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Libro proporcionado por el equipodescargar.lelibros.online/Robert Jordan/El Ojo del Mundo... · 2019-08-29 · habría resultado más fácil compadecer a Berowyn si no hubiera tenido

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  • Rand Al’ Thor y sus amigos disfrutan de una apacible vida en Campo deEmond hasta que Moraine, una joven misteriosa capaz de encauzar el PoderÚnico, llega al pueblo y anuncia el despertar de una terrible amenaza. Esamisma noche, Campo de Emond se ve atacado por espantosos trollocs.Mientras los habitantes del pueblo repelen el ataque, Moraine y su guardiánayudan a Rand y a sus amigos a escapar.La huida sólo será el comienzo de sus problemas, ya que Moraine, miembrode la antiquísima orden de las Aes Sedai, cree que Rand Al’ Thor estádestinado a desempeñar un papel protagonista en los acontecimientos quese avecinan y de los que dependerá la supervivencia del mundo.

  • Robert JordanEl Ojo del Mundo

    La rueda del tiempo - 1

  • Para Harriet,corazón de mi corazón,

    luz de mi vida

  • C

    PRELUDIO

    CUERVOS

    ampo de Emond abajo, a mitad de camino del Bosque de las Aguas, losárboles flanqueaban las márgenes del Manantial. Casi todos eran sauces, y susfrondosas ramas formaban un umbroso dosel sobre la corriente junto a las orillas.No faltaba mucho para el verano, y el sol se aproximaba a su cenit; pero aun así,en la sombra, la suave brisa enfrió la transpiración en la piel de Egwene. Lachiquilla se recogió la falda del vestido de paño marrón por encima de las rodillasy vadeó un pequeño tramo del río para llenar el balde de madera. Los chicos semetían en el agua sin más, sin importarles que las ceñidas calzas se mojaran.Algunos de los chicos, y las chicas que llenaban los cubos, se reían y usaban loscacillos para echarse agua unos a otros, pero Egwene se conformó con laagradable sensación del roce de la corriente contra las piernas y el placer dehundir los dedos de los pies en el fondo arenoso mientras regresaba hacia laorilla. No había ido allí para jugar. Tenía nueve años y era la primera vez queacarreaba agua, pero iba a ser la mejor aguadora del mundo.

    Hizo un alto en la orilla, soltó el balde para desatarse la falda y dejó que losvuelos cayeran hasta los tobillos. También apretó el nudo del pañuelo verdeoscuro que le sujetaba el cabello en la nuca. Le habría gustado poder cortárselo a

  • ras de los hombros o incluso más, como los chicos. Después de todo, no le hacíafalta tener el pelo largo hasta dentro de unos años. ¿Por qué había que hacer algosimplemente porque siempre se había hecho así? Sin embargo, conocía a sumadre y sabía que seguiría con el pelo largo.

    Casi a un centenar de pasos río abajo, los hombres estaban metidos hasta lasrodillas en el agua para lavar las ovejas de cara negra que trasquilarían después.Metían y sacaban de la corriente a los baladores animales con muchaprecaución. El Manantial no fluía tan deprisa allí como en Campo de Emond,pero tampoco iba lento, y si la corriente arrastraba alguna oveja, ésta podríaahogarse antes de que consiguiera regresar a nado a la orilla.

    Un cuervo grande cruzó volando sobre el río y se posó en las ramas altas deun álamo, cerca de donde los hombres lavaban las ovejas. Casi de inmediato, unpico verde se lanzó en picado sobre el cuervo en medio de escandalosos chillidosy con la roja cresta de punta. Debía de tener el nido cerca. Sin embargo, en lugarde alzar el vuelo o incluso atacar al ave más pequeña, el cuervo se limitó adesplazarse de lado en la rama hacia un punto donde el follaje le ofrecía ciertorefugio y desde allí observó a los hombres que trabajaban.

    A veces los cuervos molestaban a las ovejas, pero que ése hiciera caso omisode los intentos del pico verde de espantarlo denotaba un interés fuera de lonormal. Lo curioso era que Egwene tenía la sensación de que, más que observara las ovejas, el cuervo estaba pendiente de los hombres. Una tontería, sólo que…

    Había oído comentar a la gente que los cuervos y los grajos eran los ojos delOscuro. Aquella idea hizo que se le erizara el vello en los brazos y la nuca. Erauna idea estúpida. ¿Qué iba a querer ver el Oscuro en Dos Ríos? En Dos Ríosnunca pasaba nada.

    —¿Qué haces, Egwene? —preguntó Kenley Ahan, que se había parado a sulado—. No puedes jugar con los niños hoy.

    Tenía dos años más que ella e iba muy estirado para parecer más alto. Era elúltimo año que se ocupaba de llevar agua en el esquileo y se comportaba como sieso le confiriese algún tipo de autoridad. Egwene le asestó una mirada impávida,pero no tuvo tan buen resultado como esperaba, ya que el chico hizo un gestoceñudo, al mismo tiempo que añadía:

    —Si te sientes mal, ve a ver a la Zahorí. Si no… Bueno, sigue con tu trabajo.Tras asentir bruscamente con la cabeza como si hubiese solventado un

    problema, se alejó a paso vivo haciendo todo un alarde de sostener el balde conuna mano y bien separado del costado.

    « En cuanto lo pierda de vista no aguantará y dejará de cargarlo así» , pensóla cría con acritud. Iba a tener que practicar más esa mirada. Había visto que alas chicas may ores les funcionaba.

    El mango del cucharón resbaló en el borde del balde cuando levantó éste conlas dos manos. Pesaba mucho y ella no era muy grande para su edad, pero siguió

  • a Kenley tan deprisa como pudo. No por nada de lo que él le había dicho, desdeluego. Tenía que hacer un trabajo y se había propuesto ser la mejor aguadora delmundo. En su semblante apareció un gesto de resolución. En el recorrido bajo laumbrosa hilera de árboles que bordeaba el río hasta llegar al terreno despejadobañado por el sol, la acompañó el suave cruj ido del mantillo de las hojas del añoanterior bajo sus pies. No hacía demasiado calor, pero unas cuantas nubes,pequeñas y algodonosas, resaltaban la luminosidad de la mañana en el cielo azul.

    El Prado de la Viuda Aynal —se llamaba así desde antiguo, aunque nadiesabía quién había sido esa viuda Aynal por la que se le había dado tal nombre—estaba vacío la mayor parte del año, pero ahora la gente y las ovejas —muchasmás numerosas estas últimas— lo abarrotaban de parte a parte. Aquí y allísobresalían grandes piedras, algunas casi tan altas como un hombre, pero no eranun estorbo para la actividad que tenía lugar en el prado. Granjeros de todo elentorno de Campo de Emond acudían para esto, y los vecinos del pueblo ibanpara ayudar a sus conocidos. Todo el mundo en el pueblo tenía parientes de algúntipo o amigos en las granjas. En todo Dos Ríos, desde Deven Ride hasta Colina delVigía, estaría teniendo lugar el esquileo. En Embarcadero de Taren, no; porsupuesto. Muchas mujeres lucían chales echados sobre los brazos y flores en elcabello con ocasión de tal acontecimiento, y otro tanto ocurría con algunas de laschicas mayores, a pesar de que aún no llevaran el pelo recogido en una trenzacomo las mujeres. Algunas lucían incluso vestidos con bordados en el cuello,como si fuera en realidad un día festivo. En contraste, la may oría de los hombresy los chicos no llevaban chaqueta y unos pocos hasta se habían soltado las lazadasde la camisa. Egwene no entendía por qué se les permitía tal cosa. El trabajo querealizaban las mujeres no hacía sudar menos que el que llevaban a cabo loshombres.

    En el extremo opuesto del prado, grandes cercados hechos con maderasalbergaban las ovejas ya esquiladas, y en otros estaban las que aún había quelavar; chicos de doce años o más se ocupaban de vigilarlas. Los perros pastores,desperdigados por los cercados, no servían para esa labor. Grupos de esos chicosmayores se valían de cay ados de madera para conducir a las ovejas hacia el ríopara lavarlas, y después se ocupaban de que no se tumbaran y se ensuciaran denuevo hasta que se secaran, momento en que se encargaban de ellas los hombresque esquilaban a este extremo del prado. Una vez trasquiladas, los chicos lasconducían de vuelta a los cercados mientras los hombres acarreaban el vellón alas mesas de listones, donde las mujeres separaban la lana y la doblaban enpacas. Llevaban la cuenta y debían tener cuidado para que la lana de uno no semezclara con la de otro. A lo largo de los árboles, a la izquierda de Egwene, otrasmujeres sacaban viandas para el almuerzo y las ponían sobre largas mesasmontadas en caballetes. Si hacía un buen trabajo acarreando agua, quizás al añosiguiente la dejarían ayudar con la comida o la lana, en lugar de tener que

  • esperar dos años más. Si hacía un trabajo inmejorable, y a nadie volvería allamarla « niña» .

    Caminó entre la muchedumbre, a veces sosteniendo el cubo con las dosmanos y a veces cambiándolo de una a otra. Se paraba cuando alguien lallamaba por señas para que le diera un trago. A no tardar empezó a transpirar denuevo, y las oscuras manchas de sudor se marcaron en el vestido de paño. A lomejor los chicos no eran tan tontos al llevar desabrochadas las camisas. Egweneno prestó atención a los pequeños que jugaban, unos a rodar aros, otros a lanzarsela pelota y otros a « cerdito en el centro» , que consistía en echarse la pelota entredos niños sin que el que estaba en el centro la atrapara.

    Sólo cinco veces al año se reunía tanta gente: en Bel Tine, que ya habíapasado; en el esquileo; cuando los mercaderes acudían a comprar la lana, para loque todavía faltaba un mes o más; el Día Solar, variable, cuando los mercaderesiban por el tabaco curado; y el Día de los Tontos, en otoño. Había más díasfestivos, claro, pero no en los que se juntara todo el mundo. Egwene estaba ojoavizor, pues no sería de extrañar que entre tanta gente se topara con alguna de suscuatro hermanas, a quienes eludía siempre que podía. La peor era Berowy n, lamayor. Había enviudado en la epidemia de dengue del pasado otoño y se habíatrasladado a la casa paterna en primavera. Era difícil no sentir pena porBerowy n, ¡pero era tan aspaventera! Y siempre quería vestirla y cepillarle elpelo. A veces se ponía a llorar y le decía que se sentía muy afortunada porque laepidemia no se hubiese llevado también a su hermanita pequeña. A Egwene lehabría resultado más fácil compadecer a Berowy n si no hubiera tenido lasensación de que a veces —más bien en todo momento— su hermana la tratabacomo si fuera el bebé que había perdido al mismo tiempo que a su marido. Ysólo vigilaba por si aparecía Berowy n o cualquiera de las otras tres. Nadie más.

    Cerca de los corrales de las ovejas hizo un alto para limpiarse el sudor de lafrente. El cubo pesaba ya bastante menos y no le costaba trabajo sostenerlo conuna mano. Miró con recelo al perro que estaba más cerca. El animal seencontraba plantado delante de uno de los corrales y era enorme, de pelaje grisrizoso y unos ojos inteligentes que parecían saber que ella no representaba unpeligro para las ovejas. De todos modos, era muy grande; el lomo debía dellegarle a un hombre a la cintura. Básicamente, los perros ayudaban a guardarlos rebaños cuando pastaban y los protegían de los lobos, los osos y los grandesfelinos de montaña. Egwene se alejó del perro. Se cruzó con tres chicos queconducían ovejas hacia el río. Todos tenían cinco o seis años más que ella, demodo que apenas apartaron la atención de los animales para dirigirle una miradade pasada.

    Arrearlas era fácil —Egwene estaba convencida de que habría podidohacerlo ella—, pero los chicos tenían que asegurarse de que ninguna pastara. Siuna oveja comía antes de que se la esquilara, podía tener un corte de digestión y

  • morirse. Una rápida ojeada en derredor le descubrió que no le apetecía hablarcon ninguno de los otros chicos que había a la vista. Y no es que buscase a uno enparticular con el que hablar, naturalmente. Sólo miraba. En cualquier caso,dentro de poco tendría que llenar el cubo otra vez. Era hora de volver hacia elManantial.

    En esta ocasión decidió hacer el camino por la zona donde estaban las mesasmontadas en caballetes. Los aromas eran tentadores, tan buenos como encualquier día festivo, todos, desde el ganso asado hasta los pasteles de miel. El delos pasteles de miel, penetrante, le inundó las fosas nasales más que los otros.Todas las mujeres se habrían esmerado en la preparación de los platos para elesquileo. Mientras pasaba a lo largo de las mesas ofreció agua a las mujeres quedisponían la comida, pero éstas se limitaron a sonreírle a la par que sacudían lacabeza. Sin embargo, siguió caminando sin desviarse, y no sólo por los olores.Tenían agua para el té cociendo en lumbres detrás de las mesas, pero algunapodría querer un trago de agua fresca del río. Bueno, ahora y a no tan fresca,pero aun así…

    Un poco más adelante vio a Kenley, que caminaba junto a las mesas con loshombros encorvados. Ya no intentaba estirarse todo lo posible; más bien parecíaque intentaba aparentar ser más bajo. Todavía llevaba el cubo en una mano, peroa juzgar por el modo en que lo mecía debía de estar vacío, así que y a no podíaofrecer agua a nadie. Egwene frunció el entrecejo. « Furtivo» era la únicapalabra apropiada para describirlo. Vaya, ¿qué estaría…? De repente, la manodel chico se disparó y arrambló con uno de los pasteles de miel colocados en lamesa. Egwene se quedó boquiabierta por la indignación. ¿Y tenía el descaro dehablarle a ella sobre comportamiento infantil? ¡Era tan malo como Ewin Finngar!

    Antes de que Kenley tuviese tiempo de dar un paso, la señora Ay ellan cayósobre él como un halcón en picado, lo agarró por la oreja con una mano y lequitó el pastel con la otra. Los pasteles de miel los había hecho ella. CorinAy ellan, una mujer delgada con una gruesa trenza canosa que le llegaba másabajo de las caderas, horneaba los mejores dulces de Campo de Emond.« Excepto los de mi madre» , añadió lealmente para sus adentros Egwene. Perohasta su madre decía que la señora Ay ellan era mejor. Con los dulces, seentiende. La señora Ay ellan era generosa con los pasteles cruj ientes y los trozosde empanada, siempre y cuando la hora de comer no estuviera próxima ni lamadre del solicitante le hubiese pedido que no le diera nada, pero era muysevera con los chicos que intentaban birlarle los dulces a su espalda. O concualquiera. Para ella eso era robar y no toleraba el robo. Aún tenía sujeto aKenley por la oreja mientras sacudía el índice delante de la nariz del chico y lehablaba en voz baja. Kenley tenía la cara crispada, como si estuviese a punto dellorar, y daba la impresión de que había menguado hasta parecer más bajo queEgwene. La niña asintió con un gesto seco y satisfecho. Dudaba que Kenley

  • intentara dar órdenes a nadie durante una temporada.Se apartó más de las mesas mientras pasaba cerca de la señora Ayellan y de

    Kenley para que nadie sospechara que intentaba escamotear un pastel. Esa ideani siquiera se le había pasado por la cabeza. Bueno, no lo había pensado en serio,así que no contaba.

    Se paró de golpe y observó fijamente la multitud que iba y venía delante deella. Sí. Aquél era Perrin Ay bara, un chico fornido y más alto que casi todos losde su edad. Y era amigo de Rand. Caminó deprisa entre el gentío sin percatarse sialguien la llamaba para que le diese agua, y no se detuvo hasta encontrarse aunos pocos pasos de Perrin.

    Estaba con sus padres. Su madre llevaba al bebé, Petram, en la cadera y dela mano a la pequeña Deselle, agarrada a su falda; la hermanita de Perrinmiraba a su alrededor con interés, tanto a la gente como a los hatos de ovejas quepasaban cerca. Adora, su otra hermana, estaba con los brazos cruzados y unaexpresión hosca que intentaba ocultar a su madre. Adora no tendría que acarrearagua hasta el año siguiente y probablemente estaba deseando ir a jugar con susamigas. La otra persona que formaba el pequeño grupo era maese Luhhan. Erael hombre más alto de Campo de Emond, con unos brazos como troncos y untórax que atirantaba la camisa blanca, de manera que hacía que el señor Aybarapareciese delgado y menudo, en lugar de simplemente esbelto. Hablaba con elseñor y la señora Ay bara. Eso desconcertó a Egwene. Maese Luhhan era elherrero de Campo de Emond, pero los señores Aybara no irían con toda lafamilia a encargarle un trabajo de herrería. También formaba parte del Consejodel Pueblo, pero en ese caso el razonamiento era igualmente válido. Además, laseñora Aybara no intervendría en los asuntos del Consejo del Pueblo del mismomodo que maese Ay bara no opinaría sobre los asuntos del Círculo de Mujeres.Aunque sólo tuviese nueve años, Egwene ya sabía eso. Hablaran de lo quehablaran, casi habían acabado y eso era estupendo. Además, a ella no leinteresaba de qué charlaban, naturalmente.

    —Es un buen chico, Josly n —decía maese Luhhan—. Un buen chico, Cone.Lo hará muy bien.

    La señora Ay bara sonrió cariñosamente. Josly n Aybara era una mujer bonitay cuando sonreía parecía que el sol se ocultaría, derrotado. El padre de Perrin riósuavemente y revolvió el rizoso cabello de su hijo. Perrin se puso muy coloradoy no dijo nada. Claro que era tímido y nunca hablaba mucho.

    —Hazme volar, Perrin —pidió Deselle al mismo tiempo que levantaba lasmanos hacia él—. Hazme volar.

    Perrin sólo hizo un amago de reverencia educada a los mayores antes devolverse y tomar las manos de su hermana. Se apartaron unos pasos del grupo, yentonces Perrin empezó a girar y a girar, más y más deprisa, hasta que los piesde Deselle dejaron de tocar el suelo. La hizo dar vueltas y vueltas, más y más

  • alto, a la vez que la subía y la bajaba mientras la pequeña reía con deleite.—Ya es suficiente, Perrin —dijo la señora Ay bara al cabo de unos minutos—.

    Bájala antes de que se maree. —Pero lo dijo afablemente, con una sonrisa.Una vez que los pies de Deselle tocaron de nuevo el suelo, la pequeña se

    agarró a la mano de Perrin con las dos suyas a la par que se tambaleaba un poco;quizá no le faltaba mucho para marearse y vomitar. Sin embargo, no dejó de reíry exigir que la hiciera volar más. El chico sacudió la cabeza y se agachó parahablar con ella. Qué serio era siempre. No reía muy a menudo.

    De repente, Egwene se percató de que alguien más observaba a Perrin. CiliaCole, una chica de mejillas sonrosadas y un par de años mayor que ella, seencontraba sólo a unos pasos de distancia con una sonrisita tonta en la cara yechándole miradas de ternera embelesada. ¡Él la vería sólo con volver la cabeza!Egwene hizo un gesto de desagrado. Ella jamás sería tan tonta de mirar a unchico como si fuera una mentecata. De todos modos, Perrin ni siquiera tenía unaño más que Cilia. Una diferencia de tres o cuatro años era mejor. Tal vez sushermanas no tuviesen tiempo para hablar con ella, pero Egwene escuchaba aotras jóvenes lo bastante mayores para saber esas cosas. Algunas decían quemás años, pero la mayoría opinaba que tres o cuatro. Perrin miró hacia Cilia yEgwene, y después siguió hablando con Deselle. Egwene sacudió la cabeza. Ciliasería boba, pero él tendría que haberse fijado al menos.

    Un movimiento en las ramas de un gran roble negro, más allá de Cilia, atrajola atención de Egwene y le hizo dar un respingo. El cuervo se hallaba allí ytodavía parecía estar observando. Y había otro cuervo en aquel pino alto, y otroen el siguiente, y también en aquel nogal, y… Nueve o diez cuervos, que ellaviera, y todos parecían estar observando. Tenía que ser cosa de su imaginación.Sólo de su…

    —¿Por qué lo miras fijamente?Sobresaltada, Egwene dio un brinco y giró sobre sus talones tan deprisa que se

    golpeó la rodilla con el cubo. Menos mal que estaba casi vacío o, de otro modo,se habría hecho daño. Rebulló, inquieta; habría querido frotarse la rodilla. Adoratenía la vista alzada hacia ella y la miraba con gesto perplejo, pero eldesconcierto de Egwene era mucho mayor.

    —¿De quién hablas, Adora?—De Perrin, claro. ¿Por qué lo mirabas fijamente? Todos dicen que te

    casarás con Rand al’Thor. Cuando seas mayor, quiero decir, y lleves el pelotej ido en una trenza.

    —¿A qué te refieres con « todos dicen» ? —replicó Egwene en un tonopeligroso, pero Adora se limitó a soltar una risita. Era exasperante. Ese día no lesalía nada a derechas.

    —Perrin es guapo, por supuesto. Al menos es lo que he oído comentar a unmontón de chicas. Y muchas lo miran, igual que Cilia y tú.

  • Egwene parpadeó y se las ingenió para desechar esa última frase. ¡No habíamirado a Perrin en absoluto del modo en que lo había hecho Cilia! ¿Perrin,guapo? ¿Perrin? Miró hacia atrás para comprobar si le encontraba algo que lohiciera guapo. ¡Se había ido! Allí seguían sus padres, con Petram y Deselle, peroa Perrin no se lo veía por ningún lado. ¡Diantre! Su intención había sido seguirlo.

    —¿No te sientes sola sin tus muñecas, Adora? —preguntó con fingida dulzura—. Jamás habría imaginado que salieses de tu casa sin llevar dos al menos.

    La expresión ofendida y boquiabierta de Adora le resultó muy gratificante.—Discúlpame —dijo mientras pasaba junto a ella—. Algunas somos lo

    bastante mayores para tener trabajo que hacer. —Se las arregló para no cojearmientras se dirigía hacia el río.

    En esta ocasión no hizo un alto para mirar a los hombres que lavaban ovejasy puso un gran empeño en no buscar cuervos en los árboles. Se examinó larodilla, pero ni siquiera estaba magullada. De vuelta al prado con el cubo lleno, senegó a cojear. Sólo había sido un golpecito de nada.

    Siguió atenta para no topar con sus hermanas mientras acarreaba el agua, sinpararse salvo cuando alguien pedía un cacillo de agua. Y pendiente de localizar aPerrin. Mat también serviría, pero tampoco lo veía a él. ¡Maldita Adora! ¡Notenía derecho a decir esas cosas!

    Caminando y a entre las mesas donde las mujeres separaban la lana, Egwenese paró en seco, fijos los ojos en la más joven de sus hermanas mayores. Sequedó totalmente inmóvil con la esperanza de que Loise mirara hacia otra parteaunque sólo fuera unos segundos. Esto le pasaba por querer localizar a Perrin y aMat al mismo tiempo que intentaba evitar a sus hermanas. Loise sólo tenía quinceaños, pero en su rostro había un gesto avinagrado y estaba puesta en jarrasmientras hacía frente a Dag Coplin. Egwene era incapaz de llamarlo maeseCoplin, excepto en voz alta y sólo por educación; su madre decía que había queser educada incluso con alguien como Dag Coplin.

    Dag era un viejo arrugado con el cabello canoso que no se lavaba a menudo.O quizá nunca. Las marcas de la etiqueta que colgaba de la mesa por un cordelconcordaban con los cortes de oreja de sus ovejas.

    —Estás desechando lana buena, muchacha —le gruñó a Loise—. No dejaréque se me engañe con mi esquila. Apártate y yo mismo te enseñaré qué vadónde.

    Loise no se movió ni una pulgada.—La lana del vientre, de las patas traseras y de las colas se tiene que lavar

    otra vez, maese Coplin. —Puso un ligero énfasis en la palabra « maese» , concierta insolencia—. Sabéis tan bien como y o que si los mercaderes encuentranlana lavada dos veces en una sola bala, entonces todo el mundo sacará un preciomás bajo por la esquila. Quizá mi padre podrá explicároslo mejor que y o.

    Dag metió la barbilla en el pecho y masculló algo entre dientes. Sabía que no

  • le traía a cuenta tratar el asunto con el padre de Egwene.—Estoy segura de que mi madre os lo sabrá explicar para que podáis

    entenderlo —añadió implacablemente Loise.Un tic nervioso contrajo la mejilla de Dag, que esbozó una sonrisa forzada.

    Tras farfullar que confiaba en que Loise hacía lo correcto, retrocedió y se alejócasi a la carrera. No era tan necio de atraer sobre sí la atención del Círculo deMujeres, si podía evitarlo. Loise lo siguió con la mirada; su gesto era de absolutasatisfacción.

    Egwene aprovechó la oportunidad para salir pitando y soltó un suspiro dealivio cuando no oyó la voz de su hermana llamándola. Quizá Loise preferíaseparar la lana en lugar de ay udar con la comida, pero lo que de verdad le habríagustado habría sido trepar a los árboles o nadar en las aguas del Manantial, apesar de que casi todas las chicas de su edad dejaban de hacer esas cosas a susaños. Y, de tener ocasión, la cargaba con sus quehaceres domésticos. A Egwenele habría gustado ir a nadar con Loise, pero su hermana consideraba una molestiasu compañía y ella era demasiado orgullosa para pedírselo. Frunció el entrecejo.Todas sus hermanas la trataban como a un bebé. Incluso Alene; cuando reparabaen ella, claro. Alene tenía metida la nariz en algún libro casi todo el tiempo; habíaleído y releído todos los que tenía su padre, ¡y eran casi cuarenta! El preferido deEgwene era Los viajes de Jain el Galopador. Soñaba con ver todas esas tierrasextrañas sobre las que Jain había escrito. Sin embargo, si estaba leyendo un libroy Alene lo quería, ¡siempre saltaba con que era demasiado « complejo» paraella y se lo quitaba! ¡Al infierno con las cuatro!

    Vio que algunos de los niños que acarreaban agua se sentaban a la sombrapara tomarse un descanso y compartir bromas, pero ella siguió con la tarea apesar de que los brazos le dolían. Egwene al’Vere no iba a aflojar el ritmo detrabajo. También siguió ojo avizor a sus hermanas. Y buscando a Perrin. Y aMat. ¡Oh, maldita Adora! ¡Malditos todos!

    Hizo una pausa cuando se acercó a la Zahorí. Doral Barran era la mujer másanciana de Campo de Emond, quizá de toda la región de Dos Ríos. A pesar delcabello blanco y su aspecto frágil, no estaba encorvada ni pizca y tenía la vistaclara. La aprendiza de la Zahorí, Nynaeve, se encontraba arrodillada, deespaldas a Egwene, y le ponía un vendaje en la pierna a Bili Congar. Le habíancortado la pernera de las calzas. Bili, sentado en un tronco, era otro adulto al quea Egwene le costaba trabajo tratar con respeto. Siempre estaba haciendotonterías y causándose heridas. Tenía la misma edad que maese Luhhan, peroparecía diez años may or con esa cara descarnada y los ojos hundidos.

    —Has hecho el tonto muchas veces, Bili Congar —decía severamente laseñora Barran—, pero beber mientras se maneja la tijera de trasquilar no eshacer el tonto: es un disparate. —Curiosamente, no miraba a Bili, sino aNynaeve.

  • —Sólo tomé un poco de cerveza, Zahorí —gimoteó Bili—. Por el calor. Sóloun trago.

    La Zahorí resopló con aire de incredulidad, pero no dejó de observar aNynaeve como un halcón. Eso era sorprendente. A menudo, la señora Barranalababa públicamente a Nynaeve por aprender tan deprisa. La había tomado deaprendiza hacía tres años, después de que la aprendiza que tenía por entoncesmuriera de una enfermedad que ni siquiera la señora Barran fue capaz de curar.Nynaeve se había quedado huérfana recientemente y un montón de personasopinaban que la Zahorí tendría que haberla enviado con sus familiares cuandomurió su madre, y tomar de aprendiza a alguien de más edad. La madre deEgwene no había dicho nada, pero Egwene sabía que pensaba lo mismo.

    Nynaeve se irguió sobre las rodillas, acabado ya el vendaje, y asintió con lacabeza en un gesto satisfecho. Y, para sorpresa de Egwene, la señora Barran searrodilló, desenrolló la venda e incluso levantó el emplasto para observar el corteen el muslo de Bili antes de volver a vendárselo. De hecho parecía…decepcionada. ¿Por qué? Nynaeve empezó a toquetearse la trenza y a darletirones como hacía cuando estaba nerviosa o intentaba llamar la atención sobre elhecho de que ahora era una mujer adulta.

    « ¿Cuándo va a superar eso?» , pensó Egwene. Hacía y a casi un año que elCírculo de Mujeres había dado permiso a Ny naeve para trenzarse el pelo.

    Un rápido movimiento en el aire atrajo la atención de Egwene, y la niña sequedó mirando de hito en hito. Ahora había más cuervos repartidos por losárboles que rodeaban el prado. Docenas y docenas de cuervos y todosobservaban. Sabía que era eso lo que hacían. Ninguno intentaba robar nada en lasmesas donde estaba la comida y eso era insólito. Ahora que lo pensaba, las avesni siquiera miraban hacia las mesas plegables. Ni a las otras en las que lasmujeres trabajaban con la lana. Observaban a los chicos que conducían lasovejas. Y a los hombres que las esquilaban y acarreaban la lana. Y también a losniños que llevaban agua. Ni a las chicas ni a las mujeres, sólo a los hombres y alos chicos. Habría apostado a que era así, aunque su madre dijera que no debíaapostar. Abrió la boca para preguntar a la Zahorí qué significaba eso.

    —¿No tienes trabajo que hacer, Egwene? —preguntó Nynaeve sin volverse amirarla.

    Egwene dio un brinco a despecho de sí misma. Desde el pasado otoñoNynaeve hacía eso —darse cuenta de que se encontraba cerca sin necesidad demirar—, y a Egwene le habría gustado que dejara de hacerlo.

    Entonces, Nynaeve volvió la cabeza y la miró por encima del hombro. Erauna mirada impasible, del estilo que Egwene había ensay ado con Kenley. Notenía que obedecerla como debía hacer con la Zahorí. Lo único que intentabaNynaeve era compensar el mal trago de que la señora Barran hubiese puesto enduda su trabajo. Egwene se planteó decirle que la señora Ay ellan quería hablar

  • con ella sobre una empanada. Tras examinar el semblante de Ny naeve, decidióque no era una buena idea. En cualquier caso, había hecho lo que se habíaprometido a sí misma que no haría: aflojar el ritmo de trabajo para observar aNynaeve y la Zahorí. Hizo la reverencia que le permitía el hecho de ir cargadacon el cubo —a la Zahorí, no a Nynaeve— y dio media vuelta. No es queobedeciera con presteza, y menos porque Nynaeve la mirara. Por supuesto queno. Y tampoco caminaba con celeridad. Sólo a un paso rápido para volver altrabajo.

    Con todo, anduvo tan deprisa que cuando quiso darse cuenta estaba de vueltaentre las mesas donde las mujeres trabajaban con la lana, y cara a cara con suhermana Elisa, separadas por una de las mesas. Elisa empaquetaba vellón enpacas, y con muy poca maña. Parecía distraída, sin percatarse de la presenciade Egwene, y ésta sabía por qué. Su hermana tenía dieciocho años, pero todavíallevaba el cabello, largo hasta la cintura, sujeto con un pañuelo azul. No es queestuviese pensando en casarse —casi todas las chicas esperaban al menos unospocos años tras ponerse trenza—, pero tenía un año más que Nynaeve. A menudoElisa se preguntaba en voz alta por qué el Círculo de Mujeres aún la considerabademasiado joven. Era difícil no compadecerla. Y más después de llevar semanaspensando en el estado de ansiedad de su hermana. Bueno, no exactamente en elproblema de Elisa, pero era el motivo de que sus pensamientos hubieran tomadoese curso.

    A un lado de las mesas, Cali Coplin charlaba con unos jóvenes de las granjasa la par que soltaba risitas tontas y hacía muecas. Siempre estaba hablando conalgún hombre, pero se suponía que debería estar empaquetando vellón. Sinembargo, no fue ése el motivo por el que le llamó la atención a Egwene.

    —Elisa, no deberías preocuparte tanto —dijo dulcemente—. Es cierto queBerowy n y Alene se trenzaron el cabello a los dieciséis…

    « Como ocurre con la may oría de las chicas» , pensó. Su actitud no eratotalmente compasiva. Elisa tenía la costumbre de enunciar dichos, como « Lahora perdida no vuelve a encontrarse» o « Una sonrisa hace más liviano eltrabajo» , hasta que uno se empachaba de oírlos. Egwene sabía de cierto que unasonrisa no aligeraría el peso del cubo ni un cacillo de agua menos.

    —… pero Cali tiene veinte y en pocos meses será su día onomástico. Todavíano lleva trenzado el cabello y no se la ve deprimida por eso.

    Las manos de Elisa se quedaron paralizadas encima del vellón que teníadelante, sobre la mesa. Por alguna razón, las mujeres que estaban a uno y otrolado de ella se llevaron la mano a la boca para disimular la risa. Por algunarazón, a Elisa se le puso la cara colorada. Roja como la grana.

    —Las niñas no deberían… —balbució. Tendría el rostro encendido como elsol, pero a pesar del balbuceo su voz sonó tan fría como nieve en pleno invierno—. Una niña que habla cuando… Las niñas que…

  • Jillie Lewin, una chica un año más joven que Elisa y que llevaba el negropelo tej ido en una gruesa trenza que le llegaba más abajo de la cintura, se reíacon tantas ganas detrás de la mano que cayó de rodillas.

    —¡Márchate, niña! —espetó Elisa—. ¡Aquí hay gente adulta que tiene quetrabajar!

    Egwene le asestó una mirada indignada, giró sobre sus talones y se alejó delas mesas; el cubo le golpeaba la pierna a cada paso que daba. Una intentabaayudar a alguien, intentaba levantarle el ánimo y ¿qué conseguía? « Tendría quehaberle dicho que tampoco ella es una mujer adulta —pensó, furiosa—. Porqueno lo será hasta que el Círculo le permita trenzarse el cabello. Eso es lo que debídecirle» .

    El malhumor no se le pasó hasta que el cubo se quedó vacío de nuevo, ycuando volvió a llenarlo irguió los hombros y se puso derecha. Si se teníaintención de hacer algo, entonces había que hacerlo. Caminando tan deprisacomo podía, y pasando por alto a quienes le hacían señas para que les llevaraagua, se dirigió directamente a los cercados de las ovejas. Y eso no era aflojar elritmo de trabajo. Los chicos también necesitarían beber.

    Ya en los cercados, los doce chicos, más o menos, que esperaban paraconducir las ovejas la miraron con sorpresa cuando les ofreció el cazo y algunoscomentaron que podían beber agua cuando fueran al río, pero Egwene no cejóen su empeño. Y siempre hacía la misma pregunta: « ¿Habéis visto a Perrin o aMat? ¿Dónde puedo encontrarlos?» .

    Algunos le dijeron que Perrin y Mat estaban llevando ovejas al río y otrosque los habían visto vigilando a las ovejas y a esquiladas. Pero Egwene no teníaintención de andar detrás de ellos para después encontrarse con que ya se habíanido a otro lado. Finalmente, un chico de grandes ojos, llamado Wil al’Seen, quevivía en una de las granjas al sur de Campo de Emond, la miró con suspicacia.

    —¿Para qué los buscas? —inquirió.Algunas chicas decían que Wil era guapo, pero a Egwene le parecía que tenía

    las orejas raras. Iba a asestarle una mirada fría, pero lo pensó mejor.—Tengo que… preguntarles una cosa —contestó.Sólo era una pequeña mentira. En realidad esperaba que cualquiera de ellos

    le proporcionara algunas respuestas que buscaba. « La paciencia siempre tienerecompensa» , como decía Elisa a menudo. Demasiado a menudo. Ojaláolvidara los refranes de Elisa. Procuró olvidarlos. Sin embargo, dar patadas a Wilen las espinillas no serviría para conseguir lo que quería de él. Aunque se lasmereciera.

    —Están detrás de aquel corral de allá —contestó al cabo, a la par queseñalaba con la cabeza hacia el extremo oriental del prado—. En el que hayovejas que tienen la marca de la oreja de Paet al’Caar. —Los chicos queconducían ovejas hablaban así siempre aunque no fuera correcto o de otro modo

  • nadie habría sabido si se referían a las ovejas de Paet al’Caar o las de Jac al’Caaro las que pertenecían a cualquiera de la docena más de al’Caar que había—. Sólose han tomado un rato de descanso, ojo, así que no los vayas a meter en líos pordecirle lo contrario a alguien.

    —Gracias, Wil —respondió por el simple hecho de demostrar que podía sereducada incluso con un cretino. ¡Como si ella fuera con cuentos por ahí! Wilpareció sorprenderse y Egwene estuvo tentada de darle una patada en laespinilla, después de todo.

    El corral grande en el que se guardaban las ovejas de Paet al’Caar seencontraba casi junto a los árboles del Bosque de las Aguas a ese lado del prado.La enorme y negra perra pastora de maese al’Caar estaba tumbada delante delcorral y levantó la cabeza para observar a Egwene un momento mientras ésta seacercaba y después volvió a apoyarla en el suelo. Egwene miró a la perra condesconfianza. No le gustaban mucho los perros y parecía que ellos le pagabancon la misma moneda. No obstante, se olvidó de la perra por completo cuando sehalló lo bastante cerca para ver con claridad. Las tablas del cercado no ofrecíanmucha cobertura y Egwene alcanzó a ver un grupo de chicos detrás del corral,aunque no distinguió bien quiénes eran.

    Soltó el cubo cuidadosamente y caminó a lo largo del cercado. No es que seacercara a hurtadillas, pero no quería hacer mucho ruido por si acaso… Por siacaso cualquier ruido espantaba a las ovejas; sí, era por eso. Al llegar a laesquina del cercado se asomó por detrás del poste del ángulo.

    Como había dicho Wil, allí estaban Perrin y Mat Cauthon con otros chicosmás o menos de su edad, todos sudorosos y con las lazadas de las camisasdesanudadas. Entre ellos se encontraban Dav Ayellan y Lem Thane, Ban Crawey Elam Dowtry. Y Rand, un chico flaco, casi tan alto como Perrin y con lasmanos y los pies demasiado grandes, desproporcionados para su tamaño. Antes odespués, siempre se lo encontraba con Mat o con Perrin. Rand, con el que todo elmundo decía que se casaría algún día. Estaban charlando, riendo y dándosepuñetazos en los hombros unos a otros. ¿Por qué harían eso los chicos?

    Fruncido el entrecejo, Egwene se retiró del poste y se recostó en las tablas delcercado. Una de las ovejas que estaban dentro le olisqueó sonoramente laespalda, pero Egwene no le hizo caso. Había oído a las mujeres decir eso deRand y de ella, aunque ignoraba que todo el mundo lo comentara. ¡Maldita Elisa!Si su hermana no hubiese empezado a suspirar y a gemir por el cabello, ella nose habría puesto a darle vueltas al tema de los maridos. Esperaba casarse algúndía —casi todas las mujeres de Dos Ríos se casaban—, pero no era como esascabezas de chorlito a las que había oído decir que se morían de ganas. Lamayoría esperaba unos cuantos años al menos después de haberse trenzado elcabello, y ella… Ella deseaba ver esas tierras sobre las que Jain el Galopadorhabía escrito. ¿Qué le parecería a un marido que su esposa se marchara a

  • conocer tierras extrañas? Que ella supiera, nadie había salido de Dos Ríos nunca.« Yo lo haré» , se prometió para sus adentros.Y, en el supuesto de que se casara, ¿sería Rand un buen marido? No estaba

    muy segura de qué hacía que un hombre fuera un buen marido. Alguien como supadre, valiente, afable y sensato. Rand le parecía afable. Una vez le habíaregalado un silbato que había tallado; y también la talla de un caballo. Y le habíadado la pluma de un águila, con la punta negra, cuando ella comentó que erabonita, aunque todavía sospechaba que Rand habría querido quedársela. Ycuidaba de las ovejas de su padre en el pastizal, así que tenía que ser valiente. Elperro pastor era una ayuda si aparecían los lobos o un oso, pero el chico quepastoreaba tenía que estar preparado con su honda o con un arco si era lobastante mayor para utilizarlo. Sólo que… Lo veía cada vez que él y su padreiban al pueblo desde su granja, pero no lo conocía realmente. Casi no sabía nadade él. Ese momento era tan bueno como otro cualquiera para empezar. Se acercóal poste del ángulo y volvió a asomar la cabeza alrededor del palo.

    —Me gustaría ser un rey —decía Rand en ese instante—. Eso es lo que megustaría ser.

    Hizo una floritura con el brazo y realizó una torpe reverencia a la par que sereía para demostrar que estaba bromeando. Menos mal. Egwene torció el gesto.¡Un rey ! Estudió el rostro de Rand. No, no era guapo. Bueno, quizá lo era. Puedeque eso no fuera importante, pero sería agradable tener un marido al queresultara agradable mirar. Tenía los ojos azules. No, grises. Parecían cambiar decolor mientras uno los observaba. Nadie más en Dos Ríos tenía los ojos azules. Aveces había en ellos una expresión triste. Su madre había muerto cuando erapequeño, y Egwene creía que Rand envidiaba a los chicos que tenían madre. Ellano podía imaginar perder a la suya. Ni siquiera quería intentarlo.

    —¡Un rey de ovejas! —se mofó Mat. Más menudo que los otros, era un puronervio y muy avispado. Con sólo mirarle la cara saltaba a la vista que planeabauna trastada. Siempre estaba planeando una. Y por lo general acababahaciéndola.

    —Rand al’Thor, Rey de las Ovejas —dijo con sorna Lem. Ban le atizó unpuñetazo en el hombro y Lem le dio otro a Ban; después se rieron, burlones.Egwene sacudió la cabeza.

    —Eso es mejor que decir que quieres escaparte y no tener que trabajarnunca —comentó Rand en tono afable. Parecía que nunca se enfadaba. Almenos, que ella hubiera visto—. ¿Cómo vas a vivir sin trabajar, Mat?

    —Trabajar con ovejas no está tan mal —opinó Elam mientras se frotaba lalarga nariz. Llevaba el pelo corto y tenía un remolino, de punta, en la parte deatrás. Guardaba cierta semejanza con una oveja.

    —Rescataré a una Aes Sedai y me recompensará —replicó Mat—. Seacomo sea, no voy por ahí buscando trabajo cuando hay trabajo de sobra sin

  • necesidad de buscarlo. —Sonrió y le dio un puñetazo a Perrin en el hombro.Perrin se frotó la nariz, avergonzado.—A veces hay que ser sensato, Mat —dijo lentamente—. A veces tienes que

    ser previsor.Perrin siempre hablaba despacio, si es que hablaba. Y se movía con cuidado,

    como si tuviese miedo de romper algo. En ocasiones, Rand hablaba sin pensar ysiempre daba la impresión de estar listo para salir disparado y no parar hastaalcanzar el horizonte.

    —La sensatez dice que trabajaré en el molino de mi padre —suspiró Lem—.Que lo heredaré algún día, espero. Aunque confío en que no sea demasiadopronto. Pero antes me gustaría correr una aventura. ¿A ti no, Rand?

    —Pues claro que sí. —Rand se echó a reír—. Pero ¿dónde se encuentra unaaventura en Dos Ríos?

    —Tiene que haber un modo —rezongó Ban—. A lo mejor hay oro arriba, enlas montañas. O trollocs… —De pronto ya no parecía tan seguro de querer subira las montañas. ¿De verdad creía en los trollocs?

    —Pues yo quiero tener más ovejas que nadie en todo Dos Ríos —manifestófirmemente Elam. Mat puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación.

    Dav, que había estado escuchando sentado sobre los talones, sacudió lacabeza.

    —Tú pareces una oveja, Elam —masculló. Al menos, Egwene no lo habíadicho en voz alta. Dav era más alto que Mat y más fornido, pero tenía el mismobrillo en los ojos. Y siempre llevaba la ropa arrugada por algo que no tendría quehaber estado haciendo—. Eh, se me acaba de ocurrir una gran idea.

    —Y a mí otra mejor —manifestó rápidamente Mat—. Vamos. Os lomostraré.

    Dav y él intercambiaron una mirada desafiante. Elam, Ban y Lem parecíandispuestos a seguir a cualquiera de los dos; o a ambos si supieran cómo hacerlo.No obstante, Rand puso la mano en el hombro de Mat.

    —Un momento. Escuchemos antes esas grandes ideas.Perrin asintió con gesto pensativo.Egwene suspiró. Dav y Mat parecían competir para ver quién se metía en un

    lío más gordo. Y Rand hablaría con sensatez, pero cuando estaba en el pueblo amenudo se las ingeniaban para arrastrarlo con ellos. Y a Perrin también. Losotros tres secundarían cualquier cosa que Mat o Dav sugirieran.

    Egwene pensó que era hora de marcharse. No podría seguirlos para ver quése traían entre manos sin descubrir su presencia. Prefería morir antes que Randsospechara que había estado vigilándolo como una cabeza de chorlito. « Y nisiquiera he descubierto nada» .

    Mientras se dirigía hacia donde había dejado el cubo, Dannil Lewin se cruzócon ella y se dirigió hacia la parte posterior del cercado. Contaba trece años,

  • estaba más flaco que Rand, y tenía la nariz muy prominente. Egwene vacilójunto al cubo y escuchó. Al principio sólo oyó murmullos. Entonces…

    —¿Que el alcalde quiere que vaya? —exclamó Mat—. ¡No es posible! ¡Nohe hecho nada!

    —Quiere que vayáis todos, y volando —dijo Dannil—. Yo que vosotros iría averlo ahora mismo.

    Egwene se apresuró a coger el cubo y se alejó lentamente del cercado, devuelta al río. Rand y los otros, trotando en la misma dirección, la pasaronenseguida. Egwene esbozó una sonrisa. Cuando su padre mandaba llamar aalguien, esa persona iba. Hasta el Círculo de Mujeres sabía que Brandelwynal’Vere no era un hombre con el que se pudiera jugar. Se suponía que ella nodebía saber tal cosa, pero había oído por casualidad a la señora Luhhan y laseñora Ayellan y algunas otras hablando con su madre de que su padre eratestarudo y que su madre tendría que hacer algo al respecto. Dejó que los chicosse adelantaran un poco —sólo un poco— y después apresuró el paso para noquedarse atrás.

    —No lo entiendo —rezongó Mat cuando se aproximaban a la línea dehombres que esquilaban—. A veces el alcalde sabe lo que estoy haciendo en elmismo momento en que lo hago. Y mi madre también. Pero ¿cómo?

    —Probablemente el Círculo de Mujeres se lo dice a tu madre —mascullóDav—. Lo ven todo. Y el alcalde es el alcalde.

    Los otros chicos asintieron con aire desanimado. Egwene divisó a su padre unpoco más adelante; era un hombre de complexión redonda y escaso cabellocanoso. Llevaba las mangas recogidas por encima de los codos, una pipa entrelos dientes y unas tijeras de esquilar en la mano. Y a diez pasos de losesquiladores, observando a los chicos que se acercaban, se encontraba la señoraCauthon, la madre de Mat, flanqueada por sus dos hijas: Bodewhin y Eldrin. NattiCauthon era una mujer reposada y con mucho temple, como no podía ser menosteniendo un hijo como Mat, y en ese momento exhibía una sonrisa desatisfacción. Igual que Bodewhin y Eldrin, sólo que éstas miraban a Mat con eldoble de dureza que su madre. Bode no era lo bastante mayor para acarrearagua todavía, y tendrían que pasar otros dos años para que Eldrin lo hiciera.« ¡Rand y los demás tienen que estar ciegos!» , pensó Egwene. Cualquiera quetuviese ojos en la cara se daría cuenta de cómo sabía siempre las cosas la señoraCauthon.

    Natti Cauthon y sus hijas se metieron entre la multitud mientras los chicos seacercaban al padre de Egwene. Ninguno parecía haberla visto. Sólo tenían ojospara el padre de Egwene. Todos parecían recelosos, excepto Mat, que exhibíauna sonrisa de oreja a oreja, gesto que lo hacía parecer culpable de algo,irremediablemente. El padre de Rand levantó la vista de la oveja que esquilaba ymiró a Rand con una sonrisa; su gesto consiguió al menos que su hijo pareciera

  • menos una grulla a punto de levantar el vuelo.Egwene empezó a ofrecer agua a los hombres que esquilaban con su padre,

    todos ellos pertenecientes al Consejo del Pueblo. Bueno, maese Cole daba unacabezada, con la espalda recostada en una piedra alta que sobresalía del suelo.Era tan mayor como la Zahorí o tal vez más, y aún conservaba todo el cabello,aunque completamente blanco. Pero los demás estaban esquilando y la lana sedesprendía del cuerpo de las ovejas en gruesas capas blancas. Maese Buie, elquinchador, un hombre sarmentoso pero no por ello falto de agilidad, mascullabaentre dientes mientras trabajaba y hacía una oveja en el mismo tiempo en queotros hacían dos; los demás parecían absortos en su tarea. Cuando un hombreacababa con una oveja, la soltaba para que la recogieran los chicos queesperaban y se la llevaran mientras le traían otra. Egwene caminaba despacio yasí tenía una excusa para remolonear por allí. No estaba aflojando el ritmorealmente; sólo quería saber qué iba a pasar.

    Su padre estudió a los chicos un momento, fruncidos los labios.—Bien, muchachos —dijo luego—, sé que habéis trabajado duro. —Mat

    lanzó una mirada sorprendida a Rand, y Perrin se encogió de hombros con aireincómodo. Rand se limitó a asentir con la cabeza, pero con incertidumbre—. Asíque he pensado que era un buen momento para ese relato que os prometí —acabó su padre. Egwene sonrió. Su padre contaba los mejores relatos.

    —Quiero una historia de aventuras —dijo Mat mientras se ponía erguido. Lamirada que asestó a Dav en esta ocasión era desafiante.

    —Yo quiero una de Aes Sedai y Guardianes —se apresuró a intervenir Dav.—Y con trollocs —añadió Mat—. Y… Y… ¡Y un falso Dragón!Dav abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada, pero dirigió una hosca

    mirada a Mat. No había forma de superar lo de un falso Dragón, y lo sabía. Elpadre de Egwene soltó una risita divertida.

    —No soy un juglar, muchachos. No conozco ningún relato de ese estilo.¿Tam? ¿Te gustaría intentarlo a ti?

    Egwene parpadeó. ¿Por qué iba a saber el padre de Rand historias de eseestilo si su padre no las sabía? El Consejo había elegido a maese al’Thor comoportavoz de los granjeros de los alrededores de Campo de Emond, pero, que ellasupiera, a lo único que se había dedicado era a la cría de ovejas y a plantartabaco, como cualquiera de la región.

    Maese al’Thor pareció sentirse incómodo y Egwene albergó la esperanza deque no supiese ninguna historia de ese estilo. No quería que nadie superase a supadre. Le gustaba el padre de Rand, desde luego, así que tampoco deseaba que sesintiese azorado. Era un hombre robusto, con algunas hebras grises en el cabello,de carácter tranquilo y callado, y le caía bien a casi todo el mundo.

    Maese al’Thor acabó de esquilar la oveja y mientras le llevaban otraintercambió una sonrisa con Rand.

  • —Pues resulta —dijo— que sé una historia de esas características. Osrelataré cosas sobre el verdadero Dragón, no de uno falso.

    Maese Buie se irguió con tal rapidez que la oveja que trasquilaba casi se leescapó. Estrechó los ojos más de lo que los tenía habitualmente, que ya era decir.

    —No permitiremos nada de eso, Tam al’Thor —gruñó con su voz chirriante—. No es apropiado para oídos decentes.

    —Cálmate, Cenn —intervino el padre de Egwene en tono apaciguador—.Sólo es un relato. —Sin embargo, miró de soslayo al padre de Rand y resultóobvio que no estaba tan seguro como quería dar a entender.

    —Ciertos relatos no se deberían contar —insistió maese Buie—. ¡Ciertashistorias no deberían saberse! Repito que no es decente. No me gusta. Si no haymás remedio que hablarles sobre batallas, contadles algo de la Guerra de los CienAños o de la Guerra de los Trollocs. Ahí tendrán Aes Sedai y trollocs, si hay quehablar de esos temas. O de la Guerra de Aiel.

    Durante un instante Egwene tuvo la impresión de que el semblante de maeseal’Thor cambiaba, que se tornaba más duro. Tanto como para que, encomparación, los de los guardias de mercaderes parecieran blandengues. Ese díano hacía más que figurarse cosas. Por lo general no se dejaba llevar por laimaginación de esa forma. Maese Cole abrió los ojos de golpe.

    —Sólo va a contarles un cuento, Cenn. Sólo eso, hombre —dijo y volvió acerrar los ojos. Nunca se sabía con certeza si maese Cole estaba dormidorealmente.

    —Todavía no has escuchado, olido o visto nada que te haya gustado, Cenn —comentó maese al’Dai, el abuelo de Bili. Era un hombre enjuto, de cabello ralo yblanco y tan viejo como maese Cole, si no más. Se veía obligado a caminar conbastón la mayor parte del tiempo, pero tenía los ojos vivos y despiertos, al igualque la mente. Y era casi tan rápido como maese al’Thor con las tijeras deesquilar—. Mi consejo, Cenn, es que rumies tu mala hiel en silencio y dejes queTam cuente su historia.

    Maese Buie cedió de mala gana, sin dejar de mascullar entre dientes. Trasasestar una mirada ceñuda al padre de Rand, se inclinó de nuevo sobre la ovejaque esquilaba. Egwene sacudió la cabeza con sorpresa. A menudo había oído amaese Buie decirle a la gente lo importante que era en el Consejo y que todos losdemás hombres le hacían caso siempre.

    Los chicos se acercaron más a maese al’Thor y, formando un semicírculo, sesentaron en cuclillas. Cualquier relato que provocara una discusión entre losmiembros del Consejo por fuerza tenía que ser interesante. Maese al’Thor nodejó de esquilar, aunque a un ritmo más lento. Obviamente, no quería correr elriesgo de hacerle un corte a la oveja por tener dividida su atención.

    —Esto no es más que un relato —empezó, sin hacer caso del gesto ceñudo demaese Buie—, ya que nadie sabe todo lo que pasó. Pero ocurrió de verdad.

  • ¿Habéis oído hablar de la Era de Leyenda?Algunos de los chicos asintieron, aunque con recelo. Egwene también asintió

    a despecho de sí misma. Había oído decir a los adultos « quizás en la Era deLeyenda» cuando no creían que algo hubiese ocurrido realmente o cuandodudaban que algo se pudiera hacer. Era otra forma de decir « cuando a los cerdosles crezcan alas» . O al menos eso era lo que ella creía.

    —Fue hace más de tres mil años —continuó el padre de Rand—. Habíagrandes ciudades llenas de edificios más altos que la Torre Blanca, y ésta es másalta que cualquier cosa salvo una montaña. Máquinas movidas por el PoderÚnico transportaban a la gente de un lado a otro más deprisa que un caballo agalope, y también se cuenta que había máquinas de transporte por el aire. Noexistían enfermedades en ninguna parte. Ni había hambre. Ni guerras. Y,entonces, la mano del Oscuro tocó el mundo.

    Los chicos dieron un brinco; de hecho, Elam se cay ó. Se incorporó,abochornado, e intentó fingir que no se había ido al suelo. Egwene contuvo larespiración. El Oscuro. Tal vez se debía a que había pensado en él hacía un rato,pero en ese momento le pareció especialmente aterrador. Esperaba que maeseal’Thor no dijera su nombre. « No nombrará al Oscuro» , pensó, pero no por ellodejó de temer que lo hiciera.

    Maese al’Thor les sonrió a los chicos a fin de paliar la impresión ocasionadapor sus palabras, pero continuó.

    —En la Era de Leyenda ni siquiera se tenía memoria de la guerra, o eso es loque se dice; pero, una vez que el Oscuro tocó el mundo, se recordó rápidamente.No fue una guerra como esas entre dos naciones sobre las que habéis oído hablara los mercaderes cuando vienen por lana y tabaco. Aquella guerra abarcó todo elmundo. Vino a llamarse la Guerra de la Sombra. Había tantos seguidores de laLuz como seguidores de la Sombra; y, además de incontables Amigos Siniestros,estaban los ejércitos de My rddraal y de trollocs, más numerosos que todos losque salieron a borbotones de La Llaga durante la Guerra de los Trollocs. Yestaban aquellos a los que se llamó los Renegados, Aes Sedai que se habíanpasado a la Sombra.

    Egwene tuvo un escalofrío y se alegró de ver que algunos chicos se rodeabana sí mismos con los brazos. Las madres utilizaban a los Renegados para asustar asus hijos cuando eran malos: « Si no dejas de mentir, Semirhage vendrá por ti» ,« Lanfear está al acecho para llevarse a los niños que roban» . Egwene sealegraba de que su madre no hubiera hecho eso. Un momento. ¿Las Renegadashabían sido Aes Sedai? Esperaba que maese al’Thor no fuera diciendo eso por ahío el Círculo de Mujeres pasaría a visitarlo. En cualquier caso, algunos de losRenegados eran hombres, así que tenía que estar equivocado.

    —Esperáis que os hable de la gloria de la batalla, pero no lo haré. —Duranteun instante su voz sonó severa, pero sólo fue un momento—. Nadie sabe nada

  • sobre esas batallas, salvo que fueron atroces. Tal vez las Aes Sedai tengan ciertosregistros o documentos; pero, de ser así, no permiten que nadie los vea salvo otrasAes Sedai. ¿Sabéis algo sobre las grandes batallas durante el encumbramiento deArtur Hawkwing y a lo largo de la Guerra de los Cien Años? ¿Que había cien milhombres en cada bando? —Le respondieron anhelantes asentimientos con lacabeza. También de Egwene, aunque el suyo no tuvo nada de anhelante. Todosesos hombres intentando matarse unos a otros no suscitaban su interés, como lesocurría a los chicos—. Bien —continuó maese al’Thor—, esas batallas se habríanconsiderado escaramuzas en la Guerra de la Sombra. Ciudades enteras fuerondestruidas, arrasadas hasta sus cimientos. Y los campos del entorno de lasciudades no salieron mejor parados. Allí donde se libraba una batalla sóloquedaba devastación y ruinas. La guerra se prolongó años y años por todo elmundo. Y, poco a poco, la Sombra empezó a ganar. La Luz se vio obligada aretroceder más y más, hasta que pareció que la Sombra lo conquistaría todo. Laesperanza se fue desvaneciendo como la niebla al salir el sol. Pero la Luz contabacon un líder que nunca se rindió, un hombre llamado Lews Therin Telamon. ElDragón.

    Uno de los chicos dejó escapar una ahogada exclamación de sorpresa.Egwene estaba demasiado estupefacta, con los ojos como platos, para fijarsecuál de ellos había sido. Hasta se olvidó de fingir que ofrecía agua a los hombres.¡Pero si el Dragón había luchado por la Sombra!

    No sabía mucho del Desmembramiento del Mundo —casi nada, a decirverdad—, pero al menos había algo que todo el mundo sabía: ¡el Dragón habíaluchado a favor de la Sombra!

    —Lews Therin reunió hombres, los Cien Compañeros y un pequeño ejército.Lo que en aquel entonces se consideraba pequeño, se entiende. Diez milhombres. Ahora no nos parecería un ejército pequeño, ¿verdad? —Sus palabrasparecían una invitación a la risa, pero en la queda voz de maese al’Thor no habíael menor atisbo de hilaridad. Hablaba de un modo que parecía que hubiese estadopresente allí. Desde luego, Egwene no se rió, como tampoco ninguno de loschicos. Escuchó e intentó acordarse de respirar—. Sólo con una remotaesperanza de éxito, Lews Therin atacó el valle de Thakan’dar, el corazón de lapropia Sombra. Cientos de miles de trollocs cayeron sobre ellos. Trollocs yMyrddraal. Los trollocs viven para matar. Un trolloc puede desmembrar enpedazos a un hombre sólo con sus manos. Los Myrddraal son la muerte. Los AesSedai que combatían por la Sombra descargaron fuego y rayos sobre LewsTherin y sus hombres. Los que seguían al Dragón no morían uno a uno, sino dediez en diez, de veinte en veinte o de cincuenta en cincuenta. Bajo un cieloatormentado, alterado, en un lugar donde nada crecía ni volvería a crecer,lucharon y murieron. Pero no retrocedieron ni cedieron. Combatieron todo elcamino a Shayol Ghul. Y si Thakan’dar es el corazón de la Sombra, Shay ol Ghul

  • es el corazón del corazón. Todos los hombres de aquel ejército perecieron, asícomo la mayoría de los Cien Compañeros, pero en Shayol Ghul sellaron denuevo, con el Oscuro dentro y a los Renegados con él, la prisión que el Creadorhabía hecho para el Oscuro. Y el mundo quedó a salvo de la Sombra.

    Se hizo el silencio. Los chicos miraban a maese al’Thor con los ojos muyabiertos. Y brillantes, como si lo estuvieran viendo todo: los trollocs, losMyrddraal, Shayol Ghul. Egwene tuvo otro escalofrío. « El Oscuro y losRenegados están encerrados en Shayol Ghul, confinados lejos del mundo de loshombres» , enunció para sus adentros. No recordaba lo que seguía, pero le sirvióde ay uda. Sólo que si el Dragón salvó el mundo, entonces ¿cómo se explicabaque lo hubiera destruido?

    Cenn Buie escupió. ¡Escupió! ¡Como cualquier apestoso guardia demercader! Egwene dudó que pudiera pensar en él como « maese Buie» a partirde ese día.

    Ni que decir tiene que aquello sacó a los chicos de su embeleso. Intentaronmirar a cualquier sitio salvo donde se encontraba el sarmentoso hombre. Perrinse rascó la cabeza.

    —Maese al’Thor —empezó lentamente—, ¿qué significa « el Dragón» ? Si aalguien se lo llama « el León» , quiere decir que se supone que es como un león.Pero ¿qué es un dragón?

    Egwene lo miró de hito en hito. Nunca se le habría ocurrido esa idea. Tal vezPerrin no era tan lerdo como parecía.

    —No lo sé —admitió el padre de Rand—. Y dudo que lo sepa alguien. Quizáni siquiera las Aes Sedai. —Soltó la oveja que había estado esquilando e hizo unaseña para que le llevaran otra. Egwene cayó en la cuenta de que había acabadohacía rato, pero sin duda no había querido interrumpir el relato. Maese Cole abriólos ojos y sonrió.

    —El Dragón. A buen seguro suena feroz, ¿no os parece? —comentó antes deque los párpados se le cerraran de nuevo.

    —Supongo que sí —dijo el padre de Egwene—. Pero todo eso ocurrió hacemuchísimo tiempo y muy lejos, y no tiene nada que ver con nosotros. Bueno,jovencitos, habéis disfrutado de vuestro descanso y de un relato. Volved altrabajo. —Mientras los chicos se levantaban de mala gana, añadió—: Haymontones de muchachos de las granjas a los que no creo que conozcáis aún.Siempre es bueno conocer a los vecinos, así que entablad relación con ellos. Noquiero veros trabajar juntos hoy ; ya os conocéis todos. Hala, marchaos.

    Los chicos intercambiaron miradas sorprendidas. ¿Acaso habían creído quelos dejaría volver juntos para seguir adelante con la trastada que planeaban,fuera cual fuera? Todos, pero en especial Mat y Dav, que intercambiaron ojeadasentre ambos, llevaban una expresión cabizbaja al marcharse. Egwene pensóseguirlos, pero los chicos empezaban a dispersarse y tendría que haber ido en pos

  • de Rand para enterarse de más cosas. Torció el gesto. Si él se daba cuenta, a lomejor pensaba que era una cabeza de chorlito, como Cilia Cole. Además,quedaban esas lejanas tierras; tierras que Egwene estaba firmemente decidida avisitar.

    De repente reparó en los cuervos; había muchos más que hacía un rato.Aletearon y alzaron el vuelo desde los árboles, en dirección a las Montañas de laNiebla. Encogió los hombros. Tenía la sensación de notar la mirada de alguienclavada en la espalda. De alguien o…

    No quería volverse, pero lo hizo y alzó la vista a los árboles que había másallá de los hombres que esquilaban. Más o menos a medio camino de la copa deun gran pino localizó un cuervo solitario posado en una rama. Mirándolafijamente. ¡A ella! Sintió frío en la boca del estómago. Ansiaba echar a correr,pero en cambio se obligó a sostener aquella mirada e intentó imitar la expresiónimpávida de Ny naeve. Al cabo de un momento el cuervo lanzó un ásperograznido y saltó de la rama; las negras alas lo llevaron hacia el oeste, en pos delos otros.

    « A lo mejor empiezo a dominar esa clase de mirada» , pensó; al momento sesintió ridícula. Tenía que evitar dejarse llevar por la imaginación. Sólo era un ave.Y ella tenía cosas importantes que hacer, como ser mejor aguadora que nadie. Yla mejor aguadora no se asustaría por unas aves ni por ninguna otra cosa. Cuadrólos hombros y reanudó su camino entre la gente a la par que buscaba a Berowy n.Aunque ahora era para ofrecerle un cacillo de agua. Si era capaz de hacer frentea un cuervo, podía hacer lo mismo con su hermana. O eso esperaba.

    Egwene tuvo que llevar agua de nuevo al año siguiente, lo que para ella fue unagran decepción, pero, una vez más, trató de ser la mejor. Si había que hacer algo,entonces más valía hacerlo lo mejor posible. Y esa actitud debió de funcionar,porque al año siguiente le permitieron ay udar con la comida… ¡Un año antes delo habitual! Entonces se marcó una nueva meta: ser la muchacha más joven a laque le permitieran trenzarse el cabello. No creía realmente que el Círculo deMujeres lo aceptara, pero una meta fácil no era realmente una meta.

    Dejó de querer escuchar relatos contados por los adultos, aunque sí le habríagustado oírlos de un juglar. Y le siguió gustando leer sobre tierras lejanas deextrañas costumbres y soñar con verlas. También a los chicos dejaron deinteresarles los relatos. Egwene creía que tampoco leían mucho. Todos crecieron,convencidos de que su mundo jamás cambiaría, y muchas de aquellas historiaspasaron a ser recuerdos agradables mientras que otras las olvidaron, o casi. Y sidescubrieron que algunos de esos relatos en realidad habían sido algo más quecuentos… En fin. ¿La Guerra de la Sombra? ¿El Desmembramiento del Mundo?¿Lews Therin Telamon? ¿Qué podía importar nada de eso en la actualidad? Y, detodos modos, ¿qué había ocurrido realmente en aquel entonces?

  • E

    PRÓLOGO

    EL MONTE DEL DRAGÓN

    l palacio todavía se agitaba en ocasiones mientras la tierra retumbaba en lamemoria; cruj ía como si quisiera negar lo acontecido. Haces de luz, filtrados através de las hendiduras de la pared, hacían resplandecer las motas de polvosuspendidas en el aire. Las paredes, el suelo y los techos conservaban las marcasdel paso del fuego. Amplias manchas negras cruzaban las pinturas y oropelesarrasados de lo que en otro tiempo eran abigarrados murales; el hollín cubríafrisos desmenuzados de hombres y animales que parecían haber tratado deescapar antes de que la locura cesara. Los cadáveres y acían por doquier;hombres, mujeres y niños alcanzados en la huida por los ray os que se habíanabatido sobre cada corredor, abrasados por el fuego que les había seguido lospasos o atrapados en las piedras del palacio que se habían abalanzado sobre elloscomo organismos vivos antes del retorno de la calma. Como curioso contrapunto,brillantes tapices y pinturas, todos obras maestras, pendían incólumes excepto enlos puntos en que las paredes los habían empujado al pandearse. Los lujososmuebles labrados con incrustaciones de oro y marfil, salvo los que fueronderribados por la protuberancia del suelo, permanecían intactos. El grandescarriador de la mente había golpeado en la esencia sin importarle los objetos

  • que la rodeaban.Lews Therin Telamon vagaba por el palacio, manteniendo hábilmente el

    equilibrio cuando la tierra se levantaba.—¡Ilyena! Amor mío, ¿dónde estás?El borde de su capa gris claro se arrastraba por la sangre mientras caminaba

    por encima del cuerpo de una mujer de cabellos rubios cuya belleza estabadesfigurada por el horror de sus últimos momentos; la incredulidad habíaquedado plasmada en sus ojos, todavía abiertos.

    —¿Dónde estás, esposa mía? —seguía implorante—. ¿Dónde se hanescondido todos?

    Sus ojos toparon con su propia imagen reflejada en un espejo que colgabatorcido sobre el mármol cuarteado. Su atuendo, de color gris, escarlata y dorado,antaño majestuoso, cuya tela primorosamente bordada había sido traída por losmercaderes de allende el Mar del Mundo, se hallaba ahora ajada y sucia,cargada con la misma capa de polvo que le cubría los cabellos y la piel. Por uninstante tocó el símbolo que lucía su capa, un círculo mitad blanco y mitad negro,con los colores separados por una línea irregular. Aquel símbolo tenía algúnsignificado. Sin embargo, el emblema bordado no logró retener largo tiempo suatención. Contemplaba su propio reflejo con igual asombro. Un hombre alto, demediana edad, apuesto en otro tiempo, pero que tenía más cabellos blancos quecastaños y un rostro marcado por el esfuerzo y la preocupación; sus ojos oscuroshabían visto y a demasiado. Lews Therin comenzó a reír entre dientes, despuésechó la cabeza hacia atrás; su risa resonó por las salas deshabitadas.

    —¡Ilyena, amor mío! Ven a mí, esposa mía. Debes ver esto.Tras él, el aire se ondulaba, relucía, se solidificaba para conformar el

    contorno de un hombre que miró en torno a sí con la boca contraída en un rictusde disgusto. De menor estatura que Lews Therin, vestía por completo de negrocon excepción de un lazo blanco que rodeaba su garganta y el adorno plateado enla solapa de sus botas. Avanzó con cautela, recogiendo su capa con fastidio paraevitar que rozara a los muertos. El suelo experimentó un leve temblor, pero suatención estaba concentrada en el hombre que reía de cara al espejo.

    —Señor de la Mañana —dijo—, he venido a buscarte.La risa paró en seco, como si nunca hubiera existido, y Lews Therin se volvió

    sin mostrar asombro alguno.—Ah, un huésped. ¿Tenéis buena voz, forastero? Pronto llegará el momento

    de cantar y aquí sois todos bien acogidos para tomar parte en ello. Ilyena, amormío, tenemos una visita. Ily ena, ¿dónde estás?

    Los ojos del hombre de negro se abrieron con desmesura para posarse sobreel cadáver de la mujer de pelo dorado y volver a fijarse de nuevo en LewsTherin.

    —Que Shai’tan os tome para sí; ¿acaso la corrupción os atenaza hasta tal

  • punto el entendimiento?—Ese nombre. Shai… —Lews Therin se estremeció y alzó una mano como

    para protegerse de algo—. No debéis pronunciar ese nombre. Es peligroso.—Veo que al menos recordáis esto. Es peligroso para vos, imbécil, no para

    mí. ¿Qué más os viene a la memoria? ¡Recordad, idiota cegado por la Luz! ¡Nopermitiré que esto acabe sin que vos recobréis la conciencia! ¡Recordad!

    Durante un instante Lews Therin contempló su mano levantada, fascinado porlas manchas de suciedad. Entonces se restregó la mano en su capa, aún másmugrienta, y volvió a dedicar su atención al otro hombre.

    —¿Quién sois? ¿Qué queréis?El individuo ataviado de negro se irguió con arrogancia.—Antes me llamaban Elan Morin Tedronai, pero ahora…—Traidor de la Esperanza. —Fue un susurro salido de boca de Lews Therin.

    El recuerdo despuntaba en él, pero giró la cabeza, negándose a abrazarlo.—De modo que recordáis algunas cosas. Sí, Traidor de la Esperanza. Así me

    bautizaron los hombres, como a vos os pusieron el nombre de Dragón, con ladiferencia de que yo he adoptado el apelativo. Me lo otorgaron como un insulto y,sin embargo, yo los obligaré a arrodillarse y rendirle adoración. ¿Qué vais ahacer vos con vuestro nombre? A partir de hoy, os llamarán Verdugo de laHumanidad. ¿Qué postura vais a adoptar?

    Lews Therin arrugó la frente y abarcó con la mirada la sala en ruinas.—Ilyena debería estar aquí para dar la bienvenida a un huésped —murmuró

    distraído antes de levantar la voz—. Ilyena, ¿dónde estás?El suelo se estremeció y agitó el cuerpo de la mujer de cabello rubio como si

    formulara una respuesta a su llamada. Sus ojos no la percibieron.—Reparad en vos —dijo despreciativo Elan Morin con una mueca—. En otro

    tiempo fuisteis el primero entre los Siervos. Hubo una época en que llevabais elanillo de Tamyrlin y os sentabais en el solio de la Sede Amy rlin, una época enque invocasteis los Nueve Cetros del Dominio. ¡Miraos ahora! Un desgraciadoque mueve a compasión. Pero eso no me basta. Vos me vencisteis en las Puertasde Paaran Disen; sin embargo, ahora soy y o el más grande. No os dejaré morirsin que os deis cuenta. Cuando fallezcáis, vuestro último pensamiento será laplena conciencia de vuestra derrota, de vuestro total aniquilamiento. Suponiendoque os conceda la suerte de morir.

    —No entiendo por qué tarda tanto Ilyena. Me reñirá cuando vea que no le hepresentado a nuestro invitado. Espero que os guste conversar porque a ella leencanta. Os prevengo, Ilyena os hará tantas preguntas que lo más probable esque terminaréis por contarle todo cuanto sabéis. Elan Morin arrojó hacia atrás sucapa negra y dobló las manos.

    —Es una lástima para vos que no esté presente ninguna de vuestras hermanas—musitó—. Nunca he sido muy diestro con la curación, y ahora me sirvo de un

  • poder distinto. Pero ni siquiera una de ellas podría proporcionaros unos minutosde lucidez, en caso de que vos mismo no la destruy erais antes. Lo que yo soycapaz de hacer será igualmente válido para mis propósitos. —Su súbita sonrisaera cruel—. Aun así, me temo que los remedios de Shai’tan son distintos decuantos conocéis. ¡Que la salud retorne a ti, Lews Therin!

    Extendió una mano y la luz se convirtió en penumbra, como si una sombrahubiera ocultado el sol.

    El dolor se adueñó de Lews Therin y no logró contener los gritos que parecíansalidos de sus entrañas. El fuego invadió su médula mientras el ácido recorría susvenas. Cayó de espaldas, aplastado sobre el suelo de mármol; su cabeza golpeó lapiedra y rebotó. El corazón le latía de forma vertiginosa, como si fuera a salírseledel pecho, y cada pulsación traía consigo una nueva oleada de ardor. Preso deconvulsiones, se revolvía indefenso con el cráneo convertido en una esfera depuro sufrimiento que parecía que fuera a estallar en cualquier momento. Susroncos gemidos resonaban por todo el palacio.

    Poco a poco, con una lentitud extrema, el dolor disminuy ó. Tras su retirada,que pareció durar mil años, él se agitó espasmódicamente e inhaló con avidez elaire a través de una garganta seca. Se le antojó que podía haber transcurrido otromilenio antes de recobrar la capacidad de incorporarse, con los músculosdoloridos, ayudado de manos y pies. Sus ojos se posaron sobre la mujer decabellera dorada, y el grito que brotó de su interior restó intensidad a los sonidosexhalados antes. Tambaleante, gateó hasta ella. Hubo de hacer uso de todas susfuerzas para tomarla en brazos. Las manos le temblaban al apartarle los cabellosdel rostro, que todavía miraba con sus ojos muertos.

    —¡Ilyena! ¡Que la Luz me proteja, Ily ena! —Su cuerpo se doblegó enactitud protectora sobre la mujer, al tiempo que sus sollozos sonaban como losgritos desatados del hombre a quien no le queda ningún motivo para seguirviviendo—. ¡Ily ena, no! ¡No!

    —Podéis recobrarla, Verdugo de la Humanidad. El Gran Señor de laOscuridad puede devolverle la vida si estáis dispuesto a servirlo. Si estáisdispuesto a servirme a mí.

    Lews Therin alzó la cabeza y el sombrío personaje retrocedióinvoluntariamente un paso bajo el peso de su mirada.

    —Diez años, Traidor —dijo en voz baja Lews Therin, mostrando la mismasuavidad del acero al ser desenfundado—. Hace diez años que vuestroenloquecido amo viene destruy endo el mundo. Y ahora esto. Voy a…

    —¡Diez años! ¡Estúpido sin remedio! Esta guerra no se desarrolla desde hacediez años, sino desde el inicio del tiempo. ¡Vos y y o hemos librado miles debatallas al compás de los giros de la Rueda, un millón de veces, y lucharemoshasta que el tiempo se detenga y suene el triunfo de la Sombra!

    Terminó su explicación con un grito y el puño levantado y en esta ocasión fue

  • Lews Therin quien dio un paso atrás, con la respiración contenida ante el destellode los ojos del Traidor.

    Lews Therin depositó amorosamente a Ily ena en el suelo y le acarició conternura los cabellos. Las lágrimas le nublaban la visión al levantarse, pero su vozsonó con la frialdad del metal.

    —Por todo cuanto habéis hecho, no puede existir el perdón para vos, Traidor,pero por la muerte de Ily ena os destruiré de tal modo que ni vuestro amo podráay udaros. Preparaos para…

    —¡Recordad, imbécil! ¡Acordaos de vuestro fútil ataque al Gran Señor de laOscuridad! ¡Acordaos de su contraataque! ¡Acordaos! En estos precisosmomentos, los Cien Compañeros están desgarrando el mundo y con cada día quepasa se une a ellos un ciento más. ¿Qué mano ha asesinado a Ily ena, la decabellos dorados? No ha sido la mía. No ha sido la mía. ¿Qué mano ha acabadocon la vida de quienes llevaban una gota de vuestra misma sangre, de todosaquellos a quienes vos amabais? No la mía, Verdugo de la Humanidad. No lamía. ¡Rememorad y sabréis así cuál es el precio que se paga por enfrentarse aShai’tan!

    Un sudor repentino surcó la cara de Lews Therin, cubierta de polvo y mugre.Recordó, a través de una imagen nebulosa parecida a un sueño forjado en otrosueño; no obstante, sabía que aquello era cierto.

    Su aullido resonó en las paredes; era el grito de un hombre que habíadescubierto su alma condenada por su propia mano, y se arañó el rostro como siquisiera arrancar la imagen de lo que había hecho. Dondequiera que mirase susojos se topaban con cadáveres. Estaban despedazados, quebrados, quemados oengullidos a medias por las piedras. Por todas partes y acían inertes seres queconocía, seres a quienes amaba. Viejos sirvientes y amigos de infancia, fielescompañeros que lucharon con él durante los largos años de combate. Sus propioshijos e hijas, desparramados como muñecos rotos, jugaban inmóviles parasiempre jamás. Todos abatidos por su mano. Los rostros de sus hijos lo acusaban,con los ojos en blanco preguntando por qué, y sus lágrimas no podían explicar larazón. Las risas del Traidor machacaban sus oídos, amortiguando sus alaridos. Nopodía contemplar las caras, el horror. No podía soportar permanecer allí por mástiempo. Con desesperación invocó la Fuente Verdadera, el corrupto Saidin, yemprendió el Viaje.

    La tierra en torno a sí estaba desolada y vacía. Un río discurría en lascercanías, ancho y recto, pero podía adivinar que no había ningún ser humano encien leguas a la redonda. Estaba solo, solo como únicamente podía hallarse unhombre aún con vida y, sin embargo, no podía huir del recuerdo. Los ojos loperseguían a través de los infinitos recovecos de su mente. No podía ocultarsedelante de ellos. Los ojos de sus hijos. Los ojos de Ilyena. Las lágrimas fluían porsus mejillas cuando alzó el rostro hacia el cielo.

  • —¡Luz, perdóname! —No creía que pudiera alcanzarle el perdón. Éste noexistía para lo que había perpetrado. No obstante gritaba en dirección a la bóvedaceleste; imploraba aquello que sabía no era digno de recibir—: ¡Luz, perdóname!

    Todavía estaba en contacto con Saidin, la porción masculina del poder quedirigía el universo, que hacía girar la Rueda del Tiempo, y percibía la aceitosamancha que maculaba su superficie, la infección del contraataque de la Sombra,la corrupción que había sumido el mundo en la destrucción. Y todo por su culpa,porque, henchido de orgullo, había creído que los hombres podían igualar alCreador, podían reparar la obra del Creador que ellos mismos habían destrozado.Su orgullo lo había inducido a creerlo.

    Aspiró con avidez el contenido de la Fuente Verdadera, con más intensidad acada segundo, como un hombre que desfalleciera de sed. A poco había absorbidomás sustancia del Poder Único de la que podía encauzar por sí mismo; la piel leardía como si estuviera en llamas. Con gran esfuerzo, se obligó a ingerir más,tratando de engullirla en su totalidad.

    —¡Luz, perdóname! ¡Ily ena!El aire se convirtió en fuego, el fuego en luz líquida. El rayo surgido del cielo

    habría abrasado y cegado cualquier ojo que lo hubiera avistado, incluso porespacio de un instante. Brotado del firmamento, atravesó a Lews Therin Telamony penetró en las entrañas de la tierra. Las piedras se convirtieron en vapor alentrar en contacto con él. La tierra se agitó, tembló como un ser vivo atenazadopor el dolor. La reluciente estela sólo existió durante un segundo, uniendo cielo ytierra, pero una vez transcurrido éste el suelo se estremeció como un mar azotadopor la tormenta. La roca fundida surcaba el aire, alcanzando una altura dequinientos pies, y el rugiente terreno se levantaba, elevando el abrasador surtidorcada vez más arriba. De norte a sur, de este a oeste, el viento aullaba, arrancabaárboles como si fueran meras ramitas, como si su atronador soplido acudierapara impulsar a la creciente montaña en dirección al cielo, a una altura más ymás imponderable.

    Por fin el viento amainó y la tierra apaciguó sus trémulos murmullos. DeLews Therin no quedó señal. En el lugar donde había estado se alzaba ahora unaalta montaña que horadaba el cielo y escupía aún lava líquida por su picoquebrado. El ancho río de cauce recto había sido desviado y formaba una curvaalejada de la montaña; había quedado dividido en dos ramales, en medio de loscuales había una isla alargada. La sombra de la montaña casi se proyectabasobre la isla, descargando su oscuridad sobre los campos como la ominosa manode una profecía. Durante un tiempo, los amortiguados rumores de protesta de latierra fueron el único sonido emitido allí.

    En la isla, el aire vibraba y entrechocaba. El hombre vestido de negrocontemplaba la impresionante montaña que se elevaba en la llanura. Su rostro sehallaba desfigurado por la rabia y el rencor.

  • —No podéis escapar tan fácilmente, Dragón. Aún no ha terminado nuestracontienda y ésta no terminará hasta el fin de los tiempos.

    Después desapareció, y la montaña y la isla permanecieron solas, esperando.

  • Y la Sombra se abatió sobre la tierra y el mundo se hendió piedra porpiedra. Los océanos se desvanecieron y las montañas fueron engullidas,y las naciones fueron dispersadas hacia los ocho ángulos del mundo. Laluna era igual que la sangre y el sol como la ceniza. Los mares hervían,y los vivos envidiaban a los muertos. Todo quedó destrozado y todo seperdió excepto el recuerdo, y una memoria prevaleció sobre lasdemás, la de aquel que atrajo la Sombra y el Desmembramiento delMundo. Y a aquél lo llamaron el Dragón.

    De Aleth nin Taerin alta Camora,El Desmembramiento del Mundo.

    Autor anónimo, cuarta era

    Y sucedió que en aquellos días, como había acontecido antes y volveríaa acontecer, la oscuridad cernía su peso sobre la tierra y oprimía elcorazón de los hombres, y el verdor de las plantas palidecía y laesperanza desfallecía. Y los hombres invocaron al Creador, diciendo:Oh, Luz de los Cielos, Luz del Mundo, haced que el Redentor Prometidonazca del seno de la montaña, tal como afirman las profecías, tal comoacaeció en las eras pasadas y sucederá en las venideras. Haced que elPríncipe de la Mañana cante en honor de la tierra para que crezcan lasverdes cosechas y los valles produzcan corderos. Permitid que el brazodel Señor del Alba nos proteja de la Oscuridad y que la gran espada dela justicia nos defienda. Haced que el Dragón cabalgue de nuevo alomos de los vendavales del tiempo.

  • De Charal Drianaan te Calamon,El Ciclo del Dragón.

    Autor anónimo, cuarta era

  • L

    1

    UN CAMINO SOLITARIO

    a Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdosque se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso elmito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo.En una era llamada la tercera era por algunos, una era que ha de venir, una eratranscurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de laNiebla. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eternogirar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un inicio.

    Nacido bajo los picos tocados por las sempiternas nubes que dieron sunombre a las montañas, el viento sopló hacia el este, cruzando las Colinas deArena, antaño riberas de un gran océano, en un tiempo anterior alDesmembramiento del Mundo. Siguió su rumbo hasta Dos Ríos, penetrando laenmarañada floresta llamada Bosque del Oeste, y su fuerza golpeó a doshombres que caminaban junto a un carro y un caballo por un sendero sembradode piedras denominado Camino de la Cantera. Pese a que la primavera debierahaber hecho notar su presencia un mes antes, el aire se hallaba preñado de unagelidez que parecía augurar una nevada.

    Las ráfagas aplastaban la capa de Rand al’Thor contra su espalda y el tej ido

  • de lana de color terroso le azotaba las piernas continuamente. Deseó que su capafuera más pesada o haberse puesto una camisa de más antes de partir. La mayorparte de las veces en que trataba de arroparse con ella, la capa se enganchaba enel carcaj que pendía de su cadera. De poco servían sus intentos de retener laprenda con una mano; en la otra llevaba un arco, con una flecha dispuesta parasurcar el aire.

    Cuando una racha especialmente furiosa le arrebató la capa de la mano,dirigió la mirada a su padre por encima del peludo lomo castaño de la yegua.Sentía que era una tontería comprobar que Tam estaba todavía allí, pero aquel díatenía algo especial. Fuera del aullido del viento al levantarse, reinaba el másabsoluto silencio en el campo, y el leve cruj ido del eje sonaba estruendoso porcontraste. Ningún pájaro cantaba en el bosque, ninguna ardilla saltaba en lasramas. Tampoco esperaba verlos realmente, no aquella primavera.

    Sólo los árboles que mantenían sus hojas durante el invierno mostraban algúnsigno de verdor. Marañas de zarzas del año anterior se extendían con telarañasparduscas sobre las piedras que sobresalían bajo la arboleda. Las ortigas eran lashierbas más numerosas; el resto eran especies de cardos erizados de espinas oplantas hediondas, que dejaban un fétido olor en las botas del caminante que laspisaba distraído. El suelo aún se veía cubierto por blancas manchas de nieve bajola sombra del tupido ramaje. En donde lograba filtrarse, el sol parecía apagado.El pálido astro permanecía sobre los árboles, en el lado oeste, pero su luz eradecididamente mortecina, como si estuviera entremezclada con sombra. Era unamañana desapacible, que propiciaba pensamientos inquietantes.

    Sin reflexionar, tocó la muesca de la flecha; estaba presta para alzarla hastasu mejilla, tal como le había enseñado Tam. El invierno había sido bastanteriguroso en las granjas, peor que ninguno de los que recordaban los más viejosdel lugar; sin embargo, su dureza había sido sin duda aún mayor en las montañas,a juzgar por la cantidad de lobos que descendían hasta Dos Ríos. Los lobosatacaban por sorpresa los rediles de ovejas y se abrían camino hasta los corralespara dar cuenta de terneros y caballos. Los osos también habían perseguido alganado, en lugares en donde no se habían visto tales animales desde hacía años.Ya no era seguro salir a la intemperie después del crepúsculo, pues los hombreseran tomados como presas al igual que los corderos, y a veces ello ocurríaincluso antes de la caída del sol.

    Tam andaba a grandes zancadas al otro lado de Bela; utilizaba su lanza comovara de apoyo sin hacer caso del viento que hacía ondear su capa marrón igualque una bandera. De tanto en tanto, tocaba levemente el flanco de la y egua pararecordarle que había que seguir camino. Con su fornido pecho y su amplio rostro,su firmeza era un anclaje en la realidad en aquella mañana, como una piedra enmedio de un sueño inaprensible. Pese a las arrugas que surcaban sus mejillasatezadas por el sol y las escasas hebras negras que se distinguían en su pelo cano,

  • estaba imbuido de un aire de solidez, como si un torrente pudiera abalanzarse a sualrededor sin hacer tambalear sus pies. Ahora renqueaba impávido senderoabajo. Los lobos y los osos estaban muy bien, indicaba su ademán, pero erapreferible para ellos que no intentaran detener el paso de Tam al’Thor cuando sedirigía a Campo de Emond.

    Con un arrebato de culpa, Rand volvió a centrar la vista en el lado del caminoque dominaba él, atraído al sentido del deber por la actitud práctica de Tam. Erauna cabeza más alto que su padre, más alto que ningún habitante de la zona, yhabía heredado bien poco de su aspecto físico, a no ser tal vez un cierto parecidoen los hombros. Sus ojos grises y el tono roj izo de sus cabellos provenían de sumadre, según Tam. Ella no era natural de aquellas tierras y Rand apenasconservaba el recuerdo de su rostro sonriente, si bien depositaba flores en sutumba todos los años, en Bel Tine, en primavera y en Día Solar, en verano.

    Do