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JESUS GONZALEZ REQ}.JENA AMAYA ORTIZ DE ZARATE Léolo: El valor de las palabras (Extraído de Léolo. la escritura [ümica en el umbral de la psicosis, de próxima aparición en Ediciones de la Mirada) Diques En tanto el protagonista debe sobrevivir a la confusión de su oscura identidad con la madre, lo hace ya no como Leo, sino como Léolo, autodenominación mediante la cual se inviste de una nueva identidad - diferencial- que le sirve como dique de contención frente a ese cuerpo que amenaza continuamente con engullirle. Contra él lucha denodada, heroica, desesperadamente, a través de la lectura y la escritura, es decir, a través del lenguaje: tratando de que las palabras puedan contenerlo, limitarlo, separarlo. Difícil no entender ahora lo atrayente de ese frío que desprende la nevera cuya luz emplea Leo para, a hurtadillas, burlando el imperio carnal reinante en su universo familiar -«En casa, nunca había visto a nadie leer o escribir»-, iniciarse en la lectura. Ese frío -a pesar de todo excesivo, como lo muestra el suplemento de ropa de abrigo al que tiene que recurrir para contrarrestarlo- debe contener el excesivo ardor que despliegan el cuerpo y la demanda -o, más bien, la demanda del cuer- po- de la madre. Proclamándose Léolo, busca desesperadamente aferrarse a las palabras que le faltan, tratando así de dar satisfacción a la más elemental necesidad, la de una buena distancia, intentando situarse en algún lugar intermedio entre el abrasarse y el helarse. y sin embargo, todo parece apuntar a lo precario de su posición, pues la frialdad de la nevera apenas puede contrarrestar la presencia de los alimentos que contiene y que inscriben en el plano, una vez más, la

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JESUS GONZALEZ REQ}.JENA

AMAYA ORTIZ DE ZARATE

Léolo: El valor de las palabras

(Extraído de Léolo. la escritura [ümica en el umbralde la psicosis, de próxima aparición en Ediciones de la Mirada)

Diques

En tanto el protagonista debe sobrevivir a la confusión de suoscura identidad con la madre, lo hace ya no como Leo, sino como Léolo,autodenominación mediante la cual se inviste de una nueva identidad -diferencial- que le sirve como dique de contención frente a ese cuerpoque amenaza continuamente con engullirle. Contra él lucha denodada,heroica, desesperadamente, a través de la lectura y la escritura, es decir,a través del lenguaje: tratando de que las palabras puedan contenerlo,limitarlo, separarlo.

Difícil no entender ahora lo atrayente de ese frío que desprendela nevera cuya luz emplea Leo para, a hurtadillas, burlando el imperiocarnal reinante en su universo familiar -«En casa, nunca había visto anadie leer o escribir»-, iniciarse en la lectura. Ese frío -a pesar de todoexcesivo, como lo muestra el suplemento de ropa de abrigo al que tieneque recurrir para contrarrestarlo- debe contener el excesivo ardor quedespliegan el cuerpo y la demanda -o, más bien, la demanda del cuer-po- de la madre.

Proclamándose Léolo, busca desesperadamente aferrarse a laspalabras que le faltan, tratando así de dar satisfacción a la más elementalnecesidad, la de una buena distancia, intentando situarse en algún lugarintermedio entre el abrasarse y el helarse.

y sin embargo, todo parece apuntar a lo precario de su posición,pues la frialdad de la nevera apenas puede contrarrestar la presencia delos alimentos que contiene y que inscriben en el plano, una vez más, la

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Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate

omnímoda presencia de la madre. Por lo demás, no hay puertas másparadójicas que las de la nevera o el armario: porque no establecen elacceso a ningún espacio exterior sino todo lo contrario, comunican a Leosólo con su delirio, en una suerte de huida hacia ningún lugar. Cuandopor fin esa puerta esté completamente abierta y Léolo cruce su umbral,se sumergirá del otro lado de la realidad, instalándose del todo en eldelirio.

La misma inquietante ambivalencia manifiesta el libro de Léolo,el único a su alcance: si ha podido acceder a la morada de los Lozeau hasido a costa del olvido de su función: no más que un sólido con el quecalzar la mesa de la cocina. Y, sin embargo, tal es la ambivalencia, calzala mesa y, en esa misma medida, a pesar de lo precario de su posición,introduce cierto sostén, cierto apoyo y equilibrio para que esa mesa notermine de desmoronarse.

El valor de las palabras

Y de eso se trata sin duda en el uso que del libro intenta hacerLéolo: porque nadie como él sabe del valor de las palabras -que notiene-, allí mismo, en la cocina, en el interior del universo alimenticio,materno, reclama, de las palabras, su función más esencial, también lamás imprescindible: la de separar, trazar las primeras diferencias, esta-blecer la primera topología: aquella que define los lugares separados -dela madre, del padre, del hijo- y hace posible el nacimiento de las identi-dades. Leo lucha por introducir la dimensión de la palabra en su relacióncon el mundo de la madre. Trata de ser, de afirmarse en la palabra, dediferenciarse de lo que le rodea; antes que nada: del cuerpo de la madrey de la impregnación, por éste, del universo.

Se trata, pues, del trazado de las primeras palabras fundadoras:aquellas que no valen por su significado, sino por la energía y el valorque pueden inspirar:

"No intento recordar las cosas que ocurren en los libros. Loúnico que le pido a un libro es que me inspire energía y valor. Que mediga que hay más vida de la que puedo abarcar. Que me recuerde laurgencia de actuar" .

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Léolo: El valor de las palabras

Por eso, Léolo vive su relación con el lenguaje como un misteriosagrado: "Las palabras exigían mucho esfuerzo de concentración paradesvelar sus secretos".

Para así poder descubrirse él mismo como habitado por ciertosecreto interior, por cierta palabra secreta y esencial que le permita con-cebirse a sí mismo, a ese cuerpo que en primer grado él es, como otracosa, como algo más que un depósito de excrementos.

Intercambio simbólico

Y, porque de actuar se trata, la lectura le conduce a la escritura.Pero si ese paso, si el desencadenamiento de ese acto es posible, lo esporque hubo antes un lector de ese libro que dejó en él la huella de sulectura; por eso puede ahora Leo retomar su movimiento, recibir su testi-go.

No se trata por eso tan sólo de un libro, sino también del acto dedonación que con él recibe, y que le permite encontrar ahí, en ese libro,un punto de enganche para su subjetividad: sus subrayados se convier-ten así en los primeros lineamientos de su propio trayecto como lector-«sólo leía las frases subrayadas sin entender demasiado»-. Y la fraseque sobre él encuentra manuscrita -«en tanto que sueño no estoy loco»-,esa frase que da fe de una angustia muy próxima a la suya, le permite,por ello mismo, contenerla a través de un acto de escritura. Trataráentonces, también él, de escribirse a sí mismo.

Con ese libro, pues, recibe Leo un don frágil, quebradizo, tandistante como desvaídas se hallan las páginas del libro: la palabra dealguien, ese lector, que aparece para él, por primera vez, del todo desli-gado de ese universo de cuerpos imperiosos que le aplastan. Él entonces,como aquel otro que, antes, lo hizo, escribe. Pero para que lo que escribealcanzara el valor, la dimensión de lo simbólico, sería necesario quehubiera alguien que lo escuche: alguien, en suma, capaz de recibir supalabra en un intercambio simbólico.

Es así como emerge en el film la figura de un hombre ya madu-ro, casi un anciano de barba blanca, que lee y recita las palabras escritaspor Léolo. Para que, así, retornen de nuevo y él mismo pueda recibirlas,una vez alcanzada su plena dignidad de palabras escuchadas poralguien y, en esa medida, habitadas por la promesa del sentido.

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Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate

Anhelo del mito

Pero no sólo eso, sino mucho más: alguien capaz de guiar, con supresencia y su palabra, la travesía de Léolo.

Fl

Al fundido en negro que seguía al abisma miento de la cámara -ycon ella de la mirada del pequeño Leo- en el oscuro vientre de la madre,sigue la imagen [Fl]: dos siluetas negras, la de un hombre y la de unniño, avanzan bajo la lluvia recortándose sobre un paisaje desolado yextraño, compuesto a la vez por un fondo de agua -charcos, lluvia-, yhogueras y antorchas encendidas. Llevan, entre los dos, tres cubos, y enla cabeza sendos cascos en cuyo centro brilla la luz de una linterna.Diríanse poceros de las profundidades avanzando, como cíclopes en laoscuridad, por un mundo aún anegado por el agua contra la que habránde luchar la luz y el fuego.

Mucho más, pues, que un lector: un compañero y un guía.Alguien, en suma, capaz de encarnar la demanda que Leo formulara apropósito de las palabras: que le «inspiren energía y valor», que le«recuerden la urgencia de actuar». Precisamente, que más allá del libro ysu lectura, cierto acto sea posible y necesario. Recordémoslo: el lenguajepara Léolo, en cualquiera de sus formas, la de la lectura o la de la escritu-ra, no es un mero pasatiempo: se juega en ello su supervivencia ya queno combate por otra cosa que por su integridad psíquica, por su identi-dad. Y es sin duda un acto, aún cuando de contenido incierto, el que rea-lizan esas dos figuras, que podrían ser reconocidas como las de un padrecon su hijo: haciendo frente a la violencia de la lluvia, acarreando el con-tenido de sus cubos, iluminando con sus linternas, en la inhóspita yhúmeda noche, una senda.

o también: la encarnación de una palabra que inaugure un con-tinente diferente, separado, del aniquilante continente de la madre.

Se trata pues de un acto que reclama una dignidad épica de esosseres que parecen emerger de la oscuridad y del agua como portadoresdel fuego: así lo acusa la Cantata de Santa María de Iquique que irrumpeentonces en la banda sonora:

"Gloria a Dios, en las alturas, y en la tierra paz a los hombresque ama el señor".

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Léolo: El valor de las palabras

No puede extrañamos que el Dios patriarcal y masculino delcristianismo, el Dios de las limpias alturas celestiales, sea aquí convoca-do para sustentar la figura de quien debe conducir a Léolo por el caminoque le permita escapar de ese mundo siniestro en cuyo centro, sobre susucio trono, reina la madre con la soberanía de una diosa infernal.

En todo caso el nuevo personaje así introducido, ese hombre queparece saber hacia dónde dirigir a Léolo, posee también, según es enun-ciado entonces por la voz en off, un extraño nombre: "Este era el doma-dor de versos" .

Alquimia del símbolo

y tras el curioso nombre, la no menos extraña morada: una suer-te de gran palacio sin ventanas -toda la iluminación procede de un granrosetón en el techo, y de un gran número de candelabros-, abarrotado delibros y papeles en su piso superior, y de esculturas, legajos y objetosartísticos varios en su profundo sótano, al que se accede a través de unalarga escalera de caracol, aunque esto sólo lo sabremos mucho mástarde. Allí, sentado ante el escritorio en el que suele leer los escritos deLéolo, el Domador lee cartas y contempla fotografías anónimas [F2],res-catadas durante la noche de entre la basura de la ciudad:

"El domador se pasaba las noches hurgando en todas las basu-ras del mundo. Sólo le interesaban las cartas y las fotos".

"Llevaba cada sonrisa, cada mirada, cada frase de amor o cadaseparación como si se tratara de su propia historia".

Cuando calla la voz en off del narrador, surgen otras, proceden-tes de esas cartas que el Domador de Versos lee, sucediéndose y super-poniéndose al modo de aquellos desolados murmullos de la ciudad a losque prestaran su escucha los ángeles que habitaban el Cielo sobre Berlín.El Domador mismo, tanto por su edad como por su actitud, recuerda nomenos a ese otro anciano que en el film de Wenders habitaba, también éljunto a los ángeles, la gran biblioteca de Berlín, entregado a la tarea deguardar la memoria de los relatos y de su necesidad.

El universo del Domador, en su desordenada y abigarrada mix-tura, contiene elementos propios tanto de una vieja biblioteca como del

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F~~ J~e_s_ú_s_G__on_z_a_'l_e_z_R_e_q~u_e_n_a~y~A_rn~ay~a__O_r_ti_z_d_e_Z__ár_a_t_e

gabinete de un alquimista. Tienen lugar en él las transformaciones por elfuego y el tiempo -velas, polvo- de la materia más vil -la oscuridad, losandrajos, la basura- en lo más elevado: viejos libros polvorientos quehan de ser descifrados, elementos simbólicos esenciales como el rosetónde la claraboya. En este particular espacio tiene lugar la operación deconjugación, de unión de elementos de la más disímil naturaleza talescomo las palabras de amor y las imágenes, las frases y las sonrisas, nosiendo sino su propio deseo el fuego secreto con el que se alimenta laobra: construir historias hermosas -con sentido- a partir de los fragmen-tos de un montón de vidas rotas, pertenecientes a una multitud anónimade emigrantes que ha sufrido la ruptura de sus lazos de origen.

[F2]: "El domador cree que las imágenes y las palabras debenmezclarse en las cenizas de los versos para renacer en la imaginación delos hombres" .

La forja de la palabra

Porque Léolo sabe de la necesidad de las palabras en su dimen-sión esencial, propiamente fundadora -fundadora de esa identidad sim-bólica que constituye el ser del hombre-, su valedor se configura asícomo poeta. Pero porque esta palabra puede haber perdido con el tiem-

F2 po algo de su fuerza originaria, es sin duda más precisa la expresión queLeo ha escogido: la de Domador de versos; es decir, en primer lugar, for-jador de palabras.

y de palabras, insistamos en ello, esenciales, es decir, fundado-ras: palabras capaces de desencadenar actos cargados de sentido. Puestal es la metáfora que en este momento el film convoca. En el momentomismo en que la palabra renacer es pronunciada -«El domador cree que

F3 las imágenes y las palabras deben mezclarse en las cenizas de los versospara renacer ...»- sobre la imagen del Domador leyendo en su escritorio[F2]se superpone la de una hoguera a la que son arrojadas cartas y foto-grafías [F3]:lo que, porque se cree en ello, debe hacerse, se hace: desen-cadena el acto: Léolo y el domador, con las linternas sobre sus cabezas,se encuentran sentados en torno a esa hoguera, realizando la operaciónalquímica mediante la cual tendrá lugar el renacimiento de la imagina-ción -creadora- de los hombres.

Se trata, pues, de la forja de la palabra -y de la de la imagen porella ceñida y configurada-: precisamente esa metáfora que, en su

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Léolo: El valor de las palabras F

61momento, viéramos emerger en forma negativa a propósito del padrereal, biológico, de Leo, aquel ser que quedara esencialmente descritocomo alguien incapaz, totalmente ausente en el campo de la palabra.

Que el Domador de Versos comparece en el universo del filmcomo el padre simbólico capaz de ocupar ese lugar vacante, como aquel,en suma, capaz de forjar el ser de Léolo en la palabra, es lo que acreditanlos [F4] y [F5]: las llamas que proceden de ese fuego purificador cubrenpor momentos totalmente la figura de ese niño que se vuelve respetuosopara escuchar la palabra del hombre capaz de guiarlo.

La ley de la palabra

Pues se le postula, también, la fuerza necesaria convocada en sunombre: él es el Domador y los domadores lo son, en primer lugar, defieras. Alguien, pues, capaz de hacer frente y dominar, domar, ponerlebridas a eso que de animal-ciego, pulsional- habita en los hombres: esemundo del cuerpo en su animalidad más primaria, encarnado por lamadre y por la serie de los animales hembra -rata, pava, gata- que apa-recerán ligados a ella. Alguien, pues, capaz de poner coto a ese cuerporeal invasor que asfixia a Leo: de interponer, entre ambos, su ley: la leyde la palabra -pues, siendo domador, lo es de versos-o Capaz, en suma,de ocupar su lugar, de frenar el avasallamiento: de introducir, con 'supresencia misma, esa primera ley de todo espacio de civilización que esla prohibición del incesto.

La irrupción, en el mundo de Léolo, de este personaje constituyeel paso necesario que sigue a aquel primero por el cual Leo recusara elnombre de su padre y se bautizara a sí mismo como Léolo. Pues, paraque ese nombre sea algo más que nada, para que pueda tener sentido,debe haber sido recibido en un acto de intercambio simbólico que loenlace a la cadena simbólica por antonomasia -al menos en el Occidenteque ha nacido de ese libro fundador que es La Biblia-, la cadena de losnombres del padre. Y así nacer en la palabra, para poder ser en ella -ypertenecer, por tanto, al campo de lo humano-. Nacer, en suma, comosujeto -sujeto a la cadena simbólica-o

ASÍ, en Léolo la metáfora de la forja alcanza su mayor densidad:la forja del sujeto en la palabra, como condición para que la pulsión quelo habita pueda articular se como deseo y escribirse como relato.

F4

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y por cierto que en pocos lugares como en este desgarrado filmde Jean-Claude Lozeau esa relación necesaria entre el deseo y el relato, semanifiesta de manera más evidente e inmediata: pues en ese mundodonde el goce ciego del cuerpo lo invade todo con sus llamas, ningunavía puede abrirse al deseo de Leo si no hay para él un relato que la abra:que le prometa que puede haber para él un buen objeto, deseado y leja-no, y que el acceso a él suponga algo distinto de la aniquilación, delabsoluto avasallamiento que el primer cuerpo, el de su madre, le impo-ne. y se hace así igualmente visible la dimensión del padre simbólicocomo la del Destinador de ese mismo relato: aquel que define la tareanecesaria y señala, más allá de ella, el objeto que aguarda a su deseo.

Lo que, en el registro mitológico que en el film se dibuja una yotra vez destellando de manera tan insólita sobre la atrocidad de su esce-nografía naturalista, puede ser descrito así: frente a la diosa de los infier-nos, el Dios de la luz y de la palabra. Entre ambos mundos -el subterrá-neo y el celeste- realizan su periplo los cíclopes, en tanto mediadores yarticuladores de un tránsito posible del uno al otro.

"Hay que soñar, Léolo, hay que soñar." Al mismo tiempo elDomador da a Léolo un buen montón de cartas y de fotos que éste arrojaen la hoguera [F6]. Ritual purificador que dota de cierta consistencia -enla medida en que tiene efectos-, de cierta credibilidad al nombre que lees otorgado aquí por parte de alguien diferente de él mismo por vez pri-mera. El Domador se erige así en Destinador simbólico, imponiéndole aLéolo la tarea de soñar, de crear las palabras capaces de nombrar, y capa-ces también, por ello mismo, de "inspirar el valor para actuar".

F6

La tarea del héroe

"Me llevó tiempo comprender que él era la reencarnación de DonQuijote. Y que había decidido luchar contra la ignorancia. Y protegermedel abismo de mi familia."

y porque es del relato de lo que se trata, de su función fundado-ra, y por ello propiamente mítica, la figura del Domador es identificadacomo la reencarnación de Don Quijote, es decir, del primer personaje dela naciente novela, al que le fue dado vivir el drama del desmoronamien-

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Léolo: El valor de las palabras

to del anterior héroe mítico. Sin la certeza que animara a éste en su tra-yecto, pero con la loca voluntad de encarnarlo, el protagonista de lanovela -Alonso Quijano- tratará de construir su trayecto, avanzandohasta traspasar el umbral, asechanza para siempre presente desde enton-ces en la literatura, de la locura.

y con don Quijote, pues, toda su incertidumbre: más allá de lapasión con la que se entregara a la encarnación del héroe mitológico, delcaballero artúrico, la fragilidad de su posición, la inquietante amenazade que en todo ello no haya finalmente más que una patética mascarada.

En todo caso, lo que aquí se juega es la posibilidad de Léolo de sobre-vivir al abismo de su familia. La fragilidad de esa posición es escrita enel [F7]: un gran plano general que nos hace ver la pequeñez de esahoguera junto a la cual se encuentran Léolo y el Domador, toda ellarodeada de agua, a modo de minúscula isla permanentemente amenaza-da por las aguas que desbordan continuamente la presa situada al fondo.Masas de agua que se precipitan hacia abajo, y que amenazan con arras-trarlo todo.

Pero hay ahí, en todo caso, junto a ellos, un viejo árbol de ramasdesnudas, quizá ya seco debido al exceso de agua que lo rodea, pero queconstituye una metáfora de las raíces que permitirían a Léolo sujetarse, yal mismo tiempo despegar verticalmente de la tierra. Se completa así lametáfora paterna -palabras aéreas, fuego, forja, raíces- a la vez que unaenorme cantidad de agua amenaza con terminar de apagar la hoguerapara siempre.

La incertidumbre, pero también la esperanza que de ello se deri-va encuentra su precisa expresión en el [F8] que nos muestra a Léolosentado en el suelo y deteniendo su escritura para abrir un poco la puer-ta junto a la que se encuentra. Una intensa luz blanca le ilumina entoncesdesde dentro: mientras repite el dictado del domador, que de nuevorecobra toda su ambivalencia:

"Parce que moi je réve, moi je ne suis pas."

y la recobra, sobre todo, porque la música que lo acompaña esotra vez The lady of Shalott.

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F tJ~ Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate64----~--~~--El Domador y la madre

Un puro acto de donación

El domador de versos, caracterizado ahora como un vagabundoandrajoso que recoge desechos que guardar en sus alforjas, lee en lacalle, junto a un gran cubo de basura, el último escrito de Léolo que lavoz en off adulta acaba de recitar [F9].Visiblemente interesado, rebuscaen el gran cubo hasta encontrar allí una factura en la que poder leer ladirección de los Lozeau. Una vez ante la puerta de la cocina, levanta sugorro a modo de saludo, en un gesto de galantería dirigido a la madre deLeo, a la que sonríe a través del cristal [FI0] [Fll] [F12]. Ella, por suparte, devuelve la sonrisa con un ápice de turbación [F13J,y le invita acomer a condición de que se lave las manos.

F9 FI0 Fll F12

La secuencia es de un notable laconismo. A la invitación de lamadre [F13] sigue un plano que muestra al domador lavándose lasmanos [F14]y, a continuación, otro de las manos de la madre amasandouna torta [F15J.Así, a la rima de los rostros en su encuentro [F12J,[F13J,en su mutuo reconocimiento, sigue la rima de las manos [F14] [F15],yaque mientras unas son meticulosamente lavadas -purificadas- otrasamasan la más blanca harina.

F12 F13 F14 F15

Luego, tan sólo un gesto del Domador al percibir que la mesa de lacocina -sobre la que come mientras ella continúa amasando la harina-cojea. Saca un libro del zurrón y la calza colocándolo bajo una de sus

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Léolo: El valor de las palabras F6M)¡

65patas [F16].Finalmente, con una breve frase responde al gesto de extra-ñeza de la madre:

"No se preocupe señora Lauzon, está envuelto en plástico."

y junto al extraordinario laconismo de la secuencia, la insólitalimpieza de su iluminación. Por primera vez, si no es la única, se trata deuna luz solar, homogénea, carente de contrastes o zonas oscuras. Peromás sorprendente aún es la sonrisa amable con la que la madre acoge aese mendigo desconocido. Pues no encuentra equivalente alguno en elfilm. Ningún otro juego de plano/contraplano ligará la mirada de lamadre a la de ningún otro hombre -por supuesto, jamás se cruzará conla de su marido- en un espacio de diálogo y de encuentro.

y algo no menos notable: por primera vez en el film, Leo no estáahí presente, observando o escribiendo lo que cuenta -pues todo, en él,recordémoslo una vez más, constituye la narración por la que un Léoloya adulto rememora su infancia-o Es, en esa misma medida, imposiblelocalizar el referente temporal de estas imágenes entre el conjunto de lassecuencias del film.

De hecho, nos encontramos de nuevo en un tiempo diferente, eltiempo del mito que la escritura de Léolo construye porque sería precisopara fundamentar su existencia como ser simbólico, en el lenguaje: asíconcibe la irrupción de este hombre, bautizado como el Domador de ver-sos, en el espacio emblemático de la madre, su cocina, ese lugar desdedonde gobierna los procesos de circulación alimenticia -no propiamentede intercambio- de la familia. Ydota al insólito episodio de las coartadasmás realistas: el Domador recoge de la basura el escrito de Léolo, indagaentre los papeles hasta obtener su dirección... Así el escrito arrojado a labasura -parte del circuito gobernado por la madre- se convierte inespe-radamente en una carta con un destinatario que la lee y la guarda. Tal esla función que se demanda al Domador: interrumpir la circulación de labasura, rescatar, dar salida a la escritura de Léolo para introducirla enese otro circuito que es el del intercambio simbólico.

Y, así, que el orden de la palabra penetre en el mundo de lamadre: que el mundo del alimento sea sometido al orden del signo. Perosobre todo: que haya, más allá de los cuerpos de los que cohabitan en elespacio doméstico, alguien, algo, absolutamente inalcanzable, capaz deconcitar su deseo, introduciendo así la ley de la separación, de la distan-cia, esa ley que liberaría a Leo y sus hermanos de la brutalidad de la pul-sión con que la madre los aplasta.

F16

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F·6jRit~8p:r Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate66 --------"----~------"----Porque de la introyección de tal ley se trata, el Domador cumpli-

menta el rito del sacerdote -Iavatorio de manos- mientras la madreamasa la harina más limpia. Es la liturgia de un intercambio simbólicoque conduce al acto supremo de colocar el libro bajo la pata de la mesa,logrando así que ésta alcance, por vez primera, su equilibrio. Pues sóloasí será posible que sobre ella tengan lugar las más elementales ceremo-nias culturales que contienen la violencia de las relaciones de los cuerposcon los alimentos.

Se construye así, a posteriori -pues se recordará que en unasecuencia anterior Leo afirmó no saber quién lo había puesto ahi-, un ori-gen mítico, sagrado, para ese libro que asiste a Léolo: el de un puro actode donación.

El Domador no es un personaje

Pero si un origen mítico es explícitamente convocado, es su falta, laradical ausencia de mediación simbólica entre Leo y su madre, o entre sumadre y la mesa, lo que termina siempre, una y otra vez, por imponerse.El universo simbólico al que con obstinación pretende asirse Léolo, noserá otra cosa, finalmente, que una construcción delirante. Y,de hecho, elDomador constituye una de las figuras principales de ese delirio. Puesaunque ha sido reclamado como aquel que posee el saber de las palabrascapaces de inspirar la acción, ésta nunca se desencadena.

Sencillamente, porque el Destinador no es un personaje: nopuede, por eso, actuar, no hay acceso para él al universo real que Leohabita. Así se mostrará más tarde, cuando el precario equilibrio quemantiene a Léolo se vea amenazado de estallar en mil pedazos ante laeclosión de la pubertad. Entonces, a la llamada de socorro de Léolo sóloresponderá un vago gesto: el Domador tratará de convencer a su profe-sor de literatura para que lea sus escritos, y le apadrine intelectualmenteguiando sus lecturas. La realidad brutal del mundo que Leo habita, yque prefigura su destino, se impone en la respuesta del profesor barrien-do la endeble figura del Domador:

"Tengo 40 alumnos. Si tuviera que dedicarles una hora más porsemana a cada uno, me pasaría la vida aquí. De todas formas Lozeau,como todos los demás, acabará de carpintero, o de mecánico de coches. Ylos más intelectuales poniendo multas, si entran en la escuela de policía.

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Léolo: El valor de las palabras

Aquí la poesía no vale para cambiar pistones. [...] mire usted, soy el ter-cer profesor que intenta dar clase al curso de Lozeau este año. A los otrosles sacudieron los hermanos de los alumnos. Mi especialidad no es laliteratura, sino el judo, y pienso acabar el curso."

La inanidad del Domador de versos, su condición de sombranacida de un delirio, se manifiesta netamente en esta incapacidad estruc-tural del Domador para actuar realmente fuera del mundo de la fantasía.No habrá, por ello, nada que en lo real se constituya en destinatario paralos escritos de Léolo.

El valle de los avasallados

Quizá lo más terrible del film estribe en que toda la asombrosainteligencia desplegada por Leo no es suficiente para evitar la progresiónde su camino hacia la locura.

Pues, después de todo, ¿no es el extraño caserón que habita elDomador de versos la materialización de aquel otro palacio donde vivíasu soledad la protagonista de L'avalée des avalés?

Así como, inevitablemente, el libro sobre el que Léolo ha cons-truido su discurso se nos descubre insertado en una secuencia de circula-ridad propiamente psicótica: Léolo atribuye el regalo del libro que le hallevado a escribir a un personaje creado a partir de la escritura que deese mismo libro procede. El falso origen que le atribuye -colocado por elDestinador bajo la mesa [F16]- participa, como el resto de los objetos deluniverso familiar, en el circuito excrementicio de la madre: procede, tam-bién él, de la basura, como todo lo que el Domador recoge. Buena partede la crueldad inherente a la psicosis queda expresada en esta idea deenviar un mensaje a través de la basura.

¿Y no caracteriza además la linterna al Domador [F17J, así comola oscuridad que es su medio [F18J, como una criatura de la noche? ¿Noes análoga, además, esa linterna a aquella otra que la madre esgrimiera amodo de báculo o cetro real sobre su trono [F19]? ¿No se parecen inquie-tantemente las velas que iluminan su mansión [F20] a aquellas otras queiluminaban la escena del orinal y la tormenta [F21]? Una cierta continui-dad cromática, una suerte de contaminación escenográfica imprime a lamorada del Domador una atmósfera que proviene de la madre.

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Por lo demás: el libro cuya procedencia a él se atribuye estáescrito en femenino. Nada hay, por tanto, del orden de una palabrapaterna que trace las aristas separadoras de la ley. Por el contrario, unavoz igualmente desesperada ante la nada que sigue a la ausencia delobjeto -«Pero se siente siempre por nada, siendo un hecho que no sepuede sentir más que después»-. que habla desde el pozo de su humilla-ción -«Luego, ¿es que él ha tenido piedad de mí, él? ¿Me respetó?;Querida de vaquería!»- y que, huyendo de ella, teje un mundo imagina-rio, a la vez vacío y engañoso:

"Sólo encuentro momentos verdaderamente felices en la sole-dad. Mi soledad es mi palacio. Ahí tengo mi silla, mi mesa y mi cama. Miviento y mi sol. Cuando estoy sentada fuera de mi soledad, estoy senta-da en el exilio. Estoy sentada en un país engañoso".

Esto es, después de todo, lo que Léolo adquiere: cierto discursoque le devuelve el lugar de un yo arrasado por lo real, pero que intentadenodadamente mantener, aunque sin otras armas que las de su cierrenarcisista, su identidad.

"Estoy orgullosa de mi palacio. Tengo en el corazón que guar-darlo caliente, dulce, esplendoroso, como para en él recibir mariposas y[...] si tuviera más orgullo, aniquilaría por asesinos a quienes comprome-ten el bienestar de mi soledad ..."

Mas nada, en cambio, del orden del relato: en el mundo imagina-rio que teje su escritura no hay lugar para personaje alguno. Ningunatrama que pueda permitirle introducir el tiempo y, con él, acceder alorden del sentido.

y nada, por lo demás, tan concluyente como su título: L'avalée desavalés: La engullida de los engullidos, El valle de los avasallados, o de los humi-llados o de los aniquilados.

y porque no hay, después de todo, Destinador real, el nombre quesólo él se ha dado, Léolo Lozone, no significa nada. Carece de fundamento-de enraizamiento- en la cadena simbólica de los nombres -del padre-.Por eso, la expresión Léolo Lozone es en todo equivalente a "yo" -ese «yo»que retorna una y otra vez en la escritura de Léolo, que sólo conoce lanarración en primera persona-, en tanto, vacía de todo enlace genealógi-

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Léolo: El valor de las palabras

co, carece de peso nominativo. Pero, por otra parte, se trata de un "yo"que sólo es de él, que no puede usar ningún otro. Sólo puede nombrar,por eso, su radical, absoluta, aniquilan te soledad.

En pocos lugares como en este film de desgarrado lirismo sehace palpable la ligazón de la palabra, en su dimensión fundadora de lasubjetividad, con el proceso de intercambio simbólico: sólo posee fuerzade sujeción la palabra que procede de otro, la que ha sido recibida comoun don en un proceso que, por eso, se constituye en intercambio simbóli-co.

Romanticismo, simbolismo, naturalismo

Escritura automática

y así, Léolo se aferra a la escritura con la pasión que ha caracterizadoa los momentos más intensos de las escrituras literarias de los dos últi-mos siglos. Diríase que se comporta como un escritor atormentado ybohemio: insomne, en vigilia permanente -nunca le veremos dormido-,con esa extrema tensión que desde el romanticismo hasta las últimasvanguardias no ha cesado de hacerse presente en la dramática aventurade tantos escritores.

Es el suyo el mismo esfuerzo apasionado por intentar articularpalabras que tengan sentido, que puedan ser vividas como verdaderasen un mundo, moderno, en el que, por desmitologizado, la palabramisma, en su dimensión simbólica, fundadora, parece haber perdido surazón de ser.

Léolo reinventa, por su propia cuenta, la escritura automática-«Empecé a escribir todo lo que se me pasaba por la cabeza»-, Y,precisa-mente por eso, su esfuerzo se descubre abocado a no ser otra cosa queuna escritura sin posible clausura, descoyuntada, desmembrada por suincesante fragmentación. De manera también automática, arranca cadahoja, una vez escrita, para convertida en una bola de papel que arrojasobre la mesilla. Lo hace de manera inmediata, constante, con la preci-sión propia de una conducta normalizada, pues para él -y este es otrorasgo de la dramática de las escrituras contemporáneas- no existe ellibro como unidad. Su discurso, como el de tantos otros escritores devanguardia, incapaz de acabar jamás, siempre quebrado, despiezado,

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Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate

desarticulado, roto, en incesante fuga hacia adelante, no puede cristali-zar en una forma determinada, no puede dotarse de una estructura quele haga posible alcanzar un último enunciado, un desenlace.

"Aún queda sangre esta mañana para emborronar cien páginas.Aún hay gente que las compra para satisfacer su rabia. Desenfundo mipistola y disparo a los coches."

Tal es lo desgarrado de su posición: romper constantemente laspáginas que escribe, mientras intenta desesperadamente que su escrituralogre tener sentido y, así, escapar a la locura.

La dramática moderna de la subjetividad

Pero el problema es que su discurso, como el de la locura, esidiolectal: el nombre que debiera constituir su basamento, Léolo Lozone,no es nada, no significa nada, pues, a pesar de todos sus esfuerzos, es unnombre que nadie le ha dado. Un nombre hueco, carente de espesor sim-bólico, que no le permite anclarse en el campo del lenguaje, escribir en élsu diferencia.

Salvando todas las distancias, este gesto de Léolo dotándose a símismo con un nombre, puede situarse en la estela de uno de los grandesgestos enunciativos de la modernidad: aquel por el que Napoleón -repi-tiendo así la osadía de Iván El Terrible, sobre cuya magnitud S. M.Eisenstein supo llamar la atención- se ciñó a sí mismo la corona deemperador, proclamando no deber nada al pasado, no ser el depositariode un legado, de manera que era él mismo, su propio Yo, el que se reco-nocía y proclamaba soberano. Por eso, si es cierto que su acceso al podersupuso el fin del proceso revolucionario, la reconstrucción del orden deun Estado que se modelaba sobre el pasado, no lo es menos que esegesto supuso, sin embargo, la manifestación extrema, estridentementeenfática, del desgarro que la Revolución había desencadenado en la his-toria del Antiguo Régimen. Emergía así un yo soberano que rechazabatodo vínculo simbólico con el pasado y que, por otra parte, encarnaba enel ámbito de lo político a aquel otro Yo, el del marqués de Sade, que, nomucho antes, había proclamado su absoluta soberanía en el ámbito de laescritura.

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Léolo: El valor de las palabras

Reeditando el gesto napoleónico -que muchos enajenados, des-pués que él, han repetido en su delirio-, también el sadiano, Léolo sesitúa de pleno derecho en el ámbito que, en los dos últimos siglos, hacaracterizado a la literatura contemporánea. Y hace visible, por ellomismo, el lado obscuro de esa pretensión de soberanía que, en

apoleón, brillara con los oropeles del Imperio. Pues, en la misma medi-da en que excluida la interrogación del sujeto es sustituida por una res-puesta que se afirma con la rotundidad, con la certeza del delirio, oímos,en Léolo, la repetición casi literal del célebre enunciado de Rimbaud: "]esuis un autre" -Yo soy otro-, en el que la aventura de la escritura -y de lasubjetividad- del Occidente contemporáneo hubo de encontrarse tanejemplarmente con la experiencia de la locura.

Y, después de todo, no es otra cosa lo que dice Léolo: Yono soyyo, sino otro, Léolo Lozone.

Inscrito pues en el trayecto de las escrituras de vanguardia, Léolocomparte con muchas de ellas esa extrema afirmación de la enunciaciónsubjetiva, del discurso no sólo configurado en primera persona, sinototalmente volcado sobre ella: en una incesante tensión entre la hiperafir-mación y la siempre inminente quiebra. Lo hemos advertido: el textoreclama ser leído en primera persona, en la medida en que está constan-temente presente esa voz en off adulta que así habla y, también, en lamedida en que se encarna en la figura de ese niño que escribe, y cuyaspalabras escritas recita una y otra vez. Y sobre todo porque esa voz estambién la que sostiene la mirada, todas las miradas del film, devolvién-donos una suerte de acuciante visión retrospectiva.

Terror, naturalismo, locura

Yasí, la aventura estética que el film propone nos conduce a visitar, arecorrer la experiencia de los esfuerzos heroicos de este niño, Leo-Léolo,por ser, por constituirse en sujeto capaz de afrontar lo real. Y, simultáne-amente, nos confronta con la experiencia trágica de su fracaso. PuesLéolo Lozone es un nombre vacío de otro sentido que el de la recusaciónque le ha dado nacimiento -Lozo-ne; es decir: Lozeau no-o No significaentonces otra cosa que el destino de locura que le aguarda. Por eso, eltrayecto de Léolo, desde ahora hasta el final del film, será la crónica deun trayecto de aniquilación. Léolo lleva, tal es su condena, escrita la

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locura en su nombre.

Y, por eso, la aventura literaria de Léolo no sólo se inscribe enese trayecto de la literatura europea que condujo del romanticismo alsimbolismo, sino que, simultáneamente, participa, con no menor intensi-dad, en esa que fuera la otra gran corriente artística reinante en la con-fluencia entre los siglos XIXy XX:el naturalismo.

Doble impregnación ésta, del simbolismo y del naturalismo a lavez, que debe hacernos recordar la obra del escritor que, en plenoromanticismo, anticipara el encuentro de ambas corrientes mucho antesincluso de que éstas encontraran los nombres con las que las conocemoshoy. Nos referimos a Edgar Allan Poe.

Pues si ya en ciertos escritores románticos -especialmente enE.T.A. Hoffman- el relato fantástico comenzó a abordar la temática delterror asociándola explícitamente a la de la locura, fue en Poe donde talasociación supo valerse de los recursos de los dos nuevos géneros que,emergentes a lo largo de todo el siglo XIX,estaban destinados a conver-ger en la literatura naturalista. Nos referimos al discurso de la descrip-ción científica y al de la crónica negra. Fue en esta extraña confluenciadonde nació lo siniestro en cuya recurrente estela de pesadilla es necesa-rio situar el universo de horror y de locura que habita este texto, emble-mático de nuestra posmodernidad, que es Léolo.

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Léolo: El valor de las palabras, en Trama y Fondo. Lectura y Teoría del Texto, nº 8, Madrid, 2000.

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