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«Mi nombre es Svetlana Allilúyeva. Nací el 28 de febrero de 1926. Mipadre murió en 1953. Se llamaba Yósif Stalin».Svetlana Allilúyeva fue la hija única del dictador soviético. Y su destinopareció reunir las peores catástrofes. Su madre se suicidó cuandoSvetlana tenía seis años, harta de la convivencia con su esposo. A losdieciséis Svetlana se enamoró de un cineasta judío, a quien su padreenvió al gulag. Más tarde, en 1963, se enamoró de nuevo, en estaocasión de un intelectual de izquierdas hindú, y cuando él murióSvetlana quiso llevar sus cenizas a la India. Una vez allí, solicitó asilopolítico a través de la embajada de Estados Unidos. Al llegar a NuevaYork pensaba haber alcanzado por fin la libertad. Pero era elmomento álgido de la guerra fría, y Svetlana se convirtió en uno delos principales objetivos para los servicios secretos norteamericanos ysoviéticos. ¿Era una traidora al sueño comunista? ¿O una espíaenviada por Moscú bajo la apariencia de una mujer desquiciada?¿Cómo iba la CIA a dejar pasar un testimonio tan abrumador dedenuncia del régimen soviético sin utilizarlo a su conveniencia? En vezde la libertad, Svetlana es sometida a nuevas formas de vigilancia. Apesar de todo, en Estados Unidos se hizo rica con su famoso libro«Veinte cartas a un amigo». Pero cada vez que lograba la estabilidadalgo venía a perturbarla cuando no era ella misma. Su vida fuesiempre una lucha para huir de la sombra de su padre y de losfantasmas del pasado hasta su muerte en 2011 en Wisconsin.Monika Zgustová nos presenta aquí una novela original, emocionantey llena de giros inesperados.

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Monika Zgustová

Las rosas de StalinePub r1.1

Titivillus 28.02.2018

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Título original: Las rosas de StalinMonika Zgustová, 2016Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PRÓLOGOLa dama de la cáscara de nuez

Después de la puesta de sol, anochece deprisa. Pronto llegará el otoño. Unaanciana camina por la hierba hacia el lago. Se sienta en un banco y saca algodel bolsillo. Enciende una pequeña vela y la fija con unas gotas de cera en elfondo de una cáscara de nuez. Se descalza, deja los zapatos sobre el banco.Toma entre los dedos, con cuidado, la cáscara con la vela encendida y suspies desnudos pisan el fondo arenoso del lago. El agua le llega a las rodillas.Se ha mojado el borde de la falda, pero no le importa. Posa la nuez con lavela en la superficie del agua y la suelta: la nuez iluminada baila sobre lasolas. La dama la contempla y recuerda.

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PRIMERA PARTE

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E

IMoscú, Sochi (1963-1966)

1

n el comedor del hospital, una mañana se dio cuenta de que en la mesade al lado habían destinado a un extranjero. Era un hombre entrecano,

italiano o quizá judío europeo, de unos cincuenta años, en cualquier casomucho mayor que ella y sobre todo mucho más vivo y alegre que la mayoríade los pacientes rusos, ella incluida. A partir de entonces, lo observaba dereojo durante las comidas y las cenas: le resultaba atractivo, pero no era capazde determinar en qué residía exactamente su encanto. La mayoría de mujeresestarían de acuerdo con ella en que solo el atractivo que no se puede describirfácilmente es el verdadero.

Como ella prácticamente no comía nada, lo examinaba durante largo rato.No podía tragar y apenas hablaba: le habían extirpado las amígdalas. Laoperación, generalmente sin importancia, se complicó, la convalecencia seprolongaba y le dolía horriblemente la garganta. Había adelgazado, toda supequeña figura parecía haberse alargado. Era lo único bueno que tenía suestancia en el hospital: tras haber tenido dos hijos había tendido a engordar.Lo peor eran esas largas horas que pasaba en la cama y en esas sillascolocadas en los pasillos por donde paseaban los enfermos con sus pijamas arayas. «Como presidiarios», pensaba.

Evitaba a los demás y ocupaba el tiempo leyendo. Últimamente estabaestudiando historia y literatura indias. Había traído la biografía de Mahatma

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Gandhi, cuya personalidad y trabajo admiraba desde siempre, sobre todo susideas sobre la necesidad de la igualdad social y su método de resistenciapasiva; Gitanjali y los cuentos de Rabindranath Tagore. Había muchosaspectos culturales de la vida india que no entendía: ¿cómo podía alguienaceptar tan tranquilamente la idea de la muerte, fuera la propia o la de losseres queridos? ¿De dónde sacaba uno esa paz con la que recibía las tragediasde la vida sin quejarse?

En este hospital para extranjeros y para la elite rusa —actores famosos yotras celebridades aceptadas por el gobierno soviético, pero sobre todo altoscargos del Partido y sus familias—, había oído a su vecino canoso delcomedor hablar inglés y francés, no sabía ruso; y se fijó en que tanto en lamesa como conversando con los demás pacientes extranjeros teníadistinguidas maneras europeas. ¿Quién era? ¿Cómo había llegadoprecisamente al hospital de Kuznetsovo, en las afueras de Moscú? Era ciertoque, en la época de Jrushchov, en toda Rusia había más extranjeros y que lesestaba permitido establecer y mantener el contacto con los rusos.

Un día, después del desayuno, oyó a un holandés hablar con él en alemánen el pasillo. Observó a ambos hombres y el del pelo entrecano se debió dedar cuenta porque miró en su dirección, pero sus ojos no se detuvieron en ellani un instante; no la vio, como si fuera transparente. A ella no la sorprendió:estaba pálida, tenía el rostro desencajado por el dolor y su cuerpo estabadeformado por el pijama y la bata del hospital; su espesa melena rojiza, deondulado natural, estaba enmarañada tras largas horas de cama. No, no habíanada que mirar. Svetlana se revolvió el pelo y escuchó la conversación enalemán: leía y hablaba alemán desde que tenía cuatro años —su madre habíainsistido en que debía tener una niñera alemana—. Los dos hombres ya seestaban alejando, pero aún pudo oír que el holandés le decía a suacompañante:

—En nuestro país no es costumbre tener una vida familiar tan intensacomo en el suyo, en la India.

Se quedó atónita, incluso se atragantó. No se lo esperaba: ella estudiabaliteratura, historia y filosofía hindú y su vecino de mesa resultaba que eraindio.

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Se armó de valor. Le diría: «Disculpe, dígame, ¿qué piensa de Gandhi? ¿Y desu biografía? ¿Conoce a su autor?». Varias veces había estado a punto deempezar. Se había preparado las preguntas en inglés, pero cada vez que teníala oportunidad de hacérselas a su vecino, bien en ese momento le parecíanridículas e inocentes, o bien precisamente uno de los extranjeros del lugar sehabía acercado al indio y se había puesto a conversar con él.

El indio tenía unos ojos en forma de almendras, que en la poesía sánscritase llaman «ojos de loto» (Svetlana esbozó una sonrisa al imaginarse dos lotosque brotaban de los ojos), una nariz aguileña, un rostro delicadamentebronceado. «¿No estaré construyendo otra vez castillos en el aire?». PorqueSvetlana, de treinta y cuatro años, conocía bien su tendencia a embellecer lodesconocido. Una vez revelado el secreto, la persona se desmontaba. Pero porahora el indio le resultaba desconocido y Svetlana lo pintaba a su gusto comosi se tratara de una figura de un libro para colorear: los ojos con un lápiznegro añadiendo un poco de amarillo para que parecieran apasionados, elmarrón mezclado con el rosa para los labios, luego estiraría la piel en lasmejillas… ¡Eso es!

En una ocasión, el indio iba por el pasillo hacia ella; entonces se vio conánimos y estuvo a punto de hablarle; él, sin embargo, se hizo a un lado y conuna sonrisa cortés la dejó pasar. Y ella no dijo nada. Pero una vez, durante elalmuerzo, él le pidió la sal y la pimienta, y mientras ella se los acercaba lepreguntó a qué colectivo pertenecía.

—¿A qué se refiere con «a qué colectivo»? —no entendía.—Es que aquí cada ruso pertenece a algún colectivo. Nadie está aquí por

su cuenta, sino como miembro de una organización —sonrió sutilmente, conuna modesta dosis de sarcasmo.

—Estoy aquí sola, por mi cuenta.—¿En serio que no pertenece a ningún colectivo? En este hospital todavía

no había encontrado a ningún ruso que fuera por libre… Incluso en Moscú esraro.

—Mi colectivo son mis dos hijos adolescentes. Y quizá mis conocidos y

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mis amigos, aunque tal vez ni siquiera ellos. Soy una solitaria.Él se sintió visiblemente aliviado.«Por fin una persona normal», se dijo a sí mismo.Con coraje, ella le hizo las preguntas que tenía preparadas. El indio la

invitó a un paseo; por el pasillo del hospital, por supuesto.—Me llamo Brayesh Singh.—Svetlana Allilúyeva, mucho gusto —le dio la mano.Él se fijó en que la mirada de su recién conocida era de un gris verdoso;

una mirada algo turbulenta, como el agua del Ganges en la temporada delmonzón, cuando se mezcla con barro; y se lo dijo. Ella proyectó en el rostrode Brayesh Singh la sabiduría y la amabilidad de los escritores indios queestaba leyendo. Pero sabía que si le decía lo que estaba pensando pareceríauna ingenua o exagerada y, por tanto, se lo calló.

Caminaron juntos por el pasillo. Svetlana le confesó que desde hacíamucho apreciaba a Mahatma Gandhi.

—¿Qué piensa de la biografía de Gandhi?—¿De cuál? Se han escrito tantas.—En Moscú han publicado la que escribió un tal Nambudripad.—Ajá, Nambudripad —se encogió de hombros con desprecio—. Bueno,

es uno de nuestros comunistas.—¿Así que la biografía no es de fiar?—El problema es que al autor le interesa más su propia ideología que la

verdad sobre Mahatma.Discutieron durante horas sobre la historia contemporánea de la India. Se

sentaban en las pequeñas butacas del hospital, luego se ponían de nuevo depie y caminaban. Se miraron en la puerta de cristal de la cocina, que brillabacomo un espejo: Svetlana gargajeaba con un pañuelo en la boca, de tanto quele dolía la garganta; a Brayesh Singh le salía algodón de los oídos, porquehacía poco que lo habían operado de unos pólipos nasales. Se echaron a reír:Svetlana, según la costumbre soviética, aguantó la risa y habló en voz baja,mientras que Singh rio a mandíbula batiente e inmediatamente despuésempezó a conversar ruidosamente en inglés.

—Usted es joven, seguramente es su primera vez en un hospital.—¿La primera vez? ¡En absoluto! Cuando era pequeña, siempre estaba

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enferma. A menudo cogía bronquitis, y una vez tuve un soplo en el corazónmuy problemático. Además, era irascible, melancólica y me veníandepresiones y estados de ansiedad. De hecho, sigo arrastrando todo eso.Tengo miedo a las habitaciones oscuras y la ansiedad me mata… No puedoestar en un cuarto con mucha gente.

—¿Y cómo empezó? ¿Algo de la infancia?—Creo que sí —dijo en voz baja—. Mi padre solía humillarme sin venir

a cuento delante de los demás niños: por ejemplo, en la fiesta de micumpleaños empezaba a gritar y a decir que yo no valía gran cosa y que notenía nada que hacer en el mundo.

El hombre la miraba compasivamente y callaba. Svetlana dijo:—Pero no soy la única. En nuestro país se cometieron tantas injusticias,

sabe, que mucha gente sufre de lo mismo que yo.—¿Cómo es la vida ahora en la Unión Soviética, tras la muerte de Stalin?

—preguntó con vivo interés.Svetlana pensó: «Está claro que no sabe quién soy. ¿Debo decírselo?».Relató durante largo rato que el país ahora podía respirar un poco, pero

que todavía no gozaba de toda la libertad que ella y la mayoría de la gentedesearían. Habló con ganas, pero no acababa de sentirse cómoda. «¿He dedecírselo? ¿Cómo reaccionará?», se preguntaba a sí misma una y otra vez.

Singh preguntó si en el país ya había dejado de correr la sangre:—Ahora que Stalin ya no está —añadió.—Stalin era mi padre.No se asustó. Ni siquiera parecía sorprendido. Ni empezó a disculparse

hipócritamente por su descortesía o su falta de tacto. Solo dijo, a la inglesa:—Oh.Y Svetlana le estuvo muy agradecida por ello.La sombra de su padre se cernía sobre ella, siguiéndola, fuera adonde

fuera. Por ello se repitió, agradecida, ese lacónico y ambiguo «oh».

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Durante la cena quisieron sentarse juntos en una mesa, pero los encargadosdel comedor no se lo permitieron. Así que charlaron de una mesa a la otra yles dio absolutamente igual que muchos pacientes los miraran de soslayo.

Cuando Brayesh se dispuso a acompañar a Svetlana a su habitación, nopudo más y le preguntó:

—¿No le parece que los comensales en el comedor nos miraban hasta laimpertinencia?

—Yo también me he dado cuenta. Pero solo los rusos. Los pacientesrusos y el personal.

—Pero ¿qué tenemos de extraño? —dijo estupefacto el indio.—En la Unión Soviética hay una ley no escrita según la cual los rusos

deben evitar a los extranjeros.—¿Acaso somos la peste?—Durante décadas a los rusos nos han metido en la cabeza que extranjero

equivale a espía. Eso caló en la gente. Y quien trata con un extranjero debeser un espía él mismo; así lo entiende la mayoría de los rusos.

Brayesh se quedó atónito durante largo rato.Luego le propuso sentarse en las butacas del pasillo. Al agacharse, se le

cayó del bolsillo del pijama una hoja de papel escrita.—Hoy he recibido una carta de mi hermano —dijo como explicación.

Svetlana vio que la carta estaba escrita en un alfabeto que desconocía.—¿Es hindi?—Sí, se escribe en devanagari.—¿Y cómo se llama su hermano?—Suresh. De apellido Singh, como yo. ¿Y usted, tiene hermanos?Svetlana no pudo evitar una sonrisa: constantemente se preguntaban el

uno al otro por asuntos sin importancia, pero con auténtico interés.—Tengo, mejor dicho tuve, dos hermanos. Yákov, el mayor, murió en la

Segunda Guerra Mundial. Cayó prisionero. Cuando los alemanes se dieroncuenta de quién era, ofrecieron a mi padre intercambiar a su hijo por un altooficial militar alemán que había caído prisionero cerca de Stalingrado.

Svetlana se quedó en silencio, reflexionando.

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—Y su padre se negó.—¿Cómo lo sabe?—Es lógico. Es decir, para él, para su padre. Un hombre y político,

orgulloso de su fortaleza, no puede mostrar debilidad frente a toda la nación.Además, seguramente ningún político debería aprovechar su posición parahacer una excepción, para recuperar a su hijo de los alemanes, mientras otrosmillones de rusos siguen prisioneros. Aunque es verdad que desde un puntode vista humano es una decisión muy cruel, no lo niego.

—Precisamente eso es lo que jamás pude perdonarle.—Es natural, era su hermano. Usted lo ve como padre, no como político.

Para usted es algo drástico, así que cree que su padre es culpable de la muertede su hermano, no los nazis. Y disculpe que hable así de su familia, no quieroparecer indiscreto.

—Gracias —dijo casi en un susurro, con emoción.—Tal vez sea algo precipitado que le pregunte eso, pero ¿y su hermano

menor? —preguntó él, también en voz baja.—¿Vasili? Murió el año pasado de manera misteriosa. Debería hacer

exhumar sus restos para que averigüen científicamente la causa de su muerte,que a todos los miembros de la familia nos resulta sospechosa. Pero ahora noes el momento.

—¿Lo quería?—Sí, a Vasili también lo quería. Mucho.—¿Y en cuanto a la muerte misteriosa…?Svetlana bajó aún más el volumen de su voz y se acercó al indio.—Las paredes tienen oídos. Sabe, mi hermano era un general de éxito.

Tras la muerte de mi padre, en 1953, o sea hace diez años, afirmó que a Stalinlo había matado el Politburó. Así que lo destituyeron y lo encarcelaron.Luego, Jrushchov le concedió la amnistía, pero fue como salir de la sarténpara caer en el fuego: en lugar de a casa, lo enviaron a un sanatoriopsiquiátrico en Kazán. Hicieron que lo acompañara una enfermera, Masha,que tenía que ocuparse de él. Se trataba de una agente a sueldo del KGB. Losedujo y se casó con él, aunque Vasili estaba ya casado y no se habíadivorciado. Es lo que solía hacer el KGB cuando convenía.

—¿En serio? Parece increíble que el KGB lo planeara así.

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—¿No conoce el caso del compositor Prokófiev y de su mujer? ¿No?Pues lo dejaremos para otra ocasión. Ningún médico podía acercarse a Vasili,solo se «ocupaba» de él esa tal Masha del KGB. Evidentemente, leproporcionaba alcohol y drogas, quizás incluso veneno, y progresivamente, apetición del KGB, lo borró de la faz de la tierra: el 19 de marzo de 1962 Vasilimurió en circunstancias misteriosas. No se realizó ningún análisis médico nise redactó informe alguno. Y nosotros, su familia, ignoramos de qué muriómi hermano. Se cuentan muchas cosas acerca de su muerte, muchas historiasimprobables, pero no conocemos la verdad. Masha aprovechó el derecho deesposa legítima y enterró a mi hermano rápidamente y de manera secreta enKazán, aunque le correspondía ser enterrado en el cementerio deNovodévichi, en la tumba de mi madre.

En voz baja, con un tono que transmitía compasión por el dolor ajeno ytal vez porque entreoyó un temblor apenas perceptible en la voz de suinterlocutora al pronunciar las palabras sobre la tumba de su madre, el indiodijo:

—Es una verdadera tragedia. Lo siento mucho. Si no la incomoda,cuénteme si es verdad que Stalin no murió de muerte natural.

—Sucedió así: en enero-febrero de 1953, unos dos o tres meses antes desu muerte, mi padre hizo encarcelar a sus colaboradores más cercanos: algeneral de la seguridad Vlasik y a su secretario personal Poskrébyshev,llamado el perro de Stalin. Su médico personal, el académico Vinográdov, yaestaba en la cárcel, y aparte de él Stalin no permitía que se le acercara ningúnotro médico. Por eso, cuando la tarde del 1 de marzo de 1953, el personal dela dacha de Kúntsevo encontró a mi padre inconsciente, nadie se atrevió allamar a un médico.

—Qué raro.—Mucho. Pero escuche esto. Luego todo el gobierno se desplazó a la

dacha. La que entonces era su camarera, Motia Butuzova, fue quien dio conel diagnóstico: había tenido una apoplejía. El personal y la seguridad deStalin anunciaron que era necesario llamar inmediatamente al médico. Perolos miembros del gobierno que se encontraban ante el cuerpo exánime deStalin declararon: «Es mejor que cunda el pánico». Beria aseguró que a Stalinno le había pasado nada, que solo estaba durmiendo.

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—Perdone si la interrumpo y disculpe mi ignorancia: Beria era ministrode Interior, ¿verdad?

—Sí, y por ello también director del KGB.—Continúe, por favor…—Entonces, el gobierno se permitió algo inadmisible desde el punto de

vista médico: los propios ministros trasladaron al enfermo a la habitacióncontigua, allí lo desvistieron y lo metieron en la cama. Aún sin médicos. Séque es improcedente mover a los enfermos, sin embargo lo hicieron. No fuehasta el día siguiente, el 2 de marzo, cuando vinieron varios miembros de laAcademia de Medicina. Buscaron el historial médico de Stalin para sabercómo tratarlo, pero no lo encontraron: estaba cerrado a cal y canto en la cajafuerte del Kremlin, donde lo había guardado el doctor Vinográdov por ordende mi padre. Pero Vinográdov estaba en la cárcel… Cuando la noche del 5 demarzo murió mi padre y se lo llevaron para luego exponerlo de cuerpopresente, Beria ordenó la evacuación total de la villa de Stalin en Kúntsevo…

»En la evacuación de la dacha de Kúntsevo, Beria ordenó que se quitarantodos los muebles, que se despidiera a toda la gente de servicio y que sesellaran las habitaciones. El personal y los demás, que estábamos presentesdurante la muerte de mi padre, recibimos una orden amenazadora:“¡silencio!”. Como si la dacha no hubiera existido jamás. El anuncio oficialdel gobierno presentó una mentira a la nación: “Stalin murió en su piso delKremlin”. La administradora de la dacha de Kúntsevo me lo contó todo hacepoco. Había muchas cosas que yo ignoraba. Mi hermano Vasili sabía más queyo de esto, y el día de la muerte de mi padre parece que se reunió con ungrupo de periodistas extranjeros para informarlos de cómo el gobiernodirigido por Beria había ayudado a morir a Stalin. A Vasili se lo llevaron y loencarcelaron. Luego lo ayudaron a morir también a él, tal como le acabo decontar.

—¿Cómo fue la muerte de su padre?—Difícil. Terrible. Se ahogaba y buscaba aire. No se puede describir. Y

no le aliviaron esa muerte ni con inyecciones ni con pastillas. Y sabe quépienso… —dijo casi inaudiblemente—, la intuición me dice que Beria mandóenvenenar a mi padre. Que era un complot contra él.

—¿Por qué?

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—En aquella época mi padre había hecho venir a un joven de provinciasy creo que todos estaban convencidos de que ese chico sería el que loreemplazaría en el puesto del presidente del Sóviet Supremo. Y claro, Beriaansiaba ese puesto.

—¿Usted también lo creía?—Sí —dijo Svetlana bajito.Entró una trabajadora de la limpieza con un cubo y una escoba envuelta

en un trapo mojado y se puso a fregar el suelo. Estaba musitando la canciónQué grande es mi patria. La pareja se quedó en silencio.

—Una muerte difícil, terrible: eso es lo que pensaba —dijo el indiobajito, más bien para sí mismo.

Se quedaron otra vez en silencio. Al salir la limpiadora, Svetlana no seaguantó y preguntó:

—¿Por qué lo pensaba?El indio se mostró intranquilo unos momentos, no quería contestar, pero

Svetlana insistió.—Discúlpeme por la absoluta falta de tacto con la que he soltado ese

comentario: ¡se trata de su padre! Lo he dicho porque los hinduistas creemosque la muerte de un buen hombre es fácil; su alma abandona el cuerpo sinencontrar barreras.

—Sí, entiendo. No, no se disculpe, por favor, ¡no me ha ofendido deningún modo! La fe hinduista tiene razón: mi padre estaba lejos de ser unbuen hombre. Aunque debo admitir que conmigo fue amable, pero solocuando era pequeña y ya entonces no era siempre así. Aún hoy, diez añosdespués de su muerte, en Rusia lo odian con toda el alma decenas de millonesde personas. ¡Envió a la prisión y a la muerte incluso a miembros de nuestrocírculo familiar más íntimo! Así que ya ve que no tiene por qué disculparse.

—Y… ¿Usted? ¿Cómo…? —No acabó la frase.—Bueno, para mí es duro, no lo niego. Era mi padre, a veces se mostraba

hasta tierno y cariñoso conmigo: me llamaba pequeño ruiseñor, gorrioncito,me regalaba rosas. Después de la muerte de su esposa, o sea de mi madre, yoera la única a quien quería. Y la única que seguía a su lado. Aunque cada vezlo evitaba más, porque en su presencia me sentía angustiada.

Durante unos momentos se quedaron en silencio. Luego fueron hacia la

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habitación de ella.

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Se detuvieron ante la puerta. Ninguno sabía qué decir.—Svetlana…—¿Sí?—Nada, solo…Dejaba pasar los minutos, como si no pudiera decidirse. Por el pasillo

volvían los pacientes rusos de la cena y los miraban con indignación y hastadesprecio.

Los extranjeros saludaban a Brayesh y con la cabeza, amistosamente,también a ella.

Ambos de nuevo callaron. «¿Nos volveremos a ver?», se preguntabaSvetlana.

—Bueno, que descanse. —Por fin Svetlana acabó con el silencio que laabrumaba. Pero siguió quieta en el pasillo. Al igual que él. Luego dio un pasohacia atrás, en dirección a su cuarto. Él seguía en su sitio y de vez en cuandosaludaba a alguien. Cuando Svetlana ya estaba en el umbral de la puerta de suhabitación, Brayesh dijo:

—Mañana salgo de excursión. ¿Vendrá conmigo?Ella suspiró aliviada. En ese momento se dio cuenta de la necesidad que

sentía de volver a ver a ese hombre tranquilo y risueño, mayor que ella, peroatractivo y amistoso. Se rio a pequeñas carcajadas felices.

—¿De excursión? —preguntó, con los ojos desorbitados—. ¿Adónde?—Por los pasillos. Nos deleitaremos con el paisaje: desde cada ventana

hay una vista diferente del paisaje yermo y gris, preparado para las nevadas,donde se posan los cuervos, caen las últimas hojas marrones y de vez encuando algún copo de las primeras nieves. Y quizá vayamos incluso a lacocina donde la invitaré a un banquete, como si fuera la terraza de unrestaurante.

Acordaron que al día siguiente después de comer saldrían de excursión

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para contemplar el paisaje de octubre. Se desearon las buenas noches.

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Pero al día siguiente Brayesh Singh no apareció a la hora del desayuno ni delalmuerzo. Tampoco se presentó para cenar. Svetlana no lo vio en el pasillo.

—El señor Singh ha sido trasladado a otro hospital —la informaron en laoficina, cuando al día siguiente preguntó por el paciente indio.

El hospital le parecía oscuro ahora que el paciente indio no le hacíacompañía; sin embargo, Svetlana iba curándose deprisa. Unos días más tardevolvió a casa, asistía a las competiciones de gimnasia rítmica en las queparticipaba su hija Katia y seguía los progresos de su hijo Yósif, estudiantede medicina. Iba al cine, descubrió a un joven cineasta checo, Miloš Forman.Leía el Bhagavad-gita una y otra vez porque no acababa de entender bien lasideas que contenía ese poema filosófico. En su amplia casa con vistas alMoscova recibía a viejos amigos, conocía a personas nuevas. Pero nunca laabandonaba una vaga sensación de vacío.

6

Allí había rosas, jazmines y malvaviscos en flor, los pájaros y los grilloscantaban, mientras que en Moscú había nevado y en las calles se formaba unamezcla de barro y nieve. En noviembre, un mes después de que le dieran elalta en el hospital moscovita, los médicos enviaron a Svetlana a un balneariode Sochi en el mar Negro para que se recuperara gracias al cálido aire y al solmeridional.

En el comedor le designaron un lugar en una larga mesa entre rusos. Lamesa de los extranjeros estaba situada junto a la pared, en una esquina. Consolo mirar a los comensales, quedaba claro que se encontraba en un balneario

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para la elite del Partido: a su alrededor únicamente veía las aburridas caras defuncionarios comunistas.

Al salir, después de comer, Svetlana repasó el feo edificio construido alestilo del realismo socialista, con un rótulo sobre la entrada principal: Casa deReposo. Svetlana se sentó en un banco. Entonces alguien se le acercó pordetrás y le puso las manos en los ojos, aullando con la voz deformada, eninglés:

—¿Quién soy?—Katia —dijo Svetlana, de forma completamente ilógica, porque la voz

no era de mujer y Katia, su hija de catorce años, de la que se había despedidopor la mañana en Moscú, no podía estar en Sochi.

Las manos del desconocido se despegaron de sus ojos y Svetlana viocomo le sonreía la cara bronceada y saludable de Brayesh Singh.

Svetlana estaba consternada. ¿Cómo era posible? ¡Menuda casualidad!Sin embargo, si hubiera reflexionado un poco más, se habría dado cuenta deque el hospital de Kuznetsovo, a las afueras de Moscú, donde estabaingresado Brayesh, enviaba a sus pacientes a reposar a su centro derecuperación del sur de Rusia, es decir, que no se podía hablar de casualidad.

Inmediatamente salieron a pasear al mar, como si no hubieran estadosemanas sin verse. Svetlana le hizo saber que la manera en que la habíaquerido sorprender le había parecido demasiado íntima.

—Shveta, eso es porque tiene los ojos del color del Ganges. Antes estabaconvencido que era el de la época de lluvias, pero ahora veo que no, es el ríoen un día soleado. Y el Ganges pasa por la ciudad donde yo nací, así queusted me recuerda a mi casa.

Svetlana pensó que un europeo difícilmente habría dicho algo parecido, lohabría considerado demasiado exagerado, sentimental y hasta un poco cursi.

—¿Cómo se llama su ciudad?—Kalakankar —aclaró radiante.—¿Y qué es eso de Shveta? Yo me llamo Svetlana. Aunque mis amigos

más íntimos me llaman Sveta.—En sánscrito shveta significa clara, pura, luminosa. Y es más corto. Así

que la he bautizado como Shveta, un hermoso nombre hindú. Su nombre rusose deriva del sánscrito. Así la llamaba para mis adentros mientras estuvo

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alejada.Ella no pudo evitar reírse del «mientras estuvo alejada».—En ruso Svetlana proviene de la palabra svet, que significa luz.Brayesh le explicó que muchas palabras de las lenguas indoeuropeas

venían del sánscrito: el ruso tri, el inglés three y el italiano tre, eran otroejemplo. Pero este debate lingüístico pronto dejó de interesarla, al menos demomento.

—Le enseñaré el Arboretum, un jardín botánico precioso con una glorietay muchos bancos, ¿quiere?

—¡De acuerdo! Pero ahora, antes que nada, nos sentaremos en la terrazade un café junto al mar.

Svetlana recordaba a Brayesh como un hombre mayor enfundado enpijamas y bata; en cambio ahora estaba bronceado y llevaba ropa elegante,informal: unos pantalones de color café con leche, una camisa blanca aestrechas rayas del mismo color y una chaqueta de ante. Lucía un aspectosaludable y juvenil. Svetlana pensó que en el hospital moscovita no se habíafijado en los delicados rasgos de su cara y esa expresión calmada y noble, nien su achocolatada piel que parecía irradiar luz. Eso sí, se acordaba de susmanos alargadas y menudas. Aunque no era muy alto, su figura fuerte ymusculosa, en combinación con el resto, hacía que la mayoría de la gente quelo veía por primera vez pensara que se trataba de un hombre de apariencia ytrato agradables. Y es que sus correctos modales, su cortesía y amabilidadhacían pensar en un diplomático en una recepción de gala. El indio la habíasaludado con bastante familiaridad porque la sentía cercana. Y concluyó quele daba la sensación de que los indios eran personas más cálidas que losnórdicos, tan calculadores, tan distantes.

Bebieron el café espeso y sabroso del sur y miraron al mar, sobre el quemuy rápidamente cayó un sol naranja que derramó su color en las aguas ytiñó también los rostros del hombre y la mujer en la terraza de la cafetería.

—El sol tiene el color de la papaya.—No sé cómo es una papaya. Así que para mí su color es el del

albaricoque.—Y ahora el cielo se ha vuelto como un grano de granada.—Tampoco sé cómo es. Para mí es del color de un melocotón maduro.

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—¡Ahora ya se pone! ¡Puede pedir un deseo! ¡Pídalo antes de que seponga por completo!

—¿Y usted qué anhela?—Si se lo dijera mi deseo no se cumpliría. Así que usted también

guárdese el suyo.Svetlana deseó que esta vez no se llevaran de la Casa de Reposo a ese

simpático, alegre acompañante, a ese hombre que conocía el mundo, alcontrario que ella. Encadenó ese anhelo con el de que en aquel precisomomento se detuviera el tiempo. Luego quiso retirar ambos deseos, porque leparecían superficiales, y anheló que sus hijos estuvieran siempre igual desanos y fueran tan buenos como hasta entonces. Y también deseó con fuerzaque por fin dejara de perseguirla la sombra de su padre. Así que en realidadno sabía qué desear. Se lo dijo malhumorada a Brayesh, que se rio:

—Todos tenemos tantos deseos que no es nada fácil escoger el másimportante.

Pidieron otro café y escucharon las cigarras, que tras la puesta del solarrancaron un verdadero concierto. Se quedaron sentados, en silencio,hechizados, como si ya se lo hubieran dicho todo en su vida.

—¿A qué hora sirven el desayuno en la Casa de Reposo? Espero que no alas siete —preguntó Svetlana.

—A las nueve y media.—¡Entonces no hay prisa para ir a dormir y podemos tomar algo más!Pidieron un moscatel georgiano, y luego otra copa más. Cuando cerraron

el café, lentamente pasearon hasta la Casa de Reposo, aunque no tenían ganasde irse a dormir.

7

Al día siguiente, durante la cena en la Casa de Reposo, se saludaron conguiños llenos de complicidad a través de la distancia que separaba sus mesasy, mientras duró la comida, se comunicaron con gestos. Los compañeros demesa de Svetlana se mostraron indignados. Una mujer que le recordaba a un

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pavo le reprochó que el día anterior, después de la comida, ese extranjero sehubiera acercado a ella «de forma grosera», según las palabras de la mujer-pavo. Svetlana agitó la mano para quitarle importancia al asunto: ese gesto selo había visto hacer a Brayesh. Era como si quisiera dejar atrás todo lodesagradable para concentrarse en lo bueno y hermoso.

Después de cenar, Svetlana se sinceró a su amigo sobre el sermón de lamujer-pavo.

—Ullu ka patta —dijo Singh riendo para sí.—¿Qué significa esto?—Esta expresión se refiere a los tontos —explicó Brayesh—. Ullu, con

doble ele, en hindi, es lechuza. Para nosotros, las lechuzas no son sabias yclarividentes como lo son en la cultura occidental, sino todo lo contrario: sonel símbolo de lo estúpido. Patta es su pequeño.

Luego se giró hacia el hombre que estaba sentado junto a él y se lopresentó:

—Somnath Lahiri, de Bengala, es político. Somnath, le presento aSvetlana Allilúyeva, traductora e historiadora de la literatura, de Moscú.

Lahiri le apretó la mano con fuerza y Svetlana pensó, que a juzgar porestos dos que tenía delante, todos los indios no hacían nada más que reír.

—¿Vamos al Arboretum? Ayer lo olvidamos —dijo Brayesh implorante,al despedirse de Somnath, y fingiendo sentirse culpable como un niño.

El sol ya se había puesto y anochecía, el jardín botánico estaba cerrado,pero pasearon a lo largo de su muro, luego se sentaron en un banco yobservaron el cielo rojo sobre las palmeras del jardín. Llegó la oscuridad y elalboroto de los grillos y ya no hubo nada que mirar. Sin embargo, ninguno deellos, cuyos hombros estaban pegados el uno al otro, tenía ganas delevantarse y hasta bien entrada la noche no se pusieron de pie.

De madrugada, Svetlana y los dos indios salieron de excursión por lascolinas donde empezaba el Cáucaso. Volvieron de un humor excelente,risueños, y no tenían ganas de cenar en la Casa de Reposo. Se sentaron en unrestaurante junto al mar, saborearon un pescado a la plancha y loacompañaron con vino blanco. Luego pasearon junto al mar. Somnath, comopolítico, preguntó a Svetlana muchos detalles sobre la vida en el Kremlin ycomentó vivamente sus respuestas. Muy pronto, sin embargo, se despidió y

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Singh y Svetlana continuaron paseando hasta pasada la medianoche.Al día siguiente por la mañana, Svetlana se llevó a los dos indios al

mercado. Ambos se esforzaron por entablar conversación con la gente,especialmente con los vendedores de las paradas del mercado, Svetlana leshacía de intérprete. Compraron fruta y verdura, Brayesh iba de parada enparada buscando mangos, o por lo menos melocotones. Los vendedores seburlaron de él: «¿Melocotones frescos en noviembre? ¡Vaya broma!». Y leofrecieron melocotón en almíbar. Casi saltaba de alegría después de lograrencontrar todas las especias que necesitaba en las paradas de los georgianos.

—Me gustaría preparar un mango lasi de postre en la pequeña cocina delapartamento —explicó.

—Yogur líquido con sabor a mango, una especialidad de la India, ¿sabe,Svetlana? —explicó Somnath.

—Mango… mango… —repetía Svetlana como si el nombre pronunciadoen voz alta tuviera que revelarle el aspecto y el gusto de la fruta—. Heveraneado muchas veces en Georgia —y en Sochi, cerca de la frontera conGeorgia—, pero jamás he comido un mango aquí. No creo que loencontremos. ¿A qué sabe?

—Tiene el sabor del sol. El mango es dulce con un regusto ácido, y detextura satinada como la seda.

—Ha descrito una naranja. O una pera no muy madura.—De modo que compraremos naranjas y peras, manzanas y uvas —

decidió Brayesh.Más tarde, Brayesh, en su habitación, preparó una ensalada de verduras

con fruta: en una fuente dispuso hojas de lechuga lavadas, secadas y cortadasy encima de ellas colocó trozos de melocotón. Aliñó la ensalada con unasgotas de aceite de oliva y zumo de limón, esparció encima de la fruta la pieldel limón rayada, hojas de menta cortadas, y una mezcla de comino en polvoy de pimienta blanca, negra y roja. Para acompañar la ensalada sofrió en unasartén unos riñones de cordero con tomate y una mezcla de especias parecidaa la que había usado en la ensalada. Somnath había traído dos botellas devino tinto georgiano de Abjazia: el Lykhny. Y mientras Brayesh cocinaba,Somnath abrió una botella y le ofreció a Svetlana este vino ligero pero degusto destacado. Svetlana explicó a los indios —con orgullo de georgiana—

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que la región vinícola de Georgia era la productora de caldos más antigua delmundo: databa de la era del Neolítico, o sea que tenía más de ocho mil años.Aunque Brayesh estaba plenamente entregado a su trabajo culinario,intervino en la conversación contando que, en la India, la viticultura databadesde la civilización del valle del Indo, o sea de la Edad de Bronce. «Algomás joven que la georgiana, es cierto —sonrió—. Y las órdenes de nuestrogobierno han interrumpido la tradición en más de una ocasión».

Mientras tanto Svetlana observaba como Brayesh servía el plato entostadas en las que esparcía hojas de cilantro. Mientras degustaban esasdelicias, Svetlana recomendó a Brayesh que abriera en Moscú un restauranteindio, algo inaudito en la capital rusa. Ella trabajaría de camarera.

—Se le haría pesado estar siempre conmigo, Shveta.—Los hombres ingeniosos con sentido del humor nunca me llegan a

aburrir —le devolvió la pelota Svetlana, radiante. Y mientras Somnath abríala segunda botella, Brayesh le tocó la mano con una larga, lenta caricia.

La cena a tres resultó animada y divertida, y la alargaron tanto comopudieron. Después de haber bebido las dos botellas de vino, hasta muyentrada la noche saboreaban el fuerte café, cortado y azucarado, que Brayeshpreparó a la manera india.

Cuando Somnath se despidió y se fue a su habitación a descansar,Brayesh y Svetlana se sentaron el uno junto a la otra en el balcón, abrazados,a contemplar la salida del sol. Nadie habló.

Varias horas más tarde, en un estado parecido a la fiebre, fueron a pasearpor el Arboretum. El guardia del parque se fijó en que la mujer que ya por lamañana parecía cansada, se sentaba en los bancos y arrastraba al hombre asentarse junto a ella; allí descansaba la cabeza sobre el hombro o el pecho delhombre. Luego se levantaban y se miraban largo rato a los ojos, cosa que elguardia encontraba ridícula.

8

Una noche, la vecina de Svetlana en la Casa de Reposo se dio cuenta de que

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Brayesh Singh, después de cenar, había llamado a la puerta de la habitaciónde Svetlana. Le había traído una fruta exótica, quizá granada, la vecina nohabría podido jurarlo y, además, un plato que «olía como si le hubieranechado todas las especias del mundo, y las más salvajes». Pero sabía a cienciacierta que esa noche el indio no había abandonado el cuarto y que, cuandosalió a la mañana siguiente, tenía el pelo húmedo y lucía una amplia sonrisa.

Tras la comida, ambos indios invitaron a Svetlana a tomar un café a sumesa, pero inmediatamente se acercó la camarera y anunció que estabaprohibido, que los pacientes no podían sentarse a otra mesa que la que lestenían asignada. Y por la noche trasladaron la mesa de los extranjeros a otrasala y la cerraron con llave. Desde entonces, durante las comidas los indios ySvetlana no podían comunicarse con los ojos, las muecas y las sonrisas.

A pesar de que pasaba la mayor parte del tiempo con los dos indios, nopodía dejar de ver que los demás huéspedes de la Casa de Reposo la mirabany que sin ninguna duda hablaban de ella. Jrushchov, que en esa época estabaen el poder, había echado del Partido Comunista a muchos apparatchiks de laépoca de Stalin y luego no sabía qué hacer con ellos, así que les había dejadosus sueldos y todas sus ventajas. Ahora no tenían ningún trabajo, pero podíanseguir utilizando todas las instalaciones destinadas a la elite del Partido ypasaban en la Casa de Reposo unas vacaciones indefinidas. Y puesto que nohacían nada, ocupaban el tiempo observando a los demás, juzgándolos,criticándolos, condenándolos y quejándose de ellos a las autoridades. Ahorase volvían en contra de Svetlana.

El consejo de administración de la Casa de Reposo empezó a prestar oídoa las quejas y a seguir con atención a ambos indios. Coordinaron para ellosuna visita al principal arquitecto local; éste les presentó el plan veinteñal deconstrucción de la ciudad de Sochi y luego les ofreció una minuciosa charlasobre el tema. Cuando acabó, los indios le dieron las gracias y se rieron.

—¿De qué se ríen? No sabía que les había contado cosas tan graciosas —les preguntó algo irritado el arquitecto, mortalmente serio.

—Solo que dentro de veinte años ya ninguno de nosotros estará en estemundo —siguió riéndose Singh.

Al día siguiente se los llevaron lejos, a las colinas y las laderas dondeempezaba el Cáucaso, para enseñarles las plantaciones de té. Los miembros

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del consejo de administración creían que les interesaría, porque toda Rusiabebía té traído de la India. Pero, ya en el coche, los dos indios reconocieronque ninguno de ellos había visto crecer el té, porque en su región de la Indiano se cultivaba. Primero les mostraron las plantaciones de té, luego losllevaron a una escuela cercana, donde unos pioneros les ataron alrededor delcuello el pañuelo rojo de las Juventudes Comunistas. Finalmente, cuandoambos ya estaban agotados, los honraron con una larga disertación sobre elcultivo del té. Lahiri pasó el viaje de vuelta durmiendo de tan cansado queestaba. No así Singh: en la plantación había arrancado una ramita de té en flordestinada a Svetlana; si se hubiera quedado dormido, no habría podido vigilarsu regalo floral.

Cuando se vieron por la noche, colocaron la pequeña rama en un vaso conagua y, paulatinamente, las flores se fueron recuperando. Brayesh le contó lasaventuras vividas y ella se avergonzó de su país y sus burócratas. Él estuvode acuerdo, pero despachó el asunto con su «Ullu ka patta» y su risacontagiosa; no era capaz de enfadarse. Una y otra vez, Svetlana se dabacuenta de lo equilibrado que era su amigo. Cuando no le gustaba algo, se reía.Estaba por encima de lo trivial. En su comportamiento había algo majestuoso.Svetlana se propuso intentar guardar esa calma y equilibrio. Tenía que apartarde sí las pequeñas molestias cotidianas, siempre que no fuera imprescindibleocuparse de ellas de inmediato. El desasosiego, la irritación y el miedo lahabían acompañado fielmente toda la vida y no iba a ser fácil echarlos fuerade un escobazo.

Después de que Brayesh se hubo ido de su habitación, Svetlana se inclinóencima de las flores del té. Entonces entró la limpiadora para cambiar latoalla. Svetlana no le hizo ni caso y respiraba sobre los brotes para queflorecieran más deprisa.

9

Al día siguiente, a Svetlana le asignaron una compañera de habitación. Ellaprefería estar sola y fue a la dirección para protestar, pero no hubo nada que

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hacer. Así que pasaba la mayor parte de su tiempo en el cuarto de Brayesh.La administración de la Casa de Reposo no se atrevía a entrometerse en lavida de los extranjeros para evitar que se quejaran a sus embajadas.

Sin embargo, desde entonces comenzó para ella el infierno. Tan pronto seacomodaba en la habitación de Brayesh, alguien llamaba a la puerta: unacamarera venía a limpiar el polvo a los muebles, otra traía fruta, luego aguafresca; luego, muy tarde, mientras ellos se hallaban encima de la camadesnudos, entró de repente una camarera para cambiar las sábanas, en otraocasión alguien trajo una invitación totalmente innecesaria para asistir a unafiesta absurda de la Casa de Reposo. Svetlana trataba de aprender de Brayeshel arte de hacer caso omiso a lo indeseable y desagradable, pero sin éxito.Cuando estaba sola, la ansiedad llegaba sin avisar y se adueñaba de ella sinpedir permiso. Necesitaba tener a Brayesh siempre a su lado; solo él le traíala tranquilidad anímica necesaria para seguir adelante. Pensó en los hombresque había conocido antes que el indio: Alekséi, Grisha, Yuri, Ivan Svanidze yotros… ¿los había soñado? Tal vez nunca había amado a los hombres realessino a la idea que tenía de ellos. Y luego obligaba a los hombres reales a quese parecieran al fruto de su imaginación.

—La sombra de mi padre siempre está conmigo, no me abandona —sequejó en una ocasión a Brayesh—. Es por su culpa que nos persiguen de estamanera.

—No te lo tomes así, es el pasado. El presente es otro, tu padre no está enél. No pienses en él.

Esa ecuanimidad india a veces le resultaba irritante.—¿Cómo no voy a pensar en él? La gente me conoce: cuando me invitan

en algún programa de televisión, estoy obligada a aceptar. Y tú mismo hasvisto cómo en la calle y en el comedor la gente se me acerca parafotografiarse conmigo y decirme con una gran sonrisa lo extraordinario queera mi padre. A veces me apetece contestarles: «¡Mi padre era un genocida!».Pero al final no lo hago.

Brayesh le acarició el pelo:—Para ti no era un dictador, era tu padre, Shveta. Es como con los nazis:

aunque en el trabajo fueran unos salvajes, se sabe que muchos de ellos eranbuenos padres de familia. ¿O me equivoco?

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—Llevo toda la vida huyendo de él.—¿Cómo?—Desde que tenía catorce años empecé a evitarlo.—Evitarlo cuando estaba vivo es una cosa. Pero no puedes huir de tu

padre muerto, forma parte de ti.—Pues huyo. Me cambié el apellido, antes me llamaba Stalin, ahora

Allilúyeva. Como mi madre —susurró e hizo una pausa antes de seguir—.Pero no me basta. Todo el país conoce mi nuevo apellido y sabe quién soy,porque me han visto en fotos y en la televisión. Tengo la sensación de quesiempre hay alguien siguiéndome.

—Te entiendo. Todos tenemos un pasado que no nos abandona.Y Brayesh Singh empezó a relatar.Su primera mujer, una hinduista practicante y arraigada en la tradición,

llevaba ya veinte años viviendo lejos de él con sus dos hijas. Sus padreshabían acordado el matrimonio, los novios casi ni se conocían antes de laboda. Al cabo de pocos años, Brayesh se separó de la familia. Durante laocupación alemana, conoció en Viena a una mujer judía que quería huir deAustria. Se fueron a la India, donde vivieron durante dieciséis años. Luego semudaron a Londres, donde la mujer quería dar a su hijo una buena educacióninglesa. Pero Singh no pudo encontrar empleo adecuado en la capitalbritánica, así que volvió a la India y nunca dejó de echar de menos a su hijo,que se había convertido en un fotógrafo con talento.

—Es mi pasado, que siempre está conmigo. A menudo me duele, me hacesufrir. Pero nuestro pasado, y la familia es parte de él, sigue viviendo connosotros, fluye en nuestras venas. Es inútil intentar deshacernos de él; pormás esfuerzo que desplegásemos no lo conseguiríamos.

Svetlana confió a su amigo que también ella había tenido dos maridos:—En ambos casos me casé para poder alejarme del Kremlin y de mi

padre, para ganar cierta privacidad, aunque seguían vigilándome. Mi primermarido fue Grisha Morozov, con el que me casé a los diecinueve años,cuando yo era aún estudiante. Con el segundo, Yuri Zhdánov, hijo de unestrecho colaborador de mi padre, me casé a los veintitrés años. En esa épocami padre y yo ya nos odiábamos abiertamente. Cada uno de los matrimoniosduró apenas tres años. Del primero tengo un hijo, Yósif, al que llamo Osia;

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del otro una hija, Yekaterina, o simplemente Katia.—¿No te gusta hablar de tu tercer marido?—¿Cómo lo sabes? Pero tienes razón, nunca menciono a mi tercer

marido. Ivan Svanidze, con el que había jugado justo aquí, en la playa deSochi, cuando éramos niños. Es el hijo de mi tío Aleksei SemyonovichSvanidze que mi padre hizo ejecutar. Mi tía Marusia murió de pena pocodespués. Nadie de la familia quiso acoger al pequeño Ivan, el miedo era másfuerte que la compasión. Al final el pequeño creció con su niñera. Más tardetuvo problemas con la policía y acabó en la cárcel por un tiempo. Un día nosencontramos por la calle, justo el día en que Ivan iba a defender su tesisdoctoral. Me fijé en que llevaba un traje viejo y gastado, pero aun así mepareció atractivo; además nos unía la infancia en Sochi. Poco después noscasamos y vivimos juntos un año y medio. Bueno, vivir juntos no sería laexpresión más apropiada: Ivan se negaba a vivir conmigo en mi bonito pisomoscovita que, según repetía insistentemente, me habían asignado lasautoridades comunistas. No era verdad: en una carta pedí a las autoridadesque me dejaran vivir en un piso de mi propia elección cuyo alquiler pagaríayo misma con los honorarios que recibía por mis traducciones. No queríadisfrutar de ninguna de las ventajas que en nuestro país suele tener lanomenklatura comunista. Pero Ivan no se lo creyó. Estaba tan marcado porsus experiencias anteriores que la vida con él se me hizo insoportable.

—Ya veo que te casaste con una víctima de la represión de tu padre.Como si hubieras querido honrar a la víctima y limpiar el pecado de tu padre.

—Y en cambio con la separación hice tanto daño a Ivan que mi buenavoluntad tampoco sirvió de nada.

—¿Tú no sufriste por la separación?—Yo suelo pasar página con las separaciones muy deprisa —dijo

Svetlana, nerviosa. Y añadió sin vacilar—: Será que aún no he encontrado alhombre adecuado.

—Me cuesta comprenderte, Shveta. Eres ligera como una pluma y almismo tiempo pesas más que una piedra; deseas la soledad pero no sabesestar sola; eres buena, pero tengo la impresión que puedes llegar a serbastante cruel —dijo Brayesh y sonriendo la amenazó con un dedo como auna niña pequeña.

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10

Luego fueron a pasear por el muelle, callados. Svetlana pensaba en la historiaque le había contado su amigo y también en la suya propia. Cuando llegaronal final del paseo marítimo, Svetlana se apoyó en la barandilla de piedraencima del mar. Se giró levemente y vislumbró a Brayesh detrás de ella. Lamiraba con unos ojos más amplios, relucientes y oscuros que de costumbre.Svetlana sabía por intuición que su amigo pensaba en todo lo que habíavivido con ella, y que con su mirada, dirigida más hacia su interior que haciafuera, la veía como una mujer extraordinariamente bella, seductora y única.Sabía que esa mujer no se le parecía y bajó la cabeza hacia la playa.

Pensó en cómo, hacía unas tres semanas, estaba sentado entre las floresotoñales del jardín botánico de Sochi, la abrazaba con delicadeza y, en esemomento, ella lo deseó con ímpetu. Su deseo de entonces se proyectó en elmomento presente, allí encima del mar. Se volvió a girar para ver a su amigoque seguía con ese extraño resplandor en los ojos. Se acercó a ella, le acariciólas caderas y la estrechó hacia él.

En ese instante los saludó un extraño y se dirigió a Svetlana:—Su padre era un gran líder. Sin él nuestro país jamás volverá a ser tan

fuerte e importante como antes. Pero le daré un consejo —le susurró al oído—: ¡Deshágase lo antes posible de este indio y búsquese un marido ruso!

—Pero ¿por qué? ¿Por qué te tienes que deshacer de mí? —preguntóBrayesh Singh, de nuevo sorprendido, después de que el hombre se hubieramarchado y Svetlana se lo tradujera.

No tenía ganas de hablar; le hubiera gustado volver a ese estado de ánimoen el que se encontraban antes de que el extraño interviniera. Pero se vioobligada a explicarle la escena a Brayesh, de modo que contó contra suvoluntad, deprisa e impacientemente, como un autómata:

—Jrushchov, que ahora está en el poder, apoya las relaciones de los rusoscon el extranjero, porque las considera útiles. En cambio, la gente como estehombre es de la vieja guardia, está acostumbrada al completo aislamiento delos soviéticos. ¡Otro apparatchik de vacaciones forzadas! —dijo esbozando

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una sonrisa para ocultar su desasosiego. Estaba irritada sobre todo porquenotó que había desaparecido esa mirada con la que Brayesh la admiraba.

Y su risa no era feliz. No podía dejar de pensar que Brayesh Singh al díasiguiente partiría para la India. Se había acabado su estancia en el balneario, yaunque intentó quedarse más días, no le habían alargado ni la estancia enSochi ni el visado soviético. Svetlana lo tomó de la mano para llevarlo a lahabitación de él donde, según esperaba, nadie les estropearía con molestasintervenciones la última noche que les quedaba por pasar juntos. Brayesh leabrazó la cintura, luego su mano resbaló sobre su cadera. Ambos escuchabanel tenue sonido que a cada paso producía el vaporoso vestido de Svetlana.Los transeúntes observaban a la pareja y se giraban para seguirla con lamirada. Svetlana y Brayesh no podían pasar desapercibidos; toda la ciudadbalnearia de Sochi hablaba de ellos, se habían convertido en un espectáculo.Pero ellos lo ignoraban; se movían en su propio mundo.

Al día siguiente, Svetlana quiso acompañar a su amigo en tren alaeropuerto, pero enviaron a por él un Volga negro, oficial, con conductor yno le permitieron subir. Se cogieron de la mano hasta que el chófer cerró lapuerta. Entonces Brayesh bajó la ventanilla y volvió a acariciar las manos desu amiga hasta que el movimiento del coche se las arrancó. En ese momentosacó la cabeza de la ventanilla y le preguntó a Svetlana con un alegre y tiernoguiño:

—¿No has pensado en tener un cuarto marido?

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Una semana después de la partida de Singh, Svetlana cogió el avión de vueltaa Moscú pensando que se había acabado otro romance de balneario,agradable y refrescante pero pasajero. Tenía ganas de ver a sus hijos y a susamigos, pasear por las avenidas, que en esa época ya estarían nevadas, ir alcine, al teatro y a conciertos, a dedicarse a su trabajo de traductora. Pero sehabía apoderado de ella una vaga inquietud, no sabía por qué.

Su hijo Yósif de dieciocho años la recogió en el aeropuerto.

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En casa, Svetlana cenó con sus hijos pollo empanado con ensaladilla depatatas y pepinillos y de postre saborearon el bizcocho que había horneado suhija. Svetlana se sirvió dos veces para que Katia estuviera contenta. Pero notenía hambre y su cabeza estaba en otra parte.

Antes de acostarse colocó en un florero la ramita del té que le había traídoBrayesh de la excursión. Casi todas las flores habían caído y, tras el viaje, lashojas se habían marchitado. Svetlana dispuso el florero encima del marco dela ventana. Durante la noche, las hojas se enderezaron y por la mañana larama estaba fresca como antes.

Svetlana retomó su actividad habitual: traducía libros, iba a conciertos, alteatro, quedaba con sus amigos en los cafés. En resumen, vivía comosiempre; pero algo había cambiado. Ahora, ya no disfrutaba tanto las cosas yno sentía la misma ilusión por ellas como antes de partir para Sochi. Amenudo hablaba con la gente y sonreía perdida en ensoñaciones, noescuchaba, su mente estaba en otra parte. Y si en algún sitio divisaba a unhombre no muy alto con el pelo oscuro algo encanecido y bien peinado,estaba a punto de dirigírsele con alegría y se le ocurrían palabras en inglés.

Para recuperar el equilibrio se obligó a escribir unas memorias de suinfancia. Redactaba capítulos acerca de su padre y sus colaboradores yplasmaba sobre el papel las turbulencias que durante años la habíandesasosegado. Cuando hablaba de su madre, cuya imagen mental veíanítidamente mientras escribía, Svetlana se serenaba y sentía una profunda pazinterior que, poco a poco, cedía a un incontrolable temblor y a la pregunta«¿Cómo pudo hacerme eso?».

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Tras cuatro meses sin recibir ni una línea de Brayesh Singh se esforzó poracostumbrarse a la idea de que su historia de amor se había acabado. Sinembargo, le volvía a la cabeza un pensamiento recurrente. Svetlana estabacada vez más persuadida de que cuando estaba con él en Sochi, no tenía quehaber regresado a Moscú sino que tenía que haberse marchado con su amigo

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a la India. Abandonarlo todo y empezar con él de cero. Se daba cuenta de quetal vez nadie hasta ese momento le había resultado tan cercano y que por unarelación así había que sacrificarlo todo. Pero era consciente de que no podíasalir de la Unión Soviética e intentaba olvidar a Brayesh.

Y entonces, un día, le llegó un sobre de la embajada de la India. Lo rasgó,dentro había un sobre más pequeño. En el sobre pequeño le sonreían sellos decolores con flores exóticas, un matasellos de Nueva Delhi y la letra redonda ypulcra de Singh, con la dirección de Kaul, el embajador de la India en Moscú.Abrió impaciente el sobre.

Delhi, 7 de febrero de 1964

Querida Shveta:¿Recibiste mis cartas? Supongo que no, porque me habrías respondido. Te escribo por medio del

embajador para que por fin recibas noticias mías. Haz lo mismo, aunque sea pesado, inseguro y lento.Shveta, hace meses que no tengo noticias tuyas y cuanto menos sé de ti más te necesito. Durante

estos meses de separación lo he estado pensando todo con detenimiento y me he dado cuenta de quequiero pasar contigo el final de mi vida (tengo asma y éstos son mis últimos años, no hace falta hacerseilusiones). Quiero vivir contigo, cerca de ti. Quiero casarme contigo, si tú quieres. Desde que volví a laIndia, cuando voy por la calle, te veo en todas las jóvenes europeas y, cuando necesito un consejo, oigotu voz y enseguida sé lo que he de hacer. No quiero aplazar otro encuentro contigo, porque quizá ya nome quede mucho tiempo. Quiero estar contigo cuanto antes y me gustaría invitarte a venir a la India,para que la conozcas y decidas si después de la boda quieres vivir conmigo aquí o en Moscú. Yo meadaptaré a lo que decidas, cariño mío, no hay nada que me importe tanto como tu felicidad.

Escríbeme cuanto antes, dime si deseas nuestra alianza tanto como yo.Esperaré impaciente tu respuesta, Shveta, mi amor.

Besos de tu BRAYESH

Svetlana leyó la carta otra vez. Solo tras la tercera lectura se aseguró deque efectivamente fuera Brayesh quien la había escrito de modo tan afectivo.Durante el tiempo que pasaron juntos, él prefería las caricias para expresarsus sentimientos. Sí, las caricias… A Svetlana la inundó una ola de recuerdosmuy vivos.

Al día siguiente, cuando caminaba por la acera nevada y la nieve leentraba con violencia en los ojos, se imaginó el calor, las palmeras y lasfrutas y flores exóticas de la India, mentalmente se imaginó trenes y aviones,amplias avenidas y cálidos y perfumados cafés en distintas capitales

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europeas, y las ansias de ver el mundo por primera vez, guiada por Brayesh, ytodas esas imágenes la dejaron tan ebria que ni se daba cuenta de que la nieveen las aceras se iba transformando en charcos y barro. Se imaginó locontentos que se pondrían sus hijos y Yelena, la novia de Yósif, al verlaacompañada por ese hombre que a todos les parecería maravilloso. Consentimientos encontrados —por una parte, la dicha que ardía en ella comouna antorcha, pero también el miedo de que las autoridades soviéticas fuerana echar a perder su frágil felicidad y con ella su equilibrio mental— seadentró en las entrañas del Ministerio de Asuntos Interiores. Por la tardemandó a Brayesh una postal diciendo que ya había puesto en marcha elasunto de su visado. Cuando al cabo de casi tres semanas supo algo másdefinitivo, decidió enviarle su respuesta a Brayesh a través de la embajada dela India, como había hecho él.

Moscú, 27 de febrero de 1964

Querido Brayesh:Estuve en el Ministerio del Interior y pedí un permiso de estancia en la India. Me lo denegaron

rotundamente. Ya sabes, tenemos un nuevo gobierno. La última vez que estuviste en nuestro país fuecon Jrushchov, lo que implica libertad en comparación con lo que ha instaurado ahora Brézhnev, conKosygin, Suslov y toda la camarilla de comunistas conservadores. Así que pedí una breve visitaturística a la India, pero tampoco conseguí el permiso. Pregunté si podía conseguir un visado para unviaje a algún otro país, preferiblemente de Europa. Brayesh, te costará creerlo, pero me lo denegarontodo.

Recuerdo cuando me decías que nosotros los rusos somos unos topos metidos en nuestro agujerocasero, del que no salimos, y que tú me enseñarías la India y Europa, que recorreríamos todos los paísesporque tenías amigos en todas partes. En ese momento no quería estropearte a ti la ilusión por mi paísni a mí misma el humor, así que no me metí en explicaciones que hubieran resultado largas ycomplejas. Pero ahora ya ves que lo de nuestra vida de topos es de verdad, ¿eh?

Intenta venir tú a verme, es nuestra única posibilidad. Y dime cómo puedo ayudarte desde aquí.Yo también quisiera tenerte siempre a mi lado, haga lo que haga. Creo que contigo me convertiría

en una persona menos susceptible a todo lo absurdo que hay en nuestro país.Besos cariñosos.

Tuya, SHVETA

13

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No solo Svetlana y Brayesh empezaron a cartearse de modo febril; tambiénYósif, el hijo de Svetlana, sentía la necesidad de compartir sus vivencias consu novia que se encontraba en un viaje de estudios fuera de Moscú, y deescuchar los consejos de ella. Al cabo de algo más de un año después de laprimera carta de Svetlana a Brayesh, Yósif escribía a su novia:

7 de abril de 1965

Querida Yelena:Te saludo desde Moscú. Hoy ha hecho un frío día de primavera, al mediodía la nieve ha empezado

a derretirse en las calles, pero por la tarde ha vuelto a helar.He acompañado a mi madre al aeropuerto de Sheremétievo para recoger a su amigo indio, a quien

después de año y medio por fin nuestras autoridades le han dado permiso para venir: durante un año ymedio Brayesh Singh iba topando, una y otra vez, con problemas administrativos creados por laburocracia soviética. Las cartas llegaban solo raramente, aunque Singh escribía varias veces porsemana. Durante ese tiempo, sin embargo, ha conseguido, en una editorial de aquí, un trabajo detraductor del hindi.

Mamá y yo subimos a la terraza para ver desde lejos a los pasajeros de Delhi cuando llegaran. Elavión aún no había aterrizado. En el balcón del aeropuerto había una sola persona, una mujer aún joven,que miraba al cielo con las mejillas surcadas por las lágrimas. Mamá le dio un pañuelo y los dos nosdimos cuenta de que la mujer, diría que de la generación de mi madre, o sea de unos treinta y cincoaños, era sorprendentemente hermosa, aunque sus ojos estuvieran anegados en lágrimas. Se nospresentó como Valentina Grigórievna y nos dijo, o más bien le dijo a mi madre, que se acababa dedespedir de un americano, su primer amor y el padre de su hija. A causa de su relación con él fueacusada de espionaje y condenada, durante el mandato de Stalin, a diez años en un campo de trabajosforzados en Siberia. Cuando la soltaron, su amigo por lo visto la encontró, vino a verla a Moscú y ahorahabía tenido que irse. Valentina sabía que no volvería a verla.

Mi madre agitó la cabeza, sin intentar dar a la señora Valentina, o Valia, como la llamaba,esperanzas que ella sabía estériles. Luego cayó del cielo a sus pies una pluma, creo que sería de unagrajilla, se agachó a cogerla y se apartó para estar sola. Se olvidó de devolverle el pañuelo a mi madre.Pero creo que mi madre se alegró de haber podido hacer algo por Valia. Y también, en lo más recónditodel alma, creo que se sintió personalmente culpable porque su padre hubiera echado a perder la vida deaquella mujer. Esa culpa persigue siempre a mi madre. Luego llegó el avión de Delhi y bajamos a dar labienvenida a los pasajeros, es decir, al amigo de mi madre. Y dejamos a Valia ahí sola, con su pluma.No quisimos interrumpir su dolor.

De la aduana salían mujeres en sari y hombres con elegantes vestidos oscuros y claros como los quehabía llevado Nehru. ¡De repente me sentí como si estuviera en la India! A ti también te habría gustado,Yelena. Alguna vez iremos juntos al aeropuerto cuando aterrice un avión de Delhi. ¡Ya verás! Bueno, ytodos los pasajeros ya habían salido y no había ni rastro del señor Singh. Sentí los nervios de mi madrey yo mismo también empecé a temblar. Al fin me di cuenta de que mi madre saludaba con la mano a unseñor mayor, un indio que arrastraba una pesada maleta. Desde el primer momento, el amigo de mimadre me resultó simpático. Os presentaré cuando vuelvas de trabajar de Kazajistán: tiene los ojos

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grandes y bonachones escondidos tras los cristales de sus gafas y una amplia sonrisa, sincera y honrada.Y es educadísimo, ¡y culto!, ¡toda una enciclopedia andante!

Al señor Singh también lo esperaban en el aeropuerto sus futuros jefes moscovitas, los editores yredactores de la editorial Progress, para quienes deberá traducir del inglés al hindi y viceversa.Enseguida se lo llevaron al piso que habían alquilado para él. Pero yo le dije a mi madre: «¿Qué sentidotiene que ahora se vaya a vivir quién sabe dónde si pasará los días con nosotros? ¡Que venga a casaenseguida!». Ella me miró, como si no esperara algo así de mí, y me abrazó. Luego nos llevamos alseñor Singh a casa.

Empezó a deshacer las maletas y lo primero que hizo fue ajustar a mi madre un pequeño reloj dediamantes en la muñeca. A mí este tipo de cosas no me dicen nada, pero este reloj, más bien unapulsera, una joya, es realmente bonito. El señor Singh le dijo: «Cuando yo no esté, el reloj seguirá vivo,seguirá cantando su tictac». A mí me regaló una camisa blanca de seda con el cuello indio, se llamakurta y se parece bastante a nuestra rubashka. A Katia le trajo un vestido de seda, cosido a mano.También hay algo aquí para mi Yelena, el señor Singh tampoco se olvidó de ti.

Luego oí lo que le dijo el señor Singh a mi madre. No es que espiara, pero la puerta estaba abierta.«Shveta —dijo, y es que él llama así a mi madre; por lo visto viene del sánscrito—, como ves, no

me encuentro bien. En la India ha empeorado mi enfermedad, la incertidumbre de nuestra situación meestaba matando. Necesitaré estar dos o tres semanas en el hospital. Y no sé cuánto tiempo seguiré vivo.Aún no he firmado el contrato de trabajo, así que piénsatelo bien todo. ¿No será un peso demasiadogrande para ti tenerme aquí? Tengo amigos en Yugoslavia, podría vivir y trabajar en su país y venir averte de vez en cuando, otras veces tú viajarías para verme a mí. ¿Qué te parece?».

Y mi madre estalló. ¡Pobre señor Singh! Aún no conocía sus explosiones de ira. No es que seaculpa de mi madre, tiene los nervios desgarrados desde su infancia. Su padre no era precisamente uncorderito y toda la familia estaba marcada por sus arrebatos furibundos. Así que le gritó al señor Singhque llevaba años enteros esperándolo y que ahora él quería irse a Yugoslavia, y que todo ese tiempo sehabía burlado de ella. Lo dijo en ruso, de modo que el señor Singh por suerte no lo entendió, porquedespués de un insulto así habría vuelto a hacer las maletas y se habría ido. Pero no, el señor Singh debede ser un santo. Solo la abrazó para que se calmara, la sostuvo durante mucho rato entre sus brazos,hasta que mi madre dejó de temblar de rabia, y luego dijo en voz baja:

«De acuerdo, cariño, claro que no me voy a ningún lado si me aguantas aquí. Eres un cielo.Solamente es que no estoy bien y no quisiera ser un peso para ti».

Luego ya hubo paz. Por la noche mi madre preparó la mesa del comedor como para una fiesta ydispuso sobre ella toda clase de pirozhki, ensaladas, ensaladillas, caviar negro y rojo, blini con cremafresca, patés y pescados ahumados, pepinillos y aceitunas. No sé de dónde sacó todo eso. No tenemosuna mesa tan rica ni para la Nochevieja. Y de postre Katia volvió a hornear su bizcocho. El señor Singhy mi madre se miraban todo el rato y debajo de la mesa se cogían de la mano. Creo que efectivamentemi madre necesita a un hombre mayor que ella, pero con el espíritu joven, alguien como el señor Singh.Me parece que ha escogido a ese marido algo paternal, porque en toda su vida había echado en falta aun padre. Para ella, Singh es un refugio, y ella es consciente de ello. Además de todo eso, Singh es muyalegre y divertido, ¡y tan inteligente! Es miembro del Partido Comunista de la India, pero no por quererhacer una brillante carrera como pasa aquí, sino por su convicción de que hay que cambiar muchascosas en el mundo, sobre todo erradicar la pobreza y la injusticia. Es un comunista bienpensante, unapersona magnífica. Ya verás lo bien que te vas a llevar con él. Estábamos sentados a la mesa como sifuéramos una familia. Solo faltabas tú, Yelena. Nunca había sentido tan intensamente que tenía unafamilia unida como esa noche. Cuando vengas a vivir con nosotros, esa sensación será completa.

Mi madre tiene la intención de casarse con el señor Singh. Y el señor Singh también con ella, claro.Hablaron de eso durante la cena. He pensado, Yelena, que podrían celebrarse dos bodas a la vez: lasuya y la nuestra, ¿qué te parece, cariño mío?

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Besos de tu YÓSIF

3 de mayo de 1965

Querida Yelena:A mi madre le gusta mucho la idea de celebrar las dos bodas a la vez. El señor Singh, a quien suelo

llamar Brayesh, fue quien me lo propuso. Él creía que antes debería divorciarse de su primera mujer.Pero mi madre hizo lo que pudo para disuadirlo de ello. Singh no entendía cómo podía estar casadolegalmente y casarse de nuevo sin haberse divorciado antes. «¡Pero si es ilegal! ¡Iré a la cárcel, y conrazón!», decía, rechazando esa idea. Para convencerlo, mi madre le contó el conocido caso delcompositor Prokófiev y su mujer. Los Prokófiev tuvieron una boda católica y romana en el extranjero,donde vivía el compositor en su exilio político. Su mujer, Lina, por lo visto era española. Cuando semudaron a la Unión Soviética, el régimen de mi abuelo envió a la señora Lina Prokófiev a diez años aun campo de trabajos forzados. El compositor, entretanto, se casó con otra mujer —uno de esosmatrimonios preparados por el KGB— y poco después él murió. Lo interesante es que murió el mismodía que mi abuelo: el 5 de marzo de 1953. Prokófiev no necesitó divorciarse para casarse. Y cuandosoltaron a Lina Prokófiev del campo de trabajo, ella no pudo convertirse en la viuda legal delcompositor, porque el matrimonio válido había sido el segundo, el de la boda civil, aunque no hubieratenido hijos y tuviera dos del primer matrimonio. Por eso la segunda mujer, una espía del KGB, seconvirtió en la única heredera legal de Prokófiev.

A pesar de esas explicaciones mi madre no pudo convencer a Singh. «Evidentemente, el gobiernosoviético tenía mucho interés en que Prokófiev se volviera a casar —le dijo a mi madre, dándole lavuelta a su argumento—. Y ése no es nuestro caso. Parece que para las autoridades soviéticas soy unaespina en la planta del pie».

Al día siguiente, mi madre fue a preguntar al Ministerio del Interior y al de Asuntos Exteriores, a lasección de matrimonios con extranjeros. Se trajo de allí una montaña de formularios para rellenar, yahora hacemos lo que podemos para orientarnos en todo ese papeleo.

Eso fue ayer. Esta tarde han llamado a mi madre de la oficina del Presidente del Consejo deMinistros, Kosyguin, para que pase mañana por la mañana para una audiencia. Veremos cómo acaba.

Besos de tu YÓSIF

14

Desde la mañana estaba intranquila. Para el encuentro con Kosyguin se pusoun traje chaqueta gris y sobre él una gabardina. Unos zapatos sin tacón parano destacar y que no se le pudiera reprochar nada. Aparcó el coche junto a laestación de metro Ojotni Riad. Era el 4 de mayo, un día frío, nublado,ventoso. Entró en el Kremlin por la Torre Spasskaia. Se dio cuenta de quellevaba mucho tiempo sin haber vuelto a su antigua casa. Se apoderó de ella

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un fuerte desasosiego. El día era oscuro, tenebroso, a pesar de la horamatutina, y parecía que en cualquier momento empezaría a nevar. ElKremlin, donde había pasado su infancia, la llenaba de angustia.

«¡Date la vuelta y vete!», se dijo a sí misma, y se detuvo. «No entresnunca jamás, ¡nunca vuelvas! Pero ¿qué pasaría entonces con Brayesh?».Observaba el Senado: allí vivieron, en la primera planta, durante veinte años.En la segunda planta estaban las oficinas. Allí la hizo llamar Jrushchov dosveces, a la sala cuyas ventanas dan a la Plaza Vieja. Pero Kosyguin habíavuelto a ocupar el despacho de su padre, según tenía entendido. Empezó atemblar y sintió que sudaba. «¡Sobre todo no tener un ataque de ansiedaddelante de Kosyguin!». Por la mañana había tomado un tranquilizante, peroparecía que no surtía efecto. Estas frías paredes, esos largos pasillos. Porningún lado nada hermoso, ni rastro de originalidad. ¿Qué hacía allí? ¿Cómoiba a acercarse a ese burócrata si lo ignoraba todo sobre él? Con Brézhnevpodría empezar a romper el hielo hablando del hockey; su Osia solía verlo enel palco presidencial cada vez que acudía al estadio. Svetlana se sentó yobservó un reloj feo y primitivo en la pared, que cada cinco minutos emitíaun sonido opaco, cuando la manilla saltaba hacia delante…, cuando era niña,en su casa, en todas las habitaciones de la planta de abajo tenían un relojcomo ése. Ya había olvidado los tristes muros y pasillos del Kremlin. Nosentía ninguna nostalgia; solo asco. Se levantó para irse, pero en ese justomomento se abrió la puerta y la llamaron al despacho de Kosyguin, a lasantiguas dependencias de su padre.

Kosyguin se levantó y le dio la mano: una mano sudada, sin vida. Seesforzó por sonreír, pero le salió una mueca. El presidente del Gobierno nosabía cómo empezar y Svetlana no quería ayudarlo.

—¡Vaya!, ¿cómo está, Svetlana Yósifovna? —soltó al fin, como contra suvoluntad—. ¿Cómo está materialmente?

—Gracias, tengo todo lo que necesito.—¿Tiene trabajo?—Traduzco, pero en casa.—¿Por qué en casa? ¿Qué tiene contra el colectivo?—Tengo familia que me necesita.—¿Dejó su trabajo?

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—Sí, estuve enferma y no tenía a nadie para ayudarme en casa. Tengodos hijos, así que trabajo desde casa.

—Eso se podía hacer durante la presidencia de Jrushchov, él toleraba esaclase de cosas —dijo Kosyguin con un desprecio ilimitado—. Pero nosotrosno lo vamos a tolerar. Vuelva a incorporarse al colectivo como todotrabajador.

Se dio cuenta de que no tenía ningún sentido explicarle nada a eseburócrata. Para superar su animadversión, intentó despertar en sí misma unpoco de lástima: a Kosyguin, el Politburó no le había permitido llevar a cabosus reformas agrarias en las que había basado gran parte de su carrerapolítica. No es de extrañar que estuviera amargado. Y tanto él como los otrosdos de la troika, Leonid Brézhnev y Nikolai Podgorny, tenían unas esposasque eran lo más alejado a la dignidad de una primera dama. Mientras tanto selimitó a decir:

—En el trabajo no tenía problemas, todos eran muy amables. Peroúltimamente he dejado de ir a la oficina: en casa no doy abasto con el trabajoy mi marido está muy enfermo.

Con las palabras «mi marido», a Kosyguin pareció atravesarle unacorriente eléctrica. Por poco dio un brinco. Y luego dijo indignado:

—¿Qué es esta bobada? Usted, una mujer joven y sana, ¡una deportista!¿No podía estar con alguno de los nuestros, joven y sano? ¿Qué le ve a eseviejo indio que siempre está enfermo?

Svetlana se dio cuenta de que lo sabían todo sobre ella; era evidente quehabían espiado cada uno de sus pasos. Sin dejarla hablar, Kosyguin prosiguiócon una voz que no admitía réplica:

—Aquí en el Kremlin estamos, por principios, firmemente en contra deeste enlace.

Svetlana se quedó perpleja hasta tal punto que no supo qué contestar.Repasó con la mirada la oficina que había sido el despacho oficial de supadre. Por la ventana vio el edificio blanco y amarillo del Arsenal, quecontemplaba de pequeña desde su cuarto. Pero el Arsenal, ahora, parecíaquerer devorarla.

—¿Qué quiere decir con que están en contra? Sé positivamente que misplanes no han despertado ningún rechazo. («Por Dios, si eso era en la época

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de Jrushchov. ¡Entonces la línea oficial era completamente distinta! Se mehabían cruzado los cables. ¡En una buena me he metido!», se dijo).

Pero continuó con la voz firme, mirando a Kosyguin directamente a losojos, a pesar de que él evitaba su mirada:

—Ese hombre enfermo vino a Moscú por mí. ¿Qué debo hacer, enviarlode vuelta a su país?

—Claro que no, eso sería poco delicado. Pero no la aconsejamos deninguna manera que se case con él. Y no solo no se lo aconsejamos, nisiquiera se lo permitiremos. Entonces tendría el derecho legal de llevársela austed a la India, a ese país miserable y atrasado. Lo digo porque conozco laIndia, la he visitado.

Se esforzó en convencerlo con argumentos lógicos:—No tenemos la intención de instalarnos en la India. Mi marido —

Svetlana lo llamaba obstinadamente «marido»— vino a Moscú para trabajaraquí. Por supuesto que nos gustaría visitar la India, igual que otros países…

—Olvídese de eso. Vuelva al colectivo de su trabajo como cualquiermujer trabajadora; ¡y olvídese de este indio!

—Para estos consejos ya es demasiado tarde. Este hombre ha venido aquípor mí, vive con nosotros y seguirá así. No lo abandonaré. Miresponsabilidad es ocuparme de él.

—Eso es asunto suyo. Pero en ningún caso vamos a autorizar su boda.¿Me explico? No permitiremos que se case legalmente con él.

Se levantó y le dio la mano.Ella dijo fríamente:—Muy bien. Gracias. Adiós.Y de nuevo, aquellos infinitos pasillos cubiertos por la larga alfombra, las

paredes y la bóveda parecían quererla estrangular. ¡Fuera de aquí! Svetlanacasi echó a correr. ¡Fuera del maldito Kremlin! De pequeña era su calabozo,y ahora intentaba recluirla otra vez. ¡Fuera!

Corrió a casa, y no pudo más que pensar: «Allá me espera gente normal,mis hijos y un pobre hombre, amable e inocente».

Luego aminoró la marcha, aunque siguió a mayor velocidad de lohabitual. Pensaba qué hacer, cómo calmarse, recuperar el equilibrio y elpensamiento lógico. Deseó sentir la presencia de su familia en su entorno,

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pero antes de hablar con ellos, quería atrincherarse en su despacho yserenarse mientras escribiría un nuevo capítulo de sus memorias. Hacíatiempo que se dedicaba a redactarlas; al principio no sabía muy bien por quélo hacía, hasta que un día se dio cuenta de que se trataba de un acto dehigiene: escribiendo se quitaba ciertas cosas de dentro. Redactar losrecuerdos sobre su padre y sobre su madre le resultaba muy doloroso pero eraimprescindible hacerlo. Sin embargo, esa noche no podía dedicarse a laescritura porque tenía que organizar una celebración. Ese día era elcumpleaños tanto de su hija Katia como de Brayesh. No había compradoningún regalo, pero recordó que a los dos les encantaban los dulces. Antes desubir a su coche se detuvo en una gran pastelería céntrica donde solo podíacomprar la elite soviética, destinataria de toda clase de privilegios. Se esforzóen concentrarse en el surtido de postres. Compró una caja de bombones, unpastel de chocolate y varios pasteles coronados con nata.

Cuando se lo contó todo a Brayesh Singh, él apenas podía creérselo.—¿Por qué? ¿Por qué? —preguntaba sin parar.Ella se lo explicó como pudo, pero él no podía entenderlo, ni mucho

menos resignarse. Svetlana reconoció la fuerza de ese hombre menudo yenfermo en el momento en que dijo, tranquilo pero decidido:

—La vida aquí no me gusta. Es como en un cuartel militar o en unacárcel. No soy soldado ni criminal. Pensaba que el comunismo significaigualdad y por eso yo mismo me incliné ideológicamente hacia él. Deberéexplicárselo todo al Partido Comunista de la India, y también a las sedes delPartido en los distintos países europeos. Pero ahora primero de todo voy aescribir una carta muy sincera a Kosyguin, para que sepa por qué estoy aquí yno tema ningún contratiempo de mi parte.

Redactaron juntos una carta para Kosyguin. Día tras día esperaba Singh larespuesta. Pero ésta no llegó al cabo de un día ni al cabo de una semana,tampoco al cabo de un mes. Kosyguin no respondió nunca a Singh.

15

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—¿Siete años de prisión por escribir libros? —Brayesh volvía a mostrar superplejidad cuando, en septiembre de 1965, fueron encarcelados los escritoresAndréi Siniavsky y Yuli Daniel; su detención marcó el principio de unanueva gran ola de represión soviética contra los intelectuales y otroscolectivos comprometidos.

Svetlana le contó que en una reunión especial de su gremio, en el Institutode Literatura Universal, habían condenado el caso por unanimidad.

Svetlana y Brayesh pasaban días enteros en casa: él traducía del inglés alhindi, ella escribía un libro de memorias sobre su infancia y su juventud en elKremlin. A Brayesh le gustaba cocinar y la cena siempre la preparaba él.Svetlana, su hijo y su hija degustaban toda clase de platos de verdura —aveces con pollo, si lograban comprarlo— y salsas picantes a las que añadíaarroz y unas tortas redondas de pan. ¡Pero la verdura costaba tanto deconseguir! Svetlana a menudo tenía que hacer una larga cola para comprarsolo lo más necesario. Brayesh le prometía que en la India cocinaría para ellaespecialidades de cordero que en el mercado moscovita no había. Conseguíalas especias necesarias de su amigo Kaul, embajador indio en la UniónSoviética, igual que el incienso. Por la noche Brayesh preparaba la cena,ponía la mesa, encendía el incienso y las velas.

—Una cena debe ser una celebración familiar. Paz, buen humor,descanso, alegría, belleza. Así lo creemos en la India.

Y les explicó que se sentaban en un colchón en el suelo con las piernascruzadas; con su madre al frente se servían la comida de cuencos comunescada uno a su plato, en el que con la mano o con pan mezclaban la salsa conla verdura y el arroz.

A medida que continuaba la persecución de los intelectuales rusos,Svetlana temía por el manuscrito de sus memorias. Cierto que solo susamigos más cercanos conocían su existencia y únicamente unos pocos lohabían leído, pero se daba cuenta de que el trío que gobernaba en el Kremlin,con Brézhnev a la cabeza, había vuelto a los métodos de su padre. Esosignificaba que en cualquier momento podían irrumpir en casa de cualquiera,poner todo el piso patas arriba y confiscar los manuscritos o cualquier otra

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cosa.—Sé de buena mano que eso se produjo no hace mucho con los archivos

de Aleksandr Solzhenitsyn y su novela El primer círculo, y con la novela deVasili Grossman, Vida y destino, ¿sabes, Brayesh? Y a Grossman le quitaronhasta las cintas de la máquina de escribir y se las incautaron para que el librono viera la luz, pero sobre todo para que no pudiera introducirseclandestinamente en Occidente, como pasó con El doctor Zhivago dePasternak.

—No puedes exponerte a un riesgo así, Shveta. Debes poner tu libro asalvo cueste lo que cueste, es tu obligación también para con los demás y lasfuturas generaciones de lectores, y de ciudadanos en general.

—Pero ¿cómo? No puedo enviarlo al extranjero por correo, lo confiscaríala censura. Y en casa de mis conocidos el libro no está seguro, igual que esarriesgado guardarlo en casa.

Brayesh exclamó:—¡Kaul! ¡Cómo no se me ocurrió antes!Y la noche siguiente llevaron en una cartera el manuscrito de las

memorias de Svetlana a la Embajada de la India. Cenaron con el embajadorKaul y su hija Preeti. Después de haber degustado diez platos aromáticosservidos, a la manera india, en boles minúsculos, ordenados en un círculosobre un plato de cobre, le propusieron al embajador dar un paseo y Kaul yasabía lo que eso significaba: que algo les decía que en las salas de su casapodía ser escuchado por la policía secreta soviética.

Durante el paseo por el tranquilo barrio les prometió que en su próximoviaje a la India se llevaría personalmente el manuscrito de Svetlana y loencerraría en la caja fuerte de su casa de Delhi.

16

Para comer, Brayesh Singh frio unas samosas, y para acompañar esasempanadillas de verduras preparó una salsa de menta y una ensalada.Después del almuerzo bebieron té y Singh leyó a Svetlana una carta de su

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hermano Suresh que vivía en su pequeña ciudad natal de Kalakankar, junto alrío Ganges. Una parte de la carta estaba escrita en inglés para que la pudieraleer también la mujer de su hermano. Svetlana intentó imaginarse el Ganges ydeseó visitarlo, pero sabía que era un deseo irrealizable.

Últimamente estaba preocupada porque Brayesh cada día trabajaba hastaacabar exhausto y se acostaba tarde. Era evidente que un enfermo necesitaríaun horario laboral más sensato. Pávlov, redactor jefe de la editorial Progress,para la que trabajaba Brayesh, constantemente le reprochaba a Singh que nocumpliera la norma y que su hindi fuera deficiente. Svetlana sabía que lanorma que Pávlov le exigía a Brayesh no se podía cumplir ni trabajando día ynoche. Y también sabía que como traductor al hindi Brayesh tenía una ampliaexperiencia y que sus demás colaboradores apreciaban su trabajo. Tenía claroque Pávlov procedía según órdenes de esferas superiores, que intentabandeshacerse de Singh. Además, Pávlov había sido colaborador del padre deSvetlana; como intérprete personal, lo acompañó a las conferencias deTeherán, Yalta y Potsdam. No podía admitir que la pareja de la hija de suadmirado jefe fuera un simple traductor, y encima no ruso sino indio.

Cuando se acabaron el té, Brayesh se sentó de nuevo a traducir.—Shveta, ¿por qué este Pávlov siempre me critica tanto? No conoce bien

el hindi, pero finge reconocer cada matiz en los tiempos verbales, en laelección de sinónimos. ¿Es su lengua materna, o la mía?

—No entiendes nada, cariño. No comprendes nuestro sistema, quepersigue a su víctima hasta acorralarla —susurró, solo para sí misma.

—¿Qué dices, Shveta?—Nada, cariño mío. No he dicho nada.Cuanto más dura resultaba la vida de Brayesh en Moscú, con más

solicitud se ocupaba Svetlana de él. Se sentía responsable de su felicidad ybienestar; entendía que una persona enferma era frágil como un niñopequeño.

Svetlana se puso a reflexionar: las autoridades soviéticas de la eraBrézhnev se han propuesto, y muy en serio, deshacerse de Singh. Conocíaperfectamente su lógica y sus procedimientos: al fin y al cabo, ¡salían de lasfilas de soldados que habían estado formados por su padre! Su táctica era lasiguiente, esbozaba Svetlana en su cabeza: Singh no resistiría su presión y

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por voluntad propia volvería a la India. Y si no quisiera irse bajo ningúnconcepto, las autoridades lo arreglarían de tal manera que él, un hombreenfermo, no pudiera cumplir la norma y por ello fuera despedido; y puestoque sin trabajo no podría seguir en Moscú, tendría que marcharse, aunquefuera en contra de su voluntad. O… aún había una tercera posibilidad: que susalud, bajo esa carga laboral excesiva, no lo aguantara y sucumbiera a esabatalla desigual. Ésa también sería una victoria para ellos, porque de igualforma se desharían de él.

Svetlana no tuvo que reflexionar mucho, sabía que la primera opciónestaba descartada: Singh no se iría por voluntad propia, estaba demasiadovinculado a ella, igual que ella a él. Así que quedaba solo la segunda, quefuera despedido y sin contrato laboral perdiera el derecho a permanecer en laUnión Soviética. Y… también entraba en disputa la tercera posibilidad. Y sinreconocérselo conscientemente, en lo más profundo de su alma se dabacuenta de que para el poder soviético el camino más cómodo eraprecisamente el tercero y que los discípulos de su padre se convertirían de esemodo en los verdugos de Brayesh.

17

Estaba agotado a causa del trabajo, trabajaba hasta bien entrada la noche.Sabía que era la única manera de poder seguir viviendo con Svetlana. PeroPávlov seguía cantando su canción:

—Señor Singh, de nuevo ha incumplido la norma y su hindi está lleno deerrores. Perdone, pero si quiere mantener su puesto, tendrá que merecérselo.

Antes, frente a él, Pávlov solo agitaba la cabeza. Ahora se iba sindespedirse y cada vez cerraba dando un portazo.

Brayesh tenía ataques de tos por los cuales lo tuvieron que ingresar en elhospital de Kuznetsovo. Se llevaba consigo las traducciones. También allá, apesar de la prohibición más rigurosa de los médicos, trabajaba días enteroshasta muy tarde.

El 9 de octubre médicos y enfermeras, a pesar del riesgo que corrían,

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decoraron el hospital con flores y felicitaron a la pareja: se acordaban de queaquel día hacía tres años se habían conocido allí.

Cada día, al amanecer, Svetlana iba en coche al hospital para pasar el díacon Brayesh, vigilar que lo atendieran tal como necesitaba y que le dieran losmedicamentos correctos. Una vez él le dijo:

—Shveta, estas pastillas me dan ganas de vomitar y me suelen provocanestados de ansiedad, son demasiado fuertes para mi organismo. Me agotan.Necesitaría otro médico para que me recetara lo que tomaba hace tres años.

Svetlana le explicó que en el sistema soviético de salud nadie podíaescoger el médico. Al paciente se le asignaba un doctor concreto y no teníaderecho a solicitar un cambio. Como mucho podía sobornar a su médico conbienes extranjeros si necesitaba una intervención urgente o deseaba unoscuidados mejores. Los sobornos eran la forma de pago en la llamada sanidadgratuita y lo hacían todos los pacientes, de otra manera los médicos y lasenfermeras no los trataban como debían.

—Brayesh, no quería que se te derrumbaran tus últimos ideales sobre elsistema de salud soviético. ¿Crees que los médicos hacen todo esto por tigratis? ¿Todos los indios son tan inocentes y crédulos como tú? Cada semanacompro en unas tiendas de elite llamadas beriozkas cigarrillos americanos,whisky escocés y coñac francés para repartirlos entre tus médicos comosoborno. Aquí no se puede de otra manera.

Fue a ver al médico de Singh, que no era el que lo atendía hacía tres años.Le dio un diagnóstico completamente distinto al del anterior. Incluso el hijode Svetlana, estudiante de medicina, que seguía el estado de Brayesh yestudiaba los síntomas en sus libros de texto, declaró que el nuevodiagnóstico no era correcto, que el paciente tomaba demasiadosmedicamentos fuertes que en su organismo producían el efecto de un venenolento.

Un día, con una gran dosis de abnegación, Svetlana le ofreció a Brayeshque se fuera a la India y que volviera cuando se encontrara mejor del asma.Estaba tan nerviosa cuando se lo decía que no paraba de apartar un mechónde su frente y sin querer arrugaba su pequeña y fina nariz: deseaba queBrayesh mejorara y al mismo tiempo temía que no lo volvería a ver nuncamás.

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—Prefiero vivir en el rincón más infernal del mundo, pero contigo,Shveta. Tú me das vida. Estar sin ti en cualquier sitio, por maravilloso quesea, equivaldría a la muerte. Tú me has dado vida, y eso no se olvida —ledijo Brayesh esbozando muecas de risa para que sus palabras no sonaran tangrandilocuentes.

El hospital tenía nuevas órdenes: los extranjeros ocupaban lashabitaciones del piso superior, totalmente aislados de los rusos. Singh, unavez, le dijo a Svetlana que quería morir en la India, volver a ver a sus buenosamigos, su hermano Suresh y toda su familia. Sentía que pronto moriría.

Svetlana fue a ver al médico para pedirle consejo: ¿no podía recetarle a supaciente algo menos fuerte? Pero el médico se mostró obstinado y se tomó lavisita de Svetlana como una intromisión en sus conocimientos.

Desesperada, Svetlana escribió una carta a Brézhnev para pedirle que lepermitiera viajar con Singh, gravemente enfermo, a la India. Le explicó quese trataría de una estancia breve, porque Singh ya no viviría mucho tiempo.

18

En lugar de respuesta recibió una invitación para presentarse en el Kremlin,para ver no a Brézhnev sino a Suslov, el tercero de la troika, uno de loscomunistas más conservadores, un hombre incoloro que había visto variasveces aún en vida de su padre.

Suslov era un hombre flaco y espigado con cara de fanático. Empezóigual que Kosyguin, con la misma mueca en lugar de una sonrisa:

—¿Cómo está usted, Svetlana Yósifovna? ¿Cómo está materialmente?¿Por qué no va al trabajo?

Svetlana se fijó en su acento de la región de las orillas del Volga, y esassílabas alargadas, que en mucha gente le parecían cómicas pero en élresultaban más bien provincianas, incultas y zafias.

—Estoy bien. Y trabajo desde mi casa.—La aconsejo encarecidamente que no se aísle en un círculo reducido de

gente, que no se quede al margen de la sociedad. Entre en contacto con la

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vida, eche un vistazo a todo lo maravilloso que está sucediendo a sualrededor, mire todo lo fabuloso que está logrando el pueblo ruso. Mire loque se está llevando a cabo en Volgogrado: la construcción y la cosecha esteaño deben ser sin precedentes. Es allí donde debería llevar a sus hijos devacaciones.

Para disimular su irritación, y para acortar la entrevista al máximo,Svetlana fue directamente al grano:

—¿Ha leído mi carta, camarada consejero? ¿Puedo esperar que se meconceda lo que pido?

La miró con una aversión que ni las gruesas gafas lograron atenuar:—Su padre estaba muy en contra de los matrimonios con extranjeros.

¡Incluso teníamos una ley para eso!Ella se esforzó en dominar la ira:—Mi padre se equivocaba. Ahora los matrimonios con extranjeros están

permitidos para todos menos para mí.Eso no se lo esperaba. Pero no explotó: agarró el lápiz con tanta fuerza

que lo partió. Luego dijo despacio y con voz clara:—Si la dejáramos ir al extranjero, ni el Partido ni el pueblo nos lo

perdonarían. Usted, camarada, es un emblema más que una persona. Así queno, no la dejaremos ir al extranjero. Todos hemos leído su carta. Aquí latengo, ¿la ve? Hemos discutido sobre ella. Y por lo que a Singh concierne,que vaya adonde le plazca; nadie lo retiene en la Unión Soviética.

—Es un enfermo. Pronto morirá. Tendremos su muerte en la conciencia.No he de permitir que se muera aquí en Moscú, por culpa nuestra. Sería unagran vergüenza para todos nosotros.

—¿Qué vergüenza? Está en el hospital con nuestro dinero. Eso essuficiente. Nadie nos puede reprochar que no nos hayamos ocupado de él. Ysi se ha de morir, que se vaya con Dios, ya no es asunto mío.

—¿No le importa en absoluto que por su culpa un hombre se muera fuerade su país?

—A él no lo retengo. Que vuelva a la India y que a usted la deje libre.Después de cuarenta y cinco años de existencia victoriosa de poder soviético,después de la derrota del fascismo, después de que un tercio de la humanidadse haya unido a nuestra bandera, ¿qué sentido tiene que usted se vaya de

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nuestro Estado victorioso y ejemplar a un país atrasado y pobre como laIndia, además con un extranjero viejo y enfermo, en vez de empezar unanueva vida con un ruso joven y deportivo?

—Ustedes han violado el principio de la libertad, de mi libertad.—Sí, así es, si entiende la libertad en el sentido burgués. Pero nosotros

tenemos otra noción de libertad. No entendemos la libertad del mismo modoque los capitalistas, como el derecho a hacer todo lo que a uno le venga engana sin tener en cuenta los intereses de la sociedad. Esa libertad solo esnecesaria para los imperialistas.

—¿No puede concederle a un hombre ni su último deseo?—A él sí, pero a usted no.—¿Por qué no?—Si usted se va a la India, encontrará ahí la provocación.—¿Qué provocación?—Usted sabe tan bien como nosotros qué elevada es en la actualidad la

tensión internacional, la lucha que se está librando entre los dos sistemaspolíticos del mundo. La esperarán allí los periodistas, me lo sé. Poco despuésde la guerra estuve en Londres y lo viví en propia piel. Justo en el aeropuertonos esperaba un grupo de personas con pancartas que nos gritaban:«¡Devuélvanos a nuestras mujeres!». Nuestra gente debería llevar a cabo sololo que el pueblo soviético necesita, lo que es útil a la sociedad. Y que la hijadel gran líder Stalin viaje a la India con un intelectual contestatario noresultará útil a la sociedad soviética de ninguna manera.

—Soy adulta y sé contestar a las preguntas cuando hace falta.—La esperará una provocación política. Y debemos protegerla de ello.

Además, estamos llamados a consolidar el Estado y a defender a nuestropueblo de cualquier provocación o burla. ¿Para qué deberíamos dejarlaviajar? Su partida de la Unión Soviética sería políticamente nociva.

Svetlana vio que prolongar esa conversación sería inútil: cada uno serefería a algo distinto y desde otro punto de vista. Se fue.

Durmió mal, porque sabía que cuando se lo contara a Brayesh la mañanasiguiente en el hospital, su amigo estaría profundamente decepcionado.

Pero él solo sonrió y agitó la mano para restarle importancia a «ese fósil».—¿Sabes qué, Shveta? Nos iremos a casa. Ya estoy harto de estas paredes

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blancas y de las batas blancas, las horas de visita y los permisos. Quiero estarsiempre contigo. Prefiero vivir un par de días menos, pero disfrutar de lavida. ¡Y contigo! Aquí no hago más que traducir para que el chulo de Pávlovy su cuadrilla no me echen y, así, no me priven de ti. La vida en el hospital novale nada: ¡hasta la comida es horrible! He pasado las noches leyendo librosde cocina (pues no había otros libros en inglés) y hoy para comer quieropreparar para ti la mejor tortilla con queso que nadie haya probado jamás.¡Ven, vámonos!

19

Cuando no cocinaba ni traducía, Singh se quedaba sentado en la sala de estarespaciosa y bien caldeada y escuchaba música; por encima de todos losdemás compositores adoraba a Schumann y a Mahler. Muchos indios veníana verlo. Entonces ponía discos con música clásica india, distintas melodíaspara la mañana o la tarde, que él llamaba ragas de día o de noche para sitar ytabla, ofrecía a los visitantes samosas de carne o pollo y pakoras de verduraque había preparado para ellos, y pequeños cuadrados de barfi dulce. Loacompañaban con té aromático con leche y azúcar, que llamaban chaimasala.

Brayesh, Svetlana y los dos hijos de ella siempre esperaban con ilusión elfin de semana para pasarlo en su dacha en los bosques cerca de Moscú.

20

Otra vez había llegado el otoño. En el jardín de la villa en Zubalovo, dondeSvetlana había pasado gran parte de su infancia, los arces, robles y hayas seencendían de amarillo, rojo y ocre cuando caían sobre ellos los rayos oblicuosdel helado sol otoñal. Hacía tres años, cuando Svetlana conoció a Brayesh enel hospital, había hecho mucho frío y las hojas ya se habían caído para estas

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fechas, recordó. En esos momentos Brayesh paseaba bajo los árboles, legustaba oír el crujido de las hojas caídas a cada paso. Trajo un ramo de hojasnaranjas, ocres y color púrpura y buscó un jarrón. Tikki Kaul —así lollamaban Brayesh y Svetlana, mientras el embajador de la India se llamabaTriloki Nath Kaul, pero quién tiene paciencia para un nombre así—, quehabía traído al menos diez bolsas de especias de los colores más diversos,ahora echaba su contenido en una olla con pollo y verduras.

—Esto lo deben oler hasta en Moscú —se rio Berta, la más moderna delas amigas de Svetlana. Llevaba unos vaqueros descoloridos, por supuesto sinmarca, pero que igualmente eran admirados por todos los jóvenes moscovitasque no tenían acceso a la última moda occidental. Berta casi siempre estabasonriendo si no reía a carcajadas. Svetlana tenía la sensación de que llevabapuesta la sonrisa en el rostro como si fuera una máscara, debajo de la cualocultaba una cara completamente distinta. Pero su buen humor resultabaagradable especialmente a Svetlana, que a menudo lo echaba de menos en susconciudadanos.

Observando a sus amigos, Svetlana se trasladó mentalmente a la época enque era pequeña, su madre aún vivía y organizaba, aquí, comidas para toda sugran familia, no solo para la suya sino también para los hermanos y hermanasde la primera esposa de su marido, Yekaterina Svanidze. Recordaba todos loschistes, las bromas, la alegría. Todos jugaban con Svetlana, se contabanhistorias y debatían, a menudo discutían con el padre de ella, que losescuchaba, aunque muchas veces se enfadaba. Todos olían a vino, a sol y acigarrillos. Svetlana siempre deseaba ver a sus tíos y tías, Aleksandr, Pável,Fiódor, Anna, Aleksandra llamada Sashiko, Maria llamada Mariko. Desdeesa época, el gran anhelo de Svetlana era tener una familia y el «calor de unhogar», según se reía de sí misma, pero en el fondo lo decía en serio. Lafamilia: ése era el ideal número uno en su escala de valores. La pequeñaSvetlana adoraba al tío Aleksandr y a la tía Maria, porque desde la muerte desu madre nunca se habían olvidado de ella y eran quienes más jugaban ybailaban con ella, le acariciaban el pelo y le enseñaban palabras en inglés. Latía Maria le enseñó a cantar; aún hoy Svetlana se acordaba del aria de Otelo.Los tíos siempre estaban juntos, y Svetlana pensaba que, cuando creciera y secasara, querría que todo en su matrimonio fuera como en el de ellos. Y

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luego… Svetlana quiso ahuyentar ese recuerdo, miró hacia sus invitados, vioal risueño Brayesh, a sus hijos que estaban poniendo los discos que les habíatraído Tikki Kaul…, pero no lo consiguió. El recuerdo estaba aquí: en 1937,cuando Svetlana tenía once años, en la ola de represiones masivas detuvierony encerraron también a sus tíos. Svetlana se enteró por su niñera e intentóinterceder por ellos ante su padre, que, al oírla, no hacía más que gritar y darportazos. El hijo de los tíos fue enviado a un internado. Ni a él pudo salvarSvetlana llevándolo a casa. Estaba conmocionada. En esa época todavíaignoraba las circunstancias de la muerte de su madre. Más adelante se enteróde que habían inculpado falsamente a su tío y lo habían torturado para queconfesara algo que no había hecho. A pesar de las palizas, no confesó nada.Fue sentenciado a diez años en el campo de trabajo de Ujta, en el círculopolar. A la tía Maria también la condenaron a diez años en un campo detrabajo en el extremo opuesto de la Unión Soviética, en Kazajistán. En 1942,al tío Aleksandr, de sesenta años, lo fusilaron sin motivo. Cuando a la tíaMaria le leyeron la sentencia del tío y le comunicaron que ya había sidoejecutada, le dio una apoplejía y murió.

Svetlana se estremeció, pero con su fuerza de voluntad se obligó arecuperarse y a dedicarse a sus invitados.

En ese momento Kaul empezó a gritar:—Y le echamos algo más de especias, ¡así, y que empiecen a chuparse los

dedos hasta en Leningrado!Y se reía y vertía en la olla otro puñado de especias rojas.Katia se atragantó y Yósif le dio un golpe en la espalda. Los dos se

echaron a reír.—¡Vaya, esto será un kalashnikov gastronómico! —dijo, tras oler la olla,

Marina, una mujer esbelta hasta la fragilidad, con el pelo lacio, algo canoso,que le caía hasta los hombros. A diferencia de Berta era más bienintrovertida, reflexiva. Una falda negra plisada por encima de las rodillas y unjersey rojo con el cuello blanco añadían a su aspecto algo de escolar aniñaday aplicada.

—¡A la mesa, a la mesa! Lunch is ready! —llamó Svetlana.—¿Dónde ha dejado a su mujer, señor Kaul? —preguntó Berta cuando se

sentaron a la mesa a degustar esas delicias. Y de repente todo le pareció

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motivo de risa—: ¡Uf, cómo pica! ¿Dónde está el agua?—¡Agua para Berta! Brayesh, ¿vas a buscarla? ¡Tenemos vino blanco y

tinto y no tenemos agua! —exclamaba Svetlana.Yósif se levantó y trajo a Berta un vaso de agua del grifo.—En la mesa solo hay lo que se bebe. El agua es para apagar incendios

—dijo Kaul muy serio.—Y para limpiar la vajilla y los coches, ¡para nada más! —agregó Yósif

—. ¿Qué son estos platos que huelen a mil maravillas, señor Kaul?—Esto rojo, o naranja, es malai kofta, o sea unas croquetas hechas de

queso fresco y verduras en una salsa de tomate con crema de leche… aliñadacon las especias que acabo de verter en ella, claro. Esa combinación deespecies se llama garam masala, que significa algo así como mezcla picante.Lo acompaña un arroz con especias llamado khichra; la base es arrozbasmati. Y también vamos a degustar unos panes llamados paratha y unchatni de mango, que prepara mi mujer en la India y luego me lo manda paraque me caliente por dentro en los hielos de Rusia.

—¿Y qué le pasa a su mujer? Venga, no cambie de tema —atacó Berta.—Por Dios, Berta, deja que el señor embajador saboree su plato. Te

lanzas contra él como una furia —dijo Svetlana tirándole una puya—.Además, Tikki Kaul no cambia de tema, todo lo contrario, lo realza comoalguien que prepara un buen chatni.

—Mi esposa es una mujer tradicional hinduista que no sale de su casa nimucho menos de la India —dijo Kaul muy despacio, a medida que ibatragando sus delicatessen.

—¡No es que rebose de una ironía sutil, señor embajador! —dijo Berta enun intento de devolver la puya, aunque a otra persona.

—¡Ese tema ya me lo conozco! —suspiró Brayesh teatralmente—. Miprimera mujer, que escogieron mis padres, también era así. Y mi matrimoniofuncionó tan bien que enseguida nos separamos.

Mientras todos saboreaban las delicias indias, Svetlana sirvió vino a loscomensales.

—¿Cuál es el mayor mal del mundo? —preguntó Kaul como para símismo, mientras se limpiaba una mancha de salsa roja en la camisa blancacon la servilleta mojada en agua.

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—Goethe decía que la ignorancia —pronunció lentamente Brayesh, ysaboreó el vino.

—Estoy de acuerdo con Goethe. La ignorancia, la incultura y la falta deinterés por los demás son el mayor mal —añadió Svetlana.

—¿Y por qué precisamente la ignorancia y la incultura? —preguntóMarina—. ¿Por qué no, por ejemplo, la malicia, la envidia, los celos, elegocentrismo, la codicia, el egoísmo, la brutalidad?

—La ignorancia, la incultura y la falta de compasión están en la raíz detodo lo maligno, Marina —insistió Svetlana.

—Pero muchos nazis eran hombres cultos —dijo Kaul mirandointerrogativamente a Svetlana.

—La falta de compasión es un mal radical. Y los nazis, aunque cultos, nosentían ninguna compasión por sus víctimas. Aunque conocieran elpensamiento de Schopenhauer, eran incultos de otra manera. Igual que… —añadió en voz baja sin acabar la frase.

—Sé algo de este tema, he pensado en ello —dijo de nuevo Marina,igualmente ensimismada—. Estuve diez años encerrada en un campo detrabajos forzados. Los que sobrevivían eran únicamente aquellos conscientesde su inocencia, mayoritariamente los intelectuales, pero no solo ellos. Y lagente realmente malvada solían ser aquellos incapaces de sentir compasiónalguna hacia los demás.

—Una vez Marina consiguió un permiso de diez días para alejarse delcampo. Se marchó a la otra punta de Siberia y trajo a su hija, ¿sabéis? —Svetlana subrayó el valor de Marina ante los dos indios, mientras miraba a suamiga con admiración.

—¿Y cómo lo logró, Marina, y en tan poco tiempo? —preguntó Brayesh.—Fue durante la guerra. Casi no había trenes y, sin embargo, tuve suerte

y pude coger algunos. Aparte, la gente me llevaba en tractor, en camión ocomo podían. Lo superé todo solo gracias a personas entregadas que seidentificaban con mi situación, se compadecía de mí y me ayudaban.

—Las personas… sí, las personas mismas pueden aportarte consuelo y almismo tiempo meterte en una situación durísima, en el mismo infierno —suspiró Berta.

—La situación más dura llega con tus seres más queridos —susurró

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Marina—. Como cuando mi hija no me reconoció y no quería irse conmigo.Cuando me detuvieron era muy pequeña, ¿saben? Me encerraron y lametieron en un internado, así que no se acordaba de mí. Al ir a buscarla, ladirectora del internado tuvo que obligarla a irse conmigo.

—¿Y en el campo de concentración? ¿Su hija se acostumbró?—Ella no estaba obligada a bajar con nosotras a la mina. Mis compañeras

de campo le cosieron cuadernos en los que le escribieron cuentos queilustraron. También le enseñamos a cantar, una mujer sabía incluso solfeo,otra le enseñó a escribir y a calcular, otra a dibujar.

—Tal vez si en la vida tuviéramos un enemigo común, nos ayudaríamosmás y el mundo sería otro… —dijo Kaul, parecía que para sí mismo o para supipa.

—En mi grupo de mujeres todas nos ayudábamos mutuamente: algunas,sin duda, eran chicas sencillas, pero todas eran inteligentes.

—Cuando la ignorancia llega al poder —dijo Svetlana lentamente— da larazón solo a la ignorancia, y descansa sobre ella.

—Svetlana sabe algo de eso —dijo Berta, lentamente, mirando a uninvitado tras otro.

Yósif miró al suelo. Se dio cuenta de que se referían a su abuelo ysuponía que tenían razón. Pero no quería aceptarlo. Casi no lo habíaconocido, pero se acordaba bien de que una vez, cuando era pequeño, elabuelo lo elogió. Desde entonces le dolía que hablaran mal de él, aunquesentía que su actitud era irracional y quizás incluso absurda. Yelena lo cogióde la mano bajo la mesa.

—Creo que Svetlana tiene razón —se adhirió Marina—. Peroseguramente no del todo. No me acaba de convencer. Tendría que reflexionarsobre ello.

—El pintor Goya —dijo Brayesh pensativo— lo dijo de otra manera: «Elsueño de la razón produce monstruos».

—O sea que cuando la razón duerme nacen los horrores. Eso es así —asintió Marina con la cabeza.

—Entiendo a Goya —dijo Kaul, que se había echado una servilleta limpiasobre la camisa mojada y llevaba rato intentando encender la pipa. Todosesperaron atentos a ver qué más decía, pero tras unos largos segundos añadió

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únicamente—: Goya quería decir lo mismo que Svetlana.Kaul sopló de la pipa, Singh hizo rodar en sus dedos la copa de vino. Los

jóvenes volvieron al tocadiscos para poner la curiosa melodía india quecantaba una tal Lata Mangeshkar. Berta y Marina salieron fuera para recoger,ellas también, hojas de colores para su casa. Svetlana las miraba por laventana y en la hierba, delante de casa, le parecía ver a su madre, que laesperaba con su canasta de mimbre para ir juntas a buscar setas al bosque.Como en un sueño, Svetlana se puso de pie y salió.

—Me recordáis a mi madre. Buscábamos setas cada una con una cesta enla mano. Mi madre me enseñaba cómo distinguir las buenas de las venenosas.También recogíamos hojas multicolores para ponerlas en los floreros, comovosotras hacéis ahora —gritaba alegremente a distancia mientras se dirigía albosque.

Berta miró a Marina y le dijo en voz baja:—Svetlana tiene casi cuarenta años, y aún no ha aprendido a vivir en el

mundo real. Está en las nubes, construye castillos en el aire.—Sí, posee el arte de transformar agua en vino.—Ésta es su defensa, Berta —opinó Marina y susurró—: No me gustaría

ser la hija de Stalin. Para nada.Marina bajó aún más la voz:—Lo más terrible de la vida de Svetlana fue haber perdido a su madre de

pequeña y luego, a los dieciséis años, aprender que, con su retiradavoluntaria, su madre, de hecho, la había abandonado. Tal vez no se da cuentadel todo, pero Svetlana tiene la sensación de que con su suicidio, su madre latraicionó. Desde entonces la vida de Svetlana no es nada más que la búsquedade la lealtad, el cariño, el amor y el calor de una familia; y al mismo tiempono es sino una larga cuerda de pequeñas y grandes cosas hechas para fastidiaral otro, pequeñas y grandes traiciones.

—Que comete contra sus seres más cercanos y así se demuestra a símisma que lo que le hizo su madre es normal —añadió Berta en voz baja.

—Es su manera de rendir cuentas con su madre —susurró Marina,pensativa.

Mientras tanto Svetlana entró en el bosque, siguiendo las huellasinvisibles de su madre.

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21

Era 30 de octubre. Estaban junto a la ventana, en el salón. Contemplaban elrío Moscova y en la distancia, tras las casas, el paisaje desnudo y gris, listopara la nieve, que parecía estar a punto de caer de las nubes plomizas. Intuíanque en la ocredad de los campos se posarían los cuervos y el aire se llenaríade hojas amarillas y les pareció ver los copos de la primera nieve cayendosilenciosos sobre el río.

¿Te acuerdas cuando planeábamos excursiones por los pasillos blancosdel hospital y las visitas de las ventanas? Esas fueron nuestras primerasexcursiones —suspiró Svetlana.

—Lo recuerdo bien. Y tengo que decirte algo, Shveta: hoy me moriré.Antes de veinticuatro horas —le dijo en voz baja, sin ningún énfasis especial.

—Tienes el mismo aspecto que otras veces, no pareces especialmentecansado. Ni siquiera hoy has tenido ataques de tos. ¡Así que no digastonterías! —se rio ella, y le acarició la mano. No lo creyó.

Llegó una visita: Naresh Vedi, compatriota de Singh que tambiéntrabajaba para la editorial Progress. Le trajo una carta de su hermano Sureshque había llegado a la embajada de la India. Cuando se iba, en la puerta ledijo a Svetlana:

—¿Le ha pasado algo a Brayesh? Tiene mal aspecto.Singh se sentó en el sillón y leyó la carta de su hermano. Luego la volvió

a leer, de principio a fin. Svetlana se sentó a su lado y lo cogió de la mano.Él apartó la carta.—Te voy a contar algo, Shveta. ¿Sabes cómo murió el dios Krishna?

Después de la batalla en Kurukshetra, de la que hablan la epopeyaMahabharata y el tratado Bhagavad-gita, bien, después de esa batalla, en laque murió mucha gente, Krishna se fue al bosque. Se fue allí porque yaestaba harto del mundo y de la gente y prefería dedicarse a reflexionar ensoledad y meditar bajo un árbol. El árbol lo cubría enteramente y solo se leveía el pie izquierdo. Entonces llegó al bosque el cazador Dyara, queconfundió el pie de Krishna con un ciervo. Disparó al ciervo con una flecha e

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hirió de muerte a Krishna. Luego el alma de Krishna subió al cielo, mientrassu cuerpo muerto era quemado por su mejor amigo Aryuna.

Como de costumbre, mientras Brayesh relataba, Svetlana estaba sentadaen la alfombra y Singh tenía la mano puesta en su cabeza.

—Brayesh, ¿qué significa la palabra Upanishad? —Era el libro queBrayesh leía una y otra vez y que solía tener en la mesilla de noche.

—Sadh significa sentarse, de la misma raíz viene el ruso saditsia, eninglés sit. Upa significa debajo y ni es abajo, de la misma raíz que en inglésbeneath en ruso nizko. ¿Ves adónde voy?

—¿Tiene alguna relación con el hecho de estar aquí sentada en el suelo,aunque por suerte haya una alfombra?

—¡Bravo, lo has adivinado! Son lecciones a los estudiantes, que sesientan bajo el pensador. Debajo de Buda. O como los apóstoles se sentabanalrededor de Jesús.

—Y yo soy tu apóstol.—Así es. Yo no llego ni a Buda ni a Jesús, ¡pero quizás aún esté a

tiempo! —dijo bromeando hasta que le entró la tos.Tras la ventana, la lluvia se convirtió poco a poco en pesados copos de

nieve.—¡La primera nieve del año! —se alegraron ambos.No hablaron, solo observaban los copos caer junto a las farolas: salidos

del negro anonimato de la noche, cuando los iluminaba el resplandor seconvertían por una fracción de segundo en seres vivos, que volvían adesaparecer inmediatamente en la oscuridad.

—Como la vida humana —dijo Brayesh.Y tras unos momentos de silencio añadió:—¿No te olvidarás de mí cuando me muera? ¿Me recordarás al menos un

tiempo?Ella pensó que realmente podía olvidarle, igual que había olvidado a tanta

gente. ¿Qué otra cosa es la esencia humana si no olvido?, pensó. Peroenseguida se asustó de la idea y añadió rápidamente, en voz alta:

—Nunca te olvidaré. Esta noche es el momento más hermoso que jamáshe vivido.

—Shveta, te quiero. Te esperaré en algún lugar, allá. Disfruta aún un

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poco del mundo y luego ven a reunirte conmigo.—No podría vivir sin ti —dijo. Pero no estaba completamente segura de

si lo decía convencida, solo le parecía que efectivamente esa noche era la máshermosa. Pero eso no significaba nada. Quién podía asegurarle que no viviríatodavía muchas noches como aquélla, quizás incluso mejores.

Acompañó a Brayesh a la cama y se tumbó a su lado. ¿Durmieronmucho? Tal vez unas cuatro o cinco horas, no lo sabía. En su sueño oyó lavoz de él:

—Tal vez alguna vez nos encarnemos en oseznos. En verano correremosjuntos por los bosques, buscaremos arándanos y moras, y en inviernocavaremos un hoyo en la tierra y allí hibernaremos bajo la nieve. Y durantetodo el invierno nos cogeremos de la pata.

—O… —dijo despacio, perezosa, soñolienta— nos encarnaremos enmirlos, yo seré la señora mirla y tú el señor mirlo, volaremos juntos por losárboles y por las chimeneas, nos alimentaremos de gusanos y nos cantaremosel uno al otro.

—O… —empezó él, pero no acabó la frase; tuvo un ataque de tos que nopudo calmar.

Svetlana vertió unas gotas de jarabe en una cucharita y se lo ofreció. Lepreparó un té caliente con miel. Cuando vio que la tos no cesaba, no supo quémás hacer y llamó a urgencias. Mientras, el enfermo se quedó en la cama tanexhausto que no podía ni hablar.

Al cabo de un par de horas se presentó un médico. Eran las siete de lamañana pero aún parecía de noche. Svetlana dejó pasar al doctor aldormitorio y lo miró con interrogación. Sin decir nada el médico se puso apreparar una inyección. A Svetlana le parecía que tenía prisa por irse a casa.

—Doctor, ¿qué le va a inyectar?—Estrofantina.Svetlana recordó que Brayesh rechazaba la estrofantina porque le causaba

reacciones adversas, sobre todo fuertes palpitaciones.—¿Podría darle otra cosa? La estrofantina es muy fuerte. Le afectará el

corazón, puede tener un infarto. En el hospital lo suplían con algo más suave.—Llevo ya treinta años haciendo mi trabajo —dijo el médico con cara de

pocos amigos— y en estos casos hay que inyectar estrofantina. Se

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recomienda en casos de debilidad coronaria o angina de pecho leves.Y al cabo de un momento añadió, más bien para sí mismo:—¿Y si empeorara o le pasara algo? ¡Entonces la culpa sería mía!

Además es extranjero, ¡podría traerme disgustos con la embajada de su país ycon toda clase de autoridades!

Y volvió a levantar la voz:—Señora, le daré lo que se aconseja en estos casos.El médico administró la inyección al paciente y se quedó unos instantes

para ver cómo reaccionaba.—Eso le proporcionará alivio. Ya está más tranquilo, ¿no se da cuenta?

Buenas noches —se despidió y se fue.Al cabo de cinco minutos Brayesh se sintió mejor.—Shveta, mira, ya ha amanecido. Ha dejado de nevar y el cielo está de un

azul verdoso. Al mediodía iremos a dar un paseo por la primera nieve, ¿quéte parece?

—Saldremos, claro, pero ahora duerme, amor —dijo ella, y puso supalma sobre la débil mano de él.

Brayesh susurró:—El Espíritu Eterno vive en el castillo de las once puertas, el castillo del

cuerpo.Ella pensó que desvariaba. Entonces se dio cuenta de que en la mesilla

seguía estando abierto el Upanishad, que él leía por la noche, cuandoholgazaneaba en la cama o se sentaba en la butaca.

—El Espíritu Eterno… —repitió Brayesh. Luego se quejó de que elcorazón se le había acelerado de repente—. ¡Aquí, aquí! —Se señalaba elcorazón—. ¡Y ahora aquí! —Puso la mano sobre su cuello. Entonces sucabeza cayó en la almohada.

Svetlana llamó a su hijo:—¡Yósif!—Su corazón ha dejado de latir —pronunció Yósif a modo de diagnóstico

y besó la frente de Brayesh.Llamaron al médico. Esta vez se presentó enseguida.—Ha muerto de un infarto —se limitó a constatar.

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22

Al quedarse sola con Brayesh, se metió en la cama y colocó los brazos de élencima de su cuerpo. Ese contacto, le trajo la paz, como tantas veces lo habíahecho y Svetlana se durmió en los brazos de su amigo. Al despertarse al cabode unos minutos, en el primer momento se sintió fortalecida y feliz. Pero almoverse y sentir el cuerpo inerte de su amado, la conciencia de su muerte laatravesó como una cuchilla. Svetlana experimentó un vacío que le quitaba larespiración. Sabía que nunca sería capaz de llenarlo del todo. Pensó que legustaría volver atrás en su vida y llevarla por otro camino, uno en el queencontraría a un Brayesh joven y sano, ella lo cuidaría para que nuncaenfermara y él ahora estaría vivo y bromeando con ella. ¿Por qué en la vidano puede darse marcha atrás como en un despertador? ¿Por qué no se puedepulsar el botón de «reset» para que sea distinta? ¿Por qué nuestras emocionesy nuestro carácter nos acompañan siempre, estemos donde estemos,independientemente de nuestra edad? Svetlana acarició el rostro amado. Erael rostro de Brayesh y ya no lo era.

23

Los rayos dorados aclararon el cielo verde oscuro. Apenas habían pasado unpar de horas desde que se fuera el médico. Se avecinaba un día soleado.

«Los hindús creen que los hombres honrados mueren por la mañana,cuando sale el sol, y que su alma abandona el cuerpo de forma suave, fácil, amenudo mientras duermen», recordó Svetlana.

No podía dejar de pensar en la muerte de su padre hacía trece años: habíasido una muerte difícil, terrible, dolorosa. Su padre estaba tumbado en lacama con los ojos cerrados, su cara primero enrojecida y luego negra,ahogándose.

«El alma no podía salir del cuerpo», pensó. La noche en que su padre seacercaba a su final abrió de repente los ojos y la escrutó con una mirada

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escalofriante, a ella, Svetlana, así como al ministro Beria, a Jrushchov y atodos los demás presentes. Esa mirada malvada estaba llena de miedo a lamuerte. Luego pasó algo extraño: su padre levantó la mano izquierda, comosi maldijera a todos los presentes. Sí, sin duda era un gesto de amenaza, ytodos se quedaron perplejos. Un segundo después, murió.

Svetlana desvió sus pensamientos y recordó algo que hasta ahora estabaolvidado dentro de ella.

Hacía tres años había leído en el cuaderno de notas de Brayesh: «Simuero, quiero ser incinerado y que mis cenizas las echen al río. No hace faltaun rito religioso».

Entonces Svetlana le preguntó qué río debía ser:—¿El Ganges?—Sí, el Ganges —sonrió—. Pero quizá no sea posible, puedo morir en el

extranjero. Todos los ríos son iguales, todas las aguas confluyen en el mismomar.

Miró hacia el Upanishad, que seguía abierto en la mesilla: le parecíacomo si Brayesh hubiera de volver a tomarlo en las manos de un momento aotro. Caían sobre él los rayos del sol matutino. A juzgar por la luz, la mañanaera gélida, el último día de octubre. Svetlana pensó que en pocas horas,cuando la temperatura subiera un poco, Brayesh y ella irían a dar un paseo.

Entonces recordó que se habían conocido en octubre y que también sehabían despedido en octubre. Y que Brayesh en esos tres años habíacambiado mucho: cada vez regresaba más a sus raíces indias, a la filosofíahindú, a la antigua sabiduría de la India. Todas estas ideas pasaban por lacabeza de Svetlana como nubes en un cielo de verano, y de repente sedecidió.

Se sentó en el escritorio y empezó a escribir una carta a Brézhnev, elSecretario General del Comité Central del Partido Comunista de la UniónSoviética:

Muy estimado Leonid Ilich:El 31 de octubre, tras una larga enfermedad, ha muerto mi marido, Brayesh Singh, miembro del

Partido Comunista de la India. Le ruego que me permita cumplir mi última obligación para con elfallecido: llevarme sus cenizas a la India para entregárselas a su familia, según exige la tradición de supaís. Recalco que estaba aquí por mí; si se hubiera quedado en la India, aún estaría vivo. Por eso heasumido este compromiso con respecto a su familia.

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Luego informó de su decisión en voz alta a Yósif, Yelena y Katia:—Brayesh es indio, en los últimos meses no hablaba de nada más que de

su cultura, de su pueblo natal. De modo que ahora volverá a la India. Yoverteré sus cenizas en el Ganges.

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E

IIDelhi, Kalakankar (1966-1967)

1

staba sentada en la terraza sobre el Ganges. Todos se habían ido ya adormir: el hermano de Brayesh, Suresh, su mujer Prakashvati, su hijo y

los demás parientes. Svetlana necesitaba este momento de calma para símisma, para recuperarse del ajetreo de los múltiples permisos y el visado deentrada a la India que tuvo que conseguir en Moscú, del avión para NuevaDelhi que no quería despegar, y del largo y tumultuoso viaje hasta estepueblo a la orilla del Ganges. Le costaba creer que efectivamente seencontraba allí: en la orilla del mítico río.

Ahora miraba sus aguas oscuras y tranquilas, su curso ancho como unamplio lago, donde se reflejaban cientos de grandes estrellas. Los grilloscantaban a lo largo del río. Como aquella vez en Sochi, a orillas del marNegro junto a Brayesh, recordó Svetlana. ¿Hacía mucho? ¿Cuánto hacía?Tres años y un mes. De hecho había pasado poco tiempo, y sin embargoaquello le parecía muy lejano.

Escuchando el fluir del Ganges se acordó de cómo Brayesh puso su manoen su cabeza mientras hablaba del Upanishad y de cómo se divirtieroncuando Svetlana dijo que ella era los doce apóstoles escuchando a Jesús. Sí,fue la noche más hermosa de su vida, ahora con tres semanas de perspectivalo sabía con certeza.

La embajada de la India en Moscú se ocupó de todo. Organizó una

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incineración, un acto sobrio. A Svetlana la acompañó su hijo Yósif; Katia yYelena no fueron al crematorio. Por la noche, el embajador Kaul le entregó laurna con las cenizas. En ese momento Svetlana se quedó petrificada:

—Así que esto es lo que queda de una persona…, unos cuantos puñadosde ceniza impersonales y sin forma alguna que caben en un pequeñorecipiente…

Temía que esta vez tampoco le permitirían el viaje. En un principio,Kosyguin intentó disuadirla de sus planes. Le describió con todo lujo dedetalles que en la India se practica la ancestral costumbre del sati: las viudasdeben arrojarse a la pira funeraria en la que se quema el cuerpo del difuntomarido y, por tanto, en el pueblo de Singh sin duda la quemarían viva.Svetlana argumentó que esta costumbre había desaparecido en gran parte dela India, salvo tal vez en algunos pueblos remotos, e hizo caso omiso de losreparos de Kosyguin. De modo que esta vez la troika la dejó partir. Pero ¿porqué?, se preguntó Svetlana. ¿Por qué ahora sí le habían permitido salir delpaís y con Brayesh no? ¿Cuál era la diferencia? La diferencia era queBrayesh ya no estaba, se contestó Svetlana. Mientras ella prefería a unhombre de fuera del Estado soviético, o sea a un intelectual con visióneuropea que a un ruso con visión soviética, le tenían la guerra declarada. Encambio, tras la muerte de Brayesh, la troika se alegró de la ausencia de esemolesto forastero y le otorgaron su benevolente consentimiento a la peticiónde Svetlana de visitar la India.

2

Svetlana escuchaba el murmullo del Ganges mientras pensaba en las cenizasde Brayesh y en todo ese tormentoso viaje hasta su pueblo natal, Kalakankar.Durante todo el vuelo de Moscú a Delhi, estuvo sujetando la urna en elregazo. Sonrió al recordar cómo le había susurrado al recipiente negro:«Brayesh, algo hemos conseguido. Vuelves a casa, y conmigo, como siempredeseaste».

En el aeropuerto de Delhi la esperaban la hija de Kaul, Preeti, y Nílima,

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llamada Naggu, la esposa de Dinesh Singh, sobrino de Brayesh y ministro deAsuntos Exteriores del estado de Uttar Pradesh. Aún en Moscú acordaron queSvetlana, una vez en Delhi, se alojaría en casa de Dinesh y Naggu Singh,porque ellos la habían invitado oficialmente a la India. Luego laacompañarían a la ciudad natal de los Singh, Kalakankar, para entregar a losdemás miembros de la familia de Brayesh la urna con las cenizas y estarpresente en el sepelio hindú que consistía en echar las cenizas al río Ganges.

Pero antes de que Svetlana pudiera encontrarse con ambas mujeres, larecogieron los empleados de la embajada soviética. Ellos la llevaron hasta elcoche que la trasladaría a la residencia del embajador, junto a la embajada,donde la alojaron casi a la fuerza. Inmediatamente la obligaron a manteneruna entrevista con el embajador soviético en la India: Ivan AlexádrovichBenedíktov, que no le permitía viajar al río Ganges. Svetlana apenas pudoreprimir su célebre ira. Pero lo hizo y su moderación le salió a cuenta: tras undebate largo y tenso, el embajador, exhausto, acabó autorizando su viaje,aunque muy a pesar suyo.

Entonces Svetlana salió a la calle con ganas de descubrir Nueva Delhi.Empezó caminando por una amplia avenida con la inscripción Shantipath, yse alegró al comprobar que sabía lo que significaba: camino de la paz. Luegogiró hacia la izquierda por una estrecha callejuela y llegó hasta el final deésta, donde un tumulto de personas observaba a un flautista que tocaba suinstrumento mientras una cobra se erguía ante él con movimientosondulantes. «Qué tópico, como una postal turística», pensó. Al lado delflautista, el perfume de unos buñuelos fritos inundaba la calle. El humooloroso salía de la parada de un vendedor ambulante que gritaba a plenopulmón: Murgui ke pakore! Murgui ke pakore! Svetlana contempló laspakoras que le recordaron a Brayesh, que solía prepararlas, y entristeció.Desvió su atención hacia la gente que compraba los buñuelos: una mujermayor con el rostro surcado por arrugas finas que llevaba unos pantalonesrojos con un estampado floral y encima una falda de color azul eléctrico; unachica joven con un sari amarillo canario y un círculo del mismo color entrelos ojos, que iba con un joven de camisa blanca de corte occidental,seguramente un estudiante.

—Chicken fritters, madam! —se dirigió a ella el vendedor—: Deguste

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mis pakoras de pollo, es una especialidad del Punjab. ¡Y yo nací en elPunjab! —añadió con orgullo.

Svetlana compró una ración de pakoras. El vendedor colocó en subandejita la mitad de un limón, bien cubierta de especias, que parecíanpimiento rojo, y una cucharada de compota de fruta: «Mango chutney!», gritócomo explicación. Tenía la sensación de que si hablaba muy alto, su clientelo entendería mejor. En la otra mano le puso una taza de té indio. Svetlana sesentó en una mesita improvisada al lado de la parada. Al saborear la comida,en su mente apareció Brayesh en la cocina de su piso moscovita ofreciéndoleesas pakoras con chutney de mango y té dulce. Cuando se levantó, dispuestaa irse, vislumbró a su alrededor a una muchedumbre que la observaba ensilencio. Se dio cuenta de que para los indios, ella suponía una atracciónmayor que el flautista con su cobra, porque tenía un aspecto diferente al deellos. Se alejó deprisa y algo contrariada.

Al otro lado de la calle había un edificio blanco, casi un palacio, conamplias escaleras. En la puerta de entrada se leía la inscripción: THE EMBASSY

OF THE UNITED STATES OF AMERICA. Frente al palacio se erguía un gran árbol deNavidad decorado con luces y bolas. Svetlana sintió una especie de lejananostalgia y pensó con un anhelo algo infantil: «¡Claro, si es Navidad!».Siempre le gustaba la idea de esas fiestas que en la Unión Soviética no sepodían celebrar porque tenían raíz religiosa. Y la inundó el deseo de celebrarla Navidad.

Después se dirigió a la residencia de la embajada soviética. Regresó porel mismo camino, para no perderse. No entendía por qué, en su primer paseopor suelo indio, sus pasos la habían llevado, de entre todos los lugares,precisamente a la embajada americana.

De visita a la familia de Dinesh, donde se reunieron a tomar el té losinvitados más variados, pudo presenciar cómo se comportaban los rajás y susesposas, las ranis, con las personas que no pertenecían a la casta india máselevada de los brahmanes: las ignoraban de manera elegante, airosa, como sifueran transparentes. A Svetlana la trataban sin mucha deferencia, aunque sícon cierta atención: seguramente porque, siendo extranjera, estaba fuera delsistema de castas.

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El Ganges murmuraba… No, no era ésa la palabra: esa noche en que todoestaba en calma, todo dormido, el río rugía sordamente como un gong. Solo aveces se escuchaba un chapoteo al saltar algún pez. ¿Qué peces debían denadar por allí? Las estrellas se reflejaban en el río, resplandecían por uninstante para volver a desaparecer. Y en su lugar aparecían siempre nuevasestrellas, grandes y resplandecientes.

Y Svetlana pensó que después de la vida venía la muerte y tras ella unnuevo nacimiento; como cuando un mes después de la muerte de Brayesh suhijo Yósif se casó con su novia y al cabo de unos meses habría allí una nuevavida que ahora estaba creciendo dentro de Yelena.

El día después de su llegada a la India decidieron que, al día siguiente,Svetlana, en compañía de Dinesh, cogería el avión hacia Kalakankar, dondeentregaría las cenizas. Ese día Svetlana lo dedicó a pasear por Delhi, peroantes Preeti la llevó a su modista:

—Estarás más a gusto llevando la ropa suelta que usamos nosotros aquí.Además, eso te permitirá adentrarte mejor en nuestras costumbres. Y lucirásunos modelitos de la última moda india —recomendó la joven con firmeza.

Escogieron tela para varias camisas largas indias de abigarrados colores—fucsia, naranja, rojo fuego, turquesa—, unos pantalones estrechos y otrosamplios a juego con las camisas, y varios fulares de seda que se echaban porencima de los hombros de manera que, mientras la mujer caminaba, los dosextremos del fular ondeaban detrás de ella. Así se vestían las jóvenes. A suscuarenta años, a Svetlana le habría convenido más un sari, pero no se atrevía:¿qué aspecto tendría? ¿Sabría enredar su cuerpo en los ocho metros de tela yconseguir una elegancia desenfadada? ¿No se le desmontaría el sari a losprimeros pasos? ¿Y si pasaba por una calle bulliciosa y el sari empezaba adesatarse? Por todo ello prefirió una juvenil kurta bordada que le llegabahasta las rodillas y que según la última moda se llevaba con pantalonesanchos, ajustados en los tobillos. Panch shalvár kurté, Preeti pidiódirectamente a la vendedora cinco conjuntos indios para Svetlana. En un par

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de horas sus nuevos trajes estaban listos. La única preocupación de Svetlanaera el precio, porque había podido traer solo una cantidad limitada de dinerocon la que pensaba comprar regalos para sus hijos. Sin embargo, Preeti sonrióy agitó la mano para darle a entender a Svetlana que no había quepreocuparse de tales pequeñeces como es el dinero, y por su cuenta añadió asus trajes dos pares de sandalias, unas negras, las otras blancas, ambaspintadas a mano con oro y colores, con la punta vuelta hacia arriba. En casade la modista, Svetlana se cambió su ropa moscovita. Cuando se miró alespejo, la entristeció que Brayesh no pudiera verla con esa ropa elegante y decolores brillantes que tanto la favorecía.

Luego admiró a Preeti, que, con el Mercedes deportivo rojo de su padreque conducía ya en Moscú, atravesó ágilmente las tortuosas callejuelas deVieja Delhi y las anchas avenidas de Nueva Delhi, llenas de gente, rikshaws,autobuses y carros. A Svetlana este mundo le parecía un sueño de lospalacios y los jardines de Samarkanda.

Los vendedores ambulantes de té que, gracias a la influencia inglesa, seservía con leche, aunque con muchas especias, exclamaban:

—Chai, chai, chai garam, garam chai!Los niños corrían tras ella y gritaban:—Memsahib, bakshish, bakshish!Tenía ganas de obsequiar a esos niños pobres, pero Preeti le explicó que

las consecuencias de tal gesto serían imprevisibles y probablemente a partirde ese momento, miles de niños, además de los mendigos adultos, laseguirían a cada paso.

A su alrededor veía mucha miseria, pero también una gran variedad decolores y perfumes, rabia y pereza, risas, entusiasmo y regocijo. Esa mezclale daba sensación de libertad. Se dio cuenta de que envidiaba la alegría de losindios. Y al mismo tiempo deseaba sentarse cuanto antes en el avión con laurna en las rodillas y disfrutar de la sensación de haber cumplido su misión,que ya estaba llegando a su fin.

4

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Al día siguiente, Dinesh no la esperaba en el aeropuerto. Tampoco estaba sualtiva aunque sonriente esposa Naggu, ni nadie más de su familia. En cambiovio a Surov, de la embajada soviética, que intentó convencerla de que nocogiera el avión a Kalakankar.

—Nosotros le entregaremos la urna a la familia Singh, no tema, Svetlana.¡Las cenizas estarán en las mejores manos! Y usted, en lugar de eso puededisfrutar haciendo una vuelta turística, hoy nuestro chófer de la embajada laconducirá al Taj Mahal. ¡Una belleza, una de las grandes maravillas delmundo! ¡El Taj Mahal! —gritó—. Y no me diga que prefiere desplazarse auna pequeña ciudad polvorienta, a un pueblo donde no hay ni teléfono niagua corriente.

Svetlana entendió que la embajada soviética quería controlarla en todomomento y a Surov no le hizo mucho caso. Lapidariamente le comunicó quequería que la llevara a casa de Dinesh: allá se explicaría por qué no laesperaba en el aeropuerto.

—Es demasiado temprano, Svetlana. Solo son las siete. No estarándespiertos.

—En la India las siete de la mañana no es temprano.—¿Y cómo lo sabe con tanta seguridad? Si llegó ayer.—Olvida que mi marido era indio.Surov la llevó resignado a la dirección indicada. Cuando ella se bajó del

coche, él no dijo ni una palabra. Había cedido y pensaba en si sería capaz deexplicar todo aquello al embajador sin enfurecerlo.

Dinesh la recibió en su ropa de mañana: llevaba una bata europea de seday unas elegantes zapatillas.

—¿Desayunará conmigo, Shveta?Tras unos momentos volvió, vestido con un traje claro; la chaqueta lucía

el cuello alto de Nehru; Dinesh olía discretamente a colonia francesa.Entonces les ofrecieron a cada uno dos huevos servidos en un cuenco decristal, tostadas con mantequilla y mermelada de naranjas y té.

—¿Prefiere English Breakfast o Earl Grey? —preguntó Dinesh.No había podido esperarla en el aeropuerto, explicó, porque le había

surgido un imprevisto: debía reunirse con Indira Gandhi. Había llamado a laembajada soviética, pero nadie contestaba al teléfono tan temprano. Además,

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en la residencia del embajador, donde Svetlana estaba alojada, no habíateléfono.

—¿No quiere venir conmigo a ver a Indira Gandhi, Shveta? La llamaré yle diré que usted me acompaña. Estará encantada de conocerla.

—Dinesh, olvida que he venido aquí con las cenizas de mi marido —dijo,y señaló la gran bolsa de viaje donde guardaba la urna—. No estoy aquí comouna turista que va a ver el Taj Mahal y hace las visitas de rigor a losprincipales políticos del país.

—Claro, claro, no lo he olvidado. Traiga la urna. A Indira Gandhi se loexplicaremos, le gustará tanta devoción. Ella misma es viuda, por eso muchasveces lleva un sari blanco. El blanco en la India es el color del luto, ¿sabe?Después de la audiencia la llevaré directamente al aeropuerto, donde ya laesperará Naggu.

Svetlana miró al hombre, que no podía tener más de cuarenta años, comoella. Tenía grandes ojos negros, como Brayesh. Los ojos profundos y a la vezalegres y brillantes de los indios. Y si…

—No, no iré con usted. Pero, Dinesh, pregúntele a Indira Gandhi… sipodría quedarme indefinidamente aquí, en la India.

«¿Qué he dicho? —pensó—. ¿Por qué he expresado algo que no anhelo?Si no quiero vivir en la India, mucho menos sin Brayesh. O quizá…».

—Hágale usted misma esa pregunta, Shveta. Hoy, dentro de un rato. Se lopropongo como amigo.

—No, en otra ocasión. Hoy debo ir al aeropuerto y coger el avión paraKalakankar con la urna.

Temía que si no iba ese mismo día a Kalakankar, la embajada soviética leimpediría el viaje. Y ella deseaba llegar cuanto antes al Ganges con la urnapara que la familia se ocupara de Brayesh y su alma finalmente encontrara elreposo.

Unos días más tarde, ya en su destino, sentada mientras contemplaba elrío Ganges que se confundía con el cielo nocturno, se reprochaba que quizáya no volviera a presentarse la oportunidad de hablar con Indira Gandhi y quenadie más tendría competencias para otorgarle un permiso de residenciapermanente en la India. «Uno debe tomar las cosas según vienen —pensabacon amargura—, no intentar moverse según un plan preestablecido».

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El coche se detuvo frente al gran palacio blanco que era, de hecho, más bienuna especie de gran fuerte antiguo. «¡Cuánta gente! —pensó—. Brayesh,todos ellos han venido a despedirse de ti, ¡mira cuántas personas teapreciaban!».

Un hombre de blanco y de figura menuda la saludó con las manosapretadas:

—Namasté.Era Suresh, hermano de Brayesh, de piel mucho más oscura que el

hermano muerto. A su lado había una mujer en sari blanco, su esposaPrakashvati, con la cara sonriente, redonda como la luna, y su hijoadolescente, Sirish, bastante entrado en carnes, con kurta blanca. Namasté,namasté. Suresh recogió la urna de las manos de Svetlana.

«Brayesh, te entrego a tu hermano, con él también estarás en buenasmanos. Estás en casa, Brayesh, lo hemos conseguido, ¡y yo por fin tengo pazen el alma!», pensó para sí misma.

Naggu, la mujer de Dinesh, también llegó al funeral, con sus seis hijas.Dinesh se presentó más tarde. Acompañaban a Svetlana los miembros de lafamilia, en la gran terraza frente al palacio blanco, que todos llamaban rajbhavan, el palacio del rajá.

Desde la calle se oyó el llanto y los plañidos de decenas de personas. Alcabo de un rato, Svetlana distinguió que gritaban: «Hamare kya hoga!Hamare kya hoga!». Suresh le explicó que los vecinos del pueblo queríanmucho a Brayesh por su generosidad: enviaba dinero a muchas personasnecesitadas, sobre todo para la atención médica en alguna de las grandesciudades cerca de Kalakankar que no poseía hospital ni clínica; en Allahabado en Lucknow.

—¿Y qué quiere decir Hamare kya hoga? —quiso saber Svetlana.—Sus gritos y lamentaciones significan: «¡Qué será de nosotros!». Se

refieren a qué pasará con ellos sin la ayuda de Brayesh —aclaró Suresh conuna voz entrecortada por la profunda tristeza.

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Varios hombres, vestidos con kurtas blancas de lino con cuello alto ypantalones amplios y también blancos, se sentaron en barcas y balsas.Anochecía, el amplio río brillaba y las barcas se dibujaban pequeñas yoscuras en la superficie plateada. Suresh sostenía la urna. Svetlana queríasubir en una barca para unirse a ellos, pero no se lo permitieron: según latradición, las mujeres contemplaban la ceremonia desde la orilla arenosa.Cuando las negras siluetas de las barcas alcanzaron el centro del majestuosorío, los hombres vertieron en él las cenizas. «Adiós, Brayesh, adiós, amormío, nunca he conocido a nadie tan sensible y profundo como tú, nunca connadie fui tan feliz. Y mientras viva no olvidaré nuestra última noche.¡Adiós!».

Se echó a llorar, temblando. Sintió sobre ella la mano de alguien y bajoese contacto protector se echó a sollozar aún más; se sintió aliviada. Cuandose frotó los ojos, vio que la mujer que la abrazaba era Prakashvati. Loshombres de blanco, que habían llevado a cabo la ceremonia funeraria, ahoraestaban de pie en sus barcas y en las balsas en medio del río con la cabezainclinada. Se mantuvieron en esa posición largo rato, igual que la multitud enla orilla arenosa del Ganges.

—Tiran flores al río —le explicaba Prakashvati sin dejar de acariciarla.Svetlana se dio cuenta de que su recién conocida intentaba como podía que sele pasara el dolor. No estaba acostumbrada a tales caricias, no estaba segurade si le gustaban o le resultaban embarazosas; ambos sentimientos semezclaban en ella—. Las flores, ahora, flotarán en el río, se irán lejos. Mire,Shveta, los niños y los jóvenes corren a lo largo del Ganges y las siguen. Esla costumbre.

Al anochecer, Svetlana, con los demás, envió río abajo un platito flotantecon una pequeña vela pegada al fondo. El Ganges se cubrió de luces menudasy, lenta y majestuosamente, se las llevó hacia el mar.

La gente abandonó luego las terrazas sobre el río y las playas arenosas yentraba en el raj bhavan. Svetlana no podía apartarse del río, que la fascinabay por el que ahora flotaban las flores y las velas, como si fueran el almaalegre de Brayesh. Y no quería alejarse de la dulce Prakashvati demovimientos lánguidos, que le ofrecía consuelo.

—Venga, entremos en casa. Hay mucha gente de Kalakankar que

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apreciaba a Brayesh y que ha venido a despedirse de él. Les dan miedoNaggu y su palacio, pero con gusto vendrán a nuestra casa, esa pequeña deaquí al lado.

6

Svetlana recordó que Brayesh le había hablado del raj bhavan, que pertenecíaal rajá Dinesh y a la rani Nílima llamada Naggu, y sobre la casa labriega deal lado, donde vivían Suresh y Prakashvati. Esa casa había pertenecido unavez a Brayesh, que se la regaló a su hermano, aunque se quedara sin nada. Unextenso jardín de mangos rodeaba la casa. Entre el raj bhavan y la casa dePrakashvati y Suresh, había un viejo templo hindú cubierto de pequeñasestatuas de dioses y diosas; especialmente Krishna, a quien estaba consagradoel templo, estaba representado muchas veces en sus muros. Svetlanareconoció también al dios elefante Ganesh y al dios mono Hanuman. Lessonrió como si fueran viejos amigos.

La ágil Prakashvati encendió unas barritas aromáticas frente a lafotografía enmarcada de Brayesh, que colocó encima de una mesa baja ydecoró con flores frescas. Luego le ofreció a Svetlana que se sentara en lacama de Brayesh:

—Ésta será su habitación, Shveta. Puede quedarse en nuestra casa tantotiempo como quiera y volver cada vez que lo desee. Nos alegraremos detenerla con nosotros.

Svetlana se sentó en la cama baja y se sintió en conexión con Brayesh.Los vecinos del pueblo entraban descalzos, se sentaban sobre la alfombra conlas piernas cruzadas, otros directamente en el suelo, Prakashvati les servía técaliente con leche y especias, les ofrecía el dulce barfi preparado con lechecondensada y láminas de oro comestibles, sutiles e incorpóreas, y khir, arrozcon leche, pistachos y cardamomo. Cada invitado tenía una historia quecontar a la viuda de Brayesh. Hablaban en hindi y siempre había alguien quetraducía al inglés. Los temas de las historias se parecían mucho entre sí:Brayesh ayudaba a los habitantes del pueblo en la agricultura, en la

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escolarización, en la medicina, pero también con buenos consejos sobre elmatrimonio. «Las personas no se mueren mientras vivan en la memoria de losdemás», pensó Svetlana; en las pausas entre un relato y otro escuchó cómo ensu muñeca hacía tictac el reloj que le había regalado Brayesh.

Todos le preguntaban por la última enfermedad de su marido.—¿Murió del corazón? Cómo es posible, si se fue de aquí en plena forma,

fuerte y sano, solo tosía de vez en cuando —gritó una mujer, y todos sesumaron a ella en señal de acuerdo.

Otra mujer se dirigió a Svetlana y le contó lo que Brayesh le habíaconfiado un par de años atrás: que una rusa, o sea Svetlana, con su presenciaen la vida de él le había alargado la vida y la había iluminado. Suresh yPrakashvati se unieron a esa narración: Brayesh les había dicho lo mismo.

Después de cenar, cuando todos los invitados partieron y los miembros dela familia se retiraron a sus habitaciones, Svetlana se acomodó en la terraza amirar las aguas del Ganges. Después del difícil viaje —multitudesapretujadas en el aeropuerto, el vuelo con trasbordo, luego tres horas decoche por un camino polvoriento sin asfaltar—, tras días llenos deadversidades en Nueva Delhi y, al fin y al cabo, después de tres años llenosde tensión en Moscú, Svetlana por fin respiraba y se dedicaba a reposar.

Y entonces recordó su conversación con Dinesh antes de la ceremoniafuneraria. Los dos estaban sentados frente al Ganges. Svetlana contemplabael río, Dinesh paseaba la mirada por la muchedumbre que había acudido alfuneral.

—No le entendí bien, Svetlana. ¿A usted le haría ilusión quedarse en laIndia? ¿Y por qué? ¿No está contenta con su vida en Moscú?

—Seguramente le costará imaginárselo, Dinesh, el desasosiego en el quehe vivido todos los años de mi vida, cuarenta años. No se puede imaginar latensión que eso significa para el sistema nervioso. Estoy exhausta de llevaruna doble vida.

—Aún no lo he entendido. Perdone el atrevimiento, pero ¿no estaráexagerando? Todos vivimos muchos momentos de desasosiego, de tensión.Cada día, diría yo. Además, seguro que este viaje le habrá resultado cansado.Debe estar rendida, eso sí. Sin embargo, como hija de un importantísimoestadista…

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Svetlana agitó la cabeza nerviosamente y le interrumpió:—Los unos me piden que me comporte como hija de un gran estadista,

los otros ven en mí la hija odiada de un asesino de masas. Pero yo no soynada más que una mujer normal y corriente que quiere vivir su vida. ¡Vivir ynada más! ¡Olvidarme de quién fue mi padre!

—También Indira Gandhi es hija de un gran estadista, Jawaharlal Nehru.Y ya ve, hoy es ella la jefa del Estado. Usted también encontraría un caminofácil si quiere hacer carrera política.

—¡No quiero dedicarme a la política por nada del mundo! —exclamóSvetlana y en su turbación entrecerró los ojos. Para disimular su nerviosismoante Dinesh, añadió—: Llevo cuarenta años simulando y fingiendo. Lo únicoque me interesa es llevar una vida verdadera, sin mentiras ni falsedades,poder ser yo misma y vivir una vida normal y corriente, lejos de las cámarasde televisión.

Entonces los participantes del funeral los separaron.

En la casa de Brayesh, Svetlana se sentía como en casa, en el seno de unafamilia que la trataba como a una hermana. Todo estaba en calma, solo losgrillos y las cigarras interpretaban su raga nocturna a orillas del Ganges. Lahojarasca de los viejos y altos eucaliptos y los amplios mangos, que elGanges había humedecido con su velo nocturno tejido de minúsculas gotas,murmuraba en la brisa tan claramente que parecía como si alguien tocarasuavemente el violonchelo. Entonces Svetlana supo una cosa con certeza: queal cabo de una semana no volvería a Delhi, tal como se lo exigía la embajadasoviética. Tenía visado para un mes. Durante ese mes viviría aquí,impregnándose de calor, de sol y de la cultura local y aprendiendo el idiomade la gente del lugar. Sentía que junto al río no le podía pasar nada.

Se quedó dormida junto a la ventana abierta y la fresca brisa nocturnaintrodujo en su sueño la lenta melodía de una flauta india, que alguien tocabaen la lejanía.

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Cada mañana, se sumergía en la vida india como en un baño caliente yaromático, degustando cada momento de su estancia en el campo. Durante elamanecer paseaba por el huerto de verduras, el oasis verde en la polvorientatierra, que el agua del pozo regaba desde la mañana hasta la noche. Luego ibaal jardín de las plantas, donde arrancaba todo tipo de flores exóticas dellamativos colores, cuyos nombres desconocía y con las que decoraba lafotografía de Brayesh y llenaba jarrones por toda la casa. A continuacióndesayunaba en el porche y contemplaba el cielo, que la salida del sol sobre elGanges teñía de albaricoque. El desayuno era la única comida que servían ala inglesa, angrezi khana, según decía la sirvienta que lo traía: zumo denaranja recién exprimido, huevos, jamón, tostadas con mantequilla ymermelada, té o café. Después del desayuno, Svetlana se sentaba en la terrazay charlaba con Dadu, la sobrina de Brayesh, o con Prakashvati, que leexponía un nuevo punto de vista sobre los muchos asuntos y aspectos de lavida.

Con frecuencia Svetlana reflexionaba en voz alta en presencia dePrakashvati sobre su deseo de ser absolutamente independiente; esta cuestiónla perturbaba porque, sin llegar a ser una feminista, hubiera deseado másautonomía para las mujeres rusas a las que consideraba esclavas de susfamilias.

—En Occidente las mujeres quieren ser independientes —protestó unavez Prakashvati—. Pero ¿por qué? Yo reconozco con gusto que dependo demi marido y mi dependencia no me molesta en absoluto.

Lo decía con una gran sonrisa, algo habitual en los indios. Prakashvati ledecía abiertamente lo que pensaba. A Svetlana la sorprendió tanto sufranqueza como su punto de vista.

—¿Cómo se puede escoger la dependencia? —se extrañó.—Porque quiero a mi marido y sé que lo que él decida será lo mejor para

mí.—Reflexionaré sobre ello —le prometió Svetlana que empezó a intuir

abismos culturales tal vez insuperables.Cuando las mujeres se iban a su trabajo, Svetlana paseaba,

preferiblemente descalza o en sandalias y en un sencillo sari de algodón

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blanco —había aprendido a atárselos de maravilla—, por la orilla arenosa delGanges. Empezaba a conocer a algunos campesinos y los saludaba con lasmanos juntas, namasté! Las campesinas le contestaban Namashkár!,haciendo brillar sus dientes en los rostros oscuros, a cuyos lados colgabanlargos pendientes. Ella admiraba lo bien que les quedaban los saris de loscolores más salvajes combinados con bisutería barata que colgaba de todoslos sitios posibles o imposibles de sus cuerpos. Le encantaba ponerse aconversar con las campesinas, a veces con gestos, otras veces en su hindimuy básico; su tema predilecto eran las cantantes de las canciones indias.

—¿Con qué cantante se queda, Shveta? ¿Con Asha Bhosle o LataMangeshkar?

—¡Con Asha Bhosle, naturalmente!Las campesinas esbozaban sonrisas de desacuerdo y con la cabeza hacían

gestos que recordaban el movimiento del péndulo al revés; Svetlana nuncasupo distinguir si decían sí o no.

—Lata Mangeshkar es la nuestra, no tiene color…Cuando se acababan las cantantes, hablaban de las actrices: ¿Hema

Malini, Waheeda Rehman, Meena Kumari o Mumtaz?Svetlana no conocía las películas indias y repetía convencida el nombre

que le resultaba más fácil:—¡Mumtaz!El péndulo al revés se volvía a poner en movimiento:—Hema Malini es la mejor…A veces ella misma iba al mercado a escoger la coliflor más maravillosa

de todas las coliflores frescas y blancas que allí se ofrecían, y los limonesmás amarillos, los tomates del rojo más vivo y las berenjenas del lila máshermoso: aprendió a usarlas para preparar el baba ganush, un platovegetariano que se parecía a una especialidad de Georgia. Le fascinaban lasparadas con decenas de especias de colores inimaginables.

Después del almuerzo, todos los días iba a verla durante dos horas unprofesor de hindi y sánscrito de la escuela local. Primero aprendió a leer yescribir en devanagari, mientras se habituaba a las palabras y frases básicasdel trato diario con los indios. En los términos sánscritos reconocía raíces depalabras rusas, inglesas y alemanas y evocaba aquello que le explicaba

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Brayesh hacía tan poco. El joven profesor charlaba con ella también sobrefilosofía del hinduismo.

Se acordó de la frase que Brayesh susurró antes de morir: «El EspírituEterno vive en el castillo de las once puertas, el castillo del cuerpo».

—¿Qué puede significar eso? —preguntó al maestro, y le repitió lamisteriosa frase.

Él se quedó pensativo:—El Espíritu Eterno vive en un castillo de once puertas, el castillo del

cuerpo —repitió. Luego añadió—: Cuando uno consigue reinar en esecastillo, es liberado del dolor y la pena, es liberado también de la dependenciay con ello alcanza la libertad total.

—¿Es una cita?—Es un pasaje conocido de los Upanishad.Svetlana veía ante sus ojos el piso de Moscú, en él el dormitorio y en éste,

a su vez, sobre la mesilla de noche de Brayesh, el ejemplar de los Upanishad:en devanagari y en inglés. ¿Por qué una edición bilingüe? El pobre Brayeshsin duda deseaba que lo leyeran juntos. Svetlana anheló con fuerza poderremediarlo. ¡Concédeme esto, solo esto!, ¡solo esta vez quisiera retroceder enel tiempo y darle a Brayesh la alegría de leer los Upanishad con él, en inglés!¡Concédemelo, por favor!, le rezaba para sus adentros al rollizo dios cuyacabeza de elefante le sonreía desde el cercano templo situado a orillas delGanges.

El resto del día, mirando al Ganges, pensaba en la liberación y en lalibertad. Se daba cuenta de lo mucho que necesitaba el mundo en el que ahoravivía: el río y la familia, que le aportaban la paz. La libertad de decir lo queuno quiere, la libertad de movimiento. Fue gracias a ese mundo que seempezó a cuestionar todas esas cosas en las que antes ni siquiera habríapensado. ¿Cómo seguir viviendo ahora que había conocido a Brayesh y sunaturaleza libre, ahora que conocía esta vida para ella tan extraordinaria en elcampo indio? Sí, aquí se sentía realmente liberada. Pero ¿cuánto podía durarsu libertad? ¿Qué hacer para poder seguir viviendo libremente? ¿Y por quéhacía varios días había soltado una frase que ella misma no entendía?:«Dinesh, pregúntele a Indira Gandhi si podría quedarme indefinidamenteaquí en la India».

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En Kalakankar no se celebraba el Año Nuevo: en la parte rural de la India, secontaban los meses y los años de acuerdo con el calendario hindú, según elcual el nuevo año empezaba más adelante. Svetlana se fue esa noche a dormirtemprano, como los demás, pero deseaba con fuerza celebrar de algunamanera el final de 1966, el año de la muerte de Brayesh, que le había traídonuevos conocimientos, nuevos puntos de vista, un nuevo hogar y una nuevavisión del mundo. Se sentó junto a la ventana abierta a través de la cualentraba una noche fría y silenciosa; la luna se reflejaba luminosa en lasuperficie inmóvil del río. Se oía solo el suave tamborileo de las cigarras.Pensó en el mito del Ganges que una vez le había contado Brayesh: laserpiente Vritra había enclaustrado las aguas de la tierra en el cielo y no lasquería soltar. Entonces las aguas se convirtieron en divinas, pero sin el agua,la tierra se secaba y la gente se moría de sed. Aun así la serpiente insistía enno soltar el agua para que regara la tierra. En ese momento el dios Indra sepuso a luchar contra ella, tras un combate feroz logró la victoria sobre laserpiente y soltó las aguas para que la tierra se volviera fértil de nuevo y lagente dejara de morir. Al caer el agua del cielo —que fue el río Ganges—,muchos héroes guerreros muertos renacieron; sesenta mil de ellos. Asírecordaba Svetlana el mito del Ganges y cada vez sentía más curiosidad porlos milagros de los que supuestamente era capaz ese río.

En ese momento, en la orilla apareció Pandit Chakra, el viejo pujari deltemplo hindú adornado con escenas de la vida del dios Krishna y delrechoncho Ganesh, con su cabeza de elefante, y Hanumán, el rey de losmonos danzante. En la oscuridad de la noche Svetlana solo podía adivinar elcolor naranja de su traje. Pandit Chakra se apoyaba en un bastón mientras sedirigía al río iluminado por la luna; en la otra mano llevaba vasijas de broncepara llenarlas con agua del río. Parecía que sobre el fondo de la noche esosrecipientes brillaban con luz propia. Con esa imagen ante sus ojos, se tumbópara dormir y durante largo rato escuchó el silencioso ruido del río, queconstantemente le recordaba el eco lejano de un gong.

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Tras unas pocas horas, se despertó y pensó que había quedado con Daduen la orilla del río para bañarse juntas.

Era de noche, aún no había empezado a amanecer. Dadu ya estaba juntoal agua, su redondeado cuerpo envuelto en un sari; a su lado había unmuchacho que debía llevar a ambas mujeres en balsa hasta una cercana islaen el Ganges. Según la había aconsejado Prakashvati, Svetlana también sepuso un sari sobre el que se echó un abrigo: aunque la temperatura diurnasobrepasaba los 26 grados centígrados, por la noche y durante la madrugadasolo llegaba a 15. Ya hacía días que Svetlana llevaba un sari blanco dealgodón que le parecía muy cómodo. También se peinaba el pelo como lasindias, hacia los lados y con raya en medio, sujetándoselo en la nuca con unacinta blanca.

Primero ambas mujeres vaciaron una cesta de flores en el río, luegohicieron cuencos con las manos y se las llenaron de agua: se humedecieronlos labios y la frente. Solo entonces entraron en el río: Dadu, recitando unaoración; Svetlana, con las manos juntas cantando lenta y largamente om, om,om.

Una vez en el agua, Svetlana tembló de frío y pensó que no lo aguantaría;el agua estaba helada. Pero pronto le pareció como si el río se hubieracalentado. Se lo contó a Dadu. Ella le explicó que en efecto su sensación eraacertada y que se trataba de un fenómeno natural: el agua del Ganges eracurativa, contenía sales y minerales especiales que calentaban el cuerpo.Svetlana observó a Dadu echándose encima agua del río sagrado de maneraritual, y pensó en que la familia de Dinesh había apartado a esta jovenagradable y alegre porque se había casado por amor y había rechazado alhombre que su familia le había escogido. Según le explicó Brayesh, y luegotambién Prakashvati, Dadu vivía con su familia muy humildemente en laperiferia de Allahabad. Brayesh la quería, a menudo la defendía ante Dinesh,pero no consiguió doblegarlo; Svetlana recordaba que Brayesh le enviabadinero a su pobre sobrina desde Moscú.

Cuando volvieron en la balsa a la orilla, el cielo se encendió de rojo y elagua se tiñó del mismo color. La brisa fresca anunciaba el alba. Ambasmujeres se sintieron refrescadas, rejuvenecidas, se sonreían la una a la otra yse prometieron que se bañarían en el Ganges más a menudo.

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Cuando se quedó sola, Svetlana se dirigió al pequeño templo hindú,perfumado con incienso. La embargó una calma profunda y empezó aentender a Brayesh, que tenía como costumbre sonreír ante los contratiemposde la vida. Ahora Svetlana se daba cuenta de que la calma y la paz eran undon supremo que no le llegaba a cualquiera: ella misma, a sus cuarenta años,estaba en paz por primera vez en su vida. Una persona sensata debería buscarmás la paz que la felicidad, pensó, porque la felicidad es en su esenciavoluble; en cambio, la paz dura para siempre si uno sabe mantenerla. Y seprometió que, allí donde estuviera, buscaría momentos de calma para estarconsigo misma.

9

Dos días después de aquel baño iniciático estaba sentada con Dadu. Ambasmujeres acababan de bañarse otra vez en el Ganges, visitar el templo hindú ydesayunar en la terraza del raj bhavan. Ahora descansaban y disfrutabancontemplando la isla en el río y el curso levemente ondulado del majestuosoGanges con sus meandros y sus blancas orillas de arena. En un momentodado, Svetlana se dio cuenta del alboroto que llegaba desde el patio interiordel palacio. Se levantó y fue a ver qué ocurría. No podía creérselo cuando vioel coche diplomático ante la puerta del castillo y en el patio distinguió aSurov de la embajada soviética, mirándola. Llevaba unos pantalones claros yuna camisa naranja, las mechas rubias le caían sobre la frente; tenía el aspectode un turista que está gozando de unas vacaciones junto al mar.

Él también estaba sorprendido:—¡Caramba, Svetlana! ¡Pero si está usted completamente cambiada!

Parece una india rubia, ¡si hubiera indias rubias! El sari, las pulserastintineantes en las muñecas, la trenza india, el punto rojo en la frente, la línearoja en la raya del pelo, la piel tostada por el sol… Ni la reconocería si nosupiera que vive aquí y que solo puede tratarse de usted.

Naggu y sus seis hijas no tardaron en aparecer en el patio. Le enseñaron aSurov el palacio y sus vistas; él lo observó todo detenidamente,

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entusiasmado. Naggu, evidentemente feliz por la inesperada visita, invitó aSurov a almorzar. Antes de comer le dejó que explicara a Svetlana por quéhabía venido. Surov fue al grano:

—Hemos cambiado su billete de avión. En lugar del 4 de enero puedeestar en la India hasta el 11. El avión vuela una vez por semana. ¿Se alegra?Como ve, hacemos por usted lo que podemos.

—Tengo un visado hasta el 20 de enero y hasta entonces no pienso irme—dijo Svetlana.

—Lo notificaré a la embajada. Aunque no la entiendo, lo reconozco. Yaentregó las cenizas, ha disfrutado del campo, ha descansado, tiene un aspectoinmejorable. Ahora puede volver conmigo a Nueva Delhi: esta nochellegaremos a Allahabad, dormiremos allí, que es donde he dormido yo estanoche, y mañana estaremos todo el día de viaje hacia Delhi. Y por el caminole puedo enseñar toda clase de maravillas, como la vieja fortaleza FatehpurSikri, o Agra y el Taj Mahal.

—Es muy amable por su parte, pero yo por el momento no tengo ningunaintención de marcharme de aquí; estoy muy a gusto.

—Como quiera. Entonces tendré que volver yo solo.—Le daré una carta para mis hijos, para que la envíe de Nueva Delhi a

Moscú.Los demás los esperaban con la comida. Se sirvieron platos vegetarianos

al curry, como siempre para comer y para cenar. Las hijas de Nagguintercambiaron entre ellas miradas significativas: ¿qué pasaría? La embajadahabía enviado un coche para llevarse a Svetlana de vuelta. Se les presentabauna situación intrigante. Surov comía sin muchas ganas; se veía que no estabaacostumbrado a la comida india y no ocultaba su disgusto. Al final sedespidió, se acomodó en el coche y se marchó. Entonces todos se agolparonalrededor de Svetlana:

—Shveta, Shveta, ¡ya pensábamos que había venido para raptarte!Le agradaba oír el sonido del nombre Shveta, porque le recordaba el tono

de voz calmado y tierno de Brayesh.Pero con la visita de Surov le pareció como si de repente alguien se

hubiera metido en su vida privada, lo toqueteara todo y rompiera lo másdelicado. Dejó de percibir la armonía de la vida a su alrededor, perdió la

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concentración en la belleza natural de los alrededores del Ganges. Suspensamientos volvieron a Moscú y Svetlana tuvo un ataque de ansiedad. Porla tarde, anuló la clase de hindi y se quedó en su cuarto, porque teníatemblores y sudaba de miedo. No quería pensar en Moscú, en lasdesagradables audiencias en el Kremlin. Lo único que la unía a aquel lugareran sus hijos. Sí, los añoraba intensamente. Pero aborrecía la idea de volvera Moscú.

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Durante su estancia en Kalakankar había empezado a temer por sumanuscrito Veinte cartas a un amigo que, aún en Moscú, dejó a Kaul,entonces embajador de la India en la Unión Soviética pero que ahoratrabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores de la India, para que loguardara. Se sentó y le escribió a Kaul:

¿Aún tiene mi manuscrito, querido Kaul? ¿Aún no lo ha entregado a la embajada soviética?Discúlpeme, lo digo en broma, aunque para mí es un tema realmente importante. Si sigueteniéndolo, envíemelo aquí a Kalakankar por correo urgente, o mejor aún por medio de alguienque tenga que venir, se lo ruego.

Inmediatamente, Kaul le envió un telegrama:

¡Vaya! Todo este tiempo cuidé del manuscrito como si me fuera la vida. Si eso es lo que opinade mí, ya podemos dejar de ser amigos. Se lo envío a Kalakankar por medio de Dinesh.

Y, efectivamente, Dinesh le hizo llegar el manuscrito. Svetlana lo releyódurante las largas tardes en Kalakankar y descubrió que había partes quealgunos podían considerar poco literarias; sin embargo, a pesar de la tragediaque el texto describía, el libro resultaba vivo y había conseguido comunicarlo que Svetlana se había propuesto: la vida en el Kremlin tal y como la habíaconocido. No cambió en él ni una coma.

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Finalmente, llegó la fecha tan esperada por todos, el 16 de enero. Ese día, enel marco de su campaña electoral, la primera ministra, Indira Gandhi, hacíauna parada en Kalakankar.

Primero llegó Dinesh Singh de Nueva Delhi. No estaba solo, loacompañaba todo un séquito de secretarios, trabajadores de la campaña ymiembros de la seguridad. Svetlana apenas lo reconoció: en lugar del Dineshjuvenil y vestido a la manera occidental, apareció un hombre serio con sutraje tradicional indio, aunque no menos elegante: los pantalones blancos delana, los churidars, y una chaqueta azul, ashkan, con el cuello Nehru.También se había esfumado su comportamiento democrático occidental:Dinesh se hacía llamar maharajá y recibía trato de aristócrata. Se sentó conlas piernas cruzadas, a lo indio, en la otomana tapizada bajo el retrato en elque estaba pintado su padre con todos los atributos de maharajá. Dineshestaba constantemente rodeado de gente; cuando se quedó unos minutos solo,con expresión preocupada le dijo a Svetlana que debía irse cuanto antes aDelhi: «Preferiblemente de forma inmediata. La embajada soviética teme porusted».

Svetlana entendió que Dinesh, de acuerdo con la embajada soviética,intentaba evitar su encuentro con Indira Gandhi. La enviaba a Delhi para queno pudiera participar en la recepción solemne en honor de la primera ministrade la India.

—Me quedo. Me apetece cenar con Indira.Un resplandor de furia atravesó los ojos de Dinesh, pero enseguida

disfrazó su ira con una sonrisa pícara y un gesto paternal como si amenazaraa su hija desobediente. Svetlana sonrió y fingió seguirle el juego, pero seasustó un poco. «Acabo de descubrirle mi secreto —pensó— y él se esforzaráen evitar mi entrevista con Indira, de la que tanto espero».

—Dinesh, tengo un visado válido aún para varias semanas, la embajadame lo ha alargado y quiero aprovecharlo. No pienso irme de aquí antes de que

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caduque.Dinesh suspiró, como si considerara a Svetlana un caso perdido; conocía

su deseo de permanecer en la India tan bien como todo Kalakankar. «Lamemsahib quiere vivir aquí», cuchicheaban los del lugar. La interrogabanacerca de sus intenciones: «¿Le gusta esto? ¿Quiere quedarse? ¿Sí, deverdad?». Y Svetlana, que aquí se había desacostumbrado a mentir yocultarlo todo, como era habitual en su país, respondía con toda la franqueza:«Me encantaría quedarme en la India para siempre». El maestro de hindi ysánscrito seguía frecuentando su casa a diario para practicar conversación.Svetlana ya entendía mucho y hablaba un poco, especialmente con loslugareños, que desconocían el inglés. Se esforzaba por atrapar frases de lascanciones indias que escuchaba por la radio, como las cantaba LataMangeshkar, musa de la India entera, en tonos increíblemente agudos y conla melodía y el ritmo muy marcados.

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En una nube de polvo, finalmente, llegó a la plaza principal una limusinanegra. Bajó de ella, de un salto, una mujer guapa, ágil, con un sari oscuro,saludando a los hombres con un toque de coquetería. Con las manos juntas yel namasté en los labios se desplazó hacia el corrillo de autoridades locales,con Dinesh en primera línea. El sari la envolvía de tal forma que hacíaresaltar el dinamismo de sus ligeros movimientos. «Se mueve como un zorroo una serpiente», pensó Svetlana. Y entonces Indira se hallaba delante de ella.Tenía nueve años más que Svetlana; la primera mecha de pelo cano se lapeinaba para que se convirtiera en un ornamento de plata en su pelo negro;esa joya hecha de pelo daba resplandor a su rostro. Indira recorrió con losojos el sari blanco de viuda india; Svetlana se lo había puesto porque sabíaque Indira Gandhi también era viuda y esperaba que eso las acercaría. Perono sospechaba que Dinesh había avisado a Indira de la presencia de la hija deStalin en Kalakankar y ahora la premier india intentaba adivinar si la infanciade Svetlana en el Kremlin había sido tan solitaria como la suya en el palacio

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presidencial de Delhi, y si a Svetlana la habían mantenido tan aislada delresto de los niños como a ella. Svetlana ignoraba sus pensamientos porque nisiquiera había pensado en el hecho de tener delante suyo a la hija del primerministro Jawaharlal Nehru, que había sido el primer político de la Indiaindependiente. Y también ignoraba el hecho de que Indira se había fijado enque, a diferencia de Naggu, Prakashvati y otras mujeres en las que hoytintineaban las joyas más hermosas, el único ornamento de Svetlana era supelo, que la puesta del sol teñía del color del maíz maduro y con el que habíaelaborado una gruesa trenza.

Indira se alejó del grupo de autoridades que había saludado y con un pasoágil y vivaz —que Svetlana admiraba continuamente— se colocó ante elmicrófono. Como oradora experta que era habló ahora con claridad yautoconfianza, bajaba el volumen hasta llegar a susurrar íntimamente, paraluego volver a levantar la voz; de vez en cuando marcaba una pausadramática. Bharat… garibi hatao. Esas palabras se repetían en su discurso.«Bharat significa India —explicó Prakashvati al oído de Svetlana—, y garibihatao quiere decir “erradicar la pobreza”; éste es el eslogan electoral deIndira».

Tras el discurso en la terraza del colegio, la gente se adentró en el rajbhavan. Durante la recepción festiva en la sala de estar, Indira le preguntó aSvetlana si le gustaba Kalakankar.

Svetlana la miró directamente a los ojos y dijo de forma firme, conénfasis:

—Me gustaría quedarme aquí todo el tiempo que me permitan.Su respuesta le pareció a Indira algo ingenua, sobre todo en boca de la

hija de un político.—¿Acaso no le quieren dar el permiso? —preguntó Indira, y ahora fue a

Svetlana a quien su pregunta le pareció tan simple que rayaba la candidez. Yen ese momento se dio cuenta de que Dinesh no le había dicho a Indira ni unapalabra sobre su deseo de permanecer en la India.

Fue entonces cuando intervino Prakashvati y le contó algo a Indira en vozbaja. Svetlana sabía ya suficiente hindi como para entender que le describíasu situación y que indirectamente le pedía ayuda a Indira. Ésta se puso aconversar con ambas mujeres, mientras alrededor de ellas esperaban

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impacientes los miembros de las castas más altas que habían llegado aKalakankar desde diversos lugares para hablar con la primera ministra.

Naggu anunció la cena. La audiencia de Svetlana había llegado a su fin.Naggu acompañó a Indira y a un grupo de invitados selectos —los príncipesy sus amigos bien situados— a un salón más pequeño; los demás comensalescenaron en el gran comedor decorado con frescos que representaban escenasde la vida de Krishna.

Svetlana se sentó a la gran mesa junto a Dadu; ni siquiera a ella lainvitaron a cenar en el círculo de Indira, pese a ser de la familia más directa.Svetlana degustó los platos —curry de las más diversas verduras, arroces,nans y parathas, o sea tortas de pan rellenas de verdura picante y queso,frutas y dulces indios de los colores más variados—, mientras miraba a Daduque, con tristeza, mojaba el pan en las salsas picantes. Pensó que Dineshhabía hecho todo lo posible para que ella, Svetlana, y la primera ministra nollegaran a encontrarse. Y esbozó una sonrisa al pensar que sus esfuerzoshabían resultado inútiles: Svetlana conoció a Indira, habló con ella y le pidióayuda.

Por la mañana, antes de que Indira se marchara, Dinesh no pudo evitarque Prakashvati llevara a Svetlana a desayunar con la primera ministra. En laterraza más alta del palacio, inundada por los rayos dorados del primer solmatutino, que penetraban en la glorieta con columnas de mármol blancocubiertas de ornamentos, Dinesh e Indira estaban sentados alrededor de unamesita baja y bebían zumo de naranja recién exprimido. Mientras Svetlanaestuvo sentada con ellos, Dinesh la contemplaba con abierta hostilidad. Indirase acabó su bebida y se levantó para marcharse; empezaba la siguiente etapade su campaña electoral. Mientras todos la saludaban juntando las palmas yrepetían sus corteses namasté, Indira de repente se dio la vuelta de maneraimpulsiva, alargó ambos brazos hacia Svetlana, apretó con firmeza sus manosy dijo, con sentimiento:

—¡Le deseo suerte, mucha, mucha suerte!Svetlana, emocionada, le contestó con énfasis:—¡Yo igualmente se la deseo a usted!Indira le ofreció una prolongada sonrisa y se marchó.La observaba partir y tuvo un escalofrío. Había descubierto al fondo de

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los brillantes ojos alargados de Indira algo que le resultó familiar, y hastaíntimamente familiar. La fría ambición. La crueldad. «Sin ninguna duda estamujer va a ganar las elecciones —pensó Svetlana—, pero es capaz decualquier cosa para mantenerse en el poder. Y lo hará hasta su muerte, eso esevidente. ¿Cómo será su muerte?». Tenía el presentimiento de que no seríauna muerte plácida como la de Brayesh.

Su impresión fue pasajera. Svetlana oyó que las mujeres del pueblo sedespedían de la premier con gritos de «Indira Amma». Prakashvati le volvióa explicar que eso significaba «Madre Indira».

Se sentó con Prakashvati en la terraza de su casa, a la sombra de las ampliasramas de los ashokas, absorbía el calor y la paz de esa casa que para ella eraun verdadero hogar, y se estiraba en su silla como un gato. Prakashvatiobservó indignada que Indira Gandhi no se comportaba como la madre de losindios y que no había quedado nada de la India de Mahatma Gandhi:

—Esta primera ministra se rodea solo de príncipes y aristócratas. En lugarde hablar con la gente hace que sus guardaespaldas la aíslen de losciudadanos. Y no hace sino repetir su garibi hatao, como si realmenteestuviera dispuesta a erradicar la pobreza. Palabras, palabras. Mahatma, encambio, hablaba con todos, incluso con los intocables. Para él nadie eraintocable. Ahora todo es jerarquía y miedo, los intocables vuelven a serexpulsados de la sociedad y se obedece a los maharajás.

Svetlana entendió que la campaña electoral no la favorecía. El gobiernode la India tenía miedo de meterse en problemas con la Unión Soviética, a laque estaba vinculado por más de un acuerdo ya desde la época de JawaharlalNehru; Indira ha continuado la política prosoviética de su padre hasta talpunto que la Unión Soviética se vio con el derecho de considerar a la Indiacomo uno de los territorios más importantes bajo su influencia.

Svetlana, arrellanada en su cómoda silla a la sombra y al olor de losashokas, con la vista fija en el Ganges, poco a poco se dio cuenta de que yano podría quedarse mucho tiempo más en la India. Y sabía perfectamente quele gustaría vivir aquí, en esta casa de Kalakankar, o en un piso de NuevaDelhi, si hacía falta, porque entre esta gente se sentía bien. Tenía el

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presentimiento que durante el resto de su vida no dejaría de lamentarse por nohaber conseguido el permiso de residencia. Y disfrutaba la brisa del Ganges yel perfume de los árboles sin pensar en nada, como si el futuro no existiera.

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T

IIIDelhi (1967)

1

ras dos meses y diez días en Kalakankar, llegó el momento de ladespedida y el regreso a Moscú, por supuesto pasando por Nueva Delhi.

Delante de la casa estaban Prakashvati y Suresh, Dadu y medio pueblo.Svetlana deseó abrazar a uno tras otro, apretarlos contra sí, besarlos,demostrarles lo muy cercanos que le resultaban: una verdadera familia, a laque aspiraba desde siempre. Pero no debía acercarse a nadie con los brazosabiertos. Todos se mantenían ante ella con las manos juntas: «¡Namasté!»,«¡namasté, Shveta!». Y se esperaba de ella que se detuviera frente a cada unode ellos, juntara las manos y dijera con el mayor sentimiento: «Namasté»,«namasté, Prakashvati», «namasté, Suresh», «namasté, Dadu», «namasté,familia, todos vosotros a los que he cogido tanto cariño», «¡namasté, ríoGanges!, namasté, ¡en ti descansan las cenizas de mi Brayesh!».

2

En lugar de la urna, mientras el viaje de vuelta protegió un pequeño maletíndonde llevaba el manuscrito de su libro de memorias Veinte cartas a unamigo. En el pequeño avión, que se dirigía de Lucknow a Delhi con escala en

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Kanpur, Svetlana sujetaba el maletín en el regazo igual que la urna en elcamino de ida y sonrió recordando cuántas veces aún, inesperadamente, habíaaparecido Surov y cuántas veces tuvo que reñir con él y regatear con laembajada soviética por cada semana más en la India. Pero venció ella, enlugar de un mes —o catorce días, como querían ellos— al fin pasó dos mesesy medio en Kalakankar. Regresaba fortalecida, pero a disgusto. No podíaquedarse aquí, se lo había confirmado incluso Indira Gandhi, cuando le deseósuerte de todo corazón y sin embargo no hizo nada por ella. La única razónde volver a Moscú eran sus hijos.

3

En el aeropuerto la esperaba Dinesh. No había avisado y para Svetlana fueuna sorpresa. Al verlo se sintió invadida por la energía y el buen humor queemanaba el sobrino de Brayesh. Aunque iba vestido a la última modaoccidental, según la costumbre india, le colgó a Svetlana en el cuello unfragante collar de flores de jazmín y de naranjo. Dinesh no paraba de charlary se reía de cualquier tontería. Tras unos momentos a Svetlana se le ocurrióque quizá se reía demasiado y que su risa resultaba forzada. De hecho,Dinesh se había puesto una máscara de risa para ocultar su preocupación ysus nervios. «¡Tiene ganas de que me largue! —pensó Svetlana—. Temeperder por mi culpa el anhelado sillón de ministro de Asuntos Exteriores de laIndia, es decir si cometo alguna torpeza que no les guste a los rusos. LaUnión Soviética, que tiene a la India en jaque, le puede estropear los planes».

—Sin duda ahora se alojará en nuestra casa, ¿verdad, Shveta? —dijoentusiasmado, y le hizo un guiño para que asintiera.

Svetlana percibió que su entusiasmo no era sincero.«Dinesh quiere que viva en su casa —pensó—. Para tenerme bajo control,

no hay otra alternativa».—Tengo que quedarme en la residencia de la embajada soviética, Dinesh,

por desgracia —dijo con tristeza fingida—. Me esperan allí, qué pena.Alzó la mirada hacia él y se dio cuenta de que se sentía aliviado.

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«Seguramente porque así no me tendrá bajo su responsabilidad. ¿Y si hicieraalgo? ¿Alguna —como diría él— temeridad?».

Se sentó junto a Dinesh en el asiento de atrás de su Mercedes blanco. Alpoco rato el chófer se abría paso en el centro de Nueva Delhi. Svetlanaabsorbía con todos sus sentidos la jungla urbana india, donde en las calles semezclaban los taxis y los rikshaws, mozos con la carga en la cabeza y vacasescuálidas, hermosas mujeres con saris de seda de colores llamativos,engalanadas con tintineantes pulseras en brazos y pies, y los chatwala,vendedores de chai y de paratha, tortas de pan sazonadas con pimienta yrellenas de queso y verduras. Deseó sentarse en la terraza de un café paracontemplar ese abigarrado río humano igual que había disfrutado dos mesesentregada al Ganges y sola consigo misma, aunque también haciéndolecompañía al cielo, que durante el día se reflejaba verde en el río y por lanoche lo inundaba con un infinito manto estrellado.

—Shveta, sea sensata, pues —le rugió Dinesh en el asiento de al ladomientras el chófer esquivaba a un anciano porteador con enormes sacos sobresu cabeza y a una robusta campesina con un sari blanco que dirigía a unacabra—. El año que viene en el ministerio le conseguiré un visado para ustedy para sus hijos, vendrán todos juntos y serán mis invitados —la persuadía, yde vez en cuando soltaba algún chiste inocente para hacerla sonreír.

«Los asiáticos —pensó Svetlana— sienten debilidad por los chistesinfantiles, y eso los hace muy simpáticos». Pero no se creyó el cuento de lainvitación («¿cómo las autoridades soviéticas nos iban a dar el permiso a todala familia, si no me dejaron venir ni con Brayesh?») y se mantuvo alerta.

Sin embargo, le dio a Dinesh las gracias muy educadamente:—Es usted muy amable, se lo agradezco.Dinesh sabía que no la había convencido, así que siguió esforzándose.La llevó a casa de los Kaul y, aliviado por haberla dejado, se hizo llevar

al ministerio.

4

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Kaul la invitó a sentarse en un sillón y le ofreció un vaso de limonadaacabada de exprimir y adornada con una ramita de menta. Encendió su pipa ypreguntó por su estancia en Kalakankar. Pero escuchó su relato distraído,incluso nervioso. Luego dijo:

—El año que viene ha de venir con sus hijos, ¡le proporcionaremos elvisado!

A Svetlana le pareció oír el eco de Dinesh.Se sintió decepcionada, pero trató con todas sus fuerzas de dominar la

voz:—¿Acaso me darán el visado las autoridades soviéticas? Usted vivió

mucho tiempo en Moscú y sabe que nunca dejan viajar a una familia entera.¡Ni siquiera me permitieron viajar con mi marido!

—¡La ayudaremos como podamos! ¡Verá cómo lo conseguimos!—Usted quizá me ayude, ¡pero dudo que ellos lo hagan!Kaul aspiraba su pipa y continuaba con su canción, Svetlana decidió no

seguir discutiendo. Para sí misma agitó la mano como si se despidiera deKaul y de todo lo desagradable, gesto que solía hacer Brayesh cuando seproducía algún malentendido. Descansó tranquilamente en el sillón, bebiendosu refresco con una pajita y sonriendo cortésmente. Llevaba un sari nuevoque había comprado en una excursión a Lucknow, Allahabad y Varanasi, queduró varios días y donde la acompañaron Prakashvati y Suresh. Su sari era deseda, de color gris perla, con ricos bordados verde turquesa, todo a mano.«Alguna muchacha habrá estado trabajando en estos bordados medio año yyo me lo compré por una menudencia», pensó con lástima. Se miró de reojoen el alto espejo con un marco de plata trabajada, que colgaba en la sala deestar de Kaul a su derecha: el cristal le devolvió la imagen de una jovenelegante, una perfecta india si no fuera por el pelo castaño claro con reflejosnaranjas y la piel sin duda bronceada, pero menos chocolateada que la de lasindias.

Y de repente se sobresaltó al oír que Kaul le preguntaba:—¿Y el manuscrito que le mandé a Kalakankar, lo lleva encima?Intentó ocultar hasta qué punto la pregunta la había sobrecogido. ¿Qué

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debía decir? No confiaba en Kaul: todos los políticos y diplomáticos indiosestaban vinculados con la embajada soviética y él no era una excepción. Y seoyó a sí misma decir:

—No, claro que no, no lo tengo, lo envié a París.Entonces Kaul se sobresaltó y dejó la pipa en un gran cenicero de cristal,

con lo que confirmó a Svetlana que sus sospechas estaban justificadas. Nopudo evitar reírse para sus adentros: Kaul había reaccionado de tal maneraque parecía que se le iba a apagar su eterna pipa. Svetlana sabía que esarespuesta se la había dictado su instinto de conservación. Entre dos malesescogió el menor: si hubiera dicho que llevaba consigo el manuscrito, es más,que lo llevaba en la pequeña maleta que tenía a sus pies, Kaul habría podidoinformar a la embajada soviética, que con toda probabilidad habría intentadoconfiscar el maletín.

Bebió el refresco a lentos sorbos para ganar tiempo. Kaul tambiénguardaba silencio, probablemente por la misma razón. Cuando miró hacia él,vio que volvía a aspirar rápidamente su pipa y reflexionaba, envuelto enhumo. Puesto que temía que Kaul pudiera leer algo de la expresión de sucara, llevó la conversación a las elecciones indias, para las que quedaban solounas semanas. Kaul empezó a hablar de los distintos partidos mientras laobservaba con perspicacia. Ella sintió que le leía los pensamientos, que paraél se había vuelto transparente, que ese hombre lo sabía todo de ella. Seesforzó en no aflojar su autodominio: un solo pensamiento sobre sus pocasganas de volver a Moscú y Kaul se lo leería e informaría al respecto.

Sonó el teléfono:—Sí, sí —Kaul asintió con la cabeza, aliviado—. Está aquí. Sí, claro.Tras unos momentos se abrió la puerta y entró Surov.Kaul le dio la mano a Svetlana:—Hasta la noche. Preeti vendrá a buscarla y cenaremos todos juntos —se

despidió, y le puso paternalmente la mano en el hombro.

5

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Tan pronto se sentó en el coche negro y empezó a conversar en ruso conSurov, se apoderó de ella una sensación de hastío insuperable. Hubierapreferido mantener el silencio, de modo que contestaba con monosílabos;todo el interior del coche, una limusina de marca rusa, le parecía vulgar.Llegaron a la residencia soviética y de nuevo vio los típicos muebles que nose parecían a ningún otro en el mundo y a los que se había desacostumbradodurante su estancia en Kalakankar; además le desagradaba la recepcionistamuy perfumada, gruesa, con su vestido ceñido. En todas las paredes habíancolgados carteles que elogiaban a las trabajadoras e invitaban a celebrar elDía Internacional de la Mujer. Evidentemente, los diplomáticos rusosllevaban el estilo de vida soviético, estuvieran donde estuvieran. Svetlana seresistía a volver a este modo de vida y a participar en él: sus reuniones dondeno se resolvía ni se solucionaba nada, las fiestas organizadas que servían paraemborracharse. Svetlana atravesó el patio hacia el edificio donde debíaalojarse: las mujeres estaban allí sentadas en bancos, vestidas con vulgaressudaderas, algunas con rulos en el pelo, preparándose para la celebración dela noche; en la arena chillaban los niños. Qué repugnante es todo, pensóSvetlana, y recordó a los niños de Kalakankar que, de pie, la observabanpensativos. «¿No seré injusta, además de poco objetiva?». Pero no pudoacabar de desarrollar esa idea.

Tampoco tuvo tiempo de cambiarse; Surov le hizo llegar una invitación aun almuerzo en su honor en casa del embajador; también asistían a la comidaél, Suvórov, y su mujer. Ya eran pasadas las dos. Se lavó las manos y sedirigió hacia el almuerzo de honor con lo que había llevado puesto durante elviaje: el sari gris perla con bordados verdes y los brazaletes verdes en elbrazo derecho. La muñeca izquierda estaba ceñida por el reloj que le regalóBrayesh, que seguía marcando las horas con su eterno tictac, tal como éste lohabía deseado.

Entró en el vestíbulo de la embajada; todos estaban ya presentes y laesperaban. Svetlana no pudo dejar de percatarse de cómo esos rusos larepasaron con la mirada de pies a cabeza, y en sus rostros apareció unaexpresión de asombro y desdén mal disimulada.

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—Así que se ha vuelto india, Svetlana Yósifovna —masculló lentamente,entre dientes, el embajador Benedíktov mientras le estrechaba la mano.Svetlana percibió que también su mujer la miraba con desprecio, altiva, consus pequeños ojos hundidos en una cara grasienta que su sonrisa impersonalno era capaz de iluminar.

—Por favor, por aquí —Benedíktov le mostró su lugar en la mesa,cargada de alimentos y botellas de coñac y whisky y vodka. A Svetlana no laapetecía nada de la comida rusa. Tras diez semanas pasadas en la India, sehabía acostumbrado a los alimentos vegetarianos en pequeñas cantidades. Lehabía cogido gusto a las verduras al curry. Casi cada día ayudaba aPrakashvati a cortar cebollas y coliflores, pelar patatas y berenjenas, lavar elarroz y cocinar las lentejas. Le gustaba la costumbre de los indios de ayudar ala gente; por eso limpiaba el polvo, barría, planchaba. Las sirvientasentendían que quien hacía eso no podía pertenecer a la casta superior sino queera del pueblo y se dirigían a ella con cordialidad y amistosamente. Ahorapicaba de platos rusos, bebía con los demás, pero cada vez solo se mojaba loslabios en el vaso de whisky y luego lo dejaba a un lado.

—¿Se tomará con nosotros un vodka, Svetlana? —preguntó Suvórov, yaachispado.

—De momento no, gracias —contestó Svetlana suavemente, con unasonrisa, para que no sonara como una provocación.

—¡Ay, maaadre! Parece que se ha acostumbrado al estilo indio: un pocode verduritas, arroz, fruta y té. Aquí, póngale a Svetlana un arenque a la rusa,con salsa de nata, Ivan Alexándrovich —incitó Suvórov al embajador.

—Nosotros, en cambio, no podemos prescindir para naaada de la comidarusa, ¿eh, Ivan? —dijo con altivez la mujer del embajador, que hablaba comosi cantara y Svetlana tuvo la sensación de que la miraba con aprensión.

—¿De verdad que no? —replicó Svetlana por cortesía, aunque lascostumbres de la mujer del embajador no le importaban lo más mínimo. Seesforzó en concentrarse en alguna bonita experiencia del viaje que apenashabía acabado y para sus adentros escuchó tocar la cítara. El hermano deBrayesh, Suresh, y su mujer, una noche en Allahabad, la llevaron a unconcierto de improvisación del instrumento de cuerda. Cuando después dedos horas los espectadores se marcharon, el músico seguía tocando con los

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ojos cerrados, sin notar siquiera la presencia de Svetlana, de tan abstraído queestaba con su peculiar forma de tocar, que para ella sonaba como el burbujeomelódico del Ganges a la salida del sol.

La mujer del embajador mientras tanto dijo cantando:—¡Para naaada! ¡Nos gusta mucho la comida! Solo la rusa, de confianza,

certificada, por supuesto. La nuestra. ¡Cómo disfrutaaamos aquí! —dijoriéndose.

Aún concentrada en sus propias imágenes e ideas, Svetlana intentabamirar a la mujer del embajador a la cara y no deslizar su mirada por su figuraredonda ni por el cuerpo voluminoso del embajador. Los dos revelaban laglotonería a la que se habían consagrado allí. Hasta el más delgado Surov ysu mujer se servían de las fuentes como si llevaran una semana sin comer.Svetlana se felicitó por haber perdido en Kalakankar unos cuantos kilos demás. A los diplomáticos rusos más bien les parecía flaca, porque la mujer delembajador vitoreó con su voz cantarina, dirigiéndose a Svetlana:

—Pero coma, ¿por qué no come? Mírese, ¡es toda huesos y piel!La esposa de Suvórov, muy atractiva, posó sobre ella sus ojos y cada vez

que Svetlana la miraba, la morena apartaba rápidamente su mirada.—Sírvase unos rollos de carne…, espere, le serviré yo. ¡Pues que sean

dos! ¡Y otro más! Tendrá que recomponerse un poco con nosotros —gritóSuvórov, animado por el alcohol, y le puso a Svetlana en el plato unos rollosde carne rellenos con huevos e inundados en una salsa grasienta.

—Gracias, es suficiente. No, no, ya no comeré más, gracias —repetíaSvetlana. No quería ofender a Suvórov, que le caía simpático, y se peleabadesesperada con la comida grasienta que no la apetecía en absoluto. Y para símisma pensaba una y otra vez: «¡Fuera! ¡Cuándo podré alejarme de estagente sin parecer maleducada!».

—Venga esta noche, Svetlana —Suvórov por fin dejó de hablar decomida—. Celebramos el Día Internacional de la Mujer. Hoy empezamos.Habrá un discurso y luego un acto organizado en el escenario.

—Lo organiza la señora Suvórov —dijo el embajador, señalando a lamorena. Ésta descubrió los dientes:

—Sabe, planear pasatiempos para las veladas, ¡eso es lo mío!La mujer, realmente, tenía el aspecto de una activista del Partido,

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entendió Svetlana. «A las mujeres del Partido las distingue de las demás unaire de fría altivez y una actitud de tener siempre la razón; suelen ser personasmediocres y banales», pensó Svetlana. En el caso de la señora Suvórov, sumarcada belleza lograba disimular ese aire. Svetlana se dio cuenta de queesos homo sovieticus, por regla general aburridos y vulgares, estabanconvencidos de que no había otra verdad que la suya.

Los cuatro miraron a la joven señora.—Siempre hay algo que hacer, que organizar —dijo iluminada la señora

Suvórov—. ¿Verdad, Ivan Alexándrovich? —Miró al embajador deseando suelogio.

«Todo organización y obligaciones, la asistencia obligada a las veladas yla participación obligada en las reuniones —pensó Svetlana—. ¡Anda ya conestos hipócritas!».

Pensó en como en solo dos meses y dos semanas se había desapegado detodas esas costumbres. Como se había habituado a estar sola, libre, a decir loprimero que se le ocurría sin censurarse. Esas largas horas mirandodiariamente el Ganges, como si fuera a leer en el río su nuevo rumbo vital, lahabían cambiado.

Cuando volvió de sus reflexiones al presente, alrededor de la mesareinaba un silencio abrumador. Nadie sabía qué decir. Todos miraban al platopara no encontrarse con los ojos de los demás. Y Svetlana se preguntó porqué en los buenos usos de la cultura occidental no se aceptaba el silencio ensociedad, como si no hablar fuera una falta grave. ¿Por qué no callar, gozarde la cercanía de los demás en silencio, como sabían hacer los indios?

—Me serviré otra vez esa delicia de carne —dijo la mujer del embajador,y todos se sintieron aliviados de que alguien hubiera roto el silencio. Laseñora señaló una de las esquinas de la mesa, donde había una fuente deporcelana—. Ivan, por favor, pásamela —le pidió con una voz severa a sumarido, sentado junto a la fuente.

—Yo ya no puedo mááás. —La señora Suvórov se estiró como un gato.—Ahora todos van a observar cómo me relamo —dijo la mujer del

embajador, y se rio.—¿Han conocido muchos lugares y costumbres en la India durante el

tiempo que han estado aquí? —preguntó Svetlana por educación.

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—Pues yo también tomaré el rosbif con salsa, para no dejarla sola —soltóla señora Suvórov, y se sirvió con avidez de la fuente que le pasaba la mujerdel embajador—. Jesús, me voy a poner como una vaca —suspiró.

—Pero si tiene una figura perfecta —la animó la esposa del embajador,con los ojos siempre de acero.

—La India la conocemos y no la conocemos —dijo el embajadorBenedíktov con disgusto—. ¿Cuándo traerán el pastel? Sí, el pastel es cosamía. ¡Pero si las mujeres aún están comiendo carne! Pues nada, las cosasbuenas se hacen esperar.

—Yo siempre estoy de viaje, me guste o no —lo interrumpió Suvórov—.Pero no me quejo. Como segundo secretario de la embajada ése es mi trabajo.

—¿Sabe qué? —dijo la esposa del embajador a la señora Suvórovguiñándole un ojo—. Me tomaré otro. Así yo también estaré gorda, seremosdos. Aunque usted no tiene de qué quejarse.

—La India la conocemos y no la conocemos —repitió con más énfasisBenedíktov, para mostrar que no deseaba ser interrumpido. Todos sequedaron en silencio y él continuó con gravedad—: Hemos recorrido todaclase de tugurios, hay que asistir a inauguraciones, reuniones y tal.

Se detuvo para beber un sorbo de coñac. Su esposa lo aprovechó paravolver a meterse en la conversación:

—No sé ustedes, pero yo aquí en Delhi me siento como si estuviera en eldestierro. Menos mal que solo un año más y todo esto habrá pasado. Al finalde la estancia saldremos de compras y ya no nos volverán a ver por aquínunca más.

—Pero ¿hay algo que comprar aquí? —preguntó incrédula la morena.—Sobre todo electrodomésticos, y también queremos un televisor nuevo.—Yo aquí busco la nueva moda inglesa: las faldas estrechas sobre las

rodillas, vestidos de tonos pastel…—Ya, eso no sería para mí.—¿Y por qué no? Tienen todas las tallas.—¿Dónde compra? ¿O se lo encarga a una modista?—Las dos cosas. Las modistas aquí cuestan poco.Mientras saboreaban el pastel —una tarta con sabor a frutos secos y nata

—, Benedíktov explicó cómo había llegado allí.

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—Jrushchov me sacó del Ministerio de Agricultura para que introdujeraen la India tractores y segadoras soviéticas. ¡Pero sobre todo nuestros planesquinquenales!

Svetlana recordó que una vez Dinesh y Suresh discutieron sobre que en laIndia jamás podría funcionar esa planificación soviética.

—Igual que no funciona en nuestro país —se inmiscuyó entonces ella,Svetlana. Y Prakashvati añadió:

—Aquí, en la India, en la agricultura lo único que funciona es la lluvia.Y Benedíktov acabó:—La India me molesta, hace demasiado calor.—Pues nosotros nos aburrimos muchísimo —dijo tímida la señora

Suvórov.—Nos sentimos como unos decembristas desterrados a Siberia, solo que

quemados por el sol —concluyó definitivamente Benedíktov. Arrugó unagrasienta servilleta de tela, salpicada de salsas, la echó en la mesa y se pusode pie para llevarse al grupo a la sala de estar para tomar el café.

Svetlana se sentó en la butaca y se arregló su nuevo sari de seda. Elembajador miraba su vestido con displicencia, como si a sus ojos sehumillara, sin fijarse en absoluto en cómo la favorecía, en cómo subrayaba suhermosa y delicada figura y su feminidad. También las mujeres laobservaban, como si su compañía estuviera por debajo de su nivel. Svetlanalo notaba y, para no tener que mirar esos ojos, azules y penetrantes, sedispuso a arreglarse largamente el borde del sari en el hombro izquierdo.

—Una mujer que conversa tiene más encanto que una mujer silenciosa —dijo Suvórov y se estiró.

—¿Qué dices, chalado? —le gritó la señora Suvórov, con su vestido azulclaro, la falda justo por encima de las rodillas.

—Lo he leído en algún sitio, ¿qué pasa? —Suvórov se sonrojó—. Meinteresa saber qué piensan sobre eso —dijo, y se volvió con aire deculpabilidad a la morena que a modo de respuesta movía la cabeza,indignada.

—La única persona en todo el mundo que se comporta con sensatez es mimodista —lo interrumpió la esposa del embajador.

—¿Y cómo es eso? —preguntó la morena.

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—Porque me toma las medidas cada vez que voy a verla —dijo y soltóuna risa ensordecedora.

La morena se quedó mirándola con la boca abierta como si fuera unanimal nunca visto en el zoo. Suvórov soltó una carcajada.

—Según qué mujer —dijo Svetlana a Suvórov, que la miró en silencio,sin entender—. Según qué mujer sea tiene más encanto callada —repitió.

En ese momento se acordó de que primero Brayesh y luego toda sufamilia la llamaba Shveta y sonrió, mientras miraba a Suvórov. Él se lo tomócomo una manifestación de afecto por su parte, de que lo defendía ante todos,y le devolvió una mirada cálida y llena de agradecimiento.

El embajador ocupó el sofá frente a Svetlana.—Entonces, ¿está satisfecha con su excursión a la India, Svetlana

Yósifovna? —dijo secamente.—Sí, pero…La interrumpió:—Debería estar contenta. La complacimos y le alargamos la estancia.

Debería estarnos muy agradecida.—Solo quiero…—Debe estar radiante.—Sí, lo estoy, pero yo…—¡No estarlo sería de ingratos!Svetlana intentó inútilmente pedirle el pasaporte, que le habían quitado

nada más llegar a Delhi, siguiendo el reglamento soviético. Sin el pasaporteno podía ir a ningún lugar. Pero también sabía que, según las leyes soviéticas,un ciudadano soviético solo tenía derecho a recuperar su pasaporte en elaeropuerto.

—No es que no esté contenta. Lo estoy sin duda. Solo quiero decir que…—Pues eso. Como ve, le hicimos más de una concesión.—Sí, pero yo…El embajador la miró fijamente:—Le hicimos concesiones y usted no tiene de qué quejarse.—¿Vendrá a la fiesta que he organizado esta noche? —le preguntó a

Svetlana la morena.No era una pregunta, sino que le sonó a Svetlana como una amenaza. Se

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esforzó en que sus pensamientos no se reflejaran en su rostro, pero tuvo lasensación de que los demás los leían como un libro abierto. Como antes Kaul.

—Me gustaría, me gustaría muchísimo, pero ya he quedado con elembajador Kaul que iría a cenar con su familia.

El embajador Benedíktov arrugó la nariz:—Otra vez con su Kaul… Con ese espía para Inglaterra…Svetlana pensó que, al contrario, había leído varias veces en la prensa

india escrita en inglés que Kaul estaba de acuerdo con la embajada soviética.—Conocí a la hija de Kaul en Moscú, hace un par de años. Ha sido ella la

que me ha invitado y vendrá a buscarme —se defendió débilmente Svetlana,avergonzada. Se sentía como una colegiala cuyo maestro la regañaba,provocando el acuerdo de toda la clase.

Pero nadie la escuchaba. Cada uno estaba enfrascado en su conversacióny la esposa del embajador levantó la copa de coñac y pronunció un brindis:

—¡Por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora! ¡Lo empezamos acelebrar ya hoy, el 6 de marzo!

En la puerta, cuando Benedíktov y Svetlana se despedían, él le dijo:—Mañana por la mañana enviaremos a sus hijos un telegrama con la hora

de su llegada al aeropuerto de Moscú.Ella no lo quería, y de nuevo le sonó como una amenaza. Pero tomó valor

y dijo en tono de súplica:—¿Y mi pasaporte?Pero Benedíktov no la oyó: con evidente alivio, ya estaba cerrando la

puerta tras ella.

6

Una vez en su cuarto tras la comida, de repente se sintió cansada y se sentóen una silla. Luego se tumbó sobre la manta de la cama hecha. Y ahora,¿qué? En dos días regresaba a Moscú. Lo mejor era descansar y esperar a queviniera Preeti a buscarla para llevarla a cenar a casa de los Kaul. ¿O debía ir ala fiesta rusa? Se puso de pie. En el pequeño apartamento encontró una

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plancha y empezó a planchar el fular de seda color turquesa con bordadosplateados que le habían regalado el hermano de Prakashvati y Suresh.

Estuvo un buen rato planchando, aunque el fular ya estaba completamenteliso. Luego se duchó, se puso unas medias de seda, unos botines y un vestido,todo de color negro, y se echó encima el fular turquesa planchado. «Porsupuesto, me estoy arreglando para la recepción de la embajada soviética —pensó—. ¿O voy a casa de los Kaul?».

Repasó el maletín donde tenía cuidadosamente guardado el manuscrito desu libro. Colocó encima la ropa más necesaria —las mejores camisaseuropeas; la ropa india la dejó en el armario—, cerró el maletín con llave y sela metió en el bolso.

Abrió la otra maleta, la de la ropa y los regalos para sus hijos: pulseras decolores para Katia, zapatillas bordadas con plata para su nuera Yelena, paraYósif una pipa de agua que los indios llaman hukka. Por unos momentos sequedó de pie frente a la maleta abierta, mirando el brillo de los regalos. Y derepente supo que era incapaz de volver a Moscú. Acarició cada regalo, cerróla maleta y se puso de pie. Cogió el maletín, preparado junto a la puerta. Seechó el abrigo moscovita sobre el brazo. Bajó, dispuesta a pedir un taxi en larecepción. Pero temía que el recepcionista le preguntara adónde pensaba ircon la maleta. Así que volvió a su habitación y dejó la maleta de mano y elabrigo.

—Desde esa cabina puede llamar un taxi —señaló el recepcionista delturbante—. Llegará en cinco minutos. ¡Espérelo en la calle, que no se leescape!

Ese plan la disgustó. Marcó el número.Tardaron algo en descolgar, luego tuvo que repetir varias veces que el

taxi debía dirigirse no a la embajada soviética sino a la residencia delembajador, situada al lado.

Esperaba en la calle y de repente sabía que la decisión no la había tomadoella, sino que había venido sola. Ella solo obedeció dócilmente al ángel congrandes alas que, con el índice estirado y cara de pocos amigos, le ordenabano volver a Moscú.

Una voz interior interrumpió su ensueño para decirle que ya era hora deque Svetlana dejara de engañarse a sí misma: su plan de quedarse en la India

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había nacido tras su llegada a este país, justo después de haber descubierto sucolorido. El plan iba madurando en ella en Kalakankar —¿por qué, si no, eseardiente deseo suyo de entrevistarse con Indira Gandhi?— y acabó demadurar después del almuerzo con el embajador ruso. Y si había compradoregalos para sus hijos, fue para aplacar su conciencia.

Tan pronto reconoció su plan, empezó a temblar: ¿dónde estaba el taxi?¿Y si éste llegaba después de que viniera Preeti a buscarla? Debería ir conella, aunque eso habría estropeado totalmente sus planes. Estaba frente a lapuerta de entrada, donde se detenían los coches de los que salían parejaselegantes; la gente se reunía y se dirigía a la fiesta de la embajada soviética.Svetlana creía que no llamaba la atención, esperar un taxi delante del portalera una cuestión cotidiana. ¡Pero el taxi no llegaba! ¿Y a qué hora debía estarallí Preeti? ¿A las siete o a las ocho? Miró el reloj por enésima vez. Las seis yveinticinco. Y el taxi, nada. Debía volver a llamar. ¿Y si Preeti llegaba a lasseis y media?

Por teléfono le dijeron:—Espere, el taxi llega dentro de cinco minutos.Ya había oscurecido y en todos los coches que pasaban por allí, en todas

las luces que se detenían, Svetlana veía el Mercedes deportivo rojo de lajoven Preeti.

Y entonces llegó un coche con un conductor con turbante, a su lado otrosij con turbante: un taxi de Delhi.

—Un momento, ¡que voy corriendo a buscar mi maleta y vuelvo! —gritónerviosa Svetlana.

—¡Tranquila, señora! —le dijo el conductor. El otro sij a modo de sonrisale enseñó los dientes, que estaban rojos de mascar hojas de betel.

Svetlana volvió con su maletín y su bolso en una mano, el abrigo en elotro brazo, y en la otra mano el pasaporte que al embajador soviético tanto lehabía costado devolverle. Seguramente se alegraba de que por fin ella semarchara a Moscú y por eso había cedido. Svetlana había encontrado supasaporte con la tarjeta de visita del embajador fijada en él con un clip en suhabitación, sobre la cama.

El taxi mantenía el motor encendido. Svetlana entró con cuidado y colocóel maletín encima de las rodillas.

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—¡A la embajada americana! ¿Sabe dónde está?—¡Cómo no, queda bastante cerca!Svetlana controlaba, angustiada, por dónde pasaban: el conductor se

desvió de la avenida principal a un pequeño callejón a la derecha.—¿Por dónde vamos? —dijo, temerosa.—Es un atajo, señora.De repente se dio cuenta de que era la misma calle por la que había

pasado ella el día de su llegada a Delhi. «¡Excelente!», se dijo, aliviada. Elconductor conocía bien el camino y en la pequeña calle oscura nadie lareconocería.

Se detuvieron frente al gran edificio con la amplia escalinata iluminada.Svetlana vertió del monedero varias monedas y se las entregó al taxista. Él ledio las gracias, ruidosa y grandilocuentemente, y luego añadió:

—Good luck!—Gracias, ¡esta noche sin duda necesitaré suerte, y mucha!

7

Ya subía por las escaleras iluminadas por focos. Se sentía como si anduvierasobre un escenario, no había ningún lugar donde esconderse. Se le doblabanlas piernas, a duras penas consiguió llegar arriba.

Entró en el vestíbulo. Había un joven marinero de ojos azules.—¡Está cerrado, venga mañana, señora!Svetlana agitó el pasaporte rojo soviético, que seguía teniendo en la mano

derecha. El marinero entonces silbó:—¡Aaaah! ¡Eso es otra cosa!Dejó de mirarla perplejo y se le presentó:—Roger Kirk, encantado.La llevó a una pequeña habitación y la hizo sentar en una silla junto a una

mesa de madera.—Enseguida vuelvo —le aseguró.Cuando se quedó sola, pensó que hacía tres años que esperaba con su hijo

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Yósif en el aeropuerto a Brayesh Singh, que estaba llegando a Moscú, en laterraza del aeropuerto conoció a una tal Valentina, que acababa de despedirsede su primer amor, un americano que había conocido de marinero, un hombrealto de ojos azules. ¿No sería este Roger Kirk?, se preguntó, pero enseguidase contestó: «¡Qué tontería! Valentina debe de tener mi edad y Roger Kirk esun muchacho». Pero siguió imaginándose a Kirk como el amor perdido de lahermosa Valentina, que ella llamaba Valia, a quien dio un pañuelo en elaeropuerto para secarse los ojos húmedos del llanto.

Poco después, Roger Kirk trajo unos papeles y una pluma y le pidió aSvetlana que escribiera su currículum.

—Escríbalo concisamente. Luego, el embajador, con sus ayudantes,decidirá si le dan el permiso de entrada en Estados Unidos o no. La dejaréaquí sola para que se concentre. Mientras esté escribiendo, yo me ocuparé desu equipaje. Entenderá que lo que escriba tendrá un impacto trascendental ensu futuro.

Svetlana le dijo que tenía una migraña horrible. Al cabo de un rato, elmarinero le trajo una taza de té y una aspirina.

Y salió.Ni por un momento dudó Svetlana que quería escribir sobre lo que había

vivido. Solo la verdad. Tras cuarenta años de vivir marcada por la presencia yla memoria de su padre, en un entorno donde el miedo era omnipresente y lasmáscaras eran imprescindibles para sobrevivir, quería decir lo único que laimportaba, nada más.

Empezó a escribir:

Nací en Moscú el 28 de febrero de 1926. Mi padre era Yósif Visariónovich Stalin, mi madreNadezhda Allilúyeva. Mi madre murió en noviembre de 1932 y hasta mis dieciséis años no supeque se había suicidado.

A medida que escribía y bebía té, se iba tranquilizando.

En agosto de 1941, mi hermano Yákov fue hecho prisionero de guerra en Bielorrusia. Cuandomi padre estuvo en 1945 en Berlín, en la Conferencia de Potsdam, alguien le dijo que acababande fusilar a Yákov unos momentos antes de que el ejército americano liberara el campo dondeestaba cautivo. Contra toda lógica, sin embargo, la esposa de Yákov, su hija y yo mismacreemos que está vivo en algún lugar, como ha pasado con muchos prisioneros de guerrarusos. Mi otro hermano, Vasili, era piloto; después de la Segunda Guerra Mundial ascendió a

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general y comandante de la aviación moscovita. Pero después de la muerte de mi padre fuehecho prisionero, porque no dejaba de asegurar que los colaboradores de mi padre lo habíanasesinado. Los nuevos dirigentes necesitaban deshacerse de Vasili y lo aislaron. Estuvo en lacárcel hasta 1961, cuando Jrushchov lo liberó, y poco después murió en parte a causa delalcoholismo y en parte porque tenía la salud quebrada tras ocho años en prisión.

Svetlana escribió su currículum, que llegó a parecerse más a unabiografía, de una sola tirada porque se trataba de hechos que tenía grabadosen la cabeza y le resultó fácil ordenarlos. De repente, sintió una gran calma,una paz extraordinaria, inmensa, como la que había experimentado mirandoel Ganges. Como si algo se estuviera alejando río abajo; Svetlana siguióescribiendo, aunque a causa de las lágrimas apenas veía el papel. Pasara loque pasara, ella ya había tomado su decisión: la de empezar una nueva vida.Una vida en la que podría decir lo que pensaba, decir la verdad y vivir comouna persona normal y no como la hija de un dictador.

Describió también su relación con Brayesh. Y prosiguió:

Primero pensé en quedarme aquí, porque la India ha sido mi amor durante mucho tiempo,sobre todo por las enseñanzas de Mahatma Gandhi respecto a la vida basada en la verdad y lano violencia, y sobre la resistencia pasiva: ésta fue y todavía es mi filosofía, no el comunismo.En el comunismo todo es violencia. Pero no ha sido posible quedarme en la India: ni lasautoridades soviéticas ni las indias tenían la intención de darme el permiso de residencia.

Al final, tenía la sensación de haber dicho todo lo que quería, todo lo queera importante para ella. Resultaron cinco páginas densas. Suspiró aliviada yllamó al marinero. Éste se llevó las páginas escritas para entregárselas a susuperior, que debería decidir el futuro inmediato de Svetlana.

Ella seguía felicitándose por la decisión tomada, sin darse cuenta de lofrágil que era su situación: pocos diplomáticos o políticos aceptaríancomplicar las ya de por sí difíciles y tensas relaciones entre Estados Unidos yla Unión Soviética por una vida humana. Y Svetlana no era una ciudadanasoviética corriente.

El marinero de ojos azules volvió a entrar y se quedó charlando conSvetlana mientras sus superiores deliberaban. Le preguntó qué pensaba de laIndia y ella le confió que en el futuro quería volver y hacer construir unhospital en la pequeña ciudad de Kalakankar, junto al río Ganges.

—¿Con qué dinero? —preguntó el joven de ojos azules con una sonrisa.

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—He escrito un libro.—¡Ah, un libro! —Volvió a silbar, como cuando hacía un par de horas

había visto su pasaporte soviético.—Espero poder publicarlo en Estados Unidos. ¿Cree que me lo

publicarán?—¿Un libro? ¡Claro, no lo dude!—Y con el dinero que reciba, quiero hacer construir y poner en marcha el

hospital.Las sonrisas despreocupadas de Kirk tuvieron en Svetlana el efecto de un

bálsamo. No se daba cuenta de que unos nubarrones negros se cernían sobreella. Roger Kirk, que hacía unos momentos había oído lo que decían delasunto sus superiores, sentía lástima por Svetlana y por eso se esforzabacomo podía en distraerla y convertir en agradables esos momentos en laembajada americana.

—Y cuando le publiquen el libro en Estados Unidos, ¿me enviará unacopia firmada y dedicada? No se olvide, me llamo Roger Kirk.

8

Bob Rayle, segundo secretario de la embajada, acompañó a Svetlana alaeropuerto. Para no asustarla, optó por no revelarle que su decisión deexiliarse a Estados Unidos había sido una bomba de relojería que ella habíatirado no solo al territorio de la embajada estadounidense en la India, sino alterritorio americano en general. Decenas de los más altos funcionarios delDepartamento de Estado en ese momento preciso intentaban resolver eldilema que planteaba la petición de exilio, en plena guerra fría, de la hija deStalin. Rayle le explicó brevemente que por el momento decidieron que antesde resolver la petición de Svetlana hacía falta sacar a la joven mujer de laIndia.

—¿Se da cuenta, Svetlana, de que está quemando los puentes detrás desí? Piénseselo. ¿Está lista para dar ese paso?

—Lo he pensado todo.

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—No le prometemos nada. Hay que estudiar el tema.—Lo entiendo y asumo el riesgo.Bob Rayle la miró con amabilidad.Desde siempre, el mínimo gesto de comprensión o de buen humor era

para Svetlana algo tan reconfortante y vivificador como un plato caliente decaldo de gallina para un enfermo con gripe. Y al igual que no entendía porqué los indios reían tanto y se lo explicaba como algo natural en los asiáticos,tampoco acababa de ver claro el motivo de las frecuentes sonrisas de losestadounidenses. Al final llegó a la conclusión de que era una tradición queprocedía de la época de cuando los colonos poblaban el continente y teníanque transmitir optimismo en duras condiciones.

En el aeropuerto, la agente de aduanas, una india con sari, examinó supasaporte. Tras cinco minutos, Svetlana recibió un visado de salida de laIndia. Nadie le preguntó nada y ella pasó tranquilamente a la sala de espera.

«Ahora todo es legal —pensó contenta—. ¡Fue una suerte que elembajador Benedíktov me devolviera el pasaporte! Sin pasaporte todo sehabría complicado mucho más».

Bob Rayle la hizo sentar en una sala apartada con butacas, le trajo unbocadillo de queso y una copa de vino tinto:

—¡Esto le sentará bien!Svetlana sintió que la fuerza del vino entraba dulcemente en su cuerpo y

se vertía en sus venas, en sus músculos.Rayle la observaba:—¡Salta a la vista que se está animando! —dijo, y cuando estaba

acabando de comer le trajo un café con leche muy dulce, preparado a lamanera india, y unas galletas. Cada vez, cuando le llevaba a Svetlana untentempié, esbozaba una sonrisa y ella empezaba a entender que losamericanos sonreían por una necesidad interior, como los niños. No habíauna intención en ello, ni mucho menos un cálculo. Y ella les respondía con lamisma alegría.

—¿No está nerviosa? —preguntó Rayle, que sabía perfectamente loincierta que era la situación de Svetlana y que toda la vida de esa mujer rubiade ojos verdes dependía de la situación política mundial.

—¿Nerviosa? Después de esta copa de vino ya no.

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—Cualquiera lo estaría en su lugar.—Pero yo no —dijo contenta.Luego anunciaron su vuelo. Avanzó con Rayle hacia el avión.Otra mujer india con sari juntó las manos como despedida:—Namasté.Svetlana imitó su gesto, como si esa mujer fuera la encarnación de toda la

India:—¡Namasté!Subió al avión y se sentó al lado de la ventanilla junto a Rayle. Cuando el

avión despegó, pensó:«¡India, namasté, namasté! Gracias, Brayesh. Esto es un regalo tuyo. Tú

me enseñaste lo que es la libertad. Me enseñaste que tras las fronteras deRusia existe otro mundo, ¡y qué mundo! Solo gracias a ti estoy aquí, en elotro lado de la frontera. ¿Cómo te podré devolver un regalo así? ¡Namasté,Brayesh!».

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Q

IVRoma, Friburgo, Zúrich (1967)

1

9 de marzo de 1967

uerida Katia, querido Yósif, querida Yelena:Por el momento he llegado felizmente a Roma. En el aeropuerto me dio la bienvenida un

funcionario menudo, calvo y sonriente de la embajada india y me pidió que volviera a la India, que elministro de Asuntos Exteriores me proporcionaría inmediatamente un visado de residencia. Me imaginéque esta trama la debía haber inventado el embajador soviético Benedíktov, que ya se había dadocuenta de que me había escurrido de sus zarpas. En la India ya debía de ser por la tarde cuando llegué aRoma por la mañana. El funcionario era simpático y se ofreció a que si tenía una carta para mis hijos,que se la diera y que él se ocuparía de enviarla de Roma a la embajada de la India en Moscú para queno pasara por la censura. Ya tenía la carta preparada: en ella, os explicaba por qué me vi obligada a dareste paso. Quizá ya tengáis mi carta o la recibáis pronto. Bob Rayle, el segundo secretario de laembajada americana en Nueva Delhi, esbozó una mueca después de que el funcionario se llevara elsobre: aseguró que lo sorprendería mucho que os llegara la carta. Debía habérsela entregado a él, perotenía miedo de molestarlo. Tal vez tenga razón y el hombre de la embajada india sea un mercenario delos rusos, que ya se han dado cuenta de que he huido; pero yo quería intentarlo para que conocieraiscuanto antes los motivos por los que no volveré a Moscú, hijos míos queridos, aunque no deseo nadamás que estar con vosotros y aunque en mis pensamientos estoy siempre con vosotros, ¡no lo dudéis!

Bob Rayle estaba convencido de que en la embajada americana de Roma me darían el visado deentrada a Estados Unidos, de que él, Bob, me compraría un billete, me acompañaría hasta la puerta delavión y que en ocho horas yo aterrizaría en Nueva York. Pero todo acabó de otra manera.

En Roma nos esperaba una sorpresa desagradable. La embajada americana recibió de Washingtonla orden de no apresurarse con emitir mi visado de entrada a Estados Unidos y, en cambio, estudiaratentamente los motivos de Svetlana Allilúyeva para emigrar y sus planes para el futuro. De momentoque se quede en terreno neutral. Nunca me había dado cuenta de que debido a mi procedencia familiar,tanto en la Unión Soviética como en Occidente me consideran un símbolo del poder soviético. Medicen que los espías rusos y prorrusos me siguen en todas partes y que Occidente teme que lossoviéticos pudieran raptarme en cualquier momento; por eso siempre debe haber alguien a mi lado que

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represente el país o los países en los que me he exiliado. Evidentemente, lo mejor, lo menos conflictivopara todos, sería que la señora Allilúyeva se lo pensara todo con calma y volviera a su casa, a Moscú.

Fue una gran decepción. Pero es verdad que en la embajada americana de Nueva Delhi nadie mehabía asegurado nada, solo me habían ayudado a marcharme del país y habían empezado a tramitar mipetición.

Estoy en Roma de incógnito. No puedo salir a la calle, no puedo desplazarme a ninguna parte. Mehan asignado un pequeño piso con una sala de estar, una minúscula cocina y un cuarto de baño.Siempre me traen la comida. De Roma solo conozco lo que pude entrever durante el viaje desde elaeropuerto. Bob viene cada mañana y pasa días enteros intentando resolver mi caso por teléfono. Amenudo también se va a la embajada americana.

En estos días en Roma Bob Rayle y yo nos hemos hecho amigos. Él me reveló que el gobiernosoviético no ha perdido el tiempo e inmediatamente dio instrucciones a sus embajadas en todo elmundo de que informasen a los medios de comunicación del mundo entero sobre el hecho de queSvetlana Allilúyeva está medio perturbada, no sabe lo que hace, no sabe lo que dice, no se puede creeren ella, etc. Así que la mitad de las cosas que afirma son mentiras. La noticia ha recorrido todo elmundo occidental. Sin embargo Bob la desmintió: Allilúyeva es una persona normal, esperapacientemente ver qué será de ella, no llora ni se lamenta inútilmente, al contrario, se conforma contodo, y con sentido del humor, está animada y se dedica a leer en silencio durante días enteros.

Él tiene razón, hijos, me paso los días leyendo. Bob me trae periódicos y revistas y también meregaló El doctor Zhivago, que aún no había tenido la oportunidad de leer, porque en nuestro país nuncase ha publicado.

Además, ha pasado lo siguiente. Bob me explicó, mientras estábamos sentados a la mesa en lacocina aprendiendo a enrollar espaguetis con un tenedor y nos imaginábamos que estábamos cenandoen una elegante trattoria del Trastevere, que George Kennan, exembajador americano en la UniónSoviética, que pasó nueve años en Moscú, se quedó sorprendido cuando lo llamaron de Washingtonpara que les contara algo sobre Svetlana Allilúyeva, la refugiada política que pedía un visado de entradaen Estados Unidos. Y la respuesta de Kennan fue la siguiente: «No conozco a nadie con ese nombre».

Era verdad. El gobierno soviético me tuvo en aislamiento absoluto, así que no tuve la oportunidadde conocer a los diplomáticos extranjeros y nadie me conocía.

Al final, Suiza me ha ofrecido un visado por tres meses. Para obtenerlo, nos citaron en elaeropuerto, más concretamente en una rotonda poco frecuentada cerca del aeropuerto de Roma. Los doscoches primero giraron durante un largo rato alrededor de la rocalla con flores y palmeras. Cuandoambos estaban seguros de la identidad del otro, subí al coche de los suizos. El representante fue muyamable y su secretaria sostenía en la mano un sello para imprimirlo en mi pasaporte. Los tres nosreímos a carcajadas de aquella intriga, digna de una novela de espías.

Luego el coche debía llevarme directamente hasta las escaleras del avión. Al llegar, recibió la ordende volver conmigo al edificio del aeropuerto. El conductor me dejó en un rincón vacío. No había nadiepor ningún lado, nadie para ayudar; estaba oscureciendo. No sabía qué hacer, así que me senté en unasescaleras y esperé. Unos tres cuartos de hora más tarde, apareció Bob Rayle y me explicó que el aviónque iba a Ginebra estaba lleno de periodistas y reporteros de la televisión que de alguna manera habíandado con el avión que iba a coger Allilúyeva. Bob me llevó a casa de un policía italiano que nos ofreciópasar la noche en su piso. Le pedimos un trago de whisky y Bob se puso a hacer llamadas telefónicas.Debíamos salir en el primer chárter de la madrugada. Así que nos sentamos en sillas a dormitar yesperamos que amaneciera.

Luego nos elevamos por los aires en dirección a los Alpes, cubiertos por una nieve rosada ybañados por el sol.

Besos a los tres de vuestra

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MAMÁ

2

12 de marzo de 1967

Queridos hijos:Nada más bajar del avión en Ginebra, se me echaron encima los periodistas gritando: «¿Pedirá asilo

en Suiza? ¿Volverá a la Unión Soviética? ¿Cuáles son sus motivos para emigrar?». Hui, me encerré enel baño del aeropuerto y salí un buen rato después.

Luego me despedí de Bob Rayle, que se iba a Washington para dar personalmente la noticia a lasautoridades de su país, pero inmediatamente volverá a Nueva Delhi. La separación me dio pena. Bob,con su magnífico sentido del humor, fue para mí la mejor medicina contra la nostalgia; no permitió queme deprimiera ni un momento. Me he propuesto mantener esa capacidad de ver en todo el lado cómicode las cosas.

En el aeropuerto me esperaba Antonino Janner, del Ministerio de Asuntos Exteriores suizo. Meacompañó hacia su coche y por el camino me explicó que Suiza me había concedido un visado turísticopor tres meses y con ello me daba también la posibilidad de descansar y de visitar el país. Además, mehabía asignado unos guardaespaldas, para que «nadie» (sabemos a quién se refería) me secuestrara ome hiciera daño. Solo debo evitar mantener cualquier actividad política. «Incluidas las entrevistas conperiodistas y la publicación de libros», añadió. Asentí, eso me convenía. Luego me preguntó si deseabaponerme en contacto con las autoridades soviéticas. «¡No, por Dios! ¡De ninguna manera!», grité.

Janner habló conmigo tranquilamente, yo me calmé y me di cuenta de que su pregunta no eraninguna coacción. Solo quería conocer mis deseos. En esto radica la diferencia entre los occidentales ynosotros: yo interpretaba la pregunta más inocente como una orden: debo presentarme en algún sitio,éste me obliga bajo amenazas a que hable con aquél; en cambio, los occidentales me preguntan solopara satisfacer mis deseos. Ellos están acostumbrados a tratar con personas libres, y yo con los quejamás conocieron la libertad.

Besos de vuestra MAMÁ

3

17 de marzo de 1967

Queridos hijos:He pasado las primeras veinticuatro horas en un pequeño hotel de montaña en Beatenberg. Se llama

Jungfraublick y desde la ventana de mi pequeño cuarto realmente tenía vistas espléndidas al Jungfrau;pero empezó a nevar, pronto oscureció y la montaña se perdió en la nevasca. No me encontraba bien, seiba apoderando de mí una sensación cada vez más implacable de angustia. Sobre todo por vosotros.Constantemente me decía: «¿Qué harán los pobrecitos sin mí? ¿No habrá represalias contra ellos? ¿Ymi pobre Katia? Por culpa del régimen que estableció mi padre no puedo llevar a mis hijos

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conmigo…». Empezó a anochecer y la nieve seguía cayendo… y me hallaba en un lugar desconocido,sin amigos, sin familia, Estados Unidos no quería darme un visado… Luego bajé al restaurante paracenar.

Tenían puesta la radio y después de la música vinieron las noticias. De repente oí mi nombre y el demi padre; dijeron que yo había llegado a Suiza. Tuve la sensación de que todos los presentes meobservaban como un fantasma de mi padre y bajé la mirada hacia mi plato. Me avergonzaba de quesiempre tuvieran que hablar de él como si yo no fuera nada, como si no fuera una persona, y que acausa de mi padre todos me odiaran. ¡Durante toda mi vida he estado rodeada de tanto odio, hijos míos!Me fui sobre todo por eso. Quiero ser yo misma, y si alguien me ha de odiar, que sea por mí, ¡no poralguien por quien no respondo! Así ha sido toda mi vida. Cada vez que me presentan a alguien, meimagino que empieza a buscar en mi cara los rasgos del dictador. Y seguramente la gente los encuentra,porque suelen apartar la mirada rápidamente, disgustados. Me quedé sentada hasta el final de la cenacon la cabeza baja; había enrojecido y sudaba, incapaz de tragar un solo bocado, incapaz de levantar lacabeza y mirar a mi entorno, e incapaz de levantarme e irme, porque estaba a punto de desmayarme.Vosotros, hijos, ya me conocéis…

Al día siguiente Janner vino a buscarme para llevarme a un monasterio, mi casa durante lospróximos días.

«¿Habrá electricidad?», le pregunté por el camino, inquieta. En Rusia había estado en variosmonasterios que eran como sótanos fríos y oscuros.

«Tienen agua caliente, calefacción y luz», dijo Janner y me miró como a una criatura extraña deotro mundo. Era de noche cuando entramos en el monasterio. Mi nombre oficial desde entonces ha sidoFräulein Carlen, una irlandesa que había llegado de la India.

Al día siguiente, las monjas me llamaron para el desayuno. Como de niña aprendí alemán, pudehablar con la Schwester Florentine, y me sentó bien. Después del desayuno recogí mi taza y mi platopara llevarlos a la cocina y la Schwester Florentine me recompensó con una mirada llena de gentileza.Me volví a sentir bien. Estaba entre unas monjas amables y me esforzaba en no pensar en lo que pasaríadespués.

Por la noche me llamó Janner para aconsejarme que no me desesperara si oía en la radio queEstados Unidos, de momento, no consideraban conveniente concederme el visado. «Ya losablandaremos», dijo. Y añadió que, para que los reporteros no me buscaran, el gobierno suizo habíaemitido una nota informando que Svetlana Allilúyeva no desea ofrecer entrevistas.

Casi no salgo del monasterio, tengo miedo. Aunque me han asignado guardaespaldas, temo que lossoviéticos me secuestren. Así que paso muchas horas aquí, dentro de mi celda, escribiéndoos, hijos.Redacto estas cartas aunque hasta ahora no he encontrado a un mensajero seguro que las haga llegar,así que las sigo escribiendo pensando en vosotros, hijos míos; necesito tanto estar en vuestra compañíaque esta es una actividad que me alivia en mi añoranza.

Besos de vuestra MAMÁ

21 de marzo de 1967

Queridos hijos:Ayer me llamó Janner para preguntarme cómo me encontraba. «Bastante bien», contesté cuando oí

su interés sincero. Aunque justo antes no estaba bien.Janner tenía una noticia para mí: «La semana próxima, George Kennan vendrá a Suiza para verla.

¡Seguro que ya se conocen!». Y yo le respondí: «No, nunca nos hemos visto. Me habló de él eldiplomático americano de Nueva Delhi que me acompañó de la India a Roma. Pero no lo conozco

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personalmente». Y Janner añadió: «Fue durante muchos años el embajador americano en la UniónSoviética, es uno de los mejores especialistas mundiales sobre Rusia. Le traeré su libro». De nuevo meavergoncé: no sé nada de su libro, no lo conozco. Había vivido en reclusión alejada de toda la genteinteresante.

Hoy estoy rodeada de incertidumbre: ¿qué será de mí si Estados Unidos no me concede el visado?Aquí no quiero quedarme porque tendría que mantener silencio sobre lo que vi y viví en la UniónSoviética: ésta ha sido la condición de Suiza, país neutral. ¿Qué sentido tendría haber abandonado laUnión Soviética si he de callar también en el exilio?

Sigo leyendo El doctor Zhivago. Y de repente tengo que dejarlo, lo veo todo negro ante mí: elpasado, el presente y el futuro de Rusia, pero también mi propio destino. Además, os he perdido avosotros, hijos. No he podido ocultar la nostalgia. La Schwester Florentine se ha esforzado enconsolarme, me ha prometido que rezaría por vosotros. Hemos vertido juntas algunas lágrimas.

Por la mañana me han llegado cartas. Nada de vosotros, mis hijos; es lo primero que busco. Heabierto las demás: varios editores se ofrecen a ayudarme a escribir mis memorias. Algunos sugieren queme pagarían medio millón de dólares como adelanto. ¡Si supieran que ya traigo de Moscú un libroentero de memorias! Varias cartas son de personas que brindan ayuda a la «mujer sin patria». Treshombres me proponen matrimonio para que consiga así la ciudadanía británica, alemana o americana.

Leo el brillante libro de George Kennan sobre Rusia. Pero mientras leo no dejo de preguntarme:¿qué será de mí?, ¿y si no le caigo bien a George Kennan y no me da su recomendación?, ¿para sufrirasí me alejé de vosotros?

Besos,

MAMÁ

4

El 24 de marzo los guardaespaldas condujeron a Svetlana al chalet de losJanner en el Thunersee, donde iba a tener lugar la reunión con éste y GeorgeKennan. Era un día soleado de primavera, las últimas nieves se estabanderritiendo y todo brillaba. Los primeros narcisos nacían de la hierbaamarilla, quemada por la helada. Desde el chalet se podían apreciar unasespléndidas vistas del lago Thun y de los picos de los Alpes. «Parece unapostal», pensó Svetlana mientras se acercaba a la casa.

Janner ya la esperaba en la terraza de un humor excelente:—He hablado con Kennan. Ha leído su manuscrito.—¿Ha leído mi manuscrito? ¿Cómo ha podido leerlo si está en el fondo

de mi maletín? —preguntó Svetlana en voz baja y pensó que seguramenteKaul hizo una fotocopia y la envió a Estados Unidos, o Rayle, o incluso el

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marine de la embajada estadounidense de Nueva Delhi, que se había hechocargo de su maletín mientras ella escribía su nota biográfica. MientrasSvetlana intentaba resolver el enigma, haciendo caso omiso de su pregunta,Janner continuó:

—Kennan ha leído su manuscrito y dice que debería publicarse. Le gusta.Svetlana se sorprendió. Pensó que quizás efectivamente llegaría el día en

el que se haría realidad la idea de construir un hospital en Kalakankar, aunquehacía solo unas semanas lo consideraba irrealizable.

Preguntó a Janner de modo directo y enfático cómo era posible quealguien hubiera leído ya su manuscrito, si lo tenía guardado dentro de sumaletín. Janner se rio y le explicó que ella había dejado el maletín por unashoras en manos de los funcionarios en la embajada americana de NuevaDelhi. Ellos lo registraron inmediatamente, fotocopiaron todos losdocumentos y a los pocos días en Washington ya se rompían la cabeza con sumanuscrito: ¿a quién dar a leer un texto en ruso? Lo llevaron a Kennan, undiplomático que conocía bien a fondo la realidad y la lengua rusas. En esosmomentos estaba guardando cama por una fuerte gripe en su granja familiaren Pensilvania. Debía leer el texto y escribir un informe sobre el libro, acercade su valor histórico y sobre lo que se desprendía del libro respecto alcarácter de su autora. Kennan, por lo visto, incluso con fiebre se entregó a latarea.

De la terraza entraron en la casa. Svetlana tendió la mano a GeorgeKennan, un hombre distinguido y elegante. Tan deslumbrada quedó por esediplomático que tenía las puertas abiertas en casi todos los despachosministeriales de Washington que solo al cabo de unos instantes se fijó en losdetalles de su apariencia: era un hombre alto, delgado, refinado, con ojosazules que le proporcionaban un halo de sinceridad. Ese hombre descansado,bien alimentado y sereno parecía un caballo de la mejor raza, pensó; en Rusialos hombres suelen estar desasosegados por las exigencias del régimen, si nodirectamente por el miedo. Como bienvenida, Kennan le dirigió a Svetlanaunas pocas palabras en ruso y enseguida pasó al inglés para que tambiénJanner y su mujer entendieran la conversación.

Mientras sorbía un café, Kennan resaltó que Svetlana necesitaríaabogados para firmar el contrato con la editorial. Él, Kennan, había escogido

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para su libro de memorias al editor más adecuado, Harper & Row.—Perdone, pero no lo entiendo muy bien —protestó Svetlana de modo

muy respetuoso pero firme—: ¿Por qué hacen falta abogados para editar milibro? ¿Es que no seré capaz de entender yo sola un acuerdo con la editorial?

—La vida en Occidente es muy distinta a la de la Unión Soviética,Svetlana —se puso a explicar lentamente Kennan.

—Sí, estoy empezando a entenderlo. —Esbozó una leve sonrisaamalgamada con una dosis de ironía.

—Tendrá que acostumbrarse a ello.—¡Con mucho gusto! —Sonrió ampliamente abandonando la ironía.—No, en serio. Al principio muchas cosas le parecerán ajenas e

incomprensibles.—¿A qué tendré que acostumbrarme? —dijo—. Simplemente lo tomaré

todo tal cual venga.—¿No preferiría vivir en Francia o en Inglaterra? ¿O quedarse aquí en

Suiza? —preguntó Kennan con solicitud y algo preocupado.Svetlana lo miró sin entender.—Sería más fácil para usted vivir en Europa. La gente y las costumbres

son un poco más parecidas a las de su país, Svetlana. Y su libro aquí tambiénpodría ver la luz —dijo apesadumbrado.

—¡Pero yo realmente preferiría ir a vivir a Estados Unidos! —se leescapó a Svetlana. Enseguida se dio cuenta de que debía de parecer una niñacaprichosa y se sonrojó de vergüenza; se daba cuenta de que a veces losdemás juzgaban con dureza esos arranques infantiles suyos que le costabareprimir.

—¿Tiene algún motivo para ello, Svetlana?—¡Los americanos son tan amistosos! —soltó otra vez lo primero que se

le ocurrió y otra vez reparó en que la suya no era una idea muy sofisticada, loleyó inmediatamente en la expresión de Kennan: el diplomático esperaba unaopinión más lúcida y refinada. Svetlana se dio cuenta con aturdimiento deque cuanto más importante era para ella su interlocutor, más desastrosamentese comportaba. La invadió una ola de bochorno y empezó a dolerle la cabeza.

—Solo las calamidades nos enseñan si tenemos amigos auténticos. Esentonces cuando los amigos se suelen convertir en enemigos —dijo Kennan

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en voz baja, más bien para sí mismo.—Espero que ya haya dejado atrás mis calamidades —replicó Svetlana,

infundiéndose naturalidad.Pero Kennan siguió inmerso en sus pensamientos.—La palabra amigo es tan común, en cambio la fidelidad y la lealtad son

raras virtudes.Y ella entonces pensó que había dejado atrás a sus amigos más leales. Y a

sus hijos. Perdió todo un tesoro… y ¿qué pedía a cambio? ¿Sonrisas? ¿Que lagente la tratara bien? ¿No era demasiado poco?

—Vaya con cuidado, Svetlana —continuó Kennan con sus reflexiones—,la mayoría de la gente hoy mide la amistad según el provecho que puedasacarle.

—Esto ha pasado siempre, ¿no le parece?—Sin duda es algo indigno.Dignidad: esa virtud que había caído en el olvido. Había pensado tan a

menudo en ella, la última vez en la India, donde la encontró en la gente mássencilla.

Kennan se enderezó y los envolvió a todos en su mirada azul. Luegoinsistió en cuestiones de pasaportes y visados y muchas otras cosas queSvetlana no entendió. Le daba vueltas la cabeza, que empezó a dolerle tantocomo cuando hacía dos semanas había llegado a la embajada estadounidensede Nueva Delhi. Ya no tenía fuerzas para seguir concentrándose, así quecontestaba solo: «Sí, muy bien», y: «Sí, estoy de acuerdo».

Kennan tenía ganas de salir a pasear e invitó a Svetlana a acompañarlo.Le parecía que si alguien la obligaba a decir una sola palabra más, le fallaríael sistema nervioso y se colapsaría. Le resultaba difícil incluso contestar; selimitó a decir:

—Gracias, lo esperaré sentada allí fuera, en la terraza.Los rayos del último sol de la tarde le calentaban la cara; las vistas al lago

de Thun, que refulgía al sol, a las montañas con sus gorras blancas y a losbosques azulados le proporcionaron fuerza. Se sentó en la terraza sin poderpensar siquiera; solo existía, escuchaba los primeros pájaros de la primaveray absorbía el calor.

Kennan, que aún no se había recuperado del todo de la gripe y durante la

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conversación a veces tosía y se sonaba, volvió refrescado y fortalecido delpaseo:

—Me siento de primera —anunció.Luego cenaron con sus anfitriones y no hablaron más de cuestiones de

trabajo. Después de cenar, tras haber bebido una botella de excelente vinotinto italiano, un Valpolicella de 1957, Kennan se ofreció a presentarle aSvetlana a su círculo de amigos en Estados Unidos. Sus dos hijas mayoresestarían encantadas de invitarla a la granja familiar en Pensilvania, que era sulugar de vacaciones favorito.

—Algo así como su Zubalovo —le dijo a Svetlana esperando su reacción.Tras oír esas palabras, ella se dio cuenta de que Kennan había leído su

manuscrito con auténtica atención.—Este vino proviene del otro lado de los Alpes, al pie de los Dolomitas

—dijo Janner alzando su copa.Svetlana brindó con todos, mirándolos a los ojos con agradecimiento, y

tras tomar un sorbo de aquel vino con un gusto pronunciado y aterciopelado,pensó que aún ayer estaba al borde de la desesperación y se sentía como unadesterrada. Y de repente había llegado ese hombre, desconocido pero que laconocía a ella tan bien que incluso estaba familiarizado con su queridoZubalovo, la invitaba a que pasara sus vacaciones en su granja, le buscabaeditores y abogados… Como un personaje de cuento.

A causa de su resfriado, Kennan se marchó pronto después de la cena.Svetlana se quedó un rato más en compañía del matrimonio Janner con unacopa de grapa en la mano junto a la chimenea.

—¿Qué música escuchamos?Svetlana dijo que Bach, porque a pesar de los pasajes tristes y dramáticos,

sus composiciones acababan siempre de forma armónica: él, mejor queningún otro compositor, acompañaría su estado de ánimo.

A los Janner les encantó la idea de escuchar a Bach.

5

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27 de marzo de 1967

Queridos hijos:He tenido una hermosa experiencia y quisiera compartirla con vosotros. Ayer empezó la Pascua.

Uno de mis guardaespaldas me llevó a San Nicolás, en Friburgo. Primero dimos una vuelta a lacatedral; sobre el portal del oeste me fijé en unas figuras humanas con cabezas de cerdo: se trataba deunos diablos. Entonces recordé mi lucha contra ellos, la más reciente contra los que ayudaron a Brayesha irse a la tumba. Me los imaginé con cabezas como las que veía en el portal. Pensé en la cuestión delmal: ¿un hombre nace malvado, o es la vida la que le conduce a ello?

Entré y me senté en un banco, cegada por el esplendor de la catedral gótica llena de flores sobre lasque caían los rayos del sol primaveral, por los sonidos del órgano y la voz vibrante del coro. Desde ellado sur los rayos del sol penetraban a través de las ventanas multicolores, sobre todo el amarillo de lasalas, las melenas y los vestidos de los ángeles; la catedral, su atmósfera e incluso la música quedabanimpregnadas de oro viejo. Las vidrieras de arriba, azuladas, conducían a través del aire frescoprimaveral directamente al cielo en el que se movían ágiles las nubecillas.

Solo entonces me di cuenta de que Kennan me había ayudado como pocos en mi vida. Habíaintercedido por mí en varias ocasiones, de modo que si obtengo el visado americano y puedo empezaruna nueva vida será en gran parte gracias a él. Ese descubrimiento me llenó de una satisfacciónduradera. Y ya tenía un solo deseo: ¡que mis hijos estén bien! ¡Que se consuelen y se reconcilien con lapérdida!

Observé a la gente en la iglesia, cómo se ponían en pie durante la misa y cómo se sentaban, cómocantaban y cómo rezaban, y me sentí como en la India, cuando contemplaba las flores y las velas en lascáscaras de nuez que los indios lanzan al Ganges. La iglesia matutina tenía una atmósfera similar:digna, llena de esperanza, bondad y belleza. Dostoievski decía que la belleza puede salvar el mundo.

Besos de vuestra MAMÁ

28 de marzo de 1967

Queridos hijos:El lunes tuve que bajar de la nube a la vida terrenal. En el chalet de Janner junto al lago, conocí a

mis abogados, que me había adjudicado el gobierno americano: se trata de Edward Greenbaum y AlanSchwartz. Pensé que entendería para qué los iba a necesitar. Pero cuando empezaron a hablarme entérminos jurídicos sobre contratos y cláusulas, el copyright y las complicaciones que se podrían derivaren mi caso, los royalties y la considerable venta que se espera de mi libro, y también acerca del fondocaritativo que habrá que preparar para evitar parte de los impuestos, me sentí como una campesina deun pueblo perdido en la montaña que llega a la capital por primera vez. Me pareció que me hablaban enun idioma extranjero que no había oído en mi vida, y si la conversación se hubiera desarrollado en milengua materna habría resultado igualmente difícil. Se habló de cosas que seguramente ningúnciudadano soviético habrá oído jamás. Para mí fue una auténtica tortura que duró dos días. Pero nohabía nada que hacer, tuve que aprender para que la pequeña aldeana se convirtiera en una modernamujer de ciudad. Tuve la sensación de que querían quitarme el copyright y todos los derechos de autor.Para mis ingresos establecieron una sociedad, Copex Establishment, con sede en Liechtenstein, queestaba representada por uno de los abogados suizos. Empecé a entender que se esperaba de mí ingresarmi dinero en un paraíso fiscal para evitar impuestos. Evidentemente, los abogados mismos sacabanprovecho de ello. No me gustó, pero ¿qué debía hacer?

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Dos días después firmé varios documentos importantes —no tuve más opción que esforzarme enconfiar en Greenbaum, por el que sentía de todo menos confianza— y, sencillamente, lo dejé todo enmanos de mis abogados: el contrato con la editorial Harper & Row, la elección del traductor, lascuestiones del visado. Se me ocurrió esta metáfora: estoy navegando en un barco que maneja el capitán.¿Por qué tendría que meterme en su trabajo? Lo dejo todo en sus manos y yo misma me dejaré mecerpor las vistas del mar desde la cubierta.

Todo está decidido. Falta esperar a que la máquina estatal escupa de sus engranajes el documentoque para mí es vital: el visado. De momento habrá que blindarse de paciencia.

Besos de vuestra MAMÁ

30 de marzo de 1967

Queridos hijos:Me han trasladado a otro monasterio. Ahora estoy alojada en Friburgo, en la parte francesa de

Suiza. En el monasterio también hay una residencia para gente mayor, y siempre que vuelvo «a casa»más tarde de las ocho —lo cual pasa cada día— y abro la puerta con la pesada llave de castillo, tengomiedo de despertar a las viejecitas. Y debo admitir que estoy muy bien entre esas ancianas, seresfrágiles como yo. Casi me siento como una más. Ahora puedo salir libremente del monasterio y darpaseos, por supuesto con guardaespaldas. Friburgo es una antigua ciudad encima de un acantiladorocoso sobre el Sarine, un río de color esmeralda. En el bolso llevo documentos con el nombre de laseñorita Carlen de Irlanda, que ha llegado aquí desde la India. Aparte de Rusia, la India es el único paíssobre el que sé algo y del que puedo hablar.

He recibido de mi editor americano un adelanto por el libro. Lo primero que hice es pagar a laembajada americana lo que me prestaron para el viaje en avión de Nueva Delhi a Europa.

También os debo confesar que me llegan decenas de cartas a la dirección: «Svetlana Allilúyeva,Suiza». Todas las han reenviado a Janner, que me las ha entregado. Hombres jóvenes y no tan jóvenesme ofrecen matrimonio para que pueda obtener alguna nacionalidad. Muchos me desean unas felicesPascuas y me envían de toda Europa y de otros continentes postales con pollitos, conejitos y huevospintados: esa buena gente que piensa en mí y se preocupa por mí me desea éxito, suerte y tranquilidad.

Besos de vuestra MAMÁ

6

Por fin llegó la carta que Svetlana tanto esperaba. La encontró entre laavalancha de sobres de personas que le felicitaban las fiestas y se esforzabanen ayudarla. En primer lugar, se alegró al ver una carta con sellos indios y elmatasellos de Kalakankar.

Suresh, el hermano de Brayesh, la informaba de que él y toda su familia

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estaban contentos de que Svetlana por fin pudiera vivir en libertad. Conhumor explicaba un acontecimiento reciente: el 10 de marzo, es decir, cuatrodías después de la partida de Svetlana de la India, Surov, el segundosecretario de la embajada soviética, apareció de repente en Kalakankaresperando encontrarla. Y justo cuando estaba en casa de los Singh anunciaronpor la radio que Svetlana Allilúyeva ya llevaba varios días en Roma y sedisponía a viajar a Suiza. Según contaba Suresh, la cara de Surov era todo unpoema.

Además, decía que cada día los asediaban reporteros que fotografiabancada rincón de la casa y que, probablemente, aún no los dejarían en pazdurante cierto tiempo. Al final de la carta Suresh afirmaba que, a diferenciade su hermano, que había recorrido medio mundo, él nunca había salido de laIndia. Por ello no conocía Suiza, de modo que con su mujer Prakashvati viajóa Lucknow para ver Sonrisas y lágrimas.

Svetlana leyó su carta varias veces.

7

Dos días después, recibió otra carta escrita con letra familiar, sellos soviéticosy el matasellos de Moscú. Impaciente, desgarró el sobre.

Hola, querida mamá:Fue una triste sorpresa cuando el 8 de marzo fui con Katia y Yelena al aeropuerto y tú no

apareciste… ¡Habíamos preparado con tanta ilusión tu regreso! Katia había horneado un bizcocho muyespecial… Al principio, simplemente no podíamos creer que no hubieras venido. Nos quedamos allíplantados, esperando unas tres horas. Luego durante días enteros no sabíamos qué pensar al respecto.Pero entonces la agencia Tass hizo pública la noticia de que habías obtenido el permiso para quedarteen el extranjero tanto tiempo como quisieras y dejamos de preocuparnos. Nuestra vida volvió al ordenhabitual, solo Katia no consigue recuperarse todavía. Y si he de serte sincero, a todos nosotros nossorprendió, yo mismo no acabo de entenderlo…

Nos extraña que desde tu salida de la India no hayamos tenido ni una sola noticia tuya. Llamé a laembajada suiza para que me ayudaran a encontrarte. Hasta ahora no me han contestado. Nos sorprendiómucho que en tu última carta de la India (del 23 de febrero) nos escribieras diciendo que volverías el 8de marzo.

Al fin hemos recibido una carta tuya donde dices que te escribamos a la dirección del gobiernosuizo. ¿Puedes explicarnos qué ocurre? Nos gustaría mucho escribirte directamente a la dirección de tu

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hotel y sería aún mejor si pudiéramos charlar contigo por teléfono. Queremos saber qué planes tienespara el futuro, cuánto tiempo estarás en el extranjero y sobre todo cuándo volverás a casa. Katia sin tiestá perdida.

Mamá, todos tus amigos preguntan por ti. Estaría bien que nos escribieras indicándonos quétenemos que decirles.

Saludos y besos,

YÓSIF Y KATIA

8

«Así que efectivamente no les llegó la larga carta que les envié a través delfuncionario de la embajada india —pensó Svetlana—. Suerte he tenido conestas últimas cartas, escritas en Suiza, que de momento no he enviado pormediación de nadie».

Le confió todo a Janner. Enseguida entendió lo que le pasaba y propusollamar juntos a Moscú.

En un pequeño hotel en Murten, cerca de Friburgo, alquilaron unahabitación con teléfono y pidieron una conferencia con Moscú. Esperaron,pero la espera se les hizo eterna. En la habitación había una jaula con unaurraca que aullaba como un loro: «Comment ça va?». Era insoportable. Nosabía que las urracas hablan. Llevaron la jaula al pasillo, pero la voz ronca ychillona del pájaro, como un mal augurio, se oía incluso desde allí. Habíanpasado veinte minutos y nadie llamaba.

¡Por fin! Una llamada de Moscú. Al teléfono, su hijo Yósif.—¡Yósif, soy yo! ¡Mi Osia!Apenas era capaz de articular palabra alguna.—¡Por Dios, mamá!Hablaron durante una media hora larga. Su hijo le aseguró que no habían

recibido de ella ninguna carta explicativa. Svetlana estaba tan nerviosa que seexpresaba con dificultad. En ese momento, no era capaz de reflexionarracionalmente y no sabía cómo explicarlo para que su hijo entendiera que yano volvería. No podía hablar del asunto directamente, porque con todaseguridad los servicios secretos soviéticos escucharían la conversación.

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—No estoy aquí como turista, ¿lo entiendes, Osia?Yósif le preguntó algo, pero Svetlana no reaccionaba a sus preguntas. No

hacía más que repetir:—No soy una turista, ¿me entiendes? No puedo volver a casa, ¿está

claro?A Yósif se le trabó la voz cuando dijo:—Sí, lo he oído.Y Svetlana reconoció por su voz que su hijo lo había entendido todo.No hacía más que repetir lo mismo una y otra vez. Quería preguntar cómo

estaban, pero no se atrevía. ¿Cómo iban a estar, si su madre no había vuelto acasa ni volvería jamás? Estaba abandonando a sus hijos como su madre lahabía abandonado a ella, yéndose del mundo. Ella también huía y causaba asus hijos el mismo desgarro. Tampoco podía contarle a Yósif que esperaba unvisado para Estados Unidos. A él no podía interesarle adónde iba, si ya sabíaque nunca volvería. Katia no estaba en casa, y quizá fuera mejor. Svetlanapensó que no podría aguantarlo, oír la voz de su niña y no poder abrazarla.Quizá ya nunca más. También tenía miedo de que se cortara la conferencia, yal final eso es lo que pasó.

Esa noche tuvo fiebre. No podía pensar en nada más que en laconversación con su hijo. Durante los días que siguieron no salió. Escribió unlargo poema llamado «Lamento». Se lo envió a George Kennan para que lohiciera publicar en algún lugar, con el fin de que lo pudieran leer también enRusia.

9

Tras varios días, quiso volver a llamar a Moscú. Janner alquiló la mismahabitación. De nuevo preguntaba el pájaro con su voz ronca su «Comment çava?» y volvieron a ponerla en el pasillo. Ese día Yósif no estaba en casa y eloperador preguntó si Svetlana quería contactar con alguien más. Decidióhablar con su amiga Berta, la más abierta y sensata de entre sus conocidos.Necesitaba ayuda, comprensión, palabras de apoyo.

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—¿Así que no quieres volver? —Y Berta añadió con severidad, como unaprofesora—: Eso no está bien. ¿Sabes lo difícil que será para los niños?

—Lo sé. Pero ¿me entiendes tú a mí?—Algunas de tus amigas lloran por tu culpa —dijo en lugar de responder.Algo se rebeló dentro de ella:—Tengo nuevos amigos aquí.—¿Qué amigos? No lo dices en serio. ¿Qué amigos puedes tener allá?—Los tengo. Son amables. Hay mucha gente amable aquí.Insistía, pero Berta no se dejó convencer. Svetlana tenía la sensación de

que se resistía a creerlo. A Svetlana la impresionó: Berta, una mujer abierta,no quiere creer que uno pueda tener amigos fuera de la Unión Soviética.Pensó que era mejor ya no volver a llamar, si no podía entenderse con nadie yademás cada vez acababa desquiciada.

10

La última noche, Janner la invitó a cenar con su familia en su casa de Berna.La madre de Antonino Janner era italiana; su padre, alemán. En casa, hablabaen italiano con su mujer Adriana y su hijo de ocho años. Adriana era unaitaliana dulce y tranquila. Comieron espaguetis con tomate y albahaca(«¿Cómo puede estar tan rica una comida tan sencilla?», pensó Svetlana) yescucharon a Bach. El hijo de Janner constantemente acariciaba a Svetlana,que no pudo dejar de pensar: «Esa edad tenía yo, incluso era más pequeña,cuando mi madre decidió irse del mundo y dejar a sus hijos a su suerte». Unay otra vez se veía a sí misma en el niño que la volvió a acariciar y le dijo:

—Poverina…—¿Por qué soy una pobrecilla, Marco? —le preguntó Svetlana.Y la familia le contó la historia por encima. Una vez Marco tenía mucha

fiebre y no quería que su padre se fuera a trabajar. Para que Janner pudierasalir de casa, le dijo a Marco que iba a ver a «una desdichada a la que ningúnpaís aceptaba y que no podía ver a sus hijos». Cuando escuchó esta historiatan triste, el pequeño Marco dejó a su padre que fuera a ver a la poverina.

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Desde entonces, siempre preguntaba por la pobre a la que nadie quería. Antesde conocerla, Marco ya sentía aprecio por Svetlana. Cuando llegó, se le echóal cuello; Svetlana apenas pudo contener las lágrimas. Durante toda la veladaen casa de los Janner, Marco estuvo dibujando algo para «la pobre señora» yal final le entregó una caja con sus tesoros: trozos de tiza y lápices de colores,pedazos de chocolate, dos pequeñas monedas y un elefante de mazapán.Svetlana le dijo: «Grazie, piccolo mio», y temió que se le saltaran laslágrimas.

Cuando estaba a punto de partir, también Janner entregó un regalo aSvetlana: Les préludes de Bach, ponía en la portada del disco.

—Un recuerdo —dijo Janner en voz baja.

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SEGUNDA PARTE

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P

INueva York, Princeton (1967)

1

or el camino al aeropuerto de Zúrich, Svetlana admiraba sobre el fondodel cielo oscuro los manzanos y almendros en flor levemente rosáceos,

los perales cubiertos de blanco y los cerezos de un rosa pálido; y pensó quetoda esa belleza primaveral era un buen augurio y que su viaje hacia unnuevo futuro sería feliz. En Zúrich las nubes negras y pesadas se vaciaroncomo si fueran jarrones. Cuando el avión se elevó por encima de ellas, todose iluminó con el resplandor del sol. Sobre el Atlántico las nubes serompieron, Svetlana vio el océano azul y le pareció ver las crestas blancas delas olas. La superficie brillante no era solo espacio, también era tiempo quedividía su vida pasada de la que había de comenzar. Nada la hacía sufrir, nisiquiera esa angustia interior de la que a menudo no podía librarse. Tenía lasensación de haberla dejado en Moscú, en un rincón oscuro de su piso, comouna pesada carga, y esperaba que la ansiedad jamás volviera a enseñarle susgarras. En el avión se sentía ligera, sabía que ahora nadie podía hacer nadacontra ella, ni un telegrama que apelara alguna decisión burocrática, ni unacarta de reproche de sus hijos, ni una desagradable llamada de teléfono. Soloel cegador resplandor del sol, que le recordaba la intensa luz de la India y lasoleada paz interior de Brayesh que le impedía enfadarse y tomarse en seriolos pequeños contratiempos de la vida. Svetlana se dio cuenta de que volabade lo viejo hacia lo nuevo y se deleitó en ese lapso en el que el tiempo se

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había ausentado.Trajeron el menú. El joven y moreno abogado, Alan Schwartz, con su

cara alargada de rasgos expresivos, pidió un martini de aperitivo, vino para lacomida, coñac después de comer. De hecho, a Svetlana solo le parecía jovencuando miraba de cerca su cara infantil, con la que contrastaba el pelocanoso; tenía treinta y cuatro años. Alan lo saboreaba todo como si fuera laúltima vez. Pero Svetlana sentía que estaba muy nervioso por lo que losesperaba a los dos y que intentaba calmarse con la comida y la bebida. Ella setomó una aspirina con dos vasos de té negro, porque después de semanas deincertidumbre le dolía con fuerza la cabeza, como en la embajada americanade Nueva Delhi. Luego decidió probar algo que jamás había comido en suvida: cangrejo. En Rusia no se vendían, estaban destinados a la exportación.Después de una buena comida y tras la aspirina, la migraña cedió un poco.Svetlana se reía:

—¿Cuántas cosas me esperan aún que haré por primera vez en mi vida?Alan bebía coñac y entre los pequeños sorbos enumeraba esas nuevas

cosas; se esforzaba para que su voz sonara despreocupada, pero arrugabanerviosamente la frente y las manos le temblaban:

—Aterrizaje en una ciudad desconocida. Una conferencia de prensa en elaeropuerto donde esperarán cientos de periodistas de todo el mundo. Viajepor una amplia autopista como las que no hay en Suiza y mucho menos enRusia.

—Alan, le leeré un pequeño fragmento de una carta que me ha escritoGeorge Kennan, sin duda no le importará si comparto sus líneas precisamentecon usted. Me cuenta: «La espera un desagradable examen: el encuentro conla prensa en el aeropuerto de Nueva York. Me gustaría ahorrárselo. Pordesgracia no es posible. Deberá adaptarse a un país nuevo y no será fácil. Lasombra de su padre se extiende detrás de usted, vaya a donde vaya. Parasuperar estos obstáculos, deberá tener más valor, más paciencia y másconfianza que la mayoría de la gente».

Alan reflexionó en voz baja, pero Svetlana no lo escuchaba. Se quedópensando en las palabras de Kennan, aunque estaba de buen humor y en sumomentánea ligereza no se las tomaba demasiado en serio. «La sombra de supadre…». Se imaginó la sombra del padre de Hamlet, que aterrorizaba al

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protagonista de Shakespeare; vio la obra por primera vez junto a Kapler yluego de nuevo con Brayesh en los teatros moscovitas. Entonces no seimaginaba que se pasaría toda su vida huyendo de un continente a otro de esasombra eterna, transpirando de desasosiego y ansiedad, como Edipo trashaber conocido su culpa.

Pero en ese momento le parecía que el avión la había amputado parasiempre del pasado, que volaba hacia lo desconocido, donde por fin llegaría aser una ciudadana anónima, tal como lo había deseado toda la vida. Elresplandeciente océano y el sol le confirmaban ese buen presentimiento.

—¡Mire, más islas, Alan! ¿Cuáles son?Alan se acercó a la ventanilla:—Ésas… no lo sé, pero está aquí abajo… Sí, es Nantucket, ¡mi

Nantucket! En esa isla mi familia tiene una casa de veraneo. ¿Nos vendrá avisitar en agosto, Svetlana? Aquí en esta isla, ¿ve? —Le mostró una pequeñamanchita marrón en el océano. Él también empezaba a sucumbir al encantode la personalidad de Svetlana.

¡La segunda invitación para el verano! La primera había llegado de losKennan, para que visitara su granja de Pensilvania y pasara el verano con sushijos, aunque George y su mujer no estarían. Alan le enseñó a Svetlana lafotografía de su mujer y sus hijos.

—Yo de pequeña también era pelirroja, como su hijo. ¿Y sabe qué, Alan?Me apetece empezar a familiarizarme con Estados Unidos, sobretodo conocera la gente, que es la que da carácter a un país, y solo luego dedicarme adescubrir sus monumentos.

Svetlana estaba resplandeciente.El avión giró lentamente sobre la ciudad o mejor dicho sobre las islas y

penínsulas, ríos, lagunas y archipiélagos entretejidos con el mar. Svetlanarecibió con gritos de alegría la Estatua de la Libertad que crecía desde el aguay le parecía minúscula, luego los rascacielos de Manhattan y el rectánguloverde de Central Park.

Alan le explicó con nerviosismo creciente que los periodistas en elaeropuerto recibirían su discurso escrito, ella misma debería decirles solounas palabras:

—Cuidado con esas palabras —le advirtió—, ¡la prensa lo puede

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tergiversar todo!Y se enfurruñó cada vez más.—Alan, ¿por qué se preocupa tanto, amigo mío? ¿Qué tergiversaciones?;

¿acaso no voy al país de la libertad? Todo irá bien, ya verá.Alan siguió hablando de forma entrecortada, repitiendo lo mismo una y

otra vez. Estaba muy intranquilo, acalorado, y pensaba que por másencantadora que fuera, Svetlana no dejaba de ser una mujerinsoportablemente infantil e ingenua. En voz alta habló de la guerra fría y deque podían utilizar a Svetlana como una arma de ese conflicto, y repetíaconstantemente las palabras «prudencia» y «problemas».

¡El aeropuerto John Fitzgerald Kennedy!, suspiró con admiración. Seacordó de lo tristes que se pusieron Brayesh Singh y su colega indio en Sochicuando se enteraron de la muerte del presidente. El nombre de Kennedyahora le parecía la mejor bienvenida que Estados Unidos podía brindarle. Yse repitió que no entendía cómo una conferencia de prensa podía poner aAlan tan nervioso.

Alan sabía que a causa de la llegada de la hija de Stalin el aeropuertoKennedy estaría cerrado al tráfico habitual y que lo vigilarían decenas decoches de la policía y centenares de agentes uniformados y de paisano. Perono se lo reveló a Svetlana, y a ella tal posibilidad ni siquiera le pasó por lacabeza. Se sentía libre y alegre como pocas veces.

Después de aterrizar en Nueva York, fue la última pasajera en salir. Semantuvo un instante en la escalera del avión y la aturdió el tumulto deperiodistas armados con micrófonos, cámaras fotográficas, trípodes ycámaras de televisión que la esperaban. Bajó corriendo, como si no tocara elsuelo:

—Hola, ¡soy tan feliz de estar aquí! —dijo contenta al micrófono. «Comouna niña que hubiera ganado en un juego», pensó Alan, que se mantenía allado de ella, temiendo de qué manera interpretarían todos esos periodistas susmaneras infantiles e ingenuas—. Pronto volveremos a encontrarnos y lesexplicaré más cosas de mí. Pero ahora déjenme descansar, ¡me caigo delcansancio! —prosiguió Svetlana y su inglés estaba teñido por un acento rusomucho más pronunciado que de costumbre. Por ello Alan comprendió queSvetlana sufría de miedo escénico, tal vez de pánico, y lo que hacía era

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esconder su angustia bajo una fingida espontaneidad infantil.—Pronto os contaré más cosas de mí. Pero ahora dejadme descansar, por

favor, estoy rendida —dijo riendo. Alan veía que en ese momento Svetlanaponía todas sus fuerzas en su pequeño discurso, pero que no parecía cansada,al contrario, tenía un aspecto juvenil y fresco incluso después de las ochohoras de viaje; su pelo rubio rojizo volaba al viento, encendido como el sol,que ese día se había ocultado tras las nubes. Los periodistas quedarondeslumbrados y así lo escribieron en las páginas de los periódicos.

2

—Lo ve, ¡prueba superada! —se volvió hacia Alan Schwartz cuando ambossubieron al coche y salieron del aeropuerto JFK hacia la autopista. Él giró lacabeza y la miró a los ojos, pero solo durante una fracción de segundo; luegovolvió a concentrarse en la conducción y en tratar de identificar los coches deprotección que los seguían; esa tarde el tráfico en la autopista en dirección aLong Island era bastante denso.

—Alan, ¿se ha fijado en el aeropuerto en ese cartel publicitario congrandes letras BEFORE-AFTER? Debajo de la palabra «antes» había la foto deuna mujer gorda y deformada, y debajo del «después», la misma mujer sehabía metamorfoseado en una sílfide con una cintura de avispa. Era unanuncio de un tratamiento estético. Sabe, a mí también me parece como si meanunciara un rótulo con la palabra «después»: la Svetlana anterior, esa mujerpesada, soviética, se quedó en la lejanía y la nueva acaba de nacer. Aún nosabemos cómo será.

Alan veía que Svetlana estaba radiante, satisfecha consigo misma y consu intervención ante los medios americanos y mundiales. Él mismo reconocíala subida de adrenalina, lo experimentaba a menudo en sus defensas ante eljuez.

—¿No se siente como si estuviera en la Luna o en Marte? —le preguntómientras dibujaba con la mano derecha un amplio gesto: por todas partesanchas autopistas de muchos carriles, toda una red de autopistas con niveles

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superiores e inferiores.—Me recuerda a Rusia —Svetlana miró a su alrededor.—¿A Rusia? ¿De verdad? No puede ser —se sorprendió el abogado.—No las autopistas, eso claro que no —dijo rápidamente, para deshacer

el pequeño malentendido—. La planicie que se extiende hasta el horizonte separece a Rusia. Y el cielo bajo y azul grisáceo. Además, en el aeropuerto meparecía que la gente tenía la cara redonda, eslava. ¿No se dio cuenta?

—Solo vi americanos, aparte de mexicanos y asiáticos, por supuesto.Alan no salía de su asombro.—Seguramente porque busco lo que se parece a Rusia.—Busca lo que le es cercano y conocido. Eso la ayuda. No se siente tan

perdida en lo que para usted es nuevo y extraño.Svetlana se echó a reír:—¿Así que hui de Moscú para no hacer nada más que buscar Rusia por el

mundo entero?El abogado notó en la voz de Svetlana cierta crispación y en su pregunta,

algo casi trágico. Para dispersar los nubarrones, también esbozó una sonrisa.

3

Más tarde Svetlana ya solo veía diferencias. ¡Tantas mujeres conduciendo suscoches en la autopista! Jóvenes y guapas que charlaban al volante con unaamiga, mujeres atractivas de mediana edad con trajes de hombre y un collarde perlas alrededor del cuello, señoras mayores con un cigarrillo y unsombrero: todas iban en coche con tanta ligereza y naturalidad comorespiraban. Chicas jóvenes, casi niñas, blancas, negras y asiáticas, madresjóvenes y mujeres mayores con sombrero, pero también ancianas, para lasque en la Unión Soviética había un solo medio de transporte posible: la sillade ruedas. Muchas de ellas iban acompañadas por hombres y mujeres quesorbían con pajita una limonada o una coca-cola, algunos fumaban; y todasconducían como si nada, con la mano izquierda. Los ojos curiosos deSvetlana se fijaron también en varias mujeres con el pelo corto y moderno

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como Twiggy, otras con cabelleras largas sinuosas que ondulaban desde lasventanillas, con pendientes, pulseras y collares de todos los colores. Mientrasque en Rusia se aconsejaba no diferenciarse de los demás, aquí cada mujertenía su estilo, sabía lo que le quedaba bien, era ella misma. Cada una de esasmujeres americanas quería ser única.

Svetlana pensó en las mujeres rusas: había más que hombres, muchos delos cuales murieron en la Revolución o en el frente durante la SegundaGuerra Mundial. Por eso en Rusia la mayoría de maestros, dentistas,vendedores y médicos eran mujeres. Asimismo, las mujeres se ocupaban delos trabajos más pesados; en la imaginación de Svetlana desfiló una hilera detodas esas conductoras de tractores, de metro y de camiones, barrenderas ybasureras a las que en casa, después del trabajo, les esperaba dar de comer alos hijos y hacer las tareas del hogar. Y cuando miró a su alrededor, percibiósonrisas, expresiones de alegría, aunque también bastantes personas con carasmalhumoradas y de preocupación, deprimidas y coléricas; pero no teníaganas de fijarse en ellas. En los coches descapotables las largas melenas alviento descubrían tersas y bronceadas nucas, las gafas de sol de todas lasformas añadían a las mujeres a veces elegancia, otras una originalidadexcéntrica, y siempre subrayaban la singularidad y la personalidad de la quelo llevaba.

Una mujer al volante: eso para Svetlana había significado siempre que laconductora era independiente de los hombres. Aparte de raras excepciones,en la Rusia de la posguerra las mujeres no conducían turismos, solo lascamioneras sus camiones o tractores. Svetlana era muy joven cuandoaprendió a conducir. Y su padre fue el primero al que llevó de paseo en sucoche nuevo. Él la miraba con ojos incrédulos; ¡cómo valoró entonces laadmiración de ese hombre que exigía que todos lo admiraran a él! Él mismono sabía conducir y durante toda la vida lo llevó un chófer. Mentalmentecomparaba los coches viejos, gastados y cubiertos de lodo de Moscú con losautomóviles cómodos, de colores, brillantes en ese día claro en que llegó aEstados Unidos. ¿Día claro?, se corrigió: no, más bien nublado, y sinembargo el día parecía lleno de luz. Y al volante solo mujeres. Para Svetlanasignificaba que las americanas estaban emancipadas, sabían lo que querían, seesforzaban para conseguirlo y nadie las hacía cambiar de opinión. ¡Ella

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también quería ser así! Una de las primeras cosas que haría en sueloamericano sería apuntarse a una autoescuela, porque su permiso ruso aquí noera válido. Muy pronto ya podría saludar a sus nuevos amigos, blandiendo enla mano el permiso de conducir recién estrenado.

—¿En qué piensa? —preguntó Alan después de un largo silencio.—En que todas las mujeres que vemos a nuestro alrededor conducen sus

propios coches.Al abogado esa respuesta lo desconcertó. ¿A qué se refería Svetlana?—Sí…, sí, claro. La mayoría sí. Aunque algunos de los coches pueden ser

de alquiler.—En Rusia ninguna mujer tiene coche. Como no sea una actriz famosa,

pero hasta eso es raro.—Hum… pues en eso… hay cierta diferencia.—La salud de las mujeres es la salud de la nación —dijo pensativa.Alan no supo muy bien cómo reaccionar. Al fin se le ocurrió algo, y se

alegró de que fuera positivo para Rusia:—En su país la salud es gratuita, ¿verdad? Aquí no.Pero Svetlana negó con la cabeza:—Me refiero a otra salud. Y la frase no es mía, la formuló un sociólogo

en el siglo pasado.Ya se acercaban a la casa blanca de madera con contraventanas rojas

donde Svetlana debía pasar las primeras semanas. Era la casa de PriscillaJohnson McMillan, cuya tarea era traducir al inglés el libro de Svetlana,Veinte cartas a un amigo. Delante de la casa los esperaba un hombre cano yatlético de mejillas sonrosadas, una gran sonrisa y unos ojos celestes.

—Stewart Johnson —se presentó—. El padre de Priscilla. Bienvenida.Siéntase como en casa.

4

Estaba tumbada en una cama de madera que crujía a cada movimiento; eso leproporcionó una sensación de seguridad, de que todo estaba en orden y nada

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malo le podía pasar. Es curioso que los objetos y muebles antiguos en unacasa tengan en las personas un efecto tranquilizador, pensó. Como la mayoríade los rusos, hasta entonces creía que en Estados Unidos solo encontraríacemento y plástico. Ahora descansaba en la cama, en esa casa de maderadonde el suelo y las escaleras crujían a cada paso, donde las personas sesentaban sobre unas antiguas sillas acolchadas junto a una mesa de caobacubierta por un mantel de ganchillo hecho a mano; en las vitrinas se exponíanantiguos juegos de té y figuras de porcelana; en el parqué, alfombras persasrojas y blancas. Por la noche las lámparas iluminaban las salas con su tenueluz que se filtraba a través de unas pantallas amarillas y rosas y se encendía lachimenea. «¿Esto es América?». Abrió los ojos en la oscuridad. «Esteambiente es mucho más acogedor de lo que me imaginaba», pensó, se estirócon placer y cerró los ojos. Ni se le pasó por la cabeza preocuparse por lagran conferencia de prensa internacional que la esperaba en las espaciosassalas del neoyorquino Hotel Plaza.

Sí, los interiores antiguos tienen un efecto tranquilizador, se repetía conlos ojos cerrados. ¿Por qué su padre no decoró al menos una de sus muchascasas de una manera más acogedora? Después de la muerte de la madre deSvetlana, Stalin, una vez al año como mínimo, hacía obras en la dacha deKúntsevo, y la redecoraba completamente. El resultado era siempre el mismo:unos interiores fríos, impersonales y de mal gusto. En esta casa, en cambio,Svetlana se sentía como en una novela de Henry James…

Svetlana sonreía y, feliz, fue entrando en el sueño, pero de repente algo ladespertó. Fue un pensamiento sobre su padre. Supuso que en la gran rueda deprensa debería denunciar todo el mal que él había cometido: millones demuertos, decenas de millones de vidas destruidas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por quémotivo?, se preguntó ya por enésima vez. Cuando se encontraron a su madremuerta, algo cambió en su padre. Efectivamente, siguió siendo igual decolérico, violento hasta la brutalidad, pero entonces, además, empezó a serrencoroso con la gente, empezó a odiar visceralmente. Hizo encerrar y envióal gulag a todos sus familiares cercanos; algunos murieron allá, a otros loshizo fusilar por orden personal. ¿Y ella? Ella ahora tenía que denunciar todoeso para que se supiera. Su decisión la tranquilizaba y lentamente sedeslizaba de la conciencia hacia el sueño.

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5

—Mi padre no fue el único culpable. De hecho esos millones de muertos yejecutados, todo ese derramamiento de sangre no fue tanto culpa de mi padrecomo del Partido Comunista, del régimen comunista, todo ese engranaje quemovía nuestro país —se oyó aclarando con ahínco a los cientos de periodistasen la conferencia de prensa en el Hotel Plaza de Nueva York.

«¿Pero qué digo?», pensó para sus adentros, y se horrorizó, pero no podíaparar. Cuando hacía un momento los periodistas le habían preguntado por supadre, de repente empezó a evocar sus cartas y su juego: ella ordenaba, élobedecía.

Mi querida, pequeña Svetlana:Gracias por los regalos. Y gracias también por el mensaje. Veo que no te has olvidado de tu papá.

Espérame en Sochi, ¿de acuerdo?

Besos de tu PAPÁ

Pero también se acordó de que una vez, siendo pequeña, ella, Svetlana, lepreguntó a la niñera, cuando su madre todavía vivía: «¿Por qué quiero más amamá que a papá, nana?». La niñera se horrorizó y le explicó que debíaquerer por igual a ambos padres.

Entonces narró a la multitud de periodistas congregados, la vida gris yaburrida que en la Unión Soviética estaban obligados a llevar, y tampocoocultó que el Partido Comunista le había prohibido casarse con un ciudadanode la India, un traductor, así que se vio obligada a vivir con él sin casarse, locual no se toleraba en la sociedad soviética. Contó ante todos que el gobiernosoviético había perseguido a Brayesh Singh hasta llevarlo a la tumba. Seacordó de que la gente en Kalakankar le había dicho que Brayesh se había idoa Moscú en buena forma de salud y que su muerte los había sorprendido:«¿Qué le ha pasado? ¿Qué le han hecho?».

Los periodistas miraban a esa mujer expresiva, bella y vigorosa con unosllamativos ojos azul verdosos y el pelo corto de color encendido, las uñas

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cuidadosamente pintadas y las cejas perfiladas, con un comportamiento tanespontáneo, como si estuviera sentada con una amiga en una cafetería y nohablando ante cientos de periodistas en una rueda de prensa, donde cadapalabra suya podía ser mal interpretada y traerle consecuencias graves eimprevisibles. ¿Ésta era la hija de uno de los mayores tiranos del siglo XX?, sepreguntaban y rebuscaban en su mente un título jugoso que encabezara elartículo que debía aparecer en el periódico al día siguiente.

El moderador, una conocida personalidad televisiva, con un peinadoperfecto en su informalidad y con un traje que tenía cierto aire deportivo,concedió la palabra a un periodista bronceado con aspecto de deportista y conexpresión inteligente:

—¿Cómo fue su infancia? ¿Cómo la trataban su padre y su madre y quérelación tenían entre ellos?

Svetlana habló de su madre, joven y delicada, de su melancolía, de latosquedad de su marido, que le resultaba insoportable; de cómo, en los añosveinte, se fue a tomar las aguas en el balneario de Mariánské Láznĕ, unepisodio de trágicas consecuencias:

—Una persona de confianza me contó que justo después de que mi madrese fuera del balneario, su médico y amigo fue asesinado en su coche.

En la sala se hizo el silencio. Acto seguido, el moderador preguntó conuna voz algo más débil:

—¿Cómo? ¿Estaba detrás la policía secreta?Svetlana no pudo reprimir una sonrisa de tan inocente que le parecía la

pregunta respecto a las circunstancias en los regímenes totalitarios.—A mi madre, cuando todavía era universitaria, la policía secreta la

seguía continuamente, tanto en Moscú como en el extranjero; igual que a mí.—¿Nos puede poner un ejemplo? —preguntó vivamente una mujer

morena y no muy alta con la nariz aguileña algo picassiana.—¿Un ejemplo? Bien, le daré uno… Desde adolescente, siempre éramos

tres en mis citas amorosas. A mis novios y a mí siempre nos seguía al menosun miembro del KGB.

Se quedó en silencio. No estaba segura de si debía continuar. Luego dijocon firmeza:

—Y entonces sucedió algo que jamás le he perdonado a mi padre, ni se lo

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perdonaré.Volvió a detenerse. ¿Realmente debía contárselo a esa gente a la que veía

por primera vez en su vida?La joven periodista de ojos vivos y la cara picassiana dijo implorante:—No tiene por qué aclararlo, es un asunto privado suyo. Pero si decidiera

compartir su vida con nosotros, realmente sabremos apreciarlo.Tras esas palabras amistosas, Svetlana tuvo ganas de confiar su historia a

esa gente sonriente y bien educada del país que hasta aquel momento tan bienla había acogido y del que pensaba ingenuamente que todos y cada uno desus habitantes eran sus nuevos amigos. Tomó aire:

—Conocí a Alekséi Kapler, un famoso director de cine ruso, durante laguerra, cuando tenía casi diecisiete años y él cuarenta. Fuimos un par deveces juntos al cine y al teatro. En las celebraciones de la Revolución rusa,del 7 de noviembre, él me invitó a bailar un foxtrot. Me sentí cómodabailando con él. Me preguntó por qué estaba triste y yo le contesté que hacíadiez años había muerto mi madre. Le conté todo nuestro drama familiar.Kapler me traía libros: recuerdo uno de Hemingway y una enorme antologíade poesía rusa. Aún hoy tengo grabados en la memoria los versos de AnnaAjmátova, Pasternak y Jodasévich, hasta el punto de que podría recitarlosaquí ante ustedes. Alekséi Kapler y yo salíamos a dar largos paseos por lanevada Moscú y nos encantaba estar juntos. Como ya he dicho, yo llevabadetrás a un espía, Mijaíl Klimov. Kapler siempre lo saludaba educadamente ya veces le ofrecía un cigarrillo; eso a Klimov lo sacaba de quicio. Nadietrataba así a los espías, ¿saben? He contado todo eso para contestar supregunta.

—¿Y no podría decirnos qué pasó con usted y su amigo Alekséi Kaplerdurante la guerra? —preguntó una mujer menuda con el pelo largo y castañoy de rasgos suaves. Muchos en la sala asintieron, dando a entender que larespuesta también los interesaba.

—Lo que les acabo de contar pasó antes de la batalla de Stalingrado,¿saben? Durante la batalla, Kapler tuvo que desplazarse a Stalingrado comocorresponsal de guerra. Entonces, un día, yo estaba hojeando el periódico yencontré un artículo titulado «Cartas del teniente L. Desde Stalingrado: Cartaprimera», firmado por Kapler. En forma de carta de amor, mi amigo describía

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lo que pasaba en el frente. Me asusté, y con razón, de que mi padre seenterara de algo. Por mi espía Klimov, por supuesto, recibía noticias de cadauno de mis movimientos, igual que de mis conversaciones telefónicas diariascon Kapler, que duraban una hora o más. En más de una ocasión, mi padre yame había mostrado su disgusto con respecto a mi comportamiento.

—¿Y volvió Kapler de Stalingrado? ¡Hubo tantos muertos! —preguntóun joven con gafas.

—Sí, volvió de Stalingrado, él sí —contestó Svetlana.—¿Y no nos puede decir qué pasó luego? —suplicó la periodista

picassiana como una niña pequeña, sin pedir la palabra siquiera.—¿Luego? —Svetlana se quedó pensando y calló. No quería descubrir

demasiadas cosas de su intimidad ante unos extraños, pero por otro lado esosperiodistas le resultaban cercanos y su interés la animó:

—A pesar del peligro que nos amenazaba, Kapler y yo volvimos a ir alcine, a la Galería Tretiakov, dábamos largos paseos. El 28 de febrero, día demi cumpleaños, quedamos para despedirnos: Kapler tenía que marcharse aTashkent para rodar una película. El 2 de marzo de 1943, cuando Kaplerestaba a punto de partir, dos hombres lo detuvieron y se lo llevaron a la cárcelde Lubianka. Después de un juicio breve, cuyo veredicto fue el deconsiderarlo «espía de una potencia extranjera», lo condenaron a trabajosforzados en Vorkutá, más allá del Círculo Polar. Yo no lo supe.

—¿Y qué le ocurrió a usted? —preguntó el joven de gafas en voz muyalta y seria, para demostrar que no preguntaba por curiosidad sino paraindagar en la verdad objetiva.

—El 3 de marzo, cuando me disponía por la mañana a ir al instituto,apareció de repente mi padre en mi habitación y, sin llamar a la puerta, entróen mi dormitorio. Tan pronto mi preceptora vio su actitud, salió volando y sequedó escondida en un rincón todo el rato que duró la bronca. Habitualmentemi padre no era de muchas palabras y escondía sus emociones, pero esa vezse ahogaba de la furia, con la cara violácea. «¿Dónde están? ¿Dónde estántodas las cartas de ese… escritor?». Escupió esa palabra con el mayordesprecio posible. «¡Lo sé todo! Aquí tengo transcritas vuestrasconversaciones telefónicas». Dio unos golpes en su bolsillo. «¡Dame lascartas! Tu Kapler es un espía británico. Pero no se ha salido con la suya, ¡ya

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está entre rejas!». No había nada que hacer; tuve que abrir el cajón dondeguardaba las cartas de Kapler y entregárselas a mi padre. Aparte de las cartasque me había escrito, había fotografías suyas dedicadas, cuadernos con notas,el guion de una película sobre Shostakóvich y, sobre todo, la larga carta dedespedida que me dio el día de mi cumpleaños para que me acordara de él.

—¿Y cómo reaccionó usted? —preguntó la morena con rasgos suavesdesde la primera fila cuando Svetlana se quedó en silencio.

—Cuando recuperé el habla, dije: «Lo quiero, papá». Y mi padre: «¡Loquieres! ¡Uf! Mire, preceptora, qué bajo ha caído: estamos en guerra y ella selo monta…», y utilizó palabras tan vulgares que no se pueden repetir. «¡No,no, no!», repetía mi preceptora, mi nana, asustada, protegiéndose la cabeza.«¿Cómo que no? ¿Cómo que no, si lo sé todo?». Luego me miró conaversión: «¿Has visto el aspecto que tienes? ¿Crees que alguien te puedequerer? ¿A una chica tan fea? ¡Te has debido de volver loca! ¿Y además, él?¡A los hombres como él, las mujeres se les enganchan como pulpos!». Lafrase «¿Crees que alguien te puede querer?» me hizo más daño que las dosbofetadas que luego me propinó, rabioso.

»Al volver del instituto, aún trastornada, me llamaron para que fuera a vera mi padre: “Está en la sala de estar”. Sentado en su escritorio, desgarraba lascartas de Kapler, sus fotografías, sus cuadernos, tirándolo todo a la papelera.“Escritor —escupió de nuevo—: ¡Si ni sabe bien el ruso! ¡Como mínimopodrías buscarte a un ruso!”. Entendí que lo que más le molestaba a mi padreera que Kapler fuera judío.

—¿Y qué pasó luego? —quiso saber la morena—. Antes ha dicho quehabía algo que no le podía perdonar a su padre.

De nuevo tuvo la sensación de estar con amigos que se interesaban porella porque la querían ayudar. Continuó en voz baja:

—Nunca perdonaré a mi padre que enviara a mi amado a trabajosforzados, más allá del Círculo Polar. ¿Me pregunta qué ocurrió más tarde?No le dije ni una palabra más. Sin despedirme, me fui a mi cuarto. Desdeentonces nos distanciamos. Durante meses no nos hablamos. Solo en veranonos dijimos un par de palabras. Pero nuestra relación ya no volvió a ser la quehabía sido. Ya no volví a ser su querida hija.

—¿Y qué fue del señor Kapler? —preguntó en voz alta alguien que la

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apuntaba con una cámara y por tanto no se veía. Tenía acento extranjero. «Unacento ruso», pensó Svetlana en una fracción de segundo.

—Sabe —empezó Svetlana en voz baja—, Kapler permaneció cinco añosen Vorkutá. Es cierto que trabajaba allí en el teatro, pero seguía siendo unpreso. Luego lo obligaron a que fuera a Kiev, a casa de sus padres, porquetenía prohibido poner los pies en Moscú. A pesar de la prohibición, y congran riesgo, llegó sin embargo a Moscú. Eso fue en 1948. Lo pillaron y lojuzgaron. Esta vez lo volvieron a enviar a trabajos forzados al Círculo Polar,pero a un campo de concentración donde trabajó durante cinco años comominero. Lo soltaron solo después de la muerte de Stalin.

—¿Y se lo perdonó a su padre? ¿Fue capaz de hacerlo? —preguntó denuevo la morena de la primera fila, completamente inmersa en la historia deSvetlana.

«Pero si hace un momento ha dicho que no lo perdonó», «¡Escuchebien!», «¡Más vale que pregunte otra cosa!», protestaron desde todos loslados las voces de los periodistas contra la pregunta de la morena, hasta elpunto que el moderador, a desgana, tuvo que amonestarlos. Luego, durantelargo rato, se arregló nervioso el cuello de la camisa naranja.

—¿Si se lo perdoné? —dijo pensativa Svetlana, que no tuvo en cuenta lasprotestas—. Mire: el 3 de marzo de 1953 estaba sentada junto a la cama demi padre viendo cómo le costaba respirar; se estaba muriendo. Me acordé deKapler. Habían pasado justo diez años desde que lo encerraron. Y diez añosdesde el día en que mi padre me dio dos fuertes bofetadas y luego me humillóy me ridiculizó.

—¿Y qué pasó con Kapler? ¿Lo volvió a ver? ¿Se reunieron otra vezdespués de tantos años? —suspiró de nuevo la morena, completamentearrastrada por la historia, como si ella misma la estuviera viviendo.

—Un año después de la muerte de mi padre, en un congreso de escritoresen Moscú, nos encontramos en la recepción. Llevábamos once años sinvernos. Y parecía como si nos hubiéramos visto un día antes. Nos hallamostan cercanos como antes. Eso nos resultó evidente a ambos, desde el primerinstante. Pero nuestras vidas mientras tanto habían cambiado.

En la sala se produjo un silencio absoluto. Tras unos momentos, un jovenrubio y tímido con gafas de grandes monturas se atrevió a preguntar en voz

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baja qué le pasó a la madre de Svetlana.Svetlana primero se quedó en silencio. Se volvió a hacer la misma

pregunta: ¿debía compartir confidencias con unos extraños que podíanentender mal su relato y escribir estupideces en sus periódicos? Pero al findecidió que no se detendría a medio camino. Narró cómo su madre,Nadezhda Allilúyeva, primero quiso divorciarse, pero Stalin no se lopermitió; luego intentó alejarse de su marido y vivir en Leningrado con sushijos en casa de unos parientes. El padre de Svetlana, sin embargo, estuvo apunto de ir a buscarla para traerla a casa, así que ella misma se le adelantó yvolvió.

—¿En qué era tan malo su padre para la familia? —quiso saber la mujercon rasgos picassianos.

—A mi padre le gustaba humillar a todo el mundo. A sus colaboradores, asu familia. A mi hermano Yákov, hijo de su primer matrimonio, nunca letuvo demasiado cariño y lo denigró tanto que mi hermano intentó suicidarse.Tras esa historia mi padre lo ultrajaba aún más: «No sabes nada, ni siquierapegarte un tiro, idiota, inútil», le decía. Y entonces llegó esa noche, cuando…—empezó una frase. Pero se detuvo.

En la sala había tal silencio que si alguien hubiera dejado caer unimperdible se habría oído. Todos los presentes estaban pendientes de suslabios. Svetlana reflexionaba sobre cómo se había enterado aquella vez…Tenía dieciséis años. Estaba en casa leyendo periódicos ingleses yamericanos a los que tenía acceso como chica de familia privilegiada. LeíaLife, Fortune e Illustrated London News, por las noticias políticas y culturalesy para practicar inglés. Dio con un artículo sobre su padre y su sorpresa seconvirtió en horror: allá citaban como hecho que, en la noche del 7 al 8 denoviembre de 1932, la esposa de Stalin, Nadezhda, se había suicidado.Svetlana quedó conmocionada. Se fue corriendo tras su niñera y ésta le contólo que había pasado en aquel entonces, cuando Svetlana tenía seis años.Durante una cena de gala, Stalin se volvió hacia su mujer y le dijo: «¡Oye,tú!», y ella protestó al respecto. Ninguno de los presentes supo reaccionar.Según las memorias de Jrushchov, Stalin se llevó a su mujer hacia la sala debaile tirándola del pelo. Pero ni la preceptora ni Svetlana se creyeron laversión de Jrushchov, que siempre exageraba. La brutalidad reiterada de su

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padre, día tras día y año tras año, llevaron a la madre… a eso. Miró hacia lasala y dijo:

—Luego llegó la noche en que mi madre murió. —Y sintió que todos lospresentes, los cientos de personas, sabían que habían encontrado a su madrecon un revólver en la mano y una bala en la cabeza—. Cuando me enteré decómo había sido, empecé a tener las primeras dudas sobre la bondad de mipadre y su sentido de la justicia. Tienen que darse cuenta de que mis dudasme parecían una blasfemia. Por una parte se trataba de mi padre, que,además, era el jefe del Estado, había una guerra y él era uno de sus grandesprotagonistas. Pero no podía volver atrás. Entonces me di cuenta por primeravez de que Stalin era un gobernante cruel y despiadado, y en el entornofamiliar era…

Ahora Svetlana vio claramente la compasión en algunos de los rostros.Pero solo en algunos. En ese instante se dio cuenta de que no estaba en unacafetería con unos viejos amigos y que no debía dejarse seducir por el deseode tener nuevas amistades para combatir la soledad del nuevo país. Se esforzóen ser lo más objetiva y ponderó cada palabra que decía:

—Mi madre solía protestar contra la política de mi padre. Le mostrabatajantemente su desacuerdo con sus métodos. Cuando apareció en escenaBeria, el animal más sanguinario que jamás ha vivido, según se demostró mástarde, mi madre desde el principio se revolvía contra él ante su marido.«Muéstrame hechos», le dijo Stalin. Pero mi madre solo sabía que Beria eraun desalmado capaz de todo, se lo había leído en la cara. Beria se quedó, y mimadre se fue.

Se quedó quieta. Los periodistas respetaron su silencio. Al cabo de uninstante añadió:

—Después de la muerte de mi madre, mi padre parecía haberse vueltoloco. Nunca más lo vi alegre como antes. Y quizá por eso se convirtió en undictador sangriento que, durante las ejecuciones, se reía del miedo a la muerteinscrito en las caras de los condenados. Reía a mandíbula batiente y con ellolos humilló en el último instante de su vida —dijo Svetlana casi susurrando ehizo una pausa—. Se endureció contra la gente, que odiaba porque ellosvivían, mientras que su mujer, a quien amaba a pesar de todo, estaba muerta.Varios años después de la muerte de mi madre hizo encerrar a todos los

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parientes de ella y los envió a campos de concentración; la mayoría de ellosmurieron allí, algunos fueron ejecutados.

Un periodista enérgico con una espesa melena blanca preguntó cómo eraStalin como padre: ¿educó correctamente a su hija y la preparó bien para lavida?

—Después de la muerte de mi madre, mi padre me necesitaba —explicaba Svetlana—. Nos escribíamos a menudo mensajes breves ypequeñas cartas; mi padre se había inventado el juego de la regenta (o sea yo)y su secretario (él). Consistía en que yo le daba órdenes y él las debíacumplir. Pero todo empezó a cambiar cuando crecí, aunque seguía siendo unaniña. «¿Qué significa esto, dónde vas desnuda?», me soltó una vez cuando enla primavera me vio con calcetines blancos y una falda justo por encima delas rodillas, como llevaban entonces las niñas de mi edad.

—¿Cómo reaccionó usted? Yo no sé qué haría —dijo una periodista conun mikado gris y una gran serpiente dorada en la solapa de su chaqueta negra.

—Me alegro de que lo diga, porque yo tampoco supe qué decir. Mi padreordenó a mi preceptora que con las viejas camisetas de él, me confeccionaraunos calzones tan largos que me cubrieran las rodillas y que, además, mealargara la falda hasta la mitad de las pantorrillas. Objeté inútilmente quetodas las chicas llevaban la falda igual de larga que yo. Mi padre se enfurecióy su ira crecía minuto a minuto. «Papá, ¡pareceré un bufón! ¡Todos se reiránde mí! ¡No puedo salir con esos calzones puestos!», dije llorando, yo, queparecía grande y adulta para mi edad. «¡Mi hija no saldrá desnuda a lacalle!», gritó, y cerró la puerta tras de sí dando un portazo. Desde entoncesfue él quien controlaba todo mi vestuario: si era un vestido ceñido en lacintura, me arrancaba el cinturón; si se veían un poco las rodillas, debíaponerme una falda larga como de señora mayor. Una vez me arrancó la boinade la cabeza: «¿Qué es esta mierda? ¡Llevarás sombrero, y no estaporquería!», aunque las jóvenes de la ciudad llevaban solo boina.

Svetlana sonrió brevemente, para que su historia sonara menos trágica.—Luego me enteré por una mujer georgiana que los viejos en Georgia no

toleran las faldas por encima de las rodillas, las mangas cortas ni loscalcetines ni medias, ni mucho menos una camiseta sin mangas.

—¿Y su padre iba con cuidado al menos delante de los demás? —

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preguntó la chica picassiana de ojos vivos.A Svetlana le volvió a parecer que charlaba con una amiga sentada en un

banco de un parque y continuó narrando:—En las cenas solemnes, a las que tenía que acudir vestida de largo y

llevar las rosas que mi padre me hacía enviar, delante de todos los presentes,mi padre solía soltarme: «No puedes imaginarte la pinta ridícula que tienes»,o «Tú, asquerosa», o «Espantapájaros». Para una adolescente como yo, esosignificaba un golpe y mi autoestima caía cada vez más bajo. Me daba cuentade que a mi padre no le gustaba mi aspecto: debía desear que dejara de seruna adolescente desgarbada y que me pareciera a su esposa difunta, unamujer delicada, hermosa y atractiva. Desde que me fui de su casa me gustallevar faldas cortas: ésta es mi rebeldía contra mi padre. Poco después,empezaron a disgustarle también mis opiniones. A cada oportunidad medemostraba sin tapujos que no solo no era atractiva, sino también tonta. Yoestudiaba sobre todo idiomas, como mi madre había querido que hiciese:aprendí a hablar con fluidez inglés, alemán y francés, pero pocas veces teníala oportunidad de usarlos.

—¡Pero si recibían visitas del extranjero! —se oyó al hombre oculto trasla cámara, que hablaba con un marcado acento extranjero.

—Sí. Pero la mayor parte de las veces yo no entraba en contacto con losvisitantes. Una vez mi padre me invitó a estar presente, cuando tenía aWinston Churchill de visita; entonces también me puse de largo y me arreglécon esmero. En esa recepción mi padre me dio un par de rosas ante suinvitado; recuerdo que Churchill canturreó: My love is like a red, red rose.Pero mi audiencia solo duró unos momentos y ni siquiera me animaron ahablar; mi padre debió invitarme para mostrarse ante Churchill como un serhumano que tiene familia.

El periodista simpático de melena blanca volvió a levantar la mano:—Puedo confirmarle que su padre consiguió darle una buena impresión al

primer ministro británico. Es sabido que Churchill lo apreciaba, escribiósobre él con afecto y admiración en su diario y en su correspondencia. Ydíganos también, por favor, ¿qué pasó con su hermano Yákov, prisionero deguerra en Alemania, a quien los alemanes estaban dispuestos liberar juntocon otros prisioneros soviéticos? Ofrecieron a Yósif Stalin un intercambio

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por los prisioneros de guerra alemanes que cayeron presos en la batalla deStalingrado. ¿Por qué su padre no aceptó la propuesta y permitió que su hijomuriera junto con otros soldados soviéticos?

Svetlana reflexionó. Luego dijo muy seriamente:—He pensado muchas veces en ello. Ahora lo veo así: mi padre era

consciente de que su hijo era prisionero de guerra, pero simulaba no saberlo.Tenía la sensación de que si fingía que no sabía nada, la cuestión ni siquieraexistiría. Tenía la costumbre de esconder la cabeza en la arena como unavestruz. Nunca quiso saber nada de su familia, como si no existiera. Selavaba las manos, y con eso nos borraba a todos de su memoria. Tiene razón,rechazando el intercambio de los alemanes envió a Yákov a la muerte. Y, así,no solo lo traicionó a él, sino también a muchos soldados soviéticos.

—¿Le dijo algo alguna vez?—Solo una vez. En el verano de 1945, cuando ya había terminado la

guerra, me dijo con un tono de disgusto, asqueado: «Los alemanes hanfusilado a Yasha (así llamábamos en casa a Yákov). He recibido lascondolencias de un oficial belga, testigo ocular. Y poco después losamericanos han liberado a todos los prisioneros rusos». Y ya no volvió atocar el asunto. Nunca le tuvo cariño a la hija de Yákov, porque la madre dela niña era judía.

Los periodistas estaban quietos, ni respiraban.El moderador se acarició la barbilla y anunció que había pasado el tiempo

asignado; intentó añadir una broma:—A esta hora ya es difícil que nos den de comer en ninguna parte. ¡Pero

hemos de intentarlo, todos estos horrores nos han matado el hambre!Los presentes se rieron aliviados, Svetlana con ellos. Se oyeron decenas

de clics al apagarse los magnetófonos, grabadoras y cámaras de televisión,chirriaron las sillas.

Luego, durante largo rato, los periodistas, entusiasmados, aplaudieron depie a Svetlana.

6

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Antes de la cena, el señor Johnson preparó tres martinis y encendió lachimenea; éste era su ritual diario. Había fotografías enmarcadas de larecientemente fallecida señora Johnson que adornaban la chimenea. Cenabancon velas cuyas pequeñas llamas conferían a la cena un carácter festivo y aSvetlana después de ese día agotador, la calmaban. El señor Johnsonprometió que cenarían así todos los días; de hecho, su difunta esposa tambiénencendía las velas antes de cenar, y los candelabros de plata los habíadispuesto ella encima de la mesa. Priscilla, una joven taciturna, se ofreció acomprar velas largas aromáticas.

Después de cenar, Svetlana, acompañada por los Johnson, miró en latelevisión su intervención en la conferencia de prensa. Vio su vestido conminifalda según la última moda, pero le costó reconocer su voz y sus gestos,que le parecieron teatrales aunque atractivos. «Ésa no soy yo —pensó—. No,no soy yo, esa joven tan apuesta, tan segura de sí misma y al mismo tiempodiscreta y elegante; no puedo ser yo».

—Ésa no soy yo —suspiró en voz alta.—Sí, ésta eres tú, tan guapa —dijo Priscilla. Y enseguida se levantó y se

marchó.A Svetlana le pareció que Priscilla había pronunciado esas palabras con

demasiada frialdad para ser sincera.

7

Por la noche Svetlana no pudo dormir. Soñaba que su padre la amenazaba yle gritaba y justo después le regalaba rosas, la acariciaba tiernamente y lesusurraba: «¡Cielito, pequeño ruiseñor!». Se despertó, pero volvió a caer enun sueño profundo lleno de pesadillas. Por la mañana no se levantó hastatarde. Cuando por fin lo hizo, estaba tan débil que para caminar tenía queapoyarse en la pared.

Para desayunar se preparó una tostada, acompañó el primer mordisco conté y no pudo seguir comiendo. Tenía la cabeza espesa y se sentía igual que unconvaleciente tras una larga enfermedad.

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Priscilla, con la que solía encontrarse solo durante la cena, entró en lacocina y le preguntó qué le pasaba, pero Svetlana no fue capaz de contestarleen inglés. Se lo dijo en ruso, ya que, de hecho, estaba hablando con sutraductora. Pero Priscilla hizo ver que no la había oído y acto seguido volvióa subir a su despacho, seguramente para dedicarse a la traducción del libro dememorias. Svetlana tenía muchas ganas de echarle un vistazo a la traducciónde su manuscrito, de leer sus frases traducidas al inglés, pero después de esaescena no se hubiera atrevido a pedírselo a Priscilla. Además, tenía miedo demolestar a sus anfitriones.

Después del desayuno, Svetlana entró en la sala de estar; esperaba que lacalma y la penumbra la tranquilizaran y mitigaran su dolor de cabeza. Sesentó en un mullido sillón, sin pensar en nada, tan solo mirando las flores dela magnolia que llenaban el alféizar de la ventana. La asistenta lavaba lavajilla en la cocina, y esos ruidos del agua corriendo despertaron en Svetlanala sensación de calma doméstica. Solo dos veces en su vida se le concedióuna atmósfera familiar como aquélla, pensó: primero, durante la vida de sumadre; luego, con Brayesh Singh. Él preparaba la cena todos los días,entonces se esparcía por la casa un agradable olor a especias indias. Luegosus hijos lavaban los platos; Katia tarareaba y Brayesh le enseñaba a cantarcon voz aguda las canciones de las películas indias; siempre se morían derisa. Svetlana suspiró tan profundamente que el tapete de encaje de la mesitade café se agitó un poco.

Alguien llamó al timbre.—¡El cartero! —exclamó Priscilla desde arriba.Svetlana fue a abrir.Dos carteros colocaron sobre la alfombra de la sala de estar una gran caja

llena de cartas, postales y telegramas; luego volvieron al coche y trajeron trescestas llenas de flores.

—Para la señora Allilúyeva —anunciaron, deformando el apellido deSvetlana.

8

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Cada media hora entraban en la sala de estar cajas llenas de cartas y cestas deflores. Svetlana decoró con ellas todas las habitaciones.

—Así acostumbraba a hacerlo todas las mañanas en la India, enKalakankar, ¿saben? —les explicó a Priscilla y a su padre durante elalmuerzo.

Más y más ramos y ramilletes aromáticos de rosas y narcisos, geranios ymuguetes, violetas y lirios, lilas y crisantemos de diversos colores llegaban acasa para Svetlana. Ya no había dónde ponerlos. Svetlana obsequió con ellosa la asistenta, al jardinero, a los dos hombres de la escolta que la habíaasignado el gobierno americano, y hasta a los carteros. Pero iban llegandotodavía más ramos. Propuso riendo abrir una floristería y pidió el puesto devendedora. Decidieron colocar las flores en el garaje, donde el ambiente erafresco. Svetlana se dirigió allí con varios ramos de rosas, cuando delante deella apareció de un salto, como una figura de una caja sorpresa, un jovenmoreno de pelo rizado con una cámara de fotos, se inclinó delante de ella, sereclinó, fotografiando a Svetlana sin parar de apretar el disparador. Ella tuvoque huir hacia la casa tapándose la cara y no pudo volver a salir.

Empezó a leer las cartas.

«¡Bienvenida a Estados Unidos!»«Espero que en nuestro país por fin encuentre paz y felicidad»«¡Que Dios la bendiga!»«Vinimos hace cuarenta años y ahora es nuestro país. Aquí hará muchos

amigos. Sus hijos lo entenderán. ¡Feliz estancia!»

Pero también había cartas muy distintas:

«¡Lárgate a tu país, perra roja!»«¡Estados Unidos no es para la peste roja ni para la familia de Stalin!»«Nuestra perra es mejor que tú, ¡ella al menos cuida de sus hijos!»«Ni siquiera has aprendido a hablar inglés sin acento, ¡lárgate de vuelta a

Rusia!»

Sin embargo, hubo pocos mensajes malintencionados.

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Al principio la emocionaba cada una de las líneas amables, pero luego sepuso a reflexionar sobre las otras: ¿y si tenían razón? ¿No era realmentecomo madre peor que una perra callejera? Se obligó a concentrarse en lascartas benevolentes.

Aunque no dejaba de dolerle la cabeza, se llevó una caja de cartas a suhabitación y empezó a contestarlas. En cuatro horas vio que había contestadouna parte tan pequeña de la correspondencia que ni se notaba entre toda esacantidad. Eso la desesperó. No podía permitirse pagar a una secretaria y ellamisma, ni trabajando dieciséis horas al día, llegaría a despachar toda lacorrespondencia.

Aparte de desearle todo lo bueno y todo lo malo, le caían decenas deinvitaciones de las más diversas universidades de todo el país, deorganizaciones religiosas y filosóficas —entre ellas el Ashram Vedanta,especializado en la interpretación de los antiguos tratados hindúes, en la costacaliforniana, que le llamó la atención de una manera especial—, de muchasemisoras de radio y canales de televisión posibles pidiéndole una entrevista,una conferencia, una participación en un debate sobre la Unión Soviética,sobre las mujeres soviéticas, sobre la sociedad soviética.

Como consecuencia de la muerte de su madre, Svetlana había sufridodurante muchos años ataques de angustia y ansiedad. Ante la mera idea demantenerse de pie frente a una enorme sala llena de gente empezó a temblar.Eso sucedía solo a veces. En otras ocasiones, se encontraba tranquila. Nuncapodía predecir qué le ocurriría. Por un lado, era capaz de imaginarse losnervios que pasaría; por otro, le parecía poco ético construirse una carreragracias al hecho de proceder de un determinado país y de ser hija de su padre.Le daba pena decepcionar a todas esas personas e instituciones a las que suintervención televisiva les había parecido destacable y querían aprender algode ella.

Bajó a la sala de estar, se acercó a la ventana y fijó la mirada en lamagnolia en flor. Pero ni siquiera la vio, tan concentrada estaba en suspensamientos. En ese momento, se arrepentía de haber asumido una carga talvez demasiado pesada. Se sentía como si hubiera salido al escenario de unaópera frente a un auditorio lleno y de repente no encontrara la voz. Presentíaun ataque de ansiedad. Empezó a sudar, aunque el día era frío, de abril, y en

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la casa no tenían puesta la calefacción. Pequeños ríos de sudor corrían por suespalda. Sintió vértigo, le pareció que iba a caerse. Se sentó en un sillón, perotenía la sensación de que el techo caía sobre ella. ¡Fuera, a la calle!, pensó, ycorrió hacia la puerta. Pero entonces recordó al fotógrafo que la habíaasaltado por la mañana y se quedó en casa. Durante la cena se esforzó encomer, pero no pudo tragar ni un bocado. Su anfitrión, el señor Johnson, lamiró con compasión; Priscilla no paraba de preguntarle cómo estaba, pero semantuvo distante, sin mostrar ningún atisbo de comprensión. CuandoSvetlana se excusó por su jaqueca y se levantó de la mesa, lo consideraronuna falta de educación. El señor Johnson la despidió con frialdad y reserva, yPriscilla dijo «Buenas noches, querida», sin dirigirle una mirada.

En su habitación estuvo muy inquieta, andaba de un sitio a otro.Susurraba algo para sí misma. Al final se dio cuenta de que era el poema«Hamlet», de Borís Pasternak, que había descubierto en el apéndice a Eldoctor Zhivago como uno de los poemas de Yuri Zhivago. Desde que estuvoen Roma y en Suiza, Svetlana había releído muchas veces este poema cuyosentido nunca había comprendido tan bien como hoy:

Se aquieta el ruido. Salgo a escena.Reclinado en el quicio de la puertaintento captar en el eco distantelo que en mi tiempo ha de ocurrir.

Me apunta la oscuridad nocturnay soy el eje de mis anteojos.Si es posible, Abba, Padre mío,concédeme no tomar de este cáliz.

Amo tu designio obstinadoy acepto interpretar este papel,pero ahora se representa otro drama,prescinde de mí esta vez.

Mas fijado está el orden de los actos,y el fin del trayecto es ineludible.Estoy solo, se ahoga todo en falsedad.No es la vida un camino de rosas[1].

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9

Unos días después, Priscilla tenía una reunión a primera hora de la mañana enuna editorial de Manhattan para hablar sobre el libro de Svetlana, en cuyatraducción trabajaba diariamente durante largas horas. Fue en coche ySvetlana la acompañó con gusto. Cuando pasaban delante de una tienda dezapatos italianos, Svetlana bajó; se encontraba en la calle Setenta Este con laavenida Madison. Se despidió de Priscilla indicándole que la volvería aencontrar delante del Museo Metropolitano, que quedaba en el barrio y era unpunto de referencia fácil de encontrar. «A las cuatro», dijo Priscilla, cerró laventanilla del coche y arrancó.

Después de probarse toda clase de calzado durante largo rato, escogióunos pequeños zapatos negros como de bailarina; eran impermeables yademás le hacían el pie fino y ligero. Salió con sus bailarinas puestas a pasearsin rumbo por las calles de ese barrio, donde admiró los tulipanes de todos loscolores, plantados en grandes macetas cuadradas.

Aparte de las flores, algo en la calle le llamó la atención. No podíaentender de qué se trataba, qué le parecía tan inhabitual. ¡La gente, sí! Lagente allí era diferente. Tenía otra postura corporal que la que Svetlana sehabía acostumbrado a ver desde pequeña en Moscú. Aquí la gente caminabarecta por la calle, con la cabeza erguida, segura de sí misma, feliz, satisfechay bien alimentada.

Con sus zapatos nuevos Svetlana se elevaba por las calles que se habíanconvertido en un jardín primaveral. Se dio cuenta de que exiliarse le habíaproporcionado ligereza; podía hacer lo que quisiera, ir adonde le apeteciera,vivir a su aire, mientras que en Rusia se sentía pesada porque todo, desde unsello oficial hasta la ropa moderna, era difícil de conseguir y nadie podíacambiar la vida que le habían organizado. Aparte de sus hijos, no estabaapegada a nadie ni nadie estaba apegado a ella. Tenía una libertad ilimitada.Se detuvo frente a un flautista callejero y escuchó durante unos momentos lasuave y mágica melodía de su instrumento. Entró en un pequeño café en la

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calle Sesenta y seis Este, de donde, si uno se asomaba, se podía apreciar elQueensboro Bridge por el que Svetlana quería atravesar luego el East Riverpara llegar a Roosevelt Island. Si entró en el café fue sobre todo por sunombre, Java Girls. En la barra pidió un capuchino, a los que se habíaaficionado en Roma y luego en Suiza, espolvoreado con chocolate rallado. Selo llevó a una pequeña mesa de madera en un rincón junto a la ventana,donde tenía una vista privilegiada de toda la cafetería y de la calle, incluidoun árbol repleto de flores blancas.

Tras unos momentos, en la mesa de al lado se sentaron tres chicas quellevaban vestidos ligeros, de verano. Svetlana saboreó tanto el café conespuma como la visión de las chicas llenas de frescura, sin escucharlasespecialmente. Solo cuando una de ellas, vestida con una graciosa minifaldaque contrastaba con la expresión seria de su rostro, dijo: «He dejado de tratarcon mi padre», Svetlana empezó a interesarse por el tema de conversación.Para disfrazar su interés, sacó de su bolso un cuaderno, en el que apuntó lasimpresiones de la mañana.

—¿Por qué, Anaïs? —preguntó la chica que estaba más cerca deSvetlana. Tenía el pelo ondulado y largo, y en su nariz, parecida al pico de unave de presa, mientras hablaba le bailaban las gafas.

—No me entiendo con él.—¿Y nada más?—No lo soporto.—Ejem…—Mis padres se divorciaron cuando tenía quince años, ¿sabes?—¿Y tu madre?—Mi madre es mejor. Pero a mi padre no quiero ni verlo —dijo Anaïs.

Mientras hablaba, con una expresión inflexible dibujaba con una uña unaimagen en la mesa de madera.

—¿Por qué no os entendéis? Mis padres también se separaron y no fuenada divertido, pero al menos me esfuerzo, ya que ellos no lo hacen.

—Me fui de París para interponer el océano entre mis padres y yo —dijoentonces Anaïs, la de la minifalda bien doblada debajo de la mesa—. Me casécon un americano y tenemos dos hijos. Voy a París solo excepcionalmente,por Navidad. Mi padre siempre repite lo que yo digo, pero deformándolo para

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que parezca tonta: para los demás, pero también para él mismo. Estoydecidida a no verlo más.

La chica del perfil de pájaro dijo algo, pero Svetlana no captó sucomentario. Anaïs le contestó:

—Sí, más o menos así es, sí, Becky. Seguramente eso ayuda a mi padre,tienes razón. Tengo miedo de acabar divorciándome yo también y que lopaguen mis hijos. Que la historia se repita.

Becky empujó las gafas hacia arriba de la nariz y se acarició el pelo traslas orejas; luego tomó aire y empezó a contar su historia:

—Cuando mis padres se divorciaron, mi madre me llevó al nuevo pisocon ella. Yo estaba contenta pensando que seríamos amigas. Pero ella noencontraba tiempo para mí. Simplemente nunca estaba en casa. Era peor quevivir sola. Así que me fui a vivir con una amiga y ahora mi madre lo intentatodo para volver a ganarse mi confianza. Pero yo ya no me hago ilusionessobre su amistad. De vez en cuando salimos a comer, otras veces vamos alcine o a tomar un aperitivo antes de cenar. Pero vivo mi propia vida y no lacomparto con ella.

Svetlana volvió a guardar el cuaderno en su bolso, y se levantó para salir.Mientras caminaba entre las mesas hacia la puerta, se dio cuenta de que lastres chicas, que le parecían despreocupadas con sus vestidos ligeros ysoleados, estaban pensativas y con la mirada perdida. Nada es lo que parece.Svetlana hubiera preferido unirse a las tres chicas y confiarles suspreocupaciones: que ella también había tenido problemas con su padre, queapenas había conocido a su madre, que no sabía nada de sus hijos, y quequizá sus hijos estaban tan enfadados con ella como esas chicas con suspadres. Apesadumbrada, salió a la calle para dirigirse a Roosevelt Island.

10

Más tarde volvió y entró en la librería Shakespeare & Company en la avenidaLexington. Por los alrededores iban y venían melenudos estudiantesuniversitarios del Hunter College con sus ondulantes camisas indias, en las

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que Svetlana reconoció la sílaba sánscrita Om, y alumnas con sandaliasplanas, faldas ligeras de colores que llegaban al suelo y larguísimos collaresque se balanceaban por debajo de sus cinturas. En la librería vio tal cantidadde libros que sintió que iba a marearse. Le parecía que debería estar hasta lanoche clasificando esos libros para escoger los que quería leer, comoCenicienta cuando separaba los guisantes de las lentejas. Luego se tranquilizóy se propuso comprobar si la librería era realmente buena. Buscó aDostoievski: tenían todas sus novelas más importantes. Lo mismo conTolstói, con Turguénev. Se fijó en la cantidad de clásicos y contemporáneosamericanos y europeos, en los estantes dedicados a la literatura asiática. Allícompraría los libros que le había aconsejado Brayesh, los encontraría sinninguna duda. Escogió El maestro y Margarita, de Bulgákov, en inglés, unanovela que estaba prohibida en la Unión Soviética. Fue a pagar, no había unade esas colas como aquellas a las que estaba acostumbrada en las libreríasmoscovitas. Solo entonces se dio cuenta de que la librería estaba vacía. Losestudiantes paseaban por las calles, pero no entraban en la librería. ¿Cómo eraposible? Debía preguntárselo a Priscilla, o aún mejor al señor Johnson.Priscilla se pasaba la vida encerrada en su despacho, tan ocupada estaba conla traducción de su manuscrito; el editor tenía prisa y ella estaba inquieta. Encambio, el señor Johnson siempre tenía tiempo para ella.

11

A las cuatro en punto Svetlana, luciendo sus bailarinas nuevas bajó corriendola amplia escalera delante de la entrada principal del Museo Metropolitano y,tal como habían quedado, subió al coche de Priscilla. La traductora estabanerviosa porque el editor le reclamaba la traducción en un tiempo récord.Svetlana la escuchó y le supo mal por ella. Para distraerla, le enseñó susnuevos zapatos.

—Preciosas, como para una muñeca, ¿o tal vez para una niña? —dijoPriscilla con dulzura. Pero Svetlana vio que los ojos le ardían.

Estaba segura de que no iba vestida de forma excéntrica. Sin embargo,

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titubeó. Se sentía como cuando era pequeña, se situaba delante de su padre yél la reprendía por una ropa demasiado moderna. Notó un pinchazo en elestómago. Priscilla siguió hablando, pero Svetlana no escuchaba.

Llegaron a casa. Svetlana se moría de ganas de que Priscilla le enseñara latraducción de los primeros capítulos, que le pidiera consejo y le preguntarapor los pasajes de los que no estaba segura. Como tantas otras veces, deseócon todas sus fuerzas poder leer sus frases en inglés. Pero Priscilla se encerrórápidamente en su despacho.

Encima de la mesa del comedor, a Svetlana la esperaba una carta de suhijo. Abrió el sobre y leyó:

Mamá:Cuando me llamaste desde Suiza y oí lo que tenías que decirme no supe encontrar las palabras

adecuadas para explicarte lo que pensaba. Tardé varios días en pensarlo todo. Nada es tan fácil comoparece.

Desde el día en que te fuiste, Katia ha sufrido lo indecible.Puedes estar segura de que entendí lo que dijiste sobre aquello de que no eres una turista y después

de todo lo que ha pasado no me apetece lo más mínimo convencerte de que vuelvas.Deberías saber que tus consejos —que tengamos valor, nos mantengamos los tres unidos y sobre

todo cuidemos de Katia— me parecen extraños, por usar una palabra suave. Tenemos buenos amigosque pueden aconsejarnos y ayudarnos. Al contrario, tú con tu acción te separaste de nosotros y por esopermítenos que vivamos a nuestra manera y no según tus consejos.

De nuevo quiero enfatizar que no juzgo lo que hiciste. Pero, a causa de ello hemos tenido quesoportar todo tipo de cosas, espero que nos permitas que a partir de ahora vivamos nuestra vida comonosotros consideremos oportuno.

Piensa en todo esto y sobre todo intenta entendernos a nosotros.

YÓSIF

12

Se imaginó a sus hijos en el apartamento, obligados a enfrentarse a llamadasde teléfono, peticiones de entrevistas, fotógrafos molestando en cada esquina,las autoridades comunistas dándoles instrucciones exactas de qué decir enentrevistas cuidadosamente escogidas, funcionarios comunistas que losamenazan, amigos maliciosos, la policía secreta rebuscando en cada cajón ydebajo de los colchones los cuerpos del delito.

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«Desde el día en que te fuiste, Katia ha sufrido lo indecible».Era como si su hijo hubiera escrito esa frase con tinta roja. Katia sufría

como había sufrido ella, Svetlana, cuando perdió a su madre. Se echó a llorar.¿Lloraba por Katia o por sentirse víctima de su propia madre que la habíaabandonado? No lo sabía. Quería irse, lejos. Pero ¿adónde? A un monasterio,se dio cuenta de repente. A un monasterio en el bosque, repetía mentalmente,donde no podría recibir cartas, lejos de todas las autoridades. Lejos delmundo en el que no quería vivir. Lejos de la curiosidad disfrazada deamabilidad. Lejos de los que escudriñaban en su rostro los rasgos de undictador.

13

La mañana siguiente, en el periódico encontró sus fotografías. Aunquecuando paseaba por Manhattan el día anterior no vio a ningún fotógrafo, elperiódico estaba lleno de imágenes en las que Svetlana se probaba unoszapatos, bebía café y tomaba notas, mordía un bocadillo en la terraza de unacafetería. Subió a su cuarto, cerró las contraventanas y bajó las persianas, seencerró con llave. Priscilla llamó a su puerta varias veces y le preguntó siestaba bien.

—Sí —contestó Svetlana lacónica, también en voz baja. Su voz, sinembargo, revelaba lo contrario. Al no presentarse a comer ni cenar, Priscillacada vez puso delante de la puerta de Svetlana una taza de té y un plato conuna tarta de manzana o de cereza.

Así pasaron dos días.Al tercer día, el señor Johnson llamó a su puerta enérgicamente. Cuando

Svetlana le abrió con los ojos enrojecidos e hinchados, él le guiñó un ojoconspirativamente:

—¡Venga, nos largaremos juntos!Durante el desayuno, el señor Johnson bromeó acerca del coche de

policía aparcado frente a la puerta y se rio de los guardaespaldas de Svetlanay de los periodistas escondidos detrás de un arbusto de su jardín. Después del

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desayuno frugal fueron al garaje, subieron como un relámpago en elChevrolet blanco del señor Johnson y salieron a la calle a toda velocidad.

—¡Que se diviertan persiguiéndonos!Le hizo un guiño pícaro como un niño a la salida del colegio.Pasaron por lugares encantadores de Long Island con nombres sonoros

como Oyster Bay, Locust Valley o Mill Neck. Almorzaron en un pequeñorestaurante con vistas a un jardín, donde florecían manzanos, y luego sepasaron la tarde entera caminando junto al océano.

Svetlana dejó de lado sus preocupaciones. Le contó al señor Johnson queeste año había vivido tres veces la primavera. La primera vez fue en la India:aunque allá florecían rosas y gladiolos durante todo el invierno, a finales defebrero, entre las hojas oscuras de los mangos, habían aparecido unas florescon forma de cepillos; desde ese momento, floreció todo lo que podíahacerlo; cada pequeño arbusto, cada rama, cada brizna de hierba se cubrió deflores de colores maravillosos. En Suiza la primavera llegó a finales demarzo, con forsitias amarillas y jacintos violetas, con negros nubarrones,viento y heladas por las noches y mañanas azules y soleadas. En EstadosUnidos, la primavera no llegó hasta mayo: de repente todo se envolvió decolores blancos y rosas y las lilas desprendían su fragancia, y con el calor lagente revivió: en los bancos de los parques empezaron a tocar la guitarra, enlos prados jugaban a frisbee, se vestían de pleno verano.

—¡Tres primaveras en un año! —gritó feliz Svetlana, mientras hacíacorrer al señor Johnson por la playa hasta que el deportivo y atléticosetentañero se quedó sin aliento.

14

En esa época, a Svetlana la perseguía el mismo sueño recurrente: estaba enMoscú y quería marcharse a Estados Unidos, a casa de los Johnson, a sunuevo hogar. Pero apenas llegaba al control de pasaportes, la retenían y no ladejaban pasar. Ella se daba cuenta de que tenía que entrar en el avión, de queya no quería vivir en Moscú. Sabía que eso para ella era vital. Pero varios

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policías armados le obstruían el paso y no la dejaban embarcar. Yaanunciaban su vuelo por megafonía y ella no podía pasar.

Se despertaba empapada en sudor.Quería contárselo a alguien, o escribírselo. Pero ¿a quién? Su amiga

Marina estaba en Moscú, la carta no le llegaría nunca. Igual que a Berta; peroa ella, después de la última llamada, ya no le escribiría más.

15

20 de julio de 1967

Querida Marina:Te envío esta carta por medio de George Kennan, que pasará una breve temporada en Moscú. Me

fui de casa de los Johnson y por desgracia no pude hablar con Priscilla sobre la traducción; por lo visto,aún no estaba lista para enseñarla. Lo lamenté mucho. Se ha ido de vacaciones con su marido. Yo ahoraestoy en la casa de veraneo: en la granja de la hija de los Kennan, Joan, su marido Larry y sus dos hijos.Paseo por los campos, ayudo en las tareas de la casa, cocino y contesto las cartas que me llegan porkilos. Me voy acostumbrando a Estados Unidos, todo es agradable y aunque con mucha frecuencia measalta la soledad y me pesa mi vida sin hijos, sin marido y en el fondo sin verdaderos amigos, estoycontenta.

Mejor dicho, estaba entusiasmada. Ahora tengo la cabeza llena de preocupaciones. Porque al fin,Marina, Moscú ha reaccionado.

Acabábamos de sentarnos a cenar, encendimos unas velas, cuando por la radio se oyeron lasnoticias: «Hoy en una rueda de prensa en las Naciones Unidas el presidente del gobierno soviéticoKosyguin ha anunciado: “Svetlana Allilúyeva es moralmente inestable y está mentalmente enferma. Losiento por los que quieren utilizarla para su propaganda política”».

Joan y Larry soltaron una carcajada. Marina, te costará creerlo, pero ni siquiera me sorprendió loque dijo Kosyguin, no me cogió desprevenida, sobre todo no dejé que me estropeara una cenaagradable. Con Joan y Larry aún nos reímos durante un buen rato, charlamos y nos bebimos la botellade vino. Para que te hagas una imagen de esta familia: Joan es una mujer joven y fina, habla y se ríecomo si fuera de otro mundo, pero es práctica y sabe lo que quiere; su marido hace lo que lee en susojos y parece como si viviera solo para ella.

Pero esto, Marina, solo fue el principio de una enorme campaña. Leyendo la prensa al día siguiente,me enteré de que he pasado toda mi vida en manos de psiquiatras, que tengo elevadas exigenciassexuales, que me engalano con diamantes de la familia imperial de los Romanov y que como de susplatos de oro, que en 1939 estuve personalmente presente en la firma del pacto Molotov-Ribbentrop (ysegún ellos era milagrosamente adulta: ¡en esa época solo tenía trece años!), que mi padre me pedíaconsejo sobre todos los temas, que llevaba regularmente el dinero familiar a Suiza. Ahora losperiódicos americanos y europeos se especializan en escribir sobre mí mentiras e inventos como éstos.Los lectores me envían recortes, a veces con su propia respuesta polémica.

Ha aparecido un tal Victor Louis, ciudadano soviético, corresponsal del londinense Daily Express.El KGB le dio permiso para hacer una entrevista a mis hijos en Moscú con el objetivo de presentarme

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como una mala madre. Los agentes moscovitas del KGB saquearon los cajones de mi escritorio y sellevaron no solo todas las fotografías sino también una copia de mi manuscrito, que guardaba en uncajón cerrado con llave. No me lo había llevado porque me fui de Moscú con la idea de regresar pronto.(Los niños no sabían nada de él).

Y ahora por toda Europa han empezado a salir fragmentos del libro Veinte cartas a un amigo, soloque completamente deformados: los ha reescrito Victor Louis, que anunció en una conferencia deprensa en Hamburgo que había recibido mi manuscrito y las fotografías de «la familia Allilúyeva». ElNew York Times, el Washington Post y el London Times llaman a Victor Louis abiertamente el«conocido agente del KGB».

Victor Louis ha convertido mi amor inocente y casi infantil por el director Kapler en una salvajeorgía y el título que uno de los periódicos le puso a este capítulo era: «La ninfómana loca y loscolaboradores cercanos de su padre». El pasaje donde escribí que los besos de mi padre olían a tabacofue titulado por Louis como: «Mi padre era un buen hombre».

A mediados de julio, vino a verme a la granja mi abogado y amigo, Alan Schwartz. No podíareconocerlo: tanto había adelgazado en solo dos meses ese apuesto joven; además, estaba más pálido ysu pelo había encanecido. Es cierto que siempre ha sido más bien nervioso, pero esto pasaba de castañoa oscuro. Por lo visto, había ido a la mayoría de las capitales europeas presentando una serie dequerellas en los juzgados para proteger el copyright de mi manuscrito. Por otra parte, fue necesariopublicar inmediatamente unas doscientas copias del texto ruso original para que el copyright no se vieraafectado. Ante la nueva situación, la editorial Harper & Row ha decidido publicar el libro antes de loplaneado: a principios de octubre. Moscú, sin embargo, presiona al embajador americano en la UniónSoviética para que el libro salga más tarde, porque, según afirman, su edición trastornaría el 50aniversario de la Revolución de Octubre, que se celebrará en noviembre. El editor se ha negado asupeditarse a esa exigencia. El libro saldrá en octubre. ¡Tengo tantas ganas de verlo publicado!

Tuya,

SVETLANA

P. D. Después de haber escrito tu dirección en el sobre, me ha llamado Alan Schwartz. Por lo vistoacaba de recibir una carta de Suresh Singh de la India que ha leído en el periódico que estoy en elhospital con un fuerte ataque de nervios y está preocupado por mí. Pobre Suresh (es el hermano deBrayesh, ya lo sabes, ¿verdad?), debo escribirle inmediatamente para tranquilizarlo.

16

Por la noche tuvo un sueño: se encontraba en Moscú; a su alrededor habíavarias personas de confianza —entre ellas Berta, Yósif, Yelena y Katia— yunos hombres y mujeres desconocidos. Svetlana se defendía. Algunos noescuchaban lo que les estaba explicando, otros la oían pero no la entendían.Todos la miraban sin un ápice de comprensión, muchos directamente concara de pocos amigos. Luego, una de las mujeres desconocidas la señalaba

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con el dedo y chillaba: «¡Traidora!». Paulatinamente, cada uno de ellos cogíauna piedra, primero los desconocidos, pero al final, despacio, titubeando,incluso sus hijos, y le tiraban piedras. Svetlana empezaba a sangrar, y a causade los golpes le dolía la cabeza como si se la hubieran partido por la mitad.

Cuando se despertó, durante mucho rato no pudo creer que hubiera sidoun sueño.

Al día siguiente, por la tarde, salió al umbral de la granja. Llevaba unascerillas y encendió el carbón en la parrilla del patio. Luego cogió conrepugnancia entre dos dedos su pasaporte soviético y lo lanzó a las llamas.

Los niños de la granja de los Kennan y del vecindario corrieron hasta elfuego y observaron con curiosidad cómo las llamas lamían el pequeñocuaderno de tapas rojas.

—¿Por qué lo haces? —le preguntó sin entender Christopher Kennan, elpequeño pelirrojo de nariz grande.

—Es mi respuesta a las mentiras y las calumnias, ¿sabes?Ella devoraba con los ojos las llamas. Esperaba que, al desaparecer su

pasaporte, el camino a la Unión Soviética se cerraría y dejaría de tenerpesadillas. Cuando esa noche apagó la lámpara en la mesilla de noche, estabaconvencida de que dormiría bien.

Pero esa noche volvió a soñar: caminaba por una cuerda fina sobre unprecipicio y tenía muchísimo miedo de resbalar. Al final resbalaba y seprecipitaba hacia lo desconocido. Cuando su pánico alcanzó la intensidadmáxima, se despertó. El sueño era tan vivo que también entonces, durantemucho rato, no pudo creer que hubiera sido una vulgar pesadilla.

Luego se acordó de que el día anterior había quemado su pasaportesoviético. En ese momento empezó a percibir el aroma de los camposmaduros que penetraba por la ventana abierta, y rápidamente volvió adeslizarse hacia el sueño, plácido esta vez.

17

A mediados de agosto apareció George Kennan, que había vuelto de Europa.

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El hombre, siempre elegante y sereno, estaba demacrado, intranquilo. Sesentó a la mesa de la cocina.

—Me amenazan por todas partes —dijo irritado. Ni siquiera le preguntó aSvetlana cómo estaba.

—¿Lo amenazan? ¿Quién? ¿Por qué? —preguntó Svetlana en voz baja, adisgusto, porque se imaginaba alguna calamidad, algo que tenía que ver conella y con su libro, que debía publicarse en un mes.

—Me exigen que se aplace la publicación del libro —explicó y, alterado,partió varios palillos de los que estaban en un tazón, junto al salero y lapimentera.

—No debería haberse dejado arrastrar por mis problemas —lo aconsejóSvetlana. La molestaba mucho ser un lastre para los demás.

—Estoy preocupado por usted.Fueron a pasear por los rastrojos. El olor de los haces de mieses y la brisa

del atardecer los tranquilizaron lentamente.—¿Qué dice de todas esas mentiras que no paran de insinuar sobre usted

en la prensa?—Me gustaría reaccionar, hacer algo, ¡mostrarles mi verdad a todos ellos,

a todo el mundo!—No puede, sería autodestructivo. Debe distanciarse del asunto.—¿Cómo?, ¡si es un invento! ¿No se puede aclarar que es mentira?—No puede demostrarlo, es su palabra contra la del colaborador del KBG,

Victor Louis. En nuestro país hay libertad de expresión y cada uno puedeescribir lo que quiera, si los periódicos se lo publican.

—Pues la libertad de expresión también tiene sus partes muy negativas,según veo. Yo solamente anhelo que me dejen vivir en paz. ¡Solo vivir! Ypreferiblemente apartada, lejos de todo ese ruido.

—Puede hacerlo, pero seguirán hablando y escribiendo sobre usted. Se haconvertido en un instrumento para dos poderosos rivales en plena guerra fría.

—Entonces ¿qué debo hacer para desmentir todas esas falsedades que seextienden a mi entorno? ¡No puedo quedarme sentada con los brazoscruzados!

—Tiene que distanciarse interiormente de todo eso.—¿Cómo?

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—No puede pasar el resto de su vida intentando demostrar algo a unmentiroso, sería malgastar su vida y su energía. Tendrá que acostumbrarse aque eso seguirá ocurriendo, como un mal inevitable que no se puede quitar deencima. Cuanto más reaccione, más se extenderá ese mal.

—Quiero escribir otro libro.—Puede hacerlo. Y en las páginas de ese libro demuestre la verdad de su

vida.—¡Lo que está pasando para mí es desconcertante, me siento engañada!

Me había acostumbrado al silencio total y nunca se me ocurrió que la prensalibre tuviera esta doble cara.

—Es el precio de la libertad —dijo suspirando Kennan.—La libertad es cara, ¡muy cara!Avanzaban, cada uno inmerso en sus pensamientos. Svetlana escuchó

cómo bajo sus pies crujían los rastrojos. De nuevo se entregaba al abrazo dela naturaleza.

18

—¡Por tu libro! —exclamó Cass Canfield, el editor de Svetlana, con una copade vino tinto en la mano. Su mujer, la escultora Jane White, se le sumó.

—¡Por nuestro libro! —contestó Svetlana, y pensó que Cass aparentabamenos edad de los setenta que tenía, por otra parte como muchos americanosque había conocido.

Los tres bebieron.—Y se irán publicando traducciones a muchos más idiomas —dijo Cass,

un hombre alto y animado, cuyas bromas Svetlana a menudo no entendía.Cass, en presencia de Svetlana, se esforzaba en bromear menos o con más

claridad. Tenía el pelo parecido a un cepillo, corto y gris, y la piel bronceada.Para celebrar la publicación de Veinte cartas a un amigo, se vistió con trajenegro y pajarita roja; incluso a veces también llevaba pajarita para ir a laeditorial.

—¿Qué libro es el que te hace más feliz? —preguntó Jane, mirando

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fijamente a Svetlana en espera de una respuesta.—¿Cómo?, ¿qué libro?—En Harper & Row se ha publicado en inglés y en ruso, y también te han

enviado ejemplares de la traducción al alemán, publicada en la editorial FranzMolden de Viena.

Svetlana no tenía preferencias; en aquel momento estaba en el séptimocielo por el hecho de que su manuscrito, de repente, se hubiera convertido enun libro. Miraba su ejemplar y repetía: «¡Es un milagro!». Luego se diocuenta de que sus acompañantes esperaban una respuesta y dijo:

—Es mi hijo, y no es importante qué ropa le ponga. Y tú, como editor,Cass, ¿quieres más a unos libros que a otros?

—Si ahora dices que al que mejor se vende, hago las maletas y me voy —dijo Jane.

Cass hizo ver que no había oído el reproche:—Sí, siempre tengo una preferencia —respondió a la pregunta de

Svetlana—. Por el libro que acabo de traer al mundo.—¿Como un médico en la maternidad o como una comadrona?—Un editor es una criatura híbrida: en parte es soñador, en parte jugador

en un casino, en parte comerciante, en parte, como tú dices, comadrona y entres de las partes debe esforzarse por ser un optimista.

—Un optimista con pajarita —dijo Svetlana.—Hace poco me la halagó un policía. Yo salía del metro y por error me

metí en una manifestación que pasaba por allí. Un policía, un giganteafroamericano, que echaba a los manifestantes de la calzada, me examinó conla mirada y dijo: «Bonita pajarita, señor», y siguió empujando a losmanifestantes.

Svetlana se rio con ganas. Luego, ella y Cass charlaron sobre Asia, dondeél había viajado como estudiante siguiendo la ruta de Marco Polo.

Jane, mucho más joven que Cass, se metió en la conversación:—Svetlana, has dicho que es un milagro. ¿Y cuál es el milagro?—Hace seis meses, aún en la India, miraba el Ganges y pensaba que

volvería a Moscú. Estaba convencida de que había escrito un libro que sequedaría en un cajón de mi escritorio. En Moscú nunca habría podido ver laluz. Y si lo hubiera enviado a Occidente, ¡habría sido mi fin en Rusia!

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—Así que en lugar de pudrirte en una prisión soviética, hoy, 1 de octubrede 1967, estás en Bedford Village, en uno de los elegantes barrios de lasafueras de Nueva York, celebrando con tus editores la publicación de tu libroen varios idiomas —sonrió Jane.

Volvieron a brindar. Svetlana llevaba ya una semana viviendo en casa desus editores y debía pasar en Bedford Village aún un mes o dos, mientras nose aclarara su situación, no dejaran de perseguirla los periodistas y no pudieraencontrar una residencia adecuada.

—Veinte cartas a un amigo… hum, es un título interesante —continuóJane—. ¿Y quién es este amigo?

—En realidad nadie, o todos mis amigos, como prefiera.Svetlana sabía que no había convencido a Jane. Y cómo podría haberla

convencido si ella misma no se creía lo que decía y cada vez que miraba lacubierta del libro, tras la palabra «amigo» veía el rostro fino y masculino deAlekséi Kapler.

—Jane, estoy muy nerviosa por los periodistas, me siento como un animalacorralado. Por eso a veces mi discreción raya la mentira. El amigo al que sedirige mi libro es mi primer amor, ¿sabes?

—Eso no se olvida —dijo Jane conspirativamente, halagada de queSvetlana se le hubiera confiado.

Luego Jane y Cass le preguntaron por la entrevista que le habían hechoese día en la televisión. Jane volvió a fijar su mirada insistente en ella, comosi el destino del mundo dependiera de la respuesta de Svetlana.

—Estaba sudada a causa de los nervios, ¡tuve suerte que antes mepusieran una gruesa capa de maquillaje! —Svetlana se estremeció alrecordarlo.

—En la televisión parecías joven y elegante, y al mismo tiempo alegre ymoderna —dijo Jane. Cuando Jane hablaba con alguien, miraba hacia unlado. Y cuando acababa de hablar, volvía a poner sobre el oyente su miradaconcentrada.

—Paul Niven, el entrevistador, también sudaba. Estaba alterado y mecontagió sus nervios. Dirigían hacia nosotros unas luces intensas queemanaban calor. No me preguntaron por el libro: únicamente sobre mi padre.Como si no supiera nada más, como si no fuera la autora de unas memorias.

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El editor y su mujer habían visto la entrevista y no tenían nada quereprochar: Svetlana había hablado a muchos espectadores y así el libro sevendería mejor. De este modo se lo dijeron a ella. Svetlana se sintiódesconcertada, no estaba acostumbrada a ese enfoque y le pareció puromercantilismo. Pero no replicó.

19

Un mes más tarde, el 31 de octubre, estaba desayunando como cada día en lamesa de la amplia cocina de último diseño con Jane y Cass. Mientras comíanhuevos fritos y tostadas con mantequilla y mermelada, hablaban de cómo enla Unión Soviética estaban celebrando el 50 aniversario de la Revolución yque parte de la propaganda soviética había llegado hasta América.

—El comentarista satírico Art Buchwald ha dicho en el Washington Post:«En Estados Unidos han fundado un Consejo para la Protección de laRevolución de Octubre» —dijo Cass.

Las dos mujeres se rieron, asintiendo con vehemencia.Cuando se acabaron el desayuno y sorbían el café, Svetlana mencionó a

sus anfitriones que hacía exactamente un año que había muerto BrayeshSingh:

—Mi marido.Jane la miró largamente y le acarició el pelo.Unas horas más tarde, Svetlana recibió un largo telegrama de

agradecimiento de Suresh Singh, en representación de los ciudadanos deKalakankar. En la India, ese día había salido en las primeras páginas de todoslos periódicos principales la siguiente noticia: «Svetlana Allilúyeva hadedicado una parte del dinero de su libro a construir un hospital en elmunicipio de Kalakankar».

Svetlana escribió dedicatorias en varios ejemplares de su libro: aPrakashvati y Suresh, a Kaul y Preeti, a Antonino Janner… Pero sobre todo almarinero de la embajada americana de Delhi; se acordó y escribió con tintaverde: «A Roger Kirk, con agradecimiento por su ayuda, Svetlana». En lugar

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de la fecha, bajo su firma dibujó la hoja de un arce: una hoja caída de unárbol otoñal.

Esa noche, Svetlana y varios estudiantes vecinos de Joan y Cass fueron auna cena-baile de celebración de Halloween, la alegre fiesta de las velas y losdisfraces espectrales. Ella se vistió de bruja y pensó en que en Kalakankar, enese momento, la gente también estaría de celebración. Y pensó que tantoHalloween como la fiesta en la India eran la manera más pertinente de rendirhomenaje al recuerdo del alegre Brayesh Singh.

20

Faltaba poco para Navidad. Svetlana, con un elegante traje pantalón conescote y un collar de perlas alrededor del cuello y de la muñeca, estabasentada entre Annelise y George Kennan en torno a una pequeña mesa paracuatro. Estaban cenando en el Princeton Inn, un restaurante acogedorrevestido de madera, en el campus de la Universidad de Princeton. Frente aella se sentó el profesor Louis Fischer, también escritor e historiador, quehabía pasado largos años no solo en la Unión Soviética sino también en laIndia, cuya cultura conocía bien y a la que amaba. En parte fue por eso queSvetlana se entendió enseguida con él. Louis trajo a Svetlana ejemplares desu biografía de Mahatma Gandhi con una dedicatoria.

—Imaginaos —exclamó—, los estudios de cine están planeando unapelícula sobre Gandhi basada en mi libro.

Svetlana entregó a Louis Fischer un ejemplar de Veinte cartas a unamigo; el otro, que estaba encima de la mesa, sería para los Kennan.

—Felicidades, Louis. De mi libro nadie hará una película, porqueencontrar a un actor que desempeñe el papel de mi padre de maneraconvincente seguramente no sería nada fácil.

Louis se rio y levantó ligeramente una ceja, solo una; Svetlana no estabasegura de cuál de las dos era. Louis la había cautivado. En su presencia,estaba brillante, resplandeciente.

Ofreció otro libro a Annelise. Ella buscó durante un buen rato un

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bolígrafo en su amplio bolso para que Svetlana se lo firmara.—Tienes buen aspecto, se te ve tranquila, Svetlana —dijo George

Kennan, y se dirigió a los demás—. ¿No les parece? —Tomó de Annelise ellibro de Svetlana para leer la dedicatoria—. ¡Nos lo has escrito en ruso, meencanta! ¿Y a ti, Louis, te lo ha firmado en hindi? Últimamente nuestra amigahabrá tenido que superar tantas cosas que no bastarían dos vidas humanas.¿Qué es lo que te ha parecido peor, Svetlana? ¿Los incesantes ataques de laUnión Soviética? ¿O algunas reseñas que te reprochan que defiendes a tupadre? ¿El asedio de los fotógrafos y los paparazzis?

—Svetlana nunca ha defendido a su padre —se puso de su parte Anneliseque, un mes antes, había leído ansiosamente el libro en una biblioteca—. Laadmiro por cómo ha logrado desprenderse mentalmente de sus sentimientosfiliales y hablar de su propio padre con tanta objetividad, como si fuese unahistoriadora.

La noruega Annelise era tranquila y elegante en cualquier circunstancia,aunque a veces, excepcionalmente, se veía superada por los sentimientos.Svetlana solía proyectar en ella a su mejor amiga Marina: como ella,Annelise era de pequeña estatura, menuda, aunque firme y segura de símisma. Los marcados rasgos del norte de Europa la hacían parecer mayor,pero sus ojos celestes suavizaban el conjunto del rostro. Era una mujer llenade contrastes. No se podía decir que fuera guapa, sin embargo era muyanimada e interesante, lo que a Svetlana le parecía lo más importante. Cadavez, Svetlana la veía con el color del vestido en consonancia con la estacióndel año: en primavera había sido amarillo claro, hoy, a finales de otoño, griscomo las ardillas de Central Park. La ropa la complementaban un pequeñocollar de oro y pendientes a juego.

La camarera trajo unos aperitivos de varios colores vertidos en copas altasy bajas, redondas y triangulares.

—La mayoría de las reseñas que se han publicado elogiaban a la autora, anuestra Svetlana, como si fuera un nuevo Tolstói o Chéjov, no lo olvidemos—dijo Louis Fischer volviendo a levantar una ceja, con ironía sutil yjuguetona. La derecha; esta vez Svetlana se fijó en ello con claridad. Mientrastanto, Fischer la miraba atentamente.

Ella se rio. Estaba satisfecha.

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—Han salido un montón de reseñas sobre mis Veinte cartas y casi todashan sido positivas, algunas llenas de entusiasmo. Me parecía que todoshabían caído en una especie de locura colectiva: ¡tantos artículos, programasy reseñas dedicados a mí y a mi libro! ¿Y qué me pareció lo peor? Siemprehe soportado mal las celebraciones de la Revolución rusa. No tanto por lapropia revolución, sino porque esa noche murió mi madre. Se quitó la vidacuando yo tenía seis años. Algo así uno lo lleva dentro durante toda la vida.Lo digo solo por ser precisa, puesto que me habéis preguntado por lo peor.

La escucharon con un profundo respeto, como el que suele mostrar lagente ante aquel que en la vida ha sufrido más que ellos. Hasta Louis Fischer,en general ligeramente sarcástico y con un sentido del humor negro, se pusoserio. Svetlana, una generación más joven que los demás en la mesa, bebió unsorbo del aperitivo de la copa triangular, que sostenía despreocupada entrelos dedos con las uñas pintadas, y continuó:

—Solo me inquieta la traducción del libro. Escogí mal a la traductora.Esperaba mi visado en Suiza, estaba nerviosa por la incertidumbre de misituación y asentí demasiado deprisa cuando mi abogado Greenbaum casi meimpuso a Priscilla Johnson McMillan.

—¿No hubo otra opción?—También me presentó la posibilidad de encargar la traducción a Max

Hayward, que estaba dispuesto a venir inmediatamente de Londres a NuevaYork para ponerse a trabajar. Pero Greenbaum me empujó para que eligiera aPriscilla porque, por lo visto, era una joven con la que me entendería,etcétera… Más adelante me enteré de que Hayward había estudiado enOxford, había traducido El doctor Zhivago y es el mejor traductor del ruso alinglés.

—¿Habéis leído lo que ha escrito Wilson sobre la traducción de Priscilla?—preguntó George Kennan.

Svetlana asintió, Fischer dijo que aún no del todo y se sacó del bolsillo desu americana la revista The New Yorker.

—¿Te refieres a Edmund Wilson, el conocido crítico? Léenoslo, Louis —rogó Annelise.

—Sí, el famoso escritor y crítico ha escrito un largo artículo, un análisiscompleto sobre el libro y la traducción. Está aquí, en el New Yorker del 9 de

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diciembre. No lo voy a leer entero, pero esperad… —Fischer se colocó lasgafas—, buscaré donde habla de la traducción…

—Lo más importante —dijo Kennan, cuando vio que Fischer no podíaencontrar el pasaje— que Wilson comenta es que la traducción es vulgar; encambio, el original es muy digno. Y carga contra la traductora diciendo que lefalta sentido para los matices, para el ritmo y la melodía del idioma, que tieneuna sensibilidad lingüística bajo cero. Si yo fuera la traductora, después deuna crítica así me colgaría en el primer árbol. Pero permíteme una pregunta,Svetlana, ¿acaso Wilson conocía el original ruso?

—Sí, lo leyó hace unos meses. Edmund Wilson es capaz de leer el rusoperfectamente, y hasta creo que lo escribe, aunque me parece que conNabokov se fue carteando en inglés. Y sabes, cuando yo vivía con losJohnson, Priscilla nunca me enseñó ni un fragmento de la traducción ni jamásme preguntó nada. Yo misma soy traductora y sé lo importante que es tener alautor a mano y conocer el significado preciso de tal o cual palabra, frase opárrafo. Siempre lo eché en falta cuando traducía novelas del inglés. YPriscilla ni siquiera tiene experiencia como traductora literaria, y en estaespecialidad la experiencia es algo fundamental. Aparte, nunca ha queridohablar conmigo en ruso, tal vez solo sabe el ruso básico; si es así, ¿cómopodía entender correctamente la sutileza de las descripciones, los matices delos sentimientos?

—George, ahora explícanos, por favor, quién escogió a esa traductora.¿Cómo es que una persona sin experiencia pudo acceder a la traducción de unlibro tan importante, que tiene casi quinientas páginas y arroja una luzcompletamente nueva, una mirada desde dentro, sobre Stalin, su época y suscírculos? No la habría podido elegir el abogado de Svetlana, Greenbaum, esosería absurdo —preguntó Annelise, y cuando acabó meneó la cabeza,indignada e incrédula.

—Te diré solo esto, Annelise, también a ti, Svetlana y quizá ni siquieranuestro cínico amigo Fischer lo haya entendido —dijo George. Cuando vioque todos fijaban su mirada en él, hizo una pausa y tomó un largo sorbo;luego colocó con cuidado la copa sobre el mantel y se frotó los labios con laservilleta—. Priscilla Johnson McMillan hace ya varios años que trabaja parala CIA.

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Svetlana recordó en voz alta:—Me dijo que estaba escribiendo un libro sobre Lee Harvey Oswald, el

asesino de Kennedy, y que estaba colaborando con su mujer, Marina OswaldPorter.

—Sí, sin duda está escribiendo el libro bajo la batuta de la CIA.Annelise intervino:—¿Y tú y los demás sabíais que Svetlana estaba viviendo en casa de los

Johnson, en un nido de la CIA, y no dijiste nada?—No lo sabía con absoluta certeza —dijo Kennan, pensativo—. Aunque

estaba seguro de que fue el Departamento de Estado el que escogió ese lugarpara la primera estancia de Svetlana en Estados Unidos. No hay dudas alrespecto, tenía que ser ese Departamento el que determinara los domicilios denuestra amiga.

—¿Habéis visto a Priscilla en televisión, en aquella entrevista en quecalumnió a Svetlana y la atacó con dureza? ¿Por qué lo habrá hecho? —preguntó Fischer.

—¿No hubo manera de impedir esa entrevista? —lo interrumpió Anneliseindignada.

—Priscilla es una persona especial, está desquiciada —dijo Svetlanasusurrando porque le daba vergüenza hablar mal de alguien que le habíaofrecido su hospitalidad. Mientas lo estaba diciendo, se dio cuenta de quetampoco ella misma había sido un ejemplo de serenidad y equilibrio mental.

—No, no pude impedir la entrevista televisiva con Priscilla —dijoKennan lentamente, contestando la pregunta de su mujer—. Hice lo quepude, a través de conocidos en las más altas esferas políticas, para evitarla.Pero cuando alguien está bajo la protección de la CIA y del Departamento deEstado, ¿qué puedes hacer?

—Pero ¿por qué lo habrá hecho? Me refiero a esos ataques en contra denuestra amiga —insistió Fischer.

Svetlana pensó en la zalamería de Priscilla y esbozó una amarga sonrisa,pero antes de que pudiera comentar nada, Kennan volvió a intervenir.Evidentemente, quería apartar la conversación del penoso tema en el queinvoluntariamente se había metido:

—Homo homini lupus, femina feminae lupisima. El odio de una mujer

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contra otra, que ya existía en la época de los romanos. O tal vez Priscillaodiaba a Svetlana por no ser capaz de traducir bien su libro; esos mecanismospsicológicos existen: el desvío de la culpa. Pero lo que sí se pudo evitar eraotra cosa. Svetlana, ¿te acuerdas de que durante tu estancia en Suiza se creóen ese país una sociedad, Copex Establishment, representada por uno de losabogados suizos? Greenbaum y los demás lo organizaron para evitar declararel dinero que te debía ser pagado por tu libro aún por editar y cuya parte, casila mitad, te dieron durante esos días.

—Me acuerdo bien. Me resultó sospechoso.—Con razón. Hace poco descubrieron esa sociedad. Todos hicimos lo

que estuvo a nuestro alcance para que no denigraran a nuestra pequeña eidealista refugiada. Por eso nadie te preguntó nada y tu dinero sigue a buenrecaudo en un banco, en manos de sus corredores de bolsa.

Svetlana miró con admiración a Kennan, pero la sonrisa amarga seguíaretorciendo sus labios:

—Nada de eso está lejos de los métodos soviéticos.Los Kennan se sintieron visiblemente aliviados por poder alejar la

conversación de cuestiones tan delicadas, que no resultaban halagüeñas paracon su país ni para el mismo Kennan, evidentemente vinculado a todo eseasunto. Solo Fischer sonrió irónicamente. Sabía bien que Kennan yGreenbaum estaban asociados, que ellos, de todos los candidatos a latraducción, habían otorgado el «libro del siglo» precisamente a Harper &Row, que era cliente del bufete de abogados de Greenbaum. Y quién sabe quéhabría pasado con la sociedad en el paraíso fiscal suizo…

Svetlana parecía angustiada y repitió, pensativa, que todo eso lerecordaba los métodos soviéticos.

—¿Qué hay de nuevo en tus relaciones con el gobierno soviético? ¿Quéhacen tus amigos soviéticos, Svetlana? —preguntaron, solícitos, ambosKennan al mismo tiempo.

—Este año, en noviembre, durante las celebraciones de la Revolución, elgobierno soviético cambió su táctica conmigo —contó Svetlana, también ellacontenta de poder dejar de lado esos temas tan candentes. Tomó un rápidosorbo de su Manhattan—. Recibí la carta de una mujer a la que habíaconocido superficialmente cuando aún estaba en Moscú. Ahora trabaja en la

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embajada soviética en Washington. Me escribió que por las noches piensa enmí y que le da pena lo sola y perdida que debo encontrarme en este país,porque los americanos son egoístas y no se preocupan de nadie más que de símismos. Me ofreció ayuda y sobre todo me instó a que nos viéramos yhabláramos con franqueza.

—Pero es muy agradable que pensara así de ti —dijo Annelise, y seiluminó el azul de sus ojos.

—Pero es curioso que me escribiera medio año más tarde, aun sabiendoque llevaba en América desde abril. ¿Sabes?, inmediatamente entendí susintenciones.

Annelise quiso seguir defendiendo a la mujer de la carta, pero llegó elcamarero y apuntó el pedido: cangrejo para las señoras —Svetlana lo pidiócomo recuerdo de su primer cangrejo, en aquel vuelo histórico de Zúrich aNueva York—, New York steak para los caballeros. Ensalada y arroz pilafpara todos. Luego queso de cabra con uvas y nueces. Una botella de Chablisy otra más, Zinfandel de California. Louis Fischer confirmó la opinión deSvetlana:

—Lo urdió la embajada soviética. En eso no tiene que ver nadie más queel gobierno de Moscú, en colaboración con el KGB.

—¿Y tú qué hiciste, Svetlana, cariño? —quiso saber Annelise.—Fui a la cocina a preparar la cena de Thanksgiving —se rio Svetlana—.

Vivía entonces en casa de mi editor y su mujer.—¿Qué preparaste? ¿Una tarta de calabaza?—No, nada de pumpkin pie. Un pavo.—¡Un plato típico americano!—Pero no lo preparé a la americana, sino con muchas especias, picante,

al estilo georgiano, con mucho ajo y hojas de cilantro, aunque en Georgia esareceta la usan para asar el pollo. Se llama pollo tabaka.

Los hombres se rieron.—¿Y los americanos se lo comieron? —preguntó interesado George

Kennan, con la duda en los labios.—¡Lo devoraron! Jane White y yo (Jane es la mujer de mi editor)

cocinamos también puré de patatas con calabaza y ensalada con manzana sinpelar, apio, pasas y nueces; y Cass Canfield decoró la mesa con frutas y

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calabazas. Los invitados eran todos americanos: un profesor de laUniversidad de Brown con su mujer, dos profesoras de la Universidad deCornell y una de Bard College. ¡Se chuparon los dedos y no quedó ni untrozo!

Annelise seguía perpleja y volvió a mencionar a la empleada de laembajada soviética.

—¿Sabes? —le dijo Svetlana—, le contesté a la mujer de la embajada, note preocupes, querida Annelise. Le escribí que no necesitaba ninguna ayuda yque para charlar con franqueza tenía muchos amigos americanos.

—¡Bien! —Louis Fischer dio un ligero golpe en la mesa con el puño,contento como un niño.

—Me afectó más cuando las autoridades soviéticas quisieron seducirmepara que volviera a mi país, y para eso grabaron una entrevista televisiva conmi hijo. Osia, es decir, Yósif, dijo en ella: «Si mamá ahora quisiera volvercon nosotros, nadie la castigaría». Fue una manera indirecta de informarmepor parte de los soviéticos.

—Para una madre debe de ser horrible —Annelise expresó su opinión—.Yo me iría enseguida para allí.

—Pero yo jamás en mi vida había estado tan segura como ahora de queestoy haciendo lo correcto. Mi padre, desde pequeña, sistemáticamente medaba a entender que era tonta y que sin él no podía existir; eso destruyócompletamente mi amor propio. Ahora, lentamente, vuelvo a creer en mispropias capacidades. Sé firmemente que emigrar fue lo mejor que pude hacer.Mis hijos se espabilarán y se acostumbrarán a mi ausencia, al igual que yotuve que habituarme a la desaparición de mi madre. Ahora no temo a nada yconfío en que todo irá bien.

—¡Por la nueva vida de Svetlana! —Annelise alzó la copa.—¿Y cómo será? ¿Cómo te la imaginas? ¿Qué harás, Svetlana? Tantas

posibilidades y solo puedes elegir un camino, tú sola —le iban preguntandouno tras otro.

—Svetlana es la encarnación de la libertad absoluta: no tiene familia, notiene compromisos laborales, ni de ningún tipo, no tiene ni país, es joven ysana, y dispone de medios para hacer lo que le apetezca —dijo Louis Fischer.

—A principios de diciembre me mudé a Princeton. A través de unos

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conocidos alquilé una casa completamente equipada por un precio muyasequible.

Notó que todos la miraban con atención y se dio cuenta de que suspalabras sobre un alquiler por un precio asequible les habían parecidoextrañas. Ella, en ese momento, por la venta de su libro había obtenido unosingresos que jamás hubiera soñado, y aunque malgastara tanto como pudiera,el dinero le alcanzaría hasta el final de su vida. Con su primer libro habíaganado tres millones de dólares. Se estremeció cuando se dio cuenta de loabsurdas que debían sonar sus palabras sobre el precio. Sin duda pensaríanque era una tacaña. «¡Os equivocáis!», tuvo ganas de gritar. En la vida nuncahabía tenido su propio dinero ni nada de propiedad —el piso en el que vivíaen Moscú se lo asignó el Estado, igual que la dacha para los fines de semana— y no estaba acostumbrada al papel de mujer rica. Prefería seguir viviendocomo hasta ahora, con modestia, sin grandes gastos.

—He traído a mi nueva casa, aquí, en Princeton, solo un poco de ropa ylibros. Muchos lectores me envían libros, algunos escritos por ellos mismos yotros no, así que tengo una biblioteca bastante completa.

Sus amigos seguían mirándola y esperando. Svetlana se echó a reír:—¡Qué tonta! Si me he olvidado de contestar a la pregunta de cómo me

imagino mi nueva vida. Así: tengo una oferta de la Universidad de Princetonpara dar clases. Lo he hecho muy pocas veces, me da miedo. De momentodaré un seminario sobre lengua rusa. También esto será una nuevaexperiencia. Me gustan los jóvenes, me recordarán a mis hijos. Tengo ganasde poder llevar una tranquila vida universitaria, leer mucho y escucharmúsica, pasear por las calles de Princeton, que parecen caminitos de unparque. Sobre todo quiero abandonar el papel de hija de dictador: ¡ya estoyharta de eso! Quiero ser yo misma. A veces pienso al respecto: ¿qué es ser yomisma y no ser la hija de Stalin? Todo viene de tus padres, ¿cómo puedorenunciar a ello? Pero debo hacerlo. También aquí, en Princeton, en mi casasilenciosa, empezaré a escribir un nuevo libro. He hablado de él, con Cass, mieditor: será un libro sobre el año que acaba de terminar, que me ha cambiadocompletamente la vida y me ha transformado interiormente.

—¿También vas a escribir sobre nosotros en tu libro? ¡Por Dios, eso no!—Louis Fischer fingió horrorizarse y volvió a levantar una sola ceja. A

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Svetlana ya había dejado de parecerle ridículo. Más bien le resultabaatractivo.

—No sé si lo mereces, Louis —dijo e intentó imitar su gesto, pero levantóambas cejas y abrió desmesuradamente los ojos. Todos soltaron la risa—.Annelise y George sin duda aparecerán como protagonistas principales.También nuestro paseo del mes pasado, George, cuando me enseñaste elcampus de Princeton. Los árboles estaban teñidos de rojo y amarillo —sedirigió a los demás—. Toda la universidad estaba inundada por una sinfoníade colores. Fuimos de un edificio neogótico de piedra a otro, entramos en lacapilla, en el rectorado, fuimos hasta la sección de ruso y a la gran biblioteca,paseamos por la avenida principal llena de pequeñas tiendas y almorzamos enun café; luego entramos en la librería y comprobamos que había variosmontones de mi libro. ¿Y sabéis qué fue lo mejor? Durante el largo paseo, lacomida y la visita a la biblioteca y la librería, ¡nadie se fijó en mí! Ningúnperiodista, nadie me llamó, nadie me siguió.

Al oír estas palabras, George Kennan iluminó su entorno en el restaurantecon su mirada azul para cerciorarse de si había alguien acechándoles con unmicrófono o sacando fotos. Se había acostumbrado a estar en alerta cada vezque acompañaba a Svetlana.

—Empieza rápidamente el nuevo libro, Svetlana, tengo ganas de leersobre tu cambio —dijo.

—Escribe sobre la transformación de la identidad en el exilio, ¡es un temaexcelente! —aconsejó Annelise, mientras saboreaba una tarta de chocolate.

—Tú sabes algo de ello, como noruega en Estados Unidos, ¿verdad?—No soy exiliada como tú, solo vine cuando me casé. Pero yo también

cambié sustancialmente en el extranjero.—¿Para ti la lengua es un signo fundamental de identidad?—Para mí no. En casa hablo solo inglés, incluso con mis hijos, como ya

has observado. En cambio, en Nueva York hay barrios chinos y comunidadesrusas donde la gente no se esfuerza en aprender a hablar inglés, y no lesimporta porque están entre los suyos como en una pequeña China o unapequeña Rusia.

—Yo de momento escribo en ruso porque es la lengua que mejor domino.Pero creo que para mí la lengua tampoco es un signo de identidad. Me

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gustaría aprender inglés tan a fondo como para poder escribir también en esalengua. He pedido la ciudadanía estadounidense y no me importaríamodificar mi identidad. Durante estos últimos años, sin duda, me hetransformado bastante: primero en Moscú con mi marido indio, con el quehablaba solo inglés, luego en la India y al fin aquí.

—Un inmigrante, y al fin y al cabo un exiliado es un inmigrante, a vecesse siente perdido, tiene la sensación de que nadie lo entiende y por eso seenfrenta a la nueva cultura y suele ser agresivo —dijo Louis Fischer.

—Sí, si he de ser sincera, yo también he experimentado esto, exactamenteesta misma sensación: mi nuevo entorno no me entiende. Por eso a veces meenfado con la gente, aunque sé que no es por su culpa. Es mi problema.

—Y seguramente aún lo sentirás con más fuerza cuando te instalestranquilamente en un lugar y tengas tiempo de fijarte en las diferenciasculturales. Sin duda te enfadarás con nosotros, los americanos, más de unavez, Svetlana; por eso cuando aún estabas en Suiza te avisé y te pregunté sino preferías asentarte en algún país europeo donde la diferencia cultural conrespecto a Rusia no es tan abismal —dijo Kennan, circunspecto.

—Escogí bien, créeme. Veo alrededor mucha solicitud y bondad.Vino el camarero y ofreció café, pero siguiendo el ejemplo de Svetlana

todos se quedaron con el vino.—Y quiero seguir sincerándome con lo siguiente: ayer me llamó mi

amiga Marina desde Moscú. Hasta ahora, desde Rusia solo me habían llegadomuestras de incomprensión: de mi amiga Berta, de los niños (aunque a elloslos disculpo, todo eso no es fácil para mis hijos: siento muchosremordimientos por lo que les he hecho). Marina me dijo solo unas pocaspalabras, evidentemente no quería tener problemas con la censura, y aparte,como bien saben, una llamada internacional de Moscú a Estados Unidos esterriblemente cara. Me dijo esto: «Me acuerdo de ti con amor y lo entiendotodo. También tus hijos lo entenderán con el tiempo».

Annelise dejó a un lado la cucharilla con un trozo de tarta de chocolate ysacó un pañuelo. Su práctico marido rápidamente cambió de tema:

—¿Qué harás por Navidad, Svetlana? ¿Nos podremos ver?—¡Vaya, por poco me olvido! Tengo un regalo de Navidad para vosotros.Repartió los libros, dos ejemplares de Recuerdos sobre Dostoievski,

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escrito por la mujer del escritor.Annelise leyó en voz alta la dedicatoria: «Para mis queridos amigos, esta

historia de un amor grande y verdadero. Con cariño, para siempre, Svetlana».—Eres una romántica, ¿verdad, Svetlana? —le preguntó Annelise con

una amable ironía.Durante todo ese tiempo Louis Fischer estuvo mirándola fijamente. Ella

sintió su mirada, que tuvo el efecto de una copa de champán.—Dostoievski es mi escritor favorito —contestó Svetlana—, es el que me

resulta más cercano. Pero me habéis preguntado qué haré en Navidad. Mequedaré en casa. En mi casa. Por primera vez después de un año tendré mipropio hogar. ¿Conocen la historia de Thor Heyerdahl, el etnógrafo noruego,y su mono? Heyerdahl describe en uno de sus libros que llevó a su mono enuna balsa por el mar. El mono estaba muy intranquilo, corría de una punta dela balsa a otra. El viajero encontró unos trozos de madera y construyó conellos una pequeña garita para el mono. Desde ese momento, el mono setranquilizó como de milagro: cuando le apetecía, entraba en la casa dondeestaba solo, nadie lo veía ni podía entrar; era únicamente su territorio. A míme pasa lo mismo: ya llevo un año sin intimidad. Y sobre todo desde quellegué a Estados Unidos, es decir, desde hace ocho meses, como si viviera enun escenario sin telón y estuviera forzada a escuchar los comentarios de laplatea. ¡Y ahora por fin tendré un hogar! ¡Por primera vez en mi vida podrédecorar mi árbol de Navidad!

—¡Es verdad, en Rusia solo se celebra el Año Nuevo! Ahora me he dadocuenta, porque en la embajada americana de Moscú celebrábamos laNavidad: recuerdo que con los niños hacíamos pastas navideñas. Pero escierto que nunca vinieron rusos a las celebraciones, aunque estuvieraninvitados.

—En Rusia las fiestas religiosas están prohibidas, ¿sabes? Mañanacompraré el árbol y lo decoraré. Ya tengo los adornos y las velas, me lasenvió la mujer de mi editor vienés. En casa escucharé canciones navideñas dediferentes países, un lector me las envió en un disco. Y según he oído, losniños van por las casas cantando. ¡Tengo tantas ganas de escuchar suscanciones! He recibido unas trescientas tarjetas navideñas, sobre todo deamericanos, pero también de Europa, de Canadá, de Sudáfrica y de Australia.

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Las tengo distribuidas por los muebles de la sala de estar y cuando las leo meenternecen, hay tantos buenos deseos de personas que ni siquiera meconocen.

—Ya que has mencionado Sudáfrica, George y yo estuvimos allí haceexactamente un año. ¿Qué estabas haciendo tú hace un año? —preguntóAnnelise.

—¿Qué día es hoy? ¿19 de diciembre? Imaginaos, hace un año salía deMoscú hacia Nueva Delhi. Había tal ventisca que parecía que el avión nodespegaría. Yo custodiaba la urna con las cenizas de mi marido. Mi hijo meacompañó y nos despedimos en el aeropuerto. ¿A quién se le habría ocurridoque un año después estaría sentada con mis amigos americanos en unrestaurante de Princeton, con mi libro publicado en el bolso?

—Venga, brindemos por este año de libertad —sugirió Louis Fischer.Los cuatro levantaron sus copas.

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E

IIScottsdale, Arizona (1970-1972)

1

l avión sobrevolaba el desierto. La llanura de arena se extendía hasta elhorizonte, donde topaba con un cielo tan azul que parecía pintado por un

pintor amateur. Siempre cuando viajaba, a Svetlana le gustaba sentarse juntoa la ventanilla del avión y reflexionar sobre lo que le traería el viaje. Ahorasopesaba en las manos dos libros iguales, regalos para las mujeres que lahabían invitado: Recuerdos sobre Dostoievski; un ejemplar para la madre,otro para la hija. ¡Qué repetitiva!, suspiró. En ambos libros escribió la mismadedicatoria que a los Kennan y a Louis Fischer. Se esforzó por ahuyentar surecuerdo persistente.

Louis Fischer, aunque mucho mayor que ella, supo comprenderla comopocos: había vivido en Moscú, era capaz de ironizar sobre su padre más queodiarlo, y también había conocido a fondo la India. Svetlana observaba lasolas del desierto que tenían el color de los brazos de Brayesh, y recordabacómo había ido acercándose lentamente a Louis. Primero fueron colegas ycuando salían, siempre encontraban temas apasionantes durante sus largascenas con una botella de vino. ¡Y cómo se reían juntos! Desde que habíavivido con Brayesh, nadie la había hecho reír tanto como Louis. Svetlana nohabía dejado de pensar en Brayesh pero se convencía de que, dos años ymedio después de su muerte, debía empezar a vivir su vidaindependientemente de esos recuerdos. Al final abandonó esa fortaleza

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infranqueable que se había construido y se adentró en una relación con Louis.Un día, recuerda que de eso hace un año —su jardín de Princeton aún estabacubierto de nieve pero los tulipanes ya daban señales de vida y en loscapullos se adivinaba el color que en breve tendría la flor— le escribió aMarina: «Y además Louis es un artista en cosas que no se ven». Marina loentendió a la primera. Solo que ella, Svetlana, tanto tiempo después de lamuerte de su marido, deseaba una relación de pareja y no solo un amante,mientras que él… él ansiaba conquistar a todas las mujeres y por nada en elmundo hubiera abandonado ni un ápice de su libertad. Svetlana provocabaescenas, se peleaban. Louis conocía el gusto de ella por Dostoievski y ledecía: «Tú crees ser la reencarnación de Nastasia Filippovna, de El idiota: fuevíctima de su padrino y creía que eso le daba derecho a comportarse comouna histérica a su antojo. Al igual que ella, tú también crees que el hecho dehaber sido la víctima de tu padre te legitima para comportarte como lahermosa heroína de Dostoievski. Te proyectas en los gestos teatrales deNastasia Filippovna con los que, sin pestañear, lanza a la chimenea ardienteel dinero que representa toda una fortuna; te encanta imitar ese papel. Pero yoestoy enamorado de Svetlana, no de Nastasia, ¡a ella no la aguantaría nisiquiera una hora!».

Una noche, la última, ella quiso sorprenderlo y fue a su casa sin avisar.¿O no fue así? ¿No tuvo el presentimiento de que Louis estaba esperando aDeirdre Randall, su joven y guapa asistente de investigación en launiversidad? ¿No quería poner a Louis a prueba? Una voz interior la habíaprevenido: «Este comportamiento impulsivo jamás te ha dado buenosresultados. Recuerda el escándalo que armaste en el teatro, cuando tepropusiste sorprender a la mujer de Alekséi Kapler, años después de suregreso del gulag, diciéndole a la esposa que amabas a su marido, y ella losabía todo y te trató con desprecio, con una compasión irónica. Alekséientonces se quedó atónito por tu comportamiento alocado y no quiso vertemás. ¡Anda con cuidado!», pero el impulso fue más fuerte. El sentido comúnno puede vencer el sentimiento. Sabía que sola en casa caería en la angustia.«¡Si lo hago es en nombre del gran amor!», se aseguraba a sí misma. Louisno contestó a su llamada, no le abrió la puerta, no la invitó a entrar. Y delantede la casa estaban aparcados los dos coches, el de él y el de Deirdre,

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anunciando al mundo que sus dueños estaban dentro. Llamó a Louis a gritosdesde la calle para que la dejara entrar, repitiendo que sabía que estaba allí, yal final se enfureció tanto que ya no sabía lo que hacía y rompió el cristal deuna ventana de un puñetazo. El cobarde de Louis llamó a la policía. ¡Con quécara miraban los agentes cómo le sangraban las manos! Llamaron aurgencias, luego pasó una semana con las manos vendadas y perdió a Louis.

A la solitaria exiliada, entonces, la vida le pareció vacía y desprovista desentido. Tras la separación de Louis Fischer, en el verano de 1969, ahorahacía menos de un año, sufrió de falta de apetito y a consecuencia adelgazó.Ella misma no podía comprender cómo podía haber actuado de esa manera,ella que tanto admiraba la moderación y el buen gusto.

En aquella época se dejó el pelo largo, y en la rentrée, a la vuelta a launiversidad, cuando paseaba por las calles céntricas del campus universitarioy observaba los árboles que comenzaban a volverse rojos y amarillos, todossus amigos y colegas le aseguraron que estaba muy guapa y femenina y quehabía rejuvenecido diez años. Poco a poco regresó a la vida, ese mismo otoñoconoció a nueva gente.

Ahora observaba desde su ventanilla del avión un pueblo de color tostadoen medio de las dunas del desierto y recordaba que los que la habían atraídoespecialmente, no solo a raíz de su obra sino como personas, fueron elfilósofo de origen ruso Isaiah Berlin y el director de cine ruso NikitaMijalkov. Con el escritor Edmund Wilson afianzó su amistad. Ahora perdíade vista el oasis verde y ocre y pensaba en sus frecuentes viajes, en el otoño yel invierno de 1969, en coche, autobús o tren a Nueva York, donde pasabaunos días con sus amigos y acudía a conciertos en el Carnegie Hall, quetuvieron sobre ella el efecto de un elixir de la vida. «No podría vivir sinmúsica», pensaba ahora en el avión con los ojos fijos sobre la arena tostada.«La música traspasa todas las fronteras, es accesible a todos, su belleza tienela fuerza de devolver a los suicidas a la vida». Pensó que en el Carnegie Hallhabía escuchado a Mstislav Rostropóvich en el concierto para violonchelo deDvořák, a Vladímir Ashkenazy interpretando el concierto para piano deBeethoven, y varias veces a Sviatoslav Richter; Richter, residente en Moscú,no hubiera podido conocerla personalmente, en cambio Svetlana sí que hizoamistad con los expatriados Ashkenazy y Rostropóvich.

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Mientras contemplaba la llanura arenosa de color anaranjado que seextendía hasta el horizonte, recordó el cartel BEFORE-AFTER, una de lasprimeras cosas que había visto al tocar el suelo americano, justo al llegar alaeropuerto J. F. Kennedy de Nueva York; desde entonces había visto decenasde anuncios parecidos que ofrecían toda clase de servicios estéticos paramejorar la imagen. Pero ¿quién era aquella mujer enfadada con una piedra enla mano? ¿Y esa otra, la criatura desganada que miraba por la ventana con elpelador de berenjenas eléctrico en la mano? ¿Ésa fue una mujer «después»?¿Para eso había dejado su ciudad, donde todo resultaba familiar y dondepodía hablar en su lengua materna? ¿Para eso había abandonado a sus hijos?Tenía que rehacer su vida para convertirse por fin en una mujer AFTER, dignade ser fotografiada para un anuncio publicitario, si no, su huida habría sidoabsurda, se dijo. Pero ¿es posible convertirse en una mujer AFTER?, lesusurraba una voz interior. ¿No somos lo que somos, independientemente denuestro entorno? ¿No permanecerá en Svetlana esa criatura angustiadaaunque siga huyendo? Svetlana intentó acallar esa voz mirando desde laventanilla hacia el horizonte rocoso.

2

El avión sobrevolaba el desierto. A Svetlana le parecía que aterrizaría enmedio de las dunas de arena.

«Phoenix, Arizona», vio escrito por todas partes al llegar, en elaeropuerto.

«Éste es el viaje más loco de mi vida», pensó y esbozó una muecatraviesa para tranquilizarse. La visión del desierto infinito la alarmaba. «En eldesierto uno es prisionero, en él ni siquiera crecen árboles; es una naturalezamuerta», le susurró su voz interior, y en Svetlana empezó a resonar un viejohuésped ingrato: la angustia.

Buscó a la señora que tenía que esperarla en el aeropuerto. Su mirada seposó en una mujer atractiva que debía tener su edad, con una melenaexuberante que le caía sobre los hombros. Llevaba unos pantalones de

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colores estridentes y una blusa aún más chillona. La mujer la miró con unosojos profusamente pintados:

—¡Svetlana! —gritó de tal manera que la gente se dio la vuelta;enseguida tenía a la visitante dándole un fuerte abrazo.

Svetlana se sintió como en una escena de algún teatro de provincias, detan histriónica y de mal gusto que le resultaba aquella mujer. Los coloressalvajes y el fuerte abrazo le parecieron exagerados y falsos.

Luego fueron juntas a través del desierto por una carretera completamenterecta. Iovanna pisaba el acelerador y el coche se precipitaba hacia el infinito.Svetlana tenía la sensación de que algo había empezado mal y que por tantono podía acabar bien. Pero intentó apartar estas sensaciones irracionales quele transmitía la ansiedad. Admiró el paisaje: las dunas de arena se pintaron decolor violeta. El agradable calor de esa primavera prematura inundó todo sucuerpo, aunque solo fuera marzo. Se obligó a relajarse.

Mientras conducía, Iovanna cantaba en voz alta. Su comportamiento noresultaba natural y despreocupado, como sin duda deseaba, y a Svetlana lapuso de mal humor. Necesitaba hablar para deshacerse de su agobio.

—Recibí de ti varios libros sobre la vida en una sociedad que fundó laseñora Olgivanna Wright.

—Mi madre.—¿La mujer del arquitecto?—Sí, de Frank Lloyd Wright, mi padre. Mi madre era su tercera mujer.—¿Y cómo es la sociedad que fundaron?—La llamamos hermandad. La Hermandad Taliesin. La verás dentro de

poco, es hacia donde nos dirigimos, a la comuna en el desierto.—¿A la comuna en el desierto?—Sí. Vivimos en una comuna. ¿No lo sabías? Ya te acostumbrarás.«¿Y por qué he de acostumbrarme si solo voy a hacer una breve visita?»,

pensó Svetlana, y movió la cabeza, mientras Iovanna continuaba:—Dependemos los unos de los otros, porque tenemos prohibido

relacionarnos con extraños, únicamente en ocasiones especiales y bajo laestricta vigilancia de mi madre. Ni siquiera se nos permite alejarnos delrecinto, solo excepcionalmente y con su permiso. Pero de todos modos,¿adónde puede ir una en el desierto?

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Svetlana se rio porque lo consideró una broma. Pensó que desde quehabía llegado a Estados Unidos se había desacostumbrado a palabrassemejantes. Se esforzó para que su voz no sonara preocupada cuando dijo:

—¿Bajo su estricta vigilancia? Exageras, ¿verdad?—No hay nada malo, es por nuestro bien, como dice mi madre. Todos

estamos muy satisfechos, vivimos según unas severas y estrictas normas yregulaciones, cada uno sabe lo que se le permite, y sobre todo lo que no se lepermite hacer; mamá nos dirige con mano dura. ¡Es mucho más sencillo vivirasí que hacerlo sin normas!

—¿Y tu hermana?—Ya no vive —dijo Iovanna con firmeza.—Me lo contó tu madre en una de sus cartas. Me escribió tantas cartas

invitándome aquí que al final no me pude resistir —rio Svetlana antes depreguntar, otra vez algo angustiada—: ¿Qué le pasó a tu hermana?

—Murió en un accidente de coche —contestó Iovanna con una vozgélida. Luego se quedó en silencio. Al cabo de unos instantes añadiólentamente—: Hará veinticinco años que se estrelló con su coche. Fue enWisconsin. Con ella se mató también su hijo menor. Estaba casada con unode los arquitectos de nuestra comuna, William Wesley Peters. Hoy loconocerás.

—¿En un accidente de coche? —repitió Svetlana. Estaba estremecida—.¿Y cómo sucedió?

—Nunca logramos una explicación satisfactoria. Parece que la culpa fuede mi hermana. Era tocaya tuya, se llamaba Svetlana. Mi madre es de origenserbio, ¿sabes?

Lo dijo con una voz más irritada que triste, como si la molestara hablar deello. Svetlana vio por el camino indicadores que señalizaban carreteras haciaEncanto Park y Camelback East Village, Hilaria Rodríguez Park y DesertBotanical Garden. Esos nombres, que le parecían a la vez exóticos y poéticos,la tranquilizaron un poco. «Hay belleza en esas denominaciones, y en lassituaciones difíciles la belleza trae alivio», pensó.

—¿Y qué dice tu madre, la señora Olgivanna Wright?—No podemos hablar de eso. Es tabú —replicó Iovanna, ahora ya con

una irritación manifiesta—. Para todos —añadió con énfasis y rápidamente

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giró la cabeza para echar un vistazo a Svetlana. Luego se rio ruidosamente,sin alegría, y se puso a cantar. De vez en cuando seguía girando la cabezapara cerciorarse de la reacción de Svetlana, y de si seguía pensando en esetema prohibido que era la muerte de su hermana.

A Svetlana todo eso le parecía muy extraño.Al cabo de un rato, Iovanna declaró con claridad, en voz alta y

significativa:—Y espero que ahora tú seas mi hermana.Sonó como una orden, incluso como una amenaza. Svetlana no salía de su

asombro. ¿Su hermana? ¿Por qué tenía que ser la hermana de esa mujer aquien apenas conocía? ¿Por qué debía ser la hermana de alguien? Y, sobretodo, ¿por qué la han invitado aquí, y con tanta insistencia? Rápidamentepensó: «En cuanto le eche un vistazo a la comuna del desierto, enseguidacontinuaré mi viaje, por suerte ya tengo el billete».

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Q

IIIMoscú, Tbilisi (1984-1986)

1

Londres, 9 de septiembre de 1984

uerida Marina:Según lo que me cuentas en tus cartas, ahora en Roma eres una persona libre que haces con tu

tiempo y dinero lo que quieres. Yo lo intento, aunque tengo la sensación de estar haciendo siempre algomal. Una hija de trece años (de hecho, ahora tiene ya trece y medio): eso a una le ata las manos. Y siquieres proporcionarle una buena educación, eso te quita todo tu tiempo y mucho dinero. Busqué paraella el mejor colegio, y por eso temporalmente nos mudamos primero de la costa Este a la Oeste deEstados Unidos y de ahí a Inglaterra, o sea de Princeton a California, donde residí temporalmente, yluego a Cambridge, ¿sabes? Desde que Olya nació, he vivido entregada a ella. Mi vida ahora es soloella, aunque me gustaría dedicarme otra vez a escribir. Ni siquiera sé cómo pude acabar el pequeñolibro sobre Taliesin. Me doy cuenta de que no está tan trabajado como mis primeros dos libros dememorias. Lo escribí en inglés, pero no encontré editor. Solo en la India hallé uno que estuvo dispuestoa publicarlo. Estoy despachando este tema deprisa porque me resulta doloroso y prefiero pensar enotras cosas. Ya sé que sabrás entenderme.

Sí, vivo solo para Olga. Ya en California la llevaba y la traía del colegio, a clases de música y anadar. Tiene amigas, claro, pero a menudo me da besos por toda la cara, sobre todo en los ojos, es sulugar favorito. Y dice: «Mamá, mamita, ¡no hay nadie como tú!». Otras veces me aparta bruscamente yme mira con malicia, como un gato.

Ahora las dos vivimos entre Estados Unidos e Inglaterra, aunque nos sentimos americanas. Mi hijaes más americana que el apple pie. Yo me siento bien tanto entre los gringos como entre los británicos.Mis amigos y conocidos son amables, atentos y cosmopolitas, lo cual es muy importante para mí: aquílas personas de todas las nacionalidades tienen el mismo valor. Pero como si a uno le faltara algo: unaespecie de lazo. Tengo la sensación de que puedo vivir en cualquier punto de Occidente y que estarébien en todas partes, aunque el país, su política, y en el fondo los sufrimientos de sus habitantes, mesean indiferentes. Esto es el desarraigo.

Al huir de Arizona, suponía que Wes me perseguiría sobre todo para que su hija volviera a su lado:

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siempre se había imaginado que Olga se convertiría en un miembro silencioso y obediente más de lacomuna. Pero por lo visto, Wes aceptó quedarse sin hija; la niña nunca lo había interesado demasiado.Y supongo que la señora Wright se habrá quedado aliviada al perder a la oveja negra, a una persona taninsumisa como yo. Y como ya disponía de mi dinero… El dinero, Marina… Desde que me divorcié deWes Peters y corté todas mis relaciones con la señora Wright, en una palabra, desde el momento en queme independicé de ellos, mi poder adquisitivo ha caído en picado. La historia con Wes y con la señoraWright casi me arruinó: perdí dos tercios de mi fortuna anterior.

En la primera época después de mi huida, pasé mucho tiempo recuperándome de la aventura en lacomuna. Me sentí desengañada, caí en profundas depresiones y tuve que tratarme.

Con mucha frecuencia llamo a mi hijo Yósif, a Moscú. Mi hija Katia vive y trabaja en Kamchatka,en un instituto científico donde investigan los volcanes. Pero por desgracia hasta ahora no heconseguido reanudar el contacto con ella. Eso me entristece mucho, ella me amó, más que nadie. YYósif, mi Osia, antes de Navidad lloró al teléfono. «Mamá, mamá, ¿de verdad no volveré a verte?». Unpar de meses más tarde, me enteré de que estaba en el hospital.

Por todo eso he decidido volver a Rusia. Quiero pasar tiempo con Yósif, que se ha separado,aunque pronto ha encontrado una nueva pareja; Yelena, su exmujer, se ha llevado a su hijo. Me gustaríaconocer a su nueva esposa, intentar acercarme a Katia y encontrarme con ella. Y deseo volver a ver losviejos lugares, mi antiguo piso, donde fui feliz con mis hijos y con Brayesh Singh, la dacha enZubalovo, donde de pequeña corría con un ramo de dientes de león y mi madre me cogía en sus brazos.

En Londres fui a la embajada soviética y presenté una petición para obtener un permiso de estanciaen Moscú. La situación es la siguiente: la única posibilidad de ver a mis hijos es recuperar mi pasaportesoviético, porque desde el punto de vista de las autoridades soviéticas nunca perdí la nacionalidad. Esosignifica que Olga y yo perdemos la ciudadanía estadounidense. Estoy decidida a ir, Marina, así queacepté todas las condiciones de las autoridades soviéticas y al cabo de unos días me llevé de laembajada un pasaporte soviético completamente nuevo.

Faltaba explicárselo a Olga. No me hacía ilusiones sobre su comprensión. Y con razón: Olga mearmó un escándalo. Se pasó la noche gritando que no iría a la Unión Soviética ni en broma, que fuerayo sola si quería, ella volvería a Cambridge con sus compañeros de clase. Por mi parte era cruel,Marina, arrancarla, así, de su medio. Olga me dijo entre otras cosas: «Me tienes a mí. ¿Por qué quierestener también a los demás? ¿Por qué te empecinas en tener no solo Estados Unidos e Inglaterra sinotambién Rusia? Tú misma siempre me dices que uno no puede tenerlo todo, que debe decidirse por unacosa u otra».

La pelea duró veinticuatro horas; ninguna de las dos quiso ceder, durante veinticuatro horas noprobamos bocado, no dormimos. Y finalmente, en un estado de absoluto agotamiento, Olga aceptó:«De acuerdo, mamá, iré contigo a Rusia, conoceré a mis hermanos y me familiarizaré con el paisaje detu infancia. Pero no me quedaré más de un año. Bajo ningún concepto. En un año como mucho volveréa Cambridge y acabaré mis estudios».

Se lo prometí, aunque no tenía —ni tengo— la más mínima idea de qué haré en un año con elpasaporte y el visado, y si las autoridades soviéticas me permitirán volver a Occidente. No creo quevuelva a emigrar a través de la India…

Mañana partimos, querida Marina. No sé si tengo ganas de ir. Más bien me lo tomo como un deber.El deber de estar junto a mi hijo, que lloró amargamente hablando conmigo por teléfono.

Tuya,

SVETA

P. D.: Marina, tengo que confesarte algo más. Como sabes, me he hecho católica y no puedo viviren la mentira. Le hice creer a Olga que la tía Marge, la hermana de su padre, la única persona que la

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quiere de verdad en Estados Unidos, se había enfadado con ella y ya no deseaba volver a verla. Y enviéa Marge una carta escrita a máquina que firmé con el nombre de Olga. Lo he hecho con el objetivo deenemistarlas, y para que Olga tenga la sensación de que yo soy la única persona que tiene en el mundo.Necesito que mi hija sea absolutamente obediente. Me es imprescindible tenerla totalmente bajo micontrol. Ahora, tras esa confesión, me siento aliviada. Que Dios me perdone.

2

Durante el vuelo a Moscú, Svetlana ocupó el asiento derecho, junto a laventana. Tenía a Olga a su izquierda. Cuando el avión se elevó por encima delas nubes, a veces el sol le entraba en los ojos. En un momento dado, notó elcálido rayo del sol en su cara mientras en el cristal veía el reflejo de su perfil.Lo de tener el cristal como espejo le hizo evocar algo que no era capaz dedefinir. El vago recuerdo despertó en ella un impreciso sentimiento demelancolía. Fue en su casa de Princeton. Le gustaba sentarse en la cocina y,por las puertas de cristal que daban al jardín, dejaba que la tocara el sol deinvierno. Una vez estaba allí sentada con los ojos cerrados; cuando los abrió,vio a una mujer en el cristal. La expresión que se dibujaba en el rostro de lamujer parecía desgraciada, triste, asustada. La mujer se veía abatida mientrassujetaba con fuerza en una mano el pelador eléctrico de berenjenas. Era unafigura patética. «¡Pero si soy yo, es mi reflejo en el cristal de la ventanilla!»,se dio cuenta. Había comprado el pelador el día anterior porque había vistoun anuncio en televisión y le parecía que si tenía en la cocina muchoselectrodomésticos se convertiría en una auténtica americana. La sobrecogió loinfeliz que era la mujer reflejada en el cristal frente a ella. Quedó aterrada.Ese rostro femenino tenía la expresión de un animal perseguido. En esemomento, en el avión, Svetlana tomó una decisión: si no cambiaba su vida,su Gran Huida no estaría justificada.

3

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Por el camino desde el aeropuerto de Sheremétievo hacia el centro de Moscú,Svetlana casi no reconocía nada. En lugar de los bosques de abedules, quetanto había deseado ver como símbolo de su país, encontró enormes barriosde bloques prefabricados, aceras sin asfaltar, llenas de charcos. Todo habíacambiado, todo le parecía extraño, extranjero, nada familiar. Solo en el centroreconoció algunos lugares: «Esto es la estación de Bielorrusia, aunque muydeteriorada, aquí está la calle Gorki…». Todo era diferente a como lo teníagrabado en la memoria: más pequeño, más viejo, sucio, feo. La emoción quese imaginaba en el avión, que tendría —e incluso se había preparado unpañuelo blanco, bien planchado—, a la hora de la verdad no se produjo.

«Aquí está el hotel donde nos han alojado —pensó—. Un amplio y pulidovestíbulo de mármol, desierto, vacío, frío… Y ese caballero con abrigo es…Sí, es Yósif, mi hijo, ¡mi Osia! ¡Viene hacia mí con los brazos abiertos!».

Durante largo rato se abrazaron en silencio. Luego se acercó a ella elpadre de Yósif, el primer marido de Svetlana, Grisha, un hombre aún guapo ybien vestido. Svetlana no esperaba verlo allí. Esa señora bastante mayor debíade ser la nueva esposa de Yósif. Yósif se la presentó a su madre:

—Mamá, ella es Lyuda.Svetlana la abrazó, esforzándose en ocultar su turbación: Lyuda parecía

mucho mayor que Yósif, pero incluso mayor que ella, que Svetlana; lehubiera echado unos cincuenta años mal llevados. Lyuda era una mujercorpulenta, casi deforme de cintura para abajo, coronada con el pelo revueltoy canoso. Svetlana recordó a la primera esposa de Yósif, Yelena, una chicaguapa y refinada. «¡No es asunto tuyo!», se dijo a sí misma rápidamente, peroestaba claro que Lyuda no le gustaba en absoluto, y menos para ser lacompañera de su hijo. Intuía algo malo en su mirada. «¡Gracias a Dios que havenido Grisha! Con sus habilidades sociales, salvará nuestro encuentro»,pensó.

Grisha los llevó a todos a la suite que las autoridades soviéticas habíanasignado a Svetlana y su hija.

Durante unos instantes, Olga y su madre se quedaron a solas en el cuartode baño. Olga parecía a punto de llorar.

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—¿Qué pasa, Olya? ¿Tu hermano?—Me ha mirado de arriba abajo y de abajo arriba y no me ha dicho ni una

palabra.—¿Te ha abrazado, bonita?—No.—No te preocupes, cariño. Todos estamos un poco perdidos con este

encuentro, incluso yo. ¡Intenta entenderlo!Olga no contestó, se limitó a mirar con tristeza hacia delante.«No puedo estar desorientada —pensó Svetlana—. ¡De ninguna manera!

El encuentro ahora continuará, debo esforzarme para que sea agradable.¡Nadie ni nada debe fallar!».

—Bajamos al restaurante, he reservado una mesa para todos —dijoGrisha—. ¿Te acuerdas, Sveta? Allí antes estaba el Yar, un restaurante dondelos gitanos cantaban y tocaban la guitarra.

Pero Svetlana no se acordaba. Ni lo intentó.—¿De verdad que no te acuerdas? ¡Cuántas veces cenamos allí juntos!¿Cómo explicarle a alguien que no se ha movido de su país que el

exiliado ha olvidado muchos pequeños detalles de su antigua vida? Svetlanaintentó aclararlo, pero pronto vio que no tenía sentido. A los demás lesparecía que si no se acordaba de algunas cosas era porque menospreciaba suvida anterior y la de los que seguían viviendo allí. Svetlana percibió que elprimer gran malentendido se cernía sobre su entorno y no supo cómoimpedirlo.

4

En el restaurante los esperaba una mesa alargada cubierta con platos llenos depescado ahumado, pasteles de carne, pepinos, ensaladas, ensaladillas y, sobretodo, encima de ella se elevaban, como soldados en alerta, toda una serie debotellas de vodka y coñac; solo faltaba vino, que Svetlana se habíaacostumbrado a saborear a pequeños sorbos. Yósif se sentó a la izquierda deSvetlana y bajo la mesa madre e hijo se cogieron de la mano. La madre pensó

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que su hijo había cambiado mucho, pero al menos en ese apretón tierno eraél, tal como había sido antes. Svetlana comprobó que Yósif ya no teníaveintidós años; ahora estaba calvo y había engordado, sobre todo de cintura,y aparentaba más edad que sus treinta y nueve años. No, no quedaba nada deaquel muchacho joven y ágil con los ojos alegres que ella había criado yeducado. La madre no le preguntó nada a su hijo. «En otra ocasión saldremosjuntos y charlaremos durante largo rato los dos solos», se prometía mientraslo observaba y escuchaba. Él tampoco le preguntó nada a ella. De hecho,nadie podía hablar, porque de repente empezó a sonar una música a todovolumen, con guitarras y un coro gitano. Svetlana miró desconcertada aGrisha, que se encogió de hombros:

—¡Ya lo sabes, qué le vamos a hacer! ¡En este país el ruido no se puedeevitar!

Y le colocó a Olga los alimentos más diversos en el plato.Luego sirvió a cada uno un chupito de vodka:—¡Así es como hay que celebrar el encuentro con un hijo después de

diecisiete años!Svetlana nunca tomaba vodka, pero ahora sabía que hacía falta someterse

a las normas del juego y beber. Esa noche tenía que salir bien y por tanto, nose podía prescindir de una bebida fuerte.

Svetlana seguía apretando la mano de Yósif en la suya y tenía lasensación de que hasta la mano había cambiado, era más flácida, los dedosmás cortos. Se sentía extranjera, todos le resultaban extraños. Y seguramenteella también les resultaba ajena: nadie le hablaba, charlaban entre ellos dealgún nuevo restaurante moscovita, de una película soviética, de que elinvierno se alargaría aunque los días fueran soleados. A nadie le interesaba lavida de Svetlana en Occidente, todos vivían pendientes únicamente de lo quesucedía en Moscú, como si ella nunca se hubiera ido de allí. Puso los ojos ensu hijo, su hijo en ella. «Es mi Yósif, mi Osia, ¡aunque haya cambiado! —sedecía una y otra vez—. ¡Mi Osia! ¡Tengo su mano en la mía!».

Grisha se sentía bien en el papel de organizador y moderador: servíarefrescos continuamente a Olga y en todo momento dirigía la conversación dela mesa. Traducía todo lo que se decía a Olga, que esparció la ensaladilla porel plato; pero como Grisha estaba pendiente de todo, le ofreció carne asada

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rebozada con puré de patatas. Olga permanecía en silencio. También ella sesentía allí como una intrusa. No entendía nada. Su hermano continuaba sindirigirse a ella en ningún momento.

5

Moscú, 13 de octubre de 1984

Querida Marina:Hoy solo será una postal. Olga ha empezado a ir a clase. Para llevar solo un mes en Moscú ya

entiende bastante ruso, le gusta estudiar lenguas extranjeras. Pero si te he de ser sincera, nunca meimaginé que treinta años después de la muerte de Stalin las pasiones en torno a su persona aún fuerantan ardientes, y que mi Olga, en la escuela, se encontraría en medio de debates interminables sobre lafigura de su abuelo.

A veces tengo la sensación de ser injusta con todo el mundo, de esperar de los míos algo que nopueden darme. En esos momentos, cada vez más frecuentes, me parece que esa «felicidad familiar» porla que emprendí toda esta aventura ha sido una ilusión y que todo este viaje es un error.

Tuya,

SVETA

6

Durante el viaje de ida, de Londres a Moscú, en el trasbordo en Atenas, enuna tienda del aeropuerto, Olga compró para Iliá, el hijo de Yósif, unaszapatillas deportivas y una bolsa de la marca Adidas. Pero el tiempo pasaba yel chico no se presentó en su casa. Finalmente, un día vino a verlas. Teníadieciocho años, recordó Svetlana. Indiferente, el chico desenvolvió losregalos y no dijo nada ni demostró la menor alegría. A Olga la dejóimpresionada, había sido su idea regalárselo. Recordó cómo en América a losniños y los adultos les encantaban los regalos y daban las gracias sinceras porellos. Pero aquí la norma era no demostrar ningún tipo de emoción. Olgaintentó conversar con Iliá; en cambio, el chico permaneció fiel a su mutismo,aunque sabía inglés.

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Afortunadamente, pronto apareció Grisha, elegante y social, juvenil yalegre, e intentó ahuyentar la tensión. Poco después, llegaron Yósif y Lyuda.De nuevo se lanzaron sobre el vodka y unas tapas. Esa vez, Yósif tampoco lepreguntó nada a Svetlana. Nadie formulaba preguntas, ni a ella ni a Olga.

Svetlana, influida por la vida en otro lugar, por otras costumbres y otrasmaneras de hacer, se dio cuenta de que para la gente que había vivido allítodo el tiempo, ella debía de causar la impresión de ser un elementodesconocido, extraño, ajeno. Los rusos, sencillamente, no sabían quépreguntarle y por eso se dirigían a ella como a la que habían conocido hacíadiecinueve años. Como si esos diecinueve años en que no la habían visto nohubieran pasado.

Yósif informó lacónicamente a su madre que tenía gastritis y la tensiónalta.

—¿Y por qué no te pones a dieta? —preguntó Svetlana a su hijo médicoque se acababa de servir un chupito de vodka—. Deberías comer requesón,que es de régimen, Yósif.

—Es que no nos gusta el requesón —espetó Lyuda, con burla.El hijo callaba. Estaba claro que en casa Lyuda era quien lo decidía todo.Svetlana le pidió a su hijo en voz baja:—Osia, ven a verme un día. Olga pasa la mayor parte del día en la

escuela y con sus compañeros. Tomaremos un té y charlaremos, ¿de acuerdo?Y luego podrás conversar con tu hermanita Olya que tiene tantas ganas deconocerte más, puedes hacerle de padre.

Yósif asintió, como ya tantas veces. Pero nunca fue. Cuando su madre selo recordaba, cuando lo llamaba por teléfono, se disculpaba diciendo queLyuda no podía y que sin ella no iba a ninguna parte.

7

En esa época le llegó a Svetlana una respuesta a la carta que había enviado asu hija Katia, en la que la informaba que se encontraba en Moscú y deseabamucho verla. Abrió febrilmente el sobre. Katia escribía:

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No te perdoné, no te perdono y nunca te perdonaré.Dixit.

Svetlana no le dijo a Olga ni una palabra al respecto. Fingió que Katiaestaba muy ocupada y que por eso no podía ir a verlas.

8

Tras varios días y noches desasosegados, llenos de recuerdos de Katia,Svetlana decidió alejarse de Moscú y llevar a Olga a Zubalovo, para que suhija conociera la casa y la luz que la inundaba. Esperaba encontrar allí losrecuerdos de su madre, enamorada de la dacha y de su jardín, donde jugabacon sus hijos a la pelota, al corre que te pilla, a quién arranca más flores yconfecciona la corona más bonita. Ya antes de emprender el viaje de Londresa Moscú Svetlana soñaba con visitar esa dacha a las afueras de la ciudaddonde había pasado parte de su infancia y de su juventud. Su hijo y otrosfamiliares se unieron a ellas.

A medida que se acercaban a la casa, Svetlana vislumbró los coloresotoñales: los árboles se habían vestido de un amarillo, ocre, naranja y rojoencendido. Pero nada más entrar en el jardín se apoderó de ella un recuerdocompletamente distinto que el de su madre con una corona de flores delcampo en la cabeza. En el centro del jardín distinguió al alegre, festivo ygracioso Brayesh Singh. Estaba allí mirándola con unos ojos tiernos y llenosde un humor sutil. A su lado, vislumbró al embajador indio Tikki Kaul, y unpoco más lejos, a Katia y Osia. En ese ensueño, Svetlana recordó que aqueldía prepararon comida india y por toda la zona resonaba la incontenible yruidosa risa de los indios y todo olía fabulosamente a curry. Una vez Kaul lafotografió allí con Brayesh; entonces ella se ocultó detrás de su novio;¡cuánto se rieron! En esa época llevaba el pelo largo y se acordó hasta de suropa: un vestido azul claro a cuadros pequeños, con volantes… sí, convolantes, naturalmente por encima de las rodillas; tras la muerte de su padrellevaba exclusivamente faldas por encima de las rodillas. Ese día en que sehicieron la foto se sentía tan bien, se rio tanto que se olvidó de sí misma, de

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quién era, y se dejó llevar por las bromas, las historias, las canciones, las risasde sus amigos indios. Y ahora, de repente, tantos años después, volvía a veraquí a Brayesh, que llevaba ya diecinueve años muerto. «¡Dios, cuántotiempo! ¿Es posible que pasaran tantos años? ¿Y cómo es que seguíaviéndolo aquí como si estuviera vivo?». Y entonces, entre los indios,descubrió también a Yósif, a Yelena y a Katia, tres adolescentes, sus queridoshijos solícitos y obedientes.

La tos de Yósif la despertó de ese ensueño; su hijo estaba a su lado. Porobligación, a desgana, Svetlana volvió al presente. Cogió del brazo a Yósif yse alejó con él de los demás.

—¿Dónde conociste a Lyuda?Le contestó con evasivas, pero Svetlana entendió que habían coincidido

en una juerga.—¿Sabes, mamá?, mi exmujer Yelena se fue y se llevó al niño, a Iliá. De

la pena me di a la bebida y en una fiesta apareció Lyuda. Papá me dijo: haz loque quieras, pero no te cases. Pero Lyuda exigió matrimonio y yo, la verdad,no tenía nada en contra. Lyuda es una mujer fuerte, ¿verdad que sí?

—Sí, cariño, lo sé, lo sé. Sobre todo quiero que seas feliz, hijo mío.—No nos va mal. Y Lyuda cocina de primera —dijo Yósif.No le preguntó nada a su madre. No sentía curiosidad en absoluto. Ni a

Grisha, Lyuda o a los demás parientes, amigos y conocidos les interesabanada en absoluto de la vida de Svetlana en Estados Unidos y en Inglaterra.

A Svetlana tal desinterés la entristecía cada vez más y, para evadirse,caminaba por el jardín buscando las alegres sombras de antaño.

—¿Por qué suspiras tanto, Sveta? —preguntó Grisha, y se puso a pasear asu lado.

—Tonta de mí, ¿por qué he vuelto, puedes decírmelo?—Pero ¿qué te pasa? ¡Si todo está en orden, todo va como la seda!—¿Qué es lo que va tan bien? ¿No ves que a nadie le interesa nada? ¿Ni

yo ni Olga? ¿Que para todos solo somos una carga? ¿Que nuestro hijo se haconvertido en un alcohólico? ¿Y que se ha casado con una loca? ¿Que solome sacan dinero aunque no les haga falta? Al contrario, ¡han heredado estalujosa dacha con jardín e incluso les alcanza para mantener a una cocinera!

—Tienes razón, Sveta. Toda la razón, a mí tampoco me gusta Lyuda.

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Pero que eso no te altere los nervios ni el corazón. ¿Quieres una pastilla?¡Coge! —Le ofreció tranquilizantes como si fueran bombones de chocolate, yél mismo tomó uno.

Svetlana se colocó una pequeña pastilla en la lengua y pensó: «¡Vaya!¡Así que a esto se debe la calma de Grisha!».

Luego entraron todos en la casa para tomar un refresco. Lyuda reía acarcajada limpia, ya estaba bastante ebria y les servía vodka a todos. Duranteunos minutos Grisha charló con Olga en inglés; luego, la niña encendió latelevisión y se aisló completamente de lo que pasaba en la sala. Svetlana sedio cuenta de que era por culpa de las dosis ininterrumpidas de alcohol que suhijo había cambiado tanto. A su hermano Vasili le había sucedido algoparecido al empezar a beber: su figura cambió completamente.

Siguiendo el ejemplo de Olga, Svetlana se esforzó en alejarsementalmente de la compañía de su hijo y su mujer y en pasar un rato más conBrayesh y Kaul. Lo consiguió. «Dios, Dios, ¡cuántos años habían pasadodesde entonces!». Sin embargo, entre las caras nobles y las voces agradablesde sus cultivados amigos indios que Svetlana proyectaba alrededor de la mesadonde antaño tanto les gustaba sentarse, ahora se escuchaban las ebriascarcajadas de su nueva nuera.

9

Tbilisi, 3 de febrero de 1985

Querida Marina:Olga y yo llevamos ya varios meses en Georgia. Tiré la toalla con respecto a Moscú y mis hijos:

cuando escribí desde aquí a mi hijo para que me enviara mi biblioteca de libros rusos, me contestó:«Prefiero quemarla a enviártela». He dejado de entenderlo.

Ahora que he perdido el contacto con mis hijos, el resto de mi estancia en la Unión Soviética hadejado de tener sentido. He decidido intentar lo que sea para poder regresar a Estados Unidos y queOlga vuelva a Inglaterra. Escribí una carta al nuevo secretario general del Partido Comunista, MijaílGorbachov, solicitando un permiso para salir de la Unión Soviética. Mi petición quedó sin respuesta.Así pues, escribí a Gromyko y le pedí audiencia, aunque por otro motivo: pienso solicitarle el permisopara exhumar el cadáver de mi hermano Vasili, a quien el KGB hizo envenenar en 1962 y la causa decuya muerte la familia ignora hasta la fecha. La carta a Gromyko tampoco tuvo respuesta. El único queme recibió fue el líder comunista georgiano Sheverdnadze, un hombre que me pareció brillante. «Todadecisión respecto a su caso está en manos de Moscú», dijo él, sin embargo.

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Y Moscú sigue callado.¿Sabes, Marina? Ya no estoy acostumbrada a estas prácticas soviéticas de no contestar a las

preguntas del ciudadano. En Estados Unidos el gobierno tiene a su disposición una organización pararesponderlas. Hay demasiadas cosas a las que me había desacostumbrado y no me gustaría volver aadaptarme a ellas. ¡Quiero irme de aquí!

Olga y yo hemos pasado el verano en las pequeñas ciudades marítimas de Georgia junto al marNegro, pero vivimos en la capital, Tbilisi. Olga se adapta a todo rápidamente: ha aprendido a hablarruso y georgiano y la juventud local la admira, la toma como una enviada de Occidente, del mundolibre; a Olga ese papel la divierte mucho. Sin embargo, a mí no me agrada el que me han adjudicado: elpapel de hija de Yósif Stalin. Está a la orden del día que alguien me pare por la calle (también aquí mehan hecho entrevistas para la televisión) para mostrarme su admiración: «¡Su padre era un granhombre!», dicen, orgullosos de su famoso georgiano. Me cuesta contestar, me molesta y me ponenerviosa, y esa gente no entiende mi repentino mal humor.

Cada vez añoro más mi vida en Estados Unidos e Inglaterra. Antes de venir aquí creía que no era deningún lugar. ¡Pero ahora sé que soy de allí! Que esto ya no es mío. Pero las semanas y los meses pasany la respuesta de Gorbachov no llega. Esto me provoca estados de profunda melancolía y tristeza, nadame gusta, todo me parece absurdo. Al fin he decidido viajar a Moscú e intentar resolver allí la cuestiónde nuestro regreso. Iremos en tren, igual que cuando, de pequeña, iba y volvía en tren de Moscú aGeorgia cada año, para pasar aquí mis vacaciones de verano. Este viaje dura dos días y dos noches.

Deséame suerte, querida Marina, para que resuelva algo en Moscú.Tuya,

SVETA

10

En la estación de Tbilisi, Svetlana y Olga se preparaban para subir al tren.Algunos parientes y los jóvenes amigos de Olga habían acudido allí adespedirse de ellas:

—¡Volveremos en nada! —les gritaba Svetlana desde la ventanilla,saludándolos, cuando el tren se puso en marcha—. ¡En Moscú no se podráresolver nada y volveremos!

En el momento en que se puso el tren en movimiento, los georgianos desu compartimento empezaron a ofrecer a las dos mujeres el pollo asado, lafruta fresca, el pan y el vino.

—Así viajaban nuestras abuelas, Olya —explicaba Svetlana, en inglés, asu hija, nacida en la era de los aviones. Madre e hija se sentían cómodas yprotegidas en un compartimento de primera clase, almohadillado y con

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calefacción.—Aquí me siento segura, mamá.—Este tren nos ha trasladado al siglo XIX. Tienes razón, todo lo antiguo,

lo que pertenece a otra época, especialmente a siglos pasados, transmiteseguridad.

Por la noche dormían en sábanas limpias y durante dos días y dos nochesSvetlana olvidó lo que hacía ya un año que la torturaba: el hecho de quererirse y no poder hacerlo. De día, por la ventana, iba contemplando el paisajecubierto de un edredón de nieve, del que se alzaban altos pinos, pero no comolos del sur, de la Georgia estadounidense y de Arizona; éstos eran gigantesque llegaban hasta más allá de las nubes, hasta allí donde nadie ni nada fuerade los pájaros tenía acceso. A cada momento la sorprendían los recuerdos queel viaje le evocaba. Tula, Kursk, Oriol, Járkov, Rostov… Cada nombre deciudad le traía sensaciones de la infancia, cada estación estaba llena decolores y luz, que le hacían evocar la emoción que sentía cuando era niña ypasaba por aquí; incluso ahora la estación parecía estar llena de aquelloscolores y aquella luz por la ilusión que le producían las vacaciones junto almar y el regreso a Moscú tras el descanso estival.

De repente, se le pasó por la cabeza el recuerdo de un viaje en tren con supadre, también desde el mar Negro hasta Moscú. ¿Cómo fue entonces? Supadre quería pasar el mes de agosto junto al mar con ella y su hijo Yósif. Erael año 1948. Él le escribió:

Ven el día 10 e iremos juntos hacia el sur.

Un beso. Tu PAPÁ

Stalin tenía ganas de pasar sus vacaciones en su casa de veraneo con losmás cercanos: Svetlana y su nieto de dos años, Yósif, que era su preferido.Svetlana observaba los altos pinos con las copas enterradas en las nubes ypensaba que incluso ahora, de mayor, Yósif no soportaba que nadie hablaramal de su abuelo; no porque idealizara a un dictador sino porque su abuelosiempre lo había tratado bien. ¡Es tan común no saber separar las emocionespersonales de una mirada objetiva!, pensó. Aquel verano Svetlana no teníaganas de estar con su padre, deseaba pasar con Osia un agosto tranquilo en

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Zubalovo. Nunca conseguía estar tranquila en la compañía de su padre:cuando uno menos se lo esperaba, empezaba a ponerse furioso, a gritar y adenigrarla públicamente. Pero también era consciente de que su padre vivíacompletamente solo, que no tenía a nadie a su lado justamente porque nopermitía a nadie que se le acercara: todo el mundo le daba miedo y él dabamiedo a todos. Decidió, pues, pasar el verano en Zubalovo e ir a ver a supadre a Crimea con Yósif a principios de otoño. Volvieron los tres juntos entren. Evidentemente se trataba de un tren especial, vacío, preparado solo paraellos tres. El pequeño dormía en el cochecito, mientras Svetlana estabasentada en su compartimento, hojeando la revista Arte. En ese momentoapareció su padre y miró lo que leía. «¿Qué es eso?», preguntó. «Cuadros deRepin», contestó Svetlana. «Nunca los había visto, no he visto jamás ningúnRepin», dijo. Le pareció que sus palabras habían sonado tan patéticas queSvetlana se quedó perpleja. Pensó que podría llevar a su padre algún domingoa la galería Tretiakov, hacerle de guía. Pero cuando iba a proponerlo, se diocuenta de lo que ese plan supondría: cerrar la galería al público, preparar todotipo de equipos de seguridad, guardaespaldas de refuerzo… No, mejor no. Ycalló. Tenía los ojos fijos en las páginas de la revista para no tener que mirara su padre: uno no sabía nunca cómo podía reaccionar en el momento menospensado. Cuando llegaban a las ciudades donde se detenía el tren paseaba consu padre por la estación a lo largo del andén; su padre no conversaba con ella,ni siquiera la miraba: su modo de caminar por el andén parecía una marchamilitar; de vez en cuando saludaba secamente al maquinista y al jefe deestación; todos se descubrían con cortesía y temblaban de miedo. Todo lo querodeaba a su padre estaba fuera de la realidad, era frío, severo y vacío comoel tren en el que viajaban; todo desprendía soledad y tristeza como en undesierto helado. Svetlana se juró a sí misma que su vida debería ser distinta, yno dejaba de sentir pena por su padre.

En un momento dado, su padre, encolerizado, sin venir a cuento, como lesolía pasar a menudo, de repente y sin motivo alguno se irguió frente a ellaque se agachaba como para evitar los golpes del enemigo y, hecho una fiera,le echó una bronca delante de todos aquellos a los que hacía solo unosinstantes había saludado: «Eres una inútil, ¡no eres más que un parásito!¡Nunca ha salido ni saldrá nada bueno de ti! ¡Eres una mala hija y me

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avergüenzo de ti!». Todos alrededor bajaron la cabeza en silencio. El padre,con la cara roja y las piernas abiertas, se mantenía firme como una estatua dehierro. Sus puños no auguraban nada bueno. Sus ojos relampagueabanmientras miraba a su hija y esperaba una respuesta. Pero ella no sabía quédecir, de modo que se limitó a acurrucarse un poco más como si en cualquiermomento fuera a recibir un puñetazo. En tales arrebatos, que se repetían unay otra vez, se le encogía el corazón.

Cuando volvieron a subir al tren, su padre se sentó frente a ella en elcompartimento. Se acercaba el 7 de noviembre, fiesta de la Revolución rusa yaniversario de la muerte de la madre de Svetlana, Nadezhda Allilúyeva. Elpadre, que aún no se había calmado, empezó a hablar de ello. Svetlana calló;su padre la aterrorizaba cada vez con mayor intensidad. Pero al principio nopasó nada: les trajeron el almuerzo, como siempre, acompañado de unabotella de buen vino y mucha fruta fresca. «Una pistola tan miserable, tanpoca cosa», gritó el padre, encendido de ira, y con los dedos mostró lopequeña que era el arma. «Parecía una pistolita de juguete. ¡Fue unaestupidez por parte del tío Pável traer del extranjero un regalo así a tu madre!¡Qué digo, estupidez, fue un crimen!». Mientras Svetlana mantenía silencio eintentaba pasar desapercibida en su rinconcito al lado de la ventana, Stalinempezó a buscar a otros posibles culpables: «También es culpa de esa mujerasquerosa que siempre incordiaba a tu madre, la mujer de Molotov, PolinaZhemchuzhina; era una mala influencia para Nadezhda»; mientras lo decía,Stalin echaba chispas. Svetlana sabía que su padre ya hacía mucho habíamandado fusilar al tío Pável y había condenado a cadena perpetua a la esposade Molotov. Había visto que, a medida que envejecía, él se sentía cada vezmás culpable y cada vez pensaba con más frecuencia en su mujer fallecida. Ycuanto más pensaba en ella, más rabioso se ponía y se iba convirtiendo enuna persona cada vez más despiadada y cruel.

Entonces dijo, de nuevo sin venir a cuento, en voz baja, amenazadora:«Al mierdoso de tu primer marido te lo enviaron los sionistas. Lo séperfectamente». Se refería a Grisha. A Svetlana le dio un vuelco el corazón;se le ocurrió que quizá su padre enviaría también a Grisha al gulag, o si no aalguien de su círculo. (Ciertamente, poco después hizo encerrar al padre deGrisha). «Papá, eso es absurdo», dijo. De inmediato, al acabar de decirlo, se

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acordó de que su padre no soportaba que le llevaran la contraria. Antaño solosu madre se atrevía a oponérsele. Ella era la única persona de la que su padreaceptaba críticas, pese a que lo hiciera a disgusto. Svetlana pensó quetambién a ella podía enviarla a un gulag. O algo peor. Como hizo hacetiempo con su hermano Yákov… Y nunca le perdonaría que, hacía unos años,interrumpiera brutalmente su primera relación amorosa y enviara a Alekséi,la única persona que hasta entonces le había brindado comprensión y ternura,a diez años de trabajos forzados. «Lo sé —dijo con amenaza creciente—, ¡aGrisha te lo buscaron los sionistas! No lo niegues, es inútil. ¡Tú también eresuna enemiga del pueblo soviético!». Ahora no gritaba. La miraba fríamente yburlándose de ella. Svetlana intentó acabar su idea con calma, aunque tanalterada y tensa que le entraban sofocos: «Papá, entre los jóvenes no haynadie a quien le interese la idea del sionismo. Nosotros ni sabemos lo que esy nos da igual». «¡Calla de una vez, imbécil rematada! ¡Deja esas expresionesantisoviéticas!», le gritó clavando puñetazos en el respaldo de su asiento:«¡No entiendes nada! ¡Toda la generación de los mayores está marcada por elsionismo y ahora se lo inculcan también a los más jóvenes!». Ella se limitó acontestarle muy bajito diciendo que lo veía de una manera completamentedistinta; pero sabía que no lo convencería, al contrario: sus réplicasdespertaban en Stalin nuevos ataques de furia. Así que se calló, esperandoque su padre no se vengara contra Grisha. Stalin bebía una copa de vino trasotra y se agitaba rabiosamente en su asiento. Para hacerle olvidar a suexmarido, Svetlana se atrevió preguntarle por qué había mandado a la cárcela sus tías, las viudas de los tíos Pável y Redens. «Sabían demasiado —dijo él— y hablaban mucho. Y con ello ayudaban a mis enemigos», dijo confrialdad y autosuficiencia mientras observaba su copa de vino; a ella no lededicó ni una mirada. Svetlana sabía que Stalin veía enemigos en todo elmundo y por todas partes y se calló. Empezaba una nueva ola de represión, searrestaba sin criterio alguno. Se encerraba a los parientes y conocidos detodos los que habían muerto en las represiones de los años 1936 y 1937. Ellatenía claro que su padre intuía a un enemigo incluso en ella. Estaba solo yamargado, y eso lo había llevado a un estado de paranoia. Svetlana prometióque se casaría con Yuri Zhdánov, que le hacía la corte, un joven que leresultaba indiferente. ¡Pero debía apartarse de su padre y del Kremlin!

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¡Cualquier cosa era preferible a estar con él!Cuando llegaron a Moscú, el padre se despidió de su hija de manera

distante e impaciente. Svetlana regresó a su triste piso del Kremlin, con suatmósfera irrespirable, y en la que ella, una joven de veintidós años, se sentíaprisionera. Su padre se marchó a su dacha cerca de Moscú. Como cada vezdespués de estar en su compañía, Svetlana tardó varios días en volver a serella misma. Pasar ni que fuera un pequeño instante con su padre resultabaagotador. Ambos sabían que se habían alejado el uno del otro. Cada unoanhelaba estar solo, la presencia del otro lo enervaba. Y ambos estabanconvencidos que la culpa era del otro.

Svetlana logró apartar con fuerza de voluntad el recuerdo de su padre.Cogió a Olga de la mano e intentó concentrarse en el blanco paisaje invernal,con los bosques cubiertos de una espesa capa de nieve, que brillaba al otrolado del cristal de la ventanilla, donde la helada había pintado de blanco unavegetación fantástica y exuberante.

11

Delante de la estación de tren, en la nevada plaza Kursk de Moscú, a ambasmujeres las esperaba el primo de Svetlana, el atlético Vasili de ojos negros,para llevarlas a través de las calles heladas hasta su casa en la calle Gorki.Allí la esperaba una carta de Yuri Zhdánov. «Qué casualidad —pensó—,justo cuando me ha venido al recuerdo este hombre con el que acabécasándome para salir de esa atmósfera asfixiante del Kremlin». Yuri leescribía para hablar de la hija que tenían en común; Katia trabajaba enKamchatka, investigaba el funcionamiento de los volcanes y todo daba quepensar que se convertiría en una científica de renombre. En una fotografíaadjunta, Katia montaba en un poni, en otra, jugaba con su hija Ania.

Svetlana desvió la mirada hacia su segunda hija. Olga, de quince años, yahacía tiempo que no estaba triste ni se sentía herida: ahora todo la divertía, legustaba conocer a gente nueva, ella misma a menudo empezaba lasconversaciones y se deslizaba sin problemas de una cultura a otra, de un

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idioma a otro. Se había apegado a Sasha, el hijo de Vasili, y por las nochesescuchaba con él discos de canciones tristes y de protesta de VladímirVysotski y Bulat Okudzhava. Luego Sasha cogía la guitarra y tocaba paratodos en la sala de estar; Olga pronto aprendió las letras de las canciones y lascantaba mientras Sasha la acompañaba con la guitarra.

Una vez, durante ese idilio nocturno, sonó el teléfono. Vasili cogió elauricular y contestó alegre, pero tras unos momentos a la escucha le cambióla expresión del rostro. Al poco rato colgó sin palabras. Svetlana sabía quehabía llamado su nuera Lyuda.

—En mi vida he oído muchas palabras groseras, pero comparado con loque me acaban de decir, todo se queda corto.

Lyuda, evidentemente, había llamado en estado de embriaguez parareprochar a Vasili que hubiera brindado a Svetlana y a su hija la posibilidadde hospedarse en su casa.

—Pero ¿cuál es el problema? —Svetlana sacudió la cabeza—. Ya hacemeses que no tengo noticias de mi hijo y si, de vez en cuando, no llamara yomisma, él no daría señales de vida. ¿Qué quieren ahora, pues?

—Seguramente intenta descubrir información, Sveta —dijo Vasili,rascándose la cabeza—. No quería decírtelo, pero seguramente será mejorque lo sepas. Lyuda es una delatora.

—¿Cómo?—Sí. No lo digo a la ligera, por desgracia no hay duda sobre ello. Trabaja

para el KGB, delata a la gente de su profesión y de todo su círculo. Y el KGB lepaga por este servicio. ¿No te has dado cuenta de lo ávida de dinero que está?

—Y mi hijo está completamente bajo la influencia de esta mujer —dijoSvetlana en voz baja, amargamente.

Vasili calló y miró al suelo.—Escucha —dijo Svetlana pensativa—, en Georgia conocí a un cura

católico. Hace tiempo que me interesan y me atraen las diversas religiones,¿sabes? Creo que cada uno debería creer en algo que está por encima de él.No por obligación, sino porque le aliviaría la búsqueda de su equilibrio vital.Le hablé al cura de mis dos hijos mayores, de que estábamos alejados, le pedíconsejo. Él no paraba de repetir: «El amor vencerá. Sea paciente, ya verá. Elamor vendrá solo». Y yo espero, espero, pero el amor de mis hijos no viene

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nunca. Así que ya he perdido la paciencia. Me rindo.

12

Unos momentos después llegó Grisha. Bien vestido, impecable, tranquilo ysonriente como siempre.

—He venido a preguntar cómo va tu asunto del pasaporte y del viaje deregreso, Sveta. ¿Ya has recibido una respuesta de Gorbachov?

—Ni una línea.Grisha sugirió a Svetlana que consultara a un buen conocido suyo:—Es un pez gordo del KGB y con él sabrás dónde estás.Cuando se hubo ido, Svetlana miró a su primo con una interrogación.

Vasili se encogió de hombros:—Si el conocido de Grisha es un pez gordo del KGB, eso significa que tu

exmarido también tiene un cargo importante en la policía secreta.—Y que seguramente lo han contratado para hacer de puente entre el KGB

y yo.Vasili, melancólico, hizo que sí con la cabeza.—Aquí todo funciona de esta manera —dijo al cabo de unos momentos

—. ¿Ya lo habías olvidado, Sveta? En mis momentos libres me dedico aldeporte. Es una de las pocas cosas por las que no me pueden castigar.

Al día siguiente Svetlana llamó al «pez gordo». El camarada le asignóinmediatamente una hora a la que podía ir a verlo.

—Fui yo quien le dio permiso para que pudiera volver a la UniónSoviética. Muchos estaban en contra, como puede imaginarse, pero yo memantuve firmemente a favor de su asunto.

El funcionario llevaba un traje a la última moda, guardaba las normas decortesía y conocía el mundo, había viajado por Inglaterra, América y otrospaíses occidentales. Pero Svetlana temblaba de miedo y de disgusto de que lahubieran llamado del KGB. «¿Qué he de decirle a este camarada? —pensaba—. ¿Debo darle las gracias?». Estaba alterada y en la oficina del KGB sesentía miserable. Al final dijo:

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—¿Por qué se mostró favorable a mi asunto?El funcionario se quedó en silencio como si no considerara necesario

darle una respuesta y su cara expresaba desagrado. La tensión iba enaumento. Svetlana intentó romperla:

—He venido para preguntar si el señor Gorbachov recibió mi carta.—El camarada Gorbachov está al corriente del contenido de su carta —

dijo fría y misteriosamente el hombre del KGB.Svetlana calló.El funcionario del KGB la observó atentamente, luego añadió:—Y hemos tomado una decisión. Su hija puede volver cuando quiera a su

colegio de Inglaterra, no es ningún problema. Por supuesto iría comociudadana soviética y puede volver a verla en vacaciones. Lo organizaremostodo con facilidad.

«Así que ésa era su idea… Y, en cambio, yo que me pudra en Rusia», sedijo. Pero, por si acaso, preguntó:

—¿Y qué pasará conmigo?—Usted tendrá que mudarse de Georgia a Moscú y quedarse a vivir aquí.

Es moscovita y no tiene por qué residir en una provincia de mala muertecomo Georgia. Todos sus amigos están aquí.

De repente se le pasó por la cabeza que estaba sentada frente a OlgivannaWright, a la que le estaba pidiendo permiso para abandonar la comuna deTaliesin. La señora Wright no solo no la dejaría salir, sino que la haría sufrirun poco más por su insolente osadía de pedir su salida. Svetlana se dabacuenta de que la última frase del funcionario del KGB era la decisión oficialsobre su caso.

Respondió con brusquedad que continuaría esforzándose para poder salirdel país. Otra vez, el camarada no consideró necesario darle una respuesta.Svetlana se lo imaginó como a un hombre con cabeza de cerdo, una de esasfiguras que había visto, hacía casi veinte años, en la catedral de San Nicolásde Friburgo. Mentalmente esbozó una sonrisa gracias a la cual a partir deentonces fue capaz de dominar su ansiedad.

Acompañó a Svetlana en su coche a la calle Gorki. El conductor tenía unaexpresión inmóvil y no dijo ni hola ni adiós.

En casa, Svetlana se tomó un tranquilizante de la caja que le había dejado

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Grisha. Le habló a su primo de la audiencia en el KGB.—Me parece que realmente están usando al pobre Grisha —sentenció.—Claro. Y él está de acuerdo.—¡No hay dónde esconderse, Vasili! Todo es transparente, translúcido,

¡te vigilan en todas partes!—Así vivimos aquí, Sveta, a la vista de todo el mundo. Y por lo que

respecta a Grisha, el KGB encargó a tu primer marido ganarse tu confianza yluego informarlos de cada paso tuyo, no lo dudes.

13

Cuando aún estaba en Georgia, echaba tanto de menos las fiestas de Navidadque celebraba cada año en Estados Unidos y en Inglaterra, y que no secelebraban en la Unión Soviética, que no solo adornó la casa con un pequeñoárbol de Navidad y el 25 de diciembre invitó a las amigas de Olga a comer,sino que también envió a todos sus amigos en el extranjero una felicitacióncon el remitente de Tbilisi. Con enorme retraso, una parte de respuestas a sucorrespondencia, reenviada de Tbilisi, empezó a llegarle a Moscú. Entremuchas cartas, encontró una por la que inmediatamente mostró interés. Eradel cónsul estadounidense en Moscú, del que no conocía su direcciónmoscovita pero había conseguido la de Georgia por medio de Alan Schwartz,el abogado americano de Svetlana.

En la carta, el cónsul le aseguraba que mientras no renunciaran pública yoficialmente a la nacionalidad americana, ella, Svetlana, y su hija Olgaseguirían siendo ciudadanas estadounidenses.

Svetlana decidió actuar sin dilación. Sabía que la embajada americana enMoscú estaba rigurosamente vigilada por la policía soviética. Puesto que yano sabía cómo arreglárselas para promover el asunto de su regreso a EstadosUnidos, decidió enviar a los del consulado americano una señal de su deseo.

Una mañana, ella y Olga cogieron el metro y bajaron en la estación delJardín Zoológico; de allí caminaron por la amplia calle Sadovaya, llena deruidos de coches y camiones. Svetlana que, de tan frustrada y nerviosa,

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últimamente comía más de la cuenta, no disfrutó del gélido día soleado quenormalmente tanto le hubiera gustado; sentía cómo el corazón le latía confuerza.

—Ojalá consiguiera corregir ahora el gran error que cometí al volver aRusia, ratita —se repetía más a sí misma que a Olga.

La chica callaba, y pese a ello, su madre continuaba compartiendo suspensamientos con su hija:

—Mira a tu alrededor, por si detectas a algún americano, querida. Quizásea un funcionario de la embajada. ¡Si tuviéramos la suerte y pudiéramoscruzar la puerta con él sin que nos molestara la policía soviética!

—Quizá los americanos tengan telecámaras en la puerta. Una chica de micolegio dijo que los rusos, a veces, acuden a la embajada americana aquejarse y expresar lo que desean.

Svetlana conocía perfectamente esa fe ciega que muchos rusos profesabanen la capacidad de los norteamericanos de ayudarlos. Pero se limitó a esbozaruna leve sonrisa amarga:

—Pero no logran entrar siquiera. Nada más llegar hasta la puerta ya losatrapa la policía secreta soviética.

Entonces ambas se quedaron en silencio, la embajada estaba a un tiro depiedra. Llegaron y por un momento se detuvieron frente a la puerta. En uninstante las rodearon varios policías soviéticos uniformados y otras personasde civil y pidieron a las dos mujeres que las siguieran.

Svetlana miró a Olga: la muchacha estaba perpleja. Nunca había vistonada parecido, salvo en las películas. Los policías se llevaron a madre e hija auna garita de madera que estaba enfrente de la embajada. Evidentemente, lahabían colocado allí para interrogar a las personas que intentaban entrar en laembajada americana.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó a Svetlana uno de los policías.—Somos ciudadanas americanas —declaró ésta en su ruso limpio con

acento de Moscú.El policía arqueó las cejas. Svetlana continuó:—Necesitamos hablar con el cónsul americano. Hemos recibido una carta

suya en la que nos informa de que quiere reunirse con nosotras.El policía cogió la carta con los dedos, como si fuera una bomba. La

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repasó superficialmente y salió con ella a la calle. No dijo nada más. Lamadre y la hija esperaban en la garita, donde hacía frío, mientras intentabancalentarse la una a la otra. Olga estaba desolada; Svetlana le aseguró que todoiría bien, aunque ella misma no estaba en absoluto segura de ello.

Tras un largo rato el policía volvió.—Enséñenme sus pasaportes americanos.—Precisamente están en el edificio de la embajada americana, los tiene el

cónsul —dijo Svetlana con decisión—. Necesitamos verlo.El policía volvió a salir y tras otro largo rato volvió con un funcionario de

grado superior.—Enséñenme algún documento de identidad.Svetlana le dio su nuevo pasaporte soviético, donde aparecía también su

hija como ciudadana soviética menor de edad con el nombre adaptado alsistema ruso: Olga Williamovna Peters. El policía las miró y agitóimperceptiblemente la cabeza:

—Si ustedes son americanas, yo soy el papa de Roma.—¿Dónde está la carta del cónsul? —preguntó Svetlana algo nerviosa—.

¿Pueden llamarlo para decirle que necesitamos reunirnos con él?—Calma. Espérese —contestó, y volvió a salir—. Pero sepa que los

ciudadanos soviéticos no tienen nada que hacer en la embajada americana.

14

Tbilisi, 28 de febrero de 1986

Querida Marina:Volvemos a estar en Tbilisi. En Moscú no nos dejaron entrar en la embajada americana y me

quitaron la carta del cónsul. Ya no teníamos adónde ir ni con quién hablar. Mi hijo no vino a verme niuna sola vez, cada vez que quería verlo tenía que suplicárselo, y entonces se presentaba en compañía desu mujer; no hace falta que diga que tampoco mi hija vino de Kamchatka ni contestó mis cartas.

Olga ahora está sentada ante su escritorio haciendo sus deberes de ruso y georgiano; domina ambaslenguas, sobre todo el ruso, que habla con fluidez. Además, va a clases de canto en casa de Leila, lapianista, y aprende a montar a caballo.

¿Y yo? Marina, me siento fatal, físicamente me encuentro repugnante. He envejecido y engordadoporque vivo con mucha tensión y eternamente preocupada por nuestro futuro.

Hace un rato he llamado a Cambridge, al director de la escuela de Olga. Por eso también me

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trasladé de Moscú a Tbilisi: desde allí no solo no puedes escribir según qué cosas y según a quién, sinoque tampoco te dejan llamar por teléfono sin que te escuchen. Pregunté al director si la volvería aaceptar. Me dijo que si Olga aparece durante este año académico, la introduciría en la misma clasedonde estudiaba antes de salir para que se encontrara entre sus compañeros, a los que ya conoce. ¿No esuna noticia excelente? Hace poco, en Moscú, un alto funcionario del KGB me dijo que Olga podía salirde la Unión Soviética en cualquier momento, estudiar en Inglaterra y venir de visita a Moscú. Pero a míno me dejarán salir. ¡Menudo panorama, Marina! ¡Prefiero morirme!

Marina, te lo cuento porque estoy casi segura de que las cartas enviadas desde Georgia no estánsujetas a censura, aquí todo está más relajado. Como ya he dicho, estoy profundamente descontentaconmigo misma: ¿cómo pude permitir volver a caer en esta situación humillante, en esta trampa?Gracias a toda esta insatisfacción me he puesto entrada en carnes, mucho, y ahora no puedo bajar depeso. Cada movimiento es más difícil que antes y tengo incluso problemas: la presión alta y arritmiacardiaca. Siento rechazo por mí misma y no me reconozco, es como si me hubiera convertido en otrapersona. Me doy cuenta de que la Svetlana moderna, juvenil y occidental ha desaparecido, y una señorasoviética gorda y envejecida ha ocupado su lugar. Como si hubiera cambiado de identidad. Ya no mepuedo poner ni esa ropa interior de encaje que tanto me gusta. Intento ir con Olga al mercado de fruta yverdura y comer más sano, pero siempre tenemos alguna invitación para cenar en casa de conocidos yparientes y allí nos ceban como a unas ocas y todo viene acompañado con hectolitros de vino, que entrasolo. No puedes negarte, porque todos comen como si no existiera nada más en la vida y no esrecomendable diferenciarse de ellos. Aquí y en Moscú, por toda la Unión Soviética, la gente se esfuerzaen ser mediocre, en hacer lo mismo que los demás y parecer como los demás. Y así ha acabado tambiéntu Sveta, que te envía abrazos.

15

Acabó la carta, cerró el sobre y se dispuso a escribir la dirección. En esemomento, la pequeña pequinesa que hacía poco le había regalado a Olga unaamiga le arrancó con los dientes el cuaderno de notas y empezó a jugar conél. «¡Maka, no marees!», le gritó Svetlana y le quitó a la perra el cuaderno dela boca. El cuaderno se abrió por la página de la letra H, donde solo había unadirección y un número de teléfono. Svetlana miró durante unos momentos esenombre, luego tomó el cuaderno y se sentó junto al teléfono. Primero marcóel prefijo internacional, luego el uno: Estados Unidos. Y aguantando larespiración siguió marcando el número. ¿Habría alguien en casa? ¿Estaría encasa Sam Hayakawa, uno de los tíos de Olga, profesor y político, ahorasenador por el estado de California? Sería una casualidad demasiado grande.

—Hello! —se oyó al teléfono una voz de hombre.—Hello! ¿Está Sam Hayakawa?

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—¡Soy yo! Hola, Svetlana, ¿cómo estás y desde dónde llamas?—Don, ¡qué suerte que tengo! —dijo riendo y atragantándose de felicidad

—. Llamo desde la Unión Soviética, ¡imagínate, me quedé atrapada!Sam se rio y dijo:—No pasa nada, todo se pondrá en orden. ¿Puedo hacer algo por ti y por

Olga?Le expuso que Olga tenía preparado el viaje de vuelta a Cambridge.—Es una noticia excelente, Svetlana —se alegró su tío.—Pero con respecto a mí, Don, las autoridades soviéticas no quieren

dejarme salir del país porque no reconocen mi ciudadanía americana.—Pero, Svetlana, eso no es nada, un pequeño enredo diplomático y nada

más. Es un asunto sin importancia que se resolverá con una llamada deteléfono. Ahora mismo llamaré al Departamento de Estado de Washington D.C. y les comunicaré que el cónsul americano en Moscú te busque lo antesposible y te ayude al máximo. Un ciudadano americano tiene derecho avolver a su país y nadie le puede negar este derecho fundamental. ¿Eso estodo, querida Svetlana?

Svetlana le dio a Sam-Don sus números de teléfono y sus direcciones.—Primero llamaré a D. C. y les daré todos tus datos; luego enviaré a la

prensa la noticia de que Olga vuelve a sus clases en Cambridge y Svetlana, aEstados Unidos. Las autoridades soviéticas ya no podrán hacer nada si en elescenario internacional no quieren parecer unos malvados y unos mentirosos.Y el nuevo gobierno de Gorbachov no puede permitírselo a ningún precio.Así que ahora, Svetlana, ¡ponte ropa bonita y llévate a Olga a celebrar lalibertad recuperada!

Svetlana siguió al pie de la letra la recomendación de su cuñado. Ese díaella cumplía sesenta años. En principio, no tenía la más mínima intención decelebrar su cumpleaños, pero tras la conversación con Don se había animado.Se puso un vestido negro que la hacía parecer más estilizada y se fue conOlga a casa de unos amigos. Ataron a Maka a la valla. En Georgia, la mesasiempre está llena y así fue también esta vez. Los anfitriones, hermano yhermana, trabajaban en el teatro. Apresuradamente reunieron a variosinvitados, actores y cantantes, los profesores de georgiano de Olga y sumaestra de ruso y de canto. La comida fue deliciosa y selecta y Svetlana, en

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su estado de ánimo alegre, solo picó un poco de cada plato. Se daba cuenta deque si a veces comía de más era a causa de la tensión en la que vivía. Loacompañaron todo con un sabroso vino dorado; en Georgia nadie tocaría elvodka: «Eso solo es bueno para los bárbaros del norte», solían decir. Luego elanfitrión cogió la guitarra, la profesora de Olga tocó el piano y cantaronmelancólicas canciones tradicionales georgianas sobre el amor, la despedida,la muerte, la nostalgia, los hermosos ojos tristes. Temas eternos, bellezaeterna, pensó Svetlana. Olga también acompañó algunas canciones al piano,en otras ocasiones cantó. Todos desearon a Svetlana, de todo corazón, salud ysuerte. «¿Qué podía ser más hermoso en la vida que una velada como ésa?»,pensó antes de dormir.

16

Ésa fue también la despedida de Georgia. Al día siguiente, madre e hijahicieron las maletas y se fueron al aeropuerto para tomar el avión a Moscú.Olga, con Maka atada con la correa, sonreía y lloraba al mismo tiempo portener que abandonar a sus amigos georgianos, mientras que Svetlana teníamuchas esperanzas de que pronto podría salir definitivamente de Rusia.

Llegaron a Moscú y se alojaron con la perrita en el mismo hotel en el quevivieron a su llegada. Les dio la bienvenida una llamada de teléfono: lacónsul americana le explicó a Svetlana qué tenía que hacer a partir de esemomento. Svetlana entonces envió a Gorbachov un telegrama en el quesolicitaba el permiso para abandonar el país. Luego, en el Sóviet Supremocerca del Kremlin, rellenó una petición. Al día siguiente, le llegó laconfirmación de que la oficina de Gorbachov había recibido el telegrama. Sesintió aliviada. Ese mismo día volvió a llamarla la cónsul americana: quería ira verla al hotel, pero en la recepción no la dejaron subir a la habitación. Por lovisto, los extranjeros ni siquiera tenían derecho a entrar en el vestíbulo.Svetlana entonces salió a la calle y subió al coche de la cónsul, y allí por finpudieron hablar.

—¿Por qué nos ponen tantas trabas? —preguntó la cónsul con una

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sonrisa.—La respuesta es sencilla: para que nada resulte fácil. Hay que fastidiar a

la gente, atacarles los nervios. Éste es el deporte nacional soviético —dijoSvetlana, le entregó a la cónsul varias fotografías para el pasaporte y sedespidió.

Al cabo de unos días le comunicaron desde el Sóviet Supremo que noreconocían su nacionalidad americana, la consideraban ciudadana soviética ypor ello no le concederían el visado de salida. ¿Cómo iba a comprarse elbillete de avión en esta situación? Llamó a la cónsul para informarla de losnuevos acontecimientos.

La cónsul le explicó que no necesitaba visado de salida, porque viajaríacon un pasaporte americano. La ayudó con la compra de los billetes. Svetlanavolaría con la compañía Swiss Air. «¡Como hace diecinueve años, cuando meexilié a Estados Unidos!», pensó alegremente, y lo consideró una buenaseñal.

Olga viajaría a Londres, Svetlana, al día siguiente, a Chicago a través deZúrich. Luego, alquilaría un coche y conduciría de Chicago hasta Wisconsin,que ya conocía. Allí descansaría en medio de la naturaleza, se restablecería.Entonces se iría a ver a sus amigos, a su editor ruso a Princeton y a NuevaYork.

—Mamá, tú llevarás a Maka. En Inglaterra no dejan entrar perros —ledijo Olga.

—¿A Maka? No, ratita, mejor la dejamos aquí en Moscú con nuestrosamigos, o la enviamos a Georgia.

—No, mamá, quiero que Maka esté contigo.—Vale, Olga, pequeña tirana. Siempre te sales con la tuya. Yo ahora solo

sueño con llegar al otro lado de la frontera. Así que en el avión llevaré aMaka en el regazo. ¡Viajaría aunque fuera con un nido de víboras en el bolsocon tal de salir de aquí!

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10 de marzo de 1986

Querida Marina:Estoy volando en el avión de Swiss Air a Zúrich y, aunque mi perrita Maka está nerviosa y no para

de ladrar y molestar a las azafatas, en el mundo entero no hay nadie más feliz que yo. En todos losperiódicos de hoy he visto entrevistas a Olga: cuando ayer llegó a Londres, como se podía esperar, larodearon centenares de reporteros de periódicos y revistas, de las emisoras de radio y de las cadenas detelevisión. «No me arrepiento ni de un solo momento pasado en Moscú y en Georgia, he conocido unpaís culturalmente rico y he descubierto mis propias raíces», acabo de leer en el New York Times.

Quiero compartir contigo lo que pienso, Marina. Durante el vuelo me pregunto, una y otra vez, porqué fui a Rusia. Ahora por fin lo sé. Fui porque me comportaba como una persona libre que se sube enun avión de Londres a Moscú para ver a sus hijos. También fui a ver a otros amigos y miembros de mifamilia. Ahora sé que realicé este viaje por mis hijos. Si no hubiera ido a Moscú, durante el resto de mivida me habría echado en cara haber sucumbido al miedo. Marina, desde el momento en que hacediecinueve años abandoné a mis hijos en Moscú y me fui a Estados Unidos, pasando por la India, hetenido mala conciencia, me sentía culpable hasta lo más profundo del alma con respecto a mis hijos. Sí,desde el momento en que emigré a Norteamérica sentí dentro de mí la culpa: por mis hijos, sobre todo;por mi país, también; pero también por mi padre, del que en tantas entrevistas tuve que renegar; meforzaron a ello, aunque yo intentaba expresarme de forma impersonal. Sin duda no estaba del todoequivocada: Stalin fue un dictador sanguinario, un monstruo. Pero por otro lado se trataba de mi padre;de mi papá, que ¡me llamaba mi pequeño ruiseñor! Por esa contradicción sufrí durante años ataques deansiedad. Ahora, Marina, me he deshecho de ellos, porque he vuelto a comprobar que todo lo que dijeera cierto. ¡En Rusia todos son delatores! Y ya se sabe quién estableció este sistema. También sé que yano quiero hablar más de mi padre. He comprobado que en Rusia no puedo ni quiero vivir. Este viaje aMoscú ha representado una especie de purificación interior para mí, me he dado cuenta de muchascosas. He limpiado mi conciencia de toda la culpa que sentía ante mis hijos. Después de tantos años, nohan encontrado una relación conmigo ni yo con ellos. Pero lo importante es que yo he cumplido con miobligación, he pagado la deuda que tenía con mis hijos.

¡Si supieras lo ligera que me siento ahora! Como si me hubiera sacado de encima el peso de diezgrandes piedras. Por supuesto, así ha sido en el sentido más literal: en las últimas semanas, cuando yano tenía que preocuparme por la salida de Rusia, adelgacé de modo drástico, así que vuelvo a tener elmismo aspecto que antes. De nuevo me gusta vestirme bien, pintarme, mirarme en el espejo porquevuelvo a ser yo, porque he recuperado mi estilo, otra vez soy una mujer moderna y juvenil, con mielegante traje que compré hace años en Nueva York. Como si me hubiera quitado la identidadsoviética, igual que una serpiente se muda la piel, y me hubiera metido en otra recién adquirida.Además, en Rusia dejé atrás una especie de carga mental. Ahora me siento ligera como una pluma: siabro la ventana, saldré volando alto por encima del avión y no pararé. Ahora sonrío como cuando viajépor primera vez a Estados Unidos, sentada junto al joven y guapo Alan Schwartz.

Estamos a punto de aterrizar en Zúrich. Acabaré la carta dentro de un rato.

Marina, vuelvo a estar contigo, ahora en el vuelo Zúrich-Chicago. Hasta Maka se ha tranquilizado yduerme.

Ahora que vuelo por encima del océano, ya solo pienso en el futuro. Quiero instalarme enWisconsin. Necesito estar rodeada de naturaleza, mirar cómo brotan las violetas en la hierba, cómo losárboles se cubren de flores paulatinamente, luego de frutos y finalmente de hojas. Ahora no podríaquedarme en una capital, en una ciudad donde otra vez me perseguirían los periodistas. Prefiero nohablar de mi padre ni del comunismo. Deseo la paz en medio del bosque. Despertarme temprano, hacer

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algo de ejercicio delante de la casa, desayunar mirando los árboles. Luego escribir hasta el mediodía ydespués de comer dar un largo paseo. Más tarde leer tanto rato como me venga en gana. Durante lacena me gustaría escuchar a los pájaros; en Wisconsin hay un pájaro que canta con dulzura y algo demisterio, llamado whip-poor-mill o chotacabras; en ruso se llama kozodoy zhalobni, y si estuviera aquíBrayesh Singh sin duda nos lo diría también en sánscrito, en hindi y en urdu. Él, Brayesh, una vez mehabló de Krishna, que después de una gran batalla se retiró al bosque y allí se quedó meditando duranteel resto de su vida. Me pasa algo parecido; después de todas mis batallas, anhelo la paz del bosque. Elcanto de los pájaros, mañana y noche, será mi música y mi meditación.

Después de la cena ponerme otra vez a leer —tengo ganas de repasar la Biblia, esa fuente desabiduría; un tal padre Giovanni Garbolino me dirige desde Roma cartas muy convincentes sobre la fecatólica—, y sobre todo escribir cartas a mis seres queridos me llevará suavemente al sueño. Porque,Marina, no me entiendas mal: no quiero renunciar a mis amigos y conocidos, ¡no, en absoluto! Quieroseguir relacionándome con ellos, cenar con ellos y organizar picnics, asistir a conciertos e ir al teatro…,pero solo cuando yo lo desee. Viajaré a Nueva York, a Princeton y a California, pero únicamente devez en cuando, para que la compañía de mis amigos nunca se convierta para mí en algo cotidiano, nimucho menos en una obligación, sino de manera que sea una fiesta en la que hay que ofrecer lo mejorde uno mismo. ¿Vendrás a verme a mi cabaña del bosque, Marina? Allí podrás entrar solo tú, la única,naturalmente aparte de mi Olga.

Ya estamos sobrevolando el continente americano y pronto aterrizaremos en Chicago.Tuya,

SVETA

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S

IVChicago (2006)

1

vetlana conduce su coche. Durante unos momentos se pierde, como lesuele pasar en las pequeñas ciudades americanas. Todas las calles le

parecen iguales. Tras varios cruces y semáforos, sin embargo, consigue salirde la ciudad. Suspira. Está sola y en movimiento. Ha estado toda la vidahuyendo de algo. No piensa en ello, corre por la carretera, el coche la llevahacia donde ella le ordena.

Sale de la ciudad de Urbana por una calle entre pequeñas casas de maderacon porche y jardines sin valla, entre restaurantes y tiendas, todo flanqueadopor árboles que empiezan a teñirse de amarillo, y de rosas. Rosas rojas, comolas que solía regalarle su padre.

Había aceptado la invitación para asistir a un seminario sobre Rusia en laUniversidad de Illinois, en Champaign-Urbana. En la conferencia participóen las discusiones y una mesa redonda. Asimismo, los participantes en elseminario volvieron a preguntarle por su padre, aunque con mucho tacto y almargen de los demás asuntos. Fue para encontrarse, años después, conbuenos amigos: rusos, polacos, americanos. Y para ver mundo y decidir quémás hacer. Vendió su casa en los bosques de Wisconsin donde estabatranquila. «La paz es un tipo de felicidad», pensaba en repetidas ocasiones.Metió en una maleta sus libros preferidos, en otra varias faldas, pantalones yjerséis, pulseras y pendientes, entregó las llaves de la casa a sus nuevos

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propietarios y se fue del bosque de Wisconsin a buscar suerte en otro lugar.Recorrió todo el país, con el que ya hacía tiempo que se había reconciliado yque se había convertido en su hogar. Ya no deseaba volver a Europa; ése erapara ella un capítulo acabado. A Portland, en el estado de Oregón, dondevivía su Olga, que hoy se hace llamar Chrese, no podía ir: a su hija le gustabavisitarla pero prefería vivir sola, ser independiente. ¡Quién lo iba a entendermejor que Svetlana! Aunque era verdad que había ahuyentado a su hijaporque había dependido demasiado de ella.

2

En la carretera se encuentra bien. También en el tren y en el avión. Allí nadiepuede alcanzarla, nadie le pregunta por su padre y por su emigración, por sushuidas y exilios. Lentamente atraviesa un paisaje llano: no hay ni unapequeña colina, solo campos de maíz, entre ellos hierbas, de vez en cuandoen el horizonte se perfila una casa, una granja, un tractor, un árbol. Comofantasmas en la distancia.

Un campo de hierba veraniega. Recuerda a su padre, una vez, en un pradocomo éste, como si estuviera en un campo de batalla soñando sus sueños degloria; sus inútiles sueños de gloria.

De su padre durante toda la vida huía, y no solo de él sino sobre todo delas preguntas sobre él. Ya no quiere pensar en Stalin. Periodistas, reporteros,la televisión, la radio: es de ellos que se escapa. Por eso pasó años viviendoen el bosque, lejos de la civilización. Allí era simplemente una mujer, laamericana Lana Peters, una señora corriente que vivía su vida en la paz de unlugar solitario, sin preguntas innecesarias ni peticiones de entrevistas.

«Un monstruo», dijo ayer en el seminario, cuando le preguntaron por supadre. «Un monstruo moral y mental», repitió. Y en toda su vida lo ha dichoya en las más diversas variantes cien veces, mil veces. Ahora susurra para símisma: «Pequeño ruiseñor», como la llamaba cuando era pequeña, ytambién: «Mi princesita». La abrazaba con un brazo y con la otra mano ledespeinaba el pelo y le acariciaba la cara: «¡Eres mi pequeño ruiseñor!».

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Tiene que volver a buscar un lugar apartado en el que nadie le pregunte porsu padre, donde nadie sepa quién es Lana Peters. Se siente mal por todo loque ha dicho sobre él, aunque sabe que debía decirlo porque era así. Pero haytres cosas que nunca le perdonará: que acabara cruelmente con su primeramor, enviando a Alekséi Kapler al gulag; que no le permitiera estudiarliteratura, y que detuviera y ejecutara a miembros de su propia familia.También aquí, en Urbana, le preguntaron por su madre. Siempre sintió penapor ella, compasión. Y ayer dijo —y se sorprendió a sí misma, nunca se habíapercatado de ese sentimiento— que estaba enfadada con ella por habersesuicidado y haber dejado a sus hijos solos. Y ahora piensa que ella misma,Svetlana, en el fondo hizo lo mismo al no volver a Moscú y emigrar aEstados Unidos.

Calma, se dice a sí misma en voz alta, en inglés. Calm down. Pasa por lapequeña ciudad de Rantoul. Casas bajas de ladrillo, marcos de ventanas dediversos colores. Rantoul, Illinois. ¿Quién la buscaría en un lugar así?Detiene el coche en la plaza delante de la cafetería Tea Cup Café y pide uncafé y un scone. Mira por la ventana: allí está la oficina de correos, la genteentra con paquetes, aquí hay una floristería y ahí el barbero del pueblo. Unapequeña ciudad como de los años veinte. Algo así es lo que busca Svetlana,una ciudad o un pueblo perdido en los campos de maíz.

Paga. «Have a nice day, Lana!», la saluda la camarera. «¿Cómo sabe minombre?», pregunta Svetlana. «¡Lana Peters!», pronuncia la camarera,admirada de que la haya visitado una personalidad tan importante, y le enseñauna doble página abierta en un diario local con su fotografía en grande y unaimagen más pequeña de su padre. Svetlana mira con tristeza el periódico,saluda a la camarera, que se muestra entusiasmada y feliz de haberlareconocido, y gira la llave del coche. Su voz interior la advierte: «No, estelugar está muy cerca de la gran Universidad de Champaign-Urbana, aquí mereconocerían con facilidad, como hoy. Pues aquí no nos instalaremos,¡seguiremos!».

Conduce el coche con soltura entre los campos de maíz; el cielo está alto,parece estar lejos en el paisaje plano el horizonte, casi más allá del campovisual, y a Svetlana el mundo le parece gigantesco. Ya no puede vivir sola enel bosque, piensa, a su edad ya no. Últimamente había pasado miedo. Aunque

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en el bosque se sentía bien. Se fija en una inscripción: Kickapoo State Park, yuna flecha a la derecha. Gira rápidamente. Pasea bajo unos altos arces que yaempiezan a teñirse de rojo y amarillo; rodea el lago. ¡Esto estaría bien!Paseos por la naturaleza, pero moderados, y que la naturaleza no le entrara encasa, como pasaba en Wisconsin, donde en las largas noches de invierno oía alos lobos, o al menos le parecía escuchar sus aullidos, donde los mapacheshabían entrado en repetidas ocasiones y le habían quitado comida de lanevera, donde las raíces de los árboles levantaban el suelo de la casa y en lasparedes aparecían grietas y en verano las hormigas corrían por el suelo yllegaron a hacer un hormiguero debajo de su cama.

Acaricia la corteza de los enormes troncos, y piensa en Krishna. Pero ellano quiere esperar a que la alcance la flecha de un cazador o una enfermedadincurable. La vejez, esa vejez en la que uno ya no puede depender de símismo, se le está acercando lentamente, de puntillas. Svetlana siente que yaestá tras la puerta y en nada llamará y hará acto de presencia. Reforzada porel paseo, sale del parque de vuelta a la autopista.

Contempla la llanura que se extiende hasta el horizonte y piensa queantaño la gente estaba convencida de que en el horizonte se acababa la tierra.Siempre había sentido curiosidad por descubrir qué se ocultaba más allá de lacurva de un camino: una curva también es un pequeño horizonte, y nuncadejaba de intentar llegar más allá de su propio horizonte, de lo que leresultaba familiar. Cuando violó una de las prohibiciones más importantes desu país y sobrepasó las fronteras del Estado, el castigo no se dejó esperar: hoyestá condenada a vivir en un mundo sin horizonte. En un mundo en el quepuede ir a donde quiera y puede hacer lo que le da la gana pero en ningunaparte está en casa.

«Chicago 98 millas», dice el indicador. ¿Y retirarse a la poblada soledadde la gran ciudad, donde podría acudir a conciertos, a la ópera, al teatro, a loscafés? La idea la atrae tanto que incluso debe controlarse para no pisar elpedal del acelerador. Continúa a la velocidad autorizada. En el horizonte, portodas partes hay árboles y granjas, ¡qué hermoso!

Welcome to the University of Chicago. Conduce a través del recintouniversitario: edificios neogóticos, una iglesia, arbustos verdes por todaspartes, árboles con un matiz rojizo… Y allá está la University Inn, una casa al

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estilo inglés. ¿Y si se alojara allí y se dedicara a buscar piso por losalrededores? Aparca frente al edificio. Enseguida piensa que en esta idílicauniversidad pronto correría la voz de quién es Lana Peters y diariamentevendrían reporteros de periódicos y revistas de Chicago, de emisoras de radioy canales de televisión.

En un kiosco se compra un perrito caliente con mostaza y un zumo dearándanos rojos en una pequeña botella, y para almorzar con calma se sientaen un banco entre los estudiantes. Esto solía encantarle, vivir entreestudiantes, entre jóvenes llenos de energía e ilusión. Ahora siente una fuertenostalgia por Princeton, donde escribió su segundo y tercer libro, dondepreparaba sus clases y antes de empezar a hablar se ponía nerviosa y a pesarde eso los estudiantes varias veces se pusieron de pie para aplaudirla y noquisieron dejarla irse a casa. En Princeton tuvo, entre los profesores,excelentes amigos que comprendieron su aventura en Arizona y la volvierona acoger bajo sus alas protectoras, acogieron a esa hija perdida que aún nodominaba las trampas y los peligros que tramaba su cultura. Aunque eraverdad que no todos la trataron con comprensión tras su escapada al desierto.Algunos de sus amigos consideraban que era una sonámbula que iba de unlado a otro y que nunca hallaba la paz interior. Y que por la quimera de ungran amor era capaz de romper más de un matrimonio. «¿Y acaso no teníanrazón?», le susurra una voz interior. «¿Cómo fue con George Kennan? Nofue solo admiración… ¿y esas cartas donde criticaba a la amable, a lamaravillosa Annelise, en una tentativa de alejar a Kennan de su esposa yhacer que se quedara con ella?».

Se relame la mostaza de los labios y piensa en que al principio le costóacostumbrarse a la vida en medio de la naturaleza de Wisconsin. La atraíaEuropa, así que volvió durante largo tiempo a Inglaterra; en esa época seadhirió con fuerza a la fe católica. Estuvo a punto de hacerse monja en unconvento cerca de la pequeña ciudad de Rugby, en el condado deWarwickshire, al norte de Londres; desde allí escribió al padre GiovanniGarbolino, cura italiano del Istituto Italiano dell’Immacolata, que durante unadécada había sido su guía espiritual: «Siempre he tenido necesidad dedisciplina y me encontraba mal cuando, en unos periodos de libertad total,carecía de ella. En este convento disfruto del estrictísimo orden: oración,

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silencio, algunas tareas caseras, ayudar a las hermanas en la jardinería y lacocina; todo eso me llena: cuando vivía en total libertad me ponía enferma».

Durante su estancia en el antiguo convento del Saint Joseph, se puso areflexionar: en el convento tenía permiso de ver a su hija Olga solamente unavez al año, y la echaba de menos. «Me persigue la idea de haber abandonadoa mi hija», le decía en una carta al padre Garbolino. Mientras lo escribíapensó en su madre que, al suicidarse, la había abandonado a ella y a símisma, que había abandonado a su vez a sus hijos Katia y Yósif. Nosoportaba más abandonos y traiciones. Vivir enclaustrada entre mujeresempezó a pesarle. «Experimento algunas dificultades al habitar con todasesas mujeres. Disfrutamos de poca soledad, mejor dicho de ninguna. Aunquetodas esas hermanas se muestran amables conmigo, desearía disponer de mástiempo para la contemplación y la reflexión», le confesó en otra carta a suguía espiritual.

Con su perrito caliente en la mano, sonríe cuando piensa en otra de sushuidas: un buen día hizo las maletas y se largó del convento para establecerseen Londres. «¿Y el consuelo de la fe?», le preguntó su guía espiritual desdeRoma. «Odio la religión», contestó ella. «Dios está conmigo si lo preciso,pero ya no necesito ni la Iglesia ni un padre». El padre Garbolino se vioengañado y se sintió libre de traicionar, a su vez, a Svetlana y romper elsecreto de la confesión que le pedía la Iglesia. Giovanni Garbolino decidióvender la correspondencia de Svetlana a la prensa italiana. El 9 de febrero de1996 la revista de corazón Chi, con sede en Roma, inició la primera de lascuatro entregas en las que se publicaron las cartas que, a lo largo de unadécada, la hija de Stalin había dirigido, confiada, a su guía espiritual.

Tras ese desengaño, Svetlana se alejó de la fe católica para enfrascarse denuevo en la lectura de la filosofía hindú moderna, especialmenteKrishnamurti, que le acercaba el sueño indio perdido. Fue al volver a EstadosUnidos cuando realmente se entregó a la pintoresca y dura naturaleza deWisconsin, en la casa del bosque, esa cartuja en la que se refugió igual queFabrizio del Dongo en la cartuja de Parma, cuando se hartó del mundo, comoescribió su amado Stendhal. Allí vivó con su Olga, que se dedicaba a lapintura y la escultura, y casi ahogó a su hija con sus obsesivas necesidades;un día, Olga desapareció, y solo al cabo de algún tiempo llamó a su madre

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desde el distante estado de Oregón, donde se había afincado, casado y dondecon éxito desempeña un trabajo interesante.

Con la servilleta de papel se limpia la mostaza de los labios y los dedos,mientras observa a dos indias vestidas con saris flotando como cisnes decolores rojo y turquesa por el campus de la universidad de Chicago. ¿Por qué,hace tres décadas, Indira Gandhi no le otorgó el permiso de residencia en laIndia? Está convencida de que la India habría sido lo mejor para ella. Ahoraobserva la diversidad de culturas en ese campus universitario y siente eldeseo de volver a la actividad, el frenesí y la variedad de una ciudaduniversitaria americana donde se mezclan todas las culturas, todos los trajes ytejidos y colores, todas las lenguas del mundo. De nuevo se da cuenta de queel precio sería demasiado alto. Sube al coche.

3

Conduce junto al lago Michigan, disfrutando de la visión de la superficie queparece el mar. Parques y playas, barrios populares y otros de chalets yjardines que se entremezclan y el brillo de los colores anaranjados sobre elfondo azul del lago. Evanston. Un cruce. Svetlana puede escoger entre trescaminos:

«Milwaukee, Wisconsin – Madison, Wisconsin – Minneapolis,Minnesota», reza el cartel.

El coche la lleva en dirección a Madison. El paisaje se metamorfosea, lallanura se llena de colinas y se cubre de bosques, arbustos, pequeños lagos yriachuelos. Sin prestar atención, Svetlana pasa junto a los carteles y seprecipita por la autopista hacia Madison, que también atraviesa sin interés.Luego la asalta el cansancio, se desvía de la carretera y vuelve en dirección aMadison. Ya entrevé la blanca cúpula que caracteriza a las capitales de estadoamericanas.

En las afueras de la ciudad, se aloja en un hotel con vistas al lago, dondetambién cena: «Un New York steak con patatas asadas y ensalada, aliñoitaliano y una copa de vino tinto de California, de Sonoma Valley, sí, shiraz».

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Pide esto para recordar una de sus cenas con tres amigos al principio de suestancia en Princeton. Esa noche pidió cangrejo, pero durante toda la cenaobservaba con envidia a ambos hombres en su mesa, que comían unsangriento New York steak. Ya hace tanto tiempo y sigue recordando esacena. Entonces empezaba su nueva vida. «¡Y desde ese momento han pasadovarias décadas! —se dice—. Unos pocos años más y la vida se habráacabado».

Por la mañana temprano sale del hotel a pasear junto al lago. Decenas develeros de colores se preparan para las regatas. Justo a la orilla del lago ve ungran edificio en cuyos balcones hay gente sentada, algunos de su edad, otrosmayores o mucho mayores. Entra para preguntar si podría alquilar un estudiocon balcón. Al cabo de media hora aparca su coche frente al edificio y entracon sus dos maletas.

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T

VLa dama de la cáscara de nuez Madison,

Wisconsin (2009-2010)

1

ras la puesta de sol estival oscurece deprisa. Pronto será otoño. Laanciana se dirige por la hierba hacia el lago. Se sienta en un banco y

saca algo del bolsillo. Enciende una pequeña vela y con las gotas de cera lasujeta al fondo de una cáscara de nuez. Se descalza, deja los zapatos sobre elbanco. Toma la cáscara con la vela ardiente, con cuidado, entre los dedos ycon los pies descalzos pisa el fondo arenoso del lago. El agua le llega hastalas rodillas. Coloca la nuez sobre la superficie y la suelta: la nuez iluminadabaila alegre sobre las olas.

2

Svetlana se lleva el desayuno al balcón; hoy calienta el sol, aunque seamarzo, y el lago brilla. Por eso no ha bajado al restaurante comunitario: parapoder admirar desde su atalaya el principio de la primavera. Advierte que lamagnolia frente a la casa ha florecido en una sola noche y que su color es deun rosa pálido. Se sienta en el balcón; el lago hoy se ha teñido de un verde

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profundo, el cielo, de un azul violáceo, mientras que las ramas de los árbolessiguen desnudas; los capullos apenas han empezado a despuntar. ¿Cuántotiempo lleva ya en esta residencia? Ya son años, pero no recuerdaexactamente cuántos. Una vez alguien le dijo que tenía los ojos azulverdosos, recuerda. Svetlana aguanta horas enteras contemplando el agua,mientras piensa y no piensa, sueña y no sueña, recuerda y no recuerda. Devez en cuando vuelve a su mente alguna imagen del pasado, como entonces,hace años, en Kalakankar, donde pasaba las horas observando el Ganges. LaIndia se había grabado en su memoria como un paraíso perdido. Allí nadie lepreguntaba insistentemente por su padre, como aquí en Estados Unidos,como en Inglaterra, como en Moscú y en Georgia. ¿Por qué nunca volvió a laIndia? Porque sabe que el recuerdo no pierde su aroma si uno jamás vuelve alparaíso de antaño.

Se acaba las tostadas y se toma el café con leche, recoge las migajas de lamesa y las esparce en la hierba para que las picoteen los pájaros. Coge subastón y sale afuera.

¡Cómo le gustan estas calles bordeadas de árboles! Pasa lentamente haciala otra acera y advierte que, delante de la casa de ladrillo a la derecha, por lanoche, habían florecido unos narcisos. ¡Allá a su lado se erigen unostulipanes amarillos y rojos! Ella misma alguna vez los plantó alrededor de sucasa, cuando aún vivía en medio del bosque. A veces venían a verla aquí susamigos y su hija. También Olga se cambió de nombre: ahora se llama ChreseEvans, y después de estudiar contabilidad, tras haber sido masajista ymodelo, escultora y pintora, se convirtió en mánager de una tienda de moda;está muy contenta y la tienda tiene éxito. Ha ido por otro camino. Ellasiempre ha tendido a lo intelectual para poner un orden en su vida.

3

—Buenos días, Lana, ¿también de paseo? —la saluda Bill, uno de susamigos, un anciano alto con una larga melena blanca lisa, que reside en elprimer piso del edificio en cuya segunda planta vive ella. Luego Bill se fija

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en su bastón—. Así que usted también ha entrado en el club de los que vamoscon bastón, veo.

—Desde el invierno que me sirve para no resbalar en las calles cubiertasde hielo, Bill.

—El verano pasado aún se bañaba en el lago sin bastón y envió unmensaje en una cáscara de nuez, ¿verdad?

—Tiene razón. No, no la tiene. En verano creo que fui al lago con bastón.Envié por el agua una vela encendida. Es un ritual religioso hindú, ¿sabe? Alatardecer envían así velas por el Ganges. Por sus muertos y por sus seresvivos.

—¡Ah, un hermoso ritual hindú! Namaskar, kya hal chal hae?—Namasté! Kya hal chal hae? He olvidado muchas cosas, no sé lo que

sigue.—La he saludado y le he preguntado cómo está. Ahora tiene que decir:

Thik hae. Significa que está bien.—¡Ya me acuerdo! Thik hae, dzhi ha. Bill, ¿habla hindi? ¡Es increíble!—Kya halchal hae?—Thik hae, dhanyavád. Namasté. Ullu ka patta.Bill no captó las últimas palabras porque había empezado a sonarse

ruidosamente. Se limitó a contestar:—Ya ve qué bien charlamos en hindi. Ha dicho dhanyavád, o sea que se

movía entre las castas superiores. A mí me enseñaron a decir gracias de otramanera: shukriyá.

—Shukriyá, sí, también lo conozco. Pero mi profesor era especialista ensánscrito y me enseñó hindi con palabras derivadas del sánscrito más que delárabe y del persa.

—¿No se lo habría imaginado, eh, que en Madison, donde se producequeso para todo Estados Unidos, conocería a un americano que charlaría conusted en hindi?

Y Bill le cuenta la historia de sus negocios en la India, adonde viajóregularmente durante veinte años. Svetlana le confiesa que en la Indiaexperimentó el periodo más tranquilo de su vida. Cuando vivía con unafamilia india a la orilla del río Ganges.

—¿Y su bastón? —quiere saber Bill—. Aún no me ha contestado del

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todo. ¿Enviará este año velas hacia los ríos sagrados Ganges y Yamuna e iráal agua con el bastón?

—¿Sabe, Bill?, el mes pasado cumplí ochenta y cuatro años, así quepensé que ya tengo derecho al bastón. Y me he acostumbrado tanto que ya nodoy ni un paso sin él. Cuando estoy fuera del edificio, me refiero. Voy adesayunar y a cenar sin bastón; me sujeto a la barandilla. Me gusta llevarfaldas y vestidos y el bastón no queda muy bien con la ropa femenina, ¿no leparece?

—Su falda blanca es muy bonita, la plisada. Y cuando se recoge el pelo yse ven sus pendientes blancos, está usted irresistible.

Svetlana se apoya en el bastón y piensa que Bill siempre se esfuerza enhacerla reír. Y él mismo se ríe de lo que dice. Suelta carcajadas hasta que leviene la tos. Y ella sonríe entonces. ¡Dios, qué agradable es todo! ¡Quémaravilloso es vivir entre personas a las que les gusta sonreír y que son de lamisma generación! ¡Y ser libre, anónima, ser Lana Peters! Al principio, eneste edificio todos le parecían ancianos; eso le resultaba desagradable ypasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Al fin se ha acostumbradoy sus compañeros ya no le parecen viejos, sobre todo las mujeres: están vivas,todo les interesa, charlan, organizan coros y conferencias sobre arte. Loshombres, generalmente, se sientan solos, están tristes o amargados, repitiendolos nombres de sus mujeres fallecidas y de las calles donde vivían. Bill es unaexcepción entre los hombres.

—Ayer usted no asistió a la cena comunitaria, ¿verdad, Lana?—No, Bill. Vino a verme mi Chrese, mi hija, en una visita relámpago, y

me llevó a cenar a la ciudad, ¿sabe?—¿Es la morena de ojos negros que viene a verla regularmente?—Sí. Es mi hija y mi mejor amiga.—¿No tiene una amiga de su edad?—La tuve, se llamaba Marina. Pero ya murió.—Ya sé quién es su hija: una vez usted me pidió que le hiciera varias

fotocopias de periódicos donde la entrevistaban. Me acuerdo de ella. ¡Y yo letraje cincuenta copias! ¡Y usted no sabía qué hacer con ellas!

Svetlana también se acuerda: no del número de fotocopias, ni de que selas hubiera pedido a Bill. Su recuerdo es distinto: cuando Olga acabó sus

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estudios en Inglaterra y volvió a Estados Unidos para empezar la universidad,los principales periódicos americanos le pidieron una entrevista. Ella,Svetlana, lo planeó del modo siguiente: Olga daría una sola entrevista que losdemás periódicos comprarían. Escogió un diario de Indiana que habíafundado el abuelo americano de Olga, Frederick Peters, el padre de WesleyPeters. De esta manera la entrevista remitiría a sus raíces norteamericanas, apersonas loables que estaban entre sus antepasados americanos, y con ellodesviaría la atención de sus antepasados soviéticos. El pequeño periódico sesintió complacido, la entrevista se grabó. Pero, en las últimas semanas antesde publicarse la entrevista, el periódico cambió de dueño. El caso es que eldía en que salía la entrevista Svetlana y Olga compraron el diario, pero enlugar de una fotografía del loable abuelo americano encontraron, junto alretrato de Olga, una imagen de su otro abuelo, el soviético, con un granbigote. Se miraron: «¡Vaya!», suspiraron al unísono las dos, fastidiadas.

—Sí, mi Olga es la joven morena —contestó Svetlana sin pensar.—¿Olga? ¿No dijo que se llama Chrissy o algo así?—Perdón, sí, se llama Chrese.El anciano mira con curiosidad a Svetlana como si quisiera decir: ¿esta

mujer tiene un Alzheimer incipiente o se burla de mí? Al final lo deja correr.—¿Y dónde fueron a cenar? ¿Al italiano Olive Garden? ¿O al francés

Bistro 22? Ahora está de moda.—No, fuimos al Red Lobster. A las dos nos gusta el pescado. Yo tomé

trucha con almendras, ¡estaba exquisita! Ol…, quiero decir Chrese pidiógambas al estilo tailandés. Picantes. Yo probé una: ¡qué delicia! Le aconsejomucho el Red Lobster, Bill, supongo que no podrá comer mucha carne por elcolesterol, ¿verdad? Solo los pequeños trozos que nos sirven aquí en nuestrascenas en la residencia, tan sanas y aburridas…

—Yo como carne, ¡y en cantidad! —Bill sacó pecho—. En el restauranteindio Maharani, en West Washington Avenue, preparan un magnífico carneroen salsa masala, una especie de curry, con espinacas, es una especialidad delHimalaya. ¿No quiere probarlo alguna vez?

Svetlana se ríe: ¡los hombres son incorregibles, tienen que mostrarse a lamejor luz! ¡Y ellos no tienen colesterol aunque hayan cumplido los noventa,qué va! Ellos pueden comer aunque sea dos libras de carne de cordero en una

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sola cena. Se quedó pensando un rato y al final recordó lo que buscaba en lamemoria:

—Achcha khana khana chahiye. No sé si lo digo bien.—Lo dice correctamente: Hay que comer bien. Así que… ¿qué le parece

si vamos juntos a comer algo sabroso? Este sábado la invito a cenar alMaharani.

Bill vuelve a sonarse ruidosamente y continúa:—Pero ayer por la noche, Lana, se perdió algo que ni le cuento. Y tuvo

suerte de perdérselo. Usted es amiga de Margot, ¿verdad? ¡Kamal hae! ¡Quéhorror! Pues sabrá que tiene un hijo que es alcohólico, o drogadicto, y queMargot sufre por él, le da dinero aunque a ella misma no le sobra. Pues ayer,durante la cena, cuando el comedor estaba completamente lleno, el hijoirrumpió en el edificio, se lanzó sobre su madre y gritó: «¡Dame dinero o yaverás!». No creo que tuviera arma. Se montó un escándalo y echaron al hijo.Pero sé a ciencia cierta que a Margot la expulsarán de la residencia, pase loque pase. Yo ya llevo aquí quince años y una vez ya vi algo parecido. Antesde dos semanas nuestra amiga ya estaba fuera, nada la salvó.

—Si la dirección de la residencia efectivamente busca echar a Margot,escribiremos una petición y la firmaremos todos. Luego la entregaremos a ladirección. Además, podemos llevarla al director del periódico local.

—La dirección de la residencia ya se ha blindado contra los periódicoslocales. Hoy ha salido un artículo de una página entera en la sección desucesos; hemos hablado de ello durante el desayuno y es muy exagerado. Elautor del artículo afirma que el hijo de Margot ya ha amenazado varias vecesa su madre con matarla. Margot lo niega con vehemencia. Se encuentra muymal.

—¡Pobrecita! Daré un paseo junto a esas magnolias en flor e iré a verla.—Esta noche hay baile, ¿vendrá, Lana?Svetlana sonríe y piensa: ¡que el pobre viejo no me saque a bailar! Ya le

conozco, bailando el vals salta sobre su pierna sana como una cabra y arrastrala otra como un trapo mojado. ¡Y mientras tanto se sonará y toserá!

—Supongo que me pasaré un rato, Bill. ¿Tocará aquella pequeña orquestacomo la última vez? Me encantaría escucharla.

—La orquesta tocará, claro. ¿Bailará conmigo el primer vals? ¿Y se

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pondrá la falda blanca?

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—¡Lana, Lana!¿Quién la llama desde la distancia, desde el ascensor? ¡Margot! Pobre,

¿cómo estará tras la catástrofe? Svetlana aún no ha ido a verla.—¡Gracias, Lana! Nunca me olvidaré de lo que has hecho por mí,

querida.—¿Por qué me das las gracias, Margot? Si no he hecho nada.—¿Que no has hecho nada? Firmaste la petición para que pudiera

quedarme. Y parece que incluso la redactaste, y lo organizaste todo, segúnme han dicho.

—Todos te quieren, Margot. Debes quedarte, no has hecho nada.—Creo que no podrá ser. Ya no me quieren aquí. Esto es muy estricto. Es

duro para mí —suspiró—. Pero sabes, Lana, te diré algo. Por cierto, ¿vas albaile? Podemos ir juntas y te lo cuento de camino.

—No, no voy al baile, vengo del baile, a respirar un poco de aire fresco.Me he cansado.

—¿Has bailado?—Bill no me ha dejado otra opción, así que hemos dado unas cuantas

vueltas mientras tocaban el primer vals.—Sí, ayer durante la cena Bill habló de ello. Yo estaba sentada a su mesa

y aunque se le notaba un poco resfriado, tenía mucha ilusión por bailar el valscontigo.

—¿Y qué querías decirme?—Llevas unos pendientes muy bonitos, hacen juego con tu falda blanca.

Estás muy guapa, querida —añade Margot, y se acuerda de su sorpresacuando hace poco entró en la habitación de su amiga y sobre la cama hechacon esmero vio unas lujosas piezas de ropa interior de encaje: un sujetador yunas braguitas. Pero la mente de Margot se desvió deprisa hacia algo quepara ella era más importante—. Y quería decirte esto: hoy ha sido uno de los

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días más felices de mi vida.—¿Cómo, Margot? ¡Pero si has tenido un gran disgusto!—Eso fue ayer. Pero hoy soy dichosa por la petición a mi favor. Más de

la mitad de los habitantes de la casa, y creo que aquí hay trescientos ocuatrocientos, la ha firmado. Es el mayor regalo que jamás hubiera podidodesear. Me he sentido muy acompañada.

Margot saca un pañuelo del bolso. Luego pregunta:—¿Te encuentras a gusto aquí, Lana?—Mucho. Me llevo bien con la gente. ¡Y la vista al lago y los montes es

preciosa!—Te he contado cuál ha sido un día muy feliz en mi vida. ¿Y el tuyo,

Lana? ¿Te acuerdas?—Me acuerdo muy bien. Fue en mi ciudad natal, en Moscú. Tenía

cuarenta años. Salimos con mi marido, mis hijos y varios amigos a nuestracasa de campo. Mi marido era indio y me preparó con sus amigos una comidade su tierra. ¡Cuánto nos reímos ese día! Por la noche, ya en casa, mi esposome leyó unos antiguos cuentos: yo estaba sentada a su lado, en el suelo, élsujetaba el libro con una mano, la otra la tenía puesta sobre mi cabeza. Nuncanadie me había resultado tan cercano. Fue el día más hermoso de mi vida.Creo que viví solo para ese momento. La mañana siguiente mi marido murió.

—¡Qué terrible!—No lo es. Antes de morir, me dijo que disfrutara aún un poco más del

mundo y luego me reuniera con él. Y ya he disfrutado de este mundo. Inclusomi hijo murió, de tanto beber, supongo; ni siquiera me avisaron a tiempo paraque pudiera desplazarme a su entierro. Ya me basta.

Margot se despide, pensativa.Svetlana sale de la casa y baja a la orilla del lago oscuro. Se inclina hacia

el agua, aunque el movimiento le causa dolor en la zona lumbar. Llena elcuenco de su mano con agua cristalina y bebe un sorbo. Está helada.

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SEpílogo

vetlana Allilúyeva murió a los ochenta y cinco años en la residencia deancianos Pine Valley Nursing Home, en la ciudad de Richland Center,

estado de Wisconsin, en la mañana del martes 22 de noviembre de 2011. Suhija Olga esparció las cenizas de su madre en el océano Pacífico.

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MONIKA ZGUSTOVÁ, aunque nacida en Praga reside desde los añosochenta en España. Traductora, escritora y periodista (colabora con El País-Opinión, entre otros periódicos, nacionales e internacionales), tiene en suhaber sesenta traducciones, del checo y del ruso, de Bohumil Hrabal, JaroslavHašek, Václav Havel, Milan Kundera, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva,entre otros, por las que ha recibido el premio Ciudad de Barcelona y elpremio Ángel Crespo. Es autora de seis novelas entre las que destaca Lamujer silenciosa, aclamada entre las cinco mejores novelas del 2005, Jardínde invierno, muy elogiada por la crítica y La noche de Valia, premio Amat-Piniella 2014 a la mejor novela del año. Su obra se ha traducido a nueveidiomas, entre ellos inglés y alemán, con cuatro de sus novelas publicadas enEstados Unidos. Ha estrenado dos obras de teatro.

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Notas

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[1] Traducción de Marta Rebón y Ferran Mateo, publicada en Borís Pasternak:El doctor Zhivago, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2010. <<