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libro vasconcelos

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historia de personaje historico de oaxaca

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gobierno del estado de oaxaca

Lic. Ulises Ruiz OrtizGobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

secretaría de cultura

Lic. Andrés Webster Henestrosa

subsecretaría de planeación y difusión cultural

Lic. Emilio de Leo Blanco

dirección de vinculación y difusión

Lic. María del Carmen de Fátima Fuertes Casasnovas

departamento de realización y divulgación editorial

Lic. Alejandra Martínez Guzmán

Primera edición 2009

Oaxaca en José VasconcelosFrancisco José Ruiz Cervantes (Compilación, introducción, notas)DR © Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de OaxacaCalzada Madero No. 1336, esquina Avenida Tecnológicocolonia Linda Vista, c.p. 68030, Oaxaca, Oax.

ISBN: 978-607-7713-11-1

Diseño de portada e interiores: Mario Lugos • Javier Rios

Este libro no puede ser reproducido parcial o totalmentesin autorización de los editores.

Impreso y hecho en Oaxaca, México

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ÍNDICEUlises Ruiz Ortiz

Andrés Webster Henestrosa

Introducción, Francisco José Ruiz Cervantes.

Los recuerdos oaxaqueños en la primera infancia y la juventud.

El regreso a la ciudad natal; salidas a Tlacolula y Mitla.

El Istmo.

Porfirio Díaz “amo de los mexicanos”.

Oaxaca, algunos oaxaqueños y la revolución mexicana.

La lucha por la gubernatura de Oaxaca.

De la campaña del 29.

El retorno del hijo ausente, verano de 1945.

Artículos periodísticos de tema oaxaqueño.

Los oaxaqueños ante la muerte del paisano ilustre.

Apéndice.

Fuentes.

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Página anterior. La familia Vasconcelos Calderón en estudio fotográfico de El Paso. Marcado con el número 1, el padre, Ignacio Vasconcelos Varela, 2, la ma-dre, Carmen Calderón Conde; 3, la abuela paterna, Perfecta Varela “Gan”; 4, el niño José Vasconcelos Calderón; 5, Dolores; 6, Concepción; 7, Carmen; 8, Car-los; 9, Samuel y 10, Soledad Vasconcelos Calderón. Fundación Cultural Busta-mante Vasconcelos (fcbv).

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Es altamente significativo para el pueblo mexicano, y para el oaxaqueño en particular, conmemorar el 50 aniversario luctuoso de José Vasconce­

los: hombre emblemático, cuya figura es inherente a la noción humanista del derecho a la educación y la cultura para todos. “Ser cultos para ser libres”, fue su divisa.

La historia del México surgido de la gesta revolucionaria de 1910, no esta­ría completa sin referirnos a la obra del gran educador, del visionario, del polí­tico, del constructor de instituciones que fue el oaxaqueño José Vasconcelos.

La gratitud de las generaciones actuales hacia el actuar de las que nos pre­cedieron, es obligada, y el reconocimiento del legado que nos heredaron, su expresión puntual. En tal sentido, la remembranza de la desaparición física de Vasconcelos el 30 de junio de 1959, debe ponderar en su justa dimensión sus aportaciones para hacer de México un país digno de su historia y su cultura.

Aún sin decirlo, en su proyecto educativo, social y cultural José Vasconce­los tuvo una fuerte influencia de la cultura oaxaqueña. Sin duda su tierra y el temperamento de su gente estuvieron presentes en la visión, tenacidad y sensibilidad con que emprendió su cruzada.

Es obligación de todos los mexicanos —y de manera especial de los oaxa­queños—, valorar la historia incluyendo la obra vasconcelista. Por ello, el Go­bierno del Estado de Oaxaca hace este reconocimiento y con él se propone alentar la lectura de su prócer, publicando esta obra que nos llena de júbilo.

Ulises Ruiz OrtizGobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

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Más allá de su obra educativa, filosófica, cultural y política, al conme­morar medio siglo de su muerte, el Gobierno Constitucional del Es­

tado de Oaxaca, desea reivindicar a José Vasconcelos como oaxaqueño, hijo pródigo de esta tierra, heredero del espíritu sureño que a pesar de su lejanía geográfica, mantuvo presente hasta el último día de su muerte. Por eso ve la luz la presente publicación Oaxaca en José Vasconcelos, con la firme intención de que a través de esta antología de textos salidos de la pluma del maestro José Vasconcelos, las oaxaqueñas y los oaxaqueños de hoy nos acerquemos a conocer toda su obra escrita.

Como continuador de los ideales de la Revolución, próxima a cumplir sus primeros cien años, el ilustre paisano se inserta en la trascendencia que tuvieron los hombres de ese tiempo al proporcionarle un rostro renovado a un México contemporáneo, contribuyendo de gran manera a sentar las bases en las diferentes áreas en que participó, con la vigencia de su política cultural: aquel ambicioso proyecto que emprendió con ánimo de acercar la cultura a todos en sus diferentes manifestaciones como su programa editorial, ins­trucción popular, fomento a la música, enmarcado en la necesidad de que la cultura mexicana formara parte de la cultura universal y viceversa.

El gobierno de Ulises Ruiz, consciente de la trascendencia cultural de José Vasconcelos, ha encargado a Francisco José Ruiz Cervantes, académico univer­sitario, recoger aquellos textos en los cuales hace referencia a su tierra como una forma de revalorarlo ante su gente y como un merecido homenaje.

Andrés Webster HenestrosaSecretario de Cultura

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Introducción

I

En la ciudad de Oaxaca de Juárez, el 27 de febrero de 1882, a las tres y media de la tarde nació en la casa marcada con el número siete de la entonces calle de la Cochinilla, (hoy 2ª calle de 20 de noviembre 211) un niño a quien se le puso el nombre de “José María Albino”. Sus padres fueron Ignacio Vasconcelos Varela y Carmen Calderón Conde. Cuando el segundo vástago de la familia Vascon­celos Calderón llegó al mundo, el general Porfirio Díaz recién iniciaba su man­dato como gobernador constitucional del estado, luego de dejar encargada la silla presidencial a su compadre Manuel González.

Con la llegada del héroe republicano a la gubernatura de su estado natal se aceleraron algunos trabajos de modernización citadina. Por ejemplo la con­versión de la antigua plaza de armas en jardín central; la introducción en las calles del primer cuadro de lámparas de petróleo para el alumbrado público, obra para la cual, según las crónicas, Díaz contribuyó con 144 candiles y con abundante combustible; la conclusión de un puente de mampostería sobre el río Atoyac en beneficio de las personas y del traslado de mercancías prove­nientes del sur del estado; la apertura de una sucursal del Monte de Piedad y el establecimiento de la Escuela de Artes y Oficios, a mediados de ese año.

Como es usual en tierras oaxaqueñas ese año también se sintieron algunos movimientos telúricos y parafraseando al clásico cantar español que vincula la trascendencia de una vida con la aparición de fenómenos extraordinarios, el año en que nació José Vasconcelos, los oaxaqueños y todos los habitantes del mundo entero contemplaron maravillados y sobrecogidos la aparición del famoso cometa del 82, cuya luminosidad fue tal que se distinguía incluso en pleno día.

Por lo que hizo a asuntos más terrenales, las expectativas que el nuevo gobierno despertó para la reactivación económica de la capital no se mate­rializaban tan rápido como las necesidades de muchos de sus habitantes; en particular de sus sectores medios. Así, la joven familia Vasconcelos Calderón, atenida al modesto sueldo que el jefe de casa devengaba en una botica, no estaba para aguardar pacientemente la mejora ofrecida pues la familia crecía constante y con ella, los gastos. Por lo que acudiendo a las relaciones familia­

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res en la capital del país, Ignacio Vasconcelos obtuvo un empleo federal en la sección de aduanas. El precio: abandonar el solar nativo.

El pequeño José tenía escasos dos años cuando se inició el periplo familiar que los llevó de frontera a frontera, de sur a norte y de ahí al sureste tropical. En esa constante travesía por los caminos de México e incluso recurriendo al transporte marítimo, transcurrió la primera infancia del niño José. Según él mismo cuenta en Ulises criollo, los vínculos con la patria chica se mantenían a través de las pláticas familiares, en particular los recuerdos de la “Gan”, vocablo familiar para designar a la abuela paterna que les acompañó en ese trajinar, siempre dispuesta a desgranar historias; la colección de “vistas este­reoscópicas” de la ciudad de Oaxaca, del árbol del Tule y las ruinas de Mitla y por la periódica preparación de guisos a la usanza local a cargo de doña Per­fecta Varela, la abuela, luego de recibir por el Express productos alimenticios del distante sur. Así que el recuerdo del terruño se mantuvo vivo, lo mismo en El Sásabe, en Piedras Negras que en Campeche.

Ahora bien, la relación de José Vasconcelos y su patria chica no estuvo exenta de tensiones y contradicciones, como puede verse en la entrevista que el escritor, poco antes de morir, concedió a Emanuel Carballo. Ahí le dice al en­tonces novel dramaturgo mexicano que él se consideraba norteño, que Oaxaca representaba la memoria de sus padres, aunque aceptó que su temperamento sí era oaxaqueño. Esa tensión se nota en distintos momentos de su obra y he­mos querido reflejarla en varias de las páginas que se encuentran más adelante. En particular en el Ulises criollo en el capítulo en donde describe su retorno a la ciudad natal, a la edad de 25 años, en las vísperas de las festividades del Cente­nario del inicio de la independencia nacional.

Las páginas que Vasconcelos dedicó a su encuentro con la ciudad natal no tienen desperdicio. Hay una descripción precisa y aún ahora luego de un siglo de que nuestro Ulises visitara la verde Antequera, uno puede tomar su libro y con su descripción recorrer el centro histórico. Contemplar la magnificencia de Santo Domingo y admirar la perspectiva que ofrecen la antigua calle de Benito Juárez, hoy Macedonio Alcalá, y la similar de Libertad, hoy Manuel García Vigil.

Ese relato nos lo muestra cargado de emociones, sabiéndose cercano por la sangre pero al mismo tiempo lejano por la ausencia prolongada de ese jirón de la provincia mexicana, y cuando parece que lo abruma la nostalgia el sabor de los dulces que consume de regreso a su hotel le ayuda a disipar la pena y ante la duda que un colega local le plantea sobre el tamaño de los

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rascacielos neoyorquinos escribe que la civilización era asunto de ruedas y concluye: bendito el día en que el hambre y el orgullo acicatearon a sus pa­dres a salir.

Otro tema que la crónica oaxaqueña nos descubre fue el poco aprecio que le merecen al joven abogado oaxaqueño los vestigios prehispánicos, como sucede cuando se refiere a las construcciones de Mitla comparándolas con las construcciones edificadas en la nueva Antequera. Y esa preferencia la vere­mos presente, aunque un tanto matizadas en sus crónicas periodísticas escri­tas a mediados del siglo veinte.

En su marcha por la entidad oaxaqueña, además de la porción central, José Vasconcelos recorrió lugares de la región del Istmo y la Mixteca, respectiva­mente. Como muchos viajeros antes que él, Vasconcelos quedará rendido ante las bellezas istmeñas, tanto las naturales como las humanas, tal como lo descubren sus páginas en el Ulises y en El desastre. En el caso de la Mixteca, está presente la referencia familiar que lo liga con las andanzas del abuelo li­beral, el médico Esteban Calderón, en el distrito de Tlaxiaco y con la infancia de su madre que cual improvisada enfermera atendió al joven oficial Porfirio Díaz, durante la guerra de Reforma.

Hay que hacer notar que Vasconcelos estuvo inicialmente en la capital del estado y en tierras istmeñas en las postrimerías del porfiriato mientras que vino a conocer la Mixteca, en particular Tlaxiaco, en el contexto de su cam­paña política por la gubernatura del estado en 1924. En ambos momentos las páginas están cargadas de emoción.

La actuación de Vasconcelos durante la década revolucionaria lo llevó le­jos del terruño e incluso su adhesión al maderismo, lo orilló a negar su vin­culación oaxaqueña como rechazo a la participación del llamado “sobrino de su tío” en la decena trágica que culminó en febrero de 1913 con la traición de Victoriano Huerta y el asesinato del presidente Madero.

Después de la aventura oaxaqueña de 1924, Vasconcelos no incluyó a Oaxaca en su gira política del 29 y fue hasta la quinta década del siglo veinte cuando a través de las páginas de la revista Oaxaca, publicación editada en la Ciudad de México se hizo presente. Fue en el verano de 1945, cuando invitado por Edmundo Sánchez Cano, entonces gobernador de Oaxaca, Vasconcelos siguió la ruta de la recién inaugurada Carretera Panamericana y fue objeto de reconocimiento en distintas poblaciones hasta culminar con los alcanza­dos en la ciudad natal, en donde destacaron el recibimiento en la entrada de Oaxaca y la ceremonia organizada en el Instituto Autónomo de Ciencias y

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Artes del Estado, en donde se le entregó el acuerdo del Consejo técnico que lo designaba catedrático “honoris causa” de la casa de estudios.

Entre 1945 y 1953 José Vasconcelos escribió la mayor cantidad de artículos de tema oaxaqueño, difundidos en publicaciones periódicas que “oaxaqueños ausentes” elaboraban desde la Ciudad de México. Llama la atención el tono en el que están escritos dichos artículos, ajenos a la virulencia que empleaba en las colaboraciones en publicaciones nacionales. Me parece que Vasconcelos se dio la oportunidad de ensayar un tono de acercamiento y de reconciliación con la querencia. Un hecho que fortaleció ese reencuentro fue la gestión de Eduardo Vasconcelos, primo suyo, como mandatario estatal en los años finales de la década de los cuarenta. Atrás quedó la pasión política que los separó en 1929.

Iniciados los años cincuenta del siglo XX, y ya con más de 70 años en su haber, las colaboraciones vasconcelianas de tema oaxaqueño comenzaron a escasear, aunque todavía se dio tiempo para escribir sobre las particularida­des regionales estatales como en el caso de la Mixteca y hasta incursionar en asunto musicales, a propósito del Centenario de la Zandunga, en 1953.

Se sabe que en 1957, José Vasconcelos regresó a tierras oaxaqueñas, en particular visitó nuevamente Tlaxiaco e incluso se dijo que realizó un viaje casi de incógnito a la capital del estado a principio de 1959.

José Vasconcelos Calderón falleció en su hogar en la Ciudad de México, cerca de las nueve de la noche del 30 de junio de 1959. Al día siguiente, la muerte del político, escritor y fundador de la Secretaría de Educación Pública fue la noticia de ocho columnas de los diarios metropolitanos. El presidente de la república, licenciado Adolfo López Mateos, antiguo partidario de la ges­ta del 29, señaló que el deceso constituía una pérdida para México y para el pensamiento de todo el mundo.

Un día después, el dos de julio, el periódico local Oaxaca Gráfico anunciaba el fallecimiento del ilustre paisano y el director Everardo Ramírez y Bohórquez hace la semblanza y recrea alguna de las andanzas del oaxaqueño desapareci­do, incluido su intento por ser gobernador de su estado natal. Haciéndose eco de lo aparecido en Excélsior y El Universal, se inserta la carta que Vasconcelos escribiera a su yerno rechazando de antemano cualquier intento por depositar sus restos en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Misiva que se incluye en esta compilación pues nos muestra a un Vasconcelos, no obstante su edad, irónico y rebelde, intransigente con el régimen que le escamoteó sus triunfos.

En la ciudad de Oaxaca hubo espacio para los homenajes al desaparecido, incluso la entonces Universidad Benito Juárez de Oaxaca, por disposición de

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su rector, ondeó su bandera a media asta durante tres días en señal de luto; y a la ceremonia conmemorativa, celebrada en el Paraninfo asistió el gobernador del Estado. El magisterio local estuvo presente a través del acto realizado por la Escuela Normal Mixta, el cual fue transmitido por una radiodifusora local.

En uno de los artículos que sobre el primer titular de la SEP se publicaron en la época, en el Boletín bibliográfico, editado entonces por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, se decía que habría que esperar que el tiempo pasara para que las pasiones en torno del político e intelectual oaxaqueño dieran paso a la reflexión serena acerca de su obra.

Luego, la conmemoración del centenario de la promulgación de las Leyes de Reforma, los 50 años del inicio de la revolución mexicana, el crecimiento de la economía nacional en los años de la siguiente década que dio origen al llama­do “milagro mexicano” más los acontecimientos del año de 1968, incluidos los juegos de la XIX Olimpiada, relegaron el examen de la obra de Vasconcelos.

En honor a la verdad, la ciudad que lo vio nacer no lo olvidó y tres lustros después del fallecimiento de José Vasconcelos, en 1974, la flamante Univer­sidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca organizó un acto de homenaje y en 1978, un comité de ciudadanos caracterizados constituidos en comité y en coordinación con el Centro de Estudios Hispanoamericanos que presidía el escritor Joaquín Cárdenas Noriega, en la ciudad de Cuernavaca, propició la co­locación de una placa conmemorativa en la pared de la casa en donde naciera en la segunda calle de 20 de noviembre.

A nivel nacional, habría que esperar un poco más y en 1979, al cumplirse los cincuenta años de la autonomía universitaria la figura y la obra de José Vasconcelos recobró actualidad a través de las memorias de los líderes es­tudiantiles, partidarios suyos, como fue el caso de Alejandro Gómez Arias. Dicho retorno se vio fortalecido por la aparición de al menos un par de obras escritas de corte académico. Me refiero a: Se llamaba Vasconcelos, de José Joa­quín Blanco y José Vasconcelos y la cruzada de 1929 de John Skirius. Además, novedad editorial fue la reedición sin cortes de su primer libro de memorias, Ulises criollo, dentro de una colección de literatura mexicana de considerable tiraje y de distribución en una cadena de tiendas de autoservicio.

En 1982, para recordar el centenario de su natalicio, la SEP publicó una antología de textos sobre educación y la UNAM hizo lo propio con un ensayo de revisión histórica de la gestión vasconceliana al frente del naciente sistema educativo del régimen de la revolución mexicana, amén que el Fondo de Cul­

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tura Económica editó en dos gruesos volúmenes sus cuatro libros de memo­rias, y de que en provincia se imprimieron algunos estudios biográficos.

Esa corriente revisionista de la obra vasconceliana ha mantenido su pre­sencia desde entonces y se enriqueció notablemente con la publicación de Los años del águila del académico galo, Claude Fell. Ahora, a medio siglo de la des­aparición física del ilustre oaxaqueño esperemos que repunte la producción bibliográfica de ese cuño. Un indicio alentador en ese sentido ha sido el hecho que una editorial nacional haya iniciado una colección conmemorativa con el título de “Biblioteca José Vasconcelos” donde se anuncia la reedición completa de su obra.

II

El texto que tienen en sus manos, titulado: Oaxaca en José Vasconcelos, aus­piciado y editado por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Oaxaca, se inserta en esa corriente conmemorativa. Como su nombre lo in­dica, a partir de la revisión de la obra escrita por el integrante del Ateneo de la Juventud y futuro titular de la Secretaría de Educación Pública se presenta una relación de textos suyos en donde es explícita la presencia de Oaxaca, la tierra de sus mayores, la memoria de sus padres, como Vasconcelos le co­mentó poco antes de morir a un joven Emanuel Carballo.

La aparición de este volumen no se debe a simple asunto de añoranza, queremos propiciar que los lectores, ubiquen al personaje oaxaqueño como actor y testigo de los acontecimientos desencadenados en nuestro México a partir de 1910, en particular a partir de su inserción en el movimiento made­rista y cómo esa adhesión y su curso ulterior lleva a este intelectual a con­vertirse en uno de los protagonistas del México contemporáneo surgido de la gesta revolucionaria.

Al recordar a José Vasconcelos Calderón en este “cuaderno” de tema oaxa­queño, queremos propiciar que quienes lo revisen se acerquen enseguida de manera franca a la obra completa de este nuestro “Ulises” y la lean o la re­lean según el caso. No quedarán defraudados pues la fuerza de su prosa los atrapará. Seguramente encontrarán posiciones con las que estén de acuerdo o habrá otras con las que discrepen notablemente, pero sin duda, la vitalidad que emana de la pluma vasconceliana no les será indiferente.

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Más allá de apologías o descalificaciones que el autor no necesita, lo que importa es inducir, particularmente a las nuevas generaciones, para que co­nozcan la obra de uno de los más brillantes escritores del siglo veinte mexica­no y a ello, Oaxaca en José Vasconcelos desea contribuir puntualmente.

En la revisión que dio origen a este volumen se hurgó en su tetralogía fundamental integrada por Ulises criollo, La tormenta, El desastre y El procon-sulado y también en sus artículos periodísticos dispersos en diarios y revistas nacionales y otras de circulación local. El resultado lo tienen ante sus ojos. Aunque la búsqueda fue exhaustiva reconozco al menos una colaboración a la que no tuve acceso. No obstante, la compilación recupera lo sustancial de lo que Vasconcelos escribió al recordar a su estado natal.

Los textos que se presentan se distribuyeron a lo largo de diez capítulos. Para contextualizar el contenido así como para hacer más atractiva la lectura se han incorporado ilustraciones de las distintas épocas a las que se hace alusión en los mencionados apartados. Al final se incluye un apéndice documental y las fuentes bibliográficas para mayor información de los lectores.

Hago público reconocimiento a la Fundación Cultural Bustamante Vas­concelos al permitirme consultar sus acervos y también a la Hemeroteca Pú­blica Néstor Sánchez y a la Biblioteca Francisco de Burgoa de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, mi alma Mater. Agradezco muy pun­tualmente a Claudio Sánchez Islas por haber tomado las fotografías que ilus­tran el libro y last but no least a Andrés Webster Henestrosa por su confianza, al haberme invitado a participar en este esfuerzo editorial.

Me hubiera gustado entregarle un ejemplar a mi amigo Eduardo Canseco Peralta, desafortunadamente no fue posible, así que a su memoria dedico estas líneas.

Francisco José Ruiz CervantesOaxaca de Juárez, Oaxaca, julio de 2009.

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los recuerdos oaxaqueños en la primera infancia y la juventud

En EstE primEr apartado sE rEunió un con-junto de vivencias personales de la infancia y la juventud e incluso de la inmersión en la edad adulta de José Vasconcelos Calde­rón. El hilo que une esos fragmentos to­mados del Ulises criollo es la familia como eje que articula y da sentido al actuar de personajes de distintas generaciones. De un núcleo que se mueve en el tiempo y en el espacio y experimenta transformaciones pero mantiene las tradiciones. Tal fue el caso de la familia formada por Ignacio Vas­concelos Varela y Carmen Calderón Con­

de en la ciudad de Oaxaca, en el año de 1879, y que aproximadamente un lustro des­pués, sus miembros salieron por vía terres­tre para hacer efectivo el nombramiento del jefe de familia como empleado federal en el ramo aduanal. La familia dejó el solar nativo en un viaje sin retorno, su travesía la llevó a recorrer media república en tiempos en que eran contados los que se aventura­ban a salir del entorno doméstico, aunque entre esos pocos destacaran los oriundos de Oaxaca, dispersos en la geografía nacional.

La Catedral de Oaxaca, al fondo el jardín principal y el Palacio de los Poderes. (Méxi-co a través de los siglos, México, 18.)

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En ese trajinar por la frontera norte era básico no ser absorbido por el medio, no ex­traviar las claves que explicaban el origen familiar y regional. Ese papel de mantene­doras de la tradición, lo mismo religiosa que gastronómica, fue desempeñado respec­tivamente por Carmen Calderón, la ma­dre, y por Perfecta Varela, “Gan”, la abuela paterna.

Vasconcelos se recuerda frente a su ma­dre que le lee el tomo de Historia sagrada y le da instrucciones sobre qué hacer en caso de caer en manos de los apaches insurrec­tos; le habla del abuelo materno, del doctor Esteban Calderón, a quien debería recurrir pues era muy conocido en la Ciudad de México. La figura de Calderón se agiganta en los relatos familiares. No era para me­nos, facultativo y político liberal adicto a Juárez y a Lerdo, ocupó un puesto en el Se­nado como representante de Oaxaca du­rante los primeros tiempos del Porfiriato. A pesar de que en su momento se opuso al matrimonio de su hija con Ignacio Vascon­celos, dependiente de botica, a su muerte la familia recibió una herencia en efectivo.

Para la conservación de los lazos con el te­ rruño, las pláticas memoriosas de la abuela paterna y la revisión periódica de la colec­ción de “vistas” estereoscópicas de la ciudad de Oaxaca, el árbol del Tule y los monu­mentos de Mitla, eran cuestiones de prime­ra importancia. Y para culminar, de tiempo en tiempo, la llegada de productos del sur con los que se preparaba la comida al estilo oaxaqueño.

La idea de Oaxaca acompañó a la fami­lia Vasconcelos a lo largo de su periplo, por ejemplo: cuando el padre se muda a Du­rango porque le han asegurado que aque­lla ciudad recuerda al origen añorado. Más tarde, cuando el adolescente Vasconcelos se estableció en la capital del país, su ma­dre procurará que se quede entre paisa­nas, amigas suyas, como eran las señoritas Orozco. Será en ese contexto doméstico donde conoció a quien será su novia y es­posa posteriormente: Serafina Miranda, oriunda del Distrito de Tlaxiaco, Oaxaca.

Vasconcelos en el Ulises criollo escribió que aparte del círculo estudiantil no tenía otros conocidos que los parientes estable­cidos en Tacubaya a quienes visitaba de cuando en cuando. Por ellos supo de Ma­nuel Brioso y Candiani, abogado y parien­te de su madre por quien no desarrolló mayor simpatía y a quien recrimina dedi­carse a la pedagogía, disciplina que el en­tonces joven positivista despreciaba por no aparecer en el cuadro de las ciencias que estableció Augusto Comte.

Durante esa misma época, Vasconcelos conoció y frecuentó a otra pareja de oaxa­queños, me refiero al abogado Francisco Pascual García y a su esposa Luz Núñez, poeta en su juventud. No deja de llamar la atención la relación que se estableció entre ellos dada la filiación católica de don Pan­cho Pascual, paisano de Benito Juárez, pe­ro tan alejado de su credo, al tiempo que enemigo del positivismo, y el estudiante devoto de aquella ideología que campeaba

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victoriosa por los salones de la Escuela Na­cional de Jurisprudencia. Pasaría algún tiempo antes de que Vasconcelos hiciera uso de las armas de la crítica para someter al positivismo a escrutinio y superar su in­fluencia. En tanto podemos suponer que el paisanaje y la simpatía mutua ayudó a so­brellevar las diferencias. Años después, se reencontrarán militando en formaciones políticas distintas. Pascual, al lado del Parti­do Católico Nacional y Vasconcelos, cerca­no al Partido Constitucional Progresista.

los señores[…] Mi madre retiene sobre las rodillas el tomo de Historia sagrada. Comen-ta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión.

—Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allá por tu abuelo, se llama Esteban… Sí; Esteban Calderón, de Oaxaca, en México le cono-cen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos mataron a nosotros […] —Las lágrimas cortaron el discurso y afir-mó—; con el favor de Dios nada de eso ha de ocurrir… ya van siendo pocos los insumisos […]

(Ulises Criollo, pp. 9-10)

Se cierran estas viñetas con dos acon­tecimientos: en primer lugar, el matrimo­nio de Vasconcelos con la señorita Miranda celebrado en Tlaxcala, en donde el herma­no de su novia, otro oaxaqueño ausente, desempeñaba el cargo de juez de distrito. Y segundo, con el fallecimiento de la abue­la paterna, quien hasta el final siguió sien­do el lazo común del clan Vasconcelos Calderón.

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la fotografía familiar[…] De nuestra estancia en El Paso quedó en el hogar un documento valio-so: la fotografía de etiqueta norteamericana que nos retrató el día de fiesta. Mi padre de levita negra, pechera blanca y puños flamantes. En el vientre, una leontina de oro; en el pecho, barbas rizosas. Mi madre luce sombrero de plumas, aire melancólico, faja de seda esponjada, mitones de punto y encajes negros al cuello. La abuela, sentada sonríe entre sus arrugas y sus velos de estilo mantilla andaluza. Siguen tres niñas gorditas, risueñas, ves-tidas de corto y lazos de listón en el cabello, y por fin mi persona, frente bombeada, pero aspecto ridículo, a pesar de la corbata de poeta. Los her-manos éramos cinco. El primogénito murió en Oaxaca, antes de que la familia emigrara. Yo como segundo, heredé el “mayorazgo” y seguían Con-cha, Lola, Carmen e Ignacio. Nos cayó este último no sé exactamente en cuál estación de la ruta y nos dejó a poco en otra, muriéndose pequeño. Cuando preguntaban a mi madre por su preferido, respondía:

—Son como los dedos de la mano: se les quiere a todos por igual.

los abuelos y los viajes[…] Se me pierde mi yo y vuelvo a hallarlo en las gradas de una escalera espaciosa. Baja un señor de perilla blanca; se ve pálido y alto, viste de negro, me toma de los brazos, me alza y me besa; oigo decir:

—El abuelo: tu abuelo…(Ulises criollo, pp. 11, 12)

Algunos de los Vasconcelos que se quedaron en Oaxaca, entre ellos el sacerdote Ángel Vasconcelos. (Fuente: fcbv.)

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“gan”La mayor parte de las noches, la tertulia era íntima. Mi madre se ponía a leer; mi padre fumaba y “Gan” nos platicaba. Eso de “Gan” era corrupción infantil de “Mamá grande”, usual en México. “Gan” era en el mundo una oscura, humilde viejecita: doña Perfecta Varela. Y como empezaba a estar anciana, le asediaban los recuerdos. En su infancia había hecho un viaje a España. Aunque nacida ella en México, el decreto de expulsión de los espa-ñoles, por el año treinta y tres, había afectado a sus padres. Cinco semanas o más viajaron en velero. Varias ocasiones, decía, estuvieron a punto de naufragar. Se rezaba la “Magnífica”, se prendía la vela de la “Perpetua” y el barco seguía adelante. Nada recordaba de lo visto en España. Siendo ella todavía una niña, volvió con los suyos a Oaxaca.

El tema de los viajes era, por lo demás, un leit motiv familiar. No tenía yo dos años cuando salimos de Oaxaca en caballos hasta el tren de Tehuacán. Fueron duras las jornadas del Cañón de Tomellín entre las cuestas y el río. Cuando Clara, la criada mestiza que todavía nos acompañaba en Piedras Negras, se vio arellanada en el vagón del primer ferrocarril que nos trans-portaba, cuentan que dijo: “Este caballito sí me gusta…” En la capital mi padre obtuvo un puesto en la Aduana de Soconusco. Lo que nos obligó a un viaje increíble, creo que hasta Puerto Ángel, donde tomamos un barco. Un temporal nos llevó de arribada forzosa a Champerico, de Guatemala. Allí encontramos mulas para atravesar la frontera por Tapachula. En plena estación de aguas, apenas avanzaban las bestias, resbalando en las pen-dientes. […] Para huir del paludismo, mi padre aceptó el cargo aquel del Sásabe, en el otro extremo del sistema aduanal mexicano. Los relatos de mi hogar empezaban, pues, con una advertencia geográfica: “Cuando estába-mos en Chiapas”, “cuando pasamos por México”, “una vez en Oaxaca…”

(Ulises Criollo, p. 17)

la comida oaxaqueña[…] La cocina fronteriza era muy primitiva y aunque después nos quedó el gusto de las tortillas de harina, en casa no se escuchaba sino quejas de la crudeza de los guisos locales. En cambio el comercio próspero de un puer-to internacional suministraba los productos de toda la tierra. Al “otro lado”, es decir, en “Eagle Pass”, se conseguía lo norteamericano y el servicio de transportes por express, nos surtía los productos de toda la república hasta

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el sur. Cuando llegaba la encomienda de Oaxaca, entraba en funciones la abuela, especialista en pipianes y moles, garbanzos y arroces. En la desho-llejada del garbanzo nos empleaban en grupo y llenábamos bandejas de grano pelado que servía a mis gentes no sólo para el cocido y los guisados usuales, sino también para un dulce de piloncillo y yerbas de olor, estilo oaxaqueño.

El plato de lujo de mi abuela era un estofado de pollo que tragaba pasas, almendras y alcaparras; todo el Oriente, en especias. La fruta escaseaba pero llegaban del sur piñas y aguacates. De Oaxaca nos enviaban turrones, tortas de coco y naranjas, limones cristalizados. […]

(Ulises criollo, p. 18)

la primera orfandad[…] Mi madre se vestía de claro, andaba alegre y parecía más joven. Se puso un día de luto, pero no indagué la causa. Pasó el tiempo y una tarde, a la hora de la lectura, me hizo repetir un pasaje del libro de José Rosas titulado: Un hombre honrado. Se celebra en él la ejemplaridad del que sirve a su patria en los días adversos; se retira a la vida privada en la época nor-mal y en ella conquista la estimación de los buenos y muere venerado y tranquilo.

Los sollozos de mi madre interrumpieron mi lectura. En seguida, reha-ciéndose, preguntó:

—¿A quién se puede aplicar este elogio…?Vacilé y respondí:—A Juárez.—Sí; y también a tu abuelo —afirmó ella.No volvió a mencionar su pena. No era dada a estar rumiando una con-

goja. La sufría violenta, la rezumaba, para en seguida entregarse a la obli-gación de una actividad provechosa y alegre.

(Ulises criollo, p. 19)

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Sla herencia del abuelo estebanMi padre llegó un día a la casa con varias talegas de a mil pesos, en plata. Venían de Oaxaca, por el express y procedían de la venta de un rancho de las cercanías de Tlaxiaco.

No eran de allí mis antepasados; pero se refugiaron en dicho pueblo durante la revolución de la Reforma, mientras mi abuelo, perseguido por Santa Anna, tuvo que abandonar no sólo Oaxaca, sino el país. Mi abuelo empezó de médico pobre, casado con una señorita Conde, de familia aco-modada pero ya en decadencia económica. Tan ricos habían sido los Con-de que sacaban “la plata a asolear”. Negociaban, según creo, la cochinilla y quebraron por el invento alemán de las anilinas.

Ignacio Vasconcelos Varela. (Fuente: fcbv.)

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En su destierro, mi abuelo estuvo con Juárez en Nueva Orleáns; después, durante la guerra contra los franceses, se estableció en Tlaxiaco, donde tuvo oculto a Porfirio Díaz y le curó una herida. Al triunfo del oaxaqueñismo se retiró de la política para seguir al lerdismo vencido; pero años después don Porfirio volvió a hacerlo senador. Al morir, no dejó patrimonio. Si no me equivoco, el rancho de Tlaxiaco lo administraba para los hijos de su prime-ra esposa. Al enviudar, contrajo en Tlaxiaco segundas nupcias con una Adelita que le dio una docena de hijos, mis medios tíos, los Calderón.

Los dineros del rancho no los quiso tocar mi padre. Los llevó a casa y los puso en el ropero de mi madre. Lo indicado hubiera sido emplearlos en la compra de algún solar que a los pocos años le hubiera duplicado la inversión; pero ninguno de los dos tenía cabeza para los negocios. Mi padre, por orgulloso, ni adelantó opinión, y la dueña, incorregiblemente despilfarrada, empezó a recorrer las tiendas y almacenes de los pueblos rivales. De cada excursión volvía con el coche cargado de cajas y envolto-rios. A mis hermanas, vestidos; a mi padre, un anillo; a mí, ropas y libros; a la viejita, un corte de vestido negro, de seda.

Y a medida que el dinero se iba alada y gloriosamente, los recuerdos de Tlaxiaco animaban las veladas. Exhumaba mi madre de lo profundo del

Panorámica de Tlaxiaco, Oaxaca. (Fuente: revista Acervos, Oaxaca.)

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baúl un vestido negro de gro —seda gruesa— adornado con lentejuelas; su primer lujo mundano lucido en los bailes de la pequeña y orgullosa ciudad criolla.

Sus días más alegres los pasó allí. Con todo, al final se le amargó la estancia por el segundo matrimonio y la madrastra. Más tarde regresaron todos a Oaxaca y después de algunos años de acudir a la misa y estar a la ventana, mi madre se enamoró frenéticamente de mi padre, un pobre empleado de botica…

Protestó el abuelo y negó su consentimiento al enlace; pero se efectuó éste en un amanecer y en presencia de algunos parientes. Eugenésicamen-te, la pareja estaba bien concertada. Rubia y pálida, delicada, mi madre; y su marido, sanguíneo, robusto. Criollos puros los dos. Con los años, el cutis blanco de mi madre tomó el color de la cera de los cirios. A mi padre lo pusieron rojo tostado los soles, los años y la cerveza. Sólo en derredor del cuello se le veía el círculo lechoso.

—Mamá y cuando se casaron, ¿a dónde se fueron a vivir tú y mi papá?Respondiendo a las preguntas de la indiscreción infantil se nos daban

detalles que por cierto no retengo con mucha exactitud.—¿Y por qué se enojaba mi abuelo? ¿Por qué era pobre mi papá…?Lo cierto es que madre prescindió de los suyos para siempre y se atuvo

a la suerte humilde de su esposo. Vivieron uno o dos años del sueldo esca-so de la botica; pero era la época en que Oaxaca se despoblaba. A nadie le faltaba un pariente ministro o general capaz de conseguir un empleo, así fuese en el quinto infierno. El deseo de sacudir el complejo social de quien viene a menos y el gusto de la aventura y el cambio deben de haber deci-dido a mis padres. Y el tío protector se presentó en la persona distinguida, por cierto, del general Mariscal. Pariente, según creo, bastante próximo de la familia de mi madre, bajo la administración lerdista o con Juárez ocupó el puesto de gobernador de Yucatán; después había contribuido a una de las derrotas de Porfirio Díaz, persiguiéndolo como desleal por el Istmo; retirado a la vida privada cuando Tuxtepec, conservaba sin embargo, influencia.

Entiendo que él fue mi padrino de bautizo y también quien dio a mi padre cartas de recomendación para un puesto en Aduanas. […]

(Ulises criollo, pp. 20-21)

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oaxaca en la república. camino de durangoA mi padre le habían asegurado que Durango se parecía a Oaxaca. Esto bastó a decidirlo. Además yéndose a Durango contrariaba la corriente de los que empleaban las vacaciones en San Antonio Texas. Tomando la ruta del sur, le volvía la espalda ostentosamente al progreso, a lo yanqui. A fuer de entendido, él se iba adonde la verdadera civilización. La piedra labrada siempre valdría más que el cemento, por más que lo dieran superpuesto en pisos. […] En los ocios forzados del vagón, mi padre explicaba por antici-pado lo que veríamos; nos describía las ceremonias de la Semana Santa; el porqué de los altares enlutados; la seña y los maitines; el Stabat Mater y la Misa de Gloria. No era iglesiero ni rezador sino más bien un creyente tibio. Sin embargo, adoraba el rito que era para él la mejor forma de arte. Lo que llamaba “funciones” de la iglesia le remplazaban las satisfacciones del tea-tro y del concierto de que disponen los modernos.

En la vida fronteriza echaba de menos el encanto de nuestras ciudades con arquitectura y naves espaciosas, el fausto de las procesiones y las voces de los coros. Dentro de tal arte alentó su juventud oaxaqueña y no era posible que así permeado de una cultura secular se rindiese de súbito a la novedad nórdica del ferrocarril y el agua entubada.

Ciudad de Oaxaca, arco conmemorativo frente al local de la Sociedad de Artesanos, al fondo, costado del templo de Santo Domingo. (Fuente: cfbv.)

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Con avidez retornaba a la zona en que comienza nuestra cultura criolla.[….] Nos despertó un clamor alborozado, casi marcial. Descorriendo los

visillos del balcón descubrimos el vagoncito amarillo que pasa ruidoso tras el estruendo rimado de los cascos de las mulas y las cadenas de las guar-niciones: el tranvía de mulitas. En cada esquina el conductor toca la trom-petilla que invita a salir a gozar el día. Por el balcón abierto entró una onda de fragancia y de luz. Enfrente, la avenida ostenta casas de dos pisos, de piedra pulida o enjalbegado, todas con pocos vanos, rejas y balcones de hierro forjado y en el saliente, macetas con flores o pájaros suspendidos de sus jaulas de bronce dorado. Arriba, cornisas y pretiles de azoteas. Más alto, un cielo azul profundo. Abajo, el empedrado antiguo deja brotar esca-sa yerba entre la doble fila de aceras embaldosadas y pulcros umbrales de las viejas casas lujosas de espacio. Una atmósfera benigna, despejada, bal-sámica, parecía posarse sobre la mano tendida a palparla ¡Durango! ¡Está-bamos, por fin, en Durango!

Asomó también al balcón mi padre y ejercitando su ojo crítico, en tanto continuaba la faena laboriosa de ajustar las mancuernillas al puño almido-nado, calmó nuestro delirio expresando:

—En efecto, se parece a Oaxaca; está bien, ya veremos…(Ulises criollo, pp. 54-55, 56-57)

oaxaca en la ciudad de méxico[…] La tía Conchita había decidido quedarse en la capital, en compañía de unas parientes conocidas entre los oaxaqueños con el nombre de las niñas Conde. En la misma casa me arregló mi madre pensión. Las niñas Conde eran dos solteronas viejas que liquidaron en Oaxaca un pequeño haber para instalarse en la capital con un “estanquillo”, pequeño comercio de tabacos, dulces oaxaqueños, sellos de la renta del timbre y miscelánea. Parientes lejanas de mi madre, por excepción me hospedaban en un cuarto interior de su establecimiento de la calle de La Joya, hoy Cinco de Febrero. […] al día siguiente, asomó la tía Concha anunciándome el chocolate. Eran famosas las Conde, lo molían en casa al estilo de Oaxaca para venderlo en su estanquillo. No sé por qué empezaron a molestarme los cuidados afec-tuosos que me dedicaban. Examinaba el rostro de la tía Conchita como si la viera por primera vez, y me daba la impresión de una especie de carica-tura de mi madre. […] Añádase a esto las constantes referencias a los

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ausentes, la sensación de estar en familia sin estarlo, la comparación a que obliga todo parentesco y se comprenderá por qué decidí escapar de aquella casa… “Mira que se va a enojar Carmita”, advertían las buenas señoras intentando detenerme. Pero, imperturbable, mudé el baúl y los libros al cuarto alquilado en una oscura pensión del barrio estudiantil.

[…] Mi gloriosa libertad duró apenas un mes. Mi madre, alarmada por mi deserción de la casa de las Conde, se puso en comunicación con unas amigas suyas, ordenándome que les tomara hospedaje. Me trasladé, así, a la pensión modesta pero casi distinguida que mantenían en la capital otras solteronas oaxaqueñas: las señoritas Orozco. Calle de San Lorenzo, a una cuadra del jardín de Santo Domingo. A pesar de su situación económica estrecha, las Orozco se trataban con el mundo, poderoso entonces, de la colonia oaxaqueña. La mayor de ellas, Lupita, frisaba en los cincuenta, pero se mantenía entusiasta y conversadora. Era su gloria haber asistido al baile dado a Porfirio Díaz como gobernador de Oaxaca. De él guardaba un listón que le manchó con champaña el propio Dictador al tropezarle con el codo una pareja. “Tiene la huella del héroe”, decía, “del asesino”, me atreví

Detalle de la plaza central de Oaxaca y del Palacio de Gobierno, ca. 1875. (Colección particular.)

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a puntualizar en una ocasión pero ella, sin enfadarse, insistió: “Tú qué sabes, hijo; es un héroe”.

¿Por qué mi violenta reacción contra el caudillo de los mexicanos? Ni yo me lo hubiera explicado. Quizás el odio lo absorbía del ambiente. Jamás se le atacaba en público pero se respiraba en el aire la antipatía violenta. Sin embargo, la cosa política no entraba todavía en mi sensación; ni siquiera en mi léxico. Mi mundo era el del espíritu y no tenía tiempo para abrir los ojos en derredor. La tertulia de las señoritas Orozco me aburría. Era mejor la soledad de mi cuarto desnudo; sobre la cabecera de la cama de hierro tenía una pequeña imagen de la Virgen del Carmen, símbolo conjunto de la madre terrena y divina. […]

[…] En la pensión había una huéspeda que empezaba a distraer mis ocios. Pariente lejana de Adelita, la madrastra de mi madre, la joven mix-teca Serafina acompañaba en México a sus hermanos estudiantes, uno de Leyes, otro de Agricultura. Nacida y criada en un pequeño pueblo de los alrededores de Tlaxiaco, había pasado algunos años en la capital de Oaxa-ca, y ahora, en México, dedicaba sus largos ocios a recorrer con algunas de las viejitas Orozco las casas de los conocidos y los paseos honestos. Su única lectura, las revistas de moda, fue pretexto para que comenzara nues-tro trato. Me traía sus cuadernos en francés a fin de que se los descifrase antes de cortar las telas. Y como todas las mujeres en el periodo de la cace-ría amorosa, aparentaba curiosidad por mis libros, lo mismo que en caso diverso hubiese simulado interés por el comercio o por la guerra.

Aparte de cierto barniz social y de una disciplina ética rigurosa, era un alma primitiva que no ataba ni desataba ni poseía una letra de ciencia o de literatura. Una de esas pruebas en que hay que empezar a lo Robinson, trasmitiendo los elementos de la aritmética junto con las nociones sobre la redondez de la Tierra. La experiencia resultaba tentadora para un pedante de mi género con pretensiones de enciclopedista. Y si a esta inocencia cien-tífica se agrega una morbidez sensual llena de recato y una intimidad de todas las sobremesas, se comprenderá lo peligroso y absurdo del lazo que allí se ataba.

[…](Ulises criollo, pp. 133-134)

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la pérdida materna[…] Transcurrieron así las semanas, despreocupadas y laboriosas, hasta que súbitamente, sin anunciarse, descargó el infortunio. Entraba silbando a mi cuarto un anochecer de tantos cuando la criada me llamó al salón “de parte de las señoritas Orozco”. Las encontré reservadas y graves; me hicie-ron sentar y extendieron ante mis ojos un telegrama: “Avisen Carmita gra-ve, no hay esperanzas”. Y como propuse telegrafiar en seguida, pedir más noticias, añadieron: “Ha venido ya otro mensaje… Resígnate… Qué le vamos a hacer… Te acompañamos en tu pena…” Sin responder casi, me dirigí a mi habitación. Lo primero que logré concebir fue un reproche des-esperado, un insulto a mi ceguera; hasta entonces juntaba cabos sueltos, expresiones de mi madre en sus últimas cartas, avisos velados de mi padre y aun ciertas alusiones de las mismas señoritas Orozco. Todo el mundo preveía mi desgracia y sólo yo me había adormecido en la más estúpida confianza… ¿Y todo por qué? […]

(Ulises criollo, pp. 135-136)

el “quesillo” familiar[…] El fin del curso determinó cambios de importancia en la vida de nues-tra casa provisional. Durante los meses de vacaciones las señoritas Orozco

El Instituto de Ciencias y Artes del Estado, antes de su restauración. Ca. fines del siglo xix. (Fuente: fcbv.)

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se marchaban a Oaxaca; mis futuros cuñados, con mi novia, salieron para su pueblo de la Mixteca. Los últimos días quedé solo en la casa con la cria-da. Era ésta una vieja cocinera oaxaqueña que a menudo se asomaba a mi cuarto para darme en su charla un relato confuso de cosas y personas de la provincia. Citaba nombres que ya conocía por haberlos oído en mi infan-cia, y casi no prestaba atención a sus cuentos, salvo una vez que me dijo: “Tú debías llamarte Castellanos… tu padre es hijo del cura Castellanos…” Tan inesperado aserto me produjo perplejidad. Me di cuenta de que nunca se habló en mi casa del abuelo paterno. Cierta o falsa la versión me preocu-pó y sólo muchos años después supe la verdad: mi padre había sido un bastardo pero no de cura, sino de comerciante español acomodado y aun noble de estirpe.”

las relaciones con los parientes[…] Fuera del círculo estudiantil, casi no tenía otros conocidos que los parientes de Tacubaya. Los visitaba de cuando en tarde y cosa que al prin-cipio me sorprendió, me atraía Adelita, madrastra de mi madre, más que sus hijos. Su fortaleza de alma, su cordialidad y buen juicio reconfortaban. Con los tíos acababa siempre embrollado en discusiones agrias. Ella encon-traba siempre la palabra de paz. De los desacuerdos era yo, sin duda, el culpable: les hablaba para exhibir mi ciencia reciente, ufana y no lograba el efecto deseado. En mi despecho, llegaba a extremos ridículos; por ejem-plo: la predisposición que se me desarrolló contra un lejano pariente letra-do que todavía no conocía. Pero lo invocaban para contradecirme o para señalármelo como modelo: “Anda, pregúntale a Manuelito; ése si sabe, él es filósofo”. Manuelito era el libre pensador oaxaqueño don Manuel Brioso y Candiani, autor de una Lógica, catedrático de la Normal de Oaxaca y meti-do por aquella época en un cargo abogadesco en la Suprema Corte de Justicia. Su fama de filósofo se afirmaba con la caspa que nunca se sacudía del cuello, el mirar distraído y la melena. Varias veces lo había encontrado en casa de los Calderón y, por fin, acepté su indicación de visitarle. Hallélo rodeado de libros, soltero y cincuentón. Me examinó de lógica desilusio-nándose de mí porque no pude repetirle de memoria reglas y casos de silogismo. Sin embargo, me dedicó su propio texto que nunca leí. Lo tuve por atrasado, en vista de que no aceptaba sin reservas a Stuart Mill, ni era positivista. Los viejos liberales de su género veían con desconfianza el avance positivista. El intento comtista de religión nueva les parecía sospe-

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choso. Estábamos en la era de “Las Luces” y no había razón para volver a ocuparse de la religión. Él se decía espiritualista, pero no disimulaba su odio al católico. Se especializaba en pedagogía según direcciones derivadas de Herbart. Yo profesaba un soberano desprecio por la pedagogía, ciencia que ni siquiera figura, reflexionaba yo, en el cuadro comtista. Sin embargo, me interesaba el caso de aquel hombre. Lo sabía un poco pariente de mi madre por su segundo apellido, Candiani, y él se refería a ella con simpa-tía: “Tenía talento Carmita —afirmaba—; era metafísica y mística, pero tenía talento; ya veremos si tú logras algo”. Examinábalo con la curiosidad que suscita un brote de estirpe que era casi la mía. Y no me halagaba demasiado mirarlo. No sé qué pequeñez se escondía en aquella erudición de autores de segunda. Su misma ambición me parecía mezquina. ¡No sentir la amargura de verse a los cincuenta el autor de una lógica escolar! Por otra parte, su criterio desentendido de los grandes, vuelto de espaldas a Kant y a Comte para construir su vida en torno de Herberts, Krauses, Pestalozzi, me desilusionaba sobre la capacidad de mi clan para la filosofía.

[…](Ulises criollo, pp. 168-169)

encuentros con otro paisano[…] empecé a visitar la casa de don Francisco Pascual García, abogado oaxaqueño de la generación posterior a la Reforma; es decir, indio casi puro, en contraste de la gente que antes figuraba en Oaxaca, toda criolla; por ejemplo: doña Luz, su esposa, gorda y fea, pero blanca de ojos azules. En Oaxaca llamaban “biches” a esta clase de ojos y a sus poseedores “biches”. La “biche” fulana, o sea la rubia de ojos glaucos gatunos. Don Francisco Pascual García había sido magistrado en San Luis y era conocido como escritor de nota y una de las columnas del partido católico. De trato fácil y chispeante, su gordura rivalizaba con su simpatía y su ingenio. Salvo el color cetrino, su tipo recordaba el de Renán o el de un canónigo un poco libre. Sorprende que los hombres mejor dotados de aquella época no deja-sen obra social ni obra escrita. Sin duda los agobiaba el medio. El himno diario de toda la prensa, de casi toda la intelectualidad, en alabanza de la medianía homicida encaramada en la presidencia desde los días de Busta-

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mante y con diversos nombres, va deformando el criterio y lo lleva a perder la noción y el amor del héroe.

Don Pascual no era antiporfirista; al contrario lo acataba como el mal menor del liberalismo. Las ironías de su ingenio polémico las reservaba para los positivistas como Justo Sierra. Amaba en él al poeta, pero después de celebrarle la Playera […] denunciaba la inconsistencia y la penuria del pensador. Se metía don Pascual con toda la familia librepensadora. De Renán afirmaba que era un genio al revés, porque habiéndose propuesto demostrar la humanidad de Cristo quedaba convencido y convencía a los demás de su divinidad. A Comte no le concedía ni el rango y se limitaba a ridiculizarle los amores con madame de Vaux. A Rousseau lo trataba de loco y a Jorge San de libertino. De su biblioteca leí la Indiana y Lelia y las novelas de Hugo con Las contemplaciones. Una mesa llena de papeles en desorden, un estrado de sillones de cuero y anaqueles de libros por los cuatro costados de su habitación, tal era el sitio de las tertulias en que don Pascual disertaba de literatura o de filosofía con un diputado conservador, Aldasoro, y algún visitante.

Intervenía discretamente en las conversaciones su esposa Luz, poetisa en su juventud y muy al tanto de cosas literarias. Esa dama me mostraba singular solicitud y cariño, en Oaxaca había sido compañera de escuela de mi madre. De memoria solía recitar poemas enteros de Núñez de Arce y de Bécquer y de Lope de Vega. […]

Oaxaca de Juárez, Portal de Flores. Ca. fines del siglo xix. (Fuente: fcbv.)

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A don Pascual le divertía mi afición a los positivistas. Me interrogaba sobre la misa dominical a que varias veces asistí, con escándalo de la pia-dosa doña Luz.

—A ver: cuente, cuente —insistía don Pascual.[…] Por su parte, don Pascual reservaba sus más enconadas flechas para

el verdadero jefe de los positivistas mexicanos de entonces: el médico y filósofo Porfirio Parra. Una vez lo oí disertar. Era muy trigueño y alto, y tenía la más hermosa cabeza de su época. Delicada y firme: cabeza de filó-sofo clásico. “La extensión de lo que conocemos es un islote en el océano de lo desconocido”, afirmó en aquella velada que me causó deslumbra-miento. Don Pascual no escatimaba alabanzas al talento de Parra, pero le censuraba su doctrina. A menudo se burlaba de sus temas; pero también a ratos rindiéndole parcial pleitesía, recitaba la Oda a las Matemáticas. Un poema de noble belleza y originalidad, acaso la mejor obra de Parra.

(Ulises criollo, pp. 221, 222, 223)

la boda[…] mi antigua novia se hallaba por Oaxaca, pero su hermano Arnulfo venía seguido a la capital. Un día me habló en serio: estaba disgustado; yo debía formalizar mis relaciones con su hermana o romper; la hacía perder el tiempo, etcétera, etc. Sin réplica le manifesté mi decisión de cumplir mi palabra de casarme. No lo había hecho antes y aun pensarlo me daba pere-za, primero por el riesgo de los hijos, yo no quería cadenas, acaso presentía los azares que me aguardaban; en segundo lugar, porque era partidario de hacer primero economías. Pagar la casa antes que el banquete de bodas. Detestaba la imprevisión de echar hijos al mundo sin garantizarles el pan. Lo que no añadí es que eróticamente me gustaba el cambio, la revelación de la belleza nueva. Pero mi largo compromiso me decidió: “Será una aven-tura agradable, un amor limpio entre tantos turbios”. Uno o dos años jun-tos, después un divorcio a la americana, cada uno por su lado. Allí estaba precisamente Warner, listo a casarse de nuevo, después de un divorcio que no le dejó otra carga que el pago de una pensión de alimentos a la primera mistress Warner. Para todo esto hacía falta dinero. Mis íntimos propósitos se contrariaban con la boda, pero no había más remedio; era urgente liqui-dar aquel pendiente. Siempre he juzgado que un compromiso se liquida cumpliéndolo.

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En menos de un mes se arregló la ceremonia. Residía entonces Arnulfo en Tlaxcala como juez de Distrito. Hasta allí fui con mis hermanas y mi padre, que se encontraba de paso en la capital. De ropa de lujo yo no tenía sino el smoking para los partidos de póker del University Club. Un amigo me prestó la levita. En el programa confeccionado por Arnulfo figuraba una comida a la que asistiría el gobernador Cahuantzi, célebre indígena de la política porfiriana. Me opuse alegando que no quería sentarme a la mesa de un incondicional de don Porfirio. La pasión política comprimida me hacía caer en ridículas pequeñas rebeldías. La hinchazón de mi vanidad necesitaba los golpes de la experiencia que la reducen. En verdad, ¿hay algo más insoportable que un joven oscuro e inédito que se cree con dere-cho a la fama? Mis extravagancias, aunque torpes, eran también, en cierto modo, reacción contra el agobio de un modo de vida corriente y vulgar. Malhumorado y apenado porque me separaba de mis hermanas, al poner casa aparte, me lancé a la aventura matrimonial que rara vez nos suelta por más que al iniciarla confiemos en azares que habrán de romperla.

(Ulises criollo, pp. 265-266)

la partida de la abuela[…] La abuela seguía siendo el lazo común. Pasaban sobre ella los años añadiéndoles penas y arrugas. En otros tiempos, cuando éramos pequeños ella andaba por los sesenta, enfermaba a menudo. Cada invierno, neumo-nía y tremendos ataques de asma. Envejeció más y se volvió sana. Conser-vaba lúcido el juicio; pero divagaba en cuestión de recuerdos y fechas. Encorvada y con ojos lacrimosos y dulces, vigilaba nuestros pasos, rezaba sus devociones, cuidaba las macetas. En un lote que había yo comprado para edificar más tarde una casa, plantó un árbol que habría que sobrevi-virla. Mi último recuerdo de ella es un rostro enjuto, cetrino, sonriendo a la flor que a diario regaba en un tiesto.

Acariciando su viejo escapulario pasaba otras veces las horas junto a un pequeño baúl. Extraía de él unos aretes enmohecidos, obra de filigrana antigua. También ciertos collares de perlitas y corales, quizás de Acapulco, engarzados en oro. ¡Cuántas veces, por causa de viajes o temporales cesan-tías, aquellas perlas habían visitado el Montepío! Iban siempre al final, ya que se habían empeñado o vendido los anillos de brillantes, el reloj de repetición. Lo de más valor no siempre volvía a ser rescatado. Pero las per-

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litas tornaban invariablemente con el buen tiempo ¿Se dio cuenta la abuela de que sus viejos tesoros resultaban un poco inútiles ante los avances del nieto ya propietario? De todos modos a ella la vida ya no podía darle mucho más que sus migas de pan remojadas en café con leche.

De vuelta de uno de mis viajes de negocios por el interior, me la encon-tré muerta, ya tendida, chupado el rostro, con algo de ave. Según sus ins-trucciones, la enterramos en el Panteón Español. Fue un dolor sereno. Repetí sus generales para el registro del cementerio y a propósito de sus ochenta y cinco años comentó el anciano intendente: “Descansó, la pobre”. Fue una oración fúnebre que produjo alivio.

(Ulises criollo, p. 276)

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el regreso a la ciudad natal; salidas a tlacolula y mitla

José VasconcElos VolVió a la ciudad quE lo vio nacer cuando contaba con 25 años de edad, de acuerdo con la confesión que le hi­ciera al dramaturgo Emmanuel Carballo. Es decir que habiendo nacido en 1882 volvió hacia 1907, en las postrimerías del Porfiriato. Llegó a Oaxaca no por razones personales sino por cuestiones de negocios represen­tando al bufete “Warner, Johnson & Gals­ton”, para el que trabajaba en la Ciudad de México.

Desde 1895, y debido a los beneficios que dejaba el auge de la minería, actividad

favorecida por la llegada del ferrocarril, la capital del estado había sufrido cambios en la fisonomía de buen número de casas del centro que habían mudado su prestancia hispánica por apariencias europeizantes. Incluso edificios públicos como el Instituto de Ciencias y Artes del Estado había visto, con motivo del primer centenario del na­ cimiento de Benito Juárez, modificada su fachada e interiores de acuerdos con los cá­nones neoclásicos.

La antigua nomenclatura de sus calles, por ejemplo la de “La cochinilla”, en donde

Calzada Porfirio Díaz, al fondo la hacienda Aguilera. (Fuente: fcbv.)

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nació el recién llegado, desapareció, dando paso a nombres de héroes de la Indepen­dencia y de la Reforma y alguno que otro proveniente de los tiempos de la conquista y cuando menos uno de origen europeo. Como en otras ciudades de provincia iba en retirada el alumbrado de aceite y aparecía la energía eléctrica en las casas de la élite pro­vincial. Se publicaban varios periódicos y revistas e incluso un semanario totalmente redactado en inglés, con su versión al espa­ñol: The Oaxaca Herald.

Los negocios mineros aumentaban y se construían ramales del Ferrocarril Mexi­cano del Sur. Aparecían los aparatos te­ lefónicos en los domicilios de la élite; el gobernador recién se había reelecto y se­guía en construcción el edificio que sería el orgullo de los oaxaqueños de la época: el teatro Luis Mier y Terán.

En tanto los heraldos de la modernidad que viajaban en tren quedaban pasmados con el color azul intenso del cielo, con la blancura de las nubes y lo benigno del cli­ma de la capital sureña, la vida cotidiana de los artesanos y de la población indígena se­guía su rutina alterada apenas por el mercado semanal y el calendario de fiestas religiosas. La mayoría de la población seguía viviendo de acuerdo con el ciclo solar y midiendo el tiempo por el toque de campanas de los tem­

plos, tal como lo habían hecho sus padres y sus abuelos y las generaciones anteriores.

En ese ambiente, el oaxaqueño ausente tuvo ocasiones de penetrar en los misterios de la ciudad provinciana con sus calles tra­zadas a cordel, con sus casas achaparradas y robustas por el temor a los sismos. A pesar de que sus compromisos profesionales lo llevaron a Tlacolula y de ahí la visita obliga­da a Mitla, a observar de cuerpo entero los salones de sus “vistas” de la infancia, Vas­concelos pudo acercarse a algún cenáculo literario local y departir brevemente con sus integrantes. Al evocar años después es­te encuentro apenas si se acordaba y mal, de alguno de los apellidos de los convoca­dos quien por cierto, le había dedicado un libro suyo (¿se llamaba Dols? –escribió).

El retorno a la ciudad natal y el tropel de emociones encontradas que le produjo el enfrentamiento de la ciudad contada y recreada en las pláticas de la infancia con la que miraron sus ojos fueron puntualmen­te recordados en el Ulises criollo (1935). En su descripción se alterna la percepción del viajero con la emoción de quien busca tras las calles, los muros y el paisaje la posibili­dad del encuentro con algo o con alguien que lo despoje de la condición de extraño, haciéndolo sentir de nuevo en casa.

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[…] Llegábamos al abra en que se divisa Oaxaca. Cuando Hernán Cortés llegó a este sitio (recordó el yanqui), se quitó el sombrero y clamó: “Gracias, Dios mío, porque me has concedido contemplar este panorama”. Súbita-mente el confín se ensancha y aparece un valle dulce, poblado de casas y arboledas, partido por la cinta plateada de un río que corre entre playas de oro. Hacia el fondo, cúpulas bizantinas y campanarios barrocos. Ocre subido de la piedra tallada; encalados paredones casi sin vanos, balaustra-das de hierro forjado y aleros de teja. Todo tiembla en el cristal de una armonía exótica.

El convoy, al bajar, nos ha metido en capas de aire denso embalsamado de tropicales florestas, refrescante y como nutritivo. Altos ramajes de mameyes y de mangos, tierra colorada, siembras y chozas entre palmares, ovejas y gallinas, guajolotes, indios de blanco. A mi mente acuden nombres aprendidos en la infancia. Los barrios del Carmen Alto y la Soledad, las Mirus, las Fandiño, familias que oía recordar y de las que ya nada sabré jamás. Estaban allí los panoramas que recrean a mi madre en su juventud. Irreprimiblemente la garganta se me estrechaba de verme solo, deshecho el

Mitla a finales del siglo xix. (Fotografía de Maler, Casa de la Ciudad.)

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manto del familiar afecto. El cochero que nos recibiera en la estación había pronunciado calle, con la elle fuerte de mis abuelos; elles oaxaqueñas, que en América sólo usan también los argentinos. La musical estridencia acor-daba con el ambiente despejado y sólido, transparente y casi quebradizo. Desde el asiento de la calesa revisaba las casas, las puertas, las esquinas, buscando la traza de los relatos paternos, cotejando las fotografías que fueron tesoros de la familia. Era un poco mío cuanto miraba. Cierta casa baja, escalada y con el balcón corrido de hierro y un ventanillo, me sobre-saltó con la sugestión: esto mismo vieron sus ojos tantas veces. La angustia de mi goce se avivaba como si estuviera dentro de mí el alma infinitamente amada. Lo que ella en sus últimos instantes rememoró quizás, creyendo no verlo más, ahora lo contemplaba con mi mente. Más que yo mismo, era ella quien veía de nuevo sus parajes nativos. Aquellas imágenes eran también algo como un complemento. Así que las incorporase a mi conciencia, como nutrición del ambiente nativo, mi personalidad sería más rica y coherente. Lentamente me volvía más yo mismo… Asomó la portada de la Soledad con su gradería y encima el atrio donde se comen los buñuelos y se quiebra la cazuela el día de la fiesta. Largamente, deliciosamente, examiné la noble portada barroca, piedra dorada y cornisa ondulosa, sin torres. Allí sí, segu-ramente, los míos gozaron la verbena y en seguida, recobrada la compos-tura, meditaron frente al altar semichino, recargado de molduras de oro, patinados los óleos, ardida la tierna cera de los cirios… Oscurecía y estaban

Ciudad de Oaxaca, panorámica del Portal de Mercaderes. (Fuente: fcbv.)

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cerradas casi todas las ventanas, desiertos los balcones. Una vaga protesta, absurda, se alzaba dentro de mí; extrañábame de que las puertas no se abrieran a mi paso, de que nadie acudiese a la bienvenida. Desde luego, ya no tenía por allí parientes; nadie sabía, ni le hubiera importado, saber mi llegada; pero esto mismo hacía más aguda la desazón de entrar a la propia casa como desconocido. Mi gringo minero, al lado, aunque bondadoso y prudente, hacía más doloroso el caso. Llevado allí por extraños, gracias a ellos volvía, ya no el hijo pródigo, sino su descendiente, y a presenciar la ruina de su propia estirpe. Las casas, las minas, los ranchos, empezaban a ser propiedad de extranjeros, como el que me acompañaba…

Concluida la cena, me despedí de mi cliente y me eché a vagar por la ciudad. Eran más o menos las diez. Desembocaba el zaguán del hotel en el portal frente a la plaza. Los arquitos recordaban las casas de los “nacimien-tos” con que se festejaba la Navidad. Uno que otro transeúnte miraba con indiferencia las alacenas de dulces y pastas. A la derecha, los soportales de cantería de Palacio del Gobierno sugieren el tipo arquitectónico de la Colo-nia, de Antequera a Guatemala. Al centro de la plaza, un jardín que embal-sama la noche. Andadores espaciosos, pulcramente embaldosados, brindan asientos a la sombra de toronjales cargados de fruto. Frescura y pureza de del hálito vegetal. Reposadamente observé el Palacio: anchas puertas, pro-tegidas de balcones a lo largo de la cornisa de la arquería. Lo hicieron

En el primer cuadro de la capital oaxaqueña. Portal de Clavería. (Fuente: fcbv.)

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criollos españoles; es decir: mexicanos de la era fecunda. Y nosotros no tenemos ni memoria para recordar los nombres de los constructores. En cambio, cualquiera por allí pregona que en el Palacio despachó Benito Juá-rez, y aún se conserva en el descanso de la escalera el retrato de Porfirio Díaz. Pasmóme hallar en la piedra el mismo sepia de mis antiguas vistas estereoscópicas. Di otra vuelta a la plaza. Todavía algunos grupos, dialo-

Vista de Palacio de Gobierno a media tarde. (Fuente: fcbv.)

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gando con desgano en las bancas, gozaban la placidez de la noche infinita. Caminando unos pasos, sin preguntar, reconocí las torres dobles, bajitas, y la fachada robusta de cantera verde, la Catedral de los ditirambos arqui-tectónicos de mi padre. Atrio despejado y calle de por medio, un jardín con arboleda frondosa. El suelo pavimentado de cantería se ve limpio, impeca-ble. Por la esquina del fondo se alzan casas modestas, pero robustas; dos pisos con balconería de hierro. Todo está puesto como para perdurar en los siglos. Examino de cerca al templo y descubro, por fin, el tono incompara-ble de aquella cantera verde tan alabada. En los nichos de un tablero hay imágenes en piedra, discretamente talladas. El tiempo les da distinción. Era verdad y no exageración paterna: de la obra dimana fuerza y nobleza. Para construirla habían penado y habían vencido ánimos clarividentes dominadores de la selva, la soledad, la cordillera. Un trozo de cordillera se había hecho música. ¿Quiénes fueron los fundadores? Ni sus nombres nos ha reservado la furia destructora de la época posterior, la apatía, la ruindad de nuestra herencia sin casta.

Cabizbajo seguí penetrando por avenidas semidesiertas, anchas y lim-pias, bien alumbradas. Las calles laterales se ven partidas por el caño que recoge el agua limpia de los aguaceros. El empedrado lustroso de granito amarillento; las fachadas, de poca altura y macizo ensamble; todo sugiere la influencia romanoibérica. Los zaguanes denuncian el grueso singular de

Terrenos de la colonia “Americana”, al fondo el obelisco en honor de Porfirio Díaz. (Fuente: fcbv.)

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los muros. Acuden a la mente historias de alarmas y terremotos. Al comien-zo del arrabal cesan las cornisas y se expanden los aleros de teja envejecida y poética.

Por la subida del Carmen hay una perspectiva de calle que asciende y finge en la sombra nocturna el contrafuerte de una muralla fantástica. Al fondo de las avenidas se levanta ciclópea la masa oscura de las montañas. Estamos en el corazón pétreo del mundo. En él la ciudad es un ensayo de expresión de la cordillera. Reluce de aseo la doble fila de aceras embaldo-sadas. Cada hora golpea en la esquina el sereno y declama la cuenta del tiempo. Una quietud perfecta, sin otra presencia que el alumbrado, invita a seguir caminando. Arriba, la noche es un terciopelo recamado de astros. Parece que se han aproximado las constelaciones.

Cada dos o tres manzanas, el término de la vía publica se ensancha en plazas reducidas, sombreadas con algún jardín. Cierra el cuadro casas como palacios y templos antiguos. En ellos toma un alma el granito. Las sombras de los follajes agrandan, ennoblecen las proporciones. En el vano de un pórtico, una vieja enlutada tiende la mano pidiendo limosna. “Dios se lo pague…”, murmura dulcemente. Una idea me remueve: la ancianita podría ser alguna remota pariente.

Avanzando, siempre sin preguntar, desemboqué, por fin, de improviso, a la fachada de Santo Domingo; lo mejor en su género en todo el Continen-te y en ciertos aspectos único en el mundo. Sorprende la masa robusta de

Detalle de la calle Independencia, escaleras del jardín “Sócrates” y fachada del templo de la Soledad. (Fuente: fcbv.)

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la nave. Los contrafuertes se multiplican hacia los muros del convento anexo. Vista de cerca, la portada se impone con majestad. La torre lateral, no muy alta, cuadrada en el doble cuerpo, redonda en el tope, resiste no sólo en el tiempo, sino la amenaza de temblores. Todo el edificio es de pie-dra dorada semejante al mármol pentélico, pero sin lujo de columnas y frisos. La armonía definitiva de Bizancio ha dejado más bien su huella en este monumento del Nuevo Mundo. Los sillares sin ornato dicen el poema de la simple duración. La idea busca en la cúpula, imagen del firmamento, la totalidad de los destinos celestes.

Por un costado, unos árboles frondosos se ven jóvenes a pesar de su altura. Tenue brisa juega en el ramaje y pasa como las miradas de las gene-raciones sobre el macizo de cantería; una que otra ventana recuerda los interiores vastos como plazas defendidas.

Desentendida momentáneamente de lo presente, mi atención extraía del pasado las sensaciones que mis padres, mis abuelos, mis consanguí-neos todos, experimentaron a la vista de su iglesia. Sin duda muchos de ellos apegados a la provincia, la tuvieron como paradigma de sus anhelos de hermosura. Cada uno en mi clan, en tiempos remotos o en ocasiones

La catedral oaxaqueña con su torre central edificada por el arzobispo Eulogio Gillow. (Fuente: fcbv.)

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todavía próximas, había contemplado los muros célebres, había recorrido el trayecto que yo ahora desandaba en dirección de mi hospedaje. Los mis-mos salientes y tableros que ahora me fascinaban, los árboles centenarios de la Alameda de León, cuanto me rodeaba, habló antes a tantos otros doblegados por el misterio que me sobrecogía. Al cruzarme con algún raro

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Enrejado y fachada del templo de Santo Domingo. (Fuente: fcbv.)

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grupo de transeúntes me entraba de pronto el impulso de detenerlo para abrazar a cada uno diciendo: “¡Aquí estoy!” Y luego la súplica: “Háblenme de ella, que no pudo volver. Señálenme la casa que habitó. A qué balcones asomaba los días de los cortejos triunfales. ¿En qué losa cayó la flor que arrojó al héroe su mano blanca y leve? ¿Cuál de estas naves que envuelve el reposo guardó el afán de sus rezos…? ¡Ah!, y díganme: ¿Por dónde está la casita del barrio pobre en que escondió sus amarguras mi abuelita difun-ta, la buena viejecita sacrificada al hijo sin amparo?” Un vivo dolor me relajó de pronto los músculos, me deshizo la voluntad, me gritó en lo pro-fundo: “Tú también eres aquí como expósito que nadie conoce en su tierra.” “Ni hace falta”, replicaba el orgullo. Y luego, contagiado de las influencias estilo yanqui, musitaba: “Bien podrías ya comprar la casa cuyo alquiler agobiaba a tu padre. Comprarla y obsequiarla para biblioteca de futuras generaciones.” Y bien vistas aquellas casas, en su mayoría resultaban cha-tas, sin encanto: casi no respondían a la ternura y tentación del desagravio. Y como algunas lágrimas empezaron a correr sin motivo, antes de llegar a las esquinas vivamente alumbradas, me restregaba con la mano las meji-llas. El desgaste nervioso me fue encaminando al hotel. Todavía uno de los puestos de dulces del portal estaba abierto y ofrendaba las mismas golosi-

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Chalet del gobernador porfirista Emilio Pimentel, a un lado árboles del Paseo Juárez “El LLano”. (Fuente: fcbv.)

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nas que nos llegaban a Piedras Negras. Ávidamente comí dos, tres tortitas famosas: pasta de harina y huevo, coco en almíbar y encima turrón de clara y miel virgen espolvoreada de azúcar colorada y anís. Había también turrones blandos en obleas roja y blanca. ¡Y es tan humilde un dolor huma-no que la gula de los dulces me hizo pasadera la sal de las lágrimas!

Se disipa la pena, pero retorna, y ahora mismo, que escribo estas pági-nas viendo jugar a mi nietecita de año y medio, lloro por la abuela mía que es su tatarabuela, o sea, para la niña, una extraña. Pero en mí se juntan todavía, como mañana se juntarán con ella, generaciones pretéritas cuya memoria mueve a llanto y proles del futuro cuyo destino incierto nos sobrecoge. Tiemblo por la aventura todavía intacta de la pequeñita y me preocupan las desdichas de sus hijos y los nietos que ella amará entraña-blemente. Y atado así el lazo irrompible de las generaciones, me prolongo en el dolor sin término hacia atrás y hacia adelante, mirando con los ojos viejos de los antepasados y con los ojos todavía sin abrir de los postreros, el horror y el esplendor inacabables. Sólo es dichoso el que rompe la cade-na de la maldición.

Al otro día mi cliente se fue a visitar unas minas de las cercanías y yo quedé a gestionar algunos trámites en unión de un abogado local. Era éste un indio casi puro, bronceado y talentoso, con fama de buen jurista. Sin embargo, cierta vez, en el descuido de la charla, me dijo:

—Usted es originario de aquí, ¿verdad?—Sí—¿Y conoce usted a estos gringos?—Seguramente.—Y dígame usted, en confianza y como paisanos: ¿es verdad que en

Nueva York existen edificios de cuarenta pisos, o es que esto lo dicen para presumir?… —No sé el efecto que le causaría la risa que no pude contener; pero insistió—: ¿Usted los ha visto?

—No hombre, yo no he estado todavía en Nueva York; pero no le quepa a usted duda de que los hay… Acuérdese usted —le dije después— de su clase de lógica, de su estudio jurídico y de la teoría de las pruebas; sobre la prueba del testimonio humano se funda más de la mitad de lo que sabe-mos y tenemos por incontrovertible.

No sé si logré convencerlo. Y aunque de pronto me burlaba del inciden-te, después meditaba: por muy leído que sea, la vida en estos encierros de la serranía tiene que conducir a estos estados de desconfianza y de can-

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dor… La civilización era cosa de ruedas; había que moverse; ¡bendito el día en que el hambre y el orgullo echaron a mis padres a vagar por nuestro territorio, conmigo a cuestas!

Por la tarde, libre ya de quehaceres, visité a una señorita de edad, una Luz Brioso, prima del librepensador y no sé también algo pariente de mi madre, o por lo menos, amiga. Con ella y dos jóvenes, cuyos nombres no recuerdo, hicimos un paseo al río Atoyac por debajo del puente, en un cochecillo de alquiler. En la feracidad de la tierra hay algo magnético. Las flores huelen más que en la meseta mexicana; la luz es viva con un tono que baña de oro las cosas. El firmamento es azul con temblor de presencias creadoras. El reposo es allí de una densidad que justifica la frase local: un aire que se corta, y yo añadía: que nutre; un ambiente embalsamado de esencias vegetales, transparente y plácido.

Caminando por un atajo, entre cercas de bejuco, pretendí arrancar una vara para ocuparla en la marcha. En el instante de alargar la mano me picó en la enramada una espina que me produjo dolor vivísimo; en seguida una inflamación rojiza avanzó de la mano al brazo. “Es la mala mujer —comen-taron mis amigas— una liana dañina que usan precisamente en los cerca-dos”. Durante una o dos horas tuve dolor y parálisis del brazo, hasta el hombro; aquello fue el aviso de las perfidias del trópico.

Por la noche, después de la cena, mi buena amiga Lucha me paró frente a una casa de zaguán ancho y dos ventanas bajas —las recuerdo apenas y no las reconocería hoy—, y me dijo:

—Aquí naciste.Probablemente el paseo de la noche anterior me había agotado la sensi-

bilidad doméstica, pues no experimenté la menor emoción. Ni me ha gus-tado nunca relacionar las gentes que amo con sus horas de acción cotidiana, menos en la agonía de un parto. La vida aparece en condiciones desagra-dables y supongo que aun los más ignorantes padecen ante ellas repulsión; pero después que se ha escuchado una cátedra médica con el detalle de la placenta, los desgarramientos y los líquidos, queda para toda la vida un océano de asco de toda función fisiológica. Y así yo cuento mi nacimiento desde el día en que por primera vez, siendo niño, me pregunté:

—¿Quién soy? ¿Qué soy?

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por tlacolula y mitlaRegresó mi gringo de la mina y todavía nos quedaba pendiente una gestión en el juzgado de Tlacolula, para donde partí con uno de sus ingenieros. Desde el comienzo del viaje a caballo convinimos en quedarnos a pasar la noche en Mitla, para disfrutar de un buen hospedaje y de paso visitar las célebres ruinas. Era la primera vez que montaba en albardón y saltaba feo en el caballo, educado al trote inglés. Advirtiéndolo el ingeniero, un britá-nico, me procuró útiles consejos de equitación; pero lo malo fue que al comentar el sistema de montar único que yo conocía, el mexicano en silla vaquera, opinó el inglés:

—Debiera usted aprender el estilo que en Europa usan los gentleman.Una sensibilidad que hoy parece excesiva me hizo responderle.—No dudo que así monten los gentleman. Pero antes de que en Inglate-

rra hubiese gentleman ya había en Castilla caballeros que montaban como montamos nosotros, al estilo charro.

No era yo, y menos entonces, un tradicionalista; pero ningún arma es mejor que una noble tradición cuando hace falta castigar la impertinencia de los extranjeros.

Detalle de Tlacolula de Matamoros. Revista Cuadernos de Oaxaca, Hemeroteca Pública Nestor Sánchez H. de

Oaxaca (hpnsh).

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Las ruinas de Mitla figuraban en la colección de vista oaxaqueña de mi infancia; así es que reconocí cada porción. Restos de muros con grecas talladas en el granito; pilastras en bruto de un solo bloque de piedra; dos o tres salas semihundidas. Cuánto mejor la obra de la tarde, afuera, en el sol que se ponía con arreboles suntuosos. Y cuánta más arquitectura en la nave de un humilde templo católico que en esos mismos días reparaba el párroco a veinte pasos de las ruinas bárbaras.

Cualquiera de las iglesias de Oaxaca o su mismo Palacio renacentista me habían producido mayor impresión que todo aquel rectangular, confu-so residuo de una civilización sin alma.

El patio del hotel tlacolulense era una delicia. Encuadrado en corredor ancho, enladrillado; sobre el pretil, las macetas desbordaban rosas, clave-les, azaleas. Por arriba, el cielo desleía su resplandor postrero. Recogí el llavón de una alcoba olorosa a la resina de los cedros del techo. Para la cena nos sirvieron sopa caldosa y de arroz, pollo guisado y ensalada de lechuga con betabel, vinagre, aceite de oliva y azúcar en vez de sal. Este aderezo dulce se había ido perdiendo en la mesa de mi familia; pero recordaba la época en la que así la servían. De tales detalles se va formando la sensación de la tierra natal.

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Cierta notoriedad derivada de notas de prensa sobre las reuniones del Ateneo en la capital y la camaradería de los colegas de profesión, determi-nó que se me diera un almuerzo de agasajo en una hermosa huerta de los alrededores, la víspera de mi partida. Entre copiosas libaciones y moles regionales se multiplicaron los discursos. Y el encargo de decir en la metró-poli que también la provincia tiene talento y que no está muerta la vieja Antequera y, en fin, el entusiasmo de rigor en estas reuniones en que la juventud manifiesta sus anhelo. Uno de los comensales recogió un grupo y nos llevó a su casa. Allí hubo por la noche más comida con tinto de Bur-deos que acababa de embotellar; otro —¿se llamaba Dols?— me dedicó libros suyos. En fin; salí de allí rebautizado oaxaqueño y complacido de aquella gente sincera, y que tan poco logra a favor de su región, quizás por su prurito de emigrar.

(Ulises criollo, pp. 286-295)

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el istmo

mE parEcE quE algunas dE las mEJorEs pági-nas de la tetralogía vasconceliana están dedicadas a describir al Istmo de Tehuan­tepec. Tengo la impresión de que por esa región oaxaqueña, el autor de los Estudios indostánicos manifestó siempre una clara simpatía. Vasconcelos refiere en Ulises crio-llo que llegó a esas tierras en plan proseli­tista a favor del maderismo. A diferencia de su viaje a la ciudad de Oaxaca, guiado por la gestión de negocios en beneficio de unos mineros yanquis, en el viaje a las regiones ístmicas se trataba de meter discordia en

los feudos del caudillo controlados, a su decir, por una comadre del viejo Porfirio, cacica reconocida. Sin duda se refería, sin llamarla por su nombre, a doña Juana Ca­tarina Romero, la célebre Juana Cata de Tehuantepec. Y para el efecto se atrajo a un zapoteco resuelto, sin duda, Crisóforo Rivera Cabrera.

Cuando el promotor de la causa made­rista asomó su nariz en el espacio tropical hacía un par de años de inaugurado el Fe­rrocarril Nacional de Tehuantepec, el lla­mado “puente comercial del mundo” que

Grupo de tehuanas. (Fuente: Postal Ediciones Toledo.)

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Por Juchitán llegué otra vez, aprovechando la ocasión para instalar un club que cumplió como entre los buenos. Aquello era meter discordia en los feudos mismos del Caudillo. Una mujer adinerada, comadre de Porfirio Díaz, era la cacique reconocida en aquella especie de matriarcado indíge-na. Anteriormente nadie se le enfrentaba. Me conquisté sin embargo, a un tinterillo resuelto que asumió la representación maderista y más tarde fue diputado. Y, por supuesto, según acontece en la juventud, el propósito práctico, el negocio profesional y la acción política son otros tantos pretex-tos para gozar las oportunidades y las sorpresas del ambiente. Pocos se aventuraban por aquellas regiones mal afamadas por el vómito negro y el paludismo, incómodas hasta lo increíble, así se fuese bien provisto de dine-ro. Con todo una vez acomodado a las circunstancias, descubría el viajero raros encantos, aparte de sensualidades violentas y exóticas.

En el entronque de Santa Lucrecia había un único hotelillo de chinos, al que se llegaba de noche. Lo común era encontrarlo lleno.

—No hay cuarto solo —decía el camarero.—Está bien —respondía la fatiga del solicitante—; déme una cama.—No hay más que media cama.Indignado, salí pensando que sería fácil recostarme a la intemperie. No

contaba con el “pinolillo” —el jején y las serpientes, las garrapatas, los mosquitos. Pronto regresé, temeroso de que ya ni la media estuviese dis-

comunicaba a Salina Cruz con Puerto México, en el norte istmeño. Con el auge que trajo la puesta en marcha de dicha obra, Salina Cruz pasó de ser aldea de pes­cadores a la categoría de puerto mundial. Tras una breve mención a Tehuantepec, el viajero se concentró en la singularidad ju­chiteca dejándonos más que agradecidos con la semblanza que hizo de la mujer de aquel rincón oaxaqueño. “En sus desnudas pantorrillas –escribió– hay la consistencia

de la palma real. Y en sus labios, la frescura opalina del agua de coco tierno”. Se afirma que antes de morir, Vasconcelos procedió a expurgar de sus libros toda referencia que pudiera considerarse lúbrica, con lo que su Ulises criollo quedó mutilado. Pasa­ron años antes de que las nuevas ediciones recobraran los tonos originales de una obra escrita por una persona de carne y hueso tormentosa y atormentada.

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ponible. El chino, indiferente, me dio lo que acababa de rehusar. Un sujeto grueso, barbudo, envuelto en una sábana limpia, roncaba en un lado de una cama no muy ancha. Sin quitarme la ropa interior, me envolví también en otra sábana y me acosté con precaución. El desconocido se volvió de espaldas; le di también la espalda y me empeñé en dormir. Al día siguiente la cuenta era alta. En los carros de ferrocarril los viajeros quejosos denun-ciaban que la demora en instalar un buen hotel era debido al precio exce-sivo que por simple arriendo exigían los administradores de las tierras del contorno, tituladas a favor de la esposa del presidente Díaz. Los concesio-narios ingleses ponían vagones de primera para el tráfico internacional del Istmo, que en aquel tiempo circulaba un convoy cada dos horas. Periódi-camente veíamos los cambios ocupados con hileras de vagones de merca-derías del Asia, que por allí tomaban el rumbo de Europa antes de la apertura del canal de Panamá. De aldea de pescadores, Salina Cruz había saltado a la categoría de gran puerto mundial. Todo se había improvisado en cuanto a urbanización; pero las obras de ingeniería del puerto eran espléndidas. Un rompeolas en muralla y grúas como catedrales, calles nue-vas de casas de madera recién pintada albergaban una multitud de todas las latitudes del planeta.

En los restaurantes y cantinas, en mesillas al borde de la acera, se bebía a toda hora cerveza de Monterrey o de Alemania. Brisas marinas del atar-decer disipaban al calor del día. Entre los bebedores había quien se ufana-ba de completar la docena de bocks; nunca faltaba quien invitase la ronda.

Ferrocarril Nacional de Tehuantepec. (Fuente: Los días del vapor, 1994.)

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El derroche del dinero provocaba locas apetencias sensuales. Había de todo para comer: desde las uvas de Málaga y las manzanas de California hasta los más exquisitos frutos del trópico: mangos y chicozapotes, piñas y mameyes. A los guisos criollos de lechón en salsa y pavo en mole se aña-dían las latas de Burdeos, atunes y espárragos, los pimientos de España. La ruleta, el contrabando, el comercio, improvisaban fortunas que en seguida corrían deshechas en champaña; todo el que algo tenía lo gastaba sin pre-ocupación, seguro de que el día siguiente sería mejor. Pues ¿no estaba en sus comienzos la prosperidad de aquella ruta donde convergía el tráfico del mundo? Las conversaciones de aquellos piratas en fiesta versaban sobre el monto y manera de las ganancias. Los nuevos ricos se dedicaban a la especulación; los pequeños propietarios de la víspera habían visto centu-plicado el valor de sus tierras vendiéndolas o arrendándolas al extranjero y todo el mundo se divertía sudando…

Ninguna apetencia de la carne quedaba insatisfecha. Concesionarios chinos explotaban la pareja siamesa del vicio: el amor y el azar. Ruletas y juegos dudosos chupaban el oro de los incautos, y en salones de baile anexos podía escoger la lujuria, desde la rubia canadiense hasta la negra antillana con todas las gradaciones de la piel, la edad y el gusto. Y entre la clientela, ingleses y mexicanos, yanquis y españoles, italianos y japoneses, alemanes, chilenos, canacos, de todo vaciaban los trasatlánticos y veleros y todo lo acarreaba el ferrocarril para llenar otras calas desde el Pacífico has-ta el Golfo de México.

Por aquel año de 1909, al lado de tal anticipación de Panamá, Tehuan-tepec conservaba su carácter autóctono, más bien criollo. A un lado sobre la vía del ferrocarril de Chiapas, Juchitán se conservaba colonial con exó-tico atractivo que no tiene par en todo el planeta.

Uno de los agentes de nuestro Banco para los negocios de tierras de la región era juchiteco nativo, pero de origen europeo. El nombre de su fami-lia, muy influyente en la localidad, denunciaba la procedencia francesa. Tanto él como sus primas tenían la piel tostada y los ojos azules. A las mujeres, el cruzamiento indígena les dejaba el porte de estatuas en acción un poco lánguido. No hay entre los mestizos de América tipos escultural-mente más hermosos y sensuales. El juchiteco descendiente de franceses hablaba español, inglés y zapoteco. Su amistad me abrió puertas común-mente cerradas al forastero, así sea mexicano, que para el caso era igual casi a un yanqui, pues las mujeres solían hablar únicamente el idioma de la región. Se celebraban unas fiestas llamadas “velas”, especie de carnaval

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de aguardiente y danzas en vísperas de alguna fiesta religiosa. Ataviadas con telas rojas y amarillas, con tocas blancas, estrechas de hombres y de cintura, amplias de caderas, duros y punteados senos y negros ojos, aque-llas mujeres tienen algo de la India sensual, pero sin la religiosidad. Su baile, la Zandunga, es hoy popular; pero habría que oírla en aquellas orquestas acompañadas de clarines marciales, bajo el tejado de palma, en la noche estrellada y ardiente.

Espectáculo deslumbrante es también el del mercado, en las horas tem-pranas, por ejemplo en el pueblo de Tepelpan, inmediato a Juchitán. Oro encendido es el arsenal en que se asientan casas en rosa o verde claro: pilastras con tejabán abrigaban los puestos de frutas y legumbres. Mujeres morenas, desnudos los brazos redondos, adornadas de collares de mone-das de oro y blusas azules o anaranjadas, bromean y trafican con voces de cristal y miradas de llama. Sopla brisa sobre el campo desierto y amarillo. De una casa con techo de paja salen dos mujeres, ondulando las caderas, desnudo el ombligo, tenso el corpiño por la erección de los pezones y erguida la cabeza que sostiene el gran cesto redondo de mercaderías. Van a la plaza. Caminan sobre la arena dorada con los pies limpios, ligeros y desnudos. En sus desnudas pantorrillas hay la consistencia de la palma real. Y en sus labios, la frescura opalina del agua de coco tierno.

(Ulises criollo, pp. 318-321)

Detalle de Juchitán. (Ediciones Toledo)

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José Vasconcelos presenta a Crisóforo Rivera Cabrera con Francisco I. Madero. (Fuente: fcbv.)

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porfirio díaz “amo de los mexicanos”

EntrE las rEfErEncias quE hizo José Vas-concelos de Porfirio Díaz en su primer li­bro autobiográfico, destacamos un par de anécdotas: la primera ocurrió durante su infancia, a propósito de la inauguración del edificio aduanal en Piedras Negras, Coahuila donde se descubrió, en el sitial de honor, el retrato del presidente Porfirio Díaz en traje de gala, el pecho cuajado de medallas, galones y cintas. Posteriormente cuando el niño José preguntó a su padre el porqué se le denominaba caudillo al presi­dente, éste se refirió al episodio de “Máta­

los en caliente” como posible razón para tal calificativo. Y de ahí sobrevino el inte­rrogatorio a la madre quien siendo niña auxilió a su padre el médico liberal Este­ban Calderón cuando curó a un joven ofi­cial liberal.

El episodio de la curación apareció nue­vamente cuando Vasconcelos refiere que como intérprete acompañó a un grupo de mineros extranjeros que tuvieron una en­trevista con el presidente Díaz, quien le interrogó sobre su origen familiar y proce­dencia y lo identificó como nieto de su an­

“El héroe de la paz” (Colec-ción particular.)

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[En Piedras Negras] La inauguración del edificio de la Aduana se festejó con un baile suntuoso […] En el estrado, frente a la cortina blanca, se ins-talaron: el administrador, el jefe de las armas, el jefe político […] Corrió por las salas el estremecimiento de lo solemne. Todas las miradas se volvie-ron hacia el dosel. El jefe de la Aduana descorrió la cortina y apareció ante la pública veneración el retrato de cuerpo entero del Caudillo. Encendido el rostro mestizo, hinchado el busto de galones, cordones, medallas y cin-tajos; severa la mirada y bajo el brazo el sombrero de Divisionario del Ejército; plumas y tiras como toca de odalisca. La concurrencia entera, de pie, aplaudió largamente a su jefe máximo, el Padre de la Patria, soldado desleal de Tuxtepec y burlador de la constitución que cada seis años juraba cumplir. “¡Viva Porfirio Díaz!” gritó tres veces el maestro de ceremonias. Y el pobre rebaño bien bañado —acaba de inaugurarse el servicio de agua entubada— respondía: “¡Viva…!” Concluido el descubrimiento de “Nues-tro Amo”, del altar cívico, la religión de la patria —decían los laicos—, el manso rebaño de ropas acabadas de estrenar, se repartió por las salas y unos bailaron y otros comieron del ambigú con champaña. Si el cuerpo come y baila ¡qué importa el afán de las almas!

La ceremonia del retrato me dejó preocupación. Un día, en la mesa, pregunté:

—Papá, ¿y por qué le dicen Caudillo…?Mi padre rió. Después, reflexionando, expresó:—Pues será por aquello de “mátalos en caliente”.El episodio de Veracruz era tema de secretos en toda la república. Para

deshacerse de políticos enemigos, el Caudillo realizó una modesta heca-tombe; diez o doce cayeron bajo las balas del Ejército heroico. El general Mier y Terán, ejecutor de las órdenes, paseaba pocos días después por las

tiguo correligionario el doctor Calderón e hijo de “Carmita”, la pequeña enfermera.

A propósito, en las Memorias de Porfi­rio Díaz, redactadas por Matías Romero, se menciona al doctor Calderón, quien cu­

ró al entonces oficial de la Guardia Nacio­nal por ahí del año de 1857, durante los primeros episodios de la guerra de Refor­ma en la región de la Mixteca.

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El general Díaz en traje de gala. (Fuente: fcbv.)

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calles del puerto, y una madre levantando en brazos a su hijo pequeño gritó:

—Conoce al asesino de tu padre.El general Mier y Terán, no del todo encallecido, acabó en un manico-

mio; su amo se reeligió presidente. Las matanzas del porfirismo nos pare-cen hoy juego de niños malos. Si los de hoy se volvieran locos por los que “despachan”, ya habría más manicomios que ministerios…

—Pero entonces, mamá, ¿por qué tú hacías vendas para curar al “cau-dillo” en Tlaxiaco y por qué tu papá le sanaba las heridas…?

—Hijo, entonces peleaba contra un invasor extranjero… Además, hijo mío, Lerdo tuvo la culpa; era honrado, inteligente; pero le metió el diablo la manía de perseguir monjas; expulsó a las hermanas de la caridad, que Juárez mismo había perdonado y el país sintió alivio al verlo partir…

(Ulises criollo, pp. 23-24)

de intérpreteCon motivo de cierto negocio, tuve ocasión de ver por primera vez, de cer-ca, al viejo Caudillo. Me llevó Warner a una conferencia en calidad de intérprete. Se trataba de solicitar garantías para unos mineros yanquis del estado de Oaxaca. Nuestro cliente exhibía presentaciones del presidente americano, Taft, que le abrían todas las puertas del mundo oficial. Nos recibió el Viejo en el Salón Verde de Palacio. Se sentó con sencillez para escuchar nuestro caso con atención que ya hubieran querido los clientes mexicanos. Antes de abordar el asunto, me interrogó:

—¿De dónde es usted…?—De Oaxaca…—¿Se llama? ¿hijo de quién…? ¡Ah!, nieto de Calderón. Y dígame, ¿cómo

está Carmita?—Murió… etc.Se había acordado de la niña que cuarenta años antes preparaba las

vendas con que se curaba la herida el patriota. Algo familiar advertí en su voz, su ademán; sin embargo, no caí en el sentimentalismo. Estaba yo fren-te al amo de los mexicanos y no lo encontré simpático ni extraordinario.

(Ulises criollo, pp. 322-323)

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oaxaca, algunos oaxaqueños y la revolución mexicana

En EstE brEVE apartado sE prEsEntan frag-mentos del Ulises criollo y La tormenta rela­tivos a la frustrada participación de José Vasconcelos en la XXVI legislatura como representante del Partido Constitucional Progresista, formación política que susti­tuyó al Partido Nacional Antirreleccionis­ta fundado en 1909, detallando los errores de los propios seguidores de Madero, en particular su hermano Gustavo, a quien sus enemigos apodaron “Ojo parado”.

En sus escritos, José Vasconcelos hace blanco de sus ataques a Félix Díaz, a quien

tacha de inepto, valido únicamente de la relación familiar con el depuesto dictador. Anota que la ingenuidad maderista permi­tió que el sobrino golpista siguiera vivo, aunque en la cárcel y continuará urdiendo planes en contra del gobierno legalmente constituido.

En febrero de 1913, el inicio de la llama­da “Decena trágica” se materializó con el asalto a la prisión en donde se encontraban los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz. El primero murió en un ataque a Palacio Nacional, mientras que el segundo se po­

Felix Díaz, “El sobrino de su tio”. (Fuente: hpo.)

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[…] Dentro del Congreso mismo, y abusando de la libertad democrática, gestaban los más peligrosos enemigos del régimen. La formación del Congreso fue uno de los más grandes errores. La inexperiencia de Gustavo y sus auxiliares produjo situaciones irreparables. Dentro del mismo partido hubo indisciplina y confusión. Interesaba que yo fuese a la Cámara como uno de los apoyos leales del régimen. Pero dejaron que me derrotara en una asamblea de distrito un oscuro político de barrio que se arregló la votación y resultó postulado. No quise gestionar la designación en algún distrito segu-ro porque pensaba, y con razón, que era el partido el que debía preocuparse por hacerme diputado y no yo por serlo. Fue prueba de indisciplina culpable haber per-mitido que hombres útiles al régimen fuesen suplantados por medianías, precisamen-te en una época en que hacían falta los significados por la capacidad y el prestigio. Me ofendió el descuido de mis amigos y no quise ya ocuparme de otra candidatura que se lanzó en mi favor en un distrito de Oaxaca. Me salvé de ser diputado de la legisla-tura que se cubrió de oprobio nombrando presidente a Victoriano Huerta (con sólo cinco o seis votos en contra). Y también, según opinaron muchos en la época, salvé la vida que no me habrían perdonado los huertistas, si en la Cámara hubiera seguido aliado a Gustavo en vez de retirarme a mi despacho. Lo cierto es que me había retira-do mi propio partido que no supo manejarse. Y fue lo peor que el mismo Gustavo, sin poder para sacar diputados a sus amigos, se desprestigió bastante, aplicando la guillo-tina de su mayoría contra hombres de valer como el licenciado Francisco Pascual García, diputado católico y dejando, en cambio, franca la puerta a los Moheno y com-parsa, futuros ministros del cuartelazo de Victoriano Huerta.

(Ulises criollo, p. 406)

sesionó del edificio de La Ciudadela y des­de ahí sus efectivos atacaron a las fuerzas leales. Aliado con el traidor Victoriano Huerta, Vasconcelos acusó que el llamado “sobrino de su tío” vejó y permitió la tor­tura y asesinato de Gustavo, el hermano del presidente Madero.

Con impotencia, Vasconcelos vio desfi­lar a la columna golpista proveniente de

La Ciudadela entre vivas a Oaxaca y al ge­neral Félix Díaz. Ante lo que él consideraba un regreso poco honorable de su entidad natal a los asuntos políticos, en el momen­to en que es conducido preso a la peniten­ciaría de la ciudad, reniega de su entidad y al preguntársele de dónde era, respondió que de Coahuila.

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[…] Por más que no deseaba ocuparme de la política, los acontecimien-tos obligaban a la acción. Estaba preso el general Bernardo Reyes, quien, al fracasar en una intentona sediciosa, se rindió sin condiciones. Y ahora sobresaltaba al país la noticia de que Félix Díaz, sin más títulos que el de sobrino del Dictador, se declaraba rebelde apoderándose de la plaza de Veracruz mediante el soborno de un par de regimientos. En grupo, Gusta-vo, Pino Suárez, González Garza, Urquidi y yo visitamos a Madero. Llega-mos a Chapultepec cuando se recibieron las noticias de la recuperación de la plaza tras de escasa resistencia y la entrega incondicional de los subleva-dos. Gran parte de la opinión atribuía la frecuencia de los levantamientos a la lenidad del Gobierno. Uno tras otro habían sido perdonados los rebel-des y se sentía la necesidad de un escarmiento. Ninguna oportunidad mejor que la que se presentaba para dejar caer todo el peso de la ley sobre un favorecido de la suerte desde su cuna y que notoriamente obraba por ambición y despecho.[…]

Pronto fijó en mí la atención el propio Madero. “Ya tengo premeditada mi venganza —afirmó—. Aquí está el texto del manifiesto de Félix Díaz.

Vasconcelos, visto por Muticolor. (Fuente hpnsh)

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Invita a la rebelión y promete una dictadura… Es —agregó— un manifiesto guatemalteco… una nueva tuxtepecanada… una ofensa al patriotismo de los mexicanos… sus propias palabras lo desprestigian… y lo acaban… ¿Para qué voy yo a mancharme matando a un hombre que así se suicida moral-mente?... Por lo demás —añadió después de un instante de reflexión—, si el país es capaz de aceptar nuevas militaradas de ese género, entonces yo salgo sobrando… prefiero irme, a caer en lo que hemos censurado a nues-tros antecesores…”

Félix Díaz, sano y salvo, ingresó a la cárcel; desde allí siguió conspiran-do; las consideraciones de honor valían para el Gobierno, pero no para la banda adinerada que había jurado la destrucción del maderismo.

(Ulises criollo, pp. 416-417)

Hemeroteca Pública (Fuente: Nestor Sánchez H.)

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[…] En la Ciudadela esperaba su presa el caudillo Félix Díaz. Personal-mente vejó a Gustavo [Madero], ya mal herido. Otros vinieron a picarle el vientre con bayonetas. A tirones lo desnudaron, alguien le mutiló el miem-bro, que acercó a los labios de la víctima. Luego lo pisotearon. Le dieron quizás, el tiro de gracia. Lo cierto es que el cadáver no fue entregado a la familia; no sufrió autopsia; destrozado, lo mandaron a enterrar en secreto. Y el ojo de vidrio de Gustavo anduvo de mano en mano como trofeo.

Concluido su rito azteca, el caudillo de la Ciudadela, como oficialmente empezó a titularse al sobrino del Dictador, se fue a sus habitaciones priva-das; recibió a su barragana; se bañó, se perfumó. En seguida, montó un hermoso caballo y salió con sus huestes rumbo a Palacio para cumplimen-tar al nuevo presidente. No pocas damas de la antigua aristocracia porfi-rista mojaron sus pañuelos en lágrimas patrióticas y los arrojaron al paso del vencedor, que, “pálido y sonriente”, dijeron los diarios al día siguiente, ostentaba un ramo de violetas en el ojal.

[…]

Félix Díaz ¿seguro presidente? (Fuente: hpnsh.)

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[…] En la Catedral seguían las campanas a vuelo. La columna “felicista” se acercaba a Palacio. Los que diez días antes corrieron como liebres ante el fuego de unos cuantos leales, avanzaron ahora con insolencia de vence-dores. Cada uno de los cuatrocientos traía el blasón de haber ayudado a matar a un solo hombre: el valiente Gustavo [Madero]. Hubo entre la masa quien aclamó a los asesinos. Corría la voz de la ejecución de “Ojo parado” —el mote de Gustavo—. Sobre la sangre inocente, derramada con impu-nidad, todavía la befa de la canalla metropolitana: “Se echaron a ‘Ojo para-do’… ¡Viva Félix Díaz…!”

Los sucesos de esta última tarde me cogieron en casa de Adriana. Al saberlo, la saqué de su domicilio para llevarla con sus familiares y luego, en mi bicicleta, me encaminé a Tacubaya. En la esquina de Hagenbeck me encontré con el regimiento de gendarmería sublevado en la Ciudadela, con Félix Díaz. Venían por delante unos brutos echando arengas…

—Ahora sí muchachos… ¡Viva Oaxaca, y mi general Félix Díaz..! ¡Arri-ba Félix Díaz…!

Poca gente, desde la acera, contempló la escena, asombrada. Los jinetes, detrás, guardaban silencio siniestro… Sentí pasar un estremecimiento por toda la espina. Me pareció que un mal sueño me trasladaba a las épocas lúgubres de los cuartelazos a lo Santa Anna. Bajo el maderismo gozamos la ilusión de pertenecer a un pueblo culto. Ahora el pasado resurgía. Se ini-ciaba de nuevo el rosario de traiciones, los asesinatos, el cinismo y el robo…México y todos sus hijos volvíamos a entrar en la noche.

(Ulises criollo, p. 445)

[…] Una mañana, sin previo aviso, Pancho Chávez me subió con Ales-sio a un automóvil; informó que nos llevaban a la Penitenciaría. En el tra-yecto, Chávez hablaba de sí y de su lenidad con detenidos políticos.

—¿Y qué le parece —observamos— el trato que le dieron hace poco a Madero?

Juró Chávez que él no aprobaba esos procederes. Y en broma, al pasar el auto por las calles de la colonia de la Bolsa, donde la versión oficial ase-guraba había sido asaltado y muerto Madero en un tiroteo de los policías con sus partidarios, advertimos:

—Conste que no hemos tenido tiempo de mandar aviso a nuestros secuaces.

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Había ya ferocidad en el ambiente, pero aún no privaba el tono adusto despiadado, que más tarde Calles imprimió a la represión gubernamental. Un resto de magnanimidad sobrevivía como perfume moral de los dos años escaso de libertades maderistas. Los mismos esbirros presumían aún de decencia.

En la penitenciaría se hallaba en funciones de director, nombrado por el maderismo, un hombre afable que al tomar mis generales… edad, esta-do, nacido en…

Nuevamente el “Chato Díaz” que veía alejarse la presidencia. (Fuente: hpnsh.)

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—¿Oaxaca? —preguntó.No; ahora soy de Coahuila.Y se hizo así constar en el libro: de Coahuila.Divirtió la ocurrencia porque, con la vuelta de los porfiristas al poder,

estaba de moda Oaxaca en las esferas oficiales; pero tanto Madero como Carranza, el jefe de la nueva revolución, eran de Coahuila. […]

(La Tormenta, pp. 467-468)

Madero y su cámara... de diputados (Fuente: hpnsh)

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la lucha por la gubernatura de oaxaca

En EstE capítulo, los tExtos VasconcElia-nos provienen de su libro El Desastre (1938), su tercer libro autobiográfico y dada su re­levancia incluyo el Manifiesto que José Vasconcelos dirigió a los habitantes del es­tado de Oaxaca, al inicio de su campaña política, en el que expone su programa de gobierno. Documento con el que se inicia este capítulo.

En El Desastre, su autor dedicó buen nú­mero de páginas a relatar la experiencia política para alcanzar la gubernatura de su estado natal en el año de 1924. Experiencia

frustrada atribuida a las maniobras de la dupla Obregón­Calles y que para algunos prefiguró en escala pequeña la contienda por venir en 1929.

Como en sus obras anteriores las pági­nas de la experiencia oaxaqueña se leen con fruición. El estilo de Vasconcelos nos atrapa y devoramos renglones casi sin dar­nos cuenta. La historia comienza con el fin de la llamada revuelta delahuertista, em­presa en la que se enrolaron los poderes del régimen oaxaqueño, encabezados por el general Manuel García Vigil. Ante el de­

Vista de la Alameda de León en los años veinte en el siglo xx. En el edificio al fondo estuvo la sede de su comité electoral. (Fuente: fcbv)

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safío vigilista, las fuerzas de la Sierra Juá­rez y del Istmo se manifestaron partidarias del grupo sonorense y como tal actuaron en contra de los contingentes rebeldes. Fi­nalmente el fusilamiento de García Vigil puso punto final al desafío. Con la presen­cia de tropas federales, el poder central acordó dejar al estado bajo el control políti­co de las fuerzas serranas y nombró al ge­neral Isaac M. Ibarra (oriundo de Ixtlán), gobernador del estado.

Para impedir que el grupo serrano se consolidara, fuerzas políticas diversas se coaligaron e invitaron a José Vasconcelos, todavía titular del ramo educativo, a volver los ojos hacia su estado natal. En el capítulo “El gobierno de Oaxaca”, el autor da nom­bres de quienes se acercaron: Genaro (V.) Vázquez, apoyado por los senadores (José) Maqueo Castellanos, del Istmo y Eleazar del Valle, terrateniente costeño. Asimismo Vasconcelos reporta que también los jefes militares juchitecos, (Heliodoro) Charis, (Laureano) Pineda simpatizaron con su causa, aunque estaban subordinados al gru­po sonorense.

De particular importancia es el cuadro que pinta Vasconcelos de la última reunión que tuvo con el presidente Obregón y de lo que ahí sucedió. Del apoyo de la prensa capi­talina hacia su causa, en especial de El Uni-versal y del periodista oaxaqueño (Fernando Ramírez de Aguilar) Jacobo Dalevuelta,

Ya en plena campaña, las clases medias urbanas lo rodean, estudiantes del Institu­to de Ciencias, profesores y profesionistas

reconocidos como el médico Emilio Álva­rez que preside el comité vasconcelista son sus apoyos. El candidato se interna en la entidad. En ese recorrido mención aparte merecen las giras a la Mixteca, especial­mente a Tlaxiaco, así como al Istmo de Te­huantepec, Salina Cruz y Juchitán.

En las últimas páginas dedicadas a re­cordar la campaña de 1924, Vasconcelos describió el fraude cometido en contra de su candidatura por la maquinaria oficial que obedecía las órdenes de Obregón. Y ese sometimiento llegaba a los diarios que tiempo atrás habían apoyado su campaña. Destaco por último dos apreciaciones que dejó Vasconcelos, la primera relativa a la situación en Oaxaca luego de la imposi­ción del candidato oficial, el general Onofre Jiménez, la suerte de sus partida­rios y la de los “diputados jóvenes y callis­tas que habían puesto sus destinos en manos del general Obregón” y que con el tiempo hicieron fortuna considerable. La segunda, su percepción sobre la transfor­mación de la ciudad de Oaxaca que veía cómo su población blanca escaseaba y co­mo los indígenas de la sierra invadían ca­lles y aceras. Y categórico advertía:

Oaxaca se ha convertido en un solar de ruinas. Tan ruina es hoy el templo de San­to Domingo, como el llamado palacio de Mitla. Y nuestros indios apoderados de nombre de la dirección de los asuntos pú­blicos, en realidad la hacen de testaferros de la política central y de los negocios de los extranjeros…

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manifiesto a los habitantes del estado de oaxacaRespondiendo a la postulación con que me ha honrado el pueblo de Oaxa-ca para regir sus destinos como gobernador, paso a expresar los motivos que me han movido a aceptarla y el programa condensado de mi gobierno, en caso de que llegue al Poder.

Había tomado la resolución de separarme de todo cargo público, entre otros motivos, por obedecer la vocación de quien escribe porque siente que tiene cosas que decir. También me inclinaba a este apartamiento el horror de nuestro medio político sanguinario y falto por regla general de la más elemental probidad. Pensaba retirarme en algún pueblo de España o de Italia para escribir libros iracundos o inspirados, según la gracia que me fuere dado alcanzar: creía que de esta suerte serviría mejor la causa de los humilde con la que me he desposado y también los intereses del espíritu que demanda que todo aquel que sienta en su interior una chispa, la ali-mente y la extraiga convertida en destello y si es posible en antorcha. No quería dedicar un instante más de mi atención a la obra precaria del día que no dejara huella ni gloria. Pero sucede que los hijos de un Estado ilus-tre por tantos títulos piensan que puedo ayudarles a salir del letargo y la ignorancia y he sentido que era un deber de hombre no negar el sacrificio de mi tiempo para intentar un ensayo que, hecho de buena fe por gober-nantes y gobernados, puede ponernos en camino de un mejoramiento material y moral efectivo. Si yo que he sido civilista aun en los campamen-

Autos del sitio “Alameda”, ciudad de Oaxaca. (Fuente: fcbv.)

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tos de los soldados, negaba a un pueblo el concurso a causa de ese orgullo de intelectual que quiere encerrarse en torres de marfil ¿con qué derecho podría yo escribir mañana contra la barbarie que arrebata gobiernos sin plan y sin otra mira que la ambición? ¿Con qué corazón escribiría de los males de la patria, de los males de la humanidad, el que habiendo tenido ocasión no la aprovechara para servir a los hombres?

He aquí por qué, guardo otra vez la pluma y humildemente me pongo al servicio de los hombres de bien que quieren levantar una sociedad. Me pongo al servicio de los ideales que mueven a todos los buenos. Y como es menester que un candidato delinee programas, escribo enseguida algunos puntos de algo que más tarde ampliaré, para que nos sirva a todos de nor-ma, pues es esencial que no sólo el candidato, también los habitantes todos, tengan noticias de dicho plan de gobierno y lo realicen conjuntamente.

En primer lugar debo llamar la atención de los votantes sobre el hecho de que legalmente pudiera encontrarme impedido para ser gobernador, porque carezco del requisito de vecindad y además me he separado del cargo de secretario de Educación, sólo por aceptar mi candidatura, sin embargo, me han hecho ver mis partidarios que en numerosos casos se ha

Periódico local pro-jimenista. (Colección particular.)

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hecho punto omiso del requisito de vecindad, por lo que se ha sentado jurisprudencia contraria al precepto; y por otra parte, el único candidato que hasta hoy figura tiene impedimento semejante al segundo de los que he mencionado, puesto que acaba de prestar servicios como general en el Ejército y no se podría alegar que no es impedimento acabar de dejar las armas, pero sí lo es haber estado manejando libros. Seguramente no habrá legislatura que quiera pasar a la historia por hacer tal declaración. Además, por encima de todo esto se encuentra la voluntad popular manifestada en el voto, que si es de una mayoría absoluta, suple por sí sola cualquier regis-tro de forma y obliga a la Legislatura, que no tiene otras funciones que calificar la legalidad del sufragio y computarlo. Fiado, pues, en esa mayoría que me ha llamado, expongo los siguientes puntos de programa que no están para halagar a un grupo o a una clase sino para intentar la organiza-ción del Estado. No los ha concebido el político que quiere ganar sino el hombre sincero que prefiere perder a engañar o a verse rodeado de pícaros a la hora del triunfo.

I.- Reducción del personal burocrático, para que una parte considerable de las rentas se emplee en los servicios públicos y en obras de mejoramiento colectivo. Formar la Administración con hombres honrados que siempre los hay en abundancia, cuando no se buscan ventajas personales sino el bien público y cuando no se trata de servir los intereses de un partido sino los intereses sociales. Por honrado ha de entenderse no sólo al probo sino tam-bién al laborioso, pues no trabajar es defraudar la vida misma, cuyo tesoro mayor es el tiempo, cada uno de los instantes debe ser, por lo menos usado.

II.- A causa de la época de reajuste económico que atravesamos, urge resolver el problema agrario, dotando a los pueblos que realmente lo nece-siten pero sin perjuicio del pequeño propietario que debe ser amparado. Con el objeto de definir lo que es la pequeña propiedad se reglamentará el artículo 27 de la Constitución federal a fin de que cada pueblo y cada pro-pietario sepan a qué atenerse en cada región y se eviten así los abusos a que ha dado lugar este asunto; abusos en los que frecuentemente ha salido ganando el gran terrateniente, pues, con la influencia que da el dinero, desvía a veces el deslinde del ejido hacia la colindancia del pequeño pro-pietario que carece de elementos para su propia defensa. Junto con el pro-blema de la tierra, se estudiará y reglamentará el problema de la distribución de las aguas y la formación de Cooperativas rurales para la aplicación de maquinarias a la agricultura y métodos modernos de empaque, distribu-ción y venta de productos.

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III.- Fomento de la riqueza pública, mediante la acción de ingenieros y de técnicos que exploren y preparen la explotación de caídas de aguas con turbinas pequeñas o grandes, que suplan la escasez de combustible para producir la fuerza mecánica que redima al campesino y al indio de la bru-talidad del trabajo muscular primitivo. Construcción de presas y canales para la irrigación. Construcción de carreteras modernas y de un ferrocarril que ligue a la capital del estado con el Istmo de Tehuantepec, todo por cuenta del Estado y sin intervención de contratistas, para evitar el negocio con los dineros del pueblo. Fomento a la ganadería y crías de animales y creación de industrias locales par aprovechamiento directo de las materias primas. Protección a las empresas industriales de todo género.

IV.- Reorganización severa de la administración de justicia; mala en la actualidad, unas veces por las gentes que la sirven y otras por los largos y anticuados trámites de nuestros códigos. Revoluciones van y revoluciones vienen y no se ha puesto un adarme de acierto en la reforma jurídica. Tole-ramos, eso sí, que la carranclanería ignorante derogara todas las leyes —por simple odio a la letra escrita— y para sustituirlas con la orden del Primer Jefe y la voz de mando del más próximo sargento, pero la reforma de los códigos está más olvidada que en los tiempos de Porfirio Díaz. Veremos si ahora en la paz y en el sano juicio logramos formar leyes buenas y pocas. Leyes que puedan cumplirse, es decir, leyes mexicanas y leyes liberales avanzadas; leyes que no sean como quieren algunos sociólogos que sólo ven para atrás, reflejo de las costumbres, sino paradigma de las costumbres. Es decir, que la ley debe ir más allá del medio, aunque sólo sea, un poco más allá, con el objeto de obligar a la sociedad a un esfuerzo de elevación hacia el modelo que marca el precepto escrito. La grandeza de los reformadores, los

Diputado Genaro V. Vázquez, quien invitó a José Vasconcelos a postularse a la gubernatura de Oaxaca. (Fuente: agepeo.)

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Juárez, los Ocampo y los Lerdo estriba en que hicieron leyes de este género. Por lo pronto, procuremos que magistrados y jueces sean de elección popu-lar por periodos largos y que el procedimiento se simplifique tanto que la justicia no sea ya monopolio de abogados, tinterillos y malos jueces.

V.- El capital bien empleado que produce riqueza, se debe fomentar y proteger; pero es más necesario proteger al trabajador, porque la primera función del capital debe ser redimir gradualmente a sus propios factores humanos, aunque sólo sea porque el capital fundamental es el trabajo del hombre. Organización obrera en la forma más prudente que encuentren los obreros sin pretensiones de tutoría del Estado, pero sí con sincera resolu-ción de servir los intereses del pobre y del oprimido, porque tal debe ser la misión del gobierno. Ya no un padre pero sí un hermano de los humildes.

VI.- Hacer observar otra ley, que se escribe en nuestros códigos y se desdeña francamente en la práctica: la Ley de garantías individuales, del respeto a la vida, de la libertad en todos los órdenes; de la libertad sin la cual no vale nada ninguna conquista social.

VII.- Procurar que en cada población del estado, la mejor casa sea la escuela, el templo de los modernos; la escuela que sea hogar y teatro; aula y taller, centro social y sala de lectura, la escuela total sabia y artística: cimiento de voluntad y ventana como de canción.

VIII.- Regeneración del indio fomentándole su personalidad, ayudándo-le para que se organice y se ilustre sin rencores para otras razas, para lo cual se hará sentir que su sangre es ilustre. Oaxaca con tres quintas partes de población indígena puede poner el modelo de lo que en el resto de Amé-rica podrán lograr los indios que se eduquen.

IX.- Procurar que mediante un arreglo rápido y justo de las dificultades entre los pueblos, por razones de tierra y aguas y cualesquiera otras, se lle-guen a extirpar los odios regionales que debilitan al Estado, procurando la unión de todos los oaxaqueños para el común trabajo de la civilización.

X.- Trabajar con un plan generoso y claro, trabajar todos juntos con honestidad y con fe y así irá saliendo de nuestras manos, que se volverán luminosas, algo como una sucesión de milagros.

Oaxaca, julio de 1924

José Vasconcelos

Fuente: Biblioteca Fray Francisco de Burgoa (uabjo), Fondo Manuel Brioso y

Candiani, Miscelánea general, No. 4.

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el gobierno de oaxaca El gobierno de Oaxaca había quedado vacante por el asesinato que Obre-gón hizo de su gobernador. Ninguna liga tuve con García Vigil, que me parecía un ambicioso por encima de sus tamaños, pero habían sido cordia-les nuestras relaciones administrativas. A través de algunos diputados

El gobernador Onofre Jiménez y paisanos suyos. (Colección Particular.)

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habíamos hecho gruesos envíos de material escolar a distintas escuelas rurales de la serranía. Uno de nuestros más activos misioneros, el Conde Fox, escritor español, llevaba dos años de recorrer la Sierra de Juárez en nombre de la secretaría satisfaciendo las más urgentes necesidades. Más de media docena de misioneros inspectores de categoría tenían cubierto el territorio de la Mixteca y la Costa. En el Istmo contaba yo con amigos per-sonales, políticos y maestros, y con la plaza pública, es decir, con la simpa-tía de las vendedoras del mercado, las tehuanas hermosas que se ufanaban de haber sido llevadas en estampa a los murales de los edificios de la capi-tal. En Tlaxiaco tenía los parientes de mi esposa y antiguas amistades de los Calderón. En la capital del estado no conservaba sino remotos parien-tes, pero todo el partido de García Vigil, que contaba con lo mejor del Estado al quedar disperso por la muerte de su jefe, comenzó a buscar mi apoyo en la capital. Nunca engañé a nadie; a todos los paisanos advertí que mi posición en el gabinete estaba concluida, que inauguraba mis escuelas para retirarme y que mi retiro significaría distanciamiento total del gobier-no. Sin embargo, empezó a crecer por el Estado la decisión de hacerme candidato a la gubernatura local. Cierta mañana se me presentaron dos diputados, uno de ellos Genaro Vásquez; querían mi autorización para trabajar mi candidatura. Genaro Vázquez decía admirarme, había publica-do unos versitos y alguna prosa, se miraba vivo, era joven y obsequioso, con esa peligrosa obsequiosidad que de pronto puede volverse mala volun-tad rencorosa. Sospeché por intuición natural que era el suyo tipo de callis-ta, no de demócrata, y le advertí:

—No me explico que ustedes me propongan candidatura; probable-mente no se han enterado; yo no soy, no seré callista, y si yo fuese al gobierno de Oaxaca, no estaría un momento en paz con el ejecutivo fede-ral, mientras se llamase Plutarco Calles…

—Pues precisamente por eso lo visitamos —alegó Genaro—, porque queremos para nuestro Estado un hombre independiente…

—¿Y estarían ustedes dispuestos a ir hasta donde yo fuera, si mañana hay ocasión de combatir el callismo?

—Estaríamos dispuestos siempre a sostener la soberanía del Estado…—Entonces quizás los aproveche, pero déjenme algún tiempo para ver de

dónde podemos sacar recursos, pues no gastaré un peso de mis ahorros para una aventura política; cuento con esos ahorros para sobrevivir al callismo peleando; por eso no he de gastarlo sino en alimentos, para que me duren…

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A los pocos días me vio una comisión de los senadores oaxaqueños. Uno de ellos, Maqueo Castellanos, alto, blanco, fuerte y simpático, de la vieja estirpe castellana que dio gloria al estado…

—¿Y si se ofrece pelear?—No tenga cuidado, lo apoyaremos… en el Istmo cuento con esto y lo

otro… —Es que Calles…—Calles es un tal por cual; si no fuese porque lo odiamos no lo vería-

mos a usted…Otro senador decidido era el rico Eleazar del Valle; ofreció contribuir

para los gastos; creo que adelantó una suma para el comité que con toda prontitud quedó integrado. Y sin avisárselo ni a Gastellum, di a la prensa la noticia: “He aceptado mi postulación como candidato al Gobierno de Oaxaca”. “Es necesario demostrar —añadí— que si no hay civiles en los altos puestos, no es, como andan diciendo los diarios serviles, porque no tienen valor los intelectuales para afrontar una lucha… Yo la afrontaré y veremos si los militares me dejan, o no me dejan triunfar”.

Cuando Gastellum vio estas palabras en los diarios, se me presentó consternado.

—¡Quién sabe qué ira a opinar al general! —expresó.Entonces le hablé con franqueza:—Mire, doctor: he hecho esto, de propósito; quizá sea una inconse-

cuencia política no haber consultado antes el caso con el presidente, pero, en primer lugar, si triunfo, no quiero deberlo al apoyo presidencial sino al pueblo. Y si no me dejan triunfar, entonces tendré el pretexto que busco para romper con toda esta situación que me asquea. No se sorprenda, pues, doctor, y prepárese a atender toda la oficina, pues mañana llevo al acuerdo mi renuncia, que ahora sí no me será rechazada, porque no seré candidato y ministro.

Terminé de informar sobre unos cuantos asuntos de trámite, y cruzan-do los brazos sobre la mesa del acuerdo, le dije a Obregón:

—Ahora sí, este es mi último acuerdo; aquí le presento mi renuncia con mi agradecimiento; no he podido faltar al deber de aceptar mi postulación por mi estado. No me importa el gobierno, pero no quiero que se diga que en momentos de crisis le fallé a mis paisanos; se halla amenazado el Estado de caer en manos de un pobre imbécil que patrocina el callismo, y es mi deber contribuir a salvar a la patria chica de la imposición y la barbarie…

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Vea usted —le dije a Obregón mostrándole telegramas que había recibido esa misma mañana—; hasta los militares de mi estado están de acuerdo con mi candidatura.

Y con disgusto vio las firmas de dos ameritados jefes con mando: el general Pineda, juchiteco y hombre culto y bueno, y el general Charis, inculto, pero que deseaba el bien de su región. Con sus soldados había defendido al gobierno durante la rebelión delahuertista. Ni modo de decir que mi candidatura tenía origen delahuertista; todo el Estado, los recién caídos y los triunfantes, los de García Vigil y los Charis, los Pineda, esta-ban conmigo…

Se quedó pensativo Obregón y contestó:—Bueno; por lo menos, celebro que el motivo de su renuncia sea tan

honroso. Reconozco que no le queda a usted otro camino que aceptar el llamado de su estado.

En Oaxaca estaban de guarnición fuerzas de Almazán. No ocultaron su simpatía y muchos oficiales de la capital del estado abiertamente alabaron mi candidatura. Todo estaba a mi favor, menos la venia presidencial. ¿Se decidiría Obregón a consumar un atropello en Oaxaca como ya lo estaba consumando en todo el país? ¿Y un atropello en contra de su mejor colabo-rador, según lo expresó él mismo en la respuesta que dio a mi renuncia, en la cual me llamaba genial y cuyo texto apareció en todos los diarios?

Por lo pronto, estuve de moda una o dos semanas en la metrópoli. Nun-ca había aceptado un banquete de mis subordinados, pero ya fuera no pude rehusar el homenaje que organizó Gastellum y al cual se agregaron generosamente los intelectuales todos de la ciudad, aun algunos que no habían mantenido relaciones con la secretaría. Para ofrecerme el banquete escogieron a Alfonso Reyes, mi amigo del Ateneo, que empezaba a figurar como intelectual del callismo. Pertenecía Reyes a Relaciones; hallábase de paso, y regresaba a Francia como encargado de negocios, encargado, en realidad, de guardarle el puesto de ministro a Pansi, que esperaba ser lan-zado por Calles del gabinete. En su discurso desconcertado con el gobier-no, Reyes hizo la declaración de que si bien yo había prestado servicios ilustres a la república, debía yo reconocer que para ello se me habían dado facilidades sin mengua de mi libertad de pensamiento y de acción, lo que probaba la liberalidad del gobierno. Pareció un poco extraña aquella obser-vación, pero no la dejé pasar por alto; contesté que ya era tiempo de que México se sacudiese la reputación de canibalismo que tan justamente había

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estado ganándose en los días que vivíamos. Se insubordinaron por prime-ra vez en esta comida algunos lacayos. Diego, que ya se había puesto a pintar en los muros de la secretaría, arriba de las decoraciones por mi suge-ridas, y rompiendo el plan general de la obra, unas alegorías en honor de Zapata y de Felipe Charrillo, el mártir callista, se puso a injuriar bajamente al ya casi anciano D. Ezequiel Chávez. El antiguo pensionado de la dicta-dura porfirista comenzaba a hablar de comunismo y adulaba a los nuevos, temeroso de que lo echasen a la calle, ya que uno de los cargos que se esgrimían en mi contra era el haberlo apoyado. Le dio resultado la manio-bra; pronto fue el pintor oficial del nuevo régimen y un año o dos más tarde, cuando empezó a ladrarme el callismo por lo que escribía, desde mi destierro, el gran Diego Rivera me retrató, en el patio posterior del edificio que había yo levantado, en posición infame, mojando la pluma en el estiércol.

El Machete no hizo lo propio; por el momento, El Machete, órgano de los comunistas de la pintura, se puso a mis órdenes, apoyó mi candidatura con artículos que, por supuesto, nadie leía en Oaxaca. De todos modos y por de pronto, agradecí el gesto. No estaba yo bien que digamos con el grupo. A uno de ellos, ayudante de Diego, lo había reñido cuando fue a exigirme la paga de Goldsmidt, el profesor judío de economía política que tuve el mal tino de traer de Buenos Aires, engañado por su fama de experto.

Rincón de la ciudad de Oaxaca. (Fuente: fcbv.)

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Resultó un conferencista enredado que nadie entendió en la cátedra, pero se hizo el cerebro de una faccioncita de intelectuales comunizantes. Recla-maba el pintor porqué a una personalidad de la talla comunista del señor Goldsmidt se le demorase el pago de los sueldos. Ahora bien: todos los empleados del gobierno se hallaban en circunstancias idénticas, a causa de la rebelión y nadie reclamaba preferencias. Por lo que respondí al pintor:

—Ya sé que en Rusia se paga primero a los jefes y a la inteligentsia, pero como yo no soy bolchevique sino cristiano, el profesor Goldsmidt será pagado cuando le toque su turno; y el turno es como sigue: primero se pagan los sueldos menores, los mozos de servicio y las taquígrafas; después los sueldos medios y sólo más tarde los sueldos grandes. En cuanto a mí, cobro al último.

Mientras estuve en la secretaría, todos estos intelectuales del sindicato me proclamaban un gran revolucionario, el modelo casi de la acción desde el poder. Y eso que me divertí con ellos cuando se organizaron en sindica-to. Me comunicó la creación del sindicato, Siqueiros. Lo acompañaban tres ayudantes; vestían los tres de overol. Durante dos años le había estado teniendo paciencia a Siqueiros, que nunca terminaba unos caracoles mis-teriosos en la escalera del patio chico de la Preparatoria. Entretanto, los diarios me abrumaban con la acusación de que mantenía zánganos con pretexto de murales que no se terminaban nunca o eran un adefesio cuan-do se concluían. Resistí todas las críticas mientras creí contar con la lealtad de los favorecidos, y a todos exigía labor. En cierta ocasión, por los diarios, defino mi estética: superficie y velocidad es lo que exijo, les dije exageran-do; y explique:

—Deseo que se pinte bien y de prisa porque el día que yo me vaya no pintarán los artistas o pintarán arte de la propaganda. A Diego, a Montene-gro, a Orozco nunca se les ocurrió crear sindicatos; siempre me ha pareci-do que el intelectual que recurre a estos medios es porque se siente débil individualmente. El arte es individual y únicamente los mediocres se amparan en el gregarismo de asociaciones que están muy bien para defen-der el salario del obrero que puede ser fácilmente remplazado, nunca para la obra insustituible del artista.

Así es que cuando se me presentaron sindicalizados, precisamente los que no hacían labor, divertido, sonriendo, les contesté:

—Muy bien; no trato ni con su sindicato, ni con ustedes; en lo personal, prefiero aceptarles a todos la renuncia; emplearemos el dinero que se ha

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estado gastando en sus murales, en maestros de escuela primaria. El arte es lujo, no necesidad proletaria; lujo que sacrifico a los proletarios del profesorado.

La cara que pusieron fue divertida. Se retiraron confusos. Pero conta-ban con mi amistad y no tuvieron de que arrepentirse. Al salir le rogaron a alguno de los secretarios: Dígale al licenciado que no vaya a cesarnos; seguiremos trabajando como antes. Y todo fue tempestad en un vaso de agua. Conviene declarar en este punto, que cada uno de los artistas ganaba sueldos casi mezquinos, con cargo de escribiente, porque no me había atrevido a inscribir en el presupuesto una partida para pintores, porque seguramente me la echan abajo en la Cámara. No se había habituado aún la opinión a considerar el fomento del arte como obligación del Estado.

En los días en que Diego me pintaba de corruptor de la verdad, por causa de mis escritos contra el callismo, los del sindicato convertidos ya al comunismo, me llamaban en sus escritos “el ministro burgués”. Vivía yo en aquellos días, de mis colaboraciones en los diarios de América, y los comunistas del presupuesto callista.

El general Calles, que les pagaba los sueldos, sus ministros de Estado, sus generales, sus gobernadores y las queridas de Calles, de los ministros, de los gobernadores, etc., etc., compraban propiedades, mantenían estan-cias, empleaban peones, sostenían industrias, pero ninguno de estos fun-cionarios merecía de los comunistas el dictado de burgueses; los que no teníamos renta, ni empleados, ni criados, esos éramos los burgueses.

Leído este aparte, el lector se dará cuenta de la importancia económica que tuvo para mí el apoyo de El Machete en mi campaña de Oaxaca. ¿Cre-yeron los ingenuos que yo iba a ganar?

En realidad, yo sabía que iba a romper públicamente con el gobierno para justificar mi oposicionismo futuro. La imposición en Oaxaca, desen-mascararía al régimen.

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la despedidaVisité a Obregón antes de salir para Oaxaca. Lo hallé reservado pero toda-vía cordial.

—¡Quién sabe, licenciado, que decepciones le depare la política local! Ya usted sabe, siempre es fácil ser víctima de autoridades inferiores, irres-ponsables. El Centro no siempre puede otorgar las garantías necesarias.

—No, general; en mi caso no hay problema, porque cuento con todo el estado, propiamente no tengo rival. El candidato que quieren por allí opo-nerme se retirará porque es un sujeto de buena fe a quien conozco y que parece me estima. El apoyo que tenga se lo deberá al gobernador Ibarra, pero aun éste, me ha mandado recados amistosos. Enemigos dentro del Estado, no tengo. Ahora, por supuesto, el callismo tratará de moverse; no creo que pueda ver con buenos ojos mi candidatura. En todo caso, si triun-fo, usted puede estar seguro, desde su retiro, de que en Oaxaca tendrá a un amigo personal, invariable.

—Eso no lo dudo, licenciado. Y a propósito, usted no ha de andar sobra-do de fondos; si usted quiere, podríamos facilitarle una suma para los gas-tos de la campaña; así se ha hecho en muchos casos…

De sobra sabía todo el mundo que así se habían estado creando gober-nadores en los últimos meses, sin consulta con la opinión local y con abun-dancia de fondos procedentes del Tesoro de la Federación.

—En mi caso, general —le contesté—, no es necesario gastar mucho dinero; he puesto la condición, antes de aceptar, de que yo no aportaría dinero, porque no lo tengo y porque, además, creo que ese es recurso de candidatos impopulares; yo no tengo que crearme popularidad; la tengo; pero —añadí—, un favor si quiero pedirle… Usted sabe que he trabajado cuatro años dedicado exclusivamente a mi tarea oficial, desatendiendo en lo absoluto mis intereses particulares. Cuento con unos veinte o treinta mil pesos en efectivo que proceden de mis ahorros, pero voy a tener muchos gastos personales. Quiero pedirle lo que cualquier empleado tiene el dere-cho de solicitar de una empresa con la que ha trabajado. Quiero que usted liebre órdenes para que por toda indemnización se me abonen dos meses de sueldo, o sea más o menos seis mil pesos…

—Por supuesto, no faltaba más; si eso es una miseria, y, además, como usted dice, es un derecho; cuenta usted con esa suma…

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Tan mezquinamente se portó después que ni cumplió su promesa de mandarme abonar esos sueldos, ni yo insistí en pedirlos; nunca llegué a cobrarlos. Sólo a los bribones trató bien aquel gobierno.

Una ayuda extraña a mi candidatura al Estado obtuve, sin embargo, y sin solicitarla. En Jalisco el gobernador [José Guadalupe] Zuno se había quedado en situación difícil. La revolución de Estrada le ocupó la capital; él se escondió, mientras pasaba la racha, pero parece que no adoptó una actitud muy clara; el hecho es que al triunfo del callismo, los de Morones quisieron destituirlo, valiéndose de organizaciones obreras jaliscienses por ellos controladas. Se salvó Zuno después de entrevistarse con Obregón, y allí estaba en Guadalajara, prácticamente sitiado, malquisto con una parte de los vencedores, pero con bastante dinero a su disposición. Me mandó Zuno recados amistosos animándome a continuar en la aventura de Oaxa-ca. Unos cuantos gobernadores civiles en medio del nuevo pretorianismo callista, podríamos tal vez, salvar la democracia en un futuro próximo. La ilusión de una era en que la política pudiera imponerse al simple mandato del cuartel, movía, sin duda, a Zuno y también la afinidad intelectual; el hecho es que contribuyó con tres mil pesos al fondo de mi campaña polí-tica. Nunca lo revelé porque salí derrotado, y hacerlo era comprometerlo. Ahora lo hago, en testimonio de gratitud no prescrita.

Desfile militar frente al Instituto de Ciencias del Estado. Fuente: revista Acervos.

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Para una campaña política democrática, la prensa es factor decisivo. De nada sirve ir teniendo éxito, lograr que se reúnan muchedumbres, si no hay quien lo diga. Por otra parte, más que al gobierno del estado, me interesaba demostrar a la nación que, aun contado con la popularidad y con los votos, era el gobierno del Centro, es decir, Obregón, quien se oponía a mi triunfo. Entre otras cosas, este atropello me daría justificación para el rompimiento público que ardientemente deseaba. Motivo personal hasta aquel momento no me había dado el presidente, y mis quejas de orden general, por discre-pancia de su política las había ya expresado al renunciar por lo de Field Jurado. Mucha gente se inclinaba a excusar a los vencedores alegando los yerros del delahuertismo y la ineptitud del candidato derrotado, Sr. Flores. Mi caso, en cambio, iba ser notorio. A diario publicaba la prensa adhesio-nes procedentes de todos los rumbos del estado. En cada población se organizaban espontáneamente Comités vasconcelistas y faltaban apenas dos o tres meses para las elecciones. Ni posibilidad material había de que otro candidato ganara la delantera. Con el objeto de hacer palpable esta situación, procuré ganarme a los diarios de la capital. Nada era en el momento más fácil. Recién salido de Educación, todo el mundo reconoce-ría la importancia de la labor allí realizada, y ligado todavía con el gobier-no, nadie me escatimaba el título de educador excelso y jefe de la intelectualidad nacional. La contraorden gubernamental aún no se giraba.

Entre todos los diarios, era El Universal donde contaba yo con más ami-gos, desinteresados todos, como Jacobo Dalevuelta y Vargas de la Maza, dos oaxaqueños llenos de entusiasmo porque a su estado iba persona con letras, después de tanto gobernador palurdo. Desgraciadamente, estos dos periodistas se hicieron callistas, pero recuerdo con agrado los días en que lucharon por los mejores interesas de su patria chica. Lo único que pedí a la prensa es que mandara conmigo enviados y que informaran con exacti-tud sobre el curso de la campaña. Todos los periódicos lo hicieron, pero El Universal se distinguió por el espacio dedicado a las noticias y el calor, la veracidad de la informaciones. La antipatía general contra Calles era tanta que por un momento fui héroe nacional, no sólo local. Se comprendía que mi empresa oaxaqueña era un reto a los poderes dictatoriales que adoptara Obregón y que Calles prometía continuar con mayor precio de sangre: una vaga esperanza iluminaba los ánimos; acaso el gobierno me dejaría triun-far, para no acabar de cubrirse de ignominia. Y entonces mi triunfo en Oaxaca podría ser comienzo de una reconquista de la democracia, hecha

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pedazos en las batallas de Ocotlán y de Veracruz que impusieron al callismo.

Sólo una nube apareció por Oaxaca y al principio pareció insignificante. Un grupo obrero organizado de prisa, por los de Morones, declaró que, aun reconociendo mis meritos, no apoyaba mi candidatura, se declaraba a favor de mi rival que, según decían, estaba más cerca del proletariado.

Era mi rival, un protegido del gobernador en funciones, Ibarra, que cuando supo mi designación de candidato, pretendió retirarse de la lucha y adherírseme. En distintas ocasiones me había visitado para obtener mate-rial escolar para escuelitas pequeñas de la Sierra Juárez, su región. Le decían general, pero él mismo no se tomaba en serio en esa calidad; era, más bien, político regional modesto y bastante sincero. El plan de Ibarra era gobernar a través de él. Este Ibarra, otro indio de la sierra, era político listo que había saltado entre delahuertistas y callistas, resuelto a construir-se en Oaxaca un feudo. El obstáculo para sus ambiciones había sido García Vigil, que contaba con la gente consciente del Estado. Y cuando supo que toda esa gente consciente y patriota me había convencido para que los ayudara, Ibarra exclamó:

—Me han dado montañazo… Es mucho candidato Vasconcelos, para este pobre estado.

Pero el telégrafo directo de la presidencia lo tranquilizó, antes que nadie supo Ibarra en Oaxaca, que yo iba en rebelión con el Centro y, al efecto, empezó a tomar dispositivos.

Aliándose con el grupito obrero de Morones, el gobernador hizo correr la especie de rumor de que ya se preocupaba de reunir fuerzas de policía, porque estaba resuelto a evitar el atentado que, según noticias, se prepara-ba en mi contra el día en que desembarcase en la capital del estado. No había tal atentado sino únicamente intención de amedrentarme. No pasa-ban a creer que yo abandonase las comodidades de mi posición en la metrópoli para ir a recorrer oscuros distritos de un estado que se ha ido quedando atrás en el progreso material de la república. El procedimiento de asaltar, balacear a los candidatos independientes, comenzaba, por otra parte, a ser norma callista. En esa forma habían deshecho unos meses antes al general Flores, y eso que el distinguido militar imponía con su talla vigorosa de ex alijador de Mazatlán y se hacía acompañar de amigos empistolados. No faltó, pues, quien creyese que el anuncio de los desórde-nes que se preparaban en Oaxaca para el día de nuestra recepción, bastaría

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para hacerme desistir del viaje. Llegaron a insinuar algunos que no era ni necesario que visitara el estado porque la campaña podría desarrollarse sin mi presencia, dirigida por mí desde la capital.

Nunca me ha gustado hacer las cosas a medias. Puesto que había acep-tado la aventura, la llevaría adelante y visitaría, no sólo a la capital, tam-bién distritos a donde sólo se puede penetrar a lomo de caballo, por desfiladeros y por veredas.

entrada triunfalNo había que perder tiempo si queríamos aprovechar el entusiasmo que provocó el anuncio de mi aceptación. Antes de que el enemigo, instigado por el Centro, patrocinado por el gobierno local, se organizase, era menes-ter tomar por asalto democrático las poblaciones principales del estado. Y nos dirigimos a la capital. En Puebla se hizo el primer alto, para pasar la noche. Nuestra comitiva era numerosa: la componían casi todos los dipu-tados locales, ex vigilistas, un coronel de fuerzas irregulares del Estado, un líder de ferrocarriles, más los secretarios y los oradores jóvenes, todos del estado. De la estación del ferrocarril se nos llevó al Palacio del Ayunta-miento de Puebla que estaba todavía en manos de concejales cultos y no políticos que obedecen órdenes de un partido sino profesionales, y si mal no recuerdo, me declararon huésped de honor de la ciudad. En la noche, en el hotel, se nos obsequió con un banquete que dio lugar a oratoria entu-siasta pero medida, tranquila. Íbamos a una lucha democrática, no llevá-bamos mala voluntad para nadie. El Estado, en un instante de crisis política, llamaba a uno de sus más preclaros hijos.

No hubo intención de desafío para nadie; tácitamente confiábamos en el honor del gobierno del Centro que no tenía motivo justificado para ponerle bandera negra al candidato popular.

Al día siguiente, travesía calurosa por el cañón de Tomellín; conversa-ciones llanas, cordiales, con aquel grupo de jóvenes políticos que no se habían enriquecido en los cargos públicos, ni habían caído en la moda posterior de ir a pedir a la presidencia un gobernador local, grato al Cen-tro. Elegían ellos mismos a su jefe, poniendo un ejemplo al país, actuando como si la Constitución y las leyes estuviesen realmente vigentes. Apenas cruzamos los límites del estado, empezaron a verse las estaciones llenas de un gentío pintoresco. Manta clara los hombres, y zapato del país, blusa y

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rebozo las mujeres, vítores y flores, y en las explanadas, frente a las esta-ciones, aquel lujo de la cohetería oaxaqueña, discípula de la sevillana, rue-das catarinas y castillos, cohetes de luces, bombas, iluminación profusa.

¿Quién pagaba todo aquello? ¿Quién lo había organizado? El pueblo mismo que es más consciente de lo que se cree y obra por su cuenta, cuan-do está contento. Nosotros viajábamos en el carro ordinario del ferrocarril sin pases de favor, pagando en el camino nuestras comidas.

Según se avanza en el estado, hay no sé que milagro del aire que prime-ro distiende el cuerpo, luego lo penetra a fuerza. La respiración se siente y satisface. La vegetación tupida revela una frondosidad peculiar, variada, casi barroca y robusta de savias, como las catedrales, las torres de la región. perdurable y macizo es el signo de aquellos valles que por algo eligió Her-nán Cortés para su sede.

El hablar de la gente es franco y resonante: se ha quedado atrás ese tono de sordina que en Puebla y en México mismo, tiene el trato. Las palabras fluyen a plena luz, como los panoramas y los sones de la música vernácula. Las ruinas indígenas, semiocultas por Monte Albán y las ruinas de la Colo-nia todavía lucientes en villas y aldeas, dan testimonio de que hubo por allí razas próceres. No es región vacía de la tierra, la que se aborda. Los huertos están tupidos de gruesos mameyes y mangos de soberbios follajes. Los frutos recuerdan la poesía del Ramayana. El parentesco del trópico nos liga con la India a través de los mares y también la experiencia de los viajeros, los guerreros que poblaron la región en la época española, hombres de mundo en su tiempo. La barbarie es en Oaxaca superficial; se rasca un poco y aparece Castilla, en las tradiciones, las costumbres, la sangre de la Colonia. Se ahonda un poco más y se descubre en el indio mixteco, en el indio del Valle, algo de ingenio que levantó los palacios de Mitla, los túmu-los mixtecas, rico en jades corrientes y en joyas sospechosas.

El conjuro de la meditación se apodera de nosotros. Se vuelven irreales las cosas en el velo del crepúsculo. El vagón se ha llenado de gente. Es hora de descender; sucédense los saludos y las presentaciones; afuera, por la avenida que conduce a la ciudad, una multitud grita, se mueve, se regocija. Me toman del brazo, de un lado Genaro Vásquez, del otro el presidente del Comité Local que acaba de improvisarse, el excelente amigo el doctor Emi-lio Álvarez, y nos enfrentamos al pueblo de la capital de Oaxaca. Una sonora aclamación va rodando como ola que busca una playa. En muchas manos hay teas encendidas. Se grita, se pide paso, se abra la muchedumbre

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que, en seguida, se va cerrando por detrás, sumándose a un largo, innume-rable desfile. A paso de marcha avanzamos. Desde las primeras casas vemos gente en los balcones. Muchas puertas están iluminadas; de no pocas rejas cuelgan guirnaldas de laurel y rosas. Los que están asomados aplauden. Cuando desembocamos a la plaza principal, un gran clamor llena los ámbitos; no hay espacio libre. ¿En dónde estaban los enemigos que habrían de asaltarnos, habrían de dispersar a nuestros partidarios? Desfilaríamos por enfrente a Palacio. Alguien simuló golpe de tambores a retaguardia; en tramos en formación de veinte o treinta, lo que daba la calle. En el Palacio de Gobierno había luz y en la puerta los centinelas de reglamento. De pronto, una sorpresa: el gobernador Ibarra salió al balcón central con media docena de ayudantes, se quedó viendo el desfile, sonrió y aplaudió. Nos cruzamos saludos y vitoreó todo el pueblo. A la izquierda, al costado de la catedral, estaba la casa de dos pisos del doctor Emilio Álva-rez. En la azotea un gran retrato y un letrero la indicaban como el Centro Vasconcelista. Desde el balcón de esa casa tuve que hablar. Di la enhora-buena al pueblo de Oaxaca porque se sacudía influencias extrañas y se daba a sí mismo gobierno. Ya era tiempo, añadí, de que los militares se dedicasen a la milicia y que el gobierno recayese en los hombres de letras. Acusaban al intelectual de indecisión: allí estaba yo para sumarme a la voluntad de los oaxaqueños. No sé bien si esto es lo que dije o lo que debí decir; todo ello se me ha vuelto un sueño que no me importa rectificar: el que quiera hacerlo hallará los datos auténticos en la prensa de la época, por ejemplo, en El Universal de aquellas fechas que finalmente transcribía cuan-to le mandaban los corresponsales. No se hallarán discrepancias de hecho entre lo que allí consta y mi relato. El recuerdo no deforma ni falsifica; si es sincero, conforma y purifica, selecciona la memoria, olvidando lo tri-vial, exaltando la esencia.

Mi discurso, dicho con la voz apagada que me es habitual, se escuchó apenas y fue superado por los oradores locales que me precedieron y me siguieron. Maqueo Castellanos habló bien, con voz clara y vigorosa y así también algunos jóvenes cuyos nombres mucho lamento no tener a mano. Entre todos dieron a conocer al pueblo la promesa de que saldrían nuestros colaboradores del Instituto de Ciencias, no del cuartel, ni de la mafia polí-tica. En los salones del partido cualquiera pudo ver que no nos rodeaban los señoritos de la ciudad, pobre castigada provincia que ya ni tiene seño-ritos, sino el carpintero, el herrero, el pequeño mercader y el pueblo de

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toda denominación, vivaz y contento de la inesperada ocasión democráti-ca, después de la macabra serie de los gobernadores que llegan acompaña-dos de ametralladoras.

Esa misma noche, desde el balcón y ante la multitud que no se disper-saba, se leyeron mensajes de adhesión, de congratulación de la mayoría de los distritos. La ciudad entera se regocijó. Parecía no haber contrincante. El alto comercio anunció para fecha próxima un banquete de agasajo. Los militares de la guarnición, repartidos entre el pueblo, compartían su satis-facción. Un grupo de oficiales me pasó un saludo. No está el mal en la oficialidad, a menudo más culta que sus jefes. El mal esta en los jefes. Pero aquella noche, también el cuartel estuvo con nosotros. Y la ciudad creyó que tanta sangre derramada en una revolución que ya entonces parecía no acabar nunca, iba, por fin, a dar frutos… ¡La democracia era un hecho en nuestro suelo…!

No contábamos con Obregón.Su voluntad se movía en secreto. Y era el gobernador Ibarra su instru-

mento. Tan cordial se había mostrado Ibarra al principio, que, al otro día de la recepción, mi primera visita fue para él. Con toda formalidad me recibió en Palacio y me conversó afablemente. Las órdenes que más tarde llegaron, en seguida se hicieron sentir. El banquete que preparaba la Cáma-ra de Comercio, se aplazó de pronto. Y los rumores comenzaron a ensom-brecer los ánimos. Inesperadamente, una mañana un grupo de dos o trescientos desocupados, se organizó en porra que, capitaneada por uno de los diputados de Ibarra, asaltó nuestras oficinas. No pudo penetrar en ellas porque siempre había allí buen número de voluntarios de todas las clases sociales, pero nos apedrearon, nos injuriaron desde el arroyo. Tranquila-mente los vimos desfilar y los contamos, desde los balcones en que resisti-mos una que otra pedrada, sin contestarla. Entretanto, nuestros amigos trabajan con destreza. Los dueños de los puestos del mercado fueron con-quistados fácilmente. Las mujeres del pueblo colaboraron con las damas. Toda la ciudad, en unión compacta, parecía decidida a hacerse respetar. Y previendo que la intriga se desarrollaría en los distritos, decidí apresurar la visita a la Mixteca. Me acompañaron a esa gira los candidatos a diputados locales, cuyos amigos dispusieron recepciones, crearon clubes, ganaron voluntades. Divididas las poblaciones en feudos sangrientos, basta con que uno cuente con cierto grupo, para que los del bando contrario se declaren enemigos. Sin embargo, era a tal punto desconocido mi rival, que fácil-

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mente nos impusimos, recorriendo los diversos lugares bajo arcos de papel y cohetes, acogidos con discursos y vítores. Para todo esto fue necesario consumar largas caminatas por la serranía, por desiertos senderos y terri-torios en que el pedregal vence las mismas bestias. Viven las escasas aldeas del rumbo en desolada pobreza. Siembras reducidas de maíz y de trigo animan un tanto los valles; unos cuantos borregos son el tesoro de los ran-chos y uno que otro indio sin más aliado que el burro de carga escuálido, transita por la soledad de una tierra infecunda. Y con todo esto, tan vigo-rosa fue la creación de los siglos coloniales, que en todo lugar donde brota el agua, donde el valle rinde algún fruto, las aldeas se levantan bien cons-truidas de material perdurable y dotadas de comodidad.

Uno de mis partidarios, D. Antolín Jiménez, montaba a mi lado; me enseñaba la comarca; luego nos hospedó en su casa. Nunca pude corres-ponderle sus atenciones. A tantos otros debí la fe en una empresa noble, el

Reloj del centro de Tlaxiaco, Oaxaca. (Fuente: revista Acervos.)

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sueño de una Oaxaca civilizada, rehabilitada. Y no por mí, por todos ellos que sólo aguardaban un gobierno que no estorbase, que no saquease, para ponerse a desarrollar todo género de recursos. De muchos ni los nombres recuerdo. Con los años se van los patronímicos y esto me apena en el caso de los amigos. En cuanto a los otros, es divertido, pero así me acaece. No recuerdo, por ejemplo, el nombre de mi rival en aquella elección: sincera-mente no sabría decir si se llamaba Teodoro Hernández o Pánfilo Gutiérrez. Ni en Oaxaca nadie lo recuerda seguramente, pues al año lo echaron fuera para poner en su sitio a un malvado. Lo llamaremos en el relato, D. Teodoro. Tampoco recuerdo el nombre cabal del que más tarde me opusieron de candidato de paja, en las elecciones presidenciales. Si uno lo veía, decía:

—He aquí al Prieto Ortiz:Pero oficialmente lo apodaban Ortiz Rubio, acaso por ironía.La razón de todas estas reflexiones es que mientras las hago, he querido

rememorar el nombre de aquel muchacho talentoso y noble, candidato a diputado por Teposcolula, orador bravo y buen caballista, que hizo a mi lado todas las jornadas; después no se conformó con la derrota injusta; siguió incitando a la oposición hasta que lo asesinaron los polizontes del gobierno en oscura emboscada. Así cada uno de los que me ayudaron, la flor y nata del oaxaqueñismo del momento, cayó en la sombra, en el olvido y en la impotencia, a excepción de los que traicionaron y por su traición quedaron dueños de la ínsula que ya no sabe rebelarse contra sus opresores.

azoteas árabesSegún se penetra en la meseta tlaxiaqueña, el panorama se torna espacioso y despejado; aumentan las siembras y mejora notablemente la construcción en las aldeas y los cascos de las haciendas. Frondosas arboledas dibujan sobre el llano el curso de ríos y arroyos que cantan por las quebradas. Sobre la tierra colorada, pone su mancha verde el zacate. Y el camino se ensancha. A pocas leguas de la ciudad cabecera del distrito, se nos presen-tó en briosas cabalgaduras, numerosa comisión de vecinos prominentes. El ranchero, el pequeño comerciante, el profesional, se habían juntado para recibir al candidato y también al mediocoterráneo, el vástago del doctor Calderón que tan buena fama dejara en Tlaxiaco por los días de la guerra contra el Imperio. La emoción de conocer el pueblo en que mi madre había

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pasado los primeros años de su juventud, me ablandaba el ánimo. Algo familiar me salía al paso de la tierra y de los árboles y también del habla cordial de las gentes que trotaban, galopaban a mi lado y me ofrecían el pan y la sal de la hospitalidad. Unos parientes de mi esposa, según me anunciaron, estaban encargados de alojarme. La familia de Adelita, la madrastra de mi madre me ofrecía en su casa un baile. Comunicando de esta suerte, noticias gratas, trotaba a mi derecha un caballero cincuentón un poco grueso, burgués laborioso y deferente. Era el dueño, me dijo, del rancho que había sido de mi abuelo, en las afueras de Tlaxiaco y lo ponía a mi disposición. Si yo quería pasar allí unas semanas de descanso, no tenía más que avisarle.

—Encontrará usted en Tlaxiaco —añadió— gente que todavía recuer-da a su madre. Y como es natural, toda la ciudad está con usted, espera mucho de usted; aquí conocemos su obra de educación. A su rival lo igno-ramos de todo a todo.

Conforme entrábamos por los ranchos se nos juntaban los de a caballo. Y si al principio éramos cuarenta, al entrar por las afueras del pueblo, ya formábamos columna de dos a trescientos. Es Tlaxiaco una ciudad colonial bien construida. Fue en tiempo de los españoles centro industrial y agríco-la de importancia. Quedan por allí los restos de una ferrería. Y las casas que aún están en pie, denuncian una prosperidad considerable. Las calles son anchas a estilo de Oaxaca; de un solo piso en su mayoría las casas, pero construidas de material con patios embaldosados, alcobas y salas espaciosas, zaguanes anchos y techos de azotea. Y allí estaba toda la pobla-ción en las aceras y detrás de las rejas de fierro de las ventanas y en el pretil de las azoteas. Fisonomía árabe posee la ciudad aún por su población mes-tiza. Sin embargo, es culta, pues cuenta con escuelas desde los tiempos de la Colonia y algo le queda del viejo orgullo. A nuestro paso hendían el aire las serpentinas, llovía el confeti, aclamaban los pechos varoniles y aplau-dían las mujeres, alborotaban los niños. A pleno sol repicaban las campa-nas el anhelo de tiempos mejores para aquel rincón olvidado de la patria.

En la plaza, frente a la parroquia, se habían instalado las oficinas del partido nuestro. Se nos mostraron las listas de ciudadanos y sus adhesio-nes. Un cómputo de las aldeas del distrito comprobaba la segura plurali-dad de nuestros afiliados. El sistema de reclutar indios analfabetos o trabajadores forzados del campo, para hacerlos desfilar como supuestos partidarios del candidato oficial, no se había practicado aún en Oaxaca.

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Todo el mundo daba por hecho que en la Mixteca era indiscutible nuestro triunfo. Faltaban dos meses para las elecciones y el partido contrario no tenía representación ni simpatizadores resueltos en la comarca.

Templo principal de Tlaxiaco. (Fuente: revista Acervos.)

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Apenas concluyó la comida logré desprenderme un poco de los amigos y escapé rumbo a la parroquia. Eran como las cinco de la tarde y la sencilla torre esbelta escalaba un cielo azul límpido. Nubes blancas a distancia parecían el decorado de alguno de los primitivos de la escuela italiana. La fachada barroca discreta, blanqueada, infunde reposo. Adentro la nave espaciosa, tranquila, llena de paz. Gran emoción me dobló sobre una de las bancas desiertas. Un gran vacío como el de la nave desnuda se me abrió dentro del alma. Y revivió el fantasma de la joven pálida, un poco rubia, delgada y pensativa que en aquella misma nave soñó y rezó sin sospechar la angustia del que vendría cuarenta años después o poco más a buscar la huella de su ser, a preguntarle al misterio por ella.

¡Qué importaba toda la pompa y vanagloria de lo de afuera! El alma, sin saberlo y como por sugestión de sonámbulo, estaba allí en demanda de un contacto. Y aquellas paredes mudas no expresaban otro mensaje que la tristeza de las generaciones que se suceden, desgarrándose, desatadas unas de otras por el olvido y la muerte, hasta el punto en que ya ni la muerte ni el olvido importan. Cansada de sus interrogaciones, torna la conciencia a su propia tarea cotidiana...

Los parientes de mi esposa me obsequiaron una cena espléndida.A las diez dio comienzo el baile en la casa de los Gómez, los parientes

de Adelita, la segunda esposa de mi abuelo. Dos o tres salas espaciosas y el patio engalanado, contenían invitados de la crema pueblerina. Señoras de ojos negros y tez delicada, maneras suaves; jovencitas radiantes, varones de traje negro, música sentimental, murmullos de general contento y una buena desvelada que me acabó de magullar el cuerpo maltratado de largas jornadas a caballo. En la conversación uno de los del Comité informó que al día siguiente me tocaba desayunar en la casa de unas señoritas viejas que… “fueron amigas de su mamá y pidieron el honor de recibirlo siquiera unas horas en privado”.

Vidas fósilesEn punto de las nueve me presenté frente al zaguán de las señoritas X

(el nombre se me ha olvidado); las llamaré con uno de los apellidos que escuchaba en mi infancia: las Fagoaga. Eran tres viejecita arrugadas y blan-cas, tipo seco de criollas en decadencia: últimos restos de la generación de sangre española que creó la ciudad. En medio de la actual población mes-tiza, aquellas supervivientes vivían inexpresada, incomprendida tragedia. Con grandes muestras de afecto me condujeron al salón principal. Me

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mostraron un ajuar estilo dieciocho, de peluche rojo descolorido y talla negra ondulada.

—Mira: este ajuar era de la sala de tu mamá. Nos lo vendió el doctor Calderón cuando salieron todos del pueblo… Siéntate, siéntate en él, toda-vía está resistente. Hubieras visto a tu mamá, vestida de gro negro con abalorios y un collarcito de perlas en su cuello blanco. ¿Cuánto tiempo hace de esto Fulana? Anoche nos estuvimos acordando… A ver, tú, míralo, sí, se parece a Carmita, se parece en los ojos melancólicos; pero no me creas, era alegre Carmita. ¡Quién nos iba a decir!... Murió muy joven ¿ver-dad? ¿Y ahora tú vas a ser el gobernador?

Y empezaron a contarme un sinfín de dificultades que las agobiaban. Vivían de un comercio y unas pequeñas tierras, pero los caciques locales estaban siempre al acecho, los impuestos las arruinaban… como no tenían hombre en la casa, se hallaban a merced de todo mundo…

—Pero, ven; como no dispones de mucho tiempo, te mostraremos la casa y en seguida pasaremos al chocolate.

Ocupaba la casa toda una manzana; en una esquina exterior estaba la tienda, pobre expendio de comestibles; una hilera de habitaciones daba a la calle; en el patio árboles y macetas demostraban abandono. Al fondo del patio un corredor conducía a la capilla.

—No salimos nunca de casa —explicaron— porque el padre nos reza aquí la misa todos los domingos.

Al lado de la capilla, por un traspatio de yerba crecida, estaba, cosa extraordinaria, un cementerio privado. Túmulos a la italiana, sobre el muro de mampostería, guardaban los restos de abuelos, padres, tíos y tías. Pagan-do sumas desproporcionadas habían logrado eludir la ley de secularización y enterraban a sus muertos en propia heredad, estilo feudal. Pasmado seguí a las ancianitas que caminaban de prisa, menudas y conversadoras. Un huer-to descuidado ocupaba extensión considerable, cercado de mampostería.

En la mesa del comedor hallamos piña rebanada riquísima que al clima frío de Tlaxiaco llega de por la costa del Pacífico; unas criadas indígenas presurosas y torpes, sirvieron chocolate, panes azucarados; el mantel era fino, la cristalería sólida; pero, el pero era uno de los motivos, o bien, el efecto de toda una decadencia: en un lindo frasco de vidrio, había mezcal. Y comenzó el obsequio con una copita de blanco y áspero aguardiente. Antes del chocolate fue necesario beber copita tras copita; después de la piña, volvió a servirse el mezcal. Y advertí que las viejecitas lo bebían con

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gusto. Un leve mareo alcohólico acentuó la tristeza, la ternura de aquel convite lleno de recuerdos… Y no era sólo el paso y desaparición de mi madre lo que me dolía; también la suerte de aquellas viejecitas, despojo de una generación agotada por su propio esfuerzo creador, y, al fin, vencida por el medio inclemente, absorbida por razas notoriamente inferiores, pero numerosas y adaptables al ambiente escaso. Todo el drama de la derrota del blanco de raza española, sustituido gradualmente por el mestizo, ame-nazado por el retorno de lo indígena, con mezcal como disolvente, se me apareció de bulto. Ingiriendo su fuego malévolo las viejecitas olvidaban sus penas que eran como el ocaso de toda una estirpe.

Sacudí la modorra del espantoso brebaje que una ironía macabra suele llamar vino, infamando al vino de uva y me despedí de aquella casa cementerio.

Siguió una excursión a caballo por la ciudad y sus afueras. Los carruajes eran escasos y daban tumbos por empedrados que hace medio siglo nadie repone.

—No dejes de ir a ese paseo— me habían dicho las viejitas—; pasarás bajo los álamos que le gustaban a tu mamá, que era muy soñadora.

Me apuntaron mis acompañantes, desde una bocacalle, la hermosa arboleda que sigue siendo el lugar favorito de distracción, pero no quise llegar a ella en compañía de desconocidos. Por allí se quedó intacto para mí uno de los sitios en que ella se solazó. Uno de la comisión de vecinos dijo, apuntando una fronda distante.

—Aquel es el rancho que era de ustedes, el rancho de los Calderón… se llama así todavía.

—Ya lo puse a las órdenes del señor… —explicó a mi lado el caballero de la víspera.

—Si me quedo de gobernador, se lo compro, al precio que quiera —expresé— ¿queda entendido?

—Se lo doy a precio equitativo; no produce gran cosa, pero es una boni-ta propiedad y para usted… tiene un gran mérito...

Ni vendedor ni comprador sabíamos que no era mi destino quedarme a descansar en alguno de los rincones de la patria.

Próxima, imponente se alza la cordillera de azul oscuro, cubierta de selva en los planos bajos, bruñida en los lomos y en los riscos. Emprender el viaje a caballo con rumbo de la costa se me hacía una tentación urgente. Me hablaban de garzas azules y de leopardos lustrosos. Lianas como ser-

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pientes y árboles copudos, gigantescos, frutos raros y follajes. Con qué gusto mandaría a paseo la política para vivir un año o dos en la selva. Pero ¿quién sabe? Acaso iba a ser más fecundo entrar a la selva, con todo y polí-tica. Abriendo brechas para el ferrocarril y los cultivos: empresas de gober-nante que engendra la prosperidad. Además, no me tocaba a mí desanimar a aquellas buenas gentes. Dirían más tarde que yo era un escéptico o bien un poeta malogrado que andaba haciendo caricatura de político.

Les prometía hacer de inmediato la carretera de autos para Oaxaca, si triunfábamos y, en seguida, la de la costa. Y surgió la visión de ranchos y aldeas flamantes por la zona de milagro que no hemos sabido aprovechar.

Toda la luna de miel tlaxiaquense vínose abajo con un telegrama de mi comité oaxaqueño que me urgía el regreso. Las cosas se habían puesto color de hormiga en la capital y ya comenzaban los atentados gubernamen-tales en los distritos. Acaso mi presencia podría calmar la agitación. Salí de Tlaxiaco de madrugada. En la intersección del camino de Tamazulapan se me unió mi cuñado Ismael, muy bien montado en fino caballo.

—Es menester —le rogué— que hoy mismo lleguemos al Parián. Si no alcanzamos el tren de la tarde, dormiremos allí para llegar mañana a Oaxa-ca sin falta.

La jornada resultaba durísima y no la hubiera vencido sin la compañía de mi cuñado. Recuerdo un ancho valle donde apeamos unos minutos; un sol glorioso iluminaba los trigales. Ajustó Ismael las cinchas de mi caballo. El vapor de la atmósfera creaba estremecimientos luminosos en la distan-cia. Y en el confín la amenaza y la magnificencia de las cordilleras inhuma-nas, inútiles para el provecho material pero estimulantes de la ambición más alta.

En la estación de comida que fue Teposcolula, se me rebeló el joven Pardo (?), candidato que nos saludó pero se negó a acompañarnos. Debía quedarse aún en el pueblo a ver a unos amigos; además ¿qué íbamos a hacer a las tres de la tarde, por aquellos caminos pedregosos que ya cono-cía y con amenazas de tormenta que ya tronaba en el horizonte? ¡ni en toda la noche llegaríamos al Parián. Los ríos se crecían con la lluvia, y se hacían invadeables. No encontraríamos albergue; las mismas bestias se negarían a marchar bajo el aguacero…!

De haber consultado a mi cuerpo, no insisto; me dolían, no sólo las carnes, también los huesos. Y nunca he presumido de jinete pero sí presu-mo de llegar a donde pocos. Me dominaba la urgencia de estar en Oaxaca

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y era forzoso adelantar en el camino. Además la idea de pasar tarde y noche en aquel sombrío hospedaje de Teposcolula, pueblo adusto, silencio-so, tenebroso casi, era como para desafiar chubascos y abismos.

—No le obligo a que me siga —respondí— me acompañará Ismael con su criado y el mío. Pasado mañana nos veremos en Oaxaca.

Y diciendo y ensillando, partimos. El camino se abre, a la salida del pueblo, ancho y engañoso; apenas tuerce y se estrecha y más allá no tiene nombre; atraviesa determinada zona de mal país en que el caballo vacila y pulsa con la pezuña antes de aventurar el paso, y cuando lo da, las patas traseras resbalan sacando chispas las herraduras. Encima comenzó a azo-tar el aguacero con gotas de a moneda de un peso. Las mangas de hule protegen un tanto los hombros pero entra agua por las rodillas, por los tobillos; el viento arrebata las puntas de la ropa, vuelve ciegos a los caballos que se detienen. Vamos sentados casi en el agua porque se ha filtrado en la montura. Lentamente con paciencia, con heroísmo, se vence una legua, se avanza otra. En la falda de un cerro hay un caserío. Todas las puertas están cerradas, se ve todo abandonado, como si acabara de arrasar el temporal. Gruesos chorros salen de las grietas de los montes y se precipitan a la barranca. Por instantes, el vértigo de los desfiladeros suscita la imagen de poblaciones arrebatadas por las corrientes. Nuestro propio caballo parece vacilar, como si ya fuese a juntarse con los remolinos de la catástrofe. Pero todo es fantasía de viajero novato. A mi lado Ismael marcha tranquilo.

Vista de la estación de Tomellín, Oaxaca. (Los días del vapor, 1994.)

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—Qué modo de llover el de estos malditos lugares —comenta y sigue adelante.

Un indito con su burro es todo lo que encontramos en largas horas de travesía.

Y empezó a entrar la noche. Sobre la vereda topamos con un caballo ensillado sin jinete. Adelantó Ismael buscando al dueño. Por abajo, en la sombra, no se advertía ningún bulto. Preguntó Ismael imperiosamente.

—¿Quién anda por allí?No hubo respuesta. Uno de los mozos dio, por fin, con un sujeto vestido

de manta, echado al pie de un árbol; la fiebre le sacudía las quijadas, le impedía casi hablar… Era desertor de las tropas de Almazán que acaba de recibir órdenes de retirarse del estado; le dimos aguardiente; afirmó que no quería ayuda, que pronto reanudaría la marcha.

—Éste amanece allí muerto —aseguró Ismael—, porque trae fiebre de las malas, fiebres de tierra caliente.

La noticia que me habían comunicado de Oaxaca era, en efecto, el cam-bio del jefe de las armas. En vez de Almazán, amigo personal, y en vez de sus oficiales, humanos, corteses, llegaría a Oaxaca tropa insolente que no responde al saludo de la población civil ni reconoce otra ley que la “orden superior”, por lo común orden de asesinar.

Por lo pronto, la fatiga me doblegaba a tal punto que me entró antojo de echarme a morir al lado del soldado enfermo. La ruta que seguíamos daba la impresión de no ir a ninguna parte. Se había suspendido la lluvia pero estaba oscura la noche, de no verse los dedos frente a la cara. El instinto de las cabalgaduras nos guiaba. Y se subía y se bajaba, interminablemente y despacio; ni siquiera un llano donde correr; todo era encerrado, penoso, tétrico.

Se oyó poco después, en la profundidad sombría, un gran ruido como de cañoneo.

—¿Y eso?—Es el río que viene crecido —explicó Ismael. Y añadió:—Ahora falta que no lo podamos pasar; en ese caso no habrá más reme-

dio que acampar unas horas; haremos lumbre y en la madrugada ya habrá bajado la avenida.

Descendimos al fondo de la cañada; a orillas de la corriente, unos pas-tores tenían prendida unas hogueras. No los abordamos; seguimos la vere-da rumbo al vado. Intentaríamos primero el paso.

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Echando mano a su reata, Ismael lazó por la cintura a su mozo, que espoleando el caballo se metió en la corriente. Si el caballo rodaba entre las peñas, el jinete, sostenido por el lazo, ganaría a nado la ribera. Llegó el agua a la panza del caballo nada más, de suerte que lo seguimos, primero yo, detrás Ismael que me cuidaba la espalda; por último mi mozo. No se si lo que cruzamos era afluente del río del Parián o el río mismo. Una hora más trotamos, galopamos y antes de las diez nos alojamos en el Parián, en la tienda y casa de unos españoles que obsequiaron cognac y cena. Bebí un poco, no comí nada y me eché en la cama, tieso y adolorido. Al día siguien-te el vagón de un convoy de carga nos pareció cómodo, nos dejó en Oaxaca a buena hora de la mañana.

La capital del estado estaba dominada por el terror que ocasiona el arri-bo de un nuevo jefe de las armas. Cada uno trae su propio clan de oficiales. Todos los de Almazán, amigos nuestros, habían partido. Y los nuevos no tardaron en demostrar sus instrucciones hostiles. Extrayendo elementos del más bajo populacho, los agentes del gobierno local habían organizado porras que recorrían la ciudad gritando mueras contra mi persona y ame-nazando a mis partidarios. Cada vez que éstos intentaban defenderse, sur-gía la escolta, lista a preservar el orden; en realidad encargada de proteger a los que nos molestaban. Circuló rápidamente por la ciudad y por el esta-do la versión exacta: en el Centro habían removido a Almazán porque lo consideraban inclinado a favor nuestro. En su lugar mandaban a un jefe reconocido como incondicional de Obregón, miembro del grupo sonoren-se que imperaba entonces. En las oficinas de nuestro partido siguió la actividad pero pronto se supo que, aun en aquellos distritos que un mes antes de las elecciones no tenían otro candidato a diputado que el nuestro, súbitamente se habían creado candidaturas hostiles. El periódico local que nos apoyaba con decisión, de pronto dio un cambio de frente. El jefe de mi partido me enteraba hora por hora de la situación cambiante. En general, se mantenían firmes los nuestros, pero la maquinaria oficial empezó a descararse. Mi rival, que se había mantenido en la apatía más completa, comenzó a pasearse por la ciudad y empezó a hablar en privado. Jamás dirigió al pueblo un discurso, pero a sus amigos les dijo esto que bastó para derrotarme:

El licenciado es mucho candidato para Oaxaca; el licenciado bebe cham-paña; yo bebo mezcalito, yo debo ser el gobernador…

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En realidad el pobre sujeto no hizo nada, ni tenía que hacer; el gober-nador en funciones, de quien era protegido y el jefe de las armas, lo hicie-ron todo. Es decir crearon candidatos, corrieron la voz de que mi candidatura era contraria al Centro, impusieron el terror en los distritos. Ya dije que no recuerdo cómo se llamaba mi rival, ni lo recuerda ya nadie en Oaxaca. Duró apenas un año en el gobierno, que obtuvo robando el sufragio. Luego lo destituyeron por orden del Centro. Lo aprovecharon en contra mía y en seguida lo liquidaron. Entiendo que era general, pero de esos oscuros de la sierra, que no usaba uniforme ni tenía mando de tropas. Gozaba reputa-ción de honesto y benévolo y él mismo no atinaba a darse cuenta de las causas de la popularidad que le inventaban. Era oriundo de la Sierra Juá-rez, pero yo contaba con la adhesión de uno de los generales más influyen-tes de la sierra, nativo también de la región. En compañía de ese general y del diputado Vázquez, visitamos Etla, a la entrada de la Sierra y se nos recibió bien. Allí convenimos en que el general en cuestión haría por mí la gira prolongada por las aldeas serranas, mientras yo me dirigía por ferro-carril a Tehuantepec. Faltaba un mes y medio para la elección; el voto del Istmo era importante. Una recepción unánime como la de la Mixteca, me esperaba por allá, porque previamente les había dado escuelas y tenía allí amigos, en tanto que mi rival jamás había visitado la comarca. Con dos o tres amigos, vía Tehuacán y Córdoba llegué a Santa Lucrecia y Tehuante-pec. El pueblo del Istmo es valiente. En la época del general Díaz su con-tingente al ejército era decisivo. Nadie se dejó asustar en Tehuantepec por los rumores adversos. Me recibió la multitud en la estación, me llevó a la plaza para el mitin de costumbre. Por la noche y en la mañana siguiente, hablé con todas las personas de influencia en el lugar. Ni los del gobierno negaron que en el Istmo obtuve una mayoría completa en las elecciones. Para no dejar huecos ni omisiones, visité a Salina Cruz. Celebramos allí un mitin en un local al aire libre. Las organizaciones obreras del puerto asis-tieron al mitin, aplaudieron nuestros discursos; después, en conversación privada, los líderes me dijeron:

—Se nos ha dado orden por la crom de México de oponernos a su can-didatura, pero no lo haremos como organización; dejaremos en libertad a los asociados para que voten como gusten, de suerte que puede usted con-tar con la mayoría de nosotros.

Y nunca olvidaré la recepción que nos tributaron en Juchitán, ese pue-blo hermoso y fuerte, no obstante el abandono en que ha vivido. Las muje-

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res que son por allá las que mandan, tomaron a su cargo, lo mismo la creación de los clubes, que las fiestas de la recepción del candidato. Una multitud pintoresca por los bellos trajes femeninos en rojo y amarillo y tocas blancas, me escoltó desde la estación a la casa de un médico distin-guido donde se nos sirvió el desayuno con lujo de frutas y buen chocolate. La ciudad estaba dividida en dos bandos enconados, pero no por causa de

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la candidatura gubernamental, sino por viejas querellas locales. Siempre hay allí los azules y los verdes, según los intereses de familias dominantes de caciques. Y como los dos bandos apoyaban nuestro movimiento, preten-dí consumar un ensayo de conciliación. Pedí que al mitin de la plaza fue-sen todos sin distinción. Pero al llegar al tablado hallé al público partido en dos secciones calle por medio, mirándose unos y otros rencorosamente. Entonces y quizás por primera vez en toda la gira, me salió un buen dis-curso, sentido y vigoroso.

Pues les dije la pena que me causaba ver a dos grupos de hombres igual-mente valientes, igualmente patriotas, gastando en internos rencores una pasión que debía emplearse en mejorar las condiciones locales deplorables. No hacía muchos días que se habían cometido asesinatos de uno y otro lado y los ánimos estaban, como al principio, como para que volvieran a balacearse allí mismo, sin atender a que yo quedase en medio.

—Todos estos hombres vigorosos y bravos que mueren oscuramente, los necesita la patria para su defensa contra el extranjero —les dije. Y les pedí que depusieran sus odios, les prometí un gobierno para todos y una era de justicia y de trabajo. No obstante la reserva propia de nuestra raza, creí advertir que aquellos hombres se conmovían. Lo que me consta es que me dispensaron atenciones y afectos. Y no faltó el borrachín que pagado por alguna autoridad, pretendió introducir el desorden lanzando un viva a mi contrario, pero nadie le hizo caso; se caía de beodo…

Esa noche hubo en la casa del doctor un baile lucido del que sólo se puede formar idea quien conozca la gracia, la elasticidad y belleza, el atrac-tivo singular de las mujeres del Istmo que, acaso por la mezcla de sangres, constituyen ejemplares notables de femenina plasticidad.

Existe en el Istmo, como en tantos otros lugares de México, material humano para hacer un gran pueblo. Y lo que ha hecho falta es jefes dignos de la empresa. Cada vez que uno aparece, cuyos antecedentes prometen algo, todo se conjura contra de él. Así me ocurrió a mí desde aquellos días.

Regresé a Oaxaca, a presenciar en la impotencia, el fraude acompañado de la violencia y el cinismo. Ni se ocupó el gobierno de hacer elecciones; faltaron casillas, faltaron boletas, faltaron votantes, porque se les amenazó, se les asustó. Y aún así; con los pocos que acudieron hubiera bastado para asegurarnos un triunfo legítimo: pero nunca ni se consuma el recuento en estos regímenes nuestros de fuerza descarada; el partido oficial acarrea con las ánforas y ni siquiera se molesta en abrirlas. Los cómputos se inventan

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en la oficina gubernamental y se dan al público, que agacha la cabeza y se conforma. En aquel caso yo también recomendé calma porque no era cuer-do exigir la rebelión del estado contra todo el poder del Centro.

—Lo que buscamos —les dije con toda franqueza— es exhibir al gobierno del Centro, demostrarle a la nación que no sólo en el caso de la presidencia de la república, también en la elección de los gobernadores, de sus diputados, es el caudillo militar, el gran elector.

Tenía por entonces su importancia este aserto porque estaba latente la protesta del general Flores derrotado a la mala en las elecciones presiden-ciales, Y de haberse levantado en armas Flores, seguramente en Oaxaca lo habríamos secundado.

En todo caso, se consiguió convencer a la república de que en Oaxaca se había cometido imposición manifiesta. Para ello nos ayudó la prensa de todos los colores, con El Universal a la cabeza. Las noticias fieles que se publi-caron acerca de recepciones y mítines a nuestro favor y la oscura inactivi-dad de mi contrario bastaron para convencer a todos. Y eso era lo que buscábamos.

Eso sí: como de costumbre a los pocos días de nuestro fracaso, los mis-mos diarios que me habían alentado y habían comprobado la ilegitimidad de la derrota, en vez de insistir en su repulsa a los violadores de la voluntad pública, abrieron campaña para declarar que había hecho yo mal en lan-zarme de candidato; que si no sabía ya cuál era la realidad de nuestra polí-tica, etc. Lo mío había sido un error, expresaban; y a sonreírle a los vencedores, a seguir proclamando el patriotismo, la firmeza del gobierno.

Quedaba el recurso legal de la apelación ante el Senado. Se habían cons-tituido dos legislatura; la de mis candidatos y la improvisada por mis ene-migos. La elección de gobernador, o, por lo menos, la declaratoria de esa elección, dependía de cuál fuese la legislatura reconocida por el gobierno central. En gobernación estaba aquel licenciado Colunga, cuyo huésped fui en Guanajuato. Lo visité por cumplir hasta el fin con el mandato de mis partidarios. Me habló en forma evasiva; todo dependía del presidente, verían. En el Senado mismo, algunos de los que me habían acompañado en la gira oaxaqueña, flaquearon; les resultaba muy duro perder su porve-nir político enemistándose con el Centro; prefirieron sacrificarme. Adivi-nándolos, ni los visité para pedirles justicia. Y en la Cámara de Diputados sucedió algo peor y que sentó precedente de indignidad y de desprecio de la soberanía local. Puede quien quiera ratificarme con los diarios de aque-

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llas fechas. La diputación oaxaqueña, en vez de defender el voto de sus coterráneos, declaró “que los destinos de Oaxaca estaban en manos del general Obregón”…

El general Obregón, que acababa de declarar que era genial mi obra educativa, decidió que a Oaxaca la gobernase un pobre sujeto que antes del año se retiró él mismo abrumado por la responsabilidad que el azar le echara encima. En privado se dijo que el general Obregón opinaba que yo era mucho para Oaxaca… Yo era un águila, afirmó, y Oaxaca me iba a resultar una jaula…

Necesitaba yo más espacio para mis aptitudes. A los pocos días, amigos comunes sugirieron que si yo pasaba por Relaciones, a platicar con el ministro, seguramente allí encontraría una buena comisión en Europa. Al mismo tiempo, en artículos pagados a la prensa diaria, la Secretaría de Educación, a cargo del doctor Gastéllum, inició esa campaña que después se ha hecho la verdad oficial, a saber; que mi obra educativa había sido prácticamente nula y que lo bueno de ella se debió al general Obregón… y en adelante, a cada escuela que repintaban, le ponían el nombre de Escuela Álvaro Obregón.

Consecuentemente con el cambio oficial, toda la opinión empezó a rec-tificar acerca de mi persona y acerca de mi obra. En adelante, ya ni mis amigos pudieron escribir un artículo en que se me mencionara, sin antepo-ner las palabras rituales: “pese a sus errores”, etcétera, etc… ¿Cuáles eran esos errores? Nadie lo decía. Según no pocos necios, el error capital de mi gestión fue editar los clásicos. Para mí, es ése uno de los mayores orgullos, pero lo que todo el mundo sabía y todo el mundo callaba, es que mi error había consistido en no mostrarme dócil a la voluntad imperante. Bajo los despotismos, la rebelión, en cualquiera de sus formas, es el máximo peca-do. La lesa majestad, tal era el error que me convertía en uno de los into-cables de la India, un apestado de nuestra política.

[…] Y por fortuna, y para hacer honor de nuestro pueblo, nunca falta alguien que ve claro y está dispuesto a sacrificarse por la verdad. El general Pineda, que con toda su gran influencia me había apoyado en el Istmo, le dijo a Obregón en entrevista agria “que yo había ganado la elección en el Istmo y que si el interés que había en derrotarme, era motivado porque mi gestión en Oaxaca me haría peligroso para las elecciones del año veintiocho”.

Obregón según supe, se puso rojo y no contestó. El general Pineda pidió su baja del ejército y le fue aceptada; poco después, en una crisis guberna-

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mental, lo llamaron y volvió al servicio. Lo encontré después, todavía de firme amigo en las elecciones del año veintinueve.

Toda la plana mayor de mis partidarios oaxaqueños se portó heroica-mente; muchos de ellos tuvieron que salir del estado a causa de las perse-cuciones desatadas en su contra. Al buen muchacho y excelente orador de Teposcolula, Parra o Pardo, lo asesinaron; y a otros los encarcelaron, los aniquilaron con impuestos exagerados y abusos. Se propuso el gobierno extinguir aquella semilla de futuras rebeliones y lo consiguió. Ya no volve-ría a ser Oaxaca el estado que daba orientaciones a la república. Los oaxa-queños patriotas quedaron deshechos y el Estado convirtióse en feudo de los políticos, los diputados jóvenes y callistas que habían puesto sus desti-nos en manos del general Obregón. Cada uno de estos jóvenes hizo con el tiempo fortuna considerable. De su miseria, el Estado ha dado para todo.

Observando un día en Oaxaca las casas antiguas de nobles escudos y patios de bellas arcadas de piedra, advertí la población blanca escasa y los indios de la sierra inmediata, invadiendo calles y aceras, envueltos en sus mantas, silenciosos e impasibles. Y comprendí que todo el proceso trágico de la historia de México está en este desplazamiento, agotamiento de la sangre española conquistadora y civilizadora. En los tiempos de Juárez y la Reforma, Oaxaca contenía en su capital un núcleo de sangre castellana

La Alameda de León frente a la catedral oaxaqueña. (Fuente: fcbv.)

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criolla, de calidad inmejorable. Luchó por el mejoramiento de la patria y el derribo de Santa Anna, peleó contra el imperio y al triunfo de Juárez y posteriormente, bajo el tuxtepecanismo, se repartió por la república, en los puestos directivos de todo género. Se vació la ciudad de sus blancos y las casas que se quedaron vacías, fueron ocupadas lentamente por los indios. Y faltó el lazo de unión, la labor educativa necesaria para que el cambio de raza no significara un derrumbe. La obra del mestizaje, obra indispensable y salvadora, no ha tenido tiempo aún de fructificar. Y el resultado es que, con la salida de las viejas familias, Oaxaca se ha convertido en un solar de ruinas. Tan ruina es hoy el templo de Santo Domingo, como el llamado palacio de Mitla. Y nuestros indios, apoderados de nombre de la dirección de los asuntos públicos, en realidad la hacen de testaferros de la política central y de los negocios de los extranjeros.

Para cerrar el episodio oaxaqueño, formulé declaración en el sentido de que el general Obregón desconocía el voto de Oaxaca, y le imponía de gobernador a mi rival.

(El desastre, pp. 208-228)

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de la campaña del 29

dE rEgrEso dE nortEamérica, José Vascon-celos es nombrado candidato a la presiden­cia de la república por el Partido Nacional Antirreleccionista para participar en las elecciones a celebrarse en noviembre de 1929. Su candidatura se enfrentará a la del recién creado Partido Nacional Revolu­cionario que postuló al ingeniero Pascual Ortiz Rubio. En esa coyuntura electoral, Vasconcelos no hizo campaña por su esta­do natal; las razones las expresa en el frag­mento de su libro El proconsulado (1939) que incluimos enseguida. Sin embargo, un

grupo de oradores de origen oaxaqueño lo acompañaron fielmente en esa gesta cívica. Sus nombres: Alejandro Gómez Arias, uno de los dirigentes más célebres del movi­miento universitario pro­autonomía; Ciria­co Pacheco Calvo, del mismo movimiento; Ernesto Carpy Manzano, antiguo alumno del Instituto de Ciencias y Artes y Andrés Henestrosa, autor del célebre libro: Los hombres que dispersó la danza, de lectura obligatoria para todos los oaxaqueños.

La pasión que Vasconcelos puso en esta empresa lo llevó al extremo de desconocer

Vasconcelos rodeado de partidarios.(Fuente: fcbv.)

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de la campaña del 29[…] Un contingente importante recibimos en Culiacán en la persona de dos muchachos del estudiantado de la capital, que se adelantaron para incorporarse a nuestra comitiva. Andrés Pedrero, tabasqueño, de elocuen-cia sobria y vigorosa, presencia varonil distinguida, y Ernesto Carpy Man-zano, de buena cepa oaxaqueña, alto y fuerte, pelo aborregado, tez blanca, nariz agresiva, voz tonante y ánimo esforzado y generoso. Tranquilizado con este refuerzo de sus dos amigos, Ahumada tomó camino del norte, entendido de que más tarde se nos volvería a reunir.

[…](El proconsulado, p. 82)

Uno de mis visitantes toluqueños fue mi exprimo y examigo Eduardo Vasconcelos. Estaba de secretario de gobierno de un pulquero que, aparte de explotar el Estado de México como feudo propio, tenía vara alta en la administración central, me refiero al Riva Palacio aquel del cuento del agente de cervezas que me entrevistó en Nueva York, y creo haber transcri-

parentescos y amistades como ocurrió con su primo hermano Eduardo Vasconcelos Pérez, a la sazón secretario del gobierno del Estado de México y a quien le dedica un ácido párrafo por ser parte del establis-hment callista.

Los parientes se separaron; cada quien siguió su camino, el repudiado ocupó las carteras de Educación y Gobernación en el gobierno de Abelardo Rodríguez. Años después se reencontraron y las discrepan­cias del 29 se hicieron a un lado. José Vas­concelos regresó a Oaxaca en al menos dos ocasiones durante la gestión guberna­

tiva de su primo Eduardo, a quien no le escatimó reconocimientos por su trabajo, especialmente en el campo de la cultura, como puede leerse en el capítulo noveno.

Entre 1979­1980, muchos años después de aquellos acontecimientos, los editores de la revista Guchachi reza, (Iguana rajada) editada por el Patronato de la Casa de la Cultura de Juchitán, entrevistaron a don Andrés Henestrosa. De la privilegiada me­moria del escritor istmeño salió el relato que también se ha incluido en este capítu­lo para solaz de los lectores.

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to en el anterior volumen: el que mantenía la casa de placer del gabinete callista, a medio camino de Toluca y México. Para la fecha en que nos hallábamos, ya aquel sujeto sonaba como candidato presidencial. Y parece que mi querido exprimo no era ajeno a estas esperanzas. La parte, diremos técnica, de la administración local, él la llevaba, y me insinuó la convenien-cia de que fuésemos prudentes en nuestros discursos. Por último, me pre-guntó por mis planes: “Son muy sencillos —le dije— ganar la elección como no puedo menos de hacerlo; en seguida, repetir la hazaña de Made-ro, que levantó al pueblo para castigar la imposición. Esta segunda parte —añadí— ya no la garantizo, porque no depende de mí, pero estoy ponien-do los medios para que el movimiento exceda al maderista. Y a todos los que se opongan a reconocer un triunfo legítimo deseo verlos colgados de los postes”. Se retiró cortésmente el novel funcionario, pero supe después que habían dicho que estaba dolido, decepcionado de mí. Yo me había vuelto “reaccionario”; era esto una pérdida para la Revolución, pero, por fortuna, había otros muchos capaces de llenar mi puesto”.

(El proconsulado, p. 130)

[…] En general, el sur estaba entregado de esta suerte a un pistolerismo irresponsable y cínico. Por eso ni pretendimos acercarnos a Oaxaca. Y la consideración era obvia. Ningún oaxaqueño de honor podía estar en con-tra de nosotros, no hacía falta irlos a convencer. Y respecto a los otros, sólo había un remedio, la rebelión, que debió barrerlos de la escena política.

Y no dejó de correr sangre en Oaxaca. La capital del estado, un oasis de cultura en medio del océano del analfabetismo indígena, insistió en mani-festarse. Y desafiando a los militares y pistoleros locales, los estudiantes, con los ferrocarrileros de la zona, celebraron cierto domingo un gran mitin. Los viles del poder se irritaron de que todo el pueblo se agregaba, y man-daron disparar. Dos obreros y tres estudiantes resultaron muertos, hubo no sé cuántos heridos. Después de eso quedó libre el campo para las maniobras descaradas de la imposición. A Tehuacán sí lo visitamos, obte-niendo excelente acogida.

[…](El proconsulado, p. 144)

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la aventura vasconcelista

Entrevista con Andrés HenestrosaI

Yo vine a México a estudiar a fines de 1922. De todos los que vinimos ese año, sólo yo no encontré inscripción, mucho menos beca o pensión, como también se dice. Tenía yo en la bolsa cuando llegué 30 pesos y aunque el dinero entonces valía mucho, pronto se acabó y me quedé en la calle. Fui-mos a ver a un señor Genaro López Miro de Juchitán, a pedirle que me ayudara. Me llevó Froylán Pérez, un muchacho de Ixhuatán que ya había estado aquí dos años y fue quien me trajo a estudiar. Cuando oyó nuestra petición, contestó que no conocía a nadie y que nadie lo conocía a él y que no podía hacer nada en mi favor. Aquello me produjo una gran tristeza; tal vez él lo advirtiera, y cuando ganábamos la puerta de su casa para irnos, reaccionó y nos pidió que volviéramos a entrar, entonces dijo: Bueno yo no puedo ayudarlo pero puedo hacer una cosa en lo personal; regalarle una de las comidas del día. Que él elija si quiere desayunar, comer o cenar. Como yo no tenía donde dormir, ni tenía que comer acepté de inmediato el ofre-cimiento. Claro que al cabo de algunos días me hice amigo de sus tres hermanas que se llamaban Leoba, Dita y Tilla, a quienes él me había pre-sentado de inmediato diciéndoles: Este muchachito va a venir una vez al día a comer algo, ustedes atiéndanlo, trátenlo bien pues ya ven que es muy niño y ha quedado sin escuela y sin un centavo y no quiere regresar a su tierra. Después de unos días ya éramos amigos: si cenaba, me daban una torta que me servía de desayuno; si desayunaba me daban una torta que me servía de comida. De suerte que muy pronto yo estaba asegurado en una parte para vivir, el trabajo era dónde dormir. Entonces se me ocurrió pedirle a un paisano que se llamó Prisciliano Pineda que me llevara con Vasconcelos. La Secretaría de Educación Pública estaba en la calle de Aca-demia, ya para llegar a Guatemala. Estaba Vasconcelos de pie recibiendo con dos secretarias: una a su izquierda y otra a su derecha. Y no discutía, contestaba sí o no y dictaba el acuerdo cuando era afirmativa la respuesta. Se alteró cuando oyó mi petición y dijo: Yo no estoy aquí para dar becas a quien las solicite tardíamente, las becas se dan en noviembre, las clases comenzaron en enero, de modo que a otra cosa. Entonces yo que había llevado a Prisciliano como intérprete, le dije en zapoteco: Dile a este hom-bre que yo estoy aquí por culpa suya. Cuando se lo dijo a Vasconcelos,

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reaccionó y dijo: ¿Por culpa mía? Y ¿por qué? Y contesté, también en zapo-teco: Sí, por culpa suya, porque él publicó en los periódicos un texto, unas palabras, un papel, en que decía que triunfante la Revolución se iba a aten-der a los pobres, a los indios y a los huérfanos, y, si bien es verdad que yo no soy huérfano de la Revolución, porque mi padre no murió por la Revo-lución, sí murió en los tiempos de la Revolución. Eso sí, me considero pobre y me considero indio de modo que por eso le tomé la palabra pero veo que todo es mentira. Y con eso, Vasconcelos reaccionó todavía mejor, me puso una mano en el hombro y me dijo: Ya no tengo un centavo para darle una beca en metálico, pero queda la Normal de Maestros, donde hay cama, lavado de ropa y clases: que lo inscriban en la Normal. Y de comer a ver qué hace. Pero yo tenía aquellas dos comidas, ya fue para mí más fácil y me quedé muy contento de la vuelta que había tenido mi asunto, cuando yo lo creía perdido. Tocó un timbre y vino un señor Trápaga —me acuerdo que se apellidaba Trápaga pero no me acuerdo su nombre de pila— un oaxaqueño gordo, cacarizo, posiblemente encargado de la sección admi-nistrativa o de alguna oficina similar a la de administración y le dijo: Le da usted a este joven todos los libros que hasta este momento hayamos edita-dos y todos los que usted crea que sean necesarios para un indio que quie-re y debe aprender la lengua española. Entonces me salí de ahí con los clásicos, de los que todavía me quedan algunos por ahí y después recibí un Romancero, recibí un Reclús, recibí un Maeterlinck, recibí un Pérez Galdós y no me acuerdo de momento qué otros títulos. No volví a ver a Vasconce-los; vino su renuncia de Educación Pública, se fue al destierro y después de la muerte de Obregón —en julio de 1928— para fines de octubre de 1928, Vasconcelos aceptó su candidatura para presidente de la república y entró por Guaymas. Y todos mis amigos salieron a verlo, todos, absolutamente todos, menos yo; yo me quedé en la ciudad, tenía que atender otras cosas que tal vez significaban, en ese momento, más para mí que ir a reunirme con Vasconcelos o irme a reunir con mis amigos. De toda suerte ellos le habían platicado a Vasconcelos quién era yo; tal vez era yo, si no el más formado intelectualmente, porque intelectualmente estaban mejor forma-dos, quiero suponer, Alejandro Gómez Arias, tal vez Mauricio Magdaleno, tal vez Juan Bustillos Oro, quizás Herminio Ahumada, acaso Ciriaco Pacheco Calvo, quizás Carpy Manzano porque habían nacido en ciudad, porque habían nacido en un medio en que había libros, porque habían ido a la escuela. Posiblemente tenían una mejor formación que yo, literalmente

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hablando; pero yo tenía la ventaja de conocer a las gentes de México, a la gente importante de México; conocía yo a los escritores, a los pintores, a los poetas, a los grabadores, a los escultores, por mi amistad con Manuel Rodríguez Lozano; este pintor me había puesto en contacto con una serie de gente de ese tiempo. Yo recibía cartas de mis amigos a que me sumara con Vasconcelos, por fin un día como hoy, un último día de febrero, llegué a reunirme con él en León, Guanajuato. De inmediato me manifestó su simpatía y me distinguió hasta el último día hasta el grado que cuando él

José Vasconcelos, la clásica toma. (Fuente: fcbv.)

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eligió a dos o tres jóvenes que lo acompañaran en la aventura (porque todo estaba previsto para que él se levantara en armas) me eligió a mí entre los que debían acompañarlo, con gran envidia de mis amigos —aunque enton-ces no me enteré que me envidiaban hasta que Bustillo Oro publicó su libro que se llama Viento de los vientos; ahí revela él que sintieron gran enviada porque yo había sido señalado para acompañarlo. Llegué a León y ahí nos reconocimos, nos presentamos y le conté la anécdota de cuando me dio cama, me dio inscripción y me dio lavado de ropa en la Normal y quedamos desde entonces hasta su muerte muy amigos —no obstante mi juventud (pero no tanto que fuera yo joven sino por mi aspecto: era yo muy delgado, representaba mucho menos edad de la que en realidad tenía). De ahí nos seguimos, él de inmediato me tomó afecto, como digo, y me dio comisiones de inmediato también muy importantes dentro de aquel ámbi-to de gente tan joven como era la que lo acompañaba y en compañía de Mauricio Magdaleno nos fuimos a Celaya a preparar un primer mitin y él nos alcanzó allá. A los dos días, ahí fui, allí hice mi debut como orador estudiantil, como orador joven: hice un parangón entre los partidarios de Ortiz Rubio, entre la comitiva de Ortiz Rubio y la comitiva de Vasconcelos y los partidarios de Vasconcelos, jóvenes que traían no una pistola en la mano sino un libro, que venían leyendo a bordo de los trenes; aquellos viajaban en trenes de primera, con buenas viandas, con buenos licores, acompañados de mujeres; nosotros, en trenes de segunda —porque no los había de tercera—; aquéllos eran generales, aquellos eran militares; y noso-tros, éramos poetas jóvenes, escritores jóvenes, ensayistas jóvenes, novelis-tas jóvenes, conclusión: aquéllos eran, aquél era, Ortiz Rubio, candidato de pistola y el nuestro, Vasconcelos, era el candidato de libros; estábamos ahí frente a frente las pistolas y los libros. Ahí fue donde dije —se dijo por primera vez—, que Pascual Ortiz Rubio estaba tan viejo, tan decrépito, que tenía fría la tibia; un chiste que luego aplicaron a Ruiz Cortines, pero es una cosa que yo dije en la tribuna en el zócalo de Celaya. Pero fue entonces —es una anécdota muy bonita— cuando le tocó a Vasconcelos hablar, en un momento de su discurso al hacer un ademán levantando el brazo se le vio la cacha de su pistola; entonces vimos que también era un candidato con pistola.

Después nos pasamos a Morelia. Era la semana santa, la Cuaresma del año de 1929. Llegamos a Morelia, tal vez el cuatro de marzo, una ciudad que me impresionó mucho. Conocí Morelia antes de conocer Oaxaca. Des-

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pués he escrito que si Oaxaca es una ciudad en verde, Morelia es una ciu-dad en rosa; pero era una primera gran ciudad de provincia que yo conocí. Ahí nos encontramos con Salvador Azuela que había sido expulsado por Vasconcelos en el año (19)25 de la preparatoria, pero ahí estaba, partidario de Vasconcelos. Ahí conocimos a Victoriano Angüiano, un purépecha, quien luego dio un precioso discurso en lengua indígena en el pueblo de Santiago Parangaricutiro. Ahí conocimos a Enrique Guerrero Arciniega —entonces herculano—; conocimos a un joven caballero, y a otros jóvenes vasconcelistas lectores de libros como yo; ahí leí por primera vez Las figuras de la pasión de Gabriel Miró. Preparamos la recepción de Vasconcelos y ese mitin fue muy numeroso, muy concurrido. Siempre en todos los lugares, con la oposición del gobierno, del presidente municipal, del gobernador, del jefe de operaciones; pero a nosotros, como la gente nos seguía, no se atrevían a desbaratarnos las manifestaciones de modo violento, aunque ponían todos los obstáculos para que no se realizaran. De Morelia pasé a Toluca con Ciriaco Pacheco Calvo a preparar la llegada a Toluca. Ahí estaba Eduardo Vasconcelos, primo de Vasconcelos, como secretario de gobierno y estaba el joven Adolfo López Mateos, como estudiante del Instituto. Vine a México un día y naturalmente fui a visitar a la señora Antonieta Rivas Mercado que era mi amiga y un poco mi madrina; ese año auspició la publicación de Los hombres que dispersó la danza; le platiqué que el proble-ma de Vasconcelos era cómo entrar a la Ciudad de México, planeado para el domingo 10 de marzo de 1929. Quería entrar a caballo, como Madero, pero había que buscar cien caballos para que entráramos los principales, su estado mayor. Yo desde luego, formaba parte del estado mayor y la seño-ra Rivas Mercado dijo: Yo le presto mi Packard. Un Packard que entonces era un carro muy caro, muy lujoso para que entrara Vasconcelos; y así entramos a México el 10 de marzo de 1929. A partir de entonces ya acom-pañé a Vasconcelos a distintos lugares, a distintos mítines; a Xochimilco, a la Colonia Obrera, a Santa Julia, a todos los lugares lo estuve acompañando. Y una vez, en agosto de 1929, estábamos en Monterrey, nos alcanzó un Sr. Francisco Román, un español que tenía una editorial que se llamaba Águi-las S.A., y le dijo a Vasconcelos: ¿Por qué no me da un libro suyo para que lo publique? Y Vasconcelos dijo: No tengo nada organizado para publica-ción pero aquí le presento a este joven Andrés Henestrosa, que es autor de un libro que según lo que ha podido enseñarme, lo que he oído a las gentes que conocen el texto, es un libro muy hermoso. Entonces Román me publi-

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có el libro, pero pagado por Antonieta Rivas Mercado. Debe haber costado 700 pesos la impresión del libro. En aquel tiempo Vasconcelos, pues, me distinguió no solamente como partidario suyo, como un joven mexicano que se apasionaba por la causa de México, que tenía el valor de condenar el callismo, el saqueo de las arcas del Estado, los crímenes, la falta de liberta-des, los atropellos, los cateos, los encarcelamientos; no solamente eso admi-raba sino que se manifestó como admirador mío como escritor, él me proclamó siempre un buen escritor cosa que le agradezco y en lo que yo íntimamente creo que no tenía toda la razón. Pero en fin, él me distinguió sobre todos los demás jóvenes, sobre todo me puso siempre en primer lugar, al grado que yo lo acompañé a la entrevista con Morrow. Cenamos en la embajada; él, Vasconcelos, la señora Rivas Mercado y Andrés Henestrosa en la mesa; tenía 20 años pero aparentaba tener 16 por mi presencia, por mi aspecto. Un día me dijo Vasconcelos: Yo quiero hacerlo ministro de educa-ción Pública pero está usted muy joven. Mejor vamos hacer una cosa, lo voy a mandar a París dos años, a Francia para que vuelva de 21 años, el gobier-no tendrá entonces dos años pero puede ser dos años Ministro de Educa-ción, pero no sin antes inaugurar dos escuelas: una de Artes y Oficios en Juchitán de la que usted dirá el discurso inaugural y una gran secundaria en Tehuantepec, de la que yo haré el discurso inaugural; porque quiero que esos paisanos suyos, esos juchitecos sean artistas con técnica, con profe-sión, con instrumentos; que produzcamos músicos que sepan solfeo, que sepan la técnica musical; que produzcan pintores, que produzcan poetas, que produzcan literatos, que produzcan antropólogos, que produzcamos arqueólogos; pero con escuela, no aficionados; como ustedes tienen esa condición, como ustedes se manifiestan con capacidad y sobre todo tienen amor por estas manifestaciones de la gran cultura y tienen orgullo de ser indios —que no tienen en Tehuantepec, me dijo—; de modo que de uste-des sea la escuela técnica y para ellos una gran secundaria, para que no se sientan; y se va usted a Francia y cuando vuelva, ya será usted el ministro. Imagínense qué clase de mentalidad era la nuestra, qué descarga de roman-ticismo, de idealismo, de sueños fue esa campaña para que este hombre me haya propuesto ministro de Educación, a los veinte años (claro que hubiera sido mejor ministro que algunos de los que después lo han sido).

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IISalimos de México el sábado 11 de noviembre rumbo al norte. Nos detu-vimos en Guadalajara. En la estación de Guadalajara, en la estación del ferrocarril, digo —entonces no había carreteras, no había avión y aunque hubiera no podíamos viajar en avión ni por automóvil sino en tren—, ahí simularon aprehenderlo y nos salvamos entre los trenes, Vasconcelos, Ciriaco Pacheco Calvo, Andrés Pedrero (apodado el Tigre), Herminio Ahu-mada y yo. Salimos de aquel embrollo y nos fuimos al hotel. No pudimos hacer ningún mitin. Por mediodía, nos fuimos a casa de una señora Jean Goellen, austriaca, sin duda, hablaba alemán; ahí cenamos, pasamos la noche, dormimos porque no quisimos volver a nuestro hotel cuando ter-minó la cena. Esta mujer tenía una hija pianista cuyo retrato vi un día en una revista norteamericana, creo. La he perdido de vista, sin duda ya murió porque entonces sería una mujer de unos 48 años; no era hermosa mujer pero era incitante físicamente, de grandes formas muy atractivas. Toda la comitiva se enamoró de aquella señora, aquella noche en que nos atendió muy bien. Pero lo que yo quería contar es que de ahí salimos rumbo a Mazatlán. Tenía México un aspecto de pueblo grande, de pueblo incomu-nicado, de pueblo triste. Una vez, la misma tarde del viaje a Mazatlán, llegó el maquinista a decirle a Vasconcelos: Venga usted, acompáñeme a la máquina para que pueda ver este atardecer, este poniente, esta última luz de la tarde. Y como digo, como él me distinguió mucho, no invitó a otros más que a mí para que lo acompañara a la máquina, entonces vimos el paisaje mexicano. Se extendía enorme, se cubría con esas flores color lila que todos recuerdan, era un manto enorme sobre aquella aridez, sobre aquellos pantanos, aquel monte en flor, que realmente emocionaba, que realmente creaba una sensación de lejanía, de tristeza, de cosa absurda, de cosa misteriosa, de cosa ajena a la realidad. Y Vasconcelos hizo una reflexión filosófica y me dijo: Mire Andrés, este paisaje de México me recuerda mucho el alma mexicana: como nosotros que somos un embrollo, que somos un pantano, podemos producir de cuando en cuando páginas her-mosas, poemas hermosos, palabras hermosas. Así es la tierra mexicana, mire cómo puede producir estas flores tan lindas en este atardecer. Hizo una pausa y me dijo: Bueno, voy a contarle una cosa: Cuando Eulalio Gutié-rrez era presidente de la república y yo ministro de Educación Pública, un día fuimos a comer a Xochimilco en un carro viejo. Adelante iba el chofer, tal vez Mariano Silva y Aceves, tal vez Julio Torri. Y atrás, Eulalio Gutiérrez

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en medio, yo a su izquierda, a su derecha Ricardo Gómez Robelo (un filó-sofo, un ensayista extraordinario a quien mató el sexo, a quien mató Tina Modotti). La ciudad terminaba en San Antonio Abad, allí empezaba el campo, empezaban los establos: alfalfares, vacas de ordeña, hombres a caballo. Y cuando llegamos a esa altura alguien trajo a colación la frase de Alfonso Reyes: Viajero, has llegado a la región más transparente del aire. Y empezamos a discutir, literatos como éramos, si la frase era original de Reyes o si la había tomado de algún autor de la antigüedad, de algún autor clásico, ya griego, ya latino. Alguien recordó que la frase está en Menandro, otros que estaba en Sófocles (que efectivamente dice: Viajero, has llegado a la región de la luz, de la miel, del mar). Otros quisieron hacer una frase que se equiparara a la de Reyes. Cuando acabamos de hablar, Eulalio Gutiérrez, que era un minero genial, que no era hombre de letras sino por el contrario de escasas letras, nos dijo: Licenciados, a que ustedes no se han fijado en un cosa. Nosotros, nos volvimos a verlo y le preguntamos: ¿En qué, señor presidente y entonces él contestó: En que el paisaje mexicano huele a san-gre. Porque, díganme, dónde no está un mexicano muerto violentamente. Y esa frase, Andresito, vale más que la de Alfonsito Reyes.

Anocheció y volvimos a nuestra localidad, al tren, al lugar que veníamos ocupando. Llegamos a Mazatlán. Ahí nos asaltaron o fingieron que nos asaltaron. Yo, con el paso de los años, ahora que soy un hombre, ahora que soy viejo, creo que nunca quisieron matar a Vasconcelos, que lo que que-rían era burlarse de él, ponerlo en ridículo, espantarlo, hacerlo que corrie-ra. Ahí nos asaltaron, pues, Andrés Pedrero sacó la pistola y Vasconcelos le dijo: No dispare Andrés. Guarde su pistola. Nos acompañaba un joven que se llamaba Ignacio Lizárraga. Estuvimos tres días en Mazatlán y él me regaló veinte pesos. El dinero entonces valía mucho.

Caricatura de Vasconcelos en libelo aparecido en 1929. (Funte: fcbv.)

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Una noche nos llamó a cuento y dijo: Mañana, Andresito, al amanecer, nos vamos a levantar en armas. Aquí está un joven Aramburu y un general Busquet (o Buquet, por ahí iba el apellido) que nos han ofrecido cada uno de ellos veinte hombres que están armados y salimos al amanecer a tal parte (a la isla de los chivos). Dije yo: a nosotros dos cosas nos puede suce-der: o que lo maten o que lo sigan a usted. Si no lo matan en la primera emboscada, en el primer encuentro, de cada cien hombres que le han jura-do adhesión, suponga que diez lo sigan y podremos tener tres mil o cuatro mil hombres y con eso hacer la Revolución. Me fajé la pistola. Entonces sucedió una cosa de la que nunca tendremos explicaciones, porque Vas-concelos ya está muerto y porque nunca lo dijo. Me dijo: Mañana a las cinco nos vamos a levantar en armas ¿tiene usted parque Andrés, tiene usted pistola? Tengo una pistola que me regaló el maestro José F. León y tengo dos cargadores, aparte del que está en la recámara. ¿Quiere más par-que? No maestro, porque después de esto o ellos ya murieron o yo ya me morí; o ellos ya huyeron o yo ya huí. De modo que con eso tengo. Él se reía mucho. Bueno, pues amaneció. Yo en la madrugada, sin más ni más, des-perté. Me bañé, me calcé, en espera de la salida, hasta que vi que la luz del día entraba por el pie de la puerta. Y nada. Entonces fui y le toqué la puer-ta: Maestro, ¿qué pasó? Mire Andresito, después de que usted se durmió, cambiamos de planes. Yo dije que este hombre ya se espantó; este hombre ya no se levanta en armas. La pregunta es esta: ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que ocurrió entre las once de la noche y la una, cuando yo me fui a dormir? Porque lo curioso es que haya dormido. ¡Qué inconsciente es la juventud, qué deseo de sacrificio, qué aceptación de la muerte. No sé cómo podíamos dormirnos si sabíamos que podían matarnos al día siguiente! Me dijo: Bue-no Andrés, ahora se vuelve usted a México, ya le contaré a usted. No hubo levantamiento, yo me voy a Guaymas, voy a lanzar un manifiesto y cuando haya hombres armados yo entro a México. Me dio 200 pesos y me regresé a México: Pero en cada estación subía alguien preguntando por el maestro. Se reconoce que él les dijo: Tal día regresará Andrés Henestrosa. Pienso yo, porque subían a preguntarme. Entonces un hombre que venía junto a mí me dijo: Mire joven, ya no siga transmitiendo recados porque lo vengo cuidando, no me obligue a que lo entregue a la policía. Yo me quedé calla-do. ¿Qué dice el Maestro? Pues no dijo nada. Llegamos aquí a México, era el 18 de noviembre de 1929, lunes. Ya se habían hecho las elecciones y los periódicos publicaron: El pueblo en masa votó por Ortiz Rubio. Al bajar en la

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estación de Buenavista, pensando que allí terminaba la aventura, me aga-rró la policía. El que venía conmigo me entregó a la policía. Y me llevaron con Valente Quintana —uno de los hombres sombríos que ha producido México—. Jefe de la policía. Me llevaron a la policía que estaba entonces donde está La lotería. Yo entonces pesaba 53 kilos, flaquito era yo. Me dijo:

—¿Qué pasó joven, de dónde viene usted? —Vengo de Mazatlán, ahí me despedí del maestro Vasconcelos. —Se va a levantar en armas.—Yo creo que no, va ganando la frontera. —¿Y usted? —Yo lo acompañé en su campaña electoral, en la lucha cívica pero como

ahora el pueblo mexicano ha votado en masa por Ortiz Rubio… Se rieron, soltaron la carcajada. Después me dijo: —Bueno, no se vaya de México sin decírmelo, sin avisar a la policía.

Manténgase aquí y cuando quiera salir nos avisa. Yo me fui a Juchitán y a Ixhuatán a emborracharme: estando allá el

cinco de febrero le pegaron a Ortiz Rubio un tiro en la quijada. Entonces yo pensé en mis compañeros pero no era ninguno de ellos quien le pegó el tiro. Bueno, esto es lo que yo me acuerdo de esa aventura vasconcelista.

Fuente: Guchachi´reza (Iguana rajada), México, 2ª época, número 4, septiembre

de 1980, pp. 14-18; Ibid, número 5, diciembre de 1980, pp. 19-21.

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Acta de nacimiento de José Vasconcelos. (Fuente: fcbv.)

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el retorno del hijo ausente,verano de 1945

hacia El otoño dE 1938, proVEniEntE nuE-vamente de los Estados Unidos de Améri­ca, José Vasconcelos regresó a su país y se estableció temporalmente en el estado de Sonora. Un año después ya residía en la Ciudad de México donde establece su des­pacho profesional y continuaba con su co­laboración periodística en las revistas Hoy, Todo y en el diario Excélsior.

Al fundarse en 1943, El Colegio Nacio­nal, en el marco de la política de “Unidad Nacional” impulsada por el presidente Ma­nuel Ávila Camacho, Vasconcelos fue de­

signado uno de los miembros fundadores. En esa institución cuyo lema es. “Libertad por el Saber”, alternó con antiguos amigos y conocidos como Alfonso Reyes, Diego Rivera, José Clemente Orozco, Antonio y Alfonso Caso, Ezequiel A. Chávez, Carlos Chávez y Mariano Azuela

Como miembro del Colegio Nacional, Vasconcelos ofreció hasta el año en que murió conferencias anuales de divulga­ción sobre temas filosóficos. Simultánea­mente ocupó en esos años el cargo de

Detalle del primer cuadro de la ca-pital oaxaqueña alrededor de los años cuarenta. (Fuente: fcbv.)

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director de la Biblioteca Nacional y a par­tir de 1946 dirigió la Biblioteca México.

Al revisar los títulos de sus textos pe­riodísticos que Vasconcelos escribió en la primera mitad de los años cuarenta, los asuntos oaxaqueños brillan por su ausen­cia y solamente será a mediados de 1945 cuando Oaxaca vuelva a ser objeto de su atención.

Fue en este contexto cuando el ilustre paisano fue invitado oficialmente por el gobierno del Estado cuyo titular era el ge­neral y médico homeópata Edmundo Sán­chez Cano. La crónica de este viaje y lo que sucedió fue recogido por la revista Oaxaca, publicación editada en la capital del país y que se distribuía entre los “oaxa­queños ausentes” y los residentes en el es­tado sureño.

Vasconcelos fue recibido en Huajuapan de León por las autoridades municipales y siguiendo el camino de la recién construi­da carretera Panamericana llegó a la ciu­dad de Oaxaca. No sin antes visitar la ciudad de Tlaxiaco, población muy cerca­na a sus afectos.

Ya en la ciudad de Oaxaca fue recibido a la entrada de la misma por el propio go­bernador siendo vitoreado por los asisten­tes. La crónica da los detalles del encuentro y de los discursos que ahí se pronuncia­ron. Por cierto que a la muerte de Vascon­celos, en la revista Siempre!, se recordó

una anécdota ocurrida según esto en ese acto, luego de que un orador incluyera al recién llegado con Benito Juárez y Porfirio Díaz, en la trilogía de oaxaqueños que marcaban el rumbo del país, el autor de la Breve historia de México (1939) reconvino al entusiasta tribuno diciéndole que estaba bien que se le comparara con don Porfirio pero qué tenía que ver junto con ese indio tal por cual de don Benito.

Los discursos continuaron y la crónica periodística recupera el pronunciado por el licenciado Luis Castañeda Guzmán, a nombre del Instituto de Ciencias y Artes dándole la bienvenida y la alocución vas­concelista dicha en el curso de la sesión científico literaria organizada por la comu­nidad académica de la vieja casa de estu­dios. Esa intervención no tiene desperdicio y presenta con claridad las ideas que sobre la educación superior sostenía en ese mo­mento el autor del Ulises criollo. Por cierto en ese acto cargado de tradición, Vascon­celos recibió el acta del consejo técnico del instituto autónomo que lo había designado “Catedrático honoris causa”. Al agradecer tal distinción y en el curso de su perorata, demandó de las autoridades atención y apoyo para el máximo centro educativo de la entidad. “Me voy convencido de que soy Catedrático honorario de una universidad pobre pero fecunda, disciplinada, inteli­gente y que llegará a ser creadora”.

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Sapoteósico recibimiento prodigado en oaxaca al ilustre pensador y filósofo oaxaqueño lic. josé vasconcelos. crónica periodística.

Por invitación especial que hizo el actual gobierno del estado de Oaxaca a nuestro ilustre paisano, señor licenciado José Vasconcelos, este distin guido escritor emprendió su viaje hacia su tierra natal, acompañándolo, en repre-sentación del ejecutivo local, el director de nuestra revista oaxaca, señor licenciado Alfonso Patiño, habiendo tenido lugar tan magno acontecimien-to el día primero del pasado mes de julio.

Todas las columnas de esta edición serían insuficientes para reseñar con minuciosidad de detalles, los recibi mientos que se prodigaron en su tie rra natal a tan ilustre visitante, por lo que únicamente narraremos los he chos más sobresalientes en el trayec to del viaje hasta la capital del esta-do, que se realizó por la carretera Internacional.

El escritor oaxaqueño visto por el célebre caricaturista oaxaqueño ram. (Fuente: hpnsh)

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El primer recibimiento majestuoso se hizo en la histórica población de Huajuapan de León en donde acu dieron a recibir al visitante las au toridades y demás sectores sociales del lugar, inclusive el profesorado y alumnos de las escuelas, que contri buyeron en el desarrollo del progra ma de festejos, que se llevó a cabo en el teatro de la ciudad, habiendo estado a cargo del inteligente y joven abogado Rogelio Barriga Rivas el discurso de bienveni-da, que fue con testado por el homenajeado con elevados conceptos que impresionaron profundamente a quienes lo escucha ron.

Después se continuó el recorrido por Tamazulapan, San Juan Tepos-colula y Teposcolula, para llegar a la risueña población de Tlaxiaco, en donde se recibió al visitante en forma verdaderamente delirante, con el

Página de la revista Oaxaca, relativo al viaje al estado de Oaxaca. (Fuente: hpnsh.)

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co lorido que en todo el recorrido se imprimió a las recepciones, con lluvias de confeti, ramilletes de flores, acordes musicales con las bandas de las regiones, cohetes y repiques de campanas.

Tlaxiaco fue uno de los lugares que más se significaron con su cariñoso recibimiento, porque en esa población los familiares de Vasconcelos pasa-ron los mejores días de su vida y aún los recuerdan con ternura. En todas partes se prepararon festejes: todos hubieran querido que la estancia se prolongara por mayor tiempo, pero no era posible porque a nues tro ilustre paisano se le esperaba en la capital de nuestro estado el día 2 de julio, y muy a pesar nuestro, tu vimos que estar de paso en cada rin cón que toca-mos al paso.

Fueron en verdad impresionantes las muestras de simpatía que se pro-digaron al visitante por todas partes, siendo en realidad indescriptibles las muestras de júbilo que dieron todas las clases sociales; en Teposcolula, el profesor Gustavo Jarquín pronunció palabras conceptuosas y de afecto para el maestro; en Tlaxiaco, el profesor Lázaro Escobar ofreció un bello festi val que se verificó en el teatro, en donde se hizo derroche de alegría con inspi-radas piezas musicales y bellos bailes regionales; en Nochixtlán, sucedió lo mismo, escuchamos los flo ridos conceptos del licenciado Gustavo Meixuei-ro y el maestro de las juventudes de América correspondió a las manifesta-ciones de afecto que se le patentizaron, con sus sabios consejos y sus palabras de amor y de alien to para quienes le tributaron justos y merecidos homenajes.

Después de dos días de recorrido por los lugares mencionados, hizo su entrada triunfal a la ciudad de Oaxaca el señor licenciado José Vasconcelos, habiendo estado a recibirlo en la garita de la misma, el señor general y doc-tor Edmundo M. Sánchez Cano, gobernador del estado; el señor general Rafael Aguirre Manjarrez en representación de la vigésimo octava Zona Militar; e infinidad de autoridades civiles y militares, que ese día se dieron cita para recibir a su huésped de honor, acudiendo también numerosos contingentes de obreros, campesinos, mujeres y niños, así como las autori-dades educativas con sus profesores y alumnos, entonando vítores para el licenciado José Vasconcelos, quien sin ideología política, sino con la única finalidad de volver a la tierra, después de veinte años de ausencia, experi-menta la satisfacción de pasarse algunos momentos entre sus hermanos de espíritu y de raza.

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Al llegar a la garita del Marquesado, hace uso de la palabra el joven abogado Rogelio Chagoya Villafañe, en representación del Gobierno del Estado, diciendo al maestro, entre otras cosas: “Que su obra ha sido toma-da en cuenta en todas partes, repercutiendo con orgullo en la provincia que ve cómo uno de sus hi jos se ha destacado en el ambiente nacional a base de esfuerzo y de trabajo”. Hace referencia a sus obras escritas Raza cósmica, Ulises criollo, La tormenta y otras, en que el espíritu del filósofo ha abierto canales a la investigación. Habló también el orador, del orgullo que embargaba a los corazones provincianos al recibir nuevamente al ilustre visitante, recordando que siempre habrá de ser timbre de gloria para Oaxa-ca el saber que en ese jirón de tierra mexicana, se meció la cuna de Benito Juárez y Porfirio Díaz, haciendo un parangón feliz con el maestro Vascon-celos como motivo ejemplar, para seguir la ruta de los hom bres de valer que han sacrificado su vida para darnos orientaciones claras sobre lo que significa superación, concluyendo su alocución con las siguientes frases: “Así, el Maestro Vasconcelos ha legado a las juventudes, universitarias, su lema POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU”.

A continuación hizo uso de la palabra el culto abogado Luis Castañe da Guzmán a nombre del Instituto y textualmente dijo: “En la dulce Italia, en la ciudad que santificaran Catalina y Bernardino, en Siena, y sobre los caminos, se levanta ‘La Puerta Camullia’, que desde su parte más alta salu-da al peregrino con esta leyenda: ‘La Ciudad te abre su corazón con más amplitud aún que sus puertas’.

“Señor licenciado José Vasconcelos: Oaxaca también abre su corazón aún más que estas puertas antañonas por las que pasaron, en épocas más dichosas, los que la hicieron feliz, rica y digna, sin hacerla nunca llorar. Ellas, antesala de su corazón —la vieja plaza de armas de perfil castella-no—, vieron pasar a Peláez de Berrio, Cuevas Dávalos, Gómez de Angulo, Fia llo de Boralla, Fray Gonzalo de Lucero y Jordán, Diego de Carranza y Fray Margil de Jesús, claros varones que nos unieron con vínculo in disoluble al occidente cristiano, cuando la nacionalidad se forjaba a golpes de eterni-dad, según nos lo ha enseñado la página embrujada de vuestra historia. Señor: porque sois digno de llegar al corazón de nuestra ciudad, estas puertas se os abren; pero el corazón de Oaxaca, recordadlo, está aún más abierto. El Instituto Autónomo de Ciencias y Artes del Estado, que quisiera ser siempre fiel a la norma universitaria de ser comunión de maestros y alumnos encaminados a buscar la verdad, se complace y honra en dar la

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bienvenida al hombre que, por su obra y ademán, entraña el mejor ejemplo que pueda darse en esta hora atormentada, a la juventud que quiera serlo con gallardía y a los varones que aspiren seguir siendo dignos de llevar sobre sus hombros la dura carga de ser hombres.

“Señor y Maestro, habéis regresado a la Ciudad Paterna por el camino hecho por los únicos señores de nuestra historia. Habéis vuelto a hacer la vía seguida por el padre de nuestra nacionalidad y, en cierta forma, vuestro hijo, puesto que nos lo habéis revelado en toda su hondura: don Hernando Cortés. Vuestra vuelta, realizada por la derrota marcada por la civilización traída a esta tierra por castellanos vestidos con hierro o con la cogulla dominica y por indios redimidos y engarzados a ese joyel romano que es la cultura española de la que sois adalid y campeón.

“Habéis vuelto como cuadra a un hijodalgo, por el camino de la historia y ojalá que este vuestro rasgo, como vuestra vida entera, encierre un sím-bolo: la vuelta de Oaxaca a los meandros por donde fluyen los valores de nuestra cultura: amor, belleza, igualdad, libertad fraternidad y dignidad.

“El instituto, maestros y alumnos, desea que la estancia del oaxaqueño que para poner el nombre de su provincia en el mapa de la historia no nece-sitó destruir, ni violar o burlar las leyes de la civilización y del orden, ni hacer llorar a nadie, sea feliz en la tierra de sus padres; pero con mayor fer-vor, desea que los hombres de esta tierra sepan comprender y seguir el ejem-plo de quien siem pre ha sabido ser todo un hombre. ¡Sed feliz, pues, señor!”

Concluidas las salutaciones de referencia y después de que una comi-sión de distinguidas damas y señoritas de las escuelas obsequiaron al visi-tante con preciosos ramos de flores, se encaminó la comitiva al centro de

Anuncio en la revista Oaxaca, relativo al viaje al estado de Oaxaca. (Fuente: hpnsh.)

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la ciudad y de todas partes recibió el licenciado Vasconcelos afectuosos saludos, hasta llegar al palacio de los Poderes del Estado, en donde nuestro huésped pronunció significativo discurso, expresándose en estos o pareci-dos términos: “Debo a la gentileza del gobernador actual de nuestro estado,

El escritor colaborador de Oaxaca. (Fuente: hpnsh.)

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general Sánchez Cano, la sa tisfacción enorme de mi vida de visitar nueva-mente este estado que me vio nacer, no esperando el espectáculo que hoy da la bella Antequera, ciudad espaciosa como frente de pensador; ciudad generosa como el corazón de sus hijos, que ha querido recibir cariñosa-mente a uno de ellos, que vuelve a la tierra amada…” Habló después del porvenir que espera a Oaxaca, el que debe ser risueño con la cooperación de todos sus hijos y principalmente de sus juventudes, de las cuales debe esperarse mucho. Fue una verdadera pieza oratoria la de nuestro ilustre pensador, que por falta de espacio no la insertamos íntegra, pero estamos seguros de que cada una de sus palabras pudieron llegar al alma del pueblo.

Al día siguiente, tres de julio, se agasajó al visitante con actos diversos, según el programa previamente elaborado al efecto, consistentes en “maña-nitas” que le dieron el profesorado y los alumnos de las escuelas; un almuer-zo regional en el Ojito de Agua, al que concurrieron los principales representativos de los Poderes del Estado y autoridades militares y, por la noche, y tuvo lugar una sesión científico-literaria en el Instituto de Cien-cias y Artes, en donde hicieron huso de la palabra dos jóvenes abogados y el señor doctor Alberto Vargas, que en brillantes conceptos, hizo ofreci-miento del acto y el licenciado Vasconcelos respondió de la siguiente mane-ra: “Pienso que el más egoísta de los hombres podría afrontar toda clase de peligros, toda clase de vicisitudes, con tal de llegar a merecer unas ho ras como las que he estado viviendo en Oaxaca, como las que culminan en esta celebración.

“Me acojo a la invitación fraternal del doctor Vargas para hablaros co mo el hermano que retorna del viaje y quisiera yo tener en estos mo mentos la sencillez y la grandeza elocuente con que se ha expresado el doctor Vargas, para responderle en los mismos términos que son los únicos que proceden cuando se trata de un encuentro de corazones dentro del seno de los sen-timientos más que de la patria, de los sentimientos, como él ha dicho muy bien, de la familia, del que habla en el seno de la familia.

“Me ha conmovido profundamente el relato, resumen histórico biográ-fico que de mí han hecho los dos jó venes brillantes que han hablado esta noche. Agradezco profundamente la decisión del claustro al nombrarme su catedrático honorario y quisiera yo que la vida me diese alguna vez la oportunidad de ser catedrático efectivo, aunque nunca fue ésta, quizás por las alternativas de mi destino, mi vocación predilecta. Hombre de acción,

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quizás más que otra cosa, he ido recogiendo enseñanzas de la vida, he ido acumulando experiencia, principalmente en aquellas épocas, en que el destierro me privó de toda posibilidad de acción; y es natural que se pre-gunte al que viene de tan lejos o por lo menos que ha estado tan lejos: ¿Qué es lo que recogiste en tu camino? ¿Qué es lo que viste fuera? Esta respuesta siento el deber de darla aunque salga yo con algo que ya todos sabéis: existe en estos momentos, principalmente en el país que hoy va a la cabeza del mundo por su poderío y también por la fecundidad de su cultura, me refie-ro a los Estados Unidos, grande preocupación por lo que debe hacerse ante el problema de la enseñanza, especialmente de la enseñanza universitaria. Pasó la épo ca en que se creía bastaban los conocimientos acumulados en un sinnúmero de materias. El conocimiento se desbordó según este siste-ma. Era la época en que las universidades norteamericanas producían téc-nicos en todos los órdenes, técnicos tan capaces, tan poderosos que han podido ganar la guerra. Sin embargo, son los Estados Unidos uno de tantos países responsables ante la civilización de no haber podido prevenir la guerra. De allí que sus educadores se preocupen en estos instantes de la manera de poder conciliar el poderío material que se ha desarrollado fan-tásticamente, con una orientación antibélica del espíritu. Reprueban hoy los educadores norteamericanos sus sistemas de ayer, sus sistemas de los últimos treinta años, con la va lentía, con la sinceridad con que lo hacen los pueblos grandes que son siempre los primeros en criticar sus propios defec-tos. Critican sus propios sistemas americanos como algo que carecía de cabeza. El rector era un buen administrador, era un buen gerente que se consideraba muy eficaz si lograba acumular millones para construir más edificios, hacer más laboratorios y crear mayor nú mero de facultativos. Reconocen ellos mismos que carecían de alma sus universidades. Ni falta hacía un alma según Dewey, el filósofo para quien la moral no es norma absoluta, sino aquello que se adapta a la sociedad; para juzgar una acción, decía: ve si corresponde a tu medio social, ve si hay equilibrio entre la conducta y la conducta social. Hoy se comienza a rechazar esa doctrina. Buscando corrección a errores tales, dos o tres pensadores contemporá-neos en materia de educación han propuesto un retorno a los clásicos.

“La gente superficial, el agitador y el ignorante acusan a este remedio de ser un retorno al pasado; pero el pa sado es malo en lo que tiene de super-ficial, en lo que tiene de muerto, pero cuando lo pasado representa lo eter-no, entonces debe perdurar y servir de liga que hace fecunda la interacción

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del pasado, presente y futuro. La base del pasado, presente y futuro, se halla en los valores eternos; por eso no es de extrañarse que la solución que proponen estos edu cadores sea tan sencilla.

Página legal de la revista Oaxaca, elaborada en la capital del país. (Fuente: hpnsh.)

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“Dice Hutchinson, por ejemplo, el famoso rector de Chicago; lo que ha perdido a estas generaciones es la especialización, hemos construido muy buenas ametralladoras, hemos construido mejores cañones, hemos hecho grandes ingenieros, pero es de lamentarse que el ingeniero, el técnico, no sepan una palabra del pasa do de la cultura; no conozcan la historia, no conozcan los principios que norman la vida del espíritu. En resumen, él propone que aun en los ins titutos de carácter técnico se renueve la tradi-ción de la enseñanza de los clásicos. ¿Por qué esta devoción a los clásicos, si la palabra misma llegó a sonar anticuada y casi antipática en el ánimo de tantos? Recordemos que la generación positivista creyó estar en condicio-nes de prescindir no sólo de la ciencia antigua, no sólo de las humanidades y más aún, llevada de una infinita pretensión que pudiera sonar a blasfe-mia si no fuese ridícula, declaró que la humanidad podría prescindir de Dios y que no restaba más que darle las gracias por sus buenos servicios.

“Las universidades de todo el mundo sienten esta necesidad contempo-ránea de volver a los clásicos y de volver a la religión cristiana, que es lo que nos enseñan los clásicos. ¿Por qué se vuelve a ellos como a una pana-

Grabado que muestra el perfil del templo de La Soledad, desde la calle Galeana. Ciudad de Oaxaca. (Fuente: hpnsh)

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cea? Sería imposible y presuntuoso ofrecer un resumen de la enseñanza de los clásicos. Lo que hay que hacer es leerlos. Si los jóvenes estudiantes oaxaqueños no tienen tiempo de hacer estudios muy profundos, que imi-ten lo que se hace en todos los países civilizados, donde tantos tienen de libro de cabecera a Platón. Si ustedes supiesen cómo circulan hoy estas obras en los Estados Unidos, cómo hay ediciones, desde las ediciones de lujo hasta las ediciones casi de bolsillo; cómo he visto yo mismo en tiendas de ropa, ya no en librerías, la edición de Platón vendida a 2.50 dólares, es decir, nos saldría a nosotros en unos veinte pesos.

“Cuando examinamos la vida de los grandes constructores del país nor-teamericano, incluso de aquellos hombres que vinieron a despojarnos, que vinieron a vencernos, nos podemos explicar buena parte de su éxito, bue-na parte de la posibilidad en que se hallaban de construir un gran imperio, en la educación que poseyeron fundada en los clásicos. Leed la historia de dos que vinieron a México, Taylor o Houston, el conquistador de Texas: eran hombres que procedían de universidades y hombres que todavía en la campaña, a semejanza de nuestro libertador Bolívar, cargaban un ejemplar de la Ilíada o un volumen de Platón en las cantinas del caballo. ¿Qué es lo que tiene Platón para que así lo recomendemos, para que así las concien-cias vuelvan a él? ¿Por qué ese afán con que el mundo vuelve ahora al Evangelio?

“Define a Platón uno de los filóso fos contemporáneos más ilustres, el viejo Whitehead, como el primero que predicó esta verdad; que la ma nera de unir a los hombres no es la fuerza sino la persuasión. La fuerza crea los imperios pero los imperios se desintegran, son vencidos por otros imperios y a la larga producen el desastre. Lo único que liga a los hombres de una manera definitiva y constructiva decía Platón, es la persuasión. Si quere-mos tener poder sobre los hombres, es menester que no vengamos hacia ellos imponiéndoles ni siquiera leyes, mucho menos mandatos, basados solamente en el ejercicio de la autoridad o de la fuerza; es necesario que a cada ser humano, que a cada uno de los que queremos someter a nuestra influencia, logremos persuadirlo de nuestra verdad. Tal fue el secreto de la superioridad de los griegos sobre los demás pueblos y lo que les daba dere-chos para considerarlos como bárbaros.

“Entre los griegos comenzó la hu manidad a estar regida por el pen-samiento, por la virtud, por eso pu dieron crear una civilización que toda-vía ahora, después del naufragio de la guerra, vuelve a ser para nosotros

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una orientación. En seguida el otro gran valor, ya lo adivináis, es el valor cristiano, es el valor que viene a superar al platonismo porque no sólo hace un llamamiento a la inteligencia; para proceder usa la inteligencia, pero va más allá y dirigiéndose a las potencias más altas del hombres nos dice: Para poder disfrutar la vida del mudo y ganar además gloria eterna, hay una regla muy sencilla que es el Amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Y esto es la Ley de los Profetas. ¿Qué quiere decir amar a Dios sobre todas las cosas?

“Aparte del amor sagrado, quiere decir la decisión de sacrificar aún lo mejor de nuestra vida en provecho de algo que la trasciende. Quiere decir que en ese amor está comprendido el amor de la justicia, el amor de la patria, el amor de la belleza. Todas las cosas que ennoblecen la vida del espíritu. Todo está comprendido en el “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. En seguida el trato huma no es una cosa tan difícil y estamos tan llenos de pruebas y dificultades que sólo el recíproco amor nos ayuda en la convivencia. Cuando se piensa en todas esas multitudes que trabajan en el campo o el taller, de sol a sol, para ganar apenas la subsistencia y cuando se reflexiona en que esto no depende únicamente de sistemas sociales —aunque a veces el sistema social mejora estas situaciones—, sino que depende de una ley que hasta ahora parece inevitable. Una especie de cas-tigo que pesa sobre nosotros y que nos obliga a ganar el pan con el sudor

El Palacio Federal y el Instituto Autónomo de Ciencias y Artes del Estado. ca. 1945. (Fuente: fcbv.)

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de la frente, que quizás llegue a moderarse en el desarrollo científico, con el aumento y el perfeccionamiento de los métodos de producción. Pero de todas maneras, la lucha seguirá siendo ruda entre nosotros, porque aun suponiendo que una humanidad bien comida y bien abrigada, viviendo en buenas casas y aun en palacios, siempre subsisti rán competencia terribles en materia de vanidad, en materias amorosas; en fin, siempre habrá la posibilidad de que el hombre riña con el hombre y la disputa del hombre con el hombre trae el desquiciamiento de lo so cial y pone en peligro la salvación del alma. En los tiempos en que era costumbre desdeñar todo lo que parecía cristiano, se hablaba mucho de que la moral china, indostáni-ca, tam bién eran morales de bondad. Es cier to que la moral budista reco-mienda tener cuidado para no pisar un insecto. Muy peligrosas son estas bon dades desvirtuadas, que ordenan la abstención del mal, pero no se atreven a imponer la obligación del bien. Opuestamente, el cristianismo impo ne la caridad, que es el impulso que lleva, por ejemplo, a los santos a sacrificar1o todo en beneficio de los demás. Y no precisamente para darles pan y abrigo, esto lo pueden hacer por sus propios brazos, sino para obligar al hombre a excederse, para obligarlo a superarse, para llevarlo a una situa-ción en que el espíritu domina sobre la materia. Esto es lo que distingue el cristianismo: el ejercicio activo del amor. Y una ojeada sobre la historia nos convence de que no ha habido un pueblo que pueda levantarse sino a tra-vés del cristianismo en los dos mil años de su acción. Ejemplo de ello es toda Europa cuyo origen modesto de pequeños estados cristianos acaba de desarrollar una civilización que ha llegado a dominar el planeta.

“Se cuenta que un distinguido profesor de Francia contemplaba uno de los desfiles de las armadas europeas que se hacían poco después de la gue-rra ruso-japonesa, cuando el Ja pón comenzó a ser un gran imperio. Al lado del profesor francés un estadista japonés comentó las diferencias del Asia y Europa señalando que la oposición radical quizás es religiosa.

“El japonés pregunta: ¿Qué es el cristianismo? Entonces el profesor enseña: el cristianismo es todo esto; la democracia, el maquinismo, las escuadras, el poderío, los cañones, las universidades, todo eso es Europa, que domina los cinco continentes y Europa es el cristianismo. Actividad dirigida al bien, aunque se desvíe como obra humana al fin, eso es el cris-tianismo. Los educadores de los Estados Unidos piensan eso mismo en su mayoría y de allí al retorno a la religión y a las humanidades.

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“La enseñanza de la ciencia, hoy exige una gran dedicación. Todos los oficios modernos, en la mecánica, en la electricidad, están fundados en las matemáticas. En nuestra colonia, en nuestras universidades de la república bastaba con que un pequeño grupo bien dotado siguiera sus cursos de aritmética y álgebra. Hoy necesita matemáticas para ganarse la vida, el más humilde obrero; el más humilde mecánico necesita aprender química, físi-ca, si quiere estar en condiciones de ganarse el pan. Conocido es de todos el espectáculo del obrero norteamericano, que después de trabajar acude a las escuelas nocturnas con el fin de estudiar para mejorar su salario; de otra manera no tiene porvenir en su oficio. De suerte que el estudio se ha vuelto una obligación a la cual ahora es preciso añadir: el conocimiento somero de los clásicos que hoy se facilita mucho con la divulgación de las ediciones clásicas.

“En seguida es indispensable la educación religiosa que tendrá que lle-varse adelante en el hogar y en la intimidad de los círculos afines. Esto es, en resumen, lo que yo puedo decir del estado de la educación en el extranjero.

“No debo alargarme tanto en una sesión que ha sido tan brillante y luminosa; solamente quiero expresar a ustedes la gran confianza que llevo en el corazón después de asistir a este acto solemne y revelador. Confieso francamente que tenemos cierta mala costumbre en la metrópoli, de menos-preciar a la Provincia; pero yo me pregunto ahora: ¿Dónde hay en cual-quiera otra universidad del mundo, mentes capaces de discursos mejores que los que he escuchado en esta ocasión?

“Ya pasó aquel tiempo en que nuestra oratoria era un conjunto de imá-genes un poco brillantes pero desorientadas; hoy existe pensamiento orde-nado que se ha expresado aquí con franqueza, con libertad, con sencillez. De suerte que mi impresión del instituto es la de que tiene hombres y esto es lo principal, tiene maestros, tiene estudiantes despejados e inteligentes y le faltan recursos. Aprovechad, señores estudiantes y catedráticos, este instante benéfico en que tenemos de gobernador a un hombre que ama al instituto. Yo no sé si aquí ocurrirá lo que ocurría en la Universidad de México, en pasadas administraciones en que el gobernante nunca se para-ba en la casa de estudios. Hoy tenemos un gobernador que se preocupa por el instituto y lo visita con simpatía, aprovechad esta ocasión.

“No es posible hacerlo todo en un año, pero creo que estamos en con-diciones de obtener del gobernador los elementos indispensables para

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nuestra tarea. No se puede trabajar hoy sin laboratorios, sin bibliotecas, y todo esto cuesta un dineral. Sin embargo, es un momento lleno de prome-sas para el instituto, éste en que me ha tocado en suerte venir a recibir el honor de ser designado catedrático honorario. Me voy convencido de que soy catedrático honorario de una universidad pobre, pero fecunda, disci-plinada, inteligente y que llegará a ser creadora.

“No se van a quedar en blanco esos muros, reservados a conservar los nombres ilustres del estado; allí están ya inscritos nombres famosos en la nación; yo sé que van a surgir de la entraña de esta juventud nuevas listas de próceres de la cultura y del bien que quizás superen por su obra a los que figuran en esas lápidas que son pregón de la cultura oaxa queña. Muchas gracias”.

El miércoles cuatro de julio, también fue día de fiesta para Oaxaca, sir-viéndose otro almuerzo regional en la ciudad de Tlacolula de Matamoros, ofrecido por los miembros de la H. XXXIX Legislatura Constitucional del Estado, habiendo concurrido el C. gobernador del Estado, el C. general de División Joaquín Amaro y algunas otras destacadas personalidades.

A las 11 horas de esa misma fecha, se verificó un festival en el Teatro Macedonio Alcalá de la ciudad de Oaxaca, que el gobierno local ofre ció como homenaje al ilustre escritor y filósofo oaxaqueño, cuyo acto resul tó

La planta tratadora de agua para la capital oaxaqueña. (Fuente: fcbv.)

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de gran lucimiento y por la noche tuvo lugar una preciosa serenata y luego una cena que ofreció al homenajeado la colonia española residente en Oaxaca.

Como acto especial, organizado por la vigésima octava Zona Militar, a cargo del señor general de División Joaquín Amaro, el jueves cinco del mismo mes, ofreció como despedida al visitante, un suculento almuerzo en el histórico pueblo de Yanhuitlán, en cuyo acto hizo uso de la palabra, con elocuentes conceptos, el señor licenciado Raúl Bolaños Cacho, ofre-ciendo el agasajo en representación de los organizadores y cerrándose así con broche de oro el, por decirlo así, torneo de oratoria, que en todos los actos verificados se puso de manifiesto; como acto sig nificativo en ese lugar, lo constituyó el depósito de ofrendas florales, que las tres personali-dades, licenciado José Vasconcelos, doctor y general Edmundo M. Sánchez Cano y general de División Joaquín Amaro, depositaron en el monumen to erigido al héroe de Yanhuitlán, don Justo Rodríguez.

Y así terminó el majestuoso recibimiento que se prodigó a uno de nues-tros más grandes coterráneos, que hizo vibrar en esos días las fibras más sensibles del pueblo oaxaqueño que lo estrechó en sus brazos con cariño, admiración y respeto y lo declaró hijo predilecto de la tierra que lo vio nacer.

Fuente: Oaxaca, órgano mensual de cultura popular, México, t. I, número 4,

agosto de 1945, pp. 195-206.

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artículos periodísticos de tema oaxaqueño

dE acuErdo con lo sEñalado En El capítu-lo anterior, José Vasconcelos Calderón, ac­tivo articulista de la prensa mexicana, incorporó a sus temas semanales los asun­tos de su tierra natal, a partir del año de 1945 y con alguna regularidad encontrare­mos varios en los años siguientes y hasta entrada la siguiente década.

Previo a su viaje de homenaje en julio de 1945, escribió el primero para la revista Oaxaca, que dirigía Alfonso Patiño, con el título de “Pensando en Oaxaca”. Resulta ilustrativo ese texto por las ideas que enun­

cia y que serán recurrentes en las colabo­raciones ulteriores.

En primer lugar pondera la existencia de la revista cuyos temas son oaxaqueños y sus autores, igualmente. Pondera la existencia en el Distrito Federal de un importante contingente de profesionistas, empleados públicos, trabajadores diversos que forma­ban entonces la colonia oaxaqueña en la ca­pital del país. Núcleo que existía desde antes de la década revolucionaria, renova­do y acrecentado por los sismos de 1928 y 1931, el cual que desde la edición de la re­

Escena de un sábado de plaza en Oaxaca de Juárez a mediados del siglo xx. (Fuente: fcbv.)

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vista Oaxaca en México, creada por Marce­lino Muciño en los años del cardenismo, buscaba tender puentes de comunicación con los oaxaqueños fincados en el terruño. Así pues, podemos suponer que Vasconce­los mantenía cierto grado de acercamien­to con dicha colonia, en particular con los integrantes de las capas de profesionistas.

Esos vínculos con generaciones jóvenes de oaxaqueños que pugnaban por abrirse espacios en la Ciudad de México se expre­só también en los breves comentarios que el Maestro Vasconcelos dejó impresos en las solapas de un par de obras salidas de la pluma de un talentoso escritor oaxaque­ño, Rogelio Barriga Rivas. Otro punto de encuentro fue justamente el terreno de las colaboraciones periodísticas que se publi­caron en la revista Cuadernos de Oaxaca entre los años de 1950 y 1951. La citada pu­blicación era el órgano de la Asociación de Exalumnos del Instituto de Oaxaca, que reunía a profesionistas de diversas discipli­nas que trabajaban en la capital del país. En dicha asociación participaba en forma destacada el antiguo orador vasconcelista de 1929, Ernesto Carpy Manzano. Los ci­tados Cuadernos se elaboraban e impri­mían en la capital del país bajo la dirección del animoso Gonzalo Hernández Za­nabria, quien tenía colaboradores de la ta­lla de Andrés Henestrosa y del propio Vasconelos, a quien se le asignó una co­

lumna titulada “Pensamiento vivo de José Vasconcelos”.

Nuevos retornos a la ciudad natal ocu­rrieron en 1948, con motivo de un home­naje al penalista Demetrio Sodi; después en el verano de 1950, cuando también el filósofo mexicano estuvo para el homena­je que el gobernador Eduardo Vasconcelos rindió a la memoria del presbítero Ángel Vasconcelos, fundador del Hospital de Ca­ridad y persona muy querida e incluso ve­nerada por la población oaxaqueña. El padre Ángel fue tío de José y Eduardo ya que era hermano de sus respectivos pro­genitores. De acuerdo a las fuentes consul­tadas, el postrer viaje al estado de Oaxaca y en especial a Tlaxiaco ocurrió en el año de 1957.

Por último, si uno revisa el grueso de las colaboraciones periodísticas que José Vasconcelos enviaba a la revista Todo y al diario Novedades, el tono usado es de con­frontación ideológica, tormentoso, en par­ticular cuando hacía evidente su virulento anticomunismo, lo que contrasta con el utilizado en sus colaboraciones oaxaque­ñas en donde es notoria la simpatía del au­tor con las realizaciones del régimen de Eduardo Vasconcelos y con la vocación de la antigua Antequera como Ville d’ Art. No se deje de lado las reflexiones vasconcelia­nas sobre la Mixteca y sobre el centenario de la Zandunga, aquí incluidas.

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pensando en oaxacaLa lectura del primer ejemplar de la revista Oaxaca me ha hecho pensar en la vieja provincia de mis mayores. No me he remontado, como en otras veces, al pasado glorioso de nuestra tierra. Es glorioso un pasado que dejó herencia de arquitectura y tallas, esculturas y templos, palacios y gestas. Es proeza sin par, el haber creado en su rincón de la serranía del Nuevo Mun-do, una ciudad castellana que fue joyel en la Colonia y factor en el desarro-llo de la república. Pero aquello va quedando lejos de nosotros y ahora nos obliga a pensar en el presente ¿Qué podemos hacer? ¡Qué deberemos hacer para que Oaxaca vuelva a constituirse como dínamo de energía y porción viva de la república?

Eso me preguntaba mientras recorría con atención las páginas de la flamante revista oaxaqueña. Sus temas y sus autores son oaxaqueños y nadie podrá negar el interés de la publicación. Y recordé que hace poco tiempo escuchamos en la capital, la orquesta sinfónica de mariscal, com-puesta de elementos oaxaqueños en gran número y dirigida por un oaxa-queño. Y pensé en el núcleo tan importante de profesionistas y de empleados públicos, de empleados del comercio y de hombres de trabajo y de empre-sas que forman la colonia oaxaqueña del D. F. Profesionistas talentosos, empleados laboriosos, funcionarios que heredan la tradición oaxaqueña de

El gobernador Eduardo Vasconcelos. (Fuente fcbv.)

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la pureza en el manejo de los fondos públicos; todo esto subsiste entre los oaxaqueños.

La honestidad y la tenacidad, el ingenio despierto y un provincialismo que no se encierra sino que se desborda por todo el país, tales los rasgos históricos del oaxaqueño, que la nueva generación conserva y ejercita. Autoridad castellana, tenacidad del zapoteca; he allí las viejas cualidades que todavía pueden volver a hacer de Oaxaca un centro importante de la vida nacional.

Para lograrlo es indispensable que Oaxaca vuelva a ser como antaño, un pueblo de letrados. Dentro de la economía de la Colonia, Oaxaca pudo hacer vida autónoma y próspera; tuvo industrias y cultivos, artes y letras. Pero las circunstancias comenzaron a trabajar en contra de nosotros. La química europea dejó sin uso la grana y la higuerilla y Oaxaca, que con Puebla y Veracruz, estableció las primeras fábricas de hilados, fue perdien-do recursos y oportunidades. Los ferrocarriles, al abrir nuevas puertas hacia el norte, dejaron a Oaxaca olvidada en su aislamiento, con la deca-dencia económica y vino la emigración de las capas superiores, y Oaxaca, que había sido foco de cultura, es hoy uno de los estados que cuenta con mayor número de analfabetos. La pobreza de la tierra en algunas regiones del estado hace nulatorio todo esfuerzo de adelanto. Escasez de agua, serranías inaccesibles, costas insalubres e incomunicadas ¿qué raza es capaz de resistir semejante cúmulo de obstáculos?

Servicio de limpia de la ciudad de Oaxaca. (Fuente: fcbv.)

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Y sin embargo, queda la raza y ellas es la única esperanza. Por eso da gusto verla, allí donde la vida urbana se conserva, en la capital del estado y en los municipios más prósperos, dedicados con afán a ilustrarse. El afán es otra característica del oaxaqueño. Y la confianza en sí mismo. Una con-fianza que sólo las razas antiguas son capaces de alimentar y sostener.

Ahora, por fortuna, la carretera comienza a romper el aislamiento. Y el desarrollo científico ofrece perspectivas insospechadas. No resuelve nin-gún problema moral la ciencia pero sí nos da el secreto para aprovechar recursos que antes parecían estériles. Y por fortuna, Oaxaca no necesita de doctrinas morales que en su tradición abundan y muy suficientes pero sí espera con avidez la técnica que ha de convertir su miseria en abundancia. Para lograr este fin hace falta intensificar el esfuerzo de la cultura.

Por eso creo que el gobierno que dedique su atención al viejo e ilustre Instituto Científico de Oaxaca, hará obra de trascendencia y de provecho inmediato. Necesitamos que el Instituto crezca en lo material y en lo espi-ritual. Buenos maestros, bien pagados y laboratorios científicos y bibliote-cas especializadas modernas. Ya no como antes, abogados a centenares y médicos sino técnicos, eso es lo que hace falta. Técnicos completos que al conocimiento de su especialidad añadan el criterio universal y humano, que sólo se adquiere mediante el cultivo de los grandes autores clásicos de todos los tiempos y de todas las naciones.

La Plaza de la Danza, al fondo la fachada de La Soledad y el edificio de la Normal Mixta Oaxaqueña. (Fuente:

fcbv.)

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Sobre la vieja virtud de los mayores, una conciencia ilustrada y apta en los menesteres de la época, tal es el programa para la reedificación del alma oaxaqueña. Y como centro de semejante tarea, el instituto, agrandado si es posible, vigorizado por lo menos, aún dentro de su modestia; pero en todo caso, el instituto como el corazón y la cabeza del estado.

Fuente: Oaxaca, México, t. I, número 2, junio de 1945, pp. 65-67.

el caso de oaxacaDurante más de veinte años —nos dicen los oaxaqueños— “no ha habido en la república, estado más explotado, más mal gobernado que la vieja

José Vasconcelos entregaba colaboraciones regulares a periódicos y revistas de la Ciudad de México. (Fuente: hpnsh.)

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patria de Juárez y de Porfirio Díaz”. Desde la administración de García Vigil, sacrificado por Obregón a fin de lograr el control electoral que pensó le dejaría abierto el camino para la reelección, Oaxaca había sido tierra conquistada, población sin derechos políticos, triste y empobrecida.

Y se sucedieron unos a otros los gobiernos, sin otro resultado que el enriquecimiento de unos cuantos gobernadores y sus respectivas camari-llas de negociantes. Hasta que la miseria pública alcanzó en determinadas regiones del estado, proporciones de azote, condiciones que llevaron a los más fuertes y jóvenes a enlistarse como braceros de los Estados Unidos.

Recordando esta situación, el viajero que hoy penetra a Oaxaca por la carretera Internacional con ramificación a Tlaxiaco, experimenta no pocas sorpresas.

En primer lugar está la impresión de un pueblo mal vestido en su mayo-ría —todavía el indio viste calzón—, pero no desnutrido, al contrario vigo-roso y limpio. Un servicio de agua potable abundante acaba de establecerse en Huajuapan. Luego en Tlaxiaco —último refugio de los criollos de la Mixteca—, el maíz abunda, el trigo no escasea y se ha desarrollado la pro-ducción de fruta. La relativa prosperidad que ahí se advierte, se debe, en los últimos años, a la explotación de antimonio que dirige el general Fernando Leal Novoa, viejo maderista que se ha dado a querer en la región creando riquezas, repartiendo afabilidad y servicios. Una nueva generación se está formando allá, nueva no sólo por los años, también por los optimismos que la anima, el goce de vivir que se expresa en las jovencitas que cantando en coro recorren los campos comarcanos en los días de asueto o de festejos.

En el teatro local han lucido su gracia grupos de señoritas, ya bailando; ya cantando; los niños han tomado parte en la fiesta, desarrollando sus bailes con naturalidad y alegría. Los discursos como en Huajuapan, como en Teposcolula, Nochixtlán, como en Oaxaca, la capital, han sido elocuen-tes, francos, valientes. Dan la sensación los oradores oaxaqueños, de que está hoy constituida una generación que hará el proceso y el juicio de la etapa revolucionaria y llegará a superarla.

En Teposcolula, bajos las viejas arcadas de la plaza, que hace algunos años eran símbolos del estado de ruina de la comarca, el huésped sintió la fuerza de un pueblo que se empeña en reconstruir sobre escombros.

De vuelta en la carretera Internacional, el viajero, tras bajar cuestas empinadas y serpenteantes, penetra en un extenso valle de singular seduc-ción: lienzo de territorio cerrado lateralmente por altas montañas, cercado

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en los extremos por eminencias que parecen no ofrecer salida. La escasa yerba que cubre el lomerío deja al descubierto masas minerales en gama bizarra de colores: ocres vivos, amarillos relucientes, rojos ardorosos, tepe-tates raídos y como nota de fantasía, una montaña dorada, el “cerro de las canicas” le llaman los chicos que sacan entre arena y pedruscos, piedreci-tas redondas cristalizadas. Una atmósfera tranquila se enciende en reflejos solares de una luminosidad dorada y clara que complace la vista y recrea la imaginación. La suave temperatura produce un efecto sedante, una dis-posición contemplativa. Al centro, más o menos, de la llanura rojiza, se alza una construcción que recuerda por su masa las catedrales de Europa. Es el templo monasterio de Yanhuitlán. Muros recios, casi sin vanos, hechos de bloques de una cantera dorada, lo más parecido que he visto al mármol pentélico. Desgarraduras en los muros, molduras rotas en la fachada mis-ma, y galerías sin techo, recuerdan el desastre de los largos años en que,

José Vasconcelos y exalumnos del Instituto de Oaxaca tuvieron un acercamiento en las páginas de Cuadernos de Oaxaca. (Fuente: hpnsh.)

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lejos de construir hemos sido incapaces de conservar el asombroso legado de La Colonia. Perdido, olvidado estuvo el templo, cerrado para el mundo quedó el valle cuando el ferrocarril modificó el plano de las comunicacio-nes. Y ahora la carretera nos está redescubriendo este pedazo de cultura que no figura en los catálogos ordinarios del turista o del historiógrafo. La Dirección de Monumentos tiene allí, por fortuna, un ingeniero conocedor y eficaz y parece que también fondos para salvar aquella construcción úni-ca en el mundo y tan buena como el famoso Santo Domingo de Oaxaca. Hay en el interior del templo lienzos atribuidos a De la Concha y un calva-rio tallado de bulto, en figuras de tamaño natural, policromadas y labradas dentro de una sola inmensa tabla de granito. Los eruditos de Oaxaca pre-sentan actualmente a Yanhuitlán como timbre de orgullo y tema de estu-diosa dedicación.

Cartón a propósito de la Carrera Panamericana. (Fuente: hpnsh.)

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A poca distancia del valle del prodigio está Nochixtlán: plaza espaciosa como todas las plazas oaxaqueñas, templo de lujo, algún portal, indios y mestizos confundidos, cohetes, repiques, niños que ofrendan flores, orato-

Vasconcelos llamó a los poderes públicos a apoyar a la casa de estudios oaxaqueña. (Fuente: hnsh).

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ria patriótica, libre y otra vez a rodar por los terraplenes de una carretera que mejora gradualmente.

La capital de Oaxaca cuenta, para honrar a los que ama, con calles anchas por donde es fácil entrar, así se lleve ensanchado el ánimo; campa-

Al menos dos generaciones de “oaxaqueños ausentes” confluyeron en los Cuadernos. (Fuente: hpnsh.)

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nas viejas y sonoras de más de cuarenta torres; cúpulas de bases tan abier-tas que el anhelo de la inmensidad con armonía se colma en ellas con plenitud. Además tiene Oaxaca para acoger al huésped varios millares de rostros que saben sonreír, iluminados de comprensión y cordialidad. El encogimiento y la timidez de otras regiones no parecen haber existido allá; el pueblo vestido mejor que en las municipalidades, se muestra despierto y despreocupado, libre en el ademán y en el grito. Da la impresión de gente acostumbrada a la libertad, si no en lo político por lo menos en lo que hace al fuero interno y familiar.

El viajero desde hace siglos tiene mucho para ver en Oaxaca que es joya del colonial en su época mejor. Incomparable la escultura de La Soledad y de la fachada de la Catedral, de Santo Domingo y de la capilla de la parro-quia de Tlacolula. Ahora están de moda las tumbas de Monte Albán. Pero lo que interesaba al huésped no era precisamente la ciudad antigua, la Ville D’Art que es Oaxaca, sino el estado actual de las conciencias; los recursos disponibles, las perspectivas para el futuro. De todo esto me informé en la sesión solemne del instituto; de todo esto supe siguiendo al gobernador Sánchez Cano en una de sus diarias visitas de inspección. Sánchez Cano es general de los que iniciaron su carrera en el maderismo, es decir, perte-nece a la aristocracia de la Revolución; es además médico que todavía da consultas a los pobres. Ahora su actividad infatigable tiene ya levantados los muros de tres o cuatro lujosos centros escolares, ha pavimentado todo, en unos cuantos meses de gobierno y sin perjuicio de tener un caso más de medio millón de pesos en reserva. Recorriendo la obra de este gobernador honesto y la biografía de este revolucionario honrado, se comprende por qué hoy perdura la sonrisa en los rostros de los oaxaqueños. Libres de atropellos, están dedicados al trabajo. En unión estrecha con las autorida-des civiles, los soldados del general Joaquín Amaro están abriendo para

Título de la columna en donde se incluían las colaboraciones de tema oaxaqueño del paisano filósofo. (Fuente: hpnsh.)

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Oaxaca el camino del mar por el rumbo de Puerto Ángel. Otros equipos a las órdenes del ingeniero Santibáñez abren brecha por el rumbo de Tuxte-pec y el Golfo de México.

De suerte que el estado de Oaxaca, que por tanto tiempo permaneció aletargado, se ha puesto a crear y progresar al amparo de la “honestidad” en las altas esferas del gobierno. Con eso ha bastado para provocar un renacimiento.

Fuente: Oaxaca, órgano mensual de cultura popular, México, t. I, número 5,

septiembre de 1945, pp. 262-265. [Con anterioridad “El caso de Oaxaca” fue

publicado en la revista Todo, México, 19 de julio de 1945, p. 11, de la que José

Vasconcelos era colaborador regular].

la carrera panamericanaEn materia de carreteras México ocupa el primer lugar en la América Espa-ñola. La nueva vía de Ciudad Juárez a El Ocotal, que liga a los Estados

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Unidos y Centroamérica al través de México es el triunfo mayor de la inge-niería mexicana en materia de caminos. Aunque algunos tramos están todavía por perfeccionar, la carretera en su mayor parte es ancha y bien trazada, como las mejores del sur de los Estados Unidos y representa, ade-

Rufino y Olga Tamayo vistos por ram. (Fuente: hpnsh.)

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más, un esfuerzo que sólo con el brazo oficial pudo lograrse, puesto que atraviesa zonas desiertas y muy extensas y regiones montañosas suma-mente abruptas, por donde es más difícil trazar y sostener una vía de comunicación pública. En Europa y en las zonas pobladas de los Estados Unidos, la carretera surca constantemente poblados ricos, que pagan con exceso las ventajas de su comunicación; pero meter carreteras por el desier-to y la serranía, en donde el tráfico vecinal es casi nulo, resulta obra que sólo puede emprender el Estado y que sólo se realiza allí donde el gobierno cuenta con espíritus emprendedores y audaces. Por eso es que la obra que está siendo inaugurada representa un triunfo de la ingeniería de caminos mexicanos y del gobierno que la ha organizado e impulsado. La idea de inaugurar la carretera con una gran carretera internacional es sumamente plausible. Cierto que en estos acontecimientos hay que lamentar casi siem-pre, accidentes que cuestan vida, dolor y sangre. ¿Pero qué empresa huma-na está libre de estos tributos que nuestra pobre naturaleza tiene que pagar por cada paso que conquista hacia adelante? El peligro de estos torneos sirve para acentuar el temperamento valeroso, la decisión heroica de los

Rogelio Barriga, abogado y escritor oaxaqueño. Sus novelas merecieron comentarios del crítico José Vasconcelos. (Fuente: hpnsh.)

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que en ellos toman parte. Los torneos medievales servían para poner a prueba no sólo la audacia de los caballeros sino la casta de las caballerías, la resistencia de cotas y lanzas, es decir, la calidad de los materiales de guerra de la época y también costaban víctimas. No es otro el caso en la actualidad. El interés de estos torneos tiene un aspecto técnico más perdu-rable que el hermoso espectáculo que presentan en los días en que ocurre la carrera. Las pruebas armadas servían para corregir los defectos del mate-rial guerrero. Las pruebas contemporáneas, en el presente caso, las huma-nas sirven para poner a prueba la calidad de los coches. Desgraciadamente la América española no puede concurrir directamente, como fabricante, en este aspecto. Manejamos coches extranjeros, aunque algunos son ya per-fectamente armados y concluidos en México. Pero ha sido un acierto dar entrada a la competencia técnica al permitir que corrieran automóviles de manufactura italiana y de manufactura francesa. Ambos países han man-tenido en el mercado coches excelentes por la fineza de su material y por su perfección. Italia especialmente se ha distinguido como manufacturera de motores de alta calidad. La guerra la eliminó, durante muchos años, de

Grabado del exconvento de San José y su entorno antes de la remodelación de la zona. (Fuente: hpnsh.)

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la competencia internacional; pero apenas quedó restablecida la paz, Italia vuelve a producir coches finos que ya tienen invadido el mercado de la República Argentina. No sabemos por qué no entraron a la justa automó-viles ingleses, que en el Rolls Royce tiene probablemente el mejor coche del mundo. Los norteamericanos por su parte han ido mejorando la calidad, hasta llegar a tipos que como el Cadillac y el Lincoln y el Packard resultan casi insuperables. Pero en suma puede decirse que la superioridad del nor-teamericano sobre el europeo, ha consistido en la capacidad de lanzar al mercado la gran producción. Gracias a la producción en serie, debido a genios de la industria como Ford, el automóvil llegó a manos de los pobres. El automóvil en esta época no es artículo de lujo sino necesidad de vida de cada familia. No es posible la vida contemporánea que se ha extendido por suburbios y praderas sino un medio rápido de comunicación. La calidad y el precio de los automóviles es cosa que hoy interesa a cada uno de los habitantes del globo. Eso explica sin duda el enorme interés que la Carrera Panamericana ha despertado de un extremo del país. En cada uno de los centros de población de nuestra patria las multitudes han formado valla

Desde los corredores del exconvento San José. (Fuente: hpnsh.)

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para aclamar a los héroes del volante. El prejuicio de la nacionalidad ha cedido el paso a la admiración que despierta la competencia. La cual no impide que las multitudes hayan tenido razón al expresar su júbilo frente a la competencia de los pilotos mexicanos que en la prueba quedó fuera de duda. Es natural también que experimentamos simpatía por el éxito de los pilotos italianos, cuyas máquinas de primera nos demuestran una vez más, que el genio italiano está vivo y sigue a la cabeza de la civilización ya no sólo en la literatura y las artes sino también en la ciencia y la técnica. Ya se sabe que la recuperación italiana en todos los órdenes es la más grande sorpresa de los tiempos posbélicos.

Y es halagador que el suelo de México les haya dado ocasión a los pilo-tos italianos para afirmar un nuevo triunfo a favor de su nación como la dada a los franceses y asimismo a los de nuestra propia sangre española: colombianos, venezolanos, guatemaltecos, salvadoreños, otros tal vez.

Los carros inscritos fueron alrededor de ciento treinta y ocho. A la capi-tal de la república llegaron sólo ochenta y ocho y la carretera de Puebla, que todavía tiene el maleficio del callismo que la construyó, costó ocho carros eliminados. Es lástima que no se haya aprovechado esta carretera para rectificar el trazo de la Panamericana que debiera eliminar la lentitud y los riesgos de la sierra poblana para tomar el rumbo de Oaxaca, a partir de Cuautla lo que de paso acercaría México y Oaxaca en casi dos horas de travesía. Una carretera como la Panamericana debe irse depurando de estos recuerdos históricos. Por lo pronto, lo importante es que no costó más muertos y permitió a los pilotos mexicanos lucir su destreza en el camino montañoso. De Oaxaca salieron ya solamente alrededor de ochenta coches a los que dio la señal de salida el gobernador Eduardo Vasconcelos, así como antes en la capital fungió de jefe de movimiento el licenciado García López, ministro de Comunicaciones, que con tanta justicia ha estado sin-tiendo el orgullo de ser uno de los factores principales de esta prueba de la civilización. Por cierto, de Oaxaca, que tantas influencias italianas posee, salió en primer lugar el Alfa Romeo, entre dianas y música. En el total de la carrera, sin embargo, el primer lugar seguía correspondiendo a los nor-teamericanos, que avanzaban rápidamente pero perdieron algún terreno en las montañas. Las etapas finales de la carrera favorecieron a los mexica-nos por su carácter montañoso. No nos toca a nosotros entrar en detalle de los kilómetros recorridos y los pilotos que sucesivamente iban ganando el favor del público. Los pilotos extranjeros son huéspedes de México y para

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todos ha tenido nuestro público con férvido aplauso. Los pilotos nuestros se han codeado con los mejores del mundo y no han desmerecido en altura. Sobran motivos para que todos los que han tomado parte en este concurso se sientan satisfechos. Y juntos también, todos lamentamos las víctimas que ha sido forzoso pagar para llevar adelante esta empresa de progreso. El saldo de toda ella es de la mayor importancia. Gracias a esta carretera, tan brillan-temente inaugurada, México rompe su secular incomunicación con el sur. En adelante cada familia mexicana que posea un coche, podrá emprender la excursión de Centroamérica, igual que un viaje de vacaciones. En Cen-troamérica encontrará panoramas de maravilla, ciudades agradables de ca-rácter latino y corazones bien puestos. Una barrera más se ha roto y esto es lo que más nos complace.

Fuente: Cuadernos de Oaxaca, México, 3era época, julio de 1950, (94) número 4,

pp. 21-22.

Busto en memoria del sacerdote benefactor, Ángel Vasconcelos. (Fuente: hpnsh.)

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oaxaca ville d’artEn el siglo xvii, Oaxaca era paso obligado para trasladarse de Europa a Guatemala. Ahí se explica que un grupo de monjas jerónimas, de naciona-lidad belga la mayoría de ellas, hubiese llegado a Oaxaca a mediados del siglo, con el ánimo de seguir hacia el sur. Sin embargo, hicieron en Oaxaca un alto prolongado, porque la sociedad del lugar les hizo recibimiento cari-ñoso y las instaba a quedarse. Por vía de transacción se convino, finalmen-te, en que las directoras siguieran a Guatemala, pero las que se quedaban, construirían un convento con ayuda de los fieles de Oaxaca. La maqueta de este convento fue enviada desde Guatemala, poco más tarde, por la superiora, que era arquitecta. El gusto femenino de la obra se echa de ver según observa el gobernador Vasconcelos, en la gracia de las arcadas de las esquinas del segundo piso. Los salones tienen techo de bóveda labrada de incrustaciones con símbolos franciscanos, y el claustro es uno de los más hermosos y amplios de todo el país. Quedó perdida esa joya, que se llama el Convento de San José, durante los largos años en que la Reforma la dedi-có a cuartel. Ahora que el edificio ha sido rescatado para la cultura y des-pués de meterle muchos miles de pesos en restauraciones indispensables, Oaxaca volverá a enriquecerse con uno de los más bellos edificios de su historia. Se encuentra el Convento de San José enfrente del antiguo con-vento de las recoletas, que después de restauraciones prudentes ha sido dedicado a escuela Normal para señoritas y jardín de por medio de la céle-bre iglesia de La Soledad, cuya portada es de las más hermosas del país.

Pbro. Ángel Vasconcelos, tío del escritor oaxaqueño. (Fuente: fcbv.)

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Entre el Convento de San José, que hoy se destina a la Escuela de Bellas Artes ha existido siempre un jardín. Ganando terreno a la falda de un cerro se ha hecho un corte para una explanada que bien pavimentada con lozas

El padre Ángel rodeado de notables médicos oaxaqueños en el patio del Hospital de Caridad. (Fuente: fcbv.)

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de cantería, se destina a teatro al aire libre y de danza. El conjunto consti-tuye el centro más completo, quizás el más bello de la ciudad.

La nueva escuela de Bellas Artes, que ya comienza a ser visitada por artistas extranjeros, rivalizará con San Miguel de Allende, con los mejores centros de actividad artística del continente; pronto se mudará a ella la Escuela de Música.

Pero la Escuela de Música funciona ya desde hace dos años. La dirige un distinguido compositor oaxaqueño, el señor [Diego] Innes, que ha vivido de su profesión en los Estados Unidos dirigiendo orquestas. Colaborará con él otro distinguido compositor y organista, el señor Arcos. El gobierno tiene ya adquirido un magnífico órgano que se instalará en la sala de con-ciertos que ha sido añadida al antiguo convento de San José. Quien visita la Facultad de Música actual, a eso de las siete de la tarde, se queda sor-prendido de la animación que ahí reina en clases numerosas de guitarra y de piano, de saxófonos y de violín. Más de trescientos alumnos, cifra increí-ble para la población de Oaxaca, concurren de modo regular y prometen hacer de Oaxaca, quizás el centro musical del país. No obstante que nunca había habido en Oaxaca algo parecido, la creación de esta escuela no es fruto de una ocurrencia oficial arbitraria sino inteligente aprovechamiento de la vieja tradición musical de Oaxaca, que siempre ha sido importante. Los oaxaqueños se muestran orgullosos de sus músicos, más aún que de sus pintores, no obstante que entre éstos hubo un Cabrera; no obstante que sus orfebres han sobresalido y a pesar de que la arquitectura oaxaqueña produjo en el templo de Santo Domingo, la mejor muestra de la arquitec-tura nacional.

Desde el siglo xvii Oaxaca reúne las condiciones necesarias para ser uno de los centros de turismo artístico del continente, pero hacía falta una mano que levantara sus ruinas y le restaurara su abolengo. Hacían falta también escuelas para la reeducación de su pueblo, de suerte que la fama de Oaxaca no se quede en pasado, sino que vuelva a surgir por obra de las generaciones presentes.

El clima de Oaxaca es uno de los más sanos del país, resulta por lo mis-mo lógico que la ciudad se convierta en centro médico. Reconociéndolo así el actual gobierno tiene invertido poco menos de un millón de pesos en un gran hospital del estado, al que llama Centro de Salud porque habrá que dedicarse a prevenir las enfermedades, tanto como a curarlas. El centro, que será el mejor del sur del país, se está levantando con la colaboración de

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varias secretarías; la de la Defensa, porque habrá salas destinadas a los militares de la guarnición; la de Comunicaciones porque habrá sección destinada a los ferrocarrileros y así sucesivamente. Un patronato manejará la institución. A fuer de buen abogado, el gobernador Vasconcelos ha dado a los patronatos que atenderán las nuevas instituciones, caracteres jurídi-cos que los hacen efectivos. Al revés de los patronatos médicos que funcio-

Postal del interior del templo de Yanhuitlán, ponderado por la crónica vasconceliana. (Colección particular.)

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nan en la capital, cuyos miembros dependen directa o indirectamente del gobierno, los patronatos oaxaqueños, nombrados por el gobierno y por las cámaras de Comercio y de Industria y de todas las instituciones que cola-boren, se integrarán en un cuerpo que posteriormente elegirá, con total independencia, a quienes deban llenar las vacantes que vayan ocurriendo. En esta forma se manejará el hospital, de igual manera será gobernada la Biblioteca Pública. Para sacar un libro de esa biblioteca no bastará con una orden de un gobernador, sino que siempre será necesario el acuerdo del patronato. Se confía en que una organización de esta índole inspirará con-fianza a numerosas personas que poseen bibliotecas privadas, que ya no usan y que sin embargo, no se deciden a donarlas porque, la manera común como son administradas las bibliotecas oficiales, no siempre garantizan los intereses del público. Un patronato, en cambio, siempre que se mantenga ajeno a todo partidarismo, estará en condiciones de ganarse la simpatía de los donantes. Y no hay otra manera de que lleguemos a tener instituciones de cultura de alguna importancia.

En Oaxaca se ha demostrado, en el breve plazo de tres años, un viejo principio de la ciencia del gobierno, aparentemente tan compleja; para gobernar hace falta probidad, inteligencia y cultura; muy sencillo pero ni más ni menos, pues no bastan ni la sola inteligencia ni la sola buena volun-tad, si estas dos virtudes no están acompañadas de preparación escolar y cultural adecuadas.

Como resumen y expresión de lo que se ha hecho en Oaxaca, escucha-mos a la Banda del Estado, que ha mejorado notablemente en la audición que dio en el claustro de San José. La pieza central fue una sinfonía com-puesta por Innes y desarrollada en temas que expresan: el júbilo popular por el acceso al mando de un hombre recto; las dificultades de su empresa gubernativa, agravada por la escasez de recursos materiales, los obstáculos por vencer, la lucha tenaz y el final victorioso.

Y pensamos que nada es más venturoso que poder cerrar un ciclo de acción desinteresada, con el lenguaje glorioso de una buena sinfonía.

Fuente: Revista Cuadernos de Oaxaca, Oaxaca, (95), número 5, agosto de 1950,

pp. 11-12.

[Nota: este artículo fue publicado con anterioridad en el diario Novedades, de

la Ciudad de México, el 14 de julio de de 1950, p. 4.]

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restauración de santo domingoSe ha organizado en esta ciudad un comité encargado de reunir fondos para la restauración del templo de Santo Domingo de Oaxaca. Se dirige el comité a los oaxaqueños residentes en la capital de la república que econó-micamente representan más que los que viven en Oaxaca. Por supuesto, se recibirán con agrado y gratitud las contribuciones de personas que simple-mente sean devotas de la belleza en su más alta expresión plástica, que es la arquitectónica. Hace falta mucho dinero; la destrucción que deliberada-mente ejecutaron algunos y la incuria de más de un siglo, ha hecho del templo incomparable, casi una ruina. Lo que queda, sin embargo es sufi-ciente para dar sostén a una restauración que bien dirigida devolverá a la construcción su antiguo esplendor. Lo que antes destruyó el sectarismo hoy se apresta a restaurarlo el patriotismo. En efecto, muchas de las perso-nas que ya han contribuido a la colecta para las obras, se hallan apartados de la iglesia: han contribuido entonces, por oaxaqueñismo y mexicanidad, por sentimiento de cultura que desea conservar para México la gloria de poseer el más hermoso monumento religioso del continente.

Para la reconstrucción de Santo Domingo existe hoy la coyuntura de que ha sido designado rector del templo, el artista dominicano don Secun-dino Martín, a la vez que religioso dominicano, pintor español con meda-lla de oro y premios de varias exposiciones en el arte de la pintura. Su obra muy conocida en Europa sigue las tradiciones dominicanas de fray Bartho-lomeo de la Porta, fray Juan B. Mayno, fray Bessou y tantos otros artistas de su orden. El padre Martín tiene la convicción de que es el de Santo Domingo, hoy a su cargo, el mejor templo de América, aunque ya no es ni sombra de lo que fue. En un informe suyo se explica

...La desaparición de los altares de madera labrada, con valiosísimos dorados,

magníficas imágenes y buenas pinturas. Nada escapó, ni las capillas, ni las

rejas forjadas y doradas, ni el coro de buena talla. El saqueo fue completo. La

fachada y las bóvedas en una ocasión fueron sometidas, durante dos meses, al

fuego del cañón del ocho y tienen grandes desperfectos.

Después de la destrucción enconada vino el mal gusto de la época

porfiriana.

A principio de este siglo se reconstruyeron las capillas, bastante bien; en

los huecos o vacíos de los cuatro grandes altares quemados, se pusieron unos

doseles de tela encalada, pobres y de pésimo gusto. Delante del que se puso

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en el altar mayor, se levantó una construcción enorme y feísima, que ocupaba

la cuarte parte de la iglesia

Aquel esperpento ha sido quitado por el actual rector pero queda el dosel o pabellón que sirve de altar principal en forma impropia de la sun-tuosidad de la iglesia. El padre Martín proyecta hacer un altar que recuer-de el primitivo y se halle a tono con el decorado del resto del templo. Al efecto tiene ya presentado un proyecto a la Inspección de Monumentos coloniales.

La restauración del templo —dice con razón el padre Martín es obra de interés, no sólo religioso sino patriótico. Aquel templo es:

El ejemplo máximo de la cultura que a Oaxaca dieron los dominicos, pues fue casa matriz de la provincia de San Hipólito, que tenía veinte con-ventos tan colosales como Yanhuitlán, Cuilapan y más de doscientas igle-sias que en Oaxaca levantó la orden dominicana

Sobre el origen del templo nos dice el padre Martín que fue construido por el arquitecto dominico fray Hernando Cavarcos. La construcción duró treinta años y a ella contribuyeron millares de operarios y algunos famosos artistas venidos de España después de haber trabajado en la célebre cons-trucción de El Escorial. Comenzó la obra con dos y medio pesos, pero al quedar terminada, su costo se elevaba a doce millones de pesos. Se comen-zó el año de 1545 y se terminó en 1575. El retablo del altar mayor, que se puso el año de 1612 alcanzó el gasto de trece mil setecientos pesos. Este altar fue removido en 1681 para poner otro mejor, pero dejando las mis-mas pinturas del primero, que eran de Andrés de la Concha y las buenas imágenes antiguas de talla. Todo desapareció, como ya se ha dicho, duran-te la Reforma y lo que no se destruyó entonces quedó deshecho en 1871, a consecuencia de la lucha de juaristas y porfiristas. En aquellos días para amonedar onzas se rasparon adornos de muros y bóvedas.

La Revolución que no es lo que creen sus doctrinarios de última hora, una continuación del movimiento de la Reforma, sino un esfuerzo para corregir los errores de aquel movimiento a fin de encauzar a México por la senda de la cultura, se dedica hoy, en muchos aspectos, a restaurar las heridas de nuestra Constitución. El maderismo quiso hacer civilización. Al maderismo no concurrieron las logias, que, hallándose ligadas con el por-firismo, en nada contribuyeron a su derrocamiento. Sólo después y apro-

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vechando la confusión del carrancismo, algunos grupos revivieron el jacobinismo al amparo de aquel caos. El sentir nacional, por fortuna, ya no presta atención a estos intentos regresivos. Cualquiera que reflexione con serenidad en nuestra historia, comprenderá que si no hemos podido igua-lar la obra de la Colonia, que dio a México situación de primacía en el continente, es indispensable que por lo menos se restaure aquella obra, para no merecer la acusación de que no supimos siquiera conservarla.

En Oaxaca, la administración que acaba de pasar se distinguió por el empeño que puso en reconstruir y utilizar, en beneficio de la cultura, anti-guos edificios coloniales que se hallaban en peor abandono que el del tem-plo de Santo Domingo. Pero su esfuerzo no pudo llegar a iglesias que están fuera de su jurisdicción. Para rehabilitar Santo Domingo es indispensable que el gobierno federal, dueño, según la ley, de estos monumentos, asuma la responsabilidad de devolverlos a lo que fueron en su objeto y en su esplendor. La iniciativa privada que otrora construyó estos monumentos, debe despertar para poner de su parte algo del entusiasmo y la confianza de nuestros mayores, en el destino de nuestra patria. Porque pensaron en grande y mantuvieron viva su fe en el futuro de su casta, pudieron nues-tros ancestros llenar el país de maravillas arquitectónicas, que todavía son lo mejor que podemos exhibir ante el extranjero, como fruto de genio nacional. El afán de construcción que es hoy prédica política constante, a la vez que realización muchas veces eficaz, debe extenderse a un pasado que es el origen de nuestra fama en el extranjero, como pueblo que posee tradiciones civilizadas y tesoros de realización humana, generosa y bella. Para continuar esta tarea de rehabilitación nacional es indispensable que la atención del gobierno y del pueblo se dirija a Santo Domingo de Oaxaca: la arquitectura más lograda y hermosa del Nuevo Mundo, que es obra de las manos de nuestros antepasados y puede ser restaurada por la dedicación de nuestros hijos.

Fuente: “Pensamiento vivo de José Vasconcelos” en Cuadernos de Oaxaca,

México, 3ª época (número 98), número 8, febrero de 1951, pp. 20-21.

la mixtecaOaxaca es por sí un solo país. Un país que comprende zonas distintas por el clima, por la raza y antes de Cortés por el idioma. Afortunadamente

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existe en la actualidad todo un sistema de lazos comunes que dan unidad al estado pese a sus diferencias geográficas y étnicas. El gran poder de unificación que España esparció por el mundo, fructifica hoy en Oaxaca, gracias a que todos sus hijos tienen en común el idioma castellano, la reli-gión católica y el sentido de nación que dio la Colonia y quedó acentuado después de la emancipación política. Subsisten, sin embargo, siete divisio-nes tradicionales que por depender de factores profundos se siguen hacien-do sentir bajo la unidad cultural que hemos señalado. Siete son las zonas naturales en que se divide Oaxaca, a saber: la Mixteca, con sus variantes de alta y baja; el valle de Oaxaca o región zapoteca que incluiría la Sierra; Tehuantepec; la zona del Pacífico y la zona veracruzana, más la zona de Huajuapan. Pero la Mixteca, por sí sola, incluye el treinta y seis por ciento de la población del estado y el tercio de su extensión.

La desgracia de la Mixteca consiste en que es casi toda un altiplano montañoso. Y ya se sabe: donde la serranía abunda, la vida es difícil, la miseria general es casi inevitable. El clima es ese engañoso clima del alti-plano que no provoca reacciones fuertes en el organismo, pero tampoco lo estimula a ponerse en acción. Los caminos, como es natural en territorio montañoso, son en su mayoría deplorables. Por todos lados caminos de herradura de los tiempos de la Colonia. Y sin embargo de la pobreza gene-ral, la población crece; más de medio millón de habitantes se aglomeran en un suelo pobre. Buena parte emigra hacia la capital, no obstante que más del cincuenta y uno por ciento de los mixtecos hablan lenguas indígenas, que de nada sirven al que sale de su parroquia.

En cuanto a la población en general, dice la Memoria del Instituto Nacional

Indigenista, de 1950: Es de suponer que en los últimos diez años se haya incrementado algo

la población por más que Oaxaca se haya mantenido casi estacionaria des-de 1910, más que por la emigración de sus hijos, por la elevada mortalidad a causa del gran atraso cultural y del muy bajo nivel de vida de grandes proporciones del estado, entre los cuales destaca la Mixteca alta. Al menos en esta última es muy fuerte la emigración, que se agudizó sin duda en el último decenio, tanto por los años de crisis en el mercado del sombrero de palma, como por el aliciente que ofrecen a la emigración las nuevas vías de comunicación.

Y la publicación añade, no sin cierta ingenuidad:

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Que la más efectiva manera de descongestionar demográficamente la Mixteca alta, es dotarla de una densa red de caminos modernos que al elevar el nivel cultural de la población y al facilitar el éxodo, hará el mila-gro de desarraigar tanta gente que allí nunca podrá encontrar la materia de llevar una vida plena y civilizada.

Irónico suena, si no fuera trágico y muy cierto, que la única solución de cierto país sea abandonarlo. Pero así es y vale más que se diga con franque-za. Mientras los recursos técnicos que dispone el hombre, no basten para dominar la naturaleza; la serranía en ciertos sitios y el clima en otros, como en el trópico, lo mejor es que las poblaciones condenadas hagan lo que siempre han hecho en la historia: moverse en busca de sitios mejores. Las emigraciones suponían en la antigüedad nada menos que guerras de con-quista, en disputa de territorios inhóspitos. Ahora, afortunadamente, exis-te por sobre todos los veintiséis millones de mexicanos, un solo gobierno que puede operar los cambios demográficos eficaces y sin necesidad de derramamiento de sangre.

No sólo eso, sino que gracias a las comunicaciones modernas, los que emigran de un territorio tienen la oportunidad de seguirse preocupando por los que se quedaron detrás y de buscar su mejoramiento. Esto es lo que ha logrado el patriotismo de personas como del doctor Manuel Hernández, el profesor Félix Noriega, los licenciados Maximiliano Arias, Fidel Casas y otros mixtecos que han constituido en esta ciudad (de México. Ed.) la Coa-lición de Pueblos de la Mixteca del Estado de Oaxaca. Lo más admirable en la Mixteca y en todo el estado de Oaxaca es su gente. En contra de obs-táculos que desanimarían a caracteres menos robustos, el mixteco y el oaxaqueño en general, luchan animosos, impulsados por un optimismo que merece ser apoyado y secundado sin reservas. La Coalición Mixteca lucha por el mejoramiento de la población indígena de su zona; por el incremento de los caminos troncales con la Carretera Internacional; por el mejoramiento de la agricultura mixteca a base de su mecanización; por la ejecución de obras de pequeña irrigación; introducción de nuevos cultivos; por el establecimiento de centros de higiene; por el impulso de la educa-ción a las generaciones jóvenes, y, por la formación en esta capital, de una colonia popular integrada por personas originarias de la Mixteca oaxaque-ña, para las que se conseguirán los terrenos indispensables.

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La energía de estos paisanos nuestros seguramente se verá recompensa-da. En la Mixteca, a pesar de todo, el esfuerzo humano todavía tiene mucho en que emplearse. En la Mixteca alta el clima se presta para el cultivo del trigo, que es base de nutrición para un pueblo civilizado. En el mismo territorio hay grandes extensiones de valles y mesetas que permiten el desarrollo del pasto, de modo que el ganado lanar medre en condiciones un tanto favorables, aunque, según el informe mencionado, los agostaderos son pobres. Donde el agostadero es medianamente bueno prevalece la cría de la cabra y la oveja. Aunque estos elementos de verdaderas civilizaciones no rinden lo que en otras partes, se halla, sin embargo, muy extendido el tejido de la lana y se mantiene viva la costumbre de que todo pequeño ganadero sea a la vez tejedor, como era usual bajo el ahora ya quebrantado régimen de la autosuficiencia de cada pequeña localidad.

Pobre es la Mixteca, pobre es casi todo nuestro territorio pero no tene-mos otro y la época de las emigraciones en grande ha terminado en la historia, porque cada país erige murallas en torno a sus fronteras en este terrible periodo de la historia humana.

No nos queda, entonces, sino seguir el ejemplo de la Coalición de Pue-blos de la Mixteca; unirnos para el trabajo y la mejor explotación de lo poco con que contamos. Unión y trabajo, tal parece ser, por fortuna, el lema nacional, de un extremo a otro del territorio.

Tomado del periódico Novedades, México, viernes 21 de diciembre de 1951, p. 4.

el centenario de la zandungaUn himno es el ritmo vocalizado que unifica a un pueblo por la acción, su sentido, por lo común político se va imponiendo por obra del hábito. Un cantar es algo más hondo y espontáneo. El sentir instintivo propio de cada linaje humano elige entre las melodías de una época, alguna que le servirá de cauce para llevar su sensibilidad a las sublimaciones y noblezas del sen-timiento. El sentimiento mismo en la canción se hace conciencia. El alma es conciencia de la integridad de nuestro destino.

La conjunción de lo sensible con el anhelo sobrehumano que indaga en el espíritu, plasma en la mente del creador artístico que enseguida se vale del lenguaje y de la música para manifestar su mensaje. Es muy raro el caso en que lleguen a coincidir por la excelencia, la letra de una canción, es

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decir, su porción del verbo y la forma musical elevada y placentera. Hallaz-gos de esta suerte son frecuentes en la liturgia pero muy raros, imposibles casi en el arte seglar. La música misma no llegó a superar el emocionalismo simplemente auditivo, mientras no apareció el canto gregoriano que realiza el prodigio de acoplar la armonía a las directivas del verbo. El arte común imita estos aciertos cuando la canción posee la virtud de mover el senti-miento colectivo. Sin embargo su peligro está en lo vulgar.

En lo popular hay que distinguir lo vulgar y lo que verdaderamente representa un ascenso sentimental sobre la rutina y la torpeza de las sen-sibilidades opacas y entorpecidas. Para ello hace falta una sencilla humil-dad. Lo vulgar es presuntuoso y mediocre, ocasionalmente complace la parte baja de nuestra naturaleza. Puede dejarnos contentos, pero no nos inquieta, no nos lleva a pedir más, no nos induce a soñar.

Gusto plebeyo no es precisamente el del pobre en bienes materiales, sino el que que se satisface con lo que es común y perecedero. Plebeyo es el que se conforma con su bajeza y pretende divulgarla. Plebeyo es el que, ajeno a lo noble hace ostentación de su pobreza moral y de ella nos conta-gia. Dentro de lo plebeyo están lo trivial, lo dulzón y lo cursi. Lo popular no es eso, lo popular es vigorosa fusión de un trozo melodías superiores y un sentimiento colectivo que las adopta como lenguaje de sus sentimien-tos. Supone complacencia compartida pero además conciencia de su superación.

Un canto popular es aquel que arranca al individuo fuera de su inercia cotidiana y por momentos lo levanta para contemplar horizontes que le ofrecen liberaciones. En lo popular la mesa comparte el júbilo de revela-ción del creador afortunado. Para el éxito de lo popular hacen entonces falta dos elementos: el inspirado momento de un creador por el espíritu y el grupo humano capaz de elevarse también a la concepción superior logra-da por el artista. Es siempre un individuo superior el que inventa la melo-día o la capta por entre las zonas del misterio. Pero el grupo selecto no sólo la conserva al hacerla suya, sino que a menudo la adorna con matices y variantes. La creación se perdería si no encontrase la receptividad de con-ciencias capaces de reconocer la belleza y de aprovecharla por la depura-ción de su propia sensibilidad. Esto es lo que hizo para su pueblo istmeño aquel Máximo Ramón Ortiz, cuya figura legendaria ha sido evocada en este centenario de modo tan acertado, por escritores istmeños como el Dr. Alberto Cajigas Langner y Raúl Ortiz Urquidi. La versión que ellos nos

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dan, respaldada por las teorías ya conocidas de nuestro gran musicógrafo Baqueiro Foster, nos hace saber que el son que con el nombre de “La Zan-dunga” se toca en el Istmo para todo festejo, procede de España, como la mayor parte de nuestra música.

Además se sabe que “La Zandunga” entró a nuestra nación por la puerta de honor del antiguo teatro “Principal” de nuestra metrópoli, el Teatro de la Ópera que fue el mayor centro musical del nuevo mundo, no sé si desde las postrimerías del siglo xviii. ¡El siglo xviii benemérito en que México alcanzó personalidad entre los pueblos civilizados de la Tierra! En los con-ciertos de aquel coliseo ilustre se dieron a conocer por 1850 determinados jaleos y fandangos que hacían furor por entre los públicos de la Madre Patria. Entre ellos vino el jaleo andaluz de “La Zandunga”, que se habría perdido en el olvido si no lo capta y adopta una raza fina de instinto musi-cal como es la raza istmeña; pueblo de buen gusto y de abierta, generosa sensibilidad.

El refinamiento espiritual de un pueblo se juzga no sólo por lo que éste produce en el orden artístico sino por el buen gusto que manifiesta cuando elige, entre el caudal de motivos que le ofrece una cultura superior, aque-llos que poseen calidad artística auténtica. Tal es el caso del pueblo istme-ño que con justicia se ufana de los cantares que ha hecho propios. Los ha conservado y los ha enriquecido con los elementos de su propia sensibilidad.

La raza istmeña es digna de admiración por muchos motivos; no es una tribu remota y engreída con los rasgos triviales de un localismo intransi-gente. Su misma geografía ha hecho del istmeño desde que los españoles los incorporaron a la etapa oceánica de que nos habla Toynbee, un pueblo expuesto a las más diversas y fecundas influencias. Gentes y civilizaciones de la más contraria calidad le han traído el tributo de sus tesoros espiritua-les. Por el Atlántico y por el Pacífico le han llegado al istmeño los dones del ritmo y del color. Todo lo ha hecho propio con alegría y con originalidad. La sangre mezclada ha producido en estos territorios lo que en cierto sen-tido es un anticipo del futuro en que el oriente y el occidente habrán de confundirse en una superación integral. Basta contemplar en esta zona, el donaire de las maneras, el lujo de las prendas, el color que estalla en toda su variedad y esplendor para darnos cuenta de que ahí ha estado ocurrien-do algo singular para la cultura del mundo. Porque al mismo tiempo que se contemplan aquí espectáculos de brillante exotismo plástico, las cos-

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tumbres no están corrompidas según ocurre en aquellas poblaciones que subsisten por la Polinesia y otros rincones oscuros del planeta. Alienta por aquí, al contrario, una raza cristianizada desde hace varios siglos y que sabe mantener en sus relaciones íntimas, la austeridad y nobleza de la con-ducta propia de gente civilizada; más aún, practica como pocos, las gran-des virtudes de la cooperación para los objetivos comunes y de ayuda recíproca en los menesteres individuales. Buena prueba de la pureza rela-tiva de las costumbres es el vigor que conserva la raza, en contraste con la decadencia física propia de tantos pueblos que han perdido las normas de severidad que toda sana moral impone.

En el orden colectivo, el pueblo istmeño es cosmopolita pero no por eso ha prescindido jamás de la lealtad que debe a sus orígenes. El zapoteca del Istmo ha dado siempre ejemplo patriótico en la defensa de sus tradiciones y sus hogares. Por medio de las armas supo luchar contra las agresiones de los aztecas. Más tarde frente a la Conquista supo distinguir entre abyec-ción que nunca prospera y la adopción de los más altos valores si es que los trae en su bagaje el invasor. Del hispano supo tomar el zapoteca, con algo de la sangre, lo insustituible: el lenguaje castellano, la religión de Cristo y la alegría de esta música como “La Zandunga”, que despiertan las fuentes de júbilo y abren el horizonte a la Esperanza.

Fuente: Todo, la mejor revista de México, México, D.F., número 1030, 4 de junio

de 1953, p. 11.

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los oaxaqueños ante la muerte del paisano ilustre

La Hemeroteca pública “Néstor Sánchez Hernández” y la Fundación Cultural Bus­tamante Vasconcelos, ambas instituciones establecidas en la capital oaxaqueña, alber­gan información sobre el deceso del llama­do Maestro de la Juventud de América, ocurrido el 30 de junio de 1959.

El día jueves dos de julio de ese año la nota de ocho columnas del diario Oaxaca Gráfico señalaba que las letras universales estaban de duelo por la muerte de José Vas­concelos. El largo artículo redactado por el propio director del matutino oaxaqueño,

Everardo Ramírez Bohórquez, era un apre­tado recorrido por la vida y obra del político e intelectual oaxaqueño. En la parte final de la nota, el redactor reconocía el aporte in­formativo proporcionado por el abogado oaxaqueño Julio Bustillos Montiel, en tanto que la foto que ilustraba la página había si­do facilitada por la Secretaría General de la Universidad Benito Juárez, a cargo de Ma­nuel Castro Rivadeneyra.

La universidad oaxaqueña, en recuerdo de su catedrático “Honoris causa” declaró tres días de luto con la bandera azul y oro a

Don Luis Castañeda Guzmán habla en el ho-menaje que se realizó frente a la casa en don-de naciera José Vasconcelos. (Fuente: fcbv.)

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media asta y el nueve de ese mes de julio tuvo lugar el homenaje que el gobierno del estado y la institución educativa organiza­ron a la memoria de José Vasconcelos. El acto se realizó en el paraninfo universita­rio y el discurso central corrió a cargo del abogado José María Yáñez, entonces direc­tor de la Escuela de Bellas Artes. El orador concluyó su intervención diciendo que fue necesario que Vasconcelos recorriera los caminos de la patria para apasionarse por México en la forma en que lo hizo. El re­cuerdo, la gratitud y el cariño por el Maes­tro se podrían sintetizar en las palabras que Dante dirigió a Virgilio en La Divina Co­media: tu Duca, tu Signore e tu Maestro.

También la comunidad magisterial rin­dió homenaje a quien fuera el fundador de la Secretaría de Educación Pública, con un acto que celebró la Escuela Normal Mixta de la ciudad de Oaxaca, dicho acto fue trans­mitido por una estación de radio local.

Para cerrar este apartado he incluido dos documentos más: un artículo, escrito por don Andrés Henestrosa y el texto de la carta que el propio Vasconcelos dirigiera a su antiguo discípulo e hijo político, el abo­gado Herminio Ahumada, donde le mani­fiesta su rechazo a la posibilidad de ser inhumado en la llamada Rotonda de los Hombres Ilustres, de la Ciudad de México. Esa misiva fue publicada en los principales diarios de circulación nacional el primero de julio y reproducida localmente en Oaxa-ca Gráfico. El redactor de la revista Siempre! escribió a propósito:

Fiel a su signo tormentoso, el hombre extraordinario –político, filósofo, escritor, periodista– y para ser consecuente con su trayectoria dejó escrita su última voluntad en carta dirigida a su yerno, el licenciado Herminio Ahumada.

En las Memorias de Jaime Torres Bo­det, antiguo secretario particular de Vas­concelos durante su paso por la sEp y en 1959, titular por segunda ocasión de la misma dependencia, se puede leer: “Apa­sionado hasta en la previsión de la muerte, reiteraba –en aquella página amarga– su actitud de católico intolerante”.

Y concluía el poeta metido a funcionario:De los tres más grandes educadores de

que se ufana nuestro país (Gabino Barreda, Justo Sierra y José Vasconcelos), el tercero ha­brá de quedar en la memoria de las futuras generaciones, como el más atrevido y contra­dictorio, el más impulsivo y más fulgurante, el menos lógico y más genial. Injusto por impaciente, rebelde por inconformidad y dogmático por angustia, la tormenta fue su ámbito inevitable. Se creyó Ulises, descubri­dor de islas inmateriales y especialista en pe­ligrosos periplos mágicos. Pero nunca se hizo atar al mástil de su navío para escuchar, sin riesgo, el canto de las sirenas. Las más impe­tuosas horas de su existencia y las mejores páginas de sus libros fueron aquellas, pre­cisamente, en las que el canto de las sire­nas le enseñó a preferir el naufragio a la abdicación.

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duelo en las letras universales por la muerte del maestro josé vasconcelosAyer en la tarde, en la capital de la república fue inhumado el cadáver del gran filósofo oaxaqueño y “Maestro de América”.

Everardo Ramírez

[…] Candidato al gobierno de OaxacaEl asesino del Senador Field Jurado, que él criticó valientemente obligó-

le a renunciar como miembro del gabinete de Obregón y en el propio año de 1924 lanzó su candidatura para gobernador de Oaxaca; su triunfo legí-timo no le fue reconocido por los poderes del Centro, antes se declaró Jefe del Ejecutivo de nuestro estado al general Onofre Jiménez.

Catedrático Honoris causa de nuestro institutoVarias veces durante los últimos quince años, vino a su tierra natal. De

dichas visitas, debe recordarse en primer lugar la que nos hizo en julio de 1945; el gobierno del estado le prodigó una gran recepción popular. El maestro Vasconcelos pronunció un discurso en el Palacio de los Poderes y el tres del propio julio, se le recibió oficialmente en el Instituto Autónomo

Escena cotidiana de la 2a calle de 20 de Noviembre, antes de La Cochinilla. Lo que fue su casa era un negocio ferretero en los años ochenta. (Fuente: hpnsh)

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de Ciencias y Artes del Estado, entregándosele diploma de catedrático “Honoris causa” de la centenaria casa de estudios.

Otras dos veces visita a OaxacaEn marzo de 1948 volvió a venir para participar en el homenaje del

Instituto al gran penalista oaxaqueño don Demetrio Sodi, poniéndosele su

Después de develar la placa que recuerda el nacimiento del benemérito oaxaqueño. En medio su hijo José Ignacio. (Fuente fcbv.)

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nombre a una de las aulas del patio mayor. El 3 de agosto de 1950, nueva-mente estuvo aquí invitado por el gobernador don Eduardo Vasconcelos para pronunciar el discurso oficial en la instalación de la estatua del insig-ne benefactor de Oaxaca, el padre Ángel Vasconcelos —emparentado con don José y don Eduardo—, en la primera calle de Tinoco y Palacios, a espaldas del Hospital de Caridad, Otras varias veces regresó en forma par-ticular y la última, a principios del año actual casi de incógnito.

[…] Gran parte de los datos que integran la gacetilla que antecede, los debemos a la gentileza del Sr. Lic. Julio Bustillos Montiel. La fotografía del maestro que estamos publicando se sirvió proporcionárnosla la Secretaría General de la Universidad de Oaxaca.

Fuente: Oaxaca Gráfico, Oaxaca, año VI, jueves dos de julio de 1959, pp. 1,4.

tres días de luto en la universidad. la bandera azul y oro, a media asta por la muerte del maestro josé vasconcelosEn diversas formas todos los sectores intelectuales de esta ciudad han manifestado su pesar por la muerte del gran filósofo oaxaqueño y maestro de las Juventudes de América, licenciado José Vasconcelos, ocurrida hace

Presidium del acto conmemorativo. Entre los asistentes: el profesor Guillermo Mondragón Gómez, Miguel Cruz Caballero y el gobernador Eliseo Jiménez Ruiz. (Fuente: fcbv.)

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tres días en la capital de la república. Desde luego que el suceso causó la mayor impresión en los círculos universitarios por la personalidad del des-aparecido que fue rector de la Universidad Nacional de México y catedrá-tico “Honoris causa” de nuestro antiguo Instituto de Ciencias y Artes hoy elevado al rango de Universidad de Oaxaca.

El rector interino de ésta, doctor Manuel Canseco Landero, quien fun-gía como tal, dispuso que en señal de duelo durante tres días fuera izada a media asta, en todos los planteles universitarios, la bandera azul y oro de

“Ulises Criollo” en sus últimos años. (Fuente: fcbv.)

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la propia institución, así como que las puertas cerraran a media hoja. Y el titular, doctor Federico Ortiz Armengol, quien ayer temprano regresó de un violento viaje a la Metrópoli, refrendó dicho acuerdo y ordenó que se organizara una ceremonia luctuosa para honrar la memoria del insigne pensador. Posiblemente la ceremonia se efectúe mañana pero hasta el momento no se había determinado aún. De cualquier modo estaremos pendientes de ello.

Por la muerte del maestro Vasconcelos, quien nació en esta capital, el gobierno del Lic. Pérez Gasga ordenó suspender la audición que anoche debió haber ofrecido la Banda de Música del Estado en el Jardín de la Constitución

Oaxaca Gráfico, Oaxaca, viernes 3 de julio de 1959, pp. 1,4.

Fotografía de Vasconcelos que reprodujo el Oaxaca Gráfico, el día que anunció su fallecimiento. (Fuente: hpnsh)

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S homenaje a vasconcelos, hoy a las 12. en el paraninfo se lo rendirá el gobierno del estado y la universidadEn el Paraninfo de nuestra máxima institución docente, hoy a las 12 en punto se efectuará solemnísima sesión organizada por el Gobierno del Estado y la Rectoría de la Universidad en homenaje a la memoria del ilustre filósofo oaxaqueño y maestro de la Juventud de América, licenciado don José Vasconcelos, fallecido en México el 30 del próximo pasado junio. El homenaje universitario tiene la especial motivación de haber sido el gran pensador cuya desaparición ha sido lamentada por todo el mundo intelec-tual, catedrático “Honoris causa” del antiguo Instituto de Ciencias y Artes del Estado hoy elevado al rango de Universidad de Oaxaca.

Suscriben las invitaciones para esta ceremonia, el gobernador licencia-do Alfonso Pérez Gasga y el rector doctor Federico Ortiz Armengol, y el programa dispuesto es el siguiente:

Catedrático “Honoris causa” de la universidad oaxaqueña. (Fuente: hpnsh)

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1.- “Coriolano” Ludwig van Beethoven, Banda de Música del Estado, bajo la dirección del maestro Diego Innnes.

2.- Discurso, Sr. Lic. José María Yáñez, director de la Escuela de Bellas Artes y miembro del Consejo Universitario.

3.- Andante, de la sonata “Claro de luna”, L. van Beethoven, Banda del estado.

4.- Datos biográficos del Sr. Lic. José Vasconcelos, señor Rodolfo Mora-les Moreno, alumno de la Escuela de Jurisprudencia.

5.- Lectura del acta por la que se designó catedrático “Honoris causa” de esta institución, el señor Licenciado Vasconcelos.

6.- Un minuto de silencio.7.- “Marcha fúnebre”, Cosme Velásquez, Banda de Música del Estado.Oaxaca Gráfico, Oaxaca, jueves 9 de julio de 1959, p. 1.

en la normal será honrado también el maestro vasconcelosEl Ateneo de la Juventud Normalista “Profesor Gustavo B. Mendoza” y la Dirección de la Escuela Normal Mixta del Estado, suscriben el pliego de invitación para la velada de homenaje a la memoria del ilustre filósofo

El filósofo oaxaqueño visto por Rogelio Naranjo. (Fuente: hpnsh)

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oaxaqueño don José Vasconcelos, fallecido recientemente, que se llevará a cabo el día de hoy a las 19 horas en el salón de actos del citado plantel.

Las invitaciones aludidas vienen suscritas por el profesor don José Loza-no y Mancera, director del plantel y el alumno Florencio López Ojeda, presidente del Ateneo.

El solemne acto se sujetará al siguiente programa:1.- “Elegía” de F. I. Hatch, violín y piano, Agustín Vera Bourguet y pro-

fesor Ricardo Vera Castro.2.- “Pensamiento filosófico del Maestro Vasconcelos” diserta Lic. don

Julio Bustillos Montiel, catedrático de la Escuela Normal.3.- Selección musical. Piano. Srita. Profa. Teresa Manzano Trovamala,

catedrática de la Escuela Normal.4.- “Al maestro”. Declamación: Srita. Concepción Rosas Medina.5.- “Tantarella”. Piano. Alumna. Concepción Luna Leyva.6.- “La personalidad del Lic. José Vasconcelos ante la juventud mexica-

na”. Ensayo literario del alumno Aurelio Pérez Gómez.7.- Himno normalista.Nota: Por transmitirse por la estación xeoa, el programa dará principio a la

hora exacta.

Fuente: Oaxaca Gráfico, Oaxaca, viernes 10 de julio de 1959, pp. 1,4.

Alejandro Gómez Arias y su maestro José Vasconcelos, vistos por Naranjo. (Fuente: hpnsh)

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Súltimo día de josé vasconcelos

Andrés Henestrosa

Un 30 de junio, ahora veinte años, murió José Vasconcelos. Lúcido, apasionado, desesperado, afirmativo y negativo a un tiempo: como

vivió. Sus amigos como apenados de haberse vuelto contra sí mismo, con-tradicho su historia, escupir su propia estatua, se apresuraron a enterrarlo. Las autoridades universitarias no sabían qué hacer, si asistir a su sepelio, tras de rendirle homenaje o levantarse de hombros y enterrarlo en el olvido el mismo día de su tránsito. El rector en turno, por lo pronto, no pensaba

Siempre atento. (Fuente: hpo)

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asistir ni siquiera dar el pésame que se acostumbra cuando muere un hijo de vecino. Sus enemigos, que eran y fueron siempre legión, estaban de plácemes. Pero ocurrió que el presidente López Mateos asistió a hacerle una guardia en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes. Fue entonces cuan-do el mundo oficial y el universitario se apresuró a rendirle la pleitesía a la que José Vasconcelos se opuso cuando vivo. Porque así son las miserias de este mundo y de nuestra vida pública. Hubo discursos en el panteón, gri-ses todos, excepto uno. Un pobre orador espontáneo creyó que se daba sepultura a don Antonio Caso y por él fue el panegírico.

Murió pobre, después de haber manejado millones. Lo que de sí dijo Ignacio Ramírez, puede repetirse respecto de José Vasconcelos: como nació y vivió, murió desnudo. Tal vez eso fuera lo que muchos no le perdonaron entonces y ahora. Su nombre siempre será un redoble en la conciencia de los testaferros, de los turiferarios, de los confabularios, palabras son las tres que él puso de moda.

Murió de pie como el árbol bien plantado en la tierra. Con la pluma en la mano y enteras sus facultades. Porque Vasconcelos fue un hombre sin ocasos, así en su obra como en su vida. Sino que con respecto a él, las apa-riencias engañan. No dejó de ser el gran escritor, el rebelde, aquel en quien podía más la necesidad de decir lo que pensaba que callarlo por una con-veniencia pasajera. Todavía tuvo la fuerza y la rabia de dictar una carta para prevenir y evitar al gobierno el error de enterrarlo en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Encargo —el de escribir la carta y publicarla en los periódicos— que era mío y qué el cumplió por andar yo tan lejos de Méxi-co: en Ginebra, donde Daniel Cosío Villegas nos dio la noticia de su muer-te. En efecto. Un día después del primer llamado, Vasconcelos me dijo: “Oiga Andrés, cuando yo muera escriba un artículo diciendo que es mi voluntad que no se me entierre en la Rotonda. Porque estos tales por cuales una vez muerto yo, perdonarán mis supuestas aberraciones, mis pecados, las traiciones a mí mismo. Cualquier periódico lo publicará gustoso. La Rotonda fue instituida para los que han defendido la causa de la república, el liberalismo, el juarismo y yo no creo en nada de eso. Sería pues, un honor que no merezco y un error que ellos podían cometer. Y una cosa más: diga que no quiero estar enterrado cerca de asesinos, traidores e imbéciles. Y aquí cuatro o cinco hombres ilustres, más de uno, ciertamente sólo a primer vista, ilustres”. La carta o el artículo, ya estaban propiamente dictados.

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Lo enterramos de prisa, de acuerdo con su voluntad. Pero al día siguien-te comenzamos a desenterrarlo. Y en eso estamos: todos los días le damos sepultura y todos lo desenterramos. Promueve negaciones y afirmaciones. Se le sigue leyendo. Sus páginas siguen siendo jóvenes, páginas, palabras vivas, próximas a desbordar sangre y lágrimas. El México que José Vascon-celos condenó aún alienta; el México que quiso y que buscó aún está por llegar. Y mientras esto sea verdad, Vasconcelos no encontrará reposo. Irá y vendrá, afirmado y negado de todos, por él en primer lugar.

Al recordarlo hoy pongo sobre su tumba la flor que no pude el día que le dieron tierra: una paletada de la tierra a la que tanto amó.

30 de junio de 1982

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carta de josé vasconcelos a herminio ahumada

Muy querido Herminio:Le confirmo nuestra conversación reciente. Los meses de enero y febrero resultaron fieles a su fama en el sentido de que esta vez consumaron un auténtico desviejadero. En los últimos meses, tres miembros de El Colegio Nacional han fallecido y los tres fueron a dar al Panteón de los Hombres Ilustres. No censuro la intención de rendir honores máximos a los héroes del pensamiento pero en vista de que se está haciendo usual llevar a una misma Rotonda a personas de tendencias muy diversas y por si ocurriese a alguien gestionar para mí, como miembro de El Colegio Nacional, una honra parecida, le ruego que haga público mi más violento repudio.

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En primer lugar, como usted sabe y lo he repetido a varios amigos, nun-ca he querido aceptar honores de carácter un poco ruidosos, porque con-sidero que la ciudadanía de nuestro país no tiene derecho a honrarme como escritor mientras que no se me reconozca como político. Ni siquiera banquetes de orden administrativo he aceptado porque está pendiente un acto de justicia con los que murieron en la campaña electoral del 29 y con todos los otros. La conciencia nacional sabe o debiera saber, que ganamos las elecciones de 1929 y mientras esto no se reconozca públicamente y quizás oficialmente, no podría yo aceptar ningún honor sin sentir que traicionaba la verdad y la justicia. El hecho de que hayan llegado a presi-dentes y ministros muchos de los que consumaron la imposición sangrien-ta de 1929, no justifica aquel atentado, más bien lo agrava. En consecuencia, por temor a reconocer la verdad, prefiero que no se ocupen de mí en nin-guna otra forma.

Además, en un entierro en la Rotonda sería para mí casi una injuria. En aquel lugar se hallan, entre otros, los restos de cierto aviador que debe su gloria oficial a las persecuciones que consumó con mis amigos del vascon-celismo. Y, por otra parte, el autor de la Breve historia de México nada tiene que hacer en un cementerio dedicado en especial a los héroes de la Refor-ma masónica del juarismo.

Un entierro completamente humilde en cualquier cementerio de aldea y acaso después el depósito en alguna capilla modesta, es todo lo que pido a ustedes mis familiares.

Para los efectos a que haya lugar dirijo a ustedes esta carta ratificándoles mi cariño más sincero y mis mejores deseos. Firma.

Tomado de la revista Siempre! México, D.F., 8 de julio de 1959, p. 5.

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Oaxaca, Fondo Manuel Brioso y Candiani

Casa de la Ciudad, Biblioteca Andrés Henestrosa, Oaxaca de Juárez, Oaxaca

Fundación Cultural Bustamante Vasconcelos, Fondo Familia Bustamante Vasconcelos,

Oaxaca de Juárez, Oaxaca

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Revista Todo, la mejor revista de México, México, núm.1030, 4 de junio de 1953.

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de 1979.

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se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2009 en

los Talleres de Carteles Editores, Colón 605, centro, C.P. 68000. Oaxaca, Oaxaca, Se tiraron mil ejemplares más

sobrantes para reposición.