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No. 7, Octubre de 2005 LIBRO ANUAL DEL ISEE Segunda Época INSTITUTO SUPERIOR DE ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS ARQUIDIÓCESIS DE MÉXICO 2005 3 11 21 35 59 69 77 91 99 115 133 149 163 195 213 243 253 277 299 309 313 IN MEMORIAM IOANNES PAULUS II LA CRÓNICA HISTÓRICA DE PEDRO CIEZA DE LEÓN Sofía C. Reding Blase EL HUMANISMO DE LOS JESUÍTAS DEL SIGLO XVIII Rafael Ángel Soto Mellado GABRIEL MÉNDEZ PLANCARTE, PROMOTOR DE UN RENACIMIENTO DE LA CULTURA CRISTIANA Y HUMANISTA EN MÉXICO Gustavo Couttolenc Cortés ALFONSO MÉNDEZ PLANCARTE, CAMPEÓN DE LOS SORJUANISTAS Tarsicio Herrera Zapién LA JUSTIFICACIÓN MORAL. UNA PROPUESTA ZUBIRIANA Ramón de la Fuente y Xosé Manuel Domínguez EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Víctor V. Sánchez Espinosa REFLEXIONES SOBRE LA CARTA ENCÍCLICA “ECCLESIA DE EUCHARISTIA” Abel Ignacio Escalona Sánchez JORNADAS DE FILOSOFÍA: EL HOMBRE Y EL RIESGO DE DIOS CON LA PARTICIPACIÓN DE: José Antonio Pardo Oláguez Zenia Yébenes Escardó Tomás Almorín Oropa JORNADAS DE TEOLOGÍA: EL EMPEÑO EPISCOPAL CON LA PARTICIPACIÓN DE: Cardenal Norberto Rivera Carrera Salvador Martínez Ávila José Alberto Hernández Ibáñez Julián Arturo López Amozurrutia Lázaro Pérez Jiménez Ricardo Valenzuela Pérez Philip Goyret Lázaro Pérez Jiménez Carlos T. Wagner Guillermo Ortíz Mondragón

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No. 7, Octubre de 2005 LIBR

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INSTITUTO SUPERIORDE ESTUDIOS ECLESIÁSTICOSARQUIDIÓCESIS DE MÉXICO

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IN MEMORIAM IOANNES PAULUS II

LA CRÓNICA HISTÓRICA DE PEDRO CIEZA DE LEÓNSofía C. Reding Blase

EL HUMANISMO DE LOS JESUÍTAS DEL SIGLO XVIIIRafael Ángel Soto Mellado

GABRIEL MÉNDEZ PLANCARTE,PROMOTOR DE UN RENACIMIENTO DE LA CULTURA CRISTIANA

Y HUMANISTA EN MÉXICOGustavo Couttolenc Cortés

ALFONSO MÉNDEZ PLANCARTE, CAMPEÓN DE LOS SORJUANISTASTarsicio Herrera Zapién

LA JUSTIFICACIÓN MORAL. UNA PROPUESTA ZUBIRIANARamón de la Fuente y Xosé Manuel Domínguez

EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICAVíctor V. Sánchez Espinosa

REFLEXIONES SOBRE LA CARTA ENCÍCLICA “ECCLESIA DE EUCHARISTIA”Abel Ignacio Escalona Sánchez

JORNADAS DE FILOSOFÍA:EL HOMBRE Y EL RIESGO DE DIOS

CON LA PARTICIPACIÓN DE:José Antonio Pardo Oláguez

Zenia Yébenes Escardó

Tomás Almorín Oropa

JORNADAS DE TEOLOGÍA:EL EMPEÑO EPISCOPAL

CON LA PARTICIPACIÓN DE:Cardenal Norberto Rivera Carrera

Salvador Martínez Ávila

José Alberto Hernández Ibáñez

Julián Arturo López Amozurrutia

Lázaro Pérez Jiménez

Ricardo Valenzuela Pérez

Philip Goyret

Lázaro Pérez Jiménez

Carlos T. Wagner

Guillermo Ortíz Mondragón

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INSTITUTO SUPERIOR DE ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS

LIBRO ANUAL DEL ISEESegunda ÉpocaEdición 2005No. 7, Octubre de 2005

© Editorial del Seminario Conciliar de México A.R.Victoria 133. Tlalpan 14000. México D.F.© Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos A.C.Victoria 133. Tlalpan 14000. México D.F.

ISBN 968-5260-22-2

D.R. Derechos reservados conforme a la ley.

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in Mexico

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INSTITUTO SUPERIOR DE ESTUDIOS ECLESIÁSTICOSARQUIDIÓCESIS DE MÉXICO

LIBRO ANUAL 2005

Presidente:Emmo. Sr. Card. Norberto Rivera Carrera,

Arzobispo Primado de México

Consejo Superior:Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia

Mons. Lic. Salvador Martínez Ávila

Autoridades AcadémicasDirector General

Pbro. Dr. Julián Arturo López AmozurrutiaDirector de la Escuela de Teología

Pbro. Lic. José Alberto Hernández IbáñezDirector de la Escuela de Filosofía

Mtro. Amedeo Orlandini ZanniCoordinadora del Departamento de Lenguas

Lic. Gabriela H. Salcedo Monroy Coordinación Académica

Pbro. Dr. Federico Altbach NúñezLic. Rafael Ángel Soto Mellado

Secretario GeneralPbro. Lic. Salvador González Morales

Administrador GeneralPbro. Lic. José Ángel Mendoza Morales

Auxiliar de DirecciónPbro. Lic. Estanislao Vega González

LIBRO ANUALSegunda Época

2005 N. 7, Octubre de 2005.

DerechosCualquier comunicación o intercambio dirigirla a:

LIBRO ANUAL DEL ISEEVictoria 133, Col. Centro de Tlalpan

C.P. 14000, Del. Tlalpan,México, D.F.

[email protected]

Precio del ejemplar: $100.00 (US $10).

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Colaboradores:Alfonso Castro Pallares: In MemoriamSofía Reding Blase: La crónica histórica de Pedro Cieza de León.Rafael Ángel Soto Mellado: El humanismo de los jesuítas del siglo XVIII.Gustavo Couttolenc Cortés: Gabriel Méndez Plancarte, promotor de un renacimiento de la cultura cristiana y humanista en México.Tarsicio Herrera Zapién: Alfonso Méndez Plancarte, campeón de los sorjuanistas.Ramón de la Fuente y Xosé Manuel Domínguez: La justificación moral. Una propuesta zubiriana.Víctor V. Sánchez Espinosa: El decoro de la celebración eucarística.Abel Ignacio Escalona Sánchez: Reflexiones sobre la carta encíclica “Ecclesia de Eucharistia”.

Jornadas de Filosofía: El hombre y el riesgo de Dios. Con la participación de José Antonio Pardo Oláguez, Zenia Yébenes Escardó y Tomás Almorín Oropa.

Jornadas de Teología: El empeño episcopal. Con la participación de Norberto Rivera Carrera, Salvador Martínez Ávila, Alberto Hernández Ibáñez, Julián A. López Amozurrutia, Lázaro Pérez Jiménez, Ricardo Valenzuela Pérez, Philip Goyret, Carlos T. Wagner y Guillermo Ortíz Mondragón.

Compilación y edición: Julián A. López Amozurrutia y Rafael Ángel Soto Mellado.

Nota: El autor de cada artículo de esta publicación asume la responsabilidad de las opiniones que expresa.

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Introducción

La identidad sacramental del Obispo es un tema sobre el que la conciencia cristiana se ha desarrollado y ha alcanzado un grado de madurez en el Concilio Vaticano II. Un comentarista de tiempos del Concilio no temía afirmar que «la sacramentalidad y la colegialidad del episcopado son, sin lugar a duda, los dos pronunciamientos mayores que hallamos en la constitución dogmática Lumen gentium y acaso en todo el Concilio Vaticano II»2. En realidad, esta afirmación tajante correspondía a la más originaria convocación del mismo Concilio, que se entendía entonces como necesaria continuación y complemento del Vaticano I. La figura del Papa había quedado ya afirmada con toda fuerza; una eclesiología completa exigía la reflexión detenida sobre el Obispo. Si bien es cierto que la perspectiva del último concilio tendió a ampliarse notablemente, ubicándose en un marco trinitario e histórico salvífico que lograba expresar la autoafirmación de la Iglesia en su conjunto como la servidora para que el Evangelio de Cristo se anunciara a todos los hombres, es indiscutible que la figura del Obispo no dejó de jugar un rol central en la constitución sobre la Iglesia.

La identidad sacramental del Obispo.Desarrollo dogmático de

la Edad Media a Pastores gregisJulián A. López Amozurrutia*

«…a fin de que la “primavera” del concilio Vaticano II encuentre en el nuevo milenio su “verano”,

es decir, su desarrollo maduro…»1

(Juan Pablo II).

* Licenciado y Doctor en Teología (Pontificia Universidad Gregoriana, Roma). Asistente para la Secretaría del Sínodo de los Obispos durante la Asamblea Especial para América en Cd. del Vaticano. Perito teólogo en el Simposio previo al 48º Congreso Eucarístico Internacional. Autor de El Dios de la Alianza. Fundamentación bíblica de la Doctrina Social Cristiana (IMDOSOC, México 2005), «Fe y método teológico. Tesis sobre las implicaciones de la fe en la actividad teológica», en Sentire cum Ecclesia (FS Karl J. Becker, Valencia 2003), «La Iglesia en la Ciudad» (en Diez años de desafíos y acción eclesial en la Arquidiócesis de México, Educar pastoral 3, México 2002), «Edward Schillebeeckx y la “nueva interpretación de la fe”. Estudio sobre una teoría hermenéutica en Teología» (Diss. Th, Roma 2001). Profesor de la UPM. Miembro del Consejo de Bioética de la CEM. Es Director General y Catedrático Honorario de Teología Dogmática del ISEE.

1 JUAN PABLO II, «Discurso durante el consistorio ordinario público», 21 de febrero de 1998, en L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de febrero de 1998, 3.

2 B. MONSEGÚ, «Sacramentalidad del episcopado», en C. MORCILLO GONZÁLEZ (ed.), Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966, 404-405. Sobre el tema en los autores contemporáneos al concilio, cf. también J. LÉCUYER,

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La identidad sacramental del Obispo.Desarrollo dogmático de la edad media a Pastores gregis

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Este dato nos permite destacar un notable contraste. Nos encontramos a cuarenta años de la promulgación de Lumen gentium. Las discusiones sobre el episcopado se han mantenido en las grandes publicaciones teológicas a propósito del sentido de la colegialidad episcopal, pero el tema de la sacramentalidad del episcopado ha sido en gran medida ignorado. Durante el año 2000 apareció una importante publicación a cargo del Comité Central del Gran Jubileo, que quería poner de relieve la recepción y actualidad del Concilio. En sus más de setecientas páginas, dicha obra guarda un asombroso silencio sobre el tema3. Esta ausencia no hace sino reflejar que lo que en el período inmediatamente posterior al Concilio se había entendido como un paso teológico de gran magnitud, en ciertos ambientes quedó relegado e incluso olvidado. Este contraste, con todo, no se refleja en todos los ámbitos. Fue una vez más Juan Pablo II quien pidió a la Iglesia que dirigiera su mirada hacia lo central. Él había pretendido que precisamente durante el Jubileo del 2000 se llevara a cabo la X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, para tratar el tema del episcopado. Conviene resaltar la doble implicación del acontecimiento: el órgano convocado y el tema de la convocación. El Sínodo de los Obispos es un órgano permanente que surgió precisamente del Concilio Vaticano II como una expresión del sentido de la colegialidad episcopal, una especie de prolongación de lo que el mismo Concilio había significado como experiencia para quienes participaron en él. El año del Jubileo –en una visión unitaria que Juan Pablo II tuvo siempre de su propio pontificado como continuación y actuación del Concilio– convenía que el episcopado reflexionara sobre su propia identidad en la línea del Vaticano II. Como es sabido, por cuestiones prácticas la Asamblea fue pospuesta al año siguiente. Pero la luz de su convocación sigue siendo igualmente reveladora: el tema con el que es necesario cerrar el proceso de maduración del Concilio es el de la identidad del episcopado. Por otra parte, sonó también significativo el acento que se decidió dar al tema: el Obispo como servidor del Evangelio para la esperanza del mundo. ¿Por qué la esperanza? ¿Acaso la renovación impulsada por el Vaticano II había adquirido rasgos de cansancio? ¿Acaso es parte natural del proceso que debe llevar la primavera del Concilio a un verano de madurez? Y visto desde la figura misma del Obispo, ¿acaso el empeño episcopal, la sarcina episcopum de san Agustín4, está resultando demasiado fatigosa para quienes la llevan sobre sus hombros, de modo que es necesario recordar que la proyección del futuro en la Iglesia, sin descuidar nunca las responsabilidades temporales, orienta siempre a una ulterior certeza, la del Señor que vendrá?5

«L’épiscopat comme sacrement», en G. BARAÚNA, L’Église de Vatican II. Études autour de la Constitution conciliaire sur l’Église, III, Paris 1966, 741-762, J. RATZINGER, «Kommentar zu de “Bekanntmachungen”», en LThK2, EI, 348-359, G. PHILIPS, La Chiesa e il suo misterio. Storia, testo e commento della Lumen gentium, Milano 1975, 218-244, y C. POZO, «La teología del episcopado en el capítulo 3° de la constitución “De Ecclesia”», en EE 40 (1965) 139-161.

3 Cf. R. FISICHELLA, Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo, Cinisello Balsamo 2000. Las únicas referencias a asunto las da J. RATZINGER, «L’ecclesiologia della Costituzione “Lumen Gentium”», 66-81. De este artículo existe también la edición castellana «La eclesiología de la constitución Lumen Gentium», en Convocados en el camino de la fe, Madrid 2004, 129-157.

4 Cf. De Civ. Dei 19,19.5 La orientación de esperanza quedó, finalmente, expresada en la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores

Gregis, nn. 3-5.

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Considero que la cuestión central se ubica en la identificación de la misión del Obispo anclada en su misma identidad sacramental. Si bien nos corresponde aquí considerar sobre todo el desarrollo histórico de la conciencia eclesial sobre el episcopado del medievo a nuestros días, es sobre esta perspectiva que deseo plantear mi participación. La identidad sacramental del Obispo nos permite conjuntar la radical dependencia de sus funciones de la acción salvífica de Jesucristo, teniendo al hombre en general y al bautizado en particular, es decir, a la Iglesia, como su sentido, y a la operatividad salvífica de los sacramentos como su dinámica propia. El paso que dio el Vaticano II con la afirmación de la sacramentalidad del episcopado fue algo reconocido en su importancia por quienes pudieron valorarlo teológicamente. Se consideró incluso algo audaz, porque, en algunos aspectos, se tenía por un tema no del todo cerrado. Aunque no generó una definición dogmática en sentido estricto, sí comprometió el más alto grado de enseñanza ejercitado de hecho por el Vaticano II y dio la pauta sobre la cual el desarrollo posterior ha sido unitario. No descuidar esta verdad es algo fundamental no sólo para reconocer históricamente el desarrollo dogmático, de modo que el conocimiento adquirido puede simplemente obviarse y darse por tenido, sino también para entender el momento mismo que estamos viviendo como Iglesia. La claridad teológica en el tema del episcopado es fundamental para entender correctamente a la Iglesia tanto en su dimensión universal como en su dimensión local. De paso permitirá la recta comprensión del servicio ministerial de los presbíteros.

1. Antecedentes

Nuestro estudio continúa los trabajos presentados sobre el Apóstol en el Nuevo Testamento y el Obispo en la patrística6. Nos anclamos, por lo tanto, en la figura de los Doce discípulos llamados por Jesús sobre los que queda establecida una misión apostólica que incluye el anuncio kerygmático y la enseñanza catequética, el establecimiento y la guía de las comunidades cristianas y la celebración de la fracción del pan. Continuamos, a la vez, la comprensión que la Iglesia ha tenido de esta función en su propio seno durante el período patrístico. Dada la complejidad de los elementos que se pueden reflexionar, y en razón de lo que hemos considerado central, nos abocaremos a lo que se refiere a la identidad y naturaleza sacramental del episcopado.

El antecedente directo del camino que seguimos nos lleva a descubrir dos derroteros teológicos principales para la comprensión de la figura episcopal.

6 Cf. los trabajos de S. MARTÍNEZ ÁVILA (PP. 163-193) y J. A. HERNÁNDEZ IBÁÑEZ (PP. 195-212) en este mismo volumen. Puede consultarse también con fruto para la cuestión bíblica el apartado «El Ministerio Ordenado», en C. ROCCHETTA, Los Sacramentos de la fe. 2. Sacramentología bíblica especial, Salamanca 2002, 221-273, y para la cuestión patrística L. OTT, El sacramento del Orden, Madrid 1976, 10-41. Sigue siendo conveniente la lectura de J. LÉCUYER, «Aux origines de la théologie thomiste de l’épiscopat», Gr. 35 (1954) 56-89.

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En cada uno de ellos varía el aspecto que se acentúa para identificar lo propio del ser del Obispo. No se trata, por supuesto, de negar otros aspectos involucrados en las funciones episcopales, sino sobre todo de subrayar lo que define al Obispo como tal. En los períodos más antiguos, además, carecemos de una elaboración sistemática que pretenda dibujar teológicamente la complejidad del ministerio episcopal. Es más la vida de la Iglesia la que en su propio seno va asumiendo una encomienda del Señor. De hecho, se trata en todo caso de la comprensión que se tiene del ministerio en la Iglesia como una referencia al cuerpo místico o al cuerpo real de Cristo7.

El primer derrotero lo podemos reconocer en la más antigua tradición patrística, en autores como Ignacio de Antioquía, Clemente de Roma, e Ireneo de Lyon, para quienes el Obispo es el referente necesario de la apostolicidad de la Iglesia. Lo llamaré línea eclesiológica. Su acento se colocaba sobre la potestad que el Obispo tenía sobre la Iglesia. De hecho fue la orientación dominante durante el período patrístico. No existía entonces una sacramentología desarrollada en el sentido moderno, pero la comprensión del ministerio era claramente sacramental en cuanto a los elementos que lo constituyen: una institución de Cristo que implica la incorporación eclesial a su poder salvífico (exousía) y que es canal para la transmisión de la misma en las diversas condiciones históricas, transmisión a la que se incorpora a personas específicas a través de un rito, a saber, la imposición de las manos. También en su orígen se encuentra radicalmente relacionada con la Eucaristía. La celebración eucarística era ordinariamente presidida por el Obispo, y sólo por concesión especial se fue cediendo al Presbítero. La Eucaristía era la expresión celebrativa de la constitución eclesial vivida cotidianamente. En este contexto cobró también particular relevancia la idea de una transmisión directa de persona a persona en la comunidad local de dicha función, lo que generó la urgencia de asegurar a través de listas de los obispos de las principales sedes la evidencia de la sucesión apostólica. Esto es ya un hecho indiscutido en tiempos de Ireneo de Lyon8.

Pero también la segunda línea tiene sus orígenes en el período patrístico. En su momento su enfoque se encontraba menos desarrollado, pero llegó a adquirir notable relevancia e incluso a opacar la otra línea. A partir de lo que se puede llamar la «sacerdotalización» del ministerio, siguiendo la reflexión de Tertuliano

7 No deja de ser ilustrativa la conocida transformación que se realiza en el vocabulario eclesial de llamar «cuerpo místico» de Cristo a la Eucaristía, en los primeros siglos, y a la Iglesia «cuerpo real», a llamar después «cuerpo real» a la Eucaristía y «cuerpo místico» a la Iglesia, como lo demostró H. DE LUBAC, Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Église au Moyen Age, Paris 19482.

8 Prescindimos aquí de entrar al debate sobre la elección episcopal por parte de las comunidades y la consagración sacramental por parte de otros Obispos. Ya en tiempos de san Jerónimo la práctica de una elección por parte de la comunidad había demostrado sus inconvenientes (cf. Adv. Jovinianum I, 34), y se había legislado incluso al respecto (cf. el canon 13 del Concilio de Laodicea y el canon 4 del Concilio de Nicea). Un estudio completo en R. ARNAU-GARCÍA, «Sobre la participación del pueblo en la elección de los ministros», AnVal 8 (1978) 331-354.

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y Cipriano, su definición hunde las raíces en el Ambrosiaster, es presentada categóricamente por Jerónimo y pasa por Isidoro de Sevilla a Pedro Lombardo, de ahí a Tomás de Aquino e incluso al Concilio de Trento. En este caso, la identidad sacramental del Obispo no se busca fuera de la potestad que tiene de celebrar la Eucaristía. Por ello la llamaré línea eucarística. Se trata de una línea que reconocerá a nivel eclesial la sucesión apostólica y la función episcopal de gobierno, pero que no leerá estos aspectos en clave sacramental. El problema inmediato que dicha orientación generó fue la dificultad de distinguir al Obispo del Presbítero, y la consecuente primacía del sacerdocio –común a obispos y presbíteros, pero focalizada en la identidad del Presbítero, que se ve de alguna manera como un «todo» completo– en la explicación del sacramento del Orden. Lo específico del episcopado se buscó entonces en alguna cuestión que complementara lo que de por sí parecía ya suficientemente realizado en el Presbítero.

Históricamente, esta orientación responde a un incidente. Como es sabido, en muchas iglesias locales fue adquiriendo creciente relevancia la figura del Diácono. Baste pensar en el gran número de diáconos que terminaban por suceder a sus obispos. Entre los casos más destacados, Atanasio, diácono todavía en el Concilio de Nicea, sucedió a Alejandro en el patriarcado de Alejandría. Roma no era la excepción. En este entorno se dio la sublevación de un grupos de diáconos de la que da testimonio san Jerónimo, los cuales pretendían colocarse por encima de los presbíteros. La respuesta de Jerónimo se coloca en la línea del Ambrosiaster, quien ya había explicado la identidad del Obispo a partir de la del Presbítero9. Jerónimo escribe con vehemencia a Evangelo: «Audio quemdam in tantam erupisse vecordiam, ut diaconus, presbyteris, id est, episcopis, anteferret. Nam cum Apostolus perspicue doceat eosdem esse presbyteros quos episcopos… Presbyter et episcopus, aliud etatis, aliud dignitatis est nomen»10. Los autores que mantienen esta línea conocen, por supuesto, la prioridad del Obispo sobre el Presbítero. Sin embargo, para explicar dicha prioridad señalan, sencillamente, que el Obispo es el primero de los Presbíteros. En base a ello, otros autores en el futuro intentarán marcar la diferencia a partir de ciertas funciones que realiza el Obispo y el Presbítero no puede realizar, pero se cuestiona si no las realiza porque no tiene la facultad para ello o porque la tiene atada, de modo que la identidad sacramental del Obispo quedaba francamente cuestionada. El espiscopado se explicaba a partir del presbiterado –o, para ser más precisos, del sacerdocio– y no a la inversa. Esta línea tuvo la ventaja de identificar en la Eucaristía una acción que condensaba y explicaba la razón de ser de la Iglesia,

9 Del Ambrosiaster leemos: «Presbyterum autem intelligi episcopum, probat Paulus apostolus. Quid est enim episcopus nisi primus presbyter, hoc est summus sacerdos?» (Questiones 101). Y también: «In episcopo omnes ordines sunt, qui et primus est, hoc est princeps sacerdotum, et propheta, et evangelista, et caetera ad implenda officia Ecclesiae in ministerio fidelium». (In Eph. 4, 11-12). Y por último: «Episcopi et prebyteri una ordinatio est. Uterque enim sacerdos est, sed episcopus primus est, ut omnis episcopus presbyter sit, non tamen omnis presbyter episcopus» (In 1Tm, 3,8-10).

10 Ep. ad Evangelum 146.

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y en ella del ministerio ordenado, pero su polarización redujo al mínimo la consideración de la dimensión sacramental del episcopado.

2. De Isidoro de Sevilla a Durando de san Porciano

La línea eucarística tenderá a dominar en la patrística tardía. Es cierto que hay quien afirma con toda insistencia la primacía episcopal, como el caso del pseudo Dionisio11. Él emplea de manera tajante un esquema vertical y descendente, en el cual el Obispo ocupa la cúspide en su De ecclesiastica ierarchia. Con todo, su motivación parece deberse más a los razonamientos neoplatónicos en los que se enmarca su pensamiento que a una visión propiamente sacramental. Quien concentra y divulga la línea eucarística, tomando la enseñanza de Jerónimo, es Isidoro de Sevilla. Desde el punto de vista sacramental, esta perspectiva se vuelve dominante. Su orientación se ratifica en la historia de la teología por los planteamientos de comentaristas de ciertos textos bíblicos (en especial Flp 1,1; 1Tm 3,1-8 y Tt 1,5-6)12. Es Isidoro, en concreto, quien consagra la vinculación entre sacerdocio y Eucaristía. El tema del sacerdocio es abordado en el capítulo quinto de su De ecclesiasticis officiis, y ahí toma juntos a obispos y presbíteros por identificar a ambos como sacerdotes. Después de desarrollar una asombrosa lectura simbólica de Aarón y sus hijos, afirma que del primero se derivan los obispos y de sus hijos los presbíteros como verdaderos sacerdotes. La noción del episcopado indica una función. Por otro lado, en el capítulo séptimo de su obra, al hablar sobre los presbíteros, especifica que la naturaleza sacramental del sacerdocio consiste en la potestad de ofrecer el sacrificio y de predicar el Evangelio. Sin negar una diferencia entre obispos y presbíteros, no establece dicha diferencia como un elemento sacramental, sino como un elemento jurisdiccional.

Si bien habrá autores como Beda el Venerable que señalarán la división entre obispos y presbíteros como algo proveniente del mismo Cristo, identificando a los obispos como los sucesores de los apóstoles y a los presbíteros como los sucesores de los discípulos de los que habla Lc 10,1 (ya sean 72 o 70, según las versiones)13, se tiende a consolidar la idea de que el sacerdocio se define sacramentalmente por la potestad eucarística, y que es esencialmente el mismo para ambos. Una tendencia generalizada a explicar los ministerios en la Iglesia en su referencia a la

11 Para el período medieval, cf. en especial L. OTT, El sacramento del Orden, 42-113, y R. ARNAU, «Comprensión eucarística del sacerdocio en la escolástica», en Orden y Ministerios, Madrid 2001, 107-134.

12 Cf. L. OTT, El sacramento del Orden, 47-48.13 Esta referencia, que por cierto en otros textos habla de 70 en vez de 72, se confronta con el envío de los Doce

de Lc 9,1-2 aún en estudios actuales. Aparece también en textos litúrgicos. Es curioso notar que incluso la institución de los Siete en los Hechos, que se suele identificar con el origen del diaconado, sea utilizado hoy para explicar bíblicamente la aparición de los Presbíteros por autores tan sólidos como J. Galot y M. Ponce Cuéllar. Cf. J. GALOT, Sacerdote en nombre de Cristo, Bilbao 2002, 241-248; M. PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir. Teología del sacerdocio ministerial, Barcelona 2001, 82-85.

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Eucaristía ubicará al sacerdocio como la cima común del conjunto de las órdenes14. Tanto el Obispo como el Presbítero son considerados sucesores de los apóstoles en tal sacerdocio, y la fundamentación bíblica que se favorece remite a la institución de la Eucaristía en la Última Cena. Lo propio del episcopado, así, no se entenderá en perspectiva sacramental, sino en la línea de la potestad de gobierno dentro de la Iglesia, y esta potestad no será considerada como parte de la configuración debida a la ordenación. En algunos casos se llegará a considerar el episcopado como un sacramental, pero no estrictamente un sacramento15.

Todo esto llevará a la división de una doble potestad en el Obispo, según se refiera a su ser sacerdotal o a su función de gobierno. Se habla de una potestas ordinis y de una potestas iurisdictionis. La potestas ordinis, en la que entran los aspectos propiamente sacramentales, se reducen a la transmisión de la gracia sacramental. La potestas iurisdictionis se entiende como la encomienda específica que se tiene de gobernar y de predicar el Evangelio a una porción del pueblo de Dios. Una ventaja de esta división se encontraba en que lograba salvar los casos de cisma. La validez sacramental en ciertas condiciones –una celebración eucarística válida en una comunidad cismática, con todo y lo extremo de la situación– no generaba una verdadera iglesia paralela en las comunidades cismáticas. De esta manera, la potestas ordinis del Obispo y del Presbítero son idénticas en cuanto ambos consagran la Eucaristía. En algunos casos se buscaba detectar la serie de celebraciones que sólo podía realizar el Obispo, y en ellos se marcaba una cierta prioridad de orden. Esto quedó incluso rubricado magisterialmente: Inocencio I, ya en el siglo V, había escrito una carta al Obispo Decencio de Gubbio, señalando a propósito de la confirmación que los Presbíteros no la podían otorgar porque «aunque ocupan el segundo lugar en el sacerdocio, no alcanzan, sin embargo, la cúspide del pontificado (pontificatus tamen apicem non habent)» (DzH 215). Esta expresión se volvería clásica. Pero en la explicación de dicha cúspide del pontificado no había unanimidad, sobre todo en la justificación teológica de lo que provenía del carácter recibido en la ordenación. Como ya hemos dicho, las funciones específicas del Obispo también eran explicadas por algunos autores como una facultad que de hecho el Presbítero tenía, pero atada. La interrogación quedaba abierta ante la constatación de la consagración episcopal no era reiterable, ni la condición episcopal se consideraba perdida en caso de ser degradado en las funciones, de modo que un aspecto del carácter sacramental, al menos, parecía quedar comprometido.

14 Como se sabe, en ello influía la búsqueda de cerrar en siete el número de las órdenes mayores y menores, a saber, sacerdocio, diaconado, subdiaconado, acolitado, lectorado, exorcisado y ostiariado. En algunos casos sí se ampliaba este número a nueve, desglozando el sacerdocio en presbiterado y episcopado y añadiendo la figura del salmista.

15 También a este respecto conviene destacar la ventaja que se dio al no buscar fuera del único sacramento del Orden la explicación de la identidad del episcopado. En un tiempo que, además, no distinguía claramente dentro de las órdenes aquellas que correspondían estrictamente a nivel sacramental, esta ambigüedad dio espacio a que, con el paso del tiempo, se madurara la idea de los «grados» dentro del único sacramento.

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Un lugar especial en este desarrollo lo ocupa Pedro Lombardo. En su sacramentaria general plantea como elementos constitutivos del sacramento el ser signo instituido por Cristo y el operar según la doctrina de la causalidad, en el orden salvífico. Al tocar el tema del Orden, lo vincula también a la Eucaristía, y se detiene a considerar la doble función de presidir y santificar en la Iglesia. De esta manera, define el Orden como un signo sagrado mediante el cual se concede al ordenado la potestad espiritual y el oficio; aplicando el orden de la causalidad, en la potestad espiritual se encuentra la transmisión de una gracia específica. Para él, las siete órdenes sagradas son consideradas integrantes del sacramento, en cuanto cada una de ellas significa y causa una potestad específica. No indica que cada uno de los grados ministeriales sea un sacramento, ni especifica el modo como cada uno participa de la sacramentalidad, pero en todo caso la clave de interpretación es la relación que cada una de las siete órdenes guarda con la Eucaristía. De cualquier modo, establece que de acuerdo con las costumbres y los cánones, sólo dos de ellas son en sentido estricto Orden, a saber, el diaconado y el presbiterado, pues sólo de ellos hablarían los documentos de la Iglesia antigua y el mandato apostólico16. Para explicar esto una vez más acude a la subordinación eucarística. El Presbítero es el que ofrece lo sagrado. Si la sacramentalidad del Orden parte de la celebración eucarística, se afirma directamente del Presbítero y por extensión subsidiaria del Diácono. La distinción respecto al Obispo retoma simplemente la fórmula de Inocencio I de no poseer el ápice del pontificado ni estar capacitado para determinadas acciones en la Iglesia. A nivel constitutivo, episcopado y presbiterado no tendrían diferencia más que en el orden lingüístico, retomando la idea de que «presbítero» indica una edad y «obispo» una dignidad. En todos estos puntos, como vemos, integra en una cierta sistemática lo ya conocido. Pero el Lombardo avanza al señalar en el orden causal que los presbíteros son sacerdotes en términos absolutos porque confieren lo sagrado. Los obispos son, así, valorados desde su capacidad de presidir y de ser los primeros, pero esto queda al margen de la definición sacramental. Se consolida, a partir de la distinción ya indicada entre santificar, propia de la sacramentalidad, y presidir, como función de gobierno, que la diferencia entre Presbítero y Obispo radica en la doble comprensión de la potestad, la de orden, vinculada al cuerpo eucarístico entendido ya como corpus Christi verum, y la de jurisdicción sobre la Iglesia, considerada ya corpus Christi mysticum. Las órdenes son sacramento en cuanto refieren a la santificación, y en específico a la transmisión de la gracia, mientras el resto de las actividades se consideran oficios y no entran en el campo sacramental.

Pedro Lombardo es, en general, base de la reflexión de Tomás de Aquino. El Doctor Angélico no llegó a presentar una visión sistemática del sacramento del Órden, porque no llegó a desarrollarlo en la Summa Theologica. Es necesario,

16 Cf. Sent. IV, d. 24, qq. 9 y 10.

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para acercarse a su pensamiento sobre el tema, una reconstrucción a partir de otros apartados de la Summa, a saber, cuando toca indirectamente el asunto, especialmente al hablar de los estados de perfección y del ministro de la Eucaristía. Ello se puede complementar con el Supplementum y con la referencia a algunos opúsculos. Por una parte, al analizar los grados de perfección, siguiendo al pseudo Dionisio concluye que la perfección desde el punto de vista del estado corresponde al Obispo17. Por otra parte, claramente establece la identidad sacerdotal a partir de la potestad de consagrar en la Eucaristía. Siguiendo a Isidoro, Tomás afirma que consagrar es competencia del sacerdote, y añade que cuando alguien es ordenado, se le confiere la potestad de consagrar en nombre de Cristo18. Una vez recibida esta potestad, nadie la puede quitar: incluso el hereje, el cismático y el degradado, con todo y sus censuras, pueden celebrar, pues conservan íntegro el sacramento recibido. Esta doctrina será retomada indirectamente por el IV Concilio de Letrán (cf. DzH 802). Es interesante constatar en el siguiente pasaje el esfuerzo por ubicar la especificidad del Obispo, quedando, sin embargo, en el campo de la potestad eclesial –de jurisdicción, podríamos decir– sin aclarar aquí si se trata de alguna manera de una cuestión sacramental: «El Obispo recibe potestad para actuar in persona Christi sobre su cuerpo místico, o sea, sobre la Iglesia. Y ésta es una potestad que no recibe el sacerdote en su consagración, aunque puede tenerla por delegación del Obispo. Por tanto, las cosas que no atañan al gobierno del cuerpo místico no están reservadas al Obispo, como es el caso de la consagración de este sacramento. Al Obispo corresponde, sin embargo, dar no sólo al pueblo, sino también a los sacerdotes, todo aquello que se considera necesario para el desempeño de su oficio. Y puesto que la bendición del crisma, del óleo santo y del óleo de los enfermos, así como las otras cosas que se consagran: como un altar, una iglesia, unas vestiduras, confiere una cierta idoneidad para la celebración de los sacramentos que corresponden al oficio del sacerdote, por eso se reservan al Obispo las consagraciones como príncipe de todo el órden eclesiástico»19.

El tomismo realiza una cierta sistematización sobre el Orden en el Supplementum, donde distingue en cada una de las órdenes una vinculación específica a la Eucaristía. Con reflexiones en algunos casos geniales y, en cierta medida, artificiosas, se establece lo específico de todas las órdenes en clave eucarística20. Sin embargo, es también ahí donde con toda claridad se determina que el episcopado no tiene el grado de orden21. El poder episcopal depende, en la dimensión sacramental, del poder sacerdotal. El más alto orden es, pues, el sacerdocio, porque consagra la Eucaristía. Ello se debe al acercamiento específico

17 Cf. STh II-II, q. 184, q. 6.18 Cf. STh III, q. 82, a. 1.19 STh III, q. 82, a. 1, ad 4.20 Cf. Suppl, q. 37.21 Cf. Suppl. q. 40, a. 5.

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de Tomás, que considera la instrumentalidad constitutiva del ministro que consiste en la actuación in persona Christi.

Esta visión deja espacio para entender el episcopado como una dignidad, y no como algo que se defina sacramentalmente. Tomás retoma al maestro de las sentencias en la idea de que en lo referente al cuerpo sacramental de Cristo el Obispo no es superior del Presbítero. Sin embargo, ciertas pistas en sus opúsculos no nos cierran de manera absoluta la posibilidad de que el episcopado se deba considerar en alguna medida señalado por una calificación sacramental. En su De perfectione vitae spiritualis sostiene que el Obispo recibe cierto orden en relación con el cuerpo místico, al ejercitar sobre él el cuidado pastoral supremo22. Utiliza para demostrar esto dos argumentos: el Obispo realiza acciones santificadores que no delega, como confirmar, ordenar y consagrar basílicas, y cuando es depuesto y restituido no se vuelve a ordenar. Se entiende, así, que hay un nivel de carácter implicado en su constitución como Obispo. No se trataría, sin embargo, de un nuevo órden, sino de un grado dentro del orden. Así asegura el septenario ministerial. De cualquier manera, se trata de una idea no particularmente desarrollada, y que de hecho queda en el marco de la potestad de jurisdicción. Por otro lado, no se trata de una obra que haya influido mayormente en el desarrollo inmediato posterior, como ocurrió, en cambio, con su De articulis fidei et ecclesiae sacramentis, que estuvo en las manos de los padres conciliares tridentinos y donde el episcopado es ubicado de modo tajante en la perspectiva de la dignidad y no del orden23.

Otro autor medieval que conviene destacar por su originalidad es Durando de San Porciano. Mientras la mayor parte de los comentaristas de las Sentencias debate en torno a qué ordenes son sacramento, dividiéndose entre los que señalan el septenario y quienes añaden a él al Obispo y al salmista, para Durando sacramento es sólo uno, a saber, el presbiterado, mientras todas las demás son sacramentales, pues realizan actividades que orientan o disponen al efecto espiritual, mientras el único que lo realiza propiamente es el sacerdocio24. Para él el episcopado es orden, pero no distinto del presbiterado, sino el mismo culminado y perfecto. Durando observa la unidad de opiniones respecto a la potestad de jurisdicción del Obispo considerada mayor que la del Presbítero, pero reconoce que no hay unidad en las opiniones sobre la potestad de orden. Nos ubicamos, pues, en este tiempo en la calificación teológica de opinión probable. Si algunos, dice Durando, siguiendo a Jerónimo aceptan que en principio el Presbítero

22 Cf. De perf. vitae spirit., c. 24.23 «Sunt autem septem ordines: scilicet presbyteratus, diaconatus, subdiaconatus, acolytatus, exorcistae, lectoris et ostiarii.

Clericatus autem non est ordo, sed quaedam professio vitae dantium se divino ministerio. Episcopatus autem magis est dignitas quam ordo». De art. fid. pars 2.

24 Para esto sigue un interesante paralelismo con el sacramento del bautismo, observando los actos preparatorios al mismo como sacramentales, y no propiamente sacramento, como lo sería sólo el lavado bajo la fórmula determinada.

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puede administrar todos los sacramentos, y que la función episcopal propia es la disposición eclesiástica para el gobierno de una porción del pueblo de Dios y la administración de las órdenes y de ciertas consagraciones y bendiciones, otros afirmarían que la potestad de orden del Obispo es superior a la del Presbítero por institución divina; dicha potestad consistiría en la función especial de consagrar sacerdotes. Durando opta por esta segunda opinión. Sin embargo, la explica con una reflexión original: se trata de un verdadero sacramento, en cuanto capacita a la consagración de los ministros que confeccionarán la Eucaristía, a diferencia de las ordenes menores al presbiterado, que sólo disponen a su recepción. No se trata, sin embargo, de un sacramento autónomo, distinto al sacerdocio, sino el mismo sacerdocio. Al igual que en la Eucaristía se da la doble consagración del pan y del vino, en la ordenación del Presbítero y del sumo sacerdote nos encontramos ante un único sacramento completo, cuyos dos aspectos se relacionan como lo imperfecto y lo perfecto, siendo lo perfecto lo que puede producir algo semejante a sí, y lo imperfecto lo que no puede ordenar a otro para el sacerdocio25.

3. El Concilio de Trento

El concilio de Trento se enfrenta fundamentalmente al movimiento de la Reforma protestante26. Los padres conciliares son conscientes de que hay temas que no están maduros, y entre ellos en concreto se encuentra el de la especificidad sacramental del episcopado. Como es bien sabido, la Reforma y en particular Lutero niega el sacerdocio como sacramento dentro de su más amplia crítica a la sacramentalidad. Descarrilando el sacerdocio de los fieles, concentra el ministerio en la función del anuncio de la palabra, negando valor a los ritos de ordenación, que considera invento papista. Niega, así mismo, el valor sacrificial de la Eucaristía, y equipara al párroco con el Obispo. Entre los autores reformados, sólo Melanchton reconoce el Órden como un sacramento, pero en una perspectiva amplia, como ministerio de la palabra, aunque afirma su institución divina. Calvino francamente niega la sacramentalidad, pero no rechaza el rito de ordenación como un signo apostólico.

25 Nótese una vez más el recurso metodológico a la analogía de la fe, comparando ahora con la Eucaristía. La discusión en este tiempo no se cierra con los autores considerados. L. OTT, en El sacramento del Orden da amplia cuenta de ello. Pedro Auriol, por ejemplo, presentará el episcopado como una ampliación de la misma potestad y orden, entendiéndolo bajo la clave de un aumento o gradación, como extensión a varios actos de un mismo poder que ya se tenía, pero que no se podía utilizar. Juan Capreolo, por otro lado, representará al defensor del tomismo que insiste en la idea del episcopado definido por el poder sobre el cuerpo místico.

26 Para lo siguiente, cf. L. OTT, El sacramento del Orden., 114-129; K. BECKER, «La diferencia entre Obispo y Presbítero en el decreto del concilio de Trento sobre el sacramento del Orden y en la constitución sobre la Iglesia del concilio Vaticano II», en RAHNER, K. (ed.), La infalibilidad en la Iglesia, Madrid 1978, 261-297. Orientando también el tema desde Trento hacia el Vaticano II se puede ver con fruto A. FERNÁNDEZ, «Obispos y Presbíteros. Historia y doctrina de la diferencia del ministerio eclesiástico», Burgense 18 (1977) 357-418. A nivel histórico, cf. H. JEDIN, Historia del concilio de Trento. III-IV, Pamplona 1981.

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El Concilio de Trento tiene que enfrentar estos temas, pero lo hará intentando mantener las tensiones de escuelas, de modo que no se defina aquello que no está maduro. La doctrina sobre el sacramento del Órden se publicó sólo en fecha tardía, mirando a lo esencial, complementándose con lo que ya se había dicho especialmente sobre los demás sacramentos y sin pretender ser exhaustiva. Se encuentra distribuida en cuatro capítulos y ocho cánones (cf. DzH 1763-1778). En el primer capítulo, se relaciona esencialmente el sacerdocio con el sacrificio. Retomando el Decreto sobre el sacrificio de la Misa se insiste en que Cristo dio a los apóstoles el poder de celebrar la Eucaristía y perdonar los pecados. Subrayando el carácter cultual del ministerio, en la línea de la escolástica tomista y con el Concilio de Florencia, señala como esencial del rito la traditio instrumentorum, sin indicar la imposición de las manos. La existencia del sacerdocio depende de la existencia del sacrificio. La dimensión externa del sacrificio exige la existencia de un sacerdote. En este contexto, se atenúa una vez más la diferencia entre Obispo y Presbítero, con todo y que junto a la corriente presbiteriana existía una corriente episcopaliana en el Concilio. La doctrina queda confirmada en el canon 1. En el capítulo 2 es notable que al desarrollar la doctrina sobre el sacerdocio y el diaconado, evidenciando su fundamento escriturístico, y señalando las órdenes menores como eclesiales, se haga mención de la tonsura como inicio del estado clerical y no haya alusión alguna al episcopado. Se afirma que las órdenes todas orientan al sacerdocio. La doctrina es confirmada en el canon 2. En el capítulo 3, a diferencia de sus primeros proyectos, que clarificaban más la cuestión de la gracia sacramental y el carácter, describiendo el rito, se termina por confirmar simplemente lo dicho en el Decreto sobre los sacramentos en general: el sacramento del Orden se confiere por medio de palabras y signos externos. Esto se confirma en el canon 3. El tema del carácter queda desplazado al capítulo 4, el más largo del decreto, que incluye fragmentos de proyectos anteriores, los cuales acaso habían logrado mayor coherencia en cuestiones del carácter, del episcopado y sobre el primado. El capítulo cuenta con tres partes, que se confirman en diversos cánones. La primera de ella se refiere al carácter sacramental y su perpetuidad; la segunda, al episcopado, y la tercera a la libertad de la Iglesia en la designación del ministro. Nos interesan las dos primeras. Al hablar del carácter se sustituye la expresión existente en los proyectos anteriores: «potestas spiritualis et indelebilis» por la simple descripción de un carácter «qui nec deleri nec auferri potest». Simplemente se retoma la enseñanza del Concilio de Florencia sobre los sacramentos, sin referencia explícita a su fundamentación escriturística y patrística. Se relaciona con el carácter del Bautismo y de la Confirmación, de modo que se entiende que quien deja de ejercer la predicación no deja de ser sacerdote. Más aún nos interesa el segundo punto, cuando habla directamente del episcopado. El Concilio no se compromete mayormente. Su texto reza así: «Por ende, declara el santo Concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos, los Obispos que han sucedido

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en el lugar de los apóstoles, pertenecen principalmente a este orden jerárquico y están puestos (como dice el mismo Apóstol), por el Espíritu Santo “para regir la Iglesia de Dios”, son superiores a los Presbíteros y confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden inferior» (DzH 1768). La formulación no dice que la consagración episcopal sea un sacramento, debido a los dos bandos que existían representados en el Concilio, pero sí enseña que los obispos suceden a los apóstoles, pertenecen al orden jerárquico y están por encima de los presbíteros, cumpliendo funciones propias. El canon 6 precisa que la jerarquía ha sido instutida por divina ordenación, pero con ello no se quiere decir más que la providencia divina, no una institución positiva, como lo ha demostrado ampliamente Becker. Existe una jerarquía querida por Dios, que consta de obispos, presbíteros y ministros27. Es notable que cuando se habla de jerarquía se especifique la función del Obispo, mientras que al tratarse el contexto sacramental del sacerdocio, en el capítulo 2, no se hable de él. El canon 7 reitera la opinión general del poder propio de los obispos para ordenar y confirmar. La transmisión de este poder a los presbíteros se consideraba una disposición jurisdiccional restringida al Papa, pero en el Concilio se había decidido no tocar el tema del poder del Papa. Ni el canon 4, que habla del carácter de la ordenación, ni el canon 7 especifican si la diferencia existente entre Obispo y Presbítero deriva de Cristo o de los apóstoles. En realidad, la mentalidad establecida en la división entre potestad de orden y potestad de jurisdicción no permitía resolver satisfactoriamente la tensión entre las diversas posturas.

En conclusión, Trento no tiene una doctrina completa sobre nuestro tema, y los padres conciliares son conscientes de ello. Quedan salvados algunos datos fundamentales, a saber, la relación entre sacerdocio y Eucaristía y la plena sacramentalidad del Orden en general. El tema del carácter se retomó sin entrar en mayores matices del Concilio de Florencia y del Decreto sobre los Sacramentos en general del propio Concilio de Trento. La reflexión sobre el ministerio parte del Presbítero, debido a la relación fundamental establecida entre sacerdocio y Eucaristía, sin encontrarse la posibilidad de plantear una perspectiva unitaria del conjunto. Se alude a la institución de Jesucristo del sacramento al conceder a los apóstoles y sus sucesores la potestad de consagrar, pero la sucesión apostólica es usada en dos sentidos: eucarístico-sacramental, y entonces se extiende a los presbíteros, y eclesiológico, y entonces se restringe a los obispos. El tema de la

27 Prescindimos aquí de la problemática mención genérica de los «ministros». Este apartado fue uno de los más debatidos en el Concilio, y la formulación definitiva fue claramente un acuerdo en el que las diferencias de escuela se mantuvieron. Algunos defendían la jurisdicción episcopal como una realidad de derecho divino, recibida directamente en la consagración, mientras otros argumentaban que el Obispo recibe del Papa la jurisdicción de su diócesis. Un año de discusión llevó a la fórmula de compromiso «divina ordinatione», que todos podían aceptar, pero que también reconocían ambigua, pues aplicaba igualmente a reyes y magistrados. Cada cual podía entenderla como quisiera.

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predicación como función del ministro es un tema que no se considera. No es que se niegue; sencillamente, la polémica antiluterana exige concetrarse en el tema de la Eucaristía. Conviene, con todo, recordar un aspecto implícito en la práctica misma del Concilio: si, como se dice en el Decreto sobre la edición “Vulgata” de la Biblia y sobre el modo de interpretar la Sagrada Escritura, es competencia de la Iglesia «juzgar el verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas» (DzH 1507), la autenticidad de la interpretación garantizada en la Iglesia la están de hecho realizando los padres conciliares. Es, pues, de alguna manera, competencia de los Obispos. Para explicitar este punto haría falta la maduración de los dos concilios vaticanos28.

4. El Concilio Vaticano II

En el período anterior al Concilio Vaticano II, un ejercicio magisterial de notable relevancia se había realizado en la constitución apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII (cf. DzH 3857-3861). Ahí queda establecida la materia y la forma del sacramento, definiendo para toda celebración futura la imposición de las manos como el elemento central. Con el anuncio del Concilio se tenía clara conciencia de que el tema del episcopado tendría que ser un elemento central de la reflexión conciliar, como ya hemos tenido ocasión de señalar al inicio de nuestra participación.

El Concilio Vaticano II inserta su enseñanza en un amplio contexto trinitario y eclesiológico. No se trata de romper con Trento. Ya hemos mencionado que el tridentino conscientemente no quiso tomar decisiones sobre temas debatidos. Respecto al episcopado, la urgencia más evidente se planteaba de cara a la enseñanza de la constitución Pastor bonus del Vaticano I, cuya enseñanza sobre el Sumo Pontífice reclamaba como complemento una consideración sobre el episcopado, misma que de hecho había tenido la intención de cumplir el mismo concilio de no haberse tenido que interrumpir violentamente. En realidad, no es exagerado decir que la eclesiología del Vaticano II se juega de alguna manera en la figura del Obispo. Con todo, el desarrollo del Concilio no fue algo sencillo en este punto29. Como problemas específicos se tenía la necesidad de clarificar la figura del Obispo en su referencia al episcopado universal, determinar la sacramentalidad del episcopado mismo, y el explicar la relación entre los munera episcopales y las potestates. Si bien podemos reconocer una orientación mayoritaria en los diversos

28 Para una exposición del período posterior al Concilio de Trento hasta antes del Vaticano II, cf. L. OTT, El sacramento del Orden, 130-185. Este trabajo, por demás exhaustivo, no hace al final justicia a la relevancia del Vaticano II en el tema que nos ocupa. Cf. pp. 185-187.

29 Una descripción del status quaestionis teológico en el momento previo al Concilio la presenta PH. GOYRET, El Obispo, Pastor de la Iglesia, Navarra 1998, 39-75

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temas, especialmente el de la sacramentalidad del episcopado, la supremacía del Obispo sobre el Presbítero no sólo de jurisdicción sino también de orden y –aunque con un consenso menor– la derivación del ministerio de la palabra y de gobierno de la consagración sacramental, la decisión general del Concilio de evitar determinaciones dogmáticas y la indicación pontificia de buscar disminuir al mínimo los votos en contra a través de formulaciones aceptables para todos llevó a que de hecho no se hiciera ninguna definición dogmática. Hemos de estar de acuerdo, sin embargo, en que el nivel de enseñanza superior se ejerció, de hecho, precisamente cuando el concilio enseñó la sacramentalidad del episcopado. Como sugiere Arnau, este tema se encontraba ya claramente fraguado en ciertos ambientes, como se puede reconocer en la obra de Lécuyer y en la propuesta de la Facultad Teológica de Italia Septentrional a las consultas preparatorias al Concilio30. El estudio de Ghirlanda permite ver el esqueleto de las consultas preparatorias en más amplia medida31, y el de Goyret pone en evidencia, además, las tendencias teológicas en el período inmediatamente anterior al Concilio32.

Prescindiendo aquí por espacio de la elaboración de los textos, debemos subrayar el resultado obtenido en el capítulo III de Lumen gentium, en particular el número 18, como introducción, y el 21, como desarrollo. «Para apacentar el pueblo de Dios y acrecentarlo siempre –inicia el capítulo–, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad cristiana tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación. Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia, enviando a sus apóstoles como Él mismo había sido enviado por el Padre, y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia» (Lumen gentium 18). Sigue a continuación la mención de Pedro y su función dentro del colegio apostólico. Los dos números siguientes establecen la institución hecha por Jesús de los apóstoles e identifica a los obispos como sus sucesores. Inmediatamente se pasa al texto central de nuestra atención, en el que se presenta la identidad sacramental del episcopado:

Así, pues, en los Obispos, a quienes asisten los Presbíteros, Jesucristo nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus pontífices, sino que principalmente, a través de su servicio eximio,

30 Cf. R. ARNAU, Orden y Ministerios, 157-166.31 Cf. G. GHIRLANDA, “Hierarchica Communio”. Significato della formula nella “Lumen Gentium”, Roma 1980, 6-99.32 Cf. PH. GOYRET, El Obispo, Pastor de la Iglesia. Estudio teológico del Munus Regendi en Lumen Gentium 27,

Pamplona 1998, 39-75.

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predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes y, por medio de su oficio paternal, va agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de la sabiduría y prudencia de ellos orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios, y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios y la administración del Espíritu y de la justicia en gloria.

Para realizar estos oficios tan altos fueron los apóstoles enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo, y ellos, a su vez, por la imposición de las manos transmitieron a sus colaboradores el don del Espíritu, que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal. Este santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres “supremo sacerdocio” o “cumbre del ministerio sagrado”. Ahora bien, la consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también el oficio de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos en forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del sacramento del orden, a nuevos elegidos en el cuerpo episcopal (Lumen gentium 21).

Este texto merece gran atención. Me concentraré sólo en destacar lo que nos incumbe aquí. En primer lugar, la identidad del ministerio en la Iglesia queda remitido fundamentalmente a Jesucristo. Es Él quien está presente a través de sus ministros. La presencia del Señor, sentado a la derecha del Padres se garantiza por la acción del Espíritu Santo, transmitido por la imposición de las manos. Observamos, pues, la estructura trinitaria sobre la que debe establecerse el ministerio. Pero destaca, además, la clave sacramental de la presentación del conjunto. No hace falta detenernos más en la cuestión del signo sacramental concreto. Ya dijimos que con Pío XII había quedado determinado el signo de la imposición de las manos como materia del sacramento. No se elimina, pues, la validez de que otros signos hayan sido considerados constitutivos del sacramento en algún momento, en particular la entrega de los instrumentos. Lo que conviene

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resaltar es el hecho mismo de que la presentación global de la identidad episcopal y de la sucesión apostólica se ubique en el contexto de la ordenación sacramental. Se alude, por lo tanto, a la expresa voluntad de Cristo, mediada por los apóstoles bajo la forma de una transmisión solemne, para que la exousía salvífica del Señor se vaya haciendo extensiva y eficaz en los más diversos contextos. La sucesión, pues, entra como un elemento interno de la misma sacramentalidad.

El sentido del ministerio queda claramente señalado como una orientación eclesial: se trata de apacentar al pueblo de Dios y de acrecentarlo. Existen dos funciones principales, por lo tanto: una al interno de la Iglesia y otra hacia fuera de ella: articular la unidad y expandirla. Por otro lado, es notable que aparezca la palabra «potestad», pero referida al servicio de los hermanos. Es importante ver que el término «dignidad», que en tantas ocasiones había sido utilizada para referirse al ministro, en particular para señalar la diferencia del Obispo respecto al Presbítero, ahora es empleada para indicar la condición bautismal. Lo propio del ministro es servir al orden al interno de la comunidad de los bautizados de modo que todos tiendan al fin salvífico que les es ofrecido por Cristo. Este servicio ha de entenderse en la perspectiva de Lumen gentium 10, donde se indica que el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial son ambos participación del único sacerdocio de Cristo, que existe entre ellos una diferencia esencial y no de grado, y que ambos están ordenados uno al otro. Lo propio del sacerdocio ministerial será su función de servicio para que se pueda ejercer el sacerdocio bautismal. Por otra parte, la referencia al «grado» da la pauta lingüística para resolver el problema del episcopado, el presbiterado y el diaconado como un único sacramento.

Ahora bien, la expresión más fuerte del texto se refiere a la definición del episcopado como «plenitud del sacramento del Orden». La línea eclesiológica de la antigua tradición reaparece, señalando como punto de referencia para entender el sacramento no al Presbítero, sino al Obispo. Su identificación como sucesor de los apóstoles y miembro de un colegio se determina como una participación ontológica propia de la ordenación, por lo tanto, parte de la sacramentalidad misma. La explicación del sacramento no a partir del Presbítero, sino a partir del Obispo, marca un notable cambio de acento que libera el elemento determinante de la consagración eucarística. Ésta no se niega, por supuesto, pero queda enmarcada en el más amplio contexto de una cristología, una eclesiología y una sacramentaria que, en perspectiva histórico salvífica, ponga en evidencia la salvación ofrecida por Dios a los hombres como su contenido central.

La Nota explicativa previa de Lumen gentium terminará de especificar este avance dogmático: «Uno se convierte en miembro del Colegio en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los

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miembros del Colegio. En la consagración se da una participación ontológica de los ministerios (munerum) sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica. Se emplea intencionadamente el término ministerios y no la palabra potestades (potestatum), porque esta última palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio (ad actum expedita). Mas para que de hecho se tenga tal potestad expedita es necesario que se añada la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad» (Lumen gentium, Nota explicativa previa 2). Así, con la distinción de la potestad expedita para el ejercicio se salva lo que tradicionalmente preocupaba en la determinación de la potestas iurisdictionis, y se logra incluir el oficio de regir y de enseñar dentro de la consagración sacramental.

En efecto, continúa el texto de la Constitución, la consagración transmite, junto con el oficio de santificar, el de enseñar y regir. Este punto también resulta de máxima relevancia en el itinerario que hemos seguido. Lo sacramental no se restringe al oficio de santificar. La redacción nos permite entender que se está respondiendo directamente a la pregunta histórica sobre la diversidad de potestades. La encomienda de regir y, de modo derivado, la de enseñar, se solían entender dentro de la potestas iurisdictionis. Lo que definía sacramentalmente el Orden era la potestas ordinis. Aquí se da un paso notable. La consagración, es decir, la constitución sacramental, confiere los tres oficios. Por ello no se dice en este contexto «potestad», sino «ministerio» o munus. El término «potestas» había aparecido antes, al referirse a la totalidad de la identidad episcopal, como un término englobante. El Concilio incorpora el munus regendi, llamándolo así, y el docendi, que se consideraba en general parte de la potestas iurisdictionis, a la consagración, sin hablar de potestates, pero limitando su ejercicio a la comunión jerárquica. La explicación que sigue nos muestra la palanca que sirvió a la apertura del tema: dichos munera no se ejercitan sino en comunión con la Cabeza y los miembros del Colegio. Por la ordenación, el Obispo participa ontológicamente de los munera de Cristo cabeza, pero dicha participación implica como elemento constitutivo una referencia al colegio episcopal, y señala así la comunión jerárquica, que no ha de considerarse, a mi parecer, como un elemento ajeno a la misma configuración sacramental. Sobre este punto, sin embargo, caben todavía discusiones teológicas.

Más adelante el texto se detendrá en el tema de la colegialidad, de máxima importancia también en el Concilio y que ha concentrado los esfuerzos reflexivos posteriores33. No entramos ahora a las delimitaciones y explicaciones. Baste indicar que debe entenderse también, a mi parecer, como parte de la misma

33 Ya hemos mencionado a este propósito el estudio de G. GHIRLANDA, “Hierarchica Communio”.

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sacramentalidad. Y la clave para explicarlo es la incorporación de los tres munera. Estos tres munera se reciben sacramentalmente en la ordenación. Como aclara la nota explicativa previa, no se considera que estén en acto de ser ejercidas sino hasta que se recibe directamente la misión. Por ello precisamente, como hemos hecho ver, se aclara que se utilizó el nombre de munus y no de potestas, porque por potestas se podría entender como potestas ad actum expedita, la cual requiere para su ejercicio la determinación jurídica o canónica de la autoridad. Existe una potestad sacramental, única, general del sacramento, pero para su aplicación, especialmente, se entiende, en el campo jurisdiccional, se requiere de la determinación canónica. En caso de no haber determinación jurídica, el Obispo de hecho tiene el munus regendi y el docendi al menos en lo que se refiere a su solicitud por todas las Iglesias, a su condición de miembro del colegio episcopal34. No hay duda de que el Vaticano II es la fuente desde la que se entiende la teología del episcopado hoy en día. En la orientación concreta, la enseñanza de Lumen gentium se especificó en el Decreto Christus Dominus, y su doctrina ha sido plasmada, según la distinción de géneros literarios, en las praenotanda de los rituales litúrgicos, en el Código de Derecho Canónico de 1983 y en el Catecismo de la Iglesia Católica. Es también la base que fue madurando desde el primer Directorio para los Obispos de la Congregación para los Obispos de 1973 «Ecclesia imago» hasta la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores gregis, desde la cual finalmente emanó el más reciente Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores»35. A propósito de estos últimos documentos podremos lanzar la mirada desde el momento en que nos encontramos hacia el horizonte, intentando vislumbrar algunas perspectivas sobre el perfil delineado de la identidad sacramental del episcopado.

5. Perspectivas

El camino que hemos seguido nos permite valorar el momento del desarrollo dogmático en el que nos encontramos respecto a la naturaleza del episcopado. Hay temas que reclaman determinaciones teológicas. Se dan, evidentemente, aproximaciones teológicas diversas, pero existe un consenso teológico notable en lo esencial, que puede ser indicativo de la madurez teológica alcanzada.

34 En términos generales, me parece, con Goyret, que la clave para entender la identidad episcopal no se encuentra inmediatamente en la comunión jerárquica, como quiere Ghirlanda, pero me parece que en efecto, como señala Ghirlanda, la comunión jerárquica ayuda a explicar el sentido en que los munera se tienen ontológicamente aunque no estén determinados jurídicamente por la misión canónica.

35 CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Directorio para los Obispos «Ecclesia imago», 22 de febrero de 1973; JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Postsinodal «Pastores gregis» sobre el Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, 16 de octubre de 2003; CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores», 22 de febrero de 2004.

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Respecto a la sacramentalidad del episcopado, creo que puede enseñarse ya sólidamente. Aunque el Concilio no realizara una definición dogmática, lo cierto es que las tendencias que lo negaban más bien han desaparecido. El vocabulario se ha consagrado: el episcopado es el sumo grado del sacramento del Orden. La misma palabra «grado» ha quedado consagrada si se considera Lumen gentium 10. Si entre el sacerdocio ministerial y el bautismal hay diferencia esencial y no de grado, donde se da diferencia de grado dentro de la misma esencia sacramental es en la triple participación del sacerdocio ministerial, y en ella la plenitud lo tiene el episcopado. En este punto central, el Concilio Vaticano II que en su momento pretendió sobre todo un abordaje pastoral de los temas y no buscaba establecer doctrinalmente ningún punto candente, terminó por amarrar este tema y orientar la discusión posterior hacia un consenso prácticamente decisivo. Con esto, no se ha querido negar que el Presbítero sea a título cabal sacerdote del Nuevo Testamento, como enseña Trento. Más bien se le integra en el más amplio contexto eclesial, siempre en perspectiva sacramental. Me parece que en este punto se encuentra el mayor aporte dogmático de la eclesiología y de la sacramentaria del Vaticano II. Sin negar la importancia de la comunión jerárquica, el tema englobante ha de ser, en mi opinión, el de la sacramentalidad del episcopado, y a partir de él se debe entender el conjunto. Es una sacramentalidad que implica la colegialidad y la unidad del triple munus, precisamente por plantearse como sacramento de la dinámica salvífica establecida entre Cristo (cabeza y esposo) y su Iglesia.

En este sentido, una visión complexiva de la identidad sacramental del Obispo deberá ubicarlo en una consideración dentro del único sacramento del Orden, como su plenitud y como el punto de referencia de todo el sacramento. Ello implicará, necesariamente, la explicitación de su fundamentación cristológica, su finalidad eclesiológica y la configuración sacramental de su dinamismo. Sin intentar agotar aquí una sistemática completa, señalamos únicamente un esbozo general.

El fundamento del sacramento del Orden es cristológico en diversos niveles: su institución nos remite a la disposición de Jesucristo (el Jesús histórico, cuya voluntad llegó a su plena explicitación después de la Pascua); su función consiste precisamente en hacer presente a Cristo servidor, esposo y cabeza de su Iglesia, a título personal, revestido de su propio poder, como fuente de gracia y principio de unidad; su eficacia depende radicalmente de la vinculación con Cristo, y es por ello que tiene sentido la doctrina del ex opere operato, que no quita en el nivel moral la exigencia de que el ministro sea lo más creíble posible y esté llamado a la búsqueda de su propia santificación. Esta referencia cristológica respecto al episcopado sobre la institución nos remite directamente a la figura histórica y simbólica de los Doce, sobre la función nos hace palpable la identidad

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del Obispo como pastor y esposo de la Iglesia, y sobre la eficacia nos conecta con su operatividad como cabeza a la vez que con el tema arriba anunciado de la perfección de vida que le corresponde en grado peculiar.

A nivel eclesiológico, la sacramentalidad del episcopado nos permite ubicar la figura del Obispo más allá del plano funcional, como una determinación sacramental propia, la del servicio capital. En ello se retoma la conocida frase de Agustín: «Para ustedes soy Obispo; con ustedes soy cristiano»36. La finalidad del sacramento del Orden es eclesiológico en diversos niveles. Sentido bautismal. El sentido de la existencia del Orden, y en particular del episcopado, es la participación del hombre a la vida divina cristiforme. La participación de la autoridad de Cristo tiene un sentido verdaderamente ministerial. En este sentido, toda acción eclesial y específicamente las acciones del Obispo como ministro ordenado revestido de la plenitud del sacramento, tienen como finalidad prestar un servicio a aquella configuración que el hombre recibe o está llamado a recibir en el bautismo (a saber, el perdón de los pecados y la participación en la naturaleza divina que incluye la gracia y la vida sobrenatural en general). Contenido soteriológico. El contenido, por lo tanto, del sacramento, y específicamente de quien ejerce su función en plenitud, es una participación en el vértice del dinamismo salvífico, de modo que el Obispo queda incorporado a la transmisión de la salvación entregada desde el Padre por Cristo en el Espíritu al hombre. Misión. El sacramento del Orden en general y de manera especialmente intensa en su grado mayor, implica una orientación hacia todos los hombres y hacia todo el hombre, en la cual queda incluido el impulso misionero originario derivado del envío del Señor con un horizonte de las más amplias dimensiones.

Por último, el dinamismo del Orden es sacramental, en diversos niveles. Carácter. El poder participado ontológicamente en la ordenación implica una configuración específica, sacramental, que encontramos expresada de manera peculiar en la doctrina del carácter. No se trata de un nivel meramente funcional, sino que implica a la persona misma elevada al nivel de signo, con una capacitación sobrenatural propia, en la que el sello de Cristo (acción del Espíritu) otorga una configuración con Cristo en una perspectiva propia. En el caso del Obispo, el carácter lo ubica en la mediación al servicio de la unidad en la Iglesia y a su fecundidad salvífica. Estructura jerárquica como visibilización del don. La dimensión estrictamente jerárquica del sacramento, y particularmente la figura central del Obispo, permite captar el sentido vertical, de don proveniente de lo alto, de aquello que se transmite. Nadie tiene derecho a exigir el recibir este sacramento, y quien lo recibe está llamado a vivir volcado en el servicio comunicando la gracia salvífica. Organismo salvífico. La diversidad de grados en el mismo sacramento del

36 Sermo 340,1.

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Orden permite captar la riqueza de un organismo salvífico, en el que el individuo queda incorporado desde su propia identidad al conjunto del pueblo en el que participa. Nadie agota la totalidad del ofrecimiento. En dicho marco, el Obispo representa de manera especial la capitalidad cristológica del Cuerpo místico. Por otra parte, dicha función se realiza, a la vez, como miembro de un colegio. Por ello insisto en que la comunión jerárquica debe incluirse en la línea de la misma sacramentalidad. No es un elemento adicional, sino parte de la dinámica sacramental eclesial.

Este aspecto sacramental puede aún profundizarse en varios aspectos. En primer lugar, en la explicitación de que una capacitación para la jurisdicción concreta no se realiza directamente de Dios por la ordenación, sino que va mediada en la determinación por la autoridad competente, y remite por lo mismo al colegio como conjunto y al Santo Padre en particular. Sobre esto cabe todavía la profundización teológica, especialmente de cara a las comunidades orientales, tanto católicas como ortodoxas. Pero por otro lado, esto constituye la necesaria justificación para algunas figuras, como los Obispos auxiliares y otros Obispos que no tengan a su cargo una diócesis. Su personalidad episcopal no se encuentra limitada, sino que se realiza en las condiciones que el tiempo y la estructura eclesial requiere.

Por otro lado, aquí cabe recordar también la rica reflexión que desató el Concilio sobre la Iglesia particular. Es indiscutible que las formas de realización han variado mucho a lo largo de la historia. En dimensiones, lo que antes eran diócesis ahora son parroquias. En nuestro propio tiempo existen diócesis mayores que algunas conferencias episcopales. De cualquier manera, nos remitimos a la unidad básica en la que se realiza la Iglesia católica. Aceptando la fundamental prioridad de la Iglesia universal sobre la particular37, la unidad mínima concreta de realización de la Iglesia universal es la Iglesia particular. El realizarse en ella las notas de la Iglesia incluye de manera peculiar la apostolicidad, y en ella el ser encabezadas por un Obispo, sucesor de los apóstoles. Es en esta perspectiva que cabe redimensionar la parroquia, como unidad derivada, nunca autónoma, en la propia diócesis, y donde es necesario señalar, con todo el valor que puedan tener las pequeñas comunidades, y en particular las llamadas comunidades eclesiales de base, que no constituyen nunca la unidad menor dentro de la Iglesia, como algunos han pretendido. La unidad menor es la diócesis, encabezada por un Obispo, el cual a su vez forma parte del colegio episcopal y está en comunión con Pedro. La razón de ser de esto es la apostolicidad. Una parroquia tiene valor eclesiológico porque el párroco, dependiente del Obispo y en comunión con él,

37 Cf. J. RATZINGER, «L’ecclesiologia della Costituzione “Lumen Gentium”».

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representa dicha apostolicidad en la misión recibida. La totalidad de las notas eclesiales se realizan sólo en la Iglesia presidida por un Obispo. Esto no sólo no limita la prioridad ontológica de la Iglesia universal sobre la local, sino que la explica y expresa, reproduciendo la radical dependencia vertical del mandato de Cristo, propio de toda la Iglesia, en la escala de la concreta realización eclesial de la comunidad particular.

Cabe también una profundización ulterior sobre la relación entre los tres munera38. A nivel terminológico, se puede esperar una delimitación mayor en el uso de las palabras «munus» y «potestas», especificando más su relación y distinción en razón de la realidad a la que aluden. Ya conocemos la distinción histórica entre potestas ordinis y potestas iurisdictionis, con sus méritos y límites. Sabemos que el Concilio Vaticano II la conocía y de alguna manera buscó superarla. Se optó ahí, según la Nota explicativa previa de Lumen gentium, por hablar de munus en vez de potestas para incluir las tres dimensiones del ministerio en la sacramentalidad y evitar a la vez que se entendieran como una potestad directa para el ejercicio que se pudieran ejercer al margen de la comunión eclesial39. También hemos indicado que quien no recibe misión canónica específica de por sí tiene facultad de enseñar y de gobernar en cuanto participa del magisterio ordinario universal y de la solicitud por todas las Iglesias como miembro del colegio episcopal. Esta pregunta se relaciona, a la vez, con la cuestión sobre la vinculación entre los tres munera. El Vaticano II en algunos pasajes es claro en su distinción, pero a la vez los remite unos a otros con cierta libertad. ¿Podemos decir que existe alguno prioritario? La teología en torno al Concilio conocía tendencias generalizadoras que buscaban identificar lo propio del ministerio en la palabra, por ejemplo (K. Rahner), en el gobierno (W. Kasper) o en el ofrecimiento del sacrificio (Y. Congar)40. Respecto al servicio de la palabra, ya sabemos que Lutero lo identificó con el ministerio, pero que es necesario afirmar que el deber de anunciar el Evangelio es común a todo bautizado. En la línea que señalé implícita en Trento, se podría reconocer como el servicio a la autenticidad de la interpretación. Tiene, pues, su sentido, pero no se puede aplicar de modo absoluto. La función sacrificial del sacerdocio

38 Sobre cada uno de los tres ministerios ha habido una participación en las Jornadas. Cf. los trabajos de R. VALENZUELA PÉREZ, de PH. GOYRET y de L. PÉREZ. Se puede ver con fruto también, en la obra de PH. GOYRET (ed.), I Vescovi e il loro ministero, Città del Vaticano 2000, las participaciones de A. ZIEGENAUS, «Il vescovo, testimone e dottores autentico della fede», 103-114; M. SEMERARO, «Il ministerio santificatore del vescovo in rapporto alla Chiesa universale e alla Chiesa particolare», 115-125; A. ROULHAC DE ROCHEBRUNE, «Il vescovo, amministratore della grazia del supremo sacerdozio, specialmente nell’Eucaristia», 143-155; PH. GOYRET, «Il vescovo, vicario e delegato di Cristo nel governo della Chiesa particolare», 156-181, y V. GÓMEZ IGLESIAS, «Munus pastorale e potestas regiminis del vescovo diocesano», 182-204. Sobre el munus regendi, en particular, cf. el excelente trabajo de P. GOYRET, El Obispo, Pastor de la Iglesia.

39 A este propósito queda aún por desarrollar la explicación de cómo el elegido tiene la potestad sin tener el orden. Creo que debe entenderse de manera supletoria: en realidad, la facultad propia en sentido pleno no se tiene hasta que se está ordenado, y si se adquiere es en función de la ordenación que ha de recibirse.

40 Cf. la visión esquemática en J. GALOT, Sacerdote en nombre de Cristo, 191-203, y en M. PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir, 356-358.

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tiene también sus límites, como hemos visto, pues de hecho fue la razón por la que se tendía a ver al Obispo como una dignidad y no como algo distinto del Presbítero. Por otro lado, la función de gobierno tiene también el límite de que con frecuencia se desligó de la dimensión sacramental constitutiva. ¿Hemos de buscar acaso un principio mayor englobante, como podría ser la misión de la Iglesia, o una percepción más amplia del concepto «pastoral»?

A este propósito, Pastores gregis ha sugerido un paso interesante, aunque no del todo unitario. Habla del triplex munus, del que se deriva la triple potestas, que se actúa como un único munus pastorale. Se sugiere integrar las funciones en la acción pastoral, insistiendo en la unidad del triple ministerio. Existen tres funciones, realmente distintas, que se operan en acciones diversas, pero de modo que cada una de ellas está remitida a las otras, afirmando en síntesis la unidad en el ministerio. Se lee, en efecto:

Estas tres funciones (triplex munus), y las potestades subsiguientes, expresan el ministerio pastoral en su ejercicio (munus pastorale), que cada Obispo recibe con la Consagración episcopal. Por esta consagración se comunica el mismo amor de Cristo, que se concretiza en el anuncio del Evangelio de la esperanza a todas las gentes, en la administración de los Sacramentos a quien acoge la salvación y en la guía del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen. Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium. Esto da la seguridad de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo41.

El término «ministerio» se favorece para indicar el elemento común producto de la ordenación (si se quiere, con una potestad intrínseca), que se especifica en tres oficios diversos pero interrelacionados. Estos, con todo, también son llamados ministerios en sentido específico. La ventaja del término ministerio es que se entiende en referencia a la misión, y por lo tanto de modo cristológico y eclesiológico, así como con su configuración de servicio. Al recordar, además, que todo ministerio es salvífico, mantiene el lugar privilegiado que siempre se ha dado en la actividad eclesial a la salvación de los hombres como máximo criterio de acción. Cabe así, además, en la perspectiva de una eclesiología sacramental. Por otro lado, es un término que puede ir incluido en el nombre mismo del sacramento, «Orden ministerial», sobre todo si se tiende a eliminar el término

41 JUAN PABLO II, Pastores gregis, n. 9.

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«sacerdotal» para reservarlo a los grados del episcopado y del presbiterado, como hace la edición latina del Catecismo de la Iglesia Católica. Sin embargo, tal uso no llega a ser homogéneo. Cuando el mismo documento llega a determinar la función de regir, la califica como pastoral. Lo pastoral deja de calificar el único ministerio considerado como lo englobante, para especificar una de sus vertientes. Y el uso tampoco es homogéneo en el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos, donde en general el término englobante es la «potestad episcopal» (retomando un uso presente también en Lumen gentium 18 y en la Nota explicativa previa), se reconoce que ésta tiene una dimensión ministerial y una orientación pastoral, y se mencionan los tres munera pero sin insistir en su unidad, anteponiendo a ellos una doble responsabilidad anterior: la solicitud por la Iglesia universal y el ministerio en la Iglesia particular. El uso, pues, no ha llegado a determinar el vocabulario que expresa lo común del sacramento y sus diversas manifestaciones y calificaciones, aunque acaso se percibe una orientación a un esquema más constante y unitario. Es de desear que éste se consolide.

Por último, cabe aún una nota sobre el ministerio episcopal en referencia a la celebración eucarística42. Ha quedado claro que la línea eclesiológica para identificar la sacramentalidad del episcopado abre el panorama del marco global en el cual se deben insertar las acciones puntuales del Obispo para cobrar su pleno sentido. Pero ello no quita que en la historia de este desarrollo dogmático la línea eucarística haya permitido salvaguardar la centralidad de los actos sacramentales, en los que la densidad expresiva y la eficacia objetiva se encuentran radicalmente comprometidos. Tal vez nos encontramos en el tiempo en que ambas líneas puedan converger definitivamente. Y a este propósito destaca la serie de señalamientos a propósito de la Eucaristía presidida por el Obispo. La insistencia sobre este tema en el magisterio ordinario de Juan Pablo II en el cierre de su pontificado ha sido incuestionable. Pastores Gregis significará la madurez de este tema al enseñar, acaso por primera vez con la claridad necesaria, una correcta lectura sacramental, deteniéndose en la peculiaridad del ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio y su ejercicio en la celebración eucarística. En este caso, no se concentra en la capacidad de consagrar, sino en la de presidir de modo peculiar. Por supuesto, el Presbítero también preside la Eucaristía, y con todo derecho. Pero hace siempre referencia en su presidencia al Obispo, que preside la Iglesia particular, y acaso tendríamos que añadir y al Papa, que preside en la caridad a la Iglesia toda. De hecho, ora expresamente por ambos. Ahora bien, la tradición no parece inclinarnos a que el Presbítero haga las veces del Obispo. Su presidencia tiene sentido de alguna manera plena en cuanto hace las veces de Cristo, y por eso Trento dice que es

42 Cf., a este propósito, A. GARCÍA IBÁÑEZ, «Episcopato, Eucaristia e comunione cattolica della Chiesa. La dimensione ecclesiale dell’Eucaristia celebrata dal vescovo», en PH. GOYRET, I Vescovi e il loro ministero, 126-142.

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verdadero sacerdote del Nuevo Testamento. Pero esto debe verse de tal modo que integra su propio ministerio en un sacerdocio participado, en el que él está configurado con Cristo Cabeza de tal modo que remite siempre a otro, al que encabeza como apóstol la comunidad de la Iglesia local.

Aquí podemos ampliar nuestra lectura y reconocer que también Ecclesia de Eucharistia y Dies Domini se ubican en la misma línea actual del desarrollo dogmático sobre la identidad sacramental del episcopado que hemos venido considerando, y que todas ellas nos remiten a una interpretación autorizada del Vaticano II. Si la especificidad del Obispo respecto al Presbítero fue un tema que el Concilio de Trento dejó en varios aspectos abierto, como hemos indicado, sobre todo porque la identificación de ambos como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza en referencia directa a la capacidad de consagrar los dones eucarísticos parecía bloquear el reconocimiento de lo propio del Obispo en el campo de la Eucaristía, el Vaticano II pudo realizar determinados acercamientos a la vinculación de la identidad del Obispo con la Eucaristía a partir de la afirmación de la sacramentalidad del episcopado. Así, especifica que el Obispo celebra la Eucaristía o cuida que sea celebrada, insiste en que la Eucaristía presidida por el Obispo tiene un sentido propio y puede ser vista como la principal manifestación de la Iglesia y reconoce que toda celebración legítima de la Eucaristía en la Iglesia particular es dirigida por el Obispo (cf. Sacrosantum Concilium 41 y Lumen gentium 26). El aparente conflicto en los grados del Orden que Trento había dejado abierto puede ser así resuelto en la perspectiva eclesiológica más amplia. El Presbítero es verdadero sacerdote, pero en su misma identidad está la dependencia del Obispo (cf. Christus Dominus 15). Una visión de la Eucaristía desde la perspectiva de la Iglesia comunión, que no se encierre en el hic et nunc de la celebración particular, descubrirá rasgos específicamente eucarísticos en la identidad sacerdotal que trascienden la pura potestad de consagrar, y ubican la celebración en el más amplio marco de la pertenencia tanto a la Iglesia local como a la Iglesia universal. Así, el Obispo puede ser llamado moderador, promotor y guardián de la celebración litúrgica en la Iglesia que se le confía (cf. Lumen gentium 26), y la Eucaristía puede ser vista como un elemento constitutivo de la definición de la diócesis (cf. Christus Dominus 11).

El último magisterio de Juan Pablo II profundizó esta misma consideración. La visión más eclesial y menos particular del Sacramento lleva a reconocer, por ejemplo, el sentido específico de ciertas celebraciones como la Eucaristía dominical y la Eucaristía presidida por el Obispo, sin menguar el sentido real y completo en sí mismo que tiene toda celebración eucarística (cf., v.gr., Dies Domini 34). Esta perspectiva puede ahondar a varios niveles la apostolicidad de la Eucaristía en su referencia al Obispo como sucesor de los

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Apóstoles: es el Obispo quien establece a un nuevo Presbítero como ministro de la Eucaristía (cf. Ecclesia de Eucharistia 28 y 29); toda Eucaristía se ha de vivir en comunión con el Obispo como principio de unidad de la Iglesia particular (cf. Ecclesia de Eucharistia 38); el legislador diocesano de la celebración es el Obispo (cf. la base en Lumen gentium 26); el Obispo es mencionado siempre durante la misma plegaria eucarística (cf. Ecclesia de Eucharistia 39). Es precisamente desde esta óptica que se entiende mejor que la manifestación plena de la eclesialidad se tenga en la celebración eucarística presidida por el Obispo, acompañado de su presbiterio, con la participación del pueblo.

Pastores gregis también toma en varios pasajes la descripción de la identidad episcopal en referencia a la Eucaristía43. Si la configuración interna del Obispo se realiza como una pro-existencia semejante a la de Cristo (cf. Pastores gregis 11 y 13), es consecuencia natural que deba vivirse alimentándose de la Eucaristía (cf. Pastores gregis 16); en cuanto a la configuración externa del ministerio episcopal, también se reconoce que el munus sanctificandi tiene en la Eucaristía un momento privilegiado, vinculado, además, con la función de Maestro y Pastor, pues todo Obispo «cuando ejerce el ministerio de la santificación, pone en práctica lo que se propone el ministerio de enseñar y, al mismo tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de gobernar» (Pastores gregis 32). La descripción de la importancia de la Eucaristía presidida por el Obispo llega a un grado de fuerza en el siguiente texto:

Entre las celebraciones presididas por el Obispo destacan especialmente aquellas en las que se manifiesta la peculiaridad del ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio. Así sucede en la administración del sacramento de la Confirmación, de las Órdenes sagradas, en la celebración solemne de la Eucaristía en que el Obispo está rodeado de su presbiterio y de los otros ministros –como en la liturgia de la Misa crismal–, en la dedicación de las iglesias y de los altares, en la consagración de las vírgenes, así como en otros ritos importantes para la vida de la Iglesia particular. Se presenta visiblemente en estas celebraciones como el padre y pastor de los fieles, el «Sumo Sacerdote» de su pueblo (cf. Hb 10, 21), que ora y enseña a orar, intercede por sus hermanos y, junto con el pueblo, implora y da gracias a Dios, resaltando la primacía de Dios y de su gloria (Pastores gregis 33).

La enseñanza de Ecclesia de Eucharistia y de Pastores gregis vista en conjunto nos conduce al reconocimiento de que la eclesialidad de la Eucaristía y la identidad episcopal se encuentran vinculadas en su raíz. Nada extraño, pues, que el mismo

43 Cf. los nn.16, 32, 33, 34, 35, 37, 38 y 39.

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Papa puntualizara que «el deber de celebrar la Eucaristía es el cometido principal y más apremiante del ministerio pastoral del Obispo» (Pastores gregis 37).

Conclusión

Para identificar la identidad sacramental del episcopado y el momento de conciencia eclesial sobre el tema que se vive en nuestro tiempo, una ontología del símbolo que integre la perspectiva histórica y dinámica sin prescindir de su carácter ontológico en el marco de la analogía de la fe es el acercamiento más prometedor e integrador. Esta perspectiva, sin quitar nada a lo esencial, puede servir para explicar las tensiones entre lo definitivo y lo mudable, entre la identidad y la misión, entre la referencia a Cristo y a la Iglesia y la pertenencia a ambos, y todo ello al interno de la sacramentaria. Si la riqueza del sacramento como categoría permitió a la teología del último siglo ampliar su significado por analogía a otras realidades, como la Iglesia y Cristo mismo, no habrá de descuidarse su profundización en la sacramentaria misma, específicamente en el tema del Orden.

Esta orientación puede salvar, por otra parte, la constante que siempre ha aparecido en la identificación de lo esencial del sacramento del orden en referencia a la Eucaristía. El «Hagan esto en memoria mía» es la configuración específica que la institución de los Doce toma de cara a la misión de ir a todas las gentes hasta el fin del mundo, de modo que la Eucaristía –toda Eucaristía– realiza la misión de Cristo y hace visible realmente lo definitivo y lo transitorio, viviendo la historia con perspectiva de trascendencia. Sólo en ella se da el ex opere operato, y en esto hay efectivamente identidad entre la obra del Obispo y del Presbítero. Si bien en la consagración misma Obispo y Presbítero coinciden, también se entiende el lugar especial que se ha dado a la Eucaristía presidida por el Obispo. La apostolicidad de la Iglesia de Cristo se vive y se expresa con densidad única en la Eucaristía. También los tres munera del ministro ordenado y la triple participación al oficio de Cristo de los fieles se expresa en la Eucaristía. La importancia de la potestad de consagrar se destaca porque en ella se juega el sentido último de todo el resto de las actividades: la santificación de los fieles.

Las línea eclesiológica y eucarística pueden hoy confluir sin violencia, por esta visión dinámica, sacramental e histórico salvífica. El ubicar la perspectiva global cristológica y eclesiológica no debe relativizar que la Eucaristía es la expresión eclesiológica más excelente de su fe y de su vida, y se realiza como un don inmerecido. En realidad, nos permite plantear el tema en una perspectiva completa. En este sentido no sólo cabe descubrir un desarrollo dogmático, sino

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una sugestiva orientación espiritual para la vida interior del Obispo. Si el Obispo reconoce el nacimiento de su propio ministerio en el corazón de Cristo que se entrega a su Esposa en el Misterio Pascual, y que éste adelantó proféticamente en la Última Cena, nadie más que él está invitado como el discípulo amado a recargar frecuentemente su cabeza sobre el pecho del Señor, sobre Aquél que no tenía dónde reclinar la cabeza. Desde el corazón eucarístico podrá descubrir la configuración más profunda de la identidad episcopal: ser Cristo cabeza que se entrega en la Iglesia y en toda Eucaristía. Y desde la identidad puede brotar también el dinamismo eucarístico de la misión episcopal: el «Hagan esto en memoria mía», síntesis de la proexistencia de Cristo o, mejor, de su caridad pastoral: su disposición a dar la vida por las ovejas, que se vive sacramentalmente –expresión sintética y canal de gracia– en la Eucaristía.

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