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LAS DEDICATARIAS DE LAS SONATAS PARA PIANO DE BEETHOVEN:
MECENAZGO, AMOR Y AMISTAD
1. Más allá de la obra: la música en el espacio privado
En un artículo publicado en 2010, Pilar Ramos reivindicaba la necesidad de que la musicología
siguiera evolucionando en una dirección en la que se diera cabida a las mujeres. Esta, necesariamente,
tendría que implicar mirar más allá de las fuentes de las que tradicionalmente se ha nutrido la
disciplina –ya que en dichas fuentes las mujeres quedan excluidas– y, a través de la
interdisciplinariedad, el estudio del público o, incluso, la imaginación llegar a campos donde
tradicionalmente las mujeres sí han formado parte de la historia de la música. En ese sentido, Ramos
cita a DeNora, quien habría reprochado a la Nueva Musicología «su excesiva atención al texto
musical, a la partitura» y que propondría una aproximación que «esquive la dicotomía texto/contexto
(y la idea del objeto musical) a favor de una noción de la música tal y como está sumergida en y
convertida en un recurso para la acción, el sentimiento y el pensamiento». La conclusión es que
«incluso si seguimos manteniendo como centro la obra musical, la simple consideración del hecho de
que con cierta frecuencia esta iba dirigida mayoritariamente a un público femenino puede llevarnos
a otra lectura de esa música» (Ramos, 2010, pp. 19-20).
Partiendo de esa idea de la necesidad de mirar más allá de la obra se puede reconsiderar cómo el
significado de los espacios públicos y privados converge especialmente en el estudio de la música del
siglo XIX, un siglo de cuyos comienzos Beethoven es el paradigma. De hecho, Ramos afirma que
mientras que «la historiografía había valorado el concierto público de los virtuosos del XIX como el
gran acontecimiento musical [de la época], investigaciones recientes han demostrado cómo
compositores y aficionados valoraban extraordinariamente los conciertos privados, para los cuales se
reservaban los repertorios y estrenos más exquisitos» (Ramos, 2010, p. 19). Y es precisamente para
estos espacios privados –donde han encontrado tradicionalmente su espacio las mujeres– para los que
fueron compuestas la totalidad de las sonatas de Beethoven aun cuando posteriormente estas se
convirtieran en el repertorio por excelencia de los pianistas en los conciertos públicos. En palabras
de Rosen (Rosen, 2005, p. 22):
Las sonatas para piano de Beethoven pueden haber sido concebidas básicamente como obras privadas
o semiprivadas [pero] pronto se reconoció que su obra pianística era idónea para la esfera pública.
[Estas sonatas son] el primer conjunto de obras pianísticas serias y sustanciales adecuadas para ser
interpretadas en grandes salas de concierto con capacidad para centenares de personas [y] se
convirtieron en la base del repertorio público para cualquier pianista que quisiera alcanzar una
maestría musical importante.
De hecho, parece ser que en vida de Beethoven solo una vez fue interpretada una de sus sonatas en
público siendo estas, sin embargo, extraordinariamente populares en las interpretaciones privadas
habituales entre la aristocracia vienesa. Teniendo en cuenta que a comienzos del siglo XIX «las
mujeres instrumentistas estaban apartadas de la escena pública pero eran un elemento central en la
música privada, que era el principal espacio de la música de cámara y la solista» (Swafford, 2014, p.
522), podemos deducir que no es posible hablar de las sonatas de Beethoven sin hacer, de alguna
forma, una inmersión en el mundo femenino para el cual, en gran parte, fueron compuestas, bien fuera
para su interpretación, bien para su escucha en los salones privados, o bien porque algunas de estas
sonatas fueron dedicadas a, o incluso inspiradas por, mujeres.
2. Las sonatas, sus dedicatarias, y los círculos privados de la música en Viena
De las treinta y dos sonatas para piano compuestas por Beethoven, el número de las dedicadas a
mujeres es de once, frente a las diez dedicadas a hombres y a las restantes once que no tienen
dedicatoria expresa. En la lista de dedicatarias (Tabla 1), el único nombre que se repite es el de la
condesa Von Browne, una de las principales mecenas de Beethoven a su llegada a Viena, en 1992, y
a quien este dedicó las tres sonatas del Op. 10 y las dos del Op. 14. El resto de nombres incluyen a,
al menos, dos de las mujeres de las que el compositor se enamoró (las condesas Giulietta Guicciardi
y Theresse von Brunsvik), a la hija de una tercera (Maximiliane Brentano, hija de Antonie Brentano),
y a otras tres aristócratas: la condesa Babette von Keglevics (con la que también hay testimonios,
aunque menos concluyentes, de que pudo tener una relación amorosa), la baronesa Dorothea Ertmann
y la princesa Von Lichtenstein. Estas sonatas aparecen repartidas a lo largo de toda la obra que
Beethoven consagró a este género y, entre la primera y la última, hay más de treinta años de
diferencia, por lo que pertenecen a diferentes momentos estilísticos de la vida del compositor. En la
división que de las sonatas hace Rosen, las dedicadas a las condesas Von Keglevics y Von Browne
pertenecerían al grupo etiquetado como «las sonatas del siglo XVIII»; las dedicadas a la princesa
Lichtenstein y a la condesa Guicciardi pertenecerían a los años de «popularidad juvenil»; la dedicada
a la condesa Von Brunsvik se incluiría en «los años de maestría»: la dedicada a la baronesa Dorothea
Ertmann pertenecería a «los años difíciles»; y por último, la dedicada a Maximiliane Brentano, la
penúltima de las sonatas para piano escritas por Beethoven, formaría parte, junto con la última, de
«las últimas sonatas» (Rosen, 2005).
AÑO SONATA DEDICATARIA
1797 Sonata para piano en MibM, op. 7, nº 4 Condesa Babette von Keglevics
1798 Sonata para piano en Dom, op. 10 nº 1 Condesa von Browne
1798 Sonata para piano en FaM, op. 10, nº 2 Condesa von Browne
1798 Sonata para piano en ReM, op. 10, nº 3 Condesa von Browne
1799 Sonata para piano en MiM, op. 14, nº 1 Condesa von Browne
1799 Sonata para piano en SolM, op. 14, nº 2 Condesa von Browne
1801 Sonata para piano en MibM, op. 27, nº 1 Princesa von Lichtenstein
1801 Sonata para piano en Do#m, op. 27, nº 2, “Claro de luna” Condesa Giulia Guicciardi
1809 Sonata para piano en Fa#m, op, 78 Condesa Theresse von Brunsvik
1816 Sonata para piano en LaM, op. 101 Baronesa Dorothea Ertmann
1820 Sonata para piano en MiM, op. 109 Señorita Maximiliane Brentano
Tabla 1: Lista de dedicatarias de las sonatas para piano de Beethoven
Como se ve, prácticamente todas las dedicatarias de las sonatas de Beethoven son aristócratas (algo
que también ocurre con los dedicatarios masculinos) lo que es un claro reflejo no solo de los círculos
en los que Beethoven se movió durante prácticamente su vida sino también de cómo esos mismos
círculos eran los que monopolizaban la vida musical vienesa de la época. Los aristócratas vieneses,
al contrario de lo que ocurría, por ejemplo, en Londres, no solo no sentían la necesidad de que hubiera
una mayor apertura que implicara la realización de más conciertos públicos, sino que preferían
mantener sus asuntos musicales en el ámbito de lo privado ya que ello les aseguraba una posición
exclusiva como «líderes culturales» en una ciudad en la que, tradicionalmente, el mecenazgo musical
tenía una gran importancia como medio de asegurar un determinado estatus y, por tanto, para la
construcción de la identidad de la aristocracia (DeNora, 1995, pp. 49, 51). Es por ello que, aun cuando
en Viena, a comienzos del siglo XIX y de acuerdo con la tendencia de la época, el número de
conciertos vaya en aumento, dicho aumento es mucho menor en la ciudad austriaca que Londres, lo
que supone un número limitado de posibilidades para los músicos (DeNora, 1995, p. 52). Las
diferencias entre la vida musical en Viena o en Londres se evidencian claramente en el estudio de a
quiénes dedicaban los compositores sus obras. Y así, frente al casi total predominio de dedicatarias y
dedicatarios aristócratas que observamos en las obras de Beethoven, la comparativa planteado por
DeNora entre el compositor alemán y un famoso compositor y pianista de la época que desarrolló su
carrera en Londres, Jan Ladislav Dussek, vemos cómo este último, al contrario que Beethoven, solo
habría dedicado a la aristocracia un treinta por ciento de sus obras. Y puesto que Dussek era un
reconocido profesor de piano y la mayoría de quienes recibían sus clases eran mujeres, no es extraño
que dedicara a estas cerca del setenta por ciento de sus obras en tanto que, en el caso de Beethoven,
menos interesado por la enseñanza (y menos reconocido por esa faceta que por las de compositor,
pianista o improvisador al piano), ese mismo porcentaje se reserve para las dedicatorias a hombres
(DeNora, 1995, p. 73).
Entre la aristocracia vienesa, Beethoven encontró tanto los apoyos económicos como el entusiasmo
crítico que le encumbrarían en su posición de privilegio artístico; y entre los miembros de esa
aristocracia contó tanto con destacados alumnos que en alguna ocasión llegaron a ser amigos, como
con alumnas por las que, en numerosas ocasiones, experimentó un interés romántico (Plantinga, 1992,
p. 38). Siguiendo de nuevo a DeNora, de hecho, gran parte del éxito de Beethoven –y al margen de
la calidad de sus obras– se debería, precisamente, a que su carrera se desarrolló en el ámbito privado
de esta aristocracia vienesa con la que, desde el principio, el compositor se integró con naturalidad
(DeNora, 1995, p. 9). Dicha integración habría comenzado ya en sus primeros años en Bonn, donde
trabajó para la corte del Elector y donde tuvo «la oportunidad de relacionarse con personas cultivadas,
en términos de igualdad y familiaridad, compartir intereses literarios, filosóficos y poéticos y discutir
sobre los problemas del momento» gracias a lo cual se habría convencido «de que la condición de
genio estaba muy por encima de la condición social» (Downs, 1998, pp. 548-549).
El primer acercamiento de Beethoven a la sociedad vienesa habría sido precisamente gracias en gran
parte al apoyo de uno de los miembros de la más alta nobleza de Bonn, el conde Waldstein (a quien
Beethoven dedicaría una de sus sonatas más valoradas en la actualidad, la op. 53), cuyas referencias
habrían facilitado el acceso del compositor a los círculos aristocráticos. A partir de ese primer
contacto, y gracias a sus proezas como improvisador al piano, Beethoven habría sido aplaudido por
la élite de la nobleza vienesa y, entre ella, por el príncipe Lichnowsky – quien sería su primer mecenas
en Viena y a quien dedicaría otras dos sonatas– y el barón Van Switen –considerado como «el árbitro
más importante del gusto musical» de la ciudad austriaca– (Plantinga, 1992, p. 35). En este contexto,
en el que «los lazos con los aristócratas de la música seguían siendo la ruta hacia el éxito», Beethoven
habría ejercido como profesor no tanto como un medio para mejorar su economía sino como un
camino hacia la consecución de patrocinios Y de igual forma, las dedicatorias de sus obras tendrían
también un sentido social –y no tanto económico– ya que serían, sobre todo, un medio para adular a
sus nobles destinatarios, quienes las verían como un símbolo más de estatus (DeNora, 1995, p. 77-
78).
No obstante, el éxito de Beethoven en la alta sociedad vienesa, más allá de su capacidad de inmersión
en dicha sociedad, tiene también relación con los diferentes cambios que se producen en la época y
que afectan, principalmente, al gusto o a la estética musicales. Las obras de Beethoven representan,
como quizás antes ningunas otras, la idea de «música seria» cuya preeminencia en la época con
respecto a las anteriores músicas más ligeras se relaciona con la preocupación de la aristocracia por
mantener su prestigio y también con la predisposición de la época a ensalzar determinadas
individualidades musicales consideradas como «genios». La progresiva percepción de la superioridad
de valores tales como la complejidad, la maestría, la genialidad o la seriedad respecto a lo fácil o al
diletantismo suponen la reorientación del gusto de la aristocracia de finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX respecto a las épocas anteriores y explican en parte por qué esta sociedad impulsó
a Beethoven hasta el punto de que DeNora considera que gran parte de los estudios sobre el
compositor consisten todavía, a fecha de hoy, en textos hagiográficos (DeNora, 1995, pp. 6, 9-10).
3. Babette von Keglevics y la Sonata op. 7 en mi bemol mayor
Volviendo a las dedicatarias de las sonatas para piano de Beethoven, la información existente sobre
las mismas es desigual. En lo que respecta a aquellas por quienes en alguna ocasión el compositor
sintió atracción sí parece haber un mayor interés por parte de los historiadores pero, sin embargo,
sobre las restantes apenas hay noticas. En lo que se refiere a la primera de ellas, la condesa Ana Luiza
Barbara «Babette» von Keglevics, esta estaba emparentada, aunque lejanamente, con el conde
Waldstein, bajo cuyos auspicios Beethoven se había introducido en la sociedad vienesa, por lo que
parece lógico que, como así fue, fuera alumna de piano del compositor –y por lo que parece, una
alumna «dotada»– (Cooper, 2008, p. 75). Babette es uno de los primeros nombres que aparece en la
lista de las alumnas hacia las que Beethoven se habría sentido atraído aunque no parece haber
demasiadas evidencias al respecto salvo la tendencia de Beethoven a enamorarse de sus alumnas y el
testimonio de su sobrino, quien habría contado que Babette y Beethoven «tenían un sentimiento
mutuo y compartido» y que Beethoven, vecino de la condesa, «iba a darle las lecciones en ropa de
casa y zapatillas» (Massin, 2011, p. 86) en un ejemplo de «comportamiento excéntrico por el que
pronto sería reconocido» (Cooper, 2008, p. 75). Beethoven dedicó a Babette no solo la cuarta de sus
sonatas para piano, la Op. 7 en mi bemol mayor, publicada en 1797, sino también las dos series de
variaciones del opus 34, de 1802 y su primer concierto para piano que, aunque publicado en 1801,
después de que Babette contrajera matrimonio con el príncipe Odescalchi, habría sido interpretado
por Beethoven por primera vez en Viena en 1795 (Massin, 2011, p. 86). A la lista de obras dedicadas
por Beethoven a Babette von Keglevics, Solomon añade una más, anterior a ellas, las Variaciones
para piano sobre «La stessa, la stessissima», de la ópera Falstaff de Salieri, catalogadas como WoO
73 (Solomon, 2012).
Calificada por Rosen como «una de las más extensas y difíciles» (Rosen, 2005, p. 168) y por los
Massin como «la primera de sus grandes sonatas», la sonata dedicada a Babette von Keglevics habría
sido apodada por los vieneses de la época como Die Verliebte (la amorosa o la enamorada,
dependiendo de las traducciones), aunque los Massin recalcan, quizá queriendo justificar el hecho de
que Beethoven en aquella época compartiera su pasión amorosa por Babette con la experimentada
por la cantante Cristina Gerardi, que la condesa y luego princesa «no era del todo bonita a decir de
sus contemporáneos» (Massin, 2011, pp. 86-87). Una valoración que, desde el punto de vista de quien
escribe este texto, resulta fuera de lugar. La sonata habría sido compuesta, «en un apasionado estado
de espíritu» (Czerny citado en Massin, 2011, p. 630), habría estado originalmente dedicada al pianista
y compositor Wölffl y su título original es el de Gran sonata para clave o pianoforte en Mib mayor,
no volviendo el adjetivo «gran» a reaparecer en una sonata de Beethoven hasta el Op. 106. La
originalidad de la concepción de la obra también se aprecia en que su publicación se hiciera de manera
independiente y no como parte de un grupo tal y como era habitual (Massin, 2011, p. 630), como así
lo había hecho Beethoven con sus tres sonatas anteriores, su Op. 2 (dedicadas a Haydn), y como lo
haría también en algunas de las posteriores. Llama finalmente la atención el cambio en la dedicatoria
ya que este puede ser visto no solo como una prueba de su afecto por Babette sino como un cambio
definitivo de dirección en lo que se refiere a la elección de los dedicatarios. De hecho, las tres sonatas
anteriores, las dirigidas a Haydn, son las únicas de su género que Beethoven dedicara a un músico,
siendo los elegidos, a partir de entonces, y como se ha visto, mecenas, amigos, alumnos de ambos
sexos o amadas, todo ello de forma no excluyente ya que en todos los casos convergen en los
dedicatarios dos o más de estas condiciones. De hecho, Babette von Keglevics es ya un ejemplo claro
de ello: alumna y, parece ser, también amada.
4. Josephine von Browne y las sonatas de los opus 10 y 14
En el caso de las sonatas dedicadas por Beethoven a la condesa Von Browne, un total de cinco obras
compuestas en apenas dos años (entre 1798 y 1799) –lo que convierte a la condesa en la única mujer
a la que el compositor dedicó de más de una sonata–, la filiación de Beethoven con su dedicataria
parece de naturaleza claramente diferente a la que tuvo con Babette von Keglevics. Tanto la condesa
como su marido, George von Browne, (a quien Beethoven también dedicaría una sonata, la opus 22
en si bemol mayor además de los tríos del opus 9) se encuentran, junto al príncipe Lichnowsky, entre
los primeros y más generosos mecenas que tuvo el compositor en Viena (Cooper, 2008, p. 408). Los
Von Browne aparecen ya entre los 123 suscriptores de los tríos op. 1 y parece que su relación de
patronazgo al compositor se mantuvo durante años. De hecho, Beethoven habría definido al conde
como «el primero de los mecenas de mi musa» cuando le envió los tríos dedicados a él. Por lo demás,
Von Browne, de procedencia irlandesa, parece haber sido un hombre extraño. En palabras de uno de
sus conocidos estaba, por una parte, «pleno de grandes talentos y espléndidas cualidades de corazón
y mente» y, por otra, también lleno de «debilidades y depravación» lo que habría hecho que
finalmente acabara internado en una institución mental (Swafford, 2014, pp. 179, 209).
La primera de las anécdotas que conocemos acerca de la relación de Beethoven con los Von Browne
se remonta a 1797 y está relacionada con otra de las piezas dedicadas a la condesa, las Doce
variaciones para piano sobre una danza rusa, WoO 71. Esta, en agradecimiento, habría regalado un
caballo a Beethoven quien, tras montarlo en varias ocasiones, se habría olvidado de él hasta recibir
una más que abultada factura por su alimentación que le habría hecho montar en cólera (Swafford,
2014, p. 200). Otras dos anécdotas respecto a los Von Browne proceden de Ferdinand Ries, alumno
y amigo de Beethoven. La primera de ellas mostraría, según Swafford, la familiaridad de Beethoven
con la nobleza, ya que habría tenido lugar en una tarde de entretenimiento en la casa de los condes en
la que, tras ser Ries golpeado ligeramente con un dedo por Beethoven tras haber dado una nota falsa,
este habría sido, a su vez, golpeado varias veces de la misma forma por la condesa von Browne tras
ser él mismo quien sufriera el deslizamiento de uno de sus dedos por el teclado ocasionando un efecto
de cluster o glissando definido por Ries «como si alguien estuviera limpiando el piano». La condesa
habría justificado su gesto porque, si un alumno merece un pequeño golpe por un fallo, entonces el
maestro merece ser «castigado con toda la mano por un fallo mayor». La escena, desarrollada en
forma amistosa, no habría tenido ninguna consecuencia y habría concluido con una interpretación de
Beethoven considerada como maravillosa (Swafford, 2014, p. 328). La tercera y última de las
anécdotas, también relatada por Ries, tuvo lugar en Baden, de nuevo en la casa de los Von Browne,
donde Ries estaba contratado para interpretar obras de Beethoven. Tras introducir en su interpretación
una marcha propia, esta fue tomada como una nueva obra de Beethoven y Ries mantuvo el equívoco
al cual también se sumó Beethoven. Aunque finalmente, la broma llevó a que el conde encargara a
Beethoven cuatro marchas para piano a cuatro manos (su opus 25), este último acabaría ironizando
amargamente sobre esos «grandes conocedores que aspiran a juzgar la música tan correcta y
astutamente» pero que solo necesitarían creer que esta había sido compuesta por el compositor objeto
de su admiración (Swafford, 2014, pp. 376-377).
Con respecto a las sonatas dedicadas a Josephine von Browne, las tres primeras, agrupadas en el opus
10, presentarían una secuencia similar a las tres del opus 2, el dedicado a Haydn. Así, la primera de
ellas, en do menor, la más «concisa y lacónica», sería también heroica y apasionada siendo su
tonalidad, según Rosen, la que mejor simboliza el carácter artístico del compositor ya que muestra al
Beethoven «más extrovertido, el que no parece tolerar ningún compromiso»; la segunda, en fa mayor,
sería ingeniosa, excéntrica y humorística; y finalmente, la tercera, en re mayor, sería la más efusiva
y «pretenciosa» de las tres, mucho más larga que las restantes, la única de ellas con cuatro
movimientos y con un minueto «ejemplo supremo de lirismo» (Rosen, 2005, p. 170-171, 177). En lo
que se refiere a las sonatas del opus 14, se trataría de «dos sonatas considerablemente más modestas
que sus predecesoras» aun cuando presenten algunas dificultades técnicas y el primer movimiento
de la segunda de ellas tenga una sección de desarrollo «sorprendentemente larga y elaborada para una
obra tan modesta» (Rosen, 2005, p. 185).
5. La princesa von Leichtenstein y la Sonata op. 27, nº 1 en mi bemol mayor
De entre las dedicatarias de sonatas para piano de Beethoven, de la que menos información tenemos
es de la princesa Maria de Liechtenstein aun cuando sí se sabe que, muy probablemente, formara
parte de la red de contactos establecida por Beethoven a su llegada a Viena ya que el príncipe de
Lieschtenstein, su marido, estaba emparentado con el conde Waldstein, bajo cuyos auspicios había
llegado el compositor a la capital austriaca. Aun cuando, a decir de DeNora, la princesa no era una
entusiasta de Beethoven, fue, al igual que otras aristócratas, alumna del compositor durante sus
primeros años en Viena (DeNora, 1995, p. 162). Ella es también la destinataria de una nota escrita
por Beethoven en 1805 en la que le pide que ayude a su portador, su amigo Ries, que había sido
llamado a filas en Francia, aunque al parecer la nota nunca se llegó a entregar (Wallace, 2004). La
última noticia que conocemos con relación a la princesa es que la Misa en do mayor op, 86 se habría
estrenado el 13 de septiembre de 1812 con ocasión de su santo (Solomon, 2012).
Solomon habla de Von Liechtenstein como una posible candidata inicial a ser la famosa «amada
inmortal» a quien Beethoven habría escrito la carta que, de entre las que se conservan del compositor,
es más explícita desde un punto de vista amoroso. Ello incrementaría la lista de dedicatarias de las
que Beethoven se habría enamorado en algún momento de su vida. El mismo Solomon, no obstante,
la descarta enseguida inclinándose a identificar a la destinataria de dicha carta con Antonie Brentano,
otra de las alumnas de Beethoven con quien sí se sabe que este tuvo una relación cercana (Solomon,
2012). Finalmente, los Massin especulan sobre si la sonata dedicada a la princesa no pudo estar,
originalmente, y al igual que la segunda de las sonatas del mismo opus, dedicada a la condesa
Giulietta Guicciardi, otra de las mujeres amadas por Beethoven, ya que se trata de la única agrupación
de obras del compositor en un mismo opus con dedicatarias diferentes (Massin, 2012, p. 125-126).
Al igual que la otra de las sonatas de este opus 27, en esta primera, la dedicada a Maria von
Liechtenstein, el título viene acompañado de la indicación «quasi una fantasia» y ambas fueron
editadas de forma independiente a pesar de su opus compartido lo cual no es habitual. Para Rosen,
ambas sonatas «superan a todas las obras anteriores en cuanto a la unificación estilística de todos los
movimientos». En la primera de las dos, Beethoven, de hecho, fusiona todos los movimientos y
desplaza parte del peso de la obra del primer movimiento al final experimentando así con un recurso
que continuaría «retomando y desarrollando durante años» (Rosen, p. 192, 196).
6. La condesa Giulietta Guicciardi y la Sonata op, 27, nº 2, en fa sostenido mayor “Claro de luna”
Giulietta, «Julie», Guicciardi es la primera mujer que llevó a Beethoven a fantasear con el matrimonio
aun cuando en la época en la que el compositor conoce a Julie esta ya había establecido lazos con el
conde Gallenberg –con quien se casaría en 1803– y aun cuando Beethoven era consciente de que la
diferencia de clase haría imposible dicha unión. Así se lo habría hecho saber a su amigo Franz
Wegeler en una carta dirigida a él en 1801 en la que le confesaba la tristeza y aislamiento en la que
había vivido durante los dos años anteriores en los que decía haberse comportado como «un
misántropo aun cuando todavía estoy lejos de serlo». De este estado habría salido gracias,
precisamente, a su alumna de diecisiete años de edad la condesa Guicciardi de quien Beethoven se
declaraba enamorado y también correspondido. A pesar de que se sabe que el compositor se sintió
atraído por muchas mujeres antes de Julie, esta es la primera vez que sus cartas muestran evidencias
de su enamoramiento (Swafford, 2014, p. 280). Según Swafford, Julie «seguramente coqueteó para
conseguir las atenciones de Beethoven» pero claramente el matrimonio con él no entraría dentro de
sus perspectivas ya que la habría llevado a perder sus privilegios de clase y habría dejado a sus hijos
sin la posibilidad de heredar su título. Por otra parte, Beethoven, que por entonces ocultaba su sordera,
no dejaba de ser un compositor freelance de ingresos inciertos (Swafford, 2014, p. 281).
No obstante, y a pesar de su enamoramiento, parece que Beethoven también habría mostrado con
Julie su mal carácter durante las clases. Según el testimonio de la condesa, parece que era muy
puntilloso y a menudo violento, llegando a tirar y romper las partituras. Julie además lo califica como
feo y de vestir desaliñado aunque «noble, sensible y culto». También parece que las clases que
impartió a la condesa fueron gratuitas y que llegó a ofenderse cuando su madre, Susana Guicciardi,
pretendió compensarlas haciéndole un regalo. De nuevo esto evidenciaría que lo que movía a
Beethoven eran más el honor, el prestigio o la posibilidad de establecer relaciones cercanas con la
aristocracia, que el dinero (DeNora, 1995, p. 78).
Durante su relación, y antes de acabar contrayendo, en 1803, matrimonio con otro aristócrata, el conde
Gallenberg, la joven regaló al compositor un medallón con su retrato que Beethoven conservaría
durante toda su vida (Swafford, 2014, p. 281). Algunos autores han considerado que era Guicciardi
la destinataria de la famosa carta a la «amada inmortal» antes mencionada. Partiendo de ello, el
movimiento lento inicial de la sonata que Beethoven le dedicó ha sido visto a veces como una especie
de canción de amor sin palabras (Kinderman, 1997, p. 73). La naturaleza de la relación entre Julie y
Beethoven es, no obstante, un tanto equívoca, debido a que en testimonios posteriores ambos hablaron
de ella en términos bastante diferentes. Mientras que Beethoven dirá que «yo era bien amado por ella,
más de lo que nunca lo fue su esposo» o que «me buscaba llorando pero yo la despreciaba» (Massin
p. 128), Julie, también en años posteriores, señalará que era el compositor quien con más ahínco la
perseguía. De entre todas las interpretaciones existentes en referencia a esta relación, la más
llamativa, por lo desproporcionada y valorativa, es la que hacen Jan y Brigitte Massin, quienes
consideran a Julie como la «amada inmortal» de Beethoven pero la califican de «estúpida, frívola,
mundana y egoista» y, basándose libremente en la transcripción de una conversación de Beethoven
con el empresario Schindler muchos años después, en 1823, afirman que Julie se habría comportado
como una «prostituta» y habría jugado con los sentimientos de un hombre, Beethoven, que la amaba
realmente (Massin, 2012, p. 125-127). Teniendo en cuenta que cuando el compositor conoce a Julie
este ya ha pasado de la treintena y casi duplica en edad a su joven alumna, y considerando además
que Beethoven parece haber sido especialmente enamoradizo (y poco constante en sus sentimientos),
resulta cuando menos tendenciosa la interpretación de Jan y Brigitte Massin quienes parecen querer
defenderle a toda costa aunque para ello tengan que cargar contra la joven condesa.
Con respecto a la sonata dedicada a Julie, «Claro de luna», esta ha sido calificada por Rosen como
«no solo […] la más famosa de las sonatas de Beethoven sino también una candidata a la pieza más
famosa de música culta que jamás se haya escrito» (Rosen, 2005, p. 196). Sin duda es una de las más
interpretadas y celebradas del compositor. De su famosísimo adagio, Berlioz dijo que era «uno de
esos poemas que el lenguaje humano no sabe cómo calificar» siendo, cada frase de su melodía, un
«lamento» (Berlioz citado en Rosen, 2005, p. 196). Pero además, esta sonata posee dos características
especialmente destacables: la primera, el extraordinario contraste entre su primer y su último
movimentos; y la segunda el uso que del pedal hace Beethoven en el adagio. En tanto que Rosen
considera que el primer movimiento sería demasiado delicado para los pianos modernos, con respecto
al último su pensamiento es que este es demasiado grandioso para los instrumentos de la época
contemporánea de Beethoven. Y con respecto al pedal, su uso continuado en el primer movimiento
consigue generar una atmósfera extraordinaria gracias al «perceptible retardo en la vibración de las
cuerdas con los apagadores levantados» (Rosen, 2005, p. 197, 200)
7. La condesa Therese von Brunsvik y la Sonata op. 78 en fa sostenido menor
La dedicataria de la vigésimo cuarta de las sonatas para piano de Bethoveen, Therese von Brunsvik,
era prima de Giulietta Guicciardi y una de las tres hijas de la condesa Anna von Brunsvik. Beethoven
conoció a Therese y a su hermana Josephine, ambas adolescentes en la época, durante una estancia
de la familia en Viena, en 1799. Al parecer, Therese irrumpió en la residencia del compositor y tocó
para él dejándolo fascinado lo que le hizo dejar a un lado la composición de sus cuartetos durante las
poco más de dos semanas de la estancia de las Von Brunsvik en la ciudad para dar clase a las
hermanas. Estas clases se habrían prolongado, diariamente, durante tres o cuatro horas y en esta
ocasión parece que Beethoven se sintió atraído no por una sino por las dos hermanas, aunque sería
Josephine, que se casaría posteriormente con el conde Joseph Deym, quien recibiría sus mayores
atenciones (Swafford, 2014, p. 236). De aquella época, Therese diría: «éramos jóvenes, alegres,
bonitas, infantiles, ingénuas. Cualquiera que nos veía nos amaba» (Swafford, 2014, p. 394).
El destino de las dos hermanas fue muy diferente. Al contrario que Josephine, Therese nunca se casó
sino que acabó siendo religiosa y denominándose a sí misma como la «sacerdotisa de la verdad».
Entretanto, Josephine descubriría que su esposo no solo no era lo rico que parecía sino que estaba
seriamente endeudado, lo que haría que su situación no fuera fácil ni durante el matrimonio ni cuando,
a los cuatro años de su enlace, quedó viuda. Durante su matrimonio, los Von Deym no dejaron de
tener relación con Beethoven y después de que Josephine enviudara parece que la joven recibió
repetidas atenciones del compositor, muchas de ellas en forma de clases y alguna en forma de canción
con la inequívoca dedicatoria de «Beethoven que te adora». Parece que fue en este momento cuando
la familia de Josephine se alarmó por lo estrecho de la relación ya que, a la inmensa admiración que
la joven profesaba al compositor se unía el que estaba pasando por un momento anímico delicado lo
que la podía hacer más voluble y llevarla a aceptar proposiciones no adecuadas a su clase (Swafford,
2014, p. 303, 396). En parte debido a esta estrecha relación, el nombre de Josephine Deym también
se ha barajado cuando se ha tratado de identificar a la «amada inmortal» de Beethoven. Un tercer
componente de la familia Von Brunsvik, Franz, hermano de las jóvenes, mantendría también una
especial relación de cercanía y amistad con Beethoven llegando ambos a tutearse, algo muy poco
habitual en la época entre aristócratas y plebeyos y que, de nuevo, demuestra la integración de
Beethoven con la aristocracia vienesa y, en especial, con algunas de sus familias (Swafford, 2014, p.
393-395).
Mientras que los diferentes estudios sobre Beethoven centran en gran parte su atención sobre la
relación de este con Josephine, hay bastantes menos datos en lo que a Therese se refiere aunque el
testimonio de esta hable de que el compositor, durante el verano en que se conocieron, no se cansaba
de sujetar y mover sus dedos (Kinderman, 1997, p. 137) y que algunos autores, como Jacobs, habrían
dado por hecho el que Therese habría sido una de las jóvenes a las que Beethoven habría propuesto
matrimonio a lo largo de su vida siendo este rechazado por ella (Jacobs, 1970). En cuanto a la sonata
que Beethoven dedicara a Therese, y de cuya tonalidad se ha sugerido que tendría un sentido
pedagógico (Uhde citado en Kinderman, 1997, p. 137), esta fue curiosamente compuesta bastantes
años después del verano en que se conocieron y en el cual se produjo el flirteo entre el compositor y
las dos hermanas; y también con posterioridad a la estrecha relación que más tarde mantendría
Beethoven con Josephine. La sonata es una obra breve, de tan solo dos movimientos, el primero de
los cuales se inicia con un adagio de cuatro compases que Rosen considera que «no es una
introducción sino un fragmento de un movimiento lento independiente». El segundo movimiento de
la sonata incluye pasajes brillantes con cruces de manos y contrastes dinámicos y también una última
aparición del tema de «sentido lírico encantador» y «una calidez de sentimiento que se extiende
prolongadamente hasta el inicio de la coda» (Rosen, 2005, p. 245, 249).
8. La baronesa Dorothea Ertmann y la Sonata op. 101 en la mayor.
Entre las dedicatarias de las sonatas para piano de Beethoven, el caso de Dorothea Ertmann es especial
porque, al contrario de lo habitual en Beethoven, no parece que la dedicatoria se debiera a una
búsqueda de mecenazgo ni que tuviera relación con ningún interés de tipo sentimental, sino que se
relaciona con la admiración que el compositor parece haber sentido hacia las facultades pianísticas
de la aristócrata, que sería una de sus intérpretes favoritas y a quien probablemente habría dado clase.
Beethoven compone su Op. 101 mientras trabajaba en su quinto y último concierto para piano, con la
guerra ya en el horizonte vienés y en un año en el que Dorothea Ertmann había interpretado, en su
estreno, la parte de piano de la Sonata op. 69 para violonchelo y piano. La clase de admiración que
Beethoven parece haber profesado a la aristócrata se evidencia en el apodo con que se refería a ella:
Dorothea-Cäcilia, añadiendo a su nombre el de la patrona de la música; y la calidad de sus
interpretaciones parece indudable tal y como se deduce de las palabras, citadas por Swafford, que
dedicó a ella el crítico vienés Reichardt a raíz de una de sus intervenciones (Swafford, 2014, p. 521):
Una suave y noble actitud y un hermoso rostro pleno de profundo sentimiento aumentan todavía más
mi expectación al primer gesto de la noble dama: y entonces, mientras [ella] interpretaba una gran
sonata de Beethoven, quedé admirado como prácticamente nunca antes lo había hecho. Nunca había
visto combinados tal poder junto a la más íntima ternura ni siquiera en los más grandes virtuosos; por
la punta de cada dedo su alma se expande […] Todo lo que es grande y bello en arte se convierte en
canción.
Dorothea Ertmann no formaba parte del círculo íntimo de Beethoven pero parece claro que sí existía
un gran respeto y simpatía entre ellos y que el compositor, en una ocasión en que Ertmann estaba
pasando por un momento difícil, habría improvisado durante más de una hora para ella durante la
cual, sin mediar palabra, y siguiendo el testimonio de la propia Ertmann, habría sido tan
extraordinariamente elocuente con su música que se lo habría dicho «todo» (Ertmann citada en
Swafford, 2014, p. 522). Por lo demás, la sonata que Beethoven dedica a Dorothea Ertmann fue escrita
en la misma época de las sonatas para violonchelo del opus 102 –en uno de cuyos estrenos, como se
ha mencionado ya, intervino la baronesa– y Rosen, de hecho, señala semejanzas entre aquella y estas,
especialmente con la primera de ellas: «las semejanzas son tan evidentes y la forma tan excéntrica
que parece como si Beethoven hubiese considerado la estructura como una estructura experimental
para ensayar con dos tipos diferentes de material» (Rosen, 2005, p. 262).
9. Maximiliane Brentano y la Sonata op. 109 en mi mayor
Maximiliane Brentano, la única de las dedicatarias de las sonatas de Beethoven que no pertenece a la
aristocracia, también es, de entre todas ellas, quien menos relación directa debió tener con el
compositor aunque ello se vea ampliamente compensado por la cercanía que tuvo con otros miembros
de la familia como fueron su madre o su tía: Antonie y Bettina Brentano, respectivamente; y también
con Clemens Brentano, hermano de Bettina y cuñado de Antonie. De nuevo el estudio de una
dedicataria está ligado a las relaciones sentimentales de Beethoven quien, en este caso, habría estado
especialmente apegado a Antonie –a quien diferentes estudiosos identifican también con su «amada
inmortal» (Solomon entre ellos) aunque igualmente hay voces que se pronuncian sobre que esta solo
pudo haber sido no Antonie, sino Bettina Brentano–. En este sentido, así como en el hecho de que
Beethoven no solo pudiera sentir atracción o haber llegado a tener una verdadera relación con una de
las hermanas o con las dos, sino que también se relacionó en términos de amistad con un miembro
masculino de la familia, Clemens, la historia de las Brentano guarda similitudes con la de las Von
Brunsvik.
Antonie Brentano, casada con el comerciante Franz Brentano, hermanastro de Bettina y de Clemens,
era hija del diplomático y coleccionista de arte Johann Melchior von Birkenstock en cuya casa
Beethoven era un invitado habitual, por lo que fue a esta el primer miembro de la familia Brentano al
que conoció. No obstante, el momento de mayor intensidad en la relación entre ambos fue a raíz de
su estancia en Viena, junto a su esposo, entre 1809 y 1812, tras la muerte de su padre. En aquel
momento, y al igual que había hecho en una ocasión con Dorothea Ertmann, Beethoven dedicó
numerosas improvisaciones a Antonie a través de las cuales, que parece tenían lugar sin mediar
palabra, el compositor habría utilizado de nuevo la música para ayudar anímicamente a una joven
convirtiéndose en su mayor consuelo en un momento de duelo al que se sumaba, en este caso, la
perspectiva, poco atractiva para ella, de volver pronto a Frankfurt, la ciudad de su marido y su
residencia habitual (Swafford, 2014, p. 556).
El primer encuentro con Bettina se habría producido en 1810, poco después de la llegada de Antonie
y Franz a Viena y coincidiría con una época en la que Beethoven, que había experimentado su clímax
creativo en 1808, se interesaba más que nunca en la obra de Goethe. En ese momento, el compositor,
rondando ya la cuarentena, cortejaba a una nueva joven de diecisiete años: Therese Malfatti, de quien
recibiría un nuevo (y parece que humillante) rechazo, aunque no parece que la decepción causada por
el mismo fuera duradera. Beethoven no había olvidado a Josephine y tanto Antonie, con la que se
acababa de reencontrar, como Bettina, a la que había conocido recientemente, le cautivaban
(Swafford, 2014, p. 580). En el caso de las Brentano, y al contrario que en el de las Von Brunsvik, y
a la vista de las fuentes consultadas, no parece que Beethoven fuera profesor de las mismas y, de
hecho, la familia, y especialmente Bettina y Clemens, se relacionó más con la literatura que con la
música, siendo ambos hermanos figuras importantes en este campo. Bettina, que se casaría poco
después con el escritor Achim von Armin, conoció a Goethe e intercambió cartas con él en las que,
entre otras temas, habla también de Beethoven y de lo que este pensaría acerca de la música. Aunque
la autenticidad de estas cartas ha sido cuestionada y su estilo se ha descrito como literario y exagerado,
no dejan de ser una prueba más de su relación con el compositor (Kinderman, 1996, p. 147). El
carácter único y la personalidad de Bettina, «joven, fascinante, apasionada, brillante, talentosa,
musical» junto al hecho de que «idolatraba a Beethoven» y quisiera «ser su musa» hacen que
Swafford se incline definitivamente por ella como la personificación de esa amada especial e
«inmortal» sobre cuya identificación, y como se ha visto, los diferentes autores no se ponen de
acuerdo (Swafford, 2014, p. 586)
Mientras que Antonie Brentano fue la dedicataria de las Variaciones «Diabelli», su hija Maximiliane,
a quien Beethoven sí dio clases, recibiría no solo la dedicatoria de la penúltima de las sonatas para
piano del compositor, en una fecha tan tardía como 1820, sino también, años antes, en 1812, la del
Trio para violín, violonchelo y piano WoO 39, cuando la joven contaba con tan solo diez años de
edad (www.da.beethoven.de). Esta sonata, junto con la última, la Op. 111, han sido consideradas
como las más «radicales» de las treinta y dos, lo que ha sido atribuido al agravamiento de la sordera
del compositor, una circunstancia que le habría hecho «encerrarse en sí mismo y aislarse todavía
más». Es por ello que su aceptación por parte del público fue muy tardía y, al contrario de otras como
la «Appasionata» o la «Waldstein» que, tras un primer momento de rechazo fueron rápidamente
integradas en los repertorios, las dos últimas sonatas de Beethoven tardarían cerca de un siglo en
disfrutar de esa condición. «Sumamente serias», con «pocas concesiones» por lo que «entenderlas y
disfrutar escuchándolas requiere de una participación activa del oyente nunca antes exigida por una
sonata para piano»; habrían sido creadas como ejemplos de «una gran experiencia espiritual» (Rosen,
2005, p. 283-284). Sorprende, en cualquier caso, que una obra de estas características esté dedicada,
en la época, a una joven de dieciocho años.
10. Conclusiones
Un primer estudio sobre las dedicatarias de las sonatas para piano de Beethoven nos lleva a acercarnos
al Beethoven más social y enamoradizo quien, junto a sus arranques de «genialidad», o de mal genio,
gusta de la compañía de la aristocracia y, especialmente, de las jóvenes aristócratas. El arquetipo de
dedicataria, y aunque es cierto que no todas responden al mismo patrón, sería, claramente, una
adolescente perteneciente a la nobleza a la que el compositor se sentiría atraído sentimentalmente.
Junto a este prototipo, y dejando al margen quienes claramente parecen haber sido fundamentalmente
mecenas (el caso de la condesa Von Browne y la princesa Liechstenstein), quizá el ejemplo más
interesante de dedicataria lo constituya la baronesa Dorothea von Ertmann ya que en su caso sí parece
claro que pudo haber entre ella y el compositor una relación de amistad y admiración mutua y que lo
que habría llevado a Beethoven a dedicarle una obra habría sido de índole casi exclusivamente
musical y tendría que ver sobre todo con sus cualidades como pianista más que con posibles
expectativas de mecenazgo o de conquista. En cualquier caso, Beethoven se revela consciente de su
categoría artística y de que esta le lleva a franquear barreras sociales que difícilmente habrían podido
caer en circunstancias diferentes pero se encuentra con un abismo que sí es infranqueable: el
matrimonio con una aristócrata.
El hecho de que el número de dedicatarias sea prácticamente igual al de dedicatarios hace pensar en
que la destreza al piano de unas y otros debía ser similar, siempre considerando que, aunque en el
caso de las jóvenes hubiera un interés más personal, ello no sería sinónimo de una menor capacidad
técnica o interpretativa. También, y a la vista de las obras, parece que no hay diferencias claras
respecto a las dedicadas a los hombres, aunque Kinderman considera que en las sonatas dedicadas a
mujeres serían reconocibles momentos de especial intimidad y pone como ejemplos el final de la Op.
7, la dedicada a Babette von Keglevics; los compases iniciales de la Op. 107, dedicada a Therese von
Brunswik; y el inicio del Allegretto de la Op. 101, la dedicada a Dorothea von Ertmann (Kindermann,
1997, p. 136). Lo que quizá sí es llamativo es que la mayoría de las sonatas más conocidas de
Beethoven, aquellas que cuentan con un sobrenombre, como la «Waldstein», la «Appasionata», los
«Adioses» o la «Hammerklavier» fueron dedicadas a hombres, mecenas y/o amigos, y que las que
parecen tener un carácter más heroico y fogoso son también las dedicadas a estos. En contrapartida,
posiblemente la más universalmente conocida de las sonatas de Beethoven sea la dedicada a Giulietta
Guicciardi, la denominada «Claro de luna»; y entre las sonatas dedicadas a mujeres encontramos no
solo obras más o menos modestas en su concepción, requerimientos técnicos o dimensiones, sino
también, y sobre todo, piezas en las que el espíritu experimentador con la forma del que hace gala
Beethoven en todo el conjunto de sus sonatas, se manifiesta en el mismo grado que en las dedicadas
a hombres siendo, algunas de ellas, de gran longitud y dificultad técnica.
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