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Ana Alonso Más secretos en los chats JamChat 4 LAS MÁSCARAS DE OMEGA

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Ana Alonso

LAS MÁSCARAS DE OMEGAA la tienda de antigüedades de la familia de Luna llega un valioso lekythos. A través de esta pieza de cerámica de la Antigua Grecia, la protagonista entra en contacto con un incorpóreo al que decide llamar Omega, quien no recuerda nada de las circunstancias que rodearon su muerte. Ayudada por su amigo Yago y la abuela Luz, Luna se trasladará a la polis espectral para resolver el enigma de Omega y conseguir que, al fi n, pueda descansar en paz.

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Me llamo Luna.

Tengo trece años y tres problemas.

El primero es que vivo con mis padres y mi abuelo encima de una tienda de antigüedades. A primera vista, puede no parecer un problema, pero lo es. Al menos, para mí.

Y eso me lleva a mi segundo problema. Y es que, a veces, me siento sola. No tengo muchos amigos. La verdad es que solo tengo uno: Yago. No sería grave si él fuese un chico como los demás. Pero ¿qué pasa cuando tu único amigo está muerto y no quiere reconocerlo? Ahí el asunto se complica bastante.

Entonces será mejor que leas lo que sigue. Pero si ya sabes quién soy, puedes pasar directamente al primer capítulo.

de antigüedades. A primera vista, puede no parecer un problema, pero lo es. Al menos, para mí.

Y eso me lleva a mi segundo problema. Y es que, a veces, me siento sola. No tengo muchos amigos. La verdad es que solo tengo uno: Yago. No sería grave si él fuese un chico como los demás. Pero ¿qué pasa cuando tu único amigo está muerto y no quiere reconocerlo? Ahí el asunto se complica bastante.

Todavia no me

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A estas alturas, creo que ya habréis adivinado mi tercer problema, porque está directamente relacionado con el segundo. Veo incorpóreos. Mejor dicho, los veo, los oigo y puedo hablar con ellos. ¿Suena divertido? No lo es. Los incorpóreos son los espíritus vagabundos de algunas personas muertas. A veces, llevan decenas o cientos de años intentando descansar sin conseguirlo. ¡No es fácil para ellos! Se sienten enfadados consigo mismos y con el mundo. Son las criaturas más irritables que existen, y a mí me toca soportar su mal humor. Se agarran a mí como lapas y me piden cosas. O me hacen preguntas. Preguntas que, a veces, no son nada fáciles de responder. Creedme: resulta agotador…

A estas alturas, creo que ya habréis adivinado mi tercer problema, porque está directamente relacionado con el segundo. Veo incorpóreos. Mejor dicho, los veo, los oigo y puedo hablar con ellos. ¿Suena divertido? No lo es. Los incorpóreos son los espíritus vagabundos de algunas personas muertas. A veces, llevan decenas o cientos de años intentando descansar sin conseguirlo. ¡No es fácil

conoces?

las criaturas más irritables que existen, y a mí me toca soportar su mal humor. Se agarran a mí como lapas y me piden cosas. O me hacen preguntas. Preguntas que, a veces, no son nada fáciles de responder. Creedme: resulta agotador…

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Y en esta aventuraEl abuelo LuisEs mi abuelo materno y el marido de la abuela Luz. Aunque ya es bastante mayor, continúa al frente del negocio de antigüedades de la familia. Tiene un carácter un poco especial, retraído, y mis rarezas no le sorprenden tanto como al resto, pues a veces creo que puede sentir la presencia de mi abuela, aunque no la del resto de incorpóreos.

Mis padres Mi madre se llama Eva, y es elegante y misteriosa. También, a veces, un poco distante. Supongo que tiene sus propios problemas y que prefi ere no compartirlos conmigo porque piensa que no los voy a entender. Mi padre, Agustín, adora las antigüedades, pero vive obsesionado con los gérmenes. Por eso apenas sale a la calle. Prefi ere quedarse en casa estudiando los objetos que llegan a la tienda.

judit¿Qué puedo deciros de ella? ¿Qué es estudiante de Psicología y dependienta de la tienda de antigüedades? Me quedaría muy corta, incluso si añado que es algo excéntrica y muy simpática. Para que lo entendáis, Judit es la única persona viva con la que puedo hablar de los incorpóreos.

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YAGOEs mi mejor amigo. Parece tener unos quince

años, pero ni él mismo lo sabe, pues no recuerda nada de su vida. Es uno de los pocos

incorpóreos a los que no he podido ayudar. Como buen optimista, y aunque casi nunca consigue lo que se propone, Yago siempre

confía en alcanzar sus objetivos.

La abuela LuzEn vida, fue profesora de Filosofía en un

instituto de Secundaria, y muy buena, por cierto. Por su formación, y a pesar de

ser incorpórea, es bastante reacia a las explicaciones paranormales.

JuneDe acuerdo, June es guapa, muy guapa, pero

tiene un carácter odioso. Y sí, también es incorpórea. En vida, fue una joven ejecutiva, con gran éxito laboral y social. Ahora vive en

un parque al lado de mi casa, así que, cuando le apetece, se cuela en la tienda o en mi habitación. Se porta fatal con los incorpóreos más antiguos,

aunque reconozco que a veces tengo que pedirle ayuda.

me acompaNan...

OmegaEs un incorpóreo que ha llegado a la tienda bastante perdido. Todo lo que sabemos de

él es que procede de la Grecia Antigua, que lo ha olvidado casi todo acerca de su

vida pasada y que algunas de las cosas que recuerda ni siquiera son verdad. Vamos, todo

un rompecabezas… ¡Espero que lo podamos ayudar!

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Esta mañana ha llegado un incorpóreo nuevo a la tien-da, y necesita mi ayuda. Tengo que averiguar el nom-

bre de su asesino antes de que pasen cuarenta y ocho horas. Si no lo he conseguido para entonces, el pobre tendrá que esperar tres o cuatro siglos más a que alguien rompa la maldición que lo mantiene atado al mundo de los vivos.

Por el momento, como no recuerda tampoco su nom-bre, he decidido llamarlo Omega. Omega es la última letra del alfabeto griego, y se pronuncia más o menos como una «o» muy larga. Eso me lo contó mi abuelo Luis hace un rato, cuando me llamó para enseñarme el frasquito de cerámica que acababa de recibir.

—Mira, Luna, esto es un lekythos —me explicó—. Un lekythos es una jarra pequeña que los griegos de la Anti-güedad utilizaban para conservar perfumes y ungüentos. Fíjate en el dibujo, es de una calidad extraordinaria.

Justo en ese momento vi a Omega por primera vez. Estaba detrás del abuelo, y sonreía. Sonreía con una de esas sonrisas de niño perdido que te parten el corazón. Pero Omega no es un niño. Por su aspecto, aparenta en-tre treinta y cuarenta años. Aunque, claro, eso es solo en apariencia, porque en realidad debe de tener dos mil y pico... ¡Debe ser espantoso llevar vagabundeando por ahí todo ese tiempo!

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Esta mañana ha llegado un incorpóreo nuevo a la tien-da, y necesita mi ayuda. Tengo que averiguar el nom-

bre de su asesino antes de que pasen cuarenta y ocho horas. Si no lo he conseguido para entonces, el pobre tendrá que esperar tres o cuatro siglos más a que alguien rompa la maldición que lo mantiene atado al mundo de los vivos.

Por el momento, como no recuerda tampoco su nom-bre, he decidido llamarlo Omega. Omega es la última letra del alfabeto griego, y se pronuncia más o menos como una «o» muy larga. Eso me lo contó mi abuelo Luis hace un rato, cuando me llamó para enseñarme el frasquito de cerámica que acababa de recibir.

—Mira, Luna, esto es un lekythos es una jarra pequeña que los griegos de la Anti-güedad utilizaban para conservar perfumes y ungüentos. Fíjate en el dibujo, es de una calidad extraordinaria.

Justo en ese momento vi a Omega por primera vez. Estaba detrás del abuelo, y sonreía. Sonreía con una de esas sonrisas de niño perdido que te parten el corazón. Pero Omega no es un niño. Por su aspecto, aparenta en-tre treinta y cuarenta años. Aunque, claro, eso es solo en apariencia, porque en realidad debe de tener dos mil y pico... ¡Debe ser espantoso llevar vagabundeando por ahí todo ese tiempo!

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El problema de los incorpóreos que llegan a la tienda con las cajas de embalaje es precisamente ese: que son muy antiguos. Casi todos llevan muertos varios siglos, algunos incluso milenios. Como son tan viejos, muchos han olvidado lo que andan buscando, y para ayudarlos a encon-trar su camino, tienes que devanarte los sesos intentando refrescarles la memoria.

Omega me miró con sus ojos oscuros y, de inmediato, se dio cuenta de que yo le veía. Eso le puso contentísimo. La vida de los incorpóreos es, por lo general, bastante abu-rrida. Se pasan años sin hablar con nadie, y eso les vuelve gruñones y raros.

—Ayúdame —me dijo Omega—. La última vez que hablé con un vivo fue en Francia, hace unos trescientos años. El tipo se creía muy importante y todos le hacían reverencias. Vivía en un palacio increíble, hay que reconocerlo. Me pa-rece que se llamaba Versalles...

Mientras hablaba, yo le miraba de reojo sin decir palabra. Mi abuelo Luis había empezado a contarme lo que representaba la escena dibujada en el lekythos: algo sobre una diosa del amor y un dios muy feo que se dedicaba a la herrería. Pero yo con escuchar a Ome-ga tenía bastante, así que no le pude prestar demasiada atención.

—Necesito que me ayudes a encontrar a mi asesino —suplicó Omega—. El tipo de Versalles no quiso hacerme caso, y el tiempo se me acaba. Tu abuelo va a llevarme a no sé dónde pasado mañana, se lo oí decir antes. Seguramen-te, no volveré a verte, y tendré que esperar trescientos

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o cuatrocientos años más para encontrar a otra persona que me pueda ayudar.

Cuando terminó de hablar, se alisó nerviosamente su raída túnica de color rosa sucio. Yo creo que en sus buenos tiempos debió de ser roja, pero a medida que Omega había ido perdiendo sus recuerdos, las ropas inmateriales que le cubrían se habían desgastado progresivamente.

—Ahora no puedo, más tarde —susurré—. Cuando el abuelo se vaya.

Omega asintió con resignación.—¿Otra vez hablando sola, Luna? —preguntó el abuelo

frunciendo el ceño—. La diosa Afrodita se enfadaría mucho si supiera que no escuchas cuando te cuentan sus hazañas. Y te advierto que las diosas griegas pueden ser terrible-mente vengativas —añadió con una malévola sonrisa.

—Y crueles —suspiró el pobre Omega meneando triste-mente la cabeza—. Que me lo digan a mí...

El abuelo se estremeció, como si de pronto sintiese un frío intenso. Le hice un gesto a Omega para que se callara. Yo sabía que la culpa era suya.

Lo que pasa es que los incorpóreos odian que los igno-ren, y hacen lo que sea por llamar la atención. Eso inclu-ye arrastrar cadenas, lanzar aullidos estridentes en plena noche o llenar las alfombras de manchas de sangre. Y, por supuesto, les encanta enviar una corriente de frío glacial a la espalda de los humanos que no les hacen caso. La gente se asusta, claro. En lugar de mirar a su alrededor y tratar de entender lo que pasa, casi siempre salen corriendo. Existe... ¿cómo decirlo? Un fallo de comunicación.

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Los muertos y los vivos, en general, no hablan el mis-mo lenguaje. Y eso que los incorpóreos pueden expresarse en casi cualquier idioma. En realidad, hablan con el pensa-miento, y si tienes dotes de médium, como yo, tu mente les oye en tu propia lengua. Pero si no las tienes, no oyes más que susurros extraños y terroríficos. Por eso la gente reacciona con miedo. ¿Qué queréis? ¡Es comprensible!

—Abuelo, quiero saberlo todo de esos griegos antiguos —dije yo con mi mejor sonrisa—. Y quiero saberlo hoy mis-mo, si puede ser.

—Ya… —el abuelo me miró burlonamente con sus preciosos ojos verdes—. Quizá te interese saber que hay personas que se han pasado cuarenta o cincuenta años estudiando a esos griegos antiguos, como tú dices, sin llegar a saberlo todo.

—¿Sí? Pues yo no tengo tanto tiempo, así que tendre-mos que arreglarnos con un día.

Los ojos verdes del abuelo se volvieron más oscuros y brillantes. Parecía secretamente complacido, aunque no sé por qué.

—Un día —repitió muy serio—. Un solo día para aprender toda la historia de la Antigua Grecia. Muy bien, Luna; en ese caso, lo mejor será que empecemos.

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El abuelo fue a su despacho a buscar un atlas y regresó con él abierto por la doble página de Europa.

Se sentó a mi lado en el sofá y señaló un lugar del mapa.

—Para saber quiénes eran los antiguos griegos, es nece-sario situarlos en el espacio y en el tiempo —comenzó—. La civilización griega se extendió por el Mediterráneo oriental entre los siglos X y III a. C., y alcanzó su mayor esplendor en el siglo V. Era un pueblo de artesanos y comerciantes, aunque también se dedicaban a la agricultura y a la gue-rra. Nunca formaron un solo país. Se organizaban en ciuda-des-estado, pequeños territorios gobernados por ciudades independientes. Algunas de las más importantes fueron Atenas, Esparta, Tebas o Corinto.

Mientras mi abuelo hablaba, yo miraba el mapa que me estaba mostrando. Todas las regiones coloreadas de verde habían formado parte de la Antigua Grecia. Eso in-cluía no solo la Grecia actual, sino también muchas islas del Mediterráneo, el sur de Italia y buena parte de las costas de Turquía.

Omega también observaba el mapa por encima del hombro de mi abuelo.

—¡Qué dibujo tan raro! —comentó—. Y esas letras... ¡no hay forma de entenderlas! ¿Qué idioma es, fenicio?

Afortunadamente, el abuelo no podía oírle.

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—Mira, esa isla de ahí es Rodas —continuó el abuelo—. Allí se alzaba una estatua gigante de bronce que se consideraba una de las siete maravillas del mundo antiguo. Estaba en el puerto, y acudía gente de todas partes para verla.

—Pues yo estuve en Rodas una vez y no vi ninguna esta-tua gigante —murmuró Omega perplejo—. Me pregunto qué hacía yo en Rodas... Recuerdo que llegué en un barco, pero no creo que yo fuera pescador ni marinero.

Se me escapó un suspiro muy hondo. Con las interrup-ciones de Omega, resultaba difícil seguir las explicaciones del abuelo.

—Mira, esta es Olimpia —explicó, señalando otro punto del mapa—. Aquí había un santuario en honor a Zeus, el dios

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más poderoso para los griegos. Fue en esta ciudad donde nacieron los Juegos Olímpicos.

—¿Como los de ahora?—Se parecían en muchos aspectos, aunque en otros,

no. Eran competiciones deportivas que se celebraban cada cuatro años y en las que competían las diferen-tes ciudades-estado griegas (ellos las llamaban polis). Había carreras de atletismo, boxeo, lucha libre, carreras de carros...

—¡Sí! —murmuró Omega con ojos soñadores—. Recuer-do aquel famoso combate de boxeo que ganó Acusilao. Yo estuve presente, ¡qué gran día!

Me pareció que esa podía ser una buena pista para lo-calizar el lugar y la época en la que había vivido Omega.

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Más tarde le preguntaría sobre ello, pero, por el momento, quería seguir escuchando al abuelo.

—Esos juegos, ¿se celebraban en una ciudad distinta cada vez? —pregunté.

—No, no; en eso no eran como los Juegos Olímpicos de ahora. Se celebraban siempre en la ciudad de Olimpia.

—¿Es de allí de donde viene el frasquito ese que te han enviado?

—¿El lekythos? —el abuelo frunció las cejas—. No, no lo creo. Se encontró en Atenas, y lo más probable es que se fabricara allí mismo.

«Otra buena pista —pensé satisfecha—. Eso significa que Omega viene de Atenas. Por algo se empieza...».

—Atenas era la ciudad más importante de la Antigua Grecia, ¿no? Algo así como la capital —le pregunté.

—Bueno, la capital, no. Ya te he dicho que las ciudades eran independientes unas de otras. Pero sí es cierto que Atenas fue una de las polis más importantes, especialmen-te durante el siglo V a. C., cuando estaba gobernada por Pericles. Cada ciudad tenía su propio sistema de gobierno, ¿sabes? Unas eran monarquías; otras, oligarquías, donde unos cuantos aristócratas mandaban sobre los demás; y otras eran dictaduras. Pero Atenas, en el siglo v a. C., funcionaba como una democracia.

—¿Quieres decir que la gente votaba y todo eso?—Así es —confirmó el abuelo—. Pero no toda la gente.

Las mujeres no tenían derecho a voto; ni los niños; ni tampoco los esclavos.

Eso de los esclavos me dejó de piedra.

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—¿Los griegos tenían esclavos? —pregunté asombra-da—. ¡Qué horror! Yo creía que eran civilizados.

—Y lo eran, pero en aquella época, la esclavitud se consideraba algo normal. Los esclavos eran muchas veces prisioneros de guerra; otras veces habían nacido ya escla-vos, o habían perdido su libertad por culpa de las deudas.

Se me puso la carne de gallina. Mis padres acaban de pedir un préstamo al banco para ampliar la tienda de antigüedades. ¡Menos mal que no estamos en los tiempos de los antiguos griegos! Si no, ¡imagínate lo que podría pasar en caso de que no pudiesen pagar los recibos a tiempo!

Mientras el abuelo hablaba, Omega se había retirado a un rincón y se había quedado adormilado. Y, ¿sabéis lo que pasa cuando un incorpóreo se duerme? Que desaparece. Solo se les ve cuando están despiertos.

Por un lado, me alegré de que Omega dejase de molestarme durante un rato. Quiero ayudarle, en serio, pero necesito un poco de tranquilidad para poder hacerlo. Sobre todo, debo averiguar todo lo que pueda sobre el mundo en el que vivió, y también necesito tiempo para ordenar mis ideas.

Tranquilidad y tiempo, una combinación bastante difícil cuando, quieras o no, te pasas la vida distrayéndote por las idas y venidas de los incorpóreos que te rodean.

En esta ocasión, la tranquilidad no me duró ni cinco minutos.

El abuelo seguía hablando de la democracia en la anti-gua Atenas.

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—Todavía se considera un modelo en muchos aspectos —dijo—. Todos los ciudadanos libres de Atenas podían votar y ser elegidos como gobernantes. Los atenienses se reunían unas cuarenta veces al año en asamblea para votar leyes o proyectos que afectaban a la ciudad. Los participan-tes en la asamblea se dividían en diez tribus. Cada año, por sorteo, se elegía a cincuenta personas de cada tribu para constituir el consejo de la ciudad llamado Bulé. El consejo tomaba las decisiones más importantes. Y por encima del consejo estaban los diez estrategas, uno por cada tribu. Estos personajes eran los que tenían mayor poder. Como ves, era un sistema estupendo.

—Ya —dijo una voz fría como un témpano a mi espalda—. Estupendísimo. La mitad de la población no participaba. ¡Y a eso lo llamaban democracia!

Giré la cabeza sin poder evitarlo. Tal y como esperaba, detrás de mí, sentada muy recta en su silla favorita de siempre, estaba mi abuela Luz, otra incorpórea que me visita a menudo. Llevaba una blusa con flecos en las mangas y unos viejos pantalones vaqueros. A mi abuela siempre le ha gustado la ropa original.

—La mitad de la población no participaba —repetí pen-sativa—. Te refieres a las mujeres, claro...

—¡Claro! ¿A quién si no? —contestó la abuela—. Los griegos antiguos tenían muchas virtudes, pero hay que reconocer que eran bastante machistas.

—¿No te caen bien?Me sobresalté al notar que el abuelo Luis me cogía de

la mano.

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—¿Qué te pasa, Luna? —me preguntó en tono preocupa-do—. ¿Por qué has dicho eso de pronto? ¿Te encuentras mal?

Detrás de mí, la abuela decidió contestarme sin hacer caso de la interrupción de su marido.

—Claro que me caen bien —replicó—. ¿No sabes que fueron ellos los que inventaron la filosofía? Y ya sabes que la filosofía es lo que más me gusta.

Cuando estaba viva, mi abuela daba clases de Filosofía en un instituto de Secundaria. Ella decía siempre que pertenecía a la escuela materialista. Eso significa, entre otras cosas, que no creía que el alma pudiera existir separada del cuerpo. Y sigue sin creerlo, a pesar de que ahora es una incorpórea. ¡Mi abuela siempre ha sido muy testaruda!

Como no quería que el abuelo Luis se alarmara todavía más, esta vez no contesté. Quería seguir escuchando sus explicaciones, pero él, de pronto, parecía haber perdido el hilo de la conversación, y miraba con ojos ausentes hacia la silla donde estaba sentado el fantasma de la abuela.

—No me encuentro bien —murmuró—. Si no te impor-ta, Luna, seguiremos con esto de los griegos dentro de un rato. Ahora necesito descansar.

Con paso inseguro, se levantó, cruzó la biblioteca en diagonal y desapareció en la oscuridad del pasillo. Me ima-gino que iría a su habitación a tumbarse un rato.

—No cambiará nunca —gruñó la abuela; y en su voz latía, de pronto, una extraña tristeza—. Es más fácil huir y ence-rrarse en un caparazón que enfrentarse a los hechos.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté—. ¿Crees que te ha visto?

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La abuela lanzó un suspiro; un suspiro tan profundo que sacudió su cuerpo inmaterial hasta volverlo casi transparente.

—No lo sé —murmuró—. A veces me da la impresión de que me está mirando. Pero enseguida aparta los ojos, no sé si porque no ve nada o porque le da miedo lo que ve.

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Para que entendáis lo complicado que es esto de los incorpóreos, supongo que tendría que aclararos un par

de cosas sobre ellos.En primer lugar, no les gusta que les llamen fantasmas.

Dicen que es una palabra ofensiva que los vivos utilizan para asustarse unos a otros manchando la reputación de los espí-ritus atormentados. Ellos prefieren llamarse a sí mismos «los incorpóreos». Suena menos terrible y, además, se trata de una palabra que refleja perfectamente lo que son: almas sin cuerpo. Almas condenadas a vagar sin rumbo de un lado a otro, intentando encontrar un sentido a lo que les ocurrió mientras estaban vivas.

En segundo lugar, hay que tener mucho cuidado con las cosas que se le dicen a un incorpóreo. Os lo aseguro, son muy sensibles. Cualquier tontería les ofende, o, peor aún, les deprime.

¿Alguna vez habéis visto llorar a un incorpóreo? Es in-quietante. Sus lágrimas son corrosivas como el ácido sul-fúrico, y a medida que le recorren la cara, van dejando profundos surcos amoratados en su piel, como si fuesen quemaduras. Suerte que no se trata de una piel de verdad, sino de una máscara inmaterial que enseguida se regene-ra. Pero, de todas formas, impresiona. Y también, si uno no anda con cuidado, puede ser peligroso. Imagínate que una de esas lágrimas te cae encima. Te dejaría una quemadura

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redonda y negra. A mí me pasó. Me cayó una lágrima de un amigo incorpóreo en unos vaqueros recién comprados. Me dejó un agujero del tamaño de mi dedo pulgar. Todavía conservo el pantalón. A veces me lo pongo y, al ver la que-madura, también a mí me entran ganas de llorar.

Y es que, si hay algo peor que ver incorpóreos por todas partes, es que tu mejor amigo sea uno de ellos. Y no un incorpóreo cualquiera, sino uno de esos a los que no puedes ayudar. Os juro que, en el caso de Yago, lo he in-tentado con todas mis fuerzas, pero ha sido inútil. Yago ya estaba aquí cuando yo llegué por primera vez a la tienda, y probablemente siga aquí cuando yo me vaya, vagando de un lado a otro con su eterno rostro de quinceañero, tan perdido y desesperado como el día que yo lo encontré.

Yago y yo siempre quedamos para ver la tele después de la cena. Mis padres a esa hora suelen pasar un rato charlan-do en la cocina, y los otros incorpóreos están demasiado cansados para molestarnos, así que tenemos casi una hora para estar solos.

A Yago le encanta ver la tele, sobre todo, las noticias. Quiere estar siempre al día de lo que pasa. Yo, la verdad, prefiero ver cualquiera de las series que tengo grabadas, pero a Yago le aburren, y no consigue entender por qué a mí me hacen gracia. ¡El sentido del humor de los incorpó-reos no se parece mucho al de los vivos!

Esta noche, mientras ponían en la tele un reportaje sobre las recientes inundaciones en China, Yago me pre-guntó si faltaba mucho tiempo para que se terminasen mis vacaciones.

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Cerré el JamChat, bajé el volumen del televisor y le miré intrigada. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, metiendo el dedo distraídamente en una rasga-dura toda deshilachada que se le ha hecho en los vaqueros, a la altura de la rodilla.

—Las clases empiezan dentro de una semana —le dije—. ¿Por qué?

—Es que había pensado... Luna, no está bien que alguien de mi edad se pase la vida haciendo el vago. Este año em-piezas en el instituto nuevo, ¿no? Pues yo quiero ir contigo.

Aquello me dejó de piedra.—No puedes venir a clase conmigo —le contesté rápida-

mente—. En primer lugar, lo de la edad no es una razón, porque no tienes ni idea de qué edad tienes. Podrías tener doscientos o trescientos años.

—Yo me refiero a la edad que tenía cuando... ya sabes, cuando me pasó eso.

Yago odia recordar que «eso» que le pasó fue que perdió la vida. Siempre utiliza alguna expresión rara para evitar la palabra «muerte».

—Oye, de todas formas, no puedo llevarte conmigo —insistí—. Me distraerías. El instituto es uno de los pocos sitios donde no se me aparece ningún incorpóreo, y no quiero que eso cambie.

—Estás siendo una egoísta —replicó Yago. Se había puesto aún más pálido que de costumbre—.Yo no te molestaría durante las clases, estaría totalmente concentrado en escuchar a los profesores.

—Ya, pero yo me desconcentraría mirándote a ti.

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—Pues no me mires —gruñó Yago—. Eso es cosa tuya. Además, este año todo será nuevo. Ya no vas a ir al mis-mo centro, recuérdalo. Y, ¿quién sabe? A lo mejor el nuevo está lleno de incorpóreos.

—No lo creo —contesté agresiva—. Lo acaban de inau-gurar. Y está en un barrio recién construido.

Yago se estaba quedando sin argumentos, pero no pare-cía dispuesto a darse por vencido.

—Piénsalo bien, Luna —imploró—. Piensa en el daño que me estás haciendo con tu egoísmo. Estás arruinando mi futuro.

—Pero ¿qué futuro, Yago? —le grité—. Tú no tienes nin-gún futuro. Estás muerto, ¿recuerdas?

Inmediatamente después, me arrepentí de haber dicho aquello. Pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Yago estaban llenos de lágrimas ácidas e hirvientes, que pronto se deslizaron por sus mejillas dejándolas marcadas de horribles surcos violetas.

—Perdona, Yago —me disculpé—. A veces no sé ni lo que digo, soy una idiota... Ojalá pudiera ayudarte, pero, aunque quisiera, no creo que pudiera llevarte conmigo al instituto. Ni tú ni yo sabemos a qué objeto de la tienda estás ligado. Tendríamos que localizarlo, y tú sabes que eso ya lo hemos intentado muchas veces sin éxito.

—Pero antes o después lo encontraremos —murmuró él—. Es más... puede que ya lo haya encontrado.

Lo miré asombrada. Aquello sí que era una novedad.—¿Has descubierto algo que yo no sepa? Cuenta, por

favor...Yago me miró indeciso.

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—Todavía no estoy seguro. Tengo que hacer algunas comprobaciones. Pero, si tengo razón... ya no tendrás ex-cusa para no llevarme contigo.

Me encogí de hombros.

—Bueno, pues dejemos la discusión para cuando eso pase, ¿no te parece? En todo caso, Yago, la mayoría de los objetos que hay en la tienda no se pueden llevar al instituto, supongo que lo entiendes. Imagínate, por ejemplo, que es-tuvieses unido a uno de esos relojes de péndulo que hay en el almacén, al fondo de la tienda. No pretenderás que vaya cargando al instituto cada día con un reloj de péndulo…

—Si el objeto es el que yo creo, sí lo podrías llevar —aseguró Yago, tan terco como siempre—. Pero claro, tú prefieres que me quede aquí para que no te moleste mientras te diviertes con tus amigos normales.

«Como si yo tuviera algún amigo normal…», pensé malhu-morada. Pero a Yago no quise decirle nada sobre eso. Tendría que darle muchas explicaciones, y no sé si las enten dería. Ten-dría que explicarle, por ejemplo, que mis compa ñeros se asus-tan cuando de pronto empiezo a hablar en voz alta mirando a una pared que ellos creen que está vacía, o que se ríen de mí cada vez que contesto a algo que nadie ha preguntado.

—Vamos a hacer una cosa —continuó Yago. De repente, parecía mucho más animado—. Tú dejas la puerta abierta a que vaya contigo al instituto, y yo, a cambio, te enseño un truco para no desconcentrarte durante las clases. Es un sistema que inventaron los antiguos maestros del budismo zen; lo estuve leyendo ayer por la tarde, me parece... ¿O fue el año pasado? Esto de vivir sin horarios ni calendarios

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es un desastre —concluyó con un suspiro—. Terminas ha-ciéndote un lío... Por eso es por lo que quiero hacer algo con mi tiempo que me ayude a ser más ordenado.

Lo malo de discutir con un incorpóreo es que casi siem-pre sales perdiendo. Claro, ellos saben mucho más que tú de todos los temas. Para algo tiene que servirles ser tan anti guos. Y, además, una de las pocas cosas que pueden ha-cer en su estado inmaterial es leer los libros de las viejas bibliotecas. Por eso hay tantos incorpóreos eruditos. Algu-nos, incluso, preparan tesis doctorales. Las escriben en el aire con una pluma estilográfica tan inmaterial como ellos, por lo que nadie jamás las ha podido leer.

—Está bien —le dije—. Te prometo que si encontramos una manera de que puedas acompañarme, te llevaré conmi-go. Pero, a cambio, tienes que hacerme un favor.

—¿Cuál?—Necesito ayuda con el incorpóreo nuevo. No sé cómo

se llama, así que le he puesto de nombre Omega. Todo lo que he podido averiguar sobre él es que viene de la Antigua Grecia, de una ciudad llamada Atenas. Llegó con una jarri-ta de cerámica llamada lekythos, que tiene dibujados unos personajes rojos sobre un fondo negro. Algo sobre la diosa Afrodita y un dios cojo, según me dijo mi abuelo...

—¿Qué más has podido averiguar?—Poca cosa. Que estuvo presente en un combate de

boxeo en el que ganó un tipo llamado Acusilao; y que viajó a Rodas una vez, pero no era pescador ni marinero.

Yago ladeó la cabeza. Tenía los ojos fijos en las imágenes mudas de carreteras inundadas que salían en ese momento por la tele.

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—No es mucho para empezar —murmuró—. Intentaré encontrar algo sobre ese tal Acusilao, a ver si averiguamos en qué época vivió. Pero con eso no va a ser suficiente. Tienes que sacarle más información.

—¿Y cómo voy a hacerlo? No se acuerda de nada. Ade-más, desde las seis de la tarde no lo he vuelto a ver. Está desaparecido.

—Los incorpóreos más antiguos necesitan mucho descanso para recuperar fuerzas. ¿Quieres un conse-jo? Enciende una vela en tu habitación esta noche, a las doce en punto. Es la hora a la que más despejados nos encontramos los incorpóreos. Y ya sabes que las velas nos encantan.

—Ya, pero igual se me presentan todos los espíritus del barrio, y yo lo que necesito es hablar a solas con Omega. He notado que se dispersa mucho. Tenemos que sentarnos a hablar tranquilos.

—No te preocupes. Yo me encargo de los demás, inclui-da June.

June es una incorpórea que vive en el parque, pero de vez en cuando consigue colarse en mi casa. Me cae fatal, es una presumida y una desagradable. Antes de morir se dedicaba a trabajar en la bolsa y le obsesionaba su aspecto. Siempre me está pidiendo que le busque revistas de moda para mantener su imagen inmaterial a la última.

—¿June anda por aquí otra vez? —pregunté alarmada—. ¡Lo que nos faltaba! Se pondrá a decir cosas horribles y no parará hasta sacar a Omega de sus casillas. La conozco muy bien, disfruta metiéndose con los demás.

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—Tranquila, ya te he dicho que yo me encargo. Tú dedí-cate solo a interrogar a Omega y a sacarle toda la informa-ción posible.

—Si es que consigo que me diga algo interesante... Tengo la impresión de que tantos miles de años sin hablar con nadie han terminado atrofiándole el cerebro.

—No debes pensar eso —me interrumpió Yago muy se-rio—. Además, sus recuerdos no están en ningún cerebro, sino en algún otro lugar. Si quieres ayudarlo, escúchalo, Luna. Sobre todo, escúchalo sin interrumpirle mil veces y sin mirarlo como si estuviera loco. La comprensión, a ve-ces, es lo único que funciona cuando falla todo lo demás.

Miré a Yago a los ojos. De repente, no sé por qué, me sentía muy insegura.

—¿Y por qué no te quedas conmigo y me ayudas? —le pregunté—. Si aparecen otros incorpóreos, ya se nos ocu-rrirá algo...

—No, Luna —me contestó él rotundo—. Saldrá mejor si estás tú sola. No sé si eres consciente, pero tú eres una persona que inspira confianza.

—Eso lo dices para escabullirte —protesté—. ¡Ahora eres tú el que busca excusas!

Yago sonrió levemente.—Piensa lo que quieras. De todas formas, no puedo que-

darme. Nuestra conversación sobre el instituto me ha dado una idea. Tengo que hacer una comprobación sobre ese objeto del que te he hablado. No te preocupes, será solo un momento, y estaré en guardia para mante ner a raya a los otros incorpóreos, en caso de que les dé por aparecer.

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Ana Alonso

LAS MÁSCARAS DE OMEGAA la tienda de antigüedades de la familia de Luna llega un valioso lekythos. A través de esta pieza de cerámica de la Antigua Grecia, la protagonista entra en contacto con un incorpóreo al que decide llamar Omega, quien no recuerda nada de las circunstancias que rodearon su muerte. Ayudada por su amigo Yago y la abuela Luz, Luna se trasladará a la polis espectral para resolver el enigma de Omega y conseguir que, al fi n, pueda descansar en paz.

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