUMEN Predomina aún en una parte importante de la historiografía sobre la Restauración alfonsina el retrato tópico y superficial de Sagasta como un político intrigante, marru- llero e inclinado a la política “menuda” frente al carácter de hombre de Estado de Cánovas. Tratando de superar el insuficiente conocimiento que en general se posee de su figura, en este trabajo nos proponemos profundizar en la política del Partido Liberal Dinástico durante la época de su jefatura como medio de obtener una imagen mucho más compleja y real de este líder. Una imagen que debe incluir sus concepciones ideo- lógicas, estrategias y prácticas políticas, pero también sus realizaciones de gobierno, captando las luces y sombras que dejó su legado a la Monarquía de Alfonso XIII. Palabras clave: Práxedes Mateo Sagasta, Partido Liberal, Restauración y Regencia, liderazgo político, reformas liberales. A great part of our historiography about the ‘Alphonsist Restoration’ is still weighed by a commonplaced and superficial portrait of Sagasta as an scheming politi- cian, wheedling and slanting to politics of plot, in front of Canovas’ statesman qualities. This essay tries to overcome the generally insufficient knowledge about his figure and deepen into the policy of the Liberal Dynastic Party during his leadership period. Then we might obtain a very complex and real image of this decision-maker, an image which BERCEO 139 93-122 Logroño 2000 * Licenciado en Historia Contemporánea. Becario predoctoral del Instituto de Historia, C.S.I.C. Este ar- tículo se ha realizado en el marco del proyecto DGICYT-PB96-0890 sobre la “Articulación y crisis del Estado Liberal Español entre 1874 y 1898”.

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LA REVOLUCIÓN ENTRA EN PALACIO. EL LIBERALISMODINÁSTICO DE SAGASTA (1875-1903)

José Ramón Milán García*

RESUMEN

Predomina aún en una parte importante de la historiografía sobre la Restauraciónalfonsina el retrato tópico y superficial de Sagasta como un político intrigante, marru-llero e inclinado a la política “menuda” frente al carácter de hombre de Estado deCánovas. Tratando de superar el insuficiente conocimiento que en general se posee desu figura, en este trabajo nos proponemos profundizar en la política del Partido LiberalDinástico durante la época de su jefatura como medio de obtener una imagen muchomás compleja y real de este líder. Una imagen que debe incluir sus concepciones ideo-lógicas, estrategias y prácticas políticas, pero también sus realizaciones de gobierno,captando las luces y sombras que dejó su legado a la Monarquía de Alfonso XIII.

Palabras clave: Práxedes Mateo Sagasta, Partido Liberal, Restauración yRegencia, liderazgo político, reformas liberales.

A great part of our historiography about the ‘Alphonsist Restoration’ is still weighed by a commonplaced and superficial portrait of Sagasta as an scheming politi-cian, wheedling and slanting to politics of plot, in front of Canovas’ statesman qualities.This essay tries to overcome the generally insufficient knowledge about his figure anddeepen into the policy of the Liberal Dynastic Party during his leadership period. Thenwe might obtain a very complex and real image of this decision-maker, an image which

BERCEO 139 93-122 Logroño 2000

* Licenciado en Historia Contemporánea. Becario predoctoral del Instituto de Historia, C.S.I.C. Este ar-tículo se ha realizado en el marco del proyecto DGICYT-PB96-0890 sobre la “Articulación y crisis del EstadoLiberal Español entre 1874 y 1898”.

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must include his ideology, strategies and practices, but also his governmental actions,with all the lights and shadows left as legacy to Alfonso XIII Monarchy.

Key words: Práxedes Mateo Sagasta, Liberal Party, ‘Restauracion’ and ‘Regencia’,political leadership, liberal reforms.

“Usted sostiene que vivimos en un sistema e ficciones [...]Algo hay de verdad en todo lo que usted dice, lo reconozco,pero también afirmo que semejantes males sólo puede reme-diarlos el Partido Constitucional, maridaje perfecto entre el po-der real y la soberanía del pueblo... No lo dude usted, amigoLiviano, pues mi partido, en la oposición, está haciendo ya unagran obra política. El porvenir es nuestro [...] Yo he de intentarla regeneración de este país. ¿Fracasaré? Allá veremos. Lo queaseguro es que si mis esfuerzos resultan fallidos [...] caerésiempre del lado de la libertad”1.

0. INTRODUCCIÓN

Al socaire del auge que desde hace un par de décadas viene observándose en un gé-nero biográfico que ha logrado combinar al fin las peculiaridades de los individuos conlos elementos más estructurales propios de los grupos sociales, así como en una historiapolítica renovada por un intercambio fructífero con otras corrientes historiográficas yciencias sociales, estamos asistiendo a una desigual pero a la vez insoslayable recupera-ción del interés por personajes capitales en la política española de la pasada centuria quehasta ahora carecían de estudios a la altura de su relevancia2.

Sagasta es sin duda una de las figuras más representativas, al par que de las peor es-tudiadas, de nuestra Monarquía liberal decimonónica, aunque en los últimos tiempos estásiendo objeto de trabajos que comienzan a redimensionar su trayectoria y proyecto políti-

JOSÉ RAMÓN MILÁN GARCÍA

1. PÉREZ GALDÓS, B., Episodios Nacionales: Cánovas, Ed. Hª 16/Caja Madrid, Madrid, 1996, p. 144.

2. Para un estado de la cuestión sobre las novedades y los cambios operados desde los años setenta en elseno de la historia política, remitimos al número monográfico de la revista Historia Contemporánea (Univ. delPaís Vasco), “La nueva historia política”, 9, 1993, así como al artículo de Teresa CARNERO ARBAT, “La re-novación de la historia política”, en MORALES MOYA, A. y ESTEBAN DE VEGA, M. (eds.), La historiacontemporánea en España, Salamanca, 1996, pp. 173-181. En lo tocante a las nuevas corrientes biográficasresulta útil el trabajo de MORALES MOYA, A., “Biografía y narración en la historiografía actual”, en VV.AA., Problemas actuales de la historia, Salamanca, 1993, pp. 229-57. En el terreno de la historia política dela segunda mitad del XIX español han aparecido en los últimos años estudios que desde ópticas diversas pro-porcionan sugerentes reinterpretaciones de personajes, partidos, corrientes, e instituciones. Véase p. e. MO-RENO LUZÓN, J., Romanones. Caciquismo y política de clientelas, Alianza, Madrid, 1999; LARIO, A., ElRey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la Restauración (1875-1902), Biblioteca Nueva,Madrid, 1999, y GONZÁLEZ, Mª. J., El universo conservador de Antonio Maura. Biografía y proyecto deEstado, Bib. Nueva, Madrid, 1997.

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co superando tópicos añejos que los simplificaban en exceso3. No resulta exagerado afir-mar, parafraseando a una conocida revista madrileña de poco antes de su muerte, que “lavida pública del Sr. Sagasta es también la historia de la política española de casi cincuen-ta años”4. El político de Torrecilla en Cameros desempeñó un papel protagonista en regí-menes bien diversos (Reinado de Isabel II, Monarquía democrática de Amadeo de Saboya,Primera República y Restauración alfonsina) y fue el gobernante que dirigió los destinosdel Estado en el triste trance del 98, arrostrando la impopularidad y el desgaste políticoque conllevó tan dura prueba. Frente a quienes le han caracterizado muy superficialmen-te como el arquetipo de los vicios del “turno pacífico”, Sagasta se presenta como uno delos más destacados miembros de esa saga de revolucionarios procedentes del progresismoliberal (Mendizábal, Joaquín María López, Prim...) que fueron capaces de aprender de suserrores e incluso excesos juveniles, de superar intransigencias políticas en aras de la ne-cesaria compatibilización entre su ideología liberal y la institución monárquica, cuyo ex-clusivismo ultraconservador tanto habían combatido de jóvenes. Sagasta trabajó así contodas sus energías en pro del asentamiento de una monarquía constitucional “a la inglesa”en la que debían alternarse pacífica y solidariamente en el poder dos partidos dinásticos,uno de tinte más conservador y otro heredero de los principios del liberalismo progresis-ta, y que pondría de este modo el cierre al largo período de inestabilidad y violencia polí-tica que había caracterizado la compleja implantación del parlamentarismo liberal enEspaña. Eso sí, con unos elevados costes que poco a poco iremos viendo5.

Con la brevedad que necesariamente impone este trabajo nos proponemos analizarla significación de Sagasta en cuanto líder que, sin renunciar a la aplicación de su pro-grama a medio y largo plazo, supo pilotar el desembarco de la principal fuerza políticasuperviviente del Sexenio en la Monarquía de la Restauración cuando se convenció deque la voluntad conciliadora del Rey y su Primer Ministro eran sinceras, para una vez enella irse atrayendo hábilmente al resto de fracciones del liberalismo de izquierdas hastaformar el Partido Liberal Dinástico. Bajo su jefatura esta formación proporcionó las me-didas más progresistas del régimen restaurador (juicio por jurado, ley de asociaciones,mayor libertad de imprenta, abolición definitiva de la esclavitud, sufragio universal mas-culino), pero contribuyó en no menor medida que el Partido Conservador canovista alcreciente divorcio de la opinión del país respecto a aquel a causa del sistema de ficcionesque caracterizó a sus gobiernos. Sistema que desvirtuaba en la práctica todas estas con-quistas legales para mantener intacto el entramado caciquil que daba cobertura al turno.

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3. El difunto Cepeda Adán comenzó esta recuperación desde posiciones más tradicionales, pero han sidolos trabajos recientes de jóvenes historiadores como José Luis Ollero los que están replanteando a fondo lasclaves del ideario y el modo “sagastino” de hacer política. OLLERO VALLÉS, J. L., El progresismo como pro-yecto político. Práxedes Mateo Sagasta, 1854-1868, I.E.R., Logroño, 1999. MILÁN GARCÍA, J. R., Sagastao el arte de hacer política, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, e Idem, “Sagasta. Teoría y práctica del posibilis-mo liberal”, Cuadernos de Historia Contemporánea (Universidad Complutense), no 21,1999, pp. 183-212.

4. “Don Práxedes Mateo Sagasta”, Por esos mundos, enero 1902, p. 66.

5. La evolución de Sagasta y una parte del liberalismo progresista hacia posiciones más templadas duran-te el Sexenio Revolucionario ha sido estudiada con detenimiento por VÍLCHES GARCÍA, J., Cortes y siste-ma de partidos en el Sexenio Revolucionario, 1868-1874. El modelo progresista de revolución, Tesis doctoralinédita, Univ. Complutense de Madrid, Facultad de CC. Políticas, 1999. En los comienzos de su vida políticaSagasta pedía ya un sistema bipartidista en el que los relevos en el poder no implicasen la destrucción de laobra legislativa del adversario. DSC, Cortes Constituyentes de 1854, 17-I-1856, p. 9941.

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Oscurecida por la imponente -para lo bueno y lo malo- figura de Cánovas, la deter-minante labor de Sagasta ha tendido a quedar relegada a un injusto segundo plano cuan-do se analiza el proceso de formación, consolidación y funcionamiento del bipartidismorestaurador. El riojano a menudo ha sido despachado sin más como un gobernante habi-lidoso y marrullero, totalmente escéptico a partir de la experiencia de la Revolución deSeptiembre y maestro consumado en el caciquismo y la falsificación electoral. Se ha pa-sado por alto con ello el sustancial continuum ideológico que, a partir de los rasgos másconservadores de su progresismo “puro” inicial, da sentido a su actuación en el Sexenioy la posterior Restauración6. Su proyecto de establecer una monarquía constitucionalaceptable para los diversos matices del liberalismo hispano fracasó durante el reinado deAmadeo de Saboya tanto por la intransigencia con que le combatieron los radicales deRuiz Zorrilla, como porque él mismo se dejó llevar por la ambición de recoger y liderarla herencia política de Prim a costa de retrasar todo lo posible la formación del PartidoConstitucional con los unionistas de Serrano. Su fracaso le aportó la experiencia sufi-ciente para aceptar el proyecto canovista en lo que tenía de conciliable con su ideario yperseguir de forma lenta y transaccional la recuperación de las conquistas legales deSexenio, aunque le faltó la suficiente voluntad y capacidad de riesgo para ir autentifi-cando su aplicación real y saneando el sistema de corruptelas.

Estudiaremos aquí en primer lugar su determinante labor al frente del PartidoConstitucional en la aceptación sin violencia de la Restauración y a continuación, traslos lógicos titubeos iniciales, su conversión en un factor esencial del régimen al recogerel ofrecimiento de Cánovas de ser su alternativa de gobierno. Veremos después su pug-na con otros notables de tanto o mayor prestigio y capacidad que él por liderar el pro-ceso de convergencia de las fracciones del liberalismo monárquico de izquierda en ungran partido destinado a turnar con el Conservador (1880-1885). Asimismo nos centra-remos en su primera experiencia de gobierno con Alfonso XII, marcada por una excesi-va prudencia y conservadurismo, para analizar a continuación su definitiva conversióndinástica a partir del famoso pacto o “tregua del Pardo” que concertó con Cánovas parasalvar la Regencia de María Cristina de las amenazas que se cernían en su horizonte.

El “Gobierno largo” (1885-1890) nos servirá para medir sus realizaciones en el po-der en relación con el programa prometido, y de paso nos permitirá acercarnos a su in-confundible estilo de jefatura. Finalmente, la actuación de Sagasta en sus últimos añosserá el marco perfecto para abordar la crisis y ruptura del Partido Liberal, y más en ge-neral de todo el sistema en el que se había asentado como fuerza de gobierno. Su etapapostrera al frente del liberalismo dinástico mostrará la incipiente esclerosis de un parti-do y un régimen incapaces de renovarse en profundidad y afrontar con decisión la reso-lución de los nuevos problemas sociales, pero también de representación política, queafectaban al país, aun reconociendo que en ocasiones se trataba más de aspiraciones to-davía larvadas que de reivindicaciones masivamente expresadas.

JOSÉ RAMÓN MILÁN GARCÍA

6. Continuidad que ya ha sido apuntada por OLLERO VALLÉS, J. L., ob. cit. p. 84. Los ejemplos de suimagen tópica abundan en muy diferentes tendencias historiográficas: JUTGLAR, A., “La Revolución deSeptiembre, el gobierno provisional y el reinado de Amadeo I”, en JOVER ZAMORA, J. M. (dir.), Historiade España fundada por R. Menéndez Pidal, t. XXXIV, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, pp. 645-49, 651, y CO-MELLAS, J. L., Cánovas del Castillo, Ariel, Barcelona, 1997, p. 257.

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1. SUPERANDO LOS “OBSTÁCULOS TRADICIONALES” (1875-1881)

Por encima de las constantes alternativas que experimentó su larga y accidentada ca-rrera política, Sagasta siempre consideró la Monarquía constitucional inglesa como elmodelo en el que debía inspirarse nuestro Estado liberal. Al igual que la generalidad depolíticos progresistas el riojano trabajó por la implantación de un régimen monárquicocuya legitimidad vendría dada por el principio de soberanía nacional, entendida éstacomo la libre expresión de la voluntad popular a través del Parlamento, y que se articu-laría en torno a la alternancia pacífica de dos partidos en el poder que compartirían unasreglas de juego y un marco legal comunes. Sólo de este modo, pensaba Sagasta, podríancompatibilizarse la libertad y el orden, superando la dialéctica reacción-revolución quehabía caracterizado hasta entonces el proceso de implantación del Estado liberal hispa-no. Al par que se consagraría legalmente el ejercicio mesurado y responsable de los de-rechos y libertades fundamentales del individuo7.

Sagasta trató de poner ya en práctica estas ideas tras el triunfo de la Revolución deSeptiembre, en un principio como fiel colaborador del general Prim en su proyecto demonarquía democrática (el conde de Reus, de hecho, le encargó los departamentos mi-nisteriales más comprometidos -Gobernación y Estado-, y llegó a considerarle su manoderecha en el Gobierno), y tras el asesinato de éste, a la cabeza del ala más templada delprogresismo. Desde allí planteó una política de consolidación lenta pero segura de lasconquistas revolucionarias articulada en torno al mantenimiento del pacto que mantení-an con los elementos de la antigua Unión Liberal presididos por Serrano, lo que le llevóa enfrentarse a la intransigencia filodemócrata de Ruiz Zorrilla en una pugna que partióirreversiblemente en dos al viejo Partido Progresista8.

Sagasta no supo sacrificar entonces sus ambiciones personales a estos fines, por lo que contribuyó a frustrar el régimen de partidos ensayado bajo Amadeo I con su resistencia a abandonar el proyecto de encabezar un Partido Progresista depurado del radicalismo demócrata. Pero su actuación posterior en defensa del orden y la pacifica-ción del país (inmerso en una insurrección cantonal, la segunda guerra carlista y un lar-go conflicto separatista en Cuba) durante la “República ducal” de Serrano le hizo a lapostre idóneo a ojos de Cánovas para capitanear a las fuerzas procedentes del Sexenioque debían colaborar con los conservadores más pragmáticos en la Restauración alfon-sina9.

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7. Desde el Ministerio de la Gobernación el político progresista sostenía en el Sexenio frente a demócra-tas y republicanos la necesidad de contrapesar los derechos individuales con los deberes que limitaban su ejer-cicio: “no hay derecho natural que no esté en su ejercicio limitado” [...], “la limitación en el ejercicio de losderechos de cada uno por la garantía del ejercicio de los derechos de los demás, es la libertad, es el progreso,es la civilización, es la sociedad”. DSC, Cortes Constituyentes de 1869, 11-XII-1869, p. 4675, y 29-I-1870, p.5311. Fueron constantes en sus discursos las apelaciones a una política “que armonizando el ejercicio de losderechos individuales con el respeto a la autoridad” hiciera posible “que lleguen a ser una misma cosa la li-bertad y el orden”. DSC, leg. de 1871, 6-X-1871, p. 2893.

8. Sobre esta pugna véase la tesis doctoral ya mencionada de VÍLCHES GARCÍA, J., ob. cit. pp. 193-492.

9. La interinidad republicana de 1874, despachada a menudo con desdén por la historiografía, es analiza-da en profundidad en TORO MÉRIDA, J., Poder político y conflictos sociales en la España de la PrimeraRepública: la dictadura del general Serrano, Tesis doctoral inédita, Univ. Complutense, Madrid, 1997.

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No obstante, su intrínseco oportunismo, siempre abierto a optar por la soluciónque más conviniese en cada momento a sus objetivos, se sumó a su lógica descon-fianza inicial ante el hijo de Isabel II (pues nada garantizaba que no fuese a repetir loserrores de su progenitora), impidiéndole sumarse ya en 1874 a la causa alfonsina,como hicieron algunos correligionarios suyos. A lo largo de aquel año Sagasta sopesódiversas y contrapuestas soluciones (prolongación por unos años de la dictadura pro-visional de Serrano, monarquía encabezada por el hijo de Amadeo o un príncipe ale-mán) para salir de la interinidad en que se hallaban sin decidirse claramente por nin-guna, aunque la convocatoria de unas Cortes ordinarias que proclamarían rey a donAlfonso aparecía ante su vista como la vía más factible. De hecho así parecía dejarloentrever al afirmar a principios de diciembre que no excluía a candidato alguno, ni si-quiera a don Alfonso, para la monarquía que debería instaurarse cuando la situacióndel país lo permitiera10. El pronunciamiento pocos días más tarde de Martínez Campossorprendió a su Gobierno dividido internamente y preocupado por asestar un golpe de-finitivo al carlismo para convocar elecciones lo antes posible. Si bien Sagasta hizoademanes de estar dispuesto a resistir por la fuerza el movimiento militar, bastó unaconversación telegráfica con Serrano, por entonces bloqueado con sus tropas en laRioja, para que desistiera de abrir un nuevo conflicto y se rindiera a los generales al-fonsinos11.

Desde su omnipotente posición al frente de los primeros gabinetes del nuevo reina-do, Cánovas pudo llevar a la práctica su modelo de monarquía doctrinaria heredera delos elementos más aprovechables del moderantismo y la Unión Liberal. Para ello levan-tó todo un edificio institucional ecléctico y conciliador con el que pretendía corregir losdefectos que habían dado al traste con el régimen isabelino. Fueron sin embargo losconstitucionales sagastinos, ayudados por el resto de fuerzas que gravitaron en el ámbi-to del liberalismo monárquico de izquierdas, quienes lograron legitimar y socializar laMonarquía restaurada entre amplias capas de la población -lo que podríamos llamar lasclases medias, y muy puntualmente los sectores populares- de forma imperfecta pero du-rante un tiempo efectiva, convirtiéndola en el régimen más estable de nuestro convulsosiglo XIX. A través de la progresiva recuperación de las conquistas legales del Sexenio(en algunos casos, como el sufragio universal, más sobre el papel que en la realidad)Sagasta y sus correligionarios sellaron la simbiosis de la monarquía histórica, ahora re-mozada y abierta a todo el que estuviese dispuesto a aceptar sus reglas de juego, con losprincipios liberal-democráticos que había sancionado la Revolución del 68. Se podía de-cir por tanto que los célebres “obstáculos tradicionales” eran ya un asunto pertenecien-te al pasado.

JOSÉ RAMÓN MILÁN GARCÍA

10. La Iberia, 8-XII-1874. Años antes Sagasta expuso todo un elogio del oportunismo como estrategia po-lítica al afirmar a Romero Robledo que “los actos políticos son buenos o malos no tanto por su esencia cuan-do por la oportunidad con que se lleven a cabo”. Sagasta a R. Robledo, 3-IX-1872. Citada por CEPEDAADÁN, J., Sagasta. El político de las horas difíciles, FUE, Madrid, 1995, p. 44.

11. Sobre las divisiones entre los ministros montpensieristas encabezados por Augusto Ulloa y el ala sa-gastina del Gobierno, vid. MILÁN GARCÍA, J. R., Conspiración, conciliación y turno: Sagasta y la forma-ción del liberalismo dinástico (1875-1881), Memoria de licenciatura inédita, Univ. Complutense, Madrid,1998, pp. 58-59. Una crónica bastante fiable de la conversación mantenida por Serrano y el Gobierno duranteel pronunciamiento de Sagunto, en Gaceta Internacional de Bruselas, nº 14, 7-II-1875.

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Ahora bien, éste no fue un proceso rápido ni carente de contradicciones y obstácu-los, que de hecho llegaron a ponerlo en peligro en más de una ocasión. Las medidas re-presivas que tomó el primer Gobierno canovista acuciado por la presión de los sectoresmás reaccionarios del alfonsismo reafirmaron al Partido Constitucional, dirigido ya enla práctica por Sagasta, en su decisión de retirarse a un segundo plano y esperar a ver ladirección que tomaba el régimen, no obstante la benevolencia inicial hacia éste que ha-bía mostrado desde las páginas de La Iberia y otros órganos de prensa propios12. Las ne-gociaciones confidenciales que entabló el Gobierno con los sagastinos para que acataransin condiciones al Rey no produjeron por ello el resultado apetecido. Sagasta se resistíaa dar este paso por miedo a que fueran engullidos en la especie de resucitada UniónLiberal que según diversos rumores planeaba Cánovas, y acariciaba por contra el pro-yecto de atraer a todos los sectores aprovechables del Sexenio para formar una granagrupación liberal que ambicionaba encabezar. Con este fin no dudó en levantar la ban-dera de la Constitución del 69 y los derechos y libertades individuales como alternativaa la política conservadora del Gobierno. El coste de tal estrategia fue alto, pero le sirviópara manifestar su capacidad de liderazgo, al par que mostró el hambre de mando quesiempre le caracterizó.

La actitud en que Sagasta había colocado al Partido Constitucional provocó que enprimavera de 1875 se escindiera de él un pequeño pero importante grupo encabezado porAlonso Martínez y el veterano Francisco Santa Cruz que reivindicaba el abandono de laposición expectante para reconocer sin ambages el trono de Alfonso XII y colaborar enel diseño de la nueva legalidad común. Los “disidentes” habían recibido el aliento de unCánovas que esperaba atraer a su nuevo partido al mayor número de fuerzas proceden-tes del constitucionalismo, pero Sagasta logró que el grueso de la agrupación permane-ciera bajo su órbita gracias a un reconocimiento calculadamente ambiguo de laMonarquía13 y a su capacidad persuasiva. Práxedes confiaba en que el Partido Liberal-Conservador que diseñaba Cánovas fracasaría y le dejaría franco el acceso al poder; losacontecimientos posteriores le dieron sólo a medias la razón.

La fragilidad que hacía peligrar el edificio canovista y la sinceridad de los propósi-tos del prócer conservador de abrir el régimen a la izquierda le llevaron a hacer impor-tantes concesiones a los constitucionales, entre las que destacó la celebración de las pri-meras elecciones a Cortes de la Monarquía bajo la ley electoral del Sexenio, queconsignaba el sufragio universal masculino para los varones mayores de 25 años.Sagasta carecía con esto de razones para dilatar aún más el reconocimiento pleno de la

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12. La “constitucional” Revista de España afirmó pocos días después del golpe que una monarquía “sos-teniéndose a la altura de una institución nacional, [...] demostrando templanza y tolerancia, [...] puede ser unasolución beneficiosa”, mientras el sagastino La Iberia fue más lejos al propugnar un régimen bipartidista en elque “los dos partidos, dentro de una legalidad sólidamente establecida y por todos sin reservas mentales pa-trióticamente aceptada, [...] lejos de excluirse [...] se auxilian, se apoyan y armonizan”. Revista de España,enero 1875, nº 175, pp. 118-121; La Iberia, 6-I-1875.

13. En un editorial sin firma de mediados de abril La Iberia declaraba que “el partido que representamoses monárquico, y en tal concepto encuentra resuelta por el hecho de 30 de diciembre la primera cuestión fun-damental de su credo político, [...] creemos tener marcado nuestro puesto dentro de la monarquía constitucio-nal, bajo cuyo sistema no concebimos ya, para la buena gobernación del estado, más que la existencia legal dedos partidos, defensor el uno de las conquistas de la revolución de septiembre, [...] y moderador el otro de es-tos mismos principios”. “Lo exige la patria”, La Iberia, 13-IV-1875.

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dinastía, y lo que era más grave, corría el riesgo de ver cómo su partido quedaba ex-cluido del reparto de escaños que empezaba a organizar Romero Robledo desdeGobernación. La suma de todos estos factores llevó al político riojano a efectuar uno delos rápidos cambios de orientación que caracterizaron su capacidad para adaptarse a lasvariaciones de la coyuntura política y que en más de una ocasión le granjearon la acu-sación de inconsecuente y carente de principios.

De este modo, en noviembre de 1875 Sagasta introdujo definitivamente a su parti-do en la Monarquía alfonsina con ocasión de una asamblea general celebrada en Madriden la que pronunció uno de los discursos más vibrantes de su carrera. Sagasta afirmó en-tonces que pretendían “ser hoy el partido de Gobierno más liberal dentro de la monar-quía constitucional de don Alfonso XII”, lo que implícitamente equivalía a aceptar el ré-gimen y su ordenamiento legal vigente, sin perjuicio de que pudieran modificar esteúltimo cuando subieran al poder. La recompensa no se hizo esperar. Las complejas ne-gociaciones que entablaron los principales líderes constitucionales con el Gobierno deCánovas les aseguraron convertirse en la principal fuerza de oposición en las nuevasCortes con cerca de 40 actas, y a Sagasta personalmente le garantizaron un escaño “en-casillado” por la capital zamorana, que desde entonces fue casi sin interrupción un feu-do inexpugnable del político liberal14.

La aceptación del texto constitucional aprobado en junio de 1876 en otro de sus tí-picos “giros” ideológico-estratégicos desactivó uno de los principales problemas quehasta entonces había impedido la implantación de un régimen liberal estable en España:la inexistencia de un marco legal comúnmente aceptado, al pugnar cada partido por im-poner su propia Constitución. Bien es cierto que la nueva, que fue redactada por una co-misión presidida por Alonso Martínez bajo inspiración de Cánovas, facilitó sobremane-ra esta solución al dejar inteligentemente abiertas importantes cuestiones políticas(comenzando por la extensión mayor o menor del sufragio), por remitir su regulación aulteriores leyes orgánicas. Lo cual no impidió que la minoría constitucional encabezadapor Sagasta defendiera con brío en una corta pero brillante campaña parlamentaria losprincipios de la Revolución de Septiembre. La figura de Alfonso XII, su talante abiertoy contrario a vetar el acceso al poder de cualquier agrupación política que hubiese acep-tado las instituciones establecidas, completó las condiciones que hicieron posible la es-tabilidad de su reinado al superar el exclusivismo regio que tan caro había resultado a sumadre.

El acomodamiento a las circunstancias y exigencias del nuevo sistema demostrabaque los constitucionales habían aprendido de los errores que hasta entonces habían frus-trado todas las situaciones de gobierno liberales. Sagasta coincidió con Cánovas en eldiagnóstico de los males que sufría nuestro régimen constitucional y aceptó los reme-dios necesarios para su erradicación. Estos pasaban por consensuar un marco legislativoy unas normas de comportamiento aceptadas por todos y capaces de reducir al mínimoimprescindible la competencia política, al asegurarles el disfrute periódico del poder. Por

JOSÉ RAMÓN MILÁN GARCÍA

14. La cita, en suplemento al nº 5846 de La Iberia, 7-XI-1875. Las arduas negociaciones que una comi-sión del Partido Constitucional encabezada por el propio Sagasta sostuvo con Romero Robledo para asegu-rarse un número razonable de escaños, en Layard a Derby, 15 y 22-XII-1875, Public Record Office. ForeignOffice (en adelante PRO.FO) 72/1413, Kew, Londres.

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de pronto el líder constitucional afirmó estar dispuesto a gobernar con el texto del 76aplicándole el espíritu y los principios del 69, lo que le habilitaba como el candidato na-tural a turnar con Cánovas, pero ambos dirigentes hubieron de superar previamente susrespectivas tentaciones e impaciencias para hacer realidad los principios que proclama-ban en sus discursos15.

El camino que hubo de seguirse hasta completar el diseño de los complejos crite-rios y delicados juegos de equilibrios y contrapesos con que funcionó el sistema de al-ternancia bipartidista conocido como “turno pacífico” a menudo se vio surcado por ame-nazas y peligros que a punto estuvieron de frustrarlo. La consecuencia fue que suimplantación precisó de un período considerable de tiempo, ya que hasta la formacióndel Gobierno liberal que asumió el poder tras la muerte de Alfonso XII no puede consi-derarse completado el proceso. Parte de la culpa en este retraso hay que achacarla a laimpaciencia que no tardó en dominar a Sagasta y sus correligionarios en cuanto quedóclaro que Cánovas no iba a cederles el poder en un plazo breve de tiempo. El políticoconservador desconfiaba de la sinceridad de la conversión alfonsina que había realizadouna agrupación dirigida por un político al que más tarde censuraría por “la rapidez conque muda de ideas y de resolución en los asuntos de mayor importancia”16, y desde lue-go consideraba su reconciliación con los constitucionales disidentes como requisito im-prescindible para hacerse merecedores del Gobierno. Cánovas era consciente de que elreinado de Alfonso XII distaba mucho de haber superado los peligros que amenazaronsu existencia desde el inicio. El Trono descansaba sobre una base todavía precaria quesus enemigos no iban a dejar de utilizar en su contra, y esto reforzó en él la convicciónde ser casi insustituible en el poder, permaneciendo a su frente todo el tiempo posible.El precio era cerrar el camino a sus rivales e incumplir así la promesa de no obstaculi-zar la subida al Gobierno de quienes consideraba una agrupación esencial para la esta-bilidad y supervivencia del régimen.

Acostumbrados a la rápida sucesión de gabinetes que nunca agotaban su existencialegal, los constitucionales no resistieron con serenidad el paso de los años bajo una si-tuación conservadora cuyo fin no parecía llegar nunca, lo que no tardó en provocar pe-ligrosos roces y conflictos con el gabinete canovista que en algún caso hicieron temer elretorno de los odiados obstáculos tradicionales. El orgulloso e irascible carácter deCánovas favorecía este tipo de choques, en los que era de temer la reacción de ampliossectores del constitucionalismo que mantenían los posos del viejo espíritu insurreccio-nal progresista, y que por ello llegaron a plantearse seriamente aceptar los ofrecimien-tos que constantemente les lanzaban los conspiradores zorrillistas para sumarse a una ac-ción armada en común. Complicaba aún más este panorama la posición que había

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15. Ya el diputado constitucional León y Castillo ante la inminente aprobación de la Constitución de 1876había afirmado que, puesto que no lograban mantener la del 69, “hemos de hacer cuanto de nuestra parte estépara sacar á salvo por lo menos su espíritu”. DSC, leg. 1876-77, 22-IV-1876, p. 874. Poco después de produ-cirse la reunificación con los disidentes del llamado Centro Parlamentario en el seno del nuevo Partido LiberalFusionista, Sagasta reafirmó esto declarando que gobernarían “ajusta[ndo] sus principios políticos y amol-da[ndo] sus procedimientos de Gobierno á la interpretación más lata, más expansiva y más liberal de laConstitución del Estado”. DSC, leg. 1880-81, 14-VI-1880, p. 4783, y 19-I-1881, p. 240.

16. Cánovas a Antonio Mª Fabié, Ragaz (St. Gall), 23-VIII-1887, citado en FABIÉ, A. Mª., Cánovas delCastillo (Su juventud -Su edad madura -Su vejez), Madrid, 1928, p. 203.

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adoptado el siempre ambicioso mariscal Serrano (retirado de la política activa desde elpronunciamiento de Sagunto), quien no dudó en permitir que su nombre sonara en bue-na parte de los rumores de planes de pronunciamientos republicanos que abundaron enlos primeros años de la Restauración, aunque cuidó mucho de no implicarse personal-mente en su preparación17.

Sagasta tuvo que realizar por ello una difícil labor de contención con sus correli-gionarios más exaltados (sin desautorizar abiertamente su comportamiento) mientras en-sayaba diversas estrategias para obtener el poder. Su objetivo no era otro que convenceral Rey de la necesidad de que el largo período conservador diese pronto paso a una si-tuación liberal gobernada por su partido, pues la Corona poseía prerrogativas (librenombramiento y separación de los ministros, veto o sanción de las leyes...) que la con-vertían en la práctica en el auténtico árbitro del que dependía el cambio político. El rio-jano optó primero por presionar al monarca con un retraimiento que recordaba a los quehabía sufrido su madre. Se protestaba de este modo contra lo que era visto como una ma-niobra desleal del Partido Conservador que perseguía anular sus opciones futuras de go-bierno, pero cuando se agotaron sin éxito los efectos de esta táctica y se hizo necesariosalir del peligroso impasse en que había colocado a su agrupación, Sagasta no dudó enretornar al Parlamento y adoptar una política de oposición mesurada, responsable y leal.Con ella pretendía hacer ver a Palacio que eran un partido al que se podía dar el podersin que la estabilidad del sistema corriera peligro alguno18.

El transcurrir de los meses sin que llegara el ansiado cambio de Gobierno no tardóen mostrar la insuficiencia de esta política por sí sola. Era evidente que mientras losconstitucionales y el Centro Parlamentario (conjunto de antiguos disidentes que dirigi-dos por Alonso Martínez formaron en otoño de 1876 un grupo independiente) fueran in-capaces de alcanzar un acuerdo que originara un gran partido liberal dinástico Cánovaspodía continuar tranquilo al frente de los asuntos públicos, con la seguridad de que elRey no iba a retirarle su confianza. El espíritu conservador que podía aportar este grupoal liberalismo de Sagasta y los suyos se antojaba necesario para disipar cualquier som-bra de prevención o desconfianza que todavía pudiera albergarse en Palacio contra ellos,pero el problema era que ni los centralistas estaban dispuestos a someterse sin condi-ciones a Sagasta, como éste les exigía, ni el riojano terminaba de aceptar un pacto entre

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17. En los años comprendidos entre 1875 y 1881 llegaron a producirse dos retraimientos del PartidoConstitucional de las Cortes, el primero provocado por la abusiva designación de conservadores para las se-nadurías vitalicias efectuada por Cánovas a principios de 1877, que parecía impedir por muchos años el acce-so al poder de las oposiciones, y el segundo con el famoso incidente del “sombrerazo” en diciembre de 1879.Vid. MILÁN, J. R., Conciliación..., pp. 93-97 y 112-3. Sobre la ambigua implicación de Serrano y otros cons-titucionales en las conspiraciones republicanas, “El capellán” a marqués de Molins, 19-IX-(1876), y Molins aCánovas, 12 y 17-VIII-1875, Archivo General de la Administración, Asuntos Exteriores, Embajada de París,caja 5679. Sagasta nunca llegó a pactar nada en firme, aunque en otoño de 1880 parece ser que puso junto aLópez Domínguez las bases de una organización militar clandestina dispuesta a tomar el poder por la fuerzasi el Rey no les llamaba pronto. PI Y MARGALL, F, y PI Y ARSUAGA, F., Historia de España en el sigloXIX, VI, Madrid, 1902, p. 180.

18. Tras abandonar el retraimiento que mantuvieron toda la legislatura de 1877, los constitucionales de-claraban por boca de Sagasta que su partido “no dejar[í]a de luchar nunca, si se le ofrece legalidad, si se leofrece respetar su derecho en las urnas”, y meses después aseguraban al monarca que cumplirían sus compro-misos de oposición “con calma, respetando y haciendo respetar las leyes existentes mientras no sean deroga-das”. DSC, leg. 1878 (2ª), 11-XI-78, p. 3438, y leg. 1879-80, 14-VII-79, p. 597 respectivamente.

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iguales que consideraba humillante y arriesgado para su jefatura. No en vano en los añossiguientes sonó insistentemente el nombre de Posada Herrera -que se mantenía en unaposición independiente, oscilante entre la mayoría gubernamental y el Centro- comocandidato a un gabinete de conciliación liberal que en diciembre del 79 el monarca lle-gó a encargarle. La astucia del líder constitucional se encargó de frustrar este intento apesar de la reconciliación firmada con el Centro un año antes19.

Tuvo que ser la iniciativa del más ilustre de los numerosos adversarios que se creóCánovas durante su largo mandato, el general Martínez Campos (que llamó en el Senadoa la formación de un gran partido liberal), el argumento definitivo que convenció a losconstitucionales para unirse con otras fracciones del liberalismo monárquico como úni-ca vía posible para desbancar al dirigente conservador. Sagasta supo adelantarse enton-ces a la corriente en favor del pacto que empezaba a dominar en su partido y tomó lasriendas del movimiento, sellando una rápida alianza con la fracción campista que pocosdías más tarde se convirtió en una coalición en la que también entraron los centralistas,el pequeño grupo de fieles de Posada Herrera y una fracción disidente del antiguoPartido Moderado. Con su hábil maniobra el líder constitucional se aseguraba una posi-ción privilegiada para asumir la jefatura del partido que había de resultar de aquel pro-ceso, pues sus posibles rivales -Serrano y Posada Herrera- pronto demostraron que pordiferentes motivos carecían de opciones reales a dicho puesto20

De hecho fue Práxedes el designado para pronunciar el discurso con el que quedósellada la fusión, auténtica obra maestra del cálculo y la habilidad política donde seprescindía de cualquier exposición detallada de principios para centrarse en una demo-ledora crítica de la mala gestión conservadora. Pero resultó ser aún más determinante elbautismo parlamentario un mes más tarde del que se llamaría Partido Liberal Fusionista.Ante la inesperada hostilidad con que los conservadores recibieron la fusión, clara prue-ba de que no estaban dispuestos a ceder el poder mientras tuviesen recursos para con-servarlo, los principales portavoces parlamentarios del nuevo partido presentaron unaproposición en las Cortes que defendió Sagasta en un vigoroso discurso, en la cual sevenía a realizar una apelación en toda la regla al monarca para que hiciese un uso libé-rrimo de su regia prerrogativa, propiciando el cambio de Gobierno. Esto suponía acep-tar definitivamente al Rey como árbitro político, reconocer su función de “poder mode-rador” que resolvía en los litigios por el poder por encima incluso de la opinión delParlamento, lo que equivalía a renunciar en la práctica a la interpretación tradicional queel progresismo había otorgado al principio de soberanía nacional para asumir la teoríadoctrinaria sobre el papel de la Corona en el sistema político. Con ello se hacía posiblela alternancia pacífica en el poder, al existir por fin unos principios y reglas de juego

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19. MILÁN GARCÍA, J. R., Conspiración..., pp. 110-112, y LARIO, A., ob. cit., pp. 139-148. El propioSagasta confesaba que hasta casi el momento de la fusión pensó que “el partido constitucional [...] se bastabay se sobraba para gobernar el país”. DSC, leg. 1879-80, 14-VI-1880, p. 4782.

20. El discurso de Martínez Campos, en Diario de Sesiones del Senado (DSS), leg. 1879-80, 9-III-80, p.1187. Alguien próximo a Sagasta ofreció a Cánovas a primeros de mayo la carta en la que el general comuni-caba al líder constitucional que aceptaba su propuesta de fusión y su exigencia de ser acatado como jefe enella, a cambio de tener manos libres para nombrar importantes cargos militares y del planteamiento inmedia-to de su programa de reformas en Cuba. J. B. a Cánovas, y Martínez Campos a Sagasta, 1 y 2-V-1880, ArchivoCánovas del Castillo, leg. 38, carpeta 1/111-112. Fundación Lázaro Galdeano, Madrid.

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compartidos por los diferentes actores políticos, por lo que aquel acto trascendía su pro-yección inmediata para convertirse en el digno remate de la ingente labor de concilia-ción que puso las bases del régimen restaurador21.

Que aquel fue un proceso frágil, delicado y perfectamente reversible lo demuestrael hecho de que la tenaz resistencia de Cánovas a dejar el Gobierno propiciase desde elecuador del verano persistentes rumores de conspiraciones en las que andaban mezcla-dos militares y políticos fusionistas, y que llevaron a buena parte de sus correligionariosa creer inminente la muerte prematura del partido por escisión de sus partes. No hay queolvidar que, tal como afirmaba en privado a su amigo y correligionario Víctor Balaguer,los constitucionales habían aceptado la fusión “para quitar todo pretexto en ciertas esfe-ras [léase Palacio]” que retrasara su subida al poder. Lo cual ayuda a comprender la fra-gilidad que amenazó desde su nacimiento la existencia del nuevo partido. Por otra parteel republicanismo zorrillista había pugnado desde los inicios de la Restauración poratraer a los constitucionales a sus planes conspirativos -Serrano y su cohorte de genera-les adictos fueron, como hemos visto, un grupo especialmente receptivo a tales llama-das-. Era lógico, por tanto, que no desaprovecharan unas circunstancias en las que el“despotismo ministerial” de Cánovas hacía recordar a muchos correligionarios deSagasta el antiguo “desheredamiento” sufrido por el progresismo bajo Isabel II, para re-novar los intentos de atracción de unos liberales que carecían entonces de apego perso-nal hacia la dinastía22.

El propio Sagasta llegó a mezclarse aquel otoño en intrigas que apuntaban a un po-sible golpe militar encabezado por generales descontentos de la talla de LópezDomínguez (sobrino y mano derecha de Serrano que gozaba de prestigio en ambientesliberales del ejército) que podía hacer caer la Monarquía alfonsina. Los informes de di-plomáticos extranjeros destinados en Madrid recogieron el rumor de que ambos políti-cos habían organizado una auténtica trama golpista en el Ejército de acuerdo con zorri-llistas y federales. Con motivo de las elecciones generales de marzo de 1879 Práxedeshabía concertado ya una coalición electoral con las oposiciones antidinásticas de iz-quierda como advertencia al soberano de que su partido empezaba a impacientarse en suespera para recibir el poder. Si a esto unimos su profunda antipatía hacia el radicalismode Zorrilla y los federales, no parece excesivamente aventurado interpretar su nueva im-plicación planes insurreccionales como un segundo aviso, en esta ocasión más serio, deque la prolongación del mandato conservador abocaba al régimen alfonsino a un finalidéntico al que había sufrido el Reinado de Isabel II. Factores como la ambigua actitudque adoptó Sagasta ante la violenta campaña de amenazas a la Corona llevada a cabo por

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21. El Imparcial, 24-V-1880. El discurso de Sagasta, en “Un acto decisivo”, La Iberia, 24-V-1880. La re-acción hostil de los conservadores, en DSC, leg. 1879-80, 25-V-1880, p. 4018. La proposición presentada porlos prohombres liberales solicitaba al Congreso que declarase el uso de la regia prerrogativa como “una ga-rantía para la defensa de las instituciones”. Los conservadores presentaron una contraproposición de “no halugar a deliberar” que finalmente salió adelante gracias a su mayoría. El discurso de Sagasta en apoyo de laprimera, en DSC, leg. 1879-80, 14-VI-1880, pp. 4782-90.

22. Sagasta a V. Balaguer, s. f. (pero verano 1880), AVB, 357/108. En otoño de aquel año el embajador enParís insistía en sus informes en las tentativas infructuosas que realizaba Ruiz Zorrilla para asociar a Serrano,Balaguer y el resto de constitucionales a sus planes revolucionarios. Molins a Ministro de Estado, 4, 8 y 26-XI-1880, AGA, Asuntos Exteriores, Embajada de París, caja 5725.

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Víctor Balaguer en aquellos meses, evolucionando de su aliento inicial a posteriores lla-mamientos al político catalán a una actitud más prudente, no hacen sino reforzar la ve-rosimilitud de esta teoría aquí esbozada23.

En cualquier caso Alfonso XII terminó por tomar en serio los avisos que por dife-rentes canales le llegaron de la tormenta que se estaba formando y pasó a alentar las es-peranzas de los liberales, que redoblaron sus apelaciones al ejercicio de la regia prerro-gativa con la certeza de que pronto iban a dar sus frutos. Temeroso de las consecuenciasque podía acarrear para su trono mantener por más tiempo la confianza a los conserva-dores, al iniciarse el mes de febrero de 1881 el Rey creyó llegado el momento de dar unaoportunidad a la oposición fusionista tras seis años de Gobierno conservador y aprove-chó la cuestión de confianza encubierta que Cánovas lealmente le planteó al presentarleun decreto sobre conversión de la deuda amortizable que implicaba un largo período detiempo de ejecución, para forzar la caída del Gobierno al negar su firma al decreto24.Apenas veinticuatro horas después Sagasta formaba un gabinete en el que estaban re-presentadas las diferentes familias políticas fusionistas en medio de un ambiente de op-timismo y benevolencia general hacia los nuevos gobernantes que venía a sancionar elcambio radical operado en las costumbres de nuestra Monarquía constitucional. Por pri-mera vez en mucho tiempo un soberano de la dinastía Borbón llamaba pacíficamente alpoder a un partido heredero del progresismo liberal.

Lo cierto es que la presencia de centralistas y moderados disidentes en las filas dela fusión supuso un evidente contrapeso conservador a una mayoría constitucional quepor otra parte se hallaba en pleno tránsito a puntos de vista en muchos casos similaresal doctrinarismo que informaba a Cánovas, sin que por ello se deba afirmar que conser-vadores y liberales carecían de diferencias ideológicas entre sí, como a veces se ha su-gerido. Esta convergencia real entre ambas fuerzas vino reforzada en el ámbito social porla entrada de numerosos aristócratas en el Partido Liberal a raíz de la fusión, y especial-mente tras la subida al poder de Sagasta. Los intereses y comportamientos sociales delliberalismo dinástico se fueron aproximando gradualmente a sus homólogos conserva-dores, de forma que se hizo corriente -que no novedosa- su presencia simultánea en losconsejos de administración de grandes empresas y su pertenencia a similares asociacio-nes y centros culturales. La sociabilidad y la economía favorecen así que se hable de la

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23. Años más tarde el diplomático inglés Morier recordaba a su ministro que López Domínguez y Sagastahabían preparado una organización militar clandestina “con el propósito de derribar al Sr. Cánovas”. Morier aGranville, 12-XII-1883, PRO. FO. 72/1646, nº 183. Sagasta escribió a Balaguer aconsejándole posponer elbanquete con el que iba a ser homenajeado en Zaragoza o al menos reducirlo a una simple comida en familiacon los miembros del comite local, y le expresaba su temor de que “se haga algo ó innecesario ó temerario”.Sagasta a Balaguer, 23-XI-1880 y s. f. (pero XI-1880), AVB 360/84 y 357/107.

24. En el transcurso del debate parlamentario sobre el proyecto de contestación al nuevo mensaje de laCorona, Sagasta, Alonso Martínez y León y Castillo pronunciaron sendos discursos en los que pidieron abier-tamente el poder para hacer desaparecer la duda “de siempre [...] de que los partidos liberales continuasen eter-namente proscritos del poder”. En una recepción dada en Palacio por su cumpleaños el Rey les felicitó díasmás tarde por haber defendido en sus intervenciones la prerrogativa de la Corona de nombrar libremente a susministros. DSC, leg. 1880-81, 19-I-1881, pp. 221-8, 17-I-1881, pp. 178-191 y 10-I-1881, pp. 47-57 respect.VARELA ORTEGA, J., Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875-1900, Alianza, Madrid, 1977, p. 148. Parece comprobado que la iniciativa del cambio de Gobierno partió delRey y no de Cánovas (que le facilitó, eso sí, los medios de llevarlo a cabo presentándole a la firma el decretoya mencionado). West a Granville, 9-II-1881, PRO. FO. 72/1595. LARIO, ob. cit., p. 156.

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existencia de un “bloque de poder oligárquico” que englobaba a los miembros de ambospartidos, aunque el concepto se antoja problemático por la excesiva homogeneidad eidentidad de fines que presupone, eliminando importantes diferencias que todavía sub-yacían entre los notables dinásticos. Sagasta tampoco escapó a esta tendencia a pesar desu proverbial modestia y trato democrático. El riojano participó de la problemática co-nexión entre la política y los grandes negocios tan frecuente entonces, como quedó demanifiesto en sus gestiones para la concesión de la línea del Noroeste a importantes ca-pitalistas franceses, y se vio atraído por modelos de comportamiento propios de la altaburguesía con afanes de emular a la vieja aristocracia: la posesión de una gran finca enCiudad Real, y sobre todo la construcción de un lujoso palacete en pleno “eje de poder”madrileño así lo delatan, aunque su pronta venta demuestra que no terminó de cuajar enél esta mentalidad muy típica en la sociedad de la Restauración25.

2. EL “VIEJO PASTOR” DEL LIBERALISMO (1881-1890)

En la historia política española los años ochenta del siglo XIX pueden considerar-se como la “década de Sagasta”. Fue entonces cuando el prócer liberal materializó suviejo deseo de unificar la práctica totalidad de las fuerzas procedentes del liberalismomonárquico de izquierdas en un gran partido de gobierno cuya jefatura logró retener deforma permanente, aunque no indiscutida. Con él al frente los liberales gobernaron du-rante más de dos tercios del período y lograron sacar adelante un conjunto de reformaspolíticas que, aun con las importantes adulteraciones que sufrieron en su aplicaciónpráctica, proporcionaron al régimen de la Restauración una apariencia más moderna,aperturista y liberal que lo aproximó a las monarquías de Gobierno parlamentario másevolucionadas de la época26. Gracias a ello el ya veterano notable de la Rioja alcanzó susmayores -aunque efímeras- cotas de popularidad entre la población, que sin embargo notardó en decepcionarse al comprobar su nula voluntad de erradicar los vicios y la co-rrupción inherentes al sistema caciquil.

Al propio tiempo Sagasta completó entonces la evolución que había seguido su par-tido hacia el pleno acatamiento e identificación con el marco institucional establecido, yla renuncia paralela a los procedimientos y principios característicos del progresismo“histórico” (soberanía nacional concebida como predominio de la representación popu-lar sobre la Corona, retraimiento parlamentario y golpismo de partido como vías para al-canzar el poder, etc.). Principios que, no debemos olvidarlo, habían protagonizado sus

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25. Sobre la presencia conjunta de liberales y conservadores en consejos de administración y sociedadesde todo tipo, véase MILÁN, Conspiración..., pp. 121-26 y 222-27. Sagasta fue acusado en las Cortes de utili-zar su influencia a favor de la concesión de la línea del Noroeste a un consorcio de compañías fundamental-mente francesas en cuyo primer consejo de administración ocuparía la vicepresidencia. DSC, leg. 1879-80, 10y 11-III-1880, pp. 2304-10 y 2328-30. Su rentable compra-venta de un palacete en el nº 30 del Paseo de laCastellana, en notarios J. García Lastra, l. 34388, 25-XI-80, f. 7108-25 y Román Gil Masegosa, 17-III-81, l.34452, f. 457-469. Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Madrid.

26. Utilizamos la expresión acuñada por Ángeles Lario para las monarquías decimonónicas del estilo dela española, que respetaban en sus textos legales los principios clásicos de la Monarquía constitucional mien-tras en la práctica los gabinetes iban asumiendo paulatinamente el poder ejecutivo, que comenzaba a confluircon el legislativo en el Parlamento. LARIO, A., ob. cit., pp. 39 y ss.

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violentos choques con el régimen isabelino. Monárquico desde sus orígenes, Sagasta ter-minó por convertirse durante la Regencia de María Cristina en un dinástico convencido,capaz de asumir sin titubeos el papel que el pensamiento doctrinario de Cánovas conce-día a la Corona como poder constituyente y cosoberano con las Cortes, renunciando asía la teoría establecida por la Constitución del 69, que consideraba a aquella como unsimple poder constituido. El prohombre liberal aceptó igualmente las prerrogativas yfunciones de poder moderador que ejerció el monarca en el régimen restaurador, que porotra parte no diferían sustancialmente de las que había disfrutado Amadeo I en laMonarquía democrática del Sexenio27.

No obstante, tanto sus realizaciones de gobierno como su entrada definitiva en elsistema, por no hablar de su labor casi equilibrista de transacción y arbitraje entre las nu-merosas y heterogéneas fracciones del Partido Liberal, enfrentadas en una pugna casipermanente por el predominio en él, distaron mucho de ser procesos cómodos, sencilloso previsibles. Sin duda la astucia y habilidad política de Sagasta fueron junto a su mo-deración y sentido de la oportunidad factores clave -que no exclusivos- para la consecu-ción de tales logros, sin los cuales es más que probable que la Restauración no hubierasido tan duradera y comparativamente estable en relación con el resto de una centuriadominada por incontables conflictos y cambios de régimen.

La etapa de gobierno liberal iniciada en 1881 nos proporciona las líneas maestrasque caracterizaron el modo sagastino de hacer política. Como gobernante el líder fusio-nista mostró ya entonces una clara propensión a subordinar el cumplimiento del progra-ma político, e incluso la satisfacción de las necesidades y reivindicaciones de la pobla-ción, al mantenimiento del equilibrio interno sobre el que reposaba la unidad de supropio partido. Lo cual se convertía por tanto en el factor más determinante a la hora deexplicar la legitimidad de su reconocida jefatura. Sagasta no estaba dispuesto a seguiruna política de reformas radicales que pusieran en peligro este delicado equilibrio. Eraa su juicio la situación real del país, y sobre todo la dinámica interna del Partido Liberalque él comandaba, quienes debían determinar los límites de su gestión de gobierno, es-tableciendo qué medidas eran factibles (así como su grado de aplicación práctica) y cuá-les era aconsejable posponer hasta que existiese un ambiente más propicio a su ejecu-ción. No es de extrañar que esta manera de entender el gobierno le granjease desde elprincipio la crítica recurrente de ser un político inclinado a la inacción y a una indife-rencia casi musulmana cuando subía al poder28.

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27. En plena Regencia Sagasta llegaba en su defensa del orden público y el principio de autoridad a ab-jurar de su pasado revolucionario reconociendo que los Gobiernos moderados de época isabelina “procedíanbien” condenándole a muerte por sedición, mientras él “procedía mal [...] apelando á medios violentos y fuera de la ley”. DSC, leg. 1893, 10-V-1893, pp. 661-2. Un ejemplo del dinastismo de Sagasta, en Sagasta aM.ª Cristina, 21-VIII-1897, Archivo General de Palacio (AGP), cajón 9/10-C, Palacio Real, Madrid. Unos añosantes el riojano había defendido la Constitución del 76 frente al texto de 1869, por dejar este último “la basede la Monarquía [...] inseguramente establecida”. DSC, leg. 1882-3, 23-XII-1882, p. 369.

28. Morier aseguraba a su ministro que para Sagasta gobernar era sinónimo de “encontrar puestos para elmayor número posible de personas y mantener dóciles al resto, en espera de ser favorecidos algún día”, puessu objetivo primordial era permanecer al frente de la Presidencia. Morier a Graville, 20-I-1883, PRO. FO.72/1644, nº 10. El republicano González Serrano acusaba a Sagasta de indiferencia y pasividad musulmanasa principios de 1883 al hablar de su “pereza semi-árabe” en el Gobierno, término que se hizo corriente entresus adversarios. DSC, leg. 1882-3, 3-II-1883, p. 756. Vid. p. ej. El Imparcial, 17-X-1882.

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En caso de conflicto el riojano prefería por regla general dejar transcurrir el pasodel tiempo sin afrontarlo de frente, con la idea de que a la larga el problema terminaríapor resolverse por sí sólo. Tal estrategia de gobierno se traducía en una ralentización no-table en el ritmo de ejecución de las reformas de cara a lograr que terminaran por resul-tar aceptables para todo el mundo. De este modo Sagasta esperaba evitar la recaída en elviejo error que tanto censuraba en los demócratas, y que hasta entonces había abocadoal fracaso las sucesivas experiencias de Gobiernos de izquierda liberal: el deseo de lle-var a cabo lo más rápidamente posible un ambicioso programa reformista para el que noveía preparado al país, como se había puesto de manifiesto durante el Sexenio29.

El norte principal al que el prohombre fusionista orientó su actuación no era otroque la exigencia de contentar a todas las fracciones de su partido de forma que ningu-na se sintiese agraviada y se viese abocada por este motivo a efectuar una disidenciapolítica, pues era consciente de que la fragmentación y pérdida de la unidad suponíanla casi segura salida del poder en aquel sistema. Esto le llevó a una preocupación casiobsesiva por repartir generosa y proporcionalmente los incentivos selectivos que pro-porcionaba el Gobierno (credenciales y cargos públicos, favores administrativos detodo tipo...), de manera que todas las familias políticas liberales agrupadas bajo su je-fatura quedasen satisfechas y se mantuviese la ponderación de fuerzas en el interior dela agrupación. El precio que el país hubo de pagar por ello fue excesivamente elevadoen relación a los beneficios que dicha política le proporcionó. Bajo la jefatura deSagasta el liberalismo monárquico de izquierdas abandonó al fin su radicalismo ideo-lógico, su propensión al exclusivismo y sus tácticas insurreccionales para convertirseen una fuerza más templada, posibilista y con sentido de gobierno30. Pero fue a costa derenunciar a cualquier intento serio de purificar el sistema de sus vicios y corruptelas (yaque la estrategia de contentar a todas las fracciones liberales producía inevitablementeuna elevada corrupción e ineficacia administrativa), y de mantener la falsificación cons-tante del régimen representativo. Ésta se basaba en la perpetuación y perfeccionamien-to de las tradicionales prácticas clientelares y caciquiles, que fomentaban una políticabasada en la dependencia y el favor personal, compartida por otra parte con sus adver-sarios conservadores.

Unos y otros terminaron por sufrir un creciente descrédito entre la población a cau-sa de la radical contraposición de su discurso regenerador y reformista con una prácticatotalmente alejada de dichos valores, fenómeno que a la larga generó una profunda des-legitimación del parlamentarismo restaurador. Éste no supo abrirse a las nuevas capas

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29. En un discurso revelador Sagasta sostenía que los partidos liberales pasaban fugazmente por el poder“porque quieren ir demasiado deprisa y [...] producen alarmas, [...] la diferencia entre vosotros y nosotros noconsiste más que en esto: en que vosotros [demócratas] queréis en un día hacer todas las reformas y nosotrosqueremos hacer una tras otra, de manera que la una ayude a la otra”. DSC, 7-VI-1882, p. 4099.

30. Sagasta pronto fue consciente de que en el régimen edificado por Cánovas los partidos caían del po-der por ser incapaces de resolver problemas externos, así como “cuando por vicios en su seno, cuando por in-disciplina, cuando por rebeldía [...] se debilita[ban], [...] descuidando los males del país”. DSC, leg. 1881-2,16-XI-1881, p. 1036. El diputado sagastino Ferreras ejemplificaba su conversión en una fuerza ajena a las uto-pías y radicalismos pasados al reconocer en las primeras Cortes de la Restauración que los partidos liberales“ha[bía]n llegado por fin á comprender [...], que nada hay sólido ni viable fuera de un Gobierno fuerte”. DSC,leg. 1876-77, 10-XI-1876, p. 3372.

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sociales (proletariado, crecientes clases medias) que demandaban el reconocimiento realde sus derechos políticos de cara a participar en la toma de decisiones colectivas. El pro-gresivo divorcio entre el mundo oficial y la España “real” se convirtió en el cáncer quecorroyó la estabilidad de la Monarquía de la Restauración, llevándola en vida de Sagastaa un callejón sin salida del que pugnó por sacarla sin éxito el regeneracionismo finise-cular. Para entonces el estilo de hacer política del líder liberal había comenzado a ago-tar sus posibilidades, incapaz de adaptarse a los cambios sociales y nuevos problemasque debía afrontar el sistema.

Desde su primera experiencia de gobierno bajo la Monarquía restaurada Práxedesprosiguió la tarea ya iniciada por Cánovas de consolidar un sistema bipartidista en el quelas diferentes tendencias conservadoras y liberales tuvieran cabida dentro de dos gran-des formaciones dinásticas que deberían aceptar un conjunto de leyes y unas conven-ciones y normas de conducta bajo las cuales se organizaría su alternancia pacífica en elpoder cada cierto tiempo. No obstante, al igual que el dirigente conservador, una vez ins-talado en la Presidencia del Consejo Sagasta se dejó llevar por la tentación de diferir lomás posible su relevo con el argumento de que debía concluir la realización de su pro-grama, y sobre todo de que contaba con el apoyo de la opinión pública y la confianza dela Corona. El riojano aprovechó para ello su calculada parsimonia en la ejecución de lasreformas. De hecho, cuando formó Gobierno en febrero de 1881 su mayor preocupaciónfue demostrar a Palacio por una parte, y al Partido Conservador por otra, que el libera-lismo procedente del Sexenio había aprendido de sus errores y era capaz de gobernar demanera leal y responsable. Esto es, sin poner en peligro el Trono, y sobre todo recono-ciendo el marco legislativo existente y respetando en lo posible la gestión gubernativa desus predecesores canovistas31.

La presencia de Martínez Campos y los principales prohombres de la fracción cen-tralista (ala derecha, y por tanto más conservadora, de la fusión) en el gabinete fue eneste sentido toda una garantía contra cualquier tipo de excesos en la aplicación de las re-formas. Sagasta tendió en un principio a apoyarse excesivamente en esta fracción porconsiderar que su alianza había resultado esencial a la hora de convencer al Rey de queel liberalismo monárquico había formado por fin un partido de gobierno que ofrecía lassuficientes garantías para confiar en él la dirección de los negocios públicos. Ello le lle-vó a descartar por el momento medidas como el sufragio universal (que los constitucio-nales habían defendido en 1876 con ciertos recortes a través de una proposición parla-mentaria presentada por Augusto Ulloa), y especialmente la reforma constitucional, muyreclamada por la izquierda liberal porque a su juicio debía servir para recuperar las con-quistas políticas del Sexenio y eliminar el destacado componente doctrinario del textovigente. Todo ello era previsible desde el instante en que el líder liberal había afirmadoal presentar la fusión en las Cortes que el nuevo partido se proponía “ajustar sus princi-pios políticos y amoldar sus procedimientos de gobierno á la interpretación más lata,

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31. “Lo que yo quiero es hacer todas las reformas -afirmaba a mediados de 1882-, pero hacerlas con aque-lla calma y reflexión que es indispensable para que no alarmen ni asusten á nadie, [...] esta ha sido siempre mi doctrina y mi conducta, por la cual he sido constantemente combatido por los radicales”. DSC, leg. 82-3,7-VI-1882, p. 4100. Ya en el discurso de la Corona de septiembre del 81 había dejado claro su deseo de tran-quilizar a los que desconfiaban de sus intenciones. DSC, leg. 81-82, 20-IX-1881, pp. 2-4.

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más expansiva y más liberal de la Constitución del Estado”32. Pero incluso reformas enapariencia menos comprometidas, como el restablecimiento del jurado o una nueva leyprovincial que otorgase una mayor autonomía a las autoridades locales, sufrieron seriosrecortes en su alcance que terminaron de exasperar a las fracciones más avanzadas delliberalismo.

Durante su primer año y medio de existencia aquel gabinete tan sólo podía presen-tar como logros reseñables, aparte de la gestión económica de Camacho, una mayor to-lerancia y amplitud en el ejercicio de derechos fundamentales como las libertades de ex-presión, conciencia, reunión o asociación sin que por ello se hubiese modificado larestrictiva legislación conservadora, pues Sagasta pretendía demostrar que era posiblegobernar en sentido liberal sin demoler la obra legislativa anterior. Se completaba estocon una serie de medidas puntuales -reposición en sus cátedras de los profesores afecta-dos por la célebre “cuestión universitaria” de 1875, abolición definitiva de la esclavitud,desestanco del tabaco en Filipinas...- que en un principio generaron una amplia corrien-te de simpatía hacia el Gobierno traducida en la entrada en el campo monárquico defuerzas procedentes del republicanismo zorrillista y la benevolencia de Castelar. El tri-buno republicano llegó incluso a afirmar con su característica grandilocuencia que elpaís “ha[bía] entrado en un período tal de libertades prácticas y tangibles que nopod[ía]mos envidiar cosa alguna á los pueblos más liberales de la tierra”33.

El problema radicó en que este prometedor inicio pronto dio paso al estancamientolegislativo desde el momento en que el reparto de destinos, credenciales y prebendaspasó a ser la preocupación fundamental para el Ministerio y el conjunto de sus “amigospolíticos”. La totalidad de fracciones liberales se volcaron desde la primavera de 1881sobre el presupuesto con una voracidad inaudita tratando de obtener la mayor porciónposible de beneficios, lo que era explicable si tenemos en cuenta que habían pasado másde seis años en la oposición, período excesivo para unos partidos clientelares en los quela fidelidad descansaba en un alto porcentaje sobre el intercambio de favores políticos yadministrativos, que exigía como requisito previo el control de los resortes del poder.

En aquel momento quedó de manifiesto con singular claridad la excesiva heteroge-neidad interna que siempre caracterizó al liberalismo dinástico, los diferentes orígenes eintereses de las fracciones y familias liberales, que supusieron una fuente constante deconflictos en buena parte solventados por la capacidad conciliadora y la habilidad para lanegociación de Sagasta, que le permitieron permanecer como jefe del liberalismo dinásti-

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32. Los diputados constitucionales Ulloa y Rico presentaron en 1878 un voto particular al dictamen denueva ley electoral en el que solicitaban el sufragio para todo varón mayor de edad que supiera leer y escribir,se hubiese licenciado militarmente sin faltas o pagase al menos 25 pts. el año previo por contribución de in-muebles, cultivo y ganadería (dos años si era por contribución industrial). DSC, leg. 1878 (2ª), 11-XI-1878,apéndice 4. La cita, en DSC, leg. 1880-1, 14-VI-1880, p. 4783.

33. Para un estudio más exhaustivo de las realizaciones de este primer Gobierno liberal de Sagasta, remi-timos a CEPEDA ADÁN, J., “Sagasta y la incorporación de la izquierda a la Restauración”, en VV. AA.,Historia social de España. El siglo XIX, Ed. Guadiana, Madrid, 1972, pp. 309-336. Los liberales no aproba-ron una nueva ley de imprenta más expansiva hasta 1883, mientras que la ley de asociación se retrasó hasta elsiguiente período de gobierno liberal, en 1887. Tras abrirse las Cortes un grupo de demócratas encabezadospor Moret entró en el sistema formando el Partido Demócrata Monárquico. DSC, leg. 1881-2, 10-XI-1881,pp. 907-919. La cita, en Castelar a E. Girardin, vid. El Correo, 2-IV-1881.

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co hasta su muerte. El líder liberal se encontró entonces con el problema de la excesivaambición de unos constitucionales que en muchos casos habían considerado la fusión de1880 meramente como un pacto para alcanzar el poder. Un pacto, por tanto, en el que loscentralistas y el resto de grupos que se les habían añadido debían subordinarse sin re-chistar bajo su predominio. Cuando la composición equilibrada del nuevo gabinete, y so-bre todo el reparto de los destinos más apetecibles y la formación de las candidaturas a losinminentes comicios a Cortes dejó en evidencia que el líder riojano no estaba dispuesto aponer en riesgo la fusión por favorecer a sus correligionarios, comenzando por el madri-leño muchos comités constitucionales se rebelaron contra lo que consideraban un acto deingratitud y trataron sin éxito de imponerse a la dirección del partido. Sagasta atajó esteconato de un modo autoritario a costa de comenzar a enajenarse a importantes notablescomo Víctor Balaguer, que no tardarían en protagonizar una disidencia más rotunda34.

Fue característica en el político riojano una concepción dual de la jefatura que lesirvió para liderar ininterrumpidamente el Partido Liberal y presidir el Gobierno por mástiempo que ningún otro notable de la Restauración. El viejo progresista se convertía enel líder más complaciente en tanto no fuera cuestionada su autoridad. Como presidenteSagasta se mostró siempre generoso en el reparto de cargos y prebendas (aunque procu-raba guardar en él un mínimo de equidad entre todas las fracciones fusionistas, necesa-rio para evitar descontentos y disidencias), y consintió toda clase de abusos administra-tivos por parte de sus subordinados mientras no afectaran a la popularidad y solidez delgabinete. A diferencia de Cánovas, que tendía a constreñir la actuación de sus ministrosdentro de los estrechos límites marcados por el programa de gobierno, Práxedes dejó ha-bitualmente un amplio margen de discrecionalidad a la gestión ministerial al limitarse aestablecer unas pautas generales y unos contenidos mínimos, fuera de los cuales existíalibertad para desarrollar un programa propio. Esto ocasionó a menudo sorprendentescontradicciones en la trayectoria de un mismo Ministerio, y provocó que se hablase de“independencia ministerial” en sus gabinetes. El Presidente tan sólo intervenía si algu-no de sus subordinados se empeñaba en sacar adelante una medida polémica que cho-caba con la resistencia de sus compañeros o malquistaba al Gobierno con el soberano yla opinión pública. Sagasta buscaba entonces una transacción o la simple retirada delproyecto, y si el ministro no cedía forzaba su dimisión con la mayor sutileza posible35.

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34. En el gabinete de febrero de 1881 había dos centralistas (Alonso Martínez y Vega de Armijo), dos cam-pistas (Francisco de Paula Pavía y el propio Martínez Campos) y cuatro constitucionales (Camacho, VenancioGonzález, León y Castillo y Albareda). La polémica entre el Gobierno y los comités constitucionales se cen-tró en la designación de los candidatos a las elecciones municipales -y por derivación de los futuros candida-tos a Cortes-, que ambas partes reclamaron como competencia propia. Véase la exposición de las diferentesposturas en El Imparcial, La Iberia y El Correo, 8 a 12-IV-1881.

35. Ejemplos paradigmáticos de este estilo de gobierno fueron los de los ministros Camacho (Hacienda)y Cassola (Guerra). Sus respectivos programas de reformas hacendísticas y militares chocaron con interesesprivados y corporativos tan fuertes, y sobre todo con una oposición política tan general, que sin desautorizarsu gestión ni renunciar abiertamente a sus proyectos Sagasta forzó su salida del Ministerio a costa de sufrir enadelante su disidencia. La consecuencia principal de esta manera de entender la gestión de los asuntos públi-cos fue la incapacidad de los gabinetes sagastinos para ejecutar reformas de gran calado (saneamiento hacen-dístico y presupuestario, purificación y democratización real del sistema representativo...), que eran impres-cindibles para modernizar el país, lo que no impide reconocer que ni las limitaciones del parlamentarismorestaurador ni la modestia de los recursos con que contaba el Estado facilitaban una labor de tal envergadura,que tampoco los conservadores fueron capaces de llevar a cabo.

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Era en los casos en que alguna disidencia amenazaba la unidad del partido o su propiajefatura cuando aparecía el Sagasta más autoritario e inflexible, capaz de recurrir a unaoratoria violenta e implacable y a su magistral capacidad de intriga con tal de derrotar aquien le desafiase. Como supo captar con algo de exageración Antonio Maura, el rioja-no pertenencía a la clase de políticos para quienes “toda la vida pública se cifra y com-pendia en la perenne porfía por alcanzar la dominación o retenerla”36.

Más aún, si analizamos en profundidad la vida y organización interna del PartidoConstitucional primero, y del liberalismo fusionista más tarde, llegamos a una conclu-sión significativa. Si bien desde el principio su grado de democratización interna fuebastante escaso (como era de esperar en un “partido de cuadros” como los de la época,en los que los comités apenas tenían capacidad decisoria frente a los grandes notablesnacionales), a medida que se fue asentando la jefatura de Sagasta y el liberalismo di-nástico se convirtió en un partido de gobierno el poder se concentró cada vez más en suelite dirigente, y sobre todo en el propio político riojano. Sagasta tendió progresivamen-te a decidir por sí mismo en las cuestiones más importantes para el futuro de su partido(la fusión de primavera de 1880, el acuerdo en octubre de 1883 con Posada Herrera y laIzquierda Dinástica para dar paso a un Ministerio de conciliación encabezado poraquel...), discutiéndolas si acaso con sus lugartenientes más influyentes, aunque en másde ocasión se remitiese a una posterior ratificación por los comités que no pasó de serun trámite resuelto por unanimidad y sin un debate interno real.

Esta especie de despotismo -así lo calificaron ya los constitucionales disidentes aliniciarse la Restauración- terminó por crearle serios conflictos a partir del verano de1882. Los numerosos descontentos que había generado su política en exceso templadase unieron entonces a los grupos procedentes del radicalismo que estaban ingresando enla Monarquía esperanzados por las muestras de apertura que había dado el joven AlfonsoXII, y encabezados todos ellos por el duque de la Torre formaron la Izquierda Dinástica.La nueva agrupación no tardó en mostrar su vocación de convertirse en el partido quedebía aglutinar al liberalismo monárquico, y apuntó a la jefatura de Sagasta como elprincipal obstáculo para convertir en leyes las conquistas políticas del Sexenio.

El líder fusionista no estaba dispuesto a asumir las reformas políticas que le exigíanlos antiguos demócratas enrolados en la Izquierda, toda vez que con ellas quebraba su es-trategia de converger con el liberalismo conservador de Cánovas en un espacio políticocomún que le aseguraría la confianza de la Corona y la lealtad de sus adversarios, evi-tando la recaída en el exclusivismo cainita que hasta entonces había frustrado todas lasexperiencias de gobierno liberales. Por otra parte el riojano era consciente de que, a pe-sar de su reconocida voluntad de conciliar a los demócratas con la Corona, Alfonso XIIno estaba dispuesto a sancionar unas reformas que de ser aplicadas supondrían sensiblesrecortes a sus poderes y el peligro de quedar a merced del Parlamento37. Y menos aún iba

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36. A. Maura, “Apartamiento de Sagasta” (notas manuscritas), s. f., Archivo Maura, leg. 341 (2)/2, Madrid.

37. Como ocurría con la reposición de la Constitución de 1869 (especialmente sus artículos 110 a 112,que abrían la puerta a un cambio institucional al margen del consentimiento regio), que solicitaban sectoresdestacados de la Izquierda. Véanse a este respecto los debates que sostuvieron Sagasta y otros diputados fu-sionistas con los principales notables izquierdistas en julio de 1883. DSC, leg. 1882-3, 9 a 12-VII-1883.

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a consentirlas una derecha fusionista -el antiguo Centro de Alonso Martínez y el grupode ex-moderados y militares campistas- que amagaba con aliarse a los conservadores siSagasta se echaba en brazos de la Izquierda.

El veterano político de Torrecilla tenía bien presente que su jefatura se sustentaba en laposición integradora y central que había sabido adoptar dentro del campo liberal, en la ca-pacidad para conciliar a sus heterogéneas y enfrentadas fracciones. Lo último que deseabaera perderla por abandonar la línea de prudencia y moderación que tan buenos réditos le es-taba proporcionando, a cambio de asegurarse el apoyo de unas demócratas cuya fiabilidady sentido de gobierno habían quedado en entredicho durante el Sexenio y que por añadidu-ra estaban sirviendo a Cánovas de ariete para derribar la situación liberal. El problema re-sidía en que tras el desgaste inevitable de dos años de gobierno, acentuado por recientes ygraves errores como la imprevisión mostrada en los pronunciamientos republicanos deagosto de 1883 o el conflictivo viaje del monarca por Centroeuropa y Francia38, una porciónimportante de los antiguos constitucionales había ingresado en la Izquierda o amenazabacon sumarse a ella si Práxedes no era capaz de deshacerse de la tutela de los centralistas yacometer de una vez por todas las reformas que había prometido en la oposición.

Sagasta supo dar en aquellas difíciles circunstancias toda una lección de oportunis-mo y flexibilidad política, pero a la vez mostró su cara más oscura de político intrigan-te y maniobrero para imponerse a sus rivales. El líder liberal aprovechó las divisiones in-ternas y la insuficiente fuerza que mostró la Izquierda para alcanzar el poder por sí sola,de modo que cuando la situación de su gabinete se hizo insostenible dimitió airosamen-te y se avino a aceptar un Ministerio de conciliación con ella encabezado por alguien tanpoco amigo de radicalismos como Posada Herrera. Se evitaba así la subida a laPresidencia de alguno de los líderes izquierdistas de más peso -Serrano o Martos-, puesesto implicaba el probable cuestionamiento de su jefatura de las fuerzas liberales, y depaso se creaba un Gobierno forzosamente dependiente del apoyo de la mayoría parla-mentaria, que Sagasta podría controlar desde la estratégica Presidencia del Congreso quese le ofreció. Con todo el riojano sólo dio vagas seguridades de que aceptaría una ver-sión recortada de los conflictivos proyectos que deseaba sacar adelante el nuevoMinisterio (básicamente la reposición del sufragio universal masculino en las eleccionesgenerales y la reforma de la Constitución para consignar en ella los principios delSexenio), aunque a nadie escapaba que comprometerse a apoyar un gabinete de este ca-riz debía implicar transigir en la aplicación de tales medidas39.

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38. Sobre el uso de la Izquierda por Cánovas para debilitar al Gobierno, véase LARIO, ob. cit., pp. 166-9. Los pronunciamientos republicanos de Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y la Seo de Urgel sorpren-dieron a los ministros en plenas vacaciones (Sagasta se hallaba tomando las aguas en el extranjero). A pesarde su nula efectividad terminaron de quebrantar a un Gobierno muy desgastado. Tras visitar Austria-Hugría yAlemania, donde el kayser le nombró coronel de un regimiento de hulanos, Alfonso XII fue abucheado al lle-gar a París. Su desacuerdo con Vega de Armijo, que quiso amagar una ruptura con la nación vecina de rela-ciones de imprevisibles consecuencias, no tardó en provocar la dimisión de éste y la crisis total del gabinete.

39. El embajador francés revelaba en sus informes que Sagasta desde el primer momento había prometi-do apoyo a Posada, pero con “ciertas reservas sobre el programa del nuevo Ministerio”. Des Michels aChallemel-Lacour, 14-X-1883, Archive du Ministère des Affaires Étrangères, Correspondance Politique,Espagne, vol. 903/55. Morier reducía poco después el pacto a “un simulacro de acuerdo” en el que cada par-tido se esforzaba por comprometer al otro con su propia interpretación de lo que el otro había prometido ha-cer. Morier a Granville, 15-XI-1883, PRO. FO. 72/1646, nº 172.

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Ni el grueso de la Izquierda se allanó a la política gradual que exigía Sagasta, ni ésteconsintió con su benevolencia lo que interpretaba como un desafío a su jefatura al parque una política peligrosa para la frágil estabilidad del sistema. Por ello Práxedes nodudó en derribar el gabinete Posada lanzando a la mayoría parlamentaria al combate enla discusión del proyecto de contestación al mensaje de la Corona, en cuyo texto los mi-nistros izquierdistas habían terminado por imponer sus opiniones sobre la urgencia y elalcance de las reformas. La caída del Ministerio en enero de 1884 supuso un golpe de-finitivo a las aspiraciones de esta fuerza política de formar el verdadero partido liberalde la Restauración. Ni Cánovas ni Sagasta estuvieron en el fondo dispuestos a consentirun tercer partido que hacía inviable el sistema de alternancia periódica diseñado para es-tabilizar la Monarquía y contentar a todos los políticos dinásticos. Todo lo más el líderfusionista reservaba para las fracciones liberales más avanzadas el papel de vanguardiade sus Gobiernos, a los que, como sucedía con sus homólogos en Italia o Inglaterra, de-bían ayudar a liberalizar el sistema sin radicalismos ni estridencias40.

Teniendo esto en cuenta, y conocido su pragmatismo y capacidad de adaptación alas circunstancias, no debe extrañar que Sagasta pasase a propiciar la fusión que todosansiaban en cuanto comprobó que la amenaza de la Izquierda a su jefatura se había es-fumado. A tal fin concertó una coalición electoral -en este caso para las elecciones mu-nicipales de primavera de 1885- que al igual que ocurrió en 1879 fue el preludio de launión de diferentes agrupaciones liberales en el definitivo Partido Liberal Dinástico. Enél Sagasta se aseguraba desde el principio una posición hegemónica que nunca abando-naría.

Aunque no le faltaron tentaciones de recaer en actitudes maximalistas (y el com-portamiento del nuevo partido ante el conflicto de las Carolinas, o su amenaza de cons-pirar contra el Gobierno canovista que sucedió al de Posada son buenas muestras deello), la prematura muerte del soberano y la necesidad de apuntalar una Monarquía quequedaba en manos de una viuda extranjera e inexperta y de un heredero aún non natollevaron a Sagasta y al grueso del liberalismo dinástico a pactar con Cánovas una treguapolítica y un cambio de Gobierno con el firme compromiso de permanecer leales al sis-tema. Si bien el mal llamado Pacto del Pardo (Varela Ortega, de hecho, prefiere definir-lo con mayor propiedad como la “tregua del Pardo”) no fue un simple reparto del poderque implicaba la alternancia periódica de ambos partidos, como a menudo se ha dicho,es indudable que propició que el “turno pacífico” funcionase sin mayores percances has-ta la mayoría de edad de Alfonso XIII41.

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40. Sagasta había declarado que cuando la democracia creyera “que la Monarquía es un poder que tienepor sí vida propia [...] podr[í]a sola formar Gobierno”, pero mientras debía limitarse “como sucede en otrospaíses, á ser auxiliares de los partidos liberales [...], a gobernar con ellos”. DSC, leg. 1882-3, 23-XII-1882,p. 371. Al insistir el dictamen de la comisión en la urgencia de aprobar la universalización del sufragio y re-visar el texto constitucional, sus miembros sagastinos presentaron un voto particular que eliminaba ambas re-formas (tan sólo consignaba una difusa reforma electoral que aplazaba para más adelante, y proponía leyes or-gánicas como alternativa a la revisión de la Constitución). Se suscitó de inmediato un agrio debate entre losfusionistas y la Izquierda que decantaron hacia los primeros los votos de la mayoría sagastina tras dos sema-nas de discusiones. DSC, leg. 1883-4, 2 y 3-I-1884, Apéndices 3 y 1 respectivamente, y 4-I-1884 y ss.

41. DARDÉ MORALES, C. y VARELA ORTEGA, J., “El Gobierno de los liberales”, en JOVER, J. Mª.(dir.), Historia de España fundada por R. Menéndez Pidal, XXXVI, vol. I, Espasa, Madrid, 2000, p. 368.

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Sagasta supo explotar en aquel momento la benevolencia general y la buena relaciónpersonal que pronto entabló con la Regente para llevar a cabo el período de gobierno máslargo y fructífero de toda la Restauración. El “Parlamento largo” afianzó definitivamentesu liderazgo a pesar de los sucesivos desafíos que los numerosos disidentes de su políti-ca le plantearon, y recuperó, al menos sobre el papel, todo el programa clásico de refor-mas políticas que habían sustentado los partidos herederos del progresismo histórico (jui-cio por jurado, ley de asociaciones, código civil y de comercio, mayores facilidades parael matrimonio civil...), coronadas por un sufragio universal masculino que tanto conser-vadores como liberales se encargaron de desvirtuar en la práctica.

Ligado por la lealtad y el afecto más sincero a la Regente, Sagasta se convirtió enaquel período en un político dinástico en el pleno sentido de la palabra. De hecho el pró-cer fusionista interiorizó de tal modo el respeto a los principios fundamentales del régi-men que nunca más volvió a recurrir a la amenaza de insurrección ni a pactar con los re-publicanos para expulsar a los conservadores del poder, y no persiguió su fragmentacióninterna para inutilizarles como alternativa de gobierno. Antes bien lamentó esta últimaposibilidad por ser “un mal para la Monarquía y aun para el Partido Liberal, que nogana[ba] nada con no tener enfrente un adversario poderoso y siempre en aptitud de re-empazarle en el poder”42. Nada de esto impedía que el riojano considerase a su partidola columna vertebral del régimen, el verdadero representante de las reivindicaciones po-pulares, y por ello el más apto para ocupar el Gobierno. Sagasta prolongó todo lo posi-ble siempre que pudo su estancia en el poder -lo que despertó en los conservadores el te-mor a verse excluidos sine die de él-, y con este fin empleó la táctica muy criticada depresentar las inevitables crisis de Gobierno ocasionadas por disidencias de fraccionesadictas como simples cuestiones internas del partido que no entrañaban un problema po-lítico serio. El resultado era escamotear su propia dimisión e impedir a la Corona el ejer-cicio sin cortapisas de sus prerrogativas. Únicamente cuando sobrevenía un conflictoinstitucional o si la exasperación de los conservadores en la oposición hacía peligrar suexistencia como partido y les inclinaba a procedimientos expeditivos, como ocurrió enverano de 1890 en la llamada “crisis del hambre”, la Regente se decidía a intervenir yrelevar al riojano del poder, sin que por ello disminuyera el monarquismo de éste43.

Sagasta demostró por otra parte ser un maestro en la negociación entre las heterogé-neas y ambiciosas fracciones liberales, a las que a menudo logró neutralizar enfrentandoentre sí sus respectivas aspiraciones. El problema residió en que el desgaste constante queesto suponía y su intrínseca propensión a suprimir los puntos más polémicos de sus re-formas terminaron por convertirle en un gobernante inclinado a la dilación de los con-flictos y el mantenimiento del statu quo a cualquier precio, incapaz de acometer como ya

LA REVOLUCIÓN ENTRA EN PALACIO. EL LIBERALISMO DINÁSTICO DE SAGASTA (1875-1903)

42. Sagasta a Fernando León y Castillo, s. f. Archivo León y Castillo, 15/1719. Archivo HistóricoProvincial de Las Palmas (Gran Canaria).

43. Parece ser que ya en la crisis de octubre del 83 Sagasta inició la práctica de presentar la dimisión de sus ministros sin añadir la suya propia, pero el Rey le puso entonces como condición formar un gabinete deconciliación con la Izquierda que de antemano sabía que era imposible, por la negativa de ésta a prestarle mi-nistros. LARIO, ob. cit., p. 173. DSC, leg. 1882-3, 10-I-1883, p. 387. Por mediación del conde de XiquenaSagasta se apresuró a agradecer a M.ª Cristina sus explicaciones por la sorprendente crisis de julio de 1890, rei-terándole “su lealtad e inquebrantable adhesión” junto al propósito de “calmar la agitación” que había creadoen muchos correligionarios. Xiquena a M.ª Cristina, 8-VII-1890, AGP, cajón 5/41, II.

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ha dicho una transformación en profundidad de las estructuras del sistema cuando loscambios sociales empezaron a exigirlo a fines de siglo. El “viejo pastor” terminó por per-sonificar el pragmatismo e incluso la hipocresía de una Restauración que proclamaba suvoluntad de modernizar España haciendo partícipes de su desarrollo a todos los sectoressociales, cuando el principal objetivo que en la práctica guiaba su actuación no era otroque garantizar el funcionamiento de un sistema beneficioso para la clase política dinásti-ca y asegurarse el disfrute periódico del poder y sus prebendas44. Por otra parte tal fue lapostura de la generalidad de notables coetáneos, incluyendo a un Cánovas que en más deuna ocasión se dejó llevar por sus ambiciones antes que por las necesidades del país.

3. LA IMPOSIBLE HERENCIA DE UN POLÍTICO “DE RAZA” (1890-1903)

Sagasta puede ser calificado con plena justicia como el hombre de la Regencia,pues no en vano fue el político que más tiempo permaneció al frente del Gobierno (in-cluyendo sus complejas etapas inicial y final, así como la coyuntura crítica del 98),quien mantuvo una relación más estrecha y cordial con la Reina M.ª Cristina, y sobretodo el dirigente que llegó a alcanzar un grado mayor de popularidad en este período.Paradógicamente el político de Torrecilla se mostró incapaz de dar remate a su obra degobierno en dos aspectos de suficiente envergadura como para ensombrecer su legado.Por una parte el líder liberal no quiso o no pudo conseguir que muchas de las reformasque había legislado pasaran de la letra impresa de la Gaceta a la realidad. Durante susetapas de gobierno la Administración municipal y provincial continuó siendo terrenoabonado para la dominación caciquil y el tráfico de favores personales, la justicia care-ció de un grado aceptable de independencia respecto al Ejecutivo, y la Ley electoral quereintrodujo el sufragio universal masculino no conllevó una mayor limpieza y sinceri-dad en el sistema representativo, que en la práctica siguió dependiendo de la voluntaddel Gobierno de turno. Todo ello no impidió que tras la aprobación de esta ley Sagastaconsiderase completo el programa de reformas políticas que había constituido el credodel liberalismo de herencia progresista y tornase su atención a los problemas económi-cos y sociales. Estos se convirtieron en los auténticos protagonistas de una década queademás del desastre colonial estuvo marcada por la crisis económica y el agravamientode la llamada “cuestión social”, que trajo consigo una progresiva toma de conciencia desus derechos por las cada vez más numerosas capas de proletarios y jornaleros en elseno del incipiente movimiento socialista, así como el despertar de la “acción directa”anarquista.

Excesivamente apegado a su liberalismo manchesteriano, Sagasta nunca se carac-terizó por una excesiva sensibilidad hacia la intervención estatal en este campo, que de-jaba al arbitrio de la caridad, y en general a una beneficencia en manos de organiza-ciones católicas e iniciativas personales. El riojano siempre tendió a confiar la mejorade las condiciones de vida de los sectores más humildes al propio desarrollo y bienes-tar general de la nación, pero al menos en este período final de su vida asumió un tí-mido programa de legislación social que luego apenas materializó en realizaciones

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44. VARELA ORTEGA, J., “De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923”, en FORNER, S.(coord.), Democracia, elecciones y modernización en Europa, Cátedra, Madrid, 1997, pp., 129-201, 156.

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prácticas45. Algo similar puede decirse de sus constantes promesas de economías pre-supuestarias, primer paso para poder llevar a cabo la política de fomento de los intere-ses materiales del país que ya antes del 98 impregnó su discurso. Las dificultades e im-popularidad intrínsecas a muchas de estas reformas, pero sobre todo los sacrificios entérminos de eficacia legislativa que imponía su táctica de mantener a cualquier coste laconciliación entre las fracciones liberales, se conjugaron con su propia tendencia inna-ta a rehuir la ejecución de medidas conflictivas e impidieron que la situación de laHacienda Pública mejorase durante sus últimos mandatos.

Si los años ochenta suelen ser presentados por la historiografía como la edad do-rada de Sagasta, en el sentido de que tuvieron lugar entonces sus etapas más fructíferasde gobierno y se renovó el edificio jurídico-institucional canovista con toda una bateríade leyes y decretos liberalizadores que recuperaban en buena parte las conquistas delSexenio, a nuestro juicio el momento cumbre -por crucial- de su trayectoria sobrevinoal iniciarse la década de los noventa. Llegaba entonces la hora de demostrar que su pro-clamada voluntad de liberalizar el régimen y purificarlo de sus vicios era algo más quehuera retórica. Así como el instante de afrontar la solución de nuevos y graves proble-mas (las ya mencionadas crisis económica y social) para los que no valía la política decomponendas y las estrategias dilatorias que a menudo habían caracterizado su gestiónanterior. Sagasta no supo aprovechar en estos años la popularidad y simpatía que le ha-bían proporcionado en amplias capas de la población tanto la legislación del “Gobiernolargo” como su posterior e inesperada caída, suficientes para afrontar con un importan-te plus de legitimidad el saneamiento de un sistema cuyos artificios comenzaban a mos-trar signos de agotamiento. Su excesivo apego a lo que Ortega llamó “vieja política”, yquizá el inicio de su propia decrepitud personal, le impidieron renovar su arsenal teóri-co e instrumental en un grado suficiente para adecuarse a las nuevas necesidades de lostiempos. Como buen pragmático Sagasta había sido perfectamente consciente del paísen que vivía, de mayoría rural y analfabeta, apegada al terruño y poco inclinada a ir másallá de los intereses personales y locales más inmediatos para enzarzarse en discusio-nes ideológicas46. Vacunado de utopías por los excesos del Sexenio Sagasta optó pormantener el statu quo que hábilmente había propiciado Cánovas para ir introduciendocon prudencia en él pequeñas dosis de liberalismo en forma de leyes que recuperabanviejas reivindicaciones progresistas y demócratas, pero que recortó o desvirtuó en supráctica.

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45. Ya en el discurso pronunciado en Santander en septiembre de 1891 Sagasta había prometido reprodu-cir cuando subiera al Gobierno todas las reformas formuladas por la Comisión de Reformas Sociales, aunquea continuación revelaba su verdadera visión del problema al señalar que con una activa política de obras pú-blicas “habremos resuelto la cuestión obrera, en lo relativo al trabajo, por lo menos para quince años”. ElAtlántico de Santander, 22-IX-1891. Nada más firmarse la Paz de París, que certificó el fin de nuestro Imperioultramarino, Sagasta trató de prolongar su estancia en el poder apoyando los proyectos de su ministro RomeroGirón encaminados a regular el trabajo de mujeres y niños, mejorar las condiciones higiénicas y laborales defábricas, industrias y talleres, y crear jurados mixtos para los conflictos entre patronos y obreros. DSC, leg.1898-99, 21-II-1899, Aps. 1-2. La dimisión del gabinete en marzo provocó que fuera el Ministerio conserva-dor de Silvela el primero en aprobar algunas de estas medidas.

46. Lo que le llevó a declarar cuando así le convino que lo que demandaba el país era “que atendamos ála administración, [...] á la Hacienda, [...] á la enseñanza, á la agricultura, al comercio, á las obras públicas, ydejemos los cambios políticos en segundo lugar”. DSC, leg. 1882-3, 9-VII-1883, p. 3860.

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Sería injusto, no obstante, responsabilizarle en exclusiva de la inexistente voluntadde formar ciudadanos que mostró el sistema restaurador, de su despreocupación o inca-pacidad por educar a los españoles y prepararles para ejercer sus derechos, pues la ge-neralidad de la clase política dinástica no fue mucho más allá que él en este sentido, ypor otra parte no era muy diferente la situación del resto de Estados europeos, a excep-ción de contados casos47. Hay que contar además con la excesiva heterogeneidad inter-na del Partido Liberal Dinástico, en el que convivían una cantidad de fracciones y gran-des notables muy superior a la del Conservador, y sobre todo con diferencias ideológicassensiblemente mayores (desde la derecha centralista y los antiguos moderados del con-de de Xiquena a los viejos radicales de Martos, sin olvidar a los republicanos posibilis-tas que en 1893 se sumaron al partido). Todo ello dificultaba sobremanera la adopciónde cualquier medida reformista al ser usual que provocara divergencias de criterio entresus integrantes, más aún si ponía en peligro el acceso a los incentivos selectivos que has-ta entonces se habían revelado básicos para mantener la fidelidad de las clientelas quecomponían a escala local el partido.

Sagasta nunca abandonó por tanto la política de transacciones y aplazamientos queconsideraba imprescindible para mantener unido el puzzle de la fusión liberal, ni pres-cindió por otro lado de los artificios políticos y electorales sobre los que descansaba lamecánica del turno bipartidista, a costa, eso sí, de alimentar una cultura política basadaen la dependencia y la desmovilización que resultaría a la postre un lastre muy pesadopara cualquier intento serio de modernizar el país. Su larga experiencia de gobernante lehabía convertido para entonces en un político calculador y realista, enemigo de las uto-pías y aferrado a unas estrategias cuyos resultados habían sido razonablemente buenospara sus ambiciones personales, y en algunos aspectos para las necesidades del país, loque acentuaba la tentación de por sí atractiva de identificar ambas esferas. Cuesta ima-ginar que al aprobar sus principales reformas Sagasta pretendiese realmente transformarde arriba abajo la estructura de un régimen en el que se encontraba tan cómodo paraadaptarlo a unas supuestas exigencias de representación popular que desde su interesa-da óptica de gobernante consideraba insuficientes y prematuras, y por ende peligrosaspara la estabilidad el sistema.

Sus conflictos con el Gobierno de Cánovas en la Junta Central del Censo (donde losliberales disfrutaron en un principio de mayoría numérica) y sus posteriores alegatos enpro de la limpieza electoral cuando se discutieron las actas de los comicios generales de1891 no pasaron de ser así una pose retórica que no tardó en caer en el olvido cuando elpéndulo del poder retornó a sus manos a fines de 1892. Hasta entonces Sagasta se habíarefugiado durante una larga temporada en una reserva y abstención políticas que termi-naron por ser usuales en las situaciones de gobierno conservador de esta década final desu vida, y que tan sólo abandonó cuando las ambiciones e impaciencias de los suyos lle-gaban a tal punto que exigían de él el retorno al combate de oposición. Entre tanto el

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47. A fines de siglo Giner se preguntaba ácidamente sobre el criterio de los liberales acerca del lamenta-ble estado de “la educación nacional, la real y verdadera, no la que sirve de pretexto para los concursos de re-tórica en la comedia parlamentaria”. “La crisis de los partidos liberales” (1898), en GINER DE LOS RÍOS,F., Ensayos, Alianza, Madrid, 1969. Sobre la relativa normalidad española en el contexto finisecular, sin negarpor ello su atraso comparativo respecto a la Europa más desarrollada, véase FUSI, J. P. y PALAFOX, J.,España 1808-1996: El desafío de la modernidad, Espasa, Madrid, 1997, p. 164-8.

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prócer liberal analizaba desde la distancia la evolución de los acontecimientos en espe-ra de que llegara su ocasión, y se dedicaba a efectuar viajes estivales por diversas pro-vincias que le servían para darse baños de multitudes y captar nuevos prosélitos. Paraello exponía en sus discursos un programa pretendidamente renovador centrado en el sa-neamiento económico y administrativo, que sometido a un análisis en profundidad que-da reducido a unas cuantas declaraciones voluntaristas sin plasmación posterior en lapráctica48.

En efecto, en sus Gobiernos postreros Sagasta desaprovechó el potencial reformis-ta de sus ministros más capaces (la meditada descentralización administrativa enUltramar que planteó Maura, los proyectos hacendísticos de Gamazo o las medidas so-ciales de Canalejas) y terminó por lanzarles a la disidencia, dejándoles desgastarse ensolitario contra la viva oposición que despertaron tales medidas incluso en sus propiosgabinetes, para propiciar su caída cuando estos conflictos amenazaron el siempre preca-rio equilibrio de fuerzas del partido. En plena decadencia personal y política el notablede Torrecilla acentuó en aquellos años sus peores defectos: la propensión al aplaza-miento e inactividad legislativa, la independencia ministerial que derivaba en ocasionesen la anarquía, y su obsesión por mantener el poder a toda costa, al precio de caer encontradicciones evidentes. De este modo Sagasta buscó la alianza con Romero Robledo(arquetipo de la política caciquil y oligárquica) mientras adoptaba un lenguaje regene-racionista con el que pretendía retornar al poder, y levantó la bandera de un anticlerica-lismo renovado al par que negociaba en privado con la Santa Sede unas condiciones cal-culadas para no molestarla49. El coste fue una impopularidad creciente, que no obstanteni siquiera su papel en el desastre del 98 hizo definitiva.

Pero lo más grave fue que el propio Sagasta no supo ver que había llegado la horadel relevo, el momento de dar paso a una promoción de dirigentes más jóvenes y mejorpreparados para la política que exigían los nuevos tiempos y que hasta entonces se ha-bían visto bloqueados en su carrera por la primera generación restauradora. El apego dePráxedes a la jefatura, tan propio de un político de vocación que no sabía vivir sin las re-friegas oratorias en el Parlamento50, y las maniobras “de salón” que prodigó con el res-to de prohombres del régimen, impidieron no sólo que dejara el bastón de mando del li-beralismo mientras le quedó aliento para portarlo, sino que preparara siquiera suherencia designando sucesor en vida. La incertidumbre que esto produjo fue decisivapara avivar las luchas que estallaron ya en aquellos años entre los candidatos a suceder-

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48. Véase por ejemplo su discurso ya citado de Santander, reproducido en El Atlántico, 22-IX-1891. Nadamás dimitir en julio de 1890 Sagasta inició una serie de exitosos viajes por provincias norteñas (Bilbao,Zaragoza, Barcelona) que repitió en veranos sucesivos (Santander en 1891, Asturias en 1892).

49. Sobre las limitaciones del anticlericalismo de Sagasta debe consultarse la obra del conde de ROMA-NONES, Notas de una vida (1868-1901), Madrid, 1928, p. 262. Los mejores análisis de la agitación anticle-rical de fines de siglo siguen siendo los trabajos de FORNER, S., Canalejas y el Partido Liberal-Democrático,(1901-1910), Madrid, Cátedra, 1987, pp. 79 y ss. y ROMERO MAURA, J. La “Rosa de fuego.La política de los obreros barceloneses entre el desastre colonial y la Semana Trágica, 1899-1909, Barcelona,1975.

50. “Puede decirse que la Cámara es para Sagasta lo que el teatro es para el actor. Sagasta no puede vivirsin las Cortes y sin la actividad parlamentaria”. Manuscrito de un artículo de la Gaceta de Colonia (1898),obra quizá de Vega de Armijo. Archivo del marqués de la Vega de Armijo, (AMVA) 1-15, Pontevedra.

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le al frente del partido (Moret, Montero Ríos, Canalejas y Vega de Armijo), que a sumuerte se desangró en un rosario de conflictos, disidencias y crisis que terminaron dedesprestigiarlo ante la opinión del país. Tan sólo cuando la amarga crisis económica y lagravedad de la nueva guerra colonial que estalló en Cuba ensombrecieron con negros tin-tes el horizonte del final de la Regencia, Sagasta se resistió a aceptar un poder que has-ta entonces nunca había desdeñado51. Pero el asesinato de Cánovas y la consecuente cri-sis sucesoria abierta en el Partido Conservador le obligaron a asumir la responsabilidadde gobernar con la amenaza de un conflicto con los Estados Unidos que ya se presentíainminente.

Reapareció entonces el político “de las horas difíciles”. A partir de octubre de1897 Sagasta trató de recuperar el largo tiempo perdido en Cuba aplicando con dili-gencia las reformas coloniales que en su día él mismo había ayudado a aplazar. El rá-pido fracaso de esta política de paz por la intransigencia de unos Estados Unidos lan-zados ya a la guerra le obligó a tener que afrontar el “terrible” dilema de “enfrentarsecon el ejército norteamericano para defender lo indefendible, o hacerlo con el propio,arriesgando lo intocable”52. Los temores a un golpe militar decantaron la solución dellado de la guerra.

El “viejo pastor” debió por tanto asumir casi en solitario las consecuencias de lle-var a la nación a una derrota segura, cediendo ante una opinión pública en la que la pren-sa había alimentado vanas fantasías quijotescas de recuperar la grandeza perdida.Sagasta se convirtió en definitiva, y con la interesada aquiescencia de los conservadores,en el gobernante del desastre, el “chivo expiatorio” al que se volvieron todas las mira-das exigiendo responsabilidades cuando sobrevino la derrota53. Su habilidad para salir delos trances más difíciles le salvó de ser alcanzado por éstas, aunque bien es cierto quecasi nadie tuvo autoridad moral para exigirlas entre la generalidad de la clase política di-nástica y los altos mandos del ejército.

Las angustias sufridas durante los largos meses de la guerra y las posteriores nego-ciaciones de paz quebrantaron definitivamente las energías del gobernante liberal, aun-que no le impidieron conservar la suficiente astucia para sumarse a la retórica regenera-cionista y los aires de cambio que dominaron la política española tras el desastre. Esosí, en su caso se trató más bien de un regeneracionismo “de ocasión”, que tomó presta-do del programa que elaboraron los movimientos de comerciantes y productores prontoagrupados en la Unión Nacional de Basilio Paraíso, como bien se demostró cuando lasvacilaciones y yerros de Silvela le dejaron de nuevo el paso franco al poder. De estemodo, tanto la legislación anticlerical como las reformas sociales que pactó conCanalejas en marzo de 1902 no pasaron de ser otras de las muchas promesas incumpli-das por su política de componendas y aplazamientos.

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51. Sagasta se resistía en 1897 a asumir el poder por creer que se imponía una paz cuyo coste político se-ría muy grave: “el Gobierno que la pacte caerá desacreditado y hecho pedazos, y [...] sería un mal gravísimoque esto le aconteciera á nuestro partido”. Romanones a Vega de Armijo, 4-I-1897, AMVA Solla 168-12.

52. La acertada expresión fue acuñada por el fallecido CEPEDA ADÁN, J., ob. cit. La cita, en VARELAORTEGA, J., “La España política de fin de siglo”, Revista de Occidente, 202-3, marzo 1998, pp. 67-68.

53. OLLERO, J. L., “De ‘viejo pastor’ a ‘chivo expiatorio’: Sagasta y el 98”, Berceo, 135, 1998, pp. 25-37.

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Sagasta había logrado convertirse finalmente en una especie de ruina venerable queni la Regente ni el joven Rey se decidían a jubilar por falta de recambios54; el gobernan-te insustituible que iba a presidir el inicio del nuevo reinado sin variar un ápice los usospolíticos que había puesto en práctica durante más de un cuarto de siglo. El precio fuedilapidar las escasas esperanzas que aún se cifraban en el potencial reformista delPartido Liberal, que terminó por ser identificado con los peores ingredientes de la polí-tica oligárquica y caciquil. Tan sólo Canalejas logró recuperar años más tarde parte dela autoridad y el prestigio que había disfrutado Sagasta en sus mejores tiempos, pero sutrágica y prematura muerte frustró el intento más plausible de modernizar el liberalismomonárquico convirtiéndolo en una ideología abierta a las masas que habían irrumpidodefinitivamente en el panorama político, y que no tardarían en erigirse como sus nuevosprotagonistas.

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54. Por boca de su fiel Alfonso de Aguilar, M.ª Cristina respondía al obispo Cascajares: “habla V. E. denuevo partido, de gente nueva, poniendo de lado a Sagasta y a Silvela como fracasado el uno e imposibilitadoel otro por sus muchos y antiguos compromisos. Ésta es una verdad innegable, pero ¿dónde está ese nuevo par-tido, esa gente nueva?”. Alfonso de Aguilar a Cascajares, 25-XI-1898, AGP, cajón 9/10.