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que se manifieste uniformemente tanto en los hechos sociales como en los materiales? ¿Están dirigidos los movimientos sociales por el principio de ahorro de la energía, están diri- gidos por motivos materiales o por motivos ideológicos? Ob- viamente, este tipo de preguntas no es contestable por el ca- mino de la constatación de hechos; se trata, más bien, de la interpretación y explicación de hechos constatados y, por esto, de conducir lo relativo y problemático de la realidad mera- mente social a una visión global que no entra en competencia con la empina, puesto que sirve a necesidades completamente diferentes de las de ésta. AI 246 Las grandes urbes y la vida del espíritu Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de lo históricamente heredado, de la cultura externa y de la técnica de la vida (la última transformación alcanza- da de la lucha con la naturaleza, que el hombre primitivo tuvo que sostener por su existencia corporal). Ya se trate de la llamada del siglo xvm a la liberación de todas las liga- zones históricamente surgidas en el Estado y en la religión, en la moral y en la economía, para que se desarrolle sin trabas la originariamente naturaleza buena que es la misma en todos los hombres; ya de la exigencia del siglo xix de jun- tar a la mera libertad la peculiaridad conforme a la división del trabajo del hombre y su realización que hace al individuo particular incomparable y lo más indispensable posible, pero que por esto mismo lo hace depender tanto más estrechamen- te de la complementación por todos los demás; ya vea Nietzsche en la lucha más despiadada del individuo o ya vea el socialismo, precisamente en la contención de toda compe- tencia, la condición para el pleno desarrollo de los individuos; en todo esto actúa el mismo motivo fundamental: la resisten- cia del individuo a ser nivelado y consumido en un mecanismo técnico-social. Allí donde son cuestionados los productos de la vida específicamente moderna según su interioridad, por así decirlo, el cuerpo de la cultura según su alma (tal y como esto me incumbe a mí ahora frente a nuestras grandes ciuda- des), allí deberá investigarse la respuesta a la ecuación que tales figuras establecen entre los contenidos individuales de la vida y los supraindividuales, las adaptaciones de la perso- nalidad por medio de las que se conforma con las fuerzas que le son externas. El fundamento psicológico sobre el que se alza el tipo de individualidades urbanitas es el acrecentamiento de la vida nerviosa, que tiene su origen en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas. El hombre es un ser de diferencias, esto es, su consciencia es estimulada por la diferencia entre la impresión del momento y la impre- 247

Las grandes urbes y la vida del espíritu (Simmel)

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que se manifieste uniformemente tanto en los hechos socialescomo en los materiales? ¿Están dirigidos los movimientossociales por el principio de ahorro de la energía, están diri-gidos por motivos materiales o por motivos ideológicos? Ob-viamente, este tipo de preguntas no es contestable por el ca-mino de la constatación de hechos; se trata, más bien, de lainterpretación y explicación de hechos constatados y, por esto,de conducir lo relativo y problemático de la realidad mera-mente social a una visión global que no entra en competenciacon la empina, puesto que sirve a necesidades completamentediferentes de las de ésta.

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Las grandes urbes y la vida del espíritu

Los más profundos problemas de la vida moderna manande la pretensión del individuo de conservar la autonomía ypeculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de lasociedad, de lo históricamente heredado, de la cultura externay de la técnica de la vida (la última transformación alcanza-da de la lucha con la naturaleza, que el hombre primitivotuvo que sostener por su existencia corporal). Ya se tratede la llamada del siglo xvm a la liberación de todas las liga-zones históricamente surgidas en el Estado y en la religión,en la moral y en la economía, para que se desarrolle sintrabas la originariamente naturaleza buena que es la mismaen todos los hombres; ya de la exigencia del siglo xix de jun-tar a la mera libertad la peculiaridad conforme a la divisióndel trabajo del hombre y su realización que hace al individuoparticular incomparable y lo más indispensable posible, peroque por esto mismo lo hace depender tanto más estrechamen-te de la complementación por todos los demás; ya veaNietzsche en la lucha más despiadada del individuo o ya veael socialismo, precisamente en la contención de toda compe-tencia, la condición para el pleno desarrollo de los individuos;en todo esto actúa el mismo motivo fundamental: la resisten-cia del individuo a ser nivelado y consumido en un mecanismotécnico-social. Allí donde son cuestionados los productos dela vida específicamente moderna según su interioridad, porasí decirlo, el cuerpo de la cultura según su alma (tal y comoesto me incumbe a mí ahora frente a nuestras grandes ciuda-des), allí deberá investigarse la respuesta a la ecuación quetales figuras establecen entre los contenidos individuales dela vida y los supraindividuales, las adaptaciones de la perso-nalidad por medio de las que se conforma con las fuerzasque le son externas.

El fundamento psicológico sobre el que se alza el tipo deindividualidades urbanitas es el acrecentamiento de la vidanerviosa, que tiene su origen en el rápido e ininterrumpidointercambio de impresiones internas y externas. El hombre esun ser de diferencias, esto es, su consciencia es estimuladapor la diferencia entre la impresión del momento y la impre-

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sión precedente. Las impresiones persistentes, la insignifi-cancia de sus diferencias, Jas regularidades habituales de sutranscurso y de sus oposiciones, consumen, por así decirlo,menos consciencia que la rápida aglomeración de imágenescambiantes, menos que el brusco distanciamicnto en cuyo in-terior lo que se abarca con la mirada es la imprevisibilidad deimpresiones que se imponen. En tanto que la gran urbe creaprecisamente estas condiciones psicológicas (a cada paso porla calle, ccn el tempo y las multiplicidades de la vida econó-mica, profesional, social), produce ya en los fundamentos sen-soriales de la vida anímica, en el quantum de consciencia queésta nos exige a causa de nuestra organización como seres dela diferencia, una profunda oposición Frente a la pequeña ciu-dad y Ja vida del campo, con el r i tmo de su imagen scnso-cspi-ritual de la vida que fluye más lenta, más habitual y más re-gular.

A partir de aquí se torna conceptuable el carácter intelec-tualista de la vida anímica urbana, frente al de la pequeñaciudad que se sitúa más bien en el sentimiento y en las rela-ciones conforme a la sensibilidad. Pues éstas se enraizan enlos estratos más inconscientes del alma y crecen con la mayorrapidez en la tranquila uniformidad de costumbres ininte-rrumpidas. Los estratos de nuestra alma transparentes, cons-cientes, más superiores, son, por el contrario, el lugar del en-tendimiento. El entendimiento es, de entre nuestras fuerzasinteriores, la más capaz de adaptación; por lo que sólo elsentimiento más conservador sabe que tiene que acomodarsea] mismo ritmo de los fenómenos. De este modo, el tipo delurbanita (que, naturalmente, se ve afectado por cientos demodificaciones individuales) se crea un órgano de defensafrente al desarraigo con el que le amenazan las corrientes ydiscrepancias de su medio ambiente externo: en lugar decon el sentimiento, reacciona frente a éstas en lo esencial conel entendimiento, para el cual, el acrecentamiento de la cons-ciencia, al igual que produjo la misma causa, procura la pre-rrogativa anímica. Con esto, la reacción frente a aquellos fe-nómenos se traslada al órgano psíquico menos perceptible,distante al máximo de la profundidad de la personalidad.

Esta racionalidad, reconocida cíe este modo como un pre-servativo de la vida subjetiva frente a la violencia de la granciudad, se ramifica en y con múltiples fenómenos particula-res. Las grandes ciudades han sido desde tiempos inmemo-riales la sede de la economía monetaria, puesto que la multi-

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plicidad y aglomeración del intercambio económico propor-ciona al medio cíe cambio una importancia a la que no hu-biera llegado en la escasez del trueque campesino. Pero eco-nomía monetaria y dominio del entendimiento están en lamás profunda conexión. Les es común la pura objetividad enel trato con hombres y cosas, en el que se empareja a menu-do una justicia formal con una dureza despiadada. El hombrepuramente racional es indiferente frente a todo lo auténtica-mente individual, pues a partir de esto resultan relaciones yreacciones que no se agotan con el entendimiento lógico (pre-cisamente como en el principio del dinero no se presenta laindividualidad de los Fenómenos). Pues el dinero sólo pre-gunta por aquello que les es común a todos, por el valor decambio que nivela toda cualidad y toda peculiaridad sobrela base de la pregunta por el mero cuánto. Todas las relacio-nes anímicas entre personas se fundamentan en su indivi-dualidad, mientras que las relaciones conforme al entendi-miento calculan con los hombres como con números, comocon elementos en sí indiferentes que sólo tienen interés porsu prestación objetivamente sopesable; al igual que el ur-banita calcula con sus proveedores y sus clientes, sus sir-vientes y bastante a menudo con las personas de su círculosocial, en contraposición con el carácter del círculo más pe-queño, en el que el inevitable conocimiento de las individuali-dades produce del mismo modo inevitablemente una colora-ción del comportamiento plena de sentimiento, un más alláde sopesar objetivo de prestación y contraprestación.

Lo esencial en el ámbito psicológico-económico es aquí queen relaciones más primitivas se produce para el cliente queencarga la mercancía, de modo que productor y consumidorse conocen mutuamente. Pero la moderna gran ciudad se nu-tre casi por completo de la producción para el mercado, estoes, para consumidores completamente desconocidos, que nun-ca entran en la esfera de acción del auténtico productor. Envirtud de esto, el interés de ambos partidos adquiere una ob-jetividad despiadada; su egoísmo conforme a entendimientocalculador económico no debe temer ninguna desviación porlos imponderables de las relaciones personales. Y, evidente-mente, esto está en una interacción tan estrecha con laeconomía monetaria, la cual domina en las grandes ciudadesy ha eliminado aquí los últimos restos de la producciónpropia y del intercambio inmediato de mercancías y reducecada vez más de día en día el trabajo para clientes, que nadie

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sabría decir si primeramente aquella constitución anímica,intelectualista, exigió la economía monetaria o si ésta fue elTactor determinante de aquélla. Sólo es seguro que la formade la vida urbanita es el suelo más abonado para esta interac-ción. Lo que tan sólo desearía justificar con la sentencia delmás importante historiador ingles de las constituciones: enel transcurso de toda la historia inglesa, Londres nunca actuócomo el corazón de Inglaterra, a menudo actuó como su en-tendimiento y siempre como su bolsa.

En un rasgo aparentemente insignificante en la superficiede la vida se unifican, no menos característicamente, las mis-mas corrientes anímicas. El espíritu moderno se ha converti-do cada vez más en un espíritu calculador. Al ideal de laciencia natural de transformar el mundo eñnan ejemplo arit-mético, de fijar cada una de sus partes en fórmulas matemá-ticas, corresponde la exactitud calculante a la que la econo-mía monetaria ha llevado la vida práctica; la economía mo-netaria ha llenado el día de tantos hombres con el sopesar,el calcular, el determinar conforme a números y el reducir va-lores cualitativos a cuantitativos. En virtud de la esencia cal-culante del dinero ha llegado a la relación de los elementosde la vida una precisión, una seguridad en la determinaciónde igualdades y desigualdades, un carácter inequívoco en losacuerdos y convenios, al igual que desde un punto de vistaexterno todo esto se ha producido por la difusión generaliza-da de los relojes de bolsillo. Pero son las condiciones de lagran ciudad las que para este rasgo esencial son tanto causacomo efecto. Las relaciones y asuntos del urbanita típico acos-tumbran a ser tan variados y complicados, esto es, por laaglomeración de tantos hombres con intereses tan diferencia-dos se encadenan entre sí sus relaciones y acciones en un or-ganismo tan polinómico, que sin la más exacta puntualidaden el cumplimiento de las obligaciones y prestaciones, eltodo se derrumbaría en un caos inextricable. Si todos losrelojes de Berlín comenzaran repentinamente a marchar malen distintas direcciones, aunque sólo fuera por el espacio deuna hora, todo su tráfico vital económico y de otro tipo seperturbaría por largo tiempo. A este respecto es pertinente,en apariencia todavía de forma externa, la magnitud de lasdistancias que convierten todo esperar y esperar en vano enun sacrificio de tiempo en modo alguno procurable. De estemodo, la técnica de la vida urbana no sería pensable sin quetodas las actividades e interacciones fuesen dispuestas de la

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forma más puntual en un esquema temporal fijo, suprasub-

jetivo.Pero también aquí hace su aparición lo que en general

sólo puede ser la única tarca de estas reflexiones: que desdecada punto en la superficie de la existencia, por mucho queparezca crecer sólo en y a part ir de ésta, cabe enviar unasonda hacia la profundidad del alma; que todas las exleriori-zaciones más triviales están finalmente ligadas por medio delíneas direccionales con las últimas decisiones sobre el sen-tido y el estilo de la vida. La puntualidad, calculabilidad yexactitud que las complicaciones y el ensanchamiento de lavida urbana le imponen a la fuerza, no sólo están en la másestrecha conexión con su carácter económico-monetarista eintelectualista, sino que deben también colorear los conteni-dos de la vida y favorecer la exclusión de aquellos rasgosesenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, quequieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de reci-birla como una forma general, esquemáticamente precisadadesde fuera. Si bien no son en modo alguno imposibles en laciudad las existencias soberanas, caracterizados por tales ras-gos esenciales, sí son, sin embargo, contrapuestas a su tipo.Y a partir de aquí se explica el apasionado odio de natura-lezas como las de Ruskin y Nietzsche contra la gran ciudad;naturalezas que sólo en lo esquemáticamente peculiar, no pre-cisable para todos uniformemente, encuentran el valor de lavida y para las cuales, por tanto, el valor de la vida surge dela misma fuente de la que brota aquel odio contra la econo-mía monetaria y contra el intelectualismo.

Los mismos factores que se coagulan conjuntamente deeste modo en la exactitud y precisión al minuto de la formavita] en una imagen de clavadísima impersonalidad, actúan,por otra parte, en la dirección de una imagen altamente per-sonal. Quizá no haya ningún otro fenómeno anímico que estéreservado tan incondicionndamentc a la gran ciudad como laindolencia. En primer lugar, es la consecuencia de aquellosestímulos nerviosos que se mudan rápidamente y que se api-ñan estrechamente en sus opuestos, a partir de los cualestambién nos parece que procede el crecimiento de la intelec-tualidad urbanita, por cuvo motivo hombres estúpidos y deantemano muertos espiritualmente no acostumbran a serprecisamente indolentes. Así como un disf ru tar de la vida sinmedida produce indolencia, puesto que agita los nervios tan-to tiempo en sus reacciones más fuertes hasta que finalmente

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ya no alcanzan reacción alguna, así también las impresiones 'más anodinas, en virtud de la velocidad y divergencias de sus *cambios, arrancan a la fuerza a los nervios respuestas tanviolentas, las arrebatan aquí y allá tan brutalmente, que al-canzan sus últimas reservas de fuerzas y, permaneciendo enel mismo medio ambiente, no tienen tiempo para reunir unanueva reserva. La incapacidad surgida de este modo parareaccionar frente a nuevos estímulos con las energías ade-cuadas a ellos, es precisamente aquella indolencia, que real-mente muestra ya cada niño de la gran ciudad en compara-ción con niños de medios ambientes más tranquilos y máslibres de cambios.

Con esta fuente fisiológica de la indolencia urbanita se reú-ne la otra fuente que fluye en la economía monetaria. La esen-cia de la indolencia es el embotamiento frente a las diferen-cias de las cosas, no en el sentido de que no sean percibidas,como sucede en el caso del imbécil, sino de modo que la sig-nificación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello,las cosas mismas, son sentidas como nulas. Aparecen al indo-lente en una coloración uniformemente opaca y grisácea, sinpresentar ningún valor para ser preferidas frente a otras. Estesentimiento anímico es el fiel reflejo subjetivo de la econo-mía monetaria completamente triunfante. En la medida en •que el dinero equilibra uniformemente todas las diversidadesde las cosas y expresa todas las diferencias cualitativas entreellas por medio de diferencias acerca del cuánto, en la me-dida en que el dinero, con su falta de color e indiferencia, seerige en denominador común de todo valor, en esta medida,se convierte en el nivelador más pavoroso, socava irremedia-blemente el núcleo de las cosas, su peculiaridad, su valor es-pecífico, su incomparabilidad. Todas nadan con el mismo '"peso específico en la constantemente móvil corriente del di-nero, residen todas en el mismo nivel y sólo se diferencianpor el tamaño del trozo que cubren en éste. En algún casoparticular, esta coloración, o mejor dicho decoloración, delas cosas por medio de su equivalencia con el dinero, puedeser imperceptiblemente pequeña; pero en la relación que elrico tiene con los objetos adquiribles con dinero, es más, qui-zá ya en el carácter global que el espíritu público otorgaahora en todas partes a estos objetos, se ha acumulado enmagnitudes sumamente perceptibles.

Por esto las grandes ciudades, en las que en tanto que se-des principales del tráfico monetario la adquiribilidad de las

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cosas se impone en proporciones completamente distintas delo que lo hace en relaciones más pequeñas, son también losauténticos parajes de la indolencia. En ella se encumbra encierto modo aquella consecuencia de la aglomeración de hom-bres y cosas que estimula al individuo a su más elevada pres-tación nerviosa; en virtud del mero crecimiento cuantitativode las mismas condiciones, esta consecuencia cae en su ex-tremo contrario, a saber: en este peculiar fenómeno adaptati-vo de la indolencia, en el que los nervios descubren su últimaposibilidad de ajustarse a los contenidos y a la forma de vidade la gran ciudad en el hecho de negarse a reaccionar frentea ella; el automantenimiento de ciertas naturalezas al preciode desvalorizar todo el mundo objetivo, lo que al final des-morona inevitablemente la propia personalidad en un senti-miento de igual desvalorización.

A la par que el sujeto tiene que ajustar completamenteconsigo esta forma existencial, su automantenimiento frentea la gran ciudad le exige un comportamiento de naturalezasocial no menos negativo. La actitud de los urbanitas entresí puede caracterizarse desde una perspectiva formal comode reserva. Si al contacto constantemente externo con innu-merables personas debieran responder tantas reacciones in-ternas como en la pequeña ciudad, en la que se conoce atodo el mundo con el que uno se tropieza y se tiene una re-lación positiva con cada uno, entonces uno se atomizaría in-ternamente por completo y caería en una constitución aní-mica completamente inimaginable. En parte esta circunstan-cia psicológica, en parte el derecho a la desconfianza quetenemos frente a los elementos de la vida de la gran ciudadque nos rozan ligeramente en efímero contacto, nos obligana esta reserva, a consecuencia de la cual a menudo ni siquie-ra conocemos de vista a vecinos de años y que tan a menudonos hace parecer a los ojos de los habitantes de las ciudadespequeñas como fríos y sin sentimientos.

Sí, si no me equivoco, la cara interior de esta reserva ex-terna no es sólo la indiferencia, sino, con más frecuencia dela que somos conscientes, una silenciosa aversión, una extran-jería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un con-tacto más cercano provocado de algún modo, redundaría in-mediatamente en odio y lucha. Toda la organización inter-na de un tráfico vital extendido de semejante modo descansaen una plataforma extremadamente variada de simpatías, in-diferencias y aversiones tanto del tipo más breve como del

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más duradero. La esfera de la indiferencia no es aquí tangrande como parece superficialmente; la actividad de nuestra'alma responde casi a cada impresión por parte de otro hom-bre con una sensación determinada de algún modo, cuya in-consciencia, carácter efímero y cambio parece tener que su-mirla sólo en una indiferencia. De hecho, esto último nos se-ría tan antinatural como insoportable la vaguedad de unasugestión sin orden ni concierto recíproco, y de estos dospeligros de la gran ciudad nos protege la antipatía, el esta-dio latente y previo del antagonismo práctico. La antipatíaprovoca las distancias y desviaciones sin las que no podríaser llevado a cabo este tipo de vida: su medida y sus mez-clas, el ritmo de su surgir y desaparecer, las formas en lasque es satisfecha, todo esto forma junto con los motivos uní-ficadores en sentido estricto el todo inseparable de la confi-guración vital urbana: lo que en ésta aparece inmediatamentecomo disociación es en realidad, de este modo, sólo una desus más elementales formas de socialización.

Pero esta reserva, junto con el sonido armónico de la aver-sión oculta, aparece de nuevo como forma o ropaje de unaesencia espiritual de la gran ciudad mucho más general. Con-fiere al individuo una especie y una medida de libertad per-sonal para las que en otras relaciones no hay absolutamenteninguna analogía: se remonta con ello a una de las grandestendencias evolutivas de la vida social, a una de las pocaspara las que cabe encontrar una fórmula aproximativa ge-neral.

El estadio más temprano de las formaciones sociales, quese encuentra tanto en las formaciones históricas, como enlas que se están configurando en el presente, es éste: uncírculo relativamente pequeño, con una fuerte cerrazón fren-te a círculos colindantes, extraños o de algún modo antago-nistas, pero en esta medida con una unión tanto más estre-cha en sí mismo, que sólo permite al miembro individual unmínimo espacio para el desenvolvimiento de cualidades pe-culiares y movimientos libres, de los que es responsable porsí mismo. Así comienzan los grupos políticos y familiares,así las formaciones de partidos, así las comunidades de re-ligión; el automantenimiento de agrupaciones muy jóvenesexige un estricto establecimiento de fronteras y una unidadcentrípeta y no puede por ello conceder al individuo ningunalibertad y peculiaridad de desarrollo interno y externo.

A partir de este estadio, la evolución social se encamina

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al mismo tiempo hacia dos direcciones distintas y, sin em-bargo, que se corresponden. En la medida en que el grupocrece (numérica, espacialmente, en significación y contenidosvitales), en precisamente esta medida, se relaja su unidadinterna inmediata, la agudeza cíe su originaria delimitaciónfrente a otros grupos se suaviza por medio de relaciones re-cíprocas y conexiones; y al mismo tiempo, el individuo ganauna libertad de movimiento muy por encima de la primera ycelosa limitación, y una peculiaridad y especificidad para laque la división del trabajo ofrece ocasión e invitación en losgrupos que se han tornado más grandes. Según esta fórmulase han desarrollado el Estado y el cristianismo, los gremiosy los partidos políticos y otros grupos innumerables, a pesar,naturalmente, de que las condiciones y fuerzas específicasdel grupo particular modifiquen el esquema general.

Pero también me parece claramente reconocible en eldesarrollo de la individualidad en el marco de la vida de laciudad. La vida de la pequeña ciudad, tanto en la Antigüedadcomo en la Edad Media, ponía al individuo particular barre-ras al movimiento y relaciones hacia el exterior, a la autono-mía y a la diferenciación hacia el interior, bajo las cuales elhombre moderno no podría respirar. Incluso hoy en día, elurbanita, trasladado a una ciudad pequeña, siente un poco lamisma estrechez. Cuanto más pequeño es el círculo que con-forma nuestro medio ambiente, cuanto más limitadas las re-laciones que disuelven las fronteras con otros círculos, tan-to más recelosamente vigila sobre las realizaciones, la con-ducción de la vida, los sentimientos de individuo, tanto mástemprano una peculiaridad cuantitativa o cualitativa haríasaltar en pedazos el marco del todo.

Desde este punto de vista, la antigua Polis parece haber te-nido por completo el carácter de la pequeña ciudad. La cons-tante amenaza a su existencia por enemigos cercanos y lejanosprovocó aquella rígida cohesión en las relaciones políticas ymilitares, aquella vigilancia del ciudadano por el ciudadano,aquel celo de la totalidad frente al individuo particular, cuyavida particular era postrada de este modo en una medida talrespecto de la que él, a lo máximo, podía mantenerse median-te el despotismo sin daño alguno para su casa. La inmensamovilidad y agitación, el peculiar colorido de la vida ate-niense se explica quizás a partir del hecho de que un pueblode personalidades incomparablemente individuales luchasecontra la constante presión interna y externa de una desindi-

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rvidualizadora pequeña ciudad. Esto produjo una atmósferade tensión en la que los más débiles fueron postrados y losmás fuertes fueron excitados a la apasionada autoalirmadón.Y, precisamente con esto, alcanzó en Atenas su estado flore-ciente aquello que, sin poder describirlo exactamente, debecaracterizarse como «lo general humano» en el desarrolloespiritual de nuestra especie.

Pues ésta es la conexión cuya validez, tanto objetiva comohistórica, se afirma aquí: los contenidos y formas de la vida,más amplios y más generales, están ligados interiormentecon las más individuales; ambos tienen su estadio previo co-mún o también su adversario común en formaciones y agru-paciones angostas, cuyo automantenimiento se resiste lo mis-mo frente a la amplitud y generalidad fuera de ellas comofrente al movimiento e individualidad libres en su interior.Así como en el feudalismo el hombre «libre» era aquel queestaba bajo el derecho común, esto es, bajo el derecho delcírculo social más grande, pero no era libre aquel que, bajoexclusión de éste, sólo tenía su derecho a partir del estrechocírculo de una liga feudal, así también hoy en día, en un sen-tido espiritualizado y refinado, el urbanita es «libre» encontraposición con las pequeneces y prejuicios que compri-men al habitante de la pequeña ciudad. Pues la reserva e in-diferencias recíprocas, las condiciones vitales espiritualesde los círculos más grandes, no son sentidas en su efectosobre la independencia del individuo en ningún caso másfuertemente que en la densísima muchedumbre de la granciudad, puesto que la cercanía y la estrechez corporal hacentanto más visible la distancia espiritual; evidentemente, elno sentirse en determinadas circunstancias en ninguna otraparte tan solo y abandonado como precisamente entre la mu-chedumbre urbanita es sólo el reverso de aquella libertad.Pues aquí, como en ningún otro lugar, no es en modo algunonecesario que la libertad del hombre se refleje en su senti-miento vital como bienestar.

No es sólo la magnitud inmediata del ámbito y del núme-ro de hombres la que, a causa de la correlación histórico-mundial entre el agrandamicnto del círculo y la libertad per-sonal, interno-externa, convierte a la gran ciudad en la sedede lo último, sino que, entresacando por encima de esta vaste-dad visible, las grandes ciudades también han sido las sedesdel cosmopolitismo. De una manera comparable a la forma dedesarrollo del capital (más allá de una cierta altura el patri-

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monio acostumbra a crecer en progresiones siempre más rá-pidas y como desde sí mismo), tan pronto como ha sido tras-pasada una cierta frontera, las perspectivas, las relacioneseconómicas, personales, espirituales, de la ciudad aumentancomo en progresión geométrica; cada extensión suya alcanza-da dinámicamente se convierte en escalón, no para una exten-sión semejante, sino para una próxima más grande. En aque-llos hilos que teje cual araña desde sí misma, crecen entoncescomo desde sí mismos nuevos hilos, precisamente como en elmarco de la ciudad el unearned increment de la renta del sue-lo proporciona al poseedor, por el mero aumento del tráfico,ganancias que crecen completamente desde sí mismas.

En este punto, la cantidad de la vida se transforma de unamanera muy inmediata en cualidad y carácter. La esfera vitalde la pequeña ciudad está en lo esencial concluida en y con-sigo misma. Para la gran ciudad es decisivo esto: que su vidainterior se extienda como crestas de olas sobre un ámbitonacional o internacional más amplio. Weimar no constituyeningún contraejemplo, porque precisamente esta significaciónsuya estaba ligada a personalidades particulares y murió conellas, mientras que la gran ciudad se caracteriza precisamentepor su esencial independencia incluso de las personalidadesparticulares más significativas; tal es la contraimagen y elprecio de la independencia que el individuo particular disfru-ta en su interior.

La esencia más significativa de la gran ciudad reside eneste tamaño funcional más allá de sus fronteras físicas: yesta virtualidad ejerce de nuevo un efecto retroactivo y daa su vida peso, importancia, responsabilidad. Así como unhombre no finaliza con las fronteras de su cuerpo o del ámbi-to al que hace frente inmediatamente con su actividad, sinocon la suma de efectos que se extienden espacial y tempo-ralmente a partir de él, así también una ciudad existe antetodo a partir de la globalidad de los efectos que alcanzan des-de su interior más allá de su inmediatez. Éste es su contornoreal, en el que se expresa su ser.

Esto ya indica que hay que entender la libertad individual,el miembro complementador lógico e histórico de tal ampli-tud, no en sentido negativo, como mera libertad de movi-miento y supresión de prejuicios y estrechez de miras; loesencial en ella es, en efecto, que la especificidad e incompa-rabilidad que en definitiva posee toda naturaleza en algúnlugar, se exprese en la configuración de la vida. Que sigamos

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17.

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las leyes de la propia naturaleza (y esto es, en efecto, u.libertad), se torna entonces por vez primera, para nosotros ypara otros, completamente visible y convincente cuando lasexteriorizaciones de esta naturaleza también se diferenciande aquellas otras; ante todo nuestra intransformabilidad enotros demuestra que nuestro tipo de existencia no nos esimpuesto por otros.

Las ciudades son en primer lugar las sedes de la más ele-vada división del trabajo económica; producen en su marcofenómenos tan extremos como en París la beneficiosa profe-sión del Quatorziéme: personas, reconocibles por un letreroen sus viviendas, que se preparan a la hora de la comida conlas vestimentas adecuadas para ser rápidamente invitadas allídonde en sociedad se encuentran 13 a la mesa. Exactamenteen la medida de su extensión, ofrece la ciudad cada vez máslas condiciones decisivas de la división del trabajo: un círcu-lo que en virtud de su tamaño es capaz de absorber una plura-ralidad altamente variada de prestaciones, mientras que almismo tiempo la aglomeración de individuos y su lucha porel comprador obliga al individuo particular a una especializa-ción de la prestación en la que no pueda ser suplantado fá-cilmente por otro.

Lo decisivo es el hecho de que la vida de la ciudad hatransformado la lucha con la naturaleza para la adquisiciónde alimento en una lucha por los hombres, el hecho de quela ganancia no la procura aquí la naturaleza, sino el hom-bre. Pues aquí no sólo fluye la fuente precisamente aludidade la especialización, sino la más profunda: el que ofrecedebe buscar provocar en el cortejado necesidades siemprenuevas y específicas. La necesidad de especializar la presta-ción para encontrar una fuente de ganancia todavía no ago-tada, una función no fácilmente sustituible, exige la diferen-ciación, refinamiento y enriquecimiento de las necesidadesdel público, que evidentemente deben conducir a crecientesdiferencias personales en el interior de este público.

Y esto conduce a la individualización espiritual en sentidoestricto de los atributos anímicos, a la que la ciudad da oca-sión en relación a su tamaño. Una serie de causas saltan a lavista. En primer lugar, la dificultad para hacer valer la pro-pia personalidad en la dimensión de la vida urbana. Allí don-de el crecimiento cuantitativo de significación y energía llegaa su límite, se acude a la singularidad cualitativa para así, porestimulación de la sensibilidad de la diferencia, ganar por sí,

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de algún modo, la consciencia del círculo social: lo que enton-ces conduce finalmente a las rarezas más tendenciosas, a lasextravagancias específicamente urbanitas del ser-especial, delcapricho, del preciosismo, cuyo sentido ya no reside en modoalguno en los contenidos de tales conducías, sino sólo en suforma de ser-diferente, de dcstacar-se y, de este modo, ha-cerse-notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el úni-co medio, por el rodeo sobre la consciencia del otro, de sal-var para sí alguna autoestimación y la consciencia de ocuparun sitio. En el mismo sentido actúa un momento insignifican-te, pero cuyos efectos son bien perceptibles: la brevedad yrareza de los contactos que son concedidos a cada individuoparticular con el otro (en comparación con el tráfico de lapequeña ciudad). Pues en virtud de esta brevedad y rarezasurge la tentación de darse uno mismo acentuado, compacto,lo más característicamente posible, extraordinariamente mu-cho más cercano que allí donde un reunirse frecuente y pro-longado proporciona ya en el otro una imagen inequívoca dela personalidad.

Sin embargo, la razón más profunda a partir de la queprecisamente la gran ciudad supone el impulso hacia la exis-tencia personal más individual (lo mismo da si siempre conderecho y si siempre con éxito) me parece ésta: el desarrollode las culturas modernas se caracteriza por la preponderanciade aquello que puede denominarse el espíritu objetivo sobreel subjetivo; esto es, tanto en el lenguaje como en el derecho,tanto en las técnicas de producción como en el arte, tanto enla ciencia como en los objetos del entorno cotidiano, está ma-terializada una suma de espíritu cuyo acrecentamiento diariosigue el desarrollo espiritual del sujeto sólo muy incom-pletamente y a una distancia cada vez mayor. Si, por ejem-plo, abarcamos de una ojeada la enorme cultura que desdehace cientos de años se ha materializado en cosas y conoci-mientos, en instituciones y en comodidades, y comparamoscon esto el progreso cultural de los individuos en el mismotiempo (por los menos en las posiciones más elevadas), semuestra entonces una alarmante diferencia de crecimientoentre ambos, es más, en algunos puntos se muestra másbien un retroceso de la cultura del individuo en relación ala espiritualidad, afectividad, idealismo. Esta discrepancia es,en lo esencial, el resultado de la creciente división del traba-jo; pues tal división del trabajo requiere del individuo parti-cular una realización cada vez más unilateral, cuyo máximo

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Page 8: Las grandes urbes y la vida del espíritu (Simmel)

crecimiento hace atrofiarse bastante a menudo su personali-dad en su totalidad. En cualquier caso, frente a la prolifera-ción de la cultura objetiva, el individuo ha crecido menos ymenos. Quizá menos conscientemente que en la praxis y enlos oscuros sentimientos globales que proceden de ella, se hareducido a una quantité négligeable, a una partícula de polvofrente a una enorme organización de cosas y procesos quepoco a poco le quitan de entre las manos todos los progresos,espiritualidades, valores y que a partir de la forma de la vidasubjetiva pasan a la de una vida puramente objetiva.

Se requiere sólo la indicación de que las grandes ciudadesson los auténticos escenarios de esta cultura que crece porencima de todo lo personal. Aquí se ofrece, en construccionesy en centros docentes, en las maravillas y comodidades delas técnicas que vencen al espacio, en las formaciones de lavida comunitaria y en las instituciones visibles del Estado,una abundancia tan avasalladora de espíritu cristalizado, quese ha tornado impersonal, que la personalidad, por así de-cirlo, no puede sostenerse frente a ello. Por una parte, la vidase le hace infinitamente más fácil, en tanto que se le ofrecendesde todos los lados estímulos, intereses, rellenos de tiempoy consciencía que le portan como en una corriente en la queapenas necesita de movimientos natatorios propios. Pero porotra parte, la vida se compone cada vez más y más de estoscontenidos y ofrecimientos impersonales, los cuales quiereneliminar las coloraciones e incomparabilidades auténticamen-te personales; de modo que para que esto más personal sesalve, se debe movilizar un máximo de especificidad y pecu-liaridad, se debe exagerar esto para ser también por sí misma,aunque sólo sea mínimamente. La atrofia de la cultura indi-vidual por la hipertrofia de la cultura objetiva es un motivodel furioso odio que los predicadores del más extremo indi-vidualismo, Nietzsche el primero, dispensan a las grandes ciu-dades; por lo que precisamente son amados tan apasionada-mente en las grandes ciudades, y justamente aparecen a losojos de los urbanitas como los heraldos y salvadores de suinsatisfechísimo deseo.

En la medida en que se pregunta por la posición históri-ca de estas dos formas del individualismo que son alimenta-das por las relaciones cuantitativas de la gran ciudad: la in-dependencia personal y la formación de singularidad perso-nal, en esta medida, la gran ciudad alcanza un valor com-pletamente nuevo en la historia mundial del espíritu. El si-

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glo xvin encontró al individuo sometido a violentas atadurasde tipo político y agrario, gremial y religioso, que se habíanvuelto completamente sin sentido; restricciones que imponíana los hombres a la fuerza, por así decirlo, una forma antina-tural y desigualdades ampliamente injustas. En esta situa-ción surgió la llamada a la libertad _y aja igualdad: la creen ---- **_cia en la plena libertad de movimiento del individuo en todaslas relaciones sociales y espirituales, que aparecería sin pér-dida de tiempo en todo corazón humano noble tal y como lanaturaleza la ha colocado en cada uno, y a la que la sociedady la historia sólo habían deformado. Junto a este ideal del li-beralismo creció en el siglo xix, gracias al romanticismo y aGoethe, por una parte, y a la división del trabajo, por otra,lo siguiente: los individuos liberados de las ataduras históri-cas se querían también diferenciar los unos de los otros. Elportador del valor «hombre» no es ya el «hombre general» encada individuo particular, sino que precisamente unicidad eintransformabilidad son ahora los portadores de su valor. Enla lucha y en los cambiantes entrelazamientos de estos dosmodos de determinar para el sujeto su papel en el interiorde la totalidad, transcurre tanto la historia externa como lainterna de nuestro tiempo.

Es función de las grandes ciudades proveer el lugar parala lucha y el intento de unificación de ambos, en tanto quesus peculiares condiciones se nos han manifestado como oca-siones y estímulos para el desarrollo de ambos. Con esto al-canzan un fructífero lugar, completamente único, de signifi-caciones incalculables, en el desarrollo de la existencia aní-mica; se revelan como una de aquellas grandes figuras his-tóricas en las que las corrientes contrapuestas y abarcadurasde la vida se encuentran y desenvuelven con los mismos dere-chos. Pero en esta medida, ya nos resulten simpáticas o anti-páticas sus manifestaciones particulares, se salen fuera de laesfera que conviene a la actitud del juez frente a nosotros.En tanto que tales fuerzas han quedado adheridas tanto enla raíz como en la cresta de toda vida histórica, a la quenosotros pertenecemos en la efímera existencia de una célu-la, en esta medida, nuestra tarea no es acusar o perdonar,sino tan sólo comprender.*

* El contenido de este ensayo, por su misma naturaleza, no se re-monta a una literatura aducible. La fundamentación y explicación desus principales pensamientos histórico-culturales está dada en mi Phi-losophie des Geldes.

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