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Las otras vidas, fortunas y adversidades del Lazarillo

Las otras vidas, fortunas y adversidades del Lazarillo...2 El Lazarillo de Tormes alcanzó un renombre extenso e inmediato, que le llevaría a ser reimpreso, leído, traducido, perseguido

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Las otras vidas, fortunas y adversidades

del Lazarillo

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El Lazarillo de Tormes alcanzó un renombre extenso e inmediato, que le llevaría a ser

reimpreso, leído, traducido, perseguido e imitado casi hasta nuestros días. En Francia ya

estaba traducido en 1560 por otro anónimo, J. C. de L., que en la segunda impresión dio al

libro el título de L’histoire plaisante et facétieuse de Lazare de Tormes Espagnol. En laquelle on peut

recongnoistre bonne partie des moeurs, vie et condition des Espagnolz, convirtiendo la obra en una

suerte de «los españoles vistos por sí mismos». Al francés se volvería a verter en 1601 y el

Sieur de Bourneuf publicaría, en 1653, un Lazarillo en versos franceses. La primera

traducción inglesa se debe a David Rowland d’Anglesey y se reimprimió numerosas veces

desde 1568. En 1579 ya estaba traducido al flamenco. De 1608 es la primera traducción

italiana, debida a Giulio Strozzi, aunque su verdadero éxito lo alcanzaría a partir de 1622, con

la versión de Barezzo Barezzi. Y, en fin, en alemán se pudo leer desde 1614. No es poco

ejemplo de la fascinación que las idas y venidas de Lázaro causaron en toda Europa. Y es que

la invención del pícaro, sus andanzas y sus amos ha sido una fórmula feliz que dio lugar a

toda una literatura. De otros lazarillos de diversa índole y condición nos queda noticia, como

en la Carta de Perico el Tiñoso, lazarillo de Toledo, para el cura del Orcajo su tío, de 1710, o en las dos

guías de Madrid en el siglo XVIII casi homónimas, el Lazarillo o nueva guía para los naturales y

forasteros de Madrid de Manuel Alonso (1783) y El lazarillo de Madrid o guía pequeña que de la mano

dirijo a los vecinos de esta Corte y a todos los forasteros para que vean y sepan las curiosidades que su

redondez encierra de Andrés de Sotos (1793). En 1909, Felipe Pérez Capo publicó la zarzuela El

lazarillo; en 1923, José Campillo Lozano dio a la imprenta El Lazarillo de la Humanidad:

máximas, pensamientos, definiciones y consejos; y en 1930, Julio Arguelles Infiesta escribió el

Lazarillo astur. Las continuaciones más singulares del libro, como el Lazarillo del Duero o el de

Badalona, las recogió Richard E. Suez en el libro Lazarillos raros, publicado en 1972.

No obstante, lo cierto es que Lázaro, a veces con otros nombres, había empezado sus

andanzas mucho antes, en el folclore o en la literatura. Y así encontramos rastros de sus

aventuras y hasta de su nombre en otros textos españole anteriores a 1554. Pero la verdadera

otra vida del Lazarillo de Tormes empezó cuando el editor de Alcalá de Henares aumentó su

«segunda impresión» con seis interpolaciones en los tratados I, V y VII. Al año siguiente, en

1555, saldría en Amberes una nueva edición que añadió una Segunda parte del Lazarillo

anónima y que habría de ser el comienzo de una larguísima historia para la literatura en

lengua española, que alcanza hasta nuestros días.

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Francisco Delicado,

La lozana andaluza (1528)

En el mamotreto XXXV de La lozana andaluza, aparece una temprana mención folclórica

del nombre de Lazarillo, en boca de Blasón, uno de los amantes de Lozana, que indica la

posibilidad de su existencia como personaje popular, aún antes de que se escribieran su «vida,

fortunas y adversidades»:

¡Oh, señora Lozana! Sabe bien vuestra merced que yo soy palabras de pretérito y futuro

servidor vuestro. Mas mirando la ingratitud de aquélla que vos sabéis, diré yo lo que dijo

aquel lastimado: «patria ingrata, non habebis ossa mea», que quiere decir, «puta ingrata, non intrabis

in corpore meo». ¿Cómo, señora Lozana, si yo le doy lo que vos misma mandastes, y más, cómo

se ve que no son venidos los dineros de mis beneficios cuando se los echo encima, y le pago

todas sus deudas? ¡Por qué aquella mujer no ha de mirar que yo no soy Lazarillo, el que

cabalgó a su agüela, que me trata peor, voto a Dios!

La lozana andaluza, ed. Giovanni Allegra, Madrid: Taurus, 1983, pp. 186-187.

Cuarto libro del esforzado caballero Reinaldos de Montalbán (1542)

En el Cuarto libro del esforzado caballero Reinaldos de Montalbán, versión castellana del poema

Baldus, que había escrito en latín macarrónico por Teófilo Folengo, podemos leer ya algunas

aventuras similares a las de Lázaro y el ciego en el personaje del apicarado Cíngar, que narra

también su vida en primera persona:

Andando por mi camino, allegué a Heras, adonde supe cómo en aquella tierra avía poco

pan, porque aquel año avía sido estéril, por lo cual yo no hallaba pan por mis dineros, y, si lo

hallara, no bastaba a comprarlo. Andando así por un lugar solitario de Heras con los ojos

muy agudos, muy encendidos, mirando a cualquier parte, vide venir un ciego alto de cuerpo,

con una esclavina y un muy recio y herrado bordón en que se sostenía; en la cabeza traía un

sombrero de hietro, lleno de muchas imágenes de plomo; y bien proveído, con una talega de

gallofas al hombro. Yo, como lo vide así cargado, quísele decir que me vendiese algo, mas

tomé otro mejor remedio; que me parecía que era mejor seguillo a ver dó se descargaba.

Fuime tras él. Yendo así, llegó a un lugar muy solitario apartado de gente, en el campo, algo

lejos de la villa, y sentóse entre unos paredones o tapias de casas caídas. Yo púseme detrás de

la pared derribada, deteniendo el resuello y mirando lo que haría. Él, luego así como tentó el

lugar a la redonda con las manos y rodeando el palo por sentir si alguno estaba, ya que todo

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lo cató, deja el herrado bordón y toma su talega, y vacíala en la halda, y comienza a tentar los

pedazos del pan. Adonde comenzando de los grandes, los torna a echar en la talega,

contándolos y apreciándolos, haciendo en su pensamiento muy grande caudal y suma de

dineros. En esto pasó bien media hora. Yo, maldiciendo la tardanza, quisiera yo los pedazos

del pan que daba a aquella avara talega diera a mi hambrienta garganta. En fin, que deseando

de tener la talega en poder, tal era mi voluntad, que de las manos se la quisiera quitar, si no

viera que la cerraba con el cordel y se levantaba, arrimándose a la pared. Entonces me levanté

y púseme a sus espaldas, dando muchas gracias a sus ojos que tan bien me encubrían. El

ciego entonces halla la grande y muy pesada talega en alto para echársela al hombro; yo, que

la vi, soltar alargué el brazo por detrás y cogíla muy prestamente, echándome en el suelo,

cubriéndome con aquel tan viejo paredón. Desque él se sintió liviano y sin talega, abájase

reciamente al suelo y, tornando su bordón, comienza a jugar de él, dando saltos y rodeando

todo aquello. Yo, levantándome muy paso, cubríme bien y comencé a huir, dejándolo pelear

con las muy viejas tapias, dando voces y llamando a los caminantes. Pero el lugar que él

escogió fue tan solo, que nadie le pudo oír, con lo cual, sosegando el paso, me fui,

comenzando a comer y vender de lo que el pobre ciego avía mendigado de puerta en puerta.

Baldo, ed. Folke Gernert, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2002, pp. 64-65

Anónimo,

Segunda parte del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades

(1555)

Otro autor, también anónimo, fue el primero en escribir una Segunda parte del Lazarillo de

Tormes, que salió junto con la primera en una edición publicada en Amberes en 1555. La

obra, que empieza donde termina la anterior, da lugar a la fantasía y embarca a Lázaro en la

expedición imperial de Argel, para buscar nuevas ganancias. El barco naufraga y, antes de

morir, Lázaro decide beberse el vino que lleva, quedando tan lleno, que no entrará en él ni

una sola gota de agua. Pero luego, sintiendo que el vino le abandona, se encomienda a Dios,

que lo trasforma en atún, bajo cuya forma hasta llegará a enamorarse de una princesa atuna:

Sepa Vuestra Merced que estando el triste Lázaro de Tormes en esta gustosa vida usando

su oficio y ganando él muy bien de comer y de beber, porque Dios no crió tal oficio y vale

más para esto que la mejor veinteicuatría de Toledo; estando, así mismo, muy contento y

pagado con mi mujer y alegre con la nueva hija, sobreponiendo cada día en mi casa alhaja

sobre alhaja mi persona muy bien tratada, con dos pares de vestidos, unos para las fiestas y

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otros para de contino, y mi mujer lo mismo, mis dos docenas de reales en el arca, vino a esta

ciudad, que venir no debiera, la nueva para mí, y aún para otros muchos, de la ¡da de Argel. Y

comenzáronse de alterar unos, no sé cuántos, vecinos míos, diciendo: «Vamos allá, que de

oro hemos de venir cargados.» Y comenzáronme con esto a poner codicia. Díjelo a mi mujer,

y ella, con gana de volverse con mi señor el Arcipreste, me dijo:

–Haced lo que quisiéredes; mas si allá vais y buena dicha tenéis, una esclava querría que

me trujéssedes que me sirviese, que estoy harta de servir toda mi vida. Y también para casar a

esta niña no serían malas aquellas tripolinas y doblas zahenas, de que tan proveídos dicen que

están aquellos perros moros.

Con esto y con la codicia que yo me tenía, determiné –que no debiera– ir a este viaje.

....

Pues, estando el pobre Lázaro en esta angustia, viéndome cercado de tantos males en

lugar tan extraño y sin remedio, considerando cómo mi buen conservador el vino poco a

poco me iba faltando, por cuya falta la salada agua se atrevía y cada vez se iba conmigo

desvergonzando, y que no era posible poderme sustentar siendo mi ser tan contrario de los

que allí lo tienen, y que así mismo cada hora las fuerzas se me iban más faltando así por

haber gran rato que a mi atribulado cuerpo no se había dado refeción sino trabajo, como

porque el agua digiere y gasta mucho, ya no esperaba más de cuando el espada se me cayese

de mis flacas y tremulentas manos, lo cual luego que mis contrarios viesen, ejecutarían en mí

muy amarga muerte haciendo sus cuerpos sepultura. Pues, todas estas cosas considerando y

ningún remedio habiendo, acudí a quien todo buen cristiano debe acudir, encomendándome

al que da remedio a los que no le tienen, que es el misericordioso Dios nuestro señor. Allí de

nuevo comencé a gemir y llorar mis pecados, y a pedir de ellos perdón y a encomendarme a

Él de todo mi corazón y voluntad, suplicándole me quisiese librar de aquella rabiosa muerte,

prometiéndole grande enmienda en mi vivir, si de dármela fuese servido. Después torné mis

plegarias a la gloriosa Santa María madre suya y señora nuestra, prometiéndole visitalla en las

sus casas de Monserrat y Guadalupe y la Peña de Francia. Después vuelvo mis ruegos a

todos los santos y santas, especialmente a San Telmo y al señor San Amador, que también

pasó fortunas en la mar cuajada. Y, esto hecho, no dejé oración de cuantas sabía que del

ciego había deprendido, que no recé con mucha devoción: la del Conde, la de la

Emparedada, el Justo Juez y otras muchas que tienen virtud contra los peligros del agua.

Finalmente, el Señor, por virtud de su pasión y por los ruegos de los dichos y por lo

demás que ante mis ojos tenla, con obrar en mí un maravilloso milagro, aunque a su poder

pequeño, y fue que estando yo así sin alma, mareado y medio ahogado de mucha agua que,

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como he dicho, se me había entrado a mi pesar, y así mismo encallado y muerto de frío de la

frialdad, que mientras mi conservador en sus trece estuvo nunca había sentido, trabajado y

hecho pedazos mi triste cuerpo de la congoja y continua persecución, y desfallecido del no

comer, a deshora sentí mudarse mi ser de hombre, quiera no me cate, cuando me vi hecho

pez, ni más ni menos, y de aquella propia hechura y forma que eran los que cerrado me

habían tenido y tenían. A los cuales, luego que en su figura fui tornado, conocí que eran

atunes, entendí cómo entendían en buscar mi muerte, y decían: «Éste es el traidor, de

nuestras sabrosas y sagradas aguas enemigo. Éste es nuestro adversario y de todas las

naciones de pescados que tan ejecutivamente se ha habido con nosotros desde ayer acá,

hiriendo y matando tantos de los nuestros. No es posible que de aquí vaya; mas, venido el

día, tomaremos de él venganza».

Así oía yo la sentencia que los señores estaban dando contra el que ya hecho atún como

ellos estaba. Después que un poco estuve descansado, y refrescando en el agua, tomando

aliento y hallándome tan sin pena y pasión como cuando más sin ella estuve, lavando mi

cuerpo de dentro y de fuera en aquella agua que al presente, y dende en adelante, muy dulce y

sabrosa hallé, mirándome a una parte y a otra por ver si vería en mí alguna cosa que no

estuviese convertido en atún. Estándome en la cueva muy a mi placer, pensé si sería bien

estarme allí hasta que el día viniese, mas hube miedo me conociesen y les fuese manifiesta mi

conversión; por otro cabo, temía la salida por no tener confianza de mí si me entendería con

ellos y les sabría responder a lo que me interrogasen, y fuese esto causa de descubrirse mi

secreto; que aunque los entendía y me veía de su hechura, tenía gran miedo de verme entre

ellos. Finalmente, acordé que lo más seguro era no me hallasen allí, porque ya que no me

tuviesen por de ellos, como no fuese hallado Lázaro de Tormes, pensarían yo haber sido en

salvalle y me pedirían cuenta de él, por lo cual me pareció que saliendo antes del día y

mezclándome con ellos, con ser tantos, por ventura no me echarían de ver ni me hallarían

extraño; y como lo pensé, así lo puse por obra.

Segunda parte del Lazarillo, ed. Pedro Piñero, Madrid: Cátedra, 1988, pp. 131 y 140-144.

Sebastián de Horozco,

Representación de la historia evangélica del capítulo nono de san Joan

Sebastián de Horozco fue un abogado toledano aficionado a los refranes y a la cultura

popular, que vivió entre 1512 y 1578, es decir, en torno a la publicación del Lazarillo. En su

Representación de la historia evangélica del capítulo nono de san Joan que comienza «Et preteriens IHS vidit

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hominem cecum», aparecen el ciego y Lázaro en pleno debate sobre el hambre y como ejemplo

de la repentina fama popular de los personajes:

CIEGO

¿Ay quién haga caridad,

señores, a aqueste ciego,

que de su natividad

vivió siempre en ceguedad

sin placer y sin sosiego?

Por amor de Dios, os ruego

queráis dar

para ayuda a remediar

tantas fatigas y enojos.

Así Dios quiera guardar

sin zozobra y sin pesar

la vista de vuestros ojos.

¡Escusados son antojos

para mí,

pues así ciego nací

desde el vientre de mi madre!

Lazarillo, veamos, di,

¿no dan algo por aquí

por más que el hombre les ladre?

LAZARILLO

Es llamar al rey, compadre,

vocear.

CIEGO

Escucha, que oigo llamar,

mira si ay quién algo dé.

LAZARILLO

Mas débeseos de antojar.

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CIEGO

Traidor, ¿quies lo tú sisar?

¿Es tarrezno, dime, o qué?

Yo lo güelo, por mi fe,

dalo acá.

LAZARILLO

Creo que mal os hará:

que también yo he menester,

andando acá y acullá,

del rocío que Dios da,

guardar algo que roer.

CIEGO

¿Yo no te doy de comer?

LAZARILLO

¿Que he comido?

¡Dístesme un güeso roído!

¿Pensáis que soy algún tocho?

¡No veis que negro partido!

Y aún en todo hoy no he bebido

sino solo un escamocho.

CIEGO

Bebes y comes más que ocho...

y malcontento.

LAZARILLO

¡Pardiós! Siempre ando hambriento

porque un mozo de mí estofa

no se mantiene del viento,

ni basta el mantenimiento

que me dais de la gallofa.

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CIEGO

¿No habéis visto quién ya mofa?

Di, malvado, ¿no es verdad

que te has hartado

de berzas, tocino y vaca?

LAZARILLO

Aqueso ya es olvidado,

después que anda el hombre atado,

como dicen, asno a estaca.

CIEGO

¡Oh de la casta bellaca, si te apaño...!

Saquéte de ser picaño,

que andabas roto y desnudo,

y dite un sayo de paño,

y llévasme cuanto araño,

¿y malcontento y sañudo?

LAZARILLO

Bien lo trabajo y lo sudo,

pues os trayo

por las calles como un rayo.

CIEGO

¿Ah, sí? Pues, ¿qué te pensabas?

Por eso te di un buen sayo.

LAZARILLO

Dejad venga el mes de mayo,

cuando comiencen las habas...

CIEGO

¿Tornarás a lo que andabas,

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don refino?

LAZARILLO

Sus, vamos nuestro camino.

CIEGO

Aguija, vamos aína.

¡Ay, que me he dado, mezquino!

LAZARILLO

Pues que olistes el tocino,

¿cómo no olistes la esquina?

Representaciones, ed. Fernando González Ollé, Madrid: Castalia, 1979, pp. 99-105.

Juan López de Velasco,

Lazarillo de Tormes castigado (1573)

Después de varios años de prohibición en España, se imprimió en 1573 un Lazarillo de

Tormes castigado, impreso con licencia del Consejo de la santa Inquisición y se encargó su censura al

humanista Juan López de Velasco, que, en su advertencia «Al Lector», hizo un cumplido

elogio de la obra:

Aunque este tratadillo de la vida de Lazarillo de Tormes, no es de tanta consideración en

lo que toca a la lengua, como las obras de Cristóbal de Castillejo, y Bartolomé de Torres

Naharro, es una representación tan viva y propria de aquello que imita con tanto donaire, y

gracia, que en su tanto merece ser estimado, y así fue siempre a todos muy acepto, de cuya

causa aunque estaba prohibido en estos reinos, se leía, y imprimía de ordinario fuera de ellos.

Por lo cual, con licencia del consejo de la santa Inquisición, y de su Majestad, se enmendó de

algunas cosas por que se había prohibido, y se le quitó toda la segunda parte, que por no ser

del autor de la primera, era muy impertinente y desgraciada.

Lazarillo de Tormes castigado, Madrid: Pierres Cosin, 1573, fol. 374r.

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Mateo Alemán,

Guzmán de Alfarache (1599 y 1604)

El primer libro que convirtió el Lazarillo en un género fue el Guzmán de Alfarache de

Mateo Alemán. La picaresca, con él, se hace más extensa y se moraliza. Pero, como con el

Lázaro original, siempre hay lugar para la risa. Es lo que ocurre con este «Arancel de

necedades», recogido en la segunda parte del libro. La Razón en persona determina la lista de

razones por las que se peca de necio y por las que se ha de pagar ese arancel. Al cabo, el

mundo termina por convertirse en una casa de locos:

ARANCEL DE NECEDADES

«Primeramente, a los que fueren andando y hablando por la calle consigo mismos y a

solas o en su casa lo hicieren, los condenamos a tres meses de necios, dentro de los cuales

mandamos que se abstengan y reformen, y, no lo haciendo, les volvemos a dar cumplimiento

a tres términos perentorios, dentro de los cuales traigan certificación de su enmienda, pena

de ser tenidos por precitos. Y mandamos a los hermanos mayores los tengan por

encomendados.

»Los que paseándose por alguna pieza ladrillada o losas de la calle fueren asentando los

pies por las hiladas o ladrillos y por el orden de ellos, que, si con cuidado hicieren, los

condenamos en la misma pena. [...]

»Los que jugando a los bolos, cuando acaso se les tuerce la bola, tuercen el cuerpo

juntamente, pareciéndoles que, así como ellos lo hacen lo hará ella, en su pecado morirán:

declarámoslos por hermanos ya profesos. Y lo mismo mandamos entenderse con los que

semejantes visajes hacen, derribándose alguna cosa. Y con los que llevando máscaras de

matachines o semejantes figuras van por dentro de ellas haciendo gestos, como si real y

verdaderamente les pareciese que son vistos hacerlos por fuera, no lo siendo. Y con los que

los contrahacen sin sentir lo que hacen o, cortando con algunas malas tijeras o trabajando

con otro algún instrumento, tuercen la boca, sacan la lengua y hacen visajes tales.

»Los que cuando esperan a el criado habiéndolo enviado fuera, si acaso se tarda, se ponen

a las puertas y ventanas, pareciéndoles que con aquello se darán más priesa y llegarán más

presto, los condenamos a que se retraten, reconociendo su culpa, so pena que no lo haciendo

se procederá contra ellos como se hallare por derecho. [...]

»Los que cuando están subidos en alto escupen abajo, ya sea por ver si está el edificio a

plomo, ya para si aciertan con la saliva en alguna parte que señalan con la vista, los

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condenamos a que se retraten y reformen dentro de un breve término, pena de ser habidos

por profesos. [...]

»Los que orinando hacen señales con la orina, pintando en las paredes o dibujando en el

suelo, ya sea orinando a hoyuelo, se les manda no lo hagan, pena que, si perseveraren, serán

castigados de su juez y entregados al hermano mayor. [...]

»Los que buscando a uno en su casa y preguntando por él, se les ha respondido no estar

en ella y haber ido fuera, vuelven a preguntar: ‘¿Pues ha salido ya?’, dámoslos por

condenados en rebeldes contumaces, pues repiten a la pregunta que ya les tienen satisfecha.

»Los que habiéndose llevado medio pie o, por mejor decir, los dedos de él en un canto y

con mucha flema, llenos de cólera, vuelven a mirarlo de mucho espacio, los condenamos en

la misma pena y les mandamos que la quiten o no la miren, pena que se les agravará con

otras mayores.

»Los que sonándose las narices, en bajando el lienzo lo miran con mucho espacio, como

si les hubiese salido perlas de ellas y las quisiesen poner en cobro, condenámoslos por

hermanos y que cada vez que incurrieren en ello den una limosna para el hospital de los

incurables, porque nunca falte quien otro tanto por ellos haga».

Cuando aquí llegó, me pareció que sólo le faltó la campanilla. Diome tanta risa y el papel

era tan largo, que no le dejé pasar adelante y preguntéle:

–Ya, señor huésped, que me ha hecho amistad en avisarme para saber corregirme, dígame

agora: ese hospital que dice, ¿dónde está, quién lo administra o qué renta tiene?

Respondióme:

–Señor, como son los enfermos tantos y el hospital era incapaz y pobre, viendo ser los

sanos pocos y los enfermos muchos, acordóse que trocasen las estancias, y así es ya todo el

mundo enfermería.

Guzmán de Alfarache, ed. José Mª Micó, Madrid: Cátedra, 1987, pp. 342-349.

Lope de Vega,

Al contador Gaspar de Barrionuevo (1603)

En su epístola en tercetos a Gaspar de Barrionuevo, Lope recuerda el comienzo del

tratado primero del Lazarillo y el nacimiento del hermano mulato, que se asusta ante la visión

de su padre, el negro Zaide:

Acuérdome que escribe Lazarillo

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(que en tal carta están bien tales autores)

que su madre, advertid, parió un negrillo;

y como el padre entrase a hacerle amores,

viéndole negro el que también lo era,

siendo una sangre y unas las colores,

cuenta que se espantaba de manera

que lloraba y decía: «¡Madre, coco!»,

como si de alemán nacido hubiera.

Cuántos, por no se ver, tienen en poco

(¡oh cuánto lisonjea el propio espejo!)

al que en su idea les parece loco.

Obras poéticas, ed. José Manuel Blecua, Barcelona: Planeta, 1989, p. 222.

Fray José de Sigüenza,

Historia de la Orden de San Jerónimo (1605)

En 1605, fray José de Sigüenza atribuyó la autoría del libro a fray Juan de Ortega, general

de los jerónimos entre 1552 y 1555, del que asegura que se halló un manuscrito del Lazarillo

hallado en su celda:

Dicen que [fray Juan de Ortega] siendo estudiante en Salamanca, mancebo, como tenía

un ingenio tan galán y fresco, hizo aquel librillo que anda por ahí, llamado Lazarillo de Tormes,

mostrando en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua castellana, y el decoro de las

personas que introduce con tan singular artificio y donaire, que merece ser leído de los que

tienen buen gusto. El indicio de esto fue haberle hallado el borrador en la celda, de su propia

mano escrito.

Historia de la Orden de San Jerónimo, Madrid: Bailly/Bailliére e Hijos, 1909 [NBAE, 12], II, p. 145.

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Miguel de Cervantes,

Don Quijote de la Mancha (1605)

La importancia del Lazarillo y de la picaresca no pasó desapercibida a Cervantes, que

escribió una novelita de tema picaresco en Rinconete y Cortadillo y dejó memoria de Lázaro en

el capítulo XXII de la primera parte del Quijote. Allí, el galeote Ginés de Pasamonte se

presenta como autor de una novela sobre su propia vida, cuyo éxito editorial augura similar –

y aun mejor– que el del Lazarillo. El problema está en que, como se trata de su vida contada

por él mismo, no podrá terminarla hasta que no se termine su vida. No sabemos si la llegó a

terminar después de muerto:

Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino

que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás,

porque traía una cadena al pie, tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a

la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o pie de amigo, de la

cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas,

donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos

podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que

cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda

porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan

grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros de él, sino que

temían que se les había de huir.

–¿Qué delitos puede tener –dijo don Quijote–, si no han merecido más pena que echalle a

las galeras?

–Va por diez años –replicó la guarda–, que es como muerte civil. No se quiera saber más,

sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman

Ginesillo de Parapilla.

–Señor comisario –dijo entonces el galeote–, váyase poco a poco, y no andemos ahora a

deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi

alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará

poco.

–Hable con menos tono –replicó el comisario–, señor ladrón de más de la marca, si no

quiere que le haga callar, mal que le pese.

–Bien parece –respondió el galeote– que va el hombre como Dios es servido, pero algún

día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.

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–Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? –dijo la guarda.

–Sí llaman –respondió Ginés–, mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde

yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con

Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo

soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.

–Dice verdad –dijo el comisario–: que él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y

deja empeñado el libro en la cárcel en doscientos reales.

–Y le pienso quitar –dijo Ginés–, si quedara en doscientos ducados.

–¿Tan bueno es? –dijo don Quijote.

–Es tan bueno, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género

se han escrito o escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que trata verdades, y que son

verdades tan lindas y tan donosas, que no pueden haber mentiras que se le igualen».

–¿Y cómo se intitula el libro? –preguntó don Quijote.

–La vida de Ginés de Pasamonte –respondió el mismo.

–¿Y está acabado? –preguntó don Quijote.

–¿Cómo puede estar acabado –respondió él–, si aún no está acabada mi vida? Lo que está

escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras.

–Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? –dijo don Quijote.

–Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho

y el corbacho –respondió Ginés–; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar

de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay

mas sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo

tengo de escribir, porque me lo sé de coro.

Don Quijote de la Mancha, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid: Alambra, 1988, pp. 266-268.

Juan de Luna,

Segunda parte del Lazarillo de Tormes, sacada de las crónicas antiguas de

Toledo (1620)

Con una agria censura de la Segunda parte publicada en 1555, Juan de Luna publicó en

París, en 1620, su propia Segunda parte, sacada, según dice, «de las crónicas antiguas de

Toledo». Este maestro de lengua española y luego clérigo protestante escribió su libro en

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pleno auge de la novela picaresca y retomó en su capítulo primero la figura del escudero, que

parece convertido en soldado bravucón y delincuente:

Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje. Dígolo a propósito, que

no pude ni supe conservarme en la buena vida que la fortuna me había ofrecido, siendo en

mí la mudanza como accidente inseparable que me acompañaba, tanto en la buena y

abundante, como en la mala y desastrada vida. Estando, pues, gozando el mejor, tiempo que

patriarca gozó, comiendo como fraile convidado y bebiendo más que saludador, mejor

vestido que teatinos, y con dos docenas de reales en la bolsa, más ciertos que revendedera de

Madrid, mi casa llena tomo colmena, con una hija injerta a cañutillo, y con un oficio que me

lo podía envidiar el echaperro de la iglesia de Toledo, llegó la fama de la armada de Argel,

nueva que me inquietó e hizo que como buen hijo determinase seguir las pisadas y huellas de

mi buen padre, Tomé González (que buen siglo haya), con deseo de dejar en los venideros

siglos ejemplo y dechado, no de guiar a un astuto ciego, ratonar el pan del avariento clérigo,

servir al pelón escudero, y finalmente gritar las faltas ajenas; mas el ejemplo y dechado fue de

dar vista a los moros, ciegos en sus errores, de abrir y romper los atrevidos y cosarios bájeles,

de servir a un valeroso capitán de la orden de San Juan, con quien asenté por repostero,

capitulando que todo lo que ganase sería para mí, como lo fue. Finalmente, quise dejar

ejemplo de gritar y animar, llamando a «¡Santiago y cierra España!».

Despedíme de mi amada consorte y de mi cara hija; ésta me rogó no me olvidase de

traerle un morico, y la otra, me acordase de enviarle con el primer mensajero una esclava que

la sirviese, y algunos cequíes berberiscos con que se consolase de mi ausencia. Pedí licencia al

arcipreste, mi señor, a quien encargué el cuidado y regalo de mi mujer y hija. Prometióme

haría con ellas como si fueran proprias suyas.

Partí de Toledo alegre, ufano y contento, como suelen los que van a la guerra, colmado

de buenas esperanzas, acompañado de grande cantidad de amigos y vecinos que iban al

mesmo viaje, llevados del deseo de mejorar su fortuna. Llegamos a Murcia con intención de

irnos a embarcar a Cartagena, donde me sucedió lo que no quisiera, por conocer que la

fortuna, que me había puesto en lo más alto de su rueda voltaria y subido a la cumbre de la

bienaventuranza terrestre, con su curso veloz comenzaba a despeñarme a lo más ínfimo.

Fue, pues, el caso que, llegando a la posada, vi a un semihombre, que más parecía cabrón

según las vedijas e hilachas de sus vestidos: tenía su sombrero encasquetado, de manera que

no le podía ver la cara; la mano puesta en la mejilla y la pierna sobre la espada, que en una

media vaina de cimojes traía; el sombrero a lo picaresco, sin coronilla, para evaporar el humo

de su cabeza; la ropilla era a la francesa, tan acuchillada de rota, que no había en qué poder

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atar una blanca de cominos. Su camisa era de carne, la cual se veía por la celosía de sus

vestidos; las calzas al equipolente; las medias, una colorada y la otra verde, que no le pasaban

de los tobillos; los zapatos eran a lo descalzo, tan traídos como llevados. En una pluma que

cosida en sombrero llevaba, sospeché ser soldado. Con esta imaginación le pregunté de

dónde era y adónde bueno caminaba; alzó los ojos para ver quién era el que se lo preguntaba,

conocióme, y yo a él: era el escudero que en Toledo serví; quedé admirado de verle en tal

traje. Conocida mi admiración, dijo:

–No me espantaría, Lázaro amigo, te maravillase el verme como me ves; pero presto no

lo estarás si te cuento lo que por mí ha pasado desde el día que te dejé en Toledo hasta hoy.

Tornando a casa con el trueco del doblón para pagar a mis acreedores, encontré con una

arrebozada que, tirándome del herreruelo, con lágrimas y suspiros mezclados con sollozos,

me pidió con encarecimiento la favoreciese en una necesidad que se le ofrecía. Roguéle me

diese cuenta de su pena, que más tardaría a declarármela que yo a dalle remedio. Ella, sin

dejar el llanto, con una vergüenza virginal, dijo que la merced que le había de hacer, y ella me

suplicaba le hiciese, era la acompañase hasta Madrid, donde le habían dicho estaba un

caballero que no se había contentado con deshonrarla, pero le había robado todas sus joyas,

sin tener respecto a la palabra de esposo que le había dado; y que si yo quería hacer por ella

esto, ella haría por mí lo que una mujer obligada debía. Consoléla lo mejor que pude, dándole

esperanzas que si su enemigo estaba en el mundo se tuviese por desagraviada. En conclusión,

sin tornar el pie atrás partimos a la corte, hasta donde le hice la costa. La señora, que sabía

bien adónde iba, me llevó a una bandera de soldados, donde la recibieron con alegría y la

llevaron delante el capitán, para que la pusiese en la lista de las cicatriceras, y tornándose a

mí, con una cara de poca vergüenza, dijo: «Adiós, sor peligordo, pues ésta no es para más».

Viéndome burlado, comencé a echar espumajos por la boca, diciéndole que, si como era

mujer fuera hombre, le sacara el alma de cuajo. Un soldadillo de los que allí estaban se llegó a

mí y me hizo una mamona, no osando darme un bofetón, que si me lo hubiera dado allí le

podían abrir la sepultura. Como vi aquel negocio mal encaminado, sin decir chus ni mus, me

fui más que de paso, por ver si me seguiría algún soldado de talle para matarme con él;

porque si me pusiera con aquel soldadejo, y le matara (como sin duda hiciera), ¿qué honra o

qué fama ganara? Mas si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado más

cuchilladas que arenas hay en la mar. Como vi que ninguno osaba seguirme, fuime muy

contento. Busqué una comodidad, y por no haberla hallado tal cual merecía, estoy como me

ves. Verdad es que he podido ser repostero, o escudero de cinco o seis remendonas, oficios,

que, aunque muriese de hambre, no los tomaría.

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Concluyó el bueno de mi amo con decir que, por no haber hallado unos mercaderes de su

tierra que le prestasen dinero, estaba sin ellos, y no sabía a dónde ir aquella noche. Yo que le

entendí la leva, le convidé con la mitad de mi cama y cena; admitió el envite. Cuando nos

quisimos acostar, le dije quitase sus vestidos de encima el lecho, que era pequeño para tanta

gente.

A la mañana quise levantarme sin hacer ruido; eché mano a mis vestidos, y fue en vago,

porque el traidor me los había hurtado y ido con ellos. Pensé quedarme muerto en la cama

de pura pena, y me hubiera sido mejor por evitar tantas muertes como después recibí. Di

voces apellidando «¡Al ladrón, al ladrón!». Subieron los de casa, y halláronme como nadador,

buscando con qué cubrirme por los rincones del aposento. Reían todos como locos, y yo

renegaba como carretero; daba al diablo al ladrón fanfarrón que me había tenido la mitad de

la noche contando grandezas de su persona y linaje.

El remedio que por entonces tomé (porque ninguno me lo daba) fue ver si los vestidos de

aquel matasiete me podrían servir, hasta que Dios me deparase otros; pero era un laberinto:

ni tenían principio ni fin; entre las calzas y sayo no había diferencia. Puse las piernas en las

mangas, y las calzas por ropilla, sin olvidar las medias, que parecían mangas de escribano; las

sandalias me podían servir de cormas, porque no tenían suelas; encasquetéme el sombrero

poniendo lo de arriba abajo, por estar menos mugriento; de la gente de a pie y de a caballo

que iban sobre mí no hablo. Con esta figurilla fui a ver a mi amo, que me había enviado a

llamar, el cual, espantado de ver aquella madagaña, le dio tal risa, que las cinchas traseras se

aflojaron e hizo flux, por su honra es muy justo se pase en silencio. Después de haber hecho

mil paradillas, me preguntó la causa de mí disfraz; contéselo, y lo que de ello resultó fue que,

en lugar de tener lástima de mí, me reprehendió y echó de su casa, diciendo que como

aquella vez había acogido aquel hombre en mi cama, otro día haría lo mismo con alguno que

le robase.

Segunda parte del Lazarillo, ed. Pedro Piñero, Madrid: Cátedra, 1988, pp. 273-281.

Juan Cortés de Tolosa,

Lazarillo de Manzanares (1620)

Entre las muchas secuelas que hicieron nacer a otros Lazarillos en Badalona o en el

Duero, una de las principales fue el Lazarillo de Manzanares de Juan Cortés de Tolosa. Este

nuevo Lázaro sirve a un pastelero, a un sacristán, a un santero y a un ermitaño, pasa luego a

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Indias, donde sus amos son un oidor en Méjico y un canónigo, para volver a España, poner

en Sevilla una escuela de muchachos y terminar, de nuevo, en América:

Ansí que sabrá vuesa merced que dicen haber nacido yo en Madrid, Corte del Rey don

Felipe nuestro señor, Tercero de este nombre, villa digna del título no sólo Real, sino

Imperial, la más insigne del mundo, tanto por el respecto dicho, cuanto porque en ella nunca

es de noche. En esta, pues, Noruega de claridad, me parece que Felipe Calzado y Inés del

Tamaño, padres de aquellas mujeres que aunque compran el manto entero no se sirven más

que del medio, tuvieron devoción de criar un niño de los expósitos o de la piedra. Y como el

día que en Madrid sale la procesión de las amas se fuesen los dos a la calle Mayor, donde mi

suerte quiso que yo les agradase más que los otros –tanto por ser varón y haberme soltado

del andador, cuanto porque era blanco y les agradó los buenos trozos de mis brazos y

piernas, prometedores de no mala persona en los tiempos futuros–, me llevaron consigo a la

casa de los dos mayores ladrones que en España ha habido. A cuya mi ya putativa madre

servía de guión en todas las más de sus acciones una punta de hechicera –como vuesa

merced adelante verá–, no obstante que los dos tenían sus devociones, que es muy de la

frutera haber asalariado el ciego para que la rece, y aun derramar lágrimas oyendo el paso de

los azotes, y dar con el dedo para que el peso supla lo que en él no ha puesto.

En ésta, pues, fui creciendo alegre y vinoso, porque aquellas hijas, a cuya mayor parte por

su edad cae mejor madres, me hicieron un cimiento en el estómago de sopas de vino; fuera

de que aquellos rufos, o como los dicen, me ahogaron en él. Y digo bien, porque si el que

algunas veces llevaba en el estomaguillo pudiera salir fuera, ocupara más que la misma

personilla.

Diéronse tan buena negociación mis putativos padres, que antes de once años me

llevaron al estudio, donde no permanecí, tanto por lo que vuesa merced sabrá, cuanto porque

si veía hurtar a mi padre, ser hechicera mi madre, el mal trato de sus hijas, ¿cómo había de

aprovechar en cosa virtuosa?

En ser bueno entre buenos no se hace poco, llevándose consigo cualquiera su natural,

que el que mejor le tuviere por lo menos le vendrá de sus primeros padres, y hará harto en

tenérselas tiesas a la mala inclinación: ¡Mire qué será teniéndole malo!

Y desde esta edad haré a vuesa merced partícipe de mi vida y milagros, altos y bajos,

próspero y adverso de ello. Que si vuesa merced no lo tiene por enojo, es como se sigue.

Sí que no se le hará cuesta arriba decirle yo que el señor mi padre tenía por costumbre no

tenerlas buenas. Hacía a aquellas desventuradas mujeres tantas molestias, y tanto las hurtaba

sus dineros, que después de haberle preso muchas veces por ello, viendo que no se

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enmendaba, le dio por su dinero un verdugo zurdo doscientos azotes derechos Digo por su

dinero porque después pagan la caridad, y si no hay con qué, dejan o ropilla o calzón o

herreruelo en prenda. El nuevo modo con que mi padre salió a recibirlos no lo he de pasar

en silencio; y así digo, señor, que mi madre se levantó una mañana, no martes, que también

dan azotes en viernes, muy melancólica y me mandó fuese a saber qué se hacía de mi padre,

porque entre su corazón y unas habas andaban no sé qué sospechas. En cuya ejecución me

detuve algo más que debiera por ser andador del seminario, de que no se me seguía poco

interés.

Halléle en un aposentillo, que debía ser calabozo, muy desfigurado, tanto que parecía

estar en los umbrales de la muerte, y entre algunos que le consolaban diciéndole: «¡Buen

ánimo, buen ánimo, que para los hombres se hicieron los trabajos!», y como por tener los

ojos en el suelo y estar divertido no me hubiese visto, alzándolos, dijo que me llegasen a él, y

poniendo las manos y clavándolos en el cielo me bendijo.

Yo que tal vi, creyendo que le querían ahorcar, partí de carrera para mi casa, donde llegué

tan presto como aquel que llevaba malas nuevas. Y diciéndole a mi madre, ayudado de

acciones que significasen bien lo que la lengua decía mal, la di a entender cómo querían

ahorcar a su marido. Ella cayó luego en lo que era, porque el delito no amenazaba horca, sino

afrenta o azotes por haber reincidido muchas veces.

Ansí fue, porque yendo los dos camino de la cárcel nos le traían ya azotándole por la

causa dicha, el cual repetía el pregón diciendo: «Esta es la justicia que manda hacer el Rey

nuestro señor a estos hombres por ladrones.» Mi madre se cubrió el rostro y entró en una

casa, y yo con ella, aunque no pude dejar de volver a la puerta a informarme si venía más que

él, pues le oí decir «a estos hombres». Y es el caso como diré: cuando yo fui a la cárcel ya mi

padre estaba borracho, porque como torreznos y vino sea general consuelo en semejantes

trabajos, llegaba uno con un mollete y un torrezno dentro y un jarro, y le decía: «¡Ea

hermano, ánimo, que más pasó Cristo!» Y otro tras él, y luego otro. Tantos «más pasó Cristo»

le dieron que le libraron de lo que había de pasar; y como el que está borracho uno considera

en la persona y otro en la sombra, ansí él repetía el pregón volviendo la cabeza a la que al

lado llevaba y decía: «Esta es la justicia...», etc.

El Lazarillo de Manzanares, ed. Giuseppe E. Sansone, Madrid: Espasa-Calpe, 1974.

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Francisco de Quevedo,

El Buscón (1626)

También Quevedo encontró ocasión para escribir su propio Lazarillo, bajo la

denominación de la Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo

de tacaños. En este episodio, Pablos, acuciado por el hambre, se convierte en inquisidor y

decide denunciar ante la santa Inquisición las impiedades que repiten los pollos de su ama:

Sucedió que el ama criaba gallinas en el corral; yo tenía gana de comerla una. Tenía doce o

trece pollos grandecitos, y un día, estando dándoles de comer, comenzó a decir: –«¡Pío, pío!»;

y esto muchas veces. Yo que oí el modo de llamar, comencé a dar voces, y dije: –«¡Oh,

cuerpo de Dios, ama, no hubiérades muerto un hombre o hurtado moneda al rey, cosa que

yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir!

¡Malaventurado de mí y de vos!».

Ella, como me vio hacer extremos con tantas veras, turbóse algún tanto y dijo: –«Pues,

Pablos, ¿yo qué he hecho? Si te burlas, no me aflijas más». –«¡Cómo burlas, pesia tal! Yo no

puedo dejar de dar parte a la Inquisición, porque, si no, estaré descomulgado». –

«¿Inquisición?», dijo ella; y empezó a temblar. «Pues, ¿yo he hecho algo contra la fe?». «Eso

es lo peor» –decía yo–. «No os burléis con los inquisidores; decid que fuisteis una boba y que

os desdecís, y no neguéis la blasfemia y desacato». Ella, con el miedo, dijo: –«Pues, Pablos, y

si me desdigo, ¿castigaránme?». Respondíle: –«No, porque sólo os absolverán». «Pues yo me

desdigo» –dijo–, «pero dime tú de qué, que no lo sé yo, así tengan buen siglo las ánimas de

mis difuntos». –«¿Es posible que no advertisteis en qué? No sé cómo lo diga, que el desacato

es tal que me acobarda. ¿No os acordáis que dijisteis a los pollos pío, pío, y es Pío nombre de

los papas, vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia? Papáos el pecadillo».

Ella quedó como muerta, y dijo: –«Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios si fue con

malicia. Yo me desdigo; mira si hay camino para que se pueda excusar el acusarme, que me

moriré si me veo en la Inquisición». «Como vos juréis en una ara consagrada que no tuvisteis

malicia, yo, asegurado, podré dejar de acusaros; pero será necesario que estos dos pollos que

comieron llamándoles con el santísimo nombre de los pontífices, me los deis para que yo los

lleve a un familiar que los queme, porque están dañados. Y tras esto, habéis de jurar de no

reincidir de ningún modo». Ella, muy contenta, dijo: –«Pues llévatelos, Pablos, agora, que

mañana juraré». Yo, por más asegurarla, dije: –«Lo peor es, Cipriana» –que así se llamaba–,

«que yo voy a riesgo, porque me dirá el familiar si soy yo, y entretanto me podrá hacer

vejación. Llevadlos vos, que yo, pardiez, que temo». «Pablos» –decía cuando me oyó decir–,

«por amor de Dios que te duelas de mí y los lleves, que a ti no te puede suceder nada».

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Dejéla que me lo rogase mucho, y al fin –que era lo que quería–, determinéme, tomé los

pollos, escondílos en mi aposento, hice que iba fuera, y volví diciendo: –«Mejor se ha hecho

que yo pensaba. Quería el familiarcito venirse tras mí a ver la mujer, pero lindamente te le he

engañado y negociado». Diome mil abrazos y otro pollo para mí, y yo fuime con él adonde

había dejado sus compañeros, y hice hacer en casa de un pastelero una cazuela, y comímelos

con los demás criados. Supo el ama y don Diego la maraña, y toda la casa la celebró en

extremo; el ama llegó tan al cabo de la pena, que por poco se muriera.

El Buscón, ed. Domingo Ynduráin, Madrid: Cátedra, 1991, 154-155.

Concolorcorvo,

El lazarillo de ciegos caminantes (1733)

Con el título de El lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires, hasta Lima con sus itinerarios

según la más puntual observación, con algunas noticias útiles a los Nuevos Comerciantes que tratan en mulas

y otras históricas se publicó este Lazarillo, que traza una imagen irónica y burlesca de la América

del siglo XVIII, narrada, como su modelo picaresco, en primera persona. En sus páginas, se

hace un recorrido que va desde Montevideo hasta Lima y se describe la vida diaria de

ciudades y campo. El libro apareció atribuido a Concolorcorvo, alias del inca peruano Calixto

Bustamante Carlos, aunque, al parecer, su autor verdadero pudo ser el funcionario colonial

don Alonso Carrió de la Vandera:

Gauderios: Estos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Mala

camisa y peor vestido, procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los

sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que

aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y

muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su

albedrío por toda la campaña y con notable complacencia de aquellos semibárbaros colonos,

comen a su costa y pasan las semanas enteras tendidos sobre un cuero, cantando y tocando.

Si pierden el caballo o se lo roban, les dan otro o lo toman de la campaña enlazándolo con

un cabestro muy largo que llaman rosario. También cargan otro, con dos bolas en los

extremos, del tamaño de las regulares con que se juega a los trucos, que muchas veces son de

piedra que forran de cuero, para que el caballo se enrede en ellas, como asimismo en otras

que llaman ramales, porque se componen de tres bolas, con que muchas veces lastiman los

caballos, que no quedan de servicio, estimando este servicio en nada, así ellos como los

dueños.

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Muchas veces se juntan de éstos cuatro o cinco, y a veces más, con pretexto de ir al

campo a divertirse, no llevando más prevención para su mantenimiento que el lazo, las bolas

y un cuchillo. Se convienen un día para comer la picana de una vaca o novillo: le enlazan,

derriban y bien trincado de pies y manos le sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y

haciéndole unas picaduras por el lado de la carne, la asan mal, y medio cruda se la comen, sin

más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia. Otras veces matan sólo una

vaca o novillo por comer el matambre, que es la carne que tiene la res entre las costillas y el

pellejo. Otras veces matan solamente por comer una lengua, que asan en el rescoldo. Otras

se les antojan caracuces, que son los huesos que tienen tuétano, que revuelven con un palito,

y se alimentan de aquella admirable sustancia; pero lo más prodigioso es verlos matar una

vaca, sacarle el mondongo y todo el sebo que juntan en el vientre, y con sólo una brasa de

fuego o un trozo de estiércol seco de las vacas, prenden fuego a aquel sebo, y luego que

empieza a arder y comunicarse a la carne gorda y huesos, forma una extraordinaria

iluminación, y así vuelven a unir el vientre de la vaca, dejando que respire el fuego por la

boca y orificio, dejándola toda una noche o una considerable parte del día, para que se ase

bien, y a la mañana o tarde la rodean los gauderios y con sus cuchillos va sacando cada uno el

trozo que le conviene, sin pan ni otro aderezo alguno, y luego que satisfacen su apetito

abandonan el resto, a excepción de uno u otro, que lleva un trozo a su campestre cortejo.

Venga ahora a espantarnos el gacetero de Londres con los trozos de vaca que se ponen

en aquella capital en las mesas de estado. Si allí el mayor es de a 200 libras, de que comen

doscientos milords, aquí se pone de a 500 sólo para siete u ocho gauderios, que una u otra

vez convidan al dueño de la vaca o novillo, y se da por bien servido. Basta de gauderios,

porque ya veo que los señores caminantes desean salir a sus destinos por Buenos Aires.

El lazarillo de ciegos caminantes, Buenos Aires: Junta de Historia y Numismática Americana, 1908.

José Joaquín Fernández de Lizardi,

El Periquillo Sarniento (1816)

Este Lazarillo, también escrito en primera persona y que narra la vida de Periquillo desde

sus primeros años hasta la muerte, es una de las grandes obras de la literatura

hispanoamericana. Periquillo pasa de seminarista a bandolero, para luego servir a un

escribano, un médico y un militar. Sus viajes dan lugar a la descripción detallada de

ambientes y tipos sociales. Pero, a diferencia de Lázaro, Periquillo se arrepiente de su vida y

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andanzas, para optar al final por una vida honrada. La razón de escribir sus errores juveniles

no es otra que enseñar a sus hijos. Aquí lo vemos en la escuela:

Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano, bastante bilioso e hipocondríaco,

hombre de bien a toda prueba, arrogante lector, famoso pendolista, aritmético diestro y muy

regular estudiante; pero todas estas prendas las deslucía su genio tétrico y duro.

Era demasiado eficaz y escrupuloso. Tenía muy pocos discípulos, y a cada uno

consideraba como el único objeto de su instituto. ¡Bello pensamiento si lo hubiera sabido

dirigir con prudencia! Pero unos pecan por uno y otros por otro extremo donde falta aquella

virtud. Mi primer maestro era nimiamente compasivo y condescendiente; el segundo era

nimiamente severo y escrupuloso. El uno nos consentía mucho; y el otro no nos disimulaba

lo más mínimo. Aquél nos acariciaba sin recato; y éste nos martirizaba sin caridad.

Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se había desterrado la risa para siempre, y en

cuyo cetrino semblante se leía toda la gravedad de un Areopagita. Era de aquellos que llevan

como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema

era muy raro el día que no nos atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y

todos los instrumentos punitorios, estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo,

que iba lleno de vicios, sufría más que ninguno de mis condiscípulos los rigores del castigo.

Si mi primer maestro no era para el caso por indulgente, éste lo era menos por tirano; si

aquél era bueno para mandadero de monjas, éste era mejor para cochero o mandarín de

obrajes.

Es un error muy grosero pensar que el temor puede hacernos adelantar en la niñez si es

excesivo. Con razón decía Plinio que el miedo es un maestro muy infiel. Por milagro acertará

en alguna cosa el que la emprenda prevenido del miedo y del terror; el ánimo conturbado,

decía Cicerón, no es a propósito para desempeñar sus funciones. Así me sucedía, que cuando

iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor imponderable, con esto mi

mano trémula y mi lengua balbuciente ni podía formar un renglón bueno, ni articular una

palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de aplicación, sino por sobra de miedo. A

mis yerros seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a más miedo más torpeza en mi

mano y en mi lengua, la que me granjeaba más castigo.

En este círculo horroroso de yerros y castigo viví dos meses bajo la dominación de aquel

sátrapa infernal.

El Periquillo Sarniento, ed. Carmen Barrionuevo, Madrid: Cátedra, 1997, pp. 127-130.

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Ciro Bayo,

Lazarillo español (1911)

A principios de siglo, Ciro Bayo, después de recorrer tierras de América latina y España,

publicó su Lazarillo español. Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso. Es éste

un libro donde se recorren los caminos españoles, prestando atención al paisaje, los pueblos

y sus gentes, que quedan reflejados con la curiosidad del viajero y la amabilidad del

costumbrismo:

En esto me alcanzó un hombre jinete en su rucio. La escarapela del chapeo y las vueltas

del cuello y solapas de la chaqueta daban claras señales de que el individuo era peón

caminero.

Me miró, le miré; y por aquello de que el que va a pata, y más con polvo de la carretera, es

menos que quien va montado, dile yo el primero las buenas tardes.

–Muy buenas –respondió– ¿adónde se va, amigo?

–A la vista está –contesté–; a Manzanares.

–¿A trabajar? ¿A quedarse allí?

–No, señor; soy ave de paso.

–De modo ¿qué no conoce usted a nadie en el pueblo, ni sabe dónde irá a alojarse?

–Ésta es la verdad.

–Pues anímese usted, que a su llegada saldrán a recibirle, y aún le darán alojamiento gratis.

Conque, hasta luego.

Y picando con los talones en la cabalgadura, pasó de largo. Sus últimas palabras, y más

que todo la sorna con que las pronunció, diéronme mala espina. Pero como tenía la

conciencia tranquila, no me preocupé gran cosa.

A la media hora, llegué al pueblo. Como tenía por costumbre, tomé por norte el

campanario de la iglesia, y llegué a la plaza, parándome ante la hermosa iglesia parroquial de

Manzanares. Contemplando estaba la gótica fachada, cuando sentí tocarme el hombro:

–Bienvenido –díjome el caminero, pues era él–. ¿No dije que saldrían a recibirle? A mí ya

me conoce; en cuanto a mi compañero, es un guardia municipal. Ea, véngase con nosotros, y

le daremos alojamiento.

Como no tenía noticia de que Manzanares se recibiera tan hidalgamente a los forasteros,

extrañé grandemente la recepción que se me hacía. Seguí a los dos hombres por una calle a la

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derecha de la plaza, y a poco de andar paramos ante una casa grande y de buen aspecto.

Llamaron al conserje, y éste salió en mangas de camisa.

–Aquí le traemos un huésped –le dijo el municipal– con la boleta para alojarlo.

Y le entregó un papel. El portero lo leyó, me miro de pies a cabeza, y dijo:

–Por la pinta no es pájaro de cuenta.

–Allá veremos –repuso el guardia–. Ya lo sabe usted, amigo –añadió encarándome–; ahí

se queda preso.

Un rayo que cayera a mis pies con tiempo sereno no me habría producido tan profunda

sorpresa como estas palabras.

–¿Yo preso? ¿Por qué? ¿Por qué? –repetía en voz alta.

–Ya se lo dirán a usted mañana, si es que no lo sabe –respondió el peón–; ahora lo que

más le conviene es descansar y no hablar.

Quedé anonadado.

Lazarillo español, ed. José Esteban, Madrid: Cátedra, 1996, pp. 91-92.

Camilo José Cela,

Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944)

El nuevo Lazarillo de Camilo José Cela se presenta con nieto del otro, nacido también a

orillas del Tormes e hijo de Rosa López, que tuvo muchos más amantes conocidos que la

Antona Pérez del original. Cela renovó así el género picaresco, tendiendo lazos directos entre

el Lázaro de 1554 y este nuevo del siglo XX, al que sabemos lector de la vida de su abuelo:

Revolviendo una y otra vez entre los papeles de un judío, boticario y –si hemos de creer a

los deslenguados- también castrón, con quien tuve la mala ventura de servir, me encontré

cierto día un libro que hablaba de un Lázaro de Tormes que seguramente ya habrá muerto y

que si vive deberá ser muy viejo, a juzgar por las cosas que dice.

El libro no pone de quién es, lo que me causa cierta fatiga, ni en que año fue compuesto,

y de esta manera todo lo que averigüé fuera producto de mis conjeturas y, claro es, no muy

de fiar.

Sin embargo, a mí el tal libro me produjo una gran alegría, porque también me llamó

Lázaro y soy del país y porque, ya que la providencia no quiso darme padres conocidos y sí

sólo candidatos a porrillo, me ilusiona pensar que aquel Lázaro fuera un abuelo mío –y de

ello lo trataré en adelante– e hijo de padres con nombre y apellido como Dios manda.

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Yo no soy de las mismas aguas del río, como mi abuelo, ni de Tejares, como mis

bisabuelos, pero sí de la tierra del Tormes, ya que, según lo más probable, donde vi la luz del

sol por primera vez fue en Ledesma, en la misma provincia de Salamanca, debe hacer ya

unos cuantos años, de los que no llevo la cuenta.

A mi madre no la conocí de vista, aunque sí de oídas y abundantemente, y ahora pienso

que para saber de ella las cosas que supe, más me hubiera valido ignorarlas.

Como sin embargo nada quiero callar, ahí va lo que sé de malo y de bueno, y quién sabe

si falso, si verdadero.

Los más de los autores coinciden en que se llamaba Rosa de nombre y López de apellido

y que era una moza garrida, de lozana color y carnes abundantes, allá por las fechas en que yo

vine al mundo.

Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, Barcelona: Noguer, 1963, pp. 31-32.

Eduardo Mendoza,

El misterio de la cripta embrujada (1979)

El pícaro anónimo, devoto de la Pepsicola y paciente del doctor Sugrañes, que

protagoniza El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas es un Lázaro moderno,

que deambula por las calles de Barcelona resolviendo casos policíacos imposibles. Como

Lázaro, se narra a sí mismo en primera persona y muestra esa visión grotesca y crítica de la

realidad propia de la picaresca. Lo cierto es que, en la obra de Eduardo Mendoza, hasta el

extraterrestre Grub, que deja sin noticias a los suyos, tiene su poco de Lazarillo galáctico.

Pero aquí es este loco entreverado el que organiza un partido de fútbol en su psiquiátrico y el

que, a pesar de ejercer simultáneamente de delantero centro y árbitro, terminará por

perderlo:

Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí

concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con

amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien;

estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril,

hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de

una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir

mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había

encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a

gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y

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que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos

culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no

sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el

deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo.

Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival

ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio

campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seriamos

campeones.

El misterio de la cripta embrujada, Barcelona: Seix Barral, 2003, pp. 13-14.

Fernando Fernán Gómez,

Oro y hambre (1999)

Fernando Fernán Gómez ya había adaptado el Lazarillo de Tormes en un monólogo

dramático, había grabado la serie El pícaro para televisión y había iniciado una película sobre

el libro. En Oro y hambre convirtió en novela lo que originalmente fue una obra teatral,

Aventuras y desventuras de Lucas Maraña. Sus páginas recogen la descripción del mundo

picaresco de la España del Siglo de Oro y sus contrastes entre la riqueza de unos pocos y el

hambre de muchos:

Yo, mientras escuchaba al hermano Blas, rebañaba el caldo de la escudilla, miraba a los

demás mendigos y pensaba en las vidas que Nuestro Señor les había dado.

Hambre. Tienen hambre. Todos tienen hambre. Incluso muchos que, por vergüenza, no

vienen a la sopa boba, también tienen hambre. Son los hambrientos vergonzantes. Hay

familias enteras de hambrientos vergonzantes, pueblos enteros, comarcas enteras. En estas

Españas, dueñas del mundo por voluntad de Dios, según dicen muchos, también por

voluntad de Dios tienen hambre los hombres y los animales: los perros –que viven de las

sobras, sobras que no existen–, y las acémilas y los caballos de los hidalgos, y las vacas.

Hambre. Todos los reinos tienen hambre y se hubieran comido los codos del mapa, los

Finisterre, Tarifa, Palos, la Nao, Creus, si esos codos fueran comestibles. Pero, no; no es

verdad. Te he mentido, desocupado lector, valiéndome de tu ausencia. Ahora caigo en la

cuenta. Perdóname, me he dejado arrastrar por el hábito de mentir, lección primera de la

picardía. Las Españas enteras, los reinos enteros no tienen hambre. Una parte enorme,

enorme de las Españas, de sus reinos, incluso españoles que están lejos de ella tienen

hambre, hambre, ¡hambre! Es verdad. Creyente soy y confío en la gracia divina y espero que

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llegue un tiempo bendito en que esta injusticia o mal azar lo remedie el adelanto de las

ciencias y la buena voluntad de los cristianos, pero en estos tiempos que me ha tocado vivir,

una parte enorme de las Españas tiene hambre y otra parte pequeña, pequeñita de las

Españas no la tiene. Unos montoncitos de españoles repartidos por aquí y por allá. Unos en

la lejana Galicia, otros en La Montaña o en lo que queda de Al Andalus, o en la Corte o más

allá del océano, en las nuevas Españas... Unos montoncitos pequeños, pequeñitos de

españoles, no tienen hambre. Están saciados. Hinchados sus vientres, rebosantes sus

estómagos. Truchas, pichones, salmones, carneros, dulces variados, pastel de liebre,

morcillas, chorizos... Casi todo comprado con la plata de las herencias.

No soy yo de ellos, sino de los muchos confiados en que lo que faltaba por la sangre

podría lograrse con artimañas. Han dado en llamarnos pícaros, sin que se sepa bien por qué,

y a nuestro modo de vivir, picardía, echando en un mismo saco a vagabundos, pinches,

mendigos, criados, ladronzuelos y demás morralla.

Fernando Fernán Gómez, Oro y hambre, Barcelona: Muchnik, 1999, pp. 14-16.