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La vida es una milonga Mauricio González

La vida es una Milonga

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Page 1: La vida es una Milonga

La vida es una milonga

Mauricio González

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La vida es una milonga, 2011 ® Mauricio González Foto de portada- Gata Fiera Edición general- El Gato Tinto y el Gato Blanco Esta obra está protegida por licencia Creative Commons. Su distribución y difusión está permitida citando la fuente, así mismo, su comercialización sólo es posible bajo autorización autorial o editorial.

Pelagatos no.ediciones

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La vida es una milonga

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Despareja

Otra vez le gano al despertador, salto de la cama antes que suene la

alarma. Me pone los nervios de punta empezar la jornada a los saltos. Tengo

que llegar temprano al taller para ponerme al día con los pedidos atrasados.

Al final tiene razón mi mujer cuando dice que soy trabajólico, prefiero

bancarme las catorce horas de laburo que estar aquí en casa sintiéndome un

extranjero.

Apenas me levanto empieza Mary con sus encargos:

- Carlos, no te olvidés de arreglar el asunto del colegio de los niños que

están reclamando que nos pongamos al día y si podés pasá a pagar las

cuentas que están en la mesa del comedor, ¡ah! y tratá de llamar al banco

temprano para resolver el problema del cajero, ¿sí?

- Sí mi amor, quedate tranquila.

- Apurate que tengo que ducharme y prepararle el desayuno a los

niños.

- Sí mi amor.

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Bajo corriendo al baño. Al lado se escucha el despertador del vecino y

los gritos de su mujer. En esta villa de casas pareadas todas iguales, la

privacidad es un lujo. Los vecinos nos conocemos más de lo que quisiéramos

y los dramas familiares se repiten.

Me doy una ducha rápida, me afeito de memoria bajo la lluvia tibia y

en menos de cinco minutos estoy preparándome un café; me visto a la

carrera, me trago el café y justo cuando estoy listo para salir ataca de nuevo

mi mujer que venía bajando para entrar al baño:

- Te digo una cosa Carlos, ya me tenés harta con tu falta de interés por

los niños. En especial con Fernando que no le das la más mínima bola

sabiendo el problema que tiene. Si parece que vos sos más autista que él.

¿Por qué no te hacés ver por un especialista? ¡Te lo pasás trabajando y yo

soy la que tengo que lidiar sola con la casa y los niños!

- ¿Y quién es el que se rompe el culo laburando para mantener el

presupuesto de la casa y el estatus que tanto te preocupa, para darte los

gustos y que los niños tengan una buena educación y no les falte nada.?

- Pero resulta que les falta un papá que juegue con ellos, que los lleve a

pasear, que los oriente, que les dé un consejo y les lea un cuento antes de

acostarse, no un papá que llegue reventado a la casa para comer, enchufarse

en la tele y dormirse enseguida.

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- Entonces qué querés, que agarre mis cosas y me mande a mudar ¿eso

querés?

- Sí, prefiero que te vayas, me tenés cansada con tu abulia, además

sabés muy bien que nunca estuve enamorada de vos.

- Está bien, ya mismo agarro mis pilchas y me voy.

- Yo veré como me las arreglo, aunque tenga que trabajar de sirvienta y

vivir con menos plata.

- ¡La plata, la plata, siempre lo mismo!

- Andá nomás que yo me arreglo sola.

Subo a la pieza de nuevo para meter mis pocas cosas en un bolso,

caliente como un chivo. Cuando estoy terminando se aparece Mary por

detrás, me abraza toda melosa y me dice al oído:

- No te enojés papito que no te lo decía en serio.

- ¿Pero querés que me vaya sí o no?

- No, si vos sabés que en todo este tiempo siempre nos hemos

arreglado en las buenas y en las malas.

- Es cierto, ya hemos pasado por situaciones peores, por eso no

entiendo tu reacción.

- Entendeme, además falta tan poco para terminar con la ampliación

de la casa, apenas unos detalles, en una semana queda todo listo.

- Qué buena noticia.

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- Andá a trabajar mi negro que cuando vuelvas te espero con una

sorpresa ¿querés?

- Claro que sí, mi amor.

- Ah! No te olvides de la plata para pagarle al maestro y dejame unos

pesos para devolverle a la vecina que le pedí prestado, también tengo que

comprar el gas y acordate que el sábado es el cumpleaños de Eduardito ¿sí?

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La vida es una milonga

Lo encontré medio borracho la otra noche acodado en el mostrador

del bar frente al puerto. Me acerqué a su lado y me miraba sin asombro, sin

fervor, como si no estuviera mirando; sus pensamientos flotaban en el aire.

Gardel sonaba en una vieja radio evocando un camino al ayer. Las

paredes manchadas del boliche derramaban la tristeza del tango.

Desgastados espejos imitaban una vida más turbia y opaca. Un gato dormía

en la otra punta del mostrador.

En su soledad él seguía conversando en silencio sus palabras de tabaco

y de vidrio; buscaba en sus recuerdos lo que nunca volverá. Me invitó una

copa y después otra. Sus ojos empañados por la niebla del alcohol me decían

que era tiempo de partir, pero seguimos charlando en la madrugada.

Me hablaba de sueños nocturnos perdidos en un pantano, azulados

por el humo y por el vino. Mientras contaba sus frustraciones parecía estar

viéndome al espejo. Me ganó la angustia escuchando tantos golpes y fracasos

iguales a los míos, tantos desencuentros sin atreverse a nombrar el amor y la

libertad, siempre repartiendo miedo y cobardía. Eran vidas deslustradas por

la rutina y el tedio. Tal vez eso era lo que nos reunía siempre en la misma

mesa del mismo bar, escuchando los mismos tangos, charlando de lugares

comunes y vidas ajenas, repasando la misma película una y otra vez.

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Pero esa noche algo estaba cambiando, nunca lo había visto tan

bajoneado. Ya no parecía el tipo fuerte que se reía siempre de los peces de

colores. Estaba abriendo un pozo en su mente y aunque yo intentaba evitar

su caída al fondo apenas lograba sacarle una tímida sonrisa recordándole

nuestros amores livianos de la juventud: la rubia Mireya, la flaca Margot, la

morocha Marión, Malena, la más linda de todas. Así estuve un rato evocando

esas historias para distraerlo pero luego volvía a caer en su depresión.

De repente su mirada se clavó en un rincón en penumbras donde una

pareja recién instalada chocaba sus copas riendo. Quedó pasmado, no se

había imaginado nunca ese encuentro. Se encaminó tambaleando hacia la

mesa, parado al lado de la rubia platinada le preguntó: ¿sos vos Margarita?

Sí, le contestó, soy yo.

Empezó a sonar una milonga alegrona, su cara se iluminó y la invitó a la

pista. Parecía que flotaban en el aire entre cortes y quebradas bailando el

salón de una punta a la otra. Otras veces se paraban en el centro y dibujaban

firuletes en una baldosa. Todos mirábamos extasiados como hacían tantas

figuras con una plasticidad apasionada. Hasta el gato como distraído se

estiraba y relamía sus patas. Así estuvieron zangoloteándose un buen rato.

Él con una sonrisa radiante le dijo, ahora sí me siento mejor, gracias

por aceptar mi invitación. Gracias a vos por sacarme a bailar, le respondió

ella y le dió un beso en la mejilla susurrándole al oído, andá para la casa

tranquilo que yo llego luego.

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Una noche de furia

Cuando recién llegué al barrio los vecinos me miraban de reojo. No te

imaginás cuanto costó que me aceptaran. Yo venía de un lugar mucho más

tranquilo, allá la gente dormía con la puerta abierta, no existían alarmas ni

rejas. Por eso tardé tanto en adaptarme.

Puedo entender que un hombre solo y de mi edad sea mal mirado. En

la villa muchos criticaban mi pinta de atorrante, siempre con la misma ropa,

todo el tiempo maestreando, pintando, martillando. Pero si de verdad te

interesa conocer a las personas no podés quedarte en la superficie

¡No me entra en la cabeza que el turco me haya hecho esto a mí! Está

bien, entiendo su desesperación, además el tipo estaba molido de tanto

laburar, tenía problemas con su mujer y un montón de deudas pero eso no le

daba derecho a prejuzgarme.

Esa noche el turco llegó reventado del trabajo y encontró a su hija más

chica sola en la casa haciendo las tareas. Comió algo frente al televisor y al

rato se durmió en el sillón. De repente se despertó sobresaltado llamando a

la Carlita que no aparecía por ninguna parte. Descontrolado salió a la calle

llamándola a gritos, pero en vez de buscarla en los lugares más evidentes se

encaminó derecho a mi casa, casi en la esquina.

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Vio la luz de la sala prendida y -según él- escuchó la voz de la nena

adentro, cuando en realidad era la radio que siempre dejo encendida cuando

salgo. La llamaba mientras sacudía la reja como un poseído. Varios vecinos se

asomaron para ver que era tanto escándalo.

No sé cómo hizo el turco para forzar la reja que estaba con cadena y

candado, meterse al jardín y darle de patadas a la puerta de entrada hasta

casi derribarla. Algunos trataron de calmarlo diciéndole que yo no estaba,

que me vieron salir en la mañana y que nunca llegaba tan temprano así que

era imposible que la nena estuviera allí. Entre todos empezaron a buscarla

hasta que apareció en la casa de un amiguito justo frente a la suya, a mitad

del pasaje, donde estaban viendo tele.

Esa misma noche voy entrando al pasaje de vuelta del laburo y me

encuentro con la tremenda escena: una ambulancia con todas las luces

frente a mi casa, el turco desmayado en el medio de la calle, dos enfermeros

bajando una camilla, más adelante una patrulla con las luces rojas y azules y

todos los vecinos afuera mirándome como si se tratara de una aparición.

Entonces me informaron lo que había pasado; yo no lo podía creer.

Varias veces estuve conversando con el turco e incluso le prestaba mis

herramientas cuando se ponía a enchular su taxi los domingos. Cuando lo vi

tendido en el suelo, blanco como un papel, te juro que me dieron ganas de

matarlo. Pero me aguanté, conté hasta diez y me dije quedate piola flaco que

éste va a caer solito.

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Dicho y hecho, al poco tiempo el tipo apareció tirado en un terreno

baldío, desnudo, todo golpeado, amarrado de pies y manos, le habían robado

el auto y hasta ahora nadie sabe quién fue el responsable.

¿Ahora entendés por qué todavía me siguen mirando raro?

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Un ángel caído

El poeta entró al departamento arrastrando los pies luego de una

jornada agotadora. Por fin volvía al refugio para dedicarse a lo que era su

verdadera pasión. Casi no dormía porque en el día tenía un cargo rutinario en

una empresa que le permitía llevar una vida más o menos confortable y en

las noches escribía sus mejores versos.

Se encaminó directo a la cocina, esquivando montones de libros que

ocupaban toda la sala; una estantería de pared a pared dominaba el fondo de

la pieza, donde destacaban ejemplares de tapas gruesas y llamativos colores.

Se preparó un café bien cargado, se acomodó en su mesa de trabajo,

encendió un cigarrillo y se dispuso a continuar con el trabajo pendiente,

retomando en el verso que dejó la noche anterior:

“Si un ángel pasa por tu lado

no te asombre que vuele bajito”

En su cara se reflejaba el placer que le proporcionaba esta tarea; frente

al computador se transportaba a otros mundos. De pronto sonó el timbre, se

levantó de la mesa sobresaltado por la interrupción. No esperaba a nadie así

que fue de mala gana a atender el llamado.

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- Aló, ¿quién es?

- Estoy buscando al señor Reyes, le traigo una carta de sus padres en

el sur.

- Ah, está bien, suba nomás que la atiendo enseguida.

La muchacha de larga cabellera negra, amplia falda y blusa colorida,

parecía un ángel que iba al cielo cuando subió al ascensor. Bajó en el séptimo

piso y tocó en el setecientos once. El hombre no pudo disimular su asombro

al abrir la puerta y verla allí parada con la carta en una mano y una valijita en

la otra.

- Adelante, pase y acomódese donde pueda; disculpe el desorden

pero no he tenido tiempo para arreglar todo esto.

- No se preocupe; me costó mucho dar con su dirección, es la

primera vez que vengo a la capital.

- Muchas gracias por tomarse tantas molestias; ¿usted de dónde

conoce a mis padres?

- Tenemos amistades en común aunque yo vivo en el pueblo vecino;

me pidieron por favor si podía hacerle llegar este encargo -

pasándole la carta-, aprovechando que yo tenía que viajar hasta

aquí para hacer unos trámites.

- Le agradezco nuevamente, veo que ha sido muy osada para

animarse a venir sola hasta aquí.

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- Hace tiempo que tenía pensado hacer este viaje; casi siempre

prefiero andar sola, me gusta perderme por calles que no conozco,

sin rumbo fijo.

Él dejó la carta sobre una de las repisas un poco sorprendido por la

inesperada visita.

- Le ofrezco un café o prefiere un té.

- Un café está bien.

Así estuvieron conversando hasta pasada la medianoche sin que se

percataran de la hora. Tan entretenida estuvo la charla que ella aceptó

el ofrecimiento para quedarse a pasar esa noche en el departamento.

- Le arreglaré el sofá cama para que descanse o si prefiere le daré mi

habitación, de todas maneras yo voy a seguir con mi trabajo.

- No se preocupe, yo me acomodo adónde sea, aquí en la sala está

bien.

Él armó el sofá-cama, la dejó para que acomodara sus cosas y regresó a

su mesa de trabajo donde la computadora seguía encendida. Después de un

par de horas de teclear sin parar sintió la puerta de la pieza que se abría y

entraba el ángel.

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- Es que tuve una pesadilla.

Se arrojó a sus brazos temblando entera. Él la acurrucó como a una

niña, le acariciaba la renegrida cabellera tratando de calmarla. Ella se

separó de su abrazo y salió del cuarto arrojándole el camisón y luego el

sostén, llegó a la sala donde terminaron revolcándose entre un montón

de libros, gozándola en todos los rincones hasta el amanecer.

Cuando el poeta despertó mareado no reconocía donde estaba. Se

levantó para descubrir todas las paredes peladas, sin libros, ni muebles, ni el

jarrón con flores que adornaba la ventana, ni encontró al ángel, ni nada de

nada.

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La calle del olvido

Caían cuatro gotas locas y la avenida se inundaba como un río. Todos

los inviernos pasaba lo mismo; la cosa no tenía remedio. Apenas amainó un

poco el aguacero, Sonia aprovechó para ir a comprar. Ernesto le gritó desde

la cocina: “¡Llevá el paraguas que va a seguir lloviendo!” Ella salió y cruzó por

donde parecía más bajita el agua, le llegaba a los tobillos.

Andaba mucha gente en la calle; comentaban del mal tiempo y el

pésimo estado de las calles, que cuándo irían a empezar las obras con los

desagües, que siempre la misma historia. Los autos pasaban muy rápido

mojando a los peatones que esperaban la micro en el paradero y a los que

querían atravesar al otro lado. En la esquina del semáforo un par de triciclos

hacían unas monedas con la creciente, cruzando a los que no querían

mojarse.

Mientras Ernesto veía las noticias, no estaba tranquilo, pensando en lo

porfiada que era esa mujer y en que ojalá regrese luego. De repente empezó

a llover más fuerte. Pasó un buen rato desde que Sonia salió y el agua no

aflojaba.

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“Tendré que mojarme”, pensaba Ernesto. Como a la media hora escuchó

el chirrido del portón y bajó a abrirle la puerta. Ella entró a la casa empapada

de pies a cabeza.

- ¿Por qué no llevaste el paraguas? ¡Eres porfiada, mujer!

- Me atropelló un auto, le contestó.

- ¿Que te atropelló qué….? le dijo sorprendido. Pero ¿te lastimaste

mucho? Dejame ver, y la revisó entera, huesito por huesito. Parecía

que no era nada grave.

- El auto alcanzó a frenar pero patinó, me golpeó en la rodilla y me azoté

la cabeza en el pavimento; parece que el agua amortiguó un poco el

golpe. Es que la lluvia no paraba y no podíamos cruzar, quedamos en

medio de la calle y…

- Calma, mi amor, yo te alcanzo ropa seca y te voy a preparar algo

caliente. Fue un accidente con suerte, te podrían haber quebrado

todos los huesos.

- La verdad es que nací de nuevo…

Ernesto la tranquilizaba, aunque estaba más nervioso que ella. Tenían

casi treinta años juntos, siempre trabajando duro para alcanzar sus sueños a

contramano y nunca les había pasado algo parecido.

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- ¿Le tomaste la patente al tipo?

- No, es que perdí un poco el conocimiento y unas chiquillas me

ayudaron y me acompañaron hasta la casa.

- Y el tipo te ayudó, por lo menos.

- Sí, estaba muy asustado, era joven y me pidió el teléfono para

llamarme si necesitaba algo.

- Esperá sentada que te va a llamar.

- Yo creo que sí, estaba muy preocupado y se ofreció a llevarme a la

posta, pero no era necesario, me levanté enseguida.

- Bueno mañana vamos al médico para que te revisen y descartar algo

más grave. Vos sabés que esos golpes en la cabeza…

- Sí, además me duele un poco

- Me imagino.

Sonia tomó una ducha caliente, se puso ropa seca y se reanimó un poco

con el café que le preparó su marido. Seguía temblando entera, todavía no

podía borrar la imagen del auto y las luces que se le venían encima, entendió

que eso era un aviso. Sabía que aún le quedaba mucho por hacer así que era

preciso comenzar luego.

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- Y vos que no querías mojarte, le dijo, terminaste hecha una sopa.

- Sabés una cosa, Ernesto, estuve pensando acerca de lo que me pasó…

- Pero calmate negrita, ahora no te conviene darle vueltas al tema, tratá

de descansar mejor y mañana conversamos.

- Pero igual quiero decirte que si me llega a pasar algo más grave te voy

a dejar la dirección y el teléfono de mi viejita para que le avises, ¿sí,

por fa?

- Está bien. Yo también te voy a dar el de mis viejos por cualquier cosa.

Se quedó pensando que sería mejor llamar a la vieja mañana mismo para

contarle lo de su hija, capaz que se le ablanda el corazón y le da la parte

de la parcela allá en Rapel.

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EL ECO DE UN AMIGO

“Ya caserita, su gas, reina, ha llegado, no lo olvide, el más barato,

exclusivo, sin recargo a domicilio…”, retumbaba la voz del Jorge en el

parlante de su camión. Era muy querido por todos, por amable y entrador,

aunque de barato no tenía nada; en honor a la verdad era el más caro de

todos, pero la ventaja es que te daba fiado a fin de mes y quedábamos patos.

Hincha fanático del equipo más popular también se había ganado el corazón

de los barra brava que paraban todas las noches en la placita de la esquina.

Cada mañana el Jorge se paraba frente a mi casa donde compartíamos

unos mates. Me contaba que le recordaba a su pueblo natal donde mateaban

en las tardes de lluvias torrenciales, con calzones rotos, sopaipillas pasadas y

pan amasado con arrollado guaso. Le gustaba el amargo – “como la vida” – y

conversábamos de su infancia y su juventud en el sur, de lo fuerte que le

resultó el cambio a la capital y como fue poco a poco ahorrando para

comprarse la casita, el autito y el camión para trabajarlo por más de diez

años repartiendo su carga por todas las calles y pasajes de la villa.

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A veces llegaba con la más chica de sus hijas, la Catita, que prefería

andar montada en el camión con su papá a quedarse en la casa peleando con

sus dos hermanas mayores. Otra vez nos invitaron a celebrar el cumpleaños

en su casa con su mujer, la Sonia, sus hijas y un montón de familiares y

amigos que llegaron del sur. Se notaba que era feliz, compartiendo un vino,

un asado, entre tallas y risas.

- Sírvele más vino al Marcos – le decía Jorge a su esposa.

- No gracias hermano, estoy bien – le contestaba yo con la boca llena.

- En esta casa se toma o se toma – me retrucaba – entre ponerle y no

ponerle…

- Está bien, pero un traguito nomás.

Las niñas jugaban con sus primos recién llegados, a los que se sumó la

mamá y mi mujer. Después en la madrugada nos dejaban en la puerta de

casa preocupados porque algo nos fuera a suceder en el camino de regreso.

Pasaron un par de años, llegó la crisis y resolvimos comprarle el gas a

otro camión que vendía más barato. Entonces el Jorge me reclamó porque no

le seguíamos comprando. A partir de allí la amistad se fue enfriando, nos

fuimos distanciando.

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Hasta que una tarde de domingo, escuchando la radio, me entero por

un cazanoticias que llamó para dar la primicia que en Butachauques con

Chungungo se encontraba tendido en el suelo muy malherido un chofer de

un camión repartidor . Me latía el corazón a mil y partí corriendo hasta la

esquina de la casa del Jorge, llegué y sucedió tal como lo presentí. Lo había

baleado un cabro de la villa vecina, frente a su mujer y las niñas para robarle

el camión y los pocos pesos que llevaba.

- ¡Por qué tuvo que pasarle esto a él! , -lloraba desconsolada su

mujer-.

¡Le dije tantas veces que no trabajara tanto, que se dedicara más a

sus hijas que estaban creciendo tan rápido, pero no me escuchaba

el muy porfiado! –gritaba furiosa-.

Hace dos años que murió de muerte tan estúpida. Cada vez que

recuerdo su funeral se me paran los pelos. Los que no estaban en la

procesión como nosotros, apretujados, caminando a paso lento la villa

entera, se asomaban a las puertas y ventanas aplaudiendo al paso de la

carroza funeraria, coreando su nombre y cantándole: “Jorge amigo, tu

caserita está contigo”, mientras que los de la garra blanca lo despedían con

cánticos futboleros. Lo enterraron en el sur junto a los suyos.

Todavía resuena su voz en los parlantes por toda la villa y quedó su

imagen grabada en un graffiti que le dedicaron sus amigos en una muralla de

la placita, donde nadie deja que le falten flores ni velas.

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