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Las risas de mi hermano-capitulo1

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Por cortersía de ed. Maeva

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Dejé a Thomas al día siguiente de cumplir treintaaños.

Con el corazón dividido en dos. Como siempre.Puedo multiplicarme. La cuestión no es ésa.

Hay mucho amor en mí.Pero no puedo dividirme. Y no me gustaba su

manera de mirarte. Su manera de no mirarte.

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En el piso de la calle de Jules-Bourdais hay unlargo pasillo con parqué. Nuestra habitación está ala derecha. La de los papás a la izquierda. Entre lasdos, un armario empotrado. Un día encerraste enél a Mamá. La manija exterior de la puerta se habíacaído, en el interior no había manija. Mamá man-tuvo la calma. Consiguió salir gracias a una limade uñas que encontró en el bolsillo de un traje dePapá. No dejó de hablarte a través de la puerta.Pero de todas formas lloraste mucho.

En el salón hay un sofá azul de terciopelo conflecos. Allí me tomo el biberón de chocolate con lecheel domingo por la tarde, cuando volvemos del picnicen Chantilly. Más tarde él irá a la avenida Wagram,y yo, sentada en el sofá, veré Barrio Sésamo cuandome toque la semana de tele en blanco y negro y a tila semana de tele en color. Porque, evidentemente,cuando Papá compre la tele nueva, con mando adistancia, los dos querremos ver en ella nuestrosprogramas favoritos. Papá zanjará la cuestión. Una

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semana cada uno. Una semana Cifras y letras encolor para ti. Una semana en blanco y negro. Unasemana Barrio Sésamo en color para mí. Unasemana en blanco y negro.

Papá nos inculcó muy pronto el sentido de lajusticia. Nunca habrá celos entre nosotros.

La cocina de la calle Jules-Bourdais da al patio.Hay un descansillo y una escalera de hierro. Mamáarroja monedas de cinco francos envueltas en papelde aluminio cuando el organillero pasa por nues-tra casa.

A mí no me gustan los petits suisses. Tú adoraslos yogures.

El domingo por la mañana despertamos a lospapás y «hacemos el cafre» sobre su cama. Significaque hacemos el loco. Mamá lo llama «hacer el cafre».Tú te ríes a carcajadas mientras me persigues agatas, y me encanta cuando te ríes. Hay una fotonuestra que lo atestigua. Tal vez por eso me acuerdotan bien. Porque no tendré más de dos años.

Tu cama está en diagonal a la mía. Me gustapasarme a ella y dormir contigo. La sensación dequietud, de seguridad, que experimento cuandoestamos pegados el uno al otro me acompañarádurante largos años. Tendida a tu lado, me pare-cía que nada podía ocurrirme. Ya podía hacersede noche, que no corría ningún riesgo, porquetú estabas allí.

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No me gustó la época en que cada uno tuvo suhabitación.

En tu mesilla de noche, el tocadiscos naranjavomita a Claude François y Joe Dassin.

Ya estamos acostados cuando Papá vuelve de laoficina. Pero aún seguimos despiertos. Lo espera-mos para escuchar un cuento. Caperucita Roja,Ricitos de Oro, Tinouf. Nos los sabemos todos dememoria. Aunque no los lea e introduzca cambioscada noche, conocemos hasta la menor variante.Tú tienes una vocecita muy aguda y gritas las pala-bras adecuadas cuando Papá se desvía de la ver-sión de la víspera. «¡El lobo, el lobo, el lobo!» Nosencanta cuando el lobo devora a la abuelita. Yorepito todo lo que dices. «¡El lobo, el lobo, el lobo!»

«¡El lobo, el lobo, el lobo!» Papá hace chitón alcerrar de nuevo la puerta. Pero detrás de su dedo,sonríe.

Tinouf crece de golpe durante la noche. Al díasiguiente ninguno de sus trajes le sirve y su madretiene que comprarle otros. Entonces lo lleva alCCC, en el bulevar Haussmann. Cada vez que pasa-mos por delante en coche con Papá y Mamá, pegasla cara a la ventanilla y gritas: «¡Es la casa de Tinouf,es la casa de Tinouf!».

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Haces los deberes en el secreter del salón. Mamáte grita. Mamá llora. No sé por qué. Creo que diceque no lo consigues. ¿Qué es lo que no consigues?Pareces tan aplicado... tan concienzudo... Estás tanguapo...

No te veo en la escuela Bernard-Palissy. Y sinembargo tuvimos que estar en la misma clasedurante un curso por lo menos. En fin, en la mismaaula, tú en quinto de primaria y yo en tercero. Lle-vabas algo de retraso. En medio, también geográ-ficamente, cuarto de primaria. Una proeza de laseñorita Rivaillé. Una escuela a la antigua, comoen el campo. Tres niveles a la vez. Y yo que me tengoque subir a la tarima cada vez que Mamá me haceun vestido nuevo. Porque Mamá es modista y siem-pre voy vestida como una niña modelo.

No sé si eso me gusta. Subir a la tarima. Sinembargo, tal vez sobre esas tablas nacieron mi sen-tido de la representación y mi capacidad para inter-pretar papeles.

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Mi mejor amigo se llama Mathieu. Es muy rubio,muy pijo. Chaleco verde abeto y bermudas azulmarino o de cuadros escoceses. Vive justo enfrentede la escuela. A mí me parece que tiene suerte, por-que va y vuelve solo. Como una persona mayor.Tiene una hermanita que se llama Juliette y que secome a su hermano con los ojos. Lo encuentro nor-mal. También yo me como a mi hermano con losojos.

¿Qué día de la semana vamos al logopeda? Yano lo sé. Pero creo que es en el Trocadéro. Y yoaún no voy a la escuela Bernard-Palissy. Hay unaamplia sala de espera, con una gran mesa baja en elcentro. Me meto debajo mientras tú estás en la con-sulta de la señorita Cognani. Me gusta mucho teneralgo por encima de la cabeza. Como a los gatos. Nosé por qué estamos allí. Mamá dice que aprendes ahablar, lo que me parece raro, porque no tenemosdificultad en entendernos los dos.

Mamá es guapa. Qué guapa es. Muy morena. Losojos muy negros, muy grandes. Me gusta su sonrisa.Cuando me sonríe, me acaricia. Tiene treinta y seisaños. En todo caso, eso es lo que creo, y siempre ledigo lo mismo: «Mamá, para mí siempre tendrástreinta y seis años». Cuando yo aún no había cum-plido dos años, ella tenía treinta y seis. Algo debió depasar en ese momento para que el tiempo se detu-viera.

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Vamos en bicicleta por el Bois de Boulogne. Latuya es blanca y grande. Yo aún llevo los ruedines.Vas detrás de mí y quieres adelantarme. Al hacerlo,te enganchas con mi manillar y caigo de cabeza.Volvemos a casa a toda prisa. No sé si estás tristepor haberme hecho caer. Estoy tumbada en elasiento trasero del R16 de Papá. Digo que tengoun velo delante de los ojos. A Mamá le entra elpánico. Vamos al hospital. En la sala de espera, unenfermero me hace muecas cada vez que pasa pordelante de mí. No tengo ganas de reír. Me duele lacabeza. Me hacen una radiografía del cráneo. Notengo nada. Al salir de urgencias, vomito. Regre-samos al hospital. Vuelven a hacerme una radio-grafía. Sigo sin tener nada, un buen chichón a losumo. No sé dónde te has metido. ¿En casa de titaBinou y tito Gaby? No lo recuerdo. Pero ¿cómohan podido dejarte allí antes de ir al hospital? No;forzosamente estás con nosotros. Sin embargo,tengo un velo delante de los ojos. En la memoria.

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No me has hecho caer adrede. No tiene nada quever contigo. No creo que te riñeran.

Tú vas al hospital con mucha más frecuenciaque yo. Y nunca te acompaño.

Cuando Papá y Mamá van al cine, piden a «Abue-lita» Helme que venga a cuidarnos. No me cae bien.Es vieja y enorme. Huele mal. Para saber si dormi-mos, entra en nuestra habitación y enciende la luz.Eso nos despierta. No me cae bien.

Vive en una especie de buhardilla en el otro edi-ficio de la calle Jules-Bourdais, en el séptimo piso.A veces me cuida allí, sin ti. Tal vez cuando Mamáno quiere llevarme contigo a casa de la señoritaCognani. O cuando Mamá y tú vais al hospital. Nome gusta estar sola con Abuelita Helme. Los aseosestán en el rellano. Cuando necesito ir al baño,viene conmigo y me sujeta en alto por encima delváter para que no toque la taza. Odio eso, lo odio,lo odio.

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Nos mudamos. No muy lejos. La primera vez queMamá nos lleva al piso nuevo, está completamentevacío y da la impresión de que es enorme. Es verdadsi lo comparas con el de la calle Jules-Bourdais.Hacemos carreras por los largos pasillos que lle-van a la cocina. Nos escondemos en los inmensosarmarios empotrados. Cabemos de sobra. En elsuelo, en el centro de una de las habitaciones, hayun gran teléfono negro, muy pesado, con monto-nes de botones, un teléfono de médico. El quevivía allí antes debió de olvidarlo al marcharse. Meencantan los teléfonos. Nunca había visto ningunocomo ése. Intento llamar a Giscard d’Estaing. Antesllamaba a Pompidou, pero ahora está muerto. Esedía nos reímos mucho y hacemos mucho ruido.Es un día en que Mamá está muy feliz.

Después vuelve el silencio. Me acerco a mi sép-timo cumpleaños.

Ahora tengo mi propia habitación, rosa, conuna bonita cama de chica mayor. Un gran escrito-

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rio para hacer mis deberes, un gran armario. Tucuarto es azul, y está al otro lado del piso, en elextremo opuesto al mío. Kilómetros de pasillo nosseparan. Empiezo a echarte de menos.

También empiezo a tener mucho miedo en mibonito dormitorio rosa. Sobre todo cuando, elsábado por la tarde, veo Espacio: 1999 en la tele.En color o en blanco y negro, tanto da. Por la nocheacecho los tentáculos de pulpos intersiderales incli-nándome bruscamente para mirar debajo de lacama. Pero no me atrevo a levantarme para desa-lojar a los monstruos extraterrestres ocultos detrásde las cortinas. Detrás de las cortinas debe de estarel vacío cósmico.

Me he fabricado una pequeña linterna con unapila plana y una minúscula bombilla sujeta a losbornes con una goma. Leo a escondidas para retra-sar el momento de dormir. Lo hago desde que tene-mos cada uno nuestro cuarto. Papá ya no noscuenta cuentos. Caperucita Roja, Ricitos de Oro yTinouf también tienen cada uno su habitación,y estoy segura de que se aburren. Como yo. Mipequeña linterna me tranquiliza, pero no eres tú.Como tampoco lo es la luz del pasillo que Mamádeja encendida hasta que me duerma y que Papáapaga después de darme el beso de buenas noches.

No volveremos a ver a Abuelita Helme. Tantomejor. No me caía bien.

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Mamá lava los platos en el fregadero. El agua corresuavemente y la espuma del lavavajillas se hinchacada vez más. Voy a soplar para que salga volando.Hay un cazo de leche al fuego.

Estoy de pie al lado de Mamá, pero soy dema-siado bajita y no veo el fregadero. Sólo veo la ven-tana que hay encima, y el cielo y el perfil de Mamá.Y el montículo de espuma. Me habla. Como a unapersona mayor, es lo que dice. Ahora ya tengo uso derazón. También dice que tú no eres como los otrosniños, que estás enfermo y que necesitas que se ocu-pen más de ti. Yo creo que estás resfriado, como yoa veces, y que harán venir al doctor Viterbo, y él tecurará. A mí me cura bien, aunque me niegue aquitarme los pantalones cuando quiere auscultarme.Eso le hace reír mucho. Así que no pasa nada.

–No pasa nada, ¿verdad, Mamá? No pasa nada.Se curará, ¿no?

¿Por qué ya no oigo correr el agua? ¿Por qué yano oigo el ruido de la leche que hierve en el cazo?

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Mamá me explica que no tienes un resfriado,sino una enfermedad que no se cura. Que siem-pre estarás igual, y que siempre nos necesitarás,mucho más que los otros niños, mucho más que yo.Que hay que ser muy amable contigo. Que habráque cuidarte bien, siempre. Yo lo único queretengo es que no te curarás. Que, por tanto, noeres un héroe, mi héroe, mi hermano mayor queme da seguridad, que es digno de admiración,que me tranquiliza cuando tengo miedo de laoscuridad y de los pulpos marcianos. Mi héroe, enquien no he notado que las palabras chocan con-tra sus labios, en cuyo caótico caminar no he repa-rado, ni tampoco en los retrasos acumulados. Nohe visto nada de todo eso, nunca, cegada comoestaba por una admiración inmensa. Mi hermanoadorado. La espuma del lavavajillas se hunde brus-camente. La leche se ha derramado por el bordedel cazo. Y yo estoy como ella. Quemada. Rebo-sada. Desbordada.

No es posible algo semejante. Mamá se equi-voca. No puedo dejar de quererte. El mundo nopuede derrumbarse así. ¿Por qué abrirme los ojosa todo eso?

No obstante, me veo obligada a admitir que lasmadres nunca se equivocan, puesto que a partir deese momento pienso en la muerte casi todas lasnoches. Y en el fin del mundo. Aún ignoro que aeso se le llama angustia. Lo sabré mucho más tarde.

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Pero ahí empieza. Cuando tus alas se rompen. Ymis sueños con ellas. Tengo visiones apocalípticasde la Tierra que explota. Y de la nada. Todo desa-parece para siempre entre las llamas y el caos. Nadieve nada. Me lo guardo todo para mí. Bien oculto.Y voy a tratar de ser muy afectuosa. No dejo dequererte. Al contrario.

Pero ya no es como antes.

Vamos a la escuela juntos. Tomamos la calle Gus-tave-Doré, pasamos frente a la casa de la señoritaCée, mi profesora de piano. Me gusta mucho ir a laescuela contigo. Como personas mayores. Connuestras grandes mochilas al hombro. Charlamostranquilamente. Nos reímos. Todavía te veo comoa mi protector, pese a todo. Sin duda estoy apren-diendo a reprimir.

–¿Y cuánto son dos mil trescientos veinticua-tro multiplicado por dos?

Reflexionas dos minutos sonriendo.–Cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho.–¿Y...?Doblamos la esquina del bulevar Pereire, delante

del trenecito. Los niños que hacen skating en laplaza Eugène-Flachat atraen mi mirada. Hacenmucho ruido. No me gusta pasar por allí. Porqueen la plaza Eugène-Flachat los chiquillos de laescuela, los que hacen skating, mayores que yo,menores que tú, se burlan señalándote con el

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dedo y gritan: «Mira, ahí va el loco». Nos pegamosun poco más a la verja de la vía férrea.

–¿Y cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho mul-tiplicado por tres?

Podría preguntarte si sabes lo que es un loco.Porque para mí no significa gran cosa. Pero medoy perfecta cuenta de que es algo malo y que hacedaño. También me doy cuenta de que los papelesestán cambiando cuando crece en mi interior unodio feroz hacia aquellos críos. Y ese sorprendenterechazo aflorará en mí siempre que te sienta enpeligro.

En la Bernard-Palissy sólo tienes una amiga. Sellama Léna. Su verdadero nombre es Hélène, peronunca la llaman así. No le gusta. Nunca le gustará.Y para nosotros siempre será Léna, incluso hoy.

Ella jamás te tilda de loco como los niños de laplaza Eugène-Flachat. Os entendéis bien. Tambiénse hace amiga mía. Su madre se hace amiga deMamá. Su padre, de Papá. Tiene una hermanitapequeña, Cécile, que tiene el pelo rubio y muyrizado. Con frecuencia está de morros en el coche-cito. Sólo tú consigues hacerla sonreír. Cécile y yonos volveremos inseparables, pero dentro de unosaños. Ninguno de ellos parece pensar que no erescomo los demás niños. Con ellos es como estar encasa.

Al volver de la escuela, jugamos al escondite conLéna detrás de las columnas de la calle Alfred-Roll.

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Cécile es demasiado pequeña. Nos mira sentadaen su cochecito de rayas azules y blancas. El miér-coles por la tarde merendamos hasta reventar en lacocina de la avenida Wagram. Tú te echas seis terro-nes de azúcar en el Nesquik. Eso intriga mucho aLéna. Yo no soporto las migajas de pastel o de crua-sán que flotan en mi tazón. También eso intrigamucho a Léna. Nos lo pasamos pipa. Celebramostodos los cumpleaños juntos.

Nunca nos hemos separado.

En casa, cuando hemos terminado los deberes, juga-mos a la escuela. Nuestra clase está instalada en tuhabitación, debajo de tu escritorio. Sigue gustán-dome tener algo por encima de la cabeza. Como alos gatos. Tú siempre eres el maestro, y los ositos depeluche y yo tus alumnos. Tenemos una pizarra deverdad con tizas de verdad, de todos los colores. Túborras la pizarra con el dorso de la mano, que siem-pre está multicolor. Y tu ropa también. El osito ama-rillo de suéter verde es un negado y sueles gritarle.Como Mamá a ti. Conmigo, aparentemente, la cosava bien. Nunca me castigas. Tengo la impresión deser tu ojito derecho, y estoy encantada. De todasformas, si eres malo conmigo, como buena arpíaque soy, se lo digo a Mamá y, por una vez, eres túquien las pasa moradas. Todas las hermanas peque-ñas son así, ¿no? Tú eres especialmente afectuosocomo hermano. Nunca te chivas.

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En casa estamos tranquilos. Todo va bien. Juga-mos juntos con frecuencia. El domingo por lamañana esperamos a que Papá se levante para ins-talar el tren eléctrico en la mesa del comedor. Nihablar de hacer ruido antes. A veces Papá conectael magnetófono y nos graba. Yo «juego» a la locu-tora. Hago el loco. Canto. Desafino como un gallo.Tú hablas despacio, pausadamente. Buscas un pocolas palabras. Con tu débil vocecita. Las palabras note salen con naturalidad. Y te causan problemas.

Aporreas algunas notas en un piano pequeñitoque tenemos. Tocas bien. Con un solo dedo. DansParis, en vélo, on dépasse les autos. En vélo, dans Paris,on dépasse les taxis... Tienes sentido del ritmo. Siem-pre te ha gustado la música.

Sin embargo, cuando Papá quiere enseñarte losrudimentos del piano, te encierras en ti mismo.Como si supieras que no conseguirás llegar másallá. Más allá de esa breve melodía aporreada conun solo dedo.

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