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“Laberintos sombríos”
(Las moradas secretas de la
mente)
Un drama romántico
De Daniel Dagna
Inspirada en cuentos y poemas de Edgar Allan Poe
“Qué es la locura después de todo sino la
creencia de lo que no existe.”
Edgar Allan Poe
Laberintos sombríos Daniel Dagna Página 1
PERSONAJES
José
Elena
Francisco
El cuervo
ESPACIO ESCÉNICO
* En el “Prólogo”: en el espacio escénico no hay ni muebles ni utilería.
* En “El reencuentro”: un sillón de terciopelo rojo y un óleo que retrata el
apacible rostro de Elena.
* En “La confesión”, “La visita inesperada” y “La caída”: el despacho de
Francisco. Un pequeño y hermoso escritorio de caoba casi negro. Un sillón
de dos cuerpos tapizado con terciopelo verde y un sillón, haciendo juego,
detrás del escritorio. Sobre el escritorio muchos libros, algunos apilados y
otros desparramados. Unas copas y un botellón de vino. En la pared que
hace foro, un óleo que retrata la figura de un hombre hidalgo, esbelto,
pulcro; que fuera pintado con naturalidad y realismo.
* En el “Epílogo”: un callejón con cajones de madera rotos y vacíos, mucha
basura dispersa.
ILUMINACIÓN
* Entre luces y sombras, donde predominan las sombras. La iluminación
juega un rol fundamental en la obra.
MUSICALIZACIÓN:
* Sólo instrumentos de cuerdas. Una balada de prólogo y de epílogo.
* El viento, incansable, temerario.
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“Laberintos sombríos”
(Las moradas secretas de la mente)
Prólogo
En el espacio oscuro el sonido de una guitarra cobra protagonismo y
una dulce voz femenina se deja oír.
El espacio permanece a oscuras por unos instantes, sólo la voz de
Elena abarca la escena.
ELENA:- (Cantando):
Una multitud de ángeles alados,
Con sus velos, en lágrimas bañados.
Son público de un teatro que contempla
Un drama de esperanzas y temores.
Mientras toca la orquesta, indefinida,
La música sinfín de los horrores.
Un pequeño hilo de luz, que proviene desde un lateral y casi rasante,
descubre al hombre. La luz le trepa por la espalda, el hombre está
agazapado, casi estático, casi de piedra, casi como una escultura…
Los bufones gruñen y murmuran,
Danzando aterrados un confuso carnaval.
Enormes formas amorfas los presionan
Y el escenario de continuo logran alterar.
La espalda encorvada del hombre tiene unos pequeños y
espasmódicos movimientos, tal vez… como los de un niño llorando…
o los de un hombre sufriendo y sin poder llorar…
Derramando por sus alas resplandores
De un largo e invisible sufrimiento
En el cielo ya no hay risas de bufones
Solo alaridos, llantos y padecimiento.
El hombre se retuerce, se contornea, sufre, sin abandonar su
posición agazapada… casi animal… casi un hombre vencido…
¡Entre ellos una forma reptante se aparece!
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¡Qué roja como la sangre se retuerce!
¡Se despliega y se retuerce y se dispersa!
Los bufones angustiados son su presa,
Y sus fauces sangre humana derraman.
Otro hilo tenue de luz descubre el rostro sereno, apacible de Elena,
sus ojos bañados por lágrimas, rebalsan, y las mejillas, casi pálidas,
casi blancas, se humedecen…
Y los ángeles alados no dejan de llorar.
Y los ángeles alados no paran de llorar.
¡Qué se apaguen todas las luces!
¡Qué el cielo queda a oscuras!
Desaparece el hilo de luz rasante que iluminaba la espalda del
hombre. Sólo queda en el espacio escénico la tenue luz sobre el
rostro conmovido de Elena…
Y que sobre cada forma estremecido
Un pesado telón duramente se desplome.
Y que con el estruendo del rayo enfurecido.
Baja lentamente el hilo de luz, hasta que solamente se perciben los
contornos del rostro de Elena…
Una negra cortina funeraria se asome.
Y que los querubes pálidos y cansados,
Puestos de pie, ya nunca ángeles alados.
La oscuridad ya ganó el espacio escénico, sólo la voz entrecortada
de Elena lo llena todo…
(Recitando):
Manifiesten que el drama es el del humano,
Y que el único héroe triunfador es el gusano.
Los últimos acordes de la guitarra se interrumpen, secos, abortando
el final de la balada e inmediatamente la oscuridad es sorprendida
por un suave hilo azul. La tenue luz descubre un pequeño ventiluz,
casi pegado al techo, que es por donde ella se cuela y gana el
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espacio interior. La sombra del enrejado del ventiluz se transporta y
se recorta en la espalda de un hombre y luego en el suelo.
El hombre sigue agazapado, casi estático, casi de piedra, casi como
una escultura…
La tenue luz azul lo invade…
Toda su espalda se tiñe, primero inmóvil, fría, lejana; luego de unos
instantes, los músculos se movilizan con pequeños movimientos casi
involuntarios, imprecisos, no terrenales.
La apacible y grave voz proviene desde muy adentro; desde mucho
más adentro que la propia garganta, tal vez desde las profundidades
mismas de las entrañas. Habla y sólo escucha su propia voz.
FRANCISCO:- (Ceremoniosamente, casi sacramental:) ¡Gracias a Dios la
crisis, el peligro, pasaron; y la pena interminable terminó, y esa fiebre llamada vivir
fue vencida… al final!
Breve pausa. Alza los brazos hacia la luz. Las sombras de sus
manos abiertas y de sus brazos extendidos son transportadas hacia
el lateral contrario. Su mirada viaja hacia la luz. Todos sus
movimientos parecen carecer de voluntad propia. Tal vez son
impulsados por un centro de energía externo. Luego se aquieta
físicamente. Sus ojos se pierden, viajan en busca de los ojos de
alguien, de algún interlocutor amistoso y comprensivo. Sus ojos,
negros y profundos, parecen anidar al fondo de dos oscuras fosas.
Miran casi sin ver.
La apacible y grave voz proviene desde muy adentro; desde mucho
más adentro que la propia garganta, tal vez desde las profundidades
mismas de las entrañas. Habla y sólo escucha su propia voz.
La delgadez de su cuerpo lo hace casi etéreo.
La palidez que luce estremece.
De todas maneras, a pesar de su apariencia casi fantasmal,
transmite una extraña alegría y su energía invade, llena, atrapa…
La tenue luz azul lo invade, lo pinta, lo aleja…
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FRANCISCO:- Se preguntarán dónde estamos, donde ocurre esta eterna
comedia… no lo sé. No tengo respuestas sensatas y precisas. No les puedo
definir el lugar donde vivo ahora. Y digo: “vivo”, porque no encuentro otra
palabra en su reemplazo. No encuentro otra palabra, cualquiera, que pueda
definir el estado en que me encuentro. Lamentablemente, no voy a ser yo
quien dilucide el enigma. Sólo sé que fui despojado de mis fuerzas y que no
es mi voluntad la que mueve mis músculos. Sólo sé que estoy en un lugar y
en un estado donde nada importa…
Un brazo cobra altura. Tal como si volara por el aire. Como si
perdiera peso, Como si la fuerza de la gravedad fuera otra. La
espalda se contorsiona, se retuerce, busca altura…
FRANCISCO:- Yo siento que al fin me encuentro mejor.
El otro brazo vuela. Los dos brazos viven la misma experiencia. Los
músculos de las piernas se conmueven involuntariamente, entre
piedra y arena, entre escultura y hombre…
FRANCISCO:- Y creo que tan quieto yazgo en mi lecho que cualquiera que
me viese podría imaginar que estoy muerto; podría estremecerse al
mirarme creyéndome muerto. Estoy en un lugar sin tiempos, sin horas, sin
inviernos, sin calzados, sin vestimentas, sin los “demás”… Donde el
lamentarse y el gemir, los llantos y los suspiros, fueron calmados; y con
ellos el horrible palpitar del corazón. ¡Ese horrible palpitar!
En el involuntario vuelo sus brazos palpan, dan vida a un objeto que
no tiene cuerpo a los ojos de cualquier humano. Sólo para el hombre
el objeto existe, es corpóreo, tangible… Las manos del hombre
acarician y dan forma, acarician paredes imaginarias. Paredes
imaginarias que se encuentran en el centro del espacio escénico.
Su lejana mirada se dirige hacia el frente, buscando a su amable
interlocutor; y luego de una breve pausa continúa hablando…
FRANCISCO:- Los mareos, las náuseas, el dolor implacable, cesaron con la
fiebre que laceraba mi cerebro, con la fiebre llamada v-i-v-i-r que quemaba
mi cerebro. (Pausa breve.) Se calmó también la tortura, de todas la peor:
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esa horrible tortura de la sed por las aguas mortales del río maldito de la p-
a-s-i-ó-n.
Casi involuntariamente todo su cuerpo se mueve por el espacio. Con
torpeza. Casi como aprendiendo a hacerlo. Su mirada, serena, casi
de niño, trasmite paz eterna.
FRANCISCO:- Para ello bebí de un agua que apaga toda sed. De un agua
que fluye con un murmullo de canción de cuna; una fuente que yace pocos
metros bajo la tierra; de una cueva que se halla muy cerca del suelo.
Ahora el cuerpo sabe lo que hace, casi danza…
FRANCISCO:- Mi espíritu atormentado descansa blandamente, olvidando,
jamás añorando sus rosas; sus viejos anhelos de vinos y rosas. Porque
ahora, mientras yace apaciblemente, se imagina alrededor un aroma más
sagrado; un aroma de pensamientos, un aroma de romero mezclado con
pensamientos, con las hojas de ruda y los hermosos y humildes
pensamientos.
El niño se hizo adolescente, sus movimientos ganan un erotismo
vago, ambiguo…
FRANCISCO:- Ella me besó delicadamente, ella me acarició con ternura, y yo
me dormí suavemente sobre su seno, profundamente dormido en el cielo de
su seno.
La danza lo transporta hacia el objeto que sólo tiene forma y cuerpo
para él. El hombre está de frente (hacia la cuarta pared) y dándole la
espalda al objeto que es inasible a los ojos humanos. El adolescente
crece, es hombre, hombre que envejece; niño-adolescente-hombre
que danza la vida misma…
El cuerpo del hombre se paraliza, se transforma en una escultura de
piedra. Su cabeza erguida, los brazos a los costados del tronco.
Leves y pausados movimientos de sus pies lo obligan,
involuntariamente, a caminar hacia atrás. A ir de espaldas hacia el
objeto que sólo tiene forma y cuerpo para él y que a los ojos
humanos es una forma imaginaria creada por el personaje. El
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hombre atraviesa de espaldas la imaginaria puerta. Experimenta el
asfixiante aire viciado del encierro.
Sus brazos a los costados, perciben las paredes imaginarias que
rodean todo su cuerpo. Luego, con sutiles movimientos, los brazos y
las manos, dan vida, recrean el pequeño espacio interior que
encierran las paredes del objeto que sólo él ve. Da vida a las paredes
que lo cobijan, que lo hospedan.
FRANCISCO:- (Luego de una breve pausa y con un sutil dejo de
apasionamiento, pero sólo un dejo): ¡Qué no se diga neciamente que mi
morada es oscura y que angosto es mi lecho! ¡Porque jamás hombre
alguno durmió en lecho distinto, y a todos ustedes, cuando les llegue la
hora de dormir, dormirán en un lecho idéntico!
El sonido de la guitarra deja oír el comienzo de la balada del prólogo.
FRANCISCO:- Cuando la luz se extinguió, ella me tapó cuidadosamente, y
rogó a los ángeles que me protegiesen de todo mal: a la reina de los
ángeles que me guardara de todo mal. Y tan quieto y apacible reposo
tendido en mi lecho, que imaginarán que estoy muerto; probablemente se
impresionarán al mirarme… creyéndome muerto.
El hombre ríe. Su risa es confusa, no podríamos decir que es una
risa alegre, colmada de felicidad, pero tampoco que es una risa
tenebrosa. El hombre por primera vez cierra sus ojos cansados.
FRANCISCO:- ¡Pero mi corazón es más brillante que las estrellas que
salpican en infinidades el cielo, brilla, resplandece con el amor, con el
pensamiento de la luz de los ojos de la vida y de la muerte!
El apagón lo sorprende entrecruzando las manos sobre su pecho.
Por unos segundos la oscuridad inunda, llena todo y luego, la voz del
hombre resuena en el vacío que produce la negrura cerrada…
FRANCISCO:- Y así permanezco en paz, sumido en el sueño sin fin de la
verdad y la belleza, inundado entre las trenzas de la vida y de la… muerte.
El sonido de la guitarra, paulatinamente sube su volumen y luego,
desaparece repentinamente…
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El reencuentro
La luz nos presenta un sillón de terciopelo rojo. Parado cerca de él y
tal vez observando un óleo que nos descubre el rostro apacible de
una bella mujer, que no es otra que la dulce y apenas sonriente
Elena, lo encontramos a José. Aparece ella. Se miran, se rozan con
las miradas…
ELENA:- Está descansando… cuando lo veas te va a costar reconocer
al hombre que fue… Seguramente, ningún hombre cambió tanto en tan corto
tiempo…
JOSÉ:- ¿Qué pasó con mi buen amigo?
ELENA:- Francisco pasó de la adolescencia a la vejez sin detenerse…
Físicamente está muy avejentado, su ánimo se fue transformando en
taciturno… Piensa demasiado, y sus pensamientos están ocupados en temas
muy oscuros…
JOSÉ:- (Seductor): No perdiste la naturalidad y el encanto…
ELENA:- Es solamente la apariencia externa…
JOSÉ:- Es lo que por ahora, descubro...
Elena se pone de pie y va hacia la puerta de ingreso. Escucha
atentamente y vuelve hacia José.
ELENA:- No nos queda mucho tiempo, en cualquier momento
aparecerá por esa puerta y no voy a poder decirte lo que hizo que te hiciera
venir con tanta urgencia…
José se le acerca provocativa y seductoramente.
JOSÉ:- Aguardé durante años una carta tuya, cuando la tuve entre mis
manos, no me atrevía a abrirla. Luego de hacerlo la leí casi sin respirar. Una
carta llena de hermosas y ambiguas palabras. Confieso que el relato no
conformó mis deseos.
ELENA:- (Esquivamente): Nosotros dos ya no tenemos tiempo.
JOSÉ:- (Reintenta su camino seductor): Mi dulce Elena, nosotros
siempre tendremos tiempo para amarnos…
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ELENA:- (Cortante): Lo que en apariencia ves en mí no es lo que hoy
soy en realidad…
Breve pausa. Elena se vuelve a poner de pie y va nuevamente hacia
la puerta. Al regresar, José la enfrenta con decisión.
JOSÉ:- Nunca voy a entender por qué nos dijimos adiós aquel día.
Porqué te dejé ir, sin retenerte de un brazo, sin un súplica… (No puede
contener la excitación que ella le produce.) Te tuve siempre en mis
pensamientos, cuando caminaba a la margen de un río, cuando miraba algún
retrato colgado en una pared de un sitio cualquiera, cuando leía algún antiguo
libro de poemas, cuando veía un par de ojos negros y penetrantes… ahí
estabas… siempre…
ELENA:- (Tajante): José, ya no hay tiempo para nosotros, lo que pudo
haber sido ya no tiene tiempo, ya no tiene espacio en esta vida…
(Secamente): Estoy muy enferma…
JOSÉ:- (No queriendo escucharla): Yo estoy enfermo de amor.
ELENA:- ¡No pudiste escuchar! ¡No quisiste hacerlo! (Lo mira
quedamente a los ojos. Lo repite con mucha angustia): Estoy muy enferma…
Me queda muy poco tiempo de vida. Hace unos meses sentí como el dedo de
la muerte se posó en mi pecho. En ese momento, en ese preciso instante tuve
la terrible sensación de que toda la belleza de la vida había sido creada sólo
para morir. ¿Recordás cuándo caminábamos a orillas del río?
Una profunda piedad, bajo un sutil manto de romanticismo, envuelve
a la pareja.
JOSÉ:- (Recordando): El Río del Silencio. Así lo llamábamos…
ELENA:- Caminábamos horas tomados de las manos y sin hablar…
JOSÉ:- Por aquellos días nos juramos amor eterno.
ELENA:- Yo cumplí con aquél juramento.
JOSÉ:- Nunca falté a mi palabra.
ELENA:- Hoy necesito un nuevo juramento.
JOSÉ:- No nos juremos nuevamente amarnos, ¡casémonos! Ahora
mismo, no necesitamos invitar a nadie más; con Francisco como invitado
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estelar será suficiente. Nos iremos unos días a Baltimore. Allí algún amigo
piadoso nos recibirá y nos dará abrigo; ¡tendremos una breve y apasionada
luna de miel!
ELENA:- No mi amor. Aunque ese haya sido mi deseo por aquellos
tiempos hoy el juramento que tengo que pedirte es otro.
JOSÉ:- Acaso no sentís lo mismo que yo siento.
ELENA:- (Es asaltada por la angustia): ¡Ya no importan los
sentimientos! Importa lo que irremediablemente va a ocurrir.
JOSÉ:- Vivamos juntos sin pensar en el tiempo que duré. Quiero
protegerte, amarte, tomarte de la mano y volver a caminar sin hablar; caminar
largas horas junto al Río del Silencio, por nuestro valle de hierbas… Sin perder
de vista, ni por un instante, tus hermosos ojos.
Elena en un esfuerzo sobrehumano toma distancia de José. Va hacia
la puerta, observa y escucha si desde el corredor llega algún sonido.
ELENA:- (Sobreponiéndose a la angustia, con determinación): ¡Tenés
que jurarme que no abandonarás a Francisco después de mi muerte! Temo lo
peor.
José queda abatido. Se deja caer sobre el terciopelo rojo del sillón.
JOSÉ:- ¿Cuál es tu temor?
ELENA:- No alcanzo a comprender la naturaleza de su enfermedad. Él
supone que es un mal constitucional y familiar. Su afección nerviosa se
manifiesta en una multitud de sensaciones anormales.
JOSÉ:- ¿Por ejemplo?
ELENA:- (Extrañada, con un profundo dolor): Observo en él una aguda
alteración de los sentidos y un interés morboso en vivir esos padecimientos.
Apenas soporta los alimentos más insípidos; no puede vestir sino ropas de
cierta textura; los perfumes de todas las flores le son aprensivos; la luz más
débil tortura sus ojos, y sólo pocos sonidos característicos, y éstos de
instrumentos de cuerda, no le inspiran horror.
JOSÉ:- (Con aparente conocimiento de los síntomas): Es un esclavo
sometido a una suerte anormal de terror…
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ELENA:- Coquetea a diario con el fantasma de la locura.
JOSÉ:- La locura.
ELENA:- Cuando yo no esté a su lado dejará de coquetear para
abandonarse a sus brazos.
JOSÉ:- Y yo, ¿qué puedo hacer?
ELENA:- Estar con él, no abandonarlo, ocurra lo que ocurra, estar con
él; acompañarlo en su agonía…
JOSÉ:- (Con verdadero y profundo amor): Mi dulce y eterno amor.
¿Qué habremos dejado de hacer para ser merecedores de éste sufrimiento?
ELENA:- Vivir, simplemente vivir; el sufrimiento existe para enaltecer la
belleza de la felicidad…
José la atrae hacia sí y la abraza profundamente. Ambos se
confunden en un abrazo lleno de amor. Elena lo aparta dulcemente
por un segundo.
ELENA:- Todavía no me lo juraste.
JOSÉ:- Las palabras ambiguas de tu carta ahora tienen sentido.
ELENA:- Lo jurás.
JOSÉ:- Lo juro.
Vuelven al profundo abrazo que intenta convertirse en eterno.
Apagón.
La confesión
El despacho de Francisco.
Francisco está sentado detrás del escritorio. José se pasea por el
despacho y luego se queda observando el óleo que cuelga en la
pared que hace foro.
FRANCISCO:- Nuestro bisabuelo. La primera generación que ocupó esta
mansión. Después de él, todos, toda su descendencia, habitó debajo de
estos techos. (Breve pausa.) Después de “su muerte”, (refiriéndose a su
hermana, con una profunda amargura), hará de mí, (el desesperado, el
frágil), el último de la antigua raza de los Usher.
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JOSÉ:- (Casi sin saber que decir): No somos quienes para aseverar el
desenlace de nuestras vidas.
Improvistamente aparece Elena trayendo una bandeja. Sus pasos
lentos, su voz cansina; provocan en José la certificación de las
palabras pronunciadas por Francisco.
ELENA:- (Le sirve láudano a Francisco en una pequeña copa.) Es hora
de tu medicina.
FRANCISCO:- (Bebe.) No es necesario que te molestes en traérmelo. Lo
podrías dejar sobre el escritorio. Lo tomaría cuando fuera necesario. Ya te lo
prometí.
ELENA:- No es para mí ninguna molestia ocuparme de mi querido
hermano.
Sale lentamente por la misma puerta por donde había ingresado. Al
pasar cerca de José le sonríe tiernamente. Con su pensamiento le
dice claramente: después de mí, serás el encargado de suministrarle
el calmante.
JOSÉ:- Hasta luego, Elena.
ELENA:- Hasta luego… (Sale. Se produce una breve pausa.)
FRANCISCO:- Si la escritura no te hubiera empujado hacia otros sitios, ella
podría haber sido la madre de tus hijos…
JOSÉ:- Y vos, mi querido cuñado.
FRANCISCO:- Y yo no sería el…
JOSÉ:- … ¡último de la antigua raza Usher!
FRANCISCO:- No me parece gracioso, hoy no me lo parece…
JOSÉ:- Perdón, no fue mi intención… ¿Te puedo hacer una pregunta?
FRANCISCO:- Por supuesto.
JOSÉ:- ¿Qué fue lo que le prometiste?
FRANCISCO:- ¿A quién?
JOSÉ:- A Elena.
Francisco mira a su amigo sin entender a qué se refiere.
JOSÉ:- Cuándo vino a proporcionarte el calmante…
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FRANCISCO:- Me pesa tanto la enfermedad de Elena que un día cometí la
locura de tomarme todo el frasco de láudano y de mezclarlo con mi botellón de
vino. Desde ese día…
JOSÉ:- Ella se convirtió en tu enfermera…
FRANCISCO:- Y yo no tengo fuerzas para convertirme en el suyo. El insólito
diagnóstico de Elena ya es irreversible. Su apatía es permanente…
JOSÉ:- No la veo tan así.
FRANCISCO:- Su apatía permanente ahora está alterada por tu presencia.
Sufre de un agotamiento gradual de su persona y sus trastornos neurológicos
se caracterizan por la pérdida completa de las facultades de modificar
voluntariamente el tono muscular; cada vez con mayor frecuencia permanece
en la misma postura durante un período prolongado de tiempo. No responde a
los estímulos, y el pulso y la respiración se vuelven lentos. Tan, pero tan lentos, que son
imperceptibles. La piel se le pone pálida; blanca, la blancura macabra y fétida de la
muerte.
JOSÉ:- ¿Desde cuándo soporta estos síntomas?
FRANCISCO:- Ya hace un largo tiempo. Pero ahora, sus crisis son cada vez
más frecuentes y su corazón ya no tiene la vitalidad suficiente como para
soportar ninguna crisis más. Por eso te hice venir con tanta urgencia.
JOSÉ:- ¿Por qué le pediste a ella que escribiera?
FRANCISCO:- Ella quiso hacerlo. Secretamente siempre tuvo deseos de
hacerlo. Cuando yo le sugerí que debíamos escribirte, no dudó un instante en
lanzarse al papel. ¡Ni me permitió leerla!
JOSÉ:- ¿Por qué no me escribieron antes?
FRANCISCO:- Porque sólo lo hacíamos para recomendarnos libros, cuentos
y poemas…
JOSÉ:- (Acercándose.) Tanta ficción nos alejó de nuestra propia
historia…
FRANCISCO:- Los recorridos de la vida son inescrutables…
JOSÉ:- Y nada se puede volver atrás…
Laberintos sombríos Daniel Dagna Página 14
El apagón encuentra a los amigos muy próximos y no sólo
físicamente.
La visita inesperada
El despacho de Francisco.
Envuelto casi en una penumbra encontramos a Francisco muy
alcoholizado. Llama, enigmáticamente, sutilmente, con voz suave y
trémula…
FRANCISCO:- Elena… Elena… ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu cuerpo y
dónde está tu alma? Tu cuerpo descansa en tu fría mortaja, pero, ¿y tu alma?
No la escucho deambular por las habitaciones; no la presiento ni en tu cuarto,
ni en tu jardín, ni en el salón… ¡Elena!, ¡Elena! ¿Dónde estás?
Inclina su cabeza sobre un libro intentando dormir. Se sobresalta
repentinamente.
FRANCISCO:- ¿Quién llamó a mi puerta?... ¿Elena?...
Nadie contesta, se levanta y tambaleante va hacia la puerta, pero no
se anima a abrirla y tambaleante vuelve a su sillón y a su libro.
FRANCISCO:- ¡Es el viento y nada más!
Vuelve a recostar su cabeza y se vuelve a sobresaltar. Mira hacia la
puerta y duda.
FRANCISCO:- ¡Es el viento que golpeó a mi puerta: eso es todo y nada más!
Trata de luchar contra su cuerpo ebrio e intenta concentrarse en la
lectura.
FRANCISCO:- ¡Tengo que leer! Tengo que concentrarme en la lectura para
olvidar. ¡Tengo que olvidar la muerte de mi querida hermana! ¡Tengo que
olvidarla! ¡Tengo que olvidarla! (Breve pausa.)¿Cómo te llamaran los ángeles?
¡Elena, ¿cómo te llaman?! Tal vez, ahora ya sin nombre… ¡nunca más!
Vuelve a escuchar un ruido y su tambaleante figura va hacia la
puerta. Vacila.
FRANCISCO:- ¡Es, sin duda, un visitante que a mi despacho quiere entrar: un
tardío visitante a las puertas de mi casa..., eso es todo, y nada más! (Con
Laberintos sombríos Daniel Dagna Página 15
coraje se acerca sigilosamente hacia la puerta.) Caballero o dama: pido
disculpas; estaba tratando de conciliar el sueño, pero, con tanta gracia llamaste
a mi puerta, que no escuché… (Abre la puerta al punto.) ¡Sombras sólo y...
nada más! (Mira a su derredor, las dudas lo inquietan, lo atemorizan.) ¡Te
presiento! ¡Te presiento! (Intenta, tambaleante, regresar hacia a su sillón y a su
libro. Vacila.) Seguro que es algo que se posó en mi persiana. Tratemos de
encontrar la razón abierta y natural de este caso raro y serio. ¡Corazón! Calma
un instante, y aclaremos el misterio... (Va hacia la ventana. Y tratando de
tranquilizarse): ¡Es el viento y nada más!
Abre la ventana. Por ella aparece una figura fantasmagórica,
femenina, sensual, bella; y ágilmente comienza a revolotear por el
espacio.
FRANCISCO:- (Anonadado): ¿Un cuervo? (Tratando de restarle importancia):
Es sólo un cuervo… con rítmico aleteo y elegancia extraña…
La figura majestuosa, con gracia y sensualidad, coreográficamente,
dramatizará los textos de Fernando.
FRANCISCO:- ¡Vagabundo de las tinieblas!... ¿cuál es tu nombre?
EL CUERVO:- ¡Nunca más!
FRANCISCO:- ¿Nunca más?
El cuervo se posa, fijo, inmóvil, en la ornamenta del portal. Francisco
tambaleando y tratando de restar importancia al pájaro intenta volver
a su sillón y a su libro.
FRANCISCO:- (Cómo para sí, tratando de auto convencerse y de tomar la
situación casi como algo natural): Ya otros antes se marcharon, cuando
amanezca, él también se irá volando como mis sueños volaron.
EL CUERVO:- ¡Nunca más!
Francisco vuelve a su libro y trata de concentrarse en él, tal vez
creyendo que podrá olvidarse de la presencia del cuervo.
FRANCISCO:- (Tratando de calmarse): No hay dudas, lo que dice es
aprendido; aprendido de algún amo desdichado a quien la suerte persiguiera
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sin parar, persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su lucha, terminar
sus canciones con el triste estribillo de jamás, ¡y nunca más!
EL CUERVO:- ¡Nunca jamás!
Francisco se pone de pie y laboriosamente va hacia el cuervo. Duda,
regresa a su escritorio, ya no puede casi controlar sus nervios. Toma
el frasco de láudano.
FRANCISCO:- (Reprochándose a sí mismo): ¡Soy un miserable! ¡Dios me
escuchó! ¡Y como castigo me envió a éste ser! Voy a beber todo este nepente.
Así podré olvidar. (Se dispone a beber el láudano.)¡Por el olvido del recuerdo
de Elena!
EL CUERVO:- (Interrumpiéndole la acción a Francisco): ¡Nunca más!
Francisco, desafiante, con el frasco en una mano, va hacia el cuervo.
FRANCISCO:- ¡Profeta o duende! Ya seas ave o diablo; ya te envíe la
tormenta; ya te veas por los vientos barrido a mí desolado hogar; a esta casa
por los males devastada; (rogándole)… te lo suplico: ¿Voy a encontrar algún
consuelo para el mal que tristemente sufro?
EL CUERVO:- (Sentenciándolo): ¡Nunca más!
FRANCISCO:- (Subiendo el tono de su súplica): ¡Profeta o diablo! ¡Por el
mismo Dios del Cielo a quien ambos adoramos!... ¿en otra vida voy a abrazar
a mí querida hermana?
EL CUERVO: - ¡Nunca más!
FRANCISCO:- (Exultante): ¡Esa respuesta, cuervo, es la última y que sea la
señal de tu partida! (Descontrolado se abalanza hacia la puerta y trata de
ahuyentar al pájaro.) ¡Volvé, regresá a tu horrible guarida! ¡Dejá el busto! ¡Dejá
en paz mi soledad! ¡Quitá el pico de mi pecho! ¡Fuera de mi vista!
EL CUERVO:- ¡Nunca más!
Francisco golpea la puerta y cae penosamente al suelo, agitado,
angustiado… Su vista se clava en el piso y la puerta queda a
oscuras.
A los pocos instantes la puerta se abre y aparece José. Jadeando,
fatigado por causa de la lucha entablada durante varios minutos para
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lograr abrir la pesada puerta. Observa a su amigo caído y va hacia él.
Se agacha y lo abraza.
FRANCISCO:- (Con profundo dolor y horror): ¡El cuervo!… el cuervo…
inmóvil, sigue fijo… sobre el busto que decora la moldura de mi puerta....
Francisco le muestra a José el busto de Palas que ornamenta la
moldura de la puerta.
FRANCISCO:- …y sus ojos son los ojos de un demonio que cuando duerme
solo tiene visiones malignas; y la luz que cae sobre él, arroja al suelo su ancha
sombra funeral, y mi alma de esa sombra que flota en el suelo... ¡nunca se
alzará..., nunca jamás!
José abraza tiernamente a su amigo.
El busto de Palas que ornamenta la moldura está vacío. Apagón.
La caída
Despacho de Francisco. Una tormenta arrecia. El viento sopla
incesante y cruel. La ventana rechina empujada desde fuera. Los
árboles se bambolean frenéticos por la velocidad y la fuerza de los
brazos del temporal.
Francisco está solo, arrinconado entre las sombras; y a través de sus
ojos y de toda su gestualidad expresa el terror que lo aflige.
Se abre la puerta y aparece José. Absolutamente despeinado,
mojado, desalineado.
JOSÉ:- (Tratando de reacondicionarse.) Cuesta moverse por los
jardines, da la impresión de que el viento va a cortar a los árboles de raíz…
(Busca a Francisco con la mirada.) ¿Qué haces escondido ahí?
FRANCISCO:- (Con voz entrecortada por el pánico): ¿Lo viste? (Mira
temerosamente a su alrededor.) ¿Lo viste?
JOSÉ:- (Con seguridad): El cuerpo de Elena está dentro de su
vestidura, sobre los caballetes. Hace dos meses que estamos pasando, noche
a noche, por situaciones similares a ésta. Tenés que abandonar esta casa.
¡Definitivamente! El mal que nos arrebató a Elena ya logró su objetivo. ¡Es
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muerte, no catalepsia! ¡Está muerta, psíquica y físicamente! Su noble e
inocente espíritu estará danzando junto a los ángeles.
FRANCISCO:- (Sin abandonar su resguardo; aterrado): ¡Te aseguro que la
enterramos viva! Deambula, noche tras noche, por los rincones de la casa. ¡La
presiento! ¡Su espíritu me tortura día a día! ¡Nunca me perdonará! ¡Nunca,
jamás!
JOSÉ:- (Enérgico): Todavía estoy acá porque se lo prometí a Elena.
Yo le juré que no te iba a abandonar. Pero no le juré que íbamos a permanecer
en esta casa. ¡De modo que mañana mismo nos vamos de acá! Si no lo haces
por tus propios medios, me veré obligado a hacerlo por la fuerza. ¡De ninguna
manera pienso pasar una noche más en esta cripta llena de muertos y
fantasmas!
FRANCISCO:- ¿No lo viste?
Se pone de pie, toma la lámpara y la protege cuidadosamente para que
no se apague. Va hacia la ventana.
FRANCISCO:- (Muy consternado): ¿No lo viste? ¡Esperá, esperá, ya lo vas a
ver!
Abre a ventana de par en par. La ráfaga entró con furia impetuosa.
Un libro cayó al suelo. Se apagó la lámpara que Francisco sostenía
en su mano. José corre hacia la ventana y no sin esfuerzo logra
cerrarla. La luz que esparce la tormenta es sobrenatural, espectral…
JOSÉ:- (Enérgico): ¡Basta de locuras! Estos espectáculos, que te
confunden, son simples fenómenos producidos por la tormenta… (Sienta a su
amigo en el sillón de terciopelo verde.) Dejemos cerrada la ventana; el aire
está frío y es peligroso para tu salud. (Toma el libro que se había caído.) Aquí
tenés una de tus novelas favoritas. Voy a leer y me vas a escuchar. De esa
manera pasaremos juntos esta terrible noche. (Lee con fuerza y velocidad, tal
vez tratando de tapar la feroz tormenta, o tal vez para lograr aturdir a
Francisco y no dejarlo pensar): Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón
valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no
esperó el momento de parlamentar con el ermitaño, quien, en realidad, era de
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índole obstinada y maligna; sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo
el estallido de la tempestad…
Se escucha un fuerte golpe que proviene desde la puerta del
despacho, ambos se alteran.
JOSÉ:- (Se esfuerza con mayor ímpetu con la lectura): …alzó
resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de
la puerta, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal
forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo
llenó de alarma.
Los ruidos son cada vez más notorios, como si algo pesado se
estuviera abriendo, levantando, descorriendo. La tormenta arrecia
con más vehemencia.
JOSÉ:- (Lucha con la noche, con los ruidos, y se esfuerza para poner
mucha energía con la lectura): Y del muro colgaba un escudo de bronce
reluciente con esta leyenda: Quien entre aquí, conquistador será; quien
mate al dragón, el escudo ganará.
Aquí, en éste preciso instante, José detiene la lectura y conducido
por la mirada fija y aterrada de Francisco, mira hacia la puerta.
FRANCISCO:- (Aterrorizado): ¿No lo oís? ¡Sí!, yo lo oigo. ¡Yo lo oigo! Mucho,
mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he
oído, pero no me atrevía...
JOSÉ:- (Protectoramente): ¡Es el viento! ¡Es la tormenta!
FRANCISCO:- ¡Soy un miserable! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar!
¡La encerramos viva en la tumba!
JOSÉ:- ¡No es cierto! ¡Soy médico! ¡Nunca podría confundirme ante la
muerte!
FRANCISCO:- ¿No te dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que
oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace
muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atreví a hablar! ¡Y ahora, esta
noche…! ¡Ethelred! (Ríe casi demencialmente.) ¡La puerta rota del ermitaño, y
el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo! (Vuelve a reír.)
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JOSÉ:- ¡Es la tormenta! ¡La furia del viento!
FRANCISCO:- (Desde ahora su vehemencia ira in crescendo): ¡No! ¡Decí
mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de las bisagras de su prisión, y
sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre!
JOSÉ:- (Intenta contenerlo, calmarlo, aplacarlo): Mañana ya no
estaremos acá. Te lo prometo, querido amigo, desde mañana…
FRANCISCO:- ¡¿Adónde escapar?¡ ¡¿Dónde podré estar a salvo?! ¡¿Dónde
podré esconderme?!
JOSÉ:- ¡En Baltimore! En una casa de campo…
FRANCISCO:- ¡No!, ¡muy pronto llegará ahí! ¡Se precipitará a reprocharme!
¡No puedo escapar! ¡Ya es demasiado tarde!
JOSÉ:- Falta muy poco para que amanezca…
FRANCISCO:- ¡Ya es demasiado tarde! ¿No escuchás sus pasos por la
escalera? Escucho muy cerca el pesado y horrible latido de su corazón.
José trata de contener a su amigo que se puso de pie y va hacia la
ventana. Ambos forcejean.
FRANCISCO:- ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! ¡Te digo que está del otro lado de la
puerta!
JOSÉ:- ¡No me obligués a golpearte! ¡No lo hagas!
FRANCISCO:- ¡Demente! ¡Insensato! ¡Loco! ¡Te digo que está del otro lado
de la puerta!
JOSÉ:- ¡Voy a tener que golpearte!
FRANCISCO:- (Fuera de sí): ¡Está detrás de la puerta!
La fuerza de Francisco es demencial, se desprende de José y luego
con violencia inusitada lo arroja al piso. Muy cerca de la puerta y
lejos de la ventana.
Francisco, casi sin dudar, se precipita hacia la ventana, la abre con
violencia y de un salto casi felino se arroja al vacío.
La tormenta tenaz entra en el despacho.
José se reincorpora en el preciso instante en que Francisco se arrojó
por la ventana. Con desesperación va hacia ella, mira hacia abajo y
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luego, librando una batalla denodada contra el viento, la cierra. En
ese preciso instante la puerta es abierta violentamente y la figura de
Elena, iluminada por detrás y a través de un intenso haz de luz,
recorta su silueta en la puerta y expande su sombra por todo el
espacio escénico. Toda la gestualidad de José se desencaja, se
desquicia, se trastorna… Luego sobreviene el apagón.
Epílogo
Una tenue luz de luna, que se abre paso entre oscuros nubarrones y
luego de una breve lluvia otoñal, nos descubre el cuerpo tirado de un
hombre. El hombre yace inmóvil entre bultos oscuros, cajones
vacíos, botellas esparcidas y vidrios rotos.
Todo el paisaje que nos revela la luz de la luna, que por momentos
desaparece y suavemente vuelve a reaparecer, incluyendo las
pobres y sucias ropas del hombre, nos representa un rincón olvidado
y convertido en un basural.
Elena, que luce la misma vestimenta que en la escena anterior,
iluminada por la luz de la luna, observa al hombre. Todos sus
movimientos son fantasmagóricos, livianos; recorre el espacio
escénico casi en una danza espectral.
De repente el hombre gira y se queda mirando al cielo. Está
alcoholizado en demasía y la gestualidad de su rostro trasmite un
profundo horror. Es evidente que las imágenes, entre luces y
sombras, más sombras que luces, le imprimen al protagonista una
patética expresividad. Se podría decir que estamos en presencia de
un hombre sucumbiendo en un fantasmal delirio.
JOSÉ:- (La palabras brotan de su garganta seca): ¡Siento tu mano
helada!, ¡la siento! Aunque no pueda verte, ¡te siento! ¡Sé que estás ahí!
ELENA:- (Seductoramente, intentando sumirlo en un hechizo casi
perverso): Levantate.
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JOSÉ:- De pronto tu mano helada se posa en mi frente y tu voz
impaciente, nerviosa…
ELENA:- (Sin cambiar su intencionalidad, pero algo más cortante):
¡Levantate! ¡Te ordené que te levantes!
JOSÉ:- (Se reincorpora, lenta y torpemente.) Estoy sentado. Me senté.
La oscuridad es casi total. No puedo ver la figura del que me despertó. No
puedo traer a mi memoria ni el período durante el cual caí en trance, ni el lugar
donde estoy ahora. (Su mirada abandona el cielo.)
La luna viaja por el basural sombrío. Todo es luz y sombra. Donde
las sombras ganan la batalla
JOSÉ:- ¿Dónde estoy? ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estoy entre
cosas inútiles? (Su mirada vuelve a posarse en la luna, en los nubarrones, en
el cielo.) Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, tu
fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con insolencia.
ELENA:- (Su tristeza lentamente ira mutando en odio): Abro mis ojos.
Observo. Está oscuro, todo oscuro. El ataque terminó. La crisis de mi trastorno
ya terminó. Puedo ver claramente, recobré el uso de mis facultades visuales,
y, sin embargo, está oscuro, todo oscuro, con la intensa y total capacidad de la
noche que dura para siempre. ¡Voy a gritar!
José ya no mira la luna. Sus párpados cansados se alzan con mucho
esfuerzo y sus ojos aterrados miran fijamente a la mujer.
JOSÉ:- (Su atemorizada voz surge de la garganta seca y pastosa): ¿Y
vos?, ¿quién sos?
ELENA:- (Grita secamente): ¡No tengo nombre en las regiones donde
habito!
El hombre se acurruca, se arropa; temeroso, horrorizado.
JOSÉ:- Acaso sos…
ELENA:- (Irónicamente): ¡Fui una mujer y ahora soy un demonio!
JOSÉ:- ¿Cuál es tu nombre?
ELENA:- (Más cáustica): Soy cruel, pero digna de lástima.
JOSÉ:- (No queriendo decir su nombre): ¿Elena?
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ELENA:- (Su ironía, paulatinamente irá dejando expresar su odio):
Sentís como me estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo y, sin
embargo, no es por el frío de la noche, de la noche sin fin.
JOSÉ:- (Lleno de culpa): ¿Sos Elena?
ELENA:- (Con odio, con resentimiento): ¡Ya no tengo nombre! Lo que
no existe no tiene nombre. Lo que sí tiene nombre es este horror
insoportable. (En un claro intento por llenarlo de culpa): ¿Cómo podés
dormir tranquilo? No pueden dejarte descansar los gritos de esas grandes
agonías. Estos espectáculos son más de lo que se puede soportar.
(Cortante): ¡Levantate! (Ordenándole): Salí a la noche exterior y mirá las
tumbas. (Con mucha ironía): ¿No es éste un espectáculo de dolor?
¡Contemplá! (Gritándole): ¡¡Observá!!
JOSÉ:- (El hombre mira a su alrededor, aterrado… su voz llena de
miedo): No, por favor, seas quien seas, no abras las tumbas de toda la
humanidad, ¡Por favor, no lo hagas! (Se tapa los ojos, un fuerte resplandor
que proviene del suelo le golpea el rostro y lo ciega.) ¡No puedo soportar las
irradiaciones fosfóricas de la putrefacción!
ELENA:- (Su ironía cobra todo su esplendor): ¡No dejés de mirar! ¡No te
cubras el rostro! ¡No te lo cubras!
JOSÉ:- (Desprotege sus ojos y mira hacia el suelo): Estoy
observando… Puedo ver los sitios más ocultos, y el espectáculo de los
cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, los
que duermen son los menos, entre muchos millones…
ELENA:- (Culpándolo): Allá está mi cuerpo: ¿lo ves?, ¡allá está, lo ves!
JOSÉ:- (Aterrado): Entre aquellos que parecían reposar tranquilos hay
un gran número que cambió, en mayor o menor medida, la rígida e
incómoda posición en que habían sido enterrados. ¡Algunos están casi
sentados! ¡Otros con los brazos levantados!
ELENA:- (Acentuando la intensión de llenarlo de culpa): Mis manos
golpearon hasta el agotamiento esa sustancia sólida, leñosa, que se extiende
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sobre mi cuerpo a no más de veinte centímetros de mi cara. ¡No hay dudas!
¡Ya no puedo dudar!
JOSÉ:- (Aterrado): Algunos rostros reflejan el horror del encierro…
ELENA:- (Con profundo dolor y odio): ¡Estoy encerrada en un ataúd!
¡Me enterraron viva! ¡Me enterraron viva!... Ya no puedo dudar… estoy
reposando… al fin… dentro de un ataúd…
JOSÉ:- (Rogándole): ¡Dejá de aferrarme!… ¡Quitá tu mano helada que
agarra mi muñeca!… (Mira hacia el suelo.) ¡Las luces fosforescentes no dejan
de cegarme! ¡Las tumbas, cerrá esas malditas tumbas!
ELENA:- (Seductora y diabólicamente): ¿No es, acaso, no es, acaso, un
lastimoso espectáculo?
José baja su mirada hacia el suelo, ya no hay luces, pero él ya no
puede distinguir ni la luz ni la oscuridad.
JOSÉ:- (Con sus ojos cerrados.) ¡Apagá esas luces fosforescentes!
¡Apagalas de una vez y para siempre!
ELENA:- (Más seductora y diabólicamente): ¿No es acaso, no es acaso,
un lastimoso espectáculo?
JOSÉ:- ¡Por favor, qué las tumbas se cierren con repentina violencia!
ELENA:- ¿No es acaso, no es acaso un espectáculo lastimoso?
La iluminación no nos permite seguir viendo a Elena. Sólo podemos
oírla repetir la pregunta varias veces, el tono va bajando
paulatinamente, como si quien preguntara se fuera alejando del
lugar.
ELENA:- ¿No es acaso, no es acaso un espectáculo lastimoso? ¿No es
acaso, no es acaso un espectáculo lastimoso?
El hombre se tumba y se protege entre los bultos y la basura.
JOSÉ:- (Atemorizado): ¡No quiero ver el alba gris, pálida, del día
espiritual! ¡No quiero sentir el primer esfuerzo por pensar! ¡El primer intento de
recordar! ¡No quiero que la memoria recobre su dominio, ni tener conciencia de
mi estado! Pero, ¿cuál es mi estado? Son tan sombríos y vagos los límites que
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separan la vida y la muerte. ¿Quién podría decir dónde acaba la vida y
comienza la muerte?
El sonido de la guitarra reaparece y la balada del prólogo lo invade
todo…
JOSÉ:- Siento que si despierto no voy a estar despertando de un
sueño ordinario. Pero no puedo permanecer sin abrir mis ojos. No puedo
quedarme aquí, inmóvil. ¡Estoy poseído por los recuerdos, por los miedos, por
las dudas! ¡Estoy poseído por la última imagen!… de mi querida… Elena…
Un hilo tenue de luz descubre el rostro conmovido de Elena.
JOSÉ:- ¡Estoy poseído por esta fantasía, aquí, inmóvil! ¿Y por qué?
No tengo valor para moverme. No me atrevo a hacer el esfuerzo… voy a
levantar los pesados párpados. Lo voy a hacer. ¡Qué es la locura después de
todo sino la creencia de lo que no existe! ¡No quiero padecer más el castigo de
pensar! ¡No quiero pensar más! ¡No quiero sentir! ¡No quiero ver! ¡No quiero!
¡No quiero!
Los pesados párpados del hombre se abren lentamente y los ojos
nublados, casi grises, miran fijamente hacia la nada… En éste
preciso instante, la voz conmocionada de Elena y la guitarra y la
balada lo invaden todo…
ELENA:- (Cantando):
Y los ángeles alados
No dejan de llorar,
Y los ángeles alados
No paran de llorar.
Elena deja de cantar y José cierra sus ojos y se tapa los oídos con
sus torpes manos.
ELENA:- (Sentenciando en voz grave, adusta y perdiendo
absolutamente su feminidad): ¡Puestos de pie, ya nunca más ángeles alados,
declaran que el drama es el del “humano”, y que el único héroe triunfador es el
“gusano”!
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Abruptamente se interrumpen los acordes de la guitarra y al unísono
se produce el:
Apagón final.
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