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LA SITUACIÓN DE LA ESPERANZA AL FINAL DEL SIGLO Agnes Heller En los albores de la era moderna, la esperanza se hundió hasta llegar al punto más bajo de su prestigio y, sobre ella, Spinoza pronunció el veredicto del racionalismo clásico, excluyendo toda apelación. La esperanza es anterior al conocimiento, el marco mental de los «aún no conscientes», un producto de la imaginación, no un producto de la razón. 1 Mientras que en los tiempos cristianos la esperanza había sido estimada como un sentimiento moral bien fundado en virtud de ser la confianza de la creatura en la buena nueva, en nuestra prometida salvación, en una promesa que no podía decepcionarnos, 2 en la posterior era del racionalismo la esperanza ya no era una portadora de certidumbre. Ante el tribunal de la ratio se demostró que era culpable de incoherencia, de ser cobarde, de asustarse y negar la realidad cuyo conocimiento es lo único que puede otorgarnos certidumbre; finalmente, se demostró que era culpable de ser «simplemente subjetiva». La polémica fue a la vez de naturaleza epistemológica y ética. También se invocó contra la esperanza la muy antigua máxima de los estoicos y los epicúreos, la máxima de rechazar la sombra proyectada por la Tomado del libro Péndulo de la modernidad, editorial Península, Barcelona 2000. 1 Baruch SPINOZA, Ethics. 2 Véase la mejor caracterización de la interpretación de san Pablo del papel de la Esperanza en la vida cristiana en Rudolf BULTMANN, Theology afilie New Testament, Lonches, 1952, pp. 320- 323. 1

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LA SITUACIÓN DE LA ESPERANZA AL FINAL DEL SIGLO

Agnes Heller

En los albores de la era moderna, la esperanza se hundió hasta llegar al punto más bajo de

su prestigio y, sobre ella, Spinoza pronunció el veredicto del racionalismo clásico,

excluyendo toda apelación. La esperanza es anterior al conocimiento, el marco mental de

los «aún no conscientes», un producto de la imaginación, no un producto de la razón.1

Mientras que en los tiempos cristianos la esperanza había sido estimada como un

sentimiento moral bien fundado en virtud de ser la confianza de la creatura en la buena

nueva, en nuestra prometida salvación, en una promesa que no podía decepcionarnos,2 en la

posterior era del racionalismo la esperanza ya no era una portadora de certidumbre. Ante el

tribunal de la ratio se demostró que era culpable de incoherencia, de ser cobarde, de

asustarse y negar la realidad cuyo conocimiento es lo único que puede otorgarnos

certidumbre; finalmente, se demostró que era culpable de ser «simplemente subjetiva». La

polémica fue a la vez de naturaleza epistemológica y ética. También se invocó contra la

esperanza la muy antigua máxima de los estoicos y los epicúreos, la máxima de rechazar la

sombra proyectada por la muerte, la del carpe diem. Como bien había previsto el

racionalismo, la esperanza había sido emparejada normalmente con el miedo; sin embargo,

el miedo no era considerado únicamente cobarde, sino también como un estado en el que el

uso de nuestras facultades racionales estaba limitado. Mientras sintamos miedo y esperanza

no podemos conocer ―se suponía― porque estamos cognitivamente paralizados. Mientras

sintamos miedo y esperanza somos esclavos de nuestras pasiones y de nuestra imaginación,

así como de esa autoridad superior que nos ha hecho una promesa y que, a cambio, nos

mantiene en esclavitud. Goethe se sumó alegremente al veredicto de Spinoza, y, en la

segunda parte de Fausto, puso en la picota al miedo y la esperanza.3

Tomado del libro Péndulo de la modernidad, editorial Península, Barcelona 2000.1Baruch SPINOZA, Ethics.2Véase la mejor caracterización de la interpretación de san Pablo del papel de la Esperanza en la vida cristiana en Rudolf BULTMANN, Theology afilie New Testament, Lonches, 1952, pp. 320-323.3Klngheit:

Zwei der groessten Merzschenfeinde, Furcia und Hoffnung, angekettet, Halt ich ab non der Gemeinde; Platz gemacht! ihr seid gerettet.

Johann Wolfgang GOETHE, Fausto, Der Tragoedie Zweiter Teil, en Fuenf Akten, Erster Akt, Weitlaufiger Saal, Berliner Ausgabe, Aufbau Verlag, vol. IV, Dramatische Dichtungen, 1965, p. 327.

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Nadie supo mejor que el más importante filósofo de la esperanza, Ernst Bloch, que en el

fondo de todas las utopías radicales está la esperanza, el impulso subjetivo que nunca

hemos alcanzado. La esperanza, que no era todavía una realidad, a menudo buscaba la

respetabilidad vistiéndose con el ropaje utópico, el disfraz de la realidad más allá de la

realidad. Pero esta antigua historia alcanzó una etapa peculiar en la sociedad moderna, al

aparecer esta sociedad en una forma emancipada después de la Revolución Francesa. El

nuevo mundo era el fruto de la imaginación inventiva, pero estaba dirigido basándose en las

leyes. Sin embargo, entonces las personas vivían encadenadas a las leyes. Muchas de ellas

anhelaban una Atlántida más nueva, que estuviera más allá de las leyes. Lo que ahora les

prometía la esperanza de la utopía radical era una «segunda salvación», no una esperanza

anterior al conocimiento, sino más bien una esperanza por encima del cálculo, la

planificación y las leyes; una esperanza que transcendería una objetividad completamente

dominada.

En este siglo, el debate más significativo entre las filosofías de la esperanza y la

antiesperanza es el encuentro entre Bloch y Heidegger. El dominio completo del futuro o el

«más allá» ha sido abreviado drásticamente en Heidegger a través del énfasis puesto en el

«horizonte». El mundo del «ser-ahí» está situado dentro del horizonte; tener la esperanza de

su trascendencia es un signo de inferioridad. En Heidegger, es la Ensischlossenheit heroica,

herencia de Nietzsche, lo que sustituye a la esperanza. Bloch ofrece una réplica aguda y

sociológicamente injusta a la posición de Heidegger: «Pero, sin embargo, tan sospechosa

como la inmadurez (sentimentalismo) de la función utópica no desarrollada es la estolidez

tan extendida ―y ésta sí, muy madurada― del filisteo a mano, del empírico con telarañas

en los ojos y su ignorancia del mundo; en suma, es la alianza en la que el burgués bien

alimentado y el práctico superficial no sólo han rechazado en globo y de una vez la función

anticipadora, sino que la hacen objeto de desprecio.» Y cita a Heidegger: «En el deseo la

existencia proyecta su ser en posibilidades, que no sólo escapan a la preocupación, sino

cuyo cumplimiento ni siquiera es reflexionado o esperado (!). Al contrario, la preeminencia

del ser anticipado en el modus del mero deseo trae consigo una incomprensión de las

posibilidades del hecho... El desear es una modificación existencial del proyectarse

comprensivamente a sí mismo, de un proyecto que, caído en el abatimiento de la existencia,

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se abandona simplemente a las posibilidades.» Y Bloch añade: «Aplicadas sin más a la

anticipación inmadura estas palabras suenan, sin duda, como las de un eunuco que echara

en cara su impotencia a un Hércules niño... El punto de contacto entre el sueño y la vida -

sin el cual el sueño no es más que utopía abstracta, y la vida sólo trivialidad- se halla en la

capacidad utópica reintegrada a su verdadera dimensión, la cual se halla siempre vinculada

a lo real-posible.»4

El encuentro es, de hecho, un punto muerto. Bloch señala correctamente hacia la

esterilidad del rechazo de Heidegger de la dinámica de la esperanza in toco. El horizonte no

es un firmamento fijo; es desplazado y empujado hacia adelante continuamente, mediante

cada paso que damos, y el impulso esperanzador, a menudo ignorante o desestimador de los

«potenciales objetivos», es una de las principales fuerzas que empujan el horizonte hacia

adelante.5 En esta parte, Heidegger descubriría fácilmente en Bloch los vestigios de la vieja

metafísica. Tras todo el potpourri de sueños, ensueños, proyecciones y fantasmas, en la

filosofía de Bloch se esconde un fantasma metafísico: la Esperanza escrita con mayúscula,

un principio que homogeneiza los actos dispares y dispersos de los anhelos, las esperanzas

y los sueños, a lo largo de la historia.

Al decir esto no tenemos la intención de denigrar la tesis de Bloch. Dimensiones

cruciales de la «filosofía de la praxis» han sido desenterradas por «el principio de la

Esperanza», dimensiones que seguían estando ocultas, e incluso suprimidas, en la versión

más «científica» de esta teoría. La Esperanza está libre del fetichismo de las leyes porque es

un agente marginal y excéntrico. Sin embargo, no es un antípoda de lo consciente. Presiona

incesantemente para hacerse consciente y para manifestarse (y al haber alcanzado su

objetivo contraproducente, pierde su calidad constitutiva). Debido a su marginalidad y a su

carácter aún no-consciente, la Esperanza se puede convertir, más que la «ciencia», en la

guía de la praxis. La Esperanza es menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es

ambivalente, mientras que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en po-

tencia. El superávit de esperanza expresa un aspecto de la racionalidad crucial, y al menos

4Ernst BLOCH, The Principie of Hope, trad. por Neville Plaice, Stephen Plaice & Paul Knight, Cambridge: MIT Press, 1986, vol. 1, pp. 145-146. Para esta cita de Ernst BLOCH, quien a su vez cita a Heidegger, he utilizado la traducción desde el alemán de Felipe González Vicén, El principio esperanza, tomo 1, Aguilar, Madrid, 1977, pp. 134-135. (N. de ta T.)5La reducción de la dinámica esperanzadora por el énfasis de Heidegger sobre el horizonte es un hecho, aunque nunca dejó de recalcar que «todo empieza con el futuro». Es más, Heidegger incluso criticó a Freud por introducir una historia de la psique causal orientada al pasado mientras, según Heidegger, somos un proyecto, es decir, unos seres vinculados al futuro (Zollikon-Serminars).

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racionalmente, nunca completamente explicable: esa circunstancia en la que siempre

abrigamos reservas intelectuales ocultas que no pueden ser entendidas por la razón y que

únicamente pueden ser movilizadas por la esperanza.

La modernidad tardía marcó la pleamar de la esperanza. El modernismo apocalíptico y

redentor, sus visiones del mundo y sus trabajos artísticos, condujeron el concepto

«Esperanza» a la cima de su carrera más reciente. Pero con el posmodernismo esta

dinámica llegó a un estancamiento, y la Esperanza decadente parece haber vuelto a ese

punto del nadir en el que había morado durante la era del racionalismo clásico. El contraste

entre lo moderno y lo posmoderno no es un contraste entre la esperanza y la desesperanza.

Los nichos posmodernos en el mundo moderno no son refugios para las ilusiones perdidas.

Las esperanzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del mismo modo que lo

hicieran anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula, la protagonista metafísica de

Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por muchas razones. Para empezar está relacionada

con una promesa sin la que no es siquiera prerracional; carece de cuerpo, de estructura, de

substancia, es una fantasía vacía. Al mismo tiempo, aquellos que tienen esperanza no

pueden ser la fuente de las promesas de la Esperanza, porque la promesa tiene que darse

desde un punto de Arquímedes, fijo por encima y más allá del dominio humano, para contar

con la más mínima autoridad. Sin embargo, las promesas transcendentes de la esperanza

político-histórica han sido completamente descreditadas en el siglo del Holocausto y el

Gulag.

Segundo, el concepto de la Esperanza unificada, homogeneizando los actos dispares de

deseo, sueño, proyección, imaginación y fantasía, es inseparable de la Historia Universal,

una narrativa que se desmorona frente a nosotros, disolviéndose en una aglomeración de

discursos. La «Esperanza» no es un capataz menos exigente que las «leyes de la Historia»,

porque únicamente se siente realizada y satisfecha con la condición de imprimir su única

marca personal sobre el mundo. Y el mundo de los posmodernos no quiere llevar una sino

varias marcas.

La Esperanza con mayúscula es, en tercer lugar, el principio de la absoluta negación de

todo lo que existe. La Esperanza no puede concertar un compromiso con el orden de las

cosas reinante sin estar comprometida consigo misma, ya que la Esperanza es la

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encarnación de la alteridad. Podemos tener esperanza de pequeñas mejoras en las cosas de

este mundo que nos afectan, pero únicamente actuamos bajo el signo de la Esperanza si

anhelamos un mundo completamente distinto al nuestro. El culto moderno a la Esperanza, a

diferencia de su antecesor cristiano, es un culto radical. Para los posmodernos, sin embargo,

la promesa de la trascendencia absoluta de lo que existe es un salto hacia el abismo, un

compromiso irresponsable sin garantía, un intento de cruzar el horizonte, lo que no podría

ser otra cosa que un acto de locura.

La Esperanza y el Miedo, ambos con mayúscula, han estado tradicionalmente

vinculados el uno con el otro. El Miedo es el horror vacui dentro del mismo síndrome en el

que se encuentra la Esperanza como la promesa de verse cumplida, de llegar a estar

realizada. El Miedo, en un sentido metafísico, es un concepto tan homogeneizado como la

Esperanza: es un concepto que funde todos los miedos particulares que acompañan el

camino de todo el género humano. El nombre filosófico más conocido de este espectro es la

Angst, el fantasma favorito de la generación que precedió a la ola posmodernista.6 La

deliberada variedad filosófica del miedo con Angst conduce a abrazar la Esperanza. Pero el

sentimiento generalizado de los posmodernos es el de volver a casa, más que el de

encontrarse con el mundo completamente desprovisto de sentido (que es el sentimiento par

excellence que nos conduce al Miedo). Dejar de lado el Miedo, el protagonista metafísico

negativo, sugiere también por implicación el rechazo de la Esperanza. En este sentido, lo

mejor es desechar la Esperanza, porque se ha observado continuamente en relación con los

grandes y costosos intentos de trascender el presente en nuestra era que en ellos la

Esperanza y el Miedo se han unido de forma indistinguible, y ambos han demostrado ser

malos consejeros. La Esperanza fomentó experimentos irresponsables sobre seres vivos y

llenos de sufrimientos. El miedo a la libertad, a tener una opinión propia, a encontrar en el

mundo un vacío que deba llenarse con los ingredientes de la acción libre; todos estos

miedos provocan invariablemente una brutalidad desenfrenada que antes destruiría el

mundo que encontrar en él un acomodo sensato.

6Véase la caracterización de la «generación existencialista» así corno el papel de la Angst en sus movimientos culturales en « Existencialism, Alienation, Postmodernism: Cultural Movements as Vehicles of Change in the Patterns of Everyday Life», en Agnes HELLER-Ferenc FEHER, The Postmodern Political Condition, Cambridge-Nueva York: Polity Press-Columbia University Press, 1988.

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¿Puede una cultura sobrevivir sin Esperanza? Con mayor precisión, ¿puede un mundo

existir eternamente y generar energías culturales en las que las esperanzas no estén

respaldadas por una promesa y donde no tengan un carácter político? No hay necesidad de

responder a esta pregunta hipotéticamente; será suficiente referirnos a la cultura clásica

griega para dar una respuesta directa. La edad de oro de la antigua Grecia fue un momento

único en la historia cultural también porque estaba familiarizado con esperanzas y miedos

en plural, como cualquier otro período, pero no con la Esperanza y el Miedo en singular.

Puede excavarse retrospectivamente en esta cultura una era arcaica en la que una gran

Esperanza y un gran Miedo proyectan sus sombras sobre los orígenes helénicos. Pero la

Esperanza alcanzó una realización gloriosa con la ciudad libre de Atenas, con su

constitución y sus ciudadanos, con su filosofía y su tragedia, con la armonía entre el

hombre y los dioses que eran la personificación de la belleza y la medida, así como la fu-

sión de las cualidades humanas y divinas. Al abundar la Esperanza y llegar a su

cumplimiento disminuyó el Miedo a recaer en el mundo animal, el mundo de los brutos,

esclavos y bárbaros, el miedo a la repetición interminable de la loca jarana de la fiesta de

Cronos. La realización y la seguridad interna, en medio de las catástrofes que

permanentemente acontecían, eran el equilibrio que constituía y modelaba el substrato del

mundo griego clásico. Por ello el único filósofo de nuestro tiempo que es totalmente griego,

Cornelius Castoriadis, rechaza tan categóricamente tanto la Esperanza como el Miedo.

Quizá para él éste sea el motivo de que la historia de la filosofía llegue a un fin, y la historia

de la teología racionalizada comience con Platón, en cuyo pensamiento, con la visión de la

era panfiliana, hace ya su aparición una figura de la Esperanza mística, casi precristiana.

La cultura griega clásica fue un universo tan excepcionalmente autosuficiente que la

idea de cruzar el horizonte casi nunca estuvo presente en ella. No había nada en el espacio

exterior que pudiera haber tentado a los griegos a embarcarse en una empresa tan temeraria,

ni más tarde podía haber atraído a los que vivían en armonía junto a los dioses

antropomórficos y en el conocimiento de la única diferencia entre ellos y los dioses, la

inmortalidad. De ahí la ausencia de los principios de la Esperanza y el Miedo en la cultura

de Atenas. Por contraste, la modernidad siempre ha sido un viaje ligado al futuro. El hori-

zonte era para los modernos una fortaleza a conquistar, una cinta a cortar y a dejar atrás,

quizá con la excepción de la filosofía de Hegel. En Hegel, el presente era absoluto.

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Mediante el regreso al hogar del Espíritu del Mundo el presente contiene, en forma de

recuerdo, toda la historia pasada, la Verdad como un Todo. Nada más allá de la totalidad

merece la pena ser explorado. En lugar de la transcendencia, podemos poseer el pasado en

su totalidad, incluyendo la Esperanza, mediante el recuerdo de todas las esperanzas de

épocas pasadas. Pero aparte de este episodio único, casi toda la cultura de la modernidad ha

estado sintonizada con la esperanza de cruzar el horizonte. En algún punto había que

paralizar esta obsesión con el futuro y la transcendencia, en otras palabras, con la dialéctica.

El acto monumental de detener el ciclo obsesivo de la dialéctica tiene lugar en los años

memorables de 1989-1991, cercanos al fin de este siglo. Habiendo estado saturados por los

insignificantes detalles de una política predominantemente epigónica y con el estallido del

tribalismo en la región en la que tuvo lugar el cambio de época, los observadores aún no

han alcanzado la distancia suficiente para comprender las consecuencias irreversibles que

este giro ha traído. Y sin embargo, no es una exageración decir que tanto la razón como la

imaginación de la modernidad nunca serán las mismas después del diluvio. El experimento

comunista, que se opuso arrogantemente a toda la historia documentada, ahora se revela

como un catálogo completo de las patologías de la modernidad. Fue el carnaval de una ima-

ginación política imprudente y de unos experimentos típicamente modernos con el arte de

gobernar y la ingeniería social, bajo la guía de la Esperanza sin límites enmascarada como

ciencia suprema; fue un experimento en el que no se mostró ninguna preocupación por los

conejillos de indias utilizados en el laboratorio social. Fue un ejercicio de filosofía de la

praxis en el que la teoría tuvo la audacia de prescribir a la vida ordinaria o «empírica» qué

direcciones tenía que tomar. Fue una revolución antropológica basada en la idea exaltada de

la deificación humana, en la que toda la inmundicia de la historia antigua, incluyendo la

fuerza de trabajo esclava, volvió con creces. Fue una aventura de la Ciencia Suprema que

se arrogó el papel de una nueva religión, haciendo el intento de resolver los problemas

metafísicos en el medio de la política, una religión en la que palpitaba el corazón de

Nietzsche, ya que la única hazaña en la que tuvo éxito fue la expulsión masiva de la

conciencia y la conmiseración cristiana. Retó a todas las formas de organización social en

la que los modernos, al igual que los premodernos, habían vivido siempre, sin ser capaz de

proporcionar ni una sola solución duradera. Estaba obsesionada con la idea de transformar

la naturaleza, mientras la envenenaba y destruía con mayor brutalidad que cualquier forma

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de industrialización centrada en el beneficio que pudiera tener. Corrompió nuestro

vocabulario mediante la invención de términos en los que la libertad significaba tiranía, la

reeducación significaba campos tras alambres de espinos, la ilustración era equivalente a un

lavado de cerebro, el humanismo prescribía la crueldad para los niños de nuestros

enemigos, y la lealtad exigía traicionar a nuestros parientes más próximos. La invención del

Nuevo Discurso, en el que ambos especímenes de la misma especie monstruosa se fundían

en uno, no proporcionó un lenguaje para la comunicación libre sino, en su lugar, una

denominada «dialéctica» para disimular nuestras segundas intenciones. El Gran Ex-

perimento ha desacreditado el espíritu de planificación y diseño de la modernidad hasta el

punto que probablemente pasarán decenios antes de que los modernos sean capaces de

recobrar el vigor de la ingeniería social. Y el fracaso de este desarrollo verdaderamente

canceroso de la modernidad explica un fuerte tabú sobre la esperanza en una transcendencia

absoluta del presente. Ya que mientras todavía tuvo un espíritu, el mundo totalitario fue

realmente mantenido en funcionamiento por la Esperanza y el Miedo.

La modernidad escasa de Esperanza puede ser autocomplaciente, heroica, aburrida,

estar paralizada y, finalmente, segura de sí misma. Bloch acusó injustamente a Heidegger

de dar voz a una modernidad autocomplaciente, a este tipo particular de modernidad que

extrae la conclusión más filistea de la reciente prohibición de esperar la transcendencia

absoluta. Los partidarios de la modernidad autocomplaciente se hacen eco de Pope en que

todo está bien así como está. Para ellos la ensoñación y esperanza anticipatoria son un

pasatiempo subversivo; en su lugar sugieren que como pasatiempo cuidemos nuestros

jardines. Reprimiendo su propia imaginación y embotando el filo crítico de su espíritu, la

modernidad engreída también reduce su razón. No considera el hecho crucial de que la

modernidad siempre ha sido, y seguirá siendo, una “sociedad insatisfecha”7 que se alimenta

de tensiones y negaciones, y no puede subsistir sin ellas.

Lo que Heidegger en realidad recomienda es la modernidad «heroica». Es una situación

de determinación frente a la Existencia-hacia-la-muerte, nuestra última situación que no

puede ser evitada, suspendida o superada por ningún tipo de esperanza. Tampoco la

7El análisis de la problemática de la «sociedad insatisfecha» puede encontrarse en el capítulo de Agnes HELLER «Dissatisfied Society», en A. HELLER, The pou'er of slrame, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1983, y en «On Being Satisfied in a Society Dissatisfied» en HELLER-FEHÉR, The Postmodenn Political Condition.

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determinación (Entschlossenheit) puede reducirse ni a un simple memento mori ni a una

recomendación a favor de una postura estoica. No necesitaríamos la filosofía de Heidegger

para ninguna de estas últimas decisiones. Con mayor profundidad, la determinación y la

existencia-hacia-la-muerte señalan el potencial fracaso de nuestra cultura, el único marco

en el que podemos imaginar y pensar no sólo sobre nuestra vida sino también sobre nuestra

muerte. La modernidad heroica es una actitud de alta cultura que nunca deja de generar

superávits culturales, a pesar de la ausencia de la Esperanza en ella. También es una forma

pagana de modernidad que no sólo anda escasa de Esperanza, sino también de solidaridad,

emancipación y muchos otros valores con los que nos ha dotado el humanismo tan obso-

leto. Optando por una modernidad heroica como nuestra cultura y anulando la esperanza en

la misma cultura propia, renunciaríamos a la mitad de lo que ahora es nuestra cultura.

La modernidad aburrida ve el mundo desprovisto de esperanza como un gran escenario

en el que la ceremonia se desarrolla con un ritual de repetición interminable. Ésta es la

posición de «el fin de la historia», basada en dos claras intuiciones. Primera: sus defensores

ven a la modernidad alcanzando el término del proyecto historia, una narrativa

universalista, mediante el abandono de las engañosas esperanzas de transcendencia

absoluta. Segunda: la tesis de la modernidad aburrida se hace eco de la sabiduría hegeliana

de que la reducción de las peligrosas esperanzas de transcendencia de la modernidad

también implica la disminución de la grandeza. Pero esto asimismo significa que después

del fin de la historia, también se acabará la política al convertirse en una política de

consumo. Esto es, en realidad, una postura de autocuestionamiento intensivo. El poeta de la

antigüedad afirmó con orgullosa dignidad: tantae molis erat Romanam condere gentem, y

la afirmación desnuda de la acabada génesis fue al mismo tiempo la mayor alabanza. Pero

el hombre de la modernidad aburrida, echando un vistazo a su propio mundo, se pregunta

en sus soliloquios si mereció la pena. El tedio constituye un signo de incertidumbre interna

que es un estado mental sospechoso para la generación del superávit cultural.

La modernidad paralizada está desesperada. Tiene esperanza en la esperanza, pero ha

perdido, o nunca adquirió, la capacidad de pensamiento, sentimiento e imaginación

prometedores. Vive en un mundo filosóficamente anticuado de sujeto y objeto. Es

consciente de sí misma como sujeto siempre y cuando tenga esperanzas. Es igualmente

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consciente de lo que hay «afuera», a lo que denomina objetividad, un mundo de cosas ex-

trañas que el sujeto nunca construyó o dominó. Si aún existe un nicho en la modernidad en

el que los términos favoritos de Luckács y Adorno, reificación y fetichización, tengan

sentido y estén de moda, es en la modernidad paralizada. Pero llegado este punto la

esperanza se transforma en visiones místicas, en un anhelo de un tipo que abre la puerta a

una nueva clase de veneno para nuestra civilización: las drogas.

La modernidad segura de sí misma no es idéntica a la modernidad autocomplaciente;

tiene razones diferentes para renunciar a la Esperanza escrita con mayúscula. La

modernidad segura de sí misma no está contenta en absoluto con lo que sus miembros

participantes pueden ver en el mundo. El filo crítico de su pensamiento no ha sido

embotado por la idolatría de lo que existe y lo que debería ser reordenado por completo, no

de una vez por todas, sino una y otra vez. La modernidad autocomplaciente más bien se ha

conformado con la opinión de que vivimos en un «mundo insatisfecho», y de que no existe

ninguna trascendencia absoluta ni de la insatisfacción ni de la complejidad y las tensiones

de la modernidad de las que surge la insatisfacción. Ha llegado el momento a nuestra

condición humana de dotar de todo el sentido que podamos a este mundo complejo, tenso e

insatisfecho, de crear tanta autonomía y, justicia social como sea posible sin destruirla en

un experimento social, sin hacer intentos inútiles y peligrosos para cortar la cinta azul y

cruzar el horizonte. La Esperanza con mayúscula, el principio fundamental de la utopía,

está excluida de la modernidad segura de sí misma, o, con mayor precisión, sus habitantes

se alejan de ella. Este gesto es simple y está desprovisto de aburrimiento, desesperanza,

heroísmo o falsa superioridad. Es el gesto de los que viven en la modernidad segura de sí

misma, que no tienen necesidad de principios transcendentales de un tipo político-

metafísico para poner su casa en orden. En medio de una ola de resurrección religiosa, la

modernidad segura de sí misma es quizás el único dominio felizmente secularizado en el

seno de la modernidad. Ésta es la actitud de los posmodernos.

Como la filosofía es en realidad nuestra época expresada en pensamientos, según

sostenía Hegel, parecía apropiado un cambio de la actitud filosófica hacia la esperanza

después de 1989, en el final de este siglo. Durante toda la segunda parte del siglo XX, la

corriente principal de la filosofía en relación a la Esperanza estuvo dividida entre dar su

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apoyo a la modernidad autocomplaciente o a la modernidad paralizada, o desesperada. En

una de las principales corrientes filosóficas, la Esperanza fue simplemente rechazada como

resultado de su asociación con la utopía, por ser insatisfactoriamente racional y

potencialmente maligna (aunque la propia racionalidad fue, correctamente, degradada de un

estatus absoluto a uno relativo). Ésta era la actitud de Popper, que contenía más que una

pizca de la superioridad de la ratio que, por lo demás, condenaba teóricamente. Por el

contrario, Marcuse fomentó excesivamente las esperanzas místicas de la modernidad

desesperada, de la que el filósofo esperaba que surgieran energías culturales y filosóficas.

Su gesto fue muy influyente y, al mismo tiempo, profundamente problemático. Si viajamos

al pasado con la imaginación, hacia la nueva cultura izquierdista de los años sesenta,

podremos ver en una considerable parte de la misma el impacto electrizante, generador de

visiones de Marcuse, pero también la indiferencia moral que ha sido gradualmente

introducida por su preferencia por las esperanzas místicas, y a menudo incluso promovida

por los estupefacientes. Por contraste, no existe necesidad de un alegato en favor del único

enfoque saludable, el de la modernidad segura de sí misma, ni tampoco de una preferencia

exclusiva por la razón frente a la imaginación, o viceversa. La razón y la imaginación han

de moverse juntas para que cambie la constelación filosófica. En su lugar debería recomen-

darse provisionalmente el abandono de ciertas formas de esperanza y adoptarse un tipo

determinado de ella.

Existen tres formas principales de esperanzas perniciosas en la modernidad: la ilusoria-

destructiva, la autodeificadora y la autocontradictoria. La esperanza ilusoria-destructiva es

la del cruce del horizonte, una esperanza de transcendencia absoluta. Sus raíces ya han sido

detectadas, por Mannheim entre otros, en la secularización nunca completada de la

modernidad, en los vestigios de mesianismo que quedan y que se resistieron tenazmente a

la Ilustración.8 Pero existe una fuente contemporánea crucial de este tipo de esperanza, y

solamente se convierte tanto en ilusoria como en destructiva cuando se origina en las raíces

modernas. Hasta ahora la modernidad ha estado estrechamente asociada con el crecimiento

y el progreso, con el abandono de todos los gustos obsoletos, con el rechazo de las barreras

naturales, con la defensa de lo nuevo (de todo tipo y en todas las áreas), con el estar

8Karl MANNHEIM, Ideologv and Utopia, an Introduction to the Sociology of Knowledge , Sección IV. « The Utopian Mentality», London and Henley: Routledge and Kegan Paul, 1976.

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impaciente por la cosa inconquistable en sí. Este impulso agresivo se convierte en ilusorio

cuando la esperanza de transcender determinadas barreras se ha transformado en la

esperanza de dominar el infinito; y llega a ser destructivo cuando las vidas de todos

aquellos que participan en el experimento son tratadas como una simple plataforma de lan-

zamiento desde la que podríamos catapultarnos más allá del horizonte.

Al mismo tiempo, en la modernidad este intento vano y costoso había sido identificado

con la grandeza humana en un momento en el que cualquier cosa que no fuera el dominio

del universo social y natural era un signo de mediocridad. Pero los amos del universo son

llamados normalmente dioses y, por ello, la esperanza ilusorio-destructiva puede

denominarse, en otra configuración, esperanza del Hombre en su autodeificación. El motivo

de Schubert «wir sind selber Goetter» es inseparable de la modernidad, quizá porque el

postulado ilusorio de la secularización absoluta fue emparejado con el postulado

igualmente ilusorio de la autonomía absoluta. La emancipación de la servidumbre bajo los

poderes trascendentales, estableciendo los conocimientos del mundo moderno y «artificial»

en nuestras propias facultades racionales e imaginativas, frágiles y limitadas como lo son,

es una cosa. Esforzarse por erradicar de la modernidad tanto la memoria de los dioses como

el anhelo de muchos por el Más Allá, buscando una certeza racional donde no puede

haberla y, frustrados, intentando poner al Hombre deificado en el pedestal de los dioses, es

otra cosa. La esperanza de la deificación humana es la esperanza religiosa de una

civilización problemáticamente secularizada.

La esperanza autocontradictoria es la esperanza del paraíso sobre la tierra, con

independencia de su orquestación «materialista» o «idealista», sin tener en cuenta si el

sustrato del paraíso terrenal es la abundancia absoluta o la completa y perfecta bondad

moral intachable. Ambas son esperanzas tradicionales de la humanidad, pero están cargadas

con una nueva problemática en los últimos tiempos recientes, porque la imaginación de la

modernidad, acusada correctamente por Heidegger de estar moldeada por los modelos

tecnológicos, no puede aceptar nada que no sea la «solución final». Pero precisamente para

mayor problema de la «sociedad insatisfecha» no pueden aplicarse estándares tecnológicos,

porque la solución final del problema elimina el propio problema y, con él, también la

complejidad de un mundo que no puede vivir sin él. Existe una respuesta a muchas de las

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Page 13: La situación de la esperanza al final del siglo - AgnesHeller

facetas de «la cuestión social», pero no existe ninguna respuesta a la «cuestión social como

tal», porque pertenece a la esencia de la modernidad el que ésta transforme ciertos pro-

blemas en cuestiones «sociales». Esto significa simplemente que ciertas injusticias de la

vida, que anteriormente fueron considerados componentes normales, aunque negativos, de

la condición humana, han sido transformados ahora en problemas a la espera de una

solución política, y no puede decidirse por adelantado cuáles otros componentes de la

condición humana se convertirán en cuestiones sociales en el futuro. De igual forma, la

esperanza de un mundo moralmente perfecto eliminaría el único «progreso moral» que

hemos hecho con la modernidad, la libertad contingente de la persona moderna que ha

hecho una elección ética, determinando así moralmente su personalidad. El cumplimiento

imaginario de la autocontradictoria esperanza de perfección moral significaría el fin de la

moralidad tal y como la conocemos.

¿Qué podemos hacer con las esperanzas perniciosas de la modernidad? Prohibiéndolas,

especialmente la que en una ocasión fuera la esperanza políticamente potente de

transcendencia absoluta, se reduciría la autonomía de la modernidad, y la represión podría

dar lugar a una neurosis de la cultura, al igual que las represiones producen neurosis en los

individuos. Además, las esperanzas perniciosas sólo pueden ser excluidas del uso público

de la razón ―es decir, del discurso político― mediante presiones sociales pero no pueden

serlo de «la institución imaginaria de la sociedad». Metafóricamente hablando, se necesita

un autotratamiento psicoanalítico de la modernidad. Hay más en la metáfora de lo que se ve

a simple vista, ya que la joven modernidad padece traumas infantiles típicos. El mundo

moderno nació en medio de violentas y primitivas escenas de revoluciones políticas,

industriales y culturales, que trató de sublimar. Pero al igual que ocurre siempre con los

procesos de sublimación, una parte considerable de los recuerdos traumáticos siguen

estando operativos, y afloran a la superficie descargando esperanzas destructivas y de

autodeificación. Un discurso equilibrado que no haga ninguna concesión a los violentos

deseos, destructivos o autodestructivos, reprimidos de la modernidad traumatizada, pero

que simplemente no los censure, puede ser el primer paso hacia la eliminación de las

esperanzas traumáticas.

¿Qué podemos esperar racionalmente?

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Ya Kant hizo la pregunta de qué podemos saber, hacer y esperar. En lo concerniente a

las esperanzas, Kant no aplicó ninguna cualificación. El hombre puede esperar

prácticamente todo; la perfección humana, la inmortalidad del alma o comprender el

objetivo del universo. La razón no tiene un papel censor en este sentido, o de otro modo la

autonomía del Hombre estaría reducida peligrosamente. Pero existe una especial forma

«racional» de esperanza que incluso debería ser favorecida. Esperamos racionalmente algo

sobre lo que no tenemos ningún conocimiento porque está más allá de nuestro horizonte

espacio-temporal, pero cuyo conocimiento desearíamos tener. En el caso de las esperanzas

racionales, la esperanza supone la movilización de nuestras energías, para invertirlas en

tareas cuya realización puede o no guiarnos hacia el objetivo deseado, pero sobre las cuales

puede afirmarse con una cierta seguridad que no nos llevarán por el mal camino. La

esperanza de la supervivencia de nuestra cultura, la Esperanza particular que no es la

Esperanza escrita con mayúscula, no es un personaje metafísico, pero es algo más que un

simple anhelar, desear, imaginar y fantasear subjetivos. El memento mori que se encierra en

la pregunta «¿Puede sobrevivir la modernidad?» se ha pronunciado públicamente. Y

esperar la supervivencia de nuestra cultura no es ilícito ni tampoco irracional. No es la

esperanza de la inmortalidad sino de la longevidad. En esta esperanza deseamos a nuestro

propio mundo una vida larga y feliz.

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