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¿LA VIDA ES SUEÑO? _Bueno Fernández, y este sería su nuevo despacho… ¿Qué tal? ¿Le parece bien? ¿Está conforme? Alberto asiente sonriendo y mira a su alrededor sin poder creerlo. Lo impactan las dimensiones de la oficina, revestida en madera, con una mesa de reuniones elíptica de caoba, lámparas de diseño, sofá de cuero negro y unas espectaculares vistas de Madrid. Al fin, piensa, después de tantos años en la empresa, su esfuerzo se ve recompensado con el tan ansiado ascenso. “Alberto Fernández - Director General”, ponía junto a la puerta, en la flamante chapa de acero inoxidable que había visto como de refilón al entrar. _ Lo dejo, que tendrá que organizar sus cosas. Recuerde que mañana tenemos Consejo a las doce. Y por la noche me gustaría que viniera a cenar a mi casa. Cuando Benavídez sale de “su” despacho ya son las diez en punto, según su Rolex Daytona. ¿Rolex? Alberto no consigue recordar haber comprado uno… Se sienta en la butaca, muy mullida, y se reclina mientras lleva las manos a la cabeza y entrelaza los dedos por detrás de la nuca. Está a punto de apoyar los pies sobre el escritorio, pero se contiene. Se queda un rato así, mirando el cielo de su ciudad a través del cristal, y disfrutando de ese momento triunfal. Se siente el amo del mundo, como el rubio ese de Titanic. Pero sabe que él no va a terminar hundiéndose con el barco, no. Su empresa es una de las mejores de España, y acaban de triplicarle el sueldo. Sonríe mientras su mente divaga. Piensa en cambiar de casa, en aprender a jugar al golf, en cómo estará de buena su futura secretaria, cosas así. Y mientras tanto comprueba, mecánicamente, el contenido de los cajones: una agenda de cuero, un brillante Cross dorado, un pin del PP, un Ipad blanco (¡al fin un Ipad!), una cajita de tarjetas con su nombre, la biografía de Steve Jobs…

La Vida Es Sueño

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Relato de humor

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LA VIDA ES SUEO?_Bueno Fernndez, y este sera su nuevo despacho Qu tal? Le parece bien? Est conforme?

Alberto asiente sonriendo y mira a su alrededor sin poder creerlo. Lo impactan las dimensiones de la oficina, revestida en madera, con una mesa de reuniones elptica de caoba, lmparas de diseo, sof de cuero negro y unas espectaculares vistas de Madrid. Al fin, piensa, despus de tantos aos en la empresa, su esfuerzo se ve recompensado con el tan ansiado ascenso. Alberto Fernndez - Director General, pona junto a la puerta, en la flamante chapa de acero inoxidable que haba visto como de refiln al entrar.

_ Lo dejo, que tendr que organizar sus cosas. Recuerde que maana tenemos Consejo a las doce. Y por la noche me gustara que viniera a cenar a mi casa.Cuando Benavdez sale de su despacho ya son las diez en punto, segn su Rolex Daytona.

Rolex? Alberto no consigue recordar haber comprado uno Se sienta en la butaca, muy mullida, y se reclina mientras lleva las manos a la cabeza y entrelaza los dedos por detrs de la nuca. Est a punto de apoyar los pies sobre el escritorio, pero se contiene.Se queda un rato as, mirando el cielo de su ciudad a travs del cristal, y disfrutando de ese momento triunfal. Se siente el amo del mundo, como el rubio ese de Titanic. Pero sabe que l no va a terminar hundindose con el barco, no. Su empresa es una de las mejores de Espaa, y acaban de triplicarle el sueldo. Sonre mientras su mente divaga. Piensa en cambiar de casa, en aprender a jugar al golf, en cmo estar de buena su futura secretaria, cosas as. Y mientras tanto comprueba, mecnicamente, el contenido de los cajones: una agenda de cuero, un brillante Cross dorado, un pin del PP, un Ipad blanco (al fin un Ipad!), una cajita de tarjetas con su nombre, la biografa de Steve JobsSobre el escritorio, libre de papeles y reluciente, destaca el tpico juego ese de las bolitas de metal colgadas que se chocan entre s. Acerca su mano para tomar la primera bolita de la derecha, alejarla del resto y soltarla, e iniciar as ese simulacro cutre de movimiento perpetuo, cuando escucha sonar el telfono fijo. S, el de su mesa.

_Quin me puede llamar aqu? Es todo tan reciente que no creo

La campanilla contina sonando insistente, porfiada, recalcitrante. Pero Alberto decide no atender. Que esperen hasta maana, piensa. Este es el momento de paladear la gloria. Y de cobrar facturas pendientes. Recuerda al imbcil de Ramn, que desde que lo nombraron jefe de ventas lo miraba por encima del hombro, y no haca ms que hablar de su nuevo coche, o de los costosos viajes de vacaciones que haca con su familia. Ahora, ahora se iba a enterar ese cretino de quin era l. Y as, poco a poco, acuden a su mente otras alimaas, y va haciendo un repaso mental de futuros cortes de manga o pequeas venganzas personales, descubriendo las enormes posibilidades potenciales de su nuevo cargo. Pero est visto que no hay manera de disfrutar plenamente del momento. Algo lo molesta. Otra vez. Es ese telfono de mierda que vuelve a sonar quin carajo ser? Alberto lo mira reticente, piensa en arrancar el cable, pero finalmente cede, estira el brazo, y atiende

_Seor Fernndez?

_Si?

_Escuchem, caradura, ya son cuatro los meses de alquiler que me debe y no lo pienso aguantar ms. O me paga esta misma semana, o lo denuncio. Me entendi, hijodelagranp.?Alberto, confuso, aleja el telfono de su oreja sin llegar a comprender lo que pasa. A pesar de ello, los insultos de su interlocutor se siguen escuchando con nitidez. Intenta analizar la situacin pero nota, mientras tanto, cmo algo ha cambiado en su despacho. Todo su entorno se ha oscurecido, ahora el espacio le parece bastante ms pequeo, y un penetrante olor, mezcla de aceite quemado y sudor, llega a su nariz. Mira a su alrededor y descubre un caos de ropa sucia en las sillas, revistas y peridicos esparcidos por el suelo, botellas vacas, manchas indescifrables en la alfombraSe pregunta dnde est y duda, hasta que, finalmente, comprende que se halla en la cama de su msero apartamentito de la calle Arvalo, que se acaba de despertar, que son las siete de la maana, y que todo lo anterior no haba sido ms que un sueo.Su primera sensacin es de una enorme decepcin. Lo siguiente es la bronca y la habitual angustia matinal. No es la primera vez, no, que le ocurre algo as: una situacin largamente deseada, una expectativa cumplida, el triunfo hinchndole el pecho y el brusco despertar.

Se da cuenta de que an tiene el telfono en la mano. Lo cuelga mecnicamente, y se queda mirando a la nada. Uno, cinco, diez minutos.Decide salir a la calle para despejarse. Salta de la cama y, sin ducharse, se pone los vaqueros, sus radas All Star, una camisa cualquiera, y se va. No tiene rumbo fijo, slo quiere olvidar esa sensacin de desencanto. Tal vez tome un caf, piensa, y rumbea para la plaza.

Mientras camina por la calle ve pasar un gato por delante de l, un gato comn, negro, intrascendente, bastante flaco, como la mayora de los que hay en el barrio. El gato se para junto a un contenedor de basura y empieza a mordisquear algo oscuro que hay por debajo, pegado a una de las ruedas. Alberto se lo queda mirando, aunque sin saber bien porqu Hay algo en el gato que le atrae, algo misterioso, aunque se trate de un gato de mierda, de esos callejeros, sucio, y probablemente portador de ms de una enfermedad terriblemente contagiosa. Sin embargo se acerca al animal, camina hacia l, como impulsado por algn extrao magnetismo. Y al acercarse descubre lo que el gato estaba mordiendo con insistencia: un objeto negro, aparentemente rectangular, que est como encajado debajo del plstico gris del contenedor. Parece un maletn, piensa Alberto, que se arrodilla en el suelo, mete la mano en medio de toda la repugnante inmundicia que suele rodear los contenedores, y empieza a tirar de l. Mientras tanto el gato se aleja, habiendo perdido, aparentemente, todo inters en el asunto. Despus de un rato de forcejeo, consigue desencajar el maletn y sacarlo hacia afuera. Es de los caros, marca Piquadro, de cuero negro, bastante sucio pero intacto y cerrado. Tiene una cerradura de combinacin, de esas con cuatro ruedecitas dentadas y nmeros correlativos. Alberto piensa un rato, duda, mientras trata de evaluar el peso del maletn que, evidentemente, no est vaco. Y entonces, en un rapto de imaginacin, empieza a girar las ruedecitas copiando la combinacin que utiliz para la caja fuerte en su ltima visita al hotel de la playa: 1, 2, 3, 4 Tras un momento de tensa espera, aprieta el pequeo botn dorado y plin, el maletn se abre. Bingo!, piensa. Mira hacia los lados, ansioso, creyndose el objeto de todas las miradas. Sin embargo la gente, como hipnotizada, sigue caminando mecnicamente por la acera de la avenida sin siquiera percatarse de su presencia.Entreabre el maletn, muy poco, apenas un centmetro o dos. Lo suficiente para llegar a apreciar el inconfundible color morado de su contenido. Morado? Billetes de quinientos, acaso?Alberto no lo puede creer. Vuelve a mirar, y es verdad. Transpira, las manos le tiemblan, y debe hacer un gran esfuerzo para que el maletn no caiga a la calle, abrindose definitivamente y esparciendo su contenido entre la basura. Arrimndose un poco ms al contenedor, de modo de que su propio cuerpo bloquee la visin desde la acera, abre la tapa unos diez centmetros y mira dentro. Desplaza los primeros billetes con el dedo ndice para comprobar que todos son iguales Es verdad, es un milagro, y le ha tocado a l. No hay duda, el maletn est lleno de billetes de quinientos euros! El olor pestilente de la basura no disminuye su sensacin de felicidad. El color y la textura de los billetes lo han conseguido hipnotizar, y esa imagen queda fijada en su retina como un tatuaje, mientras trata de calcular de algn modo cunta pasta puede haber en el dichoso maletn. Pero en ese momento no tiene la claridad mental suficiente para eso. Tal vez nunca la haya tenido.Est ansioso. No puede creer que l, precisamente l, sea el destinatario providencial de semejante fortuna. Piensa en un futuro mejor, viajes alrededor del mundo, un loft en Manhattan, la Harley tan deseada y, claro, hermosas mujeres.

Pero se siente intranquilo, y aunque no sabra explicar porqu, a medida que le da vueltas al tema, lo va invadiendo una extraa mezcla de alegra y temor. Est claro, reflexiona, que se trata de una fortuna evidentemente poco limpia, y no precisamente por la proximidad del contenedor. Nadie deja por error algo as en la basura. Esto, este regalito, seguramente proviene del crimen organizado. De un ajuste de cuentas. Alguien, un ladrn o estafador perseguido, no tuvo ms remedio que arrojarlo aqu. Tal vez su propietario original ya est muerto.A medida que Alberto avanza en el anlisis, la alegra y la sorpresa iniciales cambian a preocupacin. En un instante, como le pasa a los que van a morir, cruzan por su mente una infinidad de imgenes de ladrones, criminales de todo tipo, mafiosos, narcos, venganzas y asesinatos Y en medio de ese aluvin, propio de una pelcula de Scorsese, cree llegar a ver ntidamente cmo su propio meique es cortado limpiamente con un cuchillo de cocina por un miembro de la Yakuza con su cuerpo totalmente tatuado Alberto mira instintivamente su mano, el dedo todava est ah, pero comprende que no puede permanecer ms tiempo en ese lugar, algn sicario aparecer en cualquier momento a buscar el maletn. Su vida corre peligro, y debe actuar ya.Lo cierra y comienza a caminar por la avenida, con paso rpido (correr no hara ms que llamar la atencin). Gira en la primera bocacalle, mientras disimuladamente intenta limpiar la mugre del maletn con la manga de su camisa. Pero a medida que se aleja del lugar del hallazgo, la ansiedad lo lleva a acelerar el paso, cada vez ms, hasta comenzar a correr, casi con desesperacin. No sabe dnde va, pero no le importa. El tema es alejarse de all lo antes posible.

Alberto corre sin parar, como Forrest Gump, y tras cada zancada su mente va dando forma a la idea de un futuro mejor. Sin deudas, sin agobios, libre al fin. Pero hay momentos malos para la introspeccin. Tan ciega es su carrera que no advierte que un gato (el mismo gato de mierda?), se cruza en su camino hacindolo trastabillar. Cae aparatosamente, como en cmara lenta, y en su larga cada empuja, arrastra, destroza, el carrito de la compra de una vieja que estaba saliendo de la panadera.Cuando la inercia finaliza su trabajo y todo se detiene, Alberto est en el suelo, dolorido y confuso. A su alrededor, como el resultado de una gran onda expansiva, se ven trozos de mollete, algunas verduras, un yogur de coco reventado, restos de mozzarella, una lata de atn, aceitunas, un bote de ketchup. El gato, indiferente, un poco ms all, olisquea un trozo de secreto ibrico envuelto en papel de estraza. Y la seora (la vieja, bah), que ha resultado milagrosamente ilesa, que an no ha acabado de comprender la irrupcin de Alberto en su vida, pero que est muy, pero muy cabreada, arremete contra l patendole la espalda con sus zapatones negros, a la vez que lo insulta.Alberto finalmente reacciona, toma conciencia de la situacin, y mientras trata de defenderse de las patadas, comienza a tantear desesperado las baldosas buscando el maletn. Estira su brazo hacia atrs y cree tocar algo de cuero. Lo aferra y tira de l, pero inmediatamente comienza a recibir una doble racin de patadas de la vieja, tambin duea del bolso que Alberto tiene ahora en sus manos._ Ladrn, ladrn! Polica! _ grita la seora, sin dejar de ejercer la agresin fsica.Alberto suelta el bolso, se incorpora y se aleja unos pasos. Mira alrededor, desesperado, buscando su fortuna, pero no ve el maletn por ningn lado. No hay nadie cerca, adems de la vieja y el gato, que se aleja una vez ms. Nadie ha presenciado el incidente. Nadie se lo puede haber llevado. De pronto cae en la cuenta No por Dios! No, otro sueo, joder! No queda otra opcin. Ha vuelto a soar. Otra vez se ha repetido el autoengao. Una vez ms lo aparentemente real era falso. Ya le pareca raro a l semejante hallazgo aunque, claro, uno nunca deja de alimentar un rayito de esperanza.

Alberto sabe, lo admite, que a veces el lmite entre realidad y fantasa resulta algo confuso, borroso. Su vecino Luis, sin ir ms lejos, le juraba hace unos meses que haba visto a Elvis vivo, paseando por el Rastro con unas Ray-Ban de aviador y pantalones de camuflaje. Sin embargo, l cree que su caso supera todos los lmites

Trata de consolarse. Un mal da lo tiene cualquiera, se dice. Trata de encontrar alguna excusa, pero est a punto de llorar. No comprende cmo su inconsciente, su propia psique, que ha crecido junto a l, lo pueda engaar con esa facilidad. Ha visto neurlogos, psiclogos, incluso ha ledo a Punset, sin obtener resultados favorables. Nunca. La sensacin de falta de control sobre su vida, de ausencia de rumbo, de fracaso al fin y al cabo, lo inunda por momentos.

Desorientado, decide llamar a su hermano, tratando de buscar algn consejo. _Vicente, soy yo, Alberto, me volvi a pasar. Si, hoy. Dos veces.

_Vente para casa y hablamos.

Y an titubeante, tal vez algo resignado, se dirige a la parada del autobs.

Cuando media hora ms tarde llega a lo de su hermano, una modesta casa suburbana con un esculido limonero en el jardn delantero, la que abre la puerta es Mara, su cuada.

_Vicente tuvo que salir de urgencia, lo llam un cliente, pero me dijo que lo esperes, que no va a tardar mucho. Pasa.

Despeinada, con cara de sueo, como recin levantada, pero hermosa como siempre, lo acompaa hasta el saln. Alberto, avanzando por el pasillo detrs de ella, comprueba cmo al caminar descalza, sus movimientos son extremadamente sensuales, casi felinos.

_Sintate all, en el sof. Ests cmodo? Quieres un caf?

_No, gracias.

Mara se sienta en la otra punta del sof, y al hacerlo, el albornoz, generoso, deja entrever su turgente anatoma. Es evidente que debajo no lleva nada, lo que hace que el ritmo cardaco de Alberto se acelere. l nunca la haba visto as. No por falta de ganas, obviamente Ella sin embargo, no parece percatarse, o tal vez no le importa. Mientras tanto un rayo de sol casi horizontal que atraviesa la persiana resalta el brillo dorado del vello de sus piernas. Unas piernas duras pero suaves, compactas, como de deportista.

_As que tienes sueosraros? Vicente me cont algo.

_El problema no es que los sueos sean raros. Supongo que todo el mundo suea cosas as.

Alberto duda sobre hasta qu punto profundizar en el anlisis. Hasta dnde darle a ella ms datos de los estrictamente necesarios. Mientras tanto, su mente no consigue despegarse de la visin del cuerpo de su cuada. Sus ojos, enormes, lo observan con curiosidad y algo de malicia. O al menos eso cree l.

_La cuestin es no poder distinguir bien entre lo que son sueos y lo que es realidad. Eso es lo que me preocupa. Me pregunto cmo puede ser que un sueo, que no es ms que un invento de mi propia mente, pueda originar percepciones tan fuertes, que llegan a engaar a todos mis sentidos.

_ Ah _responde ella mientras se va desplazando en el sof, acercndose a l,

_ Y qu sueas? cosas pecaminosas? Soaste alguna vez conmigo?

Alberto traga saliva y no consigue articular una respuesta coherente, mientras ve cmo ella se le aproxima, juguetona y provocadora.

_ A ver, a ver, vamos a jugar a los sueos, vale?_ dice ella con fingida inocencia. Hagamos de cuenta que yo soy la enfermera y t ests saliendo de la anestesia

El momento es tenso, pero prometedor. La proximidad absolutamente perturbadora de Mara, no lo deja pensar con claridad. Las hormonas se imponen por goleada a las neuronas.

De pronto l consigue capturar un segundo de lucidez. Es un sueo, evidentemente es otro sueo, piensa. No puede ser realidad que Mara, justamente Mara, se me ofrezca de este modo.

No volver a caer en esa trampa. De ninguna manera. Alberto respira hondo, y mira rpidamente a su alrededor tratando de descubrir algo fuera de contexto, algn contorno borroso, lo que sea para poder confirmar que se trata de otro engao de su mente. Toca la tela del sof, y nota la textura en sus dedos. Todo es tan real. Adems ese perfume, como de ctricos, tan penetrante e hipntico. Como si de un sabueso Bloodhound se tratara, intenta atesorar ese aroma para poder recordarlo en un futuro. No sabe si alguna vez se llegar a repetir una oportunidad igual.

Alberto siempre tuvo ganas de apretar a su cuada. Siempre la haba visto como muy apetecible, aunque claro, jams se le haba pasado por la cabeza proponerle nada. Al fin y al cabo es su cuada. Pero ahora que ella ha asumido claramente la iniciativa, y se muestra as, voluptuosa y decidida, estando los dos solos

Ella contina con su maniobra de aproximacin en el sof mientras, como fondo, se oye una extraa letana que Alberto cree reconocer. Son los vecinos? Es Mara que tararea? Es un gemido? Coo, qu cancin era esa? Le recuerda vagamente a algo, pero su mente en plena ebullicin, bombardeada por mil pensamientos y sensaciones, oscilante entre la culpa y el placer, no puede procesar ya ms datos.

Vacila entre actuar o no actuar, entre seguirle la corriente o no. Es la mujer de su hermano! Pero y si finalmente se tratara de otra ensoacin? En ese caso no hay culpa no? Plantearse esa opcin lo libera, en principio, de toda responsabilidad, aunque la duda contina penetrando en su cerebro como una termita, y lo carcome por dentro.

Mientras piensa en todo eso, retrocede instintivamente ante el empuje inexorable de Mara, recostndose cada vez ms en el sof, y pasando a una posicin casi horizontal. Las expertas manos de ella recorren su cuerpo, centmetro a centmetro, y Alberto, ya definitivamente superado por los acontecimientos, decide no oponer ms resistencia. Debera haberse duchado esta maana, pero a esta altura de las cosas, ya da igual.

Los labios de ella, carnosos y hmedos, se aproximan lentamente a los suyos, mientras el perfume, destinado a vencer cualquier atisbo de autocontrol, es cada vez ms intenso y se introduce en sus fosas nasales como un bistur. Las venas de su cuello estn tensas como las cuerdas de un remolcador. Alberto siente la consistente redondez de sus senos en el pecho mientras la pelvis de Mara presiona su masculinidad. Con la cara de ella a unos diez centmetros de su nariz, y ya jadeando, admite que esto ya no puede ser una ilusin, y definitivamente excitado la abraza apasionadamente, apretndola contra su cuerpo.

Su sexo est a punto de explotar. Imposible ya de dominar, y como si tuviera vida propia, lucha desesperadamente por rasgar la tela del vaquero. Alberto dirige su mano hacia la bragueta para liberarlo de esa insoportable tensin, cuando en ese momento, precisamente en ese momento, escucha una voz familiar que viene desde la puerta.

_Alberto? Ests ah?

Es Vicente! Su hermano

Alberto se incorpora de un salto y, ya sentado pero an confuso y jadeante, consigue distinguir la figura de Edema, la asistenta de su hermano, un autntico tapir malayo si la comparamos con la belleza felina de Mara. Una gorda sebosa con bigote, algn que otro grano en la cara y pelos como de estropajo, que lo mira con asco y lo seala con su ndice acusador mientras sostiene la fregona con la otra mano. _Seor, seor! El guarro ese me quiso meter mano

Mientras tanto continua sonando en la radio la voz de Bisbal Era Bisbal!

Alberto no lo puede soportar, su cabeza est a punto de estallar. No, no puede ser, otra vez un sueo! Lo saba, en el fondo lo saba pero se dej llevar.

An desorientado, comprende que no puede quedarse ni un segundo ms all. Se levanta abruptamente del sof y huye del saln como despedido por una catapulta. Atraviesa el pasillo corriendo y sale de la casa avergonzado sin siquiera despedirse de su hermano. No mira hacia atrs. Slo quiere huir, correr para siempre otra vez ms.

Al salir a la calle el aire fro de la maana le da en la cara y lo despeja. Sencillamente no puede creer lo que ha pasado. Pero corre. Poco a poco, el cansancio le hace bajar el ritmo de la huda. Y entonces camina. Camina sin rumbo, buscando reorganizar sus ideas. An le duran la excitacin, la humillacin, y el cabreo.

Tengo que hacer algo al respecto, piensa. No es normal vivir en el lmite entre la realidad y la fantasa. Est visto que no puede controlar la conflictiva relacin entre lo real y lo virtual, o como coo se llame el mundo de los sueos. Una vez ms, se enfrasca en los mismos pensamientos de siempre.

Y entonces, de pronto, al levantar la vista, ve venir hacia l por el centro de la acera a una odalisca. Una morena espectacular, semidesnuda, y muy apetecible, que slo est cubierta por una tnica translcida y que, insinuante, le sonre mientras hace gestos lascivos con las manos. A medida que se le acerca, nota cmo emana de ella un aroma muy sensual, afrodisaco, algo as como almizcle, tal vez con unas notas de madera y lima.

Alberto se detiene y la mira, la observa detenidamente. Pero cansado, humillado, abrumado por las evidencias, decide ignorarla. Se da media vuelta y, como si fuera el portero de un equipo que acaba de perder por goleada, se mete por la boca del Metro con la cabeza gacha. Y corre.

Corre escaleras abajo, huyendo de s mismo, sin llegar a ver el enorme cartel publicitario junto al acceso, en el que un seor calvo, vestido de negro, lo mira fijamente y lo seala con el dedo mientras sonre.

Esa cara me suena no es el to del anuncio de Loteras?

Y entonces despert.

DANIEL CAMARGO