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LECTURAS BÍBLICAS 2010 (22) JUAN 9.1-12, Biblia en Lenguaje Actual 1 Cuando Jesús salió del templo, vio por el
camino a un joven que había nacido
ciego.2 Los discípulos le preguntaron a
Jesús: ―Maestro, ¿quién tiene la culpa de
que este joven haya nacido ciego? ¿Fue
por algo malo que hizo él mismo, o por
algo malo que hicieron sus padres?
3 Jesús les respondió: ―Ni él ni sus
padres tienen la culpa. Nació así para que
ustedes vean cómo el poder de Dios lo
sana.4 Mientras yo esté con ustedes,
hagamos el trabajo que Dios mi Padre me
mandó hacer; vendrá el momento en que
ya nadie podrá trabajar.5 Mientras yo
estoy en el mundo, soy la luz que alumbra
a todos.
6 En seguida Jesús escupió en el suelo,
hizo un poco de lodo con la saliva, y se lo
puso al joven en los ojos.7 Entonces le dijo:
"Vete a la piscina de Siloé y lávate los
ojos".
El ciego fue y se lavó, y cuando regresó
ya podía ver.8 Sus vecinos y todos los que
antes lo habían visto pedir limosna se
preguntaban: "¿No es este el joven ciego
que se sentaba a pedir dinero?"9 Unos
decían: "Sí, es él". Otros decían: "No, no es
él, aunque se le parece mucho". Pero él
mismo decía: "Claro que soy yo".10
Entonces le preguntaron: ―¿Cómo es que
ya puedes ver?
11 Él respondió: ―Un hombre llamado
Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos, y
me dijo que fuera a la piscina de Siloé y
que me lavara. Yo fui, y cuando me lavé
los ojos pude ver.
12 ―¿Y dónde está Jesús? ―le
preguntaron. ―No lo sé ―contestó él.
EL PROGRESO DEL PEREGRINO, DE JOHN BUNYAN
Al oír esto, Cristiano sólo esperaba la
muerte y comenzó a gritar do
dolorosamente: hasta maldecía la hora en
que se encontró con Sabio-según-el-
mundo; llamándose mil veces loco; por
haberle hecho caso. Se avergonzó también
al pensar que los argumentos tan carnales
de aquel hombre hubiesen prevalecido
contra él, hasta el punto de hacerle
abandonar el camino verdadero.
CRIS. — Señor, ¿hay todavía esperanza?
¿Puedo ahora retroceder, y dirigirme a la
puerta angosta? ¿No seré abandonado por
esto, y rechazado de allí con vergüenza?
Me arrepiento de haber tomado el consejo
de aquel hombre. ¿Podré obtener el
perdón de mi pecado?
EVAN. — Tu pecado es muy grande
porque has hecho dos cosas malas. Has
abandonado el buen camino y has andado
en veredas prohibidas. Sin embargo, el que
está a la puerta te recibirá, porque tiene
buena voluntad para con todos. Solamente
ten cuidado de no extraviarte de nuevo, no
sea que el Señor se enoje y perezcas en el
camino cuando se encendiere su furor.
Entonces Cristiano empezó a separarse
para retroceder; y Evangelista, sonriendo
lo besó y lo despidió, diciendo:
—El Señor te guíe.
Con esto Cristiano echó a andar a buen
paso, sin hablar a nadie, ni contestar las
preguntas que se le hacían en el camino.
Iba como uno que anda por terreno
vedado, sin creerse seguro hasta llegar al
camino que había dejado por el consejo de
Sabio-según-el-mundo.
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Un principio protestante
Uno de los mejor conocidos —o, por lo menos, de los más
citados— principios de la Reforma Protestante del siglo 16 es
el que se formula con las palabras latinas sola Scriptura (la sola
Escritura). Volveremos a ello luego. Hay otros principios, bien
conocidos unos; no tan bien conocidos otros, que algunos
teólogos de nuestro medio, mucho más competentes que yo,
han explicado muy bien tanto desde los púlpitos de algunas de
nuestras iglesias como por medio de la página “impresa” (en el
papel o en la pantalla de la computadora).7
Por lo dicho, considero apropiado dejar establecido, desde el principio, que, como
cristiano, mi punto de partida en esta reflexión es la afirmación de que la Biblia es la
palabra privilegiada de Dios para el ser humano. Digo «privilegiada» porque la propia
Biblia dice que hay otras palabras fuera de ella.8
Hemos de admitir —bueno, al menos, yo admito— que afirmar que la Biblia es la
palabra de Dios es hacer una afirmación teológica. Y como afirmación teológica corre
siempre el riesgo de convertirse exactamente en eso y en nada más que eso. ¿En qué
sentido? En el sentido de que el verdadero valor de una afirmación como esa se hace
manifiesto solamente en la manera como tratemos esa Biblia de la que decimos que
es palabra de Dios, en la manera como la interpretemos y, muy especialmente, en la
manera como la obedezcamos. Es, mutatis mutandis, lo que dice Juan del amor a
Dios: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y al mismo tiempo odia a su hermano, es un
mentiroso” (1 Juan 4.20; es interesante observar que en la segunda parte del mismo
versículo, el escritor ya no habla de “odiar”, sino de “no amar”).
Sin mencionar nombres, que no vienen al caso, quiero referirme a casos que se
han repetido una y otra vez. Un pastor afirma, en tono dogmático, que cree en la
palabra de Dios, y reitera que cree en la autoridad de la palabra de Dios para la iglesia.
El domingo está en el culto. En el transcurso de este, en doce ocasiones distintas se
cantan alabanzas —o supuestas alabanzas— a Dios. Se celebra algún bautismo. Se
introducen otros actos como parte del proceso litúrgico. Más de una hora después de
comenzado el culto, cuando la mente humana, por su propia naturaleza, ya está
pronta a no sostener por mucho tiempo la atención y a desviarla muy fácilmente, el
predicador comienza a predicar sobre la palabra de Dios —o, supuestamente, sobre
ella—. Pero eso no es lo peor. Lo peor viene luego: el predicador comienza a hablar
diciendo algo así como esto: “Hermanos, como ya es tarde, nuestra reflexión de hoy
será breve”. No se abrevian otros elementos que aparecen en el orden del culto; se
abrevia la proclamación de la Palabra.
Lo anterior no es producto de mi imaginación. Ni me lo han contado. Lo he visto. Lo
he vivido (quizás debería decir, más bien, que lo he sufrido). No en una iglesia local. En
muchas. No en una sino en repetidas ocasiones. (Y hay que acentuar que respecto de
este asunto, como dicen en inglés, one is too many: una sola vez ya es demasiado). Hay
«tiempo» para muchas otras cosas en el culto. No hay mucho tiempo para la exposición
de la palabra de Dios. Recuerdo un caso, hace ya años, en mi propia iglesia, cuando se
añadieron tantas cosas en el culto dominical, que el pastor se vio en la necesidad de
eliminar algunos elementos que estaban en el orden litúrgico impreso que todos
teníamos en nuestras manos. ¿Y saben qué eliminó? Pues nada más y nada menos que
la lectura del texto bíblico. Frente a todo eso, es entonces cuando me pregunto si las
manifestaciones que se hacen de creer en las Escrituras y en su autoridad no son sino
retórica demagógica, porque a la gente le gusta escuchar ese tipo de declaraciones.
El aspecto en el que quiero centrar el resto de estas reflexiones es el que tiene que
ver con la interpretación de la palabra y con algunas presuposiciones que hay que
explicitar. La validez de nuestra afirmación teológica de que la Biblia es la palabra de
Dios se muestra también, y principalmente, en la manera como nosotros la tratamos al
interpretarla.
1. La interpretación de la Biblia no es un fin en sí misma
En relación con este asunto es bueno recordar que el extraordinario sermón que
conocemos como «el sermón de la montaña» (según Mateo), o como «el sermón de la
llanura o del valle», (según Lucas) se cierra, como con broche de diamante, con una
parábola sencilla pero preñada de significado. Cuando se predica sobre este texto de
clausura, los predicadores por lo general ponen el acento en lo que consideran el núcleo
de la narración; es a saber: el secreto de la verdadera vida, de una vida sólida, con
columna vertebral, está en construir la casa —es decir, esa vida que se quiere sólida—
sobre la roca, que es el mismo Jesús que acaba de contar ese cuentecito que llamamos
«parábola». Pero al leer esta con cuidado y al tomar en cuenta que se trata de una
magistral conclusión de un sermón, se hace evidente que Jesús pone el énfasis no en el
final sino en el principio; no en la conclusión sino en la introducción, porque el relato es
solo ilustrativo: «Por tanto, el que me oye y hace lo que yo digo, es como un hombre
prudente...» (Mateo 7.24) o, en traducción de Pedro Ortiz V.: «En resumen: todo el que
escucha mis palabras y las pone en práctica, se parece al hombre sensato».9
En el relato de Lucas, la explicación se vuelve más dramática, ya que la parábola es
introducida con palabras tajantes que no aparecen en Mateo: «¿Por qué me llaman
ustedes, “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo» (6.46). Con esas palabras, el propio
Jesús contrasta el uso del nombre del Señor con el no hacer lo que él dice. Y eso sí que
es paradójico, por no decir contradictorio.
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Felipe Calderón habría tergiversado pasajes
de la biblia al aplicar incorrectamente la
"Parábola del Rey", que aparece en Mateo
22, con el fin de tratar de granjearse el apoyo
de la sociedad para continuar su guerra
contra la delincuencia.
La "Parábola del Rey", que aparece en
Mateo 22 y que fue citada ayer por el ex
candidato presidencial panista en el Diálogo
sobre la Seguridad, tiene otro sentido completamente ajeno al que le dio Calderón.
De acuerdo con una página de estudios bíblicos "Esta parábola fue parte de la
enseñanza del Señor Jesucristo, para mostrar la incapacidad y necedad humana ante el
regalo de la salvación que Dios ofrece gratuitamente. Está dicha dentro del contexto
general del rechazo de Su pueblo escogido (Israel) y principalmente de los escribas y
fariseos de su época."
En este contexto, el "Rey" al que alude la parábola se trataría de Dios y los súbditos,
la humanidad que no lo reconoce y acepta "la salvación".
Felipe Calderón declaró ayer en el Diálogo sobre la Seguridad: ""En la parábola del
banquete había un rey que organizó un banquete y cuando llegó la fecha del banquete,
uno a uno los invitados fueron excusándose para no ir y lo que hizo el rey, entonces, fue
salir al cruce de los caminos e invitar a quienes no habían sido invitados al banquete. Yo
estoy saliendo y pidiendo la ayuda de la sociedad, como también ya se la pedí a los
partidos políticos, y se la pedí al Congreso y se la seguiré pidiendo. Pero no me voy a
quedar a esperar a ver a qué hora los intereses particulares terminan de estar por
encima de los intereses nacionales". Algunos tuiteros opinan que Calderón estaría
equiparándose con el rey de la parábola y por consiguiente, con Dios.